Está en la página 1de 15

LA

ÚLTIMA DE LAS MUERTES DE ISMAEL


BEYLE

1º Nadie me quiere, ni siquiera la muerte.

Poco después de que el último de mis hijos abandonase el hogar,


olvidé contar los años y creo que no hay nadie en el mundo, ni siquiera
mis retoños, que de manera certera, conozca mi edad. Por esto
mismo, no sabría precisar cuándo el tiempo dejó de significar algo para
mí.

¿Qué día sucedió este desinterés por el paso del tiempo? No lo


sé. Simplemente dejó de interesarme la medida que los hombres
habíamos dado a los giros de nuestro planeta y las veces que
cualquier cosa dura respecto a esos giros.

En un lugar indefinido de mi ser debería sentir la vida pero solo


percibo su necesidad. Por otro lado, al sentir la necesidad de estar
vivo, estoy confirmando que efectivamente lo estoy.

Me resulta imposible pensar en algo diferente y una y otra vez le


doy vueltas a los mismos argumentos. Cada día es una repetición del
anterior y con estas reflexiones sobre mi estado de ser vivo o de
difunto, llego a la certeza de que es una eternidad la que llevo vivo,
tanto que con frecuencia me olvido de que la muerte es un temor
supersticioso.

¡Oh! ¡La muerte! ¡La muerte! ¡La muerte! ¿Qué es la muerte? Es


posible que la muerte sea una vida nueva donde resulta imposible
sentir que se está en ella; una vida nueva bajo la maldición de carecer
de conciencia; una nueva existencia o incipiente inexistencia que
significan lo mismo.

Morir es ingresar en una soledad de la que no se es consciente.


Morir es una inevitable renuncia a la conciencia. Morir es hallarse en
una soledad inadvertida por el que entra en ese estado. Morir es
sumergirse en un total desinterés por ser alguien o incluso por ser
algo. Morir es ir perdiéndonos en la memoria de los demás… Pero aun
cumpliendo mucho de esos requisitos, yo no tengo certeza de haber
llegado a la eterna finitud.

Desde que me faltaron las fuerzas para levantarme del lecho,


sospecho que el tiempo ha dejado de arrancarme las hojas de mi
calendario y por eso pienso que incluso la muerte, se ha olvidado de
ejercer su oficio segador sobre mi persona.

Por cierto ¿Por qué se etiqueta de cruel a la muerte? Nadie


debería tildarla de injusta, en todo caso, lo injusto sería la forma en
que nos toca marcharnos del mundo… la manera de dejar de ser
persona para convertirnos en despojo… el tránsito para dejar de tener
consciencia. En alguna ocasión nuestro afán de vida consiste en
alargar el dolor de manera innecesaria o en sacarle al corazón algunos
latidos más o en saquear nuestro cerebro para exprimirle unos
impulsos cerebrales que demuestren que aún mostramos algún
síntoma de vida… Todo indica que estamos programados para,
desesperadamente, robarle una milésima de segundo a la eternidad
que se nos echa encima.

En fin, para no desviarme de lo que comentaba, diré que a veces


pienso que el de la guadaña (que romántica metáfora) me ha
perdonado la expiración y que ha incurrido en una violación de las
leyes que te emplazan a estar en el lugar de la vida o en el de la
muerte. Recurriendo a la sensatez, eso sería algo que no tiene ni pies
ni cabeza, pero esto es lo que siento, y lo interiorizo de esta manera
que llego a creerme que la muerte se ha olvidado de rubricar el cese
de mi vida.

Además, de qué me vale su arbitrario proceder, si no existe nadie


que de manera cercana o lejana, pueda entender la utilidad del
alargamiento de mi existencia. Seguramente yo soy una presa en las
garras de una fiera que se deleita alargándome el momento final.
Cavilo en estas cosas y termino por no concebir este estado en que
me encuentro.

¿Qué hago en este mundo? ¿Qué hago sobre este lecho? Nada
de lo que a mí alrededor existe, ni nada de lo que en mi interior hace
brotar estos pensamientos, son suficientes para que resurjan mis
ganas de vivir.

2º Los muertos dejan de soñar.

