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MATEMÁTICAS

LA PÉRDIDA DE LA CERTIDUMBRE

MORRIS KLINE

siglo
veintiuno
editores
Traducción de
Andrés Ruiz Merino
MATEMATICAS.
LA PERDIDA DE LA CERTIDUMBRE

por
M o r r is K l in e
m
siglo veintiuno editores, s.a. de c.v.
CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310 MÉXICO, D.F.

siglo veintiuno de españa editores, s.a.


CALLE PLAZA 5, 28043 MADRID, ESPAÑA

primera edición en español, 1985


© siglo xxi de españa editores, s.a.
segunda edición en español, 1994
siglo xxi editores, s.a. de c.v.
isbn 968-23-1939-0
primera edición en inglés, oxford university press, nueva york, 1980
título original mathematics. the loss of certainty
derechos reservados conforme a la ley
impreso y hecho en méxico/printed and made in mexico
A mi esposa
Helen Mann Kline
INDICE

Prólogo ix
I n tr o d u cc ió n : L a t e s is 1
1. L a g én esis de las verdades matemáticas 8
2. E l f lo r e c im ie n to de la s v e rd a d e s
m a te m á tic a s 34
3. La m a te m a tiz a c ió n de la s c ie n c ia s 58
4. E l p r im e r desa stre : el m a r ch ita m ien to de la verdad 80
5. E l d e s a r r o l l o iló g ic o de u n tem a ló g ic o 118
6. E l d e s a r r o l l o iló g ic o : e l a t o l l a d e r o d e l a n á lis is 152
7. E l d e s a r r o l l o iló g ic o : l a d if í c il s itu a c ió n h a c ia 1800 183
8. E l d e s a r r o l l o iló g ic o : a la s p u e r ta s d e l p a ra ís o 206
9. E l paraíso p r o h ib id o : una nueva c r is is de la razón 237
10. L o g ic ism o -in t u ic io n is m o 260
11. L as escuelas fo rm a lista y c o n ju n t ist a 295
12. D e s a s tr e s 312
13. E l a is la m ie n to de la s m a te m á tic a s 336
14. ¿A dónde v a n la s m a te m á tic a s? 370
15. L a autoridad de la naturaleza 395
Bibliografía seleccionada 429
Indice alfabético 434
PRÓLOGO

Este libro trata de los cambios fundamentales que el hombre


se ha visto obligado a introducir en su forma de entender la
naturaleza y el cometido de las matemáticas. Sabemos hoy que
las matemáticas no poseen las cualidades que en el pasado le
granjearon respeto y admiración universales. Las matemáticas
eran consideradas como el colmo de la exactitud en el razona­
miento, como un cuerpo de verdades en sí mismo y como la
verdad por lo que al diseño de la naturaleza se refiere. Los
principales temas del libro son la forma en que el hombre
llegó a darse cuenta de que esos valores eran falsos y la actual
manera de entender las matemáticas. En la introducción se
presenta un breve enunciado de estos temas. Una parte del
material del libro podría haberse recogido de una historia téc­
nica detallada de las matemáticas. No obstante, todas aquellas
personas que estén interesadas fundamentalmente en los es­
pectaculares cambios ocurridos, encontrarán que una aproxi­
mación a estos temas en forma directa y no excesivamente téc­
nica los hace más fácilmente comprensibles y accesibles.
Muchos matemáticos habrían seguramente preferido limitar
la revelación de la situación solamente a los miembros de la
familia. Airear los problemas en público podría parecer de mal
gusto, de la misma forma que lo es airear las desavenencias
conyugales. Pero las personas que se orientan por un camino
intelectual deben ser plenamente conscientes de la potencia de
las herramientas que están a su disposición. El reconocimien­
to de las limitaciones, así como de las capacidades de la ra­
zón, es mucho más beneficioso que la confianza ciega, que pue­
de llevar a falsas ideologías e incluso a la destrucción.
Deseo expresar mi agradecimiento al personal de la Oxford
University Press por su cuidadoso tratamiento de este libro.
Estoy especialmente agradecido al señor William C. Halpin y
al señor Sheldon Meyer por valorar la importancia de acome­
ter su popularización y a la señora Leona Capeless y al señor
Curtis Church por sus valiosas sugerencias y críticas. A mi es­
posa Helen le debo muchas mejoras en ia redacción definitiva
y su desvelo en la corrección de pruebas.
Deseo también dar las gracias a la Mathematical Associa-
tion of America por su permiso para usar las citas de los ar­
tículos de The American Mathematical Monthly reproducidas
en el capítulo XI.
M. K.
Brooklyn, N.Y.
Enero de 1980
Los dioses no han revelado todas las cosas desde el principio.
Pero el hombre busca y con el tiempo encuentra.
Supongamos que esas cosas son como si fueran verdades.
Porque, seguramente, ningún hombre conoce ni conocerá jamás
la verdad sobre los dioses y sobre todo aquello de lo que hablo.
Pues aun si da la casualidad de que dice la verdad perfecta no la
conoce, sino que la apariencia todo lo envuelve.
J enófanes
INTRODUCCIÓN: LA TESIS

Para prever el futuro de las matemáticas el ver­


dadero método consiste en estudiar su historia
y su situación actual.
H e n r i P o in c a r é

Hay tragedias causadas por la guerra, el hambre y la peste.


Pero hay también tragedias intelectuales causadas por las li­
mitaciones de la mente humana. Este libro relata las calami­
dades sucedidas al logro más efectivo y singular del hombre, a
su más persistente y profundo esfuerzo por utilizar la razón:
las matemáticas.
Dicho en otros términos, este libro trata, a un nivel no
técnico, del surgimiento y declinación de la majestad de las
matemáticas. A la vista del inmenso alcance que hoy en día
tienen, de la creciente, e incluso floreciente, actividad matemá­
tica, de los miles de trabajos de investigación que cada año
se publican, del interés en rápido aumento por los ordenado­
res, y de la búsqueda generalizada de relaciones cuantitativas,
especialmente en las ciencias sociales y biológicas, ¿cómo pode­
mos hablar de la declinación de las matemáticas? ¿En dónde
reside la tragedia? Para contestar a estas preguntas debemos
considerar, en primer lugar, cuáles son los valores que dieron
a las matemáticas su inmenso prestigio, respeto y gloria.
Desde el nacimiento mismo de las matemáticas como cuer­
po independiente de conocimiento, atribuido a los griegos clá­
sicos, y a lo largo de un período de más de dos mil años, los
matemáticos han perseguido la verdad. El vasto cuerpo de teo­
remas acerca de números y figuras geométricas ofrecía, por
sí mismo, lo que parecía ser un panorama ilimitado de certeza.
Más allá del ámbito de las matemáticas propiamente dichas,
los conceptos matemáticos y lo que de ellos se deducía pro­
porcionaban la esencia de notables teorías científicas. Aunque
los conocimientos obtenidos a través de la colaboración entre
las matemáticas y las ciencias utilizaban principios físicos, éstos
parecían tan seguros como los principios matemáticos mismos,
puesto que las predicciones hechas en las teorías matemáticas
de la astronomía, la mecánica, la óptica y la hidrodinámica
estaban en estrecha armonía con las observaciones y los ex­
perimentos. Las matemáticas, por consiguiente, proporcionaban
un firme asidero para entender el funcionamiento de la natu­
raleza que disolvía el misterio y lo sustituía por la ley y el or­
den. El hombre podía, orgullosamente, contemplar el mundo
a su alrededor y jactarse de haber aprehendido muchos de los
secretos del universo que, en esencia, no eran más que una
serie de leyes matemáticas. La convicción de que los matemá­
ticos estaban obteniendo verdades se resume en la observación
de Laplace de que el universo era uno, y Newton el más afor­
tunado de los hombres por haber descubierto sus leyes.
Para lograr sus maravillosos y convincentes resultados, las
matemáticas recurrían a un método especial, a saber la demos­
tración deductiva a partir de principios evidentes, llamados
axiomas, esto es la metodología que todavía hoy aprendemos
generalmente en la geometría de la segunda enseñanza. El ra­
zonamiento deductivo garantiza, por su misma naturaleza, que
lo que deducimos es verdad si los axiomas son verdad. Utili­
zando esta lógica aparentemente clara, infalible e impecable,
los matemáticos lograron conclusiones indubitables e irrefuta­
bles a primera vista. Esta característica de las matemáticas es
citada todavía hoy. Donde quiera que alguien desee un ejem­
plo de exactitud y certeza de razonamiento, apela a las mate­
máticas.
Los éxitos logrados por las matemáticas con su metodolo­
gía atrajeron a los más grandes intelectuales. Las matemáti­
cas habían demostrado la capacidad, los recursos y el vigor
de la razón humana. ¿Por qué no utilizar, se preguntaban, esta
metodología para obtener verdades en campos dominados por
la autoridad, la costumbre, los hábitos, campos tales como la
filosofía, la teología, la ética, la estética y las ciencias sociales?
La razón humana, tan contundentemente efectiva en las mate­
máticas y en la física matemática, podía sin duda ser el árbi­
tro del pensamiento y la acción en estos otros campos y obte­
ner para ellos la belleza de las verdades y las verdades de la
belleza. De este modo, durante el período llamado la Ilustra- ^
ción o Edad de la Razón, la metodología matemática e incluso
algunos teoremas y conceptos matemáticos fueron aplicados
a los asuntos humanos.
La fuente más fecunda de intuición es la mirada hacia atrás.
Las extrañas geometrías y extrañas álgebras, creaciones de co­
mienzos del siglo xix, forzaron a los matemáticos a admitir,
de mala gana y a regañadientes, que las matemáticas propia­
mente dichas y las leyes matemáticas de la ciencia no eran
verdades. Encontraron, por ejemplo, que había varias geome­
trías diferentes que se acomodaban igualmente bien a la expe­
riencia espacial. Todas no podían ser verdades. Aparentemente
no había un diseño matemático inherente a la naturaleza, o,
si lo había, las matemáticas del hombre no eran necesariamen­
te la descripción de aquel diseño. La clave de la realidad había
sido perdida. Esta constatación fue la primera de las calami­
dades que acontecieron a las matemáticas.
La creación de estas nuevas geometrías y álgebras provocó
en los matemáticos una conmoción de otra naturaleza. La con­
vicción de estar obteniendo verdades estaba hasta tal punto
arraigada en ellos que se habían apresurado impetuosamente
a asegurar sus aparentes verdades a costa de razonamientos
sólidos. La constatación de que las matemáticas no constituían
un cuerpo de verdades quebró su confianza en lo que habían
creado, por lo que se pusieron a revisar sus creaciones. La
consternación fue general al descubrir que la lógica de las ma­
temáticas estaba en baja forma.
De hecho, las matemáticas se habían desarrollado de una
manera ilógica. Su desarrollo ilógico no sólo contenía demos­
traciones falsas, fallos en los razonamientos y errores inadver­
tidos, los cuales podrían haberse evitado con un poco más de
cuidado. Patinazos de este tipo los había en abundancia. El
desarrollo ilógico implicaba también una insuficiente compren­
sión de los conceptos, una falta de reconocimiento de los prin­
cipios lógicos y un insuficiente rigor en las demostraciones;
esto es, la intuición, los argumentos de tipo físico y la atrac­
ción por los diagramas geométricos habían ocupado el lugar
de los argumentos lógicos.
Sin embargo, las matemáticas proporcionaban todavía una
descripción eficaz de la naturaleza. Eran, ciertamente, un cuer­
po de conocimiento atractivo y, en opinión de muchos, particu­
larmente de los platónicos, una parte de la realidad digna de
ser apreciada. De aquí que los matemáticos se dispusieran a
proporcionar la estructura lógica inexistente y a reconstruir
las partes defectuosas. Durante la segunda mitad del siglo xix,
el movimiento descrito a menudo como rigorización de las ma­
temáticas se convirtió en la actividad más destacada.
En 1900 los matemáticos creían haber logrado su meta. Aun­
que tuvieran que contentarse con una concepción de las mate­
máticas como descripción aproximada de la naturaleza y mu­
chos hubieran abandonado incluso la creencia en el diseño
matemático de ésta, se recreaban en su reconstrucción de la
estructura lógica de las matemáticas. Pero antes de que hu­
bieran terminado de brindar por su presunto éxito, se habían
descubierto ya contradicciones en las matemáticas reconstrui­
das. Estas contradicciones fueron calificadas comúnmente de
paradojas, eufemismo que evita enfrentarse con el hecho de que
las contradicciones vician la lógica de las matemáticas.
La resolución de estas contradicciones fue acometida casi
inmediatamente por los principales matemáticos y filósofos de
la época. En efecto, se concibieron, formularon y propusieron
cuatro diferentes aproximaciones a las matemáticas, cada uña
de las cuales congregó a muchos adeptos. Todas estas escuelas,
cuya doctrina hacía referencia a los fundamentos, trataban no
sólo de resolver las contradicciones conocidas, sino también
de asegurar que no pudieran aparecer otras nuevas, es decir
trataban de establecer la consistencia de las matemáticas. La
aceptación de algunos axiomas y de algunos principios de la
lógica deductiva se convirtió también en un motivo de discor­
dia en torno al cual las diferentes escuelas tomaron posiciones
diferentes.
Todavía en 1930 un matemático habría podido quizá con­
tentarse con aceptar uno u otro de los diversos fundamentos
de las matemáticas y declarar que sus demostraciones mate­
máticas estaban al menos de acuerdo con los principios de
esa escuela. Pero el desastre se cernió de nuevo bajo la forma
del famoso artículo de Kurt Gódel en el que se probaba, entre
otros importantes y perturbadores resultados, que los princi­
pios lógicos aceptados por las distintas escuelas no podían pro­
bar la consistencia de las matemáticas. Gódel demostró que
esto no se podía hacer sin invocar principios lógicos tan du­
dosos como la cuestión que se deseaba resolver. Los teoremas
de Gódel produjeron un desastre. Los desarrollos posteriores
trajeron nuevas complicaciones. Por ejemplo, incluso en el
método axiomático-deductivo, tan bien visto en el pasado como
la aproximación al conocimiento exacto, empezaron a verse
fallos. El efecto de los nuevos descubrimientos iba a aumentar
la variedad de las posibles concepciones de las matemáticas y
a dividir a los matemáticos en un número aún mayor de fac­
ciones diferentes.
El problema actual de las matemáticas es que no hay una
sino muchas matemáticas y que, por numerosas razones, cada
una de ellas deja insatisfechos a los miembros de las escuelas
opuestas. Es ahora evidente que la idea de un cuerpo de razo­
namiento infalible y universalmente aceptado —las majestuo­
sas matemáticas de 1800, orgullo del hombre— es una comple­
ta ilusión. La incertidumbre y la duda acerca del futuro de las
matemáticas han sustituido a la certeza y la complacencia del
pasado. Los desacuerdos en torno a los fundamentos de la «más
cierta» de las ciencias son, al mismo tiempo, sorprendentes y,
por no decir otra cosa, desconcertantes. El estado actual de
las matemáticas es una parodia de la verdad y la perfección
lógica de las matemáticas, hasta ahora profundamente enrai­
zadas y ampliamente reconocidas.
Hay matemáticos que opinan que los diferentes puntos de
vista sobre lo que se puede aceptar como unas matemáticas
válidas serán algún día reconciliados. Entre ellos destaca un
grupo de matemáticos franceses de primera fila que escriben
bajo el seudónimo de Nicholas Bourbaki:
Desde los tiempos más antiguos, todas las revisiones críticas de
los principios de las matemáticas en conjunto, o de una rama de
ellas, han ido seguidas, casi invariablemente, de períodos de incer­
tidumbre en los que aparecieron contradicciones que hubieron de
ser resueltas [...] Son ya veinticinco siglos durante los que los ma­
temáticos se han acostumbrado a corregir sus errores y a ver así
su ciencia enriquecida y no empobrecida; ello les da derecho a con­
siderar el futuro con serenidad.
Sin embargo, muchos más matemáticos son pesimistas. Her-
mann Weyl, uno de los matemáticos más grandes de este si­
glo, decía en 1944:
La cuestión de los fundamentos y del significado último de las ma­
temáticas permanece abierta; no sabemos en qué dirección hallará
su solución final o incluso si se puede esperar una respuesta obje­
tiva final. La «matematización» puede muy bien ser una actividad
creativa del hombre, lo mismo que el lenguaje o la música, de pro­
funda originalidad, cuyas decisiones históricas desafían completa­
mente la racionalización objetiva.
Como dijo Goethe: «La historia de la ciencia es la ciencia
misma.»
Los desacuerdos sobre lo que son las matemáticas correctas
y la variedad de los diferentes fundamentos afecta seriamente
no sólo a las matemáticas propiamente dichas sino a las cien­
cias físicas más vitales. Como veremos más adelante, las teo­
rías físicas mejor desarrolladas son enteramente matemáticas.
(Claro está que las conclusiones de tales teorías se interpretan
en forma de objetos verdaderamente físicos o sensoriales, y
que podemos oír voces en nuestras radios aunque no tenga­
mos ni la más remota idea de lo que son las ondas de radio.)
Por consiguiente, los científicos que no se ocupan personal­
mente de los problemas de fundamentos, deben no obstante
preocuparse por saber qué matemáticas se pueden emplear
con confianza si no quieren malgastar años en matemáticas
poco sólidas.
La pérdida de la verdad, la complejidad constantemente cre­
ciente de las matemáticas y de la ciencia, y la incertidumbre
acerca de cuál es la aproximación segura a las matemáticas,
han hecho que la mayor parte de los matemáticos abandonen
la ciencia. Al tener «el enemigo en casa» se han retirado a
especialidades de las matemáticas en las que los métodos de
demostración parecen ser seguros. También encuentran que
los problemas relacionados con los asuntos humanos son más
atractivos y manejables que los planteados por la naturaleza.
Las crisis y conflictos sobre lo que se puede considerar
como unas matemáticas sólidas han disuadido también de apli­
car la metodología matemática a muchas áreas de nuestra cul­
tura tales como la filosofía, la ciencia política, la ética y la
estética. La esperanza de hallar leyes y pautas objetivas e in­
falibles se ha desvanecido. La Edad de la Razón ha pasado.
A pesar del insatisfactorio estado de las matemáticas, la di­
versidad de sus aproximaciones, los desacuerdos acerca de los
axiomas aceptables y el peligro de que nuevas contradicciones,
si fueran descubiertas, invalidaran una. gran parte de las ma­
temáticas, algunos matemáticos siguen todavía aplicándolas a
los fenómenos físicos y extendiendo, de hecho, los campos apli­
cados de la economía, la biología y la sociología. La prolongada
efectividad de las matemáticas sugiere dos cuestiones. La pri­
mera es que esta efectividad se puede utilizar como criterio
de corrección. Desde luego, tal criterio es provisional. Lo que
hoy es considerado correcto también podría resultar erróneo
en una próxima aplicación.
La segunda cuestión es un misterio. A la vista de los des­
acuerdos acerca de lo que son unas matemáticas sólidas ¿por
qué son efectivas? ¿Estamos realizando milagros con instru­
mentos imperfectos? Si los hombres se han engañado ¿puede
también la naturaleza engañarse doblegándose a los dictados
matemáticos del hombre? Evidentemente, no. Sin embargo,
¿no confirman nuestros viajes a la Luna y nuestras explora­
ciones de Marte y Júpiter, posibilitadas por una tecnología que
depende en gran parte de las matemáticas, las teorías mate­
máticas del cosmos? ¿Cómo podemos entonces hablar de la
artificialidad y de las variedades de las matemáticas? ¿Puede
sobrevivir el cuerpo cuando el espíritu y la mente están per­
plejos? Ciertamente, esto es aplicable a los seres humanos y
también lo es a las matemáticas. Nos corresponde, por consi­
guiente, investigar por qué, a pesar de sus fundamentos incier­
tos y a pesar de las teorías contrapuestas de los matemáticos,
han demostrado las matemáticas ser tan increíblemente efec­
tivas.
1. LA GÉNESIS DE LAS VERDADES MATEMATICAS

Dichosas las almas a las que fue dado conocer


estas cosas y ascender a las mansiones superio­
res. No es extraño que hayan elevado sus cabe­
zas igualmente por encima de las imperfecciones
y situaciones humanas. Acercaron los distantes
astros a nuestros ojos y sometieron el éter con
su inteligencia.
Así se alcanza el cielo; no como los que anti­
guamente apilaban montaña tras montaña para
alcanzar el Olimpo.
O v id io , L o s fa sto s .

Cualquier civilización merecedora de tal nombre ha buscado


verdades. Un pueblo reflexivo no puede dejar de intentar en­
tender la diversidad de los fenómenos naturales, resolver el
misterio de cómo los seres humanos llegaron a habitar la Tie­
rra, discernir qué fines cumple la vida y descubrir el destino
de la humanidad. En todas las civilizaciones antiguas, excepto
en una, las respuestas generalmente aceptadas a estas cuestio­
nes fueron dadas por dirigentes religiosos. La antigua civiliza­
ción griega es la excepción. Lo que los griegos descubrieron
—el mayor descubrimiento del hombre— fue la fuerza de la
razón. Fueron los griegos del período clásico, que llegó a su
apogeo durante los años que van del 600 al 300 a.C., quienes
se percataron de que el hombre tiene una inteligencia, una
mente que, con la ayuda ocasional de la observación o la ex­
perimentación, puede descubrir verdades.
Qué fue lo que condujo a los griegos a este descubrimiento
es una cuestión que no es fácil de contestar. Los iniciadores
del proyecto de aplicar la razón a los asuntos y negocios hu­
manos vivían en Jonia, colonia griega en Asia Menor, y mu­
chos historiadores han intentado explicar lo ocurrido allí sobre
la base de las condiciones sociales y políticas. Por ejemplo, los
jonios fueron más libres para despreciar las creencias religio­
sas que dominaban la cultura griega europea. Sin embargo,
nuestro conocimiento de la historia griega anterior al 600 a.C.
es tan fragmentario que no disponemos de una explicación
definitiva fiable.
Con el tiempo, los griegos aplicaron la razón a los sistemas
políticos, la ética, la justicia, la educación y muchos otros
asuntos humanos. Su principal contribución, y la que influyó
de forma decisiva en todas las culturas posteriores, fue la de
aceptar el más imponente desafío con que se enfrenta a la
razón: el descubrimiento de las leyes de la naturaleza. Antes
de que los griegos realizaran esta contribución, ellos y las de­
más civilizaciones antiguas consideraban la naturaleza como
algo caótico, caprichoso e incluso terrorífico. Las acciones de la
naturaleza eran inexplicables o atribuidas a la voluntad arbi­
traria de los dioses, que sólo podían ser aplacados con oracio­
nes, sacrificios y otros ritos. Los babilonios y los egipcios, que
poseían notables civilizaciones ya en el año 3000 a.C., obser­
varon algunas periodicidades en los movimientos del Sol y la
Luna, y basaron en tales periodicidades sus calendarios, pero
no vieron en ellas significaciones más profundas. Estas pocas
observaciones excepcionales no modificaron su actitud hacia
la naturaleza.
Los griegos se atrevieron a mirar a la naturaleza de frente.
Sus dirigentes intelectuales, si bien no el pueblo en general,
rechazaron las doctrinas tradicionales, las fuerzas sobrenatu­
rales, los dogmas y demás trabas para el pensamiento. Fueron
los primeros en examinar las multiformes, misteriosas y com­
plejas operaciones de la naturaleza y en intentar comprender­
las. Midieron sus mentes con el caos de los sucesos aparente­
mente azarosos del universo y decidieron arrojar sobre ellos
la luz de la razón.
Poseídos de un coraje y una curiosidad insaciables, se plan­
tearon y contestaron las preguntas que a muchos se les ocurren,
que pocos abordan y que solamente son resueltas por individuos
del más alto calibre intelectual. ¿Existe algún plan subyacente
al funcionamiento del universo? ¿Son las plantas, los animales,
los hombres, los planetas, la luz y el sonido meros accidentes
físicos o, por el contrario, forman parte de un gran proyecto?
Puesto que fueron lo suficientemente soñadores como para lle­
gar a nuevos puntos de vista, los griegos forjaron una concep­
ción del universo que ha dominado todo el pensamiento occi­
dental posterior.
Los intelectuales griegos adoptaron una actitud hacia la na­
turaleza totalmente nueva. Esta actitud era racional, crítica
y laica. Fue rechazada la mitología, así como la creencia de
que los dioses manejaban a los hombres y al mundo físico de
acuerdo con sus caprichos. Los intelectuales llegaron, final­
mente, a la doctrina de que la naturaleza está ordenada y fun­
ciona invariablemente de acuerdo con un vasto plan. Todos los
fenómenos captados por los sentidos, desde el movimiento de
los planetas hasta la agitación de las hojas de los árboles, se
pueden enmarcar dentro de un modelo preciso, coherente e
inteligible. En pocas palabras, la naturaleza está planificada
racionalmente y este plan, aunque no puede verse afectado por
los actos humanos, sí puede ser aprehendido por la mente
humana.
Los griegos fueron no solamente los primeros con la auda­
cia suficiente como para concebir una ley y un orden en el
caos de los fenómenos, sino también los primeros con el genio
suficiente como para descubrir algunos de los planes subyacen­
tes a los que la naturaleza aparentemente se ajusta. Así, ellos
buscaron y encontraron el plan que subyace al mayor espec­
táculo que al hombre le es dado contemplar, el movimiento
del brillante Sol, los cambios de fase de la Luna multicolor,
el brillo de los planetas, el vasto panorama de luces de la bóve­
da de estrellas y los aparentemente milagrosos eclipses del Sol
y de la Luna.
Fueron también los filósofos jónicos del siglo vi a.C. quienes
hicieron el primer intento de obtener una explicación racional
de la naturaleza y del funcionamiento del universo. Los famo­
sos filósofos de este período, Tales, Anaximandro, Anaxímenes,
Heráclito y Anaxágoras, se centraron cada uno de ellos en una
sola sustancia para explicar la constitución del universo. Tales,
por ejemplo, decía que todo está hecho de agua en estado sóli­
do, líquido o gaseoso, e intentó explicar muchos fenómenos en
términos del agua, elección muy razonable, puesto que las nu­
bes, la niebla, el rocío, la lluvia y el granizo son formas del
agua, y el agua es necesaria para la vida, nutre las plantas y es
el soporte necesario para gran parte de la vida animal. Incluso
el cuerpo humano, como ahora sabemos, tiene un noventa por
ciento de agua.
La filosofía natural de los jónicos fue una serie de audaces
especulaciones, atrevidas conjeturas y brillantes intuiciones,
más que el resultado de extensas y cuidadosas investigaciones
científicas. Aquellos hombres estaban, quizá, demasiado ávidos
por vislumbrar un panorama completo, y de esta forma salta­
ron a conclusiones excesivas. Pero desecharon las antiguas y en
buena parte míticas explicaciones y las sustituyeron por otras,
objetivas y materialistas, del plan y las operaciones del uni­
verso. Ofrecieron una visión razonada, en lugar de las fantás­
ticas y acríticas explicaciones, y defendieron sus convicciones
mediante la razón. Aquellos hombres osaron abordar el univer­
so con sus mentes negándose a confiar en dioses, espíritus,
fantasmas, diablos, ángeles y demás míticos agentes que pudie­
ran mantener o desbaratar el funcionamiento de la naturaleza.
El espíritu de estas explicaciones racionales se puede expresar
resumidamente con las palabras de Anaxágoras: «La razón
gobierna el mundo.»
El paso decisivo para el desvanecimiento del misterio, del
misticismo y del caos aparente en los acontecimientos de la
naturaleza y para su sustitución por un modelo comprensible
fue la aplicación de las matemáticas. Los griegos desarrollaron
en este caso una intuición tan fértil y original como la del des­
cubrimiento de la fuerza de la razón. El universo obedece a
un plan matemático y mediante las matemáticas el hombre pue­
de descubrir ese plan. El primer grupo importante en ofrecer
un plan matemático de la naturaleza fue el de los pitagóricos,
escuela dirigida por Pitágoras (c. 585-c. 500 a.C.) y establecida
en el sur de Italia. Aunque extrajeron inspiración y doctrinas
de la religión griega dominante, sobre la purificación del alma
y su redención de la prisión y la contaminación del cuerpo,
la filosofía natural pitagórica fue decididamente racional. A los
pitagóricos les llamó la atención el hecho de que los fenóme­
nos más diversos desde un punto de vista cualitativo mostra­
ran idénticas propiedades matemáticas. Por consiguiente, las
propiedades matemáticas debían ser la esencia de esos fenó­
menos. Más concretamente, los pitagóricos encontraron esta
esencia en el número y en las relaciones numéricas. El número
era el primer principio en su explicación de la naturaleza. To­
dos los objetos estaban hechos de partículas elementales de
materia o «unidades de existencia» combinadas de acuerdo con
las distintas figuras geométricas. El número total de unidades
representaba, de hecho, el objeto material. El número era la
materia y la forma del universo. De ahí la doctrina pitagórica:
«Todas las cosas son números.» Puesto que el número es la
«esencia» de todos los objetos, la explicación de los fenómenos
naturales sólo podía lograrse con la ayuda de los números.
Esta antigua doctrina pitagórica es desconcertante, ya que
para nosotros los números son ideas abstractas y las cosas son
objetos físicos o sustancia. Pero nosotros hamos hecho una
abstracción del número que los antiguos pitagóricos no hacían.
Para ellos, los puntos eran puntos o partículas. Cuando habla­
ban de números triangulares, números cuadrados, números
pentagonales y otros, estaban pensando en colecciones de pun­
tos, guijarros u objetos en forma de puntos colocados en esas
formas (figs. 1.1-1.4).
Aunque los fragmentos históricos no aportan datos crono­
lógicos precisos, no hay duda de que cuando los pitagóricos
desarrollaron y afinaron sus propias doctrinas comenzaron a
entender los números como entes abstractos, mientras que los
objetos eran meras realizaciones concretas de los números.
Con esta última distinción podemos entender la afirmación de
Filolao, famoso pitagórico del siglo v: «Si no fuera por los
números y su naturaleza, nada de lo que existe sería claro
para nadie, ni en sí mismo ni en su relación con las demás
cosas... Se puede observar cómo actúa la potencia del núme­
ro... en todos los actos y los pensamientos del hombre, en las
obras de arte y en la música.»
La reducción de la música, por ejemplo, a simples relacio­
nes numéricas fue posible para los pitagóricos cuando descu­
brieron dos hechos: primero, que el sonido producido al pulsar
una cuerda depende de la longitud de la cuerda, y segundo,
que los sonidos armoniosos son emitidos por cuerdas igualmen­
te tensas cuyas longitudes son entre sí como las razones de
números enteros. Por ejemplo, se produce un sonido armonio­
so al pulsar dos cuerdas igualmente tensas, la una con una
longitud doble de la otra. En nuestro lenguaje, el intervalo
entre las dos notas es una octava. Otra combinación armoniosa
es la formada por dos cuerdas cuyas longitudes están en la
razón de 3:2; en este caso la cuerda más corta emite un soni­
do o nota musical, llamada la quinta, superior a la emitida por
la primera cuerda. De hecho, las longitudes relativas de cual­
quier combinación armoniosa de cuerdas pulsádas puede ser
expresada mediante una razón de números enteros. También
desarrollaron los pitagóricos una famosa escala musical. Aun­
que no dedicaremos espacio a la música del período griego,
queremos señalar que muchos matemáticos griegos, incluidos
Éuclides y Tolomeo, escribieron sobre el tema, y especialmente
sobre las combinaciones armoniosas de sonidos y la construc­
ción de escalas.
Los pitagóricos reducían los movimientos de los planetas
a relaciones entre números. Creían que los cuerpos que se mue­
ven en el espacio producen sonidos. Quizá esto les fue sugeri­
do por el susurro que producen los cuerpos cuando giran ata­
dos al extremo de una cuerda. Creían, además, que un cuerpo
cuando se mueve rápidamente produce un sonido o nota más
La génesis de las verdades

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F ig u r a 1.1. Números triangulares

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F ig u r a 1.2. Números cuadrados

F ig u r a 1.3. Números pentagonales

F igura 1.4. Números hexagonales


alta que cuando lo hace lentamente. Por otra parte, de acuer­
do con su astronomía, cuanto mayor era la distancia de un
planeta a la Tierra con mayor rapidez se movía aquél. Por
tanto, los sonidos producidos por los planetas variaban con
su distancia a la Tierra y todos ellos estaban armonizados.
Pero esta «música de las esferas», como toda armonía, se redu­
cía a meras relaciones numéricas, y lo mismo le ocurría, en
consecuencia, al movimiento de los planetas. No oímos esta
música porque estamos acostumbrados a ella desde que na­
cemos.
También otros rasgos de la naturaleza fueron «reducidos»
a números. Los números 1, 2, 3 y 4, el tetractus, tenían un
valor especial. De hecho el juramento pitagórico era, al pare­
cer: «Juro en el nombre del tetractus que ha sido conferido a
nuestra alma. La fuente y las raíces de la naturaleza eterna­
mente fluyente están contenidas en él.» La naturaleza estaba
compuesta de tétradas tales como los cuatro elementos geomé­
tricos: el punto, la línea, la superficie y el sólido; y los cuatro
elementos materiales que Platón ensalzó más tarde: la tierra,
el aire, el fuego y el agua.
Los cuatro números del tetractus sumaban diez, de manera
que diez era el número ideal y simbolizaba el universo. Puesto
que diez era el número ideal, debía haber diez cuerpos en los
cielos. Para completar el número requerido, los pitagóricos
introdujeron un fuego central, alrededor del cual giraban la
Tierra, el Sol, la Luna y los cinco planetas entonces conocidos,
y una contratierra situada en el lado opuesto del fuego cen­
tral. Ni el fuego central ni la contratierra pueden verse, ya que
habitamos en la cara de la Tierra que no está frente a ellos.
No merece la pena entrar en más detalles; lo principal es que
los pitagóricos trataron de construir una astronomía basada
en relaciones numéricas.
Puesto que los pitagóricos «reducían» la astronomía y la
música a números, se las podía relacionar con la aritmética
y la geometría, y los cuatro temas eran considerados como
matemáticas. Los cuatro formaban parte del programa de estu­
dios y siguieron siéndolo hasta la época medieval, en que reci­
bieron el nombre de cuadrivio.
Aristóteles resumió en su Metafísica la identificación pita­
górica del número con el mundo real:
Parece que veían semejanzas de las cosas que existen o pueden
existir con los números —más que con el fuego, la tierra y el agua
(siendo la justicia una variación de los números, el alma y la razón
otra— y, análogamente, siendo casi todas las demás cosas expresa-
bles numéricamente); dado que las variaciones y las proporciones
de las escalas musicales eran expresables con números; puesto que,
además, todas las otras cosas parecían estar en toda su naturaleza
modeladas con números, y los números parecían ser la primera de
las cosas de la naturaleza, ellos supusieron que los elementos numé­
ricos eran los elementos de todas las cosas y que los cielos eran
una escala musical y un número.
La filosofía natural de los pitagóricos es escasamente intere­
sante. Las consideraciones estéticas, junto con su obsesión por
encontrar relaciones numéricas, les llevaron, ciertamente, a
afirmaciones que trascienden la evidencia observacional. Tam­
poco desarrollaron los pitagóricos demasiado ninguna ciencia
física. Se podría, con justicia, tildar sus teorías de superficia­
les. Pero, bien por suerte, bien por genio intuitivo, los pitagó­
ricos dieron con dos doctrinas que más tarde resultaron suma­
mente importantes: la primera es que la naturaleza está cons­
truida de acuerdo con principios matemáticos; la segunda, que
las relaciones matemáticas subyacen en la naturaleza, la uni­
fican y revelan su ordenación. De hecho, las ciencias modernas
suscriben el interés de los pitagóricos por los números, aunque,
como más tarde veremos, las modernas doctrinas son mucho
más complejas que las de aquéllos.
Los filósofos que sucedieron cronológicamente a los pitagó­
ricos estaban igualmente interesados en la naturaleza de la rea­
lidad y en el plan matemático subyacente. Leucipo (c. 440 a.C.)
y Demócrito (c. 460-c 370 a.C.) son notables, ya que fueron los
más explícitos en su afirmación de la doctrina del atomismo.
Su común filosofía decía que el mundo está compuesto de un
número infinito de átomos simples y eternos. Estos difieren
en la forma, tamaño, dureza, orden y posición. Todo objeto es
una combinación de esos átomos. Aunque las magnitudes geo­
métricas tales como un segmento de recta sean infinitamente
divisibles, los átomos son las partículas últimas e indivisibles.
Propiedades tales como forma, tamaño y otras ya mencionadas
eran propiedades de los átomos. Todas las demás propiedades,
tales como sabor, calor y color, no estaban en los átomos,
sino en el efecto que éstos producían en el perceptor. El cono­
cimiento sensorial no era fiable, ya que podía variar con el
perceptor. Al igual que los pitagóricos, los atomistas afirmaban
que la realidad subyacente a la diversidad constantemente cam­
biante del mundo físico se podía expresar mediante las matemá­
ticas. Más aún, los sucesos de este mundo estaban estrictamen­
te determinados por leyes matemáticas.
Después de los pitagóricos, el grupo más influyente en la
propagación y exposición de la doctrina del plan matemático
de la naturaleza fue el de los platónicos, encabezado, por su­
puesto, por Platón. Aunque Platón (427-347 a.C.) asumió algu­
nas doctrinas pitagóricas, fue un maestro que dominó el pen­
samiento griego durante el decisivo siglo iv a.C. Fue el funda­
dor de la Academia de Atenas, centro que atrajo a los princi­
palespensadores desu época y perduró a lo largo de novecien­
tos años.
Tal vez donde mejor esté expresada la creencia de Platón
en la racionalidad del universo sea en su diálogo Filebo:
P r o t a r c o : ¿De q u é se tr a ta ?
S ócrates : De que si todo esto que llaman universo ha sido dejado
a la guía de la sinrazón y a la mezcolanza fortuita o,
por el contrario, como nuestros padres han dicho, está
ordenado y gobernado por una maravillosa inteligencia
y voluntad.
P r o t a r c o : Muy distintas son las dos afirmaciones, ¡o h Sócrates!,
puesto que eso que acabas de decir me parece una blas­
femia, mientras que la otra afirmación, la de que una
mente ordena todas las cosas, es digna del aspecto del
mundo, del Sol, de la Luna, de las estrellas y de todo el
círculo de los cielos; y jamás diré o pensaré otra cosa.
Los últimos pitagóricos y los platónicos hacían una clara dis­
tinción entre el mundo de las cosas y el mundo de las ideas.
Los objetos y las relaciones en el mundo material estaban su­
jetos a imperfecciones, cambio y decadencia y, por tanto, no
representaban la verdad última, pero había un mundo ideal
en el que se daban las verdades absolutas e inalterables. Estas
verdades eran las que concernían, propiamente, a los filósofos.
Acerca del mundo físico solamente podemos tener opiniones.
El mundo visible y sensible no es más que una vaga, imperfec­
ta y opaca materialización del mundo ideal. «Las cosas son las
sombras de las ideas proyectadas sobre la pantalla de la expe­
riencia.» La realidad, consecuentemente, había de ser encon­
trada en las ideas de los objetos físicos sensibles. Platón podría
decir, así, que no hay nada real en un caballo, una casa o una
bella mujer. La realidad está en el tipo universal o idea de un
caballo, una casa o una mujer. El conocimiento infalible sola­
mente se puede obtener de las formas ideales puras. Estas
ideas son, de hecho, constantes e invariables y el conocimiento
relativo a ellas es firme e indestructible.
Platón insistía en que la realidad y la inteligibilidad del
mundo físico sólo podían ser aprehendidas por medio de las
matemáticas del mundo ideal. No había duda de que este mun­
do estaba matemáticamente estructurado. Plutarco nos refiere
la famosa frase de Platón: «Dios geometriza eternamente.» En
el diálogo LaRepública, Platón decía: «Este conocimiento [de
la geometría] lo es de loque siempre es y no de lo que tan
pronto nace como perece.» Las leyes matemáticas eran no sólo
la esencia de la realidad, sino también eternas e inalterables.
Las relaciones numéricas formaban también parte de la reali­
dad, y las colecciones de cosas eran meras imitaciones de los
números. Mientras que con los primitivos pitagóricos los nú­
meros eran inmanentes a las cosas, con Platón transcendían a
las cosas.
Platón fue más allá que los pitagóricos por el hecho de que
deseaba no solamente comprender la naturaleza por medio de
las matemáticas, sino sustituir la naturaleza misma por las
matemáticas. Creía que unas pocas miradas penetrantes al
mundo físico sugerirían verdades básicas, con las que la razón
podría después caminar sin ayuda. A partir de ese momento
sólo habría matemáticas. Las matemáticas sustituirían a las
investigaciones físicas.
Plutarco relata en su «Vida de Marcelo» que Eudoxo y Ar-
quitas, contemporáneos famosos de Platón, utilizaban argumen­
tos físicos para «demostrar» resultados matemáticos. Y Platón,
indignado, denunciaba tales demostraciones como una corrup­
ción de la geometría, puesto que usaban hechos sensibles en
lugar de razonamientos puros.
La actitud de Platón hacia la astronomía ilustra su postura
respecto del conocimiento que se debía perseguir. Esta cien­
cia, decía, no está relacionada con los movimientos de los cuer­
pos celestes visibles. La disposición de las estrellas en los cie­
los y sus movimientos aparentes son, efectivamente, hermosos
y maravillosos de percibir, pero las meras observaciones y ex­
plicaciones de los movimientos están muy lejos de ser la verda­
dera astronomía. Antes de que podamos alcanzar la verdadera
ciencia «debemos dejar solos a los cielos», ya que la verdadera
astronomía trata de las leyes del movimiento de las verdade­
ras estrellas en un cielo matemático del que el cielo visible es
solamente una imperfecta expresión. Animaba a sus discípulos
a que se aficionaran a una astronomía teórica cuyos problemas,
decía, deleitan a la mente, y no a la vista, y cuyos objetos son
aprehendidos por la mente y no por la visión. Las variadas
figuras que el cielo presenta a la vista deben ser utilizadas
solamente como diagramas que ayuden a la búsqueda de verda­
des superiores. Debemos considerar la astronomía, lo mismo
que la geometría, como una serie de problemas meramente
sugeridos por las cosas visibles. Los usos de la astronomía en
navegación, elaboración del calendario y medición del tiempo
carecían de interés para Platón.
Aristóteles, aunque fue alumno de Platón y tomó de él mu­
chas ideas, tenía un concepto muy diferente del estudio del
mundo real y de la relación de las matemáticas con la realidad.
Criticaba el esplritualismo de Platón y su reducción de la cien­
cia a las matemáticas. Aristóteles fue un físico en el sentido
literal de la palabra. Creía en las cosas materiales como la
primera sustancia y fuente de la realidad. La física, y la cien­
cia en general, deben estudiar el mundo físico y obtener de él
las verdades. El conocimiento genuino se obtiene de la expe­
riencia de los sentidos mediante la intuición y la abstracción.
Estas abstracciones no tienen existencia independiente de las
mentes humanas.
Aristóteles hizo mucho hincapié en los universales, cualida­
des generales abstraídas de las cosas reales. Para obtenerlos,
decía, «partimos de las cosas que nos son cognoscibles y obser­
vables, y avanzamos hacia las que son más claras y más cognos­
cibles por naturaleza». Aristóteles tomó las cualidades sensi­
bles y obvias de los objetos y las elevó a conceptos mentales
e independientes.
¿Qué lugar ocupaban las matemáticas en el esquema que
Aristóteles tenía de las cosas? Las ciencias físicas eran funda­
mentales. Las matemáticas ayudaban en el estudio de la natu­
raleza describiendo propiedades formales tales como la forma
y la cantidad. También las matemáticas proporcionaban las, ra­
zones de los hechos observados en los fenómenos materiales.
Así, por ejemplo, la geometría podía dar la explicación de los
hechos procedentes de la óptica y la astronomía y las razones
aritméticas podían proporcionar las bases de la armonía. Pero
los conceptos y principios matemáticos son, definitivamente,
abstracciones del mundo real. Puesto que han sido abstraídos
del mundo real, son aplicables a él. La mente humana posee
una facultad que le permite, a partir de las sensaciones, llegar
a esas propiedades idealizadas de los objetos físicos y esas
abstracciones son necesariamente verdaderas.
Este breve repaso de los filósofos que forjaron y moldearon
el mundo intelectual griego puede servir para poner de mani­
fiesto que todos ellos hicieron hincapié en el estudio de la na­
turaleza para comprender, apreciar y aprehender la realidad
subyacente. Más aún, desde los tiempos de los pitagóricos prác­
ticamente todos los filósofos afirmaron que la naturaleza obe­
decía a un plan matemático. A finales del período clásico, la
doctrina del plan matemático de la naturaleza estaba bien asen­
tada y se había instituido la búsqueda de las leyes matemáticas.
Aunque esta creencia no produjera todas las matemáticas pos­
teriores, una vez aceptada sirvió de guía a la mayor parte de los
grandes matemáticos, incluidos aquellos que no estaban muy
conformes con tal creencia. De todos los triunfos del pensa­
miento especulativo de los griegos, el más completamente nue­
vo fue su concepción de que el cosmos opera de acuerdo con
unas leyes matemáticas al alcance del pensamiento humano.
Los griegos, en consecuencia, se decidieron a buscar verda­
des y en particular verdades acerca del plan matemático al
que obedecía la naturaleza. ¿Qué hay que hacer para buscar
verdades y garantizar que son verdades? También aquí los grie­
gos proporcionaron el plan. Aunque éste se desarrolló gradual­
mente desde el año 600 hasta el 300 a.C., y aunque hay dudas
acerca de quién lo concibió primero y cuándo, hacia el año
300 a.C. había sido ya perfeccionado.
Las matemáticas, en el sentido amplio del término, en el
sentido de utilizar números y figuras geométricas, son anterio­
res a la obra de los griegos clásicos en varios miles de años.
En este sentido amplio del término, las matemáticas incluyen
las contribuciones de muchas civilizaciones pasadas, entre las
que la egipcia y la babilonia son las más importantes. En to­
das ellas, excepto en la civilización griega, las matemáticas ape­
nas eran una disciplina diferenciada: no tenían una metodolo­
gía ni eran de interés para otras cosas que no fueran fines
inmediatos y prácticos. Eran una herramienta, una serie de
reglas simples y desconectadas que permitían a la gente resol­
ver problemas de la vida diaria: calendario, agricultura y co­
mercio. Se llegaba a estas reglas mediante el tanteo, la expe­
riencia y la simple observación, y muchas eran sólo aproxima­
damente correctas. Lo mejor que se puede decir de las matemá­
ticas , de estas civilizaciones es que mostraban más vigor que
rigor de pensamiento y más perseverancia que brillantez. El
adjetivo empíricas podría muy bien caracterizarlas. Las mate­
máticas empíricas de los babilonios y los egipcios sirvieron
también como preludio del trabajo de los griegos.
Aunque la cultura griega no estuvo enteramente libre de
inñuencias externas —de hecho, los pensadores griegos viaja­
ron y estudiaron en Egipto y en Babilonia—, y aunque las ma­
temáticas, en el moderno sentido del término, debieron pasar
por un período de gestación incluso en la favorable atmósfera
intelectual de Grecia, lo que los griegos crearon difiere tanto
de lo que aprendieron de los demás como el oro de la hojalata.
Habiéndose decidido por la búsqueda de las verdades mate­
máticas, los griegos no podían partir de los groseros, empíricos,
limitados, desconectados y, en muchos casos, aproximados
resultados que sus predecesores, principalmente los egipcios
y babilonios, habían compilado. Las matemáticas, los hechos
básicos acerca de los números y las figuras geométricas, debían
formar un cuerpo de verdades, y el razonamiento matemático,
dirigido a la consecución de verdades acerca de los fenóme­
nos físicos, los movimientos de los cielos, por ejemplo, debía
producir conclusiones indubitables. ¿Cómo iban a ser alcanza­
dos estos objetivos?
El primer principio fue que las matemáticas debían ocupar­
se de abstracciones. Para los filósofos que configuraron las
matemáticas griegas, la verdad, por su propio significado, sola­
mente podría pertenecer a relaciones y entes permanentes e
inalterables. Afortunadamente, la inteligencia del hombre, mo­
vida a reflexión por las impresiones de los objetos sensibles,
puede elevarse a concepciones superiores; estas concepciones
son las ideas, las realidades eternas y el verdadero objeto del
pensamiento. Había otra razón para preferir las abstracciones.
Para que las matemáticas fueran sólidas, debían abarcar en un
solo concepto abstracto los rasgos esenciales de todas las posi­
bilidades físicas del concepto. Así, la línea recta matemática
debe abarcar las cuerdas tirantes, los límites de los campos
y las trayectorias de los rayos de luz. De acuerdo con esto, la
línea recta no podía tener grosor, color, estructura molecular
o tensión. Los griegos fueron explícitos al afirmar que sus ma­
temáticas se ocupaban de abstracciones. Hablando de los geó­
metras, Platón decía en La república:
¿No sabes que aunque hacen uso de formas visibles y razonan acerca
de ellas no piensan en ésas, sino en los ideales a que se asemejan;
no en las figuras que trazan, sino en el cuadrado absoluto, en el
diámetro absoluto... y que están tratando, en realidad, de contem­
plar las cosas en sí mismas, las cuales sólo pueden ser vistas con
los ojos de la mente?
De aquí que las matemáticas trataran ante todo de conceptos
abstractos tales como la línea, el punto y el número entero.
Más tarde se podrían definir conceptos tales como el de trián­
gulo, cuadrado y círculo a partir de aquellos principios básicos
que, como señaló Aristóteles, deben quedar sin definición, ya
que de otro modo no habría punto de partida. La agudeza de
los griegos se evidencia en el requerimiento de que se debía
probar que los coceptos definidos tenían contrapartidas en la
realidad, bien por demostración, bien por construcción. Así,
no se podía definir el ángulo trisector y demostrar teoremas
acerca de él, ya que pudiera no existir. Y, de hecho, puesto que
los griegos no consiguieron construir un ángulo trisector con
las limitaciones que imponían a sus construcciones, decidieron
no introducir el concepto.
Para razonar acerca de los conceptos de las matemáticas,
los griegos partían de axiomas, verdades tan evidentes por sí
mismas que nadie podía poner en duda. Estas verdades eran
perfectamente asequibles. Platón justificaba la aceptación de
los axiomas con su teoría de la recolección o anamnesis. Para
él había, como ya hemos señalado anteriormente, un mundo
objetivo de verdades. Los humanos tenían experiencia como
almas en otro mundo antes de venir a la tierra, y el alma no
tenía más que ser estimulada para recordar su experiencia an­
terior, con el fin de saber que los axiomas de la geometría eran
verdades. No se necesitaba ninguna experiencia sobre la tierra.
Aristóteles lo dijo de otra forma. Los axiomas son principios
inteligibles que atraen la mente humana más allá de toda posible
duda. Sabemos que los axiomas, decía Aristóteles en Segundos
analíticos, son verdaderos gracias a nuestra intuición infalible.
Más aún, debemos poseer esas verdades sobre las que basar nues­
tro razonamiento. Si, por el contrario, el razonamiento hubiera
de utilizar hechos de los que no se supiera si son verdades, se
necesitarían razonamientos posteriores para establecer esos
hechos, debiéndose repetir este proceso indefinidamente. Se
daría entonces una regresión infinita. Aristóteles distinguía,
entre los axiomas, nociones comunes y postulados. Las nocio­
nes comunes son verdaderas en todos los campos del pensa­
miento e incluyen afirmaciones tales como que «iguales aña­
didos a iguales dan iguales». Los postulados se aplican a temas
específicos tales como la geometría. Así, «dos puntos determi­
nan una única recta». Aristóteles decía que los postulados no
necesitan ser evidentes, pero que cuando no lo sean deben ser
corroborados por las consecuencias que de ellos se siguen. Sin
embargo, los matemáticos exigían la evidencia.
Las conclusiones debían ser obtenidas de los axiomas me­
diante razonamiento. Hay varios tipos de razonamiento. Por
ejemplo, la inducción, el razonamiento por analogía y la deduc­
ción. De todos los tipos, sólo uno garantiza la corrección de la
conclusión. La conclusión de que todas las manzanas son colo­
radas porque se ha comprobado que mil manzanas eran rojas
es inductiva y, por tanto, no es absolutamente fiable. De forma
parecida, el argumento de que Juan debería ser capaz de gra­
duarse en la universidad porque su hermano, que heredó las
mismas facultades intelectuales, lo hizo es un razonamiento
por analogía y, desde luego, muy poco de fiar. El razonamiento
deductivo, por el contrario, aunque pueda tomar nqiuchas for­
mas, garantiza la conclusión. Así, si se admite que todos los
hombres son mortales y que Sócrates es un hombre, se debe
aceptar también que Sócrates es mortal. El principio de lógica
involucrado aquí es una forma de lo que Aristóteles llamó ra­
zonamiento silogístico. Entre otras leyes del razonamiento de­
ductivo, Aristóteles incluía la ley de la contradicción (una pro­
posición no puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo) y la
ley del tercio excluso (una proposición debe ser o bien verda­
dera o bien falsa).
El, y todo el mundo en general, aceptaban sin ninguna duda
que esos principios deductivos, cuando se aplicaban a cualquier
premisa, daban conclusiones tan fiables como la premisa. De
aquí que si las premisas eran verdaderas lo mismo debía ocu­
rrir con las conclusiones. Es digno de mención, sobre todo a
la luz de lo que discutiremos más tarde, el hecho de que Aris­
tóteles abstrajera los principios de la lógica deductiva del ra­
zonamiento que ya practicaban los matemáticos. La lógica de­
ductiva es, en efecto, hija de las matemáticas.
Aunque el razonamiento deductivo fue defendido por casi
todos los filósofos griegos como el único método fiable de
obtener verdades, el punto de vista de Platón era algo dife­
rente. Aunque no se opuso nunca a la demostración deductiva,
la consideraba superflua, dado que los axiomas y teoremas de
las matemáticas existen en un mundo .objetivo independiente
del hombre y, de acuerdo con la doctrina de la anamnesis de
Platón, el hombre no tiene más que recordarlos para reconocer
su indudable verdad. Los teoremas son, por utilizar la analogía
del propio Platón en su Teeteto, como pájaros en una pajarera.
Los teoremas existen y solamente hay que alargar la mano para
agarrarlos. El aprendizaje no es sino un proceso de recolección.
En el diálogo Menón, Sócrates, mediante un hábil interrogato­
rio, obtiene de un joven esclavo la afirmación de que el cuadra­
do construido sobre la hipotenusa de un triángulo isósceles
y rectángulo tiene un área doble de la del cuadrado construido
sobre uno de los otros lados. Entonces Sócrates concluye triun­
falmente que el esclavo, puesto que no ha sido instruido en
geometría, la había recordado bajo las debidas sugerencias.
Es importante apreciar cuán radical fue la insistencia en la
demostración deductiva. Supongamos que un científico midiese
la suma de los ángulos de cien triángulos diferentes, en dife­
rentes posiciones y de diferentes formas y tamaños, y encontrase
que la suma es de 180° dentro de los límites de la aproximación
experimental. Seguramente, concluiría que la suma de los ángu­
los de cualquier triángulo es de 180 grados. Pero su demostra­
ción sería inductiva, no deductiva, y en consecuencia no sería
matemáticamente aceptable. Del mismo modo, uno puede com­
probar con tantos números pares como le plazca que cada uno
de ellos es la suma de dos números primos. Pero esta compro­
bación no es una demostración deductiva y por lo tanto el re­
sultado no es un teorema matemático. La demostración deduc­
tiva es, pues, una exigencia muy rigurosa. Aun así, los matemá­
ticos griegos, que eran filósofos en su mayoría, insistían en el
uso exclusivo del razonamiento deductivo porque éste conduce a
verdades, eternas verdades.
Existe otra razón por la que los filósofos se inclinan por el
razonamiento deductivo. Los filósofos interesados en un extenso
conocimiento acerca del hombre y el mundo físico. Para esta­
blecer verdades universales tales como que el hombre es esen­
cialmente bueno, que el mundo obedece a un plan o que la
vida del hombre tiene alguna finalidad, el razonamiento deduc­
tivo a partir de unos primeros principios aceptables es mucho
más apropiado que la inducción o la analogía.
También se puede encontrar otra razón de la preferencia de
los clásicos griegos por la deducción en la organización de la
sociedad. Las actividades filosóficas, matemáticas y artísticas
eran realizadas por las clases más acomodadas. Estas clases no
llevaban a cabo trabajos manuales. Los esclavos, los metecos
(extranjeros sin derechos ciudadanos) y los artesanos —ciudada­
nos libres— se dedicaban a los negocios y a los quehaceres do­
mésticos e incluso practicaban las profesiones más importantes.
El hombre libre educado no usaba sus manos y raramente se
dedicaba a los asuntos comerciales. Platón afirmaba que pl oficio
de tendero era degradante para un hombre libre y pretendía
que la dedicación a un trabajo de este tipo fuera considerada
un crimen. Aristóteles decía que en el estado perfecto, ningún
ciudadano (en contraposición al esclavo) practicaría arte mecá­
nico alguno. Entre los beocios, una de las tribus griegas, aque­
llos que se ensuciaban con el comercio eran excluidos de las
tareas de Estado durante diez años. En una sociedad así, la ex­
perimentación y la observación serían ajenas a sus pensadores.
De aquí que no se obtuviera ningún resultado científico o ma­
temático de esas fuentes.
Aunque hay muchas razones para la insistencia de los griegos
en la demostración deductiva, existen dudas acerca de qué filó­
sofo o grupo de filósofos propuso primeramente esta exigencia.
Desgraciadamente nuestro conocimiento de las enseñanzas y es­
critos de los filósofos presocráticos es fragmentaria y aunque se
han dado varias respuestas a la cuestión, ninguna de ellas es
universalmente aceptada. En tiempos de Aristóteles la exigencia
estaba desde luego vigente, ya que él es explícito en cuanto a
niveles de rigor tales como la necesidad de términos indefinidos
y las leyes del razonamiento.
¿Hasta qué punto tuvieron éxito los griegos en la ejecución
de su plan para obtener leyes matemáticas del universo? Afor­
tunadamente, ha llegado hasta nosotros lo esencial de las mate­
máticas creadas por hombres como Euclides, Apolonio, Arquí-
medes y Claudio Tolomeo. Cronológicamente, estos hombres
pertenecieron al segundo gran período de la cultura griega, el
helenístico o alejandrino (300 a. C.-600 d. C.). Durante el siglo iv
antes de Cristo, el rey Filipo de Macedonia acometió la con­
quista de los persas, quienes controlaban el Oriente Próximo
y habían sido enemigos tradicionales de los griegos europeos.
Filipo fue asesinado, sucediéndole su hijo Alejandro. Alejandro
derrotó a los persas y trasladó el centro cultural del extenso
imperio griego a una nueva ciudad a la que, modestamente, dio
su propio nombre. Alejandro murió el año 323 a. C., pero su
proyecto de desarrollar el nuevo centro cultural fue continuado
por sus sucesores en Egipto, que adoptaron el título real de
Tolomeos.
Es totalmente seguro que Euclides vivió en Alejandría hacia
el año 300 a. C., enseñando allí a sus alumnos, aunque su edu­
cación la recibió probablemente en la Academia de Platón. Esta
información, dicho sea de paso, es todo lo que sabemos acerca
de la vida personal de Euclides. La obra de Euclides tiene la
forma de una amplia exposición sistemática y deductiva de los
descubrimientos de muchos clásicos griegos. Su trabajo princi­
pal, los Elementos, nos ofrece las leyes del espacio y de las
figuras espaciales.
Los Elementos de Euclides no fueron, en modo alguno, toda
su contribución a la geometría del espacio. Euclides trató el
tema de las cónicas en un libro que se ha perdido, y Apolonio
(262-190 a. C.), natural de Pérgamo, en Asia Menor, que apren­
dió matemáticas en Alejandría, continuó este estudio sobre la
parábola, la elipse y la hipérbola y escribió un clásico sobre
el tema, Las secciones cónicas.
A este conocimiento puramente geométrico, Arquímedes
(287-212 a. C.), que se educó en Alejandría aunque vivió en Si­
cilia, añadió diversos trabajos, Sobre la esfera y el cilindro,
Sobre los conoides y esferoides y La cuadratura de la parábola,
todos los cuales tratan del cálculo de áreas y volúmenes com­
plejos utilizando un método introducido por Eudoxo (390-337 an­
tes de Cristo) y más tarde conocido como método exhaustivo.
Hoy día, todos estos problemas se resuelven por los métodos
del cálculo.
Los griegos hicieron otra de las contribuciones más impor­
tantes al estudio del espacio y de las figuras espaciales, a saber,
la trigonometría. El creador de esta disciplina fue Hiparco, que
vivió en Rodas y Alejandría y murió hacia el año 125 a. C. La
trigonometría fue desarrollada por Menelao (c. 98 d. C.) y más
tarde el egipcio Claudio Tolomeo (muerto el 168), quien trabajó
en Alejandría, dio de ella una completa y autorizada versión.
Su principal contribución fue Composición matemática, cono­
cida más popularmente por el nombre de su traducción árabe,
Almagesto. La trigonometría trata de las relaciones cuantitativas
entre los lados y ángulos de un triángulo. Los griegos estaban
principalmente interesados por los triángulos sobre la superfi­
cie esférica, cuyos lados están formados por arcos de círculos
máximos (círculos con sus centros en el centro de la esfera),
ya que la principal aplicación era al movimiento de los planetas
y de las estrellas, que en la astronomía griega se desplazaban
a lo largo de círculos máximos. Sin embargo, la misma teoría,
con pequeñas variaciones, se aplica fácilmente a los triángulos
del plano, que es la forma en que se estudia hoy día en nues­
tras escuelas. La introducción al estudio de la trigonometría
requería una aritmética bastante avanzada y algo de álgebra.
La forma en que los griegos operaban en esas áreas será ob­
jeto de estudio más adelante (capítulo 5).
Con estas creaciones matemáticas pasaron de unos frag­
mentos oscuros, empíricos e inconexos a unas creaciones in­
telectuales brillantes, grandiosas, sistemáticas y profundas. Sin
embargo, los trabajos clásicos de Euclides, Apolonio y Arquí­
medes— el Almagesto de Tolomeo es una excepción—, que tra­
tan de las propiedades del espacio y de las figuras espaciales,
parecen limitados en su alcance y dan muy pocas indicaciones
sobre la importancia del material que contienen. Estos traba­
jos parecen tener poca relación con las verdades reveladoras
del funcionamiento de la naturaleza. De hecho, estos clásicos
solamente ofrecen unas matemáticas formales, pulidas y deduc­
tivas. A este respecto, los textos matemáticos griegos no son
diferentes de los modernos libros de texto y tratados matemá­
ticos. Tales libros pretenden solamente organizar y presentar
los resultados matemáticos que han sido alcanzados, omitien­
do las motivaciones de la investigación, las pistas y sugeren­
cias de los teoremas y los usos a los que el conocimiento está
destinado. De aquí que muchos de los que escriben sobre las
matemáticas clásicas griegas afirmen que los matemáticos de
ese período sólo estaban interesados en las matemáticas por
las matemáticas y lleguen a esta conclusión, y la defiendan,
tomando como base los Elementos de Euclides y las Secciones
cónicas de Apolonio, las dos grandes compilaciones del trabajo
matemático en ese período. Sin embargo, la visión de estos
escritores es demasiado estrecha. Fijarse solamente en los Ele­
mentos y en las Secciones cónicas es como fijarse en el traba­
jo de Newton sobre el teorema del binomio y concluir que
Newton fue un matemático puro.
La auténtica meta era el estudio de la naturaleza. En lo
que se refiere al estudio del mundo físico, también las verda­
des de la geometría eran altamente interesantes. Para los grie­
gos era evidente que los principios de la geometría estaban
encarnados en la estructura completa del universo, del que el
espacio era el componente primario. De aquí que el estudio
del espacio y de las figuras espaciales fuera una contribución
esencial al estudio de la naturaleza. La geometría era, de he­
cho, parte de una disciplina más extensa, la cosmología. Por
ejemplo, el estudio de la esfera se inició cuando la astronomía
se hizo matemática, lo cual sucedió en tiempos de Platón. De
hecho, el término griego para designar la esfera significaba
astronomía para los pitagóricos. Y los Fenómenos de Euclides,
que trataban de la geometría de la esfera, estaban expresamen­
te destinados al uso de los astrónomos. Con tal evidencia y
con el conocimiento que ahora tenemos sobre cómo tuvieron
lugar los descubrimientos matemáticos en tiempos más recien­
tes, podemos estar seguros de que las investigaciones cientí­
ficas debieron sugerir problemas matemáticos y de que las
matemáticas fueron parte de las investigaciones sobre la na­
turaleza. Pero no es necesario especular. Basta examinar lo
que lograron los griegos en el estudio de la naturaleza y quié­
nes fueron los hombres que intervinieron en él.
El mayor éxito en el campo de las ciencias físicas propia­
mente dichas se logró en astronomía. Aunque era plenamente
consciente del impresionante número de observaciones astro­
nómicas hechas por los egipcios y babilonios, Platón hizo hin­
capié en el hecho de que no tuvieron una teoría unificadora
ni una explicación de los movimientos aparentemente irregula­
res de los planetas. Eudoxo, que fue estudiante en la Acade­
mia y cuyo trabajo puramente geométrico está expuesto en
los libros V y XII de los elementos de Euclides, recogió el
problema de «salvar las apariencias». Su respuesta es la pri­
mera teoría astronómica razonablemente completa conocida en
la historia.
No describiremos la teoría de Eudoxo, excepto para cons­
tatar que era completamente matemática y describía los mo­
vimientos de esferas en interacción.
Estas esferas, a excepción de la «esfera» de estrellas fijas, no
eran cuerpos materiales, sino construcciones matemáticas. Eu­
doxo no intentó explicar las fuerzas que harían que las esfe­
ras rotaran en la forma en que él decía que lo hacían. Su teo­
ría es, en espíritu, completamente moderna, puesto que la meta
de la ciencia es hoy la descripción matemática y no la expli­
cación física. Esta teoría fue reemplazada por otra, atribuida
a tres grandes astrónomos teóricos que vinieron después de
Eudoxo, a saber Apolonio, Hiparco y Tolomeo, e incorporada
en el Almagesto de Tolomeo.
No se han conservado los trabajos sobre astronomía. Sin
embargo, sus contribuciones son citadas por escritores griegos,
incluido Tolomeo con su Almagesto (libro XII). Fue tan famo­
so como astrónomo que recibió el apodo de 2 (épsilon) ya que
investigó mucho sobre el movimiento de la Luna y £ era pre­
cisamente el símbolo de la Luna. Solamente se conoce un tra­
bajo menor de Hiparco, pero también es citado y encomiado
en el Almagesto.
El esquema básico de lo que ahora conocemos como astro­
nomía tolomeica había sido incorporado a la astronomía grie­
ga entre los tiempos de Eudoxo y Apolonio. En este esquema
un planeta P se mueve a velocidad constante a lo largo de un
círculo (fig. 1.5) con centro en S, en tanto que el propio S se
mueve a velocidad constante a lo largo de un círculo con cen­
tro en la Tierra E. El círculo en el que se mueve S se llama
deferente, mientras que el círculo en el que se mueve P se
llama epiciclo. El punto S en el caso de algunos planetas era
el Sol, pero en otros no era más que un punto matemático.
La dirección del movimiento de P podía ser la misma que la
del movimiento de S o la contraria. Este último era el caso
del Sol y la Luna. Tolomeo utilizó también una variante de
este esquema para describir el movimiento de algunos de los
F ig u r a 1.5

planetas. Seleccionando apropiadamente los radios del epiciclo


y el deferente, la velocidad de un cuerpo en su epiciclo y la
velocidad del centro del epiciclo en el deferente, Hiparco y
Tolomeo fueron capaces de dar descripciones de los movimien­
tos que se ajustaban a las observaciones de su época. Desde
los tiempos de Hiparco los eclipses de Luna podían predecir­
se con una aproximación de una o dos horas; los eclipses de
Sol, sin embargo, se podían predecir con algo menos de pre­
cisión. Estas predicciones fueron posibles porque Tolomeo uti­
lizó la trigonometría, que él dijo haber creado para la astro­
nomía.
Desde el punto de vista de la búsqueda de verdades, es dig­
no de mención que Tolomeo, lo mismo que Eudoxo, estaba
completamente convencido de que su teoría no era más que
una descripción matemática conveniente, que se ajustaba a las
observaciones y no necesariamente el verdadero plan de la na­
turaleza. Para algunos planetas tenía diversos esquemas alter­
nativos y escogía el más sencillo desde el punto de vista ma­
temático. Tolomeo dice en el libro XIII de su Almagesto que
en astronomía se debe buscar el modelo matemático más sen­
cillo posible. Pero el modelo matemático de Tolomeo fue aco­
gido como la verdad por el mundo cristiano.
La teoría tolomeica ofreció la primera evidencia razonable­
mente completa de la uniformidad e invariabilidad de la na­
turaleza y es la respuesta final de los griegos al problema de
Platón de racionalizar los movimientos aparentes de los cuer­
pos celestes. Ningún otro producto de toda la era griega puede
competir con el Almagesto por su profunda influencia sobre
las concepciones del universo y ninguno, a excepción de los
Elementos, logró tan incuestionable autoridad.
Esta breve exposición de la astronomía griega no abarca,
por supuesto, muchas otras contribuciones al tema ni revela
la extensión y profundidad del trabajo de los hombres men­
cionados. La astronomía griega fue magistral y extensa, y uti­
lizó una gran cantidad de matemáticas. Por otra parte, casi
todos los matemáticos griegos se dedicaron al tema, incluyen­
do los maestros Euclides y Arquímedes.
La consecución de verdades físicas no termina con las ma­
temáticas del espacio y la astronomía. Los griegos fundaron
la ciencia de la mecánica. La mecánica trata de los movimien­
tos de los objetos físicos que pueden ser considerados como
partículas, del movimiento de los cuerpos extensos y de las
fuerzas que causan esos movimientos. En su Física, Aristóte­
les expone una teoría del movimiento que constituye el cénit
de la mecánica griega. Lo mismo que toda su física, su mecá­
nica está basada en principios racionales y aparentemente evi­
dentes que se ajustan plenamente a la observación. Aunque
esta teoría se impuso durante más de dos mil años, no habla­
remos de ella porque fue sustituida por la mecánica de New­
ton. Los trabajos de Arquímedes sobre los centros de gravedad
de los cuerpos y su teoría de la palanca constituyeron notables
adiciones a la teoría del movimiento de Aristóteles. Lo impor­
tante en todo este trabajo es que las matemáticas desempe­
ñaron un papel esencial y por tanto reforzaron la convicción
de que eran fundamentales para conocer el plan al que obe­
decía la naturaleza.
Después de la astronomía y la mecánica, la óptica ha sido
el tema que ha suscitado un interés más constante. Esta cien­
cia matemática fue también fundada por los griegos. Casi to­
dos los filósofos griegos, comenzando por los pitagóricos, es­
pecularon sobre la naturaleza de la luz, la visión y el color.
Lo que a nosotros nos interesa, sin embargo, son los logros
matemáticos en estas áreas. El primero fue la aserción, he­
cha sobre bases apriorísticas por Empédocles de Agrigento
(c. 490 a.C) —Agrigento estaba en Sicilia— de que la luz se
propaga a una velocidad finita. Los primeros tratamientos sis­
temáticos de la luz de que disponemos son los de la Optica
y la Catóptrica de Euclides1. La Optica trata del problema de
1 La versión de que disponemos hoy es, probablemente, una compila­
ción de diversas obras, incluyendo la de Euclides.
la visión y de la utilización de la visión para determinar los
tamaños de los objetos. Está considerado como el primer tra­
bajo sobre la perspectiva. La Catóptrica (teoría de los espejos)
muestra cómo se comportan los rayos de luz cuando se refle­
jan en espejos de forma plana, cóncava y convexa, y el efecto
de este comportamiento sobre lo que vemos. Lo mismo que
la Optica, parte de definiciones que son, en realidad, postula­
dos. El teorema 1 (un axioma en los textos modernos) es fun­
damental en la óptica geométrica y se le conoce como la ley
de la reflexión. Dice que el ángulo A que forma un rayo inci­
dente con el espejo partiendo de P, es igual al ángulo que forma
con el espejo el rayo reflejado (fig. 1.6). Euclides demuestra
también la ley para un rayo que incide sobre un espejo con­
vexo o cóncavo (fig. 1.7). En el punto de contacto sustituye
el espejo por la tangente R. Ambos libros son completamente
matemáticos, no sólo por su contenido sino también por su
organización. Dominan en ellos las definiciones, los axiomas
y los teoremas, lo mismo que en los Elementos de Euclides.

El ingeniero y matemático Hei*ón (siglo i d.C.) sacó de la


ley de reflexión una importante consecuencia. Si P y Q, en la
figura 1.6, son dos puntos situados al mismo lado de la línea ST,
entonces de todos los caminos que se podrían seguir para ir
desde el punto P hasta la recta ST y después hasta 0, el más
corto es el determinado por el punto R, de manera que los
segmentos de recta PR y QR formen ángulos iguales con la
recta ST. Y éste es exactamente el camino que recorren los
rayos de luz. Por consiguiente, los rayos de luz toman el ca­
mino más corto para ir de P a Q pasando por el espejo. Apa­
rentemente la naturaleza está muy familiarizada con la geo­
metría y la utiliza con gran provecho. Esta proposición aparece
en la Catóptrica de Herón, que también trata de los espejos
convexos y cóncavos y de las combinaciones de espejos.
Se escribieron diversos trabajos sobre la reflexión de la luz
en espejos de formas variadas. Entre ellos se encuentran la
Catóptrica de Arquímedes y Sobre el espejo ustorio de Apolo-
nio (c. 190 a.C.), perdidos ambos, y Sobre espejos ustorios
(c. 190 a.C.) de Diocles, que sí se ha conservado. Los espejos us­
torios son espejos cóncavos en forma de porciones de esfera,
paraboloides de revolución (engendrados mediante el giro de
una parábola alrededor de su eje) y elipsoides de revolución.
Apolonio sabía, y el libro de Diocles demuestra, que un espejo
parabólico refleja la luz procedente del foco en un haz de rayos
paralelos al eje del espejo (fig. 1.8). Inversamente, los rayos para­
lelos al eje, después de reflejados, convergen en el foco. Los
rayos de sol concentrados de esta forma producen un gran
calor en el foco y de aquí la expresión espejo ustorio o espejo
quemador. Esta es la propiedad de los espejos parabólicos que,
según se cuenta, utilizó Arquímedes para concentrar los rayos
del Sol en las naves romanas que asediaban la ciudad de Sira-
cusa y, de esta forma, incendiarlas. Apolonio conocía también
las propiedades de la reflexión en las demás secciones cóni­
cas, tales como la de que todos los rayos procedentes de un
foco en un espejo elíptico se reflejan concentrándose en el
otro foco. En el libro XIII de sus Secciones cónicas da las
propiedades más relevantes de la elipse y la hipérbola.

F ig ura 1.8

Los griegos fundaron muchas otras ciencias, entre las que


destacan la geografía y la hidrostática. Eratóstenes de Cirene
(284-192 a.C.), uno de los hombres más sabios de la antigüedad
y director de la biblioteca de Alejandría, realizó numerosos
cálculos de distancias entre lugares importantes situados en
la parte del planeta que los griegos conocían. Hizo también el
ahora famoso y muy aproximado cálculo del radio de la Tierra
y escribió su Geografía, en la que, además de describir sus
métodos matemáticos, da también una explicación de las cau­
sas de los cambios que han tenido lugar en la superficie de
la Tierra.
El trabajo más extenso sobre geografía fue la Geografía de
Tolomeo, en ocho tomos. Tolomeo no solamente desarrolló los
trabajos de Eratóstenes, sino que localizó ocho mil lugares de
la Tierra en los mismos términos de latitud y longitud que
utilizamos ahora. También descubrió métodos de cartografía,
alguno de los cuales, como el de la proyección estereográfica,
se usan todavía. En todo este trabajo de geografía fue básica
la geometría de figuras sobre la esfera, aplicada desde el si­
glo iv a.C. en adelante.
Por lo que se refiere a la hidrostática, la ciencia que estudia
la presión sobré los cuerpos colocados en el agua, el libro de
Arquímedes Sobre los cuerpos flotantes es el libro fundacio­
nal. Como todos los libros que han sido descritos, es comple­
tamente matemático en su enfoque y obtención de resultados.
En particular, contiene lo que hoy se conoce como principio
de Arquímedes, que dice que un cuerpo sumergido e
es empujado hacia arriba con una fuerza igual al peso del
agua desplazada. Debemos, pues, a Arquímedes la explicación
de cómo puede un hombre permanecer a flote en u
de fuerzas que tienden a sumergirlo.
Aunque el enfoque deductivo de las matemáticas y la re­
presentación matemática de las leyes de la naturaleza domi­
naron el período griego alejandrino, debemos señalar que los
alejandrinos, a diferencia de los griegos clásicos, recurrieron
también a la observación y a la experimentación. Los alejan­
drinos recogieron y utilizaron las observaciones astronómicas
notablemente precisas que habían realizado los babilonios du­
rante un período de más de dos mil años. Hiparco hizo un
catálogo de las estrellas observables en su tiempo. Los inven­
tos (principalmente los de Arquímedes y el matemático e in­
geniero Herón) incluían relojes de sol, astrolabios y utensilios
para el uso de la potencia hidráulica y de vapor.
Particularmente famoso fue el Museo Alejandrino, que fue
fundado por Tolomeo Sóter, el sucesor inmediato de Alejan­
dro en Egipto. El Museo era un centro para estudiosos y dis­
ponía de una famosa biblioteca de alrededor de 400 000 volú­
menes. Dado que no podían albergar todos los manuscritos, una
cantidad adicional de 300 000 volúmenes se guardaban en el
templo de Serapis. Los hombres dedicados al estudio daban
también clases a estudiantes.
Con su trabajo matemático y sus muchas investigaciones
científicas, los griegos proporcionaron pruebas sustanciales de
que el universo obedece a un plan matemático. Las matemáti­
cas son inmanentes a la naturaleza; son la verdad acerca de
la estructura de la naturaleza o, como hubiera dicho Platón,
son la realidad acerca del mundo físico. Existe una ley y un
orden en el universo y las matemáticas son la clave de este
orden. Además, la razón humana puede conocer el plan de la
naturaleza y revelar su estructura matemática.
El impulso a la concepción de un enfoque lógico y mate­
mático de la naturaleza debe ser atribuido primordialmente a
los Elementos de Euclides. Aunque este trabajo pretendía ser
un estudio del espacio físico, su organización, su ingenio y su
claridad, inspiraron el tratamiento axiomático-deductivo no sólo
de otras áreas de las matemáticas, como la teoría de números,
sino de todas las demás ciencias. La idea de una organización
lógica de todo el conocimiento físico basada en las matemáti­
cas penetró en el mundo intelectual a través de los Elementos.
De esta forma, los griegos lograron la alianza entre las ma­
temáticas y el estudio del plan de la naturaleza que desde
entonces se ha convertido en la verdadera base de la ciencia
moderna. Hasta finales del siglo xix, la búsqueda del plan ma­
temático de la naturaleza fue la búsqueda de la verdad. La
creencia de que las leyes matemáticas eran la verdad acerca
de la naturaleza atrajo hacia las matemáticas a los más pro­
fundos y egregios pensadores.
El principal fin de todas las investigaciones so­
bre el mundo externo debería ser el descubri­
miento del orden racional y la armonía con que
Dios lo ha construido y que Él nos ha revelado
en el lenguaje de las matemáticas.
JOHANNES KEPLER

La majestuosa civilización griega fue destruida por varias fuer­


zas. La primera fue la gradual conquista por parte de los ro­
manos de Grecia, Egipto y el Oriente Próximo. El objetivo
romano al extender su poder político no era propagar su cul­
tura materialista. Las áreas dominadas se convirtieron en co­
lonias a las que les fueron extraídas grandes riquezas mediante
la expropiación y los impuestos.
El nacimiento del cristianismo supuso otro duro golpe para
la cultura pagana griega. Aunque los dirigentes cristianos adop­
taron muchos mitos y costumbres griegas y orientales con la
intención de hacer el cristianismo más aceptable para los con­
versos, se opusieron a la enseñanza pagana, ridiculizando in­
cluso las matemáticas, la astronomía y la ciencia física. A pe­
sar de la cruel persecución a la que fue sometido por los
romanos, el cristianismo se propagó y llegó a ser tan poderoso
que el emperador romano Constantino el Grande lo reconoció
como religión oficial del imperio, en su Edicto de Milán en
el año 313 d.C. Más tarde Teodosio, que gobernó desde el año
379 al 396 d.C., proscribió las religiones paganas y en el año 392
ordenó que fueran destruidos sus templos.
Miles de libros griegos fueron quemados por los romanos
y los cristianos. En el año 47 a.C., los romanos incendiaron
los barcos egipcios en el puerto de Alejandría; el fuego se ex­
tendió e incendió la biblioteca, la más extensa de todas las bi­
bliotecas antiguas. En el año en que Teodosio prohibió las
religiones paganas, los cristianos destruyeron el templo de Se-
rapis en Alejandría, que guardaba la única colección importan­
te que quedaba de obras griegas. Muchas otras obras escritas
en pergamino fueron borradas por los cristianos con objeto
de poder utilizar el pergamino para sus propios escritos.
La última parte de la historia del Imperio romano es tam­
bién importante. El emperador Teodosio dividió su extenso
imperio entre sus dos hijos, Honorio, que gobernaría Italia y
Europa occidental, y Arcadio, a quien correspondería Grecia,
Egipto y el Oriente Próximo. La parte occidental del Imperio
fue conquistada por los godos en el siglo v y su posterior his­
toria pertenece a la historia de la Europa medieval. La parte
oriental conservó su independencia. Dado que el Imperio ro­
mano oriental, conocido también como el Imperio bizantino,
incluía Grecia propiamente dicha y Egipto, la obra y la cultu­
ra griegas fueron conservadas en cierta medida.
El golpe final a la civilización griega fue la conquista de
Egipto por los musulmanes en el año 640 d.C. Los libros que
quedaban fueron destruidos sobre la base de que, como dijo
el conquistador árabe Ornar, «o bien los libros contienen lo
que ya está en el Corán, en cuyo caso no tenemos necesidad
de leerlos, o bien contienen lo contrario de lo que dice el Corán,
en cuyo caso no debemos leerlos». De esta forma, y durante
seis meses, los baños de Alejandría fueron calentados median­
te la quema de rollos de pergamino.
Después de la conquista de Egipto por los mahometanos
la mayoría de los sabios emigraron a Constantinopla, que se
había convertido en la capital del Imperio bizantino. Aunque
ninguna actividad en la línea del pensamiento griego podía
florecer en la hostil atmósfera cristiana de Bizancio, esta afluen­
cia de estudiosos, con sus obras, a un lugar relativamente se­
guro incrementó el acervo de conocimiento que llegaría a Euro­
pa 800 años más tarde.
India y Arabia contribuyeron a la continuidad de la activi­
dad matemática e introdujeron algunas ideas que más tarde
desempeñarían un papel importantel. Desde el año 200 a.C.
hasta el 1200 aproximadamente, los hindúes influidos en algu­
na medida por las obras griegas, hicieron algunas contribucio­
nes originales a la aritmética y el álgebra. Los árabes, cuyo
imperio en su momento culminante se extendía por todas las
tierras que bordean el Mediterráneo y el Oriente Próximo y
abarcaba muchas razas unidas por la religión musulmana, ab­
1 A bundarem os en el tra b a jo de los árab es y los h in dú es en el ca­
p ítu lo 5.
sorbieron las contribuciones griegas e hindúes, e hicieron al­
gunos progresos por su cuenta. Estos progresos combinaban
el razonamiento deductivo con la experimentación, en el espí­
ritu de los griegos alejandrinos. Los árabes contribuyeron al
desarrollo del álgebra, la astronomía, la geografía y la óptica.
También crearon escuelas y universidades para la transmisión
de los conocimientos. Hay que reconocer que los árabes, aun­
que eran firmes defensores de su religión, no dejaron que las
doctrinas religiosas restringieran sus actividades e investiga­
ciones matemáticas y científicas.
A pesar de que los hindúes y los árabes fueron ambos ca­
paces de sacar partido de la magnífica obra erigida por los
griegos y desarrollaron las matemáticas y la ciencia griegas,
nunca trataron, como los griegos, de comprender la estructu­
ra del universo. Los árabes tradujeron y comentaron extensa
e incluso críticamente las obras griegas, pero no añadieron
nada de especial importancia o magnitud a las verdades ya
conocidas. Hacia el año 1500 su imperio fue destruido por los
cristianos en Occidente y por luchas internas en Oriente.
Mientras los árabes construían y extendían su civilización, en
Europa occidental se fundaba otra. Durante el período medie­
val, que se extendió aproximadamente desde el 500 al 1500 d.C.,
se alcanzó en esta región un alto nivel cultural. Esta cultura
estuvo dominada por la Iglesia católica, y sus enseñanzas, aun­
que profundas y meritorias, no favorecieron el estudio del mun­
do físico. El Dios cristiano gobernaba el universo y la finalidad
del hombre era servirle y agradarle, y con ello conseguir la
salvación, después de lo cual su alma viviría una vida llena
de alegría y esplendor. Las condiciones de vida sobre la tierra
no eran importantes y los trabajos y sufrimientos no sólo de­
bían ser tolerados, sino sobrellevados con alegría, como testi­
monio de la fe del hombre en Dios. Se comprende así que el
interés por las matemáticas y la ciencia, que había estado mo­
tivado en tiempos de los griegos por el estudio del mundo fí­
sico, alcanzara su nadir. Los intelectuales de la Europa me­
dieval eran devotos buscadores de verdades, pero las buscaban
en la revelación y en el estudio de las Escrituras. De aquí que
los pensadores medievales no añadieran ninguna prueba al
plan matemático de la naturaleza. Sin embargo, la filosofía
de la Baja Edad Media apoyó la creencia en la regularidad y
uniformidad del comportamiento de la naturaleza, aunque se
pensaba que éste estaba sujeto a la voluntad de Dios.
La Europa de la Baja Edad Media se vio conmocionada y
alterada por una serie de influencias revolucionarias. Entre
las muchas que transformaron la civilización medieval en la
civilización moderna, la más importante fue, en lo que a nos­
otros nos interesa, el acceso y el estudio de los textos griegos.
Estos llegaron a conocerse por medio de las traducciones ára­
bes y de las obras griegas que habían permanecido intactas
en el Imperio bizantino. En efecto, cuando los turcos conquis­
taron este imperio en 1453, muchos estudiosos griegos huyeron
con sus libros hacia Occidente. Fue de las obras griegas de
donde los que encabezaron la revitalización intelectual de Euro­
pa aprendieron que la naturaleza obedece a un plan matemá­
tico y que este plan es armonioso, estéticamente agradable y
además la secreta verdad que la naturaleza guarda. La natu­
raleza no sólo es racional y ordenada, sino que obra de acuer­
do con leyes inexorables e inmutables. Los científicos europeos
iniciaron sus estudios sobre la naturaleza como lo hicieran los
muchachos de la antigua Grecia.
Es indudable que el resurgir de los ideales griegos indujo a
algunos a emprender el estudio de la naturaleza. Pero la rapi­
dez y la intensidad de este resurgir de las matemáticas y la
ciencia se debieron a otros muchos factores. Las fuerzas que
echaron abajo una cultura y promovieron otra son numerosas
y complicadas. El renacimiento científico ha sido investigado
por muchos estudiosos y se han dedicado muchas páginas a
concretar sus causas. Aquí no intentaremos más que nom­
brarlas.
La aparición de una clase formada por artesanos libres, y
el consiguiente interés. por los materiales, los conocimientos
y la tecnología, generaron problemas científicos. Las explora­
ciones geográficas, motivadas por la búsqueda de materias pri­
mas y oro, trajeron consigo el conocimiento de tierras y cos­
tumbres extrañas que se enfrentaron con la cultura medieval
europea. La revolución protestante rechazó parte de la doctri­
na católica, promoviendo controversias e incluso escepticismo
acerca de ambas religiones. El énfasis puritano en el trabajo
y la utilidad del conocimiento para la humanidad, la introduc­
ción de la pólvora, que dio lugar a nuevos problemas militares
como los de las trayectorias de los proyectiles, y los proble­
mas suscitados por la navegación <a miles de kilómetros mar
adentro, todo ello fue motivo para el estudio de la naturaleza.
La invención de la imprenta permitió la propagación del cono­
cimiento que la Iglesia, hasta entonces, se había encargado
de controlar. Aunque los estudiosos difieren sobre el grado en
que una o varias de estas fuerzas puedan haber influido en la
investigación de la naturaleza, es suficiente para nuestros pro­
pósitos señalar su gran número y el hecho universalmente acep­
tado de que el interés por la ciencia se convirtió en la carac­
terística dominante de la moderna civilización europea.
La generalidad de los europeos no respondió inmediatamen­
te a estas fuerzas e influencias. Durante el período llamado a
menudo humanista, el estudio y la asimilación de las obras
griegas fueron mucho más característicos que la activa per­
secución de los objetivos griegos. Pero hacia el año 1500, men­
tes imbuidas de las metas griegas —la aplicación de la razón
al estudio de la naturaleza y la búsqueda del plan matemático
subyacente— comenzaron a actuar. Sin embargo, debieron ha­
cer frente a un serio problema. Las metas griegas estaban en
conflicto con la cultura dominante. En tanto que los griegos
creían en el plan matemático de la naturaleza, una naturaleza
que obedecía invariable e inalterablemente a algún plan ideal,
los pensadores de la Baja Edad Media atribuían todos los pla­
nes y acciones al Dios de los cristianos. El era el diseñador y
el creador, y todos los actos de la naturaleza seguían el plan
establecido por él. El universo era la obra de Dios y estaba
sujeto a sus deseos. Los matemáticos y científicos del Renaci­
miento y de los siglos posteriores eran cristianos ortodoxos y,
por consiguiente, aceptaban esta doctrina. Pero las enseñanzas
católicas no incluían en modo alguno la doctrina griega del
plan matemático de la naturaleza. ¿Cómo conciliar, pues, el
intento de comprender el universo de Dios con la búsqueda
de las leyes matemáticas de la naturaleza? La respuesta con­
sistió en añadir una nueva doctrina, la de que Dios había di­
señado el universo matemáticamente. Así, la doctrina católica
que postulaba la suprema importancia de tratar de entender
los deseos de Dios y sus creaciones tomó la forma de la bús­
queda del plan matemático de Dios para la naturaleza. Efec­
tivamente, el trabajo de los matemáticos* de los siglos xvi y xvn
y de la mayor parte de los del siglo xvm fue, como muy pron­
to veremos con más claridad, una búsqueda religiosa. La in­
vestigación de las leyes matemáticas de la naturaleza era un
acto de devoción que revelaría la gloria y grandeza del Hace­
dor. El conocimiento matemático, la verdad sobre el plan de
Dios para el universo, era tan sacrosanto como una línea de las
Escrituras. El hombre no podía esperar percibir el plan divi­
no tan claramente como el mismo Dios lo entendía, pero po­
día, con humildad y modestia, tratar al menos de aproximarse
a la mente de Dios y, de esta forma, entender el mundo de Dios.
Se puede ir más lejos y afirmar que aquellos matemáticos
estaban seguros de la existencia de leyes matemáticas por de­
bajo de los fenómenos naturales y persistían en la búsqueda
de esas leyes porque estaban convencidos de antemano que
Dios las había incorporado a la construcción del universo. Cada
descubrimiento de una ley de la naturaleza era saludada como
evidencia de la grandeza de Dios, más que de la del investiga­
dor. Las creencias y las actitudes de los matemáticos y cientí­
ficos son un ejemplo de un fenómeno cultural más amplio,
que barrió la Europa del Renacimiento. Las obras griegas re­
cién descubiertas se enfrentaron a un mundo cristiano profun­
damente devoto y los líderes intelectuales nacidos en uno de
esos mundos y atraídos por el otro fusionaron las doctrinas
de ambos.
Quizá la prueba más impresionante de que la doctrina grie­
ga del plan matemático de la naturaleza, unida a la creencia
renacentista en la autoría divina de ese plan, había arraigado
en Europa, es proporcionada por los trabajos de Nicolás Co-
pérnico y Johannes Kepler. Hasta el siglo xvi, la única teoría
astronómica sólida y utilizada era el sistema geocéntrico de
Hiparco y Tolomeo. Era la teoría aceptada por los astrónomos
profesionales y aplicada al calendario y a la navegación. Los
trabajos sobre una nueva teoría astronómica comenzaron con
Copérnico (1473-1543). En la universidad de Bolonia, en donde
ingresó en 1497, estudió astronomía. En 1512 asumió sus obli­
gaciones como canónigo de la catedral de Frauenberg, en Pru-
sia oriental. El trabajo dejaba a Copérnico el tiempo suficiente
para realizar observaciones astronómicas y pensar acerca de
la teoría correspondiente. Después de años de observaciones y
reflexión, Copérnico elaboró una nueva teoría sobre los movi­
mientos de los planetas que reflejó en una obra clásica, Sobre
las revoluciones de las esferas celestes. Había escrito la pri­
mera versión en 1507, pero temió publicarla puesto que era
contraria a las enseñanzas de la Iglesia. El libro apareció en
1543, el año en que murió.
Cuando Copérnico comenzó a interesarse en la astronomía,
la teoría tolomeica se había hecho algo más complicada. Para
que la teoría se ajustase a las enormes cantidades de datos
acumulados mayormente por los observadores árabes, hubo
que añadir más epiciclos a los introducidos por Tolomeo. En
tiempos de Copérnico, la teoría requería un total de setenta
y siete círculos para describir los movimientos de la Luna, el
Sol y los cinco planetas conocidos por entonces. Como dice
Copérnico en el prólogo de su libro, la teoría les parecía es­
candalosamente complicada a muchos astrónomos de la época.
Copérnico había estudiado los textos griegos, habiendo lle­
gado al convencimiento de que el universo obedecía a un plan
armonioso y matemático. La armonía exigía una teoría más
agradable que la extensa y complicada teoría de Tolomeo. El
había leído que algunos autores griegos, principalmente Aris­
tarco (siglo m a.C.), sugirieron la posibilidad de que el Sol
se mantuviera estacionario y fuera la Tierra la que girase al­
rededor del Sol y, al mismo tiempo, rotara sobre su eje. De­
cidió explorar esta posibilidad.
El resultado de su razonamiento fue la utilización del es­
quema tolemaico de deferentes y epiciclos (cap. 1) para des­
cribir los movimientos de los cuerpos celestes, con la crucial
diferencia de que el Sol estaba en el centro de cada deferente.
La misma Tierra se convirtió en un planeta que se movía a lo
largo de un epiciclo al tiempo que rotaba sobre su eje. De este
modo, logró una notable simplificación. Pudo reducir el nú­
mero total de círculos, deferentes y epiciclos, a treinta y cua­
tro, en lugar de los setenta y siete requeridos por la teoría
geocéntrica.
La simplificación más notable fue la conseguida por Johan-
nes Kepler (1571-1630), una de las figuras más curiosas de toda
la historia de la ciencia. En una vida acosada por innumera­
bles desgracias y penalidades ocasionadas por motivos religio­
sos y políticos, Kepler tuvo la buena suerte de convertirse en
1600 en ayudante del famoso astrónomo Tycho Brahe. Brahe
estaba entonces consagrado a la realización de nuevas y exten­
sas observaciones, el primer empeño importante desde los tiem­
pos griegos. Estas observaciones y otras que Kepler hizo por
sí mismo fueron inestimables para él. Cuando en 1601 murió
Brahe, le sucedió Kepler como matemático imperial del empe­
rador Rodolfo II de Austria.
El razonamiento científico de Kepler es fascinante. Era,
como Copérnico, un místico y, como él, creía que el mundo
estaba diseñado por Dios de acuerdo con un plan matemático
bello y simple. Dice en su Misterio del cosmos (1596) que las
armonías matemáticas que el Creador tiene en su mente pro­
porcionan la razón por la que «el número, el tamaño y el mo­
vimiento de las esferas son como son y no de otra manera».
Esta creencia dominó todo su pensamiento. Pero Kepler po­
seyó también muchas de las cualidades que ahora asociamos
a los científicos. Podía ser también friamente racional. Aunque
en su fértil imaginación se incubara la concepción de nuevos
sistemas teóricos, sabía que las teorías deben ajustarse a las
observaciones y, en sus últimos años, comprendió aún más
claramente que los datos empíricos pueden sugerir principios
fundamentales de la ciencia. Por este motivo llegó a sacrificar
sus hipótesis matemáticas más queridas cuando comprobó que
no estaban de acuerdo con los datos recogidos en las observa­
ciones y fue precisamente esta increíble persistencia en negar­
se a tolerar discrepancias de las que cualquier otro científico
de su tiempo habría hecho caso omiso lo que le llevó a adhe­
rirse a ideas científicas radicales. Tuvo también la humildad,
la paciencia y la energía que permiten a los grandes hombres
realizar labores extraordinarias.
La búsqueda por parte de Kepler de leyes matemáticas en
la naturaleza, que sus creencias le aseguraban que existían,
hizo que perdiera varios años siguiendo pistas falsas. En el
prólogo a su Misterio del cosmos, dice: «Trato de probar que
Dios, al crear el universo y regular el orden del cosmos, tenía
en su mente los cinco cuerpos regulares de la geometría, tal
como se conocen desde los días de Pitágoras y Platón, y que
ha determinado de acuerdo con esas dimensiones el número
de cielos, sus proporciones y las relaciones de sus movimien­
tos.» Sin embargo, su intento de construir una teoría basada
en los cinco poliedros regulares llevaba a conclusiones que no
concordaban con las observaciones, y abandonó este punto de
vista después de haber hecho extraordinarios esfuerzos para
aplicarlo siquiera en una versión modificada.
A pesar de todo, tuvo un gran éxito en sus últimos esfuer­
zos por encontrar relaciones matemáticas armoniosas. Sus re­
sultados más famosos e importantes son conocidos hoy como
las tres leyes de Kepler del movimiento planetario. Las dos
primeras fueron publicadas, en el año 1609, en un libro con
un largo título que unas veces se abrevia refiriéndose a la pri­
mera parte, La nueva astronomía, y otras a la última parte,
Comentarios sobre el movimiento del planeta Marte. La pri­
mera de las leyes es especialmente notable, puesto que Kepler
rompió con la tradición, imperante durante dos mil años, de
utilizar círculos o esferas para describir los movimientos ce­
lestes. En lugar de recurrir a un deferente y varios epiciclos
para describir el movimiento de cualquier planeta, como ha­
bían hecho Tolomeo y Copérnico, Kepler encontró que una
sola elipse resolvía el problema. Su primera ley afirma que
los planetas se mueven a lo largo de una elipse y que el Sol
ocupa uno de los focos de cada uno de esos caminos elípticos
(fig. 2.1). El otro foco de la elipse es un mero punto matemá­
tico en el que nada existe. Esta ley es de inmenso valor para
comprender fácilmente los movimientos de los planetas. Por
supuesto, Kepler, lo mismo que Copérnico, añadió que la Tie*
rra gira alrededor de su eje al tiempo que describe su órbita
elíptica.

F ig u r a 2.1. Cada planeta describe una órbita elíptica


alrededor del Sol

Pero la astronomía debía ir mucho más lejos para ser de uti­


lidad. Tenía que enseñarnos a predecir la posición de los pla­
netas. Un observador que descubre que un planeta ocupa
una cierta posición, digamos P, en la figura 2.1, podría desear
saber cuándo ese planeta ocupará otra posición como, por
ejemplo, un solsticio o un equinoccio. Lo que se necesita es
la velocidad con que los planetas se mueven a lo largo de sus
respectivos caminos.

F ig u r a 2.2. Ley de Kepler de las áreas iguales

Aquí también, Kepler hizo una contribución radical. Copérni­


co y los griegos habían utilizado siempre velocidades constan­
tes. Para ellos, un planeta se movía a lo largo de su epiciclo
recorriendo arcos iguales en tiempos iguales, y el centro de
cada epiciclo también se movía a velocidad constante a lo lar­
go de otro epiciclo o de un deferente. Pero las observaciones
de Kepler le llevaron a la conclusión de que un planeta que
se mueve a lo largo de una elipse no lo hace a velocidad cons­
tante. La larga y pesada búsqueda de la ley de velocidad co­
rrecta terminó con pleno éxito. Lo que descubrió fue que si
un planeta se desplaza desde P hasta Q (Fig. 2.2) en, ponga­
mos, un mes, entonces se desplazará también de P' hasta Q'
en un mes, siempre que las áreas de PSQ y P’SQ’ sean iguales.
Puesto que P está más cerca del Sol que P\ si las áreas PSQ
y P’SQ' son iguales, el arco PQ debe ser mayor que el arco P’Q’.
De aquí que los planetas no se muevan a velocidad constante.
De hecho, cuanto más cerca están del Sol más rápidamente
se mueven.
Kepler experimentó una gran alegría al descubrir esta se­
gunda ley. Aunque no es tan simple de aplicar como una ley
de velocidad constante, confirmó sin embargo su creencia fun­
damental en que Dios había utilizado principios matemáticos
para diseñar el universo. Dios había elegido que fuese una ley
un poco más sutil, pero, en todo caso, matemática la que de­
terminara claramente la rapidez con que se movían los pla­
netas.
Todavía quedaba otro problema importante. ¿Qué ley des­
cribía las distancias de los planetas al Sol? El problema se
complicaba ahora por el hecho de que la distancia de un pla­
neta al Sol no era constante. De aquí que Kepler buscara otro
nuevo principio que tuviera en cuenta este hecho. Kepler creía
que la naturaleza obedecía a un plan no sólo matemático, sino
también armonioso, y tomó esta palabra, «armonía», muy al
pie de la letra. Así, creía que había una música de las esferas,
que producía un armonioso efecto tonal, no en forma de so­
nido real, sino discernible mediante algún tipo de traducción
de los hechos relativos a los movimientos planetarios en notas
musicales. Siguió esta línea de trabajo y, después de asombro­
sas combinaciones de argumentos matemáticos y musicales,
llegó a la conclusión de que si T es el período de revolución
de un planeta y D es su distancia media al Sol, entonces se
verifica que T2 = fcD3, en donde k es una constante que es la
misma para todos los planetas. Esta es la tercera ley de Ke­
pler sobre el movimiento de los planetas triunfalmente anun­
ciada en su libro La armonía del mundo (1619).
Una vez enunciada su tercera ley, Kepler rompió en ala­
banzas a Dios con el siguiente himno: «¡Sol, Luna y planetas
glorificadle en vuestro inefable lenguaje! ¡Armonías celestiales,
todos vosotros que formáis parte de su maravillosa obra, ala­
badle! ¡Y tú, alma mía, alaba a tu Creador! Es por El y en
El por quien todo existe. Todo lo que sabemos está compren­
dido en El, así como en nuestra vana ciencia.»
El vigor de la convicción de Copérnico y Kepler de que
Dios debe haber diseñado el mundo según un plan simple y
armonioso se puede juzgar por las objeciones a las que tuvie­
ron que enfrentarse. Que los otros planetas estuvieran en mo­
vimiento se explicaba incluso teniendo en cuenta la teoría to-
lomeica de acuerdo con la doctrina griega de que éstos estaban
hechos de una materia especialmente ligera y eran por tanto
fácilmente movibles; pero ¿cómo podía ponerse en movimien­
to la Tierra, tan pesada? Ni Copérnico ni Kepler pudieron con­
testar a esta pregunta. Un argumento contra la rotación de la
Tierra mantenía que los objetos situados sobre la superficie
saldrían despedidos al espacio exterior de la misma manera
que ocurre con los objetos colocados sobre una plataforma que
gira. Ninguno de los dos pudo rebatir este argumento. A la
objeción posterior de que una Tierra rotante se destrozaría
al girar, Copérnico contestó sin gran convicción que el movi­
miento de la Tierra era natural y no podía destruir el planeta.
Después replicó preguntando por qué el cielo no se desmoro­
naba con el rapidísimo movimiento diario que la teoría geo­
céntrica exigía. Otra objeción era que si la Tierra girara de
oeste a este, un objeto lanzado al aire volvería a caer al oeste
de su posición original, ya que la Tierra se habría movido mien­
tras el objeto estaba en el aire. Si, por otro lado, la Tierra
girara alrededor del Sol, entonces, puesto que la velocidad de
los cuerpos es proporcional a su peso, o así al menos opina­
ban los griegos y los físicos del Renacimiento, los objetos más
ligeros, de entre los que estaban sobre la Tierra, deberían que­
dar rezagados. Incluso el aire debería quedar rezagado. A esto
último contestaba Copérnico que el aire era terrestre y, en
consecuencia, se mueve por simpatía con la Tierra. La esen­
cia de todas estas objeciones es que una Tierra que gira al­
rededor de su eje y del Sol no se ajusta a la teoría del movi­
miento formulada por Aristóteles y comúnmente aceptada en
tiempos de Kepler y Copérnico.
Había otra clase de argumentos científicos contra la teoría
heliocéntrica que provenían de la propia astronomía. El más
serio provenía del hecho de que la teoría heliocéntrica conside­
raba las estrellas como fijas. Sin embargo, a lo largo de seis
meses la Tierra cambia de posición en el espacio, recorriendo
unos 300 millones de kilómetros. De manera que si se observa
la dirección de una estrella particular en un cierto instante y
se hace lo mismo otra vez al cabo de seis meses debería obser­
varse una diferencia en la dirección. Sin embargo, esta diferen­
cia no era observada en los tiempos de Copérnico y Kepler.
Copérnico argüía que las estrellas estaban tan lejos que la di­
ferencia de posición era demasiado pequeña para ser observada.
Esta explicación no satisfizo a sus críticos, quienes replicaron
que si las estrellas estuvieran tan distantes, entonces no serían
claramente observables. En este caso, la respuesta de Copérnico
era correcta. El cambio de dirección en la estrella más próxima
durante un período de seis meses es de 0,31". Este hecho fue
detectado en 1838 por el matemático Friedrich Wilhelm Bessel,
quien por aquellos tiempos disponía de un buen telescopio.
Los tradicionalistas preguntaban también por qué no senti­
mos ningún movimiento si la Tierra se mueve alrededor del
Sol a unos 30 kilómetros por segundo y gira sobre su eje en
el ecuador a unos 0,5 kilómetros por segundo. Nuestros senti­
dos, en efecto, nos dicen que el Sol se mueve en el cielo. Para
las gentes de la época de Kepler, el argumento de que no sen­
timos movernos a las altísimas velocidades de que hablaba la
nueva astronomía era incontrovertible. Todas estas objeciones
científicas a una Tierra móvil eran de peso y no podían ser
rechazadas como terquedades de personas intransigentes que
se negaban a aceptar la verdad.
Copérnico y Kepler eran profundamente religiosos, pero, a
pesar de ello, ambos negaban una de las principales doctrinas
del cristianismo. Esta doctrina afirmaba que el hombre estaba
en el centro del universo, que era la principal preocupación
de Dios. La teoría heliocéntrica, por el contrario, al poner el Sol
en el centro del universo, socavaba este reconfortante dogma de
la Iglesia. Hacía aparecer al hombre como una de las posibles
multitudes de seres errantes, a la deriva por los fríos espacios
vacíos. Con la nueva teoría parecía, además, menos probable que
hubiera nacido para vivir gloriosamente y alcanzar el paraíso
después de su muerte. Menos probable todavía era que fuera
el objeto de los desvelos de Dios. Copérnico atacó la teoría de
que la Tierra es el centro del universo, señalando que el tamaño
de éste es tan inmenso que hablar de un centro carece de sen­
tido. Pero este argumento tenía poco peso para sus contempo­
ráneos.
Copérnico y Kepler disponían sólo de una réplica contun­
dente a todas estas objeciones a la teoría heliocéntrica. Cada
uno de ellos había logrado una simplificación matemática y
una teoría más armoniosa y estéticamente superior. Si se podía
dar una explicación matemática mejor, entonces, dada la creen­
cia de que Dios había diseñado el mundo y, con seguridad,
había utilizado la teoría superior, la teoría heliocéntrica debía
ser correcta.
Hay muchos pasajes en la obra de Copérnico Sobre las re­
voluciones de las esferas celestes y en numerosos escritos de
Kepler que constituyen un indudable testimonio de su convic­
ción de haber encontrado la teoría correcta. Kepler, por ejem­
plo, decía de su teoría elíptica del movimiento: «La tengo por
verdadera en lo más profundo de mi alma y contemplo su be­
lleza con increíble y radiante deleite.» El mismo título de la
obra de Kepler de 1619, La armonía del mundo, y las incesantes
alabanzas a Dios, expresando satisfacción por la grandeza de
su plan matemático, demuestran su convicción.
Sólo los matemáticos apoyaron, al principio, la nueva teoría.
Esto no es sorprendente. Unicamente un matemático conven­
cido de que el universo obedecía a un plan matemático y sim­
ple podía tener la fortaleza mental necesaria para ignorar los
contraargumentos filosóficos, religiosos y científicos dominantes
y apreciar las matemáticas de una astronomía revolucionaria.
Sólo alguien poseído de convicciones inquebrantables acerca de
la importancia de las matemáticas en el plan del universo ha­
bría osado defender la nueva teoría, en contra de la masiva y
poderosa oposición que ésta generó.
El apoyo a la nueva teoría provino de un hecho inesperado.
El telescopio había sido inventado a principios del siglo xvn y
Galileo, habiendo oído hablar del nuevo aparato, se construyó
uno. Después procedió a realizar observaciones del firmamento
que alarmaron a sus contemporáneos. Detectó cuatro lunas del
planeta Júpiter (hoy podemos observar doce), demostrando así
que un planeta puede tener satélites aunque se mueva. Galileo
vio superficies irregulares y montañas en la Luna, manchas en
el Sol y una protuberancia alrededor del ecuador de Saturno
(ahora conocida como los anillos de Saturno). Había, por tanto,
nuevas pruebas de que los planetas eran como la Tierra y de
ningún modo cuerpos perfectos compuestos de alguna materia
etérea especial, como los pensadores griegos y medievales ha­
bían creído. Con el telescopio se podía ver que la Vía Láctea,
que hasta entonces había aparecido como una extensa banda
de luz, estaba formada por miles de estrellas. Había, pues,
otros soles y, presumiblemente, otros sistemas planetarios sus­
pendidos de los cielos. Copérnico había predicho que si se pu­
diera aumentar la vista humana, los hombres serían capaces
de observar fases en Venus y Mercurio, de la misma forma
que el ojo sin ayuda puede discernir las fases de la Luna. Ga­
lileo observó con su telescopio la fases de Venus. Sus observa­
ciones le convencieron de que el sistema copernicano era el
correcto, defendiendo este punto de vista en su obra clásica
Diálogo sobre los grandes sistemas del mundo (1632). La nueva
teoría fue también aceptada debido a que con ella eran mucho
más simples los cálculos de los astrónomos, geógrafos y nave­
gantes. A mediados del siglo xvn, el mundo científico estaba
dispuesto a partir de una base heliocéntrica y la pretensión
de que las leyes matemáticas fuesen consideradas verdaderas
salió enormemente fortalecida.
Mantener las doctrinas del movimiento de revolución de la
Tierra alrededor del Sol y del movimiento diario sobre su eje
en la atmósfera intelectual de comienzos del siglo xvn no fue,
en modo alguno, cosa fácil. El proceso de Galileo ante la Inqui­
sición es bien conocido. Pascal, devoto católico, vio sus trabajos
incluidos en el Indice de libros prohibidos porque había tenido
la temeridad de desafiar a los jesuítas con una declaración en
sus Cartas provinciales: «Fue también inútil que obtuvierais el
decreto de Roma contra Galileo, condenando su opinión en lo
que se refiere al movimiento de la Tierra, porque eso no pro­
bará que la Tierra permanece en reposo...»
Copérnico y Kepler aceptaron, incuestionablemente, la fusión
de la doctrina griega de que la naturaleza obedece a un plan
matemático, con la doctrina católica de que Dios ha creado y
diseñado el universo. René Descartes (1596-1650) emprendió la
tarea de erigir la nueva filosofía de la ciencia de un modo sis­
temático, claro y vigoroso. Descartes fue en primer lugar un fi­
lósofo, en segundo lugar un cosmólogo, en tercero un físico,
en cuarto un biólogo y sólo en quinto lugar un matemático, aun­
que esté considerado como una de las gemas de la diadema
de las matemáticas. Su filosofía es importante porque dominó
el pensamiento del siglo xvn e influyó en gigantes como Newton
y Leibniz. Su principal meta, la de encontrar el método para
establecer verdades en todos los campos, la expuso en su obra
básica Discurso del método para guiar adecuadamente a la
razón y buscar la verdad en las ciencias (1637).
Descartes comenzó la construcción de su filosofía aceptando
sólo aquellos hechos que para él estaban fuera de toda duda.
¿Cómo distinguió, pues, las pruebas aceptables de las inacepta­
bles? En sus Reglas para la dirección de la mente (escrita en
1628, aunque publicada póstumamente), afirmaba: «En cuanto
a los objetos que proponemos estudiar, deberíamos investigar,
no lo que otros han pensado ni lo que nosotros mismos con­
jeturamos, sino lo que podemos intuir clara y evidentemente
o deducir con certeza, porque no hay otra forma de adquirir
conocimiento.» La inmediata aprehensión por la mente de ver­
dades básicas, claras y distintas, junto con la deducción de con­
secuencias, forman la esencia de su filosofía del conocimiento.
Hay, por consiguiente, de acuerdo con Descartes, sólo dos actos
mentales que nos permiten llegar al conocimiento sin miedo
al error: la intuición y la deducción. Sin embargo, en las Re­
glas daba mayor crédito a la intuición: «La intuición es la
concepción indudable de una mente pura y atenta, que surge
de la sola luz de la razón, y es más segura que la deducción.»
En el Discurso defendía la existencia de la mente y del se­
guro e indubitable conocimiento que ésta posee. A partir de la
confianza en las intuiciones fundamentales, Descartes se apre­
suró a probar en el Discurso la existencia de Dios. Y después,
con un argumento que sin duda encierra un razonamiento
circular, se tranquilizaba a sí mismo diciendo que nuestras in­
tuiciones y métodos de deducción tienen que ser seguros, ya
qué Dios nunca nos defraudaría. Dios, afirmaba, es «una sus­
tancia que es infinita, eterna, inmutable, independiente, omnis­
ciente, omnipotente, por lo cual yo mismo y todo lo demás ...
ha sido creado».
Por lo que se refiere a las verdades en las matemáticas
propiamente dichas, decía en sus Meditaciones (1641): «Tengo
por absolutamente ciertas las verdades que he concebido cla­
ramente en lo que respecta a las figuras, los números y otras
materias que pertenecen a la aritmética y la geometría, y, en
general, a las matemáticas puras y abstractas.» «Sólo los ma­
temáticos logran llegar a la certeza y la evidencia, puesto que
parten de lo que es más fácil y más simple.» Los conceptos
y verdades matemáticas no provienen de los sentidos. Están
en nuestras mentes desde el nacimiento y han sido puestas allí
por Dios. La percepción sensorial de triángulos materiales ja­
más podría proporcionar a la mente el concepto de triángulo
ideal. Es igualmente claro para la mente que la suma de los
ángulos de un triángulo debe ser 180°.
Descartes se dirigió después hacia el mundo físico. Podemos
estar seguros, decía, de que las intuiciones que la mente reco­
noce claramente y las deducciones de éstas se aplican al mundo
físico. Para él estaba claro que Dios había diseñado el mundo
matemáticamente. En su Discurso afirmaba la existencia de
«ciertas leyes que Dios ha establecido en la naturaleza y de
nociones que ha impreso en nuestra alma de tal manera que,
una vez que hemos reflexionado suficientemente sobre ellas,
no podemos dudar por más tiempo de que son fielmente obser­
vadas en todo lo que existe u ocurre en el mundo».
Descartes afirmaba además que las leyes de la naturaleza
son invariables, puesto que no son sino parte de un modelo
matemático predeterminado. Incluso antes de terminar su Dis­
curso, Descartes escribía al padre Marin Mersenne, teólogo y
aficionado a las matemáticas, el 15 de abril de 1630:
No tema proclamar por doquier que Dios estableció estas leyes en
la naturaleza de la misma forma que un soberano dicta leyes en
su reino [...]
Y así como un rey tiene más majestad cuanto menos conocido
familiarmente es por sus súbditos, así también nosotros juzgamos
la grandeza de Dios como incomprensible y no pensamos que care­
cemos de rey. Os dirán que si Dios estableció estas verdades, podría
cambiarlas, lo mismo que un rey cambia sus leyes; a lo que res­
ponderéis que, efectivamente, es posible si su voluntad puede cam­
biar. Pero yo considero esas verdades como eternas e inmutables
de la misma forma que considero a Dios.
Aquí, Descartes negaba la idea entonces imperante de que Dios
interviene continuamente en el funcionamiento del universo.
Para estudiar el mundo físico, Descartes deseaba emplear
solamente matemáticas, porque, como decía en su Discurso,
«de todos aquellos que, hasta ahora, han buscado verdades en
las ciencias, sólo los matemáticos han conseguido ofrecer demos­
traciones, es decir dar razones que sean evidentes y ciertas».
En el estudio del mundo físico, Descartes estaba seguro de que
las matemáticas serían suficientes. En los Principios de filoso­
fía (1644) dijo:
Confieso francamente que, por lo que se refiere a las cosas corpó­
reas, no conozco más materia que [...] la que los geómetras llaman
cantidad y toman como objeto de sus demostraciones. Al tratar
sobre la cantidad, considero solamente las divisiones, las formas y
los movimientos, y no admito como verdadero más que lo que se
puede deducir de aquellas nociones comunes (cuya verdad no puede
ponerse en duda) con la misma evidencia que en una demostración
matemática. Y, puesto que de esta manera podemos explicar todos
los fenómenos de la naturaleza, ... no creo que debamos admitir
principios físicos adicionales o que tengamos derecho a buscar otros.
Descartes fue explícito en sus Principios sobre ej papel esencial
de las matemáticas en la ciencia. Dice que «ni admite ni espera
otros principios en física que no sean los de la geometría o
las matemáticas abstractas, porque, de esta forma, es posible
explicar todos los fenómenos de la naturaleza y dar demostra­
ciones seguras de ellos». El mundo objetivo es espacio solidi­
ficado o geometría encarnada. Sus propiedades deberían, en
consecuencia, ser deducibles de los primeros principios de la
geometría (término que él y otros de su época utilizaban como
prácticamente sinónimo de matemáticas, ya que el grueso de
las matemáticas estaba formado entonces por la geometría).
Descartes elaboró las razones por las que el mundo debe
ser accesible a las matemáticas. Insistía en que las propiedades
más fundamentales y fiables de la materia son la forma, la ex­
tensión y el movimiento en el espacio y en el tiempo, todas las
cuales se pueden describir matemáticamente. Puesto que la for­
ma se reduce a la extensión, Descartes afirmaba: «Dadme ex­
tensión y movimiento y construiré el mundo.» Añadía que todos
los fenómenos físicos son el resultado de la acción mecánica
de moléculas movidas mediante fuerzas. Pero las fuerzas obe­
decían, también, a leyes matemáticas invariables.
Puesto que Descartes consideraba el mundo externo como
algo consistente sólo de materia en movimiento, ¿cómo podía
explicar los sabores, los olores, los colores y las cualidades de
los sonidos? Descartes adoptaba aquí una doctrina griega más
antigua, la doctrina de Demócrito sobre las cualidades primarias
y secundarias. Las cualidades primarias, como la materia y el
movimiento, existen en el mundo físico; las secundarias, como
el gusto, el olor, el color, el calor y el carácter agradable o
desagradable de los sonidos, son sólo efectos que las cualidades
primarias inducen en los órganos sensoriales de los seres hu­
manos por el impacto de átomos externos sobre esos órganos.
El mundo real es la totalidad de los movimientos de los obje­
tos en el espacio y en el tiempo expresables matemáticamente,
y el universo entero es una máquina grande, armoniosa y di­
señada matemáticamente. La ciencia y, de hecho, cualquier dis­
ciplina que trate de establecer el orden y la medida, está sujeta
a las matemáticas. En la regla IV de sus Reglas para la direc­
ción de la mente decía:
Todas las ciencias que tienen como fin investigaciones concernientes
al orden y la medida están relacionadas con la matemática, siendo
de poca importancia que la medida sea buscada en los números,
las formas, las estrellas, los sonidos o cualquier otro objeto; y, de
acuerdo con esto, tiene que existir una ciencia general que explique
todo lo que se puede conocer acerca del orden y la medida, consi­
derada independientemente de cualquier aplicación a un objeto par­
ticular, y, efectivamente, esta ciencia tiene su propio nombre, con­
sagrado por un largo uso, a saber, la matemática [...] Y una demos­
tración de que la matemática supera con mucho en facilidad e im­
portancia a las ciencias que dependen de ella es que abarca, de una
vez, todos los objetos a las que aquéllas están dedicadas y, además,
muchos otros [...]
Las contribuciones de Descartes a las matemáticas propiamente
dichas no ofrecieron nuevas verdades, sino, más bien, una sóli­
da metodología que ahora llamamos geometría analítica (ca­
pítulo 5). Desde un punto de vista técnico, la geometría analítica
revolucionó la metodología matemática.
Las contribuciones de Descartes a la ciencia fueron también
importantes, aunque no de la magnitud y profunda significación
de los trabajos de Copérnico, Kepler o Newton. Su teoría de
los vórtices (capítulo 3) fue la teoría cosmológica dominante
en el siglo x v ii . Fue el fundador de la filosofía mecanicista,
es decir, la filosofía que afirma que todos los fenómenos natu­
rales, incluyendo el cuerpo humano, pero exceptuando el alma,
se reducen a movimientos de partículas que obedecen a las
leyes de la mecánica. En mecánica propiamente dicha, formuló
la ley de inercia, conocida ahora como la primera ley del mo­
vimiento de Newton: si ninguna fuerza actúa sobre un cuerpo
y el cuerpo está en reposo, seguirá estando en reposo, y si está
en movimiento continuará moviéndose en línea recta con velo­
cidad constante.
La óptica —en particular el diseño de lentes— constituyó
otros de sus intereses principales. Efectivamente, parte de su
Geometría y toda la Dióptrica, que escribió como apéndice al
Discurso, están dedicadas a la óptica. Comparte con Willebrord
Snell el descubrimiento de la ley correcta de la refracción de
la luz, esto es, la forma en que se comporta la luz cuando pasa
abruptamente de un medio a otro como, por ejemplo, del aire
al agua o a un cristal. Los griegos iniciaron la matematización
de la óptica, pero Descartes, con sus trabajos, estableció la dis­
ciplina como una ciencia matemática. También realizó impor­
tantes aportaciones a la geografía, la meteorología, la botánica,
la anatomía (en la disección de animales), la zoología, la psico­
logía e incluso la medicina.
Aunque las doctrinas científicas y filosóficas de Descartes
subvirtieron el aristotelismo y el escolasticismo medievales, fue
un escolástico en un aspecto fundamental: extrajo de su propia
mente proposiciones acerca de la naturaleza del ser y de la
realidad. Creía en verdades a priori y en que la inteligencia,
por sus propias fuerzas, podía llegar a un conocimiento per­
fecto de todas las cosas. Así, enunció leyes del movimiento
sobre la base de razonamientos a priori. (De hecho, en sus tra­
bajos biológicos y en algunos otros campos hizo experimentos
y extrajo conclusiones importantes de su experimentación.) Sin
embargo, al reducir los fenómenos naturales a hechos pura­
mente físicos, hizo mucho por liberar a la ciencia del misticis­
mo y de las fuerzas ocultas.
Aunque su filosofía no fue tan influyente, uno de los grandes
matemáticos del siglo xvn, Blas Pascal (1623-1662), se apresuró
a prestar su apoyo a la creencia de que las matemáticas y las
leyes matemáticas de la ciencia son verdades. A diferencia de
Descartes, que hablaba de intuiciones claramente aceptables
para la mente, Pascal hablaba de aceptabilidad para el corazón.
Las verdades deben atraer clara y distintamente al corazón o ser
consecuencia lógica de esas verdades. En sus Pensamientos nos
dice:
Nuestro conocimiento de los primeros principios, tales como el es­
pacio, el tiempo, el movimiento, el número, es tan cierto como cual­
quier conocimiento que podamos obtener mediante el razonamiento.
En realidad, este conocimiento proporcionado por nuestro corazón
y nuestro instinto es necesariamente la base sobre la que nuestro
razonamiento debe construir sus conclusiones. Es tan inútil y ab­
surdo para la razón exigir al corazón una demostración de los
primeros principios antes de consentir en aceptarlos como lo sería
para el corazón pedir una intuición de todas las proposiciones de­
mostradas por la razón antes de consentir en aceptarlas.
Para Pascal, la ciencia es el estudio del mundo de Dios. La
búsqueda de la ciencia por mero deleite es una equivocación.
Hacer del deleite el principal fin de la ciencia es corromper
la investigación, porque entonces se adquiere una especie de
«codicia o avaricia por saber, un apetito desordenado de cono­
cimiento». «Tal estudio de la ciencia brota de la consideración
del hombre como centro de todas las cosas, antes que del deseo
de buscar, entre todós los fenómenos que nos rodean, la pre­
sencia de Dios y su gloria.»
De entre los pensadores seminales que forjaron las matemá­
ticas y la ciencia modernas, Galileo Galilei (1564-1642) se coloca
junto a Descartes. Por supuesto, también él estaba seguro de
que la naturaleza obedecía a un plan matemático cuyo autor
era Dios. Su afirmación en El ensayador de 1610 es famosa:
La filosofía [la naturaleza] está escrita en ese gran libro que tene­
mos siempre delante de nuestros ojos —quiero decir el universo—,
pero no podemos entenderla si primero no aprendemos el lenguaje
y captamos los símbolos con los que está escrita. El libro está es­
crito en el lenguaje matemático y los símbolos son los triángulos,
los círculos y otras figuras sin cuya ayuda es imposible entender
una sola palabra sin la que caminamos errantes por un oscuro
laberinto.
La naturaleza es simple y ordenada, y su comportamiento es
regular y necesario. Actúa de acuerdo con leyes matemáticas
perfectas e inmutables. La razón divina es la fuente de todo lo
racional en la naturaleza. Dios puso en el mundo esa rigurosa
necesidad matemática que los hombres alcanzan sólo laborio­
samente, aun cuando su razón sea afín a la de Dios. El conoci­
miento matemático, por tanto, no sólo es una verdad absoluta,
sino tan sacrosanto como una línea de las Escrituras. Más aún,
el estudio de la naturaleza es tan devoto como el estudio de
la Biblia. «No se nos revela Dios menos admirablemente en las
obras de la naturaleza que en las sagradas palabras de las Es­
crituras.»
Galileo afirmó en su Diálogo sobre los grandes sistemas del
mundo (1632) que con las matemáticas el hombre alcanza el
pináculo de todo posible conocimiento, un conocimiento no in­
ferior al que posee la inteligencia divina. Por supuesto, la inte­
ligencia divina conoce y concibe un número infinitamente ma­
yor de verdades matemáticas que el hombre, pero por lo que
se refiere a la certeza objetiva, las pocas verdades conocidas
por la mente humana son conocidas tan perfectamente por el
hombre como por Dios.
Aunque Galileo fue profesor de matemáticas y matemático
cortesano, su principal contribución fueron las muchas innova­
ciones que aportó al método científico. De éstas, la más notable
fue su exhortación de abandonar la explicación física que Aris­
tóteles había considerado como la verdadera meta de la ciencia,
y buscar, en su lugar, la descripción matemática. La diferencia
entre estas dos metas es fácil de ilustrar. Un cuerpo lanzado
hacia arriba cae a la Tierra y de hecho cae con velocidad cre­
ciente. Aristóteles y los científicos medievales que seguían su
metodología trataban de explicar la causa de la caída, que pre­
sumiblemente era mecánica. En lugar de esto, Galileo no hizo
más que describir la caída con una ley matemática que, escrita
con notación moderna, es d = 16.t2, donde d es el número de
metros que el cuerpo cae en t segundos. Esta fórmula no dice
nada acerca de la razón por la que el cuerpo cae y parece ofre­
cer mucho menos que lo que uno desearía saber sobre el fenó­
meno. Pero Galileo estaba seguro de que el conocimiento de la
naturaleza que se debería buscar era descriptivo. En sus Dos
nuevas ciencias escribió: «La causa de la aceleración del movi­
miento de los cuerpos que caen no es parte necesaria de la
investigación.» Más generalmente, Galileo señaló que él iba a
investigar y a demostrar algunas de las propiedades del mo­
vimiento sin considerar cuáles podrían ser las causas. Los in­
terrogantes científicos positivos iban a ser separados de las
cuestiones de las causas últimas, y las especulaciones sobre las
causas físicas iban a ser abandonadas. Galileo podría muy bien
haber dicho a los científicos: lo vuestro no es razonar el porqué,
lo vuestro es cuantificar.
Es probable que incluso hoy las primeras reacciones a este
principio del programa de Galileo fueran negativas. Las des­
cripciones de los fenómenos mediante fórmulas no parecen ser
más que un primer paso. Podría parecer que habían sido los
aristotélicos quienes realmente habían comprendido la verdade­
ra función de la .ciencia: explicar por qué ocurren los fenóme­
nos. Incluso Descartes protestó por la decisión de Galileo de
buscar fórmulas descriptivas: «Todo lo que Galileo dice sobre
los cuerpos que caen en el vacío está construido sin fundamen­
to: debería haber determinado, en primer lugar, la naturaleza
del peso.» Además, decía Descartes, Galileo debería reflexionar
sobre las razones últimas. Pero ahora sabemos, a la luz de los
posteriores desarrollos científicos, que la decisión de Galileo de
tomar como meta la descripción fue la más profunda y fructí­
fera innovación que nadie haya hecho jamás en metodología
científica. Su importancia, que se hará completamente evidente
más tarde, estriba en que colocó a la ciencia, de forma mucho
más rotunda, bajo la égida de las matemáticas.
El siguiente principio de Galileo fue que todas las ramas
de la ciencia deberían ajustarse al modelo de las matemáticas.
Dos cuestiones esenciales están aquí implicadas. Las matemá­
ticas parten de axiomas, esto es, de verdades claras y evidentes.
De éstas se pasa, a través del razonamiento deductivo, a esta­
blecer nuevas verdades. De esta manera, una rama de la ciencia
debería partir de axiomas o principios y luego avanzar deduc­
tivamente. Además, se deberían sacar de los axiomas tantas con­
secuencias como fuera posible. Desde luego, este plan fue ya
anticipado por Aristóteles, quien también deseaba para la cien­
cia una estructura deductiva parecida al modelo matemático.
Sin embargo, Galileo se apartó completa y radicalmente de
los griegos, los científicos medievales y Descartes en el método
para obtener los primeros principios. Los pregalileanos y Des­
cartes creían que la mente aporta los principios básicos. Según
ellos, la mente no tenía más que pensar en una clase de fenó­
menos para reconocer inmediatamente las verdades fundamen­
tales. Esta capacidad de la mente se evidenciaba claramente en
las matemáticas. Axiomas tales como que iguales añadidos a
iguales dan iguales y que dos puntos determinan una línea
recta venían inmediatamente a la mente al pensar en números
o figuras geométricas y eran verdades indubitables. De la mis­
ma forma encontraron también los griegos principios físicos
igualmente básicos. Que todos los objetos del universo deberían
tener un lugar natural les parecía evidente. El estado de reposo
parecía claramente más natural que el de movimiento. Parecía
indudable, también, que poner o mantener un cuerpo en movi­
miento requería la aplicación de una fuerza. La creencia de
que la mente aporta principios fundamentales no quería decir
que la observación no pudiera ayudarnos a alcanzar esos prin­
cipios. Pero la observación evoca únicamente los principios co­
rrectos, de la misma forma que la contemplación de un rostro
familiar puede traer a la mente hechos relativos a esa persona.
Aquellos sabios, como decía Galileo, decidían primero cómo
debería funcionar el mundo de acuerdo con sus principios pre­
concebidos. Galileo decidió que en física, al contrario que en
matemáticas, los primeros principios deben proceder de la ex­
periencia y la experimentación. La forma de obtener principios
básicos y correctos es prestar más atención a lo que la natu­
raleza dice que a lo que la mente prefiere. Galileo criticó abier­
tamente a los científicos y filósofos que sólo aceptaban las
leyes que se ajustaban a sus ideas preconcebidas sobre cómo
debía comportarse la naturaleza. La naturaleza, decía, no hizo
primero el cerebro del hombre y luego dispuso el mundo de
tal manera pue fuera aceptable para la inteligencia humana.
A los pensadores que no hacían más que repetir a Aristóteles
y discutir lo que éste quiso decir, Galileo les criticaba diciendo
que el conocimiento viene de la observación y no de los libros.
Era inútil discutir acerca de Aristóteles. A quienes lo hacían
les llamó científicos de papel que suponían que la ciencia tenía
que ser estudiada como la Eneida o la Odisea o mediante el
cotejo de textos. «Cuando disponemos del decreto de la natu­
raleza, la autoridad no sirve de nada.»
Por supuesto, algunos pensadores renacentistas y el contem­
poráneo de Galileo Francis Bacon habían llegado también a la
conclusión de que la experimentación era necesaria. En este
apartado particular de su nuevo método, Galileo no estaba a
la cabeza de todos los demás. Con todo, el modernista Descar­
tes no consideraba prudente la confianza de Galileo en la expe­
rimentación. Los hechos de los sentidos, decía Descartes, sólo
pueden conducirnos a engaño. La razón penetra en tales enga­
ños. Partiendo de principios generales innatos aportados por la
mente podemos deducir fenómenos particulares de la natura­
leza y entenderlos. De hecho, como hemos dicho anteriormente,
en gran parte de su trabajo científico, Descartes hizo experimen­
tos y exigió que la teoría se ajustara a los hechos, pero en su
filosofía estaba todavía atado a las verdades de la mente.
Unos pocos físicos matemáticos estuvieron de acuerdo con
Galileo en que la razón por sí sola no podía asegurar unos prin­
cipios físicos correctos. De hecho, Christian Huygens criticó a
Descartes. Los físicos ingleses atacaron también el racionalismo
puro. Robert Hooke (1635-1703) decía que los miembros de la
Royal Society of London «teniendo ante sus ojos tantos ejem­
plos fatales de errores y falsedades en los que la mayor parte
de la humanidad había incurrido por confiar en la sola fuerza
de la razón humana, han comenzado ahora a corregir todas las
hipótesis usando los sentidos».
Desde luego, Galileo se dio cuenta de que se puede obtener
un principio incorrecto a partir de la experimentación y de que,
en consecuencia, las deducciones que de él se hicieran podrían
ser incorrectas. De aquí que propusiera y presumiblemente hi­
ciera experimentos para comprobar las conclusiones de sus ra­
zonamientos, y no sólo para adquirir principios básicos. Sin
embargo, es discutible hasta qué punto experimentó Galileo.
Algunos de sus presuntos experimentos son llamados a veces
Gedanken (experimentos mentales en alemán), esto es, imagina­
ba lo que debía ocurrir en caso de que se experimentara. Sin
embargo, su doctrina de que los principios físicos deben ba­
sarse en la experiencia y en los experimentos es revolucionaria
y crucial. El propio Galileo no tenía la menor duda que algu­
nos de los principios verdaderos que Dios utilizó para crear
el universo podrían también ser alcanzados por la mente. Pero
al abrir la puerta a la experimentación permitió que el demonio
de la duda se deslizara dentro. Si los principios básicos de la
ciencia deben provenir de la experiencia, ¿por qué no los axio­
mas de las matemáticas? Esta cuestión, no perturbó a Galileo
ni a sus sucesores hasta el año 1800. Las matemáticas gozaban
todavía de una posición privilegiada.
Galileo se concentró en su obra científica sobre la materia
y el movimiento. Reconoció, clara e independientemente de
Descartes, el principio de inercia, hoy conocido como primera
ley del movimiento de Newton. Consiguió también descubrir las
leyes del movimiento de los cuerpos que se lanzan verticalmente
hacia arriba y caen, de los cuerpos que se deslizan por planos
inclinados y de los proyectiles. Demostró que el movimiento
de estos últimos era parabólico. En suma, descubrió las leyes
del movimiento de los objetos terrestres. Aunque, como en toda
innovación importante, se puedan encontrar precursores, nadie
fue tan claro como Galileo en lo relativo a los conceptos y prin­
cipios que debían guiar a la investigación científica, y nadie
demostró su aplicación de una manera tan simple y efectiva.
La filosofía y la metodología de la ciencia de Galileo, radi­
calmente innovadora para su época, prepararon el camino a las
investigaciones de Isaac Newton, el cual nació el mismo año
que murió Galileo.
3. LA MATEMATIZACIÓN DE LAS CIENCIAS