Estoy convencido de que mis hijos se han olvidado de mí, pero


también sus figuras se han confundido en mi mente. Ya no les pongo
cara o si lo hago puede que sean de intrusos o viejos conocidos que
no tienen nada que ver con ellos. No sé si un día vendrán a verme,
pero si es así, tendrían que recordarme que soy su padre. Sé que les
tuve amor y que ellos me lo tuvieron a mí, pero al olvidar sus rostros
todo resulta bastante teórico y tal vez por esto mismo resulta imposible
que se presenten en mis sueños… No estoy muy seguro de esta
explicación, pero no encuentro otra respuesta… de todas formas, no
dudo que cualquier réplica me resultará hiriente.

También resulta paradójico tener conciencia de que se está vivo y


a la vez, saberse privado de las ensoñaciones. No se trata de que no
haya soñado un día o dos o tres o una semana o un mes o varios. No
señor, no es eso lo único que me afecta. Lo que quiero decir es que,
cuando duermo, no experimento situaciones oníricas y son muchos,
muchísimos los años en los que no soy capaz de soñar nada y por
este motivo, el tiempo que estoy durmiendo lo considero como si me
sacaran del mundo de los vivos.

Yo sé que dormir, en cierto modo, es desconectar de la realidad,


es como si ensayásemos los efectos de la muerte y no es que lo diga
yo, existieron viejas civilizaciones que pensaban esto mismo, y es que
el sueño es el estado más próximo a la muerte.

Pero convendrán conmigo, que estar bajo los influjos del sueño no
es caer en la anulación que la mortalidad nos proporciona. Una
muerte, en el sentido estricto de la palabra, queda muy lejos del
mundo de las ensoñaciones, éstas se trenzan entre ellas y se
convierten en una cuerda atada a la cintura; una soga de seguridad
que nos retiene y que impide que caigamos a las oscuras
profundidades del reino de la muerte. El sueño solo nos deja a medio
camino de la última cita.

En mi caso, no es que no recuerde haber soñado, sino que


efectivamente no sueño desde hace mucho tiempo y mientras no
vuelva a soñar, sospecharé que la mayoría de las horas del día, soy un
cadáver.

¡Si acaso pudiera despertarme una sola vez con el


convencimiento de haber estado soñando! Si una pesadilla o un sueño
placentero me devolviera a lo que un día fue para mí la única realidad.

3º Cansancio y frío

Durante el día me aborda una especie de desfallecimiento que me


arrastra a los nidos de la indiferencia. Desde esa abulia ciertos bichos
trepan por mi cuerpo, son como sanguijuelas y sufro la perenne
sensación de que me están succionando la escasa vitalidad que me
queda. Durante la noche el ejercito de sensaciones tristes se agranda,
me conquista y logra que sufra un agotamiento profundo, una rendición
que, más que física resulta ser… no sé si está bien dicho espiritual,
interna, depresiva… y custodiada por una frialdad terrible. Cuando
reparo en todo esto, empiezo a convencerme de que han dejado de
ser sanguijuelas y que más bien son termitas que roen y mordisquean
este árbol caído que soy yo.

Dentro de mi ser existe una decadencia que solo hace vegetar. El


cansancio y el frío están en cada rincón de mis huesos, de mis
músculos, de mi cerebro, en todo escondite que forma mi identidad.
Cansancio y frío; frío y cansancio; parásitos contra los que no
encuentro remedio alguno. No tengo más remedio que resignarme y
convivir como pueda con estas rémoras… es lo que me queda, así que
debo admitir que esta iniquidad forme parte de mí.

La cabeza de una persona mayor se vuelve repetitiva, como li le


hubieran aconsejado que se comporte como un disco rayado, y esto es
lo que también me pasa a mí, menos mal que la soledad es hija del
santo Job. En fin, mis soliloquios no pueden molestar a nadie… No sé
si me he contado a mí mismo lo del cansancio… este agotamiento
hace que la mayor parte del día viva aletargado, esto me induce al
sueño y ambas cosas las intento satisfacer quedándome entre las
mantas. Benditas sean estas prendas de cama aunque en mi caso no
convencen al frío para que se busque otros lares y a mí me deje
tranquilo. Lo cierto es que siempre necesito sobre mi cuerpo enjuto,
estas telas de algodón basto. A cualquier hora del día y de la noche, y
en cualquier estación del año, preciso que las mantas copien, aunque
sea torpemente, la figura de mi cuerpo helado. Las mantas son brazos
que arrullan mi cuerpo menguante, espesas pieles que forman parte
de mí y que sin necesidad de permiso, pueden absorber mis fluidos
corporales. A veces me da por pensar que si alguien se acercase
hasta mí y bruscamente tirase de estas viejas mantas, ellas se
llevarían pagada mi epidermis.

Así soy yo. Así somos los ancianos, gente que hemos hecho del
frío una enfermedad incurable o una compañía ingénita. Quizás esta
algidez explique la facultad mágica de menguar, tal como sucede con
los metales.

¿Se puede no estar muerto y sin embargo sentir el frío de los


cadáveres? Este es mi caso y supongo, que también el de otras
personas.

4º Un largo tren que se aleja

La ventana de la alcoba queda a la izquierda de mi cama y a


través de la persiana siempre se filtra un poco de luz de la calle.
Independientemente de que la paridora de la luminosidad externa,
haya sido el sol o la farola de la fachada, su fruto resplandeciente se
cuela entre algunas duelas y pinta en la pared una línea que me
permite imaginar realidades que solo ocurren fuera de la casa.

Así es. Pero lo más hermoso es cuando en un momento


determinado del día, éste deja que su luz solar penetre entre los
intersticios que han dejado dos tablas de la persiana. Entonces el haz
de luz que se cuela por la hendidura, se proyecta sobre la pared de
enfrente y en ese momento, yo me siento embrujado con lo que veo.
Bajo ese milagro me resulta imposible dejar de mirar la línea
discontinua de lucecitas, una raya estampada en la pared de mi
derecha.

Desde mi posición, tranquilamente, espero un segundo milagro.


En un momento indeterminado la línea empieza a avanzar hacia el
rincón y poco antes de llegar al ángulo recto que forman dos de las
paredes del cuarto, veo con total claridad que la raya no es otra cosa
que un largo convoy de vagones.

En el fondo soy una persona afortunada, pocos pueden


contemplar el espectáculo gratuito que la luz solar me regala a
escondidas. La línea es un tren luminoso e insonoro que todos los días
se cuela en la alcoba. Un entretenimiento visual que la imaginación le
refriega a la lógica.

Desde mi lecho contemplo la única satisfacción que el día me


ofrece. Aun así, ningún pasajero mira a través de las encendidas
ventanillas. Entonces me invade el deseo de sacar la mano de debajo
de las mantas y de decirle adiós a la larga hilera de vagones. Pero ya
he hablado de la desidia que me tiene atrapado, ojalá tuviera voluntad
para sacar la mano y saludar, tal vez alguien se encuentre mirando por
la ventanilla y al verme, alegremente me devolvería el saludo. Si
ocurriese este caprichoso milagro, indudablemente el fenómeno
volvería a repetirse todos los días venideros. Cuando no tiene otra
compañía que sus pensamientos, es necesario crearse personajes que
lo acompañen a uno. ¡Ay si me oyesen mis hijos! Dirían que estoy
loco.

Pero debo resignarme a esa esporádica línea intermitente, porque


es una tabla de salvación, un asidero de esperanza, una compañía, un
regalo para que a mi soledad se le pinte una sonrisa... Aun así, esto no
quita para reconocer que no tengo fuerzas, ni atrevimiento para sacar
las manos de debajo de las mantas y es posible que mañana tampoco
las tenga. Mas sé que dentro de veinticuatro horas, cuando
nuevamente llegue este trenecito, hará como hoy, que desaparecerá
por el rincón de la habitación y sin que ningún pasajero se asome a las
ventanillas.

5º Hay razones para el llanto

Envuelto en las mantas yazco en posición fetal. De esta manera le


gusta dormir a los niños, también lo hacen los adultos cuando se
despojan de la máscara que deben llevar durante el día.

Hace tiempo que yo no acompaño esta postura con la suerte de


cubrirme la cara con las manos, si así fuese, entonces me sentiría
protegido. Todo tiene su componente psicológico, su necesidad de
autoengaño y por eso es que sin las manos sobre mi rostro, sin ese
yelmo engañoso, me siento desamparado todo el tiempo. ¿Por qué la
gente se empeña en enterrar a los muertos, tiesos como barras de
hielo? ¿No estarían más confortables si durmieran la eternidad,
encogidos como fetos y con las manos sobre su cara?