En cualquier teoría particular sólo hay de cien­


cia real lo que haya de matemáticas.
IM MANUEL KANT

Si la convicción de que las leyes matemáticas de la ciencia eran


verdades incorporadas por Dios a su plan del universo necesi­
taba de algún refuerzo, éste iba a ser proporcionado por sir
Isaac Newton (1642-1727). Aunque Newton fue profesor de ma­
temáticas en la universidad de Cambridge y destaca como uno
de los grandes matemáticos, destaca aún más como físico. Su
obra inauguró una nueva era y una nueva metodología de la
ciencia con la que el papel de las matemáticas se hizo más
amplio y profundo.
Los trabajos de Copérnico, Kepler, Descartes, Galileo y Pas­
cal demostraron, de manera efectiva, que algunos fenómenos
de la naturaleza acontecían de acuerdo con leyes matemáticas,
y todos ellos estaban convencidos no sólo de que Dios había
diseñado el universo, sino de que el pensamiento matemático
de los hombres estaba de acuerdo con el diseño divino. Sin
embargo, la filosofía o la metodología de la ciencia predomi­
nante a lo largo del siglo xvn fue concebida y formulada por
Descartes. Efectivamente, Descartes dijo que toda la física se
reduce a geometría, palabra que él y otros utilizaban a menudo
como sinónimo de matemáticas. Pero la metodología de Des­
cartes, adoptada por la mayor parte de los prenewtonianos, es­
pecialmente Huygens, proponía una función adicional a la cien­
cia, a saber, la de proporcionar una explicación física del porqué
de los fenómenos" naturales.
Los griegos, y especialmente Aristóteles, habían tratado tam­
bién de explicar en términos físicos el comportamiento de los
fenómenos naturales, siendo su teoría principal que toda la ma­
teria estaba compuesta por cuatro elementos, tierra, aire, fuego
y agua, y que estos elementos poseían una o más cualidades,
pesadez, ligereza, sequedad y humedad. Estas cualidades expli­
caban por qué la materia se comportaba en la forma en que
aparentemente lo hacía: el fuego se eleva porque es ligero mien­
tras que la materia terrosa cae porque posee la cualidad de la
pesadez. A estas cualidades los estudiosos medievales añadían
muchas otras, tales como la simpatía, que explicaba la atrac­
ción de un cuerpo hacia otro, por ejemplo la del hierro hacia
el imán, y la antipatía, para explicar la repulsión de un cuerpo
por otro.
Descartes, por el contrario, descartó todas estas cualidades
e insistió en que todos los fenómenos físicos podían ser expli­
cados con los conceptos de materia y movimiento. El atributo
esencial de la materia era la extensión y ésta era medible y,
por tanto, reducible a matemáticas. Además, no podía haber
extensión sin materia. Por consiguiente, el vacío era imposible.
El espacio estaba lleno de materia. Por otro lado, la materia
actuaba sobre la materia solamente por contacto directo. Sin
embargo, la materia estaba compuesta de pequeñas partículas
invisibles que diferían en tamaño, forma y otras propiedades.
Dado que esas partículas eran demasiado pequeñas para ser
visibles, se hacía necesario proponer hipótesis sobre su com­
portamiento para poder explicar los fenómenos más amplios
que el hombre pudiera observar. Desde este punto de vista, todo
el espacio estaba lleno de partículas formando grandes torbe­
llinos que barrían las grandes acumulaciones de materia como
los planetas y el Sol. Esta es la esencia de la teoría de los
vórtices de Descartes.
Descartes fue el fundador de la teoría mecanicista, siendo
seguido en este aspecto por el filósofo y sacerdote francés Pierre
Gassendi (1592-1655), el filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679)
y por el matemático y físico holandés Christian Huygens (1629-
1695). Así, Huygens, en su Tratado sobre la luz (1690), expli­
caba varios fenómenos luminosos partiendo del supuesto de
que el espacio estaba lleno de partículas de éter que se trans­
mitían el movimiento de la luz de una a otra. De hecho, el sub­
título de su libro dice: «En el cual se explican las causas de
lo que acontece en la reflexión y en la refracción.» En su intro­
ducción, Huygens decía que en la verdadera filosofía «se con­
ciben las causas de todos los efectos naturales en función del
movimiento mecánico. En mi opinión, es necesario hacerlo así
o, de lo contrario, renunciar para siempre a cualquier esperanza
de comprender algo en física». Había un aspecto en el que Gas­
sendi difería: él creía que los átomos se movían en el vacío.
Los hipótesis físicas acerca de cómo actuaban las diminutas
partículas explicaban, al menos a grandes rasgos, el comporta­
miento de la naturaleza. Pero se trataba de creaciones de la
mente. Además, las hipótesis físicas de Descartes y sus seguido­
res eran cualitativas. Podían explicar, pero al ser cualitativas,
no podían predecir con precisión lo que la experimentación y
la observación revelarían. Leibniz llamó a esta colección de hi­
pótesis físicas bella novela.
Galileo inauguró una contrafilosofía de la ciencia. La cien­
cia debe buscar la descripción matemática en lugar de la expli­
cación física. Además, los principios básicos deben ser obtenidos
de los experimentos y de la inducción a base de experimentos.
De acuerdo con esta filosofía, Newton, influido también por su
maestro Isaac Barrow, cambió el curso de la ciencia al adoptar
premisas matemáticas en lugar de hipótesis físicas y pudo, en
consecuencia, realizar predicciones con la certeza que Bacon
había pedido. Por otra parte, las premisas eran inferidas de
experimentos y observaciones.
Galileo se anticipó a Newton en el estudio de la caída de
los cuerpos y de la trayectoria de un proyectil. Newton abordó
un problema mucho más amplio, que ocupaba un lugar domi­
nante en la mente de todos los científicos hacia 1650. ¿Se podía
establecer una conexión entre las leyes de Galileo del movimien­
to de los cuerpos terrestres y las leyes de Kepler del movimiento
de los cuerpos celestes? La idea de que todos los fenómenos del
movimiento se siguieran de un solo conjunto de principios po­
día parecer grandiosa y desmesurada, pero era muy natural para
los religiosos matemáticos del siglo xvn. Dios había diseñado
el universo y era de esperar que todos los fenómenos de la
naturaleza siguieran un solo plan maestro. Una mente que di­
señara un universo emplearía, casi necesariamente, un solo con­
junto de principios básicos para gobernar fenómenos afines.
A los matemáticos y científicos del siglo xvn, comprometidos
en la búsqueda del plan divino de la naturaleza, les parecía
muy razonable buscar la unidad subyacente a los diversos mo­
vimientos terrestres y celestes.
En el curso de la ejecución de su programa de descubrir
leyes universales del movimiento, Newton realizó muchas con­
tribuciones al álgebra, la geometría y, sobre todo, al cálculo
(capítulo 6). Pero estas contribuciones eran meras ayudas para
lograr sus metas científicas. De hecho, consideraba las mate­
máticas propiamente dichas como algo seco y árido y como una
mera herramienta para expresar las leyes naturales. Se con­
centró en hallar los principios científicos que le condujeran a
una teoría unificadora de los movimientos terrestres y celestes.
Afortunadamente, como dijo Denis Diderot, la naturaleza admi­
tió a Newton en su intimidad.
Newton estaba, desde luego, familiarizado con los principios
establecidos por Galileo. Pero estos principios no eran lo sufi­
cientemente amplios. Era evidente, a partir de la primera ley
del movimiento, que alguna fuerza debía actuar sobre los pla­
netas empujándolos hacia el Sol porque, de no ser así, cada
planeta se movería en línea recta. La idea de una fuerza que
impulsara constantemente a los planetas hacia el Sol se les
había ocurrido a muchos hombres, incluso antes de que Newton
comenzara su trabajo, entre ellos a Copérnico, Kepler, el famoso
físico experimental Robert Hooke, el físico y renombrado arqui­
tecto Christopher Wren, Edmund Halley y otros. También se
había conjeturado que esta fuerza debía ser más débil cuando
se ejercía sobre un planeta distante que cuando se ejercía so­
bre uno cercano, y que debía decrecer en la medida en que
crecía el cuadrado de la distancia entre el Sol y el planeta en
cuestión. Pero, antes de los trabajos de Newton, ninguna de
esas ideas sobre la fuerza de la gravitación había ido más allá
de una simple especulación.
Newton adoptó la conjetura, ya hecha por sus contemporá­
neos, de que la fuerza de atracción, F, entre dos cuerpos cua­
lesquiera de masas m y M, respectivamente, separados por una
distancia r, está dada por la fórmula
mM
F = G --------
r2
En esta fórmula, G es constante, esto es, el mismo número
para cualquier valor que puedan tomar m, M y r. El valor de
esta constante depende de las unidades en que estén dadas
la masa, la fuerza y la distancia. Newton generalizó también las
leyes del movimiento terrestre de Galileo, que se conocen ahora
como las tres leyes del movimiento de Newton. La primera es
la ley que Descartes y Galileo habían ya enunciado: cuando
no hay ninguna fuerza que actúe sobre un cuerpo, si el cuerpo
está en reposo permanecerá en reposo y si está en movimiento
se seguirá moviendo en línea recta a velocidad constante. La
segunda afirma que si una fuerza actúa sobre un cuerpo de
masa m, esta fuerza proporcionará al cuerpo una aceleración;
además, la fuerza será igual al producto de la masa por la ace­
leración. En símbolos, F = ma. La tercera ley afirma que si
un cuerpo A ejerce una fuerza F sobre un cuerpo B, enton­
ces B ejerce una fuerza sobre A que es igual en magnitud y
dirección a la fuerza F, pero de sentido contrario. De estas
tres leyes y de la ley de gravitación dedujo fácilmente Newton
el comportamiento de los cuerpos terrestres.
En cuanto a los movimientos celestes, el triunfo verdadera­
mente grande de Newton fue su demostración de que las tres
leyes keplerianas, que Kepler había descubierto después de años
de observaciones y tanteos, eran también consecuencia de la
ley de gravitación y de las tres leyes del movimiento. Así pues,
se demostró que las leyes del movimiento planetario, que antes
de los trabajos de Newton parecían no tener relación con las
del movimiento terrestre, seguían los mismos principios básicos
que las leyes del movimiento terrestre. En este sentido, Newton
«explicó» las leyes del movimiento planetario. Más aún, puesto
que las leyes keplerianas estaban de acuerdo con las observa­
ciones, su derivación a partir de la ley de gravitación universal
constituyó una soberbia evidencia de la corrección de esa ley.
Las pocas deducciones a partir de las leyes del movimiento
y de la ley de gravitación que acabamos de describir no son
más que una muestra de lo que Newton fue capaz de lograr.
Aplicó la ley de gravitación para explicar un fenómeno que
hasta entonces no había sido comprendido, a saber las mareas
oceánicas. Estas se debían a las fuerzas gravitacionales ejerci­
das por la Luna, y en menor medida por el Sol, sobre grandes
masas de agua. A partir de los datos recogidos sobre las mareas
lunares, esto es las mareas debidas a la Luna, Newton calculó
la masa de la Luna. Newton y Christian Huygens calcularon la
protuberancia de la Tierra alrededor del ecuador. Newton y
otros mostraron también que las trayectorias de los cometas
se ajustan a la ley de gravitación. A partir de entonces, los
cometas fueron reconocidos como miembros de pleno derecho
de nuestro sistema solar y dejaron de ser vistos como hechos
accidentales o como visitas de Dios destinadas a sembrar la
destrucción. Newton mostró después que la atracción de la
Luna y el Sol sobre la protuberancia ecuatorial de la Tierra
es la causa de que el eje de rotación de la Tierra describa un
cono en un período de 26 000 años en lugar de apuntar siempre
a la misma estrella del cielo. Este cambio periódico en la direc­
ción del eje de la Tierra provoca un ligero cambio cada año
en la entrada de la primavera y el otoño, hecho que ya había
sido observado por Hiparco mil ochocientos años antes. Newton
explicó así la precesión de los equinoccios.
Finalmente, Newton, utilizando métodos aproximativos, re­
solvió algunos problemas relativos al movimiento de la Luna.
Por ejemplo, el plano en el que se mueve la Luna está un tanto
inclinado con respecto al plano de movimiento de la Tierra.
Newton demostró que este fenómeno se debe a la interacción
entre el Sol, la Luna y la Tierra por la ley de gravitación.
Newton y sus sucesores inmediatos dedujeron tantas y tan im­
portantes consecuencias acerca de los movimientos de los pla­
netas, los cometas, la Luna y los mares que sus trabajos fueron
considerados durante los siguientes doscientos años como la
«explicación del sistema del mundo».
En todo este trabajo, Newton adoptó el propósito de Galileo
de buscar una descripción matemática en lugar de una explica­
ción física. Newton no sólo unificó un gran número de resulta­
dos teóricos y experimentales de Kepler, Galileo y Huygens,
sino que colocó la descripción matemática y la deducción en el
centro de todas las exposiciones y predicciones científicas. En
el prólogo a su obra principal, adecuadamente titulada Princi­
pios matemáticos de filosofía natural (1687), decía:
Puesto que los antiguos (como nos ha informado Pappus) estimaban
la ciencia de la mecánica como de la mayor importancia en la in­
vestigación de las cosas naturales, y los modernos, desestimando
formas sustanciales y cualidades ocultas, se han esforzado por some­
ter los fenómenos de la naturaleza a las leyes de las matemáticas,
en este tratado he cultivado las matemáticas en la medida en que
están relacionadas con la filosofía [ciencia], [...]y, en consecuencia,
ofrezco este trabajo como los principios matemáticos de la filoso­
fía, puesto que todo el peso de la filosofía parece consistir en esto:
a partir de los fenómenos de los movimientos, investigar las fuerzas
de la naturaleza, y luego, a partir de estas fuerzas, investigar los
demás fenómenos; y a este fin están dirigidas las proposiciones
generales del primer libro y del segundo [...] Después, a partir de
esas fuerzas, mediante otras proposiciones que también son mate­
máticas, deduzco los movimientos de los planetas, los cometas, la
Luna y el mar.
Claramente, las matemáticas iban a desempeñar el principal
papel.
Newton tenía buenas razones para hacer hincapié en la im­
portancia de las leyes cuantitativas matemáticas en contraposi­
ción a las explicaciones físicas, puesto que el concepto físico
central de su mecánica celeste era la fuerza de gravitación y
la acción de esta fuerza no podía ser explicada en términos
físicos. El concepto de una fuerza gravitatoria que atraía entre
sí a dos masas, aun cuando estuvieran separadas por miles de
millones de kilómetros de espacio vacío, parecía tan increíble
como muchas de las cualidades que los eruditos aristotélicos y
medievales habían inventado para explicar los fenómenos cien­
tíficos. El concepto de gravitación era especialmente repugnante
para los contemporáneos de Newton, que insistían en las expli­
caciones mecánicas y consideraban la fuerza como el efecto de
un contacto entre dos cuerpos por el que uno de ellos «empu­
ja» al otro. El abandono del mecanicismo físico en favor de la
descripción matemática escandalizaba incluso a los grandes
científicos. Huygens tenía por absurda la idea de gravitación,
ya que su acción a través del espacio vacío excluía cualquier
tipo de mecanismo. También expresó su sorpresa por el hecho
de que Newton se tomara la molestia de hacer tan gran número
de laboriosos cálculos, sin más fundamento que el principio
matemático de gravitación. Muchos otros, incluido Leibniz, pu­
sieron objeciones a la exposición puramente matemática de la
gravitación. Leibniz comenzó sus críticas en 1690, después de
haber leído los Principios de Newton, y las mantuvo hasta su
muerte. Voltaire, a su regreso del funeral de Newton en 1727,
dijo que había dejado un vacío en Londres y había encontrado
un pleno (espacio lleno de materia) en Francia, en donde la filo­
sofía de Descartes dominaba todavía. Los intentos de explicar
la «acción a distancia» persistieron hasta 1900.
Pero las asombrosas contribuciones de Newton a la ciencia
fueron posibles por su confianza en la descripción matemática,
incluso allí donde se carecía de todo tipo de interpretación fí­
sica. Newton dio, en lugar de una explicación física, una for­
mulación cuantitativa de cómo actuaba la gravitación que re­
sultó importante y útil. Y es por eso por lo que dice al co­
mienzo de los Principia: «Aquí sólo pretendo dar una noción
matemática de esas fuerzas, sin considerar sus causas y funda­
mentos físicos.» Y hacia el final del libro repite esta misma
idea:
Pero nuestro propósito es solamente averiguar la cantidad y las
propiedades de esta fuerza a partir de los fenómenos, y utilizar
lo que descubrimos en algunos de los casos más simples como prin­
cipios por los cuales, y con procedimientos matemáticos, podamos
estimar los efectos de esa fuerza en muchos otros casos [...] De­
cimos con procedimientos matemáticos (la cursiva es de Newton)
para evitar todas las cuestiones acerca de la naturaleza o la calidad
de esa fuerza, que ninguna hipótesis nos permitiría determinar [...]
En su carta del 25 de febrero de 1692 al reverendo doctor
Richard Bentley, escribía Newton:
Que la gravedad sea innata, inherente y esencial a la materia, de
modo que un cuerpo pueda actuar sobre otro a distancia, a través
de un vacío, sin mediación de ninguna otra cosa, mediante el cual
la acción y la fuerza puedan ser transmitidas del uno al otro es
para mí un absurdo tan grande que no creo que ningún hombre
con una facultad competente de pensamiento en materias filosóficas
pueda caer en él. La gravedad debe ser causada por un agente que
actúe constantemente, de acuerdo con ciertas leyes; ahora bien,
que ese agente sea material e inmaterial es algo que dejo a la con­
sideración de mis lectores.
A pesar de los éxitos matemáticos de Newton, la ausencia de
un mecanismo físico continuaba molestando a los científicos,
aunque sus esfuerzos por dar con él resultaron infructuosos.
El obispo George Berkeley, en su diálogo Alcifrón (1732), seña­
laba lo siguiente:
E u f r a n o r : [...] Te suplico, Alcifrón, que no te distraigas con los
términos: deja a un lado la palabra fuerza y aparta
cualquier otra cosa de tus pensamientos, y luego repara
en la idea precisa que tienes de fuerza.
A l c if r ó n : Fuerza es lo que produce en los cuerpos movimiento
y otros efectos sensibles.
E u f r a n o r : ¿ S e tr a ta e n t o n c e s d e a lg o d is t in to d e lo s e f e c t o s ?
A l c if r ó n : A s í e s .
E u f r a n o r : Te ruego entonces que excluyas la consideración de su
objeto y sus efectos, y contemples la fuerza en sí, en
su propia y precisa idea.
A l c if r ó n : Confieso que no lo encuentro asunto fácil.
Pues podemos suponer que de esto, replicó Eufranor, de lo que ni
tú ni yo, según parece, podemos hacernos una idea, según tu propia
observación acerca de que las inteligencias y las facultades de los
hombres están hechas de manera muy similar, no tendrán los de­
más más idea que nosotros.
Newton esperaba que la naturaleza de la fuerza de la gravedad
fuera investigada y conocida. Contrariamente a las esperanzas
de Newton y a la creencia popular, nadie ha explicado jamás
cómo actúa la gravedad; la realidad física de esta fuerza no
ha sido nunca demostrada. Es una ficción científica sugerida
por la capacidad humana para ejercer una fuerza. Sin embargo,
las deducciones matemáticas a partir de la ley cuantitativa re­
sultaron tan eficaces que esta aproximación ha sido aceptada
como parte integrante de las ciencias físicas. Lo que la ciencia
ha hecho, por consiguiente, ha sido sacrificar la inteligibilidad
física a la descripción y a la predicción matemáticas.
El trabajo del siglo xvn ha sido resumido a menudo con la
afirmación de que los físicos matemáticos construyeron una
imagen mecánica del mundo, de un mundo que funcionaba
como una máquina. Por supuesto, la física de Aristóteles y de
los científicos medievales era también mecánica, si se entiende
por mecánica una exposición que describe el movimiento por
fuerzas tales como la pesadez, la ligereza, la simpatía y otras
anteriormente mencionadas, que actúan sobre partículas y sobre
cuerpos extensos. Sin embargo, los hombres del siglo xvn, los
cartesianos particularmente, descartaron la multiplicidad de
cualidades que sus predecesores habían tomado como hipótesis
para explicar el movimiento, restringiendo la fuerza a lo ma­
terial y lo obvio: el peso y la fuerza requeridos para lanzar
un objeto. Podríamos llamar física materialista a esta física pre-
newtoniana. Las matemáticas podían describir, pero no eran
fundamentales.
La diferencia esencial, por tanto, entre la mecánica newto-
niana y la vieja mecánica no era la introducción de las mate­
máticas para describir el comportamierito de los cuerpos. Las
matemáticas no eran solamente una ayuda para la física, en el
sentido de aportar un lenguaje cómodo, más breve, claro y ge­
neral; de alguna manera, las matemáticas proporcionaban los
conceptos fundamentales. La fuerza de gravitación es meramen­
te un nombre para un símbolo matemático. Igualmente, en la
segunda ley del movimiento de Newton (F = ma, la fuerza igua­
la a tantas veces la masa como indica la aceleración), fuerza
es algo que da aceleración a la masa. La naturaleza de la fuer­
za misma puede ser físicamente desconocida. Así, Newton ha­
blaba y usaba de las fuerzas centrípetas y centrífugas aunque
el mecanismo de tales fuerzas fuera desconocido.
Incluso la noción de masa es una ficción en la mecánica
newtoniana. Naturalmente, la masa es materia y la materia es
real como «demostró» Samuel Johnson dándole una patada a
una piedra. Pero para Newton la propiedad primaria de la masa
es la inercia, cuyo significado está expresado en la primera ley
del movimiento de Newton, a saber, que cuando no hay ninguna
fuerza que actúe sobre una masa, si la masa está en reposo
seguirá en reposo, y si está en movimiento se seguirá moviendo
en línea recta a velocidad constante. ¿Por qué una línea recta?
¿Por qué no un círculo? De hecho, Galileo creía que el movi­
miento inercial es circular. Y ¿por qué debería moverse a ve­
locidad constante? ¿Por qué, si no actúa ninguna fuerza, no
permanece siempre la masa en reposo o se mueve con acelera­
ción constante? La propiedad de la inercia es un concepto fie-
ticio y no un hecho experimental. Ninguna masa está absoluta­
mente libre de fuerzas. El único elemento de realidad física en
las leyes del movimiento de Newton es la aceleración: podemos
observar y medir la aceleración de los objetos.
Aun habiendo abandonado de mala gana las explicaciones
físicas, Newton refundió el cuerpo completo de las ciencias fí­
sicas del siglo xvii empleando conceptos matemáticos, una for­
mulación cuantitativa de éstos y deducciones matemáticas de
las fórmulas resultantesl. La obra suprema de Newton ofreció
a la humanidad un nuevo orden en el mundo, un universo
controlado mediante un conjunto común de principios físicos
expresables sólo matemáticamente. Se trataba de un esquema
majestuoso que abarcaba la caída de una piedra, las mareas
de los océanos, los movimientos de los planetas y de sus lunas,
las desafiantes trayectorias de los cometas y el brillante y ma­
jestuoso movimiento de la esfera de estrellas. El esquema new-
toniano fue decisivo para convencer al mundo de que la natu­
raleza obedecía a un plan matemático y de que las verdaderas
leyes de la naturaleza eran matemáticas. Los Principia son un
epitafio a la explicación física. Laplace dijo una vez que New­
ton era el hombre más afortunado porque había un solo uni­
verso y él había logrado encontrar sus leyes.
A lo largo del siglo xviii los matemáticos, que eran también
los principales científicos, prosiguieron el plan de Newton. La
Mecánica analítica de Lagrange, de 1788, se puede considerar
como el primer ejemplo del enfoque matemático de Newton.
En este libro, la mecánica era tratada de una forma enteramen­
te matemática. Había muy pocas referencias a los procesos fí­
sicos. De hecho, Lagrange se jactaba de no haber tenido nece­
sidad de ellos ni de diagramas geométricos. Para abordar las
nuevas ramas de la física —la hidrodinámica, la elasticidad, la
electricidad y el magnetismo— se adoptó el método aplicado
por Newton a la mecánica y la astronomía. Los procedimientos
matemáticos y cuantitativos se convirtieron en la esencia de
la ciencia, y la verdad pasó a residir, con la mayor seguridad,
en las matemáticas.
El rebelde siglo xvii había encontrado un mundo cualitativo
cuyo estudio recibía ayuda de la descripción matemática. Y le­
gaba a la posteridad un mundo cuantitativo y matemático que
sustituía la concreción del mundo físico por fórmulas mate­
máticas. Era el comienzo de la matematización de la naturaleza
1 Las explicaciones físicas que Newton dio en su Optica no eran ade­
cuadas para explicar en su conjunto el comportamiento de la luz.
que se ha desarrollado hasta nuestros días. Cuando sir James
Jeans decía en The mysterious universe (1930) que «el Gran
Arquitecto del universo comienza a mostrarse ahora como un
matemático puro», llevaba al menos dos siglos de retraso con
respecto a su época.
Aunque, como ya hemos observado, el propio Newton no se
sentía cómodo confiando solamente en fórmulas matemáticas
no respaldadas por explicaciones físicas, no sólo defendía sus
principios matemáticos de filosofía natural, sino que conside­
raba que verdaderamente daban cuenta de los fenómenos que
él describía. ¿De dónde le venía esta convicción? La respuesta
es que Newton, como todos los matemáticos y científicos de
su época, creía que Dios había diseñado el mundo de acuerdo
con unos principios matemáticos. Es sumamente elocuente a
este respecto la formulación de Newton en su Optica (1704) de
los argumentos clásicos en favor de la existencia de Dios como
hacedor del universo:
La tarea principal de la filosofía natural consiste en ofrecer argu­
mentos a partir de los fenómenos sin orientar hipótesis, y en dedu­
cir causas de efectos, hasta llegar al verdadero principio que, cier­
tamente, no es mecánico [...] ¿Qué hay en los lugares casi vacíos
de materia y cómo es que el Sol y los planetas gravitan los unos
hacia los otros sin materia densa entre ellos? ¿Cómo es que la na­
turaleza no hace nada en vano; y de dónde surge todo el orden y
belleza que vemos en el mundo? ¿Para qué los cometas, y cómo es
que los planetas recorren siempre el mismo camino en órbitas con­
céntricas, y qué impide a las estrellas fijas caer las unas sobre las
otras? ¿Cómo pudieron ser ideados los cuerpos de los animales con
tanto arte y con qué fines fueron hechas sus diversas partes? ¿Fue
ideado el ojo sin saber de óptica, o el oído sin entender de sonidos?
¿Cómo siguen los movimientos del cuerpo los deseos y de dónde
viene el instinto de los animales? [...] Y habiendo examinado debi­
damente estas coisas, ¿no se deduce de estos fenómenos que existe
un ser incorpóreo, viviente, inteligente, omnipresente, que, en el
espacio infinito, ve las cosas íntimamente y las percibe profunda­
mente y las comprende absolutamente por su presencia inmediata
ante él?
En la tercera edición de sus Principios matemáticos de filosofía
natural Newton contesta a sus propias preguntas:
Este bellísimo sistema del Sol, los planetas y los cometas sólo po­
dría proceder del cuidado y dominio de un Ser inteligente y pode­
roso [...] Este Ser gobierna todas las cosas, no como el Alma del
mundo, sino como Señor de todo [...]
Newton estaba también convencido de que Dios era un experi­
mentado físico y matemático. El 10 de diciembre de 1692 decía
en una carta al reverendo Richard Bentley:
Por consiguiente, para hacer este sistema [solar] con todos sus mo­
vimientos, hizo falta una causa que conociera y comparara las can­
tidades de materia que hay en los diversos cuerpos del Sol y los
planetas, y las fuerzas gravitatorias que de ellas resultan; las dis­
tintas distancias de los planetas primarios al Sol, y de los secun­
darios [es decir, las lunas] a Saturno, Júpiter y la Tierra; y las
velocidades con las que esos planetas podrían girar alrededor de
esas cantidades de materia de los cuerpos centrales; y la compara­
ción y el ajuste de todas esas cosas juntas en tan gran variedad
de cuerpos demuestran que la causa no es ciega ni fortuita, sino
muy experta en mecánica y geometría.
La ciencia debía descubrir los gloriosos designios de Dios.
Newton comenzaba la última carta a Bentley con este pensa­
miento: «Cuando escribí mi tratado sobre nuestro sistema
[Principios matemáticos de filosofía natural], tenía puesta la
esperanza en que tales principios ayudaran a los hombres a
creer en Dios; y nada me regocija más que encontrarlos útiles
para esos propósitos.» Hay muchas otras cartas de este tipo
en la correspondencia de Newton.
Los intereses religiosos de Newton eran la verdadera moti­
vación de sus trabajos científicos y matemáticos. Creía, en pri­
mer lugar, que las doctrinas del cristianismo eran una revela­
ción de Dios. Dios era la causa de todas las fuerzas naturales
y de todo lo que existe y acontece. En todos los fenómenos
están presentes la intención, la guía y el control divinos. New­
ton hizo estudios críticos e interpretaciones de escritos religio­
sos desde su primera juventud, y en la última parte de su vida
se dedicó completamente a la teología. Se han conservado su
libro Observaciones sobre las profecías de Daniel y el Apoca­
lipsis de San Juan (publicado en 1733) y Cronología de los anti­
guos reinos (inédito), así como los cientos de manuscritos en
los que trataba de fijar la cronología de los sucesos bíblicos.
La ciencia era una forma de culto, aunque el trabajo científico
propiamente dicho debía mantenerse al margen de fuerzas mís­
ticas o sobrenaturales. El propio Newton se alegraba de que
su trabajo revelara la mano de un Dios omnipotente. Conside­
raba que el reforzamiento de los fundamentos de Ja religión
eran mucho más importantes que los logros científicos y ma­
temáticos, ya que estos últimos se reducían a mostrar el di­
seño divino del mundo natural. A menudo justificaba el pesado
y a veces aburrido trabajo científico porque le parecía que
apoyaba la religión al aportar pruebas del orden de Dios en el
universo. La dedicación a la ciencia era una obra tan piadosa
como el estudio de las Escrituras. La sabiduría de Dios podía
ser puesta de manifiesto descubriendo la estructura del univer­
so. Dios era también la causa de todo cuanto acontecía. Así,
los milagros eran solamente intervenciones ocasionales de Dios
en el funcionamiento habitual del universo. Dios podía también,
ocasionalmente, intervenir para corregir alguna disfunción, de
la misma forma que un relojero podía reparar su reloj.
Si la creencia de que Dios había diseñado el universo y que
la finalidad de las matemáticas y de la ciencia era descubrir
ese diseño necesitaba algún refuerzo, éste fue proporcionado
por Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Como Descartes, Leib­
niz fue principalmente un filósofo, y todavía más versátil; sus
contribuciones a las matemáticas, la ciencia, la historia, la lógi­
ca, el derecho, la diplomacia y la teología fueron de primera
importancia. Como Newton, Leibniz consideraba la ciencia como
una misión religiosa que los científicos tenían la obligación de
realizar. En una carta sin fecha de 1699 ó 1700 escribía: «Opino
que la meta principal de la humanidad debe ser el conocimiento
y desarrollo de las maravillas de Dios, y que ésta es la razón
por la que Dios dio al hombre el imperio sobre la tierra.»
En sus Ensayos de teodicea (1710) afirmaba la idea, muy ha­
bitual por aquellos tiempos, de que Dios es la inteligencia que
creó este mundo cuidadosamente diseñado. Su explicación de
la concordia entre el mundo real y el mundo matemático, y
su defensa última de la aplicabilidad de las matemáticas al
mundo real, era la unidad entre el mundo y Dios. Cum Deus
calculat, fit mundus (Como Dios calcula, así está hecho el mun­
do). Existe una armonía preestablecida, entre las matemáticas
y la naturaleza. El universo es el más perfecto de los concebi­
bles, el mejor de todos los mundos posibles y el pensamiento
racional descubre sus leyes.
El verdadero conocimiento es innato en nuestras mentes,
aunque no, contrariamente a lo que Platón creía, a causa de
alguna existencia anterior. Los sentidos jamás podrían enseñar­
nos verdades necesarias tales como que Dios existe o que todos
los ángulos rectos son iguales. Así pues, los axiomas de las ma­
temáticas son verdades innatas de igual modo que lo son los
principios fundamentales de las ciencias deductivas tales como
la mecánica y la óptica, «en las que, evidentemente, los sentidos
son muy necesarios para tener ideas ciertas de las cosas sen­
sibles, y los experimentos son necesarios para establecer he­
chos ciertos [...]. Pero la fuerza de las demostraciones depende
de nociones y verdades inteligibles, que son las únicas que pue­
den permitirnos discernir lo que es necesario
La obra científica y matemática de Leibniz fue extensa y
valiosa, y tendremos ocasión de hablar de ella más tarde. Sin
embargo, en cierto modo como las de Descartes, sus contribu­
ciones se orientaron hacia la técnica. Sus trabajos en cálculo
y en los comienzos de las ecuaciones diferenciales y su recono­
cimiento de la importancia de algunos conceptos incipientes
como el que ahora conocemos por energía cinética, fueron de
primerísimo orden. Pero Leibniz no contribuyó al logro de nue­
vas leyes fundamentales de la naturaleza. Fue más bien su
filosofía de la ciencia, en la que el papel de las matemáticas
era fundamental, la que tuvo la mayor importancia a la hora
de espolear el interés de los hombres por las verdades.
Aunque los hombres del siglo xvm ampliaron enormemente
tanto las matemáticas como las ciencias matemáticas, en cuanto
a convencer a los intelectuales de que las matemáticas y las
leyes matemáticas de la ciencia son verdades, su trabajo fue
en gran medida una repetición. Los Bernoulli —particularmente
los hermanos Jakob (1655-1705) y Johann (1667-1748), y el hijo
de Johann, Daniel (1700-1782)—, Leonhard Euler (1707-1783),
Jean Le Rond d'Alembert (1717-1783), Joseph-Louis Lagrange
(1736-1813), Pierre-Simon Laplace (1749-1827) y muchos otros
continuaron la investigación matemática de la naturaleza. En
matemáticas propiamente dichas, todos estos hombres contri­
buyeron al desarrollo de las técnicas de cálculo y crearon ramas
completamente nuevas, principalmente las ecuaciones diferen­
ciales ordinarias y en derivadas parciales, la geometría dife­
rencial, el cálculo de variaciones, las series infinitas y las fun­
ciones de una variable compleja. Fueron aceptadas en sí mis­
mas como verdades, pero también proporcionaron herramientas
más poderosas para la investigación de la naturaleza. Como
dijo Euler en 1741: «La utilidad de las matemáticas, común­
mente reconocida en sus partes elementales, no sólo no se
detiene en las matemáticas superiores, sino que es de hecho
mucho mayor cuanto más se avanza en el desarrollo de la
ciencia.»
La meta del trabajo matemático era la consecución de más
leyes de la naturaleza, una penetración más profunda en su
diseño. Y los éxitos fueron numerosos y significativos. El ma­
yor esfuerzo se hizo en astronomía, para avanzar en la línea
de trabajo de Newton de describir y predecir el movimiento
de los cuerpos celestes. La principal deducción teórica de New-
ton, la de que la trayectoria de un planeta es una elipse, es,
como bien sabía él, correcta si el Sol y un solo planeta fueran
los únicos cuerpos celestes. Pero en tiempos de Newton y du­
rante la mayor parte del siglo xvm se conocían seis planetas;
cada uno de ellos atrae a los demás y todos son atraídos por
el Sol. Además, algunos de ellos, como la Tierra, Júpiter y Sa­
turno, tienen lunas. De aquí que la trayectoria elíptica resulte
perturbada. ¿Cuáles son las trayectorias precisas? Todos los
grandes matemáticos del siglo xvm trabajaron en este pro­
blema.
El núcleo del problema es la cuestión de los efectos gravi-
tacionales mutuos entre tres cuerpos. Si se pudiera encontrar
un procedimiento para determinar el efecto perturbador de un
tercer cuerpo, el mismo procedimiento se podría utilizar para
determinar el efecto perturbador de un cuarto cuerpo, y así
sucesivamente. Sin embargo, la solución exacta al problema ge­
neral del movimiento de tres cuerpos no ha sido encontrada
todavía hoy. En su lugar, se han ido encontrando procedimien­
tos aproximados cada vez mejores.
Incluso con procedimientos aproximados, los éxitos del si­
glo xvm fueron notables. Una de las demostraciones más es­
pectaculares de la precisión del trabajo matemático en astro­
nomía es la predicción por Alexis-Claude Clairaut (1713-1765)
del regreso de lo que había sido conocido como cometa Halley.
Este cometa había sido observado por diversas personas, y en
1682 Halley intentó determinar su órbita. Predijo que regresaría
en 1758. El 14 de noviembre de 1758, en una sesión de la Aca­
demia de Ciencias de París, Clairaut anunció que el cometa
Halley retornaría a su posición más próxima al Sol a mediados
de abril del año siguiente, con un posible error de treinta días.
El cometa apareció un mes antes de lo programado. El error
de un mes puede parecer enorme, pero los cometas solamente
pueden ser observados durante unos pocos días como máximo
y éste no había sido visto desde hacía setenta y siete años.
Otro de los grandes éxitos en astronomía se debió a los
trabajos de Lagrange y de Laplace. Se había observado un cier­
to número de irregularidades en los movimientos de la Luna
y los planetas. Estas irregularidades podían significar la posi­
bilidad de que un planeta se alejara cada vez más del Sol o
que, por el contrario, se desplazara hacia el Sol. Lagrange y
Laplace probaron que las irregularidades observadas en las ve­
locidades de Júpiter y Saturno eran periódicas, por lo que sus
movimientos eran básicamente estables. El trabajo de todo el
siglo está plasmado en una de las obras maestras de la ciencia,
la Mecánica celeste de Laplace, que apareció en cinco volúme­
nes entre 1799 y 1825.
De hecho, Laplace dedicó su vida entera a la astronomía, y
todas las ramas de las matemáticas que investigó las entendió
como aplicaciones a la astronomía. Es bien conocida la historia
de que en sus escritos omitía, a menudo, los pasos matemáti­
cos difíciles diciendo: «Es fácil ver que La realidad de
la historia es que se impacientaba con los detalles matemáticos
y deseaba llegar cuanto antes a las aplicaciones. Sus muchas
y básicas contribuciones a las matemáticas fueron derivadas de
su gran obra en filosofía natural, que serían desarrolladas por
otros más tarde.
Igualmente espectacular es la historia, frecuentemente na­
rrada, del descubrimiento del planeta Neptuno. Aunque tuvo
lugar en 1846, el descubrimiento estuvo basado en trabajos ma­
temáticos del siglo xvin. En 1781 William Herschel, utilizando
un nuevo y poderoso telescopio, descubrió el planeta Urano.
Pero la órbita de Urano no se ajustaba a las predicciones. La
hipótesis explicatoria del hecho, consistente en que había otro
planeta más que perturbaba el movimiento de Urano, fue ade­
lantada por Alexis Bouvard. Se hicieron numerosos intentos
para localizar tal planeta mediante observaciones y cálculos de
su posible tamaño y trayectoria. En 1841, John Couch Adams
(1819-1892), estudiante de veintiséis años, de la universidad de
Cambridge, pudo dar una ajustada estimación de la masa, po­
sición y trayectoria del planeta conjeturado. Al ser informado
de este trabajo, el eminente sir George Airy, director del Real
Observatorio de Greenwich, se negó a prestarle atención. Pero
otro joven astrónomo, el francés Urbain J. J. Leverrier (1811-
1877), habiéndose dedicado, independientemente, a lo mismo
que Adams, envió al astrónomo alemán Johann Galle una serie
de instrucciones para localizar el planeta. Galle recibió la in­
formación el 23 de septiembre de 1846, y aquella misma noche
descubrió Neptuno, que estaba desviado sólo 55 minutos de arco
de la dirección que Leverrier había predicho. ¿Cómo se podía
poner en duda la verdad de una teoría astronómica que hacía
posibles tan notables predicciones, predicciones verdaderamente
precisas con un error menor de un diezmilésimo por ciento?
Aparte de la astronomía, la ciencia que ya se había prestado
en cierta medida a un tratamiento matemático, incluso en tiem­
pos de los griegos, era la óptica. Las invenciones del micros­
copio y del telescopio a principios del siglo x v i i estimularon
enormemente el interés por la óptica y, como en tiempos de
los griegos, todos los matemáticos de los siglos xvii y xvm tra­
bajaron en esta área. Hemos señalado que Snell y Descartes,
en el siglo xvn, habían hallado lo que Tolomeo había buscado
en vano, la ley de la refracción de la luz: cómo se comporta
la luz cuando se cambia abruptamente de medio, pasando por
ejemplo del aire al agua. El hecho de que la luz tiene una
velocidad finita fue constatado por Olaus Roemer (1644-1710),
y el descubrimiento de Newton de que la luz blanca es una
composición de todos los colores desde el rojo al violeta aumen­
tó enormemente el interés por la óptica. La Optica (1704) de
Newton supuso un inmenso avance en esta área y contribuyó
al perfeccionamiento de los microscopios y los telescopios. Tam­
bién aquí, las matemáticas fueron el principal instrumento. En
el siglo xvm la óptica fue intensamente estudiada y la obra
sobre el tema en tres volúmenes de Euler es otro de los hitos
importantes en la materia.
La naturaleza física de la luz no estaba en modo alguno
clara. En tanto que Newton pensaba que la luz era un movi­
miento de partículas y Huygens hablaba de un movimiento de
ondas —aunque no en el actual sentido del término—, Euler
fue el primero en tratar las vibraciones de luz matemática­
mente y deducir las ecuaciones del movimiento. Fue el único
que se opuso a Newton con su defensa de la naturaleza ondu­
latoria de la luz, siendo reivindicada su teoría por Augustin-
Jean Fresnel y Thomas Young en sus trabajos de comienzos del
siglo xix. Pero ni siquiera entonces la naturaleza de la luz se
hizo más evidente y las leyes matemáticas continuaron siendo
el único pilar seguro. Para la teoría de la luz corrientemente
aceptada, la teoría electromagnética, faltaban todavía cincuenta
años.
Durante el siglo xvm se abrieron nuevos campos de investi­
gación, lográndose por lo menos éxitos parciales. El primero
de ellos fue la descripción matemática y el análisis de los so­
nidos musicales. La historia es algo larga. Comenzó con el
estudio de los sonidos producidos por las vibraciones de una
cuerda, en concreto una cuerda de violín. Daniel Bemoulli,
D’Alembert, Euler y Lagrange contribuyeron todos ellos al es­
tudio de los sonidos, pero tuvieron también fuertes discrepan­
cias en cuanto al análisis matemático. Aunque las controversias
no se zanjaron hasta que Joseph Fourier (1768-1830) publicó
su trabajo a comienzos del siglo xix, no obstante, en el si­
glo xvin se hicieron enormes progresos. La teoría actual de
que todo sonido musical consta de un primer armónico o armó­
nico fundamental y de armónicos superiores cuyas frecuencias
(tonos, en la terminología musical) son múltiplos enteros del
primer armónico fue establecida de manera concluyente por
los maestros del siglo xvm. Esta teoría es básica hoy día para
el diseño de todos los instrumentos de grabación y transmisión
tales como el teléfono, el fonógrafo, la radio y la televisión.
Otra rama de la física matemática fue por lo menos iniciada
durante el siglo xvm: el estudio de la circulación de fluidos
(líquidos y gases) y el movimiento de los cuerpos en los fluidos.
Newton ya había considerado y tratado el problema de la for­
ma que debería tener un cuerpo para moverse dentro de un
fluido con la menor resistencia. El clásico fundamental fue la
Hidrodinámica (1738) de Daniel Bernoulli, en la que, dicho sea
de paso, señalaba que la teoría podría ser utilizada para descri­
bir la circulación de la sangre en las arterias y venas humanas.
Fue seguido de un trabajo básico de Euler (1755), en el que
se deducían las ecuaciones del movimiento de los fluidos com­
presibles. Decía Euler en este trabajo:
Si no nos está permitido llegar a un total conocimiento del movi­
miento de los fluidos, no es a la mecánica ni a la insuficiencia de
los principios del movimiento conocidos a lo que debemos atribuir
la causa. Es el propio análisis [matemático] el que nos abandona
en este caso, puesto que toda la teoría del movimiento de los fluidos
acaba de ser reducida a la resolución de fórmulas analíticas.
De hecho, hay mucho más en la teoría de fluidos de lo que
Euler creía, que fue añadido a la teoría durante los setenta
años siguientes. Euler despreciaba la viscosidad. (El agua fluye
libremente y no es viscosa, mientras que el aceite fluye lenta­
mente y es algo viscoso.) Sin embargo, se puede decir que Euler
fundó la ciencia de la hidrodinámica que se aplica al movimien­
to de los barcos y los aeroplanos.
Si los hombres del siglo xvn necesitaban una prueba adi­
cional de que el mundo obedecía a un plan matemático, plan
de hecho sumamente eficaz, y de que Dios era, con seguridad,
el arquitecto de todas las obras de la naturaleza, la encontra­
ron en otro descubrimiento matemático. Herón había probado
(capítulo 1) que la luz, cuando va de un punto P a otro Q des­
pués de reflejarse en un espejo, elige el camino más corto.
Puesto que la luz viaja en esta situación a velocidad constante,
el camino más corto quiere decir también el tiempo mínimo.
En el siglo xvn, Pierre de Fermat (1601-1655), uno de los
gigantes de las matemáticas, había afirmado, sobre la base de
una evidencia más bien limitada, su «principio del tiempo mí­
nimo», el cual afirma que la luz, al viajar de un punto a otro,
toma siempre el camino que requiere el mínimo tiempo. Apa­
rentemente Dios había dispuesto no solamente que la luz obe­
deciera las leyes matemáticas, sino que viajara de la manera
más eficaz. Fermat llegó a estar absolutamente convencido de
la corrección de su principio cuando logró deducir de él la ley
de la refracción de la luz, previamente descubierta por Wille-
brord Snell y Descartes.
A principios del siglo xvm los matemáticos tenían varios e
impresionantes ejemplos de que la naturaleza trata de maximi-
zar o minimizar algunas cantidades importantes. Christian Huy-
gens, que en un primer momento se había opuesto al principio
de Fermat, mostró que se cumplía para la propagación de la
luz en medios de carácter continuamente cambiante. Incluso
la primera ley del movimiento de Newton, que afirma que un
objeto en movimiento sobre el que no actúa fuerza alguna,
sigue una línea recta —el camino más corto— es un ejemplo
de la economía de la naturaleza.
Los hombres del siglo xvm estaban convencidos de que,
puesto que un universo perfecto no toleraría despilfarros, la
acción de la naturaleza tenía que ser la mínima requerida para
lograr sus propósitos; con esta idea se emprendió la búsqueda
de un principio general. La primera formulación de tal prin­
cipio se debe a Pierre-Louis Moreau de Maupertius (1698-1759),
que era fundamentalmente un matemático, y había organizado
una expedición a Laponia para medir la longitud de un grado
de meridiano. Sus mediciones demostraron que la Tierra está
efectivamente achatada por los polos, como Newton y Huygens
habían concluido a partir de argumentos teóricos. Los descu­
brimientos de Maupertius desbarataron los argumentos de Jean-
Dominique Cassini y de su hijo Jacques. Maupertius recibió
el apodo de «achatatierras»; como dijo Voltaire, Maupertius
había aplastado la Tierra y a los Cassini.
En 1744, mientras trabajaba en la teoría de la luz, propuso
su famoso principio de la mínima acción en una publicación
titulada «Acuerdo entre diferentes leyes de la naturaleza que
hasta ahora habían parecido incompatibles». Había partido del
principio de Fermat, pero en vista de los desacuerdos que por
entonces había sobre si la velocidad de la luz era mayor en el
agua que en el aire (como creían Descartes y Newton) o menor
(como creía Fermat), Maupertius abandonó la idea de tiempo
mínimo y la sustituyó por el concepto de acción. La acción,
decía Maupertius, es la integral (en el sentido del cálculo) del
producto de la masa, la velocidad y la distancia recorrida, y
todo lo que sucede en la naturaleza lo hace de forma que la
acción sea mínima. Maupertius era algo impreciso, pues no es­
pecificó claramente el intervalo de tiempo sobre el que debía
tomarse la integral del producto y asignó un significado dife­
rente a la acción en cada una de las aplicaciones que hizo a
la óptica y a algunos problemas de mecánica.
Aunque disponía de varios ejemplos para apoyar su princi­
pio, Maupertius lo defendía también por razones teológicas. Las
leyes del comportamiento de la materia debían poseer la per­
fección digna de una creación de Dios, y el principio de mínima
acción parecía satisfacer el criterio puesto que mostraba que
la naturaleza era económica. Maupertius proclamaba que su
principio era una ley universal de la naturaleza y la primera
demostración científica de la existencia y sabiduría de Dios.
Leonhard Euler, el mayor de todos los matemáticos del si­
glo x v i i i , que había mantenido correspondencia con Maupertius
sobre el tema entre 1740 y 1744, estaba de acuerdo con él en
que Dios debía de haber construido el universo de acuerdo
con algún principio básico de este tipo y que la existencia del
principio evidenciaba la mano de Dios. Expresaba su convicción
con estas palabras: «Puesto que la estructura del universo es
sumamente perfecta y obra de un Creador sumamente sabio,
nada en absoluto ocurre en el universo en lo que no aparezca
alguna regla de máximo o mínimo.»
Euler fue más lejos que Maupertius en su creencia de que
todos los fenómenos naturales se comportan de forma que se
maximice o minimice alguna función, y, por consiguiente, los
principios básicos de la física debían contener una función que
fuera maximizada o minimizada. Dios era, con seguridad, un
matemático más sabio de lo que habían creído los hombres
de los siglos xvi y xvn. Las convicciones religiosas de Euler le
aseguraban que Dios había confiado al hombre la tarea de uti­
lizar sus facultades para comprender sus leyes. El libro de la
naturaleza estaba abierto ante nosotros, escrito en un lenguaje
que no entendemos en el acto, pero que podemos aprender
con persistencia, amor y paciencia. El lenguaje son las mate­
máticas. Puesto que el mundo es el mejor posible, sus leyes
deben también ser bellas.
El principio de mínima acción fue generalizado y clarificado
por Lagrange. La acción se convirtió esencialmente en energía
y de este principio generalizado se hizo posible deducir solu­
ciones para muchos más problemas mecánicos. (Este principio
está en la base del tema del cálculo de variaciones, una nueva
rama de las matemáticas que fundó Lagrange, utilizando el
trabajo preliminar de Euler.) El principio fue posteriormente
generalizado por William R. Hamilton (1805-1865), el «segundo
Newton» británico. Hoy es el principio más amplio subyacente
en toda la mecánica y ha servido como paradigma para prin­
cipios similares, llamados principios variacionales, en otras ra­
mas de la física. Sin embargo, como veremos más adelante,
en tiempos de Hamilton fueron abandonadas las inferencias que
Maupertius y Euler hacían respecto a la incorporación por Dios
de este principio en el diseño de la naturaleza. Se puede encon­
trar algún indicio de que se avecinaba un cambio en la inter­
pretación de su importancia en la Historia del doctor Akakia
de Voltaire, en la que al autor se burlaba de la utilización del
principio como argumento para probar la existencia de Dios.
Sin embargo, los hombres del siglo xvm estaban todavía firme­
mente convencidos de que un principio general de este tipo
sólo podía significar que el mundo había sido diseñado de acuer­
do con él, y, desde luego, por Dios.
El reino de las matemáticas fue consolidado, sin ningún
género de duda, por las más grandes inteligencias del siglo xvm.
Como dijo el renombrado matemático Jean Le Rond D’Alembert,
principal colaborador de Denis Diderot (1718-1784) en la redac­
ción de la famosa Enciclopedia francesa: «El verdadero siste­
ma del mundo ha sido reconocido, desarrollado y perfecciona­
do.» Las leyes naturales eran, claramente, leyes matemáticas.
Más famosa es la afirmación de Laplace:
Podemos considerar el estado presente del universo como el efecto
de su pasado y la causa de su futuro. Una inteligencia que en un
momento dado conociera todas las fuerzas que animan la natura­
leza y las posiciones mutuas de los seres que la componen, si esta
inteligencia fuera lo suficientemente poderosa como para someter
todos los datos al análisis, podría condensar en una única fórmula
el movimiento de los grandes cuerpos del universo y el de los más
ligeros átomos: para una inteligencia de este tipo nada podría ser
incierto, y el futuro, exactamente lo mismo que el pasado, estaría
presente ante sus ojos.
William James, en su Pragmatismo, describía así la actitud de
los matemáticos de este período:
Cuando fueron descubiertas las primeras uniformidades matemáticas,
lógicas y naturales, es decir las primeras leyes, los hombres se vie­
ron de tal manera arrastrados por la claridad, belleza y simplicidad
que comportaban que creyeron haber descifrado auténticamente los
pensamientos eternos del Todopoderoso. Su mente retumbaba y re-
ververaba en silogismos. Él pensaba también en secciones cónicas,
cuadrados, raíces y radios, y geometrizaba como Euclides. Él había
hecho las leyes de Kepler para que los planetas las siguieran; él
había hecho que la velocidad de caída de los cuerpos creciera pro­
porcionalmente con el tiempo, y la ley de los senos para que la
luz la obedeciera cuando refractase [...] Él había concebido los
arquetipos de todas las cosas y diseñado sus variaciones; y cuando
nosotros redescubrimos cada una de esas maravillas captamos los
verdaderos proyectos de su mente.
La convicción de que la naturaleza había sido diseñada mate­
máticamente por Dios fue expresada incluso por poetas como,
por ejemplo, Joseph Addison, en su Himno:
El vasto firmamento en las alturas
con todo el etéreo cielo azul
de estrellas tachonado, con tan brillante marco,
proclama su gran origen.
El inalcanzable Sol, día tras día,
manifiesta el poder de su creador
y proclama a todas las tierras
la obra de una mano todopoderosa.
Y todos los planetas al girar
confirman las subidas y bajadas de las mareas
y extienden la verdad de polo a polo.
A finales del siglo xvm las matemáticas eran como un árbol
firmemente enraizado en la realidad, con unas raíces de casi
dos mil años, con majestuosas ramas, que dominaba todos los
demás cuerpos de conocimiento. Seguramente, un árbol así vi­
viría siempre.
4. EL PRIMER DESASTRE: EL MARCHITAMIENTO
DE LA VERDAD

Cada época tiene sus mitos y los llama verda­


des superiores.
A n ó n im o

El siglo xix se abría con buenos auspicios. Lagrange permane­


cía todavía activo; Laplace se encontraba en el cénit de su vigor
intelectual; Fourier (1768-1830), estaba trabajando concienzuda­
mente en su manuscrito de 1807, que más tarde incorporaría
a su obra clásica Teoría del calor (1822); Karl Friedrich Gauss
acababa de publicar sus Disquisitiones arithmeticae (Disquisi­
ciones aritméticas, 1801), obra que marcó un hito en la teoría
de números, y muy pronto habría de realizar tal número de
fundamentales contribuciones que le hicieron merecedor del
título de príncipe de las matemáticas; y Augustin-Louis Cauchy
(1789-1857), la contrapartida francesa de Gauss, había comen­
zado a mostrar su extraordinaria valía en un trabajo de 1814.
Unas pocas palabras acerca del trabajo realizado por estos
hombres podrán darnos una idea de los inmensos progresos
hechos en la primera mitad del siglo xix hacia el descubrimien­
to del diseño de la naturaleza. Aunque Gauss hizo magníficas
aportaciones a las matemáticas propiamente dichas —analizare­
mos una de ellas en breve— dedicó la mayor parte de su vida
a los estudios relacionados con la física. De hecho, no fue pro­
fesor de matemáticas, sino profesor de astronomía y director
del observatorio de Gotinga durante cerca de cincuenta años.
La astronomía le ocupó la mayor parte de su tiempo, y su in­
terés por ella se remonta a sus días de estudiante, en 1795-1798,
en Gotinga. Alcanzó su primer éxito importante en 1801. El
1 de enero de aquel año Giuseppe Piazzi (1746-1826) descubrió
el pequeño planeta Ceres. Aunque solamente fue posible obser­
varlo durante unas pocas semanas, Gauss, que entonces nada
más tenía veinticuatro años, aplicó una nueva teoría matemá­
tica a las observaciones y predijo la trayectoria del planeta.
Fue observado al final de aquel año muy de acuerdo con las
predicciones de Gauss. Cuando Wilhelm Olbers descubrió otro
planeta menor, Palas, en 1802, Gauss logró nuevamente deter­
minar su trayectoria. Todo este temprano trabajo en astrono­
mía fue resumido en uno de los principales trabajos de Gauss,
la Teoría del movimiento de los cuerpos celestes (1809).
Más tarde, a petición del duque de Hannóver, Gauss llevó
a cabo un mapa topográfico de la ciudad de Hannóver, fun­
dando la ciencia de la geodesia y derivando de ella ideas semi­
nales para la geometría diferencial. Entre 1830 y 1840 se dis­
tinguió por sus trabajos sobre magnetismo teórico y práctico.
Estableció un método de medición del campo magnético de la
Tierra. James Clerk Maxwell, fundador de la teoría electromag­
nética, dice en su libro Electricidad y magnetismo que los es­
tudios de Gauss sobre magnetismo renovaron toda la ciencia,
los instrumentos utilizados, los métodos de observación y el
cálculo de los resultados. Los trabajos de Gauss sobre el mag­
netismo terrestre son modelos de investigación física. En honor
a este trabajo, la unidad de magnetismo recibe el nombre de
gauss.
Aunque Gauss y Wilhelm Weber (1804-1891) no fueron los
primeros en concebir la idea de la telegrafía (hubo muchos
intentos anteriormente), en 1833 idearon un práctico mecanismo
que hacía que una aguja girara a la derecha o a la izquierda,
dependiendo de la dirección de la corriente que circulaba por
un cable. Este no fue sino uno de los muchos inventos de Gauss.
Trabajó también en óptica, disciplina que había sido dejada de
lado desde los tiempos de Euler, y sus investigaciones de 1838-
1841 proporcionaron unas bases totalmente nuevas para el tra­
tamiento de los problemas ópticos.
Al mismo nivel que Gauss, a la cabeza del mundo matemá­
tico del siglo xix hay que situar a Cauchy. Tenía intereses de
carácter universal. En matemáticas escribió más de setecientos
trabajos, habiendo solamente Euler publicado más que él. Sus
obras en una edición moderna llenan veintiséis volúmenes y
abarcan todas las ramas de las matemáticas. Fue el fundador
de la teoría de funciones de una variable compleja (capítulos 7
y 8). Pero Cauchy dedicó al menos tanta energía a los problemas
físicos como a los matemáticos. En 1815 ganó un premio otor­
gado por la Academia Francesa de Ciencias por un trabajo so­
bre ondas en medio acuático. Escribió trabajos fundamentales
sobre el equilibrio de barras y membranas elásticas tales como
láminas de metal y sobre ondas en medio elástico, y fue uno
de los fundadores de esa rama de la física matemática. Prosi­
guió la teoría ondulatoria de la luz, que Augustin-Jean Fresnel
había iniciado, y amplió la teoría de la polarización y disper­
sión de la luz. Cauchy fue un magnífico físico matemático.
Aunque quizá no se pueda colocar a Fourier al mismo nivel
que Gauss y Cauchy, su trabajo es especialmente digno de men­
ción, puesto que introdujo dentro del ámbito de las matemá­
ticas otro de los fenómenos naturales, el de la conducción del
calor. Fourier consideró este asunto de la conducción del calor
como uno de los estudios cosmológicos más importantes, pues
su estudio en el interior de la Tierra podría demostrar que
ésta se había enfriado partiendo de un estado líquido, y con
ello se podría hacer una estimación de la edad de la Tierra.
En el curso de su trabajo desarrolló la teoría de las series
trigonométricas infinitas, llamadas ahora series de Fourier, de
tal forma que han resultado aplicables a muchas otras ramas
de las matemáticas aplicadas. Sería injusto valorar el trabajo
de Fourier en términos demasiado comedidos.
Todos estos logros de Gauss, Cauchy, Fourier y cientos de
otros eran pruebas adicionales, aparentemente incontestables,
de que se estaban descubriendo más y más leyes verdaderas de
la naturaleza. Y, efectivamente, a lo largo del siglo los gigantes
de las matemáticas continuaron recorriendo el camino marcado
por sus predecesores y creando una maquinaria matemática
cada vez más poderosa que fue empleada con éxito en la pos­
terior investigación de la naturaleza. Avanzaban con rapidez
en la búsqueda de las leyes matemáticas de la naturaleza como
si estuvieran hipnotizados por la creencia de que ellos, los ma­
temáticos, eran los elegidos para descubrir el plan divino.
De haber prestado atención a las palabras de algunos de sus
hermanos y parientes espirituales, podrían haber estado prepa­
rados para el desastre que pronto tendrían que padecer. A co­
mienzos de la Edad Moderna, Francis Bacon en su Novum
organum (Nuevo instrumento [de razonamiento], 1620) había
señalado:
Los ídolos de la tribu son inherentes a la naturaleza humana y a
la misma tribu o raza de los hombres. Porque se afirma falsamente
que los sentidos del hombre son el patrón de las cosas. Por el con­
trario, todas las percepciones, tanto de los sentidos como de la
mente, llevan la señal del hombre y no la del universo, pareciéndose
la mente humana a esos espejos ondulados que imparten sus pro­
piedades a los diferentes objetos, de los que se emiten los rayos,
distorsionándolos y desfigurándolos.
En este mismo libro, Bacon, clamando por la experiencia y la
experimentación como la base de todo conocimiento, decía
también:
No puede ser que los axiomas establecidos mediante argumentación
puedan bastar para el descubrimiento de nuevos hechos, ya que la
sutileza de la naturaleza es muchas veces mayor que la sutileza
de los argumentos.
Involuntariamente, incluso los más creyentes comenzaron a ha­
cer distinciones que condujeron gradualmente a la eliminación
del papel de Dios en el plan del universo.
Los trabajos de Copérnico y Kepler sobre la teoría helio­
céntrica, presentados por ambos como la evidencia de la sabi­
duría matemática de Dios, contradecían, no obstante, las afir­
maciones de las Escrituras sobre la importancia del hombre.
Galileo, Robert Boyle y Newton afirmaban que el objetivo de
su trabajo era poner de manifiesto la presencia y el plan de
Dios, pero su trabajo científico propiamente dicho no involu­
craba a Dios. De hecho, Galileo dice en una de sus cartas:
«Por mi parte, cualquier discusión sobre las Escrituras podría
haber sido dejada en paz para siempre; ningún astrónomo o
científico que permaneciera dentro de los límites de su ciencia
ha entrado jamás en tales cosas.» Por supuesto, como ya hemos
visto, Galileo creía en el plan matemático divino; lo que quería
decir con su afirmación era que para explicar el funcionamiento
de la naturaleza no se deberían invocar fuerzas sobrenaturales
o místicas. En tiempos de Galileo; la creencia de que un Dios
omnipotente podía cambiar a voluntad el plan era comúnmente
admitida. Fue Descartes, a pesar de ser un hombre piadoso,
quien se pronunció por la invariabilidad de las leyes naturales,
limitando implícitamente el poder de Dios. Newton creía tam­
bién en un orden fijo, pero contaba con Dios para asegurar el
funcionamiento del mundo de acuerdo con el plan. Solía usar
la analogía del relojero que cuida del buen funcionamiento de
un reloj. Newton tenía buenas razones para apelar a la inter­
vención de Dios. Aunque él sabía muy bien que la órbita de un
planeta no era una elipse perfecta debido a que los demás pla­
netas influían en su trayectoria, no podía demostrar matemáti­
camente que las irregularidades o desviaciones del camino elíp­
tico eran debidas a la atracción ejercida por los otros planetas.
En consecuencia, temía que la estabilidad del sistema solar se
viera trastornada a menos que Dios interviniera continuamente
para mantenerlo en su movimiento de acuerdo con el plan.
Leibniz discrepaba. En una carta de noviembre de 1715 al
filósofo y defensor de Newton, Samuel Clarke, decía sobre la
opinión de Newton acerca de la necesidad de que Dios reparara
y diera ocasionalmente cuerda al reloj: «[Dios] no tuvo, al pa­
recer, la previsión suficiente como para proporcionarle un mo­
vimiento perpetuo... En mi opinión, la fuerza y la energía per­
manecen constantes en el mundo, y solamente pasan de una
parte a otra de la materia de conformidad con las leyes de la
naturaleza.» De esta forma, Leibniz acusaba a Newton de me­
nospreciar el poder de Dios. De hecho, Leibniz culpaba a New­
ton de contribuir a la decadencia de la religión en Inglaterra.
No andaba Leibniz descaminado. La obra de Newton inició
involuntariamente un divorcio o emancipación de la filosofía
natural respecto de la teología. Galileo, como ya hemos señala­
do, había insistido en que la ciencia física debe mantenerse al
margen de la teología. Newton suscribió esta teoría en sus
Principios, e hizo muchos y muy grandes progresos hacia una
explicación puramente matemática de los fenómenos naturales.
De esta forma Dios era excluido cada vez más de las exposicio­
nes matemáticas de las teorías científicas. Y, efectivamente, las
aberraciones que Newton no podía explicar fueron explicadas
por investigadores posteriores.
Las leyes universales que abarcaban los movimientos terres­
tres y celestes comenzaron a dominar la escena intelectual. El
continuo acuerdo entre las predicciones y las observaciones ava­
laban la perfección de las leyes. Aunque la creencia de que esta
perfección era una evidencia del plan divino sobrevivió a la
época de Newton, Dios pasó a un segundo plano y las leyes
matemáticas se convirtieron en el centro de la atención. Leibniz
comprendió algunas de las implicaciones de los Principios de
Newton, un mundo funcionando de acuerdo con un plan con
o sin Dios, y atacó el libro como anticristiano. La preocupación
por alcanzar resultados puramente matemáticos reemplazó a la
preocupación por el plan divino. Aunque más de un matemático
posterior a Euler continuó creyendo en la presencia de Dios,
en su plan del mundo y en las matemáticas como la ciencia cuyo
principal cometido era proveer las herramientas para descifrar
el plan divino, cuanto más avanzaban las matemáticas en el si­
glo xvm y más numerosos eran sus éxitos, más retrocedía la
inspiración religiosa en el trabajo matemático, y la presencia
de Dios fue haciéndose cada vez más débil.
Lagrange y Laplace, aunque de familia católica, eran agnós­
ticos. Laplace rechazaba absolutamente cualquier creencia en
Dios como matemático y arquitecto del universo. Hay una co­
nocida anécdota que cuenta que cuando Laplace entregó a Na­
poleón una copia de su Mecánica celeste, éste observó: «Señor
Laplace, me dicen que habéis escrito este extenso libro sobre
el sistema del universo sin mencionar nunca a su Creador.»
Se dice que Laplace respondió: «No he tenido necesidad de
esa hipótesis.» La Naturaleza reemplaza a Dios. Como dijo
Gauss: «Tú, naturaleza, eres mi diosa; mis servicios se limitan
a tus leyes.» Gauss creía, de hecho, en un Dios eterno, omnis­
ciente y omnipotente, pero las ideas acerca de Dios nada tenían
que ver con las matemáticas o con la búsqueda de las leyes
matemáticas de la naturaleza.
La observación de Hamilton sobre el principio de mínima
acción (capítulo 3) revela también el cambio en las perspecti­
vas intelectuales. Decía en un artículo de 1833:
Aunque la ley de mínima acción se haya hecho, de esta forma, un
hueco entre los más importantes teoremas de la física, sus preten­
siones de necesidad cosmológica sobre la base de la economía del
universo son ahora generalmente rechazadas. Y este rechazo parece
justo, puesto que, entre otras razones, la cantidad que pretendida­
mente se economiza por un lado, por otro es a menudo dispen­
diosamente gastada [...] No podemos suponer, por consiguiente, que
la economía de esta cantidad haya sido ideada dentro del plan di­
vino del universo: aunque se pueda creer que en ese plan está
incluida una simplicidad de carácter elevado.
Retrospectivamente, se puede observar que la doctrina del plan
matemático de la naturaleza estaba siendo socavada precisa­
mente por el trabajo de los propios matemáticos. Los intelec­
tuales se convencían cada vez más de que la razón humana
era una facultad muy poderosa, y la mejor evidencia de ello
la constituían los éxitos de los matemáticos. ¿No podía enton­
ces aplicarse la razón para justificar las doctrinas religiosas y
éticas imperantes, aunque sólo fuera para reforzarlas? Afortu­
nada o desafortunadamente, la aplicación de la razón a la fun-
damentación de las creencias religiosas minó la ortodoxia de
muchos. Las doctrinas religiosas pasaron de la ortodoxia a va­
rios estados intermedios tales como el sobrenaturalismo racio­
nalista, el deísmo, el agnosticismo y el ateísmo abierto. Estos
movimientos tuvieron sus efectos en los matemáticos, que en
el siglo xvm eran hombres de extensa cultura. Como dijo Denis
Diderot, racionalista, anticlerical y destacado intelectual de la
época: «Si queréis que crea en Dios debéis conseguir que lo
toque.» No todos los matemáticos del siglo xix negaban y re­
chazaban la presencia de Dios. Cauchy, devoto católico, decía
que el hombre «rechaza sin vacilación cualquier hipótesis que
esté en contradicción con la verdad revelada». Sin embargo, la
creencia en Dios como diseñador matemático del universo co­
menzó a desvanecerse.
El debilitamiento de estas creencias pronto planteó la cues­
tión de por qué las leyes matemáticas de la naturaleza eran
necesariamente verdades. Uno de los primeros en rechazar estas
verdades fue Diderot en su libro Pensamientos sobre la inter­
pretación de la naturaleza (1753). Decía que el matemático era
como el jugador: ambos jugaban a unos juegos con reglas abs­
tractas que ellos mismos se habían inventado. Sus temas de es­
tudio eran materias convencionales que no tenían base en la
realidad. Igualmente crítico fue el intelectual Bernard Le Bovier
de Fontenelle (1657-1757) en su obra Pluralidad de los mundos.
En ella atacaba la creencia en la inmutabilidad de las leyes
de los movimientos celestes observando que hasta donde la me­
moria de las rosas alcanza ningún jardinero ha muerto.
Los matemáticos prefieren creer que producen los alimentos
con los que los filósofos se nutren. Pero en el siglo xvm los
filósofos eran los primeros en rechazar las verdades acerca del
mundo físico. Pasaremos por alto las doctrinas de Thomas Hob-
bes (1588-1679), John Locke (1632-1704) y el obispo George Ber-
keley (1685-1753), no porque sean fácilmente refutables, sino
porque no tuvieron tanta influencia como las del radical David
Hume (1711-1776), quien, en efecto, no solamente apoyó a Ber-
keley, sino que fue todavía más lejos. En su Tratado de la
naturaleza humana (1739-40), Hume mantenía que no podemos
conocer ni la mente ni la materia; ambas cosas son ficciones.
Percibimos sensaciones; las ideas simples tales como imágenes,
recuerdos y pensamientos no son sino borrosos efectos de las
sensaciones. Una idea compleja no es más que una colección
de ideas simples. La mente se identifica con nuestra colección
de sensaciones e ideas. No deberíamos admitir la existencia de
sustancias que no sean las que pueden ser contrastadas por la
experiencia inmediata; pero la experiencia proporciona sólo sen­
saciones.
Hume tenía igualmente dudas acerca de la materia. ¿Quién
nos garantiza que existe un mundo permanente de objetos só­
lidos? Todo lo que conocemos son nuestras propias sensaciones
de ese mundo. Repetidas sensaciones de una silla no prueban
que esa silla exista de hecho. El espacio y el tiempo no son
más que una manera y un orden en que las ideas se nos ofre­
cen. Análogamente, la causalidad no es sino una conexión con­
suetudinaria entre ideas. Ni el espacio ni el tiempo ni la causa­
lidad son realidades objetivas. La fuerza y firmeza de nuestras
sensaciones nos engañan haciéndonos creer en tales realidades.
La existencia de un mundo externo con unas propiedades fijas
es realmente una inferencia injustificada; el origen de nuestras
sensaciones es inexplicable. Sobre si surgen de los objetos ex­
ternos, o de la propia mente, o de Dios, nada sabemos.
El propio hombre no es más que una colección aislada de
percepciones, esto es, de sensaciones e ideas. Existe solamente
como tal. El yo es un amasijo de diferentes percepciones. Cual-
quier intento de análisis personal conduce solamente a percep­
ciones. Los demás hombres y el supuesto mundo externo son
sólo las percepciones de un hombre cualquiera, y no es seguro
que existan.
Por consiguiente, no puede haber leyes científicas relativas
a un mundo físico objetivo y permanente; tales leyes significan
meramente cómodos resúmenes de sensaciones. Además, puesto
que la idea de causalidad está basada no en algo científicamente
demostrado sino en un hábito de la mente que resulta de la
frecuente aparición de los «sucesos» en el orden usual, no hay
forma de saber si las secuencias percibidas en el pasado volverán
a darse en el futuro. De esta forma, Hume desmantelaba la
inevitabilidad de las leyes de la naturaleza, su eternidad y su
inviolabilidad.
Al destruir la doctrina de un mundo externo que sigue unas
leyes matemáticas fijas, Hume había destruido al mismo tiempo
la validez de una estructura lógica deductiva que representa
la realidad. Pero las matemáticas contienen también teoremas
sobre el número y la geometría que se siguen indudablemente
de supuestas verdades acerca de los números y las figuras geo­
métricas. Hume no rechazó los axiomas, sino que prefirió mini­
mizarlos, así como a los resultados obtenidos por deducción
lógica. En cuanto a los axiomas, provienen de sensaciones en
relación con un supuesto mundo físico. Los teoremas son, efec­
tivamente, consecuencias necesarias de los axiomas, pero no son
más que repeticiones elaboradas de los mismos. Son deduccio­
nes, pero deducciones de enunciados implícitos en los axiomas.
Son tautologías. Así pues, no hay verdades ni en los axiomas
ni en los teoremas.
Hume contestaba, después, a la cuestión fundamental de
cómo puede obtener verdades el hombre si rechaza su existen­
cia; el hombre no puede obtener verdades. El pensamiento de
Hume no solamente anulaba los esfuerzos y los resultados de
la ciencia y de las matemáticas, sino que ponía en duda la va­
lidez de la propia razón. Tal rechazo de la más alta facultad
del hombre sublevaba a la mayor parte de los pensadores del
siglo xvm. Las matemáticas y otras manifestaciones de la ra­
zón humana habían logrado demasiadas cosas como para ser
descartadas por inútiles. La filosofía de Hume era tan contra­
ria y repelente para la mayoría de los intelectuales del si­
glo xvm y estaba tan en desacuerdo con los notables éxitos
de las matemáticas y la ciencia que se hacía necesaria su
refutación.
Immanuel Kant, el filósofo más reverenciado y quizá el más
profundo de todos los tiempos, aceptó el desafío. Pero los re­
sultados de las meditaciones de Kant, cuando se examinan cui­
dadosamente, no son mucho más confortantes. En sus Prolegó­
menos a toda metafísica futura (1783), Kant parecía tomar par­
tido por los matemáticos y los científicos: «Podemos decir, con
seguridad, que ciertas cogniciones sintéticas a priori, en mate­
máticas puras y en física pura, nos son efectivamente dadas;
pues ambas contienen proposiciones que son plenamente reco­
nocidas como absolutamente ciertas [...] y sin embargo inde­
pendientes de la experiencia.» En su Crítica de la razón pura
(1781) Kant comenzaba con palabras todavía más tranquiliza­
doras. Afirmaba que todos los axiomas y teoremas de la física
eran verdades. Pero ¿por qué, se preguntaba Kant a sí mismo,
estaba él dispuesto a aceptar tales verdades? Seguramente, la
experiencia misma no los validaba. La cuestión podría ser con­
testada si se pudiese resolver la cuestión más general de cómo
es posible la propia ciencia de las matemáticas. La respuesta
de Kant era que nuestras mentes poseen las formas del espacio
y el tiempo. El espacio y el tiempo son modos de percepción
—Kant los llamó intuiciones— en términos de los cuales la
mente considera la experiencia. Nosotros percibimos, organiza­
mos y comprendemos la experiencia de acuerdo con esas for­
mas mentales. La experiencia se acomoda a ellas como la masa
a un molde. La mente impone estos modos a las impresiones
recibidas mediante los sentidos y hace que esas impresiones
encajen en moldes incorporados a aquélla. Puesto que la intui­
ción del espacio tiene su origen en la mente, ésta acepta auto­
máticamente ciertas propiedades de ese espacio. Principios tales
como que una recta es el camino más corto entre dos puntos,
que tres puntos determinan un plano, y el axioma de las parale­
las de Euclides, que Kant llamaba verdades sintéticas a priori,
forman parte de nuestro equipamiento mental. La ciencia de
la geometría no hace más que explorar las consecuencias lógi­
cas de esos principios. El propio hecho de que la mente consi­
dere la experiencia en términos de su «estructura espacial» sig-
niñea que la experiencia se ajustará a los principios básicos
y a los teoremas. El orden y la racionalidad que creemos per­
cibir en el mundo externo son impuestos a ese mundo por nues­
tras mentes y nuestros modos de pensamiento.
Puesto que Kant fabricaba el espacio a partir de las células
del cerebro humano, no encontraba razón alguna para no hacer
euclídeo al espacio. Su incapacidad para concebir otra geome­
tría le convenció de que no podía haberla. De este modo, las
leyes de la geometría euclídea no eran inherentes al universo,
ni el universo estaba, por lo tanto, diseñado por Dios: las leyes
eran un mecanismo del hombre para organizar y racionalizar
sus sensaciones. En cuanto a Dios, Kant decía que la naturaleza
de Dios cae fuera del conocimiento racional pero que debería­
mos creer en él. La audacia de Kant en filosofía fue superada
por su temeridad en geometría, pues a pesar de no haber estado
nunca a más de sesenta kilómetros de su ciudad natal de
Kónigsberg, en la Prusia oriental, presumía de que podía decidir
acerca de la geometría del mundo.
¿Y en relación con las leyes matemáticas de la ciencia? Pues­
to que toda experiencia se adquiere en términos de la estruc­
tura mental de espacio y tiempo, las matemáticas deben ser
aplicables a toda experiencia. En sus Principios metafísicos de
la ciencia natural (1786) Kant aceptaba las leyes de Newton y
sus consecuencias como evidentes. Aseguraba haber demostrado
que las leyes del movimiento de Newton se pueden obtener
mediante la razón pura y que esas leyes son sólo supuestos
bajo los cuales la naturaleza resulta comprensible. Newton,
decía, nos proporcionó una «idea tan clara de la estructura del
universo que permanecerá inalterable para siempre».
Desde un punto de vista más general, Kant sostenía que el
mundo de la ciencia es un mundo de impresiones sensoriales
ordenado y controlado por la mente de acuerdo con categorías
innatas tales como espacio, tiempo, causa y efecto y sustancia.
La mente está equipada con un mobiliario al que los huéspedes
deben acomodarse. Las impresiones sensoriales se originan en
un mundo real, pero desgraciadamente ese mundo no es cog­
noscible. De hecho, sólo puede ser conocido en términos de las
categorías subjetivas proporcionadas por la mente que lo per­
cibe. Por tanto, nunca habrá otros medios que la geometría
euclídea y la mecánica newtoniana para organizar la experien­
cia. Cuando la experiencia se amplía y se forman nuevas cien­
cias, la mente no formula nuevos principios mediante la gene­
ralización de esas nuevas experiencias, sino que más bien com­
partimentos de la mente que aún no han sido usados son re­
queridos para interpretar las nuevas experiencias. La potencia
de visión de la mente es iluminada por la experiencia. Esto
explica el reconocimiento relativamente tardío de algunas ver­
dades como, por ejemplo, las leyes de la mecánica, en compa­
ración con otras conocidas desde hace muchos siglos.
La filosofía de Kant, apenas esbozada aquí, glorificaba la
razón; sin embargo, asignaba a ésta la misión de explorar no
la naturaleza, sino los recovecos de la mente humana. La expe­
riencia recibía el reconocimiento debido como elemento nece­
sario para el conocimiento, puesto que las sensaciones del mun­
do externo proporcionan la materia prima que la mente orga­
niza, y las matemáticas conservaban su puesto como descubri­
doras de las leyes necesarias de la mente.
Que las matemáticas eran un cuerpo de verdades a priori
era algo que los matemáticos estaban acostumbrados a escu­
char. Pero la mayor parte de ellos no prestaron la suficiente
atención al modo en que Kant llegó a estas conclusiones. Su
doctrina de que lo que dicen las matemáticas no es inherente
al mundo físico, sino que proviene de la mente humana, debe­
ría haber dado qué pensar a los matemáticos. ¿Están prefabri­
cadas nuestras mentes de tal manera que nuestras sensaciones
tengan la misma organización? ¿Es necesariamente euclídea
esta organización de las sensaciones espaciales? ¿Cómo sabemos
esto? A diferencia de Kant, los matemáticos y los físicos creían
todavía en un mundo exterior sujeto a unas leyes independien­
tes de la mente humana. El mundo obedecía a un plan racional
y el hombre simplemente descubría ese plan y lo utilizaba para
predecir lo que ocurriría en ese mundo exterior.
La doctrina y la influencia de Kant tuvieron efectos libera­
dores y restrictivos al mismo tiempo. Al hacer hincapié en el
poder de la mente para organizar las experiencias en un mundo
que nunca conoceremos verdaderamente, estaba allanando el
camino a nuevas estructuras contrarias a las que tan firme­
mente eran mantenidas en su tiempo. Pero al insistir en que
la mente organiza las sensaciones espaciales de acuerdo con las
leyes de la geometría euclídea, obstaculizaba la aceptación de
los puntos de vista contrarios. De haber prestado más atención
a los trabajos de sus contemporáneos en matemáticas habría
podido al menos ser menos insistente en que la mente debe
organizar las sensaciones espaciales en el formato euclídeo.
La indiferencia e, incluso, el desprecio hacia Dios como le­
gislador del universo, así como los puntos de vista kantianos
sobre la inherencia de las leyes a la estructura de la mente
humana trajeron como consecuencia la reacción del Divino Ar­
quitecto. Dios decidió castigar a los kantianos y especialmente
a los matemáticos egoístas, orgullosos y presuntuosos. Y pro­
cedió a estimular a la geometría no euclídea, una creación que
devastó los logros de la supuestamente autosuficiente y todo­
poderosa razón del hombre.
Aunque hacia 1800 la presencia de Dios era cada vez menos
sentida y aunque unos pocos filósofos radicales, como Hume,
habían rechazado todo tipo de verdades, los matemáticos de la
época todavía creían en la verdad de las matemáticas propia­
mente dichas y en las leyes matemáticas de la naturaleza. Entre
las ramas de las matemáticas, la geometría euclídea era la más
venerada no sólo porque fue la primera en ser establecida de­
ductivamente, sino porque a lo largo de más de dos mil años
sus teoremas habían estado en perfecto acuerdo con los hechos
físicos. Y fue precisamente en la geometría euclídea en donde
«Dios» atacó.
Uno de los axiomas de la geometría euclídea venía moles­
tando a los matemáticos en alguna medida, no porque hubiera
en sus mentes alguna duda sobre su verdad, sino a causa de su
enunciado. Se trataba del axioma de las paralelas o, como a
menudo también se le conoce, del quinto postulado de Euclides.
Tal y como Euclides lo enunció, el axioma dice:
Si una línea recta [fig. 4.1] que corta a otras dos líneas rectas
produce ángulos internos del mismo lado que sean menores que
dos rectos, entonces las dos líneas rectas se encontrarán, si se pro­
longan, del mismo lado de la línea recta en que los ángulos son
menores que dos ángulos rectos.