Hoy, como ayer o mañana, la luz mortecina me ha quitado el


trenecito. Me cuesta resignarme pero hasta mañana no me devolverán
mi juguete.

Los hipidos de los viejos son llantos infantiles pero encierran una
indefensión mayor, nosotros no tenemos a nadie que nos defiendan y
es que de niños solo nos queda el llanto. Un llanto tan sentido o más
que el de la orfandad.
Me digo con lágrimas en los ojos que ahora, como siempre, me
dormiré sin recibir la visita de los sueños y cuando despierte de la
tierra de los muertos, solo me quedará esperar que al atardecer, una
nube no oculte el proyector del cielo, no sea que se suspenda el
cortometraje del tren.

Temor y tristeza resbalan desde mis ojos y como forman parte de


lo que soy, no quiero que desaparezcan. Si uno empezase a
descarnarse de todo cuanto cree que no tiene valor, terminaría con un
alma esqueletada. Cuando a uno le queda poco de sí mismo lo trivial
también es grandioso.

Aparentemente no existen razones para que yo esté gimiendo.


Digo bien: aparentemente. Pero… ¿por qué no se tiene en cuenta la
palabra aparente? Esa palabra cuyos fonemas se llaman gestos y
raros sonidos que salen de lo más hondo del ser. Si alguien, desde
otra dimensión, está oyéndome, por favor, Considere mis palabras.

La gente, seguramente porque no tienen tiempo que perder, no


medita sobre la grandeza de las pequeñas cosas, y por esto mismo
suelen enjuiciarlo todo de manera muy equivocada. Así son la gente.
Las personas son otra cosa.

Yo sé que existen motivos para llorar y eso es lo que hago, dejar


que mis gemidos tomen el significado de una letanía. Siento en lo
hondo del corazón la ternura y la inocencia de los que un día rodearon
mi vida y que ahora deben estar asidos por preocupaciones que no les
dejan pensar en mí. Tal vez yo también estuve hecho de esa misma
madera y olvidé que mis padres existían. Cuando no es viejo se
desconocen ciertos sentimientos. Por eso, a ciertas edades, la función
principal del corazón no es latir, sino convertirse en un órgano
recuperador de emociones que inmediatamente se devuelven
convertidas en llanto. A nuestras edades encontramos motivos
secretos imposibles de explicar y es que no es posible hacerlo con
palabras, sino con las conmociones que la edad le da a cada uno de
nosotros.
Si alguien quiere entender, por qué lloran los viejos, que espere
sentado. La respuesta, viene de camino y llegará a su debido tiempo.

6º Un descubrimiento

El tiempo de vigilia no es mejor que el tiempo que paso sumergido


en un sueño vacío de alucinaciones. Un sueño profundo pero sin que
en él se desarrollen escenas de ningún tipo… un sueño que solo es un
descenso a la oscuridad absoluta, sin ninguna manifestación onírica
que certifique que el sueño es eso y no otra cosa.

Estando despierto, aún resulta más tremendo lo que me sucede.


La soledad me acompaña como un chucho inseparable, un animal
cuya fidelidad resulta pegajosa. Quién iba a pensar que la fidelidad, en
vez de empequeñecer los males del psiquis, los iba a agrandar de esta
manera tan imponente.

Hasta esta mañana me he convencido que dormir sin poder


acceder a las aventuras del sueño, autentifica el que yo sea como un
difunto o un fantasma, y esta idea aun se refuerza más cuando estoy
despierto.

Me digo que estando en vela y forzado a llevar por compaña la


inseparable soledad, debo ser la obra salida de las manos de la
muerte. Estoy persuadido que son ciertas estas concusiones mías. Y
lógicamente no estoy muerto, pero es como si lo estuviera... Yo no
encuentro explicación a que esté expulsado de los mundos del sueño y
de la vigilia, que alternativamente ambos universos me destierren al
antagónico. Tal vez si un médico me examinase y oyese lo que
expongo, diría que estoy haciendo una alegoría, la de estar dando
cabezadas, cosa muy frecuente entre las personas de mi edad. Pero
claro, yo pienso que esa sería la respuesta del médico porque no soy
más que un viejo psiquiatra que ni recuerda el día que fue jubilado. La
soledad le echa el puñadito de arroz al potaje de los pensamientos y
en el caso de los vejestorios como yo, no sé si lo arregla o termina de
estropearlo.