F ig u r a 4.1

Esto es, si los ángulos 1 y 2 suman menos de 180°, entonces


las líneas a y b si se prolongan lo suficiente se encontrarán.
Euclides tenía buenas razones para enunciar su axioma en
esta forma. Podría haber afirmado, en su lugar, que si la suma
de los ángulos 1 y 2 es de 180°, entonces las líneas a y b jamás
se encontrarán, es decir, serían paralelas. Pero Euclides temía
aparentemente suponer que pudiera haber rectas infinitas que
nunca se encuentran. Ciertamente, la experiencia no garantiza
el comportamiento de líneas rectas infinitas, en tanto que se
suponía que los axiomas eran verdades evidentes por sí mismas
acerca del mundo físico. Sin embargo, Euclides probó la exis­
tencia de rectas paralelas sobre la base de su axioma de las
paralelas y los demás axiomas.
El axioma de las paralelas, en la forma en que fue propuesto
por Euclides, era considerado, en alguna medida, demasiado
complicado. Carecía de la sencillez de los otros axiomas. Apa­
rentemente, incluso a Euclides no le satisfacía su propia ver­
sión del axioma de las paralelas, pues no recurrió a él sino
después de haber probado todos los teoremas que pudo sin su
ayuda.
Un problema relacionado con el anterior, que no había mo­
lestado a mucha gente pero que últimamente había comenzado
a destacar como una cuestión vital era si se podía estar seguro
de la existencia de líneas rectas infinitas en el espacio físico.
Euclides tuvo buen cuidado de postular sólo que un segmento
de recta se puede extender tanto como sea necesario, de ma­
nera que el segmento extendido sigue siendo finito. No obs­
tante, Euclides sugería la existencia de líneas rectas infinitas,
pues si las rectas fueran finitas no se podrían extender todo
lo necesario en cualquier contexto dado.
Ya en tiempos de los griegos los matemáticos habían comen­
zado a esforzarse en resolver el problema planteado por el axio­
ma de las paralelas de Euclides. Se hicieron dos tipos de in­
tentos. El primero consistió en sustituir el axioma de las pa­
ralelas por un enunciado aparentemente más evidente. El se­
gundo tipo de esfuerzos consistió en tratar de deducirlo de los
otros nueve axiomas de Euclides; de ser esto posible, el quinto
postulado se convertiría en un teorema y dejaría de ser cues­
tionable. Durante más de dos mil años muchas docenas de
grandes matemáticos, por no decir nada de los menores, se
consagraron a ambos tipos de esfuerzos. La historia es larga
y técnica y no reproduciremos aquí más que una pequeña parte
porque es fácilmente accesible y no demasiado interesante *.
1 Esta historia se puede encontrar en Roberto Bonola, Non-Euclidean
geometry, Dover Publications, reedición, 1955; la primera edición en ita­
liano es de 1906.
De los muchos axiomas sustitutivos quizá merezca la pena
citar uno de ellos por ser el que aprendemos generalmente en
la escuela secundaria hoy día. Esta versión del axioma de las
paralelas, que se debe a John Playfair (1748-1819) y fue pro­
puesta por él en 1795, dice así: dado un punto P que no está
en una recta l (fig. 4.2), hay sólo una recta en el plano de P
y l que pasa por P y no corta a 1. Todos los axiomas que fue­
ron propuestos como sustitutivos, aunque aparentemente más
simples que la versión de Euclides, resultaron ser, examinados
más de cerca, no más satisfactorios que aquél. Muchos de ellos,
incluyendo el de Playfair, hacían afirmaciones acerca de lo que
ocurre en el espacio infinitamente lejos. Por otra parte, se vio
que los axiomas sustitutivos que no involucraban directamente
el «infinito», por ejemplo el axioma de que existen dos trián­
gulos semejantes pero no iguales, eran postulados bastante com­
plejos y en modo alguno preferibles al propio axioma de las
paralelas de Euclides.
Del segundo grupo de esfuerzos por resolver el problema
del axioma de las paralelas, aquellos que trataban de deducir
la aserción de Euclides de los otros nueve axiomas, el más
importante fue hecho por Gerolamo Saccheri (1667-1733),
sacerdote jesuita y profesor de la universidad de Pavía. Su
idea consistía en que si se adopta un axioma que difiera esen­
cialmente del de Euclides, se debe llegar a un teorema que
contradiga otro de los teoremas de Euclides. Tal contradic­
ción significaría que el axioma que niega el axioma de las
paralelas de Euclides, el único axioma en cuestión, es falso y
por tanto el axioma euclídeo de las paralelas debe ser verda­
dero, es decir, una consecuencia de los otros nueve axiomas.
Teniendo en cuenta el axioma de Playfair, que es equiva­
lente al de Euclides, Saccheri supuso, en primer lugar2, que

F igura 4.2

2 La d e sc r ip ció n q u e sig u e e s u n a lig era m o d ific a c ió n d el p r o c ed im ie n ­


to d e S a cch eri.
no hay rectas que pasan por el punto P (fig. 4.3) que sean
paralelas a /. Y de este axioma y de los otros nueve que Eucli­
des adoptó dedujo Saccheri una contradicción. A continuación
probó con la segunda y única posible alternativa, a saber, que
por el punto P pasan por lo menos dos rectas p y q, las cua­
les, por mucho que se alarguen, nunca llegan a cortar a l.
Saccheri procedió a probar muchos e interesantes teoremas
hasta que halló uno que parecía tan extraño y tan repugnante
que decidió considerarlo contradictorio con los resultados pre­
viamente establecidos. Debido a ello, Saccheri encontró justi­
ficada la conclusión de que el axioma de las paralelas era real­
mente una consecuencia de los otros nueve axiomas y tituló

F ig ura 4 3

su libro Euclides ab omni naevo vindicatus (Euclides exone­


rado de toda culpa, 1733). Sin embargo, matemáticos posterio­
res se percataron de que Saccheri no había obtenido realmen­
te una contradicción en el segundo caso y el problema de
las paralelas permanecía todavía abierto. Los esfuerzos para
encontrar un sustituto aceptable del axioma de las paralelas
de Euclides o para probar que la aserción euclídea debe ser
una consecuencia de los otros nueve axiomas fueron tan nu­
merosos y tan inútiles que D’Alembert, en 1759, llamó al pro­
blema del axioma de las paralelas «el escándalo de los ele­
mentos de la geometría».
Los matemáticos se fueron aproximando gradualmente a
la correcta comprensión del estatuto del axioma de las para­
lelas de Euclides. En su tesis doctoral, de 1763, Georg S. Klügel,
posteriormente profesor en la universidad de Helmstádt, que
conocía el libro de Saccheri y muchos otros intentos de defen­
der el axioma de las paralelas, hizo la notable observación de
que la seguridad con la que los hombres aceptaban la verdad
del axioma de las paralelas de Euclides estaba basada en la
experiencia. Esta observación introdujo, por primera vez, la
idea de que era la experiencia, y no la evidencia, lo que
justificaba los axiomas3. Klügel expresó sus dudas acerca de
la posibilidad de que la aserción euclídea fuera probada. Ade­
más, se percató de que Saccheri no había llegado a contra­
dicciones, sino únicamente a resultados que parecían extraños.
La tesis doctoral de Klügel sugirió a Johann Heinrich Lam­
ber t (1728-1777) su trabajo sobre el axioma de las paralelas.
En su libro Teoría de las rectas paralelas (escrito en 1766 y
publicado en 1786) Lambert, de manera parecida a Saccheri,
consideró las dos posibles opciones. También él encontró que
el supuesto de que no hay rectas que pasen por P y que sean
paralelas a / (fig. 4.3) conduce a una contradicción. Sin em­
bargo, a diferencia de Saccheri, Lambert no concluyó que había
obtenido una contradicción a partir del supuesto de que hay
al menos dos rectas por P paralelas a l. Además, se dio cuenta
de que cualquier colección de hipótesis que no condujera a
contradicciones ofrecería una posible geometría. Tal geometría
sería una estructura lógica válida, aun cuando pudiera tener
poco que ver con las figuras físicas.
El trabajo de Lambert y de otros hombres como Abraham
G. Kástner (1719-1800), profesor de Gotinga que fue maestro
de Gauss, autoriza nuestra insistencia. Estaban convencidos
de que el axioma de las paralelas de Euclides no podía ser
probado sobre la base de los otros nueve axiomas euclídeos,
es decir, que era independiente de los otros axiomas de Euclides.
Posteriormente, Lambert se convenció de que es posible adop­
tar un axioma alternativo que contradiga el de Euclides y
construir una geometría lógicamente consistente, aunque no
hizo afirmaciones acerca de la aplicabilidad de tal geometría.
Así pues, los tres se percataron de la existencia de una geo­
metría no euclídea.
El más distinguido de todos los matemáticos que trabaja­
ron en el problema planteado por el axioma de las paralelas
de Euclides fue Gauss. Gauss era plenamente consciente de la
inutilidad de los esfuerzos para establecer el axioma de las
paralelas de Euclides, ya que esto era del dominio público en
Gotinga. De hecho, la historia de esos esfuerzos era absoluta­
mente familiar para Kástner, el maestro de Gauss. Muchos años
después, en 1831, Gauss decía a su amigo Schumacher que ya
en 1792 (tenía entonces Gauss 15 años) tenía clara la idea de
que podía haber una geometría lógica en la que el postulado
3 Newton hizo también la misma observación, pero no insistió en ella
y fue ignorada.
de las paralelas de Euclides no se cumpliera. Pero hasta el
año 1799 Gauss trató de deducir el postulado de las paralelas
de Euclides de otros supuestos más plausibles y creía aún que
la geometría euclídea era la geometría del espacio físico, aunque
pudiera concebir otras geometrías lógicas no euclídeas. Sin
embargo, el 17 de diciembre de 1799 escribía a su amigo, el
matemático Wolfgang Bolyai:
En cuanto a mí, he hecho ya algunos progresos en mi trabajo. Sin
embargo, el camino que he elegido no conduce en absoluto a la
meta que buscamos [la deducción del axioma de las paralelas], la
cual me aseguráis haber alcanzado. Más bien parece obligarme a
dudar de la verdad de la geometría misma. Bien es verdad que
he llegado a resultados que para la mayoría de la gente constitui­
rían una demostración [de la deducción del axioma de las paralelas
de Euclides a partir de los otros axiomas]; pero a mi entender
no prueban absolutamente nada. Por ejemplo,, si pudiéramos demos­
trar la existencia de un triángulo rectilíneo cuya área sea mayor
que cualquier área dada, entonces estaría dispuesto a probar toda
la geometría [euclídea] de forma totalmente rigurosa.
La mayoría tomaría esta afirmación por un axioma; pero yo no.
Podría, efectivamente, ocurrir que el área permaneciera siempre por
debajo de un cierto límite, por muy lejanos entre sí que pudieran
estar los vértices del triángulo.
A partir de 1813, Gauss desarrolló su geometría no euclídea,
a la que llamó primeramente geometría antieuclídea, después
geometría astral y finalmente geometría no euclídea. Llegó al
convencimiento de que era lógicamente consistente y a estar
bastante seguro de que podría ser aplicable.
En una carta a su amigo Franz Adolf Taurinus (1794-1874)
el 8 de noviembre de 1824, escribía Gauss:
La suposición de que la suma de los ángulos [de un triángulo] es
menor de 180° conduce a una curiosa geometría, bastante diferente
de la nuestra [la euclídea] pero plenamente consistente, que he
desarrollado a mi entera satisfacción. Los teoremas de esta geóme­
tra parecen paradójicos, y, para los no iniciados, absurdos; no
obstante, una reflexión tranquila y sosegada revela que no contie­
nen en absoluto nada imposible.
En su carta del 27 de enero de 1829 al matemático y astró­
nomo Friedrich Wilhelm Bessel, Gauss reafirmaba su opinión
de que el postulado de las paralelas no podía ser probado a
partir de los otros axiomas de Euclides.
No vamos a analizar la específica geometría no euclídea
que Gauss creó. No llevó a término una presentación deduc­
tiva completa, y los teoremas que probó son parecidos en gran
medida a los que encontraremos en breve en los trabajos de
Lobachevski y Bolyai. En una carta a Bessel decía que proba­
blemente jamás publicaría sus hallazgos sobre el particular,
pues tenía miedo al ridículo o, como él decía, temía el clamor
de los beocios, en una clara referencia a la tribu griega cuya
torpeza era proverbial. Debemos recordar que, aunque unos
pocos matemáticos habían llegado gradualmente al desenlace
de los trabajos sobre geometría no euclídea, el mundo inte­
lectual en general estaba todavía dominado por la convicción
de que la geometría euclídea era la única geometría posible. Lo
que sabemos acerca de los trabajos de Gauss en geometría no
euclídea está sacado de sus cartas a los amigos, de dos breves
artículos en la Góttingische gelehrte Anzeigen de 1816 y 1822
y de algunas notas de 1831 encontradas entre sus papeles des­
pués de su muerte.
Los dos hombres a los que se ha atribuido más que a Gauss
el mérito de la creación de la geometría no euclídea son Loba­
chevski y Bolyai. De hecho sus trabajos fueron el epílogo a
ideas innovadoras anteriores, pero puesto que publicaron tra­
bajos deductivos sistemáticos, son ellos los que habitualmente
son aclamados como los creadores de la geometría no euclídea.
El ruso Nicolai Ivanovich Lobachevski (1793-1856) estudió en
la universidad ie Kazán y de 1827 a 1846 fue profesor y rector
de la misma. A partir de 1825 dio a conocer sus opiniones so­
bre los fundamentos de la geometría en múltiples artículos y
en dos libros. Johann Bolyai (1802-1860), hijo de Wolfgang
Bolyai, fue oficial del ejército húngaro. Publicó un trabajo de
veintiséis páginas titulado «La ciencia del espacio absoluto»,
sobre geometría no euclídea, a la que él llamaba geometría
absoluta, como apéndice al primer volumen de la obra en dos
tomos de su padre Tentamen juventutem estudiosam in ele­
menta matheseos (Ensayo sobre los elementos de las mate­
máticas para la juventud estudiosa). Aunque este libro apareció
en 1832-1833 y es, por tanto, posterior a las publicaciones de
Lobachevski, parece que Bolyai había desarrollado sus propias
ideas sobre geometría no euclídea ya en 1825 y en esa época
estaba convencido de que la nueva geometría no era contra­
dictoria. En una carta a su padre fechada el 23 de noviembre
de 1823, Johann escribía: «He realizado descubrimientos tan
maravillosos que estoy completamente asombrado.»
Gauss, Lobachevski y Bolyai se habían percatado de que el
axioma euclídeo de las paralelas no podía ser demostrado so­
bre la base de los otros nueve axiomas y que, en consecuencia,
era necesario algún axioma adicional sobre paralelas para
fundamentar la geometría euclídea. Puesto que el hecho des­
crito por el axioma de Euclides era independiente de los de­
más, era entonces posible, al menos lógicamente, adoptar un
enunciado contradictorio con él y desarrollar las consecuen­
cias del nuevo conjunto de axiomas.
El contenido técnico de lo que aquellos hombres crearon
es bastante simple. Podemos referirnos a los trabajos de Loba­
chevski, puesto que los tres hicieron más o menos lo mismo.
Lobachevski rechaza audazmente el axioma de las paralelas de
Euclides y hace la suposición que ya Saccheri había hecho.
Dada una recta AB y un punto P (fig. 4.4), exterior a ella, to­

das las rectas que pasan por P se dividen en dos clases res­
pecto de AB, a saber, la clase de las rectas que cortan a AB
y la de las que no la cortan. A esta última pertenecen las
rectas p y q que forman la separación entre las dos clases.
Más precisamente, si P es un punto cuya distancia perpendicu­
lar hasta AB es a, entonces existe un ángulo agudo A tal que
todas las rectas que forman con la perpendicular PD un ángulo
menor que A cortarán a AB, mientras que las que forman un
ángulo mayor o igual que A no la cortarán. Las rectas p y q
que forman el ángulo A con PD son las paralelas y A recibe el
nombre de ángulo de paralelismo. Las rectas que pasan por P,
y no son paralelas ni cortan a AB, se llaman rectas no inter­
secantes, aunque en el sentido de Euclides podrían ser rectas
paralelas. En este sentido, la geometría de Lobachevski admite
una infinidad de rectas paralelas por P.
A continuación probó varios teoremas clave. Si el ángulo A
es igual a / 2 , entonces resulta el axioma euclídeo de las
tz
paralelas. Si el ángulo A es agudo, entonces se sigue que
aumenta y se aproxima a / 2 a medida que a decrece y se
tz

aproxima a 0; además, al ángulo A decrece aproximándose a 0


cuando a crece tendiendo hacia infinito. La suma de los ángu­
los de un triángulo es menor que 180° y se aproxima a 180°
cuando el área del triángulo disminuye. Por otro lado, dos
triángulos semejantes son necesariamente congruentes.
Ninguna rama importante de las matemáticas y ni siquie­
ra un resultado específico importante es obra de un solo in­
dividuo. Algunos pasos o afirmaciones decisivas, como mucho,
pueden ser atribuidas a una sola persona. Este desarrollo acu­
mulativo de las matemáticas se aplica ciertamente a la geo­
metría no euclídea. Si la geometría no euclídea significa el
desarrollo de las consecuencias de un sistema de axiomas que
contiene una alternativa al axioma de las paralelas de Euclides,
entonces la mayor parte del mérito debe ser atribuida a Sac­
cheri, quien a su vez se benefició del trabajo de todos los que
trataron de encontrar un axioma aceptable que sustituyera al
de Euclides. Si la creación de una geometría no euclídea sig­
nifica el reconocimiento de que pueden existir geometrías alter­
nativas a la de Euclides, entonces quienes la crearon fueron
Klügel y Lambert. Sin embargo, el hecho más importante en
relación con la geometría no euclídea es que puede utilizarse
para describir las propiedades del espacio físico tan precisa­
mente como lo hace la geometría euclídea. La geometría euclí­
dea no es la geometría necesaria del espacio físico; no se pue­
de garantizar su verdad física sobre bases a priori. Fue Gauss
quien primero se dio cuenta de ello. Y no requirió complica­
dos y técnicos desarrollos matemáticos, puesto que éstos ya
habían sido hechos.
De acuerdo con uno de sus biógrafos, Gauss intentó veri­
ficar su convicción. Observó que la suma de los ángulos de
un triángulo es 180° en la geometría euclídea y menor en la
no euclídea. Había pasado varios años haciendo un mapa topo­
gráfico del reino de Hannóver y había archivado los datos. Es
posible que los usara para medir la suma de los ángulos de
un triángulo. En un famoso artículo que escribió en 1827,
Gauss señalaba que la suma de los ángulos del triángulo for­
mado por las cumbres de tres montañas, Brocken, Hohehagen
e Inselberg, excedía de 180° en aproximadamente 15". Esto no
probaba nada, puesto que el error experimental podía ser
mayor que el exceso, de modo que la suma correcta podía ser
180° o menos. Gauss debió de percatarse de que este triángulo
era demasiado pequeño para ser decisivo, puesto que en su
geometría no euclídea la diferencia de la suma de los ángulos
de un triángulo con 180° es proporcional al área. Sólo un tri­
ángulo grande, como por ejemplo los que aparecen en cálculos
astronómicos, podría posiblemente revelar una diferencia im­
portante. Sin embargo, Gauss estaba convencido de que esta
nueva geometría era tan aplicable como la geometría euclídea.
Lobachevski también consideró la aplicabilidad de su geo­
metría al espacio físico y dio un argumento para mostrar que
su geometría podía aplicarse a figuras geométricas muy gran­
des. Así pues, en la década de 1830 no sólo había una geometría
no euclídea aceptada por unos pocos hombres, sino que su
aplicabilidad al espacio físico era considerada al menos como
posible.
El problema de cuál es la geometría que mejor se acomoda
al espacio físico, suscitado primeramente por la obra de Gauss,
estimuló otra creación, una nueva geometría que dio al mundo
matemático nuevos motivos para creer que la geometría del
espacio físico podía muy bien ser no euclídea. El creador fue
Georg Bernhard Riemann (1826-1866), discípulo de Gauss y
posteriormente profesor de matemáticas en Gotinga. Aunque
los detalles de los trabajos de Lobachevski y Bolyai eran des­
conocidos para Riemann, no lo eran para Gauss, y Riemann
conocía con seguridad las dudas de Gauss acerca de la necesa­
ria aplicabilidad de la geometría euclídea a la interpretación
del mundo físico.
Gauss asignó a Riemann el tema de los fundamentos de la
geometría para la conferencia que éste debía pronunciar para
obtener el título de Privatdozent. Riemann dio su conferencia
en la facultad de filosofía de Gotinga estando Gauss presente.
Fue publicada en 1868 con el título «Sobre las hipótesis que
se encuentran en los fundamentos de la geometría». En ella
Riemann reconsideraba el problema general de la estructura
del espacio. En primer lugar planteaba la cuestión de qué es
exactamente lo que sabemos de cierto acerca del espacio físico.
¿Qué condiciones, o hechos, son presupuestos en el propio
concepto de espacio antes de que determinemos mediante la
experiencia cualquier propiedad que pueda presentarse en el
mundo físico? De esas condiciones o hechos, tratados como
axiomas, planeaba deducir propiedades más complejas. Los
axiomas y sus consecuencias lógicas serían verdades a prior i
y necesarias. Cualquier otra propiedad del espacio habría de
ser obtenida empíricamente. Uno de los objetivos de Riemann
era mostrar que los axiomas de Euclides eran en realidad ver­
dades empíricas, más que verdades evidentes por sí mismas.
Adoptó el enfoque analítico (el cálculo y sus ampliaciones)
porque con las demostraciones geométricas podemos dejarnos
llevar a conclusiones erróneas por nuestras percepciones al
asumir hechos no reconocidos explícitamente.
La concepción de Riemann de la estructura del espacio es
muy general y para nuestros propósitos no necesitamos exa­
minarla en detalle. Al estudiar lo que podía ser afirmado a
priori hizo una distinción, que luego alcanzaría mayor impor­
tancia, entre los conceptos de infinitud e ilimitación refirién­
dose al espacio. (Así, la superficie de una esfera es ilimitada
pero no infinita.) La ilimitación, señalaba Riemann, tiene una
credibilidad empírica mucho mayor que la extensión infinita.
La idea de Riemann acerca de la posibilidad de que el es­
pacio fuera ilimitado, más que infinito, sugirió otra geometría
elemental no euclídea, conocida hoy como geometría elíptica
doble. Al principio, el propio Riemann y Eugenio Beltrami
(1835-1900) pensaron que esta nueva geometría podía ser apli­
cada a ciertas superficies, tales como la superficie de una es­
fera en la que los círculos máximos son las «líneas rectas».
Pero el trabajo posterior de Cayley y otros obligó a los mate­
máticos a aceptar el hecho de que la geometría elíptica doble,
lo mismo que la geometría de Gauss, Lobachevski y Bolyai,
puede describir nuestro espacio tridimensional en el que la
línea recta es el canto de la regla.
En la geometría elíptica doble la línea recta es, en efecto,
ilimitada aunque no infinita en longitud. Además no hay rec­
tas paralelas. Puesto que esta nueva geometría conserva algu­
nos de los axiomas de Euclides, algunos de los teoremas son
los mismos. Así, por ejemplo, el teorema que dice que dos
triángulos son congruentes cuando dos lados y el ángulo com­
prendido en uno de ellos son iguales a los correspondientes
en el otro, es un teorema de la nueva geometría, como lo son
otros teoremas familiares de congruencia. Sin embargo, los
principales teoremas de esta geometría difieren de los de la
geometría de Euclides y de los de la geometría de Gauss,
Lobachevski y Bolyai. Un teorema afirma que todas las rectas
tienen la misma longitud finita y que se cortan en dos puntos
(cada dos rectas). Otro asegura que todas las rectas perpen­
diculares a otra se cortan en un punto. La suma de los ángulos
de un triángulo es siempre mayor que 180° pero disminuye y
se aproxima a 180° cuando el área del triángulo se aproxima
a cero. Dos triángulos semejantes son necesariamente con­
gruentes. Por lo que se refiere a la aplicabilidad de esta geo­
metría elíptica doble, todos los argumentos previamente utili­
zados para la recién creada geometría no euclídea, llamada
ahora geometría hiperbólica, se aplican aquí con la misma
fuerza 4.
A primera vista, la idea de que alguna de estas extrañas
geometrías pueda competir con la geometría euclídea, e inclu­
so suplantarla, parece absurdo. Pero Gauss aceptó esta posi­
bilidad. Utilizara o no las mediciones que tenía archivadas en
su publicación de 1827 para comprobar la aplicabilidad de la
geometría no euclídea, lo cierto es que fue el primero no sólo
en afirmar su aplicabilidad, sino en reconocer que, en adelante,
no podríamos ya estar seguros de la verdad de la geometría
euclídea. No se puede asegurar que Gauss estuviera directa­
mente influido por los escritos de Hume. Desdeñaba la refu­
tación kantiana de las ideas de Hume. No obstante, Gauss
vivió en una época en que la verdad de las leyes matemáticas
estaba siendo puesta en duda, y tuvo que absorber la atmós­
fera intelectual de la misma forma que respiramos el aire que
nos rodea. Nuevas perspectivas intelectuales comenzaban a
asentarse, si bien imperceptiblemente. De haber nacido Sacche-
ri cien años más tarde, quizá también él habría llegado a las
mismas conclusiones que Gauss.
Al principio, Gauss parece haber llegado a la conclusión
de que no existe verdad en todas las matemáticas. El 21 de
noviembre de 1811, en una carta a Bessel, decía: «No debemos
olvidar jamás que las funciones [de una variable compleja],
como todas las construcciones matemáticas, no son más que
nuestras propias creaciones, y que cuando la definición con la
que uno comienza deja de tener sentido lo que debe hacer no
es preguntarse qué es sino qué es conveniente suponer para
que siga siendo significativa.» Pero nadie consigue tesoros de
la noche a la mañana. Aparentemente*, Gauss reconsideró el
asunto de la verdad de las matemáticas y vio la roca a la que
podría asirse. En una carta a Heinrich W. M. Olbers (1758-1840),
escrita en 1817, decía: «Estoy cada vez más convencido de que
la necesidad [física] de nuestra geometría [euclídea] no pue­
de ser probada, al menos no por la razón humana ni para la
razón humana. Quizá en otra vida podamos obtener una visión
profunda de la naturaleza del espacio que, por el momento,
es inalcanzable. Hasta entonces, no debemos colocar la geo­
metría al nivel de la aritmética, que es puramente a priori,
4 Félix Klein señaló posteriormente que existe otra geometría ele­
mental no euclídea en la que dos rectas se cortan en un único punto.
Se conoce con el nombre de geometría elíptica simple.
sino al de la mecánica.» Gauss, a diferencia de Kant, no con­
sideraba las leyes de la mecánica como verdades. El y la ma­
yoría, creían más bien, como Galileo, que esas leyes están
basadas en la experiencia. El 9 de abril de 1830 escribía a
Bessel:
De acuerdo con mi más sincera opinión, la teoría del espacio ocupa
un lugar en el conocimiento completamente distinto del que ocupan
las matemáticas puras [las matemáticas construidas sobre el nú­
mero]. Carecemos, en nuestro conocimiento del espacio, de la com­
pleta convicción de la necesidad de nuestra geometría (y también
de su absoluta verdad), que es común a las matemáticas puras;
debemos añadir, humildemente, que si el número es exclusivamente
un producto de nuestra mente, el espacio tiene una realidad fuera
de ella y no podemos prescribir completamente sus leyes.
Gauss estaba afirmando que la verdad reside en la aritmética,
y consecuentemente en el álgebra y el análisis (el cálculo y
sus ampliaciones), que están construidos sobre la aritmética,
porque las verdades de ésta son claras para nuestras mentes.
La creencia de que la geometría euclídea es la geometría
del espacio físico, de que es la verdad sobre el espacio, estaba
tan arraigada en la mente de la gente que durante muchos
años fueron rechazadas las ideas que, como las de Gauss, le
era contrarias. El matemático Georg Cantor hablaba de una
ley de la conservación de la ignorancia. Una falsa conclusión,
una vez que se ha llegado a ella y ha sido generalmente acep­
tada, es muy difícil de desalojar y cuanto menos comprendida
es con mayor tenacidad es defendida. Treinta años después
de la publicación de los trabajos de Lobachevski y Bolyai, to­
dos los matemáticos, salvo unos pocos, ignoraban las geome­
trías no euclídeas. Algunos matemáticos no negaban su cohe­
rencia lógica. Otros opinaban que debían contener contradic­
ciones y que, en consecuencia, eran inútiles. Casi todos los
matemáticos mantenían que la geometría del espacio físico,
la geometría, debía ser euclídea.
Desgraciadamente, los matemáticos habían abandonado a
Dios, de manera que el Divino Geómetra se negó a revelar cuál
de las diversas geometrías en liza había utilizado para diseñar
el universo. Los matemáticos fueron abandonados a sus pro­
pios recursos. Sin embargo, el material de las notas de Gauss,
que comenzó a ser accesible después de su muerte en 1855,
cuando su reputación no podía ser mayor, y la publicación
en 1868 del trabajo de Riemann de 1854, convencieron a los
matemáticos de que una geometría no euclídea podía ser la
geometría del espacio físico y de que, en adelante, ya no se
podía estar seguro de cuál de las geometrías era la verdadera.
El mero hecho de que hubiera varias geometrías alternativas
era ya, en sí mismo, bastante chocante. Pero más chocante era
el hecho de que no se pudiera estar seguro de cuál era la geo­
metría verdadera o, incluso, de si alguna de ellas lo era. Llegó
a verse claro que los matemáticos habían adoptado para la
geometría unos axiomas que parecían correctos sobre la base
de una experiencia limitada, y se habían engañado al creer
que se trataba de verdades evidentes por sí mismas. Los mate­
máticos se hallaban en la posición descrita por Mark Twain:
«El hombre es el único animal religioso. Es el único que po­
see la región verdadera, e incluso varias de ellas.»
Las geometrías no euclídeas y sus implicaciones para la
verdad de la geometría fueron gradualmente aceptadas por los
matemáticos, pero no porque los argumentos en favor de su
aplicabilidad fueran consolidándose en alguna forma. En cierta
medida, la razón fue dada a comienzos de siglo por Max Plank,
el fundador de la mecánica cuántica: «Una nueva verdad cien­
tífica no triunfa por el hecho de convencer a sus oponentes y
conseguir que se haga en ellos la luz, sino más bien porque
esos oponentes finalmente mueren y crece una nueva genera­
ción que está familiarizada con ella.»
Con respecto a la verdad de las matemáticas en conjunto,
algunos matemáticos tomaron la postura de Gauss. La verdad
reside en el número, que es la base de la aritmética, el álgebra,
el cálculo y las ramas superiores del análisis. Como dijo Gus-
tav Jacob Jacobi (1804-1851): «Dios aritmetiza siempre.» No
geometriza eternamente, como mantenía Platón.
Parecía que los matemáticos habían conseguido rescatar y
mantener como verdades la porción de las matemáticas cons­
truida sobre la aritmética, que hacia 1850 era mucho más ex­
tensa y más vital para la ciencia que las diversas geometrías.
Desgraciadamente, se iban a producir otros sucesos también
demoledores. Para entenderlos debemos retroceder un poco.
Desde el siglo xvi los matemáticos habían venido usando el
concepto de vector. Los vectores, dibujados habitualmente
como segmentos orientados, tienen un módulo y una dirección
(fig. 4.5). Suelen representar fuerzas, velocidades y otras mag­
nitudes para las que la dirección y el módulo son importantes.
Los vectores del plano se pueden combinar geométricamente
mediante las operaciones usuales de adición, sustracción, mul­
tiplicación y división, obteniéndose como resultado un vector.
El mismo siglo xvi fue testigo de la introducción de los nú­
meros complejos, es decir números de la forma a + bi, en
donde ¿ = V — \ y a y b son números reales. Se trataba, in­
cluso para los matemáticos, de cantidades un tanto misterio­
sas. Se produjo, por consiguiente, un gran adelanto cuando,
hacia 1800, varios matemáticos, como Caspar Wessel (1745-
1818), Jean-Robert Argand (1786-1822) y Gauss, se dieron cuen­
ta de que los complejos se podían representar como segmen­
tos orientados en un plano (fig. 4.6). Estos mismos hombres

vieron, al momento, no sólo que los números complejos se


podían usar para representar los vectores del plano sino que
las operaciones de adición, sustracción, multiplicación y divi­
sión de vectores se podían realizar utilizando números com­
plejos. Es decir, que los números complejos sirven, en relación
con el álgebra de vectores, lo mismo que los números enteros
y las fracciones sirven para representar, por ejemplo, las tran­
sacciones comerciales. De manera que no hay necesidad de
realizar las operaciones con vectores geométricamente, sino
que se puede hacer algebraicamente. Así, la adición de dos
vectores OA y OB (fig. 4.7), que, de acuerdo con la ley del
paralelogramo para la adición de vectores, debe dar el vector
suma o resultante OC, puede llevarse a cabo algebraicamente
representando OA como el número complejo 3 + 2i y OB como
el número complejo 2 4- 4i. La suma 5 -h 6i representa, enton­
ces, el vector resultante OC.
Esta utilización de los complejos para representar vectores
y operaciones con vectores que están en un plano había llegado
a ser bastante conocida hacia 1830. Sin embargo, si sobre un
cuerpo actúan varias fuerzas, no es necesario que esas fuerzas
F ig u r a 4.7

y sus representaciones vectoriales estén en un plano y general­


mente no lo estarán. Si por conveniencia llamamos ordinaria­
mente números unidimensionales a los números reales y nú­
meros bidimensionales a los números complejos, entonces lo
que necesitaríamos para representar y trabajar algebraica­
mente con vectores en el espacio es algún tipo de números
tridimensionales. Las operaciones que habría que pedir a esos
números tridimensionales, como en el caso de los números
complejos, deberían incluir la adición, sustracción, multiplica­
ción y división, y obedecer, además, a las propiedades usuales
de las correspondientes operaciones con números reales y com­
plejos, de modo que las operaciones algebraicas pudieran apli­
carse fácil y eficazmente. De aquí que los matemáticos comen­
zaran a investigar lo que fue llamado número complejo tri­
dimensional y su álgebra.
Muchos matemáticos se enfrentaron con este problema.
La creación en 1843 de unos útiles números espaciales, análogos
a los complejos, se debe a William R. Hamilton. Durante quin­
ce años Hamilton fracasó. Todos los números conocidos por
los matemáticos de aquellos tiempos poseían la propiedad con­
mutativa de la multiplicación, esto es, ab = ba, y era natural
que Hamilton creyera que los números tridimensionales, o de
tres componentes, que él buscaba tendrían esta misma pro­
piedad, además de las otras propiedades que los números rea­
les y complejos poseían. Hamilton lo consiguió, pero sólo des­
pués de hacer dos concesiones. Primero, sus nuevos números
tenían cuatro componentes, y, segundo, tuvo que sacrificar la
ley conmutativa de la multiplicación. Ambas características
eran revolucionarias para el álgebra. A sus nuevos números
los llamó cuaterniones.
Mientras que un número complejo es de la forma a + bi,
en donde i = V~~ 1, un cuaternión es un número de la forma
a + bi + c; + dk
en donde i, j y k poseen la misma propiedad que V-— 1, a saber,
¿2 = /2 = k2 = - 1
El criterio para la igualdad de dos cuaterniones es que los nú­
meros coeficientes a, b, c y d sean iguales.
Dos cuaterniones se suman mediante la adición de sus coe­
ficientes respectivos para formar los nuevos coeficientes. De
esta forma, la suma de dos cuaterniones es también un cua­
ternión. Para definir la multiplicación, Hamilton tuvo que es­
pecificar el resultado de los productos de i y /, i y k y j y k.
Para asegurar que el producto de dos cuaterniones fuera un cua­
ternión y para conseguir para sus cuaterniones tantas propie­
dades de los números reales y complejos como fuera posible,
llegó a la conclusión de que
jk = i; kj = — i, ik = — j, ki = /, ij = k, ji = — k
Estas condiciones significan que la multiplicación no es con­
mutativa. Así, si p y q son cuaterniones, pq no es igual que qp.
La división de un cuaternión por otro también se puede efec­
tuar. Sin embargo, el hecho de que la multiplicación no sea
conmutativa significa que al dividir el cuaternión p por el
cuaternión q hay que concretar si se busca el cuaternión r tal
que p — qr o tal que p = rq. No es necesario que el cociente r
sea el mismo en los dos casos. Aunque los cuaterniones no
resultaron ser de tanta utilidad como Hamilton esperaba, fue
capaz de aplicarlos a un extenso número de problemas físicos
y geométricos.
La introducción de los cuaterniones causó un gran impacto
entre los matemáticos. Se trataba de un álgebra, útil desde el
punto de vista de la física, que carecía de una propiedad fun­
damental de todos los números reales y complejos, a saber,
que ab — ba.
No mucho después de que Hamilton creara los cuaternio­
nes, matemáticos que estaban trabajando en otros dominios
introdujeron álgebras todavía más extrañas. Arthur Cayley
(1821-1895), famoso geómetra algebraico, introdujo las matri­
ces, que son ordenamientos cuadrados o rectangulares de nú­
meros. También éstas están sujetas a las operaciones usuales
del álgebra, pero, como en el caso de los cuaterniones, carecen
de la propiedad conmutativa de la multiplicación. Además, el
producto de dos matrices puede ser cero aunque ninguno de
los dos factores sea cero. Los cuaterniones y las matrices no
fueron sino los precursores de una horda de nuevas álgebras
con propiedades más y más extrañas. Hermann Günther Gras-
smann (1809-1877) creó varias de estas álgebras. Eran incluso
más generales que los cuaterniones de Hamilton. Desgraciada­
mente, Grassmann era profesor de enseñanza media, de forma
que pasaron muchos años antes de que sus trabajos recibieran
la atención que merecían. En cualquier caso, el trabajo de
Grassmann se sumó a la variedad de nuevos tipos de lo que
ahora se llaman hipemúmeros.
La creación de álgebras nuevas con fines específicos no
ponía en tela de juicio, por sí sola, la verdad de la aritmética
ordinaria y sus desarrollos en álgebra y análisis. Después de
todo, los números reales y complejos ordinarios se utilizaban
con fines totalmente diferentes en los que su aplicabilidad
parecía incuestionable. No obstante, el simple hecho de que
aparecieran nuevas álgebras en escena hizo que los hombres
dudaran de la verdad de la aritmética y el álgebra familiares,
de la misma forma que la gente que conoce las costumbres
de una civilización extraña comienza a cuestionar las propias.
El ataque más demoledor a la verdad de la aritmética pro­
vino de Hermann von Helmholtz (1821'1894), un soberbio mé­
dico, físico y matemático. En su Contar y medir (1887) consi­
deraba que el principal problema de la aritmética era la justi­
ficación de su aplicación automática a los fenómenos físicos.
Su conclusión era que solamente la experiencia puede decirnos
dónde se deben aplicar las leyes de la aritmética. No podemos
estar seguros a priori de que deban aplicarse en cualquier
situación.
Helmholtz hizo muchas observaciones pertinentes. El pro­
pio concepto de número se obtiene de la experiencia. Algunos
tipos de experiencia sugieren las clases usuales de números,
números enteros, fracciones, números irracionales y sus pro­
piedades. A esas experiencias son aplicables los números fami­
liares. Reconocemos que existen objetos prácticamente equi­
valentes y por tanto ,que podemos hablar, por ejemplo, de dos
vacas. Sin embargo, estos objetos no deben desaparecer o fun­
dirse o dividirse. Una gota de agua añadida a otra gota de
agua no da dos gotas de agua. Ni siquiera la noción de igual­
dad puede ser aplicada automáticamente a la experiencia.
Puede parecer cierto que si un objeto a es igual a c y b es
igual a c, a debe ser igual a b. Pero los tonos de dos sonidos
pueden parecer iguales al de un tercero y sin embargo el oído
puede distinguir los dos primeros. En este caso, cosas iguales
a la misma cosa no tienen por qué ser iguales entre sí. Análo­
gamente, los colores a y b pueden parecer el mismo, y también
los colores b y c, pudiendo sin embargo distinguirse a y c.
Podrían aducirse muchos ejemplos para mostrar que la
aplicación ingenua de la aritmética conduciría a situaciones
absurdas. Así, si se mezclan dos volúmenes iguales de agua,
uno a 40° y el otro a 50°, no se consiguen dos volúmenes a 90°.
Si se superponen dos sonidos simples, uno de 100 ciclos por
segundo y otro de 200 ciclos por segundo, no se obtiene otro
sonido de 300 ciclos por segundo. De hecho, el sonido com­
puesto tiene una frecuencia de 100 ciclos por segundo. Si dos
resistencias de magnitudes Rt y R2 están conectadas en paralelo
en un circuito eléctrico, su resistencia efectiva combinada es
R^/CRi + R2). Además, como señalaba Henri Lebesgue chis­
tosamente, si ponemos un león y un conejo en una jaula, no
se puede esperar que más tarde haya dos animales en la jaula.
Aprendemos en química que cuando se mezclan hidrógeno
y oxígeno se obtiene agua. Pero si alguien toma dos volúmenes
de hidrógeno y un volumen de oxígeno obtendrá no tres, sino
dos volúmenes de vapor de agua. Análogamente, dos volúme­
nes de nitrógeno y tres de hidrógeno proporcionan dos volú­
menes de amoniaco. Da la casualidad de que conocemos la
explicación física de estos sorprendentes hechos aritméticos.
De acuerdo con la hipótesis de Avogadro, los volúmenes igua­
les de cualquier gas, en condiciones idénticas de presión y tem­
peratura, contienen el mismo número de partículas. Entonces,
si un volumen dado de oxígeno contiene diez moléculas, el
mismo volumen de hidrógeno contendrá también diez molécu­
las. Por consiguiente hay veinte moléculas en dos volúmenes
de hidrógeno. Ahora bien, da la casualidad de que las molécu­
las de hidrógeno y oxígeno son diatómicas; es decir, cada una
de ellas contiene dos átomos. Cada una de estas veinte mo­
léculas diatómicas de hidrógeno se combina con uno de los
átomos de las diez moléculas de oxígeno para formar veinte
moléculas de agua o dos volúmenes de agua, pero no tres.
Así pues, la aritmética no describe correctamente el resultado
en volúmenes de las combinaciones de gases.
La aritmética ordinaria tampoco describe el resultado en
volúmenes de las combinaciones de algunos líquidos. Si se
mezcla un cuarto de ginebra con un cuarto de vermouth no
se consiguen dos cuartos de mezcla, sino una cantidad ligera­
mente inferior. Un cuarto de alcohol y un cuarto de agua dan,
aproximadamente, 1,8 cuartos de vodka. Esto ocurre con la
mayor parte de las mezclas líquidas de alcoholes. Tres cucha­
radas de agua y una cucharada de sal no producen cuatro
cucharadas. Algunas mezclas químicas no sólo no aumentan
de volumen sino que explotan.
No sólo las propiedades de los números enteros no se apli­
can a muchas situaciones físicas, sino que hay situaciones
prácticas en las que se debe aplicar una aritmética de frac­
ciones distintas. Consideremos el béisbol, tema que ciertamen­
te interesa a millones de americanos.
Supongamos que un jugador va a batear 3 veces en un
juego y 4 veces en otro. ¿Cuántas veces fue a batear en total?
Aquí la cosa no es difícil. Fue a batear un total de 7 veces.
Supongamos que golpeó la pelota con éxito, es decir que con­
siguió ir a la primera base, o más allá, 2 veces en el primer
juego y 3 veces en el segundo. ¿Cuántas veces golpeó la pelota
en ambos juegos? Tampoco la cosa es aquí difícil. El número
total de golpes es 2 + 3, ó 5. Sin embargo, en lo que el público,
y el propio jugador, está habitualmente más interesado es en
la media de bateo, es decir la razón entre el número de golpes
y el número de veces que se fue a batear. En el primer juego,
esta razón fue de 2/3; en el segundo juego, de 3/4. Suponga­
mos ahora que el jugador, o un aficionado, desea utilizar esas
dos razones para calcular la media de bateo de ambos juegos.
Se podría pensar que todo lo que tiene que hacer es sumar
las dos fracciones por el método habitual. Esto es,
_23 + -

4 “ 12
11
Por supuesto, este resultado es absurdo. El jugador no consi­
guió 17 golpes en las 12 veces que fue a batear. Evidentemente,
el método ordinario de sumar fracciones no sirve para obtener
la media de bateo para ambos juegos a base de sumar las
medias de bateo de los juegos por separado.
¿C óijio podemos obtener la media de bateo para los dos
juegos partiendo de las de cada juegopor separado? La res­
puesta es quedebemos utilizar un nuevo método desumar
fracciones. Sabemos que la media combinada es 5/7 y que las
medias de bateo por separado son 2/3 y 3/4. Observamos que,
si sumamos los numeradores por un lado, y los denominadores
por otro, de las dos fracciones, formando luego la nueva frac­
ción obtenemos la respuesta correcta. Esto es,
2 3 5
T +T =7
siempre que este signo más signifique adición de numeradores
y adición de denominadores.
Este método de adición de fracciones es útil en otras situa­
ciones. Un vendedor que desee llevar una estadística de su
eficacia puede anotar que hizo una venta en 3 de las cinco
visitas que realizó el primer día, y en 4 de las 7 visitas que
realizó el día siguiente. Para obtener la razón entre el número
de visitas coronadas por el éxito y el número total de visitas,
debería sumar 3/5 y 4/7 exactamente de la misma forma como
fueron sumadas las medias de bateo. Su estadística para los
dos días de trabajo es de 7 ventas en un total de 12 visitas,
y este 7/12 es 3/5 + 4/7, siempre que más signifique adición
de numeradores y adición de denominadores.
Todavía es más común otra aplicación. Supongamos que
un automóvil recorre 50 kilómetros en 2 horas y 100 kilóme­
tros en 3 horas. ¿Cuál es la velocidad media para ambos tra­
yectos? Se podría decir que el automóvil recorrió 150 kilóme­
tros en 5 horas, por lo que su velocidad media es de 30 kiló­
metros por hora. Sin embargo, es a menudo muy útil calcular
a partir de las velocidades medias de cada trayecto la veloci­
dad media del total del viaje. La velocidad media para el pri­
mer trayecto es 50/2 y para el segundo 100/3. Si sumamos los
numeradores de las dos fracciones y los denominadores, obte­
nemos la velocidad media correcta para el total del trayecto.
Ordinariamente 4/6 = 2/3. Sin embargo, al sumar dos frac­
ciones con la aritmética que estamos examinando, por ejem­
plo 2/3 + 3/5, no podríamos sustituir 2/3 por 4/6, puesto que
en un caso la respuesta sería 5/8 y en el otro 7/11, y las dos
respuestas son diferentes. Además, en la aritmética normal,
fracciones tales como 5/1 y 7/1 se comportan exactamente
igual que los enteros 5 y 7. Sin embargo, si sumamos 5/1 y 7/1
en la nueva aritmética, no obtenemos 12/1, sino 12/2.
Estos ejemplos de lo que podríamos llamar aritmética del
béisbol muestran que podemos introducir operaciones diferen­
tes a las que nos son familiares y crear de esta forma una
aritmética aplicable. Existen, de hecho, muchas otras aritmé­
ticas en matemáticas. Sin embargo, el matemático sensato no
crea una nueva aritmética solamente para satisfacer sus ca­
prichos. Cada aritmética está diseñada para representar algún
tipo de fenómenos del mundo físico. Definiendo las operacio­
nes de manera que se ajusten a lo que sucede en esa clase
de fenómenos, de la misma forma que la anterior suma de
fracciones se ajusta a la combinación de dos medias de bateo,
se puede utilizar la aritmética para estudiar de un modo có­
modo lo que ocurre físicamente. Así pues, no se puede hablar
de la aritmética como de un cuerpo de verdades que necesa­
riamente se aplican a los fenómenos físicos. Por supuesto, dado
que el álgebra y el análisis son desarrollos de la aritmética,
esas ramas no son tampoco cuerpos de verdades.
Así, la triste conclusión que los matemáticos se vieron obli­
gados a sacar es que no existe la verdad en matemáticas, esto
es, la verdad en el sentido de unas leyes del mundo real. Los
axiomas de las estructuras básicas de la geometría y la arit­
mética son sugeridos por la experiencia y, como consecuencia
de ello, las estructuras tienen una aplicabilidad limitada. Sola­
mente la experiencia puede determinar el campo en el que son
aplicables. Los intentos de los griegos de garantizar la verdad
de las matemáticas partiendo de verdades evidentes por sí
mismas y usando sólo demostraciones deductivas resultaron
vanos.
Para muchos matemáticos serios el hecho de que las mate­
máticas no sean un cuerpo de verdades era demasiado difícil
de digerir. Parecía como si Dios hubiera tratado de confundir­
les con las diversas geometrías y álgebras, de la misma forma
que había confundido a las gentes de Babel con diferentes
lenguas. Por consiguiente, rehusaron aceptar las nuevas crea­
ciones.
William R. Hamilton, ciertamente uno de los principales
matemáticos, expresaba así sus objeciones a las geometrías
no euclídeas en 1837:
Ninguna persona inteligente y sincera puede dudar de la verdad
de las principales propiedades de las rectas paralelas, tal y como
fueron enunciadas por Euclides en sus Elementos hace dos mil
años; aunque bien pudiera ser que le gustara verlas tratadas con
un método más claro y mejor. La doctrina no implica oscuridad
ni confusión de pensamiento, y no deja en la mente base razonable
para la duda, aunque se pueda ejercitar con provecho el ingenio
para mejorar la forma de razonamiento.
En su discurso presidencial de 1883 en la British Association
for the Advancement of Science afirmaba Arthur Cayley:
Mi punto de vista personal es que el axioma duodécimo de Euclides
[llamado habitualmente quinto axioma, o axioma de las paralelas]
en la forma que le dio Playfair no necesita demostración, sino que
forma parte de nuestra noción de espacio, del espacio físico de
nuestra experiencia, que no conoce mediante la experiencia, pero
que es la representación que subyace en la base de toda expe­
riencia externa.
... No que las proposiciones de la geometría sean sólo aproxi­
madamente verdaderas, sino que siguen siendo absolutamente ver­
daderas en relación a ese espacio euclídeo que ha sido durante tanto
tiempo considerado como el espacio físico de nuestra experiencia.
Félix Klein (1849-1925), uno de los matemáticos verdaderamen­
te grandes de los tiempos recientes, expresaba más o menos
el mismo punto de vista. Aunque tanto Cayley como Klein ha­
bían trabajado en geometrías no euclídeas, las consideraban
como novedades que resultan cuando se introducen en la geo­
metría euclídea nuevas y artificiales funciones de distancia. Se
negaban a admitir que la geometría no euclídea fuera tan bá­
sica y tan aplicable como la euclídea. Por supuesto, su postu­
ra, en los días anteriores a la relatividad, era sostenible.
También Bertrand Russell creía todavía en la verdad de las
matemáticas, aunque limitaba en cierta medida las verdades.
En la década de 1890 planteó la cuestión de qué propiedades
del espacio son necesarias y pueden presuponerse con anterio­
ridad a la experiencia, ya que la experiencia carecería de sen­
tido si alguna de estas propiedades a priori fuera rechazada.
En su Essay on the foundations of geometry (1897), estaba de
acuerdo en que la geometría euclídea no es un conocimiento
a priori. Concluía que es más bien la geometría proyectiva5,
una geometría cualitativa básica, la que es a priori para toda
la geometría, conclusión comprensible a la vista de la impor­
tancia que el tema tenía hacia 1900. Añadía después a la geo­
metría proyectiva, en cuanto a priori, axiomas comunes a to­
das las geometrías, a la euclídea y a las no euclídeas. Estos
axiomas que se refieren a la homogeneidad del espacio, a la
dimensionalidad finita y al concepto de distancia, hacen que
la medición sea posible. Russell señalaba también que las con­
5 La geometría proyectiva estudia las propiedades comunes a las figuras
que resultan de proyectar una figura de un plano sobre otro. Así, si se
coloca un círculo delante de un foco de luz, su sombra puede verse sobre
una pantalla o sobre un muro. La sombra de la figura cambia según
el círculo esté más o menos inclinado respecto de la vertical. Sin em­
bargo, el círculo y sus posibles sombras tienen propiedades geométricas
comunes.
sideraciones cualitativas deben preceder a las cuantitativas,
y esta opinión refuerza el alegato en favor de la prioridad de
la geometría proyectiva.
El hecho de que las geometrías métricas, es decir, la euclí­
dea y varias de las no euclídeas pudieran ser deducidas de la
geometría proyectiva mediante la introducción de un concepto
específico de distancia era considerado por Russell como un
logro técnico sin significación filosófica. En cualquier caso, los
teoremas específicos de las geometrías métricas no son verda­
des a priori. En relación con las diversas geometrías métricas
básicas, disentía de Cayley y de Klein, considerando a todas
ellas en un mismo pie de igualdad. Puesto que los únicos es­
pacios métricos que poseen las anteriores propiedades a priori
son el euclídeo, el hiperbólico y el elíptico doble y simple, Rus­
sell concluía que ésas son las únicas geometrías métricas po­
sibles y que, por supuesto, la euclídea es la única aplicable
físicamente. Las demás son de importancia filosófica por cuan­
to demuestran que puede haber otras geometrías. De forma
retrospectiva, podemos ver ahora que Russell había sustituido
las inclinaciones euclídeas por las proyectivas. Russell admitía
varios años más tarde que su Essay era una obra de juventud
que no podía seguir defendiendo. Sin embargo, como más tar­
de veremos, él y otros formularon una nueva base para esta­
blecer la verdad en matemáticas (capítulo 10).
La persistencia de los matemáticos en la búsqueda de al­
gunas verdades básicas es comprensible. Aceptar el hecho de
que las matemáticas no son una colección de diamantes, sino
de piedras sintéticas, después de siglos de éxitos brillantes en
la descripción y predicción de fenómenos físicos, sería duro
para cualquiera, y mucho más para aquellos que pudieran estar
cegados por el orgullo de sus propias creaciones. No obstante,
los matemáticos admitieron gradualmente que los axiomas y
los teoremas de las matemáticas no eran verdades necesarias
sobre el mundo físico. Algunas áreas de la experiencia sugieren
conjuntos particulares de axiomas, y tanto éstos como sus con­
secuencias lógicas se aplican a dichas áreas con la suficiente
precisión como para ser tomados por descripciones útiles. Pero
cuando el área se ensancha, se puede perder la aplicabilidad.
Por lo que al estudio del mundo físico se refiere, las matemá­
ticas no ofrecen sino teorías o modelos. Y nuevas teorías ma­
temáticas pueden reemplazar a las antiguas cuando la experien­
cia o los experimentos muestran que la nueva teoría propor­
ciona una correspondencia más estrecha que otras más anti­
guas. La relación entre las matemáticas y el mundo físico fue
bien expresada por Einstein en 1921:
En la medida en que las proposiciones de las matemáticas dan
cuenta de la realidad, no son ciertas; y en la medida en que son
ciertas, no describen la realidad... Pero es cierto, por otra parte,
que las matemáticas en general, y la geometría en particular, deben
su existencia a nuestra necesidad de aprender cosas acerca de las
propiedades de los objetos reales.
Los matemáticos habían renunciado a Dios y, en consecuencia,
les tocaba aceptar a los hombres. Y eso fue lo que hicieron.
Continuaron desarrollando las matemáticas e investigando las
leyes de la naturaleza, sabiendo de antemano que lo que des­
cubrían no era el plan de Dios, sino la obra del hombre. Sus
pasados éxitos les ayudaban a tener confianza en lo que estaban
haciendo y, afortunadamente, sus esfuerzos fueron recompen­
sados por gran cantidad de nuevos éxitos. Lo que mantuvo
vivas a las matemáticas fue la poderosa medicina que ellas
mismas habían inventado —los enormes logros en mecánica ce­
leste, acústica, hidrodinámica, óptica, teoría electromagnética
e ingeniería— y la increíble precisión de sus predicciones. Tenía
que haber algún poder esencial, y tal vez mágico, en una ma­
teria que, aunque hubiera combatido bajo la bandera invenci­
ble de la verdad, ha logrado de hecho sus victorias por medio
de una misteriosa fuerza interna (capítulo 15). Y así, las crea­
ciones matemáticas y sus aplicaciones a la ciencia continuaron
incluso a un ritmo más rápido.
El reconocimiento de que las matemáticas no son un cuer­
po de verdades tuvo repercusiones demoledoras. Observemos,
en primer lugar, el efecto sobre la ciencia. Desde los tiempos
de Galileo, los científicos admitieron que los principios funda­
mentales de la ciencia, en contraposición a las matemáticas,
provenían de la experiencia, aunque durante al menos doscien­
tos años creyeran que los principios que encontraban eran in­
trínsecos al plan de la naturaleza. Pero a principios del si­
glo xix se dieron cuenta de que las teorías científicas no son
verdades. La constatación de que incluso las matemáticas ob­
tienen sus principios de la experiencia y de que su verdad no
podía ser asegurada por más tiempo hizo que los científicos
reconocieran que sus teorías son tanto más vulnerables cuanto
utilizan axiomas y teoremas de las matemáticas. Las leyes de
la naturaleza son creaciones del hombre. Somos nosotros, y
no Dios, los legisladores del universo. Una ley de la naturaleza
es una descripción del hombre y no una prescripción de Dios.
Las repercusiones de este desastre han alcanzado casi todas
las áreas de nuestra cultura. La obtención de aparentes verda­
des en matemáticas y en la física matemática había suscitado
la esperanza de alcanzar verdades en otros campos del conoci­
miento. En su Discurso del método, Descartes había expresado
esa esperanza:
Las largas cadenas de simples y fáciles razonamientos mediante los
cuales están acostumbrados los geómetras a alcanzar las conclusio­
nes de sus demostraciones más difíciles me llevan a imaginar que
todas las cosas en las que el conocimiento humano es competente
están conectadas entre sí de la misma forma, y que no hay nada
tan alejado de nosotros que esté más allá de nuestro alcance o tan
oculto que no podamos descubrirlo, con la única condición de que
nos abstengamos de aceptar lo falso como verdadero y preservemos
siempre en nuestros pensamientos el orden necesario para deducir
una verdad de otra.
Descartes escribió estas palabras cuando los éxitos de la in­
vestigación matemática eran todavía escasos. A mediados del
siglo xvm los éxitos eran tan numerosos y tan profundos que
los intelectuales más importantes confiaban en poder conse­
guir verdades en todos los campos aplicando la razón y las
matemáticas. D’Alembert, un exponente de la época, decía:
[...] una cierta exaltación de ideas que el espectáculo del universo
produce en nosotros [...] ha producido una viva fermentación de
las mentes. Al extenderse por la naturaleza en todas direcciones
como un río que rompe sus diques, esta fermentación ha barrido
con una cierta violencia todo lo que ha encontrado a su paso...
Así, desde los principios de las ciencias seculares hasta los funda­
mentos de la revolución religiosa, desde la metafísica a las cues­
tiones de gusto, desde la música a la moral, desde las peleas esco­
lásticas de los teólogos hasta las cuestiones comerciales, desde las
leyes de los príncipes a las del pueblo, desde la ley natural a las
leyes arbitrarias de las naciones... todo ha sido discutido y anali­
zado, o al menos mencionado.
Esta confianza en que serían descubiertas verdades en todos
los campos fue demolida por el reconocimiento de que la ver­
dad no existe en matemáticas. La esperanza y quizá incluso la
creencia de que es posible obtener verdades en política, ética, re­
ligión, economía y muchos otros campos, puede que todavía
persista en las mentes humanas, pero el principal apoyo a esta
esperanza ha desaparecido. Las matemáticas ofrecieron al mun­
do la prueba de que el hombre puede conseguir verdades para
después destruir esta prueba. Fueron la geometría no euclídea
y los cuaterniones, dos triunfos de la razón, los que allanaron
el camino para este desastre intelectual.
Como dijo William James: «La vida intelectual del hombre
consiste, casi exclusivamente, en la sustitución del orden per-
ceptual en el que interviene originalmente su experiencia por
un orden conceptual.» Pero el orden perceptual no está fiel­
mente reflejado en el conceptual.
Con la pérdida de la verdad, el hombre perdió su centro
intelectual, su marco de referencia, la autoridad establecida
para todo pensamiento. El «orgullo de la razón humana» sufrió
una caída que arrastró consigo todo el edificio de la verdad.
La lección de la historia es que ni siquiera nuestras más firmes
convicciones deben ser afirmadas dogmáticamente; de hecho,
deberían ser las más sospechosas: no marcan nuestras con­
quistas, sino nuestras limitaciones y nuestras fronteras.
La historia de la creencia humana en la verdad de las mate­
máticas se puede resumir en las palabras de Wordsworth en
su «Indicios de inmortalidad». En 1750 los matemáticos podían
decir de sus creaciones:
Pero nubes de gloria que se arrastran,
Procedemos de Dios, que es nuestro hogar,
En 1850 se vieron obligados a admitir tristemente:
Y sin embargo sé, a donde quiera que vaya,
Que se ha ido la gloria de la Tierra.
Pero la historia no debería ser demasiado desalentadora. Eva-
riste Galois decía de las matemáticas: «Esta ciencia es obra
de la mente humana, que está destinada a estudiar más que
a conocer, a buscar la verdad más que a encontrarla.» Quizá
esté en la naturaleza de la verdad el que desee ser escurridiza.
O, como dijo el filósofo romano Lucio Séneca: «la naturaleza
no revela de una vez todos sus misterios».
5. EL DESARROLLO ILÓGICO DE UN TEMA LOGICO

No nos desanimemos; más bien


saquemos fuerzas de lo que queda atrás
WORDSWORTH

Durante más de dos mil años los matemáticos creyeron haber


logrado grandes éxitos en el descubrimiento del diseño de la
naturaleza. Pero ahora estaban obligados a reconocer que las
leyes matemáticas no eran verdades. Durante estos dos mile­
nios los matemáticos también creyeron haber seguido el pro­
yecto de los griegos para conseguir verdades, a saber, aplicar
el razonamiento deductivo a los axiomas matemáticos, asegu­
rando así conclusiones tan dignas de crédito como los axiomas.
Puesto que las leyes matemáticas de la ciencia eran notable­
mente precisas, las pocas discrepancias que se daban acerca
de la coirección de algunos argumentos matemáticos fueron
dejadas de lado. Incluso los matemáticos más perspicaces es­
taban convencidos de que cualquier tacha que pudiera encon­
trarse en los razonamientos podría ser eliminada fácilmente.
Sin embargo, en el siglo xix se quebrantó la confianza de los
matemáticos en sus razonamientos.
¿Qué fue lo que abrió los ojos a los matemáticos? ¿Cómo
llegaron a darse cuenta de que sus razonamientos no eran só­
lidos? Algunos pocos hombres ya se habían sentido molestos
en las primeras décadas del siglo xix por los ataques a la soli­
dez del cálculo, que no estaban siendo rechazados satisfacto­
riamente. Pero fueron principalmente las mismas creaciones
que forzaron a los matemáticos a abandonar la idea de verdad
—la geometría no euclídea y los cuaterniones— las que hicieron
tomar conciencia a la mayoría de los matemáticos del triste
estado de la lógica.
El trabajo sobre geometría no euclídea, en donde las cons­
tantes referencias a teoremas y demostraciones análogas de la
geometría euclídea eran naturales, dio como resultado la sor­
prendente revelación de que la geometría euclídea, que durante
dos mil años había sido aclamada por los expertos como el
modelo de las demostraciones rigurosas, era, desde el punto
de vista lógico, gravemente defectuosa. La creación de nuevas
álgebras, comenzando por los cuaterniones (capítulo 4), preo­
cupó a los matemáticos lo suficiente como para que se dedi­
caran a revisar las bases lógicas de la aritmética y el álgebra
de los números reales y complejos ordinarios, aunque no fuera
más que por asegurarse de que las propiedades de estos nú­
meros estaban sólidamente establecidas. Y lo que encontraron
en este terreno fue sorprendente. Lo que ellos habían tenido
por disciplinas sumamente lógicas había sido desarrollado de
una manera totalmente ilógica.
La fuente de inspiración más fértil es la mirada retrospec­
tiva, y con esta mirada retrospectiva facultada y agudizada
por las nuevas creaciones, los matemáticos vieron, finalmente,
lo que sus predecesores no habían visto, o habían visto y en­
cubierto en su ansia de obtener verdades. Los matemáticos
no iban, ciertamente, a abandonar su oficio. Además de su con­
tinua y notable utilidad para las ciencias, las matemáticas pro­
piamente dichas eran un cuerpo de conocimientos en y para
sí mismas que muchos matemáticos, siguiendo a Platón, con­
sideraban como una realidad extrasensible. De aquí que los
matemáticos decidieran que lo menos que podían hacer era
revisar la estructura lógica de las matemáticas y suplir o re­
construir las partes defectuosas.
Sabemos que las matemáticas deductivas comenzaron con
los griegos y que la primera estructura aparentemente sólida
fueron los Elementos de Euclides. Euclides partió de defini­
ciones y axiomas y dedujo teoremas. Observemos algunas de
las definiciones de Euclides:
Definición 1. Punto es lo que no tiene partes.
Definición 2. Una línea [curva en la terminología moder­
na] es una longitud sin anchura.
Definición 3. Una línea recta es aquella que se extiende
uniformemente con respecto a cada uno de
sus puntos.
Ahora bien, Aristóteles había dicho que una definición debe
describir el concepto que está siendo definido en términos
de otros conceptos ya conocidos. Puesto que hay que comen­
zar en algún sitio, debe haber, afirmaba, conceptos indefinidos
de donde poder partir. Aunque existen muchos indicios de que
Euclides, que vivió y trabajó en Alejandría hacia el año 300
antes de Cristo, conocía los trabajos de los clásicos griegos
y los de Aristóteles en particular, definió no obstante todos
sus conceptos.
Ha habido dos explicaciones para este fallo. O bien Eucli­
des no estaba de acuerdo con que tuviera que haber términos
indefinidos, o bien, como afirman algunos de sus defensores,
se percató de que debía haber términos indefinidos pero optó
por dar sus definiciones iniciales solamente para proporcionar
ideas intuitivas de lo que los términos definidos significaban,
de modo que se pudiera saber si los axiomas que seguían a
continuación eran afirmaciones efectivamente correctas. En
este último caso, no debería haber incluido las definiciones
en el texto matemático propiamente dicho. Cualesquiera que
fueran las intenciones de Euclides, la práctica totalidad de los
matemáticos que le siguieron durante dos mil años no cayeron
en la cuenta de la necesidad de términos indefinidos. Pascal,
en su Tratado sobre el espíritu geométrico (1658), llamó la
atención sobre esta necesidad, pero su aviso fue ignorado.
¿Y qué decir de los axiomas de Euclides? Siguiendo, presu­
miblemente, a Aristóteles, enunció cinco nociones comunes,
que se aplican a todos los razonamientos, y cinco postulados,
que se aplican solamente a la geometría. Una de las nociones
comunes afirma que cosas iguales a una misma cosa son igua­
les entre sí. Euclides utilizó la palabra «cosa» para designar
longitudes, áreas, volúmenes y números enteros. Ciertamente,
la palabra «cosa» era demasiado vaga. Más confusa era, sin
embargo, otra de sus nociones comunes: las cosas que coinci­
den son iguales. Euclides utilizó este axioma para probar que
dos triángulos son congruentes por el procedimiento de colocar
un triángulo en la parte superior del. otro y mostrar luego,
con alguna hipótesis adicional, que los triángulos deben coin­
cidir. Sin embargo, al colocar un triángulo sobre el otro tenía
que desplazarlo, y al hacerlo suponía que sus propiedades no
cambiaban durante el movimiento. El axioma dice, en realidad,
que el espacio es homogéneo; esto es, que las propiedades de
las figuras son las mismas donde quiera que puedan estar co­
locadas. Esta puede ser una suposición razonable, pero no obs­
tante es una suposición adicional. De manera análoga, el con­
cepto de movimiento no fue tratado en sus definiciones.
Además, Euclides usó muchos axiomas que jamás enunció.
Como Gauss observó, Euclides hablaba de puntos que están
entre otros puntos y de líneas que están entre otras líneas,
pero nunca trató la noción de «estar entre» ni sus propieda­
des. Evidentemente, Euclides tenía figuras geométricas in mente
e incluyó en su razonamiento propiedades que las figuras de
hecho poseen, pero que no habían sido incorporadas a los axio­
mas. Las figuras pueden ser una ayuda para pensar y para
memorizar, pero no pueden ser la base del razonamiento. Otro
axioma que usó sin una mención explícita, cosa que fue adver­
tida por Leibniz, implica lo que técnicamente se conoce como
continuidad. Euclides utilizó el hecho de que una línea que
vaya desde A (fig. 5.1), situado a un lado de la recta l, has­
ta B, en el lado opuesto, tiene un punto común con /. Esto
es ciertamente evidente a partir de una figura. Pero ningún
axioma sobre líneas nos asegura la existencia de este punto
común. ¿Se puede incluso hablar de dos lados de la recta /?
Esto requiere, también, un axioma.
•A
l
•B
F ig u r a 5.1

Además de los fallos en sus definiciones y axiomas, los


Elementos contienen también muchas demostraciones insufi­
cientes. Algunos teoremas están incorrectamente demostrados.
Otros prueban solamente un caso especial o una configuración
particular del teorema afirmado. Estos últimos fallos son, sin
embargo, relativamente menores, ya que pueden ser fácilmente
remediados. Euclides había supuestamente ofrecido demostra­
ciones precisas de figuras descuidadamente trazadas. Sin em­
bargo, si se juzga la obra de Euclides en su conjunto, hay que
decir que de hecho ofreció demostraciones descuidadas de fi­
guras precisamente trazadas. En suma, la presentación de
Euclides fue lamentablemente defectuosa.
A pesar de todos estos defectos de los Elementos, los me­
jores matemáticos, científicos y filósofos anteriores a 1800 los
consideraron como el ideal de la demostración rigurosa. Decía
Pascal en sus Pensamientos: «El espíritu geométrico sobresale
en todas aquellas disciplinas que son susceptibles, de un análi­
sis perfecto. Parte de axiomas y extrae inferencias cuya verdad
puede ser demostrada mediante reglas lógicas universales.»
Isaac Barrow, maestro y predecesor de Newton en la univer­
sidad de Cambridge, enumeraba ocho razones para la certidum­
bre de la geometría: la claridad de sus conceptos; la falta de
ambigüedad de sus definiciones; nuestra seguridad intuitiva
de la verdad universal de sus nociones comunes; la clara po­
sibilidad y la fácil imaginabilidad de sus postulados; el peque­
ño número de sus axiomas; la forma claramente concebible
en que son generadas las magnitudes; el fácil orden de las
demostraciones, y la evitación de las cosas no conocidas. Se
podrían añadir muchos testimonios de este tipo. Todavía en
1873 Henry John Stephen, notable especialista en teorM de
números, decía: «La geometría no es nada si no es riguro­
sa [...] Los métodos de Euclides son, por consenso casi uni­
versal, impecables en cuanto al rigor.»
Sin embargo, el trabajo sobre geometrías no euclídeas ha­
bía revelado tantos defectos que la perfección lógica de la
geometría de Euclides no podía ser admirada por más tiempo.
La geometría no euclídea fue la referencia, fue el escollo con
el que chocó la lógica de la geometría euclídea. El suelo que
había sido considerado indudablemente firme resultó ser un
cenagal.
La geometría euclídea es, por supuesto, sólo una parte de
las matemáticas. Desde el año 1700 la parte más importante,
con mucho, de las matemáticas ha sido las matemáticas del
número. Veamos cómo le fue al desarrollo lógico de los nú­
meros. Los egipcios y los babilonios trabajaron con números
enteros, fracciones e incluso números irracionales tales como
y /3 7 Aproximaron los racionales en las aplicaciones
prácticas. Sin embargo, puesto que las matemáticas de estos
pueblos e incluso las dé los griegos antes del siglo iv a.C. es­
taban basadas en datos empíricos y en la intuición, no había
lugar ni para el elogio ni para la crítica de la estructura lógica.
El primer tratamiento lógico de los números enteros que
nos es conocido aparece en los libros VII, VIII y IX de los
Elementos de Euclides. En ellos Euclides daba definiciones
tales como que una unidad es aquello en virtud de lo cual
cada una de las cosas que existen es llamada una, y que un
número es una multitud compuesta de unidades. Se ve clara­
mente que estas definiciones son insuficientes, por no decir
nada del hecho de que tampoco aquí reconociera la necesidad
de conceptos indefinidos. Euclides utilizó las nociones comu­
nes mencionadas anteriormente en la deducción de las propie­
dades de los números enteros. Desgraciadamente, algunas de
sus demostraciones son erróneas. Sin embargo, los griegos y
sus sucesores creyeron que la teoría de los números enteros
había conseguido una base lógica satisfactoria. También se
permitieron, sin mayores preocupaciones, hablar de razones
de números enteros, que las generaciones posteriores llamaron
fracciones, aunque no estuviera definido el concepto de razón.
Los griegos encontraron una dificultad, insuperable para
ellos, en el desarrollo lógico de los números. Como sabemos,
los pitagóricos del siglo v a.C. fueron los primeros en ponderar
la importancia de los números enteros y de las razones de los
números enteros en el estudio de la naturaleza, insistiendo de
hecho en que los números enteros eran la «medida» de todas
las cosas. Se sintieron inquietos y asustados al descubrir que
algunas razones, como por ejemplo la razón de la hipotenusa
de un triángulo rectángulo isósceles a uno de sus lados, no
podía ser expresada mediante números enteros. A las razones
que son expresables mediante números enteros las llamaron
comensurables y a las que no lo son, incomensurables. Así, lo
que expresamos mediante el número irracional s¡~lt lo llama­
ron razón incomensurable. El descubrimiento de las razones
incomensurables es atribuido a Hipaso de Metaponto (siglo v
antes de Cristo). Una vieja leyenda cuenta que los pitagóricos
estaban viajando por mar en ese momento y que Hipaso fue
arrojado por la borda por haber encontrado un elemento del
universo que contradecía la doctrina pitagórica de que todos
los fenómenos del universo se pueden reducir a números en­
teros o a sus razones.
La demostración de que sTT es incomensurable con 1, o
lo que es lo mismo, irracional, fue ofrecida por los pitagóri­
cos, y según Aristóteles, por el método de reductio ad absur-
dum, es decir por el método indirecto. La demostración pone
de manifiesto que si la hipotenusa de un triángulo rectángulo
isósceles es comensurable con un lado, entonces un mismo nú­
mero debe ser, a la vez, par e impar, lo cual evidentemente
es insostenible. La demostración se desarrolla de la forma si­
guiente: supongamos que la razón de la hipotenusa al lado
es expresable en la forma a/b, en donde a y b son números
enteros, y además ambos números no tienen factores primos
comunes. Si fuera a/b = entonces a2 = 2b2. Puesto que
a2 es par, ya que es el doble de b2, también a debe ser par,
ya que el cuadrado de cualquier impar es impar1. Ahora bien,
la razón a/b está escrita en sus términos más pequeños y no
i Todo número impar entero puede expresarse como 2n + 1 para al­
gún n. Por tanto (2n + 1)2 = 4n2 + 4« + 1 , que es necesariamente impar.
es simplificable y, en consecuencia, puesto que a es par, b debe
ser impar. Puesto que a es par escribamos a — 2 c. Enton­
ces a2 = 4c2 y puesto que a2 — 2b2, 4c2 = 2b2, ó 2c2 = b2 y, por
lo tanto, b2 es par. En consecuencia, b es par porque si fuera
impar su cuadrado también sería impar. Pero b es también
impar y, consecuentemente, existe una contradicción.
Los pitagóricos y los griegos clásicos en general no quisie­
ron aceptar los números irracionales porque el concepto se
les escapaba. La demostración de los pitagóricos nos dice
que J 2 no es una razón de números enteros, pero no nos
dice qué es un número irracional. Los babilonios, como ya
hemos señalado, trabajaron con tales números. Pero, induda­
blemente, desconocían que sus aproximaciones decimales (se­
xagesimales) jamás podrían llegar a ser exactas. Podemos elo­
giar su ánimo jovial, pero no podemos decir que fueran mate­
máticos. Los clásicos griegos eran de un talante intelectual
diferente y no podían contentarse con una aproximación.
El descubrimiento de los irracionales planteó un problema
que es central en las matemáticas griegas. Platón, en Las leyes,
clamaba por el conocimiento de los incomensurables. La reso­
lución del problema, que se debió a Eudoxo, durante un tiem­
po discípulo de Platón, consistió en concebir todas las magni­
tudes al modo geométrico. Así, las longitudes, los ángulos, las
áreas y los volúmenes, algunos de los cuales serían irracionales
si se expresasen numéricamente, fueron tratados geométrica­
mente. Por ejemplo, Euclides enuncia el teorema de Pitágoras
de esta forma: el cuadrado sobre la hipotenusa de un trián­
gulo rectángulo es la suma de los cuadrados sobre los lados.
Y por suma de los cuadrados entendía que las dos áreas geo­
métricamente combinadas eran iguales al área del cuadrado
sobre la hipotenusa. Es comprensible este recurso a la geome­
tría. Cuando 1 y \Z~2~ son tratados como longitudes, esto es,
como segmentos, desaparece la distinción entre 1 y sf^T.
El problema planteado por los números irracionales con­
sistía en algo más que en representar longitudes, áreas y volú­
menes numéricamente. Puesto que las raíces de una ecuación
cuadrática, por ejemplo x2— 2 = 0, pueden muy bien ser núme­
ros irracionales, los clásicos griegos resolvieron estas ecuaciones
geométricamente, de modo que las raíces aparecían como seg­
mentos, evitando de nuevo la necesidad de usar números irra­
cionales. Estos procedimientos son conocidos como álgebra
geométrica. Los Elementos de Euclides son, por consiguiente,
un tratado de álgebra además de geometría.
La conversión de todas las matemáticas, a excepción de la
teoría de números enteros, en geometría tuvo varias conse­
cuencias importantes. Por un lado, provocó una clara separa­
ción entre número y geometría, puesto que sólo la geometría
podía manipular las razones incomensurables. Desde los tiem­
pos de Euclides, esas dos ramas de las matemáticas tuvieron
que ser claramente distinguidas. También, y puesto que la
geometría abarcaba el grueso de las matemáticas, ésta se con­
virtió en la base de casi todas las matemáticas «rigurosas»
hasta, al menos, el año 1600. Todavía hablamos de x2 como del
cuadrado de x y de x3 como del cubo de x, en lugar de hablar
de x en segunda o x tercera, porque para las magnitudes x2
y x? sólo tenían antiguamente un significado geométrico.
La representación geométrica de números y operaciones
con números no era, por supuesto, nada práctica. Podríamos
contentarnos, desde el punto de vista de la lógica, con pensar
en sHZ * v^T como el área de un rectángulo, pero si necesitá­
ramos conocer su producto numérico ello no sería suficiente.
Para la ciencia y la ingeniería, las figuras geométricas no son,
ni mucho menos, tan útiles como una respuesta numérica que
puede ser calculada con tantas cifras decimales exactas como
se desee. La ciencia aplicada y la ingeniería deben ser cuanti­
tativas. Cuando un barco necesita conocer su situación en el
mar debe conocerla numéricamente, en términos de grados de
longitud y de latitud. Para construir buenos barcos, puentes,
edificios y diques hay que conocer las medidas cuantitativas
de longitudes, áreas y volúmenes que vayan a ser empleadas,
de modo que las partes se ajusten adecuadamente; de hecho,
este conocimiento cuantitativo debe ser poseído antes de la
construcción. Pero los griegos clásicos, que consideraban el
razonamiento exacto como de suprema importancia y despre­
ciaban las aplicaciones al comercio, la navegación, la construc­
ción y el calendario, se contentaban con la solución geométri­
ca que habían hallado a las dificultades de los números irra­
cionales.
La civilización griega clásica fue seguida, hacia el año 300
antes de Cristo, por la civilización griega alejandrina (capítu­
lo 1). Fue una fusión de la civilización griega clásica con las
civilizaciones egipcia y babilónica. Desde el punto de vista del
desarrollo lógico, produjo una curiosa mezcla de matemáticas
empíricas y deductivas. Los principales matemáticos, Arquí-
medes y Apolonio, prosiguieron, en general, el método axiomá­
tico y deductivo de los Elementos de Euclides. Incluso en sus
tratados sobre mecánica, Arquímedes partió de axiomas y pro­
bó teoremas. Sin embargo, los alejandrinos, influidos por los
egipcios y babilonios, de mentalidad más práctica, pusieron a
las matemáticas a trabajar. Y así, nos encontramos con que
en Alejandría fueron derivadas las fórmulas que permitirían
la medición cuantitativa de longitudes, áreas y volúmenes.
El ingeniero egipcio-alejandrino Herón (siglo i d.C.), en su
Métrica, da como fórmula para el área de un triángulo:
J s(s — a)(s — b)(s — c)
en donde a, b y c son las longitudes de los lados y 5 es el
semiperímetro. Los valores dados por tales fórmulas son, a
menudo, irracionales. En particular, esta fórmula es notable.
Mientras que los griegos clásicos consideraban sin sentido el
producto de más de tres números, por carecer este producto
de significado geométrico, Herón no tuvo tales escrúpulos. En
las muchas ciencias puras y aplicadas que los griegos alejan­
drinos desarrollaron, el calendario, la medición del tiempo, las
matemáticas de la navegación, la óptica, la geografía, la neu­
mática y la hidrodinámica (capítulo 1), los números irraciona­
les fueron utilizados libremente.
El logro supremo de los alejandrinos fue la creación de
una astronomía cuantitativa por Hiparco y Tolomeo, una as­
tronomía geocéntrica que permitía al hombre predecir el mo­
vimiento de los planetas, el Sol y la Luna (capítulo 1). Para
desarrollar esta astronomía cuantitativa, Hiparco y Tolomeo
crearon la trigonometría, la rama de las matemáticas que per­
mite hallar algunas partes de un triángulo a partir de infor­
mación sobre las otras. Tolomeo enfocó la trigonometría de
forma diferente a como se hace modernamente y por este
motivo se vio forzado a calcular longitudes de cuerdas de
círculo. Aunque utilizó una geometría deductiva para estable­
cer sus resultados básicos en lo que se refiere a cómo unas
cuerdas se relacionan con otras en tamaño, procedió después
a utilizar la aritmética y algo de álgebra para calcular las lon­
gitudes de las cuerdas, que era en lo que, al fin y al cabo,
estaba interesado. La mayor parte de estas longitudes son irra­
cionales. Tolomeo se contentó con obtener aproximaciones
racionales, pero en el curso de su trabajo no dudó en usar
los irracionales.
Sin embargo, la aritmética y el álgebra tan libremente uti­
lizadas por los griegos alejandrinos y tomadas de los egipcios
y babilonios no tenían una fundamentación lógica. Tolomeo y
los demás griegos alejandrinos adoptaron generalmente la ac­
titud de los egipcios y babilonios. Números irracionales como
tz, >J~2, >/~T y otros análogos fueron acríticamente utilizados
y aproximados cuando era necesario. Por ejemplo, el más cé­
lebre uso de los irracionales fue el cálculo de Arquímedes
de que tc está comprendido entre 3 1/17 y 3 10/71. Supiera
o no Arquímedes que ic era irracional, lo cierto es que calculó
un cierto número de raíces cuadradas, de las que sí sabía que
eran irracionales, para obtener las aproximaciones.
Para nuestros propósitos, tan digno de mención como el
libre uso de los irracionales fue la reanudación, independien­
temente de la geometría, del álgebra egipcia y babilónica. En
esta recuperación destacaron Herón y Diofanto (siglo ni d.C.)
que fue otro griego de Alejandría. Ambos trataron problemas
aritméticos y algebraicos en y por sí mismos, sin buscar en
la geometría ni motivación ni fundamentación para la lógica.
Herón formuló y resolvió problemas algebraicos por procedi­
mientos puramente aritméticos. Trató, por ejemplo, este pro-
bema: dado un cuadrado tal que la suma de su área y su perí­
metro es 896 pies, calcular el lado. Para resolver la ecuación
cuadrática pertinente, Herón añadió 4 a ambos miembros de
la ecuación y tomó la raíz cuadrada. No probó, sino que des­
cribió únicamente las operaciones que realizaba. Hay muchos
problemas de este tipo en la obra de Herón.
Herón hablaba en su Geométrica de sumar un área, una
circunferencia y un diámetro. Al utilizar tales palabras quería
decir, por supuesto, que deseaba sumar los valores numéricos.
Análogamente, cuando decía que multiplicaba dos cuadrados
quería dar a entender que estaba hallando el producto de los
valores numéricos. También transformó Herón buena parte
del álgebra geométrica de los griegos en procesos algebraicos
y aritméticos. Algunos de los problemas suyos y de sus suce­
sores son exactamente los que aparecen en los textos egipcios
y babilónicos del año 2000 a.C. Esta obra algebraica griega
estaba escrita en forma verbal. No se usaba ningún simbolis­
mo. No se daba demostración alguna de los procedimientos.
Desde los tiempos de Herón, los problemas que llevaban a
ecuaciones tenían también la forma común de un enigma.
El punto más alto del álgebra griega alejandrina fue alcan­
zado por Diofanto. No sabemos casi nada de sus orígenes ni
de su vida. Su obra, que destaca por encima de las de sus
contemporáneos, llegó desgraciadamente demasiado tarde para
influir en su época debido a que una destructiva marea (ca­
pítulo 2) estaba ya engulléndose la civilización. Diofanto escri­
bió varios libros que se han perdido, pero conservamos seis
partes de su mayor obra, la Aritmética, que, según decía Dio­
fanto, tenía trece partes. La Aritmética, como el papiro de
Rhind egipcio, es una colección de problemas. La dedicatoria
dice que fue escrito como una serie de ejercicios para ayudar
a uno de sus estudiantes a aprender la disciplina.
Uno de los principales adelantos debidos a Diofanto consis­
tió en introducir algún simbolismo en el álgebra. Puesto que
no tenemos manuscritos del propio Diofanto, sino solamente
otros mucho más tardíos, que datan del siglo xm en adelante,
no conocemos las formas precisas de su simbolismo, pero sí
sabemos que utilizó símbolos correspondientes a nuestra x,
a las potencias de x hasta x?, y a nuestra 1/x. La aparición de
tal simbolismo es por supuesto notable, pero el uso de poten­
cias superiores a tres es algo extraordinario, puesto que, como
ya hemos observado, para los griegos clásicos el producto de
más de tres factores no tenía significación geométrica. Desde
un punto de vista puramente aritmético, estos productos, sin
embargo, sí tienen sentido, y éste fue precisamente el punto
de vista adoptado por Diofanto.
Diofanto escribió las soluciones de sus problemas en un
texto continuo, de la misma forma que nosotros escribimos en
prosa. Su ejecución de las operaciones es completamente arit­
mética; esto es, no se recurre a la geometría para ilustrar o
justificar sus afirmaciones. Así, (x — l)(x — 2) es efectuado
algebraicamente, como hacemos nosotros ahora. También uti­
lizó identidades algebraicas tales como a2— b2 = (a — b) (a 4- b)
y otras más complicadas. Estrictamente hablando, Diofanto
realizó operaciones que implicaban identidades, pero las iden­
tidades mismas no aparecen.
Otra característica insólita del álgebra de Diofanto es la
solución de ecuaciones indeterminadas como, por ejemplo, una
ecuación con dos incógnitas. Tales ecuaciones habían sido con­
sideradas anteriormente en las obras pitagóricas sobre solu­
ciones enteras de la ecuación x2 + y2 = z2 y en otros escritos.
Diofanto, sin embargo, se dedicó extensamente al tema, siendo
el fundador de la rama del álgebra que ahora se llama, de
hecho, análisis diofántico.
Aunque Diofanto es notable por su utilización del álgebra,
aceptaba solamente las raíces racionales positivas, ignorando
todas las demás. Incluso cuando una ecuación cuadrática con
una incógnita tenía dos raíces racionales positivas, él consi­
deraba sólo una, la mayor. Cuando las ecuaciones conducían
claramente a dos raíces negativas, o irracionales, o imagina­
rias. las rechazaba diciendo que no eran resolubles. En el caso
de raíces irracionales volvía sobre sus pasos y mostraba cómo,
alterando la ecuación, podía conseguir otra distinta que tuvie­
ra raíces racionales. En esto, Diofanto difería de Herón y Ar­
químedes. Herón fue un ingeniero y las cantidades que bus­
caba podían ser irracionales. En consecuencia, las aceptaba
aunque, por supuesto, las aproximaba para obtener un resul­
tado útil. Arquímedes buscaba también respuestas exactas y
cuando éstas eran irracionales obtenía desigualdades para aco­
tarlas.
No sabemos la forma en que Diofanto consiguió llegar a
sus métodos. Puesto que no recurrió a la geometría, no es
probable que aplicara los métodos de Euclides para su reso­
lución de las ecuaciones cuadráticas. Además los problemas
indeterminados no existen en Euclides y, como clase, aparecen
con Diofanto. Puesto que carecemos de información sobre la
continuidad del pensamiento matemático en el período alejan­
drino tardío, no podemos encontrar rastros de sus predecesores
griegos. Sus métodos están, de hecho, más próximos a los de
los babilonios, y hay vagos indicios de influencias de Babilo­
nia. Sin embargo, a diferencia de los babilonios, utilizó sim­
bolismos y emprendió la solución de ecuaciones indetermina­
das. Su obra es, en conjunto, un monumento al álgebra.
Los trabajos de Herón y Diofanto, y los de Arquímedes y
Tolomeo por lo que se refiere a la aritmética y al álgebra, están
redactados como los textos de los egipcios y babilonios, los
cuales nos dicen cómo hay que hacer las cosas. En ellos no
hay ya demostraciones deductivas como en la geometría de
Euclides, Apolonio y Arquímedes. Los problemas eran tratados
inductivamente en el sentido de que mostraban métodos para
resolver problemas concretos, presumiblemente aplicables a
clases generales de problemas cuya extensión no se especifica­
ba. Los distintos tipos de números, números enteros, fraccio­
nes e irracionales, ciertamente no fueron definidos (con la ex­
cepción del imperfecto trabajo de Euclides sobre los números
enteros). Tampoco había una base axiomática sobre la que se
pudiera erigir una estructura deductiva.
Así pues, los griegos legaron dos ramas de las matemáticas
claramente diferentes y desigualmente desarrolladas. Por una
parte, estaba la geometría deductiva y sistemática, aunque algo
defectuosa, y por otra, la aritmética empírica y su extensión
al álgebra. Dado que los griegos clásicos exigían que los resul­
tados matemáticos se derivaran deductivamente de una base
axiomática explícita, el surgimiento de una aritmética y un
álgebra independientes sin una estructura lógica propia puede
ser considerado como una de las grandes anomalías de la his­
toria de las matemáticas.
Los hindúes y los árabes, que tomaron el relevo de las
matemáticas después de la destrucción final de la civilización
griega alejandrina por los árabes, violaron todavía más el con­
cepto que los griegos clásicos tenían de las matemáticas. Uti­
lizaron, por supuesto, números enteros y fracciones, pero tam­
bién usaron sin vacilación números irracionales. De hecho, in­
trodujeron reglas nuevas y correctas para sumar, restar, mul­
tiplicar y dividir números irracionales. Dado que estas reglas
no tenían una fundamentación lógica, ¿cómo pudieron ser
ideadas y por qué eran correctas? La respuesta es que los
hindúes y los árabes razonaban por analogía. Así, la regla
s/ ai? = sj~a estaba justificada para todos los números a
y b, ya que, evidentemente, 36 = s/~% es correcta. De
hecho, los hindúes decían que los radicales pueden manipu­
larse como los enteros.
Los hindúes fueron mucho más ingenuos que los griegos
en el sentido de que no se percataron de las dificultades lógi­
cas implícitas en el concepto de número irracional. Su interés
por el cálculo les llevó a despreciar distinciones que eran fun­
damentales para el pensamiento griego. Sin embargo, al apli­
car despreocupadamente a los irracionales procedimientos pa­
recidos a los que se usaban con los racionales, contribuyeron
al progreso de las matemáticas. Además, toda su aritmética
era completamente independiente de la geometría.
Los hindúes acrecentaron los infortunios lógicos de las ma­
temáticas al introducir los números negativos para representar
las deudas. En estos casos, los números positivos representa­
ban el activo. La primera utilización conocida se debe a Brah-
magupta, hacia el año 628 d.C., quien se limitó a enunciar las
reglas para las cuatro operaciones con números negativos. En
sus escritos no aparecen ni definiciones, ni axiomas, ni teore­
mas. Bhaskara, el principal matemático hindú del siglo xn,
señaló que la raíz cuadrada de un número positivo es de dos
formas, positiva y negativa. Se planteó el asunto de la raíz
cuadrada de un número negativo, pero decía que no existe tal
raíz cuadrada porque el cuadrado de esta supuesta raíz sería
un número negativo y un número negativo no puede ser un cua­
drado.
Los números negativos no fueron aceptados por todos los
hindúes. Incluso Bhaskara, al dar los números 50 y — 5 como
soluciones de un problema, decía que «el segundo valor no
debe ser tomado en este caso, pues es inadecuado; la gente
no aprueba las soluciones negativas». Sin embargo, una vez
introducidos, los números negativos fueron utilizados cada vez
más.
Los hindúes hicieron también algunos progresos en álgebra.
Utilizaron abreviaturas de palabras y unos pocos símbolos
para describir operaciones e incógnitas. El simbolismo, aunque
no muy extenso, es suficiente como para que podamos consi­
derar el álgebra hindú superior a la de Diofanto, en este sen­
tido. De las soluciones sólo se daban los pasos; no iban acom­
pañadas de razonamientos ni de demostraciones. En general,
se admitían las raíces irracionales y negativas de las ecuacio­
nes cuadráticas.
Los hindúes usaron el álgebra aún más libremente de lo
que hemos indicado hasta ahora. Por ejemplo, como apren­
demos en trigonometría, si A es un ángulo, entonces sen2A +
cos2i4 = 1. Para Tolomeo, uno de los creadores dé la trigono­
metría, y su expositor sistemático, esta ecuación era expresada
como un enunciado geométrico que implicaba una relación
entre las cuerdas de un círculo. Aunque, como ya hemos se­
ñalado, Tolomeo utilizó libremente la aritmética para calcular
longitudes desconocidas en función de otras conocidas, sus
matemáticas y argumentos básicos eran geométricos. Los hin­
dúes expresaban las relaciones trigonométricas de forma muy
parecida a como hemos dicho más arriba. Además, para calcu­
lar eos A a partir de sen A, podían utilizar y de hecho utiliza­
ban la ecuación anterior y un poco de álgebra. Esto es, la
trigonometría hindú se basaba mucho más en el álgebra que
en la geometría para expresar y deducir relaciones entre los
senos y los cosenos de los ángulos.
Como nuestra exposición indica, los hindúes estaban más
interesados en las actividades aritméticas y relativas al cálculo
de las matemáticas que en el modelo deductivo. El nombre
que daban a las matemáticas era ganita, que significa ciencia
del cálculo. En sus trabajos hay buenos procedimientos y ha­
bilidad técnica, pero no hay pruebas de que se plantearan
demostraciones en absoluto. Tenían reglas, pero aparentemen­
te lo que no tenían eran escrúpulos lógicos. Además, en nin­
gún área de las matemáticas obtuvieron métodos generales o
nuevos puntos de vista.
Es casi seguro que los hindúes no apreciaron la importan­
cia de sus propias contribuciones. Las pocas buenas ideas que
tuvieron, tales como la utilización de símbolos distintos para
los números del 1 al 9, la conversión de la notación posicional
de base 60 a base 10, los números negativos y el reconocí-
miento del 0 como un nuevo número, fueron introducidos por
azar, sin que se percataran aparentemente de que se trataba
de innovaciones muy valiosas. No eran sensibles a los valores
matemáticos. Mezclaban las sutiles ideas que ellos mismos
aportaron con las más burdas concepciones de los egipcios y
babilonios. El historiador árabe al-Bfrüní (973-1048) decía de
los hindúes: «Solamente puedo comparar su literatura astro­
nómica y matemática ... a una mezcla de perlas y dátiles amar­
gos, o de perlas y estiércol, o de costosos cristales y guijarros
comunes. Ambos tipos de cosas son iguales ante sus ojos, ya
que no pueden elevarse a los métodos de una deducción es­
trictamente científica.» Puesto que tenían un especial talento
para la aritmética y contribuyeron a ésta y al álgebra, el efecto
del trabajo hindú fue aumentar la parte de las matemáticas
que reposaba sobre fundamentos empíricos e intuitivos.
Mientras que los hindúes ignoraron prácticamente la geo­
metría deductiva, los árabes hicieron estudios críticos de las
obras geométricas griegas y apreciaron en toda su importancia
el papel de la demostración deductiva para establecer esta
rama de las matemáticas. Sin embargo, en el campo de la
aritmética y el álgebra, que desempeñaron un mayor papel en
las matemáticas de los árabes, éstos procedieron en gran parte
como los hindúes. Se contentaron con tratar estos temas sobre
la misma base empírica, concreta e intuitiva que sus prede­
cesores hindúes. Algunos árabes dieron argumentos geométri­
cos para apoyar sus soluciones de ecuaciones cuadráticas, pero
la metodología y la aproximación primaria de la solución eran,
a diferencia de los griegos clásicos, algebraicas. En el caso de
la solución de ecuaciones cúbicas, tales como x3 + 3x2 + 7x +
+ 5 = 0, dieron solamente construcciones geométricas puesto
que el proceso algebraico estaba todavía por descubrir. Pero
estas construcciones no podían ser realizadas con regla y com­
pás, por lo que los argumentos no eran estrictamente deduc­
tivos. Durante los siglos en los que se dedicaron activamente
a las matemáticas, los árabes, en lo que se refiere a sus pro­
pias contribuciones, se resistieron valientemente a los encantos
del razonamiento exacto.
La característica más interesante de las matemáticas de
los hindúes y de los árabes es su paradójica concepción de las
mismas. El hecho de que los egipcios y los babilonios se con­
tentaran con aceptar sus escasas reglas aritméticas y geométri­
cas sobre una base empírica no resulta sorprendente. Al fin y ál
cabo se trata de una base natural para casi todo el conocimiento
humano. Pero los hindúes y los árabes estaban al corriente del
concepto totalmente nuevo de demostración matemática in­
troducido por los griegos. Sin embargo, en aritmética y en ál­
gebra no se preocuparon en absoluto de la idea de demostra­
ción deductiva. La actitud hindú es todavía en alguna medida
explicable. Aunque tenían, en efecto, un cierto conocimiento
de las obras griegas, las prestaron poca atención, siguiendo
primordialmente el tratamiento griego alejandrino de la arit­
mética y el álgebra. Pero los árabes estaban muy al tanto de
la geometría griega e incluso, como ya hemos observado, hi­
cieron estudios críticos sobre ella. Además, en ambas civili­
zaciones las condiciones para la dedicación a las ciencias pu­
ras fueron durante varios siglos favorables, por lo que la pre­
sión para llegar a resultados útiles desde un punto de vista
práctico no fue necesariamente la causa de que los matemá­
ticos sacrificaran las demostraciones en aras de la utilidad
inmediata. ¿Cómo pudieron ambos pueblos tratar las dos áreas
de las matemáticas de forma tan diferente a los griegos clá­
sicos y a muchos de los griegos alejandrinos?
Hay numerosas respuestas posibles. Ambas civilizaciones
fueron en general completamente acríticas, a pesar de los co­
mentarios árabes sobre geometría deductiva. De aquí que pu­
dieran contentarse con tomar las matemáticas como las ha­
bían encontrado: la geometría tenía que ser deductiva pero la
aritmética y el álgebra podían ser empíricas o heurísticas.
Una segunda posibilidad es que ambos pueblos, especialmente
los árabes, apreciaran la diferencia entre los criterios de la
geometría y los de la aritmética y el álgebra, pero no vieran
la forma de proporcionar una base lógica a la aritmética. Un
hecho que parece respaldar tal explicación es que los árabes
apoyaron por lo menos sus soluciones a las ecuaciones cua­
dráticas y cúbicas mediante argumentos geométricos.
Existen otras explicaciones posibles. Tanto los hindúes como
los árabes se inclinaron por la aritmética, el álgebra y la for­
mulación algebraica de las relaciones trigonométricas. Esta
predisposición puede ser un índice de una mentalidad dife­
rente o puede reflejar una respuesta a las necesidades de cada
civilización. Ambas civilizaciones estaban orientadas hacia lo
práctico y, como ya hemos tenido ocasión de señalar al hablar
de los griegos alejandrinos, las necesidades prácticas exigen
resultados cuantitativos que son proporcionados por la arit­
mética y el álgebra. Una prueba en favor de la tesis de que
pudiera haber diferentes actitudes mentales proviene de la
reacción de los europeos ante la herencia matemática trans­
mitida por los árabes e hindúes. Como veremos, a los europeos
les preocuparon mucho más las diferencias que observaron
entre la aritmética y la geometría. En cualquier caso, los hin­
dúes y los árabes impulsaron audazmente la aritmética y el
álgebra una vez más y, por lo que se refiere a su utilidad,
las colocaron casi al nivel de la geometría.
Cuando los europeos de la Baja Edad Media y del Rena­
cimiento adquirieron su conocimiento de las matemáticas, en
parte a través de los árabes y en parte por el acceso directo
a los manuscritos griegos, intentaron enfrentarse al dilema
planteado por las dos clases de matemáticas. Las matemáticas
auténticas parecían ser, definitivamente, las de la geometría
deductiva de los griegos. Por otra parte, no podían negar la
utilidad y eficacia de la aritmética y el álgebra que habían
venido desarrollándose desde los tiempos antiguos, pero no
tenían una fundamentación lógica.
El primer problema al que se enfrentaron fue el de qué
hacer con los números irracionales. El matemático italiano
Luca Pacioli (c. 1445-c. 1514), el destacado monje alemán y
profesor de matemáticas en Jena, Michael Stifel (1486P-1567),
el físico, erudito y picaro Jéróme Cardan (1501-1576), y el in­
geniero militar Simón Stevin (1548-1620) utilizaron los núme­
ros irracionales siguiendo la tradición de los hindúes y los ára­
bes, introduciendo más y más tipos de tales números^ Así Sti­
fel trabajo con irracionales de la forma "sfa ’+ Cardan
trabajó con números que incluían raíces cúbicas. La extensión
con la que fueron utilizados los números irracionales puede
ser ejemplificada mediante la expresión de Frangois Vieta (1540-
1603) para el número n. Considerando polígonos regulares de
4, 8, 16, ... lados inscritos en un círculo de radio unidad, Vieta
encontró que

Los números irracionales fueron usados libremente en una


de las nuevas creaciones del Renacimiento: los logaritmos.
Los logaritmos de números positivos fueron inventados a fi­
nales del siglo xvi por John Napier (1550-1617) con el mismo
propósito con el que desde entonces han sido utilizados, a
saber, acelerar los cálculos aritméticos. Aunque los logaritmos
de la mayoría de los números positivos son irracionales —y
el método de Napier para calcularlos utilizaba libremente los
irracionales— todos los matemáticos dieron la bienvenida al
ahorro de trabajo que aportaban.
Los cálculos con irracionales fueron muy utilizados, pero
el problema de si los irracionales eran realmente números
preocupaba a algunos de los mismos que trabajaban con ellos.
Así, Stifel en su principal obra, la Arithmetica integra (1544),
que trata de aritmética y álgebra, se hacía eco del punto de
vista de Euclides sobre las magnitudes (la teoría geométrica
de Eudoxo) considerándolas diferentes a los números, pero
luego, en línea con los nuevos desarrollos, utilizaba expresio­
nes irracionales en la notación decimal. Lo que le preocupaba
era que un número irracional, expresado como decimal, re­
quiriera un infinito número de dígitos. Por otra parte argüía:
Puesto que al demostrar figuras geométricas, cuando los números
racionales nos fallan, los irracionales ocupan su lugar y demues­
tran exactamente las cosas que los números racionales no po­
dían [...] nos vemos movidos o impelidos a afirmar que verdade­
ramente se trata de números, dados los resultados que se derivan
de su uso —resultados que percibimos como reales, ciertos y cons­
tantes. Por otra parte, otras consideraciones nos fuerzan a negar
que los números irracionales sean, en modo alguno, números. A sa­
ber, cuando tratamos de someterlos a la numeración [forma deci­
mal] [...], encontramos que se nos escapan continuamente de modo
que ninguno de ellos puede ser aprehendido con precisión en sí
mismo [...] Ahora bien, no puede llamarse número a lo que es de
tal naturaleza que le falta precisión [...] Por consiguiente, así como
un número infinito no es un número, un número irracional no es
un verdadero número, sino que permanece oculto en una especie
de nube de infinitud.
A continuación añadía Stifel que los números reales son o
bien números enteros, o bien fracciones, y, obviamente, como
los irracionales no son ni lo uno ni lo otro tampoco son nú­
meros reales. Un siglo más tarde, Pascal y Barrow decían que
los números irracionales son meros símbolos que no tienen
existencia independientemente de las magnitudes geométricas
continuas y que la lógica de las operaciones con irracionales
debe ser justificada por medio de la teoría euclídea de las
magnitudes; pero esta teoría era inadecuada para tal propósito.
Había, por otra parte, afirmaciones positivas de que los
números irracionales son entidades legítimas. Stevin recono­
ció a los irracionales como números y los aproximó con nú­
meros racionales cada vez con más precisión, y John Wallis
(1616-1703) en su Algebra (1685) aceptó también los irraciona­
les como números en el pleno sentido de la palabra. Sin em­
bargo, ni Stevin ni Wallis aportaron fundamentación lógica
alguna.
Además, cuando Descartes en su Geometría (1637) y Fermat
en su manuscrito de 1629 crearon la geometría analítica, nin­
guno de los dos tenía una clara noción de los números irra­
cionales. Sin embargo, ambos presupusieron una correspon­
dencia exacta entre todos los números reales positivos y los
puntos de una recta, o que la distancia de cualquier punto de
una recta a un origen se puede expresar mediante un número.
Dado que muchos de estos números eran irracionales, ambos
aceptaban implícitamente los irracionales, incluso aunque no
tuvieran una fundamentación lógica.
Los europeos tuvieron también que enfrentarse a los nú­
meros negativos. Estos números llegaron a ser conocidos en
Europa a través de los textos árabes, pero la mayor parte de
los matemáticos de los siglos xvi y x v ii no los aceptaron como
tales o, si los aceptaron, no consintieron en considerarlos
como raíces de ecuaciones. Nicolás Chuquet (14457-1500?) en
el siglo xv y Stifel en el siglo xvi hablaron ambos de los nú­
meros negativos como de números absurdos. Cardan dio nú­
meros negativos como raíces de ecuaciones, pero los conside­
raba soluciones imposibles, meros símbolos. A estas raíces las
llamó ficticias, en tanto que a las raíces positivas las llamaba
reales. Vieta descartó por completo los números negativos. Des­
cartes los aceptó hasta cierto punto. A las raíces negativas de
las ecuaciones las llamó falsas sobre la base de que pretendían
representar números menores que nada. Sin embargo, probó
que, dada una ecuación, se puede obtener otra cuyas raíces
sean mayores que la original en una cantidad cualquiera. Así,
una ecuación con raíces negativas podía ser transforma­
da en otra con raíces positivas. Por tanto, decía, podemos trans­
formar las raíces falsas en raíces reales, aceptando así, aunque
a regañadientes, los números negativos. Con todo, jamás hizo
las paces con ellos. Pascal consideraba la sustracción de 4 a 0
como un puro absurdo. Decía en sus Pensées: «He conocido a
algunos que no podían entender que al restar cuatro de cero
quede cero.»
Un argumento interesante contra los números negativos
fue el que dio Antoine Arnauld (1612-1694), teólogo, matemá­
tico y amigo íntimo de Pascal. Arnauld cuestionaba que fuera
—1: 1 = 1 : —1 ya que, decía, —1 es menor que 1; por tanto,
¿cómo podría ser una cosa menor a otra mayor lo mismo que
una mayor es a otra menor? Leibniz estaba de acuerdo en que
allí había una objeción, pero al mismo tiempo argüía que se
puede calcular con tales proporciones porque su forma es co­
rrecta, lo mismo que cuando se calcula con cantidades ima­
ginarias (las cuales, como pronto veremos, habían sido ya
introducidas). No obstante, decía soslayando el problema, de­
beríamos llamar imaginarias (no existentes) a todas las canti­
dades que no tienen logaritmo. Sobre esta base, —1 no existe
ya que los logaritmos positivos corresponden a los números
mayores que 1 y los logaritmos negativos (!) corresponden a los
números entre 0 y 1. No existen, por consiguiente, logaritmos
disponibles para los números negativos. De hecho, si hubiera
un número para log(—1), entonces, de acuerdo con las leyes
de los logaritmos, log s/ —1 tendría que ser la mitad de ese
número. Pero, ciertamente, «/ — 1 no tiene logaritmo.
Uno de los primeros algebristas que ocasionalmente colocó
un número negativo en un miembro de una ecuación fue Tho-
mas Harriot (1560-1621). Pero no aceptaba las raíces negativas
y «demostró» incluso, en su obra postuma Artis analyticae
praxis (Artes analíticas aplicadas, 1631), que tales raíces son
imposibles. Raphael Bombelli (siglo xvi) dio definiciones bas­
tante claras de los números negativos, aunque no pudo justi­
ficar las reglas de las operaciones ya que todavía no se dis­
ponía de la fundamentación necesaria, incluso para los núme­
ros positivos2. Stevin utilizó coeficientes positivos y negativos
en las ecuaciones y aceptó las raíces negativas. En su Inven-
tion nouvelle en algebre (Nueva invención en álgebra, 1629),
Albert Girard (1595-1632) colocó los números negativos al mis­
mo nivel que los positivos y dio las dos ráíces de una ecuación
cuadrática, aun cuando ambas fueran negativas. Tanto Girard
como Harriot usaron el signo menos para la operación de sus­
tracción y para los números negativos, aunque se deberían
usar signos distintos ya que un número negativo es un con­
cepto mientras que la sustracción es una operación.
En general, no fueron muchos los matemáticos de los si­
glos xvi y xvii que se sintieron cómodos con los números ne­
gativos o los aceptaron, y por supuesto no los reconocieron
como soluciones o verdaderas raíces de las ecuaciones. Hubo
también curiosas creencias sobre ellos. Aunque Wallis se ade­
lantó a la época aceptando los números negativos, pensaba
que éstos eran mayores que infinito y, a la vez, menores que 0.
En su Arithmetica infinitorum (Aritmética de los infinitesima­
les, 1655) argüía que, puesto que la razón a/0, cuando a es
positivo, es infinita, cuando el denominador se cambia por un
2 Como dijo W. H. Auden:
Menos por menos es más
La razón de esto no es necesario aclarar.
número negativo, como en a/b cuando b es negativo, la razón
debería ser mayor que a/0 ya que el denominador es menor.
En consecuencia la razón debe ser mayor que infinito.
Algunos de los pensadores más avanzados, como Bombelli
y Stevin, propusieron una representación que ciertamente con­
tribuyó a la aceptación final del sistema completo de los nú­
meros reales. Bombelli supuso que existe una correspondencia
exacta entre los números reales y los segmentos sobre una rec­
ta (habiendo elegido una unidad), y definió para las longitu­
des las cuatro operaciones básicas. Consideraba los números
reales y sus operaciones como definidos por esas longitudes y
las correspondientes operaciones geométricas. De esta forma,
el sistema de los números reales fue racionalizado sobre bases
geométricas. También Stevin consideraba los números reales
como longitudes y creyó que con esta interpretación las difi­
cultades con los racionales quedaban resueltas. Evidentemente,
con este enfoque los números reales seguían atados a la geo­
metría.
Sin haber resuelto todavía sus dificultades con los núme­
ros irracionales y los negativos, los europeos aumentaron su
pesada carga al tropezar con lo que hoy conocemos como nú­
meros complejos. Al extender el uso de las operaciones arit­
méticas con raíces cuadradas a todos los números que se
terciaran, en la resolución, por ejemplo, de ecuaciones cuá-
dráticas, obtuvieron estos nuevos números. Así, Cardan en el
capítulo 37 de su Ars magna (1545) planteó y resolvió el pro­
blema de dividir 10 en dos partes cuyo producto es 40. Este
problema, aparentemente absurdo, tiene solución porque, como
observaba D’Alembert: «El álgebra es generosa; a menudo da
más de lo que se le pide.» Si x es una parte, la ecuación en x
que resuelve el problema es *(10 — x) = 40. Cardan obtuvo
las raíces 5 + s/ — 15 y 5 — s/ — 15, diciendo a continuación
que «hay cantidades sofísticas que, aunque ingeniosas, son in­
útiles». «Dejando a un lado las torturas mentales que los re­
sultados implican», multiplicó 5 + \/ — 15 por 5 — -J — 15; el
producto es 25 —(— 15), o sea 40. Entonces afirmó; «Así pro­
gresa la sutileza aritmética, cuyo fin, como se ha dicho, es
tan refinado como inútil.»
Posteriormente Cardan se vio más envuelto en los números
complejos con el método algebraico que para la resolución de
ecuaciones cúbicas presentaba en su libro. Aunque buscó y
obtuvo solamente las raíces reales, su fórmula da también las
raíces complejas cuando existen. Curiosamente, cuando todas
las raíces son reales, su fórmula proporciona números comple­
jos a través de los cuales deberían obtenerse las raíces reales.
En consecuencia, debería haber dado mucha importancia a los
números complejos, pero, dado que no sabía cómo hallar las
raíces cúbicas de un número complejo para obtener de ellas
las raíces reales, dejó esta dificultad sin resolver. Encontró
las raíces reales por otro procedimiento.
También los números complejos fueron considerados por
Bombelli como soluciones de las raíces cúbicas. Bombelli
formuló, de manera prácticamente moderna, las cuatro opera­
ciones con números complejos, pero todavía los consideraba
inútiles y «sofísticos». Albert Girard reconoció los números
complejos como al menos soluciones formales de las ecuacio­
nes. En su Nueva invención en álgebra manifestaba: «Se po­
dría uno preguntar: ¿por qué esas soluciones imposibles [raí­
ces complejas]? Yo respondo: por tres cosas; por la certidum­
bre de las reglas generales, porque no hay otras raíces y por
su utilidad.» Sin embargo, los avanzados puntos de vista de
Girard no tuvieron influencia.
Descartes rechazó también las raíces complejas y acuñó el
término imaginario. Decía en su Geometría: «Ni las raíces
verdaderas ni las falsas [las negativas] son siempre reales; a
veces son imaginarias.» Descartes argüía que mientras que se
puede al menos hacer «reales» las raíces negativas transfor­
mando sus ecuaciones en otras cuyas raíces sean positivas, no
se puede hacer lo mismo con las raíces complejas. Estas, por
consiguiente, no son reales sino imaginarias; no son números.
Ni siquiera Newton consideró las raíces complejas como
algo importante, lo más probablemente porque en su época
carecían de interpretación física. De hecho, decía en su Arit­
mética universal (2.a ed., 1728): «Pero es justo que las raíces
de las ecuaciones sean a menudo imposibles [complejas], para
que no se expongan casos de problemas que son imposibles
como si fueran posibles.» Es decir, los problemas que no tie­
nen una solución física o geométricamente significativa debe­
rían conducir a ecuaciones con raíces complejas.
La falta de comprensión hacia los números complejos es
ilustrada a menudo con la famosa afirmación de Leibniz: «El
Divino Espíritu encontró una admirable salida en aquella ma­
ravilla del análisis, aquel portento del mundo ideal, aquel anfi­
bio entre el ser y el no ser al que llamamos raíz imaginaria
de la unidad negativa.» Aunque Leibniz trabajó formalmente
con números complejos, no entendió nunca su naturaleza. Para
justificar el uso que él y Johann Bernoulli hacían de ellos en
el cálculo, Leibniz decía que ningún daño se derivaba de ello.
A pesar de la ausencia de una clara comprensión durante
los siglos xvi y xvii, los procedimientos operacionales con
números reales y complejos fueron mejorados y desarrollados.
Wallis, en su Algebra (1685), mostraba la forma de represen­
tar gráficamente las raíces complejas de una ecuación cuadrá­
tica con coeficientes reales. En efecto, Wallis decía que los
números complejos no son más absurdos que los negativos y
que, puesto que estos últimos podían ser representados sobre
una línea recta, tendría que ser posible representar los núme­
ros complejos en un plano. Dio una representación incompleta
de los números complejos y también una construcción geo­
métrica para las raíces, reales o complejas, de una ecuación
del tipo ax2 + bx + c = 0. Aunque el trabajo de Wallis era
correcto, fue ignorado porque los matemáticos eran muy poco
receptivos al uso de los complejos.
Aunque en el siglo xvii surgieron otros problemas en la
lógica de las matemáticas, que trataremos en el capítulo pró­
ximo, en éste seguiremos narrando las dificultades con que
los matemáticos se encontraron durante el siglo xvm al tratar
de entender y justificar su trabajo con los números irraciona­
les (los positivos), aunque nada se había hecho para definirlos
y establecer sus propiedades, eran intuitivamente más acepta­
bles puesto que sus propiedades eran las de los números en­
teros y las fracciones; en consecuencia, los matemáticos los
usaron libremente y no surgieron nuevas controversias acerca
de su significado o sus propiedades. Algunos, Euler entre ellos,
creían que la base lógica estaba a mano, en la teoría de Eudo-
xo sobre las magnitudes que está expuesta en el libro V de
los Elementos de Euclides. Eudoxo ofreció una teoría de la
proporcionalidad para magnitudes, una teoría vinculada a la
geometría, pero en modo alguno una teoría de números irra­
cionales. Sin embargo, la conciencia de aquellos hombres del
siglo xvii, aunque no su lógica, estaba tranquila respecto de
los irracionales.
Los números negativos turbaron a los matemáticos mucho
más de lo que lo hicieron los números irracionales, quizá por­
que los negativos no tenían a su disposición una interpreta­
ción geométrica y las reglas para las operaciones eran más
extrañas. Aunque los números negativos fueron utilizados bas­
tante libremente a partir de 1650, dado que su concepto y su
fundamentación lógica no estaban claros los matemáticos con­
tinuaron inventándose justificaciones o protestando de su uso.
En su artículo «Negativo» de la famosa Encyclopédie, Jean
Le Rond d’Alembert (1717-1783), uno de los grandes intelectua­
les de la Ilustración, manifestaba: «Un problema que conduce
a una solución negativa quiere decir que una parte de la hipó­
tesis era falsa pero se tomó por verdadera.» En su trabajo
sobre cantidades negativas añadía: «Llegar a una solución
negativa significa que el opuesto del número [el positivo co­
rrespondiente] es la solución deseada.»
Leonhard Euler, el matemático más importante del si­
glo xvm, escribió uno de los principales textos de álgebra de
todos los tiempos. En su Introducción completa al álgebra
(1770), justificaba la operación de restar —b como equivalente
a la de sumar b porque «cancelar una deuda es lo mismo
que dar un obsequio». También argüía que ( —1) (—1) = 4-1
porque el producto debe ser +1 ó —1, y puesto que él ya
había mostrado que 1( —1) = — 1, entonces ( —1) ( —1) debe
ser +1. Los mejores textos del siglo xvm continuaron con­
fundiendo el signo menos, utilizado para denotar la sustrac­
ción, con el mismo signo, utilizado por ejemplo en —2 para
denotar un número negativo.
A lo largo del siglo xvm se expresaron muchas objeciones
contra los números negativos. Un matemático inglés, el barón
Francis Maséres (1731-1824), profesor del Clare College de
Cambridge y miembro de la Royal Society, escribió trabajos
respetables de matemáticas y desarrolló un tratado importan­
te sobre la teoría de los seguros de vida. En 1759 publicó su
Tesis sobre el uso del signo negativo en álgebra. En ella mos­
traba cómo evitar los números negativos (excepto para indi­
car, sin desarrollar la operación, la sustracción de una canti­
dad mayor de otra menor), y especialmente las raíces negati­
vas, separando cuidadosamente Jos diferentes tipos de ecuacio­
nes cuadráticas. Las que tienen raíces negativas se consideran
por separado y, por supuesto, las raíces negativas son rechaza­
das. Con las cúbicas hace lo mismo. Después, dice de las raíces
negativas:
... sirven solamente, en lo que a mí se me alcanza, para embrollar
toda la doctrina de las ecuaciones, y para volver oscuras y miste­
riosas cosas que son, por su propia naturaleza, llanas y simples...
Habría sido de desear, por tanto, que las raíces negativas no hu­
bieran sido nunca admitidas en el álgebra o que fueran de nuevo
descartadas: pues si esto se hiciera, hay buenas razones para su­
poner que las objeciones que muchos hombres eruditos e inteli­
gentes hacen ahora a los cálculos algebraicos, pues se encuentran
confusos y perplejos ante nociones casi ininteligibles, serían de
esa forma eliminadas; siendo cierto que el álgebra, o aritmética
universal es, por su propia naturaleza, no menos simple, clara y
susceptible de demostración que la geometría.
Los debates sobre el significado y el uso de los números com­
plejos fueron todavía más sonados. Las dificultades aumenta­
ron por el hecho de que algunos matemáticos introdujeron lo­
garitmos de números negativos (además de logaritmos de nú­
meros complejos) que eran números complejos.
A partir de 1712, Leibniz, Euler y Johann Bemoulli deba­
tieron acaloradamente en cartas y trabajos el significado de
los números complejos y, en particular, el de los logaritmos
de números negativos y complejos. Leibniz y Bemoulli utili­
zaron el término «imaginario» acuñado por Descartes para los
números complejos, entendiendo por imaginario que tales nú­
meros (y los negativos) no existían, aunque ambos se las arre­
glaron milagrosamente para hacer un buen uso de estos in­
existentes números en el cálculo.
Leibniz, como ya hemos señalado, ofreció varios argumen­
tos con objeto de demostrar que los logaritmos de los núme­
ros negativos no existen. La posición de Johann Bernoulli era
que log a — log {—a) y la apoyaba con varios argumentos.
Uno de ellos, que utilizaba el teorema de los logaritmos para
números positivos, decía que
log (— a) = V2 log (— á)2 = Vi log a2 = log a
Otro argumento, que utilizaba el cálculo, le llevaba a la misma
conclusión. A lo largo de los años, Leibniz y Bernoulli inter­
cambiaron muchas cartas. La mayor parte de lo que escribie­
ron carece de sentido.
Euler poseía la verdadera respuesta. Publicó sus resultados
en un artículo que apareció en 1751, «Investigaciones sobre
las raíces imaginarias de las ecuaciones». El resultado final,
correcto, aunque obtenido mediante argumentaciones incorrec­
tas, se aplica a todos los números complejos, los cuales in­
cluyen a los reales, puesto que si y es 0 en x -f iy, y el nú­
mero es real. Su resultado es:
log (x + i» = log (pe1*) = log p + i (<f>± 2nn) 3
Sin embargo, el artículo de Euler no fue comprendido por
sus contemporáneos.
3 Euler utiliza aquí lo que se conoce como forma polar de un número
complejo, p = y x2 + y* y <f> es el ángulo que el segmento que une el
origen con x + iy forma con el eje de las x. Si y es 0, entonces <p es 0.
Euler había comunicado sus resultados, en una carta del 15
de abril de 1747, a D’Alembert. Le decía incluso que había una
infinidad de logaritmos de cada número real positivo, pero
que solamente uno de ellos era un número real, justamente
el que utilizamos en los cálculos con números reales. D'Alem-
bert no quedó convencido ni con la correspondencia ni con
el artículo de Euler, y en su ensayo «Sobre los logaritmos de
las cantidades negativas» expuso todo tipo de argumentos me-
tafísicos, analíticos y geométricos para rechazar la existencia
de tales logaritmos. Consiguió envolver el tema en un halo de
misterio aún mayor. También trató de disimular sus diferen­
cias con el genial Euler diciendo que se trataba solamente de
una cuestión de palabras.
Todos los matemáticos que se vieron envueltos en esta
controversia fueron incoherentes en su pensamiento. Durante
la primera mitad del siglo xvm se creía que algunas operacio­
nes con números complejos, como por ejemplo la potencia
compleja de un número complejo, podría dar lugar a una clase
completamente nueva de números. Pero fue el propio D'Alem-
bert quien, en sus Reflexiones sobre la causa general de los
vientos, probó que todas las operaciones con números com­
plejos conducían solamente a números complejos. Su demos­
tración debió ser retocada por Euler y Lagrange; con todo,
D’Alembert había dado un importante paso en la materia.
Quizá reconociera D’Alembert el confuso estado de sus propias
ideas sobre los números complejos, ya que en la Encyclopédie,
para la que escribió los artículos matemáticos, no decía nada
acerca de ellos.
Aparentemente, tampoco Euler tenía todavía las ideas cla­
ras sobre los números complejos. En su Algebra de 1770, el
mejor texto de álgebra de todo el siglo xvm, decía:
Las raíces cuadradas de los números negativos no son ni cero,
ni mayores de cero, ni menores de cero. Por consiguiente, está claro
que las raíces cuadradas de los números negativos no pueden ser
incluidas entre los números posibles [números reales]. En conse­
cuencia, debemos decir que se trata de números imposibles. Y esta
circunstancia nos conduce al concepto de tales números, que por
su propia naturaleza son imposibles, y ordinariamente son llama­
dos imaginarios o fantásticos, porque solamente existen en la ima­
ginación.
También cometió errores en el manejo de los números com­
plejos. En su Algebra escribe s/ —1. —4 = 2, ya que
s/ a s f l ) = s/ ^aF .
Aunque llama imposibles a los números complejos, Euler
dice que son útiles. La idea que tiene de su utilidad es que
nos dicen qué problemas tienen respuesta y qué problemas
no la tienen. Así, si se nos pide dividir 12 en dos partes
cuyo producto sea 40 (la sombra de Cardan), encontraríamos
que las partes son 6 + s/ —4 y 6 — 4. De donde, dice
Euler, reconocemos que el problema no se puede resolver.
A pesar de las muchas objeciones hechas a los números
complejos, a lo largo de todo el siglo xvm se usaron eficaz­
mente, aplicándoles las reglas que se aplicaban a los números
reales, con lo que los matemáticos fueron adquiriendo alguna
confianza en ellos. Cuando se utilizaban en los pasos interme­
dios de razonamientos matemáticos, los resultados finales re­
sultaban correctos y este hecho tenía un efecto convincente.
Aun así, las dudas sobre la validez de los razonamientos y, a
menudo, incluso de los resultados continuaron atormentando
a los matemáticos.
La actitud general hacia la aceptación de los distintos tipos
de números inquietantes, irracionales, negativos y complejos,
fue expresada por D’Alembert a propósito de los números ne­
gativos en la Encyclopédie. El artículo no es claro en absoluto.
D'Alembert concluía que «las reglas algebraicas de las opera­
ciones con números negativos son admitidas por todo el mun­
do y reconocidas como exactas, cualquiera que sea la idea que
podamos tener acerca de esas cantidades».
Durante los siglos que los europeos lucharon por entender
los distintos tipos de números, otro problema lógico de im­
portancia fue también objeto de debate: el de aportar al álge­
bra una fundamentación lógica. El primer libro que organizó
de forma significativa los nuevos resultados fue el Ars magna
de Cardan, el cual mostraba cómo resolver ecuaciones cúbicas
tales como x3 + 3x2 + 6x = 10 y ecuaciones cuárticas tales
como x* + 3X3 + 6x2 + Ix + 5 = 0. Durante unos cien años
fueron añadiéndose al cuerpo del álgebra una gran cantidad
de resultados, tales como la inducción matemática, el teorema
del binomio y métodos aproximados para hallar las raíces de
ecuaciones de grado cualquiera, siendo los principales contri­
buyentes Vieta, Harriot, Girard, Fermat, Descartes y Newton.
Pero no había demostraciones de esos resultados. Bien es ver­
dad que Cardan y los algebristas posteriores Bombelli y Vieta
ofrecieron argumentos geométricos para apoyar sus métodos
de resolución de ecuaciones cúbicas y cuárticas, pero, puesto
que no consideraban las raíces negativas y complejas, sus ra­
zonamientos no eran ciertamente demostraciones. Además, la
introducción de ecuaciones de grado superior, como las de
grado cuatro y cinco, hizo que la geometría, que estaba limi­
tada a tres dimensiones, no pudiera ser la base para ninguna
demostración. Los resultados ofrecidos por los demás autores
eran, la mayoría de las veces, meras afirmaciones sugeridas
por ejemplos concretos.
Uno de los pasos en la dirección correcta fue dado por
Vieta. Desde los tiempos de los egipcios y los babilonios hasta
el trabajo de Vieta, los matemáticos resolvían ecuaciones li­
neales, cuadráticas, cúbicas y cuárticas solamente con coefi­
cientes numéricos. Así, ecuaciones como 3¿t3 + 5x + 6 = 0 y
4x2 -f Ix + 8 = 0 eran consideradas como diferentes la una
de la otra, aunque estaba claro que a las dos se podía aplicar
el mismo método de solución. Además, para evitar los núme­
ros negativos, una ecuación como x2 — Ix + 8 = 0 fue tratada
durante mucho tiempo en la forma x2 4- 8 = Ix. Por tanto,
había muchos tipos de ecuaciones del mismo grado y cada
uno era tratado por separado. La aportación de Vieta, una de
las principales, consistió en introducir coeficientes literales.
Vieta había estudiado leyes. En general, se dedicó a las
matemáticas como aficionado e imprimió y distribuyó sus
obras a sus expensas. Aunque un cierto número de matemá­
ticos habían utilizado letras esporádica y fortuitamente, Vieta
fue el primero que lo hizo con verdadero conocimiento de
causa y sistemáticamente. El más importante de los nuevos
usos de las letras no era el de representar una incógnita o
las potencias de una incógnita, sino el de servir como coefi­
cientes indeterminados. De esta forma, todas las ecuaciones
de segundo grado podían ser tratadas de una sola vez escri­
biendo (en nuestra notación), ax2 + bx + c = 0, en donde a, b
y c, los coeficientes literales, podían representar un número
cualquiera, en tanto que la x representa una o varias cantida­
des desconocidas cuyos valores deben ser encontrados.
Vieta llamó a su nueva álgebra logística speciosa (cálculo
con letras), en contraposición a la logística numerosa (cálculo
con números). Era plenamente consciente del hecho de que
cuando estudiaba la ecuación general de segundo grado
ax2 + bx + c = 0 estaba estudiando una clase completa de ex­
presiones. Al hacer la distinción entre logística numerosa y
logística speciosa en su In artem analyticam isagoge (Intro­
ducción al arte analítico, 1591), Vieta trazó la línea de demar­
cación entre la aritmética y el álgebra. El álgebra, decía, es
el arte de operar con especies o formas de cosas y esto es la
logística speciosa. La aritmética y las ecuaciones con coefi­
cientes numéricos tratan con números, y esto es la numerosa.
Así, con el paso dado por Vieta, el álgebra se convirtió en el
estudio de tipos generales de formas y ecuaciones, puesto que
lo que se hace para el caso general abarca una infinidad de
casos especiales.
El mérito de Vieta al usar letras para denotar una clase
de números consistía en que si se pudiera probar que el mé­
todo para resolver ax2 + bx + c — 0 era correcto, el método
justificaría la solución de un infinito número de ecuaciones
concretas tales como 3X2 + Ix 4- 5 = 0. Se puede decir de la
contribución de Vieta que hizo posible la generalidad de las
demostraciones en álgebra. Sin embargo, si se quiere realizar
operaciones con a, b y c, y esas letras representan cualesquiera
números reales o complejos, se debe estar seguro de que esas
operaciones son correctas para todos los números reales y
todos los números complejos. Pero puesto que estas operacio­
nes no habían sido justificadas lógicamente —ni siquiera ha­
bían sido formuladas las propias definiciones de los distintos
tipos de números—, las justificaciones para las operaciones
con letras a, b y c estaban fuera del alcance. El mismo Vieta
rechazó los números negativos y los complejos, de modo que
la generalidad que él vislumbraba en su logística speciosa
era una generalidad muy limitada.
El pensamiento de Vieta es ciertamente inexplicable, por
no decir irracional. Por una parte, hizo la contribución, suma­
mente importante, de emplear coeficientes literales y fue ple­
namente consciente de que este paso hacía posibles las demos­
traciones generales. Pero su falta de reconocimiento de los
números negativos y su negativa a permitir que los coeficientes
literales los representaran muestran también las graves limi­
taciones de las más insignes mentes humanas. Las reglas de
las operaciones con números negativos existían desde hacía
unos ochocientos años y daban resultados correctos. Vieta no
podía oponerse a esas reglas, porque eso era más o menos
todo lo que el álgebra tenía que ofrecer en su época. Pero los
números negativos carecían del significado intuitivo y físico
que poseían los positivos. Parece claro que no era la lógica,
sino la intuición, la que determinaba lo que los matemáticos
estaban dispuestos a aceptar. No fue sino en 1657 cuando John
Hudde (1633-1704) aceptó que estos coeficientes literales repre­
sentaran tanto números negativos como positivos. A partir de
entonces, la mayoría de los matemáticos lo hicieron sin reservas.
En tiempos de Vieta, a finales del siglo xvi, el álgebra era
un apéndice menor de la geometría. En general, se utilizaba
en la resolución de ecuaciones con una incógnita o de dos
ecuaciones con dos incógnitas, exigida por sencillos y prácticos
problemas surgidos de la geometría o el comercio. Pero la
potencia del álgebra no fue reconocida hasta el siglo x v ii . El
paso principal fue dado por Descartes y Pierre Fermat (1601-
1665), a saber, la creación de la geometría de las coordenadas
(que debería llamarse geometría algebraica). Aquí, la idea
básica es, desde luego, que las curvas pueden ser representa­
das mediante ecuaciones. Por ejemplo, x2 -f y2 = 25 representa
un círculo de radio 5. Con la representación algebraica se po­
día probar todo tipo de propiedades de curvas mucho más
fácilmente que con los métodos puramente geométricos o sin­
téticos de los griegos clásicos.
Sin embargo, cuando en 1637 Descartes publicó su Geometría,
ni él ni Fermat en su trabajo de 1629 (publicado póstumamen-
te) estaban dispuestos a aceptar los números negativos. Por
tanto, aunque sí era evidente la idea, no lo era la verdadera
potencia de la aproximación algebraica a la geometría. Pero
los sucesores de Descartes y Fermat introdujeron los números
negativos en la geometría de las coordenadas, que se convirtió
en un instrumento básico para importantes desarrollos tanto
del análisis como de la geometría.
La segunda innovación que dio impulso al álgebra fue el
uso de fórmulas algebraicas para representar funciones. Gali­
leo, como ya sabemos (capítulo 2), había introducido la idea
de describir el movimiento de los objetos mediante fórmulas.
Así, la altura desde el suelo de un objeto lanzado hacia arriba
a una velocidad de, pongamos, 100 metros por segundo viene
dada por la fórmula h = lOOf — 1612. A partir de esta fórmula
se pueden deducir todos los hechos relativos al movimiento
por procedimientos algebraicos; por ejemplo, la altura máxi­
ma que alcanzaría, el tiempo requerido para alcanzar dicha
altura, y el tiempo que tardaría en volver a caer al suelo.
La potencia del álgebra fue pronto reconocida hasta tal punto
que los matemáticos comenzaron a usarla ampliamente y el
álgebra pasó a ocupar una posición preponderante sobre la
geometría.
El libre uso del álgebra provocó multitud de protestas. El
filósofo Thomas Hobbes, aunque fue sólo una figura menor en
matemáticas, hablaba sin embargo en nombre de muchos ma­
temáticos cuando se oponía a «todos los que aplican su álge­
bra a la geometría». Hobbes decía que esos algebristas con­
fundían los símbolos con la geometría y describía la obra de
John Wallis sobre el tratamiento algebraico de las cónicas
como un libro canallesco y como «un amasijo de símbolos».
Muchos matemáticos, incluidos Blaise Pascal e Isaac Barrow,
hicieron objeciones al uso del álgebra porque no tenía una
fundamentación lógica e insistieron en los métodos y demos­
traciones geométricos. Algunos se conformaron con la creen­
cia de que era posible establecer la fundamentación lógica del
álgebra recurriendo a la geometría, pero esto, como ya hemos
dicho, era una ilusión.
Sin embargo, la mayor parte de los matemáticos utilizaron
el álgebra libremente sobre bases pragmáticas. El valor del
álgebra propiamente dicha para el tratamiento de toda clase
de problemas reales, y su superioridad incluso para el trata­
miento de los problemas geométricos, eran tan evidentes que
los matemáticos se zambulleron en sus aguas.
A diferencia de Descartes, que todavía consideraba el ál­
gebra como la auxiliar de la geometría, John Wallis y Newton
reconocieron toda la potencia del álgebra. Hubo, sin embargo,
que vencer grandes resistencias antes de que los matemáticos
abandonaran el enfoque geométrico. De acuerdo con Henry
Pemberton, responsable de la tercera edición de los Principia
de Newton, éste no sólo expresó constantemente su gran ad­
miración por los geómetras de Grecia, sino que se censuraba
por no seguirles más de cerca. En una carta a David Gregory
(1661-1708), sobrino de James Gregory (1638-1675), Newton ma­
nifestaba que «el álgebra es el análisis de los que no entien­
den de matemáticas». Pero su propio libro Aritmética universal,
de 1707, hizo tanto como cualquier otro por establecer la su­
premacía del álgebra. En él, constituía el álgebra y la aritmé­
tica como la ciencia matemática básica y recurría a la geo­
metría solamente cuando ésta le proporcionaba demostracio­
nes. Sin embargo, en conjunto, este libro no es más que una
colección de reglas. Contiene pocas demostraciones e incluso
pocos argumentos intuitivos para las afirmaciones sobre nú­
meros y procesos algebraicos. La tesis de Newton era que las
letras representaban números en las expresiones algebraicas
y que no se podía dudar de la certeza de la aritmética.
También Leibniz se percató del creciente predominio del
álgebra y apreció su eficacia en todo su valor. Sin embargo,
preocupado por la falta de demostraciones, se sintió obligado
a decir: «Los geómetras podían a menudo demostrar en pocas
palabras lo que en el cálculo es muy largo...; la utilización
del álgebra es algo seguro, pero no mejor.» Describía el tra­
bajo en álgebra de su tiempo como «una mezcla de buena
suerte y azar». Sin embargo, Leonhard Euler, en Introducción
al análisis infinitesimal (1748), alababa el álgebra abiertamente
y sin reservas, como muy superior a los métodos geométricos
de los griegos. En 1750 la resistencia a usar el álgebra había
sido vencida; por entonces, el álgebra era un árbol hecho y
derecho, con muchas ramas pero sin raíces.
El desarrollo de los sistemas numéricos y del álgebra mues­
tra un fuerte contraste con el de la geometría. La geometría
estaba organizada deductivamente desde el año 300 a.C. Sus
pocos defectos podían ser, y de hecho fueron, como veremos
más tarde, fácilmente corregidos. Sin embargo, la aritmética
y el álgebra carecían de cualquier tipo de fundamentación ló­
gica. Podría parecer que la ausencia de una base lógica debería
haber inquietado a todos los matemáticos. ¿Cómo pudieron
los europeos, bien versados en la geometría deductiva griega,
estudiar y aplicar los distintos tipos de números y el álgebra,
que no habían sido jamás lógicamente establecidos?
Hay varias razones. La base para la aceptación de las pro­
piedades de los números enteros y las fracciones había sido,
ciertamente, la experiencia. A medida que los nuevos tipos de
números se iban añadiendo al sistema numérico, las reglas de
las operaciones, aceptadas ya para los enteros positivos y las
fracciones sobre una base empírica, eran aplicadas a los nue­
vos elementos, con las ideas geométricas como guía más a
mano. Las letras, cuando se introducían, no eran más que re­
presentaciones de números, por lo que podían ser tratadas
como tales. Las técnicas algebraicas más complicadas parecían
justificadas por argumentos geométricos, como los que utili­
zaba Cardan, o por mera inducción en algunos casos. Por su­
puesto, ninguno de estos procedimientos era lógicamente sa­
tisfactorio. La geometría, incluso en los casos en que se ape­
laba a ella, no aportaba la lógica necesaria para los números
negativos, irracionales y complejos. Verdaderamente, la solu­
ción de la ecuación de cuarto grado (o cuártica) no podía ser
justificada geométricamente.
En segundo lugar, al principio, especialmente en los si­
glos xvi y xvn, el álgebra no era considerada como una rama
independiente de las matemáticas que requiriese, por sí misma,
una fundamentación lógica. Era tenida como un método de
analizar lo que, esencialmente, eran problemas geométricos.
Los muchos que se dedicaron al álgebra, y especialmente Des­
cartes, la concebían como un método de análisis. Los títulos
del libro de Cardan, El arte magno, y Vieta, Introducción al
arte analítico, sustentan la opinión de que utilizaban la pala­
bra arte en el sentido en que se puede usar hoy, en contra­
posición a la ciencia. La expresión «geometría analítica», con
la que llegó a conocerse comúnmente la geometría algebraica
de Descartes, confirma esta actitud hacia el álgebra. Todavía
en 1704, Edmund Halley hablaba del álgebra como de un arte
analítico, en un artículo publicado en las Philosophical Trans-
actions of the Royal Society. Pero la geometría analítica de
Descartes fue quizá la creación crucial que impresionó a los
matemáticos con el poder del álgebra.
Finalmente, el uso de los números negativos e irracionales
junto con el álgebra en los trabajos científicos produjo resul­
tados muy de acuerdo con las observaciones y los experimen­
tos. Cualesquiera que pudiesen ser las dudas de los matemá­
ticos al emplear los números negativos, por ejemplo, en algún
trabajo científico, desaparecían cuando el resultado matemá­
tico final demostraba ser físicamente válido. La aplicación
científica era el objetivo principal, y cualquier iniciativa o
idea que prometiera eficacia en ese campo era adoptada casi
sin escrúpulos. Las necesidades de la ciencia prevalecían sobre
los escrúpulos lógicos. Las dudas acerca de la validez del ál­
gebra fueron dejadas a un lado, de forma parecida a como los
industriales codiciosos dejan a un lado los principios éticos,
y los matemáticos procedieron alegre y confiadamente a em­
plear la nueva álgebra. A partir de aquí, los matemáticos con­
virtieron gradualmente el álgebra en una ciencia independien­
te que abarcaba y «establecía» resultados relativos al número
y a la geometría. En efecto, Wallis afirmaba que los procedi­
mientos del álgebra no eran menos legítimos que los de la
geometría.
A finales del siglo xvii los números y el álgebra eran consi­
derados como independientes de la geometría. ¿Por qué, en­
tonces, no emprendieron los matemáticos su desarrollo lógico?
Dado el modelo para la organización deductiva de la geome­
tría, encarnado en los Elementos de Euclides, ¿por qué no
desarrollaron los matemáticos otra organización deductiva para
los números y el álgebra? La respuesta es que los conceptos
geométricos, sus axiomas y sus teoremas son, desde un punto
de vista intuitivo, mucho más accesibles que los de la arit­
mética y el álgebra. Los dibujos (diagramas, en el caso de la
geometría) ayudaban a sugerir la estructura. Pero los concep­
tos de número irracional, negativo o complejo son mucho más
sutiles y ni siquiera los dibujos, cuando se pudo disponer de
ellos, sugerían la organización lógica del número como tal, o
la de las expresiones literales que sobre él se construyeron.
El problema ae la construcción de una fundamentación lógica
para el sistema numérico y el álgebra fue un problema difícil,
mucho más de lo que los matemáticos del siglo x v ii podían
suponer. Tendremos ocasión de examinarlo más tarde (capí­
tulo 8). Y hay que alegrarse de que los matemáticos fueran
tan crédulos e incluso tan ingenuos, antes que lógicamente
escrupulosos. Porque la libre creación debe preceder a la for-
malización y a la fundamentación lógica, y el período más cru­
cial de creatividad matemática estaba ya en camino.
6. EL DESARROLLO ILÓGICO: EL ATOLLADERO
DEL ANÁLISIS

En toda línea de investigación se debe adoptar


un punto de partida, y este comienzo por fuer­
za resulta casi siempre una tentativa imper­
fecta, a menudo sin éxito. Existen verdades
que son desconocidas de la misma forma que
hay países para llegar a los cuales el mejor
camino sólo se aprende después de haberlos
probado todos. Algunas personas tienen que
correr el riesgo de perderse para mostrar a
los demás el camino correcto [...] Estamos
casi siempre condenados a padecer errores para
llegar a la verdad.
D e n i s D id e r o t

Sobre los inexistentes fundamentos lógicos de la aritmética


y el álgebra y la base un tanto insegura de la geometría euclí­
dea, los matemáticos construyeron el análisis cuyo núcleo es
el cálculo. El cálculo es la materia más sutil de todas las
matemáticas. A la vista de los defectos que ya hemos seña­
lado en áreas comparativamente más simples, se podría su­
poner que los conceptos y la estructura lógica del cálculo pon­
drían a prueba la capacidad intelectual de los matemáticos.
Esta expectativa no se vio en absoluto defraudada.
El cálculo utiliza el concepto de función que, dicho de for­
ma un tanto imprecisa, es una relación entre variables. Si se
deja caer una pelota, por ejemplo, desde la azotea de un edi­
ficio, la distancia a la que cae y el tiempo de la caída aumen­
tan la una con el otro. La distancia y el tiempo son variables,
y la función que las relaciona, si despreciamos la resistencia
del aire, viene dada por la fórmula d = 16t2, en donde t re­
presenta el tiempo en segundos que la pelota ha estado cayen­
do y d representa la distancia en metros a que ha caído la
pelota en el tiempo t.
Los orígenes de cualquier idea importante pueden ser ras­
treados decenas e incluso cientos de años antes, y esto es
también cierto en el caso del concepto de función. Sin embar­
go el concepto no obtuvo un reconocimiento explícito hasta el
siglo xvn. Los detalles de la historia no son importantes. Más
significativo es el hecho de que aunque el concepto de función
es bastante sencillo, incluso las funciones más simples afectan
a todos los tipos de números reales. Así, en el caso anterior
podríamos ciertamente preguntarnos por el valor de d cuando
t = « fl. O podríamos preguntarnos por el valor de t cuando d
es, por ejemplo, 50. Este valor de t sería y/ 50/16, que es
también irracional. Ahora bien, los irracionales, como sabe­
mos, no eran bien comprendidos en el siglo x v i i . Por tanto,
toda la lógica ausente en el tratamiento de los números estaba
también ausente en el trabajo con las funciones. Sin embargo,
dado que los irracionales eran utilizados libremente hacia 1650,
este fallo pasó inadvertido.
El cálculo utiliza funciones, pero introduce dos conceptos
nuevos y mucho más complejos, el de derivada y el de integral
definida, que requieren una fundamentación lógica además de
la que pudiera servir para los números.
Los dos conceptos fueron abordados por los mejores mate­
máticos del siglo x v ii , los más famosos de los cuales fueron
Kepler, Descartes, Bonaventura Cavalieri (1598-1647), Fermat
(1601-1665), Blaise Pascal (1623-1662), James Gregory (1638-1675),
Gilíes Persone de Roverbal (1602-1675), Christian Huygens (1629-
1695), Isaac Barrow (1630-1677), John Wallis (1616-1703) y, por
supuesto, Isaac Newton (1642-1727) y Gottfried Wilhelm Leib­
niz (1646-1716). Cada uno de estos hombres realizó su propia
aproximación a los problemas de definir y calcular la derivada
y la integral definida. Algunos razonaron de manera puramente
geométrica, otros de manera puramente algebraica, y otros
finalmente utilizaron una mezcla de los dos métodos. Nuestro
objetivo es ver hasta qué punto los matemáticos se atuvieron
a los criterios del razonamiento matemático. Para ello pueden
bastar unos pocos ejemplos típicos. De hecho, muchos de los
métodos fueron muy limitados y no merece la pena prestarles
atención.
Quizá se comprenda mejor la naturaleza de la derivada si
se piensa en términos de velocidad, como lo hizo en gran parte
Newton. Si un objeto se desplaza 200 metros en 4 segundos,
se puede decir que su velocidad media es de 50 metros por
segundo, y si el objeto se desplaza a velocidad constante, la
velocidad media es también la velocidad en cada instante. Sin
embargo, la mayor parte de los movimientos no tienen lugar
a velocidad constante. Un objeto que cae a tierra, un proyectil
lanzado por un cañón y un planeta que se mueve alrededor
del Sol se desplazan a velocidades continuamente cambiantes.
Es muy importante para muchos propósitos saber cuál es la
velocidad de un móvil en algunos instantes de su desplaza­
miento. Así, por ejemplo, la velocidad en el instante en que
un proyectil alcanza a una persona es crucial. Si la velocidad
del proyectil es de 0 metros por segundo, el proyectil cae a
tierra. Si la velocidad es de 100 metros por segundo, quien
cae a tierra es la persona. Ahora bien, un instante, por su
propio significado, es un lapso de tiempo cero. Y en tiempo
cero un objeto recorre una distancia cero. Por tanto, si qui­
siéramos calcular la velocidad instantánea de la misma forma
que calculamos la velocidad media, dividiendo la distancia re­
corrida por el tiempo que se tarda en recorrerla, tendríamos
0/0 y esto carece de sentido.
La salida de este atolladero, que los matemáticos del si­
glo xvn vislumbraron pero no comprendieron, se puede expo­
ner de la siguiente forma. Supongamos que un objeto está ca­
yendo a tierra y deseamos calcular su velocidad precisamente
4 segundos después de haber comenzado a caer. Ahora bien,
si tomamos un intervalo de tiempo, no un instante, y divi­
dimos la distancia a la que cae durante ese intervalo por el
tiempo, obtenemos la velocidad media en el intervalo. Calcu­
lemos entonces la velocidad media en el 1/2 segundo que co­
mienza en el cuarto segundo, durante el 1/4 de segundo que
comienza en el cuarto segundo, durante el 1/8 de segundo que
comienza en el cuarto segundo y así sucesivamente. Con se­
guridad, cuanto más pequeño sea el intervalo de tiempo, más
cerca estará la velocidad media calculada de la velocidad a los
cuatro segundos exactamente. Presumiblemente, todo lo que
hay que hacer es anotar las velocidades medias y observar a
qué número se aproximan; este número debería ser la veloci­
dad buscada a los cuatro segundos exactamente. Este esquema
parece lo suficientemente razonable, pero como veremos pre­
senta ciertas dificultades. De cualquier forma, la velocidad en
el cuarto segundo, si fuera calculable, recibe el nombre de
derivada de la función d = 16t2 para t = 4.
Podremos ver las dificultades más fácilmente si traducimos
la exposición verbal al lenguaje simbólico. La formulación ma­
temática, esencialmente la que finalmente se adoptó, se debe
a Fermat. Calcularemos la velocidad en el cuarto segundo de
una pelota cuya caída viene descrita por la función
(1) d = 16t2
Cuando t = 4, d = 16.42, o sea, 256. Sea ahora h un incremen­
to de tiempo. En un tiempo de 4 + h segundos, la pelota ha­
brá caído 256 metros más una distancia incremental k. Así pues,
256 + k = 16(4 + h)2 = 16(16 + 8h + h2)
o
256 + k = 256 + 12Sh + h2
A continuación, restando 256 de ambos miembros
k = 12Sh + h2
y la velocidad media en h segundos es
k _ 128h + h2
h~ h
Fermat fue muy afortunado en el caso de esta sencilla función
y otras que trató, porque pudo dividir el numerador y el de­
nominador de la derecha de la igualdad por h y obtener
(3) k/h =12S + h
Después hizo que h valiera 0 y obtuvo la velocidad en el cuarto
segundo de caída de la pelota
(4) d = 128
(La notación d es la de Newton). Así, d es la derivada de
d = 1612 para t — 4.
La objeción a este proceso es que se parte de un h que no
es 0, realizándose operaciones tales como dividir numerador
y denominador por h, lo cual es correcto solamente cuando h
no es cero. De manera que (3) es correcta sólo cuando h no
es 0. No se puede entonces hacer que h sea 0 para obtener una
conclusión. Además, en el caso de una función tan sencilla
como d = 16í2, (2) se simplifica y se obtiene (3). Pero para
funciones más complicadas, estamos obligados a vérnoslas con
la forma (2) y ahí, cuando h es 0, k/h es 0/0, lo cual carece
de sentido.
Fermat jamás justificó lo que hizo y de hecho, aunque se
le deba atribuir el mérito de ser uno de los progenitores del
cálculo, no llevó este trabajo muy lejos. Tuvo buen cuidado
en no enunciar ningún teorema general cuando adelantaba una
idea que no podía justificar completamente. Se contentaba
con tener un proceso correcto, ya que podía darle una inter­
pretación geométrica y creía que en última instancia se podían
obtener demostraciones geométricas adecuadas.
El segundo concepto del cálculo que dejó confusos a sus
creadores, la integral definida, está relacionado, por ejemplo,
con el problema de hallar áreas de figuras limitadas en todo
o en parte por curvas, con el de calcular volúmenes de figuras
limitadas por superficies y con el de hallar centros de grave­
dad de cuerpos de formas variadas. Para comprender la difi­
cultad que el concepto implica, consideremos el problema de
hallar un área limitada en parte por una cur\:- .
Consideremos el área DEFG (fig. 6.1), que está limitada
por el arco FG de la curva de ecuación y = x2, por DE y por

los segmentos verticales DG y EF. También aquí, la cantidad


que buscamos debe ser obtenida mediante aproximaciones cada
vez mejores, y esto lo comprendieron muy bien los matemáti­
cos del siglo x v i i . Subdividimos el intervalo DE en tres partes
iguales, cada una de ellas de longitud h, y denotemos los pun­
tos de subdivisión por Du D2 y D3 (fig. 6.2). Sean ylt y2 e y3
las ordenadas en los puntos de subdivisión. Ahora yxh, y2h e yjk
son las áreas de los tres triángulos dibujados, y la suma
(5) yxh + y2h 4- y jt
es la suma de las tres áreas rectangulares y, en consecuencia,
una aproximación al área DEFG.
Podemos obtener una mejor aproximación al área DEFG
utilizando un número mayor de rectángulos menores. Supon­
gamos que subdividimos el intervalo DE en seis partes (fig. 6.3).
Esta figura muestra, en particular, lo que le ocurre al rec­
tángulo del medio de la fig. 6.2. Este rectángulo es reempla­

zado por otros dos, y puesto que utilizamos el valor de y en


cada punto de subdivisión como altura de un rectángulo, el
área rayada de la figura 6.3 no es ya parte de la suma de las
áreas de los seis rectángulos que ahora aproximan el área
DEFG. Por tanto, la suma
(6) yxh + y2h + y3h + yAh + y5h + y6h
es una aproximación al área DEFG mejor que la de la suma (5).
Podemos hacer una afirmación más general en relación con
este proceso de aproximación. Supongamos que dividimos el
intervalo DE en n partes. Habría entonces n rectángulos, cada
uno con base h. Las ordenadas en los puntos de subdivisión
son yíf y2, ..., yn en donde los puntos suspensivos indican que
están incluidas todas las ordenadas de los puntos de subdivi­
sión. La suma de las áreas de los n rectángulos es entonces
(7) yxh + y2h + + yjt,
indicando de nuevo los puntos suspensivos que todos los rec­
tángulos intermedios están incluidos. En vista de lo que aca­
bamos de decir acerca del efecto que tiene subdividir DE en
intervalos menores, la aproximación del área DEFG dada por
la suma (7) mejora a medida que n aumenta. Por supuesto,
según se va haciendo n mayor, h se hace menor, ya que h —
DE/n. Vemos hasta aquí, cómo las figuras formadas con seg­
mentos —rectángulos en nuestro caso— pueden ser utilizadas
para obtener aproximaciones cada vez mejores al área limitada
por una curva.
Parece intuitivamente claro que cuanto mayor sea el núme­
ro de rectángulos, mejor se aproximará la suma de sus áreas
al área de la figura curvilínea. Sin embargo, si paramos a los
50 o a los 100 rectángulos, la suma correspondiente no será
todavía el área buscada. A los matemáticos del siglo x v ii que
estaban trabajando en este asunto se les ocurrió la siguiente
idea: dejar que n se hiciera infinito. Sin embargo, no estaba
claro qué quería decir exactamente eso de infinito. ¿Se trataba
de un número? Y en ese caso, ¿cómo se calculaba con ese nú­
mero? Cuando Fermat llegó a expresiones para la suma de las
áreas de n rectángulos como en (7) y se encontró con que
necesariamente contenían términos de la forma 1/n y 1/n2, las
descartó, sobre la base de que cuando n es infinito son des­
preciables. También en esto, como en el caso de la derivada,
creía Fermat que se podrían dar demostraciones precisas, lo
más probablemente recurriendo al método exhaustivo intro­
ducido por Eudoxo (método geométrico muy limitado y bas­
tante complicado, que fue utilizado con gran maestría por
Arquímedes).
De entre los primeros trabajos para obtener áreas y volú­
menes por medio de la integral definida, quizá merezca nues­
tra atención el de Bonaventura Cavalieri, porque influyó en
muchos matemáticos contemporáneos y posteriores y porque
es un típico ejemplo de la vaguedad de pensamiento de la épo­
ca. Cavalieri consideraba un área, tal como la que se muestra
en la figura 6.1, como la suma de un infinito número de uni­
dades a las que llamó indivisibles y que, presumiblemente, po­
dían ser líneas rectas. Sin embargo, nunca fue explícito sobre
el significado de este concepto excepto para sugerir que, si se
divide el área en partes cada vez más pequeñas tales como los
rectángulos de la figura 6.3, se llegaría a los indivisibles. En
uno de sus libros, Exercitationes geometricae sex (Seis ejer­
cicios de geometría, 1647), «explicaba» que el área en cuestión
está compuesta de indivisibles, de la misma forma que un co-
llar está hecho de cuentas, una tela de hilos y un libro de
páginas. Con este concepto se las arregló para comparar dos
áreas o dos volúmenes y obtener las relaciones correctas.
Los críticos de Cavalieri no se mostraron satisfechos. Un
contemporáneo, Paul Guldin (1557-1643), le acusó de haber mal-
interpretado la geometría de los griegos en vez de compren­
derla. Y un reciente historiador ha dicho del trabajo de Cava­
lieri que si hubiera un premio a la oscuridad, Cavalieri lo ga­
naría indiscutiblemente. Dado que Cavalieri no era capaz de
explicar cómo podía estar hecho un cuerpo de extensión finita
de un número infinito de elementos, sus indivisibles, eludía la
respuesta rechazando cualquier interpretación precisa de ellos.
A veces recurría a hablar de una suma infinita de líneas rectas
(o de segmentos) sin explicitar la naturaleza de aquel infinito.
Otras veces proclamaba que su método no era más que un
mecanismo pragmático para evitar el complicado método ex­
haustivo de los griegos. Además, argüía Cavalieri, los geóme­
tras contemporáneos habían sido con los conceptos mucho
más descuidados que él, en particular Kepler en su Stereo-
metria doliorum vinariorum (Medición de volúmenes de tone­
les de vino, 1616). Estos geómetras, continuaba Cavalieri, se
habían contentado, en sus cálculos de áreas, con imitar los
métodos de Arquímedes, sin dar las demostraciones completas
que el gran griego había utilizado para hacer más riguroso su
trabajo. Sin embargo, estos geómetras estaban satisfechos con
sus cálculos porque los resultados eran útiles. Adoptando el
mismo punto de vista, Cavalieri decía que su procedimiento
podía conducir a nuevos inventos, y que su método de nin­
guna manera obligaba a considerar las estructuras geométri­
cas como compuestas de un infinito número de elementos: no
tenía otro objeto que el de establecer razones correctas entre
las áreas y los volúmenes. Pero estas razones conservaban su
sentido al margen de la opinión que <sada uno tuviera sobre
la composición de las figuras. Como último recurso, remitía
las cuestiones conceptuales a la filosofía, considerándolas en
consecuencia poco importantes. «El rigor», decía, «es asunto
de la filosofía, no de la geometría».
Pascal defendió a Cavalieri. En sus Cartas de Dettonville
(1658), afirmaba que la geometría de los indivisibles y la geo­
metría clásica griega estaban de acuerdo. «Lo que se demues­
tra por las verdaderas reglas de los indivisibles, se podría
demostrar también con el rigor y el estilo de los antiguos.»
Estas geometrías diferían sólo en su terminología. Por otra
parte, el método de los indivisibles tenía que ser aceptado por
todo matemático que pretendiera figurar entre los geómetras.
De hecho, también Pascal mantenía posturas ambivalentes so­
bre el rigor. A veces argüía que era la debida «finesse», más
que la lógica geométrica, lo que se necesitaba para hacer las
cosas correctamente, de la misma forma que la apreciación
religiosa de la gracia está por encima dela razón. Las para­
dojas de la geometría que aparecen en el cálculo son como
los aparentes absurdos del cristianismo, y el indivisible tiene,
en geometría, el mismo valor que tiene nuestra justicia en
comparación con la de Dios.
Además, la corrección de las ideas está a menudo determi­
nada por el corazón (capítulo 2). Decía en sus Pensées: «Co­
nocemos la verdad no sólo por la razón, sino también por el
corazón. Es de esta última fuente de donde proviene nuestro
conocimiento de los primeros principios, y es inútil que la
razón, que no tiene parte en él, intente combatirlo ... Y es
en nuestro conocimiento por el corazón y por el instinto en
donde necesariamente la razón descansa y en donde funda­
menta todo su discurso.» Por supuesto, Pascal no contribuyó en
nada a la clarificación del método de Cavalieri.
Los que más contribuyeron a la creación del cálculo fueron
Newton y Leibniz. Newton hizo muy poco por el concepto de
integral, pero utilizó la derivada intensivamente. Su método
para obtener la derivada fue, esencialmente, el de Fermat.
Sin embargo, no se mostró más claro en la justificación lógica
de este concepto básico. Escribió tres trabajos sobre el cálcu­
lo, y pub.licó tres ediciones de su obra maestra, Los principios
matemáticos de la filosofía natural. En el primer trabajo (1669),
en el que presentaba su método para hallar la derivada, ma­
nifestaba que el método está «más que demostrado con pre­
cisión, brevemente explicado». En él utilizaba el hecho de que
h y k son indivisibles. En el segundo trabajo (1671), declaraba
ir por buen camino porque, decía, había cambiado su punto
de vista respecto de las variables, y en lugar de considerar que
cambiaban mediante incrementos discretos, en cuyo caso las h
serían unidades última e indivisibles, pensaba ahora que cam­
biaban continuamente. Decía haber eliminado la dificultad de la
doctrina de los indivisibles que empleaba en su primer trabajo.
Sin embargo, el proceso para calcular una fluxión, término
con que denominaba la derivada, es esencialmente el mismo,
y la lógica no es mejor que la de la primera publicación.
En su «Cuadratura de curvas», tercer trabajo sobre el cálcu­
lo (1676), Newton repetía que había abandonado las cantidades
infinitamente pequeñas (los indivisibles últimos). Luego criti­
caba la omisión de términos que implicaran lo que en el (3)
anterior hemos denotado por h, porque, decía, «en matemá­
ticas los más pequeños errores no son despreciables». A con­
tinuación, procedía a dar una nueva explicación de lo que
entendía por fluxión. «Las fluxiones son, con toda la aproxi­
mación que se desee, como los incrementos de los fluentes
[las variables] generados en tiempos iguales y tan pequeños
como sea posible, y, hablando con precisión, las fluxiones están
en el origen de los nacientes incrementos...» Por supuesto,
tan vaga palabrería no ayudaba mucho. En cuanto al método
para calcular una fluxión, el tercer trabajo de Newton es,
desde el punto de vista lógico, tan burdo como el primero.
Eliminaba todos los términos con un factor en el que h estu­
viera elevada a una potencia mayor que la primera, tal como
h1 en (2), y de ese modo obtenía la derivada.
En su gran obra, Los principios matemáticos de la filosofía
natural (1.a edición, 1686), Newton hacía diversas afirmaciones
en relación con sus fluxiones. Rechazaba las cantidades indi­
visibles últimas en favor de «cantidades divisibles evanescen­
tes», cantidades que podían disminuir sin cesar. En la prime­
ra y tercera edición de sus Principios, Newton decía:
Las razones últimas, en las cuales las cantidades desaparecen, no
son, estrictamente hablando, razones de cantidades últimas, sino
límites a los que las razones de esas cantidades, decrecientes sin
límite, se aproximan, y que, aunque puedan estar más cerca que
cualquier diferencia dada, no pueden ser sobrepasados ni alcanza­
dos antes de que las cantidades hayan disminuido indefinida­
mente.
Aunque en modo alguno clara, ésta es la explicación más diá­
fana que dio Newton sobre el significado de las fluxiones.
Newton rozó en ella la palabra clave «límite», pero no profun­
dizó en el concepto.
Indudablemente, Newton se dio cuenta de que su explica­
ción de las fluxiones no era satisfactoria y por ello, quizá des­
esperadamente, recurrió al significado físico. Decía en sus
Principios:
Quizá pueda objetarse que no existen razones últimas de cantida­
des evanescentes porque la razón, antes de que las cantidades
hayan desaparecido, no es última; y cuando han desaparecido, no
es nada. Pero, con el mismo razonamiento, se podría mantener tam­
bién que no existe una velocidad última de un cuerpo que llega
a un cierto lugar, cuando su movimiento se termina: ya que la
velocidad, antes de que el cuerpo llegue a su última posición, no
es su velocidad última; cuando el cuerpo ha llegado no tiene velo­
cidad alguna. Pero la respuesta es fácil; por velocidad última se
entiende la velocidad con la que el cuerpo se mueve no antes de
que llegue a su última posición y el movimiento cese, ni después,
sino en el mismo instante en que llega; esto es, la velocidad con la
que el cuerpo llega a su última posición, y con la que el movimiento
cesa. Y, de manera análoga, por razón última de cantidades eva­
nescentes se debe entender la razón de las cantidades no antes de
que desaparezcan, ni después, sino con las que desaparecen.
Dado que los resultados de su trabajo matemático eran física­
mente verdaderos, Newton dedicó muy poco tiempo a la fun­
damentación lógica del cálculo. En los Principios, utilizó mé­
todos geométricos y dio teoremas sobre límites en forma geo­
métrica. Mucho más tarde, admitió haber utilizado análisis
para encontrar los teoremas de los Principios, pero dijo que
había formulado las demostraciones geométricamente para dar
unos argumentos tan seguros como los de los antiguos. Por
supuesto, las demostraciones geométricas no eran en absoluto
rigurosas. Newton tenía fe en la geometría euclídea, pero no
tenía pruebas de que ésta pudiera servir de apoyo al cálculo.
La aproximación de Leibniz al cálculo fue algo diferente.
Decía que cuando nuestras h y k decrecen (él escribía dx y dy)
alcanzan valores que son «evanescentemente pequeños» o «in­
finitamente pequeños». En este estadio, h y k no son cero,
pero son aún menores que cualquier cantidad dada. Por tanto,
todas las potencias de h como h2 y hl podrían, con seguridad,
ser despreciadas, y la razón resultante de h /k sería, efectiva­
mente, la cantidad buscada, es decir la derivada, que él deno­
taba con el cociente dx/dy.
Geométricamente, Leibniz describía h y k como sigue. Cuan­
do P y Q son puntos «infinitamente próximos» de una curva,
entonces dx es la diferencia entre sus abcisas y dy la diferen­
cia entre sus ordenadas (fig. 6.4). Además, la recta tangente

en T coincide entonces con el arco PQ. Por tanto, dy dividido


por dx es la pendiente de la tangente. El triángulo PQR, lla­
mado triángulo característico, no fue idea original de Leibniz.
Había sido utilizado anteriormente por Pascal y Barrow, cu­
yos trabajos había estudiado Leibniz. También mantenía Leib­
niz que el triángulo PQR es semejante al triángulo STU, utili­
zando este hecho para probar algunos resultados relativos a
dy/dx.
También trabajó Leibniz extensamente con el concepto de
integral, llegando independientemente a la idea de sumar rec­
tángulos como en el (7) anterior. Sin embargo, el paso de la
suma de un número finito de rectángulos a otro infinito re­
sultaba vaga y ambigua. Leibniz decía que, cuando h se hace
«infinitamente pequeño», entonces se alcanza la suma infinita.
Esto lo indicaba él con el símbolo J y • dx. Trató de evaluar
tales integrales y, de hecho, descubrió independientemente lo
que ahora se llama teorema fundamental del cálculo, el cual
muestra que tales sumas se pueden obtener invirtiendo el pro­
ceso de hallar la derivada (antidiferenciación). Después de lu­
char casi doce años con su versión del cálculo, publicó su pri­
mer trabajo en el Acta eruditorum de 1684. Es posible que
el comentario más adecuado a este trabajo lo hicieran los
hermanos Jakob y Johann Bernoulli. Lo describieron como
«un enigma más que una explicación».
Las ideas de Newton y Leibniz no estaban claras, y ambos
recibieron críticas. Así como Newton no respondió a las crí­
ticas, Leibniz sí lo hizo. Sus intentos de explicar, particular­
mente, la noción de infinitésimo (números infinitamente pe­
queños) son tan numerosos, que se podrían llenar muchas pá­
ginas con ellos. En un artículo publicado en el Acta de 1689,
decía que los infinitésimos no son números reales sino ficticios.
Sin embargo, estos números ficticios o ideales, afirmaba, están
gobernados por las mismas leyes que los números ordinarios.
Alternativamente, en este artículo apelaba a la geometría
para razonar que un diferencial superior (infinitésimo), tal
como (dx)2, es a otro inferior, dx, como un punto es a una
línea, y que dx es a x como un punto es a la Tierra o como
el radio de la Tierra es al del universo. El pensaba en la razón
de dos infinitésimos como en un cociente de cantidades infi­
nitamente pequeñas, pero esa razón podía ser expresada en
términos de cantidades definidas; por ejemplo, geométrica­
mente, la razón de dy a dx es la razón de la ordenada a la
subtangente (TU a SU en la fig. 6.4).
La obra de Leibniz fue criticada por Bemhard Nieuwentijdt
(1654-1718), y Leibniz le respondió en el Acta de 1695. Atacaba
Leibniz en su artículo las críticas «superprecisas» y decía que
una excesiva escrupulosidad no debería llevarnos a rechazar
los frutos de la inventiva. Decía después Leibniz que su méto­
do difería del de Arquímedes sólo en las expresiones utiliza­
das, pero que las suyas se adaptaban mejor al arte del descu­
brimiento. Los términos «infinito» e «infinitesimal» significa­
ban, meramente, cantidades que pueden ser tomadas tan gran­
des o tan pequeñas como se desee para mostrar que el error
cometido es menor que cualquier número asignado de ante­
mano; en otras palabras, que el error no existe. Se pueden
utilizar estas cosas últimas —esto es, cantidades «infinitas» e
«infinitamente pequeñas»— como una herramienta, de la mis­
ma forma que los algebristas usan las raíces imaginarias con
gran provecho. (Deberíamos recordar aquí el estado de los
números imaginarios en los tiempos de Leibniz.)
En una carta de 1699 dirigida a Wallis, Leibniz daba unas
explicaciones algo diferentes:
Es útil considerar cantidades infinitamente pequeñas de modo que
cuando se busque su razón puedan no ser consideradas nulas, pero
que sean rechazadas siempre que aparezcan con cantidades incom­
parablemente mayores. Así, si tenemos x + dx, se rechaza dx.
Pero es diferente si buscamos la diferencia entre x + dx y x. Aná­
logamente, no podemos considerar a x . dx y dx. dx al mismo nivel.
Por tanto, si estamos diferenciando xy [hallando su derivada], es­
cribimos (x -f dx) (y + dy) — xy = x.dy + y dx + dx. dy; pero
aquí se rechazará dx. dy como incomparablemente menor que
x dy + y dx. Así, en cada caso particular, el error es menor que
cualquier cantidad dada previamente.
Hasta aquí, Leibniz argüía que su cálculo utilizaba solamente
conceptos matemáticos legítimos. Pero, al no poder satisfacer
a sus críticos, enunció un principio filosófico conocido como
la ley de continuidad, que era prácticamente el mismo que
Kepler había enunciado anteriormente. El principio, tal y
como lo enunció Leibniz en sus primeros trabajos de cálculo,
y que comunicó a su amigo Hermán Conring en una carta del
19 de marzo de 1678, afirmaba: «Si una variable goza, en todos
sus estadios, de una cierta propiedad, su límite gozará de la
misma propiedad.»
En 1687, en una carta a Pierre Bayle, Leibniz expresaba
este principio de manera más completa: «En cualquier su­
puesta transición, y cualquiera que sea el término a que se
llegue, es permisible instituir un razonamiento general, en el
que el término final pueda también estar incluido.» Después
aplicaba el principio al cálculo de dy/dx para la parábola
y = x2. Después de haber obtenido dy/dx — 2x + dx, decía:
«Ahora, puesto que por nuestro postulado es permisible in­
cluir en el mismo razonamiento general el caso en el que
(fig. 6.5) la ordenada x¿y2 se mueve más y más cerca de la
ordenada fija xxyx, hasta que, finalmente, coincide con ella,
es evidente que, en este caso, dx se hace igual a 0 y debe ser
despreciado [...]» Leibniz no dijo qué significado debería darse
al dx y al dy que aparecen en el miembro de la izquierda de
la ecuación cuando dx es 0.
Por supuesto, decía Leibniz, cosas que son absolutamente
iguales tienen una diferencia que es absolutamente nada:
Aún puede ser imaginado un estado de transición, o de evanescen-
cia, en el que todavía no haya surgido la igualdad exacta [...], pero
en el que se esté pasando a un estado tal, que la diferencia sea
menor que cualquier cantidad asignable; se puede imaginar tam­
bién que en este estado persistirá todavía alguna diferencia, alguna
velocidad, algún ángulo, pero, en cada caso, algo infinitamente
pequeño [...].
Hasta el momento, si un estado tal de transición instantánea
de desigualdad o igualdad [...] puede ser sostenido en un sentido
riguroso o metafísico, o si las infinitas extensiones cada vez mayo­
res o las infinitamente pequeñas cada vez menores son considera­
ciones legítimas es una cuestión que reconozco que está posible­
mente abierta a debate.
Bastará con que cuando hablamos de cantidades infinitamente
grandes (o, más estrictamente, ilimitadas), o de cantidades infinita­
mente pequeñas (esto es, las mínimas de las que nuestro conoci­
miento alcanza), se entienda que estamos refiriéndonos a cantida­
des indefinidamente grandes o indefinidamente pequeñas, esto es,
tan grandes como queramos, o tan pequeñas como queramos, de
modo que el error que podamos asignar pueda ser menor que cual­
quier cantidad señalada.
Partiendo de estas suposiciones, todas las reglas de nuestro algo­
ritmo, tal como se expone en el Acta eruditorum de octubre de 1684,
se pueden probar sin mucho esfuerzo.
A continuación, Leibniz discutía esas reglas, pero sin añadir
nada que sirviera de clarificación.
El principio de continuidad de Leibniz no era ciertamente,
ni lo es hoy, un axioma matemático. Sin embargo, él le dio
gran importancia y basó muchos de sus razonamientos sobre
este principio. Por ejemplo, en una carta a Wallis, en 1698,
Leibniz defendía su utilización del triángulo característico (fi­
gura 6.4) como una forma sin magnitud, en donde la forma
permanece después de que las magnitudes se hayan reducido
a cero, y preguntaba en tono de desafío: «¿Quién no admite
una forma sin magnitud?» Análogamente, en una carta a Guido
Grandi, en 1713, decía que lo infinitamente pequeño no es un
cero simple y absoluto, sino un cero relativo, esto es, una can­
tidad evanescente que todavía conserva el carácter de lo que
está desapareciendo. Sin embargo, Leibniz dijo también en otras
ocasiones que no creía en magnitudes verdaderamente infinitas
o verdaderamente infinitesimales.
Hasta el final de su vida, en 1716, Leibniz continuó dando
explicaciones de lo que eran sus cantidades infinitamente pe­
queñas (infinitesimales, diferenciales) o infinitamente grandes.
Estas explicaciones no eran mejores que las que hemos visto
anteriormente. No tenía conceptos claros ni justificaciones ló­
gicas de su cálculo.
El hecho de que Newton y Leibniz fueran tan burdos en
su razonamiento es bastante sorprendente. Antes de que abor­
daran el cálculo, otros grandes matemáticos habían hecho ya
considerables progresos, y ambos habían leído los trabajos de
muchos de sus predecesores. En efecto, Isaac Barrow, el maes­
tro de Newton, poseía ya un cierto número de resultados fun­
damentales en forma geométrica. Cuando Newton decía: «Si
he visto más lejos que otros, es porque me he subido a lomos
de gigantes», no era mera modestia, sino un hecho. En cuanto
a Leibniz, fue una de las grandes inteligencias. Ya hemos citado
sus contribuciones a muchos campos (capítulo 3). Es equipa­
rable a Aristóteles en fuerza intelectual y extensión de conoci­
mientos. Por supuesto, el cálculo implicaba ideas nuevas y muy
sutiles, y ni siquiera mentes creativas más dotadas comprenden
siempre del todo sus propias creaciones.
Al no ser capaces de clarificar los conceptos y justificar las
operaciones, ambos confiaron en la fecundidad de sus métodos
y en la coherencia de sus resultados, lanzándose hacia adelante
con vigor .pero sin rigor. Leibniz, menos preocupado por el
rigor pero más sensible a las críticas que Newton, sentía que
la justificación última de sus procedimientos estaba en su efec­
tividad. Acentuaba el valor algorítmico o procedimental de lo
que había creado. En cierto modo, tenía confianza en que si
formulaba claramente las reglas de las operaciones y se apli­
caba correctamente, se obtendrían resultados correctos y razo­
nables, por vago que pudiera ser el significado de los conceptos
en juego. Como Descartes, era un hombre de visión que pensa­
ba en amplios términos. Vio las implicaciones a la larga de las
nuevas ideas y no dudó en declarar que estaba saliendo a la
luz una nueva ciencia.
Los fundamentos del cálculo permanecían oscuros. Los de­
fensores del trabajo de Newton continuaban hablando de pri­
meras y últimas razones, mientras que los seguidores de Leib­
niz utilizaban los infinitesimales, las cantidades infinitamente
pequeñas pero distintas de cero. La existencia de estos dos
enfoques distintos aumentó la dificultad de erigir la fundamen­
tación lógica adecuada. Además, muchos de los matemáticos
ingleses, acaso porque permanecían en lo esencial ligados a la
geometría griega, estaban más preocupados por el rigor, des­
confiando así de ambas aproximaciones al cálculo. Otros mate­
máticos británicos prefirieron estudiar a Newton, en vez de
las matemáticas, no haciendo de esta forma progresos hacia
la rigorización. Así pues, el siglo xvii finalizaba con el cálculo,
además de la aritmética y el álgebra, en confuso estado.
A pesar de la confusión, la dificultad y alguna oposición,
los grandes matemáticos del siglo xviii no sólo extendieron
ampliamente el cálculo, sino que derivaron de él áreas com­
pletamente nuevas: series infinitas, ecuaciones diferenciales or­
dinarias y en derivadas parciales, geometría diferencial, cálculo
de variaciones y teoría de funciones de una variable compleja,
áreas que hoy están en el corazón de las matemáticas y son
colectivamente conocidas como análisis. Incluso los matemáti­
cos vacilantes y críticos utilizaron en estas nuevas áreas los
distintos tipos de números y los procesos algebraicos y del
cálculo despreocupadamente, como si no hubiera ya problemas
de fundamentación lógica.
La extensión del cálculo a nuevas ramas introdujo nuevos
conceptos y metodologías que complicaron el problema de la
rigorización del tema. Para ilustrar las dificultades adicionales,
puede servir el tratamiento de las series infinitas. Señalemos,
en primer lugar, qué problemas presentaron a los matemáticos
las series infinitas.
La función 1/(1 + x) se puede escribir como (1 4- x)-1, y,
aplicando el teorema del binomio a esta última forma, resulta
que
(8) * = (1 + *)-■ = 1— x + x2 — x* + x* ....
—1 i+-----
en donde los puntos suspensivos indican que los términos con­
tinúan indefinidamente y siguen el modelo que sugieren los
pocos términos ya mostrados. La intención original al introdu­
cir las series infinitas en el cálculo fue utilizarlas en operacio­
nes tales como diferenciación (cálculo de derivadas), antidife­
renciación, en vez de las funciones, ya que, desde un punto de
vista técnico, es más fácil trabajar con los términos más senci­
llos de las series. Además, las series de funciones tales como
sen x eran utilizados para calcular los propios valores de la
función. En todos estos usos es importante saber que la serie
es el equivalente de la función. Ahora bien, las funciones tienen
unos valores numéricos cuando se asignan valores a x. La pri­
mera cuestión, por consiguiente, que uno se debe plantear so­
bre las series es la de qué valor proporciona para un determi­
nado valor de x. En otros términos, ¿qué entendemos por suma
de una serie infinita y cómo la obtenemos? La segunda cuestión
es si la serie representa a la función para todos los valores
de x, o, al menos, para todos los valores de x para los que la
función tiene sentido.
En su primera publicación sobre el cálculo (1669), Newton
introducía orgullosamente el uso de las series infinitas para
facilitar el proceso del cálculo. Así, para integrar (antidiferen-
ciar) y = 1(1 + x2) utilizó el teorema del binomio para obtener
y - + *6 + x 8 _ . . . f
integrando después término a término. Observó después que si,
en lugar de hacer esto, se escribe la misma función en la for­
ma y = l(x2 + 1), se obtiene, usando de nuevo el teorema del
binomio
1 1 1 1

Después hacía notar que cuando x es suficientemente pequeño,


se debe usar la primera expresión, pero que cuando x es gran­
de, la que hay que utilizar es la segunda. Así pues, Newton era
de alguna manera consciente de la importancia de lo que ahora
llamamos convergencia, pero no tenía una noción precisa del
concepto.
La justificación dada por Newton para el uso de las series
infinitas ejemplifica la lógica de la época. Decía en su trabajo
de 1669:
Todo lo que el análisis común [el álgebra] realiza por medio de
ecuaciones de un número finito de términos (siempre que se
pueda hacer), éste [el nuevo análisis] puede realizar lo mismo en
todos los casos, por medio de ecuaciones infinitas [series], de tal
forma que no he tenido ninguna duda en darle asimismo el nombre
de análisis. Porque el razonamiento en éste no es menos cierto que
en el otro; ni las ecuaciones menos exactas; aunque nosotros los
mortales, cuyo poder de razonamiento está confinado dentro de
estrechos límites, no podemos expresar ni concebir todos los tér­
minos de esas ecuaciones como para conocer exactamente de ellas
las cantidades que deseamos.
De manera que, para Newton, las series infinitas no eran más
que una parte del álgebra, un álgebra superior que trata de
un número infinito de términos en lugar de un número finito.
Lo mismo que Newton, Leibniz, los diversos Bernoulli,
Euler, D’Alembert, Lagrange y otros matemáticos del siglo xvm
que lucharon con el extraño problema de las series infinitas
y las emplearon en el análisis, perpetraron toda clase de erro­
res, hicieron demostraciones falsas y obtuvieron conclusiones
incorrectas; dieron incluso argumentos que retrospectivamente
podemos calificar de absurdos. Un breve examen de algunos de
sus razonamientos puede mostrar la confusión y el aturdimien­
to de su manejo de las series infinitas.
Cuando x = 1, la serie (8) que representa 1/(1 4- x),

(8) 1 = l — x + x* — x> + x*...


(1 + x )
se transforma en
1 — 1 + — 1 + 1 ...

La cuestión de cuál sería la suma de esta serie engendró dispu­


tas sin fin. Parecía claro que escribiendo la serie en la forma
(1 — 1) + (1 — 1) + (1 — 1) + ...

la stuna sería 0. Parecía, sin embargo, igualmente claro que es­


cribiéndola como
1 — (1 — 1) — (1 — 1).
la suma sería 1. Pero también es. verdad que si S expresa la
suma de la serie, entonces
S = i — (l — i + 1 — 1 + ...)
o
S =1 — S
Por tanto, S = —— . Este último resultado era confirmado por
otro argumento. La serie en cuestión es una serie geométrica
de razón — 1, y la suma de una serie geométrica infinita cuyo
primer término es a y cuya razón es r vale a/{ 1 — r). Enton­
ces, en el presente caso, la suma es 1/[1 — (— 1)], o sea — .
Guido Grandi (1671-1742), en su librito Quadratura circuli et
hiperbolae (Cuadratura de círculos e hipérbolas, 1703), obtuvo
el tercer resultado, ——, por otro método. Puso x = 1 en la
ecuación (8), obteniendo
_ !_ = 1_1 + 1_1 ...

En consecuencia, Grandi mantenía que la suma de la serie


era 1/2. También argüía, contrariamente, que la suma era 0, y
que, por consiguiente, él había probado que el mundo podría
haber sido creado de la nada.
En una carta a Christian Wolf, publicada en el Acta erudi-
torum de 1713, Leibniz trataba la misma serie. Estaba de acuer­
do con el resultado de Grandi, pero pensaba que se podía ob­
tenerlo sin acudir a la función de origen. En vez de eso, decía
Leibniz, si se toma el primer término, la suma de los dos pri­
meros, la suma de los tres primeros, y así sucesivamente, se
obtiene 1, 0, 1,0, 1, ... Así pues, 1 y 0 son igualmente probables;
se debería por tanto, tomar como suma la media aritmética,
a saber, 1/2, que es también el valor más probable. Este argu­
mento fue aceptado por Jakob, Johann y Daniel Bemoulli y
por Lagrange. Leibniz admitió que su argumentación era más
metafísica que matemática, pero decía que en matemáticas hay
más verdades metafísicas de lo que generalmente se reconoce.
En una carta de 1745 y un trabajo de 1754-55, Euler se plan­
teaba la suma de una serie. Una serie en la que, añadiendo con­
tinuamente términos, nos acerquemos cada vez más a un núme­
ro fijo, es considerada como convergente, y el número fijo como
su suma. Esto sucederá, según Euler, cuando los términos de­
crezcan continuamente. Una serie cuyos términos no decrezcan
e incluso puedan crecer es divergente, y dado que este tipo,
decía Euler, proviene de funciones explícitas conocidas, es po­
sible tomar el valor de la función como la suma de la serie.
La teoría de Euler condujo a problemas adicionales. Consi­
deró la expresión:

(l +1 x)1 = (1 + *)-2 = 1 - 2x + Ix* - 4x> + ...


Para x — — 1, obtenía
00 = 1 + 2 + 3 + 4 + ...
Esta suma parecía razonable. Sin embargo, Euler consideraba
después la serie para 1/(1— x), a saber:
1 + * + X? + X3 + ...
------ --------=
1— X
y suponía x = 2. Entonces,
— 1 = 1 + 2 + 4 + 8 + ...
Puesto que la suma del lado derecho de esta serie debería sobre­
pasar la de la precedente, Euler concluía que — 1 es mayor que
infinito. Algunos de los contemporáneos de Euler decían que
los números negativos mayores que infinito son distintos de
los menores que cero. Euler disentía, arguyendo que oo separa
los números positivos de los negativos de la misma forma que
lo hace el cero.
Los puntos de vista de Euler sobre convergencia y divergen­
cia no eran sólidos. Ya en su tiempo se conocían series cuyos
términos decrecen continuamente pero que no tienen suma en
el sentido que él se la daba. Él mismo trabajó con series que
no provenían de funciones explícitas. Por tanto, su «teoría» era
incompleta. Además, Nikolaus Bernoulli (1687-1759), en una car­
ta de 1743 (ahora perdida), debió de señalar a Euler que la
misma serie podía provenir de expresiones diferentes y, por
tanto, de acuerdo con la definición de Euler, se debía dar a las
sumas de esa serie valores diferentes. Pero Euler replicó (en
una carta a Goldbach en 1745) que Bemoulli no daba ejemplos
y que él no creía que una misma serie pudiera provenir de dos
expresiones algebraicas verdaderamente diferentes. Sin embar­
go, Jean-Charles Callet (1744-1799) dio un ejemplo de una misma
serie proveniente de dos funciones diferentes, que Lagrange
trató de rechazar utilizando un argumento que más tarde se
comprobó que era falaz.
El tratamiento de Euler de las series infinitas era inadecua­
do por varias razones adicionales. Las series se diferencian y
se integran, y el hecho de que la diferenciación y la integración
de una serie proporcione también la derivada y la antiderivada
de la correspondiente función debe ser justificado. Sin embar­
go, Euler manifestaba: «Siempre que una serie infinita se ob­
tenga como desarrollo de una expresión cerrada [fórmula de
una función], puede ser usada en las operaciones matemáticas
como el equivalente de esa función, incluso para los valores
de la variable para los que la serie diverge.» De esta forma,
decía, podemos preservar la utilidad de las series divergentes
y defender su uso frente a todas las objeciones.
Otros matemáticos del siglo xvm reconocieron también que
debía hacerse una distinción entre lo que ahora llamamos se­
ries convergentes y divergentes, aunque no tenían claro cuál
debía ser la distinción. La fuente de la dificultad era, por su­
puesto, que estaban viéndoselas con una nuevo concepto y,
como todos los pioneros, habían de luchar para desbrozar el
bosque. Ciertamente, la primitiva idea de Newton, adoptada por
Leibniz, Euler y Lagrange —que las series son sólo polinomios
largos y por tanto pertenecen al dominio del álgebra— no podía
servir para dar rigor al trabajo con las series infinitas.
El punto de vista formal dominó el trabajo sobre series in­
finitas a lo largo del siglo xvm. A los matemáticos les sentaba
mal incluso cualquier limitación a sus procedimientos, tal como
la necesidad de pensar en la convergencia. Su trabajo producía
resultados útiles y se contentaban con esta pragmática sanción.
Sobrepasaron los límites de lo que podían justificar, pero, en
conjunto, fueron prudentes en el uso de las series divergentes.
Aunque la lógica del sistema numérico y del álgebra no se
encontrara en mejor estado que la del cálculo, los matemáticos
concentraron sus esfuerzos en el cálculo tratando de remediar
su imprecisión. La razón de ello fue, indudablemente, que ha­
cia 1700 los distintos tipos de números aparecían como algo
familiar y más natural, mientras que los conceptos del cálculo,
todavía extraños y misteriosos, parecían menos aceptables. Por
añadidura, mientras que del uso de los números no surgían con­
tradicciones, del uso del cálculo y de sus ampliaciones a las
series infinitas y a las otras ramas del análisis surgían en abun­
dancia.
La aproximación de Newton al cálculo era, potencialmente,
más fácil de rigorizar que la de Leibniz, aunque la metodología
de éste era más fluida y más cómoda para las aplicaciones. Los
ingleses pensaban todavía que se podía conseguir el rigor ne­
cesario para ambos enfoques ligándolos a la geometría euclídea.
Pero también a ellos les desconcertaban los momentos de New­
ton (sus incrementos indivisibles) y su uso de variables conti­
nuas. En toda Europa continental se siguieron los pasos de
Leibniz y se trató de dar rigor a su concepto de los diferenciales
(infinitesimales). Los libros escritos para explicar y justificar
las aproximaciones de Newton y Leibniz al cálculo son dema­
siado numerosos y demasiado confusos como para que valga la
pena examinarlos *.
Al mismo tiempo que se hacían estos esfuerzos para dar ri­
gor al cálculo, algunos pensadores comenzaban a atacar su falta
de solidez. El ataque más fuerte fue el del obispo y filósofo
George Berkeley (1685-1753), el cual temía la creciente amenaza
a la religión de la filosofía, inspirada en las matemáticas, del
mecanicismo y el determinismo. En 1743 publicó El analista o
un discurso dirigido a un matemático infiel. [El matemático in­
fiel era Edmund Halley.] En donde se examina si el objeto, los
principios y las inferencias del moderno análisis están más dis­
tintamente concebidos, o más evidentemente deducidos que los
misterios religiosos y los artículos de la fe. «Saca primero la
viga de tu ojo, y verás después claramente, para quitar la mota
del ojo de tu hermano.» Berkeley protestaba, con toda razón,
de que los matemáticos estaban procediendo de forma miste­
riosa e incomprensible. Berkeley criticaba muchos de los razo­
namientos de Newton, y, en particular, señalaba que Newton,
en su trabajo «Cuadratura de curvas» (utilizando x para el in­
cremento que hemos denotado por h), realizaba algunos pasos
algebraicos y después eliminaba términos en los que apare­
cía h porque h era ahora 0. [Compárese con la ecuación (4)
supra.] Esto, decía Berkeley, era un desafío a la ley de la con­
1 Una relación de estos libros se puede encontrar en Florian Cajori,
A history o f the conceptions of lim its and fluxions in great Britain
from N ew ton to W oodhouse, The Open Court Publishing Co., Chica­
go, 1915. También en Cari Boyer, The concepts of the calculus, reeditado
por Dover Publications, 1949; edición original Columbia Universitv Press,
1939.
tradicción. Un razonamiento de este tipo jamás sería permitido
en teología. Decía que las primeras fluxiones (primeras deriva­
das) parecían exceder la capacidad de comprensión del hombre
puesto que sobrepasaban el dominio de lo finito.
Y si las primeras [fluxiones] son incomprensibles, ¿qué diremos
de las segundas y las terceras [derivadas de derivadas], etc.? El
que pueda concebir el comienzo de un comienzo, o el final de un
final [...] quizá pueda tener la agudeza suficiente como para con­
cebir esas cosas. Pero a la mayoría de los hombres, creo yo, les
será imposible entenderlas en cualquier sentido [...]. El que pueda
digerir una segunda o tercera fluxión [...] no necesita, en mi opi­
nión, andarse con remilgos en cuanto a la divinidad.
Hablando de las cantidades evanescentes h y k, Berkeley decía:
«Ciertamente, cuando suponemos que los incrementos desapa­
recen, debemos suponer que sus proporciones, sus expresiones
y todo lo demás derivado de la suposición de su existencia des­
aparecen con ellos.» En cuanto a las derivadas, que Newton
proponía como la razón de las cantidades evanescentes h y k,
Berkeley afirmaba: «No son ni cantidades finitas, ni cantidades
infinitamente pequeñas, ni tampoco nada. Podríamos llamarlas
los fantasmas de las cantidades desaparecidas.»
Berkeley fue igualmente crítico con el enfoque de Leibniz.
En un trabajo anterior, Un tratado concerniente a los princi­
pios del conocimiento humano (1710, ed. rev. 1734), atacaba los
conceptos de Leibniz.
Hay algunos de gran renombre, que no contentos con sostener que
las líneas finitas pueden ser divididas en un número infinito de
partes, van todavía más lejos, manteniendo que cada uno de estos
infinitésimos es a su vez divisible en una infinidad de partes o
infinitésimos de segundo orden [(dx)*] y así ad infinitum. ¡Afirman
que hay infinitésimos de infinitésimos de infinitésimos, sin llegar
nunca a un final! [...] Otros mantienen que todos los infinitésimos
de orden inferior al primero no son nada en absoluto.
En su Analista continuaba los ataques a las ideas de Leibniz:
Leibniz y sus seguidores, en su calculus differentialis, no tienen
ningún escrúpulo en suponer primero, y rechazar después, canti­
dades infinitamente pequeñas; con qué claridad en la percepción
y precisión en el razonamiento es algo que puede discernir cualquier
sujeto pensante que no esté predispuesto en favor de esas cosas.
La razón de los diferenciales, decía Berkeley, debería determi­
nar geométricamente la pendiente de la secante y no la de la
tangente. El error se repara al despreciar los diferenciales su­
periores. Así, «en virtud de una doble equivocación se llega,
si bien no a una ciencia, sí a la verdad», porque los errores se
compensan mutuamente. También atacaba la diferencial segun­
da, la d(dx) de Leibniz, de la que decía que es la diferencia de
una cantidad dx que es, ya de por sí, la menor cantidad discer-
nible.
Con respecto a los dos enfoques Berkeley se preguntaba re­
tóricamente «si los matemáticos de esta época actúan como
hombres de ciencia al tomarse muchas más molestias en aplicar
sus principios que en entenderlos».
Berkeley finalizaba el Analista con algunas preguntas como
las siguientes:
Los matemáticos que son tan delicados en asuntos religiosos, ¿son
estrictamente escrupulosos en su propia ciencia? No se someten a
la autoridad, no aceptan cosas con los ojos cerrados y creen puntos
inconcebibles? ¿No tienen sus misterios, y lo que es más, sus re­
pugnancias y contradicciones?
Docenas de matemáticos replicaron a las críticas de Berkeley,
y cada uno intentó, sin éxito, rigorizar el cálculo. El más im­
portante de estos esfuerzos fue el realizado por Euler. Euler
rechazó enteramente la geometría como base para el cálculo,
y trató de trabajar con funciones puramente formales, es decir,
razonar a partir de sus representaciones algebraicas (analíticas).
No reconoció el concepto de infinitesimal de Leibniz, esto es,
una cantidad que es menor que cualquier cantidad previamente
asignada y que sin embargo no es 0. En sus Institutionis calculi
differentialis (Principios de cálculo diferencial, 1755), un clásico
del cálculo del siglo xvm, Euler argüía lo siguiente:
No hay duda de que cualquier cantidad puede ser disminuida hasta
tal punto que se desvanezca completamente y desaparezca. Pero
una cantidad infinitamente pequeña no es otra cosa que una can­
tidad evanescente y, por tanto, la cosa misma se hace O. Esto está
también de acuerdo con la definición de cosas infinitamente pe­
queñas, según la cual se dice que las cosas son menores que cual­
quier cantidad que se les asigne; ciertamente, no sería posible que
una de estas cosas no fuera nada, pues a menos que fuese igual
a O, se le podría asignar una cantidad igual a sí misma, lo cual
es contrario a la hipótesis.
Puesto que los infinitésimos tales como dx (en la notación de
Leibniz) son cero, también lo son (dx)2, (dx)3, etc., aunque, decía
Euler, puesto que es costumbre, se puede hablar de ellos como
de orden superior a dx. Por tanto, el dy/dx, que para Leibniz
era una razón de infinitésimos en el sentido que él les daba,
era para Euler un cociente 0/0 de hecho. Sin embargo, mante­
nía Euler, 0/0 podía tomar muchos valores. El razonamiento
de Euler era que n.O = 0 para todo número n. Por consiguiente,
si dividimos por 0, tenemos n — 0/0. El proceso habitual de
hallar la derivada determina el valor de 0/0, en cada caso, para
la función de que se trate. Ilustraba esto con la función
y = x2. Daba a * el incremento h (él usaba w). En esta situación
hay que suponer que h no es 0. [Compárese esto con las fór­
mulas (1) a (4) supra.] Consecuentemente,
k = 2x + h
h
Donde Leibniz permitía que h se hiciera infinitesimal, pero no
cero, Euler decía que h era cero, y de esta manera resulta que
la razón k/h, que es 0/0, toma el valor 2x.
Euler recalcaba que esos diferenciales, los últimos valores
de h y k, eran ceros absolutos y que no se podía inferir de ellos
otra cosa que no fuera su razón mutua, la cual era evaluada
al final como una cantidad finita. Hay muchas más cosas de
esta naturaleza en el tercer capítulo de las Institutions. En él,
Euler animaba al lector señalando que esta noción no oculta
un misterio tan grande como comúnmente se piensa, si bien
era cierto que podía hacer el cálculo sospechoso para muchos.
Por supuesto, la justificación de Euler para el proceso de hallar
la derivada no era más sólida que la de Newton o la de Leibniz.
A lo que sí contribuyó Euler con su aproximación formalista,
aunque incorrecta, al cálculo fue a liberarlo de la geometría y
a basarlo en la aritmética y el álgebra. Este avance preparó,
al menos, el camino para la justificación definitiva del cálculo
sobre la base de los números.
La más ambiciosa de las tentativas posteriores del siglo xvm
para construir los fundamentos del cálculo fue la de Lagrange.
Como Berkeley y otros, creía que los correctos resultados obte­
nidos en el cálculo se debían al hecho de que los errores se
compensaban unos con otros. Elaboró su reconstrucción en su
Teoría de las funciones analíticas (1979; 2.a edición, 1813). El
subtítulo de su libro es revelador: «Conteniendo los principales
teoremas del cálculo diferencial sin utilizar los infinitamente
pequeños, las cantidades evanescentes, los límites y las fluxio­
nes y reducida al arte del análisis algebraico de cantidades fi­
nitas» (la cursiva es mía).
Lagrange criticaba el enfoque de Newton señalando que
cuando éste consideraba la razón límite del arco a la cuerda,
consideraba la cuerda y el arco iguales no antes de desvane­
cerse ni después, sino cuando se desvanecían. Lagrange, correc­
tamente, decía:
El método tiene el gran inconveniente de considerar las cantidades
en el estado en que dejan, por decirlo así, de ser cantidades; pues
aunque podamos siempre concebir las razones de dos cantidades
mientras permanecen finitas, esa razón deja de presentarse ante la
mente como clara y precisa tan pronto como sus términos se hacen
los dos cero al mismo tiempo.
Se sentía igualmente insatisfecho con las cantidades infinita­
mente pequeñas de Leibniz y con los ceros absolutos de Euler,
métodos «que, aunque correctos, no son en realidad lo suficien­
te claros como para servir de fundamento a una ciencia cuya
certeza debería residir en su propia evidencia».
Lagrange deseaba dar al cálculo todo el rigor de las demos­
traciones de los antiguos y se proponía hacerlo reduciendo el
cálculo al álgebra. Específicamente, Lagrange propuso utilizar
series infinitas —que eran consideradas como parte del álgebra,
pero cuya lógica era todavía más confusa que la del cálculo—
para fundamentar la lógica del cálculo rigurosamente. Con «mo­
destia» observaba que era sorprendente que su método no se
le hubiera ocurrido a Newton.
No es necesario pormenorizar los detalles de la fundamenta-
ción del cálculo hecha por Lagrange. Además de utilizar series
de una forma totalmente injustificada, realizaba una multitud
de pasos algebraicos que solamente conseguían que al lector le
resultara más difícil ver que faltaba la correcta definición de
derivada. Efectivamente, lo único que hizo Lagrange fue obte­
nerla de una forma tan tosca como cualquiera de sus predece­
sores. Lagrange creía haber prescindido del concepto de límite
y haber fundamentado el cálculo sobre el álgebra. A pesar de
todos sus errores, la fundamentación de Lagrange fue aceptada
por varios de sus principales sucesores.
La creencia de que el cálculo no era más que una extensión
del álgebra fue mantenida por Sylvestre-Frangois Lacroix (1765-
1843) en un influyente trabajo en tres volúmenes de 1797-1800
en el que Lacroix seguía a Lagrange. En una obra más breve
en un solo volumen, Tratado elemental de cálculo diferencial e
integral (1802), Lacroix utilizó la teoría de límites (en la forma
en que la teoría era entendida en la época), pero, decía Lacroix,
sólo para ahorrar espacio.
Algunos matemáticos británicos de principios del siglo xix
decidieron asumir el superior trabajo en análisis realizado por
matemáticos de la Europa continental. Charles Babbage (1792-
1871), John Herschel (1792-1871) y George Peacock (1791-1871),
quienes siendo estudiantes de la universidad de Cambridge fun­
daron la Analytical Society, tradujeron la obra más breve de
Lacroix. Pero los traductores afirmaban en el prólogo:
La obra de Lacroix, de la que ahora se presenta esta traducción al
público [...] puede ser considerada como un resumen de su gran
obra de cálculo diferencial e integral, aunque en la demostración
de los primeros principios ha utilizado el método de los límites
de D'Alembert, en lugar del más correcto y natural de Lagrange,
que fue el adoptado en la obra anterior [...].
Peacock decía que la teoría de límites no era aceptable porque
separaba los principios del cálculo diferencial de los del álge­
bra. Herschel y Babbage estaban de acuerdo.
Estaba claro para el mundo matemático de finales del si­
glo xvm que era de urgente necesidad una correcta fundamen­
tación del cálculo, y a instancias de Lagrange, la sección de
Matemáticas de la Academia de Ciencias de Berlín, de la que
fue director desde 1766 hasta 1787, propuso en 1784 que fuera
concedido en 1786 un premio a la mejor solución al problema
del infinito en matemáticas. La convocatoria del concurso re­
zaba así:
La utilidad de la matemática, la estima en que es tenida, y el hono­
rable nombre de «ciencia exacta» por excelencia que se le da con
justicia son debidos a la claridad de sus principios, al rigor de
sus demostraciones y la precisión de sus teoremas.
Para asegurar la perpetuación de estas valiosascualidades en
esta elegante parcela del conocimiento se necesita una clara y pre­
cisa teoría de lo que se llama el infinito en matemáticas.
Es de todos conocido que la geometría avanzada [la matemá­
tica] emplea regularmente el infinitamente grande y el infinitamente
pequeño. Sin embargo, los geómetras de la antigüedad e incluso
los antiguos analistas se esforzaban por cualquier aproximación al
infinito, mientras que ciertos eminentes analistas modernos admiten
que la frase magnitud infinita es una contradicción en sus tér­
minos.
La Academia desea, por tanto, una explicación de cómo es que
tantos teoremas correctos han sido deducidos de una suposición
contradictoria, junto con el enunciado de un principio seguro, claro,
en resumen verdaderamente matemático, que pueda sustituir debi­
damente al de infinito sin hacer, no obstante, que las investigacio­
nes realizadas por medio de él sean extremadamente difíciles o
largas. Se requiere que el tema sea tratado con toda la generalidad
posible y con todo el rigor, claridad y sencillez posibles.
El concurso estaba abierto a todos, con excepción de los miem­
bros regulares de la Academia. Fueron remitidos, en total, vein­
titrés trabajos. El fallo oficial sobre el resultado del concurso
decía así:
La Academia ha recibido muchos ensayos sobre el tema. Sus autores
han olvidado explicar cómo tantos teoremas correctos han sido de­
ducidos de una suposición contradictoria como es la de una cantidad
infinita. Todos ellos han descuidado, más o menos, las cualidades
de claridad, sencillez, y sobre todo rigor que se requerían. La mayo­
ría de ellos ni siquiera se han dado cuenta de que el principio bus­
cado no debía restringirse al cálculo infinitesimal, sino que debía
extenderse también al álgebra y a la geometría tratada a la manera
de los antiguos.
El parecer de la Academia es, por consiguiente, que su pregunta
no ha encontrado una respuesta completa.
Sin embargo, ha decidido que el participante que más se acerca
a sus intenciones es el autor del ensayo en francés que lleva por
lema: «El infinito es el abismo en el que se hunden nuestros pen­
samientos.» Por consiguiente, la Academia le ha otorgado el premio.
El ganador fue el matemático suizo Simón L'Huillier. La Aca­
demia publicó su «Exposición elemental de cálculo superior»
en ese mismo año de 1786. No hay duda de que la apreciación
de la sección de Matemáticas de la Academia era correcta en
lo esencial. Ninguno de los demás trabajos [excepto uno de
Carnot (capítulo 7)] hacía ni tan siquiera un intento de explicar
cómo era que el análisis infinitesimal establecía teoremas co­
rrectos partiendo de suposiciones falsas. El artículo de L'Huillier
destacaba indudablemente por su calidad, aunque su idea fun­
damental no fuera en lo más mínimo original. De acuerdo con
L’Huillier, su ensayo representaba «el desarrollo de ideas— que
el Sr. D'Alembert había solamente esbozado en la Encyclopédie
y en sus Mélanges». En el capítulo que abría su «Exposición»,
L'Huillier mejoraba un poco la propia teoría de límites. Intro­
ducía, por primera vez en un texto impreso, el símbolo de un
límite con la abreviatura lim. Así, denotaba la derivada dP/dx
como lim AP/Ax (nuestro k/h), pero la contribución de L'Hui-
llier a la teoría de límites fue minúscula.
Aunque casi todos los matemáticos del siglo xvm hicieron
algún esfuerzo o se pronunciaron, al menos, con respecto a la
lógica del cálculo y, aunque uno o dos lo hicieron en el camino
correcto, todos sus esfuerzos fueron en vano. Todas las cuestio­
nes delicadas fueron ignoradas o pasadas por alto. Apenas se
hacía distinción entre un número enormemente grande y un nú­
mero infinito. Parecía claro que cuando un teorema se cumplía
para cualquier número finito n, también debía cumplirse para n
infinito. Análogamente, el cociente de diferencias k/h [véase (3)]
era reemplazado por una derivada, y apenas se hacía distinción
entre la suma de un número finito de términos, como se ob­
serva en (7), y una integral. Pasaban de una a otra libremente.
Su trabajo podría ser resumido con la descripción de Voltaire
del cálculo como «el arte de numerar y medir exactamente una
cosa cuya existencia no se puede concebir». El efecto neto de
los esfuerzos para dar rigor al cálculo, y en particular los de
gigantes como Euler o Lagrange, fue confundir y equivocar a
sus contemporáneos y sus sucesores. En conjunto, estaban todos
tan evidentemente equivocados que había motivos para desespe­
rar de que los matemáticos clarificaran alguna vez la lógica
del cálculo.
Los matemáticos confiaban en los símbolos más que en la
lógica. Puesto que las series infinitas tenían la misma forma
simbólica para todos los valores de x, la distinción entre valo­
res de x para los que la serie convergía y los valores de x para
los que la serie divergía no parecía llamar la atención. E inclu­
so, aunque se reconocía que algunas series, como 1 + 2 + 3 + ...,
tenían una suma infinita, los matemáticos preferían tratar de
dar sentido a la suma, a cuestionarse la aplicabilidad de la
sumación de la serie. Por supuesto, eran plenamente conscientes
de la necesidad de algunas demostraciones. Hemos visto que
Euler trató de justificar el uso de las series divergentes, y tanto
él como Lagrange, entre otros, intentaron una fundamentación
del cálculo. Pero los pocos esfuerzos por alcanzar el rigor —in­
teresantes porque muestran que los niveles de rigor cambian
con el tiempo— no consiguieron validar el trabajo matemático
del siglo; y los matemáticos, casi deliberadamente, adoptaron
la postura de que lo que no puede ser curado deber ser so­
portado.
Una curiosa característica de los argumentos utilizados por
los pensadores del siglo xvm fue su recurso al término meta­
física. El término fue utilizado para sugerir que había un cuer­
po de verdades fuera del dominio de las matemáticas propia­
mente dichas, al cual podían recurrir, si fuera necesario, para
justificar su trabajo, aunque no estaba claro en qué consistían
exactamente esas verdades. Se suponía pue el recurso a la me­
tafísica daba crédito a los argumentos que la razón no respal­
daba. Así, Leibniz afirmaba que en matemáticas la metafísica
es de más utilidad de lo que creemos. Su argumento para to­
mar —-— como suma de la serie 1 —1 + 1 —. . . y su principio
de continuidad, ninguno de los cuales tenía más apoyo que la
propia aserción de Leibniz, eran «justificados» como metafísi-
cos, como si esta «justificación» los colocara fuera de toda dis­
cusión. También Euler apelaba a la metafísica y argüía que de­
bemos aceptarla en el análisis. Cuando no podían proporcionar
mejores argumentos para una afirmación, los matemáticos de
los siglos x v ii y xvm acostumbraban a decir que la razón era
metafísica.
Y así, el siglo xvm finalizó con la lógica del cálculo y de
las ramas del análisis construidas sobre el cálculo en un esta­
do de total confusión. Se podía decir, de hecho, que el estado
de los fundamentos era peor en 1800 que en 1700. Algunos
gigantes, especialmente Euler y Lagrange, habían dado una
fundamentación lógica incorrecta. Dado que estos hombres
eran unas autoridades, muchos de sus colegas aceptaron y re­
pitieron acríticamente lo que proponían e incluso construye­
ron más análisis sobre esos fundamentos. Otras lumbreras me­
nores no estaban demasiado satisfechas con lo que los maes­
tros decían, pero confiaban en que se pudiera obtener un fun­
damento totalmente claro sólo con aclaraciones o enmiendas
secundarias. Desde luego, no iban bien encaminados.
7. EL DESARROLLO ILÓGICO: LA DIFÍCIL SITUACIÓN
HACIA 1800

¿Por qué, oh dioses, dos y dos han de ser


cuatro?
A lexander P ope

En 1800 las matemáticas se encontraban en una situación su­


mamente paradójica. Sus éxitos en la representación y pre­
dicción de los fenómenos físicos estaban más allá de toda duda.
Por otra parte, como muchos matemáticos del siglo xvm ha­
bían ya señalado, la pesada estructura no tenía fundamenta­
ción lógica, y, por consiguiente, no existía la seguridad de que
las matemáticas fueran correctas. Esta paradójica situación
continuó en la primera mitad del siglo xix. Mientras muchos
matemáticos se lanzaban de cabeza en nuevas áreas de las
ciencias físicas y lograban éxitos todavía mayores, la funda-
mentación lógica no fue abordada. Antes bien, continuaron
las críticas a los números negativos y complejos, al álgebra,
al cálculo y a su extensión a lo que llamamos análisis.
Examinemos la difícil situación de comienzos del siglo xix.
Podemos pasar rápidamente sobre las pocas objeciones que
todavía se hacían a la utilización de los números irracionales.
Estos, como ya hemos mencionado anteriormente, podían ser
concebidos como puntos de una recta; intuitivamente, no eran
más difíciles de aceptar que los números enteros y las frac­
ciones, y obedecían a las mismas leyes que éstos. En cuanto
a su utilidad, no podía plantearse cuestión alguna. Por tanto,
aunque no hubiera una base lógica para los números irracio­
nales, eran aceptados. Los elementos molestos e intuitivamente
inaceptables eran los números negativos y los complejos, que
fueron atacados y rechazados en el siglo xix con la misma
virulencia que lo habían sido durante los siglos anteriores.
William Frend (1757-1841), suegro de Augustus de Morgan
y miembro de la junta directiva del Jesús College de Cambrid­
ge, declaraba abiertamente en el prólogo de su obra Principios
de álgebra (1976):
[Un número] admite ser restado de otro número mayor que él,
pero intentar restarlo de un número menor que él es ridículo. Con
todo, esto es intentado por algebristas que hablan de números
menores que nada; de multiplicar un número negativo por otro tam­
bién negativo para obtener así un número positivo; y de números
que son imaginarios. Así hablan de las dos raíces de cualquier ecua­
ción de segundo orden [grado], y el estudiante tiene que probar
lo que sucederá enuna ecuación dada; hablan de resolver una
ecuación que requiere dos raíces imposibles para poder ser resolu­
ble; encuentran números imposibles que multiplicados por sí mismos
dan la unidad. Todo ello es una jerigonza ante la que el sentido
común retrocede; pero, una vez que ha sido adoptada, como mu­
chas otras ficciones, encuentra los más fervorosos partidarios entre
aquellos que gustan deaceptar las cosas a ojos ciegas y aborrecen
el menor indicio de unpensamiento serio.
En un ensayo incluido en un libro del barón de Maséres (ca­
pítulo 5), publicado en 1800, Frend criticaba la regla general
de que una ecuación tiene tantas raíces como su grado. Decía
que esto es cierto solamente para unas pocas ecuaciones y,
por supuesto, citaba las que necesariamente tienen todas sus
raíces positivas. A continuación decía de los matemáticos que
aceptaban la regla general que «se hallan en la necesidad de
dar nombres especiosos a una parcela de cantidades a las que
tratan de hacer pasar por raíces de esas ecuaciones, aunque
en verdad no lo sean, para encubrir la falsedad de su propo­
sición general y darle, en palabras al menos, una apariencia
de verdad [...]».
Lazare N. M. Carnot (1753-1823), conQcido geómetra francés,
ejerció una gran influencia, además de por sus contribuciones
originales, por su obra Reflexiones sobre la metafísica del
cálculo infinitesimal (1797; 2.a edición revisada, 1813), que fue
traducida a muchos idiomas. Afirmaba categóricamente que la
noción de algo menor que nada era absurda. Los números ne­
gativos podían ser introducidos en el álgebra como entidades
ficticias útiles para el cálculo. Sin embargo, no eran cierta­
mente cantidades y podían conducir a conclusiones erróneas.
Las controversias sobre los logaritmos de números negativos
y números complejos habían desconcertado hasta tal punto a
los matemáticos que, incluso en el siglo xix, se veían impelidos
a cuestionar tanto los números negativos como los complejos.
En 1801, Robert Woodhouse, de la universidad de Cambridge,
publicó un artículo «Sobre la necesaria verdad de ciertas con­
clusiones obtenidas por medio de cantidades imaginarias». De­
cía que, «las contradicciones y paradojas que mutuamente se
achacan los matemáticos que participan en la controversia so­
bre el empleo de logaritmos de cantidades negativas y com­
plejas, pueden ser empleadas como argumentos contra el uso
de esas cantidades en la investigación».
Cauchy, ciertamente uno de los más grandes matemáticos,
el hombre que fundó la teoría de funciones de una variable
compleja durante las primeras décadas del siglo xix, se negaba
a tratar expresiones del tipo a + b sí —1 como números. En
su famoso Cours d’analyse (Curso de análisis, 1821), decía que
tales expresiones, consideradas como una totalidad, carecen
de sentido. Sin embargo, esas expresiones dicen algo acerca
de los números reales a y b. Por ejemplo, la ecuación:
a + b s¡ —1 = c + d V —1
nos dice que a = c y b = d. «Toda ecuación imaginaria no es
más que la representación simbólica de dos ecuaciones entre
cantidades reales.» Todavía en 1847 ofrecía una teoría bastan­
te complicada, que pretendía justificar las operaciones con
números complejos, pero evitan el uso de s/ —1, cantidad
que, decía Cauchy, «podemos repudiar por completo y debe­
mos abandonar sin pena, pues no se sabe qué significa ese
pretendido símbolo ni qué sentido se le debe atribuir».
En 1831, Augustus de Morgan (1806-1871), famoso matemár
tico, lógico e impulsor del álgebra, expresaba su objeciones
tanto a los números negativos como a los complejos en su
libro Sobre el estudio y las dificultades de las matemáticas.
Decía, de pasada, que su libro no contenía nada que no pu­
diera encontrarse en los mejores textos al uso en Oxford y
Cambridge
La expresión imaginaria sj—a y la expresión negativa —b tienen
en común que, cuando cualquiera de ellas aparece como solución
de un problema, denota alguna inconsistencia o algún absurdo. Por
lo que se refiere a su significado real, ambas son igualmente ima­
ginarias, pues 0 — a es tan inconcebible como
A continuación, De Morgan ilustra esto por medio de un pro­
blema. Un padre tiene 56 años; su hijo tiene 29. ¿Cuándo do­
blará la edad del padre a la del hijo? Plantea la ecuación
56 + x = 2(29 + x) y la resuelve obteniendo x = —2. Este re­
sultado, dice, es absurdo. Pero, continúa, si cambiamos x por
—x y resolvemos 56 — x = 2(29 — x), obtenemos x = 2. De
Morgan concluye que hemos formulado el problema original
equivocadamente. La respuesta negativa muestra que hemos
cometido un error en la primera formulación de la ecuación.
Después, volviendo a los números complejos, afirma:
Hemos mostrado que el símbolo ^ —a está desprovisto de significa­
do, o más bien que es contradictorio y absurdo. Sin embargo, por
medio de tales símbolos se establece una parte del álgebra que es
de gran utilidad. Ello depende del hecho, que debe ser verificado
por la experiencia, de que las reglas comunes del álgebra se pueden
aplicar a esas expresiones [números complejos] sin que se produz­
can resultados falsos. Una llamada a la experiencia en temas de esta
naturaleza parece contraria a los primeros principios enunciados al
comienzo de esta obra. No podemos ocultar que así es en realidad,
pero se debe recordar que esto es sólo una parte pequeña y aislada
de una inmensa área, a todas las demás ramas de la cual se aplican
esos principios en su más amplia extensión. [Los principios a los
que se refería son que las verdades matemáticas se siguen necesa­
riamente, mediante razonamiento deductivo, de los axiomas.]
A continuación comparaba las raíces negativas con las com­
plejas:
Existe, por consiguiente, esta clara diferencia entre los resultados
negativos y los imaginarios. Cuando la respuesta a un problema es
negativa, cambiando el signo de la x en la ecuación que produce
este resultado podemos descubrir un error en el método de formar
la ecuación o mostrar que la cuestión del problema es demasiado
limitada y debe ser ampliada de modo que admita una respuesta
satisfactoria. Sin embargo, cuando la respuesta a un problema es
imaginaria, no sucede esto.
Algo más adelante en el mismo libro, decía:
No somos partidarios de parar el progreso del estudiante entrando
de pleno en todos los argumentos a favor y en contra de cuestiones
tales como el uso de los números negativos, etc., que podrían no
entender y que por ninguna de las dos partes son concluyentes;
pero se le podría hacer saber que existe una dificultad cuya natu­
raleza se le podría señalar, con lo que podría después, mediante
la consideración de un número suficiente de ejemplos, tratados sepa­
radamente, adquirir confianza en los resultados a los que conducen
las reglas.
Uno de los grandes matemáticos, cuyo trabajo en otras áreas
ya hemos tenido ocasión de tratar, William P. Hamilton, no
estaba más inclinado que De Morgan a aceptar los números
negativos y complejos. En un artículo de 1837 expresaba sus
objeciones:
Pero no se requiere un peculiar escepticismo para dudar de la
doctrina de los negativos e imaginarios, e incluso para no creer
en ella cuando es expuesta (como comúnmente lo ha sido) con prin­
cipios como éstos: que una magnitud mayor puede ser restada de
otra menor, y que la diferencia es menor que nada; que dos números
negativos, o números que denotan cantidades menores que nada,
pueden ser multiplicados el uno por el otro, y que el producto será
un número positivo, o número que denota una cantidad mayor que
nada; y que, aunque el cuadrado de un número, o el producto obte­
nido al multiplicar ese número por sí mismo, sea por tanto siempre
positivo, ya sea el número positivo como negativo, a pesar de todo
es posible encontrar, concebir o determinar esos números, llamados
imaginarios, y operar con ellos mediante todas las reglas de los
números positivos y negativos, como si estuvieran sujetos a estas
reglas, aunque tienen cuadrados negativos, y debe por tanto supo­
nerse que no son positivos ni negativos, ni tampoco nulos, de modo
que las magnitudes que se supone que denotan no pueden ser ma­
yores que nada, ni menores que nada, ni siquiera iguales a nada.
Tiene que ser difícil fundar una ciencia sobre bases como éstas,
aunque las formas de la lógica puedan construir a partir de ellas
un sistema simétrico de expresiones y se pueda aprender un arte
práctico de aplicar correctamente reglas útiles que parecen depender
de ellas1.
George Boole (1815-1864), que comparte con De Morgan los
honores como lógico, en Investigación de las leyes del pensa­
miento (1854), decía de ¡J —1 que es un símbolo ininterpre­
table. Sin embargo, utilizándolo en trigonometría, pasamos de
unas expresiones interpretables a otras, a través de expresio­
nes ininterpretables.
Lo que reconcilió, en alguna medida, a los matemáticos con
los números complejos no fue la lógica, sino la representación
geométrica de Wessel, Argand y Gauss (capítulo 4). No obstan­
te, en el trabajo de Gauss se pueden encontrar todavía prue­
bas de su resistencia a aceptar los números complejos. Gauss
ofreció cuatro demostraciones del teorema fundamental del
álgebra, que afirma que toda ecuación polinómica de grado n
1 En el próximo capítulo veremos la solución de Hamilton al problema
planteado por los números complejos.
tiene exactamente n raíces. En las primeras tres demostracio­
nes (1799, 1815 y 1816), trató con polinomios cuyos coeficientes
son números reales, y además supuso una correspondencia
exacta entre los puntos del plano cartesiano y los números
complejos, aunque no definió la correspondencia explícitamen­
te. No había, de hecho, una representación de x + iy, sino más
bien de x y de y como coordenadas de un punto del plano
real. Además, las demostraciones no utilizaban en realidad una
teoría de funciones complejas, puesto que Gauss separaba las
partes reales e imaginaria de las funciones involucradas. Gauss
fue más explícito en una carta de 1811 a Bessel, en donde es­
cribía que a + ib estaba representado por (a,b) y que se po­
día ir de un punto a otro del plano complejo por muchos
caminos. No hay duda, a juzgar por el pensamiento exhibido
en esas tres demostraciones y en otros trabajos inéditos, de
que estaba todavía preocupado por la situación de los núme­
ros y las funciones complejas. En una carta del 11 de diciem­
bre de 1825, decía que le era imposible deshacerse de «la
verdadera metafísica de las cantidades negativas e imagina­
rias. El verdadero sentido de —1 está siempre insistente­
mente presente en mi mente, pero sería difícil asirlo con
palabras».
Sin embargo, en 1831, si Gauss poseía todavía algunos es­
crúpulos respecto de su aceptación, y de la de otros matemá­
ticos, de los números complejos, los había vencido, y describía
públicamente la representación geométrica de los números
complejos. En las publicaciones de ese año Gauss fue muy
explícito. No sólo dio la representación de a + bi como un
punto del plano complejo, sino que describió la adición y la
multiplicación geométrica de los números complejos (capí­
tulo 4). Señalabá después que las fracciones, los números ne­
gativos y los números reales eran por entonces bien compren­
didos, mientras que los números complejos habían sido ape­
nas tolerados, a pesar de su gran valor. A muchos les parecían
un mero juego de símbolos. Pero «aquí [en su representación
geométrica] la demostración de un significado intuitivo de
s/ —1 está sólidamente basada, y no se necesita más para
admitir estas cantidades en el dominio de los objetos de la
aritmética». Así pues, el propio Gauss se contentaba con una
comprensión intuitiva. Decía también que si no se hubiera
dado a las unidades 1, —1 y sj —1 los nombres de unidad
positiva, negativa e imaginaria, sino los de unidad directa,
inversa y lateral, la gente no habría tenido la impresión de
que había algún oscuro misterio en esos números. La repre­
sentación geométrica coloca la verdadera metafísica de los
números imaginarios bajo una nueva luz. Gauss introdujo la
expresión «números complejos» —en contraposición a la ex­
presión «números^ imaginarios» de Descartes— y usó el sím­
bolo i para vr~=^l. Gauss no comentó algo igualmente impor­
tante, a saber, que él y sus contemporáneos utilizaban los nú­
meros reales libremente, a pesar de que esos números no
tenían una fundamentación lógica.
En una publicación de 1849, acerca de la que diremos algo
un poco más adelante, Gauss utilizaba los números complejos
mucho más libremente porque, decía, ahora todo el mundo
está familiarizado con ellos. Pero esto no era así. Mucho des­
pués de que en el primer tercio del siglo xix la teoría de fun­
ciones complejas de una variable compleja fuera desarrollada
principalmente por Cauchy, y empleada en hidrodinámica, los
profesores de la universidad de Cambridge ^conservaban una
invencible repulsión hacia el objetable e idearon en­
gorrosos procedimientos para evitar su aparición y uso siem­
pre que fuera posible.
En la primera mitad del siglo xix la fundamentación lógica
del álgebra brillaba por su ausencia. El problema en esta área
era que las letras se utilizaban para representar todo tipo de
números y se manipulaban como si poseyeran todas las pro­
piedades familiares e intuitivamente aceptables de los enteros
positivos. Los resultados de esas manipulaciones eran correc­
tos cuando las letras se sustituían por números, negativos,
racionales o complejos. Pero, puesto que estos tipos de nú­
meros no eran realmente comprendidos, ni sus propiedades
habían sido establecidas lógicamente, el uso de las letras es­
taba ciertamente injustificado. Parecía como si el álgebra de
expresiones literales poseyera, por sí misma, alguna lógica que
explicara su efectividad y corrección. Por tanto, en la década
de 1830 los matemáticos abordaron el problema de justificar
las operaciones con expresiones literales o simbólicas.
El primero que consideró este problema fue George Peacock
(1791-1858), profesor de matemáticas de la universidad de Cam­
bridge. Hizo la distinción entre álgebra aritmética y álgebra
simbólica. La primera trataba con símbolos que representaban
a los enteros positivos y, por consiguiente, estaba sólidamente
fundamentada. En ella, sólo las operaciones que conducían a
enteros positivos eran permisibles. El álgebra simbólica, decía
Peacock, adopta las reglas del álgebra aritmética, pero elimina
la limitación a los enteros positivos. Todos los resultados de­
ducidos en el álgebra aritmética, cuyas expresiones son gene­
rales en su forma, pero particulares en sus valores, son tam­
bién resultados correctos en el álgebra simbólica, en donde son
generales no sólo en su forma sino también en su valor. Así
por ejemplo, ma + na = (m 4- n)a, es verdadero en álgebra
aritmética cuando a, m y n son enteros positivos, y, por con­
siguiente, también es verdadero en álgebra simbólica para todo
a, m y w. Análogamente, el desarrollo binomial de (a + b)n,
cuando n es un entero positivo, si se presenta en forma gene­
ral sin referencia a un término final, es verdadero para todo n.
El argumento de Peacock, conocido como principio de perma­
nencia de formas equivalentes, fue propuesto en 1833 en su
«Informe sobre los recientes progresos y el actual estado de
ciertas ramas del análisis» a la British Association for the
Advancement of Science. Decía allí dogmáticamente:
Siempre que unas formas algebraicas sean equivalentes cuando los
símbolos son generales en su forma pero específicos en sus valores
[enteros positivos], serán también equivalentes cuando los símbolos
son generales en su valor tanto como en su forma.
Peacock utilizó este principio para justificar en particular las
operaciones con números complejos. Trató de proteger el sig­
nificado de su principio con la frase «cuando los símbolos son
generales en su forma». Así, no se podían afirmar propiedades
que correspondan solamente al 0 y al 1, porque estos números
tienen propiedades especiales.
En la segunda edición de su Tratado de álgebra (1842-1845;
1» edición, 1830), Peacock derivaba su principio de axiomas.
Manifestaba explícitamente que el álgebra, como la geometría,
es una ciencia deductiva. Por consiguiente, los procesos del
álgebra deben estar basados en el enunciado completo del
cuerpo de leyes o axiomas que determinan las operaciones uti­
lizadas en los procesos. Los símbolos para las operaciones no
tienen otro sentido, al menos para la ciencia deductiva del
álgebra, que el que les dan las leyes. Así, la adición significa
solamente cualquier proceso que obedezca las leyes de la adi­
ción. Sus leyes eran, por ejemplo, las leyes asociativas y con­
mutativas de la adición y la multiplicación, y la que afirma
que si ac = be y c^= 0, entonces a = b. También el principio
de permanencia de las formas estaba justificado aquí por la
adopción de axiomas.
A lo largo de la mayor parte del siglo xix se aceptó el
punto de vista sobre el álgebra adoptado por Peacock. Fue ad­
mitido, con pequeñas modificaciones, por Duncan F. Gregory
(1813-1844), Augustus De Morgan y Hermann Hankel (1839-1873).
El principio era esencialmente arbitrario y planteaba la
cuestión de por qué habían de poseer los distintos tipos de
números las mismas propiedades que los números enteros.
Sancionaba algo que era empíricamente correcto, pero no es­
taba lógicamente establecido. Evidentemente, Peacock, Gre­
gory y De Morgan pensaban que podían hacer del álgebra una
ciencia, independientemente de las propiedades de los núme­
ros reales y complejos. Por supuesto, denominando principio
a una regla empírica no se mejora su categoría lógica. Pero,
como recalcaba el obispo Berkeley, «los viejos y enraizados
prejuicios se convierten a menudo en principios; y aquellas
proposiciones que obtienen la fuerza y el crédito de un prin­
cipio, son concebidas —y no sólo ellas sino también todo lo
que es deducible de ellas— como dispensadas de todo examen».
El principio de permanencia de las formas trata al álgebra
como una ciencia de los símbolos y sus leyes de combinación.
Este fundamento era a la vez vago e inflexible. Sus defensores
insistían en un paralelismo entre el álgebra aritmética y el
álgebra general tan rígido que, de mantenerse, destruiría la
generalidad del álgebra; y no parece que jamás se dieran cuen­
ta de que una fórmula verdadera para una interpretación de
los símbolos podría no serlo para otra interpretación. Da la
casualidad de que el principio fue invalidado por la creación
de los cuaterniones, ya que estos números —los primeros de
los que ahora se conocen como hipemúmeros— no poseen la
propiedad conmutativa de la multiplicación (capítulo 4). Por
consiguiente, las letras, cuando representan a una clase de
hipemúmeros, no poseen todas las propiedades de los núme­
ros reales. De modo que el principio era falso. Lo que Peacock
y sus seguidores no advirtieron, y que pronto se hizo evidente
después de la introducción de los cuaterniones, es que no hay
una sola álgebra, sino muchas, y que el álgebra construida
sobre los números reales y complejos sólo podría ser justificada
probando que los números a los que las letras representaban
tenían todas las propiedades atribuidas a las letras.
A comienzos de la década de 1800, no sólo el álgebra, sino
también el análisis se encontraba todavía envuelto en una
niebla lógica. La fundamentación de Lagrange para el cálculo
no satisfizo a todos los matemáticos (capítulo 6), y algunos
volvieron a la postura adoptada por el obispo Berkeley y otros
de que los errores se anulaban entre sí. Esta fue la postura
adoptada por Lazare N. M. Camot, quien fue también uno de
los grandes dirigentes militares de la Revolución francesa, en
sus Reflexiones sobre la metafísica del cálculo infinitesimal.
Su metafísica «explica» que los errores se compensan mutua­
mente. Después de muchas discusiones sobre las distintas apro­
ximaciones al cálculo hasta el momento conocidas, Camot con­
cluía que, aunque todos los métodos, así como el uso del con­
cepto de límite por D’Alembert, eran en realidad equivalentes
al método de exhaustión a la clarificación del concepto de
cálculo, pero esta contribución no fue importante. Además,
al relacionar las ideas de Newton, Leibniz y D’Alembert con
el método griego, introducía una nota falsa. No había en el
álgebra o en la geometría griega nada relacionado con la de­
rivada.
Las confusiones en el análisis continuaron hasta bien en­
trado el siglo xix. Los ejemplos son numerosos, aunque quizá
baste con uno o dos. Los conceptos de función continua y
derivada de una función son fundamentales en el análisis.
Intuitivamente, una función continua es la que se puede re­
presentar por una curva trazada con un movimiento de lápiz
ininterrumpido (fig. 7.1). El significado geométrico de la de-

F ig u r a 7.1

rivada de tal función es la pendiente de la tangente trazada


en cualquier punto P de la curva. Desde un punto de vista
intuitivo, parecía claro que una función continua debe tener
una derivada en cada punto. Sin embargo, algunos de los mate­
máticos de principios del siglo xix no quisieron usar esta prue­
ba intuitiva y se dispusieron a probar mediante razonamientos
lógicos todo lo que pudieran.
Desgraciadamente, como muestra la figura 7.2, una función
continua que tenga lo que podemos llamar esquinas o puntos
angulosos, como en A, B y C, no posee derivadas en tales
puntos. No obstante, en 1806 André-Marie Ampére (1775-1836)
«demostró» que toda función tiene una derivada en todos los
puntos en que es continua. Distintas o similares «demostra­
ciones» fueron ofrecidas por Lacroix en su famosa obra en
tres volúmenes Tratado de cálculo diferencial e integral (2.a
edición, 1810-1819), y por casi todos los textos importantes del
siglo xix. Todavía en 1875 Joseph L. F. Bertrand (1822-1900)
«demostró» la diferenciabilidad de las funciones continuas.
Todas estas «demostraciones» estaban equivocadas. Algunos
de estos matemáticos pueden ser disculpados porque el con­
cepto de función no estuvo definido con precisión durante
mucho tiempo, pero hacia 1830 este fallo ya se había remediado.
Cuando se considera que la continuidad y la diferenciabi­
lidad son los conceptos básicos de todo el análisis y que el
análisis ha sido el principal campo de actividad desde 1650
hasta el momento presente, no es posible dejar de sorpren­
derse al conocer hasta qué punto llegaba la vaguedad e in-
certidumbre de los matemáticos acerca de esos conceptos.
Los errores eran de tan grueso calibre que serían hoy inexcu­
sables en un estudiante universitario de matemáticas; con todo,
fueron cometidos por los hombres más famosos —Fourier,
Cauchy, Galois, Legendre, Gauss— y también por una multi­
tud de otras lumbreras menores que fueron, no obstante, des­
tacados matemáticos de su tiempo.

Los textos del siglo x ix continuaron utilizando con libera­


lidad términos tales como diferencial e infinitesimal cuyos sig­
nificados eran definidos de forma poco clara y consistente
como a la vez cero y no cero. Los estudiantes de cálculo se
quedaban perplejos, y lo mejor que podían hacer era seguir
el consejo de D'Alembert: «Persiste y te llegará la fe.» Ber­
trand Russell, que estudió en el Trinity College de la univer­
sidad de Cambridge de 1890 a 1894, escribió en Mi evolución
filosófica: «Aquellos que me enseñaban el cálculo infinitesimal
no conocían las demostraciones válidas de sus teoremas fun­
damentales e intentaban persuadirme para que aceptara los
sofismas oficiales como un acto de fe.»
Las dificultades lógicas que atormentaron a los matemáti­
cos durante los siglos x v i i , x v m y x ix eran más agudas en el
campo del análisis, esto es, en el cálculo y en dominios tales
como las series infinitas y las ecuaciones diferenciales que
estaban construidas sobre el cálculo. Sin embargo, a comien­
zos del siglo xix la geometría se convirtió, una vez más, en
campo favorito de estudio. La geometría euclídea fue amplia­
da, y una nueva rama de la geometría, la geometría proyectiva
(interesada principalmente en las propiedades de las figuras
que se conservan cuando las figuras se proyectan desde un
lugar a otro como, por ejemplo, cuando una escena bidimen-
sional y real es proyectada a través del «ojo» de una cámara
en una película), fue correctamente intuida, en primer lugar,
por Victor Poncelet (1788-1867). Gomo no se podía por menos
de esperar a la vista de la historia anterior, aunque Poncelet
y otros adivinaron muchos teoremas encontraron dificultades
sin fin para probarlos. Por ese tiempo, los métodos algebrai­
cos para probar resultados geométricos estaban al alcance de
todos gracias, en gran medida, a los trabajos de Descartes y
Fermat en el siglo x v i i , pe^o los geómetras de la primera parte
del siglo xix desdeñaban los métodos algebraicos como algo
ajeno e impenetrable a las intuiciones y a los valores que la
geometría propiamente dicha proporciona.
Para «establecer» sus resultados por medios puramente
geométricos, Poncelet recurrió al principio de continuidad.
En su Tratado de las propiedades proyectivas de las figuras
(1822) lo formulaba así: «Si una figura se deriva de otra por
transformación continua y la última es tan general como la
primera, entonces todas las propiedades de la primera figura
pueden ser afirmadas al mismo tiempo de la segunda.» No se
explicaba la forma de determinar cuándo dos figuras son ge­
nerales.
Para «demostrar» la solidez del principio, Poncelet utilizó
un teorema de la geometría euclídea que afirma la igualdad
de los productos de los segmentos de cuerdas de un círculo

F igura 73 F igura 7.4


que se cortan {ab = cd en la fig. 7.3). Observaba que cuando
el punto de intersección se traslada fuera del círculo, se ob­
tiene la igualdad de los productos de las secantes y sus seg­
mentos externos (fig. 7.4). No se necesitaba ninguna demos­
tración porque el principio de continuidad garantizaba el teo­
rema. Además, cuando una secante se convierte en tangente,
la secante y su segmento externo se hacen iguales, y su pro­
ducto continúa siendo igual al producto de la otra secante
por su segmento externo (ab = c2 en la fig. 7.5). Da la casua­
lidad de que los resultados que Poncelet utilizó para ilustrar
el principio de continuidad son tres teoremas distintos y bien
establecidos que satisfacen o ejemplifican el principio. Pero
Poncelet, que acuñó la expresión «principio de continuidad»,
propuso el principio como una verdad absoluta y lo aplicó
temerariamente en su Tratado para «probar» muchos nuevos
teoremas de geometría proyectiva.