Pero lo cierto es que después de mucho tiempo, quizá años,


creyéndome decir que, tanto despierto como durmiendo, soy la
equivalencia a un muerto, resulta que ahora mismo he mudado de
criterio y llegado a ciertas conclusiones que desbaratan parte de mi
afirmación.

Me reafirmo en que estoy muerto cuando duermo. Esta


aseveración se sustenta en que llevo años sin soñar nada. ¡Años! Y yo
me pregunto: ¿Acaso sueñan los muertos? ¡No! Los muertos no
pueden gozar de la facultad del sueño. Ellos, pobrecitos míos, ni
siquiera sueñan con la vida. Entonces, desde este punto de vista, está
claro que soy un difunto.

Pero la segunda conclusión echa por tierra la primera. ¿Cómo


puedo estar despierto y a la vez estar muerto? Aun así pienso en mi
larga soledad, una persistencia innata a la muerte. Así es, parece que
mi soledad es un pilar tan sólido que sobre él se sostiene la muerte y
también su eternidad.

Lo cierto es que mi aislamiento es un techo ruinoso que se


desploma sobre mi alma y aunque no ha acabado con mi vida, su peso
empieza a ser insoportable… Pienso en mis hijos sin ponerles rostro.
Si me visitasen serían un conjuro que rompiese esta soledad, pero
inmediatamente pienso que si tirase de ellos solo sería un egoísta y
mañana querría más de ese alimento llamado compañía.

Estas disquisiciones y dudas ocupan mi tiempo y lo dilatan hasta


la inmensidad… La inmensidad es otra cualidad de la muerte.

Los viejos podemos hacernos pesados repitiéndonos una y otra


vez lo mismo… Si me visitara alguno de mis hijos… ¿Los reconocería
por sus rostros, por sus voces, por sus acciones… o tendría que
disimular la extrañeza que me hubieran producido? ¿Y si yo fuese para
ellos un extraño? La extrañeza es otra forma de soledad.

Tengo que dejar de pensar en estas cosas que no me aportan


nada bueno y continuar con la respuesta maravillosa a todo esto, una
respuesta que no admite discusión.

No puedo estar muerto estando despierto, no por el hecho de


estar despierto, sino porque he descubierto una equivalencia a ese
sueño del que carezco cuando estoy durmiendo. La paridad al sueño
es el recuerdo. Sí, el recuerdo. ¡Aun me quedan recuerdos! El
recuerdo de que he tenido hijos y por esto mismo no he podido
fallecer.


7º A pesar de esta larga soledad no estoy muerto

Me reafirmo en lo dicho estos días atrás. Me queda el tesoro del


recuerdo, aunque ese saco está desfondado y casi todo su contenido
ha caído en no sé qué lugares de la cabeza. Por ahí andan los hechos
vividos y si mantengo la voluntad de buscar, con alguno de ellos me
toparé.

Mi memoria era isla, pero el maremoto de los años la ha


convertido en un archipiélago de remembranzas. El mal está en que no
sé nadar desde donde estoy hasta las otras islas. Pero no puedo
deprimirme por esto, el hallazgo de que en mí persiste un mínimo de
memoria, es algo maravilloso.

Qué importancia tan grande es el que yo, no solo recuerde sino


que además, sea consciente del valor que tiene este hecho. Con esta
deducción respondo a muchas dudas. Ahora es más llevadero mi
aislamiento y aunque siguen mis hijos sin rostro, igual se me acercan
con el semblante que les dio la infancia.

¿Pero pueden interesar mis recuerdos a alguien? Solo a mí que


no dejo de estar acosado por esta soledad con la que vivo. Y es que
esta compañera inseparable, enlutada, callada y formidable, tan
extensa que es capaz de habitar cada rincón de esta casa, no le
interesa mis recuerdos. Mas debo disculpar su amargo proceder
porque no tiene conciencia del daño que hace, y porque además, si la
soledad, por un solo instante se interesara por mis recuerdos, sería
como si estuviese atentando contra su propio ser y entonces, ya no se
perpetuaría como lo que es, la soledad.