F ig u r a 7.5

El principio no era nuevo. En un sentido filosóficamente


amplio se remonta a Leibniz. Leibniz lo usó como principio
matemático, de la forma que ya se ha indicado anteriormente
(capítulo 6), en relación con el cálculo. El principio fue utili­
zado sólo ocasionalmente hasta que Gaspard Monge (1746-1818)
lo resucitó para establecer ciertos tipos de teoremas. Probó
un teorema general, primero para una posición especial de una
figura y luego para mantener que el teorema era cierto en
general, incluso cuando algunos elementos de la figura se ha­
cían imaginarios. Así, para probar un teorema acerca de una
recta y una curva, lo probaría primero cuando la recta corta
a la curva, afirmando después que el resultado sigue cumplién­
dose incluso cuando la recta no corta ya a la curva y los
puntos de intersección son imaginarios.
Algunos miembros de la Academia de Ciencias de París cri­
ticaron el principio de continuidad, considerando que tenía
solamente un valor heurístico. Cauchy, en particular, criticó
el principio diciendo:
Este principio es, estrictamente hablando, sólo inductivo y con su
ayuda los teoremas establecidos bajo ciertas condiciones se extien­
den a casos en los que esas restricciones ya no se presentan. Apli­
cado a curvas de segundo grado, el principio conduce al autor a
resultados exactos. Sin embargo, pensamos que no debe ser general­
mente admitido ni libremente aplicado a todo tipo de cuestiones
en geometría o incluso en análisis. Si se le concediera demasiada
importancia se caería a veces en errores obvios.
Desgraciadamente los ejemplos utilizados por Cauchy para
atacar la solidez del principio fueron aquellos en los que el
principio produjo resultados que habían sido correctamente
probados por otros medios.
Los críticos también reprochaban que la confianza que
Poncelet y otros tenían en el principio se basaba en el hecho
que el principio podía ser justificado sobre bases algebraicas.
En realidad, algunas notas que Poncelet escribió mientras es­
taba prisionero en Rusia (fue soldado en el ejército de Napo­
león) muestran que utilizó el álgebra para poner a prueba la
solidez del principio. Poncelet estaba de acuerdo en que una
prueba podía basarse en el álgebra, pero insistía en que el
principio no dependía de tal prueba. Sin embargo, es cierto
que Poncelet recurrió al método algebraico para ver lo que
sucedería y luego afirmó los resultados geométricos utilizando
el principio como justificación.
A pesar de algunas críticas, el principio de continuidad fue
aceptado durante el siglo xix como intuitivamente claro y por
tanto aplicable como método de demostración. Los geómetras
lo utilizaron con liberalidad. Sin embargo, desde el punto de
vista del desarrollo lógico de las matemáticas, no era más
que una afirmación dogmática ad hoc pensada para justificar
lo que los hombres de la época no podían establecer mediante
demostraciones puramente deductivas. El principio fue ideado
e invocado para justificar lo que la visualización y la intuición
habían aportado.
La defensa y la aplicación que hizo Poncelet del principio
de continuidad no es sino un ejemplo más de lo extraordina­
riamente lejos que llegaron los matemáticos para justificar
lo que no podían establecer mediante demostraciones válidas.
A pesar de todo, la geometría estaba en un triste estado lógico
en casi todas las áreas. Como sabemos (capítulo 5), fue prin­
cipalmente el trabajo sobre geometrías no euclídeas, durante
la última parte del siglo xvm y la primera del siglo xix, lo
que reveló serios defectos en la estructura deductiva de la
geometría euclídea. No obstante, los matemáticos no sólo no
se dieron prisa en reparar estos defectos, sino que, de hecho,
mantuvieron la certeza absoluta de los teoremas. Se puede
inferir, sin temor a equivocarse, que la base intuitiva para los
teoremas y la corroboración que las aplicaciones prácticas
proporcionaban eran tan convincentes que nadie estaba seria­
mente preocupado por sus defectos.
La situación era algo diferente en el caso de la geometría
no euclídea. A principios de la década de 1800, unos pocos
matemáticos, además de sus creadores —Lambert, Gauss, Lo­
bachevski y Bolyai— aceptaban la geometría que habían crea­
do como una rama propiamente dicha de las matemáticas,
incluso aunque su fundamentación lógica no se hallara en
tan buen estado como la de la geometría euclídea. Sin embar­
go, después sobre todo de que se conocieran los trabajos de
Gauss y Riemann sobre este tema, no sólo estos cuatro mate­
máticos, sino casi todos sus sucesores, comenzaron a creer,
aunque no tuvieran pruebas, que la geometría no euclídea era
consistente, es decir, que sus teoremas no se contradecían
unos a otros. También reconocieron que Saccheri se equivo­
caba al pensar que había llegado a una contradicción.
Sin embargo, permanecía en pie la posibilidad de que to­
davía pudieran encontrarse contradicciones dentro de esta geo­
metría. De ocurrir esto, el supuesto del axioma de las para­
lelas de la geometría hiperbólica quedaría invalidado y, como
Saccheri había creído, el axioma de las paralelas de Euclides
sería una consecuencia de sus demás axiomas. Así, sin demos­
tración de la consistencia y sin evidencia de la aplicabilidad
de la nueva geometría, que podría haber servido al menos
como argumento convincente, muchos matemáticos aceptaron
lo que sus predecesores habían considerado como absurdo.
Su aceptación fue un acto de fe. La cuestión de la consisten­
cia de la geometría no euclídea permaneció sin resolver du­
rante otros quince años más (capítulo 8).
Evidentemente, a comienzos del siglo xix ninguna rama de
las matemáticas estaba lógicamente asegurada. El sistema de
los números reales, el álgebra, la geometría euclídea y las
nuevas geometrías no euclídeas y proyectiva tenían una fun­
damentación lógica inadecuada o carecían en absoluto de ella.
El análisis, esto es el cálculo y sus desarrollos, carecían no
sólo de la fundamentación lógica de ios números reales y del
álgebra, que eran utilizados despreocupadamente, sino tam­
bién de claridad en los conceptos del cálculo propiamente di­
cho: la derivada, la integral y las series infinitas. Se podría
decir, justificadamente, que nada en matemáticas había sido
sólidamente establecido.
La actitud hacia las demostraciones adoptada por muchos
matemáticos parece increíble a la vista de lo que las mate­
máticas habían significado. En el siglo xvm, los puntos oscu­
ros del análisis eran evidentes y algunos matemáticos renun­
ciaron al rigor en este área. Así, Michel Rolle (1652-1719) pen­
saba que el cálculo era una colección de ingeniosas falacias.
Otros fueron más lejos y, actuando como la zorra con las
uvas, ridiculizaron explícitamente el rigor de los griegos. Alexis-
Claude Clairaut (1713-1765) decía en sus Elementos de geo­
metría (1741):
No es sorprendente que Euclides se tomara la molestia de demostrar
que dos círculos que se cortan no tienen el mismo centro, que la
suma de los lados de un triángulo interior a otro es menor que la
suma de los lados del triángulo exterior. Este geómetra tuvo que
convencer a obstinados sofistas que se vanagloriaban de rechazar
las verdades más evidentes; de manera que la geometría, lo mismo
que la lógica, debe descansar en el razonamiento formal para re­
batir a los casuistas.
Clairaut añadía a continuación: «Pero las cosas han cambiado.
Todo razonamiento relacionado con lo que el sentido común
conoce de antemano es hoy rechazado y sólo sirve para ocultar
la verdad y aburrir al lector.»
La actitud del siglo xvn y de comienzos del xix fue expre­
sada por J. Hoéne-Wronski (1755-1853), que fue un gran algo-
ritmista aunque no estuviera preocupado por el rigor. Un tra­
bajo suyo fue criticado por una comisión de la Academia de
Ciencias de París por falta de rigor, y Wronski replicó que eso
era una «pedantería que prefiere los medios al fin».
Lacroix, en la segunda edición (1810-1819) de su obra en
tres volúmenes Tratado de cálculo diferencial e integral, decía
en el prólogo al primer volumen: «Sutilezas como aquellas
por las que los griegos se preocuparon, no nos son ya nece­
sarias.» La actitud típica de la época era preguntarse por qué
debería uno tomarse la molestia de demostrar, mediante ra­
zonamientos abstrusos, cosas de las que uno nunca duda en
primera instancia, o de probar lo que es más evidente por
medio de lo que es menos evidente.
En una fecha todavía posterior del siglo xix, Karl Gustav
Jacob Jacobi (1804-1851), que dejó incompletos muchos puntos
de su trabajo sobre funciones elípticas, decía: «No tenemos
tiempo para el rigor gaussiano.» Muchos actuaron como si lo
que se resistía a la demostración no necesitara demostración.
Para la mayoría de los matemáticos, el rigor no era un pro­
blema. Muy a menudo, lo que decían que se podía rigorizar
por el método de Arquímedes, no podría haber sido rigor izado
por un nuevo Arquímedes. Esto es particularmente aplicable
a los trabajos sobre diferenciación, que no había tenido paralelo
en las matemáticas griegas. Lo que D’Alembert decía en 1743,
«Hasta el momento [...] ha habido más preocupación por en­
sanchar el edificio que por iluminar su entrada, por elevar su
altura que por dar la debida fuerza a los cimientos», se aplica
al trabajo de todo el siglo xvm y comienzos del xix.
A mediados del siglo xix, la consideración por las demos­
traciones había caído tan bajo que algunos matemáticos ni
siquiera se molestaban en elaborar demostraciones completas
allí donde hubieran podido conseguirlas. Arthur Cayley (1821-
1895), uno de los mejores especialistas en geometría algebraica
e inventor de lo que ahora se conoce por álgebra matricial
(capítulo 4), enunció un teorema sobre matrices conocido como
teorema de Hamilton-Cayley. Una matriz es una colección de
números dispuesta en forma de rectángulo, y en el caso de
las matrices cuadradas hay n números en cada fila y en cada
columna. Cayley comprobó que su teorema era verdadero para
las matrices de orden 2 por 2 y en una publicación de 1858
decía: «No he creído necesario emprender la labor de una
demostración formal del teorema en el caso general de las
matrices de cualquier grado [n por «]».
James Joseph Sylvester (1814-1897), un excelente algebrista
británico, trabajó entre 1876 y 1884 como profesor en la uni­
versidad de Johns Hopkins. En sus clases solía decir: «No he
probado esto, pero estoy tan seguro como pueda estarlo de
algo de que debe ser así.» A continuación utilizaba el resul­
tado para probar nuevos teoremas. A menudo, al finalizar la
siguiente clase, debía admitir que aquello de lo que se había
mostrado tan seguro era falso. En 1899 demostró un teorema
sobre matrices de orden 3 por 3, indicando únicamente unos
cuantos puntos adicionales que había que considerar para pro­
bar el teorema con matrices n por n.
La historia del desarrollo ilógico, a la vista de la excelente
partida de Euclides en su tratamiento de la geometría y de
los números enteros, plantea la cuestión de por qué los mate­
máticos hubieron de esforzarse tanto y tan infructuosamente
para dar una fundamentación lógica a los subsiguientes des­
arrollos, como los números irracionales, los negativos y los
complejos, el álgebra, el cálculo y sus ampliaciones. Como he­
mos señalado (capítulo 5), por lo que se refiere a la geometría
euclídea y los números enteros; éstos son tan prontamente
comprendidos, desde un punto de vista intuitivo, que fue re­
lativamente fácil hallar principios fundamentales o axiomas
de los cuales derivar otras propiedades, aunque en esto el
desarrollo de Euclides fuera algo deficiente. Por otra parte,
los números racionales, negativos y complejos, las operaciones
con letras y los conceptos del cálculo son mucho más difíciles
de aprehender.
Pero existe una razón más profunda. Un sutil cambio en la
naturaleza de las matemáticas había sido inconscientemente
operado por los propios maestros. Hasta el año 1500 aproxi­
madamente, los conceptos de las matemáticas eran idealiza­
ciones o abstracciones inmediatas de la experiencia. Es verdad
que por aquella época los números negativos e irracionales
habían hecho su aparición y habían sido aceptados por los
hindúes y los árabes. Sin embargo, aunque sus contribuciones
no son de despreciar, éstos se contentaron, por lo que se re­
fiere a la justificación de los conceptos, con ser intuitivos y
empíricos. Cuando, por añadidura, se introdujeron en las ma­
temáticas los números complejos, una extensa álgebra que
empleaba coeficiente literales y las nociones de derivada e in­
tegral, la disciplina se vio dominada por conceptos que pro­
cedían de lo más recóndito de la mente humana. En particu­
lar, la noción de derivada o tasa instantánea de variación, aun­
que por supuesto tenga alguna base intuitiva en el fenómeno
físico de la velocidad, es no obstante una construcción mucho
más intelectual. Se trata de un concepto cualitativamente muy
diferente al de triángulo matemático.* Del mismo modo, los
esfuerzos por comprender la noción de cantidades infinita­
mente grandes, que los griegos habían evitado cuidadosamen­
te, la noción de cantidades infinitamente pequeñas, que los
griegos habían soslayado hábilmente, los números negativos
y los números complejos fracasaron porque los matemáticos
no supieron apreciar que esos conceptos no estaban basados
en la experiencia inmediata, sino que eran creaciones de la
mente.
En otras palabras, los matemáticos aportaron conceptos,
en lugar de abstraer ideas del mundo real. En la génesis de
sus ideas pasaron de las facultades sensoriales a las intelec­
tuales. Como estos conceptos resultaron ser cada vez más úti­
les en las aplicaciones, se recurrió a ellos, primero de mala
gana y más tarde ávidamente. La familiarización con estos
conceptos no engendró desprecio sino su aceptación acrítica
como algo natural. A partir de 1700, un número cada vez ma­
yor de nociones cada vez más alejadas de la naturaleza y na­
cidas enteramente de la mente humana iban a penetrar en las
matemáticas y a ser aceptadas sin demasiados remilgos. Los
matemáticos, atrapados en sus propias redes, se vieron for­
zados a contemplar su materia desde una altura muy por en­
cima de la tierra firme.
Al no reconocer este cambio en el carácter de los nuevos con­
ceptos, tampoco se percataron de que se necesitaba una base
para el desarrollo axiomático distinta a la de las verdades
evidentes por sí mismas. Por supuesto, los nuevos conceptos
eran mucho más sutiles que los antiguos y la base axiomática
apropiada, como ahora sabemos, no podía ser rápidamente
erigida.
¿Cómo supieron, pues, los matemáticos adonde dirigirse y,
a la vista de su tradición de demostraciones, cómo pudieron
atreverse a aplicar simplemente reglas y afirmar la fiabilidad
de sus conclusiones? No hay duda de que la solución de los
problemas físicos les proporcionó un objetivo. Una vez que
éstos fueron formulados matemáticamente, el virtuosismo téc­
nico se impuso y surgieron nuevas conclusiones y metodologías.
El significado físico de las matemáticas también guió los pasos
matemáticos y a menudo aportó argumentos parciales para
cubrir los pasos no matemáticos. El proceso, en principio, no
era diferente de la demostración de un teorema de la geome­
tría en donde se utilizan hechos completamente obvios en una
figura, aunque ningún axioma o teorema los avale.
Además del pensamiento físico, hay en todo trabajo mate­
mático nuevo un lugar importante para una intuición sólida.
La idea o el método esencial es siempre aprehendido intuiti­
vamente mucho antes de que se conciba cualquier argumento
racional para la conclusión. Los grandes matemáticos, al mar­
gen de las licencias que puedan permitirse, tienen un instinto
seguro para salvarse de un desastre total. Las intuiciones de
los grandes hombres son más sólidas que las demostraciones
deductivas de las mediocridades.
Tras haber captado la esencia de un problema físico en
una formulación matemática, los matemáticos del siglo xvm
se sentían seducidos por las fórmulas. Al parecer, las fórmulas
resultaban tan atractivas para ellos que la mera deducción de
una fórmula a partir de otra mediante operaciones formales
tales como la diferenciación o la integración bastaba para
justificarla. La fascinación por los símbolos dominó y consu­
mió su razón. El siglo xvm ha sido llamado la edad heroica
de las matemáticas, porque los matemáticos se arriesgaron y
lograron tan magníficas conquistas científicas con tan escaso
armamento lógico.
Queda todavía la cuestión de por qué los matemáticos te­
nían confianza en que sus resultados fueran correctos, aun
sabiendo, especialmente en el siglo xvm, que los conceptos
del cálculo estaban vagamente formulados y que sus demos­
traciones eran inadecuadas. Parte de la respuesta es que mu­
chos de los resultados fueron confirmados por la experiencia
y la observación. Particularmente importantes fueron las pre­
dicciones astronómicas (capítulo 2). Pero otro factor relacio­
nado con éste indujo a los matemáticos de los siglos xvii y xvm
a creer en su trabajo. Aquellos hombres estaban convencidos
de que Dios había diseñado el mundo matemáticamente y que
los matemáticos estaban descubriendo y revelando ese diseño
(capítulo 2). Aunque lo que los hombres de los siglos x v ii y xvm
descubrieron fue parcial, ellos creían que era parte de la ver­
dad subyacente. La creencia de que estaban descubriendo algo
de la obra de Dios y de que llegarían, finalmente, a la tierra
prometida de las completas verdades eternas, mantenía su
ánimo y su valor, mientras que los fructíferos resultados cien­
tíficos eran el maná que alimentaba sus mentes y les permitía
persistir.
Los matemáticos habían encontrado solamente una parte
de los tesoros buscados, pero había claros indicios de que se
habían de encontrar más. ¿Qué necesidad había, entonces, de
plantearse si las leyes matemáticas que se aplicaban con tanta
precisión carecían de la exactitud de la demostración mate­
mática? La convicción religiosa, alentada por la evidencia cien­
tífica, sustituía a la débil o inexistente fuerza lógica. Los ma­
temáticos estaban tan ansiosos de hacerse con la verdad divina
que continuaron construyendo sin una fundamentación segura.
Salvaban sus conciencias con el éxito. Efectivamente, el éxito
fue tan embriagador que la teoría y el rigor fueron olvidados
durante la mayor parte del tiempo. Ocasionales recursos a las
doctrinas místicas o filosóficas disimularon algunas dificulta­
des, de manera que dejaron de ser visibles. Desde un punto
de vista lógico, los trabajos de los siglos xvii, xvm y comien­
zos del xix fueron ciertamente bastante toscos. Pero también
fueron magistralmente creativos. Los errores y las imprecisio­
nes de estos trabajos han sido subrayados, algo injustamente,
por los hombres del siglo xx y de finales del xix para mini­
mizar sus éxitos.
Las matemáticas de los siglos x v ii y x v m fueron como una
gran empresa que realiza numerosas transacciones y espec­
taculares negocios, pero a causa de una mala administración
es financieramente insolvente. Por supuesto, los clientes —los
científicos, que compraban y utilizaban la mercancía matemá­
tica—, y los acreedores —el público que invertía sin dudarlo
en acciones de las matemáticas— no eran conocedores de su
verdadero estado financiero.
Y nos encontramos así con un estado de cosas sumamente
paradójico. La lógica de las matemáticas, ahora extensamente
desarrollada, jamás estuvo en peor situación. Pero el éxito de
las matemáticas en la representación y predicción de los ca­
minos de la naturaleza fue tan impresionante que, todavía
más que los griegos, todos los intelectuales del siglo xvm
proclamaron que la naturaleza obedecía a un plan matemático
y ensalzaron las matemáticas como el soberbio e incluso su­
blime producto de la razón humana. Como decía Joseph Ad-
dison de los cuerpos celestes en su Himno, todos se regocija­
ban al contemplar la inteligencia humana.
Retrospectivamente, la glorificación del razonamiento ma­
temático parece increíble. Por decirlo así, se empleaban an­
drajos de razonamiento. Pero especialmente en el siglo xvm,
en que llenaban la literatura acalorados debates sobre el sig­
nificado y las propiedades de los números complejos, los lo­
garitmos de los números negativos y complejos, la fundamen­
tación del cálculo, la sumación de series y otras cuestiones que
no hemos descrito, parece más adecuada la denominación de
Edad de la Confusión. Hacia 1800, los matemáticos estaban
más seguros de sus resultados que de su justificación lógica.
Desde el punto de vista de la demostración los resultados eran
creencias. Como pronto veremos, fue la labor de la última
parte del siglo xix la que justificaría, mucho más, el nombre
de Edad de la Razón (capítulo 8).
Mientras que la mayor parte de los matemáticos se con­
tentaban con proseguir las innovaciones sin preocuparse de­
masiado por su demostración, unos pocos matemáticos des­
tacados comenzaron a alarmarse por el estado ilógico de las
matemáticas. Lo desesperado de la situación en análisis fue
subrayado por el precoz y brillante noruego Niels Henrick
Abel (1802-1829) en una carta de 1826 al profesor Christoffer
Hansteen. Abel protestaba por
la tremenda oscuridad que uno incuestionablemente encuentra en
el análisis. Carece tan absolutamente de todo plan y sistema que
resulta extraño que lo hayan estudiado tantas personas. Lo peor es
que jamás ha sido tratado rigurosamente. Hay muy pocos teoremas
en análisis avanzado que hayan sido demostrados de una manera
lógicamente sostenible. Por todas partes se encuentra uno con esta
deplorable forma de pasar de lo particular a lo general y es extre­
madamente curioso que tal procedimiento haya conducido a tan po­
cas de las llamadas paradojas.
A propósito de las series divergentes en particular, Abel escri­
bía, en junio de 1826, a su antiguo profesor Bemdt Holmbóe:
Las series divergentes son una invención del demonio, y es una
vergüenza basar en ellas cualquier demostración. Haciendo uso de
ellas uno puede llegar a la conclusión que le plazca, y por eso es
por lo que estas series han producido tantas falacias y tantas para­
dojas [...]• He estado enormemente atento a todo esto, pues con
la excepción de las series geométricas no existe en todas las mate­
máticas una sola serie infinita cuya suma haya sido determinada
rigurosamente. En otras palabras, las cosas más importantes en ma­
temáticas son también las que menos fundamentación tienen. El
hecho de que la mayor parte de estas cosas sean correctas a pesar
de ello es extraordinariamente sorprendente. Estoy tratando de ha­
llar la razón de esto; es una cuestión sumamente interesante.
Entre la gente en general, algunos no se contentan con ahogar
sus penas en alcohol. Así, entre los matemáticos, algunos no
se contentaron con ahogar sus preocupaciones por el ilógico
estado de las matemáticas en la embriaguez de los éxitos físi­
cos. Cualquier consuelo que estos hombres más animosos pu­
dieran haber sacado de la creencia de que estaban descubrien­
do retazos del plan divino se vio anulado por el abandono, en
la última parte del siglo xvm, de esta creencia. Habiendo per­
dido aquel apoyo, se sintieron obligados a reexaminar su tra­
bajo, enfrentándose a la ambigüedad, la falta de demostracio­
nes, la insuficiencia de las demostraciones existentes, las con­
tradicciones y la completa confusión sobre lo que, dentro de
lo creado, era correcto. Aquellos hombres se percataron de
que las matemáticas no eran el paradigma de la razón, por el
que se las tenía. En lugar de la razón, eran la intuición, los
diagramas geométricos, los principios ad hoc. como el princi­
pio de permanencia ,de la forma, y el recurso a la metafísica
los que justificaban lo que ya había sido aceptado.
El ideal de una estructura lógica había sido puesto de re­
lieve y proclamado por los griegos. Y así, los pocos matemá­
ticos que emprendieron la realización de ese ideal en la arit­
mética, el álgebra y el análisis pudieron mantenerse a flote
por el convencimiento de que los matemáticos lo habían lle­
vado a la práctica al menos en un caso sumamente significa­
tivo, la geometría euclídea. Pensaban que si alguien había
escalado el Olimpo una vez, otros podrían hacerlo de nuevo.
Lo que aquellos hombres no previeron fue que la tarea de
proporcionar una fundamentación rigurosa a todas las mate­
máticas existentes resultaría mucho más difícil y sutil de lo
que cualquier matemático de 1850 pudiera posiblemente haber
imaginado. Ni tampoco previeron las nuevas dificultades que
iban a sobrevenir.
8. EL DESARROLLO ILÓGICO: A LAS PUERTAS
DEL PARAÍSO

Hoy se puede decir que ha sido logrado el ri­


gor absoluto.
H en r i P oincaré

Los fundadores de lo que ha sido llamado el movimiento crí­


tico en matemáticas se dieron cuenta de que, durante más
de dos mil años, los matemáticos habían vagado por un pára­
mo de intuiciones, argumentos plausibles, razonamientos in­
ductivos y manipulaciones formales de expresiones simbólicas.
Se propusieron construir la adecuada fundamentación lógica
de las matemáticas allí donde no existía, eliminar los concep­
tos vagos y las contradicciones, y mejorar los fundamentos
existentes en ramas como la geometría euclídea. Este progra­
ma dio comienzo en la segunda década del siglo xix. El movi­
miento se extendió y aceleró cuando los trabajos sobre geo­
metría no euclídea se hicieron más ampliamente conocidos,
ya que estos trabajos revelaron fallos en la estructura de la
geometría euclídea. Se hizo entonces evidente que incluso esa
estructura, supuesto reducto y paradigma de la demostración
rigurosa, estaba necesitada de revisión. Justo un poco más tar­
de (1843), la creación de los cuaterniones puso en entredicho
la seguridad con la que eran manipulados los números reales
y complejos. Por supuesto, algunos matemáticos, engreídos con
sus trabajos, continuaron con sus razonamientos, y cuando ob­
tenían resultados correctos se engañaban con la creencia de que
sus demostraciones y sus libros de textos eran sólidos.
Aunque los pensadores críticos admitían que la aspiración
de las matemáticas a la verdad del mundo físico había de ser
abandonada, no dejaban de apreciar los enormes logros con­
seguidos en mecánica celeste y terrestre, acústica, dinámica
de fluidos, elasticidad, óptica, electricidad, magnetismo y las
muchas ramas de la ingeniería, así como la increíble exactitud
de las predicciones en esas áreas. Aunque las matemáticas ha­
bían luchado bajo la protección de la invencible bandera de
la verdad, debían haber logrado sus victorias por medio de
alguna fuerza esencial, quizá misteriosa. La extraordinaria
aplicabilidad de las matemáticas a la naturaleza estaba toda­
vía por explicar (capítulo 15), pero nadie podía negar el hecho
ni osar dejar de lado tan poderosa herramienta. Ciertamente,
este poder no debería ser puesto en peligro por los descon­
certantes laberintos de las dificultades y las contradicciones
lógicas. Además, aunque los matemáticos habían violado sus
propios principios al descuidar la solidez lógica, no iban a per­
mitir que su ciencia descansara para siempre sobre bases prag­
máticas. Su prestigio estaba en juego. ¿Cómo podrían si no
distinguir su noble actividad de la de los vulgares ingenieros
y artesanos?
Por todo ello, algunos matemáticos decidieron rehacer el
veloz viaje por senderos apenas distintos y abrir caminos cla­
ros y seguros a los objetivos ya alcanzados. Resolvieron dedi­
car muchas de sus energías a la construcción, y en algunos
casos a la reconstrucción, de los fundamentos de las mate­
máticas.
Poner en orden los asuntos de las matemáticas exigía me­
didas drásticas. Era evidente que no había un terreno seguro
sobre el que basar las matemáticas, ya que el suelo aparente­
mente firme de la verdad había resultado engañoso. Pero quizá
pudiera lograrse una estructura estable construyendo un sólido
fundamento de otra clase. Consistiría en axiomas y definicio­
nes completas y claramente formuladas, y demostraciones ex­
plícitas de todos los resultados por obvios que pudieran pare­
cer a la intuición. Además, en lugar de confianza en la verdad,
tendría que haber compatibilidad o consistencia lógica. Los
axiomas y teoremas tendrían que ser tan completamente de­
pendientes los unos de los otros que la estructura en conjunto
resultase sólida. Por mucho que siguiese en relación con la
tierra, la estructura se mantendría unida, de la misma forma
que un rascacielos se mueve con el viento pero permanece
firme, desde la base hasta la cima.
Los matemáticos comenzaron por construir la lógica del
cálculo. Puesto que el cálculo presupone el sistema de núme­
ros reales y el álgebra, nada de lo cual tenía un fundamento
lógico, la irracionalidad de este intento desde un punto de
vista puramente lógico puede ser comprendida por analogía.
Un edificio de oficinas de cincuenta pisos está atestado de in­
quilinos, muebles y otros enseres, y el propietario se da cuen­
ta de pronto de que toda la estructura amenaza ruina y debe
ser reconstruida. Decide hacerlo comenzando por la planta
número veinte.
Existe una explicación para la elección del punto de parti­
da. Ya hemos señalado que hacia 1800 los distintos tipos de
números se habían hecho tan familiares que aunque no tuvie­
ran una base lógica, no había demasiada preocupación acerca
de la solidez de sus propiedades. La inviolabilidad de la geo­
metría euclídea también había sido cuestionada, pero ahí no
se habían encontrado dificultades en su aplicación. De hecho,
dos mil años de uso fiable habían aportado la seguridad que
la lógica no había podido demostrar. El cálculo, por otra par­
te, era la fuente del análisis y en esta inmensa área había de­
mostraciones descuidadas, paradojas e incluso contradicciones,
además de que no todos los resultados tenían una sanción
pragmática.
A comienzos del siglo xix tres hombres, el sacerdote, filó­
sofo y matemático Bernhard Bolzano (1781-1848), Niels Hen-
rick Abel y Augustin-Louis Cauchy (1789-1857), decidieron que
había que abordar el problema del rigor en el cálculo. Des­
graciadamente Bolzano trabajaba en Praga y sus escritos tar­
daron muchas décadas en ser conocidos. Abel murió a los
veintisiete años y por tanto no fue muy lejos en la empresa.
Cauchy trabajaba en el centro del mundo matemático de su
tiempo y en 1820 era reconocido como uno de los grandes
matemáticos. Por consiguiente, fue el papel de Cauchy como
promotor del movimiento de rigorización de las matemáticas
el que fue más reconocido y ejerció más influencia.
Cauchy decidió construir la lógica del cálculo sobre los nú­
meros. ¿Por qué construir sobre los números? Los ingleses,
siguiendo a Newton, habían intentado rigorizar el cálculo me­
diante el uso de la geometría y habían fracasado. Para Cauchy
era evidente que la geometría no era la base adecuada. Ade­
más, los continentales, siguiendo a Leibniz, habían estado uti­
lizando métodos analíticos. También, aunque el trabajo sobre
geometría no euclídea no fuera ampliamente conocido en 1820,
quizá lo fuera lo suficiente como para hacer que los matemá­
ticos se sintieran recelosos ante la geometría. Por el contrario,
ninguna creación había inquietado a los matemáticos en el
campo de los números hasta que Hamilton produjo los cua­
terniones en 1843, e incluso esto no puso en entredicho la
corrección del sistema de los números reales.
Cauchy, prudentemente, decidió también fundamentar el
cálculo sobre el concepto de límite. Como repetidamente ocu­
rre en matemáticas, este correcto enfoque había sido ya re­
comendado por diversas mentes perspicaces. John Wallis en
su Aritmética de los infinitesimales (1655) y el profesor esco­
cés James Gregory (1638-1675) en su Verdadera cuadratura del
círculo y la hipérbola (1667) en el siglo x v i i , y D’Alembert en
el xvm, estaban muy seguros de que el concepto de límite era
el adecuado. Los puntos de vista de D'Alembert son suma­
mente significativos porque, en la época en que él escribía, los
trabajos de Newton, Leibniz y Euler eran ya asequibles. En
su artículo «Límite» en la Encyclopédie (1751-1765), D’Alembert
era explícito:
Se dice que una cantidad es el límite de otra cantidad, cuando la
segunda puede aproximarse a la primera con una diferencia menor
que cualquier cantidad dada, por pequeña que ésta se pueda su­
poner, aunque la cantidad que se aproxima no pueda sobrepasar
nunca la cantidad que es aproximada [...].
La teoría de límites es la base de la verdadera metafísica del
cálculo diferencial [...].
D'Alembert escribió también el artículo de la Encyclopédie ti­
tulado «Diferencial», en el que analizaba los trabajos de Ba-
rrow, Newton, Leibniz, Rolle y otros, y decía que un diferen­
cial (infinitesimal) es una cantidad infinitamente pequeña o
menor que cualquier cantidad asignable. Pero explicaba que
él utilizaba tales términos para acomodarse al uso corriente.
Esta terminología, decía, era abreviada y oscura, cien veces
más oscura que los conceptos que trataba de definir. Los lími­
tes eran el lenguaje y la aproximación correcta. Criticaba la
utilización por parte de Newton de la velocidad para explicar
la derivada, porque no había un concepto claro de la velocidad
en un instante y se introducía con ello una idea no matemá­
tica: el movimiento. En sus Mélanges (1767), D’Alembert re­
petía: «Una cantidad es o bien algo, o bien nada; si es algo
no ha desaparecido; y si es nada ha desaparecido completa­
mente.» Otra vez sugería el concepto de límite. Sin embargo,
no llevó a cabo la aplicación del concepto al cálculo propia­
mente dicho y sus contemporáneos no tomaron en cuenta la
sugerencia de D’Alembert.
Ideas sobre límites pueden encontrar también en las Re­
flexiones de Carnot, en el trabajo de L'Huillier que ganó en
1786 el concurso de la Academia de Berlín y en el trabajo de
Carnot que, aun cuando no ganó el premio, es al menos res­
petable. Es muy probable que Cauchy se dejara influir por
estos escritos. En cualquier caso, en la introducción de su
ahora famosa obra Cours d’analyse algébrique (Curso de aná­
lisis algebraico, 1821), Cauchy fue muy explícito: «En cuanto
a los métodos, he tratado de darles todo el rigor que en ma­
temáticas se puede pedir.»
A pesar de la palabra «algebraico» que aparecía en el título
de su libro, Cauchy no estaba de acuerdo con la confianza al
uso en la «generalidad del álgebra». Lo que quería decir era
que sus contemporáneos suponían que lo que era cierto para
los números reales también lo era para los complejos, que lo
que era cierto para las series convergentes también lo era
para las divergentes y que lo que era cierto para cantidades
finitas también lo era para los infinitésimos. En consecuencia,
Cauchy definió y estableció cuidadosamente las propiedades
de las nociones básicas del cálculo: función, límite, continui­
dad, derivada e integral. También distinguió entre las series
infinitas que tienen suma (en el sentido que él especificó) y
las que no la tienen, esto es, entre series convergentes y di­
vergentes. A estas últimas las proscribió *. En octubre de 1826,
Abel pudo escribir a su antiguo profesor, Holmboe, que Cau­
chy «es, en estos momentos, el único que sabe cómo hay que
tratar las matemáticas». Añadía Abel que Cauchy era un necio
y un fanático, al parecer creía había que reconocer a cada cual
sus méritos.
Aunque Cauchy se propuso rigorizar el análisis y en la re­
visión de 1829 de su Cours afirmó que había introducido en
el análisis el definitivo rigor, los conceptos a los que se en­
frentó eran sutiles y cometió muchos errores. Sus definiciones
de función, límite, continuidad y derivada fueron correctas en
lo esencial, pero el lenguaje que utilizó fue, no obstante, vago
e impreciso. Al igual que sus contemporáneos, creía que la
continuidad implicaba diferenciabilidad (capítulo 7), por lo
que enunció muchos teoremas en los que, aunque la hipótesis
sólo exigía la continuidad, él utilizaba la diferenciabilidad, e
incluso después de haber sido advertido de su error, persistía
en él. Definió cuidadosamente la integral definida, procedien­
do luego a demostrar que tiene un valor preciso para toda
función continua. Su demostración, sin embargo, fue errónea
(pues no se percató de la necesidad de una continuidad uni­
forme). Aunque distinguió claramente entre series convergen­
tes y divergentes, hizo afirmaciones y demostraciones falsas
acerca de las series convergentes. Por ejemplo, aseguró que
1 No necesitamos examinar las definiciones técnicas y los teoremas que
Cauchy elaboró. Lo importante para nosotros es que Cauchy emprendió
finalmente la rigorización propiamente dicha.
la suma de una serie infinita de funciones continuas es con­
tinua (lo cual, sin el requisito de una convergencia uniforme,
es falso). Integraba una serie infinita término a término, y
mantenía que la serie de las integrales representaba la inte­
gral de la función representada por la serie original. Tampoco
en este caso se percató de la necesidad de una convergencia
uniforme. Dio un criterio para la convergencia de una suce­
sión, conocido todavía como condición de Cauchy, pero no pudo
probar la suficiencia de esta condición porque la demostración
requiere un conocimiento del sistema de los números reales
que ni Cauchy ni sus contemporáneas poseían. Cauchy creía
que si una función de dos variables posee límite en un punto
cuando cada una de las variables tiende separadamente hacia
ese punto, la función debe aproximarse al límite cuando las
dos variables varían simultáneamente y se aproximan al punto.
El trabajo sobre la rigorización del análisis causó desde
un principio una considerable conmoción. Después de una
reunión científica en la Academia de Ciencias de París, en la
que Cauchy presentó su teoría sobre la convergencia de las
series, Laplace se fue rápidamente a su casa y permaneció
recluido en ella hasta que hubo examinado las series de su
Mecánica celeste. Afortunadamente pudo comprobar que to­
das eran convergentes.
Paradójicamente, Cauchy se negó a someterse a su propia
preocupación por el rigor. Aunque escribió tres textos (1821,
1823 y 1829) cuyo fin principal era el establecimiento del rigor,
continuó escribiendo trabajos de _investigación en los que lo
ignoraba. Definió lo que significaba la continuidad, pero jamás
probó que alguna función de las que él utilizaba fuera conti­
nua. Aunque había recalcado la importancia de la convergencia
de las series y de las integrales impropias, operaba con series,
integrales impropias y transformadas de Fourier como si no
hubiera problemas de convergencia. Había definido la deriva­
da como un límite, pero también ofreció una aproximación
puramente formal como la que había ofrecido Lagrange (ca­
pítulo 6). Admitió las series semiconvergentes (oscilantes), ta­
les como 1 — 1 + 1 — 1 + ...y los reordenamientos de términos
en lo que se llama series condicionalmente convergentes (cier­
tas series con términos positivos y negativos). Cometió otros
«crímenes», pero tenía un olfato seguro para lo que era verda­
dero, aunque no estableciera la verdad mediante los procedi­
mientos de sus propios textos.
El trabajo de Cauchy inspiró numerosas contribuciones a
la rigorización del análisis. Pero el mérito principal correspon­
de a otro maestro, Karl Weierstrass (1815-1897). Con su tra­
bajo se completó la rigorización de lo esencial del análisis.
Comenzó a presentar sus fundamentos en las clases que en
1858-1859 dio en la universidad de Berlín. El primer documen­
to qüe se conserva son las notas tomadas por H. A. Schwarz
en la primavera de 1861. El trabajo de Weiestrass libró final­
mente al análisis de toda dependencia con respecto al movi­
miento, la comprensión intuitiva y las nociones geométricas,
que en esa época eran verdaderamente sospechosas.
Weierstrass tenía claro en 1861 que la continuidad no im­
plica la diferenciabilidad. Dado que la idea contraria había
sido mantenida durante mucho tiempo (capítulo 7), el mundo
quedó conmocionado cuando Weierstrass presentó a la Acade­
mia de Berlín en 1872 un ejemplo (publicado por Paul du Bois-
Reymond en 1875) de una función continua para todos los
valores reales de x pero sin derivada para ningún valor de x.
(Había ejemplos anteriores como los de Bolzano, de 1830, en
forma geométrica, inéditos, o los de Charles Cellérier, de 1830
aproximadamente, no publicados hasta 1890. De aquí que nin­
guno de ellos ejerciera influencia alguna.)
En cierto modo, fue un hecho afortunado que el ejemplo
de Weierstrass llegara tan tarde al desarrollo del cálculo, pues,
como dijo Emile Picard en 1905: «Si Newton y Leibniz hubie­
ran sabido que las funciones continuas no tienen necesaria­
mente una derivada, el cálculo diferencial no habría sido crea­
do jamás.» El pensamiento riguroso puede ser un obstáculo
para la creatividad.
Cauchy, y también Weierstrass al principio de su trabajo
sobre la rigorización del análisis, dieron por buenas todas las
propiedades de los sistemas de los números reales y comple­
jos. El primer paso para dotar de una base lógica a los nú­
meros reales y complejos fue dado en 1837 por Hamilton, el
creador de los cuaterniones. Hamilton sabía que los números
complejos se podían utilizar para representar vectores en el
plano, y buscó (capítulo 4) números de tres componentes que
sirvieran para representar vectores en el espacio. Estudió, por
tanto, las propiedades de los números complejos con vistas a
su generalización. Un resultado de su trabajo, contenido en su
escrito «Pares algebraicos: con un ensayo preliminar sobre el
tiempo», fue una base lógica para los números complejos que,
sin embargo, suponía que los números reales poseían las
propiedades familiares. En lugar de los números complejos
(a + b s T ^ l), Hamilton introdujo pares ordenados (a,b) de
números reales, definiendo las operaciones con estos pares de
manera que se obtuvieran los mismos resultados que al ope­
rar con números complejos en la forma a +b sj —1. Es de
notar que Hamilton se vio forzado a buscar una nueva teoría
para los números complejos porque, como todos sus prede­
cesores, no pudo resignarse a ^ —1 ni a los números negativos.
En la última parte del escrito decía:
La presente teoría de pares se publica para poner de manifiesto ese
significado oculto [de los números complejos], y para mostrar,
mediante este notable ejemplo, que expresiones que, según los pun­
tos de vista comúnmente aceptados, parecen ser meramente sim­
bólicas e imposibles de ser interpretadas, pueden pasar al mundo
de las ideas y adquirir realidad y significado.
Y posteriormente decía:
En la teoría ordinaria de números, el símbolo y'— 1 es absurdo
[el subrayado es de Hamilton] y denota una raíz imposible o sim­
plemente un número imaginario; pero en la teoría de pares el
mismo símbolo y'— 1 tiene significado y denota una posible raíz o un
par real, a saber (como acabamos de ver) la principal raíz cuadra­
da del par (—1, 0). Por tanto, en esta última teoría, aunque no en la
primera, el signo — 1 puede ser empleado correctamente; y po­
demos escribir, si así lo decidimos, para un par cualquiera (a ^ ),
(a]ta2) = ax + a2 vrzrT
[...] e interpretan que el símbolo »/—l en esa expresión denota
la unidad secundaria o par secundario puro (0,1).
De este modo, Hamilton eliminó lo que el llamaba «escollos
metafísicos» del sistema de números complejos.
Hamilton dio por válidas las propiedades de los números
reales en su teoría de pares. En su ensayo de 1837 trató de
ofrecer un desarrollo lógico del sistema de números reales.
A partir del concepto de tiempo, obtuvo las propiedades de
los números enteros positivos, extendiendo posteriormente el
desarrollo a los números racionales (números enteros positi­
vos y negativos, y fracciones) y a los números irracionales.
Pero el intento resultó lógicamente pobre y fracasó especial­
mente en el tratamiento de los números irracionales. El tra­
bajo era no sólo oscuro sino incorrecto. Fue ignorado por la
comunidad matemática. La propia preocupación de Hamilton
por la fundamentación de los números reales y complejos era
limitada. Su objetivo eran los cuatemiones. Por consiguieifte,
como la mayoría de los matemáticos de su tiempo, al trabajar
en análisis no dudó en utilizar libremente las propiedades de
los números reales y complejos.
Weierstrass fue el primero en darse cuenta de que la ri-
gorización del análisis no podía completarse sin una mejor
comprensión del sistema de los números reales, y fue el pri­
mero en ofrecer una rigurosa definición y demostración de las
propiedades de los números irracionales sobre la base de las
propiedades familiares de los racionales. Emprendió su traba-
jo en la década de 1840 pero no lo publicó inmediatamente.
Fue conocido a través de las clases impartidas en la universi­
dad de Berlín en la década de 1860.
Otros hombres, principalmente Richard Dedekind y Georg
Cantor, dando por sentadas también las propiedades de los
números racionales, definieron correctamente los números irra­
cionales y establecieron sus propiedades. Sus trabajos fueron
publicados en la década de 1870. Dedekind, como Weierstrass,
se percató de la necesidad de una teoría clara para los irracio­
nales mientras enseñaba cálculo. En Continuidad y números
irracionales (1872) escribió que a partir de 1858 había sentido
«más profundamente que nunca la carencia de unos rigurosos
fundamentos en la aritmética». Cantor reconoció la necesidad
de una teoría de números irracionales trabajando en teoremas
de análisis (capítulo 9). Así, a través del trabajo de Weierstrass,
Dedekind y Cantor los matemáticos pudieron finalmente pro­
bar que#\ÁT \T T = \r 6.
La lógica de los números racionales permanecía oculta to­
davía. Dedekind se dio cuenta de ello y, en Naturaleza y sig­
nificado de los números (1888), describió las propiedades bá­
sicas que se podrían utilizar para una aproximación axiomática
de los racionales. Giuseppe Peano (1858-1932), utilizando las
ideas de Dedekind y algunas de las ideas expuestas por Her-
mann Grassmann en Manual de aritmética (1889), consiguió
desarrollar en Principios de aritmética (1889) los números ra­
cionales a partir de unos axiomas sobre los enteros positivos.
De esta forma, al fin, la estructura lógica de los sistemas de
los números reales y complejos se encontraba al alcance de
ios matemáticos.
De pasada, la erección de los fundamentos de los sistemas
de números resolvió el problema de los fundamentos del álge­
bra familiar. ¿Por qué, cuando las letras se manipulan libre­
mente como si representaran números enteros positivos, los
resultados se aplican igualmente bien cuando se sustituyen las
letras por cualquier tipo de números reales o complejos? La
respuesta es que los demás tipos de números poseen las mis­
mas propiedades formales que los enteros positivos. Por decirlo
de manera sencilla, no sólo es cierto que 2 .3 = 3 .2, sino tam­
bién que *J~2 hfH = / T y/T, de manera que si ab es susti­
tuido por ba, la sustitución es correcta independientemente
de que a y b representen números enteros positivos o núme­
ros irracionales.
La secuencia de hechos es digna de mención. En lugar de
partir de los números enteros y de las fracciones, para abor­
dar después los irracionales, los complejos, el álgebra y el
cálculo, los matemáticos se ocuparon de estos temas en el
orden inverso. Actuaron como si fueran reacios a ocuparse
de lo que, por ser claramente comprendido, pudiera ser dejado
a un lado, v solamente cuando la necesidad de dar una lógica
a un tema fue imperativa se decidieron a hacerlo. De cualquier
manera, hacia 1890, sólo seis mil años después de que los
egipcios y babilonios comenzaran a trabajar con números en­
teros, fracciones y números irracionales, pudieron probar los
matemáticos finalmente que 2 + 2 = 4. Parece que incluso los
grandes matemáticos han de ser forzados a considerar el rigor.
Durante la última parte del siglo xix se resolvió otro im­
portante problema. Por espacio de aproximadamente sesenta
años, desde los tiempos en que Gauss expresó su confianza
en la consistencia de su geometría no euclídea, probablemente
porque estaba convencido de que podía ser la geometría del
mundo físico, hasta 1870, cuando fueron publicados los traba­
jos de Gauss y la conferencia de Riemann para obtener el tí­
tulo de privatdozent, la mayor parte de los matemáticos no
tomaron en serio la geometría no euclídea (capítulo 4). Sus
implicaciones eran demasiado drásticas para enfrentarse a ellas.
Estos matemáticos preferían creer y esperar que algún día se
descubrirían contradicciones en cada una de las distintas geo­
metrías no euclídeas, de modo que esas creaciones podrían ser
desechadas como absurdas.
Afortunadamente, la cuestión de la consistencia de todas
las geometrías elementales no euclídeas fue finalmente resuel­
ta. El método justifica su examen, especialmente a la luz de
acontecimientos posteriores. Una de las varias geometrías no
euclídeas, la geometría elíptica doble, sugerida por el trabajo
de Riemann de 1854 (capítulo 4), difiere de la geometría de
Euclides en aspectos esenciales. No hay en ella rectas paralelas;
dos rectas cualesquiera se cortan en dos puntos; la suma de
los ángulos de un triángulo es mayor que 180°; y muchos otros
teoremas también difieren de los de la geometría euclídea.
Eugenio Beltrami (1835-1900) observó en 1868 que la geometría
elíptica doble del plano se aplica a la superficie de la esfera,
a condición de que las rectas de esta geometría sean inter­
pretadas como círculos máximos sobre la esfera (círculos cuyo
centro es el centro de la esfera y resultan de la intersección
de la esfera y un plano que pasa por su centro).
Esta interpretación puede a primera vista no parecer ad­
misible. Los creadores de las geometrías no euclídeas enten­
dieron que sus líneas rectas eran las mismas que las de la geo­
metría de Euclides. Sin embargo, podemos recordar (capítu­
lo 5) que las definiciones que dio Euclides de recta y de otros
conceptos eran superfluas. Como Aristóteles había recalcado,
en cualquier rama de las matemáticas debe haber términos
no definidos, y lo único que se les puede pedir a esas líneas
es que satisfagan los axiomas. Pero los círculos máximos de
la geometría elíptica doble sí satisfacen los axiomas. Dado que
los axiomas de la geometría elíptica doble se aplican a los
círculos máximos sobre la esfera, también se aplicarán los
axiomas puesto que los teoremas son consecuencia lógica de
los axiomas.
Una vez admitida la interpretación de una recta como círcu­
lo máximo, la consistencia de la geometría elíptica doble se
establece como sigue. Si hubiera teoremas contradictorios en
la geometría elíptica doble, también los habría en la geometría
sobre la esfera. Ahora bien, la esfera es parte de la geometría
de Euclides. Por tanto, si la geometría euclídea es consistente,
entonces la geometría elíptica doble también lo es.
El caso de la consistencia de la geometría hiperbólica
(capítulo 4) no se puede resolver de una manera tan sencilla.
No obstante, de la misma forma que la consistencia de la geo­
metría elíptica doble fue establecida utilizando la superficie
esférica como modelo, la consistencia. de la geometría hiper­
bólica fue establecida utilizando una configuración algo más
complicada de la geometría euclídea. No hay necesidad de
examinarla. Sin embargo, deberíamos señalar que el hecho de
que la geometría hiperbólica sea consistente significa también
que el axioma de las paralelas de Euclides es independiente
de los demás axiomas euclídeos. Porque si el axioma de las
paralelas de Euclides no fuera independiente de los demás
axiomas euclídeos —es decir, si fuera deducible de ellos—
sería un teorema de la geometría hiperbólica, dado que, apar­
te del axioma de las paralelas, los demás axiomas de la geo­
metría hiperbólica son los mismos que los de la geometría
euclídea. Pero entonces este teorema «euclídeo» contradiría al
axioma de las paralelas de la geometría hiperbólica, y ésta no
sería entonces consistente. Por eso, los esfuerzos que durante
tantos años se hicieron para deducir el axioma de las para­
lelas de Euclides de los demás axiomas estaban condenados
al fracaso.
El sorprendente hecho de que las geometrías no euclídeas,
que fueron pensadas como geometrías en las que la recta tiene
su significado habitual, pudieran aplicarse a figuras totalmente
diferentes de las que se esperaba, tuvo consecuencias de peso.
Como ya hemos explicado, son posibles interpretaciones total­
mente diferentes porque en todo desarrollo axiomático debe
haber necesariamente términos no definidos. Estas interpre­
taciones reciben el nombre de modelos. Así pues, lo que hemos
visto es que una rama de las matemáticas creada con un de­
terminado significado físico puede aplicarse a situaciones ma­
temáticas o físicas completamente diferentes.
La consistencia de las geometrías no euclídeas se estableció
partiendo del supuesto de que la geometría euclídea es con­
sistente. Para los matemáticos de las décadas de 1870 y 1880,
la consistencia de la geometría euclídea apenas era objeto de
debate. A pesar de Gauss, Lobachevski, Bolyai y Riemann, la
geometría euclídea era todavía aceptada como la geometría
necesaria del mundo físico, y era inconcebible que pudiera
haber contradicciones en la geometría del mundo físico. Sin
embargo, no había una demostración lógica de que la geome­
tría euclídea fuera consistente.
Muchos matemáticos que habían casi despreciado las geo­
metrías no euclídeas dieron la bienvenida a estas demostra­
ciones de consistencia, pero por otras razones. Las demostra­
ciones daban sentido a las geometrías no euclídeas, pero sólo
como modelos dentro de la geometría euclídea. Por tanto po­
dían ser aceptadas en este sentido, pero no necesariamente
como geometrías que pudieran aplicarse al mundo físico con
el significado habitual de la línea recta. Por supuesto, este
punto de vista era contrario a los de Gauss, Lobachevski y
Riemann.
Solamente quedaba un problema importante de rigorización.
Se había encontrado que los fundamentos de la geometría eu­
clídea eran defectuosos. Sin embargo, a diferencia de la situa­
ción en el análisis, la naturaleza de la geometría y sus concep­
tos estaban claros. Por tanto, fue relativamente simple la tarea
de precisar los términos no definidos, pulir las definiciones,
aportar los teoremas que faltaban y completar las demostra­
ciones. Todo ello fue hecho de forma independiente por Moritz
Pasch (1843-1930), Giuseppe Veronese (1854-1927) y Mario Pieri
(1860-1904). David Hilbert (1862-1943), quien valoró las contribu­
ciones de Pasch, dio la versión más comúnmente utilizada hoy
día. Casi al mismo tiempo se proporcionaron los fundamentos
de las geometrías no euclídeas creadas por Lambert, Gauss, Lo-
bachevski y Bolyai, y los de las demás geometrías creadas en el
siglo XIX.
En 1900 habían sido rigorizados la aritmética, el álgebra,
el análisis (sobre la base de axiomas para los números enteros)
y la geometría (sobre la base de axiomas acerca de puntos,
rectas y otros conceptos geométricos). Muchos matemáticos
querían ir más allá y construir toda la geometría sobre la base
del número, cosa que podría llevarse a cabo mediante la geo­
metría analítica. La geometría, por sí sola, era todavía sos­
pechosa. Una de las lecciones de la geometría no euclídea,
a saber, la de que la geometría euclídea, que había sido consi­
derada como un modelo de rigor, también era de hecho de­
fectuosa, permanecía aún en las mentes de los matemáticos.
Sin embargo, la reducción de todas las geometrías al número,
no fue de hecho desarrollada hasta 1900. No obstante, la ma­
yor parte de los matemáticos de la época hablaban de la arit-
metización de las matemáticas, cuando hubiera sido mucho
más correcto hablar de la aritmetización del análisis. Así, en
el II Congreso Internacional de Matemáticas, que se celebró
en París en 1900, Poincaré afirmó: «Hoy, en análisis, no que­
dan más que enteros y sistemas finitos e infinitos de enteros,
interconexionados mediante una red de relaciones de igualdad
o desigualdad. Las matemáticas han sido, pues, aritmetizadas.»
Pascal había dicho: «Tout ce qui passe la géométrie nous pas­
se»2. En 1900, los matemáticos preferían decir: «Tout ce qui
passe 1'aritmétique nous passe.»
Los movimientos, limitados inicialmente en sus objetivos,
a menudo tienden, cuando consiguen un mayor número de
adeptos, a abarcar muchos más asuntos que los planeados ori­
ginalmente. El movimiento crítico de fundamentación de las
matemáticas se aferró también a la lógica, es decir, los prin­
cipios de razonamiento utilizados para deducir una situación
matemática de otra.
La ciencia de la lógica fue fundada por Aristóteles en su
Organon (Instrumento [de razonamiento], c. 300 a.C.). Aristó­
teles afirmaba explícitamente haber señalado, abstraído y re­
2 Todo lo que supera la geometría supera nuestra comprensión.
conocido como principios aplicables a todo razonamiento los
principios de razonamiento utilizados por los matemáticos.
Así, uno de los principios fundamentales es la ley del tercio
excluso, que afirma que todo enunciado con significado es
verdadero o falso. Este principio pudo haber sido abstraído
por Aristóteles de un enunciado matemático como el que afir­
ma que todo número entero es par o impar. La lógica de
Aristóteles consistía, fundamentalmente, en las leyes de los
silogismos.
Durante más de dos mil años, el mundo intelectual, del
que formaban parte los matemáticos, aceptó la lógica de Aris­
tóteles. Bien es verdad que Descartes, que cuestionaba todas
las creencias y doctrinas, planteó la cuestión de cómo sabemos
que los principios de la lógica son correctos. Su respuesta fue
que Dios no nos engañaría. Con ello la seguridad que posee­
mos de la corrección de esos principios estaba para él jus­
tificada.
Descartes y Leibniz pensaron en extender las leyes de la
lógica a una ciencia universal del razonamiento que sería apli­
cable a todos los campos del pensamiento, a un cálculo uni­
versal del razonamiento, y tuvieron la idea de usar un simbo­
lismo, como hace el álgebra, para pulir y facilitar el uso de
las leyes del razonamiento. Descartes decía del método mate­
mático: «Es un instrumento de conocimiento más poderoso
que cualquier otro de los que nos han sido legados por la inte­
ligencia humana, por ser la fuente de todos los demás.»
El plan de Leibniz pára una lógica universal, algo más es­
pecífico que el de Descartes, exigía tres elementos principales.
El primero habría de ser una characteristica universalis, un
lenguaje científico universal que podría ser en mayor o menor
medida simbólico, aplicable a todas las verdades derivadas
mediante razonamiento. El segundo componente había de ser
una exhaustiva colección de formas lógicas de razonamiento
—un calculus ratiocinator— que permitiera cualquier posible de­
ducción a partir de los principios iniciales. El tercero —una
ars combinatoria— había de ser una colección de conceptos
básicos en términos de los cuales pudieran ser definidos todos
los demás conceptos, un alfabeto del pensamiento que asig­
nara un símbolo a cada idea simple y permitiera el tratamien­
to y la expresión de conceptos más complicados mediante com­
binaciones y operaciones con esos símbolos.
Los principios fundamentales serían, por ejemplo, la ley de
identidad, a saber, que A es A y A no es no-A. A partir de tales
principios se podrían obtener todas las verdades de la razón,
incluidas las verdades matemáticas. Había, además, verdades
de hecho, pero éstas dependían de lo que él llamaba principio
de razón suficiente, que no pudieran ser de otra forma. Leib­
niz fue el fundador de la lógica simbólica, pero su trabajo en
esta área no fue conocido hasta 1901.
Ni Descartes ni Leibniz desarrollaron un cálculo simbólico
del razonamiento. Escribieron solamente fragmentos. Así pues,
hasta el siglo xix lo que imperó fue la lógica de Aristóteles.
En 1797, en la segunda edición de la Crítica de la razón pura,
Kant decía que la lógica era «un cuerpo cerrado y completo
de doctrinas». Aunque hasta 1900 la mayor parte de los mate­
máticos continuaron razonando de acuerdo con principios aris­
totélicos informales y verbalmente expresados, también utili­
zaron otros principios que Aristóteles jamás consideró. No
examinaron de cerca sus propios principios lógicos y tuvieron
la impresión de que estaban usando una lógica deductiva ade­
cuada. En realidad, estaban usando principios intuitivamente
razonables, pero no explícitamente lógicos.
En tanto que la mayoría de los matemáticos concentraban
sus esfuerzos en la rigorización de las matemáticas propiamen­
te dichas, algunos se dedicaban al estudio de la lógica que se
estaba utilizando. El siguiente desarrollo importante se debió
a George Boole (1815-1864), profesor de matemáticas en el
Queens College de Cork, Irlanda.
Lo que sirvió de inspiración a la obra de Boole fue indu­
dablemente la concepción del álgebra adoptada por Peacock,
Gregory y De Morgan (capítulo 7). Aunque el principio de per­
manencia de la forma de estos matemáticos no justificaba en
realidad las operaciones del álgebra con coeficientes literales
que representan, números reales y complejos, quizá involun­
tariamente adoptaron una nueva concepción del álgebra como
operaciones y símbolos que podían representar objetos. Y el
trabajo de Hamilton sobre los cuaterniones (1843) mostró, en
efecto, que eran posibles otras álgebras. El propio Boole había
escrito en 1844 una generalización del razonamiento algebraico
en lo que ahora se conoce como cálculo de operadores. En
consecuencia, ya estaba hecho a la idea de que el álgebra no
tiene por qué tratar solamente de números y que las leyes
del álgebra no tienen por qué ser las de los números reales
y complejos. A esto se refería en el comienzo de su Análisis
matemático de la lógica (1847), proponiendo a continuación un
álgebra de la lógica. Su obra principal fue Investigación de
las leyes del pensamiento (1854). La idea principal de Boole,
menos ambiciosa que la de Leibniz, y más en consonancia con
el calculus ratiocinator de éste, era que las leyes existentes
del razonamiento podían ser expresadas en forma simbólica,
con lo que se podía mejorar y facilitar su aplicación. Decía
en su libro:
El plan de este tratado consiste en investigar las leyes fundamen­
tales de aquellas operaciones de la mente mediante las que se
realiza el razonamiento, con objeto de darles expresión en el len­
guaje simbólico de un cálculo, y sobre este fundamento, establecer
la ciencia de la lógica y construir su método.
Boole tenía también in mente aplicaciones específicas de su
teoría, como, por ejemplo, las leyes de la probabilidad.
Las ventajas del simbolismo son numerosas. En el curso
de un debate se puede cometer involuntariamente el error de
dar a las palabras significados que no tenían en principio o
utilizar principios deductivos incorrectos. Así, en una discu­
sión sobre la luz como fenómeno óptico, una alusión a «dar
a luz» o a un hombre «corto de luces» puede crear confusio­
nes. Pero si sé utiliza el símbolo / para la luz física, cualquier
tratamiento simbólico posterior de / solamente se puede re­
ferir al fenómeno óptico. Además, todas las demostraciones
consisten en transformar colecciones de símbolos en nuevas
colecciones mediante reglas de transformación de símbolos
que sustituyen a las leyes verbales de la lógica. Las reglas ex­
presan los principios correctos de manera precisa y fácil de
aplicar.
Con objeto de hacer alguna valoración del álgebra de la
lógica de Boole, detengámonos en unas pocas de sus ideas.
Supongamos que los símbolos x e y representan clases de
objetos, por ejemplo la clase de los perros y la clase de los
animales rojos. Entonces xy representa la clase de los objetos
que están en x e y al mismo tiempo. En el caso de los perros
y los animales rojos, xy sería la clase de los perros rojos.
Para cualquiera x ó y, es cierto que xy = yx. Si z representa
la clase de los objetos blancos y si, además, x = y, entonces
zx = zy. También se sigue del significado de xy que xx = x.
La cadena de símbolos x + y designa la clase de objetos
que están en x o en y o en ambos [ésta es una modificación
posterior a los trabajos de Boole, hecha por William Stanley
Jevons (1835-1882)]. Así, si x es la clase de todos los hombres
e y la de las personas con derecho a voto, x 4- y es la clase
de los hombres y de las personas con derecho a, voto (que in­
cluiría a las mujeres con derecho a voto). Se podría argüir
entonces que, si z representa a las personas de más de 35 años,
z(x + y) = zx + zy
Si x es una clase, entonces 1 — x o —x es la clase de todos
los objetos que no están en x. Así, si 1 representa a todos los
objetos y x representa a los perros, 1 — x o — x representa a
los objetos que no son perros. Luego —(—x) es la clase de
los perros. La ecuación
x + (1 - ;c) = 1
dice que una cosa cualquiera, o bien es un perro, o bien no
es un perro. Esta es la ley del tercio excluso para las clases.
Boole mostró cómo realizar razonamientos en distintos cam­
pos por medio de operaciones puramente algebraicas como las
anteriores.
Boole introdujo también lo que suele llamarse lógica de
proposiciones, aunque el comienzo de su uso puede remon­
tarse a los estoicos (siglo iv a.C.). En esta interpretación, p
podría representar, por ejemplo, «Juan es un hombre», y
afirmar p equivale a decir que es cierto que «Juan es un hom­
bre». Entonces 1 — p (o —p) significa que no es cierto que
«Juan es un hombre». Asimismo, —(—p) significa que no es
cierto que Juan no es un hombre, o sea que Juan sí es un
hombre. La ley del tercio excluso para proposiciones, que
afirma que toda proposición es o bien verdadera o bien falsa,
fue expresada por Boole en la forma p + (—p) = 1, en donde
1 representa la verdad. El producto pq significa que ambas
proposiciones, p y q, son verdaderas, mientras que p + q sig­
nifica que p o q o ambas son verdaderas.
De Morgan realizó otra innovación. En su principal obra,
Lógica formal (1847), De Morgan introdujo la idea de que la
lógica debe tratar de relaciones en general. La lógica de Aris­
tóteles trata de la relación del verbo «ser». El ejemplo clásico
es «todos los hombres son mortales». Como señaló De Morgan,
la lógica aristotélica no podía justificar que de «un caballo
es un animal» dedujéramos que «una cabeza de caballo es una
cabeza de animal». Se necesita además la premisa de que to­
dos los caballos tienen cabeza. Aristóteles sí escribió sobre la
lógica de relaciones, aunque de forma vaga y poco extensa.
Además, muchos de los escritos de Aristóteles y de las am­
pliaciones hechas por estudiosos medievales desaparecieron
en el siglo xvn.
La necesidad de una lógica de relaciones es fácil de com­
prender. Así, es fácil comprender que un razonamiento basado
solamente en la relación «es», a saber
A es p;
B es p
Luego A y B son p
es falso. Porque el razonamiento
Juan es un hermano
Pedro es un hermano
Luego Juan y Pedro son hermanos (el uno del otro)
puede obviamente ser falso. Análogamente
Una naranja es un agrio
Lo agrio es un sabor
Por tanto una naranja es un sabor,
es también una conclusión incorrecta. La ausencia de desarro­
llo de una lógica de relaciones es el principal defecto de la
lógica de Aristóteles, defecto que ya fue observado por Leibniz.
Las relaciones no pueden ser habitualmente traducidas a
un sujeto y predicado en donde el predicado diga únicamente
que el sujeto está incluido en una clase especificada por el
predicado. Por consiguiente, se deben considerar proposicio­
nes que enuncien relaciones tales como que 2 es menor que 3,
o que el punto Q está entre P y R. En el caso de tales pro­
posiciones hay que considerar lo que se quiere decir con su
negación, su recíproca, su afirmación conjunta y otras cone­
xiones.
La lógica de relaciones fue desarrollada por Charles San-
ders Peirce (1839-1914) en varios trabajos desde 1870 a 1893,
y sistematizada por Ernst Schróder (1841-1902). Peirce intro­
dujo una notación especial para designar las proposiciones que
expresan relaciones. Así, axi expresa que i ama a /. De hecho,
su álgebra de relaciones era complicada y no muy útil. Más
tarde veremos cómo se tratan las relaciones en la moderna
lógica simbólica.
Otra mejora de la ciencia lógica, planteada brevemente por
Boole, fue introducida realmente por Peirce. Consistió en dar
importancia a la noción de función proposicional. Así como
las matemáticas tratan de funciones tales como y = 2x, en
contraposición a enunciados sobre constantes tales como
10 = 2.5, así también «Juan es un hombre» es una proposición,
pero «x es un hombre» es una función proposicional en donde
x es una variable. Las funciones proposicionales pueden incluir
dos o más variables, como en el caso de x ama a y. Con la
contribución de Peirce pudo extenderse el razonamiento a las
funciones proposicionales.
Peirce introdujo también los llamados cuantificadores. El
lenguaje ordinario es ambiguo en cuanto a los cuantificadores.
Las dos afirmaciones
Un americano dirigió la guerra de la Independencia
Un americano cree en la democracia
utilizan la expresión «un americano» en dos sentidos diferen­
tes. La primera se refiere a un americano particular, George
Washington. La segunda a cualquier americano. Habitualmen­
te esta ambigüedad se resuelve recurriendo al contexto en el
que se usa la frase. Pero esta ambigüedad no se puede tolerar
en un pensamiento lógico riguroso. Las afirmaciones deben
ser claras en sí y para sí. El problema se resuelve con el uso
de los cuantificadores. Supongamos que se desea afirmar que
una función proposicional es cierta para todos los individuos
de una clase, por ejemplo los habitantes de los Estados Uni­
dos. Si se afirma que para todo x, x es un hombre, ello signi­
fica que todos los habitantes de los Estados Unidos son hom­
bres. La frase «para todo x» es un cuantificador. Por otra
parte puede ser que se quiera afirmar que existe al menos
un x tal que x es un hombre en los Estados Unidos. «Existe
al menos un x tal que» es un cuantificador. Estos dos cuanti­
ficadores se designan respectivamente con los símbolos
V* y 3x.
La extensión de la lógica a las relaciones, a las funciones
proposicionales y a los cuantificadores abarca los tipos de ra­
zonamiento usados en matemáticas y hace pues que la lógica
resulte más adecuada.
El último paso en el siglo xix en la dirección de la mate­
matización de la lógica fue dado por Gottlob Frege (1848-1925),
profesor de matemáticas en Jena. Frege escribió varias obras
importantes, Escritura conceptual (1879), Fundamentos de arit­
mética (1884) y Las leyes fundamentales de la aritmética (vol. I,
1893; vol. II, 1903). Recogió las ideas de una lógica de pro­
posiciones, proposiciones que incluyen relaciones, funciones
proposicionales y cuantificadores. También hizo contribucio­
nes de su propia cosecha. Introdujo la distinción entre el mero
enunciado de una proposición y la afirmación de que es ver­
dadera. Esta afirmación se expresa colocando el signo |— de­
lante de la proposición. Distinguió entre el objeto x y el con­
junto {*} que tiene a x como único elemento y entre la rela­
ción de pertenencia de un objeto a un conjunto y la inclusión
de un conjunto en otro.
Frege formalizó un concepto más amplio de implicación
llamado implicación material, aunque su expresión en forma
verbal se remonta a Filón de Mégara (c. 300 a.C.). La lógica
trata del razonamiento con proposiciones y funciones propo­
sicionales, y en este proceso la implicación es sumamente im­
portante. Así, si sabemos que Juan es prudente y que los
hombres prudentes viven muchos años, deducimos la impli­
cación de que Juan vivirá muchos años.
La implicación material es algo diferente a la que se usa
comúnmente. Cuando afirmamos, por ejemplo, que «Si llueve,
iré al cine», no sólo existe algún tipo de relación entre las dos
proposiciones, sino que, además, si se cumple el antecedente
«si llueve», entonces el consecuente «iré al cine» se sigue ne­
cesariamente. Sin embargo, la noción de implicación material
admite que el antecedente y el consecuente p y q sean propo­
siciones cualesquiera. No se necesita una relación causal ni
cualquier otro tipo de relación entre las proposiciones. Pode­
mos considerar como implicación «Si x es un número par, iré
al cine». Además la implicación material admite que se cum­
pla el consecuente aunque sea falso que x sea un número par.
Así, «Si x no es número par, iré al cine». Y también admite
la implicación «Si x no es un número par, no iré al cine». La
implicación es falsa solamente en el caso de que x sea un nú­
mero par y yo no vaya al cine.
De una manera más formal, si p y q son proposiciones y
si p es verdadera, la implicación «p implica q» significa cier­
tamente que q es verdadera. Sin embargo, la implicación ma­
terial admite que, incluso si p es falsa, seguiremos consideran­
do que la implicación «p implica q» es verdadera indepen­
dientemente de que q sea verdadera o falsa. Solamente en el
caso de que p sea verdadera y q sea falsa, es falsa la impli­
cación. Esta noción de implicación es una extensión del sig­
nificado habitual. Sin embargo, esta extensión no es mala, ya
que usamos «p implica q» solamente cuando p es verdadera.
Más aún, la implicación material está en cierto modo de
acuerdo con las implicaciones de uso ordinario. Consideremos
el enunciado «Si Luis cobra hoy, comprará comida». Aquí p
es «Luis cobra hoy» y q es «comprará comida». Ahora bien,
Luis puede comprar comida incluso aunque no haya cobrado
hoy. Por tanto, podemos incluir el caso en que p es falsa y q
verdadera entre las implicaciones legítimas. Ciertamente la
conclusión no es falsa. Análogamente, «Si Luis no cobra hoy,
no comprará comida» no es, desde luego, un enunciado falso.
Podríamos considerar como ejemplo más adecuado de esta
última situación la proposición «Si la madera fuera un metal,
la madera sería maleable». Sabemos que los dos enunciados
son falsos y aun así la implicación es verdadera. Por tanto,
incluimos este caso de implicación, en el que p y q son falsas,
entre los casos correctos de «p implica q». La importancia de
la utilización del concepto consiste en concluir q de p y de la
implicación «p implica q». La extensión a los casos en que p
es falsa en lógica simbólica es conveniente y la más asequible.
Sin embargo, dada la falsedad de «p implica q» indepen­
dientemente de que q sea verdadera o falsa, la implicación
material permite que una proposición falsa implique cualquier
proposición. Se podría replicar a este «fallo» diciendo que en
un sistema correcto de lógica y matemáticas no debería haber
proposiciones falsas. No obstante ha habido objeciones al con­
cepto de implicación material. Poincaré, por ejemplo, la ridicu­
lizaba citando el caso de los estudiantes que en los exámenes
parten de ecuaciones falsas y llegan a conclusiones verdaderas.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos por mejorar el concepto,
la implicación material es, en estos momentos, algo común­
mente aceptado, al menos en la lógica simbólica utilizada como
base de las matemáticas.
Frege realizó otra aportación que adquirió más tarde gran
importancia. La lógica contiene muchos principios de razona­
miento. Estos se pueden comparar con las numerosas afirma­
ciones que la geometría euclídea hace acerca de triángulos,
rectángulos, círculos y otras figuras. En geometría, como con­
secuencia de la reorganización de otras ramas de las matemá­
ticas a finales del siglo xix, las numerosas afirmaciones son
deducidas de unas pocas, consideradas fundamentales, los axio­
mas. Precisamente esto fue ío que Frege hizo con la lógica.
Su notación y sus axiomas son complicados, por lo que única­
mente indicaremos, de forma verbal, su aproximación a un
desarrollo axiomático de la lógica. (Véase también el capítu­
lo 10.) Desde luego, uno puede estar seguro al adoptar como
axioma la afirmación «p implica p o q», ya que el significado
de p o q es que, al menos una de ellas, p o q, es verdadera.
Pero si partimos de que p es verdadera, entonces, con segu­
ridad, una de las dos, p o q, es verdadera.
También se usa como axioma que si una proposición (o
combinación de proposiciones) designada por A es verdadera,
y si A implica B, donde B es otra proposición (o combinación
de proposiciones), entonces podemos afirmar B por separado.
Este axioma, llamado regla de inferencia, permite deducir y
afirmar nuevas proposiciones.
De axiomas como los anteriores podemos deducir, por
ejemplo,
p es verdadero o p es falso.
Esta deducción constituye la ley del tercio excluso.
También se puede deducir la ley de contradicción, que en
su forma verbal afirma que no es cierto que p y no p sean a
la vez verdaderas, por lo que solamente puede cumplirse una
de las dos posibilidades. La ley de contradicción se utiliza en
lo que se llama, en matemáticas, demostración indirecta. Con­
siste en que si suponemos que p es verdadera y deducimos que
es falsa, entonces tenemos p y no p; pero no pueden darse a
la vez p y no p; por tanto p debe ser falsa. A menudo, el mé­
todo indirecto toma otra forma. Suponemos p y demostramos
que implica q. Pero sabemos que q es falsa. Entonces, por una
ley de la lógica, p debe ser falsa. De los axiomas se pueden
deducir muchas otras leyes de la lógica que se utilizan habi­
tualmente. Esta organización deductiva de la lógica fue co­
menzada por Frege en su Escritura conceptual y continuada
en sus Leyes fundamentales.
Frege tenía un proyecto todavía más ambicioso del que
hablaremos en un capítulo posterior (capítulo 10). Por el mo­
mento, señalemos brevemente que en sus trabajos sobre lógi­
ca trató de construir una nueva base para el número, el álge­
bra y el análisis; una base todavía más rigurosa que la que el
movimiento crítico había creado durante las últimas décadas
del siglo xix.
Otra figura crucial en la utilización del simbolismo lógico
para aumentar el rigor de las matemáticas fue Giuseppe Peano.
Como Dedekind, fue en el ejercicio de la docencia en donde
se percató de que el rigor existente era insuficiente, dedican­
do su vida a mejorar los fundamentos lógicos. Aplicó la lógica
simbólica no sólo a los principios de la lógica, sino también
a la expresión de los axiomas matemáticos y a la deducción
de teoremas, utilizando los principios de la lógica simbólica
para manipular los axiomas. Fue explícito y firme en que de­
bemos renunciar a la intuición, y en que esto sólo se podía
conseguir trabajando con símbolos para que el significado no
pudiera desempeñar ningún papel en las matemáticas propia­
mente dichas. Los símbolos evitan el peligro de recurrir a las
asociaciones intuitivas ligadas a las palabras del lenguaje usual.
Peano introdujo su propio simbolismo para los conceptos,
los cuantificadores y las conectivas tales como «y», «o» y «no».
Su lógica simbólica era más bien rudimentaria pero su influen­
cia fue grande. El periódico que editaba, Rivista di Matema-
tica (Revista de Matemáticas, fundada en 1891 y publicada
hasta 1906) y los cinco volúmenes del Formulario de matemá­
ticas (1894-1908) son sus principales contribuciones. Fue en el
Formulario donde dio los axiomas para los números enteros
a los que nos hemos referido anteriormente. Peano fundó una
escuela de lógica, mientras que los trabajos de Peirce y Frege
fueron en gran parte ignorados hasta que Bertrand Russell
descubrió el trabajo de Frege en 1901. Russell había estudiado
la obra de Peano en 1900 y prefirió el simbolismo de éste al
de Frege.
Desde Boole a Schróder, Peirce y Frege, las innovaciones
en lógica consistieron en la aplicación del método matemático:
simbolismo y demostración deductiva de los principios lógicos
a partir de axiomas lógicos. Este trabajo sobre lógica formal,
o lógica simbólica, atrajo a los lógicos y a muchos matemáti­
cos porque el uso de símbolos evita significados y connotacio­
nes psicológicas, epistemológicas y metafísicas.
El sistema de lógica que incluye funciones proposicionales,
relaciones tales como «x ama a y» o «A está entre B y C», y
cuantificadores es conocida hoy, en general, como cálculo de
predicados de primer orden o lógica de primer orden. Aunque,
de acuerdo con algunos lógicos, no abarca todos los razona­
mientos utilizados en matemáticas, por ejemplo la inducción
matemática, es el sistema preferido por los lógicos modernos3.
3 Para abarcar todos los razonamientos empleados en matemáticas al­
gunos lógicos utilizan lo que se conoce como lógica de predicados de
segundo orden, que exige la aplicación de cuantificadores a los predica­
dos. Así, al expresar que x = y, queremos afirmar que todos los predica­
dos que se aplican a x se aplican también a y. Para ello debemos cuan-
La extensión del campo de la lógica hasta cubrir todos los
tipos de razonamiento utilizados en matemáticas, la mayor
precisión dada a los enunciados por la distinción entre propo­
siciones y funciones proposicionales, y el uso de los cuantifi-
cadores aumentó ciertamente el rigor que los matemáticos
trataban de implantar en el siglo xix. La axiomatización de
la lógica estaba totalmente en línea con el movimiento de la
época.
Con vistas a lo que tendremos que decir más tarde sobre
la estructura lógica de las matemáticas, recalquemos ahora
que la rigorización de las matemáticas propiamente dichas y
de la lógica se logró utilizando el enfoque axiomático que
Euclides fue el primero en proponer. Algunas características
de este método se fueron aclarando a lo largo del movimiento
de axiomatización del siglo xix. Vamos a recordarlas.
La primera concierne a la necesidad de términos no defi­
nidos. Puesto que las matemáticas son independientes de otras
áreas del conocimiento, las definiciones deben hacerse en tér­
minos de otros conceptos matemáticos. Tal proceso conduciría
a una regresión infinita de definiciones. La solución a esta difi­
cultad consiste en no definir los conceptos básicos. Pero en­
tonces, ¿cómo se pueden utilizar? ¿Cómo se sabe qué hechos
se pueden afirmar acerca de ellos? La respuesta es que los
axiomas hacen afirmaciones sobre los conceptos no definidos
(y definidos), diciéndonos de ese modo lo que se puede afir­
mar. Así, por ejemplo, si el punto y la recta son conceptos no
definidos, el axioma de que dos puntos determinan una única
recta y el axioma de que tres puntos determinan un plano
proporcionan afirmaciones que pueden ser utilizadas para ob­
tener posteriores resultados acerca de puntos, rectas y planos.
Aunque Aristóteles en el Organon, Pascal en el Tratado sobre
el espíritu geométrico y Leibniz en su Monadología habían ad­
vertido sobre la necesidad de términos no definidos, los mate­
máticos, de modo extraño, pasaron por alto esas recomenda­
ciones y, en consecuencia, dieron definiciones que no tenían
ningún sentido. Joseph-Diaz Gergonne (1771-1859), a comienzos
del siglo xix, señalaba que los axiomas nos dicen lo que pode­
mos afirmar acerca de los términos no definidos; nos dan lo
que se podría llamar una definición implícita. Pero hasta que
Moritz Pash reafirmó la necesidad de términos no definidos
en 1882, los matemáticos no se tomaron el asunto en serio.
tificar los predicados incluyendo la frase «para todo predicado», o, en
símbolos, x = y « (F ) (F(*) — F(y)).
El hecho de que todo sistema deductivo deba contener
términos no definidos que pueden ser interpretados de cual­
quier forma con tal que satisfagan los axiomas, introdujo en
matemáticas un nuevo nivel de abstracción. Este hecho fue
reconocido bastante pronto por Hermann Grassman en su
Teoría de extensiones lineales (1844), quien señalaba que se
debe distinguir la geometría del estudio del espacio físico.
La geometría es una estructura puramente matemática que
puede aplicarse al espacio físico, pero que no está limitada a
esa interpretación. Los últimos matemáticos que se dedicaron
a la axiomática, Pasch, Peano y Hilbert recalcaron este aspec­
to de la abstracción. Aunque Pasch estaba convencido de que
hay términos no definidos y de que sólo los axiomas limitan
su significado, era en la geometría en lo que pensaba. Peano,
que conoció el trabajo de Pasch, fue más claro en su artículo
de 1889, en el sentido de que eran posibles muchas otras inter­
pretaciones. Hilbert, en Fundamentos de geometría (1899), de­
cía que, aunque los términos utilizados fueran punto, recta,
plano, etc., podían ser jarras de cerveza, sillas o cualquier otro
objeto con tal de que obedecieran a los axiomas. La posibili­
dad de múltiples interpretaciones de un sistema deductivo
puede ser, efectivamente, una ventaja, porque permite más
aplicaciones, pero veremos (capítulo 12) que también tiene
consecuencias molestas.
Pasch tenía una concepción muy correcta de la axiomática
moderna. Hizo la observación, cuya importancia ciertamente
no fue apreciada a finales del siglo xix, de que se debe esta­
blecer la consistencia de todo sistema axiomático, es decir,
que de los axiomas no se pueden obtener teoremas contra­
dictorios. La cuestión de la consistencia había surgido en re­
lación con las geometrías no euclídeas,. y para ellas la cues­
tión se resolvió satisfactoriamente. Sin embargo, las geometrías
no euclídeas eran una cosa extraña. En cuanto a las ramas
básicas de las matemáticas, tales como los números enteros
o la geometría euclídea, cualquier duda sobre su consistencia
parecía bizantina. No obstante, Pasch pensaba que se debía
establecer la consistencia de esos sistemas de axiomas. En
este aspecto fue secundado por Frege, quien escribió en sus
Fundamentos de aritmética (1884):
Es común proceder como si una mera postulación fuera equiva­
lente a su completa realización. Postulamos que será posible en
todos los casos realizar la operación de sustracción, o la de división,
o la de extracción de raíces cuadradas, y suponemos que con que
lo hayamos postulado es suficiente. Pero ¿por qué no postulamos
que por tres puntos cualesquiera será posible trazar una recta?
¿Por qué no postulamos que todas las leyes de la adición y de la
multiplicación continuarán cumpliéndose para un sistema de núme­
ros complejos en tres dimensiones del mismo modo que lo hacen
para los números reales? Porque este postulado contiene una con­
tradicción. Pues bien, entonces lo que debemos hacer en primer lu­
gar es probar que estos otros postulados nuestros no contienen
ninguna contradicción. Hasta que no hayamos hecho esto, todo el
rigor, por mucho que nos esforcemos, será música celestial.
Peano y su escuela comenzaron también a tomarse algo más
en serio el asunto de la consistencia en la década de 1890.
Peano creía que sería fácil encontrar el modo de establecerla.
La consistencia de las matemáticas podría haber sido cues­
tionada en tiempos de los griegos. ¿Por qué se planteó a fi­
nales del siglo xix? Ya hemos señalado que la creación de la
geometría no euclídea había obligado a admitir que las ma­
temáticas son obra del hombre y describen sólo aproximada­
mente lo que ocurre en el mundo real. La descripción es nota­
blemente acertada, pero no es verdadera, en el sentido de
representar la estructura inherente al universo y, en conse­
cuencia, no es necesariamente consistente. En efecto, el mo­
vimiento axiomático de finales del siglo xix hizo que los ma­
temáticos se dieran cuenta del abismo que separaba las mate­
máticas del mundo real. Todo sistema axiomático contiene
términos no definidos cuyas propiedades están especificadas
solamente por los axiomas. El significado de esos términos no
está fijado, aunque intuitivamente tengamos en la cabeza pun­
tos, rectas o números. Se supone que los axiomas fijan pro­
piedades, de modo que esos términos poseen las propiedades
que intuitivamente les asociamos. Pero ¿podemos estar segu­
ros de haberlo hecho así y de no haber permitido deslizarse
ninguna propiedad o implicación que no deseamos y que de
hecho puede conducir a una contradicción?
Pasch señaló otra característica del método axiomático.
Sería preferible que los axiomas de cada rama de las mate­
máticas fueran independientes, es decir, que no fuera posible
deducir ningún axioma de los demás de esa rama, pues, si se
puede hacer eso, el axioma deducible es un teorema. La forma
de establecer la independencia de un axioma es dar una inter­
pretación o modelo de los demás axiomas en el que estos axio­
mas se verifiquen, pero no el axioma en cuestión. (La inter­
pretación no necesita ser consistente con la negación del axio­
ma en cuestión.) Así, para establecer la independencia del
axioma de las paralelas de la geometría de Euclides con res­
pecto a los otros axiomas de esa geometría, se puede utilizar
la interpretación de la geometría no euclídea hiperbólica en
la que se verifican todos los axiomas distintos al de las para­
lelas, pero no el de las paralelas. Una interpretación que veri­
fique el axioma en cuestión y también verifique un axioma
contradictorio no sería consistente. Por tanto, antes de utili­
zar una interpretación o modelo para probar la independencia
de un axioma, se debe saber que el modelo es consistente.
Así, como hemos dicho más arriba, la independencia del axio­
ma euclídeo de las paralelas se estableció proporcionando un
modelo de la geometría no euclídea hiperbólica dentro de la
geometría euclídea.
Aunque una gran parte de nuestro relato posterior se refe­
rirá a las dudas, insuficiencias y graves problemas planteados
por la axiomatización de las matemáticas, a comienzos del si­
glo xx el método axiomático fue proclamado como el ideal.
Nadie lo alabó más que Hilbert, que por aquella época era
el matemático más notable de todo el mundo. En su artículo
sobre «Pensamiento axiomático» (publicado en 1918) declaraba:
Todo lo que puede ser objeto del pensamiento matemático, tan
pronto como haya madurado la erección de una teoría, cae dentro
del método axiomático y por tanto directamente en las matemá­
ticas. Ahondando en estratos cada vez más profundos de los axio­
mas [...] podemos obtener las más profundas intuiciones dentro
del pensamiento científico y conseguir la unidad en nuestro cono­
cimiento. En virtud, especialmente, del método axiomático, las ma­
temáticas parecen estar llamadas a desempeñar un papel dirigente
en todo el conocimiento.
En 1922 afirmaba de nuevo:
Verdaderamente el método axiomático sigue siendo la única ayuda
idónea e indispensable para el estpíritu de toda investigación exacta,
en el campo que sea; lógicamente es irrebatible y al mismo tiempo
fructífero; garantiza .por ello completa libertad de investigación.
En este sentido, proceder axiomáticamente no significa otra cosa
que pensar con conocimiento sobre lo que uno trata. Mientras que
anteriormente, sin el método axiomático, se procedía ingenuamente,
en el sentido de que se creía en ciertas relaciones como si fueran
dogmas, el tratamiento axiomático elimina esta ingenuidad y sin
embargo permite las ventajas de la creencia.
Se podría pensar que los matemáticos darían la bienvenida a
la consolidación de su área de trabajo sobre bases rigurosas
y firmes. Pero los matemáticos son humanos. No todos los
matemáticos acogieron de manera entusiasta la formulación
precisa de conceptos básicos tales como números irracionales,
continuidad, integral y derivada. Hubo muchos que no com­
prendieron el nuevo lenguaje técnico y consideraron las defi­
niciones precisas como novedades innecesarias para la com­
prensión de las matemáticas e incluso para la demostración
rigurosa. Aquellos, hombres creían que la intuición era suficien­
te, a pesar de las sorpresas de las funciones continuas sin
derivadas y otras creaciones lógicamente correctas pero no
intuitivas. Emile Picard (1856-1941) decía en 1904 a propósito
del rigor en las ecuaciones diferenciales en derivadas parcia­
les: «El verdadero rigor es productivo, y por ello se distingue
del otro rigor que es puramente formal y fatigoso y no hace
más que ensombrecer los problemas que toca.» Charles Her-
mite (1822-1901), en una carta a Thomas Jan Stieltjes del 20
de mayo de 1893, decía: «Retrocedo con miedo y aversión
ante esa deplorable perversión de las funciones continuas que
no tienen derivada.» Poincaré (1854-1912), cuya filosofía de las
matemática será examinada en un capítulo posterior, protes­
taba: «Antes, cuando se introducían nuevas funciones se tenía
el propósito de aplicarlas. Hoy, por el contrario, se construyen
funciones para contradecir las conclusiones de nuestros ante­
cesores y nunca se podrá aplicarlas con ningún otro propósito.»
Muchos matemáticos, cuyas definiciones y demostraciones
eran ahora consideradas defectuosas, manifestaban que habían
querido decir exactamente lo que la rigorización exigía. In­
cluso el maestro Emile Borel se defendía con estos argumen­
tos. Otros se oponían a lo que llamaban colección de estupi­
deces. Godfrey H. Hardy, en un artículo de 1934, decía que el
rigor era un asunto de rutina. Otros más no entendieron el
rigor, por lo que lo despreciaban a la defensiva. Algunos ha­
blaban de anarquía en matemáticas. Las nuevas ideas, en este
caso las que contribuyeron a la rigorización de las matemá­
ticas, no son recibidas con mayor amplitud de miras por los
matemáticos que por otros grupos.
La rigorización reveló otro aspecto de la creación mate­
mática. El rigor satisfizo una necesidad del siglo xix, pero el
resultado final también nos enseña algo sobre el desarrollo
de las matemáticas. Las rigurosas estructuras recién fundadas
garantizaban presumiblemente la solidez de las matemáticas,
pero esta garantía fue casi gratuita. Como consecuencia del
rigor no se cambió ni uno solo de los teoremas del álgebra,
la aritmética o la geometría euclídea, y los teoremas del aná­
lisis únicamente debieron ser más cuidadosamente formulados.
Así, si se desea utilizar la derivada de una función continua,
lo único que hay que hacer es añadir a la hipótesis que la
función es diferenciable. De hecho, todo lo que las nuevas
estructuras axiomáticas y el rigor hicieron fue justificar lo que
los matemáticos sabían que debía ser así. Efectivamente, los
axiomas deberían proporcionar los teoremas existentes, y no
otros diferentes, porque los teoremas eran absolutamente co­
rrectos. Todo lo cual significa que las matemáticas descansan
en la intuición sólida y no en la lógica. El rigor, como señaló
Jacques Hadamard, lo único que hace es sancionar las con­
quistas de la intuición; o, como decía Hermann Weil, la lógica
es la higiene que el matemático practica para que sus ideas
sean saludables y fuertes.
En cualquier caso, en 1900 el rigor había reafirmado su
papel en las matemáticas y había asegurado, si bien tardía­
mente, los hallazgos de muchos siglos. Los matemáticos pu­
dieron proclamar que habían cumplido con sus obligaciones
de acuerdo con los criterios fijados por los griegos, y descan­
sar tranquilos sabiendo que, salvo imas correcciones relativa­
mente menores, el vasto campo que ellos habían construido
sobre bases intuitivas o empíricas había sido sancionado por
la lógica. En efecto, los matemáticos se mostraban exultantes,
incluso presuntuosos. Podían mirar hacia atrás para contem­
plar las crisis diversas —los números irracionales, el cálculo,
las geometrías no euclídeas, los cuaterniones— y congratularse
de haber resuelto todos los problemas que cada una de esas
creaciones había suscitado.
En el II Congreso Internacional, celebrado en París en 1900,
Poincaré, rival de Hilbert en el liderazgo matemático, pro­
nunció una importante conferencia. A pesar de su escepticismo
acerca del valor de algunos de los refinamientos introducidos
en los fundamentos de las matemáticas, alardeaba:
¿Hemos alcanzado, al fin, el rigor absoluto? En cada estadio de su
evolución nuestros precursores creyeron haberlo alcanzado también.
Si ellos estaban equivocados, ¿por qué no íbamos a estarlo tam­
bién nosotros? [...] Pero hoy, en análisis, si nos tomamos la molestia
de ser rigurosos, solamente hay silogismos y llamadas a la intuición
puramente numérica, la única que nunca podría engañamos. Hoy
se puede decir que el rigor absoluto ha sido alcanzado.
Poincaré repetía este alarde en un ensayo incluido en su libro
El valor de la ciencia (1905). Cuando se observa la agudeza
que los matemáticos desplegaron para rigorizar las múltiples
ramas de su disciplina, como encontrar razones para sentirse
satisfecho. Las matemáticas tenían ahora el fundamento que
todos los matemáticos, excepto unos pocos rezagados, se ale­
graban de aceptar y que a todos llenaba de regocijo.
En el irónico Cándido de Voltaire, el filósofo Doctor Pan-
gloss, aun cuando está a punto de ser colgado, dice: «Este es
el mejor de todos los mundos posibles.» De la misma forma,
los matemáticos, que no sabían que muy pronto habría de
salirles el tiro por la culata, dijeron que habían alcanzado la
mejor de todas las posibles situaciones. De hecho, tormentosas
nubes comenzaban a acumularse y, de haber mirado los mate­
máticos que asistían al congreso de 1900 por las ventanas,
podrían haberlas visto, pero estaban demasiado absorbidos en
brindar unos con otros.
Había, sin embargo, un hombre en el mismo congreso de
1900 que era plenamente consciente de que no se habían re­
suelto todas las dificultades que planteaban los fundamentos
de las matemáticas. David Hilbert presentó en este congreso
una lista de veintitrés problemas cuya solución consideraba
sumamente importante para el avance de las matemáticas.
El primero de ellos contenía dos partes. Georg Cantor había
introducido los números transfinitos para representar el nú­
mero de objetos de los conjuntos infinitos. En relación con
esta innovación, Hilbert propuso el problema que consistía
en probar que el siguiente número transfinito mayor que el
de los números enteros era el de todos los números reales.
Volveremos sobre este problema en el capítulo 9.
La segunda parte de este primer problema preguntaba por
un método para reordenar el conjunto de los números reales
de manera que el conjunto con el nuevo ordenamiento se con­
virtiera en lo que se suele llamar conjunto bien ordenado.
Aunque más adelante añadiremos algo sobre este concepto,
quizá sea suficiente señalar, por el momento, que el buen orden
de los números reales requiere que todo subconjunto, tomado
del conjunto con el nuevo ordenamiento, tenga un primer ele­
mento. Con el orden usual de los números reales, si se selec­
cionan todos los números mayores que 5, por ejemplo, este
subconjunto no tiene un primer elemento.
El segundo problema de Hilbert tenía un significado más
obvio y más amplio. Ya hemos señalado anteriormente que la
cuestión de la consistencia había surgido en relación con las
geometrías no euclídeas y que se habían ofrecido demostra­
ciones que presuponían la consistencia de la geometría euclídea.
Hilbert demostró, utilizando la geometría analítica, que la
geometría de Euclides es consistente si la ciencia de la arit­
mética es consistente. Por consiguiente, en su segundo proble­
ma, Hilbert pedía una demostración de que la ciencia de la
aritmética es consistente.
Cierto es que Cantor había ya indicado las dos partes del
primer problema de Hilbert. Y que Pasch, Peano y Frege ha­
bían llamado la atención sobre el problema de la consisten­
cia. Sin embargo, en 1900 nadie más que Hilbert consideraba
importantes estos problemas, y, mucho menos, urgentes. No
hay duda de que la mayor parte de los matemáticos que escu­
charon a Hilbert en el II Congreso Internacional de 1900,
consideraban esos problemas triviales, sin importancia, o pu-
rás curiosidades, otorgando mucha más importancia a los otros
problemas que Hilbert propuso. En cuanto a la consistencia
de la aritmética, nadie la ponía en duda. Que muchos dudaran
de la consistencia de la geometría no euclídea —que era algo
extraño e incluso contrario a la intuición— era comprensible.
Pero el sistema de los números reales había venido funcio­
nando durante más de cinco mil años y se habían probado una
infinidad de teoremas sobre números reales. No se había ha­
llado ninguna contradicción. Los axiomas para los números
reales habían dado lugar a los teoremas que todo el mundo
conocía. ¿Cómo iba a ser inconsistente ese sistema de axiomas?
Muy pronto se iban a disipar todas las dudas acerca de la
sensatez de Hilbert al proponer los problemas antes descritos
y colocarlos a la cabeza de la lista de su lista de veintitrés
problemas. Las tormentosas nubes que fuera del edificio se
habían ido agrupando, se estaban precipitando unas contra
otras, y algunos matemáticos comenzaron a oír el trueno, pero
tal vez ni siquiera Hilbert previera la tempestad que seguiría.
9. EL PARAÍSO PROHIBIDO: UNA NUEVA CRISIS
DE LA RAZÓN

En matemáticas no hay verdaderas controversias.


G auss
La lógica es el arte de equivocarse con confianza.
A nó nim o

Después de muchos siglos de vagar entre una niebla intelec­


tual, en 1900 parecía que los matemáticos habían dado a su
disciplina la estructura que Euclides había delineado en sus
Elementos. Habían finalmente admitido la necesidad de tér­
minos no definidos; las definiciones habían sido expurgadas
de términos vagos o criticables; las diversas ramas habían
sido fundadas sobre rigurosas bases axiomáticas; y las demos­
traciones válidas, rigurosas y deductivas habían reemplazado
a las conclusiones basadas en consideraciones intuitivas o em­
píricas. Incluso los principios de la lógica habían sido amplia­
dos de forma que abarcasen los tipos de razonamiento que
los matemáticos habían estado usando informalmente y a me­
nudo implícitamente, aunque, hasta donde se podía ver en 1900,
la utilización de estos principios se había hecho con buen jui­
cio. Y, en consecuencia, como ya hemos informado, los mate­
máticos tenían motivos de regocijo. Mientras se felicitaban
mutuamente, estaban ya en marcha los acontecimientos que
iban a perturbar su sosiego más incluso de lo que lo habían
hecho las geometrías no euclídeas y los cuaterniones durante
la primera mitad del siglo xix. Como dijo Frege, «justo cuan­
do el edificio se había terminado, los cimientos se hundieron».
Bien es verdad que Hilbert había llamado la atención so­
bre varios problemas sin resolver (capítulo 8) relativos a los
fundamentos de las matemáticas. De todos estos problemas,
era fundamental el de establecer la consistencia de varias de
las ramas de las matemáticas que habían sido axiomatizadas.
Hilbert reconoció que el método axiomático necesita de tér­
minos no definidos y de axiomas acerca de esos términos. In­
tuitivamente, esos términos y axiomas tienen significados muy
específicos. Las palabras punto, recta y plano, por ejemplo,
tienen contrapartidas físicas, y los axiomas de la geometría
euclídea pretenden afirmar hechos físicos acerca de esos con­
ceptos. Con todo, como Hilbert recalcaba, el marco abstracto
y puramente lógico de la geometría euclídea no requiere que
punto, recta y plano estén atados a la interpretación prevista.
En cuanto a los axiomas, se supone lo menos posible a fin de
deducir lo más posible. Aunque se trate de formular los axio­
mas de manera que afirmen lo que parece ser físicamente ver­
dadero, existe el peligro de que los axiomas, una vez formula­
dos, no sean consistentes; es decir, que puedan llevar a con­
tradicciones. Pasch, Peano y Frege habían ya advertido de este
peligro y el discurso de Hilbert en el Congreso de París de 1900
dio un mayor énfasis al problema.
Los defectos que pueden aparecer en una formulación abs­
tracta de la realidad física puede que sean comprendidos me­
jor con una analogía. Se ha cometido un crimen (y muchos
estarían de acuerdo en que las matemáticas son un crimen).
El detective que investiga el crimen tiene unos términos no
definidos —un criminal, una hora del crimen, etc. Todos los
datos que pueda obtener los anota cuidadosamente. Estos son
sus axiomas. A continuación deduce algunos hechos con la es­
peranza de poder hacer afirmaciones acerca del crimen. Muy
probablemente, hará deducciones contradictorias porque algu­
nos de sus supuestos, aunque basados en la medida de lo po­
sible en lo que realmente ocurrió, pueden ir más allá de la
realidad o ser sólo aproximados. No hay contradicción en la
situación física real. Había un crimen y un criminal. Pero la
deducción puede llevar a pensar que éste mide a la vez un
metro cincuenta y un metro ochenta.
Es dudoso que, de no ser por los nuevos desarrollos ma­
temáticos, la demostración de la consistencia hubiera sido con­
siderada como un problema clave. En 1900, los matemáticos
admitían que no podían seguir confiando en la verdad física
de las matemáticas para estar seguros de su consistencia.
Antes, cuando la geometría euclídea era aceptada como la geo­
metría del espacio físico, era inconcebible que la continua
deducción de teoremas en geometría euclídea pudiera condu­
cir, alguna vez, a contradicciones. Pero en 1900, la geometría
euclídea era considerada nada más que como una estructura
lógica erigida sobre un conjunto de unos veinte axiomas, obra
del hombre, y era efectivamente posible que pudieran aparecer
teoremas contradictorios. En ese caso, gran parte del anterior
trabajo dejaría de tener sentido porque, si aparecieran dos
teoremas contradictorios, ambos podrían ser utilizados para
probar otras contradicciones y los teoremas resultantes serían
inútiles. Pero Hilbert había eliminado esa horrible posibilidad
probando que la geometría euclídea es consistente siempre que
la estructura lógica de la aritmética, es decir, el sistema de
los números reales, lo sea, y sobre ese punto había muy poca
preocupación o urgencia (capítulo 8).
Pero, para consternación general, poco después de 1900 se
descubrieron auténticas contradicciones en una teoría que ex­
tiende nuestro conocimiento sobre el número y al mismo tiem­
po le sirve de base. En 1904, un destacado matemático, Alfred
Pringsheim (1850-1914), podía decir, con razón, que la verdad
que las matemáticas buscan no es ni más ni menos que la
consistencia. Y cuando Hilbert insistía de nuevo en el pro­
blema en una publicación de 1918, tenía muchas más razones
para hacerlo que en su discurso de 1900.
La nueva teoría que dio lugar a contradicciones y que abrió
los ojos de los matemáticos a otras contradicciones en las más
viejas ramas de su ciencia fue la teoría de los conjuntos infi­
nitos. La rigorización del análisis había tenido que tomar en
cuenta la distinción entre las series infinitas que convergen
—que tienen una suma finita— y las que divergen. Entre las
series, las formadas por funciones trigonométricas, llamadas
de Fourier en honor de Joseph Fourier, habían llegado a des­
empeñar un importante papel, y algunas cuestiones, suscitadas
durante la rigorización, seguían en pie cuando Georg Cantor
(1845-1918) decidió resolverlas. El estudio de estos problemas
le condujo a considerar la teoría de conjuntos de números y,
en particular,, a introducir números para conjuntos infinitos
tales como el conjunto de todos los números impares, el con­
junto de todos los números racionales (números enteros positi­
vos y negativos y fracciones) y el conjunto de todos los núme­
ros reales.
Por el solo hecho de concebir los conjuntos infinitos como
totalidades, como entidades que pueden ser consideradas por
la mente humana, Cantor rompió con una larga tradición. Des­
de Aristóteles, los matemáticos habían establecido la distin­
ción entre un infinito actual de objetos y un infinito potencial.
Pensemos en la edad de la Tierra. Si suponemos que fue crea­
da en un determinado tiempo, su edad es potencialmente infi­
nita, porque en cualquier momento su edad es finita, pero
continúa creciendo. El conjunto de los enteros (positivos)
también se puede considerar como potencialmente infinito ya
que, si nos paramos en un millón, siempre podemos tomar uno
más, dos más y así sucesivamente. Sin embargo, si la Tierra
hubiese existido desde siempre, su edad en cualquier momento
sería, de hecho, infinita. Análogamente, el conjunto de los nú­
meros reales, visto como una totalidad existente, es un infi­
nito actual.
La cuestión de si se deben considerar los conjunto infinitos
como actuales o como potenciales tiene una larga historia.
Aristóteles en su Física concluía que «la opción que nos queda
es que el infinito tiene una existencia potencial... El infinito
actual no existirá». Mantenía que las matemáticas no nece­
sitan este último. Los griegos, en general, miraban al infinito
como un concepto inadmisible. Es algo sin límites e indeter­
minado. Las discusiones posteriores fueron a veces muy emba­
rulladas porque muchos matemáticos hablaron del infinito como
de un número, pero jamás clarificaron el concepto ni estable­
cieron sus propiedades. Así, Euler en su Algebra (1770) decía
que 1/0 es infinito (aunque no definió el infinito, representán­
dolo únicamente con el símbolo cx>), para decir a continuación
que, sin ninguna duda, 2/0 es el doble que 1/0. El uso del
símbolo cx> en situaciones tales como la de que el límite,
cuando n tiende a oo, de 1/n es 0, creó más confusión. En
este caso, el símbolo oo significa únicamente que n puede to­
mar valores cada vez mayores hasta el punto de ser tan gran­
de (pero finito) que la diferencia entre 1/n y 0 sea tan peque­
ña como uno desee. En modo alguno aparece en este caso el
infinito actual.
No obstante, la mayor parte de los matemáticos —Galileo,
Leibniz, Cauchy, Gauss y otros— fueron muy claros al distin­
guir entre conjuntos potencialmente infinitos y conjuntos con
un infinito actual, rechazando estos últimos. Cuando hablaban,
por ejemplo, del conjunto de los números racionales, se nega­
ban a asignarle un número. Descartes decía: «El infinito es
reconocible, pero no comprensible.» Gauss escribía a Schu-
macher en 1831: «En matemáticas nunca se pueden utilizar
las magnitudes infinitas como algo final o definitivo; el infi­
nito es solamente una manera de hablar, para referirnos a
un límite al que ciertas razones pueden aproximarse tanto
como se desee cuando a otras se les permite crecer indefini­
damente.»
Por tanto, cuando Cantor introdujo los infinitos actuales,
tuvo que enfrentar su creación a las concepciones mantenidas
por los grandes matemáticos del pasado. Argüía que el infinito
potencial depende de hecho de un infinito actual, lógicamente
anterior. Daba también el argumento de que los números irra­
cionales, tales como \AT, cuando se expresan como decimales
implican conjuntos actualmente infinitos, porque cualquier
decimal finito solamente podría ser una aproximación. Dán­
dose cuenta de que estaba rompiendo radicalmente con sus
predecesores, decía en 1883: «Me he colocado en cierta opo­
sición a puntos de vista muy extendidos sobre el infinito ma­
temático y a opiniones a menudo defendidas sobre la esencia
del número.»
En 1873 no solamente se decidió a considerar los conjuntos
infinitos como totalidades existentes, como entidades, sino que
se planteó la necesidad de distinguirlos. Introdujo definicio­
nes que determinaban cuándo dos conjuntos infinitos contie­
nen el mismo o diferente número de objetos, siendo la idea
básica lade lacorrespondencia uno a uno.De lamisma forma
que reconocemos que 5 libros y 5 canicaspueden ser repre­
sentados por el mismo número 5, porque podemos emparejar
un solo libro con una sola canica, así también aplicó la co­
rrespondencia uno a uno a los conjuntos infinitos. Ahora bien,
entre los números naturales y los números pares se puede
plantear la siguiente correspondencia uno a uno:
1 2 34 5 ...
2 4 68 10 ...
Esto es, cada número entero corresponde precisamente a un
solo número par, que es su doble, y cada número par corres­
ponde a un solo número entero, que es su mitad. De aquí con­
cluía Cantor que los dos conjuntos contienen el mismo número
de objetos. Tal correspondencia, el hecho de que todo el con­
junto de los números enteros pueda ponerse en correspon­
dencia uno a uno con una de sus partes fue lo que pareció
tan irracional a los anteriores matemáticos y lo que les forzó
a rechazar todo esfuerzo para tratar con los conjuntos infini­
tos. Pero Cantor no se desalentó. Intuía que los conjuntos
infinitos podían obedecer a nuevas leyes que no se aplican a
las colecciones o conjuntos finitos, de la misma forma que
los cuaterniones, por ejemplo, podían obedecer a nuevas leyes
que no valían para los números reales. De hecho, definió un
conjunto infinito como aquel que puede ponerse en correspon­
dencia uno a uno con un subconjunto propio de sí mismo.
A decir verdad, Cantor quedó asombrado de las consecuen­
cias a las que el uso de las correspondencias uno a uno le
llevaba. Probó que existe una correspondencia uno a uno entre
los puntos de una recta y los puntos de un plano (e incluso
del espacio ra-dimensional), y escribió a Dedekind en 1877: «Lo
veo, pero no lo creo.» Sin embargo, sí lo creía, y siguió afe­
rrándose a su principio de correspondencia uno a uno para
asignar igualdades a los conjuntos infinitos.
Cantor definió también lo que se entiende por un conjunto
infinito mayor que otro. Si un conjunto A puede ponerse en
correspondencia uno a uno con una parte o subconjunto de
un conjunto B, pero B no puede ponerse en correspondencia
uno a uno con A o una parte de A, entonces B es mayor que A.
Esta definición lo único que hace es extender a los conjuntos
infinitos lo que es inmediatamente obvio para los conjuntos
finitos. Si hay 5 canicas y 7 libros, se puede establecer una
correspondencia uno a uno entre las canicas y parte de los
libros, pero no se puede establecer la relación entre los libros
y algunas o todas las canicas. Utilizando sus definiciones de
igualdad y desigualdad, Cantor pudo establecer el sorprenden­
te resultado de que el conjunto de los números enteros es
igual al conjunto de los números racionales (todos los núme­
ros enteros positivos y negativos y las fracciones), pero menor
que el conjunto de todos los números reales (los racionales
y los irracionales).
De la misma forma que es conveniente disponer de los
símbolos numéricos 5, 7, 10, etc., para designar el número de
objetos de una colección finita, también decidió Cantor usar
símbolos para designar el número de objetos de los conjuntos
infinitos. El conjunto de los números naturales y los conjuntos
que pueden ponerse en correspondencia uno a uno con él tie­
nen el mismo número de objetos, y a este número lo denotó
por K0 (alef sub cero). Puesto que el conjunto de todos los
números reales resultó ser mayor que el conjunto de los nú­
meros naturales, denotó este conjunto con un nuevo número, c.
Además, Cantor probó que dado un conjunto cualquiera
existe siempre otro conjunto mayor. Así, el conjunto de todos
los subconjuntos de un conjunto dado es mayor que el con­
junto original. No tenemos necesidad de detallar la demostra­
ción de este teorema, pero la consideración de un conjunto
finito muestra que es razonable. Así, si tenemos 4 objetos,
podemos formar 4 conjuntos diferentes de 1 objeto, 6 con­
juntos diferentes de 2 objetos, 4 conjuntos diferentes de 3 ob­
jetos y 1 conjunto de 4 objetos. Si añadimos el conjunto vacío,
resulta que el número de todos los subconjuntos se puede ex­
presar de manera compacta en la forma 24, que, evidente­
mente, es mayor que 4. En particular, considerando todos los
subconjuntos posibles del conjunto de los números naturales,
Cantor pudo probar que 2*° = c, en donde c es el número
de elementos del conjunto de todos los números reales.
Cuando Cantor decidió considerar conjuntos infinitos en
la década de 1870 y algún tiempo después, esta teoría podría
haber sido contemplada como algo periférico. Los teoremas
sobre series trigonométricas que Cantor probó no eran funda­
mentales. Sin embargo, en 1900 su teoría de conjuntos era muy
utilizada en otras áreas de las matemáticas. Además, Cantor y
Richard Dedekind advirtieron su utilidad para fundamentar
una teoría de los números enteros (finitos y transfinitos), para
analizar los conceptos de curva y dimensión, e incluso para
servir de fundamento a todas las matemáticas. Otros mate­
máticos, Borel y Henry Lebesgue (1875-1941), estaban ya tra­
bajando en una generalización de la integral que depende de
la teoría de Cantor de los conjuntos infinitos.
Por tanto, no fue un asunto de poca importancia el que
Cantor mismo se topara con dificultades. Había mostrado que
existían conjuntos infinitos cada vez mayores y sus correspon­
dientes números transfinitos. En 1895 se le ocurrió la idea de
considerar el conjunto de todos los conjuntos. Su número de­
bería ser el mayor de todos los que existen. Sin embargo,
Cantor había mostrado que el conjunto de todos los subcon­
juntos de un conjunto dado debe tener un número transfinito
mayor que el del propio conjunto. Por tanto debe haber un
número transfinito mayor que el del conjunto mayor. En aquel
momento Cantor decidió que se debía distinguir entre lo que
él llamaba conjuntos consistentes e inconsistentes, y en rela­
ción con ello escribió a Richard Dedekind en 1899. Es decir,
no se podía considerar el conjunto de todos los conjuntos ni
su número.
Cuando Bertrand Russell tropezó por primera vez con la
conclusión de Cantor sobre el conjunto de todos los conjuntos,
no se la creyó. En un ensayo de 1901 escribió que Cantor debió
haber sido «presa de una sutil falacia, que espero explicar en
futuros trabajos». Es evidente, añadía, que debe haber un con­
junto transfinito mayor que todos los demás, porque si se
toma todo, no queda nada por añadir. Russell meditó sobre
este asunto y a los problemas de la época añadió su propia
«paradoja», que trataremos en breve. Dieciséis años más tarde,
cuando reeditó su ensayo en Misticismo y lógica, añadió una
nota a pie de página en la que se disculpaba de su error.
Además de los números transfinitos, ya descritos; que re­
ciben el nombre de números cardinales transfinitos, Cantor
introdujo los números ordinales transfinitos. La distinción es
bastante delicada. Si se considera una colección, pongamos de
peniques, lo que habitualmente importa es el número de pe­
niques, sin atender a la forma en que han sido reunidos. Sin
embargo, si clasificamos a unos estudiantes atendiendo a las
notas obtenidas en un examen, hay un primero, un segundo,
un tercero, etc. Si hay, por ejemplo, diez estudiantes, la lista
ordena el conjunto desde el primero hasta el décimo, y esto
es un conjunto de números ordinales. Aunque algunas civili­
zaciones primitivas distinguieron entre cardinales y ordinales,
utilizaron el mismo símbolo para los conjuntos ordenados de
diez objetos que para las colecciones desordenadas. Esta prác­
tica fue continuada por civilizaciones posteriores, incluyendo
la nuestra. Así, después de que la décima persona haya sido
ordenada, el número de personas ordenadas en esa forma es
también diez, y tanto el conjunto ordenado de diez objetos
como el desordenado se denotan por 10. Sin embargo, para
conjuntos infinitos la distinción entre cardinales y ordinales
tiene mayor importancia, por lo que se utilizan diferentes sím­
bolos. Así pues, Cantor utilizó el número ordinal w para el
conjunto ordenado de números naturales 1, 2, 3, ... De acuerdo
con esto, el conjunto ordenado
1, 2, 3, ................ , 1, 2, 3
fue (y es) denotado por w + 3. Cantor introdujo una jerarquía
en los números ordinales transfinitos. Esta jerarquía se ex­
tendía a w . (o, (*>n, w , y otros más.
Después de haber creado la teoría delos números ordina­
les transfinitos, Cantor se dio cuenta en 1895 de que también
en estos números había una dificultad y ese mismo año se
lo comunicó a Hilbert. El primero en publicar la dificultad
fue Cesare Burali-Forti (1861-1931) en 1897. Cantor creía que
el conjunto de los números ordinales podía ordenarse de al­
guna manera conveniente, de la misma forma que los familia­
res números reales se ordenan atendiendo a su magnitud.
Ahora bien, un teorema sobre ordinales transfinitos afirma
que el número ordinal del conjunto de todos los ordinal
hasta cualquiera de ellos, pongamos a, inclusive, es mayor
que a- Así, el número ordinal del conjunto de ordinales 1, 2,
3, oj es co + 1. Por tanto, el conjunto de todos los ordina­
les debería tener un ordinal mayor que el mayor ordinal del
conjunto. De hecho, observaba Burali-Forti, se podría añadir
uno al mayor de los ordinales y obtener un ordinal mayor.
Pero esto es una contradicción porque el conjunto incluye
todos los ordinales. De aquí concluía Burali-Forti que con los
números ordinales solamente era posible un orden parcial.
Si sólo hubiera habido que hacer frente a estas dos difi­
cultades, la mayor parte de los matemáticos se habrían sen­
tido satisfechos de vivir en el paraíso que la rigorización de
las matemáticas llevada a cabo a finales del siglo xzx había
creado. Las cuestiones sobre si existen números ordinales o
cardinales transfinitos mayores que todos los demás podría
haber sido dejada de lado. Después de todo, no existe un nú­
mero natural mayor que todos los demá^ y este hecho no
molesta a nadie.
Sin embargo, la teoría de conjuntos infinitos de Cantor
provocó multitud de protestas. A pesar de que, como ya hemos
señalado, la teoría estaba siendo utilizada en muchas áreas de
las matemáticas, todavía algunos matemáticos se negaban a
aceptar los conjuntos con un infinito actual y sus aplicacio­
nes. Leopold Kronecker, que, por otra parte, sentía una anti­
patía personal hacia Cantor, le llamó charlatán. Henri Poin-
caré opinaba que la teoría de conjuntos era una grave y pato­
lógica enfermedad. «Las generaciones posteriores», decía en
1908, «contemplarán la teoría de conjuntos como una enfer­
medad de la que nos hemos recuperado». Todavía en la década
de 1920 (capítulo 10), muchos matemáticos trataban de evitar
el uso de los números transfinitos. Cantor defendió su trabajo.
Decía que era un platónico y creía que las ideas existen en
un mundo objetivo independiente del hombre. El hombre no
tiene sino que pensar en esas ideas para reconocer su realidad.
Como además Cantor invocaba a la metafísica e incluso a Dios,
consiguió atraerse las críticas de los filósofos.
Afortunadamente, la teoría de Cantor fue bien recibida
por otros. Russell describía a Cantor como una de las grandes
inteligencias del siglo xix. Decía en 1910: «La solución a los
problemas que hasta ahora rondaban al infinito matemático
es probablemente el mayor de los logros de los que nuestra
época pueda enorgullecerse.» Hilbert afirmaba: «Nadie podrá
sacarnos del paraíso que Cantor ha creado para nosotros.»
Decía también en 1926 del trabajo de Cantor: «Me parece
que es la flor más admirable de la inteligencia matemática,
y uno de los más grandes logros de la actividad humana pu­
ramente racional.»
La razón de la controversia creada por la teoría de con­
juntos fue revelada con mucha agudeza por Félix Hausdorff
en su Fundamentos de teoría de conjuntos (1914) cuando des­
cribía este tema como «un campo en el que nada es evidente
por sí mismo, cuyos enunciados verdaderos son a menudo
paradójicos y cuyos enunciados plausibles son falsos».
Sin embargo la mayoría de los matemáticos se sintieron
inquietos como consecuencia del trabajo de Cantor por una
razón totalmente diferente a la de la aceptación de los con­
juntos infinitos de diversos tamaños. Las contradicciones que
Cantor había descubierto al intentar asignar un número al
conjunto de todos los conjuntos y al de todos los ordinales
fue la causa de fjue los matemáticos se percataran de que
habían estado utilizando conceptos similares, no sólo en las
creaciones más recientes, sino en las viejas matemáticas su­
puestamente bien establecidas. Prefirieron llamar paradojas
a estas contradicciones, porque una paradoja se puede resol­
ver y los matemáticos querían creer que las suyas podían ser
resueltas. La palabra técnica que hoy se usa comúnmente es
la de antinomia.
Señalemos alguna* de estas paradojas. Un ejemplo no ma­
temático es el enunciado de que «no hay regla sin excepción».
Este enunciado es una regla y debe, por tanto, tener una ex­
cepción. Por consiguiente, hay una regla sin excepciones. Tales
enunciados se refieren a sí mismos y se refutan a sí mismos.
La paradoja no matemática más conocida es la llamada
paradoja del mentiroso. Fue analizada por Aristóteles y mu­
chos otros lógicos posteriores. La versión clásica se refiere a
la frase «Esta frase es falsa». Designemos el enunciado entre
comillas por S. Si S es verdadero, entonces lo que dice es
verdadero, y por lo tanto S es falso. Si S es falso, entonces
lo que dice es falso y, por consiguiente, S es verdadero.
Hay muchas variantes de esta paradoja. Un hombre puede
decir, quizá en relación con alguna afirmación que haya podi­
do hacer: «Estoy mintiendo.» ¿Es la afirmación «Estoy min­
tiendo» verdadera o falsa? Si el hombre está efectivamente
mintiendo, está diciendo la verdad, y si está diciendo la ver­
dad, está mintiendo. Algunas variantes incluyen autorreferen-
cias menos directamente. Así, las dos frases «La frase siguien­
te es falsa. La frase anterior es verdadera» también implican
una contradicción, porque si la segunda frase es verdadera, la
primera dice que es falsa. Pero si la segunda frase es falsa,
como afirma la primera, entonces la segunda es verdadera.
Kurt Gódel (1906-1978), el más importante de los lógicos
de este siglo, dio una versión algo diferente de los anteriores
enunciados contradictorios. El 4 de mayo de 1934, A hace un
único enunciado: «Todo enunciado que haga A el 4 de mayo
de 1934 es falso.» Este enunciado no puede ser verdadero por­
que dice de sí mismo que es falso. Pero tampoco puede ser
falso porque, para ser falso, A habría tenido que hacer un
enunciado verdadero el día 4 de mayo. Pero solamente hizo
un único enunciado.
La primera de las contradicciones matemáticas verdadera­
mente inquietantes fue observada por Bertrand Russell (1872-
1970) y comunicada a Gottlob Frege en 1902. Acaba Frege de
publicar por aquel entonces el segundo volumen de sus Leyes
fundamentales, en donde construía una nueva aproximación
a los fundamentos del sistema de números. (Diremos algo más
sobre esta aproximación en el próximo capítulo.) Frege utili­
zaba una teoría de conjuntos o clases que encerraba la misma
contradicción que Russell señalaba en su carta a Frege y pu­
blicó en sus Principios de la matemática (1903). Russell había
estudiado la paradoja del conjunto de todos los conjuntos de
Cantor, y después ofreció su propia versión.
La paradoja de Russell se refiere a clases. Una clase de
libros no es un libro y por tanto no pertenece a sí misma;
pero una clase de ideas sí es una idea y pertenece a sí misma.
Un catálogo de catálogos es un catálogo. Por tanto, algunas
clases pertenecen a sí mismas (o están incluidas en sí mismas)
y otras no. Consideremos N, la clase de todas las clases que
no pertenecen a sí mismas. ¿A quién pertenece N? Si N per­
tenece a N, no debería pertenecer por definición de N. Si N
no pertenece a N, debería pertenecer, por definición de N.
Al principio, cuando Russell descubrió esta contradicción, pen­
só que la dificultad radicaba en algún aspecto de la lógica
más que en las matemáticas. Pero su contradicción afecta a
la noción misma de clase, noción usada a lo largo 4e todas
las matemáticas. Hilbert se dio cuenta de que esta paradoja
tenía un efecto catastrófico sobre el mundo matemático.
La antinomia de Russell fue expresada en forma popular
por el propio Russell en 1918, siendo conocida esta versión
como la paradoja del barbero. Un barbero de pueblo decía
que él no afeitaba a nadie del pueblo que se afeitara a sí mis­
mo, pero que afeitaba a todos los que no se afeitaban a sí
mismos. Por supuesto, el barbero alardeaba de que no tenía
competidor, pero un día se le ocurrió preguntarse si debía
afeitarse a sí mismo. Si se afeitaba, entonces por la primera
parte de su afirmación —a saber, que él no afeitaba a los que
se afeitaban a sí mismos— no debía afeitarse; pero si no se
afeitaba, de acuerdo con su alarde de que él afeitaba a todos
los que no se afeitaban a sí mismos, debía afeitarse. El bar­
bero se encontró en un apuro lógico.
Otra paradoja representativa de lo que ocurre en matemá­
ticas fue primeramente enunciada por los matemáticos Kurt
Grelling (1886-1941) y Leonard Nelson (1882-1927) en 1908, y
está relacionada con los adjetivos que se describen a sí mis­
mos y los que no lo hacen. Así, los adjetivos corto y español
sí se describen a sí mismos, mientras que largo y francés no
lo hacen. Análogamente, polisílabo es polisílabo, mientras que
monosílabo no es monosílabo. Parece sensato decir que un
adjetivo cualquier o se aplica a sí mismo o no se aplica. Lla­
memos autológicos a aquellos adjetivos que se aplican a sí
mismos y heterológicos a aquellos que no se aplican. Consi­
deremos ahora la propia palabra heterológico. Si heterológico
es heterológico, se aplica a sí mismo y por tanto es autológico.
Si heterológico es autológico, entonces no es heterológico. Pero
si es autológico, entonces por definición de autológico se apli­
ca a sí mismo, y por tanto «heterológico» es heterológico. Así,
cualquier suposición acerca de esta palabra conduce a una con­
tradicción. En símbolos, la paradoja afirma que x es hetero­
lógico si x es no x.
En 1905, Jules Richard (1862-1956) presentó otra «parado­
ja» utilizando el mismo procedimiento que Cantor había utili­
zado para probar que el número de números reales era mayor
que el número de números naturales. El razonamiento es algo
complicado, pero esa misma contradicción fue incluida en una
versión simplificada debida a G. G. Berry, de la Bodleian Li-
brary, y enviada a Russell, que la publicó en 1906. Recibe el
nombre de «paradoja de las palabras». Todo número natural
se puede describir de muchas maneras mediante palabras.
Así, cinco se puede describir con una sola palabra, «cinco», o
con la frase «el entero siguiente al cuatro». Consideremos
ahora todas las descripciones posibles hechas con 100 o menos
letras del alfabeto inglés. Son posibles, como máximo, 27100
descripciones, de manera que existen, como máximo, un nú­
mero finito de números naturales que se pueden describir
con las 27m descripciones. Debe haber por tanto algunos, nú­
meros naturales no descritos por las 27100 descripciones. Con­
sideremos ahora «el menor de los números que no se pueden
describir con 100 letras o menos». Precisamente este número
ha sido descrito con menos de 100 letras.
Aunque muchos matemáticos de comienzos de la década
de 1900 tendían a despreciar paradojas como las anteriores
porque involucraban la teoría de conjuntos, que por aquel
tiempo era nueva y periférica, otros, dándose cuenta de que
afectaban no sólo a las matemáticas clásicas, sino al razona­
miento en general, se sentían inquietos. Algunos trataron de
tener en cuenta el consejo que William James diera en su
Pragmatismo: «Allí donde encuentres una contradicción, debes
hacer una distinción.» Unos cuantos lógicos, comenzando por
Frank Plumpton Ramsey (1903-1930), habían tratado de hacer
una distinción entre contradicciones semánticas y verdaderas,
es decir, lógicas. La «paradoja de las palabras», la «paradoja
heterológica» y la «paradoja del mentiroso» fueron considera­
das como semánticas, porque implican conceptos tales como
verdad y definibilidad, o usos ambiguos de palabras. Presumi­
blemente, definiciones estrictas de esos conceptos, usadas co­
rrectamente, resolverían las paradojas que acabamos de men­
cionar. Por el contrario, la paradoja de Russell, la de Cantor
del conjunto de todos los conjuntos y la paradoja de Burali-
Forti fueron consideradas como contradicciones lógicas. Rus­
sell, no obstante, no hizo esta distinción. Creía que todas las
paradojas surgen de una falacia, que él llamó principio del
círculo vicioso y que describió así: «Cualquier cosa que inclu­
ya todas las cosas de una colección, no debe ser una de las
cosas de la colección.» Dicho de otra forma, si para definir
una colección de objetos hay que utilizar la propia colección
total, entonces la definición carece de sentido. Esta explica­
ción, dada por Russell en 1905, fue aceptada por Poincaré en
1906, quien acuñó la expresión de definición impredicativa, es
decir, aquella definición en la que un objeto es definido (o
descrito) en función de una clase de objetos que contiene el
objeto que está siendo definido. Tales definiciones son ile­
gítimas.
Consideremos el ejemplo ofrecido por Russell mismo en
los Principia Mathematica (capítulo 10). La ley del tercio ex­
cluso afirma que todas las proposiciones son verdaderas o
falsas. Pero la propia ley es una proposición. En consecuencia,
aunque su pretensión es afirmar una ley verdadera de la lógi­
ca, es una proposición y por consiguiente también puede ser
falsa. Como dijo Russell, este enunciado de la ley carece de
sentido.
Otros ejemplos pueden ser útiles. ¿Puede un ser omnipo­
tente crear un objeto indestructible? Por supuesto, ya que es
omnipotente. Pero si es omnipotente, también puede destruir
cualquier objeto. En este ejemplo, la palabra omnipotente
abarca una totalidad ilegítima. Tales paradojas, como señaló
el lógico Alfred Tarski, aunque semánticas, desafían al propio
lenguaje.
Se han hecho distintos intentos, además de los anteriores,
para resolver las paradojas. Algunos descartan la contradicción
de «No hay regla sin excepción» como carente de sentido, y
añaden que hay frases que son gramaticalmente correctas pero
lógicamente falsas o carentes de sentido, como la frase: «Esta
frase tiene cuatro palabras.» Análogamente, la versión original
de Russell de la paradoja de Russell es descartada sobre la
base de que la clase de todas las clases que no son miembros
de sí mismas carece de sentido o no existe. La «paradoja del
barbero» es «resuelta» mediante la afirmación de que no exis­
te tal barbero o mediante el requerimiento de que el barbero
se excluya de la clase de las personas que puede o no afeitar,
del mismo modo que el enunciado de que el profesor enseña
a todos los que asisten a clase no incluye al propio profesor.
Russell rechazó esta última explicación. Como decía Russell
en un artículo de 1908: «También podría uno, al hablar con
un hombre con una gran nariz, decir: 'Cuando hablo de nari­
ces exceptúo las que son desaforadamente grandes', lo cual no
conseguiría evitar una situación desagradable.»
Bien es verdad que la palabra «todo» es ambigua. De acuer­
do con algunos, varias de las paradojas semánticas provienen
del uso de la palabra «todo». La paradoja de Burali-Forti trata
de la clase de todos los ordinales. ¿Incluye esta clase el ordinal
de la clase total? Análogamente, la paradoja heterológica define
una clase de palabras. ¿Incluye esta clase la propia palabra
«heterológica»?
La objeción de Russell-Poincaré a las definiciones impre­
dicativas ha sido ampliamente aceptada. Desgraciadamente, ta­
les definiciones han sido utilizadas en las matemáticas clásicas.
El ejemplo que causó mayor preocupación fue la noción de
mínima cota superior. Consideremos el conjunto de todos los
números entre 3 y 5. Son cotas superiores, es decir números
mayores que el mayor número del conjunto, los números 5,
5 Vi, 6, 7, 8, etc. Entre todas ellas hay una que es la mínima
cota superior, a saber, el 5. Por tanto, la mínima cota supe­
rior está definida en términos de una clase de cotas superio­
res que contiene precisamente a la que se está definiendo.
Otro ejemplo de definición impredicativa es la de máximo
valor de una función en un intervalo. El valor máximo es el
mayor de los valores que la función toma en ese intervalo.
Ambos conceptos son fundamentales en matemáticas y gran
parte del análisis depende de ellos. Además, en otras ramas
de las matemáticas se usan muchas definiciones impredicativas.
Aunque las definiciones impredicativas involucradas en las
paradojas conducían a contradicciones, los matemáticos esta­
ban perplejos porque, hasta donde ellos podían ver, no todas
las definiciones impredicativas parecen conducir a contradic­
ciones. Enunciados tales como «Juan es el más alto de su
equipo» o «Esta frase es corta», aunque impredicativas, son
sin duda inocuas. Lo mismo ocurre con el enunciado «El ma­
yor número del conjunto 1, 2, 3, 4, 5 es 5». De hecho, es muy
frecuente utilizar definiciones impredicativas. Así, si se define
la clase de todas las clases que contienen más de cinco ele­
mentos, se define una clase que se contiene a sí misma. Aná­
logamente, el conjunto S de todos los conjuntos definibles
mediante veinticinco palabras o menos contiene a S. La abun­
dancia de tales definiciones en matemáticas era causa, cierta­
mente, de alarma.
Desgraciadamente, no existe un criterio para determinar
cuáles de las definiciones impredicativas son inocuas y cuáles
no lo son. Por tanto, existía el peligro de que encontraran
más definiciones impredicativas que condujeran a contradic­
ciones. Este problema fue muy acuciante en los primeros aná­
lisis de Ernst Zermelo y Poincaré. Poincaré propuso que se
prohibieran todas las definiciones impredicativas. Hermann
Weyl, destacado matemático de la primera mitad del presente
siglo, estaba preocupado por el hecho de que algunas defini­
ciones impredicativas pudieran efectivamente ser contradic­
torias y dedicó un considerable esfuerzo a reformar la defi­
nición de mínima cota superior con objeto de evitar la impre-
dicatividad. Pero no tuvo éxito. Se quedó intranquilo y con­
cluyó que el análisis no está bien fundado y hay que renun­
ciar a algunas de sus partes. El precepto de Russell «No po­
demos permitir que condiciones arbitrarias determinen con­
juntos y después permitir, indiscriminadamente, que estos con­
juntos sean miembros de otros conjuntos», no resuelve cierta­
mente la cuestión de qué definiciones impredicativas pueden
ser permitidas.
Aunque la causa primaria de las contradicciones parecía
evidente, quedaba el problema de cómo construir las matemá­
ticas para eliminarlas y, lo que era más importante, cómo con­
seguir que no aparecieran otras nuevas. Ahora podemos ver
por qué el problema de la consistencia se volvió tan urgente
a comienzos de la década de 1900. Los matemáticos se referían
a las contradicciones como paradojas de la teoría de conjun­
tos. Sin embargo, los trabajos en teoría de conjuntos les abrie­
ron los ojos a posibles contradicciones incluso en matemáticas
clásicas.
El establecimiento de la consistencia se convirtió en el pro­
blema más urgente a la hora de construir unos fundamentos
sólidos para las matemáticas. No obstante, a comienzos de si­
glo se habían detectado otros problemas, escasamente menos
importantes desde el punto de vista de la seguridad en los re­
sultados ya obtenidos. El espíritu crítico se había agudizado
durante la última parte del siglo xix y los matemáticos estaban
reexaminando todo lo que se había aceptado anteriormente. Se
centraron en una aserción, de apariencia más bien inocente, que
había sido utilizada en muchas demostraciones sin que llamara
la atención. Esta aserción consiste en que, dada una colección
de conjuntos, finita o infinita, se puede seleccionar un elemen­
to de cada conjunto y formar un nuevo conjunto. Así, de entre
todas las personas de los cincuenta estados de los Estados Uni­
dos, se puede sacar una persona de cada estado y formar un
nuevo conjunto de personas.
El reconocimiento del hecho de que la aserción presupone
en realidad un axioma, llamado axioma de elección, fue .im­
puesto a los matemáticos por un artículo de Ernst Zermelo
(1871-1953) publicado en 1904. Su historia es bastante curiosa.
Para poder ordenar sus números transfinitos en cuanto al ta­
maño, Cantor necesitó el teorema de que cualquier conjunto
de números reales puede estar bien ordenado. Un conjunto está
bien ordenado si, en primer lugar, está ordenado. Ordenado
significa que, como en el caso de los números naturales, si a
y b son dos elementos del conjunto, o bien a precede a b, o
bien b precede a a. Además, si a precede a b y b precede a c,
entonces a precede a c. El conjunto está, además, bien orde­
nado si cualquier subconjunto, independientemente de la forma
en que haya sido elegido, tiene un primer elemento. Así, el con­
junto de los números naturales positivos, en su orden usual,
está bien ordenado. El conjunto de los números reales en el
orden usual es un conjunto ordenado, pero no bien ordenado
porque el subcon junto compuesto por todos los números ma­
yores que cero no tiene un primer elemento. Cantor intuía que
todo conjunto puede estar bien ordenado, concepto que intro­
dujo en 1883 y que utilizó, pero jamás probó. Recordemos que
Hilbert planteó este problema de probar que el conjunto de los
números reales puede estar bien ordenado en su discurso al
Congreso de 1900. Zermelo demostró en 1904 que todo conjunto
puede estar bien ordenado, y al hacerlo llamó la atención sobre
el hecho de que utilizaba el axioma de elección.
Los matemáticos, como tantas veces ocurriera en el pasado,
habían utilizado inconscientemente un axioma y mucho más
tarde no sólo se dieron cuenta de que lo estaban usando, sino
que también tuvieron que considerar sobre qué bases era acep­
table tal teorema. Cantor había utilizado el axioma de elección
inadvertidamente en 1887 para probar que todo conjunto infi­
nito contiene un subconjunto cuyo número cardinal es K0. Tam­
bién había sido utilizado implícitamente en muchos teoremas
de topología, teoría de la medida, álgebra y análisis funcional.
Se usa, por ejemplo, para demostrar que en un conjunto infi­
nito y acotado se puede seleccionar una sucesión de números
que converge a un punto límite del conjunto. También se utiliza
para construir los números reales a partir de los axiomas de
Peano sobre los números naturales, utilización sumamente esen­
cial. También se utiliza en la demostración de que el conjunto
potencia de un conjunto finito, esto es, el conjunto de todos
los subconjuntos de un conjunto finito, es finito. En 1923 Hil­
bert describió el axioma como un principio general que es ne­
cesario e indispensable para poder dar los primeros pasos en
la inferencia matemática.
Peano fue el primero en llamar la atención sobre el axioma
de elección. En 1890 escribió que no se puede aplicar un infi­
nito número de veces una ley arbitraria que seleccione un ele­
mento de cada una de las clases de muchas clases. En el pro­
blema al que se enfrentó (la integrabilidad de ecuaciones dife­
renciales) dio una ley concreta de elección y así resolvió la
dificultad. El axioma fue reconocido como tal por Beppo Levi
en 1902 y sugerido a Zermelo por Erhardt Schmidt en 1904.
La utilización explícita por parte de Zermelo del axioma de
elección levantó una ola de protestas en el siguiente número
de la prestigiosa revista Mathematische Annalen (1904). Los ar­
tículos de Emile Borel (1871-1956) y de Félix Bernstein (1878-
1956) criticaron el uso del axioma. Estas críticas fueron segui­
das casi en el acto de diversas cartas entre Emile Borel, René
Baire (1874-1932), Henri Lebesgue (1875-1941) y Jacques Hada-
mard (1865-1963), todos ellos destacados matemáticos, que fue­
ron publicadas en el Bulletin de la Société Mathématique de
Franee de 1905.
El quid de la crítica era que, a menos que una ley bien
definida especificara qué elemento se debía elegir de cada con­
junto, no se efectuaba una elección auténtica y, por tanto, no
se formaba realmente el nuevo conjunto. La elección podría
variar en el curso de una demostración y, en consecuencia,
la demostración no sería válida. Como dijo Borel, una elección
sin una ley es un acto de fe y el axioma queda fuera del ámbito
de las matemáticas. Así, por usar un ejemplo que dio Bertrand
Russell en 1906, si tengo cien pares de zapatos y elijo el zapato
izquierdo de cada par, indico una elección clara. Pero si tengo
cien pares de calcetines y tengo ahora que indicar qué calcetín
he elegido de cada uno de los cien pares, no tengo una ley o
regla clara por la que hacerlo. Sin embargo, los defensores del
axioma de elección, aun admitiendo que puede no haber una
ley de elección, no veían su necesidad. Para ellos, las elecciones
son determinadas simplemente porque las concebimos como
determinadas.
Había otros objetores y otras bases para la objeción. Poin­
caré admitía el axioma, pero no la demostración de Zermelo
del buen orden porque utilizaba definiciones impredicativas.
Baire y Borel se oponían no sólo al axioma, sino también a
la demostración porque no decía cómo se podría lograr el buen
orden; demostraba solamente que podía hacerse. Brouwer, cuya
filosofía examinaremos más adelante (capítulo 10), se oponía
porque no admitía conjuntos con un infinito actual. La obje­
ción de Russell consistía en que un conjunto está definido por
una propiedad que todos los elementos del conjunto poseen.
Así, se podría definir el conjunto de todos los hombres que
usan sombreros verdes por la propiedad de llevar sombrero
verde. Pero el axioma de elección no requiere que los elemen­
tos seleccionados tengan una determinada propiedad. Dice sim­
plemente que podemos seleccionar un elemento de cada uno
de los conjuntos dados. El propio Zermelo se contentó con
utilizar el concepto de conjunto de una manera intuitiva por
lo que, para él, mediante la elección de un elemento de cada
uno de los conjuntos dados se formaba claramente un nuevo
conjunto.
Hadamard fue el único defensor incondicional de Zermelo.
Instó a la aceptación del axioma de elección por la misma ra­
zón que utilizó para defender el trabajo de Cantor. Para Hada­
mard, la aserción de la existencia de objetos no requiere la
descripción de éstos. Si la mera aserción de la existencia per­
mite a las matemáticas hacer progresos, entonces la aserción
es aceptable.
Para contestar a las críticas, Zermelo ofreció otra demostra­
ción de la existencia del buen orden, la cual utilizaba también
el axioma de elección, y probó de hecho: que los dos son equi­
valentes. Zermelo defendió el uso del axioma y dijo que las
matemáticas debían continuar usándolo, a menos que llevara
a contradicciones. El axioma, decía, «tiene un carácter pura­
mente objetivo que es inmediatamente claro». Estaba de acuer­
do en que no era estrictamente autoevidente porque trataba
de elecciones de un número infinito de conjuntos, pero era una
necesidad científica porque el axioma estaba siendo usado para
demostrar importantes teoremas.
Se idearon muchas formas equivalentes del axioma de elec­
ción. Todas ellas son teoremas si el axioma de elección se adop­
ta junto con los demás axiomas de la teoría de conjuntos. Sin
embargo, todos los intentos de sustituir el axioma por otros
menos controvertidos resultaron fallidos y parece poco proba­
ble encontrar uno que sea aceptable para todos los matemá­
ticos.
El punto clave respecto al axioma de elección era el de qué
es lo que en matemáticas se entiende por existencia. Para al­
gunos, la existencia cubre cualquier concepto mental que resulte
útil y no lleve a contradicción, por ejemplo, una superficie ce­
rrada ordinaria de área infinita. Para otros significa una iden­
tificación específica y clara o un ejemplo del concepto que per­
mita a cualquiera describirlo o reconocerlo. La mera posibilidad
de una elección no es suficiente. Todos estos puntos de vista
encontrados se iban a agudizar con los años; diremos algo más
tarde sobre ellos en los próximos capítulos. Lo que ahora im­
porta es dejar constancia de que el axioma se convirtió en la
manzana de la discordia.
A pesar de todo, los matemáticos continuaron usándolo a
medida que las matemáticas se iban extendiendo durante las
siguientes décadas. El conflicto sobre si era una parte legítima
y aceptable de las matemáticas continuó haciendo estragos entre
los matemáticos. Se convirtió en el axioma más discutido des­
pués del axioma de las paralelas de Euclides. Como observó
Lebesgue, los adversarios no podían hacer otra cosa que insul­
tarse porque no existía acuerdo. Él mismo, a pesar de su nega­
tiva y recelosa actitud hacia el axioma, lo empleó, como él de­
cía, audaz y cautelosamente. Lebesgue mantenía que los futuros
desarrollos nos ayudarían a decidir.
Otro problema comenzó a importunar a los matemáticos a
comienzos del siglo xx. Por aquella época el asunto no parecía
acuciante, pero como la teoría de Cantor de los números car­
dinales y ordinales transfinitos estaba siendo cada vez más uti­
lizada, la resolución del problema se convirtió en un objetivo
esencial.
Cantor construyó en su obra posterior la teoría de los nú­
meros cardinales transfinitos sobre la base de la teoría de los
números ordinales. Por ejemplo, el número cardinal del con­
junto de todos los posibles conjuntos con un cardinal finito
es X0. El número cardinal de todos los conjuntos posibles de
ordinales que contienen solamente una cantidad numerable de
miembros (K0) es Continuando de esta forma obtuvo cardi­
nales cada vez mayores a los que designó por K0, Si, K2, K3, ...
Además, cada alef era, de todos los cardinales posibles, el siguien­
te mayor de cada precedente. Pero Cantor había demostrado ha­
cía mucho tiempo, en su trabajo sobre números transfinitos, que
la cantidad de todos los números reales es 2* o, más breve­
mente denotado, c, y que 2* era mayor que K0. La cuestión que
a continuación planteó fue la de dónde se acomoda c en la su­
cesión de alefs. Puesto que era el siguiente después de K0,
c podría ser igual o mayor que K,. Cantor conjeturó que c = Kj,
y esta conjetura que él enunció por primera vez en 1884 y que
publicó como tal en 1884, recibe el nombre de hipótesis del
continuo K Otra forma, quizá algo más sencilla, de enunciar
la hipótesis es decir que no existen números transfinitos en­
tre S 0 y c, o que un subconjunto infinito de los números reales
debe tener el número cardinal K0 o el c2. En las primeras dé­
cadas de este siglo, la hipótesis del continuo suscitó muchas
controversias, que no fueron resueltas. Al margen de los nuevos
teoremas que se pudieron demostrar con esta hipótesis, adqui­
rió gran importancia incluso para la comprensión de los con­
juntos infinitos, las correspondencias uno a uno y la elección
de axiomas que podrían ser utilizados para fundamentar la teo­
ría de conjuntos.
Así pues, los matemáticos de la primera parte de este siglo
se enfrentaron a varios y difíciles problemas. Las contradiccio­
nes ya descubiertas habían de ser resueltas. Y, lo que era más
importante, la consistencia de todas las matemáticas tenía que
ser demostrada para conseguir que no volvieran a surgir nuevas
1 Podemos considerar un conjunto cuyo número cardinal sea K,, y con­
siderar después el conjunto de todos los subconjuntos de ese conjunto.
Su número cardinal es 2K'. Ahora bien, 2K| > Kj. Se podría, a continua­
ción, conjeturar que 2 H= K 2 y que 2K’ = Kn+i. Esta es la hipótesis gene­
ralizada del continuo.
2 Esta última versión no implica el axioma de elección.
contradicciones. Estos problemas eran cruciales. El axioma de
elección era inaceptable para muchos matemáticos y, como con­
secuencia de ello, muchos teoremas de matemáticas que depen­
dían de él estaban en entredicho. ¿Podrían ser demostrados
utilizando un axioma más aceptable, o podría prescindirse ente­
ramente de él? La hipótesis del continuo, cuya importancia se
hizo cada vez más evidente con los nuevos desarrollos, tenía
que ser demostrada o refutada.
Aunque los problemas a los que se enfrentaron los matemá­
ticos de comienzos de la década de 1900 eran muy serios, en
otras circunstancias podrían no haber producido tan gran sacu­
dida. Ciertamente, las contradicciones tenían que ser resueltas,
pero las únicas realmente conocidas estaban en la teoría de
conjuntos, una nueva rama de las matemáticas que podía ser
rigorizada con el tiempo. En cuanto al peligro de que se pudie­
ran encontrar nuevas contradicciones en las matemáticas clási­
cas, quizá debido a las definiciones impredicativas, por aquella
época el problema de la consistencia había sido reducido a la
cuestión de la consistencia de la aritmética, y nadie dudaba
realmente de ella. El sistema de los números reales estaba en
uso desde hacía más de cinco mil años y se habían demostrado
innumerables teoremas acerca de números reales. No se había
encontrado ninguna contradicción. El hecho de que un axioma,
en el caso que nos ocupa el axioma de elección, hubiera sido
utilizado implícitamente y lo fuera a ser aún más, podría no
haber preocupado a muchos. El movimiento axiomático de fi­
nales del siglo xix había revelado que muchos axiomas habían
sido utilizados implícitamente. La hipótesis del continuo era
por aquella época solamente un detalle en el trabajo de Cantor,
y algunos matemáticos se burlaban de toda su teoría. Los ma­
temáticos se habían enfrentado a problemas mucho más serios
con serenidad. Por ejemplo, en el siglo xvm, aun siendo plena­
mente conscientes de las graves dificultades en los fundamentos
del cálculo, los matemáticos habían procedido, no obstante, a
la construcción de enormes ramas de análisis sobre la base del
cálculo, y posteriormente el análisis fue rigorizado sobre la base
del número.
Los problemas que hemos citado fueron como una cerilla
que enciende una mecha, que, a su vez, hace explotar una
bomba. Algunos matemáticos creían todavía que las matemáticas
propiamente dichas son un cuerpo de verdades. Esperaban po­
der demostrarlo y Frege se había puesto ya a la cabeza de ese
movimiento. Además, las objeciones al axioma de elección no
estaban basadas solamente en lo que el axioma decía. Los ma­
temáticos, Cantor en particular, habían venido introduciendo
más y más construcciones de la mente que, según ellos, tenían
tanta realidad como, por ejemplo, un triángulo. Pero otros re­
chazaban tales conceptos por considerarlos tan débiles que,
pensaban, nada sólido podría edificarse sobre ellos. El problema
básico de los trabajos de Cantor, el axioma de elección y con­
ceptos similares estaba en saber en qué sentido existen los con­
ceptos matemáticos. ¿Deben corresponder a objetos físicamente
reales o ser idealizaciones de éstos? Aristóteles había conside­
rado este problema, y para él, como para la mayor parte de
los griegos, las contrapartidas reales eran una necesidad. Esta
es la razón por la que Aristóteles no admitió los conjuntos infi­
nitos como una totalidad, ni admitió un polígono regular de
siete lados. Los platónicos, por el contrario, y Cantor lo era,
aceptaban ideas que, según ellos, existían en algún mundo ob­
jetivo independiente del hombre. El hombr% descubría esas
ideas, o, como decía Platón, las recordaba.
Otra faceta de la cuestión de la existencia era la valoración
que se hacía de las demostraciones de existencia. Gauss, por
ejemplo, había demostrado que toda ecuación polinómica de
grado n con coeficientes reales o complejos tiene, al menos,
una raíz. Pero la demostración no mostraba la forma de calcu­
lar esa raíz. Análogamente, Cantor había demostrado que había
más números reales que números algebraicos (raíces de ecua­
ciones polinómicas). En consecuencia, debe haber números irra­
cionales trascendentes. Sin embargo, esta demostración de exis­
tencia no permitía ni siquiera nombrar, y mucho menos calcu­
lar, un solo número trascendente. Algunos matemáticos de prin­
cipios del siglo xx, Borel, Baire y Lebesgue, consideraban inúti­
les las demostraciones de existencia. Las demostraciones de
existencia debían permitir a los matemáticos calcular la canti­
dad existente con cualquier grado de aproximación deseado. A
tales demostraciones las llamaban ellos constructivas.
Había otro problema más que inquietaba a algunos matemá­
ticos. La axiomatización de las matemáticas fue una reacción a la
aceptación intuitiva de muchos hechos obvios. Bien es verdad
que este movimiento eliminó contradicciones y oscuridades, por
ejemplo en el área del análisis. Pero también insistía en expli-
citar definiciones, axiomas y demostraciones que eran evidentes
para la intuición, tan evidentes que nadie se había dado cuenta
anteriormente de que se basaban en la intuición (capítulo 8).
Las estructuras deductivas resultantes eran realmente complica­
das y extensas. Así, el desarrollo de los números racionales y,
más específicamente, de los números irracionales a partir de
los axiomas para los números naturales eran largas y compli­
cadas al mismo tiempo. Todo esto les parecía a algunos mate­
máticos, en particular a Leopold Kronecker (1823-1891), algo su­
mamente artificial e innecesario. Kronecker fue el primero de
un grupo de distinguidos matemáticos que creyeron que nunca
se podría, por medio de procedimientos lógicos, construir más
sólidamente de lo que la intuición del hombre le decía que
era sólido.
Otro punto de fricción fue el creciente cuerpo de lógica ma­
temática que hizo que los matemáticos fueran conscientes de
que el uso de principios lógicos no podría seguir siendo infor­
mal y despreocupado. Los trabajos de Peano y Frege requerían
que los matemáticos hicieran tajantes distinciones en su razo­
namiento, tales como la distinción entre un objeto que pertenece
a una clase y una clase que está incluida en otra. Estas distin­
ciones parecían pedantes y más un obstáculo que una ayuda.
Más importante con mucho, aunque aún no fuera explícito
a finales del siglo xix, fue el hecho de que muchos matemáticos
comenzaran a sentirse incómodos por la aplicación sin restric­
ciones de los principios lógicos. ¿Qué garantizaba su aplicación
a los conjuntos infinitos? Si los principios lógicos eran un pro­
ducto de la experiencia humana, entonces seguramente debería
haber algún problema cuando se extendían a construcciones
mentales que no tenían base alguna en la experiencia.
Mucho antes de 1900 los matemáticos habían comenzado a
discrepar sobre las cuestiones básicas que acabamos de descri­
bir. Así pues, las nuevas paradojas lo único que hicieron fue
agravar desacuerdos que ya estaban presentes. Años más tarde,
los .matemáticos iban a volver la vista atrás, con nostalgia, con
la mirada puesta en el breve pero feliz período anterior al des­
cubrimiento de las contradicciones, el período al que Paul du
Bois-Reymond se refería como el tiempo en que «todavía vi­
víamos en el Paraíso».
La lógica es estéril; engendra antinomias.
H e n r i P o in c a r é

El descubrimiento de las paradojas de la teoría de conjuntos


y la idea de que pudiera haber paradojas similares, aunque no
estuvieran todavía detectadas, en las matemáticas clásicas exis­
tentes, hizo que los matemáticos se tomaran en serio el pro­
blema de la consistencia. La cuestión de qué se entiende en
matemáticas por existencia, suscitada en particular por el libre
uso del axioma de elección, también se convirtió en un tema
candente. El uso creciente de los conjuntos infinitos en la re­
construcción de los fundamentos y en la creación de nuevas
ramas de las matemáticas trajo a primer plano la vieja discu­
sión sobre si los conjuntos con un infinito actual son o no le­
gítimos. El movimiento axiomático de finales del siglo xix no
había tratado estas cuestiones.
Sin embargo, no fueron sólo estos temas y otros tratados en
el capítulo precedente los que llevaron a los matemáticos a re­
considerar todo el asunto de los fundamentos adecuados. Estos
problemas fueron los vientos que hicieron que una chispa se
convirtiera en la llamarada de la controversia. Antes de 1900
habían sido formuladas y elaboradas en parte varias y radicales
aproximaciones a las matemáticas. Pero no habían conseguido
la publicidad necesaria, y la mayor parte de los matemáticos
no las tomaban en serio. En la primera década de este siglo
verdaderos gigantes de las matemáticas comenzaron a dar la
batalla por unos nuevos enfoques de los fundamentos. Se divi­
dieron en campos opuestos y declararon la guerra a sus ene­
migos.
La primera de estas escuelas de pensamiento es conocida
como escuela logicista. Su tesis, de momento enunciada sólo
brevemente, es que todas las matemáticas son derivables^ de la
lógica. A comienzos de siglo, las leyes de la lógica eran acepta­
das por casi todos los matemáticos como un cuerpo de verda­
des. Por consiguiente, los logicistas mantenían que las matemá­
ticas también debían serlo. Y puesto que la verdad es consis­
tente, las matemáticas, aseguraban, deben serlo.
Como en el caso de cualquier innovación, antes de que esta
tesis adquiriera su forma definitiva y recibiera una atención
generalizada, muchas personas habían contribuido a ella. La
tesis de que las matemáticas son derivables de la lógica se re­
monta a Leibniz. Leibniz distinguía entre verdades de razón, o
verdades necesarias, y verdades de hecho o verdades contingen­
tes (capítulo 8). Leibniz explicaba esta distinción en una carta
a su amigo Coste. Una verdad es necesaria cuando la opuesta
implica contradicción, y cuando no es necesaria es llamada
contingente. Que Dios existe, que todos los ángulos rectos son
iguales, etc. son verdades necesarias; pero que yo existo y que
existen cuerpos con un ángulo de exactamente 90° son verdades
contingentes. Estas podrían ser verdaderas o falsas porque el
universo entero podría ser de otra manera. Y Dios había elegido
de entre un infinito número de posibilidades la que juzgó más
conveniente. Puesto que las verdades matemáticas son necesa­
rias, deben ser derivables de la lógica, cuyos principios son
también necesarios y verdaderos en todos los mundos posibles.
Leibniz no desarrolló el programa destinado a derivar las
matemáticas de la lógica, ni durante casi doscientos años lo
hicieron otros que manifestaron la misma creencia. Por ejemplo,
Richard Dedekind afirmaba categóricamente que el número no
se deriva de las intuiciones de espacio y tiempo, sino que es
«una emanación inmediata de las puras leyes del pensamiento».
A partir del número conseguimos conceptos precisos de espacio
y de tiempo. Comenzó a elaborar esta tesis, pero no la des­
arrolló.
Finalmente, Gottlob Frege, que contribuyó en gran medida
al desarrollo de la lógica matemática (capítulo 8) y recibió la
influencia de Dedekind, emprendió el desarrollo de la tesis lo-
gicista. Frege creía que las leyes de las matemáticas son lo que
se conoce con el nombre de leyes analíticas. Estas leyes no
dicen más que lo que está implícito en los principios de la
lógica, que son verdades a priori. Los teoremas matemáticos y
sus demostraciones nos muestran lo que en ellas está implícito.
No todas las matemáticas se pueden aplicar al mundo físico,
pero, ciértamente, las matemáticas son verdades de razón. Tras
haber construido la lógica sobre axiomas explícitos en Escritura
conceptual (1879), Frege procedió, en su obra Fundamentos de
aritmética (1884) y en los dos volúmenes de Las leyes funda­
mentales de la aritmética (1893 y 1903), a derivar de premisas
lógicas los conceptos de la aritmética y las leyes y definiciones
del número. Partiendo de las leyes del número, es posible de­
ducir el álgebra, el análisis e incluso la geometría, porque la
geometría analítica expresa los conceptos y las propiedades de
la geometría en términos algebraicos. Desgraciadamente, el sim­
bolismo de Frege era muy complicado y resultó extraño para
los matemáticos. En consecuer cia, tuvo escasa influencia en sus
contemporáneos. Resulta también bastante irónica la historia,
tantas veces contada, de que cuando estaba a punto de entrar
en prensa el segundo volumen de sus Leyes fundamentales en
1902, Frege recibió una carta de Bertrand Russell, en la que
éste le informaba de que su obra incluía un concepto, el con­
junto de todos los conjuntos, que podía llevar a contradicción.
En las conclusiones del segundo volumen, Frege decía: «Difí­
cilmente puede un científico encontrarse con algo más indesea­
ble que tener que renunciar al fundamento justo cuando el
trabajo está terminado. Una carta del Sr. Bertrand Russell me
coloca en esta situación en el momento en que el trabajo está
a punto de salir de la imprenta.» Frege era completo descono­
cedor de las paradojas que ya habían sido observadas durante
el período en que él estaba escribiendo este libro.
Bertrand Russell había concebido, de manera independiente,
el mismo programa y mientras lo estaba desarrollando estudió
la obra de Frege. Russell dijo en su autobiografía (1951) que
recibió gran influencia de Peano, a quien conoció en el II Con­
greso Internacional de 1900:
El Congreso fue un momento decisivo en mi vida intelectual, porque
allí me encontré con Peano. Le conocía de nombre y había leído
algunos de sus trabajos... Fue para mí muy claro que su notación
aportaba un instrumento de análisis que yo había estado buscando
durante años, y que estudiando a Peano estaba adquiriendo una nue­
va y poderosa técnica para el trabajo que hacía tanto tiempo de­
seaba realizar.
Posteriormente dijo en sus Principios de la matemática (1.a edi­
ción, 1903): «El hecho de que todas las matemáticas son lógica
simbólica es uno de los descubrimientos más grandes de nues­
tra época [...]»
A comienzos de la década de 1900, Russell, lo mismo que
Frege, creía que si las leyes fundamentales de las matemáticas
se podían derivar de la lógica, puesto que la lógica era cierta­
mente un cuerpo de verdades, entonces también esas leyes se­
rían verdades y el problema de la consistencia estaría resuelto.
Escribió en Mi evolución filosófica (1959) que había intentado
llegar «a unas matemáticas perfectas que no dejaran lugar a
dudas».
Russell sabía, por supuesto, que Peano había derivado los
números reales de axiomas acerca de los números naturales, y
era también conocedor del conjunto de axiomas que Hilbert
había dado para el sistema de los números reales. Sin embargo,
en su Introducción a la filosofía matemática (1959) señalaba, a
propósito de un intento similar por parte de Dedekind: «El
método de postular lo que deseamos tiene muchas ventajas;
tantas ventajas como tiene el robo sobre el trabajo honrado.»
La auténtica preocupación de Russell era que la postulación
de, pongamos, diez o quince axiomas acerca de los números no
asegura la consistencia y la verdad de los axiomas. Como decía,
da rehenes innecesarios a la fortuna. En tanto que a comienzos
de la década de 1900 Russell estaba seguro de que los principios
de la lógica eran verdades y, por tanto, eran consistentes,
Whitehead decía precavidamente en 1907: «Puede no haber de­
mostraciones formales de la consistencia de las propias premi­
sas lógicas.»
Durante muchos años Russell mantuvo que los principios
de la lógica y los objetos del conocimiento matemático existen
independientemente de cualquier mente y son percibidos por
la mente. Este conocimiento es objetivo e inalterable. Una afir­
mación clara de estas posiciones se encuentra en su libro de
1912 Los problemas de la filosofía.
La intención de Russell era ir incluso más lejos que Frege
en lo que concierne a la verdad. En su juventud creía que las
matemáticas ofrecían verdades acerca del mundo físico. Entre
las geometrías en conflicto, la euclídea y las no euclídeas, todas
las cuales se acomodan al mundo físico (capítulo 4), no podía
afirmar cuál era la verdadera, pero en su Ensayo sobre los
fundamentos de la geometría (1898) trataba de encontrar algu­
nas leyes matemáticas, como la de que el espacio físico debe
ser homogéneo (poseer en todas partes las mismas propiedades),
que por entonces él consideraba como verdades físicas. La tridi-
mensionalidad del espacio, por el contrario, era un hecho em­
pírico. No obstante, existía un mundo objetivo real acerca del
cual podemos obtener un conocimiento exacto. Así pues, Russell
buscaba leyes matemáticas que, al mismo tiempo, fueran ver­
dades físicas. Estas leyes debían ser derivables de principios
lógicos.
En sus Principios de 1903, Russell ampliaba su posición so­
bre la verdad física de las matemáticas y decía: «Todas las
proposiciones respecto de lo que realmente existe, como el es­
pacio en que vivimos, pertenecen a la ciencia experimental o
empírica, no a las matemáticas; cuando pertenecen a las mate­
máticas aplicadas resultan de dar a una o más variables de una
proposición de matemáticas puras valores constantes [...]» In­
cluso en esta versión, todavía creía que pudiera haber algunas
verdades físicas básicas contenidas en las matemáticas deriva­
das de la lógica. Replicando a los escépticos que afirmaban que
las verdades absolutas no existen, Russell decía: «Las matemá­
ticas son una perpetua refutación de tal escepticismo; pues su
edificio de verdades permanece inquebrantable e inexpugnable
a todas las armas del escepticismo dubitativo.»
Las ideas esbozadas por Russell en sus Principios fueron
desarrolladas por Alfred North Whitehead (1861-1947) y el propio
Russell en la monumental obra Principia mathematica (3 volú­
menes; 1.a edición, 1910-13). Puesto que los Principia son la ver­
sión definitiva de la postura de la escuela logicista, vamos a
ocuparnos ahora de sus contenidos.
Esta aproximación a las matemáticas parte del desarrollo
de la propia lógica. Se enuncian cuidadosamente los axiomas de
la lógica de los que se deducen los teoremas que serán utiliza­
dos en razonamientos posteriores. El desarrollo comienza con
ideas no definidas, como debe hacer toda teoría axiomática
(capítulo 8). Algunas de estas ideas no definidas son la noción
de proposición elemental, la de afirmación de la verdad de una
proposición elemental, la negación de una proposición, la con­
junción y la disyunción de dos proposiciones y la noción de
función proposicional.
Russell y Whitehead explicaban estas nociones, pero como
ellos decían, esta explicación no formaba parte del desarrollo de
la lógica. Por proposición y función proposicional entendían lo
que ya Peirce había introducido. Así, «John es un hombre» es
una proposición, mientras que «x es un hombre» es una función
proposicional. Por negación de una proposición se entiende que
no es verdad lo que la proposición dice, de manera que si p es
la proposición «John es un hombre», la negación de p, desig­
nada por —p, significa «No es cierto que John es un hombre»
o «John no es un hombre». La conjunción de dos proposicio­
nes p y q, denotada por p.q, significa que tanto p como q deben
ser verdaderas. La disyunción de dos proposiciones p y q, de­
notada por pWq, significa p o q. Aquí el significado de «o» es
el que se entiende en la frase «Se pueden presentar hombres
o mujeres». Es decir, se pueden presentar hombres; se pueden
presentar mujeres, y se pueden presentar hombres y mujeres.
En la frase «Aquella persona es un hombre o una mujer» la
conectiva «o» tiene el significado más común de lo uno o lo
otro, pero no lo uno y lo otro. Las matemáticas utilizan «o»
en el primer sentido, aunque a veces el único sentido posible
sea el segundo. Por ejemplo, «El triángulo es isósceles o el
cuadrilátero es un paralelogramo» ilustra el primer sentido.
También solemos decir que todo número es positivo o negativo.
En este caso, datos adicionales sobre los números positivos y
negativos nos dicen que ambas cosas no pueden ser verdaderas.
Así pues, en los Principia la aserción p o q significa que p y q
son ambas verdaderas, o que p es verdadera y q falsa, o que p
es falsa y q verdadera.
La relación más importante entre proposiciones es la impli­
cación, esto es, que la verdad de una proposición obliga a la
verdad de otra. En los Principia se define la implicación, deno­
tada por el signo 3 . Significa lo que Frege llamó implicación
material (capítulo 8). Esto es, p implica q significa que si p es
verdadera q también debe serlo. Sin embargo, si p es falsa,
p implica q tanto si q es falsa como si es verdadera. Esto es,
una proposición falsa implica cualquier proposición. Esta no­
ción de implicación es consistente al menos con lo que puede
suceder. Así, si es cierto que a es un número par, entonces
2a debe ser par. Sin embargo, si es falso que a es un número
par, entonces 2a puede ser par o (si a fuera una fracción) pue­
de no ser par. De la falsedad de que a es un número par se
puede sacar cualquier conclusión.
Por supuesto, para deducir teoremas debe haber axiomas
de lógica. Algunos de ellos son:
A) Todo lo implicado por una proposición elemental ver­
dadera es verdadero.
B) Si p es verdadera o p es verdadera, entonces p es verda­
dera.
C) Si q es verdadera, entonces p o q es verdadera.
D) p o q implica q o p.
E) p o (q o r) implica q o (p o r).
F) La aserción de p y la aserción d e p u q permiten la
aserción de q.
Los autores proceden a deducir teoremas de lógica de estos
axiomas. Las habituales reglas de la silogística de Aristóteles
aparecen como teoremas.
Observemos algunos teoremas de la primera parte de los
Principia mathematica para ver cómo la propia lógica fue forma­
lizada y hecha deductiva. Un teorema afirma que si la asunción
de p implica que p es falsa, entonces p es falsa. Este es el princi­
pio de reductio ad absurdum. Otro teorema afirma que si q im­
plica r, entonces si p implica q, p implica r. (Este es uno de los
silogismos de Aristóteles.) Un teorema básico es el principio
del tercio excluso: para toda proposición p, p es verdadera o
falsa.
Una vez construida la lógica de las proposiciones, los autores
pasan a las funciones proposicionales. Estas representan, en
efecto, clases o conjuntos, ya que, en lugar de nombrar los
miembros de una clase, las funciones proposicionales los des­
criben mediante una propiedad. Por ejemplo, la función propo-
sicional «x es rojo» denota el conjunto de todos los objetos
rojos. Este método de definición de clases permite definir cla­
ses infinitas tan fácilmente como las clases finitas de objetos.
Recibe el nombre de definición por comprehensión, en contra­
posición a la definición por extensión, la cual nombra todos
los miembros de la clase.
Por supuesto, Russell y Whitehead deseaban evitar las pa­
radojas que surgen cuando se define una colección de objetos
que se contiene a sí misma como miembro. La solución al pro­
blema que Russell y Whitehead ofrecieron fue la de exigir que
«lo que abarca a todos los miembros de una colección no debe
ser miembro de la colección». Para llevar a cabo esta restric­
ción introdujeron en los Principia la teoría de tipos.
La teoría de tipos es algo complicada. Pero la idea es sen­
cilla. Individuos tales como John o un libro concreto son del
tipo 0. Una aserción acerca de una propiedad de unos indivi­
duos es del tipo 1. Una proposición acerca de o concerniente
a una propiedad de unos individuos es del tipo 2. Toda aserción
debe ser de un tipo superior a lo que afirma de algún tipo
inferior. Expresada en términos de conjuntos, la teoría de tipos
afirma que los objetos individuales son del tipo 0; un conjunto
de individuos es del tipo 1; un conjunto de conjuntos de indi­
viduos es del tipo 2; y así sucesivamente. Así, si se dice que
a pertenece a b, b debe ser de un tipo superior a a. Tampoco
se puede hablar de un conjunto perteneciente a sí mismo. La
teoría de tipos es en realidad un poco más complicada, cuando
se aplica a funciones proposicionales. Una función proposicional
no puede tener como argumento (valores de las variables) nada
que esté definido en términos de la propia función. Se dice en­
tonces que la función es de un tipo superior al de las variables.
Sobre la base de esta teoría los autores analizaron las paradojas
corrientes y mostraron que la teoría de tipos las evita.
La virtud de la teoría de tipos se hace más evidente con
un ejemplo no matemático. Consideremos la contradicción
planteada por el enunciado «No hay regla sin excepción» (ca­
pítulo 9). Este enunciado se refiere a reglas particulares tales
como «Todos los libros tienen erratas». Mientras que el enun­
ciado acerca de las excepciones de las reglas se interpreta ha­
bitualmente como que se aplica a sí mismo, llegándose de esta
forma a la contradicción de que hay reglas sin excepciones, en
la teoría de tipos la regla general es de un tipo superior y lo
que dice acerca de reglas particulares no puede aplicarse a ella
misma. Por tanto, la regla general no tiene por qué tener ex­
cepciones.
Análogamente, la paradoja heterológica —que define como
heterológica a la palabra que no se aplica a sí misma— es una
definición de todas las palabras heterológicas y, por tanto, de
un tipo superior a cualquier palabra heterológica. En conse­
cuencia, no es posible preguntarse si «heterológica» es una
palabra heterológica. Es posible, sin embargo, preguntarse si
una determinada palabra, «corto» por ejemplo, es heterológica.
La paradoja del mentiroso también se resuelve mediante la
teoría de tipos. Como señaló el propio Russell, el enunciado
«Estoy mintiendo» significa «Existe una proposición que estoy
afirmando y que es falsa». O «Afirmo una proposición p, y p es
falsa». Si p es de orden n, entonces la aserción acerca de p es de
orden superior. Por tanto, si la aserción acerca de p es verda­
dera, entonces p es falsa, y si la aserción acerca de p es falsa,
entonces p es verdadera. Pero no existe contradicción. De la
misma forma resuelve la teoría de tipos la paradoja de Richard.
Todas incluyen un enunciado de tipo superior acerca de un
enunciado de tipo inferior.
Evidentemente, la teoría de tipos requiere que los enuncia­
dos sean cuidadosamente distinguidos en cuanto al tipo. Sin
embargo, si se trata de construir las matemáticas de acuerdo
con la teoría de tipos, el desarrollo se hace excesivamente com­
plejo. Por ejemplo, en los Principia se dice que dos objetos
a y b son iguales si toda proposición o función proposicional
que se aplica o se cumple para a, también se cumple para b y
viceversa. Pero esas diferentes aserciones son de distintos tipos.
De acuerdo con esto, el concepto de igualdad es más bien com­
plicado. Análogamente, puesto que los números irracionales se
definen a partir de los números racionales y los números racio­
nales se definen a partir de los números naturales, los irra­
cionales son de un tipo superior al de los racionales y éstos,
a su vez, son de un tipo superior al de los naturales. Así pues,
el sistema de los números reales está formado por números de
distintos tipos. En consecuencia, no se puede afirmar un teore­
ma acerca de todos los números reales, sino que se debe afir­
mar un teorema acerca de cada tipo, ya que un teorema que
se aplica a un tipo no se aplica automáticamente a los demás.
La teoría de tipos introduce también una complicación en
el concepto de extremo superior de un conjunto de números
reales. El extremo superior se define como la menor de todas
las cotas superiores. Así pues, el extremo superior se define
en función de un conjunto de números reales. Por tanto, debe
ser de un tipo superior al de los números reales y, en conse­
cuencia, no es un número real.
Para evitar tales complicaciones, Russell y Whitehead intro­
dujeron el axioma, un tanto sutil, de reducibilidad. El axioma
de reducibilidad para proposiciones afirma que toda proposición
de un tipo superior es reducible a otra de primer orden. El
axioma de reducibilidad para funciones proposicionales dice
que cualquier función de una o dos variables es coextensiva
con una función de tipo uno y del mismo número de variables,
cualesquiera que sean los tipos de las variables. Este axioma se
necesita, por otra parte, como soporte a la inducción matemá­
tica, que también se utilizada en los Principia.
Una vez tratadas las funciones proposicionales, los autores
abordan la teoría de relaciones. Las relaciones son expresadas
por medio de funciones proposicionales de dos o más variables.
Así, «* ama a y» expresa una relación. Después de la teoría de
relaciones viene una teoría explícitamente de conjuntos o cla­
ses, definidos en términos de funciones proposicionales. Con
estas bases los autores están en condiciones de introducir la
noción de número natural (entero positivo).
La definición de número natural tiene, evidentemente, un
considerable interés. Depende de la relación de correspondencia
uno a uno entre clases previamente introducida. Si entre dos
clases se puede establecer una correspondencia uno a uno, se
dice que las clases son semejantes. Todas las clases semejantes
tienen una propiedad común, su número. No obstante, las cla­
ses semejantes pueden tener más de una propiedad común.
Russell y Whitehead llegaron a este resultado, como había he­
cho Frege, definiendo el número de una clase como la clase
de todas las clases que son semejantes a la clase dada. Así, el
número 3 es la clase de todas las clases de tres elementos, y
la denotación de todas las clases de tres elementos es {x, y, z }
con x ^ y , y ^ z , zt ^ x . Puesto que la definición de número
presupone la de correspondencia uno a uno, parece como si la
definición fuera circular. Los autores hacen ver, sin embargo,
que una relación es uno a uno cuando si ocurre que x y x’ están
relacionados con y, entonces x y x’ son idénticos, y cuando si
ocurre que x está relacionado con y e y\ entonces y e y ’ son
idénticos. Por tanto, el concepto de correspondencia uno a uno,
a pesar de la expresión verbal, no incluye el número 1 en su
definición.
Dados los números naturales, es posible construir los siste­
mas de números reales y complejos, las funciones y todo el
análisis. La geometría se puede introducir a través de las ma­
temáticas del número utilizando coordenadas y ecuaciones de
curvas. Sin embargo, para lograr su objetivo Russell y White­
head introdujeron dos nuevos axiomas. Para llevar a cabo su
programa de definir primero los números naturales (en térmi­
nos de funciones proposicionales) y luego los cada vez más
complicados números racionales e irracionales, y para incluir
los números transfinitos, Whitehead y Russell introdujeron el
axioma de clases infinitas (clases que han sido definidas co­
rrectamente en términos lógicos) y el axioma de elección (ca­
pítulo 9), que es necesario en la teoría de tipos.
Este es, en consecuencia, el gran programa de la escuela
logicista. Lo que supuso para la lógica es una larga historia
que tratamos muy brevemente en estas páginas. Lo que supuso
para las matemáticas, y esto sí queremos recalcarlo, fue fun­
darlas sobre la lógica. Las matemáticas se convirtieron en una
mera extensión natural de las leyes y la materia objeto de la
lógica.
La aproximación logicista a las matemáticas ha recibido mu­
chas críticas. El axioma de reducibilidad suscitó oposición, ya
que a muchos les parecía bastante arbitrario. La evidencia del
axioma brilla por su ausencia, aunque no hay prueba de su
falsedad. Algunos han dicho de él que es un accidente feliz,
no una necesidad lógica. Frank Plumpton Ramsey, aunque sim­
patizaba con la escuela logicista, criticaba el axioma con estas
palabras: «Tal axioma no tiene lugar en matemáticas; y lo que
no se puede probar sin usarlo no puede considerarse en absoluto
probado.» Otros lo han llamado sacrificio del intelecto. Hermann
Weyl lo rechazó inequívocamente. Algunos críticos declararon
que el axioma restaura las definiciones impredicativas. Quizá
la cuestión más seria fue la de si es realmente un axioma de
la lógica y si, en consecuencia, la tesis de que las matemáticas
están fundamentadas sobre la lógica está verdaderamente jus­
tificada.
Poincaré decía en 1909 que el axioma de reducibilidad es
más cuestionable y menos claro que el principio de inducción
matemática, el cual se demuestra a partir del axioma. Se trata
de una forma disfrazada de la inducción matemática. Pero la
inducción matemática es una parte de las matemáticas y es
necesaria para establecerlas. De aquí que no podamos probar
la consistencia.
La justificación que Whitehead y Russell dieron del axioma
en la primera edición de los Principia (1910) fue que era nece­
sario para establecer algunos resultados. Aparentemente, les
molestaba usarlo. Decían allí los autores en su defensa:
En el caso del axioma de reducibilidad, la evidencia intuitiva en su
favor es muy fuerte, puesto que los razonamientos que permite y
los resultados a los que conduce son todos válidos, tal y como apa­
recen. Pero, aunque parece altamente improbable que el axioma
llegue a resultar falso, no es en modo alguno improbable que se
descubra que es deducible de algún otro axioma más evidente y
más fundamental.
Posteriormente, el propio Russell se mostró más preocupado
por el uso del axioma de reducibilidad. En su Introducción a
la filosofía matemática (1919), decía:
Desde un punto de vista estrictamente lógico, no encuentro razón
alguna para creer que el axioma de reducibilidad sea lógicamente
necesario, que es lo que se entendería si se dijera que es verdadero
en todos los mundos posibles. La admisión de este axioma en un
sistema de lógica es, por tanto, un defecto, aun si el axioma es
empíricamente verdadero.
En la segunda edición de los Principia (1926), Russell reformuló
el axioma de reducibilidad. Pero esto creó dificultades diversas,
tales como las de no permitir infinitos superiores, omitir el
teorema del extremo superior y complicar el uso de la induc­
ción matemática. Russell manifestó una vez más la esperanza
de que el axioma pudiera ser deducido de otros axiomas más
evidentes. Pero también admitió una vez más que el axioma
es un defecto lógico. Russell y Whitehead estaban de acuerdo
en la segunda edición en que «este axioma tiene una justifica­
ción puramente pragmática; conduce a los resultados deseados
y no a otros. Pero evidentemente no es el tipo de axioma del
que uno pueda sentirse satisfecho». Se daban cuenta de que el
hecho de que condujera a conclusiones correctas no era un
argumento convincente. Se han hecho varios intentos para re­
ducir las matemáticas a la lógica sin un axioma de reducibili­
dad, pero no han sido proseguidos en profundidad y algunos
de ellos han recibido duras críticas por el hecho de encerrar
demostraciones falaces.
Otras críticas a los intentos de fundamentar las matemáticas
en la lógica estaban dirigidas contra el axioma de infinitud. La
cuestión era que la estructura de toda la aritmética depende
esencialmente de la verdad de este axioma, cuando no existe
la menor razón para creer en su verdad y, lo que es peor, no
hay forma de llegar a una decisión acerca de su verdad. Ade­
más, está la cuestión de si el axioma es un axioma de la lógica.
Para ser justos con Whitehead y Russell, es necesario seña­
lar que dudaron en aceptar el axioma de infinitud como un
axioma de la lógica. Les molestaba el hecho de que el contenido
del axioma tuviera una «apariencia objetiva». No sólo les in­
quietaba su logicidad, sino también su verdad. Una de las in­
terpretaciones del término «individuo» que se sugieren en los
Principia mathematica es la de partículas últimas o elementos
de los que está compuesto el universo. El axioma de infinitud,
aunque está expresado en términos lógicos, parece plantear
el problema de si el universo consta de un número finito o
infinito de partículas últimas, cuestión que quizá podría ser
contestada por la física, pero ciertamente no por las matemá­
ticas o la lógica. No obstante, si se iban a introducir los con­
juntos infinitos, y si los teoremas matemáticos en cuya deduc­
ción intervenía el axioma de infinitud iban a ser mostrados como
teoremas de lógica, entonces parecía necesario aceptar este axio­
ma como un axioma de la lógica. En pocas palabras, si las
matemáticas iban a ser «reducidas» a la lógica, entonces la lógi­
ca debía, aparentemente, incluir el axioma de infinitud.
Russell y Whitehead también utilizaron el axioma de elec­
ción (capítulo 9) al que llamaron axioma multiplicativo: dada
una clase de clases disjuntas (mutuamente excluyentes), ningu­
na de las clases es la clase nula o vacía, existe una clase com­
puesta de exactamente un elemento de cada una de las clases
y ningún elemento más. Como sabemos, este axioma ha provo­
cado más discusiones y controversias que cualquier otro axio­
ma, a excepción posiblemente del axioma de las paralelas de
Euclides. Russell y Whitehead se sentían igualmente incómodos
con el axioma de elección y no podían decidirse a tratarlo como
una verdad lógica en pie de igualdad con los demás axiomas ló­
gicos. No obstante, si ciertas partes de las matemáticas clásicas
cuya derivación requería el axioma de elección iban a ser «re­
ducidas» a la lógica, parecía que también este axioma había de
ser considerado como parte de la lógica.
El uso de estos tres axiomas, de reducibilidad, de infinitud
y de elección ponía en entredicho la tesis logicista de que
todas las matemáticas pueden ser derivadas de la lógica. ¿Por
dónde pasa la línea divisoria entre las matemáticas y la lógica?
Los defensores de las tesis logicistas mantenían que la lógica
utilizada en los Principia mathematica era «lógica pura» o «ló­
gica purificada». Otros, que tenían in mente los tres axiomas
de la controversia, cuestionaban la «pureza» de la lógica em­
pleada. Por lo tanto, negaban que las matemáticas, o incluso al­
guna rama importante de ellas, hubiera sido ya reducida a la
lógica. Algunos deseaban ampliar el significado de la palabra
lógica de modo que incluyera esos axiomas.
Russell, que salió en defensa de las tesis logicistas, mantuvo
durante algún tiempo todo lo que él y Whitehead habían escrito
en los Principia. En su Introducción a la filosofía matemática
(1919) argüía:
La demostración de esta identidad [la de las matemáticas y la lógica]
es, por supuesto, cuestión de detalle; partiendo de premisas cuya
pertenencia a la lógica sería universalmente admitida y llegando me­
diante deducción a resultados que obviamente pertenecen a las
matemáticas, encontramos que no existe un punto por el que se
pueda trazar una línea divisoria, con las matemáticas de un lado
y la lógica del otro. Si todavía hay quienes no admiten la identidad
de la lógica y las matemáticas, podemos desafiarles a que indiquen
en qué punto, dentro de las sucesivas definiciones y deducciones de
los Principia Mathematica, consideran que termina la lógica y co­
mienzan las matemáticas. Será entonces obvio que cualquier res­
puesta es completamente arbitraria.
A la vista de las controversias relativas a la obra de Cantor y
a los axiomas de elección y de infinitud, que alcanzaron gran
intensidad a comienzos de la década de 1900, Russell y Whitehead
no especificaron los dos axiomas como axiomas del sistema sino
que los usaron (en la segunda edición, 1926) sólo en teoremas
concretos en donde llamaban la atención explícitamente sobre
el hecho de que estos teoremas utilizaban los axiomas. Sin em­
bargo, debieron usarlos para derivar una gran parte de las
matemáticas clásicas. En la segunda edición de los Principios
(1937), Russell daba marcha atrás, diciendo: «Toda la cuestión
de lo que son los principios lógicos resulta, en gran medida,
arbitraria.» Los axiomas de infinitud y elección «solamente
pueden ser probados o refutados por la evidencia empírica».
Sin embargo, insistía en que las matemáticas y la lógica cons­
tituyen una unidad.
Sin embargo, las críticas no podían ser acalladas. En su
Filosofía de las matemáticas y las ciencias naturales (1949),
Hermann Weyl decía que los Principia basaban las matemáticas
no sólo en la lógica, sino en una suerte de paraíso de los lógicos,
un universo dotado de un «mobiliario esencial» de estructura más
bien compleja [...] ¿Osaría algún hombre de mentalidad realista
decir que cree en este mundo trascendental? [...] Esta compleja
estructura grava el vigor de nuestra fe escasamente menos que las
doctrinas de los primeros Padres de la Iglesia o de los filósofos es­
colásticos de la Edad Media.
Además de las anteriores críticas se habían dirigido otras contra
el logicismo. Aunque la geometría no era desarrollada en los
tres volúmenes de los Principia, parecía claro, como hemos ob­
servado previamente, que utilizando la geometría analítica, esto
podía hacerse. No obstante, se afirma a veces que los Principia,
al reducir a la lógica un conjunto de axiomas de los números
naturales, reducía por tanto la aritmética, el álgebra y el aná­
lisis a la lógica, pero no reducía a la lógica las partes «no arit­
méticas» de las matemáticas, tales como la geometría, la topo­
logía y el álgebra abstracta. Este es el punto de vista adoptado,
por ejemplo, por el lógico Cari Hempel, quien observa que,
aunque fuera posible en el caso de la aritmética dar el signifi­
cado acostumbrado a los conceptos primitivos o no definidos
«en términos de conceptos puramente lógicos», «no es aplicable
un procedimiento análogo a aquellas disciplinas que no son
desarrollos de la aritmética». Por el contrario, el lógico Willard
Van Orman Quine, quien mantiene que «las matemáticas se
reducen a la lógica», dice que para la geometría «hay un mé­
todo inmediato de reducción a la lógica» y que la topología y
el álgebra abstracta «entran dentro de la estructura general de
la lógica». El mismo Russell dudaba de que se pudiera deducir
toda la geometría solamente de la lógica.
Una crítica filosófica seria de toda la posición logicista es
que si el punto de vista logicista fuera correcto, entonces toda
la matemática sería una ciencia lógico-deductiva puramente for­
mal cuyos teoremas se seguirían de las leyes del pensamiento.
Lo que no parece explicarse es que esta elaboración deductiva
de las leyes del pensamiento pueda representar extensas varie­
dades de fenómenos naturales, el uso de los números, la geo­
metría del espacio, la acústica, el electromagnetismo y la mecá­
nica. La crítica de Weyl a este respecto fue que de nada, nada
se sigue.
Poincaré, cuyos punios de vista consideraremos más tarde,
se mostraba igualmente crítico con lo que consideraba que era
una estéril manipulación de simbolismo lógico. Decía en un en­
sayo de 1906, época en que Russell (y Hilbert) había dado am­
plias indicaciones de sus programas:
Esta ciencia [las matemáticas] no tiene como único objetivo con­
templar eternamente su propio ombligo; atañe a la naturaleza, y
algún día tomará contacto con ella. Ese día será necesario descartar
las definiciones puramente verbales y no seguir dejándose embau­
car por palabras vacías.
En el mismo ensayo decía Poincaré:
La lógica está por rehacer y no está claro lo que de ella podrá
salvarse. Huelga decir que solamente se consideran el cantorismo
y la lógica; las auténticas matemáticas, las que tienen alguna utili­
dad, pueden continuar desarrollándose de acuerdo con sus propios
principios, sin preocuparse por las tormentas que se desencadenan
fuera de ellas y avanzar paso a paso con sus normales conquistas,
que son definitivas y que nunca se verán obligadas a abandonar.
Otra crítica seria del programa logicista afirma que, en la crea­
ción de las matemáticas, la intuición imaginativa o perceptual
debe proporcionar nuevos conceptos, derivados o no de la ex­
periencia. De otra forma, ¿cómo podrían surgir nuevos cono­
cimientos? Pero en los Principia todos los conceptos se reducen
a los de la lógica. La formalización, aparentemente, no presenta
las matemáticas en un sentido real. La formalización es la paja,
no el grano. La propia afirmación de Russell, hecha en otro
contexto, de que las matemáticas son la ciencia en la que nunca
sabemos de lo que estamos hablando ni si lo que estamos di­
ciendo es verdad, puede volverse en contra del logicismo.
Las cuestiones de cómo pueden penetrar las nuevas ideas en
las matemáticas y cómo pueden aplicarse las matemáticas al
mundo físico si sus contenidos son enteramente derivables de
la lógica no son fáciles de contestar y no fueron contestadas
por Russell o Whitehead. Al argumento de que la lógica no ex­
plica por qué las matemáticas se ajustan al mundo físico se
puede contraponer el hecho de que las matemáticas se aplican
a los principios físicos básicos. Estas son las premisas por lo
que se refiere al mundo físico. Las técnicas matemáticas sacan
consecuencias de principios físicos tales como pv = const. o
F = ma. Sin embargo, las conclusiones se aplican también al
mundo físico. Aquí hay un problema: ¿por qué el mundo se
ajusta al razonamiento matemático? Volveremos sobre este
asunto en el capítulo 15.
En los años que siguieron a la segunda edición de los Prin­
cipia mathematica, Russell continuó pensando en su programa
logicista. Él mismo admitió en su obra Mi evolución filosófica
(1959) que éste consistía en un abandono por partes del «eucli-
dianismo», aunque se esforzaba por rescatar tanta certeza como
fuera posible. Las críticas que recibió la filosofía logicista in­
fluyeron, sin duda alguna, en el pensamiento posterior de Rus­
sell. Cuando Russell inició sus trabajos a comienzos de siglo,
pensaba que los axiomas de la lógica eran verdades. Abandonó
este punto de vista en la edición de 1937 de sus Principios de
la matemática. No estaba ya convencido de que los principios
de la lógica fueran verdades a priori y, en consecuencia, tam­
poco de que las matemáticas lo fueran, puesto que se derivan
de la lógica.
Si los axiomas de la lógica no son verdades, el logicismo deja
sin respuesta a la decisiva pregunta de la consistencia de las
matemáticas. El dudoso axioma de reducibilidad suponía una
amenaza aún mayor para la consistencia. Las razones que Rus­
sell daba en la primera y segunda ediciones de los Principia
mathematica para aceptar el axioma de reducibilidad «que mu­
chas otras proposiciones que son casi indudables se pueden de­
ducir de él, y que no se conoce otros procedimiento igualmente
plausible mediante el que esas proposiciones pudieran ser ver­
daderas si el axioma fuera falso, y nada de lo que es probable­
mente falso puede deducirse de él» —no son de mucho peso.
La implicación material, aceptada en los Principia mathematica
(y en muchos sistemas de lógica) permite que se cumpla una
implicación aunque el antecedente sea falso. Por tanto, si se
introdujera una proposición falsa p como axioma, se cumpliría
en el sistema p implica q, y q podría ser verdadera. Así pues,
la polémica sobre si se pueden deducir o no proposiciones in­
dudables del axioma carece de sentido ya que, con la lógica de
los Principia cualquier proposición «indudable» podría dedu­
cirse del axioma aunque éste resultara ser falso.
Los Principia han sido criticados con varios argumentos que
aún no hemos considerado de una manera explícita. La jerar­
quía de tipos ha resultado válida y útil, pero no es cierto que
cumpla plenamente su propósito. El mecanismo de los tipos
fue introducido para protegerse de las antinomias y, efectiva­
mente, ha cerrado el camino a las conocidas antinomias de la
teoría de conjuntos y la lógica. Pero no existe garantía alguna
de que no puedan surgir nuevas antinomias contra las que no
serviría de ayuda ni siquiera la jerarquía de tipos.
Sin embargo, algunos lógicos y matemáticos importantes,
Willard Van Orman Quine y Alonzo Church por ejemplo, defien­
den todavía el logicismo aunque critiquen su estado actual.
Muchos están trabajando para eliminar sus defectos. Otros,
sin defender necesariamente todas las tesis del logicismo, in­
sisten en que la lógica, y por tanto las matemáticas, son ana­
líticas, es decir meras ampliaciones de lo que los axiomas afir­
man. Así pues, el programa logicista tiene seguidores entusias­
tas que tratan de eliminar los motivos de oposición y los in­
convenientes de algunos de sus desarrollos. Otros lo consideran
como una piadosa esperanza; y también hay otros, como vere­
mos ahora mismo, que lo atacan como una concepción com­
pletamente falsa de las matemáticas. En resumen, a la vista
de sus axiomas cuestionables y de sus largos y complicados
desarrollos, los críticos podrían decir, con razón, que el logi
cismo produce conclusiones conocidas de antemano a partir
de supuestos injustificados.
La obra de Russell y Whitehead realizó importantes contri­
buciones en otra dirección. La matematización de la lógica
había sido iniciada en la última parte del siglo xix (capítulo 8).
Russell y Whitehead realizaron una axiomatización completa
de la lógica en forma enteramente simbólica haciendo avanzar
enormemente el área de la lógica matemática.
Quizá fue el propio Russell quien dijo la última palabra
sobre el logicismo en sus Retratos de memoria (1958):
Yo deseaba la certeza con la misma fuerza que las gentes religio­
sas desean la fe. Pensaba que la certeza se encuentra más fácilmente
en las matemáticas que en cualquier otra parte. Pero descubrí que
muchas de las demostraciones matemáticas que mis profesores es­
peraban que yo aceptara estaban llenas de falacias, y que si la cer­
teza en matemáticas era efectivamente descubrible, habría de serlo
en un nuevo campo de las matemáticas, con fundamentos más
sólidos de los que hasta entonces habían sido considerados como
seguros. Pero a medida que el trabajo proseguía, me acordaba cons­
tantemente de la fábula del elefante y la tortuga. Tras haber cons­
truido un elefante sobre el que las matemáticas pudieran asentarse,
me di cuenta de que el elefante se tambaleaba y procedí a construir
una tortuga para evitar que el elefante cayera. Pero la tortuga no
era más segura que el elefante, y después de veinte años de ardua
tarea llegué a la conclusión de que no había nada más que yo
pudiera hacer para conseguir que el conocimiento matemático fuera
indudable.
En Mi evolución filosófica (1959), Russell confesaba: «La es­
pléndida certeza que siempre había esperado encontrar en las
matemáticas se perdió en un desconcertante embrollo [...]
Verdaderamente, se trata de un laberinto conceptual compli­
cado.» La tragedia no sólo es de Russell.
Mientras el logicismo estaba gestándose, un grupo de ma­
temáticos llamados intuicionistas comenzaba a elaborar una
aproximación a las matemáticas radicalmente diferente y dia­
metralmente opuesta. Es una de las paradojas más interesantes
de la historia de las matemáticas que mientras los logicistas
confiaban cada vez más en una lógica refinada para asegurar
un fundamento a las matemáticas, otros se apartaran de la
lógica e incluso la abandonaran. En cierto aspecto, ambos bus­
caban el mismo objetivo. Las matemáticas, a finales del si­
glo xix, habían perdido su pretensión de verdad, en el sentido
de expresar leyes inherentes al diseño del universo físico. Los
primeros logicistas, principalmente Frege y Russell, creían que
la lógica era un cuerpo de verdades y por consiguiente si las
matemáticas propiamente dichas se fundamentaban en la ló­
gica serían también un cuerpo de verdades, aunque a la larga
tuvieron que retroceder de esta posición a los principios lógi­
cos que sólo tenían una sanción pragmática. Los intuicionistas
trataban también de establecer la verdad de las matemáticas
propiamente dichas apelando a la sanción concedida por las
mentes humanas. Lo que podía ser derivado de principios ló­
gicos era menos digno de confianza que lo que podía ser in­
tuido directamente. El descubrimiento de las paradojas no sólo
confirmó esta desconfianza sino que aceleró la formulación de
las definitivas doctrinas del intuicionismo.
En una concepción amplia del término, el intuicionismo
se puede remontar, por lo menos, hasta Descartes y Pascal.
Descartes, en sus Reglas para la dirección de la mente decía:
Declaremos ahora los medios por los que nuestro entendimiento
puede lograr el conocimiento sin temor a error. Existen dos de
estos medios: la intuición y la deducción. Entiendo por intuición
no el testimonio variable de los sentidos, ni el engañoso juicio de
la imaginación naturalmente extravagante, sino lo que una mente
atenta concibe de modo tan claro y tan distinto que no le queda nin­
guna duda con respecto a lo que comprende; o, lo que viene a ser
lo mismo, lo que una mente atenta y juiciosa concibe de modo
evidente a la luz de la sola razón, y es más cierto, por ser más sim­
ple, que la deducción misma, aunque, como ya hemos observado
antes, la mente humana tampoco duda en la deducción. Así, cual­
quiera puede ver mediante la intuición que existe, que piensa, que
un triángulo está lifnitado solamente por tres rectas, que una es­
fera está limitada por una sola superficie, y así sucesivamente.
Quizá alguien se pregunte por qué añadimos a la intuición este
otro modo de conocimiento por deducción, a saber: el proceso que,
de algo de lo que . tenemos conocimiento cierto, saca consecuencias
que necesariamente se siguen de ello. Pero estamos obligados a
admitir este segundo paso, pues existen muchísimas cosas que, sin
ser evidentes por sí mismas, llevan no obstante la marca de la
certeza solamente si son deducidas de principios verdaderos e in­
discutibles mediante un continuo e ininterrumpido movimiento del
pensamiento, con una clara intuición de cada cosa; de la misma
forma que sabemos que el último eslabón de una larga cadena
se une al primero, aunque no podamos abarcar de una sola mi­
rada los eslabones intermedios, siempre que después de haberlos
recorrido sucesivamente podamos recordar que todos y cada uno
están unidos al siguiente, desde el primero hasta el último. Dis­
tinguimos así la intuición de la deducción, ya que en el último
caso se concibe una cierta progresión o sucesión, mientras que en
el primero no sucede lo mismo [...], de donde se sigue que las
proposiciones primarias, derivadas inmediatamente de los princi­
pios, puede decirse que se conocen, según la forma en que llegue­
mos a ellas, bien por intuición, bien por deducción, pero los pro­
pios principios sólo se pueden conocer por intuición, y las conse­
cuencias remotas sólo por deducción.
Pascal también tenía una gran fe en la intuición. En su trabajo
matemático, Pascal fue de hecho intuitivo en gran medida;
anticipó grandes resultados, hizo soberbias conjeturas y des­
cubrió atajos. En la última etapa de su vida se inclinó por la
intuición como fuente de todas las verdades. Se han hecho
famosas algunas de sus declaraciones sobre este tema. «El
corazón tiene razones que la razón no conoce.» «La razón es
el lento y tortuoso método por el que. aquellos que descono­
cen la verdad la descubren.» «Humíllate, impotente razón.»
El intuicionismo fue anticipado en gran medida por el filó­
sofo Immanuel Kant (1724-1804). Aunque fundamentalmente
era un filósofo, Kant enseñó matemáticas y física en la univer
sidad de Kónisberg desde 1755 hasta 1770. Admitía que reci­
bimos las sensaciones de un supuesto mundo externo. Sin em­
bargo, estas sensaciones no nos aportan un conocimiento sig­
nificativo. Toda percepción implica una interacción entre el
perceptor y el objeto percibido. La mente organiza las per­
cepciones, y esas organizaciones son intuiciones de espacio y
tiempo. El espacio y el tiempo no existen objetivamente, sino
que son contribuciones de la mente. La mente aplica su com­
prensión del espacio y el tiempo a las experiencias, las cuales
no hacen más que despertar la mente. El conocimiento puede
comenzar con la experiencia, pero no proviene realmente de
la experiencia. Proviene de la mente. Las matemáticas son un
brillante ejemplo de lo lejos que podemos llegar, indepen­
dientemente de la experiencia, en un conocimiento a priori
o verdadero. Además, constituyen lo que Kant llamó juicios
sintéticos; es decir, ofrecen nuevos conocimientos mientras que
las proposiciones analíticas, tales como «todos los cuerpos
son extensos», no ofrecen nada nuevo ya que, por la propia
naturaleza de los cuerpos, la extensión es una propiedad. Por
el contrario, la proposición de que una recta es la distancia
más corta entre dos puntos es sintética.
Aunque Kant se equivocó al afirmar que la geometría euclí­
dea tiene un carácter sintético a priori, esta creencia prevalecía
entre todos los filósofos y matemáticos de su tiempo. Este
error desacreditó su filosofía a los ojos de los filósofos y ma­
temáticos posteriores. Sin embargo, el análisis que hizo Kant
del tiempo como una forma de intuición y su tesis general de
que la mente proporciona las verdades básicas tuvieron una
influencia duradera.
De haber estado los matemáticos más familiarizados con
los puntos de vista de hombres como Descartes, Pascal y Kant
no les habría sorprendido la escuela intuicionista de pensamien­
to, que fue considerada como radical, al menos al principio.
Con todo, ni Descartes, ni Pascal, ni Kant tenían la intención
de ofrecer un enfoque intuicionista de todas las matemáticas.
El inmediato precursor del intuicionismo moderno es Leo-
pold Kronecker (1823-1891). Su epigrama (pronunciado en un
discurso de sobremesa), «Dios hizo los enteros; lo demás es
obra del hombre», es bien conocido. La complicada derivación
lógica de los números naturales tal como Cantor y Dede­
kind la presentaban por medio de una teoría general de con­
juntos, parecía menos fiable que la aceptación directa de los
enteros. Estos eran intuitivamente claros y no necesitaban fun­
damentos más seguros. Además de los enteros, todas las consr
trucciones matemáticas deben ser edificadas de forma que
tengan un claro sentido para el hombre. Kronecker defendía
una construcción del sistema de los números reales sobre la
base de los enteros y unos métodos que nos permitieran calcu­
lar los números reales, y no sólo dar teoremas generales de
existencia. Así, aceptaba los números irracionales que son raí­
ces de ecuaciones polinómicas siempre que esas raíces puedan
ser calculadas.
Cantor probó que hay números irracionales trascendentes,
esto es, números que no son raíces de ecuaciones algebraicas,
y en 1882 Ferdinand Lindemann probó que tz es un número
irracional trascendente. Kronecker dijo a Lindemann a pro­
pósito de este trabajo: «¿Qué utilidad tiene su magnífica in­
vestigación respecto a tz? ¿Para qué estudiar tal problema si
no existen esos irracionales?» La objeción de Kronecker no
iba dirigida contra todos los irracionales, sino contra las de­
mostraciones que no permitían por sí mismas el cálculo del
número en cuestión. La demostración de Lindemann no era
constructiva. De hecho, se puede calcular tz con tantas cifras
decimales como se desee por medio de una serie infinita, pero
Kronecker no aceptaba la derivación de tal serie.
Kronecker rechazaba los conjuntos infinitos y los números
transfinitos porque sólo aceptaba el infinito potencial. El tra­
bajo de Cantor en esta área no era matemático sino místico.
El análisis clásico era un juego de palabras. Podría haber aña­
dido que, si Dios tiene unas matemáticas diferentes, las debió
de elaborar para El. Kronecker planteó sus puntos de vista,
pero no los desarrolló. Posiblemente nó tomó demasiado en
serio sus propias nociones radicales.
Borel, Baire y Lebesgue, cuyas objeciones al axioma de
elección ya hemos mencionado, eran semiintuicionistas. Acep­
taban los números reales como fundamento. Los detalles de
sus puntos de vista tienen un interés más bien histórico, por­
que estos hombres tampoco propusieron una filosofía siste­
mática aunque se manifestaran sobre cuestiones específicas.
Poincaré, como Kronecker, pensaba que no se deben definir
los números naturales ni construir sus propiedades sobre fun­
damentos axiomáticos. Nuestra intuición precede a tal estruc­
tura. Poincaré decía también que la. inducción matemática
permite generalizar resultados y crear otros nuevos; es intuiti­
vamente sólida, pero este método no se puede reducir a la
lógica.
La naturaleza de la inducción matemática, tal y como Poin­
caré la veía, merece un examen, porque todavía hoy es man­
zana de discordia. Con este método, si se desea probar, por
ejemplo, que
(1) 1 + 2 + 3 + ... + « = —-— (n 1)
para todos los enteros positivos n, se prueba que es verdad
para n — 1, y luego que se prueba si es verdad para un entero
positivo k cualquiera, también es verdad para k + 1. Por con­
siguiente, argüía Poincaré, este método implica un infinito
número de razonamientos. Afirma que, puesto que (1) es vá­
lido para n = 1, también lo es para n = 2. Puesto que es vá­
lido para n — 2, lo es también para n = 3, y así sucesivamente
para todos los enteros positivos. Ningún principio lógico abar­
ca un número infinito de razonamientos, y por lo tanto el
método no puede ser deducido de tales principios. En conse­
cuencia, para Poincaré no se podía probar la consistencia por
la pretendida reducción de las matemáticas a la lógica.
En cuanto a los conjuntos infinitos, Poincaré creía que «el
infinito actual no existe. Lo que llamamos infinito no es más
que la posibilidad sin fin de crear nuevos objetos por muchos
objetos que ya existan».
Poincaré era totalmente contrario a la aproximación logi­
cista, profundamente simbólica, y en su Ciencia y método fue
incluso sarcástico. Refiriéndose a una aproximación de este
tipo a los números naturales propuesta por Burali-Forti en
un artículo de 1897, en donde se puede encontrar un laberinto
de símbolos para definir el número 1, Poincaré señalaba que
se trata de una definición muy apropiada para dar una idea
del número 1 a las personas que jamás han oído hablar de él.
Posteriormente decía: «Mucho me temo que esta definición
contiene una petitio principii [petición de principio], pues ob­
servo el símbolo 1 en la primera mitad y la palabra uno en
la segunda.»
Se refería después Poincaré a la definición de cero dada
por Louis Couturat (1868-1914), uno de los primeros defensores
del logicismo. Cero es «el número de elementos de la clase
nula. ¿Y qué es la clase nula? La clase que no contiene ningún
elemento». Couturat volvía después a expresar su definición
con símbolos. Poincaré traducía: «Cero es el número de ele­
mentos que satisfacen una condición que jamás se satisface.
Pero como jamás significa en ningún caso, no veo que se haya
hecho un gran progreso.»
Poincaré criticaba después la definición del número 1 dada
por Couturat. Uno, decía Couturat, es el número de una clase
en la que dos elementos cualesquiera son iguales. «Pero me
temo que si preguntamos a Couturat qué es dos, se vería
obligado a utilizar la palabra uno.»
Los iniciadores del intuicionismo, Kronecker, Borel, Lebes-
gue, Poincaré y Baire —un rosario de estrellas— hicieron una
serie de críticas a los argumentos matemáticos corrientes en la
época y al enfoque logicista, proponiendo nuevos principios, pero
sus contribuciones fueron esporádicas y fragmentarias. Sus
ideas fueron recogidas en una versión definitiva por Luitzen
E. J. Brouwer (1881-1966), profesor holandés de matemáticas y
fundador del intuicionismo filosófico. En su disertación doc­
toral Sobre los fundamentos de las matemáticas (1907), Brou­
wer comenzó a proponer la filosofía intuicionista. A partir de
1918 extendió y expuso sus puntos de vista en varias revistas.
Su postura intuicionista en matemáticas parte de su filo­
sofía. La matemática es una actividad humana que se origina
y tiene lugar en la mente. No existe fuera de la mente huma­
na; así pues, es independiente del mundo real. La mente re­
conoce intuiciones básicas y claras. No son certezas empíricas
ni sensoriales, sino certezas inmediatas acerca de algunos con­
ceptos de matemáticas. Estos incluyen los enteros. La intui­
ción fundamental es el reconocimiento de distintos sucesos
en una secuencia temporal. «Las matemáticas surgen cuando
la idea de dualidad, que resulta del paso del tiempo, es abstraí­
da de todas las circunstancias particulares. La forma vacía
que queda del contenido común de todas esas dualidades se
convierte en la intuición original de las matemáticas y repe­
tida ilimitadamente crea nuevos objetos matemáticos.» Brou­
wer entendía por repetición ilimitada la formación de los su­
cesivos números naturales. La idea de que los números natu­
rales se derivan de la intuición del tiempo había sido mante­
nida por Kant, William R. Hamilton en su artículo «El álgebra
como una ciencia del tiempo», y por el filósofo Arthur Scho-
penhauer.
Brouwer concebía el pensamiento matemático como un
proceso de construcciones mentales que construye su propio
universo, independiente de la experiencia y restringido única­
mente en la medida en que debe estar basado en la intuición
matemática fundamental. Este concepto intuitivo fundamental
no debe ser entendido como la naturaleza de una idea no de­
finida, tal y como ocurre en las teorías axiomáticas, sino más
bien coipo algo en términos de lo cual van a ser intuitiva­
mente concebidas todas las ideas no definidas que aparecen
en los distintos sistemas matemáticos, si es que efectivamente
van a servir al pensamiento matemático. Además, las matemá­
ticas son sintéticas. No deducen consecuencias de la lógica,
sino que componen verdades.
Brouwer mantenía que «el único fundamento posible para
las matemáticas ha de ser buscado en este proceso construc­
tivo, limitado por la obligación de captar con reflexión, cultu­
ra y refinamiento de espíritu qué tesis son aceptables a la in­
tuición y evidentes a la mente y qué tesis no lo son». Es la
intuición la que determina la solidez y aceptabilidad de las
ideas, y no la experiencia o la lógica. Por supuesto, se debe
recordar que esta afirmación no niega el papel histórico que
ha desempeñado la experiencia.
Al margen de los números naturales, Brouwer insistía en
que la adición, la multiplicación y la inducción matemática son
intuitivamente claras. Además, tras haber obtenido los núme­
ros naturales 1, 2, 3, ..., la mente, utilizando la posibilidad de
repetir ilimitadamente la «forma vacía», el paso de n a n + 1,
crea conjuntos infinitos. Sin embargo, tales conjuntos son sola­
mente infinitos potenciales en el sentido de que se pueden
obtener siempre conjuntos mayores que un conjunto finito
dado de números. Brouwer rechazaba los conjuntos infinitos
de Cantor cuyos elementos están todos presentes «de una vez»,
y de acuerdo con ello, rechazaba también la teoría de los nú­
meros transfinitos, el axioma de elección de Zermelo y aque­
llas partes del análisis que utilizan los conjuntos infinitos ac­
tuales. En una comunicación de 1912, aceptaba los números
ordinales hasta u> y los conjuntos numerables. También admi­
tía los números irracionales definidos por sucesiones de ra­
cionales sin una ley de formación, «sucesiones de elecciones
libres». Esta definición era vaga, pero admitía un conjunto no
numerable de números reales. Por el contrario, la geometría
implicaba el espacio y por tanto, a diferencia de los números,
no estaba bajo el total control de nuestras mentes. La geo­
metría sintética pertenece a las ciencias físicas.
En relación con la noción intuicionista de conjuntos infi­
nitos, el intuicionista Weyl decía en un artículo de 1946:
La sucesión de números que crece más allá de cualquier nivel ya
alcanzado [...] es una variedad de posibilidades abierta al infinito;
permanece para siempre en estado de creación, pero no es un
campo cerrado de cosas existentes en sí mismas. El hecho de que
hayamos convertido lo uno en lo otro es la verdadera fuente de
nuestras dificultades, incluyendo las antinomias [paradojas], una
fuente de naturaleza más fundamental que el principio del círculo
vicioso indicado por Rusell. Brouwer nos abrió los ojos, hacién­
donos ver hasta qué punto las matemáticas clásicas, alimentadas
por una creencia en lo absoluto que trasciende todas las posibili­
dades humanas de comprensión, van más allá de las afirmaciones
que pueden reivindicar un significado y una verdad reales, basadas
en la experiencia.
Brouwer planteaba a continuación la relación de las matemá­
ticas con el lenguaje. La matemática es una actividad comple­
tamente autónoma y autosuficiente. Es independiente del len­
guaje. Las palabras o conexiones verbales se utilizan solamen­
te para comunicar verdades. Las ideas matemáticas están más
profundamente arraigadas en la mente que en el lenguaje.
El mundo de las intuiciones matemáticas es opuesto al mundo
de las percepciones. El lenguaje pertenece a este último, y no
a las matemáticas, allí donde sirve para entender las relaciones
comunes. El lenguaje evoca copias de ideas en la mente hu­
mana por medio de símbolos y sonidos. La diferencia es aná­
loga a la que existe entre subir a una montaña y describirla
con palabras. Pero las ideas matemáticas son independientes
del ropaje del lenguaje y, de hecho, son mucho más ricas.
Las ideas no pueden ser expresadas completamente jamás, ni
siquiera por el lenguaje matemático incluido el lenguaje sim­
bólico. Además, el lenguaje nos desvía del objeto de las autén­
ticas matemáticas.
La postura intuicionista sobre la lógica es todavía más
drástica, especialmente en su oposición al logicismo. La lógica
pertenece al lenguaje. Ofrece un sistema de reglas que permite
la deducción de nuevas conexiones verbales destinadas a co­
municar verdades. Sin embargo, estas últimas verdades no son
tales antes de haber sido aprehendidas intuitivamente, ni está
garantizado que puedan ser aprehendidas de tal modo. La ló­
gica no es un instrumento fiable para descubrir verdades y
no puede deducir verdades que no puedan ser obtenidas por
algún otro camino. Los principios lógicos son la regularidad
observada a posteriori en el lenguaje. Son un invento para
manipular el lenguaje, o la teoría de la representación del
lenguaje. La lógica es un edificio verbal estructurado, pero
nada más. Los avances más importantes en las matemáticas
no se obtienen perfeccionando la forma lógica, sino modifi­
cando la propia teoría básica. La lógica descansa en las ma­
temáticas, no las matemáticas en la lógica. La lógica es mu­
cho menos cierta que nuestros conceptos intuitivos y las ma­
temáticas no necesitan la garantía de la lógica. Históricamen­
te, los principios de la lógica fueron abstraídos de la expe­
riencia con colecciones finitas de objetos, concediéndoseles
después una validez a priori y aplicándolos, por añadidura, a
conjuntos infinitos.
Puesto que Brouwer no reconocía ningún principio lógico
como obligatorio a priori, tampoco reconocía la tarea mate­
mática de deducir conclusiones de axiomas. Por consiguiente
rechazaba la axiomática de finales del siglo xix al igual que
el logicismo. Las matemáticas no están obligadas a respetar
las reglas de la lógica. El conocimiento de las matemáticas
no requiere el conocimiento de las demostraciones formales,
y por eso las paradojas no son importantes, aunque aceptára­
mos los conceptos matemáticos y las construcciones que im­
plican. Las paradojas son un defecto de la lógica, pero no de
la verdadera matemática. Por tanto, la consistencia es un
fantasma. No tiene sentido. La consistencia está asegurada
como consecuencia de un pensamiento correcto, los pensa­
mientos cuya corrección puede ser juzgada intuitivamente tie­
nen un sentido.
Sin embargo, en el ámbito de la lógica existen algunos
principios o procedimientos lógicos intuitivamente aceptables
y claros que pueden ser utilizados para afirmar nuevos teore­
mas a partir de otros anteriores. Estos principios son parte
de la intuición matemática fundamental. No todos los prin­
cipios lógicos comunes son aceptables a la intuición básica y
se debe ser crítico con lo que ha sido aceptado desde los tiem­
pos de Aristóteles. Dado que los matemáticos han aplicado
demasiado libremente las limitadas leyes aristotélicas, han
producido antinomias. ¿Qué es aceptable o seguro, se pregun­
tan los intuicionistas, cuando se trata de construcciones mate­
máticas si se desprecia temporalmente la intuición y se trabaja
con la estructura verbal?
En consecuencia, los intuicionistas procedieron a analizar
cuáles son los principios lógicos aceptables para que la lógica
usual se adapte a las intuiciones correctas y las exprese ade­
cuadamente. Brouwer citó la ley del tercio excluso como ejem­
plo específico de principio lógico que se aplica demasiado
libremente. Este principio, que afirma que todo enunciado
que tenga sentido es verdadero o falso, surgió históricamente
de la aplicación del razonamiento a los conjuntos finitos y
posteriormente fue abstraído de esta aplicación. Después fue
aceptado como principio independiente a priori y aplicado in­
justificadamente a los conjuntos infinitos. Mientras que para
los conjuntos finitos se puede decidir si todos los elementos
poseen una cierta propiedad comprobándola para cada uno
de los elementos, este procedimiento no es posible para los
conjuntos infinitos. Puede ocurrir que sepamos que un ele­
mento de un conjunto infinito no posee esa propiedad, o que
por la misma construcción del conjunto sepamos o podamos
probar que todos los elementos la poseen. En cualquier caso,
no se puede utilizar la ley del tercio excluso para demostrar
que la propiedad es válida para el conjunto.
Así, si se prueba que no todos los enteros de un conjunto
infinito de números naturales son pares, la conclusión de que
existe al menos un elemento que es impar fue rechazada por
Brouwer porque este razonamiento aplica la ley del tercio
excluso a conjuntos infinitos. Pero este tipo de argumento es
ampliamente utilizado en matemáticas para probar teoremas
de existencia, como por ejemplo demostrar que toda ecuación
polinómica tiene una raíz (capítulo 9). En consecuencia, hay
muchas demostraciones de existencia que no son aceptadas
por los intuicionistas. Tales demostraciones, dicen, son dema­
siado vagas acerca de las entidades cuya existencia queda su­
puestamente establecida. La ley del tercio excluso solamente
puede ser utilizada en aquellos casos en los que entra en juego
un número finito de elementos. Así, si se manejara una co­
lección finita de enteros y se probara que no todos son pares,
se podría concluir que al menos hay uno que es impar.
Weyl se extendía sobre el enfoque intuicionista de la lógica:
De acuerdo con este punto de vista [el de Brouwer], y leyendo la
historia, la lógica clásica fue abstraída de las matemáticas de los
conjuntos finitos y de sus subconjuntos [...]. Olvidándose de esta
limitación de origen, la lógica fue confundida con algo superior
y anterior a todas las matemáticas y finalmente aplicada sin justi­
ficación a las matemáticas de los conjuntos infinitos. Esta es la
Caída y el Pecado Original de la teoría de conjuntos, por los que
justamente ha sido castigada con las antinomias. Lo sorprendente
no es que aparecieran tales contradicciones; lo sorprendente es que
aparecieran en una fase tan avanzada del juego.
Algo más tarde añadía Weyl: «El principio del tercio excluso
puede ser válido para Dios, que ve las sucesiones infinitas,
como si dijéramos, de un vistazo, pero no para la lógica
humana.»
Brouwer dio, en un trabajo de 1923, ejemplos de teoremas
que no quedan establecidos si rechazamos la aplicación de la
ley del tercio excluso a las colecciones infinitas*. En particu­
lar, el teorema de Bolzano-Weierstrass, el cual afirma que todo
conjunto infinito y acotado tiene un punto límite no queda
probado, como tampoco el teorema de existencia de un nv
ximo de una función continua en un intervalo cerrado. También
queda rechazado el teorema de Heine-Borel que afirma que
1 Para nuestros propósitos no es necesario examinar el significado
técnico de los teoremas. Sólo son mencionados para dar ejemplos espe­
cíficos.
de cualquier conjunto de intervalos que recubra un intervalo
de puntos se puede seleccionar un número finito que recubra
el intervalo. Por supuesto, todas las consecuencias de estos
teoremas son también inaceptables.
Además de rechazar el uso sin restricciones de la ley del
tercio excluso para establecer la existencia de entidades ma­
temáticas, los intuicionistas imponen otras condiciones. No
están dispuestos a aceptar un conjunto definido por un atri­
buto característico de todos sus elementos como, por ejem­
plo, el conjunto definido por el atributo «rojo». Los conceptos
u objetos que los intuicionistas aceptaran como legítimos para
la construcción matemática —los objetos de los que con toda
seguridad se puede decir que existen— deben ser construibles;
es decir, se debe poder dar un método para mostrar la entidad
o entidades en un número finito de pasos, o un método para
calcularlos con cualquier grado de aproximación deseado2. Así,
por ejemplo, tz es aceptable porque podemos calcularlo con tan­
tas cifras decimales exactas como queramos. Si se probara única­
mente la existencia de los enteros x, y, z y n que satisfacen la ecua­
ción xn + yn = zn para n mayor que 2, pero no se especifica­
rán esos enteros, los intuicionistas no aceptarían la demos­
tración. Por el contrario, la definición de número primo es
constructiva porque se puede aplicar un procedimiento para
determinar en un número finito de pasos si un número es o
no primo.
Consideremos otro ejemplo. Se llaman primos gemelos a
dos primos de la forma p — 2 y p, por ejemplo 5 y 7, 11 y 13,
y así sucesivamente. Un problema aún sin resolver de las ma­
temáticas consiste en saber si existe una cantidad infinita de
primos gemelos. Definamos arbitrariamente el número p como
el mayor primo tal que p — 2 es también primo, o p = 1 si
tal número no existe. Los clasicistas aceptan que p es un nú­
mero definido se sepa o no si existe un último par de primos
gemelos. Ello se debe a que, por la ley del tercio excluso, o
bien existe o bien no existe un último par de primos gemelos.
En el primer caso p es el último primo tal que p — 2 es tam­
bién primo, y en el segundo caso p = 1. El hecho de que no
podamos calcular efectivamente el número p carece de im­
portancia para los no intuicionistas. Pero los intuicionistas no
aceptan que la anterior «definición» de p tenga sentido hasta
que p pueda ser calculado, es decir, hasta que el problema de
2 Poincaré fue una excepción. Para él, como para los formalistas (ca­
pítulo 11), un concepto era aceptable si no generaba contradicción.
si existe o no una infinitud de primos gemelos sea resuelto.
La insistencia en los procesos constructivos se aplica espe­
cialmente a la determinación de conjuntos infinitos. No sería
aceptable un conjunto infinitamente grande construido por
medio del axioma de elección. Como muestran algunos de los
ejemplos anteriores, hay demostraciones de existencia que no
son constructivas. Por tanto, independientemente del hecho de
que puedan usar la ley del tercio excluso, existe también esta
otra razón para rechazarlas.
Decía Hermann Weyl que las demostraciones no construc­
tivas de existencia informan al mundo de que existe un teso­
ro sin revelar dónde se encuentra. Tales demostraciones no
pueden reemplazar a la construcción sin pérdida de signifi­
cación y valor. También señalaba que la adhesión al intuicio-
nismo supone el abandono de teoremas básicos de existencia
del análisis clásico. Weyl describía la jerarquía de los números
transfinitos de Cantor como una niebla en la niebla. El aná­
lisis, decía en Das Kontinuum (1918), es una casa construida
sobre la arena. Sólo se puede estar seguro de lo que se esta­
blece mediante métodos intuicionistas.
El rechazo de la ley del tercio excluso da lugar a una nue­
va posibilidad: las proposiciones indecidibles. Los intuicionis­
tas mantienen, en relación con los conjuntos infinitos, que exis­
te una tercera situación, a saber, que puede haber proposicio­
nes que no pueden ser probadas ni falsadas, y ofrecen el si­
guiente ejemplo de tales proposiciones. Definamos la posición
fc-ésima en la expresión decimal de -n como la posición del
primer cero que es seguido de los enteros desde el 1 hasta
el 9 sucesivamente. La lógica de Aristóteles dice que el nú­
mero k o bien existe o bien no existe, y los matemáticos que
siguen a Aristóteles proceden luego a razonar sobre la base
de esas dos posibilidades. Brouwer y los intuicionistas recha­
zaron generalmente este tipo de razonamientos porque no sa­
bemos si alguna vez seremos capaces de probar que k existe
o no existe. Así pues, de acuerdo con los intuicionistas, exis­
ten sustanciales cuestiones matemáticas que no pueden ser
zanjadas sobre la base de ninguno de los fundamentos de las
matemáticas. Estas cuestiones nos parecen decidibles, pero de
hecho la base de nuestra creencia no es en realidad otra cosa
que el hecho de que implican conceptos y problemas matemá­
ticos de un tipo que ya han sido decididos en el pasado.
Desde el punto de vista de los intuicionistas, las construc­
ciones clásicas y logicistas del sistema de los números reales,
el cálculo, la teoría moderna de funciones reales, la integral
de Lebesgue y otros temas no son aceptables. Brouwer y sus
simpatizantes contemporáneos no se limitaron a criticar, sino
que trataron de edificar las matemáticas sobre la base de las
construcciones que ellos prescribían. Consiguieron salvar par­
tes de los temas anteriormente mencionados pero sus cons­
trucciones son muy complicadas, hasta el punto de que inclu­
so el propio Weyl se quejaba de la insoportable dificultad de
las demostraciones. Los intuicionistas han reconstruido tam­
bién partes del álgebra y de la geometría.
Sin embargo, las reconstrucciones se han realizado a un
ritmo muy lento. Por eso decía Hilbert en su trabajo de 1827
«Los fundamentos de las matemáticas»: «Comparados con la
inmensa expansión de las modernas matemáticas, qué suponen
los lamentables restos, los escasos resultados aislados, incom­
pletos e inconexos que los intuicionistas han obtenido.» Por
supuesto, en 1927 los intuicionistas no habían hecho muchos
progresos en la reconstrucción de las matemáticas clásicas de
acuerdo con sus propios criterios. Pero la irritación de sus
oponentes filosóficos les sirvió de acicate. Desde entonces, más
y más intuicionistas han participado en la reconstrucción de
los fundamentos. Desgraciadamente, como en el caso del logi­
cismo, los intuicionistas no se ponen de acuerdo sobre qué
bases son aceptables. Algunos han decidido eliminar todas las
nociones generales de la teoría de conjuntos, limitándose ex­
clusivamente a los conceptos que pueden ser definidos y cons­
truidos de manera efectiva. Menos extremas son las posturas
de los constructivistas que no sólo no ponen en entredicho la
lógica clásica, sino que la usan por entero. Algunos aceptan
una clase de objetos matemáticos y a partir de ahí insisten
en procedimientos constructivos. Así pues, hay muchos que
admiten al menos una clase de números reales (que, sin em­
bargo, no se extiende a todo el continuo de números reales);
otros admiten sólo los enteros y después aceptan únicamente
conceptos tales como otros números y funciones que sean calcu­
lables. Lo que se considera calculable también varía de unos
grupos a otros. Así puede ser considerado calculable si puede
ser aproximado con creciente precisión por algún conjunto
original de números admisibles, de la misma forma en que los
irracionales habituales son aproximados con creciente precisión
por decimales finitos.
Desgraciadamente, el concepto de constructividad en modo
alguno es claro o inequívoco. Consideremos la siguiente defi­
nición del número N :
N = 1 + -(-1■ )P
■p■

10
Supongamos por un momento que p — 3. En ese caso N —
1 — 0,01, esto es, 0,99. Si, por el contrario, p — 2, entonces
N = 1,01. Definamos ahora p como el primer dígito en la ex­
presión decimal de tz después del cual aparece en la expresión
decimal la sucesión 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. Si no hay tal p,
entonces definimos N como 1. Si p existe y es un número par,
entonces N = 1,00000... con ceros hasta el lugar p en donde
colocaremos un 1. Si p es impar, entonces N = 0,99999... en
donde los nueves continúan hasta el lugar p. Sin embargo,
no sabemos si el p definido anteriormente existe. Si no existe,
entonces N = 1. Y si existe, pero no aparece hasta, por ejem­
plo, el primer millar de decimales, entonces no podemos co­
menzar a escribir el valor de N. No obstante, N está definido,
e incluso lo está con cualquier grado de aproximación desea­
do. ¿Está N definido constructivamente?
Por supuesto, las demostraciones de existencia que utilizan
el axioma de elección o la hipótesis del continuo no son cons­
tructivas y son por tanto inaceptables no sólo para los intui­
cionistas, sino también para muchos matemáticos que no son
intuicionistas.
Aunque los intuicionistas difieran entre ellos, puede decirse
que han reconstruido una parte importante de las matemáti­
cas clásicas. Algunos de los teoremas reconstruidos no tienen
tanto alcance como los correspondientes teoremas clásicos.
A esto responden los intuicionistas diciendo que el análisis
clásico, aunque útil, contiene menos verdad matemática. En
suma, su progreso hasta ahora ha sido limitado y las perspec­
tivas de extender su trabajo a todas las matemáticas ya acep­
tadas no son halagüeñas. Dado que su progreso ha sido lento,
ya en 1960 los matemáticos del grupo Bourbaki, acerca de los
cuales hablaremos más adelante, señalaban: «El recuerdo de
la escuela intuicionista está sin duda destinado a sobrevivir
solamente como una curiosidad histórica.» Los críticos del
intuicionismo podrían citar los versos de Samuel Hoffenstein:
Poco a poco vamos restando
fe y falacia de los hechos,
lo ilusorio de lo verdadero,
y el resto nos deja hambrientos.
Sin embargo, para los intuicionistas, si el precio de unos fun­
damentos sólidos es el sacrificio de partes de las matemáticas
clásicas, incluido el «paraíso» de la teoría de los números
transfinitos de Cantor, no sería un precio demasiado alto.
Aunque los adversarios del intuicionismo puedan haber pe­
cado de arrogantes o de dogmáticos en su desprecio de esta
filosofía de las matemáticas, hay críticas de matemáticos más
afines a esa filosofía que deben ser tomadas muy en serio.
Una de estas críticas señala que los propios teoremas que los
intuicionistas tan fervientemente se esfuerzan por reconstruir
de una forma consistente con sus principios no fueron suge­
ridos por la intuición humana, y difícilmente pueden conside­
rarse garantizados por ella. Estos teoremas fueron descubiertos
por todos ios métodos que los matemáticos han usado siem­
pre, por razonamientos de todas clases, conjeturas, generaliza­
ciones de casos especiales e ideas repentinas cuyo origen no
es explicable. Por tanto, los intuicionistas dependen en la prác­
tica de los métodos normales de creación e incluso de la ló­
gica clásica, como les pasa a todos los matemáticos, aunque
los intuicionistas intenten reconstruir las demostraciones de
acuerdo con sus propios principios. Los intuicionistas podrían
replicar que, aunque deban utilizarse los métodos normales
de descubrimiento, los resultados tienen que ser aceptables
para la intuición humana. Sin negar la importancia de otras
doctrinas del intuicionismo, el hecho es que muchos de los
teoremas aceptados incluso por los intuicionistas son tan su­
tiles y extraños a la intuición que es muy difícil creer que la
mente pueda aprehender su verdad directamente.
El argumento de que los modos normales de creación y de
idealización y abstracción matemática son esenciales fue es­
grimido por primera vez por Félix Klein y Moritz Pasch. ¿Ha­
bría descubierto la intuición una función continua que no es
diferenciable en ningún punto o una curva (la curva de Peano)
que llena un cuadrado? Tales creaciones, aunque sugeridas por
la intuición, deben ser afinadas por la idealización y la abs­
tracción. Klein decía que la intuición ingenua no es exacta,
mientras que la intuición refinada no es intuición propiamen­
te dicha, sino que surge del desarrollo lógico basado en los
axiomas. A la exigencia de basarse en última instancia en la
deducción lógica a partir de axiomas, contestaba Brouwer que
hay que demostrar que un sistema de axiomas es consistente
utilizando interpretaciones o modelos (capítulo 8) de que a su
vez se sepa que son consistentes. Y preguntaba intencionada­
mente: ¿Hacemos siempre tales interpretaciones, o no es más
cierto que confiamos en bases intuitivas para aceptar su con­
sistencia?
Weyl ponía también en duda la afirmación de que los modos
tradicionales de creación y demostración son más poderosos.
En su Mente y naturaleza (1934) decía: «Es ingenuo esperar
que vaya a ser revelada a nuestro conocimiento una natura­
leza más profunda que la que se abre a la intuición.»
Algunos de los adversarios del intuicionismo están de acuer­
do en que las matemáticas son una creación humana, pero
creen también que su corrección o incorrección puede deter­
minarse objetivamente, mientras que los intuicionistas depen­
den de la autoevidencia de las cosas para la falible mente hu­
mana. Como manifestaban Hilbert y Paul Bernays (1888-1978)
en la primera edición de su obra sobre los fundamentos de
las matemáticas, aquí es donde se encuentra la gran debilidad
de la teoría intuicionista. ¿En qué conceptos y razonamientos
podemos confiar si corrección significa autoevidencia para la
mente humana? ¿Dónde está la verdad objetivamente válida
para todos los seres humanos?
Otra crítica al intuicionismo es que no se preocupa por la
aplicación de las matemáticas a la naturaleza. El intuicionis­
mo no relaciona las matemáticas con la percepción. Brouwer
admitía que las matemáticas intuicionistas son inútiles para
las aplicaciones prácticas. De hecho, Brouwer rechazaba el do­
minio humano sobre la naturaleza. Cualesquiera que fueran las
críticas, decía Weyl en 1951, «opino que todo el que desee
mantener la creencia de que las proposiciones matemáticas
dicen la pura verdad, la verdad basada en la evidencia, debe
aceptar la crítica de Brouwer».
Las doctrinas de los intuicionistas han suscitado una cues­
tión relacionada con ellas. Mantienen, como sabemos, que
ideas sólidas y aceptables pueden ser concebidas, y lo son de
hecho, por las mentes humanas. Esas ideas no se originan en
forma verbal. De hecho, el lenguaje es únicamente un meca­
nismo imperfecto para comunicar esas ideas. El problema,
que ha sido analizado extensamente, es si los pensamientos
pueden existir sin palabras. Por un lado, está la postura que
puede ser expresada como en el Evangelio de San Juan: «En
el principio era el verbo.» Aunque San Juan no pensaba en
las matemáticas, su afirmación está de acuerdo con la pos­
tura filosófica griega y los puntos de vista de algunos psicó­
logos modernos. Por otro lado, el obispo Berkeley mantenía
que las palabras son un impedimento para el pensamiento.
Euler discutía esta cuestión en sus cartas a la princesa de
Anhalt-Dessau, sobrina de Federico el Grande de Prusia (pu­
blicadas en 1768-1772):
Cualquiera que sea la aptitud del hombre para ejercer el poder
de abstracción y proveerse de ideas generales, no puede hacer pro­
gresos considerables sin la ayuda del lenguaje, hablado o escrito.
Tanto el uno como el otro contienen una gran variedad de palabras
que no son más que signos correspondientes a nuestras ideas y
cuya significación está fijada por la costumbre o el tácito consen­
timiento de varios hombres que viven juntos.
Podría deducirse de esto que el único propósito del lenguaje
para los hombres es comunicarse mutuamente sus sentimientos y
que un hombre solitario podría prescindir de él, pero sólo es nece­
saria una pequeña reflexión para convencerse de que los hombres
necesitan el lenguaje, tanto para proseguir y cultivar sus propias
ideas como para mantenerse en comunicación con los demás.
Jacques Hadamard, en La psicología de la invención en el
campo matemático (1945) investigó la cuestión de cómo pien­
san los matemáticos, y descubrió que en el proceso creativo
prácticamente todos los matemáticos evitan utilizar un len­
guaje preciso; usan, más bien, imágenes vagas, visuales o tác­
tiles. Esta forma de pensamiento fue expresada por Einstein
en una carta reproducida en el libro de Hadamard:
Las palabras o el lenguaje, en la manera en que se hablan o escri­
ben, no parecen desempeñar ningún papel en mi mecanismo de
pensamiento [...]. Las entidades físicas que parecen servir de ele­
mentos del pensamiento son ciertos signos e imágenes más o me­
nos claros que pueden ser reproducidos y combinados voluntaria­
mente [...]. Los elementos antes mencionados son, en mi caso, vi­
suales, y algunos de tipo muscular. Las palabras convencionales
u otros signos han de ser buscados laboriosamente sólo en un se­
gundo estadio [...].
Por supuesto, la visualización desempeña un papel importante
en el proceso creativo. Que una recta infinita divide el plano
euclídeo en dos partes se deriva de la visualización. El pro­
blema se reduce entonces a si, como sostienen los intuicionis­
tas, la confianza de la mente en un hecho, independientemente
de cómo se haya obtenido, puede ser tan segura que haga in­
necesaria su expresión en un lenguaje preciso y una demostra­
ción lógica.
Como un gesto destinado a mejorar las relaciones con los
lógicos formales, Arend Heyting (1898- ), el principal ex­
ponente del intuicionismo después de Brouwer, publicó un
artículo en 1935 proponiendo reglas formales para una lógica
de proposiciones intuicionista. Estas incluían sólo una parte
de la lógica formal clásica. Por ejemplo, Heyting aceptaba que
la verdad de p implica que es falso que p es falso. Sin em­
bargo, si es falso que p es falso, no se sigue que p es verdade­
ro porque lo que p afirma puede no ser construible. La ley
del tercio excluso p o no p debe ser verdadero —sigue sin
utilizarse. Pero si la proposición p implica la proposición q,
entonces la negación de q implica que p es falso. Esta forma­
lización no es considerada como fundamental por los intui­
cionistas. Es una representación incompleta de las ideas. La
formalización de Heyting no es, además, la única. Los intui­
cionistas difieren entre ellos acerca de los principios lógicos
aceptables.
A pesar de las restricciones que los intuicionistas han im­
puesto a las matemáticas, y a pesar de las críticas de los ad­
versarios de la filosofía intuicionista, el intuicionismo ha te­
nido una saludable influencia. Ha sacado a relucir la primera
cuestión seriamente debatida en relación con el axioma de
elección. ¿Qué significa la existencia en matemáticas? ¿Sirve
de algo, parafraseando a Weyl, saber que existe un número
con propiedades especiales sin ningún medio para comprender
o calcular ese número? El uso ingenuo y sin restricciones de
la ley del tercio excluso exige ciertamente una reconsideración.
Entre las contribuciones del intuicionismo quizá la más impor­
tante sea su insistencia en el cálculo de números o funciones
cuya existencia se había establecido mostrando simplemente
que la no existencia llevaría a contradicción. Conocer esos nú­
meros íntimamente es como vivir con un amigo, y lo demás
es como saber que uno tiene un amigo en algún lugar en el
mundo.
La confrontación entre logicistas e intuicionistas fue única­
mente la primera batalla de una guerra para establecer los
fundamentos adecuados de las matemáticas. Otros contendien­
tes participaron en el combate y todavía tenemos que saber
algo de ellos.
11. LAS ESCUELAS FORMALISTA Y CONJUNTISTA

Comparados con la inmensa expansión de las


modernas matemáticas, qué suponen los lamen­
tables restos, los escasos resultados aislados,
incompletos e inconexos que los intuicionistas
han obtenido.
D avid H ilbert