¡Yo no estoy muerto a pesar de que los sueños me han


abandonado!

¡Yo no soy un cadáver esperando que a cierta hora de la tarde


aparezca el espectro del trenecito!

¡Yo no soy un puñado de despojos que misteriosamente ha


cambiado el crecimiento del cabello y de las uñas, por el desconsuelo
de las lágrimas!

¡Yo no estoy muerto! No estoy muerto a pesar de esta soledad,


propia de los que han dejado la vida.

8º La última de las muertes de Ismael Beyle

-No estoy muerto a pesar de esta soledad- Se decía Ismael Beyle


en el momento que se oyó las vueltas de la cerradura.

-Pasen por favor. En cuanto levantemos las persianas verán lo


luminoso que es el piso.

-Los muebles son bastantes antiguos -Dijo la muchacha no


queriendo tocar nada de la casa- y además todo está tan polvoriento
que da asco tocar nada… perdone mi sinceridad.

-Es cierto pero es algo que ya comentamos en la inmobiliaria. De


todas formas la casa es una ganga. ¿No?

-Yo creo que sí, que no está mal de precio –dijo el hombre al
agente inmobiliario- ¿Y a ti querida, qué te parece?

-Me parece bien, pero me da un poco de reparo cuando pienso


que en el piso murió su antiguo propietario… dicen que falleció de
tristeza, de soledad, abandonado de todos… me da escalofrío solo de
pensar que… ¡Que repelús!

-No le haga caso usted a lo que se diga por ahí. Sobre las casas
caen infundadas historias y no es de extrañar que todo obedezca a la
estrategia de algunos compradores para bajar el precio. -El agente
inmobiliario hablaba con rapidez- En este caso parece haber
funcionado la técnica, ya veis por el precio que ustedes la vais a
conseguir y os garantizo que hay gentes muy interesadas en este piso.

La mujer, con cierta repulsión, observó los muebles polvorientos y


antes de dar un paso hacia atrás se aseguró de que no se rozaría con
nada. El detalle no pasó inadvertido al vendedor que inmediatamente
siguió con su rápida charla.

-Además, no se preocupen por los muebles y por el polvo que lo


inunda todo… Tratándose de ustedes, una parejita tan joven, antes de
que tomen posesión de la vivienda, os garantizo que todos los
muebles estarán afuera. Por supuesto, los gastos de este trabajo van a
cargo de la inmobiliaria. Será nuestro último descuentito… y hasta me
comprometo personalmente a que se limpiará toda la casa.

No sabiendo el vendedor que más añadir sobre la casa, pero


estando muy interesado en que de una vez por todas pudiera soltar
esa vivienda, recurrió a argumentos más rebuscados.

-De todas maneras, señores mío, sois personas sin perjuicios,


inteligentes, y no creo que les afecte el que su antiguo propietario
muriese, de manera natural, en la casa… ¿O apelan ustedes al asunto
para abaratar más el precio?

Los tres empezaron a reír. Aunque la muchacha seguía pensando


en que si hubiera insistido más, sobre la muerte del antiguo
propietario, hubiera sacado otra rebaja.

-Apártese un poquito, señorita. Voy a subir la persiana y verá


usted lo luminoso que resulta el dormitorio principal.

De momento, el trenecito de la pared aumentó de tamaño y


aparecieron nuevos trenes y después todos se fundieron hasta
desfigurarse y formar una luz grandiosa.

En ese instante, don Ismael Beyle pensó que él estaba en una


gran estación, llena de vías y de trenes. La cabeza empezó a darle
vueltas, quizá por eso le pareció que todos aquellas hileras de
vagones se iban flotando hasta el cielo, un cielo que era idéntico al
techo de su dormitorio. -¿Estoy soñando?-Se dijo – ¡Por fin estoy
soñando! ¡Estoy soñando! Y si es así, es que no estoy muerto, puesto
que los muertos no sueñan.

En ese instante se produjo la última de las muertes de Ismael


Beyle y no fue por culpa de la soledad que venía sufriendo, sino a
causa de una extraña compañía.

Chanosky G.C.

También podría gustarte