Las filosofías logicista e intuicionista, puestas en marcha du­


rante la primera década de este siglo y diametralmente opues­
tas en sus puntos de vista sobre los adecuados fundamentos
de las matemáticas, no fueron más que las primeras escara­
muzas de la batalla. Una tercera escuela de pensamiento, lla­
mada formalista, fue creada y dirigida por David Hilbert, y
una cuarta, la escuela conjuntista, fue iniciada por Emst
Zermelo.
En su discurso en el Congreso Internacional de 1900 (capí­
tulo 8), Hilbert recalcó la importancia de probar la consisten­
cia de las matemáticas. También había pedido un método para
ordenar bien los números reales, y sabemos, como consecuen­
cia del trabajo de Zermelo, que la buena ordenación es equi­
valente al axioma de elección. Finalmente, Hilbert había pro­
puesto que los matemáticos emprendieran la tarea de probar
la hipótesis del continuo, la cual afirma que no hay números
transfinitos entre Xq y c. Incluso antes de que se conocieran
las turbadoras paradojas y de que surgiera la controversia so­
bre el axioma de elección, Hilbert había ya previsto que la
solución de estos problemas era vital.
El propio Hilbert presentó en el III Congreso Internacio­
nal de 1904 un esquema de su enfoque de los fundamentos,
incluyendo un método para probar la consistencia. Sin em­
bargo, durante algún tiempo no emprendió trabajos más serios
sobre el particular. Durante los siguientes quince años, logi-
cistas e intuicionistas dieron amplia publicidad a sus doctri-
ñas, y Hilbert se mostró insatisfecho, por no decir algo más, con
sus soluciones al obsesionante problema de los fundamentos.
Rechazaba, más bien tranquilamente, el programa logicis-
ta. Su objeción fundamental, como señaló en su alocución y
su artículo de 1904, era que en el largo y complicado desarrollo
de la lógica, intervenían ya los números enteros aunque no
fueran nombrados como tales. En consecuencia, la construc­
ción del número sobre la lógica implicaba un razonamiento
circular. También criticó la definición de conjuntos mediante
sus propiedades: esto exigía distinguir las proposiciones y
funciones proposicionales mediante la teoría de tipos, y ésta
requería el cuestionable axioma de reducibilidad. Estaba de
acuerdo con Russell y Whitehead en que fueran incluidos los
conjuntos infinitos. Pero esto requería el axioma de infinitud,
y Hilbert, como otros, argüía que este axioma no pertenecía
a la lógica.
La filosofía de los intuicionistas, por otra parte, alarmaba
a Hilbert por el hecho de rechazar no solamente los conjuntos
infinitos, sino también extensas partes del análisis, tales como
las que dependen de teoremas de pura existencia. Por ello
atacó esta filosofía vehementemente. En 1922 decía que el
intuicionismo «trata de romper y desfigurar las matemáticas».
En un trabajo de 1927 protestaba de que «quitar a los mate­
máticos el principio del tercio excluso es como prohibir el
telescopio a los astrónomos y el uso de sus puños a los boxea­
dores. Negar los teoremas de existencia que utilizan el prin­
cipio del tercio excluso es tanto como renunciar de golpe a la
ciencia de las matemáticas».
Weil decía en 1927, a propósito de la posición de Hilbert
sobre el intuicionismo, que «el hecho de que desde este pun­
to de vista [el intuicionismo] sólo sea sostenible una parte,
quizá solamente una minúscula parte, de las matemáticas clá­
sicas es un hecho amargo pero inevitable. Hilbert no podía
soportar esta mutilación».
Frente al logicismo y al intuicionismo, Hilbert mantenía
que ninguno de los dos probaba la consistencia. En su artícu­
lo de 1927, Hilbert exclamaba:
Para fundamentar las matemáticas no necesito a Dios, como
Kronecker, ni el supuesto de una facultad especial de comprensión
a tono con el principio de inducción matemática, como Poincaré
[quien había dicho que la consistencia de un sistema que utilizaba
la inducción matemática nunca podría ser probada], o la intuición
primaria de Brouwer ni, finalmente, como Russell y Whitehead,
los axiomas de infinitud, reducibilidad o complitud, que son de
hecho proposiciones reales y sustanciales, pero que no son suscep­
tibles de ser establecidas mediante una demostración de consistencia.
Durante la década de 1920, Hilbert formuló su propia aproxi­
mación a los fundamentos y trabajó sobre ella durante el
resto de su vida. De los trabajos que Hilbert publicó durante
la década de 1920 y a comienzos de la de 1930, el de 1925 es
el más importante para conocer sus ideas *. Decía en este ar­
tículo titulado «Sobre el infinito»: «La meta de mi teoría es
establecer de una vez por todas la certidumbre de los méto­
dos matemáticos.»
La primera de estas tesis es que, puesto que en realidad
el desarrollo de la lógica implica ideas matemáticas y puesto
que, si se quiere preservar las matemáticas clásicas, deben
ser introducidos axiomas extralógicos tales como el de infi­
nitud, la aproximación correcta a las matemáticas debe incluir
conceptos y axiomas tanto de lógica como de matemáticas.
Además, la lógica debe operar sobre algo, y ese algo consiste
en ciertos conceptos extralógicos concretos, tales como el
número, que están presentes en la intuición antes de que se
pueda emprender cualquier desarrollo lógico.
Los axiomas básicos que Hilbert asumió no son esencial­
mente diferentes de los de Russell, aunque Hilbert asumiera
más ya que no estaba tan preocupado por establecer unas
bases axiomáticas para la lógica. Sin embargo, puesto que, de
acuerdo con Hilbert, no se pueden deducir las matemáticas
de la sola lógica —las matemáticas no son una consecuencia
de la lógica, sino una disciplina autónoma— cada una de sus
ramas debe tener los axiomas apropiados tanto de lógica como
de matemáticas. Además, el camino más seguro para tratar
las matemáticas es considerarlas no como un conocimiento
factual, sino como una disciplina formal, esto es, abstracta,
simbólica y sin referencia a ningún significado (aunque, in­
formalmente, tenga significado y relación con la realidad).
Las deducciones han de ser manipulaciones de símbolos de
acuerdo con principios lógicos.
Por tanto, para evitar ambigüedades de lenguaje y la utili­
zación inconsciente del conocimiento intuitivo, que son la
causa de algunas paradojas para eliminar otras paradojas, y
para lograr precisión de demostración y objetividad, Hilbert
1 Existe traducción inglesa de Paul Benacerraf y Hilary Putnam,
Philosophy of mathematics, Prentice Hall, 1964, pp. 134-81.
decidió que todos los enunciados de las matemáticas y de la
lógica debían ser expresados en forma simbólica. Estos sím­
bolos no habían de ser interpretados en las matemáticas for­
males que él proponía, aunque pudieran representar percep­
ciones con significado intuitivo. Incluso algunos símbolos re­
presentarían conjuntos infinitos, dado que Hilbert deseaba
incluirlos, pero éstos no tendrían un significado intuitivo. Es­
tos elementos ideales, como él los llamaba, son necesarios para
construir las matemáticas, y por consiguiente su introducción
está justificada, aunque Hilbert creyera que en el mundo real
sólo existe un número finito de objetos. La materia está com­
puesta de un número finito de elementos.
Se puede comprender mejor el razonamiento de Hibert con­
siderando una analogía. Los números irracionales no tienen
significado intuitivo como tales números. Aunque podamos in­
troducir longitudes cuyas medidas sean irracionales, las pro­
pias longitudes no proporcionan ningún significado intuitivo
a los números irracionales. Con todo, los irracionales, como
elementos ideales, son necesarios incluso para las matemáticas
elementales, y es ésa la razón por la que los matemáticos es­
tuvieron utilizándolos, incluso sin una base lógica, hasta la
década de 1870. Hilbert hizo la misma observación respecto
de los números complejos, es decir, los números en los que
aparece s/ —1. Estos números no tienen contrapartidas reales
inmediatas. Con todo, hacen que sean posibles teoremas gene­
rales como el de que toda ecuación polinómica de grado n
tiene exactamente n raíces, además de una teoría completa de
funciones de una variable compleja que ha resultado ser in­
mensamente útil en las investigaciones físicas. Independiente­
mente de que los símbolos representen o no objetos con un
significado intuitivo, todos los signos y símbolos de conceptos
y operaciones están libres de significado. Para el propósito de
los fundamentos, los elementos del pensamiento matemático
son los símbolos y las proposiciones, que son combinaciones
o cadenas de símbolos. Los formalistas trataban, de esta ma­
nera, de comprar certeza a un cierto precio; al precio de tratar
con símbolos vacíos de significado.
Afortunadamente, el simbolismo para la lógica se había des­
arrollado a finales del siglo xix y comienzos del xx (capítulo 8),
de modo que Hilbert tenía a mano lo que necesitaba. Así, tenía
a su disposición símbolos tales como ~ para «no», • para «y»,
V para «o», —» para «implica» y 3 para «existe». Estos eran
conceptos primitivos o no definidos. Para las matemáticas
propiamente dichas había símbolos apropiados desde hacía
mucho tiempo.
Los axiomas de la lógica que eligió Hilbert tenían como ob­
jeto proporcionar todos los principios de la lógica aristotélica.
Difícilmente se podría cuestionar la aceptabilidad de estos axio­
mas. Por ejemplo, si X, Y y Z son proposiciones, un axioma
afirma que X implica XVY, lo que verbalmente significa que,
si X es verdadero, entonces X o Y es verdadero. Otro, también
en forma verbal, dice que si X implica Y, entonces Z o X im­
plica Z o Y. Un axioma fundamental es la regla de la impli­
cación o regla de inferencia. El axioma afirma que, si la fórmu­
la A es verdad y si la fórmula A implica la fórmula B, enton­
ces la fórmula B es verdadera. Este principio de la lógica es
el llamado modus ponens en la lógica aristotélica. También
deseaba Hilbert utilizar el principio del tercio excluso, e intro­
dujo una técnica que expresa esta ley en forma simbólica. Esta
misma técnica fue utilizada para expresar el axioma de elec­
ción, que es, por supuesto, un axioma matemático. Se evitaba
el uso explícito de la palabra «todo» y con ello confiaba Hilbert
evitar las paradojas.
En la rama de las matemáticas que trata de los números
hay, de acuerdo con el programa de Hilbert, axiomas para los
números. Como ilustración, está el axioma a = b implica
a' = b\ el cual constata que, si dos números enteros a y b
son iguales, entonces sus sucesores (intuitivamente hablando,
los siguientes enteros) también son iguales. También se inclu­
ye el axioma de inducción matemática. En general, los axiomas
son, como mínimo, pertinentes para la experiencia de los fe­
nómenos naturales o para el mundo del conocimiento mate­
mático existente de antemano.
Si el sistema formal ha de representar la teoría de conjun­
tos, debe contener axiomas (en forma simbólica) que afirmen
qué conjuntos pueden ser formados. Así, los axiomas permiten
formar el conjunto que es la suma de otros dos conjuntos y
el conjunto de todos los subconjuntos de un conjunto dado.
Con todos los axiomas lógicos y matemáticos expresados
como fórmulas o colecciones de símbolos, Hilbert estaba en
condiciones de enunciar lo que él entendía por demostración
objetiva. Consiste en el siguiente proceso: la afirmación. de
alguna fórmula; la afirmación de que esta fórmula implica
otra; la afirmación de la segunda fórmula. Una sucesión de
pasos como los anteriores, en los que la fórmula afirmada al
final es la implicación de los axiomas o conclusiones prece­
dentes, constituye la demostración de un teorema. También
está permitida la sustitución de un símbolo o grupo de sím­
bolos por otro. De esta forma, se obtienen fórmulas aplican­
do los axiomas lógicos a las manipulaciones de los símbolos
de los axiomas o fórmulas previamente establecidos.
Una fórmula es verdadera si se puede obtener como la úl­
tima de una sucesión de fórmulas tal que cada fórmula de la
sucesión es o bien un axioma del sistema formal o bien una
fórmula derivada mediante alguna de las reglas de deducción.
Cualquiera puede comprobar si una fórmula dada ha sido
obtenida mediante la adecuada sucesión de deducciones, ya
que la demostración es esencialmente una manipulación me­
cánica de símbolos. Así pues, desde el punto de vista forma­
lista, la demostración y el rigor son algo bien definido y ob­
jetivo.
Por consiguiente, para los formalistas las matemáticas pro­
piamente dichas son una colección de sistemas formales, cada
uno de los cuales construye su propia lógica junto con sus
matemáticas y tiene sus propios conceptos, sus propios axio­
mas, sus propias reglas para deducir teoremas y sus propios
teoremas. La tarea de las matemáticas consiste en desarrollar
cada uno de esos sistemas deductivos.
Este era el programa de Hilbert para la construcción de
las matemáticas propiamente dichas. Ahora bien, ¿están las
conclusiones deducibles de los axiomas libres de contradic­
ción? Puesto que se habían dado ya demostraciones de consis­
tencia de las principales ramas de las matemáticas partiendo
del supuesto de la consistencia de la aritmética —efectivamen­
te, el propio Hilbert había mostrado que la consistencia de la
geometría euclídea se reduce a la consistencia de la aritmé­
tica— la consistencia de esta última había pasado a ser una
cuestión crucial. Como señaló Hilbert: «La demostración de
la consistencia de la geometría y la física teórica se ha logrado
reduciéndola a la de la consistencia de la aritmética. Al mé­
todo le falta, obviamente, la demostración de la consistencia
de la propia aritmética.» Por consiguiente, lo que Hilbert bus­
caba era la demostración de la consistencia absoluta en lugar
de la consistencia relativa. Y éste fue el problema en el que
concentró sus esfuerzos. Decía, a este respecto, que no pode­
mos arriesgarnos a sorpresas desagradables en el futuro como
las que se produjeron a comienzos de la década de 1900.
Ahora bien, la consistencia es algo que no se puede obser­
var. No se pueden prever todas las implicaciones de los axio­
mas. Sin embargo, Hilbert, como casi todos los matemáticos
preocupados por los fundamentos, utilizó el concepto de im­
plicación material (capítulo 8), de acuerdo con el cual una
proposición falsa implica cualquier proposición. Si existe una
contradicción, entonces, de acuerdo con la ley de contradic­
ción, una de las dos proposiciones debe ser falsa, y, si existe
una proposición falsa, ésta implica que 1 = 0 . Por consiguien­
te, todo lo que se necesita para probar la consistencia es pro­
bar que nunca podremos llegar a afirmar que 1 = 0. En con­
secuencia, decía Hilbert en su artículo de 1925, «lo que hemos
experimentado dos veces, la primera con las paradojas del
cálculo infinitesimal y después con las paradojas de la teoría
de conjuntos, no puede ocurrir una tercera vez y jamás ocu­
rrirá de nuevo».
Hilbert y sus discípulos Wilhelm Ackermann (1896-1962),
Paul Bernays (1888-1978) y John von Neumann (1903-1957), des­
arrollaron gradualmente entre 1920 y 1930 lo que se conoce
con el nombre de Beweistheorie [teoría de la demostración]
de Hilbert o metamatemática, un método para establecer la
consistencia de cualquier sistema formal. La idea básica de la
metamatemática se puede comprender mediante una analogía.
Si deseáramos estudiar la efectividad o la capacidad del idioma
japonés, hacerlo en japonés podría obstaculizar el análisis, ya
que éste estaría sujeto a las limitaciones del japonés. Sin em­
bargo, si el inglés fuera un idioma efectivo, podríamos emplear
el inglés para estudiar japonés.
Hilbert propuso utilizar en metamatemática una lógica es­
pecial que estuviera libre de cualquier objeción. Los principios
lógicos serían tan obvios que todo el mundo los aceptaría. De
hecho, estaban muy próximos a los principios intuicionistas.
Los razonamientos conflictivos —tales como las demostracio­
nes de existencia mediante contradicción, la inducción transfini-
ta, los conjuntos con infinito actual, las definiciones impredica­
tivas y el axioma de elección— no serían utilizados. Las de­
mostraciones de existencia debían ser constructivas. Puesto
que un sistema formal puede ser ilimitado, la metamatemática
debía aceptar conceptos y cuestiones que al menos implicaran
sistemas potencialmente infinitos. Sin embargo, no debería
haber referencia ni a un número infinito de propiedades es­
tructurales de fórmulas ni a un número infinito de manipu­
laciones de fórmulas. Se puede permitir la consideración de
fórmulas en las que los símbolos representan conjuntos con
un infinito actual. Pero solamente son símbolos dentro de las
fórmulas. La inducción matemática sobre los números natura­
les (los números enteros positivos) es admisible porque prueba
una proposición para cualquier número finito n, pero no es
necesario interpretar que prueba una proposición para todo
el conjunto infinito de números naturales.
A los conceptos y métodos de la demostración metamate-
mática los llamó finitarios. Hilbert fue más bien vago respec­
to a lo que entendía por finitario. En su trabajo de 1925 daba
el siguiente ejemplo. El enunciado «si p es un número primo,
existe un número primo mayor que p » no es finitario porque
es una afirmación acerca de todos los enteros mayores que p.
Sin embargo, el enunciado «si p es un número primo, existe
un número primo entre p y p\ + 1 (factorial de p más uno)»
es finitario porque, para cualquier número p, lo que hay que
comprobar es si existe un número primo entre una cantidad
finita de números entre los números p y p! + 1.
En un libro que publicó en 1934 con Paul Bernays, Hilbert
describía el concepto de la siguiente forma:
Usaremos siempre la palabra «finitario» para indicar que la discu­
sión, la aserción o la definición en cuestión permanece dentro de
los límites de la más estricta producibilidad de objetos y practica-
bilidad de procesos y que, de acuerdo con esto, puede realizarse
dentro del dominio de la inspección directa.
La metamatemática usaría el lenguaje intuitivo o informal con
la ayuda, cuando fuera incuestionable, de algunos símbolos.
Hablando de su programa metamatemático en el Congreso
Internacional de Matemáticos de 1928, Hilbert afirmaba con­
fiadamente: «Con estos nuevos fundamentos de las matemá­
ticas, que se pueden llamar apropiadamente teoría de la de­
mostración, creo que puedo desterrar de nuestro mundo todos
los problemas relativos a los fundamentos.» En particular,
estaba seguro de que podría resolver el problema de la con­
sistencia y de la complitud. Es decir, serían probados o refu­
tados todos los enunciados significativos. No habría proposi­
ciones indecidibles.
Era de prever que el programa formalista sería criticado
por sus rivales. En la segunda edición de Los principios de
la matemática (1937) Russell acusaba a los axiomas de la arit­
mética utilizados por los formalistas de no precisar el signi­
ficado de los símbolos 0, 1, 2, ... Se podría comenzar también
con lo que entendemos intuitivamente por 100, 101, 102, ... En
consecuencia, la afirmación «Hubo 12 apóstoles» no tendría
significado dentro del formalismo. «Los formalistas son como
un relojero que está tan preocupado por dar a sus relojes una
bella apariencia que se olvida de que su propósito es marcar
la hora y por tanto no les coloca ninguna pieza». La definición
logicista de número hace que sea inteligible la conexión con
el mundo real; la teoría formalista, no.
También ^itacó Russell el concepto formalista de existencia.
Hilbert había aceptado los conjuntos infinitos y otros elemen­
tos ideales, y había dicho que si los axiomas de cualquier rama
de las matemáticas que incluyan la ley del tercio excluso y el
principio de contradicción, no llevan a contradicciones, la
existencia de las entidades que satisfacen los axiomas está ase­
gurada. Russell llamó metafísica a esta noción de existencia.
Además, decía Russell, no existe límite a la variedad de siste­
mas axiomáticos no contradictorios que se pueden inventar.
Lo que nos interesa, continuaba, son los sistemas que tienen
aplicación a la materia empírica.
Las críticas de Russell recuerdan a las de la sartén al cazo.
En 1937 había olvidado ya lo que había escrito en 1901: «Las
matemáticas se pueden definir como la disciplina en la que
nunca sabemos de qué estamos hablando ni si lo que decimos
es verdad.»
El programa formalista era inaceptable para los intuicio­
nistas. Además de las diferencias básicas sobre el infinito y
la ley del tercio excluso, los intuicionistas continuaban insis­
tiendo en que confiaban en el sentido de las matemáticas para
determinar su solidez, mientras que los formalistas (y los logi­
cistas) se ocupaban de mundos ideales o trascendentales que
carecían de sentido. Brouwer había ya mostrado en 1908 que
la lógica y el sentido estaban en flagrante contradicción en
algunas de las afirmaciones básicas del análisis clásico, en
particular el teorema de Bolzano-Weierstrass (teorema bas­
tante técnico en el que se afirma que todo conjunto infinito y
acotado tiene, al menos, un punto límite). Debemos elegir, de­
cía Brouwer, entre nuestro concepto a priori de los enteros
positivos y el uso sin restricciones del principio del tercio
excluso cuando este último se aplica a cualquier razonamiento
más allá de lo que es verificable con procedimientos finitos.
El uso sin restricciones de la lógica de Aristóteles conduce a
resultados formalmente válidos, pero carentes de sentido. Las
matemáticas clásicas abandonan la realidad cuando, en mu­
chas construcciones lógicas, abandonan el sentido.
La crítica de Brouwer fue la causa de que mucha gente
reconociera la falsedad de la creencia, antes incuestionable,
de que las grandes teorías de las matemáticas son la expresión
verdadera de algún contenido real subyacente. Eran, supuesta­
mente, idealizaciones de cosas o fenómenos esencialmente rea­
les. Sin embargo, especialmente en el siglo xix, gran parte del
análisis clásico había ido mucho más allá de cualquier sentido
intuitivo, aparte de ser poco satisfactorio, desde un punto de
vista lógico, para los intuicionistas. Aceptar a R#ouwer equi­
vale a rechazar una gran parte de las matemáticas clásicas so­
bre la base de que carecen de sentido intuitivo.
Los intuicionistas dicen hoy que, aun cuando se diera la
demostración de Hilbert de la consistencia de las matemáti­
cas formalizadas, la teoría, las matemáticas formalizadas, ca­
recerían de sentido. Weyl se quejaba de que Hilbert «salvaba»
las matemáticas clásicas «mediante una reinterpretación radi­
cal de su sentido», esto es, formalizándolas y privándolas de
su significado, «transformando así lo que en principio era un
sistema de resultados intuitivos en un juego con fórmulas que
se desarrolla de acuerdo con unas reglas fijas». «Las mate­
máticas de Hilbert pueden ser un bonito juego de fórmulas,
más divertido incluso que el ajedrez, pero, ¿qué importancia
tienen para el conocimiento, si sus fórmulas no tienen, como
confiesan, ningún significado material en virtud del cual pue­
dan expresar verdades intuitivas?» Hay que señalar, en defensa
de la escuela formalista, que si las matemáticas son reducidas
a fórmulas sin significado, es únicamente con el propósito de
probar la consistencia, la complitud y otras propiedades. En
cuanto a las matemáticas en su conjunto, incluso los forma­
listas rechazan la idea de que se trate simplemente de un jue­
go; las consideran como una ciencia objetiva.
Al igual que Russell, los intuicionistas se opusieron al con­
cepto formalista de existencia. Hilbert había mantenido que
la existencia de cualquier objeto estaba garantizada por la
consistencia de la rama de las matemáticas en donde hubiera
sido introducido. Esta noción de existencia es inaceptable para
los intuicionistas. La consistencia no asegura la verdad de los
teoremas de pura existencia. El argumento había sido dado
ya, doscientos años antes, por Immanuel Kant en su Crítica
de la razón pura: «Pues sustituir la posibilidad trascendente
de las cosas (a saber, que un objeto corresponde al concepto)
por la posibilidad lógica del concepto (a saber, que el concepto
no es en sí mismo contradictorio) sólo puede engañar y dejar
satisfechos a los simples de espíritu.»
En la década de 1920 tuvo lugar un violento diálogo entre
formalistas e intuicionistas. En 1923, Brouwer criticó dura­
mente a los formalistas. Por supuesto, decía, el tratamiento
formalista y axiomático puede evitar las contradicciones, pero
por este camino jamás se obtendrá nada que tenga valor ma­
temático. «Una teoría incorrecta, aunque no pueda ser recha­
zada mediante una contradicción que la refute, sigue siendo,
no obstante, incorrecta, de la misma forma que un acto cri­
minal lo es pueda o no un jurado evitarlo.» También re­
calcaba, sarcásticamente, en una conferencia dada en 1912 en
la universidad de Amsterdam: «A la cuestión de dónde se en­
contrará rigor matemático, las dos partes dan respuestas dife­
rentes. Los intuicionistas dicen que en la inteligencia humana,
los formalistas que en el papel.»
Hilbert, a su vez, acusó a Brouwer y Weyl de tratar de
lanzar por la borda todo lo que no les agradaba y promulgar
dictatorialmente un embargo. En su trabajo de 1925 decía
que el intuicionismo era una traición a la ciencia. Con todo,
en su metamatemática, como señalaba Weyl, limitaba sus prin­
cipios a los esencialmente intuicionistas.
Hay todavía otra crítica del formalismo a los principios de
la metamatemática. Se supone que son aceptables para todos.
Pero fueron los formalistas los que hicieron la elección. ¿Por
qué habría de ser su intuición la piedra de toque? ¿Por qué
no utilizar el enfoque intuicionista para todas las matemáticas?
Obviamente la prueba de fuego de si un método es admisible
en la metamatemática es que sea convincente, pero ¿convin­
cente para quien?
Aunque los formalistas no pudieron contestar a todas las
críticas, tenían, ya en 1930, un argumento de peso a su favor.
Por aquel entonces, Russell y sus compañeros logicistas esta­
ban de acuerdo en que los principios de la lógica no eran
verdades, por lo que la consistencia no estaba asegurada, y
los intuicionistas solamente podían mantener que la solidez
de sus intuiciones garantizaba la consistencia. Los formalistas,
por otra parte, disponían de un procedimiento bien pensado
para probar la consistencia, y sus éxitos con sistemas simples
les hacían confiar en que también tendrían éxito con la con­
sistencia de la aritmética y, por tanto, de todas las matemáticas.
Dejémosles, pues, en esta situación relativamente ventajosa
para considerar otra aproximación rival a los fundamentos de
las matemáticas.
Los miembros de la escuela conjuntista no formularon al
principio una filosofía distinta, pero gradualmente adquirieron
simpatizantes y un programa explícito. Hoy, ciertamente, pue­
de decirse que esta escuela compite por el favor de los mate­
máticos tanto como cualquiera de las tres descritas hasta ahora.
Se pueden atribuir los comienzos de la escuela conjuntista
a los trabajos de Dedekind y Cantor. Aunque ambos estaban
fundamentalmente preocupados por los conjuntos infinitos, los
dos comenzaron a fundamentar incluso los números enteros
ordinarios (los números naturales) sobre la base del concepto
de conjunto. Por supuesto, una vez establecidos los números
enteros, se podrían obtener después todas las matemáticas
(capítulo 8).
Cuando las contradicciones de la teoría de conjuntos de
Cantor propiamente dicha, las del mayor cardinal y las del
mayor ordinal, y contradicciones como las de Russell y Ri­
chard, que incluyen conjuntos, se dieron a conocer, algunos
matemáticos creyeron que esas paradojas se debían a la in­
troducción más bien informal de la teoría de conjuntos. Cantor
había introducido audazmente ideas radicales, pero su pre­
sentación era algo descuidada. Ofreció diversas definiciones
verbales de conjunto en 1884, 1887 y 1895. Su noción de con­
junto era esencialmente la de una colección de objetos defini­
dos y distinguibles por nuestra intuición o pensamiento. Por
otra parte, un conjunto estaba definido cuando, para cada ob­
jeto x, sabemos si x pertenece o no al conjunto. Estas defini­
ciones son imprecisas y toda la presentación de Cantor es
descrita hoy como ingenua. Por tanto, los conjuntistas pen­
saron que unos fundamentos axiomáticos cuidadosamente se­
leccionados eliminarían las paradojas de la teoría de conjun­
tos, de la misma forma que la axiomatización de la geometría
y los sistemas numéricos habían resuelto los problemas lógicos
en esas áreas.
Aunque la teoría de conjuntos está incorporada a la apro­
ximación logicista a las matemáticas, los conjuntistas prefi­
rieron aproximarse directamente a los conjuntos mediante axio­
mas. La axiomatización de la teoría de conjuntos fue empren­
dida por primera vez por Ernst Zermelo en un trabajo de 1908.
También él creía que las paradojas de la teoría de conjuntos
venían de que Cantor no había restringido el concepto de con­
junto. Zermelo esperaba, por consiguiente, que unos axiomas
claros y explícitos clarificarían lo que se entendía por conjun­
to y las propiedades que los conjuntos debían tener. No con­
taba con ninguna base filosófica, pero trataba de evitar las
contradicciones. Zermelo buscaba, en particular, limitar el
tamaño de los conjuntos. Su sistema de axiomas contenía los
conceptos fundamentales no definidos y la relación de conte­
nido entre conjuntos. Estos y los conceptos definidos habrían
de satisfacer los requerimientos de los axiomas. No se usaría
ninguna propiedad de los conjuntos a menos que fuera dedu­
cida de los axiomas. En los axiomas se estipulaba la existencia
de conjuntos infinitos y la formación del conjunto unión de
otros dos y de subconjuntos de un conjunto dado. Zermelo
utilizó también el axioma de elección.
El sistema de axiomas de Zermelo fue perfeccionado al­
gunos años más tarde (1922) por Abraham A. Fraenkel (1891-
1965). Zermelo no había distinguido entre la propiedad de un
conjunto y el propio conjunto. Ambos fueron utilizados como
sinónimos. La distinción fue hecha por Fraenkel en 1922. El
sistema de axiomas usado más comúnmente por los conjun-
tistas es conocido con el nombre de sistema de Zermelo-
Fraenkel. Ambos presupusieron la lógica matemática más agu­
da y refinada de su tiempo, pero no especificaron los princi­
pios lógicos. Los consideraban fuera del ámbito de las mate­
máticas y como elementos que podían ser utilizados confiada­
mente, de la misma forma que los matemáticos habían aplicado
la lógica antes de 1900.
Señalemos algunos de los axiomas de la teoría de conjun­
tos de Zermelo-Fraenkel. Nos tomaremos la libertad de enun­
ciarlos en forma verbal.
1. Dos conjuntos son idénticos si tienen los mismos ele­
mentos. (Intuitivamente, este axioma define la noción
de conjunto.)
2. Existe el conjunto vacío.
3. Si jc e y son conjuntos, entonces el par no ordenado
{x, y } es un conjunto.
4. La unión de un conjunto de conjuntos es un conjunto.
5. Existen conjuntos infinitos. (Este axioma permite los
cardinales transfinitos. Es crucial porque va más allá
de la experiencia.)
6. Cualquier propiedad que pueda ser formalizada en el
lenguaje de la teoría de conjuntos puede ser utilizada
para definir conjuntos.
7. Se puede formar el conjunto potencia de cualquier con­
junto; esto es, la colección de todos los subconjuntos
de cualquier conjunto dado es un conjunto. (Este pro­
ceso puede repetirse indefinidamente; es decir, se pue­
de considerar el conjunto de todos los subconjuntos
de cualquier conjunto dado como un nuevo conjunto;
el conjunto potencia de este conjunto es un nuevo con­
junto.)
8. El axioma de elección.
9. x no pertenece a x.
Lo que es especialmente digno de mención en estos axiomas
es que no permiten la formación de conjuntos omnicompren-
sivos y presumiblemente evitan, de esta forma, las paradojas.
Con todo, son adecuados para implicar todas las propiedades
de la teoría de conjuntos necesarias para el análisis clásico.
El desarrollo de los números naturales sobre la base de la
teoría de conjuntos puede realizarse con facilidad. Cantor ha­
bía afirmado en 1885 que las matemáticas puras eran reduci-
bles a la teoría de conjuntos, y, en efecto, esto fue lo que hi­
cieron Russell y Whitehead, aunque su aproximación a los
conjuntos era mucho más complicada. Y de las matemáticas
del número se siguen todas las matemáticas, incluyendo la
geometría, si ésta se funda en la geometría analítica. Por tanto,
la teoría de conjuntos sirve como fundamento para. todas las
matemáticas 2.
Para resumir: la esperanza de evitar las contradicciones
descansa, en el caso de la axiomatización de la teoría de con­
juntos, en la restricción del tipo de conjuntos que se admiten,
al mismo tiempo que los que se admiten son suficientes para
los fundamentos del análisis. Los axiomas de la teoría de con­
juntos evitan las paradojas, hasta el punto de que hasta el
momento no ha sido posible obtener ninguna de ellas dentro
de la teoría. Zermelo manifestó que no se podía obtener nin­
guna. Los conjuntistas posteriores estaban y están convenci­
dos, sin duda alguna, de que no se pueden obtener paradojas
porque Zermelo y Fraenkel construyeron cuidadosamente una
jerarquía de conjuntos que evitaba la ambigüedad de los tra­
bajos anteriores sobre los conjuntos y sus propiedades. No
obstante, la consistencia de la teoría de conjuntos axiomati-
zada no ha sido demostrada. Pero los conjuntistas no están
demasiado preocupados por ello. A propósito de este proble­
ma de la consistencia, decía Poincaré en uno de sus cáusticos
2 Posteriormente Gódel (1940) y Bemays (1937) modificaron el sistema
de Zermelo-Fraenkel para distinguir entre conjuntos y clases. Gódel y
Bernays simplificaron una versión de 1925 debida a Von Neumann. Los
conjuntos pueden pertenecer a otros conjuntos. Todos los conjuntos son
clases, pero no todas las clases son conjuntos. Las clases propias (las
que no son conjuntos) no pueden pertenecer a otras clases más amplias.
Esta distinción entre conjuntos y clases significa que no se admite que
colecciones monstruosamente grandes pertenezcan a otras clases. De esta
forma se eliminaron los conjuntos inconsistentes de Cantor. Todo teo­
rema del sistema de Zermelo-Fraenkel es un teorema del sistema de
Gódel-Bernays, y recíprocamente. Existen, de hecho, muchas variaciones
de estos sistemas de axiomas para la teoría de conjuntos. Pero no hay
ningún criterio para preferir uno de ellos a los demás.
comentarios: «Hemos puesto una cerca alrededor del rebaño
para protegerlo de los lobos, pero no sabemos si dentro de
la cerca han quedado encerrados algunos lobos.»
Como en el caso de las otras escuelas, los conjuntistas no
escaparon a las críticas. Muchos atacaron el uso del axioma
de elección. Para otros críticos, el hecho de que los conjun­
tistas no especificaran sus fundamentos lógicos era harto cues­
tionable. Ya en la primera década de este siglo estaban bajo
investigación la lógica y sus relaciones con las matemáticas,
mientras que los conjuntistas no sentían ninguna preocupación
por los principios lógicos. Por supuesto, su confianza respecto
de la consistencia era considerada como ingenua, tan ingenua
como había sido la del propio Cantor hasta que descubrió las
dificultades (capítulo 9). Otra crítica era que los axiomas de
la teoría de conjuntos son más bien arbitrarios y artificiales.
Están destinados a evitar las paradojas, pero algunos no son
naturales ni están basados en la intuición. ¿Por qué no partir
entonces de la aritmética puesto que los principios lógicos son
asumidos incluso por los conjuntistas?
No obstante, los axiomas de la teoría de conjuntos de Zer-
melo-Fraenkel son utilizados ahora por algunos matemáticos
como el fundamento adecuado sobre el que construir todas
las matemáticas. Es la teoría más general y fundamental so­
bre la que construir el análisis y la geometría. En efecto, de
la misma forma que las otras aproximaciones iban ganando
adeptos a medida que los respectivos líderes continuaban des­
arrollando y perfeccionando sus filosofías, igual ocurría con
la aproximación conjuntista. Algunos logicistas, por ejemplo
Willard Van Orman Quine, se inclinaron por la teoría de con­
juntos. Aunque todavía no se han narrado muchos hechos
importantes, deberíamos señalar en el actual contexto que un
grupo de prominentes y muy respetados matemáticos que ope­
raban bajo el seudónimo colectivo de Nicholas Bourbaki se
propuso en 1936 demostrar con gran detalle lo que la mayoría
de los matemáticos creían que debe ser verdadero, a saber,
que si se aceptan los axiomas de la teoría de conjuntos de
Zermelo-Fraenkel, y en particular la modificación hecha por
Godel y Bernays, y algunos principios de la lógica, se pueden
construir todas las matemáticas sobre ellos. Pero también para
los bourbakistas la lógica está subordinada a los axiomas de
las matemáticas propiamente dichas. La lógica no controla lo
que son o lo que hacen las matemáticas.
Los bourbakistas expresaron su postura sobre la lógica en
un artículo del Journal for Symbolic Logic (1949): «En otras
u
palabras, la lógica, por lo que a los matemáticos respecta, no
es ni más ni menos que la gramática del lenguaje que usamos,
un lenguaje que tuvo que existir antes de que se pudiera
construir la gramática.» Los desarrollos futuros de las mate­
máticas pueden requerir modificaciones de la lógica. Esto ha
ocurrido con la introducción de los conjuntos infinitos y, como
veremos cuando estudiemos el análisis no estándard3, podría
ocurrir de nuevo. Así, la escuela bourbakista renuncia a Frege,
Russell, Brouwer y Hilbert. Usa el axioma de elección y la
ley del tercio excluso, aunque los obtiene utilizando una técni­
ca de Hilbert. El grupo Bourbaki no se preocupa por el pro­
blema de la consistencia. Sobre este problema, los bourbakis-
tas dicen: «Simplemente, observamos que estas dificultades
pueden ser superadas de una forma que obvia todas las obje­
ciones y no deja duda alguna sobre la corrección del razona­
miento.» En el pasado han surgido contradicciones y han sido
superadas. Esto ocurrirá en el futuro. Durante veinticinco si­
glos, «los matemáticos han estado corrigiendo sus errores
y viendo su ciencia enriquecida y no empobrecida como conse­
cuencia de ello; y esto les da derecho a contemplar el futuro
con serenidad». Los bourbakistas han publicado ya unos trein­
ta volúmenes de su desarrollo de la aproximación conjuntista.
Así pues, en 1930 habían sido expuestas cuatro aproxima­
ciones a las matemáticas independientes, distintas y más o
menos enfrentadas, y los defensores de los distintos enfoques
estaban, aunque parezca exagerado decirlo, en guerra los unos
contra los otros. Ya no se podía decir que se había probado
correctamente un teorema. En 1930 había que añadir por qué
criterios había sido juzgado correcto. La consistencia de las
matemáticas, el principal problema que había motivado las
nuevas aproximaciones, no estaba resuelto en absoluto, si ex­
ceptuamos la postura intuicionista de que la intuición del
hombre garantiza la consistencia.
La ciencia que en 1800, a pesar de los fallos en su desarrollo
lógico, era aclamada como la ciencia perfecta, la ciencia que
establece sus conclusiones mediante un razonamiento infalible
e incuestionable, la ciencia cuyas conclusiones son no sólo
infalibles, sino verdades acerca de nuestro universo y, como
dirían algunos, verdades en cualquier universo posible, no so­
lamente había perdido su pretensión de verdad, sino que esta­
ba empañada por el conflicto entre las escuelas de funda­
3 Capitulo 12.
mentos y las afirmaciones sobre los principios correctos de
razonamiento. El orgullo de la razón humana estaba en crisis.
El estado de la cuestión en 1930 ha sido descrito por el
matemático Eric T. Bell:
La experiencia ha enseñado a la mayor parte de los matemáticos
que mucho de lo que parece sólido a una generación matemática
tiene grandes posibilidades de disolverse como un terrón de azúcar
bajo el examen más atento de la siguiente... El conocimiento, en el
sentido de un acuerdo razonablemente común sobre lo que son
las matemáticas fundamentales, parece no existir [...]. La escueta
exhibición de los hechos debería bastar para establecer el único
punto de trascendencia humana, a saber, que expertos igualmente
competentes han estado en desacuerdo, y siguen todavía estándolo,
sobre los aspectos más simples de cualquier razonamiento que
tenga la menor pretensión, implícita o explícita, de universalidad,
de generalidad o de legitimidad.
¿Qué podía deparar el futuro? Como veremos, el futuro deparó
muchos más problemas dolorosos.
Para un hechizo de inquietud poderosa cual
pócima infernal hirviente y borboteante dóblese
y redóblese la fatiga y la preocupación arda
el fuego, bulla el brebaje.
S hakespeare , Macbeth

Se podría decir, retrospectivamente, que el estado de los fun­


damentos de las matemáticas en 1930 era tolerable. Se habían
resuelto las paradojas conocidas, aunque cada una de las es­
cuelas lo hiciera de forma peculiar. Ciertamente, no había ya
unanimidad sobre lo que eran las matemáticas correctas, pero
un matemático podía adoptar la aproximación que más le
atrajera. Después, podía proceder a crear de acuerdo con los
principios de esa aproximación.
Sin embargo, dos problemas continuaban intranquilizando
la conciencia matemática. El problema decisivo consistía en
establecer la consistencia de las matemáticas, el auténtico pro­
blema que planteara Hilbert en su discurso de 1900 en París.
Aunque se habían resuelto las paradojas conocidas, seguía es­
tando presente el peligro de que pudieran descubrirse otras
nuevas. El segundo problema era el que ha venido llamándose
problema de la complitud. Generalmente, complitud significa
que los axiomas de una rama de las matemáticas son adecua­
dos para establecer la corrección o falsedad de cualquier aser­
ción significativa formulada mediante los conceptos de esa
rama.
A un nivel muy elemental, el problema de la complitud
consiste, por ejemplo, en saber si una conjetura razonable de
la geometría euclídea, a saber, la de que las alturas de un trián­
gulo se cortan en un punto, puede ser demostrada (o rechazada)
sobre la base de los axiomas de Euclides. A un nivel más
elevado y en el campo de los números transfinitos, la hipótesis
del continuo (capítulo 9) sirve de ejemplo. La complitud re­
queriría que esta conjetura fuera probada o rechazada sobre la
base de los axiomas que subyacen a la teoría de los números
transfinitos. Análogamente, la complitud requeriría que la hi­
pótesis de Goldbach —que todo número par es la suma de
dos números primos— fuera demostrable o rechazable sobre
la base de los axiomas de la teoría de números. El problema
de la complitud incluía, de hecho, muchas otras proposiciones
cuyas demostraciones habían desafiado a los matemáticos du­
rante décadas e incluso siglos.
Las diversas escuelas habían adoptado posturas bastante
diferentes respecto de los problemas de consistencia y com­
plitud. Russell había abandonado su creencia en la verdad de
los axiomas lógicos utilizados en la aproximación logicista y
había confesado la artificialidad de su axioma de reducibili­
dad (capítulo 10). Su teoría de tipos evitaba las paradojas co­
nocidas, por lo que tenía confianza en que evitara todas las
paradojas posibles. No obstante, la confianza es una cosa y la
demostración es otra. No abordó el problema de la complitud.
Aunque los conjuntistas confiaban en que no surgirían
nuevas contradicciones en su aproximación, faltaba la demos­
tración de esta esperanza. La complitud era una preocupación,
pero en modo alguno importante. Los intuicionistas, por su
parte, eran indiferentes al problema de la consistencia. Esta­
ban convencidos de que las intuiciones aceptadas por la mente
humana eran eo ipso consistentes, y de que las demostracio­
nes formales eran innecesarias e incluso irrelevantes para su
filosofía. En cuanto a la complitud, la intuición humana, creían
ellos, era lo suficientemente poderosa como para decidir la
verdad o falsedad de cualquier proposición que tuviera senti­
do (significativa), aunque algunas pudieran ser indecidibles.
Sin embargo, los formalistas, encabezados por Hilbert, no
estaban satisfechos. Después de algunos esfuerzos limitados,
en la década de 1900, de resolver el problema de la consisten­
cia, Hilbert volvió en 1920 sobre este problema y sobre el de
la complitud.
Había esbozado en sus metamatemáticas el enfoque de la
demostración de la consistencia. En cuanto a la complitud, en
su artículo de 1925 «Sobre el infinito», Hilbert repetía, esen­
cialmente, lo que había dicho en París en su discurso de 1900.
Decía allí que «todo problema matemáticamente definido debe
ser necesariamente susceptible de una solución exacta». En
1925 desarrollaba esta afirmación:
Como ejemplo de la forma en que se pueden tratar las cuestiones
fundamentales, me gustaría elegir la tesis de que todo problema
matemático puede ser resuelto. Todos estamos convencidos de ello.
Después de todo, una de las cosas que más nos atrae cuando nos
dedicamos a un problema matemático es precisamente que siem­
pre oímos dentro de nosotros la voz: aquí está el problema, busca
la solución; la puedes hallar por puro pensamiento, porque en ma­
temáticas no existe el ignorabimus [no sabremos].
En el Congreso de 1928 en Bolonia, Hilbert, en un discurso,
criticaba las viejas demostraciones de complitud porque uti­
lizaban principios lógicos que no estaban permitidos en su
metamatemática, pero confiaba mucho en la complitud de su
propio sistema: «Nuestra razón no es portadora de ningún
arte secreto, sino que procede mediante reglas enunciables y
bien definidas que son la garantía de la objetividad absoluta
de su juicio.» Todo matemático, decía, comparte la convicción
de qué cada problema definido matemáticamente debe ser sus­
ceptible de solución. En su artículo de 1930, «Conocimiento
natural y lógica», decía: «La auténtica razón por la que Comte
no pudo hallar un problema insoluble es, en mi opinión, que
no existen los problemas insolubles.»
En «Los fundamentos de las matemáticas», trabajo leído
en 1927 y publicado en 1930, Hilbert desarrollaba un escrito
de 1905. Refiriéndose a su método metamatemático (teoría de
la demostración) para establecer la consistencia y la complitud,
afirmaba:
Con esta nueva forma de proveer a las matemáticas de fundamentos,
a la que podemos llamar, con propiedad, teoría de la demostración,
persigo una importante meta, pues me gustaría eliminar de una
vez por todas las cuestiones relativas a los fundamentos de las ma­
temáticas, en la forma en que están ahora planteados, convirtiendo
toda proposición matemática en una fórmula que pueda ser es­
crita con precisión y obtenida estrictamente, refundiendo así las
inferenpias y deducción matemáticas de forma que sean indu­
bitables y proporcionen además una adecuada visión de toda la
ciencia. Creo que puedo alcanzar esta meta de forma absoluta con
mi teoría de la demostración, aunque quede todavía mucho trabajo
por hacer antes de que la teoría esté completamente desarrollada.
Evidentemente, Hilbert tenía una gran confianza en que su
teoría de la demostración resolviera las cuestiones de la con­
sistencia y la complitud.
En 1930 se habían obtenido ya algunos resultados respecto
a la complitud. El propio Hilbert había construido un sistema
un tanto artificial que cubría solamente una porción de la
aritmética y había establecido su consistencia y su complitud.
Otros matemáticos obtuvieron pronto resultados tan limitados
como éstos. Así, se demostró que sistemas axiomáticos relati­
vamente triviales, tales como el del cálculo proposicional, eran
consistentes y completos. Algunas de estas demostraciones fue­
ron hechas por discípulos de Hilbert. En 1930, Kurt Gódel
(1906-1978), más tarde profesor en el Institute for Advanced
Study, probó la complitud del cálculo de predicados de primer
orden, que cubre las proposiciones y las funciones proposicio­
nales 1. Estos resultados hicieron las delicias de los formalistas.
Hilbert estaba seguro de que su matemática, su teoría de la
demostración, conseguiría establecer la consistencia y la com­
plitud de todas las matemáticas.
Pero justo al año siguiente, Gódel publicaba otro trabajo
que abría la caja de Pandora. Este trabajo, «Sobre las propo­
siciones formalmente indecibles de los Principia mathematica
y sistemas relacionados» (1931), contenía dos resultados sor­
prendentes. Para el mundo matemático la conclusión más de­
vastadora fue la de que la consistencia de cualquier sistema
matemático lo suficientemente amplio como para abarcar in­
cluso la aritmética de los números enteros, no puede ser de­
mostrada mediante los principios lógicos adoptados por las
diversas escuelas: los logicistas, los formalistas y los conjun-
tistas. Esto afectaba fundamentalmente a la escuela formalista
puesto que Hilbert había limitado deliberadamente sus prin­
cipios lógicos metamatemáticos a aquellos aceptables incluso
para los intuicionistas, de forma que eran muy pocas las he­
rramientas lógicas permitidas. Este resultado hizo decir a
Hermann Weyl que Dios existe, porque las matemáticas son
indudablemente consistentes, y el diablo existe, porque no
podemos probar la consistencia.
El anterior resultado de Godel es un corolario de otro re­
sultado suyo igualmente sorprendente, llamado teorema de
incomplitud de Godel. Afirma que si una teoría formal T que
abarca la teoría de los números enteros es consistente, enton­
ces es incompleta2. Esto significa que existe un enunciado
significativo de la teoría de números, que podemos llamar S,
tal que ni S ni no S son demostrables en la teoría. Ahora bien,
1 También es consistente y sus axiomas son independientes. Este hecho
fue probado por Hilbert y otros matemáticos.
2 Este resultado se aplica también al cálculo de predicados de segundo
orden (capítulo 8). La incomplitud no invalida los teoremas que pueden
ser demostrados.
uno de los dos enunciados, S o no S, ha de ser verdadero;
por consiguiente, existe una proposición verdadera de la teo­
ría de números que no es demostrable y por lo tanto es in-
decidible. Aunque Gódel no fue demasiado claro respecto del
sistema de axiomas implicado en su trabajo, su teorema se
aplica al sistema de Whitehead-Russell, al sistema de Zermelo-
Fraenkel, a la axiomatización de Hilbert de la teoría de nú­
meros y, de hecho, a cualquiera de los sistemas de axiomas
más ampliamente utilizados. Aparentemente, el precio de la
consistencia es la incomplitud. Para más inri, se puede de­
mostrar que algunos de los enunciados indecidibles son verda­
deros mediante razonamientos, es decir, mediante reglas de
razonamiento que trascienden la lógica utilizada en los siste­
mas formales recién mencionados.
Como era de esperar, Gódel no obtuvo sus asombrosos re­
sultados fácilmente. Su esquema de conjunto consistió en aso­
ciar números a cada símbolo y a cada sucesión de símbolos,
por ejemplo, de las aproximaciones logicista y formalista de
las matemáticas. Después asoció también un número a toda
proposición o conjunto de proposiciones que constituyera una
demostración. A estos números se les conoce como números
de Gódel.
Su aritmetización consistía específicamente en asignar un
número natural a los conceptos matemáticos. Al 1 le asignó
el 1. Al signo igual le asignó el 2; al símbolo de negación de
Hilbert le asignó el 3; al signo más le asignó el 5, y análoga­
mente para los demás símbolos. Así pues, para la colección
de símbolos 1 = 1 tenía los símbolos 1, 2, 1. Sin embargo,
Gódel no asignó a la fórmula 1 = 1 los símbolos 1, 2, 1, sino
un único número que, no obstante, asociaba la fórmula con
los números 1, 2, 1. Tomó los tres primeros números primos
2, 3, 5 y formó el número 21. 32. 51 = 90. De esta manera
asignó a la fórmula 1 = 1 el número 90. Observemos que 90
se puede descomponer de manera única en la forma 21. 32. 51,
de manera que podemos recobrar para la fórmula los sím­
bolos 1, 2, 1.
Gódel asignó, pues, un número a cada fórmula de los sis­
temas que consideró. Análogamente asoció un número a toda
sucesión completa de fórmulas que constituyen una demostra­
ción. Los exponentes de la descomposición factorial de tales
números son los números de las fórmulas de la sucesión. Los
números asociados a estas sucesiones de fórmulas no son pri­
mos, pero están ligados a números primos. Así, 2900 . 390 puede
ser el número de una demostración. Esta demostración con­
tiene la fórmula 900 y la fórmula 90. Por consiguiente, pode­
mos reconstruir las fórmulas de una demostración a partir
del número de la demostración.
Gódel mostró a continuación que los conceptos de la meta-
matemática acerca de las fórmulas de los sistemas formales
también pueden ser representados por números. De aquí que
se pueda asignar a cada aserción de la metamatemática un
número de Gódel. Este número es el número de un enunciado
metamatemático. Así pues, también la metamatemática está
«representada» en la aritmética.
Gódel mostró cómo construir en términos aritméticos una
aserción aritmética G que diga, en lenguaje verbal metamate­
mático, que el enunciado con número de Gódel m, por ejem­
plo, no es demostrable. Pero G, como sucesión de símbolos
que es, tiene un número de Gódel que es precisamente m.
Así pues, G dice de sí misma que no es demostrable. Pero si
la aserción aritmética G es demostrable, entonces dice que G
no es demostrable, y si G no es demostrable, entonces lo que
se afirma es justamente eso, que no es demostrable. Sin em­
bargo, puesto que la aserción aritmética es o bien demostrable
o bien indemostrable, el sistema formal al que pertenece la
aserción aritmética, si es consistente, entonces es incompleto.
No obstante, el enunciado aritmético G es verdadero porque
es un enunciado sobre enteros que se puede establecer por
razonamientos más intuitivos de lo que permiten los sistemas
formales.
La esencia deí esquema de Gódel se puede ver también
mediante el siguiente ejemplo. Si uno considera el enunciado,
«Esta frase no es verdadera», obtenemos una contradicción.
Pues, si la frase es verdadera, entonces, según lo que ella afir­
ma, es falsa; y si la frase es falsa, entonces es verdadera.
Gódel sustituyó falso por indemostrable, de manera que la
frase dice: «Esta frase es indemostrable.» Ahora bien, si el
enunciado es indemostrable, entonces lo que dice es verda­
dero. Si, por el contrario, la frase es demostrable, entonces
no es verdadera o, por lógica común, si es verdadera es in­
demostrable. Por consiguiente, la frase es verdadera si y sólo
si es indemostrable. De este modo el resultado no es una con­
tradicción, sino una frase verdadera que es indemostrable o
indecidible.
Después de mostrar su enunciado indecidible, Gódel cons­
truyó un enunciado aritmético A que representa el enunciado
metamatemático «La aritmética es consistente», y demostró
que A implica G. Por tanto, si A fuera demostrable, G sería
demostrable. Pero puesto que G es indecidible, A no es demos­
trable. Es indecidible. Este resultado establece la imposibili­
dad de probar la consistencia por un método o conjunto de
principios lógicos que pueda ser representado en el sistema de
la aritmética.
Podría parecer que es posible evitar la incomplitud aumen­
tando los principios de la lógica o añadiendo un axioma mate­
mático al sistema formal. Pero Gódel demostró con su método
que, si el enunciado que se añade es también expresable en
términos aritméticos mediante su esquema para asociar nú­
meros a los símbolos y fórmulas, entonces se puede construir
otro enunciado indecidible. Dicho de otra forma, los enuncia­
dos indecidibles sólo se pueden evitar y la consistencia sólo
se puede probar mediante principios de razonamiento que no
se pueden «representar» en la aritmética. Usando una analo­
gía un tanto flexible, si los principios de razonamiento y los
axiomas matemáticos estuvieran en japonés y la aritmetización
de Godel estuviera en inglés, entonces se seguirían obteniendo
los resultados de Godel en la medida en que el japonés pu­
diera ser traducido al inglés.
Así pues, el teorema de incomplitud de Gódel afirma que
ningún sistema de axiomas lógicos y matemáticos que pueda
ser aritmetizado en la forma en que lo hizo Gódel, es adecua­
do para abarcar todas las verdades de ese sistema, por no
hablar de las verdades de todas las matemáticas, ya que tal
sistema de axiomas es incompleto. Existen enunciados signi­
ficativos que pertenecen a esos sistemas, pero que no pueden
ser probados dentro de los sistemas. Se puede, no obstante,
probar que son verdaderos mediante argumentos no formales.
Este resultado, el cual afirma que existen limitaciones a lo
que se puede lograr mediante axiomatización, contrasta fuerte­
mente con la tesis de finales del siglo xix de que las mate­
máticas son coextensivas con la colección de las ramas axio­
ma tizadas. El resultado de Gódel asestó un golpe mortal a
las esperanzas de axiomatización omnicomprensiva de las ma­
temáticas. Esta limitación del método axiomático no es con­
tradictoria en sí misma, pero es sorprendente porque los ma­
temáticos, y en particular los formalistas, esperaban que cual­
quier enunciado verdadero pudiera siempre ser establecido
dentro del marco de algún sistema axiomático. Así, mientras
Brouwer dejó bien claro que lo que es intuitivamente cierto
no se ajusta a lo que se prueba en las matemáticas clásicas,
Godel probó que lo que es intuitivamente cierto va más allá
de las demostraciones matemáticas. Como ha dicho Paul Ber-
nays, es menos sensato hoy recomendar axiomáticas que po­
nerse en guardia contra su sobrevalorización. Por supuesto,
los anteriores argumentos no excluyen la posibilidad de que
nuevos métodos de demostración permitan ir más allá de lo
que los principios lógicos aceptados por las escuelas fundacio­
nales permiten.
Los dos resultados de Gódel eran demoledores. La imposi­
bilidad de probar la consistencia asestó un golpe mortal muy
directamente a la filosofía formalista de Hilbert, porque éste
había planeado tal demostración en sus matemáticas y estaba
seguro de conseguirlo. Sin embargo, el desastre fue mucho
más allá del programa de Hilbert. El resultado de Gódel sobre
la consistencia dice que no podemos probar la consistencia
de ninguna aproximación a las matemáticas mediante princi­
pios lógicos seguros. Ninguna de las aproximaciones formuladas
fue exceptuada. La única característica diferencial de las ma­
temáticas que podría haber sido reivindicada en este siglo,
la certeza o la validez absoluta de sus resultados, no podía
seguir siéndolo. Y lo que es peor, puesto que la consistencia
no podía ser probada, los matemáticos corrían el peligro de
hablar de cosas sin sentido ya que algún día podría descu­
brirse una contradicción. Si esto ocurriera y la contradicción
no fuera resoluble, entonces todas las matemáticas carecerían
de sentido. Pues, de dos proposiciones contradictorias, una
debe ser falsa, y el concepto lógico de implicación, adoptado
por todos los lógicos matemáticos, la llamada implicación ma­
terial (capítulo 8), permite obtener cualquier proposición de
una proposición falsa. Por consiguiente, los matemáticos esta­
ban trabajando bajo amenaza de muerte. El teorema de in-
complitud supuso otro duro golpe. También aquí se vio Hil­
bert directamente afectado, aunque el teorema se aplica a
todas las aproximaciones formales a las matemáticas.
Aunque los matemáticos en general no se habían mostrado
tan confiados como Hilbert, ciertamente tenían la esperanza
de resolver cualquier problema claramente definido. De hecho,
los esfuerzos por probar, por ejemplo, el último «teorema» de
Fermat, el cual afirma que no existen enteros que satisfagan
la ecuación xn + yn = zn cuando n es mayor que 2, había pro­
ducido ya en 1930 cientos de largos y profundos trabajos.
Quizá fueran vanos todos estos esfuerzos, porque el «teorema»
puede muy bien ser indecidible.
El teorema de Godel es, hasta cierto punto, un rechazo de
la ley del tercio excluso. Creemos que una proposición es ver­
dadera o falsa, lo cual significa, con los modernos fundamen­
tos, que es demostrable o indemostrable mediante las leyes de
la lógica y los axiomas del sistema particular al que la pro­
posición pertenece. Pero Gódel mostró que algunas proposicio­
nes no son ni demostrables ni indemostrables. Esto constituye
un argumento para los intuicionistas, los cuales se manifestaban
en contra de la ley del tercio excluso, aunque sobre otras bases.
Existe la posibilidad dé probar la consistencia mostrando,
por procedimientos distintos a los de Gódel, que el sistema
contiene una proposición indecidible, pues, según lo dicho
más arriba en relación con la implicación material, si hubiera
una contradicción se podría demostrar cualquier proposición.
Pero hasta ahora, esto no ha sido logrado.
Hilbert no estaba convencido de haberse equivocado. Era
optimista por naturaleza. Tenía una confianza sin límites en
el poder de la razón y la inteligencia humanas. Este optimismo
le proporcionó valor y vigor, pero le impidió aceptar que pu­
diera haber problemas matemáticos indecidibles. Para Hilbert,
las matemáticas eran un dominio en el que el investigador no
tenía otras limitaciones que su propia inteligencia.
Los resultados de Gódel de 1931 fueron publicados entre
la redacción del primer volumen (realmente publicado en 1934)
y el segundo volumen (1939) de una obra básica sobre funda­
mentos de Hilbert y Paul Bernays. En el prefacio del segundo
volumen, los autores se mostraban de acuerdo en que se de­
bían ampliar los métodos de razonamiento en las matemáticas.
Incluyeron la inducción transfinita3. Hilbert pensaba que los
nuevos principios también podrían ser intuitivamente sólidos
y universalmente aceptables. Insistió en esta dirección, pero
no pudo lograr nuevos resultados.
Los desarrollos posteriores al crucial año de 1931 no han
hecho más que complicar la situación, habiendo frustrado, ade­
más, cualquier intento de definir las matemáticas y lo que son
resultados correctos. Uno de estos desarrollos, aunque relati­
vamente secundario, debe al menos ser mencionado. Gerhard
Gentzen (1909-1945), miembro de la escuela de Hilbert, amplió
los métodos de demostración permitidos en las metamatemá-
ticas de Hilbert, utilizando por ejemplo la inducción trans­
finita, y logró en 1936 establecer la consistencia de la teoría
de números y de algunas partes del análisis.
3 La inducción matemática habitual prueba que un teorema es verda­
dero para todos los enteros positivos finitos. La inducción transfinita
utiliza el mismo método, pero lo extiende a los conjuntos bien ordenados
de número cardinal transfinito.
La demostración de consistencia de Gentzen es aceptada
y defendida por algunos hilbertianos. Estos formalistas dicen
que el trabajo de Gentzen no sobrepasa los límites de la lógica
aceptable. Así pues, para defender el formalismo hay que pa­
sar de la lógica finitaria de Brouwer a la lógica transfinita
de Gentzen. Los que se oponen al método de Gentzen arguyen
que es asombroso lo sofisticada que puede ser la lógica «acep­
table», y que si tenemos dudas sobre la consistencia de la
aritmética, nuestras dudas se resolverán utilizando un prin­
cipio metamatemático tan dudoso. La cuestión de la induc­
ción transfinita había suscitado controversias antes incluso de
que Gentzen la usara, y algunos matemáticos habían hecho es­
fuerzos para eliminarla de las demostraciones siempre que
fuera posible. No es un principio intuitivamente convincente.
Como señaló Weyl, principios como éste rebajan el nivel del
razonamiento válido hasta el punto de que empieza a ser vago
qué es lo que es digno de confianza.
El teorema de incomplitud de Gódel dio lugar a problemas
subsidiarios dignos de mención. Puesto que en cualquier rama
de las matemáticas de alguna complejidad existen proposicio­
nes que no pueden ser probadas ni rechazadas, la cuestión que
surge es si se puede determinar, en el caso de una proposición
particular, si puede ser o no demostrada. En la literatura es­
pecializada esta cuestión es conocida como el problema de la
decisión. Este problema requiere procedimientos efectivos, qui­
zá como los que emplean las máquinas de calcular, que permi­
tan determinar en un número finito de pasos la verdad o fal­
sedad de una proposición o de una clase de proposiciones.
Consideremos algunos ejemplos triviales con el objeto de
precisar la noción de procedimiento de decisión. Para decidir
si un número entero divide a otro exactamente, podemos uti­
lizar el proceso de la división y si no hay resto la respuesta
es afirmativa. El mismo procedimiento se emplea para res­
ponder a la pregunta de si un polinomio divide exactamente
a otro. Análogamente, para decidir si la ecuación ax 4- by = c,
en donde a, b y c son enteros, tiene soluciones enteras para x
e y, existe un método bien definido.
Da la casualidad que en su discurso al Congreso Interna­
cional de 1900 en París, Hilbert había planteado un problema
muy interesante, el décimo, relativo a las ecuaciones diofán-
ticas, en el que se preguntaba si se podría dar un procedi­
miento efectivo para determinar si tales ecuaciones son reso­
lubles en números enteros. Así, mientras la clase de ecuacio­
nes ax + by — c se refiere a ecuaciones diofánticas porque
cada una de ellas tiene dos incógnitas con una sola ecuación,
debiendo ser enteras las soluciones, el problema diofántico de
Hilbert era mucho más general. En cualquier caso el problema
de la decisión es un problema enormemente más complicado
que el planteado por Hilbert, aunque a los que trabajan en
problemas de decisión les guste hablar de problemas de Hilbert
porque el mero hecho de obtener algún resultado en un pro­
blema planteado por Hilbert da categoría al resultado.
La noción de procedimiento efectivo fue definida por Alon-
zo Church (1903- ), profesor de la universidad de Princeton,
mediante el concepto de función recursiva o, también podría­
mos decir, función computable. Consideremos un ejemplo sen­
cillo de recursividad. Si se define /(1) como de valor 1 y
f(n + 1) como f{n) + 3, entonces /(2) = /(1) + 3, ó 1 + 3, ó 4.
Después, /(3) es f(2) + 3, ó 4 + 3, ó 7. Así, podemos computar
sucesivamente los valores de f(n). Se dice que la función f(x)
es recursiva. La noción de recursividad de Church era más
general, pero se reduce a la noción de computabilidad.
En 1936, Church, utilizando su noción de función recursiva
recién desarrollada mostró que, en general, no era posible un
procedimiento de decisión. Así dada una afirmación concreta,
no siempre se puede encontrar un algoritmo para determinar
si es demostrable o no. Se podría encontrar una demostración
para cada caso particular, pero no existe un test que nos diga
por adelantado si se puede encontrar o no una demostración.
Así pues, los matemáticos podrían malgastar muchos años
tratando de demostrar lo que no es demostrable. En el caso
del décimo problema de Hilbert, Yuri Matyasevich probó en
1970 que no existe un algoritmo para determinar si existen o
no números enteros que satisfagan las ecuaciones diofánticas
relevantes. El problema puede que no sea indecidible; pero
ningún procedimiento efectivo, que hoy para la mayor parte
de los matemáticos significa un procedimiento recursivo (no
necesariamente el antes descrito), puede decirnos de antemano
si es o no resoluble.
La distinción entre proposiciones indecidibles y problemas
para los que no hay un procedimiento de decisión es un tanto
sutil pero tajante. Las proposiciones indecidibles son indeci­
dibles en un sistema de axiomas particular, y existen en cual­
quier estructura axiomática de importancia. Así, el postulado
de las paralelas de Euclides no es decidible sobre la base de
los otros axiomas de Euclides. Otro ejemplo es la afirmación
de que los números reales son el conjunto más pequeño que
satisface las habituales propiedades axiomáticas de los nú­
meros reales.
Los problemas que no han sido resueltos pueden ser inde-
cidibles, pero esto no siempre se puede saber de antemano.
El problema de la trisección de un ángulo con regla y compás
pudo haber sido considerado, al menos durante siglos, erró­
neamente como indecidible. Pero la trisección resultó ser im­
posible. El teorema de Church afirma que es imposible decidir
de antemano si una proposición es o no demostrable. Puede
que sea una de las dos cosas; puede que ninguna y que, por
tanto sea indecidible, pero esto no es manifiesto como en el
caso de las proposiciones indecidibles conocidas. La hipótesis
de Goldbach de que todo número par es la suma de dos nú­
meros primos no está, hasta el momento, demostrada. Puede
ocurrir que sea indecidible sobre la base de los axiomas de
los números, pero ahora mismo no es evidentemente indeci­
dible como lo son los ejemplos de Gódel. Puede, por tanto,
ser demostrada o rechazada cualquier día.
La conmoción que produjo entre los matemáticos el tra­
bajo de Gódel sobre la incomplitud y la imposibilidad de pro­
bar la consistencia no había sido aún asimilada cuando, unos
diez años después, nuevas conmociones amenazaron el curso
de las matemáticas. Fue otra vez Gódel quien llevó a cabo
una serie de investigaciones que sumieron en mayor confusión
todavía la cuestión de lo que son matemáticas sólidas y las
direcciones que pueden tomar. Podemos recordar a este res­
pecto que una de las aproximaciones a las matemáticas ini­
ciada a comienzos de siglo consistía en construir las matemá­
ticas sobre la teoría de conjuntos (capítulo 11) y que con este
propósito fue desarrollado el sistema de axiomas de Zermelo-
Fraenkel.
En La consistencia del axioma de elección y de la hipótesis
generalizada del continuo con los axiomas de la teoría de con-
juntos (1940), Gódel demostró que, si el sistema de axiomas
de Zermelo-Fraenkel sin el axioma de elección es consistente,
entonces el sistema obtenido añadiendo este axioma sigue
siendo consistente; es decir, no se puede demostrar que el
axioma es falso. Análogamente, la conjetura de Cantor, la hi­
pótesis del continuo —que no existe un número cardinal entre
So y 2* (que es el mismo que c, el número cardinal de todos
los números reales), o que no existen conjuntos no numerables
de números reales que tengan un cardinal menor que 2* —
(e incluso la hipótesis generalizada del continuo)4, es consis­
tente con el sistema de Zermelo-Fraenkel aunque se incluya
el axioma de elección. En otras palabras, no se puede demos­
trar que estas proposiciones sean falsas. Para probar sus re­
sultados, Gódel construyó modelos en los que estas afirmacio­
nes se verifican.
La consistencia de estas dos aserciones, el axioma de elec­
ción y la hipótesis del continuo, era bastante reconfortante.
Podían, pues, ser utilizadas al menos con tanta confianza como
el resto de los axiomas de Zermelo-Fraenkel.
Pero la complacencia de los matemáticos, si es que la hubo,
se vio quebrantada por el siguiente descubrimiento de Gódel.
Los resultados de Gódel no excluían la posibilidad de que o
bien el axioma de elección, o bien la hipótesis del continuo,
o bien ambos, pudieran ser probados sobre la base de los
demás axiomas de Zermelo-Fraenkel. La idea de que, al menos
el axioma de elección no podía ser demostrado sobre esta base
había sido expresada ya en 1922. En ese año, y en los siguien­
tes, varios matemáticos, entre ellos Fraenkel, dieron demos­
traciones de la independencia del axioma de elección, pero
todos se vieron en la necesidad de añadir algún axioma auxi­
liar al sistema de Zermelo-Fraenkel para hacer posible la de­
mostración. Demostraciones posteriores, hechas por diversos
matemáticos, adolecieron del mismo defecto. Gódel conjeturó
en 1947 que la hipótesis del continuo es también independien­
te de los axiomas de Zermelo-Fraenkel y del axioma de elección.
En 1963, Paul Cohén (1934- ), profesor de matemáticas
de la universidad de Stanford, probó que tanto el axioma de
elección como la hipótesis del continuo son independientes
de los demás axiomas de Zermelo-Fraenkél, siempre que éstos
sean consistentes; es decir, que ninguna de las dos afirmacio­
nes puede ser demostrada sobre la base de los otros axiomas
de Zermelo-Fraenkel. Más aún, la hipótesis del continuo (y,
por supuesto, la hipótesis generalizada del continuo), no pue­
de ser demostrada aunque se incluya dentro del sistema de
Zermelo-Fraenkel el axioma de elección. (Sin embargo, los
axiomas de Zermelo-Fraenkel sin el axioma de elección pero
con la hipótesis del continuo generalizada sí implican el axio­
ma de elección.) Los dos resultados de independencia signifi­
can que en el sistema de Zermelo-Fraenkel el axioma de elec­
ción y la hipótesis del continuo son indecidibles. En particu­
4 La hipótesis generalizada del continuo dice que el conjunto de todos
los subconjuntos de un conjunto de cardinal KBJ tiene como cardinal KmK|>
es decir, que 2* = K* Cantor había probado que 2K” > K„.
lar, para la hipótesis del continuo, el resultado de Cohén sig­
nifica que puede haber un número transfinito entre K0 y 2X
o c, aunque no se conozca ningún conjunto que tenga tal nú­
mero transfinito.
En principio, el método de Cohén no era diferente de las
demás demostraciones de independencia. Podemos recordar
que para probar que el axioma de las paralelas es indepen­
diente de los otros axiomas de Euclides, existe una inter­
pretación o modelo que satisface los demás axiomas, pero no
el axioma en cuestión5. Hay que estar seguros de que el mo­
delo es consistente, pues de otra forma, podría satisfacer tam­
bién el axioma en cuestión. La demostración de Cohén mejoró
las anteriores de Fraenkel, Gódel y otros, ya que utilizaba
solamente los axiomas de Zermelo-Fraenkel, sin condiciones
auxiliares. Así como había habido demostraciones anteriores,
aunque menos satisfactorias, de la independencia del axioma
de elección, la independencia de la hipótesis del continuo era
una cuestión abierta antes del trabajo de Cohén.
Así pues, si uno quiere construir las matemáticas sobre la
teoría de conjuntos (o incluso sobre base logicistas o forma­
listas), se puede decidir por distintas opciones. Uno puede
evitar el uso del axioma de elección y de la hipótesis del con­
tinuo. Esta decisión restringiría el número de teoremas que
se podrían demostrar. Los Principia mathematica no incluyen
el axioma de elección entre sus principios lógicos, pero lo uti­
lizan en la demostración de algunos teoremas, y en esos casos
es explícitamente mencionado. Es, desde luego, básico en las
matemáticas modernas. Hay más opciones. Uno puede aceptar
los dos axiomas o solamente uno de ellos y uno puede rechazar
los dos axiomas o solamente uno de ellos. Para rechazar el
axioma de elección, uno puede suponer que ni siquiera para
las colecciones numerables de conjuntos existe una elección
explícita. Para rechazar la hipótesis del continuo, uno puede
suponer que 2K= K2 ó 2* = K3. Esto fue lo que hizo Cohén
de hecho, dando un modelo.
Existen, por consiguiente, muchas matemáticas. Hay mu­
chas direcciones en las que puede avanzar la teoría de conjun­
tos (además de los otros fundamentos de las matemáticas).
Además, se puede utilizar el axioma de elección solamente para
una cantidad finita de conjuntos, o para una cantidad nume-
5 El axioma de conmutatividad en la teoría de grupos es independiente
de los demás axiomas de grupo. Existen modelos de grupo que lo satis­
facen, como por ejemplo los enteros, y existen modelos que no lo satis­
facen, como por ejemplo los cuaterniones.
rabie de conjuntos, o, por supuesto, para cualquier número
de conjuntos. Los diferentes matemáticos han tomado dife­
rentes posturas con respecto al axioma.
Con las demostraciones de independencia de Cohén, las ma­
temáticas alcanzaron una situación tan inquietante como con
la creación de las geometrías no euclídeas. Como sabemos (ca­
pítulo 8), el hecho de que el axioma de las paralelas de Eucli­
des sea independiente de los otros axiomas euclídeos hizo
posible la creación de diversas geometrías no euclídeas. Los
resultados de Cohén plantearon el problema: ¿qué elección
entre las muchas versiones posibles de los dos axiomas debe­
rían tomar los matemáticos? Aunque se considere solamente
la aproximación conjuntista, la variedad de elecciones es des­
concertante.
La decisión acerca de cuál de las muchas elecciones posi­
bles adoptar no puede ser tomada a la ligera, porque existen
consecuencias tanto positivas como negativas en cada caso.
Abstenerse del uso de los axiomas, es decir, evitar toda afir­
mación o rechazo, limitaría severamente, como ya hemos se­
ñalado, lo que se puede demostrar y fuerza la exclusión de
mucho de lo que ha sido considerado como básico en las ma­
temáticas existentes. Incluso para probar que todo conjunto
infinito S posee un subconjunto infinito numerable se requie­
re el axioma de elección. Los teoremas que necesitan del axio­
ma de elección son fundamentales en el moderno análisis, la
topología, el álgebra abstracta, la teoría de números transfi­
nitos y otras áreas. Así pues, no aceptar el axioma es dejar
cojas a las matemáticas.
Por otra parte, si se adopta el axioma de elección uno pue­
de probar teoremas que, para decirlo suavemente, desafían a
la intuición. Uno de éstos es conocido con el nombre de para­
doja de Banach-Tarski. Podemos describirla de la manera si­
guiente: dadas dos esferas sólidas cualesquiera, una del tama­
ño de una pelota de tenis y otra del tamaño de la Tierra, se
pueden dividir ambas en un número finito de pequeñas piezas
sólidas de modo que no se solapen y cada parte de una de ellas
sea congruente con una y una sola parte de la otra. La para­
doja se puede enunciar así: se puede dividir toda la Tierra
en pequeñas piezas y, simplemente reordenándolas, construir
una esfera del tamaño de una pelota. Un caso especial de esta
paradoja descubierta en 1914 es que la superficie de una esfera
puede descomponerse en dos partes que pueden reorganizarse
para dar dos superficies esféricas completas, cada una del mis­
mo radio que la esfera original. Estas paradojas, a diferencia
de las que se encontraron en la teoría de conjuntos en los pri­
meros años de siglo, no son contradicciones. Son consecuen­
cias lógicas de los axiomas de la teoría de conjuntos y del
axioma de elección.
Más extrañas consecuencias resultan del rechazo del axioma
general de elección. Un resultado técnico, qui?á de más interés
para los profesionales, es que todo conjunto lineal es medible.
Ahora bien, puesto que el axioma de elección implica la exis­
tencia de conjuntos no medibles, se puede rechazar el axioma
de elección suponiendo que todo conjunto lineal es medible.
También se presentan consecuencias extrañas para los núme­
ros cardinales transfinitos. En cuanto a la hipótesis del con­
tinuo, aquí se aventura uno en lo desconocido, y no se cono­
cen todavía importantes consecuencias de su aceptación o
negación. Pero si se supone que 2* = H2> entonces cualquier
conjunto de números reales resulta medible. Se podrían de­
ducir muchas otras nuevas conclusiones. Pero no son cruciales.
De la misma forma que las investigaciones sobre el axioma
de las paralelas llevó a una encrucijada a la geometría, así
también el trabajo de Cohén sobre estos dos axiomas llevó a
diversas encrucijadas a todas las matemáticas basadas en la
teoría de conjuntos, aunque también afectara a otras aproxi­
maciones con distintos fundamentos. De hecho, desde el tra­
bajo de Cohén en 1963, se han descubierto muchas más pro­
posiciones indecidibles en la teoría de conjuntos de Zermelo-
Fraenkel, de modo que la diversidad de elecciones que se
pueden hacer utilizando los axiomas básicos de Zermelo-Fraen­
kel y una o más de las proposiciones indecidibles es descon­
certante. Las demostraciones de independencia del axioma de
elección y de la hipótesis del continuo parece como si nos
mostraran a un constructor que por un ligero cambio de pla­
nes pudiera construir un castillo en lugar de un edificio de
oficinas.
Los investigadores actuales en teoría de conjuntos mantie­
nen la esperanza de modificar los axiomas de la teoría de una
forma suficientemente sólida como para determinar si el axio­
ma de elección, o la hipótesis del continuo, o ambos,'pueden
deducirse de un conjunto de axiomas ampliamente aceptado.
En opinión de Gódel, estas esperanzas deberían, seguramente,
ser realizables. Hasta ahora los esfuerzos han sido numerosos,
pero todos sin éxito. Quizá haya algún día consenso sobre
cuáles son los axiomas que deben ser usados.
Los trabajos de Godel, Church y Cohén no fueron los úni­
cos en desconcertar a los matemáticos. A medida que pasaban
los años, sus inquietudes se veían multiplicadas. La investigación
iniciada en 1915 por Leopold Lówenheim (1878-c. 1940) y sim­
plificada y completada por Thoralf Skolem (1887-1963) en una
serie de trabajos desde 1920 hasta 1933, descubrió nuevos fa­
llos en la estructura de las matemáticas. La esencia de lo que
ahora se conoce como teoría de Lówenhein-Skolem es la si­
guiente. Supongamos que se proponen axiomas, matemáticos
y lógicos, para una rama de las matemáticas o para la teoría
de conjuntos como fundamentación de todas las matemáticas.
El ejemplo más pertinente es el conjunto de axiomas para los
números naturales. Se pretende que esos axiomas caractericen
completamente los números naturales (los enteros positivos)
y solamente los naturales. Pero, sorprendentemente, se descu­
bre que se pueden encontrar interpretaciones —modelos—
que son drásticamente diferentes y que, a pesar de ello, satis­
facen todos los axiomas. Así, mientras que el conjunto de los
números naturales es numerable, o, en la notación de Cantor,
existen solamente K0 de ellos, existen interpretaciones que con­
tienen tantos elementos como el conjunto de los números rea­
les, e incluso conjuntos mayores en el sentido transfinito. Tam­
bién se da el fenómeno inverso. Supongamos que se adopta
un sistema de axiomas para una teoría de conjuntos y se pre­
tende que esos axiomas permitan caracterizar de modo efec­
tivo colecciones no numerables de conjuntos. Se puede, no
obstante, encontrar una colección numerable de conjuntos que
satisfaga el sistema de axiomas y otras interpretaciones trans-
finitas muy diferentes de la que se esperaba. De hecho, todo
sistema consistente de axiomas tiene un modelo numerable.
¿Qué significa esto? Supongamos que alguien escribe una
lista de características que, según él, caracteriza a los ameri­
canos y sólo a los americanos. Pero, sorprendentemente, alguien
descubre una especie de animales que posee todas las carac­
terísticas de la lista, pero también características totalmente
diferentes de los americanos. En otros términos, los sistemas
de axiomas diseñados para caracterizar una única clase de ob­
jetos matemáticos no lo hacen. Mientras que el teorema de
incomplitud de Gódel nos dice que un sistema de axiomas no
es adecuado para probar todos los teoremas de la rama de las
matemáticas que los axiomas pretendían cubrir, el teorema de
Lówenheim-Skolem nos dice que un sistema de axiomas per­
mite muchas más interpretaciones esencialmente diferentes
que las que se esperaba. Los axiomas no limitan las interpre­
taciones o modelos. Por consiguiente, la realidad matemática
no puede ser incorporada sin ambigüedad por los sistemas de
axiomas6.
Una razón de que sean posibles interpretaciones no pre­
tendidas es que todo sistema axiomático contiene términos no
definidos. En un principio se creía que los axiomas «definían»
estos términos implícitamente. Pero los axiomas no bastan.
Por consiguiente, el concepto de término no definido debe ser
alterado de una forma hasta ahora imprevisible.
El teorema de Lówenheim-Skolem es tan asombroso como
el teorema de incomplitud de Gódel. Fue otro golpe para el
método axiomático que desde 1900 hasta tiempos recientes
parecía ser el único enfoque sólido, y es todavía el empleado
por los logicistas, los formalistas y los conjuntistas. El teo­
rema de Lówenheim-Skolem no es del todo sorprendente. El
teorema de incomplitud de Gódel dice que todo sistema axio­
mático es incompleto. Existen proposiciones indecidibles. Su­
pongamos que p es una de tales proposiciones. Entonces ni p
ni no p se sigue de los axiomas. Es independiente. Se podría,
por tanto, adoptar un sistema de axioma mayor, el conjunto
original y p, o el conjunto original y no p. Estos dos sistemas
de axiomas no serían categóricos porque las interpretaciones
no podrían ser isomorfas. Es decir, la incomplitud implica la
no categoricidad. Pero el teorema de Lówenheim-Skolem niega
la categoricidad de una forma mucho más fuerte y radical.
Establece la existencia de interpretaciones o modelos de un
sistema dado de axiomas que, sin añadir nuevos axiomas, son
radicalmente diferentes. Por supuesto, la incomplitud debe
estar presente, pues de otra forma no serían posibles interpre­
taciones radicalmente diferentes. Alguno de los enunciados sig­
nificativos de una interpretación debe ser indecidible, pues,
en otro caso, se cumpliría en ambas interpretaciones.
Después de contemplar sus propios resultados, Skolem, en
un trabajo de 1923, renegaba del método axiomático como fun­
damento para la teoría de conjuntos. Incluso von Neumann
estaba de acuerdo en 1925 en que sus propios axiomas y otros
sistemas de axiomas de la teoría de conjuntos llevaban «el
6 Los textos más antiguos «probaron» que los sistemas básicos eran
categóricos, es decir, que todas las interpretaciones de cualquier sistema
básico de axiomas son isomorfos: son esencialmente los mismos, aunque
difieran en la terminología. Pero las «demostraciones» eran poco riguro­
sas en cuanto se utilizaban principios lógicos que no eran admitidos en
las metamatemáticas de Hilbert, y las bases axiomáticas no eran formu­
ladas tan cuidadosamente como ahora. Ningún conjunto de axiomas es
categórico, a pesar de las «demostraciones» de Hilbert y otros.
sello de la irrealidad [...] No existe una axiomatización cate­
górica de la teoría de conjuntos [...] Puesto que no existe un
sistema de axiomas para las matemáticas, la geometría, etc.,
que no suponga la teoría de conjuntos, ciertamente habrá in­
finitos sistemas de axiomáticas no categóricas». Esta circuns­
tancia, continuaba von Neumann, «me parece un argumento a
favor del intuicionismo».
Los matemáticos han tratado de tranquilizarse recordando
la historia de la geometría no euclídea. Cuando después de
muchos siglos de lucha con el axioma de las paralelas, Loba-
chevski y Bolyai dieron a luz su geometría no euclídea y Rie-
mann indicó otra geometría del mismo tipo, los matemáticos, en
un principio, se inclinaron a ignorar esas nuevas geometrías
por diversas razones, una de ellas la de que debían ser con­
sistentes. Sin embargo, las interpretaciones que más tarde se
hicieron mostraron que sí lo eran. Por ejemplo, la geometría
elíptica doble de Riemann, aunque concebida para ser apli­
cada a figuras del plano ordinario, fue interpretada en rela­
ción con las figuras sobre una superficie esférica, interpre­
tación muy diferente de la supuesta originalmente (capítu­
lo 8). Sin embargo, el descubrimiento de este modelo o inter­
pretación fue bien recibido. Probaba su consistencia. Además,
no introducía discrepancias entre el número de objetos, pun­
tos, rectas, planos, triángulos, etc., que Riemann suponía y
los que se obtenían en la interpretación. Las dos interpretacio­
nes, en el lenguaje de las matemáticas, eran isomorfas. Sin
embargo, las interpretaciones de sistemas axiomáticos a los
que se refiere el teorema de Lówenheim-Skolem no son isomor­
fas; son esencialmente diferentes.
Dijo una vez Poincaré, refiriéndose a la abstracción de las
matemáticas, que la matemática es el arte de dar el mismo
nombre a cosas diferentes. Así, la noción de grupo representa
propiedades de los números enteros, las matrices para la adi­
ción y las transformaciones geométricas. El teorema de Lówen­
heim-Skolem corrobora la afirmación de Poincaré, pero con­
tradice su significado. Mientras que con los axiomas de grupo
nunca se pretendió que todas las interpretaciones fueran de
la misma extensión y carácter —los axiomas de grupo no son
categóricos, ni lo es la geometría euclídea si omitimos el axio­
ma de las paralelas— los sistemas de axiomas a los que se
aplica el teorema de Lówenheim-Skolem estaban destinados a
especificar una interpretación particular, y el descubrimiento
de que se aplican a interpretaciones radicalmente diferentes
confunde su propósito.
Aquellos a quienes los dioses quieren destruir primero los
vuelven locos. Quizá porque los dioses no estuvieran seguros
de que la obra de Gódel, Cohén y Lówenheim y Skolem hi­
cieran un buen trabajo, pusieron en marcha otro proceso más
susceptible de llevar a los matemáticos al borde de la locura.
En su aproximación al cálculo, Leibniz introdujo cantidades a
las que llamó infinitesimales (capítulo 6). Un infinitesimal
era para Leibniz una cantidad distinta de cero, pero menor
que 1; 0,1; 0,001; ... y cualquier otro número positivo. Ade­
más, decía Leibniz, es posible operar con tales infinitesima­
les como se hace con los números ordinarios. Eran elementos
ideales o ficciones, pero eran útiles. De hecho, la derivada era
para Leibniz el cociente de dos de estos infinitesimales. Y la
derivada era el concepto fundamental del cálculo. También
usó Leibniz números infinitamente grandes como si fueran
números ordinarios.
A lo largo del siglo xvm los matemáticos lucharon con el
concepto de infinitesimal, utilizándolos de acuerdo con reglas
arbitrarias e incluso ilógicas, rechazándolos finalmente como
algo carente de sentido. El trabajo de Cauchy no sólo los des­
terró, sino que los hizo innecesarios. Sin embargo, la cuestión
de si los infinitesimales podían ser legitimados seguía viva.
Cuando Gósta Mittag-Leffler (1846-1927) preguntó a Cantor si
podría haber otras clases de números entre los racionales y
los reales, Cantor contestó enfáticamente que no. En 1887
Cantor publicó una demostración de la imposibilidad lógica
de los infinitésimos que dependía esencialmente de lo que se
conoce como axioma de arquimedianidad, el cual afirma que,
dado un número real cualquiera a positivo, existe un número
natural n tal que na es mayor que otro número real positivo
dado b. También Peano publicó una demostración de la inexis­
tencia de los infinitésimos. Bertrand Russell, en sus Principios
de la matemática (1903), estaba de acuerdo con estas conclu­
siones.
Sin embargo, ni siquiera las convicciones de los hombres
verdaderamente grandes deberían ser aceptadas con demasia­
da prontitud. En los tiempos de Aristóteles y durante mucho
tiempo después, la noción de que la Tierra es esférica fue
descartada por muchos pensadores como absurda, porque las
personas que vivieran en la cara opuesta de la esfera estarían
con la cabeza hacia abajo. Con todo, la esfericidad demostró
ser el concepto correcto. Análogamente, a pesar de las demos­
traciones de que los infinitésimos de Leibniz deben ser des­
terrados, algunos matemáticos persistieron en su intento de
construir una teoría lógica para tales entidades.
Paul du Bois-Reymond, Otto Stolz y Félix Klein pensaban
que era posible una teoría consistente basada en los infini­
tésimos. De hecho, Klein identificó el axioma de los números
reales, el axioma arquimediano, como el que habría que aban­
donar para obtener tal teoría. El propio Skolem introdujo en
1934 unos nuevos números —los hiperenteros— que eran dife­
rentes de los números reales ordinarios, y estableció algunas
de sus propiedades. La culminación de una serie de trabajos
de diversos matemáticos fue la creación de una nueva teoría
que legitima los infinitésimos. El más importante de los que
contribuyeron a ello fue Abraham Robinson (1918-1974).
El nuevo sistema, llamado análisis no estándar, introduce
los números hiperreales, los cuales incluyen los viejos números
reales y los infinitésimos. Los infinitésimos se definen prác­
ticamente como lo hizo Leibniz; esto es, un infinitésimo po­
sitivo es un número menor que cualquier número real ordi­
nario positivo, pero mayor que cero, y análogamente un infini­
tésimo negativo es mayor que cualquier número real negativo,
pero menor que cero. Estos infinitésimos son números fijos,
no variables en el sentido de Leibniz, ni variables que se apro­
ximan a cero, que es el sentido en el que a veces Cauchy utili­
zaba el término. Además, el análisis no estándar introduce
nuevos números infinitos, que son los recíprocos de los infini­
tésimos, pero no los números transfinitos de Cantor. Todo
número hiperreal finito r es de la forma x + a, en donde x
es un número real ordinario y a es un infinitésimo.
Con la noción de infinitésimo, se puede hablar de dos nú­
meros hiperreales infinitamente próximos. Esto significa sola­
mente que su diferencia es un infinitésimo. Todo número hi­
perreal está también infinitamente próximo a un número real
(ordinario), siendo la diferencia un infinitésimo. Podemos ope­
rar con los números hiperreales de la misma forma en que
lo hacemos con los números reales ordinarios 7.
Con este nuevo sistema de números hiperreales, podemos
introducir funciones cuyos valores pueden ser números reales
7 Las demostraciones de Cantor y Peano son correctas si se utilizan
las propiedades axiomáticas habituales de los números reales. La única
propiedad que debe ser cambiada para poder ser aplicada a los números
hiperreales es el axioma de arquimedianidad descrito anteriormente. R *,
el sistema de los números hiperreales no es arquimediano en el sentido
habitual. Pero sí lo es si admitimos múltiplos infinitos de un número a *
del sistema de números hiperreales.
o hiperreales. Podemos redefinir la continuidad de una fun­
ción en términos de estos números. Así, / (x) es una función
continua en x = a si / (*) — / (a) es un infinitésimo cuando
lo es x — a. También podemos usar los hiperreales para defi­
nir la derivada y otros conceptos del cálculo, y demostrar
todos los resultados del análisis. Lo importante es que con el
sistema de números hiperreales podemos dar precisión a un
enfoque del cálculo que anteriormente había sido rechazado
como poco claro e incluso como absurdo8.
¿Incrementará el uso de este nuevo sistema numérico el
poder de las matemáticas? Hasta el momento no se han pro­
ducido resultados de importancia con estos medios. Lo signi­
ficativo es que se ha abierto una nueva ruta por la que algu­
nos matemáticos viajarán de buena gana; de hecho, están ya
apareciendo libros sobre análisis no estándar. Otros condena­
rán el nuevo análisis aduciendo unos u otros motivos. Los
físicos se sienten aliviados, porque continuaban usando los in­
finitésimos por conveniencia, aunque sabían que habían sido
desterrados por Cauchy del ámbito de las matemáticas.
Los desarrollos en los fundamentos de las matemáticas a
partir de 1900 son desconcertantes, y el estado actual de las
matemáticas es anómalo y deplorable. La luz de la verdad no
ilumina ya el camino a seguir. En lugar de un único cuerpo de
matemáticas universalmente admirado y aceptado, cuyas de­
mostraciones, aunque a veces requirieran alguna enmienda,
eran consideradas como el no va más del razonamiento sólido,
tenemos ahora aproximaciones a las matemáticas que están
en conflicto. Además de la base logicista, intuicionista y for­
malista, la aproximación mediante la teoría de conjuntos da
muchas opciones. Las posiciones divergentes e incluso contra­
puestas son posibles dentro de las mismas escuelas. Así, el
movimiento constructivista dentro de la filosofía intuicionista
tiene muchos grupos disidentes. Dentro del formalismo hay
diversas opciones acerca de las metamatemáticas que se pue­
den emplear. El análisis no estándar, aunque no es doctrina
de una sola escuela, permite un enfoque alternativo del aná­
lisis que también puede conducir a enfoques divergentes e
8 Por ejemplo, en análisis no estándar el cociente de infinitésimos
dy/dx existe en el sistema R *, y dy/dx es, para y = x2, 2x + dx, en donde
dx es un infinitésimo. Esto es, dy/dx es un número hiperreal. Pero la
derivada es la parte estándar de este número hiperreal, a saber, 2x. Aná­
logamente, la integral definida es la parte estándar de la suma de una
cantidad infinita de infinitésimos, siendo el número de sumandos un
número natural no estándar.
incluso contrapuestos. De cualquier modo, lo que fue consi­
derado ilógico y desterrable, es ahora aceptado por algunas
escuelas como lógicamente sólido.
Los esfuerzos por eliminar las posibles contradicciones y
por establecer la consistencia de las estructuras matemáticas
han fracasado hasta ahora. No hay acuerdo ya sobre si aceptar
el enfoque intuicionista no axiomático. El concepto dominante
de las matemáticas como una colección de estructuras, basada
cada una sobre sus propios axiomas, es inadecuado para abar­
car todo lo que las matemáticas deberían abarcar, y por otra
parte abarca más de lo que debería. Los desacuerdos se ex­
tienden ahora incluso a los métodos de razonamiento. La ley
del tercio excluso ya no es un principio incuestionable de la
lógica, y las demostraciones de existencia que no permiten
el cálculo de las cantidades cuya existencia se establece, utili­
cen o no en sus demostraciones la ley del tercio excluso, son
manzanas de discordia. Por tanto, la pretensión de un razona­
miento impecable debe ser abandonada. De la multiplicidad
de opciones resultarán evidentemente distintos cuerpos de ma­
temáticas. Las recientes investigaciones sobre fundamentos han
traspasado las fronteras sólo para encontrar el desierto.
Los únicos matemáticos que han podido mantener una cier­
ta serenidad y un cierto orgullo desde 1931, tiempo durante el
cual los resultados que hemos descrito han partido el corazón
a los logicistas, formalistas y conjuntistas, han sido los intui­
cionistas. Para ellos no tenía sentido todo ese juego con sím­
bolos y principios lógicos que ponía a prueba la mente de los
gigantes intelectuales. La consistencia de las matemáticas es­
taba clara porque el significado intuitivo la garantizaba. En
cuanto al axioma de elección y la hipótesis del continuo, eran
inaceptables, y Brouwer lo había dicho ya en 1907. La incom-
plitud y la existencia de proposiciones indecidibles no sólo no
les preocupaba, sino que podían aducir justificadamente que
ellos ya lo habían dicho. Sin embargo, ni siquiera los intui­
cionistas estaban dispuestos a prescindir de todas aquellas par­
tes de las matemáticas construidas antes de 1900 que no se
ajustaban a sus requerimientos. Ellos habían afirmado que era
inaceptable establecer la existencia de entidades matemáticas
mediante la utilización de la ley del tercio excluso, y que sólo
son satisfactorias las construcciones que permiten calcular tan
aproximadamente como se desee la cantidad cuya existencia
está siendo afirmada. Por tanto, siguen luchando con las de­
mostraciones de existencia constructivas.
En definitiva, ninguna escuela tiene derecho a afirmar que
representa a las matemáticas. Y desgraciadamente, como se­
ñaló Arend Heyting en 1960, desde 1930 el espíritu de amiga­
ble colaboración ha sido sustituido por un espíritu de lucha
implacable.
En 1901, Bertrand Russell decía: «Uno de los triunfos más
importantes de las matemáticas modernas consiste en haber
descubierto lo que las matemáticas son realmente.» Estas pa­
labras hoy nos parecen una ingenuidad. Además de las dife­
rencias en lo que es aceptado hoy como matemáticas por las
diversas escuelas se pueden esperar más en el futuro. Las es­
cuelas existentes se han preocupado de justificar las matemá­
ticas existentes. Pero si se miran las matemáticas de los grie­
gos, o las del siglo xvn y las del siglo xix, se observan cambios
radicales y dramáticos. Las diversas escuelas modernas tratan
de justificar las matemáticas de 1900. ¿Podrán servir para las
matemáticas del año 2000? Los intuicionistas piensan en las
matemáticas como algo que crece y se desarrolla. Pero ¿po­
drán siempre sus «intuiciones» generar o divulgar lo que no
ha sido históricamente desarrollado? Ciertamente, esto no fue
así ni siquiera en 1930. Por consiguiente, parece que la revi­
sión de los fundamentos será siempre necesaria.
Los desarrollos de este siglo por lo que respecta a los fun­
damentos de las matemáticas se pueden resumir en una his­
toria. A orillas del Rin, un hermoso castillo se había mante­
nido en pie durante siglos. En los sótanos del castillo las in­
dustriosas arañas que lo habitaban habían construido una tu­
pida red de telarañas. Un día sopló un fuerte viento y destru­
yó la red. Las arañas se pusieron a trabajar frenéticamente
para reparar el daño. Creían que eran sus telarañas las que
mantenían en pie el castillo.
13. EL AISLAMIENTO DE LAS MATEMÁTICAS

He decidido abandonar únicamente la geome­


tría abstracta, es decir, la consideración de las
cuestiones que sirven sólo para ejercitar la
mente, y esto para estudiar otra clase de geo­
metría, que tiene por objeto la explicación de
los fenómenos de la naturaleza.
R ené D escartes

La historia de las matemáticas está coronada de gloriosos éxi­


tos, pero es también un acta de calamidades. Verdaderamente,
la pérdida de la verdad es una tragedia de primera magnitud,
pues las verdades son los bienes más apreciados de los hom­
bres y la pérdida de una sola de ellas es motivo de aflicción.
El descubrimiento de que la espléndida vitrina del razona­
miento humano exhibe una estructura en modo alguno per­
fecta, sino desfigurada por los defectos y vulnerable en cual­
quier momento a desastrosas contradicciones, supone un duro
golpe para el crédito de las matemáticas. Pero no son sólo
éstas las únicas causas del dolor. Existen también graves rece­
los y motivos para la disensión entre los matemáticos que pro­
ceden de la dirección que ha tomado la investigación durante
los últimos cien años. La mayoría de los matemáticos se han
olvidado del mundo para concentrarse en problemas genera­
dos dentro de las matemáticas. Han abandonado la ciencia.
Este cambio de dirección se describe a menudo como una
vuelta a las matemáticas puras en oposición a las matemáticas
aplicadas. Pero estos términos de puras y aplicadas, aunque
los usaremos, no describen exactamente lo que ha venido ocu­
rriendo.
¿Qué han sido las matemáticas? Para las generaciones pa­
sadas, las matemáticas eran, en primer lugar y por encima de
todo, la creación más refinada del hombre para investigar la
naturaleza. Los principales conceptos de las matemáticas, así
como sus poderosos métodos y casi todos sus teoremas impor­
tantes, se obtuvieron en el curso de esta investigación. La cien­
cia era la sangre y el alimento de las matemáticas. Los mate­
máticos eran buenos compañeros de los físicos, astrónomos,
químicos e ingenieros en la empresa científica. De hecho, du­
rante los siglos xvn y xvm y la mayor parte del xix, rara vez
se hizo la distinción entre matemáticas y ciencias teóricas.
Y muchos de los principales matemáticos trabajaron mucho
más en la astronomía, la mecánica, la hidrodinámica, la elec­
tricidad, el magnetismo y la elasticidad que en las matemá­
ticas propiamente dichas. Las matemáticas eran simultánea­
mente la reina y la sirvienta de las ciencias.
Hemos relatado (capítulo 1-4) la dilatada sucesión de es­
fuerzos, desde la época griega en adelante, para arrancar a la
naturaleza sus secretos matemáticos. Esta dedicación al estudio
de la naturaleza no limitó las matemáticas aplicadas a la re­
solución de los problemas de la física. Los grandes matemá­
ticos trascendían a menudo los problemas inmediatos de la
ciencia. Puesto que eran grandes y entendían plenamente el
tradicional papel de las matemáticas, eran capaces de discer­
nir las direcciones de la investigación que podrían resultar
significativas para la empresa científica o arrojar luz sobre
los conceptos que contribuían ya a la investigación de la natu­
raleza. Así, por ejemplo, Poincaré (1854-1912), que dedicó mu­
chos años a la astronomía y cuya obra más celebrada es la
Mecánica celeste, en tres volúmenes, comprendió la necesidad
de estudiar nuevos campos en ecuaciones diferenciales que pu­
dieran hacer avanzar definitivamente el estudio de la astro­
nomía.
Algunas investigaciones matemáticas acaban o completan
temas que han demostrado ser útiles. Si aparece en diversas
aplicaciones el mismo tipo de ecuaciones diferenciales, se de­
bería ciertamente investigar el tipo general, bien para descu­
brir un método perfeccionado o general, bien para conocer
todo lo posible sobre la clase completa de soluciones. Es ca­
racterístico de las matemáticas que su mismo carácter abs­
tracto la permita representar hechos físicos muy diversos.
Así, las ondas de agua, las ondas sonoras y las ondas de radio
están todas ellas representadas por una sola ecuación en de­
rivadas parciales conocida, de hecho, como ecuación de ondas.
Los conocimientos matemáticos adicionales adquiridos gracias
a nuevas investigaciones de la propia ecuación de ondas, que
tuvieron lugar primero en las ondas sonoras, podrían resultar
útiles en cuestiones que se plantean, por ejemplo, en la inves­
tigación en las ondas de radio. El rico acervo de creaciones
inspiradas por los problemas del mundo real puede ser in­
crementado e iluminado por el reconocimiento de estructuras
matemáticas idénticas en situaciones diferentes, y de su base
abstracta común.
El establecimiento de teoremas de existencia de ecuaciones
diferenciales fue emprendido primeramente por Cauchy con
el objeto de garantizar que la formulación matemática de los
problemas físicos tuviera efectivamente una solución y que se
pudiera, en consecuencia, buscar su solución en la seguridad
de que existe. Por tanto, aunque este tipo de trabajo es total­
mente matemático, tiene un ulterior significado físico. El tra­
bajo de Cantor sobre conjuntos infinitos, que llevó a multitud
de investigaciones en matemáticas puras, estuvo motivado en
un principio por su deseo de resolver algunas cuestiones pen­
dientes sobre un tipo de series infinitas enormemente útiles,
llamadas series de Fourier.
El desarrollo de las matemáticas ha sugerido, e incluso
exigido, la resolución de problemas independientes de la cien­
cia. Hemos visto (capítulo 8) que los matemáticos del si­
glo xix habían reconocido la vaguedad de muchos conceptos
y la imprecisión de sus razonamientos. El movimiento que
nació para instaurar el rigor, verdaderamente extenso, no te­
nía ciertamente la finalidad de resolver problemas científi­
cos, ni la tenían los posteriores intentos de las diversas es­
cuelas de reconstruir los fundamentos. Todo este trabajo,
aunque dedicado a las matemáticas propiamente dichas, fue
en realidad una respuesta a la urgente necesidad de recons­
truir toda la estructura matemática.
En resumen, existen muchas investigaciones puramente ma­
temáticas que completan o refuerzan áreas antiguas o incluso
exploran nuevas áreas que prometen ser esenciales para las
aplicaciones. Todas estas orientaciones en la investigación pue­
den ser consideradas como matemáticas aplicadas en el sen­
tido amplio del término.
¿No había entonces hace cien años matemáticas que hubie­
ran sido creadas por ellas mismas y que en absoluto tuvieran
importancia para las aplicaciones? Las había. El principal
ejemplo lo constituye la teoría de números. Aunque para los
pitagóricos el estudio de los enteros positivos era el estudio
de la constitución de los objetos materiales (capítulo 1), muy
pronto la teoría de números adquirió interés por sí misma,
principalmente con Fermat. La geometría proyectiva, iniciáda
por los artistas del Renacimiento para dar realismo a la pintu­
ra y asumida por Girard Desargues y Pascal para proporcionar
una metodología mejor a la geometría euclídea, se transformó
en el siglo xix en un asunto de interés puramente estético,
aunque incluso después persiguiera su estudio por sus impor­
tantes conexiones con la geometría no euclídea. Otros muchos
temas fueron estudiados únicamente porque los matemáticos
los encontraron interesantes o estimulantes.
Sin embargo, las matemáticas puras sin ninguna relación
con la ciencia no fueron el objetivo principal. Fueron una afi­
ción, una desviación de los problemas mucho más vitales e
intrigantes planteados por la ciencia. Aunque Fermat fue el
fundador de la teoría de números, dedicó la mayor parte de
sus esfuerzos a la creación de la geometría analítica, a los pro­
blemas del cálculo y a la óptica (capítulo 6). Trató de interesar
a Pascal y a Huygens en la teoría de números, pero fracasó.
Muy pocos matemáticos del siglo x v ii se interesaron por
este tema.
Euler dedicó algún tiempo a la teoría de números. Pero
Euler no fue solamente el supremo matemático del siglo xvm;
fue también el supremo físico matemático. Su obra abarcó
desde las profundas metodologías matemáticas para resolver
problemas de física, tales como la resolución de ecuaciones
diferenciales, a la astronomía, el movimiento de fluidos, el di­
seño de barcos y velas, la artillería, la cartografía, la teoría de
instrumentos musicales y la óptica.
Igualmente, Lagrange dedicó algún tiempo a la teoría de
números, pero también él pasó la mayor parte de su vida en­
tregado a los problemas del análisis, las matemáticas vitales
para las aplicaciones (capítulo 3), y su obra fundamental fue
Mécanique analytique (Mecánica analítica), es decir, la aplica­
ción de las matemáticas a la mecánica. De hecho, en 1777 pro­
testaba de que «las investigaciones aritméticas son las que
me han costado más esfuerzo y quizá sean las menos valio­
sas». También Gauss hizo un importante trabajo en la teoría
de números. Sus Disquisitiones arthmeticae (Disertaciones arit­
méticas), de 1801, es un clásico. Si nada más consideráramos
este trabajo de Gauss, quedaríamos convencidos de que Gauss
fue un matemático puro. Pero sus esfuerzos principales se de­
dicaron a las matemáticas aplicadas (capítulo 4). Félix Klein,
en su historia de las matemáticas del siglo xix, se refiere a
las Disquisit iones como una obra de juventud de Gauss.
Aunque Gauss volviera a la teoría de números en los úl­
timos años de su vida, es evidente que no consideró el tema
entre los de mayor importancia. A menudo se planteó el úl­
timo «teorema» de Fermat, que dice que no existen enteros
que satisfagan la ecuación xn -I- yn = zn cuando n es mayor
que 2. Pero Gauss escribía en una carta del 21 de mayo de
1816 a Wilhelm Olbers que la hipótesis de Fermat era un teo­
rema aislado y que, en consecuencia, tenía poco interés. Aña­
día que hay muchas otras conjeturas de ese mismo tipo que
no pueden ser ni probadas ni rechazadas y que estaba tan
ocupado con otros asuntos que no tenía tiempo para trabajos
del tipo del que había realizado en sus Disquisitiones. Tenía
la esperanza de que la hipótesis de Fermat pudiera ser de­
mostrada sobre la base de otro trabajo que él había hecho,
pero sería uno de los corolarios menos interesantes.
La afirmación de Gauss, «La matemática es la reina de las
ciencias, y la aritmética la reina de la matemática. A menudo
condesciende a prestar sus servicios a la astronomía y otras
ciencias naturales, pero en todas las circunstancias le corres­
ponde el primer lugar», se cita a menudo para mostrar sus
preferencias por las matemáticas puras. Pero el conjunto de
la obra de Gauss no confirma esta afirmación; pudo haberla
hecho en alguna circunstancia especial. Su lema fue: «Tú, Na­
turaleza, eres mi diosa; mis servicios se limitan a tus leyes.»
Es una ironía que su extraordinaria escrupulosidad acerca de
la concordancia entre las matemáticas y la naturaleza llegara
a tener, a través de su trabajo sobre geometría no euclídea,
la profunda y dramática consecuencia de desacreditar a la
verdad de las leyes matemáticas. En relación con el conjunto
de las matemáticas creadas con anterioridad a 1900, se puede
hacer la generalización de que había algo de matemáticas pu­
ras, pero no matemáticos puros.
La actitud de los matemáticos hacia su propio trabajo se
vio alterada radicalmente por algunos resultados. El primero
de ellos fue el descubrimiento de que las matemáticas no son
un cuerpo de verdades acerca de la naturaleza (capítulo 4).
Gauss había dejado esto muy claro con respecto a la geome­
tría, y la creación de los cuaterniones y las matrices obligó al
reconocimiento remachado por Helmholtz de que ni siquiera
las matemáticas de los enteros ordinarios son aplicables a prio­
ri. Aunque la aplicabilidad de las matemáticas continuaba sien­
do impecable, la búsqueda de verdades no justificaba ya los
esfuerzos matemáticos.
Además, desarrollos tan vitales como la geometría no euclí­
dea y los cuaterniones, aunque motivados por consideraciones
físicas, estaban aparentemente en contradicción con la natu­
raleza, y, sin embargo, habían resultado aplicables. El recono­
cimiento de que las creaciones que eran obra del hombre, ade­
más de las que parecían inherentes al diseño de la naturaleza,
eran extraordinariamente aplicables pronto se convirtió en un
argumento para un enfoque totalmente nuevo de las matemá­
ticas. ¿Por qué no iba a ocurrir lo mismo con las futuras
creaciones libres de la mente? Por consiguiente, concluyeron
muchos matemáticos, no era necesario enfrentarse a los pro­
blemas del mundo real. Las matemáticas hechas por el hom­
bre, elaboradas solamente a partir de las ideas que nacen en
la mente humana, seguramente demostrarían su utilidad. De
hecho, el pensamiento puro, libre de adherencias a los fenó­
menos físicos, podría ser mucho más útil. La imaginación hu­
mana, liberada de toda restricción, podría crear teorías incluso
más poderosas que también encontrarían aplicación en la com­
prensión y el dominio de la naturaleza.
Varias otras fuerzas han influido en la ruptura de los ma­
temáticos con el mundo real. La enorme expansión de las ma­
temáticas y las ciencias ha hecho que sea mucho más difícil
encontrarse a gusto en ambos campos. Además, los problemas
no resueltos de la ciencia, en los que trabajaron auténticos
gigantes en el pasado, son mucho más difíciles ahora. ¿Por
qué no aferrarse a las matemáticas puras y hacer la investiga­
ción más fácil?
Hay otro factor que indujo a muchos matemáticos a cen­
trarse en los problemas de la matemática pura. Los problemas
de la ciencia raramente son resueltos por completo. Se lo­
gran aproximaciones cada vez mejores, pero no se llega a la
solución definitiva. Problemas básicos —por ejemplo, el pro­
blema de los tres cuerpos, es decir, el movimiento de tres
cuerpos tales como el Sol, la Tierra y la Luna, que atraen
cada uno a los otros dos con la fuerza de la gravitación—
están todavía sin resolver. Como observó Francis Bacon, la
sutileza de la naturaleza es mucho mayor que la inteligencia
humana. Por el contrario, las matemáticas puras permiten
abordar problemas circunscritos y bien definidos para los que
se pueden obtener soluciones completas. Existe una especie de
fascinación por los problemas bien definidos en oposición a
los problemas de complejidad y profundidad ilimitadas. In­
cluso los pocos problemas que hasta ahora se han resistido a
ser resueltos, como la hipótesis de Goldbach, poseen un enun­
ciado de una atractiva sencillez.
Otro acicate para dedicarse a los problemas de matemá­
ticas puras es la presión que instituciones tales como las uni­
versidades ejercen sobre los matemáticos para publicar inves­
tigaciones. Puesto que los problemas aplicados requieren un
profundo conocimiento de las ciencias, además de las mate­
máticas, y puesto que los problemas no resueltos son más
difíciles, es mucho más cómodo inventarse uno de sus propios
problemas y resolver lo que uno pueda. Los profesores no
sólo seleccionan problemas de matemáticas puras que se pue­
den resolver con facilidad, sino que los asignan a sus docto­
rados para que éstos puedan realizar sus tesis rápidamente.
De este modo, los profesores pueden también ayudarles a su­
perar más fácilmente cualquier dificultad que encuentren.
Unos pocos ejemplos de las direcciones que han tomado
las matemáticas puras modernas pueden aclarar la distinción
entre los temas puros y aplicados. Una de ellas es la abstrac­
ción. Después de que Hamilton introdujera los cuaterniones,
para los cuales tenía in mente aplicaciones físicas, otros ma­
temáticos, dándose cuenta de que puede haber muchas álge­
bras, se dedicaron a construir todas las álgebras posibles sin
preocuparse de su posible aplicabilidad. Esta dirección de la
investigación prospera hoy en el campo del álgebra abstracta.
Otra dirección de las matemáticas puras es la generaliza­
ción. Las secciones cónicas —elipse, hipérbola y parábola— se
representan algebraicamente por ecuaciones de segundo grado.
También son útiles en las aplicaciones algunas curvas repre­
sentadas por ecuaciones de tercer grado. La generalización
salta de golpe a las curvas cuyas ecuaciones son de grado n y
estudia sus propiedades con todo detalle, aunque probable­
mente esas curvas jamás aparezcan en los fenómenos naturales.
La generalización y la abstracción, cuando se utilizan sola­
mente para que los trabajos de investigación puedan ser pu­
blicados por tener precisamente esas características, suelen
carecer de toda aplicación. De hecho, 12 mayor parte de esas
publicaciones tienen por objeto la reformulación en términos
más generales o más abstractos, o en una nueva terminología,
de lo que ya existía en un lenguaje más concreto y específico.
Y, por supuesto, esta reformulación no proporciona ninguna
mejora en intuición o en potencia a la hora de aplicarla. La
proliferación de terminología, en gran parte artificial y sin
relación con ideas físicas, pero con la pretensión de sugerir
nuevas ideas, no es ciertamente una contribución, sino un
obstáculo para la utilización de las matemáticas. Es un nuevo
lenguaje, pero no son unas nuevas matemáticas.
La tercera dirección que ha tomado la investigación ma­
temática es la especialización. Mientras que Euclides se plan­
teaba y contestaba la cuestión de si existen infinitos números
primos, ahora parece «natural» preguntarse si existe un nú­
mero primo en cada serie de siete enteros consecutivos. Los
pitagóricos habían introducido la noción de números amigos.
Dos números son amigos si la suma de los divisores de cada
uno de ellos es igual al otro. Así, 284 y 220 son amigos. Leo-
nard Dickson, uno de los más eminentes cultivadores de la
teoría de números, introdujo el problema de las ternas ami­
gas. «Decimos que tres números forman una terna amiga si
la suma de los divisores propios de cada uno de ellos es igual
a la suma de los otros dos.» Después planteaba la cuestión
de encontrar tales ternas. Otro ejemplo de la teoría de nú­
meros se refiere a los números poderosos. Son números pode­
rosos los enteros positivos, que si son divisibles por un nú­
mero primo, p, también lo son por p2. ¿Existen enteros pode­
rosos (aparte del 1 y el^ 4) que se puedan representar de una
infinidad de maneras como la diferencia de dos números po­
derosos y primos entre sí?
Estos ejemplos de especialización, elegidos porque son fá­
ciles de enunciar y de entender, no hacen justicia a la comple­
jidad y profundidad de tales problemas. Sin embargo, la espe­
cialización está tan difundida y los problemas son tan restrin­
gidos que lo que una vez se dijo incorrectamente de la teoría
de la relatividad, a saber, que sólo una docena de personas
en el mundo la comprendían, se aplica hoy a la mayor parte
de las especialidades.
La especialización se ha extendido hasta tal punto que la
escuela de importantes matemáticos que opera bajo el seudó­
nimo de Nicholas Bourbaki, escuela que ciertamente no se
dedica a las matemáticas aplicadas, se sintió en la obligación
de criticar:
Muchos matemáticos se han establecido en una zona del campo
de las matemáticas que no están dispuestos a abandonar; no sólo
ignoran casi completamente lo que no concierne a su especial área,
sino que son incapaces de entender el lenguaje y la terminología
utilizada por los colegas que están trabajando en una zona lejana
de la suya. Incluso entre aquellos que tienen la más amplia forma­
ción no existe ninguno que no se sienta perdido en ciertas regio­
nes del inmenso mundo de las matemáticas; aquellos que, como
Poincaré o Hilbert, dejaron la marca de su genio en casi todos
los dominios, constituyen la auténtica excepción entre los que con­
siguieron las mayores hazañas.
El precio de la especialización es la esterilidad. Puede
muy bien exigir virtuosismo, pero rara vez ofrece signifi­
cación.
La abstracción, la generalización y la especialización son
tres tipos de actividad que los matemáticos puros han em­
prendido. Una cuarta es la axiomática. No hay duda de que el
movimiento axiomático de finales del siglo xix contribuyó
a apuntalar los fundamentos de las matemáticas, aunque no
pudiera decir la última palabra sobre los problemas que en
esa área se planteaban. Pero muchos matemáticos emprendie­
ron la tarea de efectuar modificaciones triviales en los sis­
temas de axiomas recién creados. Algunos pudieron mostrar
que reformulando un axioma, su enunciado se hacía más sim­
ple. Otros mostraron que complicando el enunciado, tres axio­
mas podían ser reducidos a dos. Y otros eligieron nuevos tér­
minos no definidos y, refundiendo los axiomas adecuadamente,
llegaron al mismo cuerpo de teoremas.
No toda axiomatización, como hemos notado, es superflua.
Pero las modificaciones de menor cuantía que se pueden hacer
son en general inútiles. Mientras que la solución de los pro­
blemas reales requiere lo mejor de las capacidades humanas
porque hay que enfrentarse a los problemas, las axiomáticas
permiten todo tipo de libertades. Una axiomática es funda­
mentalmente la organización por parte del hombre de resul­
tados profundos, pero es casi indiferente que éste elija un
conjunto de axiomas antes que otro o quince axiomas en lugar
de veinte. En efecto, las numerosas variaciones de axiomáticas
a las que han dedicado su tiempo incluso prominentes mate­
máticos han sido denunciadas como «una pérdida de tiempo».
Se dedicaron tanto tiempo y esfuerzos a las axiomáticas
en las primeras cinco décadas de este siglo que en 1935 Her-
mann Weyl, aun estando absolutamente convencido del valor
de la axiomatización, se quejaba de que los frutos de la axio­
matización estaban agotados y abogaba, por una vuelta a los
problemas de importancia. Las axiomáticas, decía, lo único
que hacen es dar precisión y organización a las matemáticas
importantes; se trata de una función clasificadora y de catá­
logo.
No es posible describir todas las abstracciones, generaliza­
ciones, problemas especializados y axiomáticas como matemá­
ticas puras. Ya hemos señalado el valor de algunos de estos
trabajos, así como de los estudios sobre fundamentos. Hay
que analizar los motivos de la investigación. Lo que es carac­
terístico de las matemáticas puras es su falta de pertinencia
para una aplicación inmediata o potencial. El espíritu de las
matemáticas puras es que un problema es un problema. Algu­
nos matemáticos puros aducen que existe una utilidad potencial
en todo desarrollo matemático y que nadie puede prever sus
futuras aplicaciones. No obstante, un tema matemático es como
un terreno petrolífero. Charcos oscuros sobre la superficie pue­
den sugerir la exploración de un determinado lugar en busca
de petróleo, y si éste se descubre, se establece el valor del te­
rreno. El probado valor de la tierra justifica posteriores per­
foraciones con la esperanza de encontrar más petróleo si el
terreno en donde se perfora no está demasiado alejado del lu­
gar del descubrimiento original. Por supuesto, se puede elegir
para perforar un lugar muy alejado porque sea allí más fácil
la perforación y pretender descubrir petróleo. Pero la energía
y el ingenio humanos son limitados y no deberían por tanto ser
expuestos a grandes riesgos. Si el objetivo es la aplicación po­
tencial, entonces, como decía el gran fisicoquímico Josiah
Willard Gibbs, los matemáticos puros pueden hacer lo que les
plazca, pero los matemáticos aplicados deben ser al menos
en parte sensatos.
Críticas a las matemáticas puras, a las matemáticas por sí
mismas, pueden encontrarse ya en El progreso del aprendizaje,
de Francis Bacon (1620). Se oponía allí a las matemáticas pu­
ras, místicas y autosuficientes que estaban «completamente
separadas de la materia y de los axiomas de la filosofía natu­
ral» y servían solamente para «satisfacer [un] apetito de ex­
pansión y meditación [que son] secundarias para la mente hu­
mana.» Bacon comprendía el valor de las matemáticas apli­
cadas:
Pues muchas partes de la naturaleza no pueden ser ideadas con la
suficiente sutileza, ni demostradas con la suficiente perspicacia, ni
preparadas para su utilización con la suficiente destreza sin la
ayuda y la intervención de las matemáticas; de este tipo son la
perspectiva, la música, la astronomía, la cosmografía, la arquitec­
tura, la maquinaria y algunas otras... Pues a medida que la física
avance más y más cada día y desarrolle nuevos axiomas, reque­
rirá nueva ayuda por parte de las matemáticas en muchas cosas,
y así las partes de las matemáticas mixtas [aplicadas] serán más
numerosas.
En tiempos de Bacon no era necesario instigar el interés de
los matemáticos por los estudios físicos. Pero hoy la ruptura
entre las matemáticas y la ciencia es un hecho. En los últimos
cien años se ha desarrollado un cisma entre aquellos que
querrían ser fieles a las viejas y honorables motivaciones de la
actividad matemática, motivaciones que han proporcionado
hasta ahora a las matemáticas la esencia y temas fructíferos
y aquellos que, navegando a favor del viento, investigan lo
que llama su atención. Hoy los matemáticos y los científicos
dedicados a la física recorren caminos diferentes. Las creacio­
nes matemáticas más recientes tienen poca aplicación. Ade­
más, los matemáticos y los científicos ya no se entienden, y
es muy poco reconfortante que debido a la intensa especia-
lización ni siquiera unos matemáticos entiendan a otros ma­
temáticos.
La separación de la «realidad» y el estudio de las matemá­
ticas por sí mismas provocaron controversias casi desde el
principio. En su obra clásica La teoría analítica del calor (1822),
Fourier se entusiasmaba con la aplicación de las matemáticas
a los problemas físicos:
El profundo estudio de la naturaleza es el campo más fértil para los
descubrimientos matemáticos. Este estudio ofrece no sólo la ven­
taja de un objetivo bien determinado, sino también la ventaja
de excluir las cuestiones vagas y los cálculos inútiles. Es un medio
de construir el propio análisis y de descubrir las ideas que realmente
importan y que la ciencia siempre debe preservar. Las ideas fun­
damentales son las que representan los hechos naturales [...],
Su principal atributo es la claridad; no tiene símbolos para
expresar ideas confusas. Agrupa los más diversos fenómenos y des­
cubre las ocultas analogías que los unen. Si la materia se nos
escapa, como la luz y el aire, a causa de su extrema finura, si los
objetos se localizan lejos de nosotros en la inmensidad del espacio,
si el hombre desea entender lo que ocurre en los cielos durante
los sucesivos períodos que separan un gran número de siglos, si
las fuerzas de la gravedad y del calor permanecen activas en el
interior de un globo sólido a profundidades que jamás serán acce­
sibles, el análisis matemático puede, no obstante, aprehender las
leyes de esos fenómenos. Nos los hace presentes y medibles, y pa­
rece ser una facultad de la mente humana destinada a compensar
la brevedad de la vida y la imperfección de los sentidos, y lo que
es más notable todavía, sigue el mismo método en el estudio de
todos los fenómenos; los interpreta con el mismo lenguaje, como
si quisiera atestiguar 1? unidad y sencillez del plan del universo y
poner todavía más de manifiesto el orden inmutable que rige toda
la materia natural.
Aunque Cari Gustav Jacobi (1804-1851) había realizado trabajos
de primer orden en mecánica y astronomía, se opuso a lo que
consideraba al menos como una declaración unilateral. Escri­
bió a Adrien-Marie Legendre el 2 de julio de 1830: «Es verdad
que Fourier tiene la opinión de que el objeto principal de las
matemáticas es la utilidad pública y la explicación de los fenó­
menos naturales; pero un científico como él debe saber que
el único objeto de la ciencia es el honor del espíritu humano
y que, sobre esta base, una cuestión de [teoría de] números
tiene tanto valor como cualquier problema sobre el sistema
planetario.»
Por supuesto, los fisicomatemáticos no se pusieron del lado
de Jacobi. Lord Kelvin (William Thomson, 1824-1907) y Peter
Guthrie Tait (1831-1901) declaraban en 1867 que las mejores
matemáticas son las sugeridas por las aplicaciones. Estas pro­
porcionan «asombrosos teoremas de matemáticas puras, como
raramente les ocurre a esos matemáticos que se refugian en
el análisis puro o la geometría pura en lugar de dejarse llevar
a los ricos y bellos campos de verdad matemática que se en­
cuentran en el camino de la investigación física».
También muchos matemáticos deploraron la nueva tenden­
cia hacia los estudios puros. En 1888 Kronecker escribía a
Helmholtz, quien había contribuido a las matemáticas, la físi­
ca y la medicina: «La riqueza de su experiencia práctica con
problemas sensatos e interesantes dará a los matemáticos una
nueva orientación y un nuevo ímpetu [...]. Las especulacio­
nes matemáticas unilaterales e introspectivas conducen a cam­
pos estériles.»
En 1895 Félix Klein, por aquella época a la cabeza del mun­
do matemático, sintió también la necesidad de protestar con­
tra la tendencia a las matemáticas puras y abstractas:
No podemos dejar de pensar que en el rápido desarrollo del pen­
samiento moderno, nuestra ciencia corre el peligro de aislarse cada
vez más. Las mutuas e íntimas relaciones entre matemáticas y
ciencias naturales teóricas que, para beneficio duradero de ambos,
existieron desde el surgimiento del moderno análisis, amenazan con
romperse.
En su Teoría matemática de la peonza (1897), Klein volvía so­
bre el tema:
La gran necesidad del presente en la ciencia matemática es que la
ciencia pura y aquellos departamentos de ciencias físicas en los
que encuentra sus aplicaciones más importantes sean colocados
de nuevo en esa íntima asociación que demostró ser tan fructífera
en los trabajos de Lagrange y Gauss.
En su Ciencia y método, Poincaré, a pesar de sus irónicas ob­
servaciones sobre algunas de las creaciones puramente lógicas
de finales del siglo xix, admitía que las axiomáticas, las geo­
metrías no usuales y las funciones peculiares «nos muestran
lo que la mente humana puede crear cuando se libera de la
tiranía del mundo externo». No obstante, insistía, «es hacia
el otro lado, hacia el lado de la naturaleza, hacia donde debe­
mos dirigir el grueso de nuestro ejército». Escribía en El valor
de la Ciencia:
Sería necesario haber olvidado completamente la historia de la cien­
cia para no recordar que el deseo de entender la naturaleza ha
tenido sobre el desarrollo de las matemáticas la más feliz y la
más importante de las influencias... El matemático puro que olvi­
dara la existencia del mundo exterior sería como un pintor que
supiera combinar armoniosamente los colores y las formas, pero
que careciera de modelos. Su capacidad creativa pronto se agotaría.
Algo más tarde, en 1908, Félix Klein habló de nuevo. Temiendo
que se abusara de la libertad para crear estructuras arbitra­
rias, recalcaba que estas estructuras son «la muerte de toda
ciencia». Los axiomas de la geometría no son «arbitrarios,
sino enunciados sensibles que están en general inducidos por
la percepción del espacio y se determinan en cuanto a su con­
tenido preciso por motivos de conveniencia». Para justificar
los axiomas de la geometría no euclídea, Félix Klein señalaba
que la visualización requiere el axioma euclídeo de las parale­
las sólo dentro de ciertos límites de aproximación. En otra
ocasión, decía que «quien tiene el privilegio de la libertad
debe tener también que asumir la responsabilidad». Por respon­
sabilidad Klein entendía servicio a la investigación de la natu­
raleza.
Hacia el final de su vida, Klein, que era por entonces di­
rector del departamento de matemáticas en la universidad de
Gotinga, centro mundial de las matemáticas, se sintió obli­
gado a protestar una vez más. En su Desarrollo de las mate­
máticas en el siglo X IX (1925), recordaba el interés de Fourier
por resolver problemas prácticos utilizando para ello las ma­
temáticas más avanzadas y contrastaba esta actitud con el refi­
namiento puramente matemático de los instrumentos y la
abstracción de las ideas concretas. Decía así:
Las matemáticas de nuestros días se parecen a una fábrica de
armas en tiempo de paz. Los escaparates están llenos de piezas
de desfile, cuya ejecución ingeniosa, hábil y vistosa atrae a los
expertos. La auténtica finalidad y propósito de esos objetos, hacer
frente al enemigo y derrotarle, han retrocedido hasta el fondo de
la conciencia hasta el punto de haber sido olvidados.
Richard Courant, que sucedió a Klein en la dirección del de­
partamento de matemáticas en la universidad de Gotinga y
que después encabezó lo que en adelante se llamó Courant
Institute of Mathematical Sciences, de la universidad de Nue­
va York, deploraba también el énfasis en las matemáticas
puras. El prólogo a la primera edición en 1924 de su libro
Métodos de la física matemática, escrito conjuntamente con
Hilbert, se iniciaba con la siguiente observación:
Desde los tiempos más antiguos, las matemáticas recibieron pode­
rosos estímulos de la estrecha relación que existía entre los pro­
blemas y métodos del análisis y las ideas intuitivas de la física.
Las últimas décadas han sido testigos del debilitamiento de esta
conexión, por cuanto la investigación matemática se ha apartado
muchísimo de los puntos de vista intuitivos y, especialmente en
análisis, se ha preocupado sobre todo de refinar sus métodos y
pulir sus conceptos. Ha sucedido pues que muchos de los que
han destacado en el análisis han olvidado la conexión entre su dis­
ciplina y la física, así como otros dominios, mientras que por otro
lado la comprensión por parte de los físicos de los problemas y
métodos de los matemáticos, e incluso de todas sus áreas de interés
y su lenguaje, se ha perdido. El curso del desarrollo científico está
amenazado por una ramificación, un goteo y un agotamiento cada
vez mayores. Para escapar a este destino debemos dedicar gran
parte de nuestra capacidad a unir lo que está separado, pues debe­
mos poner en claro, bajo un enfoque común, la relación interna
entre los diversos hechos. Sólo de esta forma tendrán los estudiantes
un dominio efectivo de la materia y el investigador estará preparado
para un desarrollo orgánico.
De nuevo, en 1939, escribía Courant:
La afirmación de que las matemáticas no son más que un con­
junto de conclusiones sacado de definiciones y postulados que de­
ben ser consistentes, pero, por lo demás, pueden ser creados por la
libre voluntad de los matemáticos, lleva implícita una seria ame­
naza para la vida de la ciencia. Si esta descripción fuera exacta,
las matemáticas no podrían atraer a ninguna persona inteligente.
Serían un juego de definiciones, reglas y silogismos sin motivación
ni objetivos. La idea de que la inteligencia puede crear sistemas
de postulados significativos a su capricho, es una engañosa verdad
a medias. Sólo con la disciplina de la responsabilidad hacia el con­
junto orgánico, sólo guiada por una necesidad intrínseca, puede
la mente libre lograr resultados de valor científico.
George David Birkhoff (1884-1944), el principal matemático
de los Estados Unidos en su tiempo, hizo la misma adverten­
cia en el American Scientist de 1943:
Es de esperar que en el futuro haya cada vez más físicos teóricos
que dispongan de un profundo conocimiento de los principios ma­
temáticos, y también que los matemáticos no se limiten ya de una
forma tan exclusiva al desarrollo estético de abstracciones ma­
temáticas.
John L. Synge, físico matemático de reconocido prestigio, des­
cribía en 1944 la situación con detalle en un prólogo digno de
George Bernard Shaw a un artículo técnico:
La mayor parte de los matemáticos trabajan con ideas que, de co­
mún acuerdo, pertenecen definitivamente a las matemáticas. Los
matemáticos forman un gremio cerrado. El iniciado jura por las
cosas del mundo, y generalmente mantiene su juramento. Sólo unos
pocos matemáticos caminan sin rumbo fijo y buscan el sustento
matemático en problemas que surgen directamente de otros cam­
pos de la ciencia. En 1744 ó 1844, este segundo grupo incluía a
casi todos los matemáticos. En 1944 constituye una fracción tan
pequeña del total que es necesario recordar a la mayoría la exis­
tencia de la minoría y explicar a aquélla los puntos de vista de
ésta.
Los miembros de la minoría no desean ser llamados «físicos»
o «ingenieros», ya que lo que hacen es seguir una tradición ma­
temática que se prolonga durante más de veinte siglos e incluye
los nombres de Euclides, Arquímedes, Newton, Lagrange, Hamilton,
Gauss, Poincaré. La minoría no desea menospreciar en modo al­
guno el trabajo de la mayoría, pero teme que unas matemáticas
que se alimentan solamente de sí mismas agoten, con el tiempo,
su interés.
Aparte de sus efectos sobre el futuro de las matemáticas propia­
mente dichas, el aislamiento de los matemáticos ha privado al
resto de la ciencia de un apoyo con el que se contaba en todas
las épocas anteriores [...] A través del estudio de la naturaleza se
han originado (y con toda probabilidad se seguirán originando)
problemas mucho más difíciles que los construidos por los mate­
máticos dentro del círculo de sus propias ideas. Los científicos han
confiado en que el matemático dedique sus esfuerzos a la resolu­
ción de estos problemas. Ellos saben que el matemático es algo
más que un hábil utilizador de ciertas herramientas ya hechas;
ellos mismos pueden usar esas herramientas con considerable ha­
bilidad. Buscan, más bien, las cualidades peculiares de los mate­
máticos: su penetración y capacidad lógica para ver lo general en
lo particular y lo particular en lo general [...].
En todo esto, el matemático era la fuerza dirigente y discipli­
nante. Proporcionaba a la ciencia sus métodos de cálculo —loga­
ritmos, cálculo diferencial e integral, ecuaciones diferenciales, et­
cétera—, pero le daba mucho más que esto. Le daba un proyecto.
Insistía en que el pensamiento fuese lógico. Cuando surgía una
nueva ciencia, le daba —o trataba de darle— la firme estructura
lógica que Euclides dio a la topografía egipcia. A sus manos lle­
gaba un tema que era como una piedra basta, llena de malas
hierbas, y salía de sus manos convertida en una gema pulida.
Actualmente la ciencia bulle como no bulló jamás. No hay
signos obvios de decadencia. Sólo los más observadores han notado
que el vigilante no está de servicio. No se ha ido a dormir. Está
trabajando tanto como antes, pero ahora trabaja solamente para
sí mismo [...].
En resumen, la fiesta ha terminado: fue algo maravilloso mien­
tras duró [...]. La naturaleza planteará problemas enormes, pero
estos problemas no llegarán jamás al matemático. Puede que esté
sentado en su torre de marfil, esperando al enemigo con un ar­
senal de armas, pero el enemigo jamás llegará hasta él. La natu­
raleza no ofrece sus problemas ya formulados. Deben ser excavados
con pico y pala, y quien no se manche las manos no podrá verlos.
El cambio y la muerte en el mundo de las ideas tan inevita­
bles como el cambio y la muerte en los asuntos humanos. Cierta­
mente, no es deber del matemático amante de la verdad pretender
que estas cosas no suceden, cuando suceden. Es imposible estimu­
lar artificialmente las fuentes profundas de la motivación intelec­
tual. Una cosa prende o no en la imaginación, y si no prende, no
hay fuego. Si los matemáticos han perdido realmente su antiguo
sello universal —si, en efecto, ven más la mano de Dios en el refi­
namiento de una lógica precisa que en el movimiento de los as­
tros—, entonces, cualquier intento de llevarles de nuevo con se­
ñuelos a sus viejas querencias sería inútil: sería negar el derecho
del individuo a la libertad intelectual. Pero todo joven matemático
que formule su propia filosofía —y todos lo hacen— debería to­
mar su decisión con pleno conocimiento de los hechos. Debería
darse cuenta de que si sigue el camino de las matemáticas moder­
nas, es heredero de una gran tradición, pero sólo en parte. El resto
del legado habrá ido a otras manos, y jamás lo recobrará [...].
Nuestra ciencia comenzó con las matemáticas y, sin duda, ter­
minará no mucho después de que las matemáticas se separen de
ella (si se separan). De aquí a cien años habrá mayores y mejores
laboratorios para la producción en masa de hechos. El que esos
hechos se queden en meros hechos o se transformen en ciencia
dependerá del grado en que entren en contacto con el espíritu
de las matemáticas.
John von Neumann estaba lo suficientemente alarmado como
para lanzar un aviso. En El matemático (1947), un ensayo fre­
cuentemente citado, pero al que se ha prestado poca atención,
decía:
Cuando una disciplina matemática se aleja de su fuente empíri­
ca, o todavía más, si es una segunda o tercera generación, sólo
indirectamente inspirada en la «realidad», se ve acosada por muy
graves peligros. Cada vez más, se convierte en algo puramente
estetizante, algo que es sólo el arte por el arte. Esto no es ne­
cesariamente malo si el campo está rodeado de temas relacio­
nados que todavía guardan conexiones empíricas más estrechas,
o si la disciplina está bajo la influencia de hombres de intuición
excepcionalmente bien desarrollada. Pero existe el grave peligro
de que la materia se desarrolle por una línea de mínima resis­
tencia, de que la corriente, tan lejos de sus fuentes, se divida en
una multitud de ramas insignificantes y de que la disciplina se
convierta en una masa desorganizada de detalles y complejida­
des. En otras palabras, un tema matemático, cuando se encuen­
tra a gran distancia de su fuente empírica, o después de mucho
tiempo de endogamia abstracta, está en peligro de degeneración.
Al principio, el estilo suele ser clásico; cuando muestra signos de
barroquismo, ya está encendida la señal de peligro [...]. En cual­
quier caso, cuando se ha alcanzado este estadio, me parece que
el único remedio es la vuelta rejuvenecedora a las fuentes: la
inyección de ideas más o menos directamente empíricas. Estoy
convencido de que ésta fue una condición necesaria para conser­
var el frescor y la vitalidad de la disciplina y de que esto se­
guirá siendo igualmente cierto en el futuro.
Pero la tendencia a las creaciones puras no se ha corregido.
Los matemáticos han continuado separándose de la ciencia y
siguiendo su propio camino. Quizá para aplacar sus concien­
cias han tendido a mirar por encima del hombro a los mate­
máticos aplicados como humildes delineantes. Se quejan de
que la suave música de las matemáticas puras está siendo
ahogada por las trompetas de la tecnología. Sin embargo, se
dan cuenta de que es necesario responder a críticas como las
reproducidas más arriba. Los que son francos, bien por igno­
rancia, bien distorsionando deliberadamente la historia, ar­
guyen ahora que muchas de las principales creaciones del pa­
sado estuvieron motivadas sólo por un interés intelectual y
con todo resultaron ser más tarde inmensamente importantes
para las aplicaciones. Examinemos algunos de los ejemplos
de la historia que estos matemáticos puros aducen. ¿Hasta
qué punto fueron puras las matemáticas que describen?
El ejemplo que más habitualmente se ofrece es el del tra­
bajo griego sobre la parábola, la elipse y la hipérbola. El ar­
gumento de los matemáticos puros consiste en que esas cur­
vas fueron investigadas por los griegos y principalmente por
Apolonio, solamente para satisfacer un interés matemático.
Sin embargo, dieciocho siglos más tarde Kepler descubrió que
la elipse era precisamente la curva que se necesitaba para
describir los movimientos de los planetas alrededor del Sol.
Aunque desconocemos la historia más temprana de las sec­
ciones cónicas, un autorizado historiador, Otto Neugebauer,
propone la teoría de que surgieron en relación con los traba­
jos de construcción de relojes de sol. Se conocen antiguos
relojes de sol que utilizan cónicas. Además, el hecho de que
las secciones cónicas puedan ser utilizadas para enfocar la
luz era conocido mucho antes de que Apolonio dedicara su
obra clásica al tema (capítulo 1). Por consiguiente, los usos
físicos de las secciones cónicas en óptica, asunto al que los
griegos dedicaron considerable tiempo y esfuerzo, ciertamen­
te motivaron parte del trabajo sobre las secciones cónicas.
Las secciones cónicas fueron también investigadas mucho
antes de la época de Apolonio para resolver el problema de
construir el lado de un cubo cuyo volumen sea el doble del
volumen de otro cubo dado, problema de importancia en la
geometría griega, para la cual el método de probar la existen­
cia era la construcción.
Es indudablemente cierto que Apolonio probó cientos de teo­
remas sobre las secciones cónicas que no tienen aplicación
inmediata o potencial. En este trabajo no se diferenció de
los modernos, que habiendo encontrado un tema importante
proceden a desarrollarlo, bien por las razones expuestas más
arriba de aprender más sobre un asunto vital, bien por razones
tales como el desafío intelectual que plantean.
El segundo ejemplo más a menudo citado de matemáticas
puras que más tarde resultó aplicable es el de la geometría no
euclídea. Se supone que los matemáticos crearon la geometría
no euclídea al especular acerca de lo que sucedería si se cam­
biara el axioma de las paralelas de Euclides. Esta afirmación
ignora dos mil años de historia. Los axiomas de Euclides eran
considerados como verdades evidentes por sí mismas sobre
el espacio físico (capítulo 1). Sin embargo, el axioma de las
paralelas, enunciado por Euclides en una forma deliberada­
mente extraña para evitar la total asunción de la existencia
de rectas paralelas, no era tan evidente por sí mismo como
los demás axiomas. A partir de ahí, los numerosos esfuerzos
para encontrar una versión más aceptable llevaron finalmente
a la conclusión de que el axioma de las paralelas no era
necesariamente verdadero, y que otro axioma diferente al de
las paralelas —y en consecuencia una geometría no euclídea—
podría servir también para representar el espacio físico. Lo
más importante es que los esfuerzos para garantizar la verdad
del axioma de las paralelas de Euclides no fue una «diversión
de cerebros especulativos», sino un intento de asegurar la
verdad de la geometría en que se basan cientos de teoremas
de matemáticas propiamente dichas y de matemáticas apli­
cadas.
Los matemáticos puros citan a menudo el trabajo de Rie­
mann, que generalizó la geometría no euclídea, conocida en
su tiempo, e introdujo una extensa variedad de geometrías no
euclídeas conocidas hoy como geometrías riemannianas. Tam­
bién en este caso pretenden los matemáticos puros que Rie­
mann creó sus geometrías únicamente para ver qué se podía
hacer. Esta idea es falsa. Los esfuerzos de los matemáticos
para poner fuera de toda duda la solidez física de la geometría
euclídea culminó, como acabamos de señalar, en la creación
de una geometría no euclídea, la cual resultó tan útil para la
representación de las propiedades del espacio físico como lo
era la geometría euclídea. Este hecho inesperado dio lugar
a la cuestión de que estamos seguros de que es cierto por
lo que respecta al espacio físico, puesto que las dos geometrías
difieren. Esta cuestión fue el punto explícito de partida de
Riemann, y al contestarla en su* trabajo de 1854 (capítulo 4)
creó geometrías más generales. A la vista de nuestro limitado
conocimiento del espacio físico, estas geometrías podrían ser
tan útiles como la euclídea para representar el espacio. De he­
cho, Riemann intuyó que el espacio y la materia tendrían que
ser considerados conjuntamente. ¿Hay que maravillarse de que
Einstein echara mano de una geometría riemanniana? La intui­
ción de Riemann acerca de la utilidad de su geometría en nada
empaña el ingenioso uso que Einstein hizo de ella; su idoneidad
fue la consecuencia del trabajo sobre el problema físico más
fundamental que jamás hayan abordado los matemáticos: la
naturaleza del espacio físico.
Quizá deberíamos considerar un ejemplo más. Un tema so­
metido a un estudio muy activo por las matemáticas modernas
es la teoría de grupos, la cual, según afirman los matemá­
ticos puros, fue abordada por su interés intrínseco. La teoría
de grupos fue creada primordialmente por Evariste Galois
(1811-1832), aunque hubiera trabajos anteriores de Lagrange y
Paolo Ruffini. El problema que Galois abordó fue en esencia
el más simple y práctico de todas las matemáticas, a saber,
el problema de la resolubilidad de simples ecuaciones polinó-
micas tales como la ecuación de segundo grado
3a2 + 5x + 7 = 0,
la de tercer grado
4*3 + 6x2— 5x + 9 = 0
y ecuaciones de grado superior. Tales ecuaciones surgen en
miles de problemas físicos. Los matemáticos sabían, en tiem­
pos de Galois, cómo resolver ecuaciones generales de primero
a cuarto grado, y Niels Henrik Abel (1802-1829) había demos­
trado que es imposible resolver algebraicamente ecuaciones
generales de quinto grado y demás grados superiores tales
como
ax5 + bx* 4- ex3 + dx2 4- ex 4 / = 0
en donde a, b, c, d, e y / pueden ser números reales (o com­
plejos) cualesquiera. Acto seguido, Galois se propuso demos­
trar por qué tales ecuaciones de grado quinto, o superior, no
son resolubles algebraicamente y qué casos especiales son los
resolubles. En el curso de su trabajo creó la teoría de grupos.
¿Es de extrañar que un campo de estudio derivado de un
problema tan básico como la solución de ecuaciones polinó-
micas sea aplicable a muchos otros problemas, tanto físicos
como matemáticos? Ciertamente, la teoría de grupos no fue
inspirada independientemente de los problemas reales.
Además, las motivaciones de la teoría de grupos no residen
solamente en el trabajo de Galois. Los matemáticos puros pa­
recen pasar por alto el trabajo de Auguste Bravais (1811-
1863) sobre la estructura de cristales tales como el cuarzo,
los diamantes y el cristal de roca. Estas sustancias están com­
puestas de diferentes átomos dispuestos en una forma que se
repite a todo lo largo del cristal. Además, cristales tales como
la sal y los minerales comunes tienen tipos muy especiales de
ordenamientos atómicos. Por ejemplo, en el caso más simple,
los átomos, aunque estén contiguos, pueden ser considerados
como situados en los vértices de un cubo. Bravais estudió,
desde 1848, las posibles transformaciones que permiten girar
el cristal alrededor de algún eje, o trasladarlo, o reflejarlo
respecto de algún plano, de modo que el cristal se transforme
en sí mismo. Estas transformaciones forman varios tipos de
grupos. Camille Jordán (1838-1922) estudió el trabajo de Bra­
vais, lo amplió en un trabajo de 1868, y lo incluyó, entre otras
motivaciones, para el estudio de la teoría de grupos, en su
obra más influyente, Traité des substitutions (Tratado de las
sustituciones, Í870).
El trabajo de Bravais sugirió también a Jordán el estudio
de los grupos infinitos, grupos de traslaciones y rotaciones.
El tema de los grupos infinitos fue resaltado por Félix Klein
en su trabajo y en su disertación de 1827, en donde distinguía
las diferentes geometrías conocidas en su época mediante los
posibles grupos de movimientos en cada geometría y mediante
las propiedades que permanecen invariantes bajo esos movi­
mientos. Así, la geometría euclídea se caracteriza por el hecho
de estudiar propiedades de figuras que permanecen invarian­
tes bajo rotaciones, traslaciones y movimientos análogos. Di­
fícilmente podían ser despachados como matemáticas puras
los problemas de distinguir en 1872 las diversas geometrías
conocidas y averiguar qué geometría era la que se acomodaba
al espacio físico, por aquella época predominantes en las men­
tes de los matemáticos. Antes de que la noción moderna de
grupo abstracto fuera formulada en la década de 1890 tenían
que realizarse en matemáticas muchos más trabajos en los
que intervinieran grupos infinitos continuos y discontinuos
para caracterizar los métodos de resolución de ecuaciones
diferenciales l.
Una investigación de otros temas calificados de producto
de las matemáticas puras, como las matrices, análisis tensorial
y topología, daría el mismo resultado. Por ejemplo, los orí­
genes de toda el álgebra abstracta moderna se remontan a
la creación por parte de Hamilton de los cuaterniones (ca­
pítulo 4). Directa o indirectamente, las motivaciones fueron
de tipo físico y los matemáticos involucrados estuvieron vital­
mente preocupados por la utilización de las matemáticas. En
otras palabras, las áreas supuestamente creadas como mate­
máticas puras y más tarde descubiertas como aplicables, fueron
creadas, como atestigua la historia, para el estudio de proble­
mas físicos reales o de problemas directamente relacionados
con problemas físicos. Lo que frecuentemente ocurre es
que las buenas matemáticas, originariamente motivadas por
problemas físicos, encuentran nuevas aplicaciones que no ha­
bían sido previstas. De esta forma pagan las matemáticas su
deuda con la ciencia. Estas nuevas aplicaciones son de esperar.
¿Nos asombramos al ver que el martillo, que originariamente
pudo haber sido inventado para triturar las rocas, puede uti­
lizarse también para introducir clavos en la madera? Los
1 Arthur Cayley sugirió una definición de grupo abstracto en trabajos
de 1849 y 1854. Pero la importancia de los conceptos abstractos no fue
reconocida hasta que se realizaron las aplicaciones mucho más concretas
descritas más arriba.
usos científicos inesperados de las teorías matemáticas surgen
porque, para empezar, las teorías están basadas en hechos
físicos y en modo alguno son debidas a la profética intuición
de matemáticos todopoderosos que solamente luchan con sus
almas. Los continuos éxitos en la utilización de estas creacio­
nes no son, en modo alguno, fortuitos.
A Godfrey H. Hardy (1877-1947), uno de los principales ma­
temáticos británicos, se le atribuye el siguiente brindis: «¡Brin­
do por las matemáticas puras! Porque jamás tengan ninguna
utilidad.» Leonard Eugene Dickson (1874-1954), una autoridad
en la universidad de Chicago, solía decir: «Gracias a Dios que
la teoría de números no está corrompida por las aplicaciones.»
En un artículo sobre las matemáticas en tiempo de gue­
rra (1940), Hardy decía:
Más vale que diga de una vez que por «matemáticas» entiendo
las matemáticas reales, las matemáticas de Fermat, Euler, Gauss
y Abel, y no el material que pasa por matemáticas en un labora­
torio de ingeniería. No estoy pensando solamente en matemáticas
«puras» (aunque, naturalmente, sea éste mi primer objetivo); cuen­
to entre los matemáticos «reales» a Maxwell, Einstein, Eddington
y Dirac.
Se podría pensar por esta cita, que Hardy recogió en Apología
de un matemático (edición de 1967), que Hardy estaba dis­
puesto a aceptar al menos parte de las matemáticas aplicadas.
Pero más tarde decía:
Incluyo el cuerpo completo de conocimiento matemático que tie­
ne un valor estético permanente; como lo tienen, por ejemplo,
las mejores matemáticas griegas, las matemáticas que son eter­
nas, porque lo mejor de ellas, como la mejor literatura, continúa
produciendo una satisfacción emocional a ipiles de personas des­
pués de miles de años.
Hardy y Dickson pueden descansar jeñ paz porque cuentan con
la garantía de la historia. Sus matemáticas puras, como todas
las matemáticas creadas por sí mismas, no tendrán, casi con
seguridad, utilidad alguna. Sin embargo, la posibilidad no está
totalmente descartada. Un muchacho que da unos toques de
pintura al azar en un lienzo puede rivalizar con Miguel Angel
(aunque es más probable que lo haga con la pintura moderna)
y, como decía Arthur Stanley Eddington, un mono que golpea
al azar las teclas de una máquina de escribir puede producir
una obra de la calidad de las de Shakespeare. El caso es
que, con miles de matemáticos puros trabajando, puede apa­
recer ocasionalmente algún resultado que tenga utilidad prác­
tica. Un hombre que busque monedas de oro en la calle
podría encontrar alguna de níquel. Pero el esfuerzo intelectual
que no está atemperado por la realidad resultará, casi con
toda seguridad, estéril. Como señalaba George David Birkhoff:
«Serán probablemente los nuevos descubrimientos matemáticos
sugeridos por la física los que tengan, siempre mayor impor­
tancia, porque, desde el comienzo, la naturaleza ha señalado
el camino y establecido el modelo que las matemáticas, el len­
guaje de la naturaleza, deben seguir.» Sin embargo, la natura­
leza jamás grita sus secretos a voces, sino que siempre los
susurra. Y los matemáticos deben escuchar atentamente para
intentar amplificarlos y proclamarlos.
A pesar de la evidencia de la historia, algunos matemáticos
afirman todavía la futura aplicación de las matemáticas puras
y declaran que de hecho la independencia con respecto a la
ciencia mejorará estas perspectivas. Esta tesis ha sido reafir­
mada no hace mucho (en 1961) por Marshall Stone, un pro­
fesor de Harvard, Yale y Chicago. Aunque comienza su ar­
tículo titulado «La revolución en matemáticas» con un tributo
a la importancia de las matemáticas en la ciencia, Stone con­
tinúa:
Aunque desde 1900 han tenido lugar varios cambios importantes
en nuestra concepción de las matemáticas o en nuestros puntos
de vista sobre ellas, el único que verdaderamente implica una
revolución en las ideas es el descubrimiento de que las matemá­
ticas son totalmente independientes del mundo físico [...]. Hoy día
se considera que las matemáticas no tienen una relación necesa­
ria con el mundo físico más allá de la vaga y engañosa implícita
en la afirmación de que el pensamiento tiene lugar en el cerebro.
Podemos decir sin exagerar que este descubrimiento constituye
uno de los avances intelectuales más significativos de la historia
de las matemáticas [...].
Cuando nos paramos a comparar las matemáticas de hoy con
las matemáticas tal como estaban a finales del siglo xix, podemos
quedar asombrados al notar lo rápidamente que han crecido, en
cantidad y complejidad, nuestras matemáticas, pero no dejaremos
de observar lo estrechamente que este proceso ha estado ligado
a la importancia dada a la abstracción y a la preocupación cada
vez mayor por la percepción y el análisis de modelos matemáticos
generales. En efecto, si miramos un poco más de cerca, veremos
que esta nueva orientación, que sólo ha sido posible gracias al
divorcio entre las matemáticas y sus aplicaciones, ha sido la ver­
dadera fuente de su enorme vitalidad y crecimiento en este siglo.
Un matemático moderno preferiría la descripción positiva de
su disciplina como el estudio de los sistemas abstractos genera­
les, cada uno de los cuales es un edificio construido con determi­
nados elementos abstractos y estructurados por la presencia de unas
relaciones arbitrarias, pero inequívocamente especificadas entre di­
chos elementos [...]. Y mantendría que ni estos sistemas ni los
medios que la lógica proporciona para el estudio de sus propieda­
des estructurales, tienen una conexión directamente inmediata o
necesaria con el mundo físico [...]. Ya que solamente en la me­
dida en que las matemáticas se liberan de las ataduras que las
han ligado en el pasado a algunos aspectos de la realidad, pueden
convertirse en el instrumento enormemente flexible y poderoso que
nos es necesario para explorar áreas fuera de nuestro alcance.
Sería posible citar numerosos ejemplos en apoyo de esta tesis.
A continuación Stone menciona la genética, la teoría de jue­
gos y la teoría matemática de la comunicación. De hecho,
éstas constituyen una pobre defensa de su tesis. Han surgido
gracias a la aplicación de unas sólidas matemáticas clásicas.
Courant rebatía las tesis de Stone en un artículo que apa­
reció en la SIAM Review (Revista de la Sociedad para las
Matemáticas Industriales y Aplicadas)2:
El artículo [de Stone] afirma que vivimos en una era de grandes
éxitos matemáticos que supera todo lo logrado desde la antigüedad
hasta ahora. Se atribuye el triunfo de las «matemáticas moder­
nas» a un principio fundamental: la abstracción y el alejamiento
deliberado de la física y otras disciplinas. De esta forma, la mente
matemática, libre de lastre, puede elevarse a alturas desde las
cuales la realidad sobre la tierra puede ser perfectamente obser­
vada y dominada.
No deseo distorsionar ni minimizar las afirmaciones y las con­
clusiones pedagógicas de este distinguido colega. Pero como pro­
grama radical, como intento de marcar una línea para la investi­
gación y, sobre todo, para la educación, el artículo parece una se­
ñal de peligro y necesita, ciertamente, ser complementado. El
peligro del entusiasmo por la abstracción se ve agravado por el
hecho de que esta moda no aboga en modo alguno por el absurdo,
sino que defiende una verdad a medias. No se debe permitir que
verdades a medias y parciales borren de golpe aspectos vitales
de la verdad completa y equilibrada.
Ciertamente, el pensamiento matemático opera mediante abstrac­
ción; las ideas matemáticas necesitan un refinamiento, una axioma­
tización y una cristalización abstractos y progresivos. Efectivamente,
las simplificaciones importantes se hacen posibles cuando se alcan­
2 Reproducido con el permiso de SIAM Review, octubre de 1962,
pp. 297-320.
za un nivel superior de intuición respecto de las estructuras. Tam­
bién es cierto —y durante mucho tiempo ha sido recalcado clara­
mente— que las dificultades básicas desaparecen en matemáticas
cuando se abandona el prejuicio metafísico de que los conceptos
matemáticos hayan de ser descripciones de una realidad en cierto
modo esencial.
Con todo, la savia le viene a nuestra ciencia por las raíces;
estas raíces se extienden en ramificaciones sin fin dentro de lo
que podríamos llamar realidad, ya sea esta «realidad» la mecá­
nica, la física, la biología, el comportamiento económico, la geo­
desia o, incluso, ya en un campo familiar, otras cuestiones esen­
ciales matemáticas. La abstracción y la generalización no son más
vitales para las matemáticas que la individualidad de los fenó­
menos y, ante todo, que la intuición inductiva. Sólo la interacción
entre estas fuerzas y su síntesis puede mantener vivas las mate­
máticas y evitar su desecación hasta convertirse en un esqueleto.
Debemos luchar contra los intentos de llevar el desarrollo de for­
ma unilateral hacia uno de los polos de la antinomia en que se
pasa la vida.
No debemos aceptar el viejo disparate blasfemo de que la jus­
tificación última de las ciencias matemáticas es «la gloria de la
mente humana». No se debe permitir que las matemáticas se di­
vidan en las variedades «pura» y «aplicada». Deben permanecer y
ser fortalecidas en su papel de tranquila playa, en la que desem­
boca el ancho torrente de la ciencia y debemos evitar que se con­
vierta en un pequeño arroyo que pueda desaparecer en la arena.
Las tendencias divergentes son inherentes a las matemáticas y
suponen un peligro constante. Los fanáticos del abstraccionismo
aislacionista son claramente peligrosos. Pero también lo son los
conservadores reaccionarios que no distinguen entre las ostenta­
ciones huecas y las pretensiones sensatas.
Courant no negaba el valor de la abstracción. No obstante,
decía en un artículo de 1964 que las matemáticas deben bus­
car sus motivaciones en una sustancia específica y concreta
y aspirar a algún estrato de la realidad. Si es necesario un
vuelo a la abstracción, debe ser algo más que una escapatoria.
Es indispensable el retomo a tierra firme, aun si el mismo
piloto no puede controlar todas las fases de la trayectoria.
Las matemáticas han sido a menudo comparadas con un
árbol cuyas raíces están firme y profundamente asentadas
en un rico suelo natural. El tronco central son los números y
las figuras geométricas, y las múltiples ramas que salen del
tronco representan los diversos desarrollos. Algunas de estas
ramas son sólidas y nutren numerosos y vitales retoños. Otras
dan origen a retoños menores que contribuyen poco al tamaño
y la fuerza de la estructura del árbol. Otras, en fin, están
muertas. Pero lo que es más importante es que el árbol está
enraizado en tierra firme. Cada rama enlaza con esa realidad
a través de las raíces y el tronco. Los recientes intentos de
eliminar el suelo y sin embargo conservar el árbol, las raíces,
el tronco y la superestructura, están condenados al fracaso.
Las ramas crecerán sólo en la medida en que las raíces pe­
netren en el fértil suelo. Todos aquellos que injerten nuevas
ramas sin el alimento de la realidad, sólo conseguirán tallos
que nacerán ya muertos y que nunca adquirirán vida. Quizá
se pueda, con bastante esfuerzo, hacer que esas aspirantes a
ramas se parezcan a las reales, entrelazándolas con las ramas
vivas para que parezca que nacen del tronco, pero, a pesar
de todo, están muertas y se pueden cortar sin el menor daño
para los tallos vivos.
Existen otras razones que parecen socavar el alegato de
Stone de que la libertad para cultivar las matemáticas puras
fortalecerá las matemáticas aplicadas y contribuirá con nue­
vas aportaciones. La investigación en matemáticas puras, in­
dependientemente del grado de complejidad e independiente­
mente de la eminencia del investigador, tiene forzosamente
que disminuir la capacidad del hombre de aplicar el razo­
namiento matemático a situaciones prácticas. Si gasta tiempo
y energía en las matemáticas abstractas, se verá inevitable­
mente influido por la atmósfera y las actitudes mentales ne­
cesarias para el éxito en ese campo. También tendrá menos
tiempo para conocer las necesidades en materia de aplica­
ciones y para forjar las herramientas precisas. Los matemá­
ticos aplicados pueden tomar nota con provecho de aquello
de lo que los matemáticos abstractos son capaces y de aquello
que consiguen; pero una atención excesiva supondría una des­
viación peligrosa de los recursos. El desprecio de las aplica­
ciones lleva al aislamiento y posiblemente a la atrofia de las
matemáticas en su conjunto.
Si se le juzga por las pruebas históricas, Stone está cier­
tamente equivocado. Como señalaba von Neumann en su en­
sayo «El matemático» (1947):
Es innegable que algunas de las mejores inspiraciones en ma­
temáticas —en aquellas partes de las matemáticas que son tan
puras como se pueda imaginar— provienen de las ciencias natu­
rales [...]. El hecho más vitalmente característico de las matemá­
ticas es, en mi opinión, su peculiarísima relación con las ciencias
naturales o, más generalmente, con cualquier ciencia que interprete
la experiencia a un nivel superior al puramente descriptivo.
Laurent Schwartz, destacado matemático francés, no dudó en
afirmar que los campos más activos de hoy día, el álgebra
abstracta y la topología algebraica, no tienen aplicaciones.
Algunas publicaciones disfrazan a las aplicaciones concretas
con el lenguaje y los conceptos de esos campos, pero no hacen
ningún progreso en la solución de los problemas aplicados.
Sin embargo, los defensores de las matemáticas puras y
abstractas no se rinden. El profesor Jean Dieudonné, destacado
analista, rechazaba en un artículo de 1964 la idea de que unas
matemáticas que se alimentan de sí mismas morirán algún
día por falta de nutrición:
Me gustaría recalcar lo poco que la reciente historia ha estado
dispuesta a ajustarse a los piadosos lugares comunes de los pro­
fetas de la perdición, que periódicamente nos advierten de las ca­
lamitosas consecuencias que tendría para las matemáticas el apar­
tamiento de las aplicaciones a otras ciencias. No pretendo decir
que un estrecho contacto con otros campos, tales como la física
teórica, no sea beneficioso para ambas partes, pero está perfec­
tamente claro que de todo el asombroso progreso del que he
estado hablando, nada, con la posible excepción de la teoría de
distribuciones, ha tenido que ver con las aplicaciones físicas; e
incluso en la teoría de ecuaciones en derivadas parciales se hace
ahora mucho más hincapié en los problemas estructurales e «in­
ternos» que en las cuestiones que tienen un significado físico
directo. Aun cuando las matemáticas tuvieran que ser forzosamen­
te separadas de todos los demás cauces del esfuerzo humano,
quedaría alimento para siglos de reflexión sobre grandes proble­
mas que todavía no hemos resuelto dentro de nuestra ciencia.
Aunque Dieudonné viera interminables problemas en matemá­
ticas puras, hay que añadir, para hacer honor a la verdad, que
jamás se tragó el argumento de que toda creación en matemá­
ticas puras tendrá, finalmente, alguna utilidad. Citaba muchas
investigaciones de matemáticas puras, particularmente en teo­
ría de números, de las cuales decía: «Es inconcebible que tales
resultados puedan aplicarse a algún problema físico.» Además,
aunque generalmente defendía las matemáticas puras, tam­
bién decía que la fanfarronada de algunos matemáticos res­
pecto del valor de sus matemáticas puras para la ciencia «es
una forma benigna de estafa». Las matemáticas puras, decía,
se tomarán grandes molestias para demostrar la unicidad de
la solución de un problema, pero no tratarán de hallar la so­
lución. El físico sabe que existe una única solución —la Tierra
no recorre dos caminos diferentes—, pero desea saber cuál
es el camino real.
Más realista sobre el valor de la clase de matemáticas que
se deberían investigar era Lars Garding, un hombre de la mis­
ma talla que había trabajado en matemáticas puras. En el
Congreso Internacional de Matemáticos de 1958 decía con fran­
queza:
No puedo entrar aquí en muchos campos importantes de nuestra
disciplina como las ecuaciones diferenciales, la teoría de sistemas
y las aplicaciones a la mecánica cuántica y a la geometría dife­
rencial. Mi campo ha sido el de la teoría general de operadores
diferenciales parciales. Nació de la física clásica, pero no tiene
aplicaciones realmente importantes en ella. La física sigue siendo
su principal fuente de problemas interesantes. Tengo el presen­
timiento de que charlas generales del tipo de la que he dado son
quizá menos útiles que revisiones periódicas de los problemas de
física aún no resueltos que parecen requerir nuevas técnicas ma­
temáticas. Tales revisiones no serán, evidentemente, nuevas para
los especialistas, pero proveerán a muchos matemáticos de valiosos
problemas. Los esfuerzos planificados para fomentar la interac­
ción entre la física y las matemáticas han sido escasos. Esta de­
bería ser una de las principales preocupaciones del congreso inter­
nacional de matemáticos.
A aquellos que se jactan de crear unas matemáticas no con­
taminadas por el mundo físico y que mantienen que otros
encontrarán algún día una justificación de sus esfuerzos, ac­
tualmente sin sentido, se les puede dejar que sigan trabajando
en sus rutinas mentales. Pero contradicen el curso de la his­
toria. Su confianza en que unas matemáticas liberadas de la
servidumbre de las ciencias producirán temas más ricos, más
variados y más fructíferos, que serán mucho más aplicables
que las viejas matemáticas, no está respaldada por otra cosa
que por palabras.
Los defensores de las matemáticas puras pueden hacer y
hacen otras reivindicaciones del valor de su trabajo, a saber,
la belleza intrínseca y el desafío intelectual. No se puede
negar que tales valores existen. Sin embargo, que e§tos va­
lores justifican la enorme producción de matemáticas puras
es algo que puede ser puesto en duda. Sin entrar a enjuiciar
estas cuestiones, estos valores no contribuyen a lo que ha sido
la principal característica de las matemáticas, a saber, el es­
tudio de la naturaleza. La belleza y el desafío intelectual son
matemáticas por las matemáticas. No obstante, la importancia
de estos valores intrínsecos necesita más detenimiento que lo
que este análisis del aislamiento de las matemáticas permite.
Los defensores y críticos de las matemáticas puras no están,
evidentemente, de acuerdo. Las controversias incitan a algunas
observaciones humorísticas o sarcásticas. Los matemáticos
aplicados no están preocupados por las demostraciones rigu­
rosas. Para ellos, el principal objetivo es la adecuación de sus
deducciones a los hechos físicos. Un caso típico es el de Oliver
Heaviside, que utilizaba lo que a los ojos de los matemáticos
puros eran técnicas totalmente injustificadas y estrafalarias.
En consecuencia, fue severamente criticado. Heaviside des­
preciaba lo que él llamaba el «hacha de la lógica». El replicaba
diciendo que «la lógica puede ser paciente porque es eterna».
Algo más tarde confundía a los matemáticos puros aún más.
En aquel tiempo las llamadas series divergentes estaban pros­
critas. Heaviside decía de una de ellas: «¡Ah, sí!, la serie di­
verge; ahora podemos hacer algo con ella.» Ni qué decir tiene
que las técnicas de Heaviside han sido todas ellas formaliza­
das y han aportado incluso nuevos temas matemáticos. Los
matemáticos aplicados han dicho, para irritación de los pu­
ristas, que los matemáticos puros son capaces de encontrar
la dificultad en una solución, pero que los aplicados pueden
encontrar la solución de una dificultad.
Los matemáticos aplicados lanzan otras pullas a los pu­
ristas. Los problemas de las aplicaciones son planteados por
los fenómenos físicos, y los matemáticos que trabajan en ese
campo están obligados a resolverlos, mientras que los mate­
máticos puros pueden crear sus propios problemas. Dicen
también que los puristas son como un hombre que al buscar
una llave perdida en una calle oscura se va a buscarla bajo
una farola porque allí hay más luz.
Para ridiculizar todavía más a sus adversarios, los matemá­
ticos aplicados cuentan otra historia. *Un hombre tiene una
bolsa de ropa sucia y busca una lavandería. Encuentra un
establecimiento con un cartel en la ventana, «Se lava ropa»,
entra y pone la bolsa de ropa sobre el mostrador. El depen­
diente mira un poco asombrado y pregunta: «¿Qué es esto?»
El hombre contesta: «Traigo esta ropa para que la laven.»
«Pero aquí no lavamos ropa», replica el dependiente. Esta
vez es el supuesto cliente el que está asombrado. Señala el
cartel y pregunta: «¿Y ese cartel?» «Oh», dice el dependiente,
«aquí sólo hacemos carteles».
La controversia entre los matemáticos puros y aplicados
continúa, y dado que ahora son los primeros los que llevan
la voz cantante, pueden mirar por encima del hombro a sus
hermanos equivocado^ e incluso reprobarlos. Como ha seña­
lado el profesor Clifford E. Truesdell: «Lo de 'matemáticas
aplicadas' es un insulto que los que se consideran matemá­
ticos ’puros' lanzan a los que tienen por impuros [...], pero
las matemáticas 'puras', como acceso de cólera parricida que
rechaza lo que procede de la sensación humana, como contra­
seña para dejar fuera a los impuros, son una enfermedad in­
ventada en el siglo pasado [...]». Se han convertido en un
fin en sí mismas sin pensar a qué objetivo podrían servir.
No es éste un estado de beatitud. Las matemáticas pretenden
descubrir algo digno de ser conocido. Tal y como están las
cosas ahora, la investigación engendra investigación, que, a
su vez, engendra investigación. En el palacio de las mate­
máticas, nadie osa preguntar por el significado o el propósito.
Las matemáticas no deben estar corrompidas por la realidad.
La hiedra se ha hecho tan espesa que los investigadores no
pueden ver ya el mundo exterior. Esas mentes secuestradas
están satisfechas de su aislamiento.
Entre los matemáticos tal vez haya desavenencias, pero los
físicos y los demás científicos sólo pueden lamentar haber
sido dejados en la estacada. Oigamos al profesor John C. Sla-
ter, distinguido profesor hasta hace poco en el Massachu-
setts Institute of Technology:
El físico encuentra muy poca ayuda en el matemático. Por
cada matemático como Von Neumann, que se da cuenta de estos
problemas [descritos anteriormente], y contribuye prácticamente
a resolverlos, hay veinte que no tienen interés en ellos y que, o
bien trabajan en campos que tienen un remoto interés para la
física, o bien insisten en las partes más antiguas y más fami­
liares de la física matemática. No es extraño que en esta situa­
ción el físico, cuando observa a los matemáticos, piense que éstos
se han apartado del camino que ha conducido a la pasada gran­
deza de las matemáticas y que no volverán al camino hasta que
no se incorporen decididamente a la corriente principal del pro­
greso de la física matemática, corriente que en el pasado ha con­
ducido a los desarrollos más fructíferos de las matemáticas...
Aquél, cree firmemente el físico, es el único camino a través del
cual puede el matemático adquirir grandeza.
El desprecio de la ciencia fue el tema de una importante con­
ferencia pronunciada por el profesor Freeman J. Dyson ante
matemáticos en 1972. Dyson, destacado físico, señaló las opor­
tunidades, pasadas y presentes, que los matemáticos han te­
nido de ocuparse de importantes y significativos problemas
de la ciencia y que no han aprovechado. Algunos de estos pro­
blemas, o fragmentos de ellos, se han colado de alguna forma
en las matemáticas, pero los matemáticos no conocen su origen
ni su significado físico. Por consiguiente, avanzan en direc­
ciones arbitrarias o no se dan cuenta de lo que han consegui­
do. Como dice Dyson, el matrimonio entre la física y las ma­
temáticas ha terminado en divorcio.
La ruptura con la ciencia se ha acelerado durante este si­
glo. Es frecuente hoy día oír y leer declaraciones de matemá­
ticos sobre la independencia de las matemáticas con respecto
a la ciencia. Los matemáticos no vacilan ya en hablar libre­
mente de que están únicamente interesados en las matemáti­
cas propiamente dichas y de que las ciencias les son indife­
rentes. Aunque no existen estadísticas disponibles, alrededor
del 90 por 100 de los matemáticos activos hoy ignoran la cien­
cia y, además, se sienten satisfechos de permanecer en ese
estado de beatitud. A pesar de la historia y de alguna opo­
sición, la tendencia a la abstracción, a la generalización por
la generalización, a la investigación de problemas elegidos ar­
bitrariamente, continúa. La razonable necesidad del estudio
de una clase completa de problemas para saber más acerca
de los casos concretos, y la de la abstracción para llegar a la
esencia de un problema, se han convertido en una excusa para
abordar generalidades y abstracciones en y por sí mismas.
Durante siglos, el hombre ha creado estructuras tan gran­
des como la geometría euclídea, la teoría tolomeica, la teoría
heliocéntrica, la mecánica newtoniana, la teoría electromagné­
tica, y, en época reciente, la teoría de la relatividad y la me­
cánica cuántica. En todos estos y en otros cuerpos científicos
potentes y significativos, las matemáticas, como sabemos ahora,
constituyen el método de construcción, el marco, y, de hecho,
la esencia. Las teorías matemáticas nos han permitido conocer
algo de la naturaleza, abarcar, mediante exposiciones compre­
hensivas e inteligibles, toda la variedad de fenómenos aparen­
temente diversos. Las teorías matemáticas han puesto de ma­
nifiesto el orden y el plan que el hombre buscaba en la natu­
raleza y nos han dado poder, total o parcial, sobre vastos do­
minios.
Pero la mayor parte de los matemáticos han abandonado
sus tradiciones y su herencia. Los significativos mensajes que
la naturaleza envía a los sentidos encuentran ahora ojos ce­
rrados y oídos sordos. Los matemáticos están viviendo de la
reputación adquirida por sus predecesores y aún esperan y
exigen el aplauso y el apoyo que el trabajo de antes merecía.
Los matemáticos puros han ido aún más lejos. Han expulsado
a los matemáticos aplicados de su cofradía con la esperanza
de que, acaparando el honorable título de matemáticos, serán
ellos solos los que obtengan la gloria concedida a sus precur­
sores. Han desperdiciado su rica fuente de ideas y están aho­
ra gastando la riqueza anteriormente acumulada. Han seguido
un destello que les ha conducido fuera de este mundo. Es
cierto que algunos, conocedores de la noble tradición que mo­
tivó la investigación matemática del pasado y que justificó
los honores concedidos a hombres como Newton y Gauss,
todavía proclaman el potencial valor de sus trabajos matemá­
ticos para la ciencia. Hablan de crear modelos para la ciencia.
Pero en realidad no están preocupados por este objetivo. De
hecho, dado que la mayoría de los matemáticos actuales no
conocen la ciencia, no pueden crear modelos. Prefieren per­
manecer vírgenes antes que acostarse con la ciencia. Las ma­
temáticas, en su conjunto, se han vuelto hacia adentro; se
alimentan de sí mismas; y es extremadamente improbable, si
se juzga por lo ocurrido en el pasado, que la mayor parte de
la investigación de las matemáticas modernas contribuya ja­
más al progreso de la ciencia; las matemáticas pueden estar
condenadas a avanzar a tientas en la oscuridad. Las matemá­
ticas constituyen, en estos momentos, una empresa cuyo fin
casi exclusivo son ellas mismas. Moviéndose en direcciones
determinadas por sus propios criterios de importancia y prio­
ridad, están incluso orgullosas de su independencia de los pro­
blemas, motivaciones e inspiraciones de fuera. Ya no tienen
unidad ni objetivos.
El aislamiento de la mayor parte de los matemáticos de
hoy es deplorable por muchas razones. Los usos científicos
y tecnológicos de las matemáticas se están extendiendo a una
gran velocidad. Hasta hace muy poco, la visión de Descartes
de que las matemáticas representan el logro supremo de la
inteligencia humana, el triunfo de la razón sobre el empi­
rismo y la penetración final en todos los campos de la ciencia
de metodologías basadas en las matemáticas, parecía próxima
a su realización. Pero justo cuando las aproximaciones mate­
máticas se estaban extendiendo a tantos campos, los mate­
máticos se retiraron a una esquina. Mientras que desde hace
cien años y más las matemáticas y las ciencias físicas estaban
íntimamente imbricadas entre sí (sobre una base platónica,
por supuesto), desde entonces se han separado, y la separa­
ción se ha hecho más marcada en nuestros días. Se ha per­
dido de vista el hecho de que las matemáticas son valiosas
porque contribuyen al dominio y a la comprensión de la natu­
raleza. La mayoría de los matemáticos de ahora prefieren aislar
su trabajo y ofrecer solamente fríos estudios. El cisma entre
aquellos que querrían ser fieles a las viejas y honorables mo­
tivaciones de la actividad matemática, motivaciones que en
el pasado proporcionaron los temas más fructíferos, y aquellos
que, navegando a favor del viento, investigan lo que llama su
atención, es muy profundo. Cegados por un siglo de matemá­
ticas cada vez más puras, la mayoría de los matemáticos han
perdido la capacidad y el deseo de leer en el libro de la natu­
raleza. Se han vuelto hacia campos tales como la topología y
el álgebra abstracta, hacia abstracciones y generalizaciones
tales como el análisis funcional, hacia demostraciones de exis­
tencia de ecuaciones diferenciales cuya posibilidad de apli­
cación es remota, hacia la axiomatización de diversos cuerpos
de pensamiento y hacia áridos juegos del cerebro. Sólo unos
pocos intentan todavía resolver los problemas más concretos,
principalmente en ecuaciones diferenciales y campos limí­
trofes.
¿Significa el abandono de la ciencia por la mayoría de los
matemáticos que ésta se verá privada de las matemáticas?
En absoluto. Unos pocos matemáticos perspicaces han obser­
vado que los Newton, Laplace y Hamilton del futuro crea­
rán las matemáticas que necesiten, de la misma forma que
se hizo en el pasado. Esos hombres, aunque matemáticos re­
nombrados, también fueron físicos. En una nota necrológica
que escribió Richard Courant para Franz Rellich en 1957 se
decía que si la actual tendencia continúa, «existe el peligro
de que las matemáticas 'aplicadas' del futuro sean desarro­
lladas por físicos e ingenieros, y de que los matemáticos pro­
fesionales de alto nivel no tengan ninguna relación con los
nuevos desarrollos». Courant ponía entre comillas la palabra
aplicadas porque realmente se refería a todas las matemáticas
de interés. No distinguía entre matemáticas puras y aplicadas.
Talleyrand señaló en una ocasión que un idealista no puede
durar mucho, a menos que sea realista, y que un realista no
puede durar mucho a menos que sea idealista. Si aplicamos
esto a las matemáticas, la observación habla de la necesidad
de idealizar los problemas reales y de estudiarlos en abstrac­
to, pero dice también que el trabajo del idealista que ignore
la realidad no sobrevivirá. Las matemáticas deberían tener
los pies en el suelo y la cabeza en las nubes. Es la relación
entre los problemas concretos y la abstracción lo que pro­
duce matemáticas importantes, vivas y vitales. Puede que a
los matemáticos les guste elevarse a las nubes del pensamiento
abstracto, pero, lo mismo que los pájaros, deben volver a tie­
rra en busca de alimento. Las matemáticas puras son como
los pasteles para el postre. Son de sabor agradable e incluso
alimentan, pero el cuerpo no puede sobrevivir a base de pas­
teles, sin la carne y las patatas de los problemas reales como
alimentación básica.
El problema reside en la atención excesiva a cuestiones
artificiales. Si la importancia que se da a las matemáticas pu­
ras continúa, las matemáticas del futuro no serán ya la dis­
ciplina que hemos valorado en el pasado, aunque lleven el mis­
mo nombre. Las matemáticas son una invención maravillosa,
pero la maravilla reside en la capacidad de la mente humana
para construir modelos comprensibles de fenómenos natura­
les complejos y aparentemente inescrutables, dando de esta
forma al hombre clarividencia y poder.
Sin embargo, los individuos son libres de elegir su propio
camino. Decía Homero en la Odisea: «Los diferentes hombres
se deleitan con diferentes acciones», y en el siglo siguiente el
poeta Arquíloco decía: «Cada hombre debe alegrar su cora­
zón a su propio modo.» Goethe expresaba el mismo pensa­
miento: «Los individuos son libres de ocuparse de lo que
les atrae, de lo que les procura placer o de lo que les parece
útil.» Sin embargo, añadía Goethe: «El objeto de estudio más
apropiado para la humanidad es el hombre.» Podemos para­
frasear, para nuestros propósitos, que el estudio más apro­
piado para las matemáticas es la naturaleza. Como decía Fran-
cis Bacon en su Novum organum (Nuevo instrumento [de ra­
zonamiento]): «Pero la auténtica y legítima meta de las cien­
cias es dotar a la vida humana de nuevos inventos y ri­
quezas.»
En último término, es el juicio sensato el que debe decidir
qué investigaciones merecen ser acometidas. Lo que debe pre­
ocupar al mundo matemático no es la distinción entre mate­
máticas puras y aplicadas, sino la distinción entre las mate­
máticas que se emprenden con sólidos objetivos y las que sa­
tisfacen metas y caprichos personales, entre las matemáticas
útiles y entre las matemáticas inútiles, entre las matemáticas
trascendentes y las intrascendentes, y entre las matemáticas vita­
les y las matemáticas exangües.
14. ¿A DÓNDE VAN LAS MATEMATICAS?

¡Humíllate, impotente razón!


P ascal

Nuestra larga exposición de las sucesivas y crecientes perple­


jidades con que los matemáticos se enfrentaron al intentar
determinar cuáles son las matemáticas correctas y qué fun­
damentos se deberían adoptar para lograr la creación de nue­
vas matemáticas ha revelado la calamitosa situación actual.
La única alegría que los matemáticos derivaron de su trabajo,
a saber, la notable efectividad de sus aplicaciones a la ciencia,
no puede ya ser un consuelo, porque la mayoría de ellos han
abandonado las aplicaciones. ¿Cómo reaccionan los matemá­
ticos ante esta situación y ante lo que pueden esperar? ¿Cuál
es la esencia de las matemáticas?
Pasemos primero revista a cómo han llegado las matemá­
ticas a esta situación y cuáles son los problemas fundamenta­
les. Los matemáticos egipcios y babilonios, que fueron los pri­
meros que comenzaron la construcción de las matemáticas,
no fueron en absoluto capaces de prever la clase de estructu­
ra que erigirían. Por tanto, no pusieron unos cimientos pro­
fundos. Más bien construyeron directamente sobre la super­
ficie de la tierra. En aquella época la tierra parecía ofrecer
una base segura, y el material con el que comenzaron la cons­
trucción, datos acerca de números y figuras geométricas, fue
tomado de sencillas experiencias terrenales. Este origen his­
tórico de las matemáticas se manifiesta en el uso continuo
de la palabra geometría, que significa medición de la tierra.
Pero cuando la estructura comenzó a alzarse sobre la tierra,
se hizo evidente que era inestable y que nuevas adiciones po­
drían ponerla en peligro. Los griegos del período clásico no
sólo vieron el peligro, sino que llevaron a cabo la necesaria
reconstrucción. Adoptaron dos medidas. La primera consistió
en seleccionar franjas de terreno firme sobre las que pudie­
ran ir los muros. Estas franjas eran las verdades evidentes
por sí mismas del espacio y los números enteros. La segunda
consistió en poner acero en el armazón. El acero era la de­
mostración deductiva de cada adición a la estructura.
En la medida en que las matemáticas se desarrollaron en
la época griega, la estructura, que consistía principalmente en
la geometría euclídea, resultó estable. Apareció, con todo, una
grieta, a saber, que ciertos segmentos —tales como la diagonal
de un triángulo rectángulo isósceles cuyos catetos miden 1—
deberían tener una longitud de >J2 unidades. Puesto que los
únicos números que los griegos reconocían eran los enteros
positivos, no podían aceptar números como s/2. Resolvieron
el problema arrinconando esos «números» irracionales y aban­
donando la idea de asignar longitudes numéricas a segmentos,
áreas y volúmenes. Por tanto, no hicieron nuevas adiciones a
la aritmética y al álgebra más allá de los números enteros
y lo que podía ser incorporado a la estructura de la geome­
tría. Es verdad que algunos griegos alejandrinos, principal­
mente Arquímedes, operaron con números irracionales, pero
estos números no fueron incorporados a la estructura lógica
de las matemáticas.
Los hindúes y los árabes añadieron nuevos pisos al edificio
sin demasiadas preocupaciones por la estabilidad. En primer
lugar, hacia el año 600 d. C., los hindúes introdujeron los
números negativos. Después, los hindúes y los árabes, menos
escrupulosos que los griegos, no sólo aceptaron los números
irracionales, sino que desarrollaron reglas para operar con
ellos. Los europeos del Renacimiento, que adoptaron las ma­
temáticas de los griegos, los hindúes y los árabes, se resistieron
al principio a aceptar estos elementos extraños. Sin embargo,
prevalecieron los intereses de la ciencia, y los europeos dejaron
a un lado su preocupación por la solidez lógica de las mate­
máticas.
Al ampliar las matemáticas del número, los hindúes, los
árabes y los europeos añadieron piso tras piso: los números
complejos, más álgebra, el cálculo, las ecuaciones diferenciales,
la geometría diferencial y muchos más campos. Sin embargo,
en lugar de acero utilizaron columnas de madera y vigas com­
puestas de argumentos físicos e intuitivos. Pero este material
se mostró incapaz de soportar la carga y comenzaron a apa­
recer grietas en los muros. En 1800, la estructura estaba otra
vez en peligro y los matemáticos se apresuraron a sustituir la
madera por acero.
Mientras la superestructura estaba siendo fortalecida, la
base —los axiomas elegidos por los griegos— cedía bajo los
muros. La creación de una geometría no euclídea reveló que
los axiomas de la geometría euclídea no eran sólidas franjas
de tierra; sólo lo parecían bajo una inspección superficial.
Tampoco eran los axiomas de la geometría no euclídea una
base más segura. Lo que los matemáticos tomaron por la
realidad de la naturaleza, creyendo que sus mentes eran un
soporte infalible para este conocimiento, resultó ser un con­
junto de datos sensoriales poco fiables. Para más desgracia, la
creación de nuevas álgebras obligó a los matemáticos a admi­
tir que las propiedades de los números no estaban más firme­
mente asentadas en la realidad que las de la geometría. Así,
pues, la estructura completa de las matemáticas, la geometría
y la aritmética, con sus extensiones al análisis y el álgebra,
estaban en grave peligro. El hasta entonces grandioso edificio
estaba en peligro de derrumbarse y hundirse en un cenagal.
El mantenimiento de la estructura de las matemáticas exi­
gía enérgicas medidas y los matemáticos aceptaron el desafío.
Era evidente que no había tierra sólida sobre la que basar las
matemáticas, ya que el terreno aparentemente firme de la na­
turaleza había resultado engañoso. Pero quizá se podría con­
seguir una estructura estable erigiendo sólidos cimientos de
otra clase. Estos cimientos consistirían en definiciones enun­
ciadas con toda precisión, conjuntos completos de axiomas y
demostraciones explícitas de todos los resultados, por eviden­
tes que pudieran parecer a la intuición. Además, en lugar de
verdades había de haber consistencia lógica. Los teoremas
habían de estar cuidadosamente entretejidos de modo que
toda la estructura fuera sólida (capítulo 7). Los matemáticos
lograron aparentemente la solidez de la estructura por medio
de la actividad axiomática de finales del siglo xix. Y así se
resolvió otra crisis en la historia de las matemáticas, aunque
se perdiera en el camino su fundamentación en la realidad.
Desgraciadamente, el cemento utilizado en la cimentación
de la nueva estructura no se endureció lo suficiente. Su con­
sistencia no había sido garantizada por el constructor, y cuan­
do aparecieron las contradicciones de la teoría de conjuntos,
los matemáticos se dieron cuenta de que una crisis aún más
grave amenazaba su obra. Por supuesto, no estaban dispuestos
a sentarse a ver cómo siglos de esfuerzos se desmoronaban.
Puesto que la consistencia dependía de la base elegida para el
razonamiento parecía claro que sólo una reconstrucción com­
pleta de los fundamentos de las matemáticas serviría. La base
sobre la que descansaban las matemáticas reconstruidas, la
lógica y los axiomas matemáticos, había de ser reforzada, y
así, los trabajadores decidieron cavar más profundamente.
Desgraciadamente, no se pusieron de acuerdo sobre cómo y
dónde reforzar los cimientos, y así, mientras todos mantenían
que asegurarían la solidez de la construcción, cada uno se
puso a reconstruir a su manera. La estructura resultante no
era airosa ni estaba sólidamente asentada, sino que era des­
garbada e insegura; cada una de las alas del edificio pretendía
ser el único templo de las matemáticas y cada una albergaba
lo que consideraba como joyas del pensamiento matemático.
Todos hemos leído de jóvenes el cuento de los siete cie­
gos y el elefante. Cada ciego tocaba una parte diferente del
elefante y sacaba sus propias conclusiones sobre lo que era el
elefante. Así también las matemáticas, quizá una estructura
más grácil que un elefante, representan diferentes cuerpos de
conocimiento para las escuelas de fundamentos que las con­
templan desde diferentes puntos de vista.
Así pues, las matemáticas llegaron a una situación en la
que coexistían diferentes puntos de vista sobre lo que se puede
designar propiamente como matemáticas: el logicismo, el in­
tuicionismo, el formalismo y la teoría de conjuntos. Además,
dentro de cada construcción hay estructuras divergentes en
algún aspecto. Los intuicionistas se diferencian entre sí en lo
que aceptan como intuiciones sólidas fundamental: solamente
los números enteros, o también algunos irracionales; la ley del
tercio excluso aplicada solamente a conjuntos finitos o a con­
juntos numerables; y distintos conceptos de métodos construc­
tivos. Los logicistas se apoyan exclusivamente en la lógica,
pero tienen recelos hacia los axiomas de reducibilidad, elec­
ción e infinitud. Los conjuntistas pueden avanzar en cualquie­
ra de las diversas direcciones, dependiendo de su aceptación
o rechazo del axioma de elección y de la hipótesis del continuo.
Incluso los formalistas pueden seguir distintos caminos. Al­
gunos difieren en los principios de la metamatemática que se
deberían utilizar para probar la consistencia. Los principios
finitarios defendidos por Hilbert ni siquiera bastan para pro­
bar la consistencia del cálculo de predicados (de primer or­
den), y ciertamente no son suficientes para probar la consis­
tencia de los sistemas matemáticos formales de Hilbert. Por
consiguiente, se han utilizado métodos no finitarios (capítu­
lo 12). Además, Gódel mostró, con las limitaciones impuestas
por Hilbert, que cualquier sistema formal de cierta trascen­
dencia contiene proposiciones indecibles, proposiciones que son
independientes de los axiomas. Se podría tomar entonces tal
proposición, o su negación, como un nuevo axioma. Sin em­
bargo, después de esta elección, el sistema ampliado debe tam­
bién contener, de acuerdo con los resultados de Gódel, propo­
siciones indecidibles y, en consecuencia, se hace posible una
nueva elección. El proceso es, de hecho, ilimitado.
Los logicistas, formalistas y conjuntistas se apoyan en fun­
damentos axiomáticos. En las primeras décadas de este siglo,
este tipo de fundamentación fue aclamado como la base sobre
la que construir las matemáticas. Pero el teorema de Gódel
mostró que ningún sistema de axiomas abarca todas las verda­
des que pertenecen a una sola estructura, y el teorema de
Lówenheim-Skolem mostró que cada uno de ellos abarca más
de lo que se pretendía. Sólo los intuicionistas pueden perma­
necer indiferentes a los problemas planteados por la aproxima­
ción axiomática.
Para colmo de desacuerdos e incertidumbres acerca de qué
fundamento es el mejor, la ausencia de una prueba de con­
sistencia pende sobre las cabezas de los matemáticos como una
espada de Damocles. Cualquiera que sea la filosofía de las ma­
temáticas que se adopte, se corre el riesgo de llegar a una
contradicción.
El hecho más importante que se desprende de las distintas
y contrapuestas aproximaciones a las matemáticas es que no
existe un solo cuerpo de matemáticas, sino muchos. La palabra
matemáticas debería ser entendida en sentido plural, reser­
vando quizá la expresión en singular para cada una de las
aproximaciones. El filósofo George Santayana decía una vez:
«No hay Dios y María es su Madre.» Podríamos decir hoy
que no hay un cuerpo de matemáticas universalmente acep­
tado y los griegos fueron sus fundadores. De hecho, la multi­
plicidad de opciones que pueden tomar hoy los matemáticos
puede ser descrita con las palabras de Shelley:
[...] Aquí
En este desierto interminable
de mundos ante cuya inmensidad
se asombra incluso la fantasía que más vuela.
Al parecer tendremos que vivir ciertamente durante un fu­
turo previsible sin un criterio para decidir cuál es la aproxi­
mación más conveniente a las matemáticas propiamente dichas.
Cualquier esperanza de reconciliar los diferentes puntos
de vista sobre lo que son las matemáticas correctas —o al
menos el camino adecuado para las matemáticas— se basa
en el reconocimiento de los problemas que obligan a los ma­
temáticos a adoptar esos diferentes puntos de vista. El pro­
blema básico es qué se debe entender por demostración, y
como consecuencia de las diferencias de opinión sobre este
problema, existen diferencias sobre lo que son matemáticas
legítimas.
La demostración matemática había sido siempre un proceso
supuestamente claro e indiscutible. Ciertamente había sido ig­
norada durante siglos (capítulos 5-8), pero los matemáticos
eran absolutamente conscientes de este hecho. El concepto es­
taba ahí y era considerado como el paradigma y la referencia
a la que se adhirieron los matemáticos más o menos cons­
cientemente.
¿Qué fue lo que produjo preocupación e incluso enfrenta­
mientos por la demostración? El viejo punto de vista de que
los principios de la lógica tal y como los codificó Aristóteles
eran verdades absolutas, fue aceptado durante dos mil años.
La confianza en ellos había sido alentada por una larga utili­
zación con resultados aparentemente fiables. Pero los matemá­
ticos se dieron cuenta de que estos principios eran producto
de la experiencia tanto como lo eran los axiomas de la geo­
metría euclídea. A partir de aquí se produjo cierta intranqui­
lidad sobre lo que son unos principios sólidos. Así, los intui­
cionistas se creyeron justificados para restringir la aplicación
de la ley del tercio excluso. Si los principios de la lógica no
han permanecido inmutables en el pasado ¿es probable que
principios que son aceptables ahora lo sean en el futuro?
Un segundo problema relativo a la demostración, que sur­
gió cuando se fundó la escuela logicista, es el de qué abarcan
los principios de la lógica. Aunque Russell y Whitehead no du­
daron en introducir los axiomas de infinitud y elección en la
primera edición de los Principia Mathematica, más tarde echa­
ron marcha atrás, no sólo porque se dieron cuenta de que los
principios de la lógica no eran verdades absolutas, sino también
porque reconocieron que esos dos axiomas no son axiomas de
la lógica. En la segunda edición de sus Principia, esos ¿os axio­
mas no eran citados al comienzo y su utilización era específi­
camente mencionada cuando se necesitaba para probar ciertos
teoremas.
Más allá de las diferencias sobre cuáles son los, principios
aceptables de la lógica existen diferencias sobre hasta qué
punto puede servir la lógica misma. Como sabemos, los logi­
cistas pretenden que sirve para todas las matemáticas, aunque,
como acabamos de decir, más tarde se mostraron equívocos
sobre los axiomas de infinitud y elección. Los formalistas creen
que la lógica sola no es suficiente y que se deben añadir axio­
mas de matemáticas a los de lógica para poder fundamentar
las matemáticas. Los conjuntista* no se preocupan por los prin­
cipios lógicos y algunos no los especifican. Los intuicionistas,
en principio, se desentienden de la lógica.
Otro problema es el concepto de existencia. Por ejemplo,
una demostración de que toda ecuación polinómica debe tener
al menos una raíz, establece un teorema de existencia. Cual­
quier demostración que sea consistente es aceptable para los
logicistas, formalistas y conjuntistas. Sin embargo, aun cuando
una demostración no utilice la ley del tercio excluso, puede no
dar un método para calcular el objeto cuya existencia se de­
muestra. De aquí que tales demostraciones de existencia sean
inaceptables para los intuicionistas. La renuencia de los intui­
cionistas a aceptar los cardinales y los ordinales transfinitos
—por no ser claros a la intuición humana y por no poderse
llegar a ellos en el sentido intuicionista de construcción o
calculabilidad— es otro ejemplo de los distintos criterios sobre
lo que constituye la existencia. El problema —en qué sentido
existen no sólo objetos individuales tales como la raíz de una
ecuación, sino todas las matemáticas— es importante, diremos
algo más sobre él en este mismo capítulo.
Todavía queda otra fuente de problemas en relación con lo
que se entiende por matemáticas correctas. ¿Cuáles son los
axiomas matemáticos aceptables? Un ejemplo notable es si se
puede utilizar el axioma de elección. Aquí los matemáticos
están cogidos entre la espada y la pared. No usarlo o recha­
zarlo significa renunciar a parcelas importantes de las matemá­
ticas. Usarlo conduce, como ya hemos visto, no a contradiccio­
nes, sino a conclusiones irrazonables ‘para la intuición (capí­
tulo 12).
La incapacidad de los matemáticos para probar la consis­
tencia empaña el ideal entero de las matemáticas. Las contra­
dicciones aparecieron donde no se las esperaba. Aunque han
sido resueltas en una forma más o menos aceptable, el peligro
de que puedan descubrirse otras nuevas ha hecho que algunos
matemáticos se muestren escépticos por lo que respecta a los
extraordinarios esfuerzos que el rigor exige.
¿Qué son entonces las matemáticas si no son una estructura
única, rigurosa y lógica? Son una serie de grandes intuiciones,
cuidadosamente cribadas, pulidas y organizadas por la lógica,
que los hombres quieren y pueden aplicar en cualquier mo-
mentó. Cuanto más intentan pulir los conceptos y sistematizar
la estructura deductiva de las matemáticas, más complejas se
vuelven sus intuiciones. Pero las matemáticas descansan en
ciertas intuiciones que son algo así como el producto de nues­
tros órganos sensoriales, el cerebro y el mundo externo. Es
una construcción humana, y todo intento de encontrar una
base absoluta para ella está probablemente condenado al fra­
caso.
Las matemáticas se desarrollan a través de una serie de
grandes avances intuitivos que son establecidos más tarde no
de una sola vez, sino mediante una sucesión de correcciones
de descuidos y errores hasta que la demostración alcanza el
nivel de demostración aceptado en esa época. Ninguna de­
mostración es definitiva. Nuevos contraejemplos socavan las
viejas demostraciones. Las demostraciones son entonces re­
visadas, con lo que se consideran erróneamente probadas para
siempre. Pero la historia nos dice que lo único que esto sig­
nifica es que aún no ha llegado la hora de un examen crítico
de la demostración. A menudo tal examen es deliberadamente
aplazado. No es sólo que el hallazgo de errores no proporcione
ninguna gloria, sino que el matemático que podría tener ra­
zones para criticar la demostración de un teorema pudiera
querer citarla en beneficio de su propio trabajo. Los mate­
máticos están mucho más interesados en establecer sus pro­
pios teoremas que en encontrar fallos en los resultados exis­
tentes.
Varias escuelas han tratado de encerrar las matemáticas
dentro de los límites de la lógica humana. Pero la intuición
desafía el encasillamiento en la lógica. El concepto de un
cuerpo de matemáticas seguro, indudable e infalible, construi­
do sobre fundamentos sólidos, proviene, por supuesto, del
sueño de los clásicos griegos, encarnado en la obra de Eucli­
des. Este ideal guió el pensamiento de los matemáticos du­
rante más de veinte siglos. Pero al parecer los matemáticos
fueron engañados por el «genio diabólico» de Euclides.
De hecho, los matemáticos no confían en las demostracio­
nes rigurosas hasta el punto que normalmente se supone. Sus
creaciones tienen para ellos un significado que precede a cual­
quier formalización, y este significado da a esas creaciones
una existencia o realidad ipso jacto. El intento de determinar
el alcance y límites precisos de un resultado deduciéndolo
de una estructura axiomática puede ayudar en algunos aspec­
tos, pero de hecho no mejora su situación.
La intuición puede producir incluso más satisfacción y se­
guridad que la lógica. Cuando un matemático se pregunta por
qué ha de darse tal o cual resultado, la respuesta que busca
es de carácter intuitivo. De hecho, una demostración rigurosa
no significa nada para él si el resultado no tiene sentido des­
de un punto de vista intuitivo. Si no lo tiene, examinará muy
críticamente la demostración. Si la demostración le parece co­
rrecta, entonces tratará de encontrar lo que está equivocado
en su intuición. Los matemáticos desean saber la razón interna
del éxito de una cadena de silogismos. Poincaré decía: «Cuan­
do un argumento un tanto largo nos conduce a un resultado
simple y sorprendente, no nos sentimos satisfechos hasta que
nos demuestran que podíamos haber previsto, si no el resul­
tado completo, al menos sus características principales.
Muchos matemáticos han puesto la máxima confianza en la
intuición. El filósofo Arthur Schopenhauer expresaba esta ac­
titud: «Para mejorar el método en matemáticas es necesario
pedir sobre todo que se abandone el prejuicio que consiste
en creer que una verdad demostrada es superior a un cono­
cimiento intuitivo.» Pascal acuñó las frases esprit de géométrie
y esprit de fines se. Por la primera Pascal entendía la fuerza
y la rectitud mentales que muestra un poderoso razonamiento
lógico. Por la segunda entendía amplitud de mente, la capa­
cidad de ver más profunda e intuitivamente. Para Pascal, el
esprit de finesse es, incluso en la ciencia, un nivel de pensa­
miento que está más allá y por encima de la lógica y es in­
conmensurable con ella. Incluso lo que es incomprensible para
la razón puede, no obstante, ser verdadero.
Hace mucho tiempo que otros matemáticos afirmaron tam­
bién que la convicción intuitiva supera la lógica como el brillo
del Sol supera la pálida luz de la Luna. Descartes confiaba en
las intuiciones fundamentales, y a propósito de la lógica de­
cía: «Me he percatado de que, por lo que se refiere a la lógica,
sus silogismos y la mayoría de sus preceptos son útiles más
bien en la comunicación de lo que ya conocemos o... para
hablar sin conocimiento de causa de cosas que uno ignora.»
Sin embargo, era partidario de complementar la intuición con
el razonamiento deductivo (capítulo 2).
Los grandes matemáticos saben que un teorema debe ser
verdadero antes de que se haya logrado su demostración ló­
gica, y muchas veces se contentan con una mera indicación
de la demostración. De hecho, Fermat, en su vasta y clásica
obra sobre la teoría de números, y Newton, en su obra sobre
las curvas de tercer grado, no daban ni siquiera indicaciones.
Ciertamente, la creación matemática es fomentada sobre todo
por hombres que se distinguen por su poder de intuición, más
que por su capacidad de hacer demostraciones rigurosas.
Así pues, el concepto de demostración, a pesar de su im­
portancia en la opinión pública y en las publicaciones de los
matemáticos, no ha desempeñado el papel que habitualmente
se le supone. El surgimiento de filosofías de las matemáticas
opuestas entre sí cada una de las cuales insiste en sus propios
criterios de demostración, ha fomentado enormemente el es­
cepticismo sobre el valor de la misma, pero los ataques a la
idea de demostración comenzaron a aparecer incluso antes de
que se hubieran definido con claridad las diversas filosofías
y se hubieran extendido sus puntos de vista contrapuestos.
Ya en 1928, Godfrey H. Hardy hablaba con su habitual fran­
queza:
No existe, estrictamente hablando, la demostración matemática [...]
en última instancia no podemos sino dar indicaciones [...]; las de­
mostraciones son lo que Littlewood y yo llamamos verborrea, fio­
rituras retóricas destinadas a incidir en la psicología, dibujos so­
bre el tablero en las clases, mecanismos para estimular la imagi­
nación de los alumnos.
Para Hardy las demostraciones eran mucho más la fachada
que las columnas que soportan la estructura matemática.
En 1944, con mayor justificación, el prominente matemático
americano Raymond L. Wilder quitaba importancia a la demos­
tración. La demostración, decía, no es más que
la comprobación de los productos de nuestra intuición [...]. Ob­
viamente, no poseemos, y probablemente jamás poseeremos, un
criterio de demostración que sea independiente del tiempo, de
lo que se prueba, o de la persona o escuela de pensamiento que
lo utiliza. En estas condiciones, lo más sensato parece que es
admitir que en general no existe la verdad [la demostración]
absoluta en matemáticas, piense lo que piense el público.
El valor de la demostración fue atacado por Whitehead en
una conferencia titulada «Inmortalidad»:
La conclusión es que la lógica, concebida como el análisis ade­
cuado del progreso del pensamiento, es una falsedad. Es un ins­
trumento soberbio, pero requiere una gran dosis de sentido co­
mún [...]. Mi opinión es que la actitud definitiva del pensamiento
filosófico no se puede basar en las afirmaciones exactas que for­
man la base de las ciencias especiales. La exactitud es una fal­
sedad.
La demostración, el rigor absoluto y otras cosas por el estilo
son quimeras, conceptos ideales, «sin un lugar natural en el
mundo matemático». No existe una definición rigurosa de rigor.
Una demostración es aceptada si obtiene el respaldo de los
principales especialistas del momento o si emplea los princi­
pios de moda en ese momento. Pero hoy día no hay criterios
universalmente aceptables. No es éste el mejor momento del
rigor matemático. Ciertamente, la característica de las matemá­
ticas anteriormente aceptada, la demostración incuestionable
a partir de axiomas explícitos, parece ahora cosa del pasado.
La lógica tiene toda la falibilidad y la incertidumbre que limi­
tan la mente humana. Deberíamos asombrarnos de la canti­
dad de supuestos fundamentales que hacemos habitualmente
en matemáticas sin darnos cuenta.
El filósofo Nietzsche decía una vez que «las bromas son
los epitafios de las emociones». Para mitigar su desaliento,
los matemáticos han recurrido a bromear con la lógica de su
disciplina. «La virtud de una demostración lógica no es que
obligue a creer, sino que mueva a dudar.» «Respeta a la demos­
tración matemática, pero sospecha de ella.» «No podemos
esperar ya ser lógicos; lo más que podemos esperar es no ser
ilógicos.» «Más vigor y menos rigor.» El matemático Henry
Lebesgue, un intuicionista, decía en 1928: «La lógica puede
hacernos rechazar algunas demostraciones, pero no puede ha­
cernos creer en ninguna.» En un artículo de 1941 añadía que
la lógica no sirve para convencer ni para crear confianza.
Tenemos confianza en lo que está de acuerdo con nuestra
intuición. Lebesgue admitía que nuestra intuición se vuelve
más compleja a medida que aprendemos más matemáticas.
Incluso Bertremd Russell, a pesar de su programa completa­
mente logicista, no pudo evitar un comentario cáustico sobre
la lógica. En sus Principios de la matemática (1903) escribía:
«Uno de los principales méritos de las demostraciones es que
infunden un cierto escepticismo acerca de los resultados pro­
bados.» También decía en sus Principios de 1903 que de la pro­
pia naturaleza de cualquier intento de basar las matemáticas
en un sistema de conceptos no definidos y de proposiciones
primitivas se sigue que los resultados pueden ser refutados
por el descubrimiento de una contradicción, pero jamás pueden
ser probados. Al final, todo depende de la percepción inme­
diata. Algo después, en un trabajo de 1906, preocupado por
las paradojas, habló más sinceramente de como lo hizo años
después. Cuando las antinomias le pusieron de manifiesto que
la demostración lógica de la época no era infalible, dijo: «Siem­
pre debe quedar un elemento incertidumbre, como ocurre en
astronomía. Con el tiempo puede ser enormemente reducido;
pero no se ha concedido la infalibilidad a los mortales [...].»
* A estas pullas a la demostración podemos añadir las pala­
bras de uno de los principales estudiosos de la lógica de las
matemáticas, Karl Popper: «Existen tres niveles de compren­
sión de una demostración. El inferior es la agradable sensación
de haber entendido el razonamiento; el segundo es la capa­
cidad de repetirlo; y el tercero, o nivel superior, es el de ser
capaz de refutarlo.»
Más bien irónico es el contraargumento utilizado por Oli-
ver Heaviside, que se mostraba despectivo con la preocupación
de los matemáticos por el rigor: «La lógica es invencible por­
que para derrotar a la lógica hay que usar lógica.»
Aunque Félix Klein, jefe del departamento de matemáticas
durante el primer cuarto de siglo en lo que por entonces era
el centro mundial de las matemáticas, la universidad de Go­
tinga, no estuviera fundamentalmente preocupado por proble­
mas de fundamentos, percibió en el desarrollo de las matemá­
ticas, al menos hasta ahora, algo que ha sido confirmado por la
historia. En sus Matemáticas elementales desde un punto de
vista avanzado (1908), Klein describía así el desarrollo de las
matemáticas:
De hecho, las matemáticas [han] crecido como un árbol, que no
parte de sus finas raicillas y crece simplemente hacia arriba, sino
que más bien hunde sus raíces cada vez más profundamente al
mismo tiempo y a la misma velocidad con que sus ramas y hojas
se extienden hacia arriba [...]. Vemos pues que, por lo que res­
pecta a la investigación sobre los fundamentos de las matemáti­
cas, no existe un final, y que asimismo, por otra parte, no existe
un comienzo.
Aunque en un sentido algo diferente, Poincaré expresó un pun­
to de vista similar: no hay problemas resueltos; solamente
hay problemas más o menos resueltos.
Los matemáticos han estado adorando un becerro de oro
—las demostraciones rigurosas y universalmente aceptables,
verdaderas en todos los mundos posibles— en la creencia de
que era Dios. Ahora se dan cuenta de que se trataba de un
falso dios. Pero el verdadero Dios se niega a revelarse y ahora
los matemáticos se cuestionan su existencia. El Moisés que
debería transmitir la palabra divina aún está por aparecer.
Hay razones para cuestionar la razón.
Hay críticos de los fundamentos que se muestran aún más
impacientes con las sutiles distinciones que hacen las distintas
ecuelas. Si las matemáticas se basan en último término en
intuiciones, entonces, por citar a Imre Lakatos (1922-1974),
¿por qué hacer demostraciones cada vez más profundas?
¿Por qué, entonces, no paramos de una vez, por qué no decir
que «la prueba definitiva de que un método es admisible en
aritmética debe evidentemente ser que sea intuitivamente convin­
cente»...? ¿Por qué no admitir honradamente la falibilidad mate­
mática y tratar de defender la dignidad del conocimiento falible
frente al escepticismo cínico, antes que engañamos con que pode­
mos reparar invisiblemente el mínimo desgarrón del tejido de
nuestras intuiciones «fundamentales»?
El valor de la intuición frente a la demostración es acertada­
mente descrito por una historia. Un físico tenía una herradura
colgada en la puerta de su laboratorio. Un visitante le pre­
guntó, desconcertado, si esto le traía suerte en su trabajo.
«No», respondió el físico, «no soy supersticioso. Pero parece
que funciona.»
Arthur Stanley Eddington decía una vez: «La demostración
es un ídolo ante el que los matemáticos se torturan.» ¿Por
qué han de continuar haciéndolo? Podríamos preguntarnos
también por qué los matemáticos siguen haciendo hincapié en
el razonamiento si saben que su disciplina ya no es consistente
y, especialmente, si ya no se ponen de acuerdo sobre lo que
es una demostración correcta. ¿Deberían más bien mostrarse
indiferentes al rigor, echarse las manos a la cabeza y decir
que las matemáticas, como cuerpo de conocimiento sólidamen­
te establecido, es una ilusión? ¿Deberían abandonar la demos­
tración deductiva y recurrir simplemente a los argumentos
convincentes e intuitivamente sólidos? Al fin y al cabo, las
ciencias físicas usan tales argumentos, e incluso cuando uti­
lizan las matemáticas no se preocupan demasiado de la pasión
de los matemáticos por el rigor. El abandono no es el camino
aconsejable.
Nadie que haya estudiado las contribuciones de las mate­
máticas al pensamiento humano sacrificaría el concepto de
demostración.
Hay que admitir que la lógica desempeña un papel. Si la
intuición es la señora y la lógica la sirvienta, la sirvienta ha
de tener algún poder sobre la señora. La lógica sujeta a la
intuición desenfrenada. Aunque la intuición desempeñe el prin­
cipal papel, puede llevamos a afirmaciones demasiado gene­
rales. Las condiciones adecuadas para limitar la intuición son
impuestas por la lógica. La intuición deja a un lado la cautela,
pero la lógica enseña comedimiento. Es cierto que la adhesión
a la lógica implica largas afirmaciones matizadas por muchas
hipótesis, y que normalmente requiere muchos teoremas y de­
mostraciones, a pequeños pasos, para llegar a lo que una po­
derosa intuición a menudo conquista de golpe. Pero las auda­
ces cabezas de puente conquistadas por la intuición deben ser
aseguradas mediante una minuciosa búsqueda de las bandas
hostiles que pudieran rondar y destruirlas.
La intuición puede ser engañosa. A todo lo largo de la ma­
yor parte del siglo xix los matemáticos, incluyendo a Cauchy,
fundador del rigor, creyeron que toda función continua debía
tener una derivada. Pero Weierstrass asombró al mundo mate­
mático mostrando una función continua que no es derivable
en ningún punto. Tal función no era, ni es, accesible a la in­
tuición. El razonamiento matemático no sólo complementa la
intuición para corregirla o confirmarla, sino que a veces la
sobrepasa.
Lo que consiguen las matemáticas con su razonamiento se
puede poner mejor de manifiesto mediante una analogía. Su­
pongamos que un agricultor se hace con una parcela baldía
con el ánimo de cultivarla. Rotura una parte del terreno, pero
observa que en el área boscosa que rodea la zona roturada
hay fieras al acecho que en cualquier momento podrían ata­
carle. Decide por tanto roturar esa área. Lo hace, pero las
fieras se trasladan a otra zona. Rotura, pues, esta zona y las
fieras, a su vez, se trasladan a la zona colindante. El proceso
continúa indefinidamente. El agricultor rotura más y más tie­
rras, pero las fieras permanecen siempre cerca de las nuevas
lindes. ¿Qué ha conseguido el agricultor? A medida que crece
la zona roturada, las fieras se ven obligadas a retroceder cada
vez más y la seguridad del agricultor se incrementa, al menos
mientras trabaja dentro de la zona roturada. Las fieras están
siempre ahí y un día pueden sorprenderle y destrozarle, pero
la relativa seguridad del agricultor aumenta a medida que ro­
tura más terreno. Así también la seguridad con que aplicamos
el cuerpo central de las matemáticas se incrementa cuando
aplicamos la lógica para roturar uno u otro de los problemas
relativos a los fundamentos. En otros términos, la demostra­
ción nos proporciona una seguridad relativa. Estamos plena­
mente convencidos de que un teorema es correcto si lo pro­
bamos sobre la base de proposiciones razonablemente sólidas
sobre números o figuras geométricas que sean intuitivamente
más aceptables que la que se desea probar. En palabras de
Raymond L. Wilder, la demostración es un proceso de com­
probación que aplicamos a lo que la intuición nos sugiere.
Desgraciadamente, las demostraciones de una generación
son las falacias de la siguiente. E. H. Moore, uno de los pri­
meros matemáticos americanos, decía ya en 1903: «Toda la
ciencia, incluidas las matemáticas y la lógica, es función de
la época; toda la ciencia, tanto en sus ideales como en sus
logros.» Hoy el concepto de demostración depende también
de la escuela de pensamiento a la que uno se adhiera. El pro­
pio Wilder se contentaría con una demostración que, por lo
que se ve, no implicara contradicción y fuera matemáticamen­
te útil. Utilizaría, por ejemplo, la hipótesis del continuo como
axioma. Al quitar importancia a la demostración, critica el
carácter divisorio de las diversas escuelas de pensamiento.
¿No es la insistencia en una escuela frente a las demás algo
parecido al fanatismo de las personas religiosas que preten­
den representar al Dios verdadero rechazando a las demás
sectas?
Nos vemos forzados a aceptar el hecho de que no existen
las demostraciones absolutas o las demostraciones umversal­
mente aceptables. Sabemos que si cuestionamos las afirmacio­
nes que aceptamos sobre una base intuitiva, sólo seremos
capaces de probarlas si aceptamos otras sobre una base in­
tuitiva. Pero tampoco podemos probar esas intuiciones funda­
mentales sin meternos en paradojas u otras dificultades sin
resolver, incluso dentro del campo de la propia lógica. Ha­
cia 1900 decía el famoso matemático francés Jacques Hada-
mard: «El objeto del rigor matemático ha sido únicamente
sancionar y legitimar las conquistas de la intuición.» No po­
demos aceptar ya este juicio. Sería más apropiado decir con
Hermann Weyl: «La lógica es la higiene que el matemático
practica para mantener sus ideas sanas y fuertes.» La demos­
tración sí desempeña un papel: minimiza el riesgo de contra­
dicciones.
Debemos reconocer que la demostración absoluta no es en
la actualidad sino una meta; una meta que se busca, pero que
probablemente jamás se alcanzará. Puede que no sea más que
un fantasma constantemente perseguido, pero siempre escu­
rridizo. Deberíamos hacer constantes esfuerzos para fortalecer
lo que tenemos sin pretender perfeccionarlo. La moraleja de
la historia de la demostración es que, aun cuando persiga­
mos una meta inalcanzable, podemos seguir produciendo los
maravillosos valores que los matemáticos han producido en
el pasado. Por consiguiente, si reorientamos nuestra actitud
hacia las matemáticas, nos daremos por contentos con prose­
guir su estudio, a pesar de nuestra desilusión.
El reconocimiento de que la intuición desempeña un papel
fundamental en la consecución de las verdades matemáticas
y de que la demostración desempeña sólo un papel de apoyo
sugiere que, en un sentido amplio, las matemáticas han vuelto
al punto de partida. Las matemáticas comenzaron sobre bases
intuitivas y empíricas. La demostración se convirtió en una
meta con los griegos que, aunque respetada hasta el siglo xix,
parecía alcanzada a finales de ese siglo. Pero los esfuerzos
para llevar al máximo el rigor habían conducido aun callejón
sin salida en el que, como el perro que se muerde la cola,
la lógica ha derrotado a la lógica. Como dijo Pascal en sus
Pensées: «El último paso de la razón es el reconocimiento de que
hay un número infinito de cosas que la sobrepasan.»
También Kant reconoció las limitaciones de la razón. En
su Crítica de la razón pura se puede leer:
Nuestra razón tiene un destino peculiar, a saber, el de que con
referencia a una cierta clase de conocimiento, está siempre preocu­
pada por cuestiones que no puede ignorar, porque surgen de la
propia naturaleza de la razón y que no puede contestar, porque
trascienden el poder de la razón humana.
O como constató Miguel de Unamuno en El sentimiento trágico
de la vida: «El supremo triunfo de la razón es hacernos du­
dar de su propia validez.»
Más pesimista sobre el papel de la lógica fue Weyl. En 1940
decía: «A pesar o a causa de nuestra disposición intuitiva a
la crítica estamos hoy menos seguros que en cualquier época
anterior de los fundamentos últimos sobre los que descansan
las matemáticas.» En 1944 desarrollaba esta idea:
La cuestión de los fundamentos últimos y del sentido último de
las matemáticas sigue pendiente; desconocemos en qué dirección
se encontrará su solución final o incluso si se puede esperar una
respuesta objetiva y definitiva. La «matematización» bien podría
ser una actividad creadora del hombre, como el lenguaje o la
música, de una originalidad primaria, cuyas decisiones históricas
se resisten a una total racionalización objetiva.
Como constataba Weyl, las matemáticas son una actividad men­
tal, no un cuerpo de conocimiento exacto. Lo mejor es con­
templarlas desde un punto de vista histórico. Las construccio­
nes y reconstrucciones racionales de los fundamentos aparecen
entonces como una parodia de la historia.
La opinión más extremada fue expresada por Karl Popper,
notable filósofo de la ciencia, en La lógica de la investigación
científica. El razonamiento matemático jamás es verificable,
sino solamente falsable. Los teoremas matemáticos no están
garantizados de modo alguno. Se puede continuar utilizando
la teoría existente en ausencia de otra mejor, del mismo modo
que se usó durante doscientos años la teoría mecánica de New­
ton antes de la teoría de la relatividad, o que la geometría
euclídea antes de la geometría riemanniana. Pero la seguri­
dad en la corrección es inalcanzable.
La historia corrobora la tesis de que no existe un cuerpo
de matemáticas fijo, objetivo y único. Además, si nos guiamos
por la historia, habrá nuevas adiciones a las matemáticas que
reclamarán unos nuevos fundamentos. A este respecto, las
matemáticas son como cualquiera de las ciencias físicas. Las
teorías deben ser modificadas cuando las nuevas observaciones
o los nuevos resultados experimentales entran en conflicto con
las teorías previamente establecidas y obligan a la formula­
ción de otras nuevas. No es posible una exposición atemporal
de las verdades matemáticas. Los intentos de erigir las mate­
máticas sobre unos fundamentos indestructibles han terminado
en un fracaso. Los sucesivos intentos de proporcionar unos
fundamentos sólidos, desde Euclides hasta las modernas es­
cuelas de fundamentos, pasando por Weierstrass, no muestran
ningún indicio de progresos significativos que prometan el
éxito final.
Esta exposición de los papeles de la intuición y la demos­
tración representa la perspectiva actual de las matemáticas.
Pero no refleja todas las opiniones acerca del futuro. Un ale­
gato en favor de la lógica ha sido realizado por el grupo de
matemáticos que escriben bajo el seudónimo de Nicholas Bour-
baki. En la introducción al primer volumen de sus Elementos
de matemáticas observan:
Históricamente hablando es, por supuesto, totalmente falso que
las matemáticas están libres de contradicción; la no contradicción
aparece como una meta a alcanzar, no como un don de Dios que
nos ha sido concedido de una vez por todas. Desde los tiempos
más tempranos, todas las revisiones críticas de los principios de
las matemáticas en su conjunto, o de alguna de sus ramas, han
seguido casi invariablemente a períodos de incertidumbre, en los que
aparecieron contradicciones que hubo que resolver [...]. Han sido
veinticinco siglos, durante los cuales los matemáticos han seguido
la práctica de corregir sus errores para ver así su ciencia enri­
quecida, no empobrecida; esto les da derecho a mirar el futuro
con serenidad.
Puede que haya algún consuelo en esta llamada a la historia,
pero la historia nos dice también que aparecerán nuevas cri­
sis. Sin embargo, esta perspectiva no reduce el optimismo de
Bourbaki.
Jean Dieudonné, bourbakista y uno de los principales ma­
temáticos franceses, confía en que se resolverán los problemas
de lógica que surjan:
Se puede añadir que si algún día se prueba que las matemáticas
son contradictorias, es probable que sepamos a qué regla atri­
buir el resultado, y que la contradicción será evitada excluyendo
esa regla o modificándola convenientemente. En resumen, las ma­
temáticas cambiarán de rumbo, pero no desaparecerán como cien­
cia. Esto no es del todo una especulación; es casi exactamente
lo que ocurrió después del descubrimiento de los irracionales.
Lejos de lamentarlo por haber revelado una contradicción en las
matemáticas pitagóricas, lo consideramos hoy como una de las
grandes victorias del espíritu humano.
Bien podría haber añadido Dieudonné el caso de la aproxima­
ción de Leibniz al cálculo (capítulo 7). Después de todas las
críticas que recibió en el siglo xvm, una nueva formulación
—el análisis no estándar (capítulo 12)— le ha dado rigor sobre
una base consistente con los fundamentos logicistas, forma­
listas y conjuntistas.
Más allá de la confianza que matemáticos como los bour-
bakistas muestran en la adecuación a la lógica de las mate­
máticas, hay otros que creen en la existencia de un cuerpo
de matemáticas único, correcto y eterno, pueda o no aplicarse
al mundo físico. No todo este cuerpo eterno de ideas puede
ser conocido por el hombre, pero sin embargo existe. Según
ellos, las discrepancias e incertidumbres de las demostraciones
se deben únicamente a las limitaciones de la razón humana.
Además, las actuales diferencias no son sino obstáculos tem­
porales que serán gradualmente superados.
Algunos de estos matemáticos, kantianos a este respecto,
consideran que las matemáticas están tan profundamente in­
crustadas en la razón humana que no puede haber duda sobre
lo que debe ser correcto. Por ejemplo, William Rowan Ha­
milton, aunque creó precisamente los objetos —los cuaternio­
nes— que llevaron al cuestionamiento de la verdad física de la
aritmética, mantenía en 1836 una postura muy parecida a la
de Descartes:
Las ciencias puramente matemáticas del álgebra y la geometría
son ciencias de la razón pura, que no reciben ningún peso o ayuda
de los experimentos, aisladas, o al menos aislables, de todos los
fenómenos externos y accidentales... Son, sin embargo, ideas que
parecen hasta tal punto innatas en nosotros que su posesión, en
cualquier grado concebible, es sólo el desarrollo de nuestro poder
original, la manifestación de nuestra propia humanidad.
Arthur Cayley, uno de los principales algebristas del siglo xix,
decía en una conferencia pronunciada en la Brithis Association
for the Advancement of Science, en 1833: «Estamos ... en po­
sesión de cogniciones a priori, independientes no de esta o
aquella experiencia, sino absolutamente de cualquier expe­
riencia ... Estas cogniciones son una contribución de la mente
a la interpretación de la experiencia.»
En tanto que hombres como Hamilton y Cayley considera­
ban que las matemáticas estaban incrustadas en la mente hu­
mana, otros consideran que existen en un mundo fuera del
hombre. Ciertamente es comprensible que se haya dado con
anterioridad a 1900 la creencia en un mundo objetivo y único
de verdades matemáticas independiente del hombre. La creen­
cia se remonta a Platón (capítulo 1) y fue reafirmada muchas
veces, principalmente por Leibniz, el cual distinguió entre ver­
dades de razón y verdades de hecho, presentándose las prime­
ras en todos los mundos posibles. Incluso Gauss, que fue el
primero en apreciar la importancia de la geometría no euclídea,
mantuvo la verdad de los números y el análisis (capítulo 4).
El sutil analista del siglo xix Charles Hermite (1882-1901)
también expresó la creencia en un mundo real y objetivo de
matemáticas. Decía en una carta al matemático Thomas Jan
Stieljes:
Creo que los números y las funciones del análisis no son produc­
tos arbitrarios de nuestro espíritu; creo que existen fuera de no­
sotros con el mismo carácter de necesidad que los objetos de
la realidad objetiva; y los encontramos o los descubrimos y los
estudiamos como hacen los físicos, los químicos y los zoólogos.
En otra ocasión dijo: «En matemáticas somos más sirvientes
que señores.»
A pesar de las controversias sobre los fundamentos, muchos
matemáticos del siglo xx mantuvieron la misma postura. Georg
Cantor, creador de la teoría de conjuntos y de los números
transfinitos, creía que el matemático no inventa, sino que des­
cubre conceptos y teoremas. Estos existen independientemente
del pensamiento humano. Cantor se consideraba a sí mismo
como un secretario o un notario. Aunque Godfrey H. Hardy
era escéptico con respecto a las demostraciones del hombre,
decía en un artículo de 1929:
Me parece que no es posible que un matemático sienta simpatías
hacia una filosofía que no admita, de una u otra manera, la inmu­
tabilidad y la validez incondicional de la verdad matemática. Los
teoremas matemáticos son verdaderos o falsos; su verdad o fal­
sedad es absolutamente independiente de nuestro conocimiento
acerca de ellos. En algún sentido, la verdad matemática es parte
de la realidad objetiva.
También expresaba la misma opinión en su libro Apología de
un matemático:
Enunciaré mi postura dogmáticamente para evitar malentendidos.
Creo que la realidad matemática reside fuera de nosotros, que
nuestra misión es descubrirla u observarla, y que los teoremas
que demostramos y que a veces describimos grandilocuentemente
como nuestras «creaciones» no son más que notas de nuestras
observaciones.
El destacado matemático francés de este siglo Jacques Ha-
damard (1865-1963) afirmaba en su Psicología de la invención
en el campo matemático: «La verdad preexiste, aunque toda­
vía no la conozcamos e inexcusablemente nos impone el ca­
mino que debemos seguir.»
También Godel mantenía que existe un mundo trascendente
de matemáticas. A propósito de la teoría de conjuntos, afirmaba
que es legítimo considerar todos los conjuntos como objetos
reales:
Me parece que suponer tales objetos es tan legítimo como supo­
ner los objetos físicos y que existen las mismas razones para
creer en su existencia. Son necesarios para obtener una teoría sa­
tisfactoria de las matemáticas en el mismo sentido que lo son
los cuerpos físicos para obtener una teoría satisfactoria de nues­
tras percepciones sensoriales, y en ambos casos es imposible in­
terpretar las proposiciones que se desea afirmar sobre esas enti­
dades como proposiciones sobre los «datos»; es decir, en el último
caso, las percepciones sensoriales que de hecho se dan.
Algunas de estas afirmaciones provienen de hombres del si­
glo xx que estaban poco o nada preocupados por los funda­
mentos. Lo sorprendente es que incluso algunos de los que
más destacaron en el estudio de los fundamentos —Hilbert,
Alonzo Church, y los miembros de la escuela bourbakista—
afirman que las propiedades y los conceptos matemáticos exis­
ten en algún sentido objetivo y pueden ser aprehendidos por
la mente humana. Así pues, la verdad matemática es descu­
bierta, no inventada. Lo que se desarrolla no son las matemá­
ticas, sino el conocimiento del hombre acerca de ellas.
Los matemáticos que mantienen estos puntos de vista son
a menudo llamados platónicos. Aunque Platón creía que las
matemáticas existen en un mundo ideal independiente de los
seres humanos, sus doctrinas incluían muchas tesis que no
concuerdan con los actuales puntos de vista, y el uso de esta
denominación es más inadecuado que útil.
Esas afirmaciones sobre la existencia de un cuerpo de ma­
temáticas único y objetivo no explican en dónde residen las
matemáticas. Dicen solamente que las matemáticas existen en
un mundo extrahumano, un castillo en el aire, y que los hom­
bres simplemente las detectan. Los axiomas y teoremas no son
creaciones puramente humanas, son más bien como las ri­
quezas de una mina que han de ser sacadas a la superficie
mediante una paciente excavación. Pero su existencia es tan
independiente del hombre como parecen serlo los planetas.
¿Son entonces las matemáticas una colección de diamantes
ocultos en las profundidades del universo y gradualmente
desenterrados, o una colección de piedras sintéticas manufac­
turadas por el hombre, aunque tan brillantes que, no obstante,
deslumbran a aquellos matemáticos qu$ están ya parcialmente
cegados por el orgullo de sus propias creaciones?
Además, si existe un mundo de entidades suprasensibles y
trascendentalmente absolutas, y si nuestras proposiciones en
lógica y matemáticas son meros registros de observaciones de
esas entidades, entonces ¿no existen las contradicciones y las
proposiciones falsas en el mismo sentido que las proposiciones
verdaderas? Las malas hierbas de la falsedad y la inconsisten­
cia pueden florecer al lado de lo bueno, lo verdadero y lo bello.
Quizá el Diablo siembra su simiente y recoge su cosecha junto
con el Dios de la verclad. Los platónicos pueden replicar, por
supuesto, que las proposiciones falsas y las contradicciones
surgen únicamente porque los esfuerzos del hombre para apre­
hender la verdad son insuficientes.
El segundo punto de vista —el de que las matemáticas son
por entero un producto del pensamiento humano— es por su­
puesto mantenido por los intuicionistas y se remonta a Aristó­
teles. Sin embargo, mientras que algunos afirman que la ver­
dad está garantizada por la mente, otros mantienen que las
matemáticas son una creación de mentes humanas falibles,
más que un cuerpo fijo de conocimiento. A este respecto, una
afirmación clásica es la hecha por Pascal en sus Pensées mu­
cho antes de que surgieran las modernas controversias: «La
verdad es un asunto tan sutil que nuestros instrumentos son
demasiado toscos para asirla con precisión. Cuando la alcanzan,
la aplastan y se abaten sobre ella prefiriendo lo falso a lo ver­
dadero.» Arend Heyting, destacado intuicionista, afirmaba que
nadie puede hablar hoy de matemáticas verdaderas, es decir,
verdaderas en el sentido de un cuerpo de conocimiento correc­
to y único.
Hermann Hankel, Richard Dedekind y Karl Weierstrass
creían todos ellos que las matemáticas son una creación hu­
mana. Dedekind, en una carta a Heinrich Weber, decía: «Ad­
vierto, además, que entendemos por número no la clase misma,
sino algo nuevo... que la mente crea. Somos de una raza divina
y poseemos... el poder de crear.» Weierstrass se hacía eco de
esta idea con estas palabras: «El verdadero matemático es un
poeta.» Y Ludwig Wittgenstein (1889-1951), alumno de Russell
y autoridad por derecho propio, creía que el matemático es
un inventor y no un descubridor. Todos estos hombres, y mu­
chos otros, conciben las matemáticas como algo muy lejos de
estar sometido a hallazgos empíricos o a deducciones raciona­
les. En apoyo de esta posición se puede citar el hecho de que
conceptos tan elementales como los números irracionales o los
números negativos no son ni deducciones a partir de hechos
empíricos ni entidades obviamente existentes en un mundo ex­
terno.
También se mostró Hermann Weyl bastante irónico en sus
opiniones sobre las verdades eternas. En su Filosofía de las
matemáticas y las ciencias naturales decía:
A Godel, con su confianza básica en la lógica trancendental, le gus­
ta pensar que nuestra óptica lógica está sólo ligeramente desenfo­
cada y espera que después de una pequeña corrección veremos
nítidamente, y entonces todo el mundo estará de acuerdo en que
vemos correctamente. Pero el que no comparta su cónfianza se
hallará inquieto por el alto grado de arbitrariedad de un sistema
como Z [el de Zermelo], o incluso como el de Hilbert [...] Ningún
Hilbert podrá aseguramos la consistencia para siempre; debemos
contentarnos con que un simple sistema axiomático de matemáticas
haya superado, hasta el momento, la prueba de nuestros complejos
experimentos matemáticos. Será suficiente cambiar los fundamentos
cuando, en una etapa posterior, aparezcan las discrepancias.
El ganador del premio Nobel de Física Percy W. Bridgman, en
La lógica de la -física moderna (1946), rechazaba de plano cual­
quier mundo objetivo de matemáticas: «Es una verdad de
perogrullo, evidente en el acto para el observador más cán­
dido, que las matemáticas son una invención humana.» La
ciencia teórica es un juego de simulación matemática. Todas
estas personas sostienen que las matemáticas no sólo son obra
del hombre, sino que han recibido una gran influencia de las
culturas en las que se han desarrollado. Sus «verdades» de­
penden tanto de los seres humanos como la percepción del
color o el idioma inglés. Solamente la aceptación relativamente
universal de las matemáticas como algo opuesto a las doctri­
nas políticas, económicas y religiosas puede habernos inducido
a creer que se trata de un cuerpo de verdades objetivamente
existentes fuera del hombre. Pueden existir independientemen­
te de cualquier ser humano, pero no de la cultura en la que
éste resida. Parafraseando a Hermann Weyl, las matemáticas
no son un logro técnico aislado, sino una parte de la existen­
cia humana en su totalidad, y en ella encuentran su justifi­
cación.
Quienes aceptan la opinión de que las matemáticas son
obra del hombre son en esencia kantianos, puesto que Kant
localizaba la fuente de las matemáticas en el poder organiza­
tivo de la mente humana. Sin embargo, los modernistas dicen
que no es en la morfología o en la fisiología de la mente en
donde se originan las matemáticas, sino más bien en la acti­
vidad de la mente. La mente organiza mediante métodos que
evolucionan. La actividad creadora de la mente desarrolla cons­
tantemente formas de pensamiento nuevas y superiores. La
mente humana puede ver claramente que en matemáticas es
libre de crear un cuerpo de conocimiento si lo encuentra in­
teresante o útil. Además, el campo de la creación no es un cam­
po cerrado. Se crearán nuevas nociones que se apliquen a los
campos de pensamiento existentes y a los que surjan. La mente
tiene el poder de idear estructuras que abarquen los datos
de la experiencia y proporcionen una forma de ordenarlos.
La fuente de las matemáticas es el progresivo desarrollo de
la propia mente.
Los actuales conflictos acerca de la naturaleza de las ma­
temáticas y el hecho de que las matemáticas no sean hoy un
cuerpo de conocimiento indiscutible y universalmente acepta­
do apoyan ciertamente el punto de vista de que las matemáti­
cas son obra del hombre. Como dijo Einstein: «Quien pre­
tenda erigirse en juez en el campo de la Verdad y el Conoci­
miento fracasará ante las carcajadas de los dioses.»
No deja de ser una ironía que los intelectuales de la Edad
de la Razón, señalando a las matemáticas como prueba de los
poderes racionales del hombre y de su capacidad de obtener
verdades, afirmaran confiadamente que la razón resolvería to­
dos los problemas del hombre. Los intelectuales del siglo xx,
por mucho que algunos confíen en el poder de la razón, no pue­
den ciertamente señalar a las matemáticas como criterio y
paradigma. Este giro de los acontecimientos es poco menos
que un desastre intelectual. Sigue siendo cierto que las mate­
máticas constituyen el esfuerzo más amplio y profundo del
hombre por lograr un pensamiento preciso y eficaz y que dan
la medida de la capacidad de la mente humana. Representan
la cota superior de lo que podemos esperar alcanzar en cual­
quier dominio racional. Pero a nadie puede tranquilizar hoy
la confusión actual sobre lo que debemos entender por mate­
máticas válidas. Por esta razón trataba Hilbert tan desespera­
damente de restablecer la verdad en el sentido de un razona­
miento objetivo e irrebatible. Decía en su trabajo de 1925 «So­
bre el infinito»: «¿Dónde si no encontraríamos fiabilidad y ver­
dad si falla incluso el pensamiento matemático?»
Volvía a mostrar su preocupación en una conferencia que
pronunció en el Congreso Internacional de Bolonia (1928):
Porque, ante todo, ¿qué pasaría con la verdad de nuestro conoci­
miento y con la existencia y el progreso de la ciencia si no existiera
la verdad en matemáticas? Efectivamente, hoy el escepticismo y el
desaliento aparecen a menudo tanto en conferencias como en escri­
tos profesionales; es ésta una clase de ocultismo que considero
perjudicial.
Una búsqueda continua e incesante de absolutos puede pare­
cer la alternativa a la consecución efectiva de absolutos, pero
hace ya mucho tiempo que Goethe dijo que ésta es la gracia
que salva al hombre:
El que se esfuerce constantemente
podrá salvarse.
Aunque no tan seguro de la existencia de verdades absolutas,
André Weil, uno de los principales matemáticos de nuestro
tiempo, mantiene que la búsqueda de las matemáticas debe
proseguir aun cuando no sean ya la majestuosa torre de la
razón humana. Decía André Weil:
Para nosotros, cuyas espaldas se comban bajo el peso de la heren­
cia del pensamiento griego y que caminamos por la senda trazada
por los héroes del Renacimiento, una civilización sin matemáticas
es impensable. Lo mismo que el postulado de las paralelas, el pos­
tulado de que las matemáticas sobrevivirán ha sido despojado de
su «evidencia»; pero así como el primero no es ya necesario, no
podríamos seguir adelante sin el segundo.
El futuro de las matemáticas nunca ha sido tan prometedor;
su naturaleza nunca ha estado menos clara. El sutil análisis
de lo obvio ha producido una espiral de complicaciones sin
fin. Pero los matemáticos continuarán luchando con los pro­
blemas de fundamentos. Como dijo Descartes: «Perseveraré
hasta encontrar algo que sea cierto o al menos hasta que tenga
por cierto que nada es cierto.»
Según Homero, los dioses condenaron a Sísifo, rey de Co-
rinto, a que después de su muerte empujara perpetuamente
una gran roca hasta lo alto de una colina, sólo para ver cómo
la roca caía hasta el fondo cada vez que llegaba a la cima.
No tenía la ilusión de que algún día sus trabajos terminarían.
Los matemáticos tienen la voluntad y el coraje que surgen casi
instintivamente para completar y reforzar los fundamentos de
su disciplina. Puede también que su lucha sea eterna; puede
también que jamás alcancen el éxito. Pero los modernos sísi-
fos persistirán.
15. LA AUTORIDAD DE LA NATURALEZA

Y rezo esta oración


sabiendo que la naturaleza jamás traicionará al
corazón que la amó [...]
W illiam W o rdsw o rth

Los matemáticos pueden seguir muchos caminos diferentes


para obtener nuevos resultados. A falta de criterios internos
que justifiquen o apoyen la decisión de seguir un camino en
lugar de otro, toda elección se debe basar en consideraciones
externas. De todos ellos, el más importante es, ciertamente,
la razón tradicional y todavía la más justificable para la crea­
ción y el desarrollo de las matemáticas: su valor para las
ciencias. Las dudas, ahora evidentes, sobre los fundamentos
adecuados para las matemáticas y las cuestiones relativas a
la solidez de su lógica pueden ser evitadas, aunque no resuel­
tas, intensificando su aplicación a la naturaleza. En palabras
de Emerson, «construyamos en la materia un hogar para la
mente». No podemos determinar sobre una base a priori si
los teoremas matemáticos producidos se aplicarán necesaria­
mente de una forma directa o si utilizadas en conjunción
con sólidos principios físicos, las deducciones a partir de esos
principios conducirán a resultados físicamente correctos. Sin
embargo, las aplicaciones proporcionan un test pragmático.
Los teoremas que conducen una y otra vez a resultados co­
rrectos pueden ser utilizados con creciente confianza. Si el
uso continuado del axioma de elección, por ejemplo, nos lleva
a resultados físicamente correctos, entonces las dudas sobre
su aceptabilidad por lo menos disminuyen.
Desde un punto de vista histórico, el recurso a las aplica­
ciones no es tan radical como pudiera parecerles a los ma­
temáticos puristas de hoy día. Los conceptos y axiomas pro­
vienen de la observación del mundo físico. Incluso se admite
ahora que las leyes de la lógica son producto de la experien­
cia. Los problemas que conducen a teoremas, e incluso a su­
gerencias acerca de los métodos de demostración, provienen
de la misma fuente. Y el valor o importancia de los resul­
tados deducidos de los teoremas era juzgado, al menos hasta
hace unos setenta y cinco años, por lo que afirmaban acerca
del mundo físico. ¿Por qué no se verifica la corrección por
la medida en que las matemáticas describen y predicen acer­
tadamente los hechos físicos? Si se juzga la corrección de las
matemáticas por su aplicabilidad, no puede haber, por su­
puesto, una verificación absoluta. Un teorema puede fun­
cionar en n casos y fallar el caso n + 1. Una discrepancia
descalifica ur\ teorema. Pero la modificación puede conducir,
e históricamente ha conducido, a correcciones que continua­
rán asegurando su utilidad.
La fundamentación y la verificación empírica de las ma­
temáticas fue defendida por John Stuart Mili (1806-1873), quien
admitía que las matemáticas son más generales que las di­
versas ciencias físicas. Pero lo que «justifica» las matemá­
ticas es que sus proposiciones han sido verificadas y confir­
madas en mayor medida que las de las ciencias físicas. Por
esta razón, los hombres llegaron a pensar, incorrectamente,
que los teoremas matemáticos eran cualitativamente diferen­
tes de las hipótesis y teorías, confirmadas por la realidad,
de otras ramas de las ciencias. Los teoremas eran tenidos
por ciertos, mientras que las teorías físicas eran considera­
das como muy probables o simplemente corroboradas por la
experiencia.
Mili basó su afirmación en bases filosóficas mucho antes
de que surgieran las controversias sobre los fundamentos.
Con mayor motivo, muchos de los investigadores recientes y
actuales sobre los fundamentos se han vuelto pragmáticos.
Como decía Hilbert, «por sus frutos los conoceréis». El mis­
mo Hilbert decía en 1925: «En matemáticas, como en lo de­
más, el éxito es el juez supremo, a cuyas decisiones todo el
mundo se somete.»
Andrzej Mostowski, uno de los investigadores más desta­
cados y activos en materia de fundamentos, está de acuerdo.
En un congreso celebrado en Polonia en 1953, Mostowski
afirmaba:
El único punto de vista consistente, que está de acuerdo no sólo
con la sana comprensión humana sino también con la tradición
matemática, es el supuesto de que la fuente y última razón de ser
del concepto de número —no sólo del número natural, sino también
de los números reales— reside en la experiencia y en sus aplica-
dones prácticas. Lo mismo se puede decir de los conceptos de la
teoría de conjuntos en la medida en que se necesitan en los domi­
nios clásicos de las matemáticas.
Mostowski va más allá. Dice que las matemáticas es una
ciencia natural. Sus conceptos y métodos tienen su origen en
la experiencia, y todo intento de fundamentar las matemá­
ticas sin tomar en consideración su origen en las ciencias
naturales, sus aplicaciones e incluso su historia, está conde­
nado al fracaso.
Quizá sea más sorprendente que Weyl, un intuicionista,
estuviera también de acuerdo en que la solidez de las mate­
máticas debe ser juzgada por sus aplicaciones al mundo físi­
co. Weyl hizo muchas contribuciones a la física matemática
y, aunque apoyó firmemente los principios del intuicionismo,
no quiso sacrificar unos resultados útiles por la adhesión
inflexible a esos principios. En su Filosofía de las Matemáti­
cas y de las ciencias naturales (1949), admitía:
¡Cuánto más convincentes y próximos a los hechos son los argu­
mentos heurísticos y las posteriores construcciones sistemáticas de
la teoría general de la relatividad de Einstein o de la mecánica
cuántica de Heisenberg-Schrodinger! Unas matemáticas verdadera­
mente realistas deberían ser concebidas, en línea con la física, como
una rama de la construcción teórica del mundo real, y deberían
adoptar hacia las extensiones hipotéticas de sus fundamentos la
misma actitud sobria y cautelosa que adopta la física.
Weyl está ciertamente defendiendo que se trate a las ma­
temáticas como a una de las ciencias. Los teoremas de las
matemáticas, como los de la física, puede que sean provisio­
nales y precarios. Puede que tengan que ser rehechos, pero
la correspondencia con la realidad es un test seguro de so­
lidez.
Haskell B. Curry, un destacado y activo formalista, está
dispuesto a ir más lejos. En sus Fundamentos de lógica ma­
temática (1963), decía:
Pero ¿es que necesitan las matemáticas la certeza absoluta para
su justificación? En particular, ¿para qué necesitamos eStar seguros
de que una teoría es consistente o de que puede ser obtenida me­
diante una intuición de tiempo puro absolutamente cierta antes de
poder usarla? En ninguna otra ciencia se observan tales exigencias.
En física, todos los teoremas son hipotéticos; adoptamos una teoría
mientras nos proporciona predicciones útiles, y la modificamos o
descartamos en cuanto no lo hace. Esto es lo que ocurría con las
teorías matemáticas en el pasado, cuando el descubrimiento de con­
tradicciones llevaba a la modificación de las doctrinas matemáticas
aceptadas hasta el momento de ese descubrimiento. ¿Por qué no
podríamos hacer lo mismo en el futuro?
Willard Van Orman Quine, logicista activo que realizó in­
fructuosos esfuerzos para simplificar los Principia, de Rus-
sell-Whitehead, se ha mostrado también dispuesto, al menos
hasta el momento, a contentarse con la solidez física. En un
artículo de 1958, que forma parte de la colección titulada
«La orientación filosófica de la lógica moderna», decía:
Podemos considerar la teoría de conjuntos y las matemáticas en
general más razonablemente más o menos de la forma en que con­
sideramos las partes teóricas de las ciencias naturales; esto es,
como consistentes en verdades e hipótesis que han de ser defendi­
das no tanto a la luz de la razón pura como por las contribuciones
sistemáticas que indirectamente puedan hacer a la organización de
los datos empíricos en las ciencias naturales.
Von Neumann, que realizó contribuciones fundamentales al for­
malismo y a la teoría de conjuntos, estaba también dispuesto
a salir del actual atolladero por el mismo camino. En un ar­
tículo famoso, «El matemático» (recogido en Los trabajos de
la mente, de Robert B. Heywood, 1947), argüía que aunque
las diversas escuelas de fundamentos no han logrado justifi­
car las matemáticas clásicas, la mayor parte de los matemá­
ticos siguen usándolas hoy:
Después de todo, las matemáticas clásicas estaban produciendo re­
sultados que eran a la vez elegantes y útiles, y, aun cuando nadie
podría estar ya absolutamente seguro de su fiabilidad, se basaban
en unos fundamentos al menos tan sólidos como, por ejemplo, la
existencia de los electrones. Por tanto, si se estaba dispuesto a
aceptar las ciencias, se podría también aceptar el sistema de las
matemáticas clásicas.
El status de las matemáticas no es, por consiguiente, supe­
rior al de la física.
Incluso Russell, que en 1901 proclamaba que el edificio
lógico y. físico de las verdades matemáticas permanecía in­
quebrantable, admitía en un ensayo de 1914 que «nuestro
conocimiento de la geometría física es sintético y no a priori».
No es deducible solamente de la lógica. En la segunda edi­
ción de sus Principia (1926), admitía todavía más. La lógica
y las matemáticas, como la teoría electromagnética de Max-
well, «son creídas a causa de la verdad observada de algunas
de sus consecuencias lógicas».
Quizá sea más sorprendente la afirmación de Godel en el
año 1950:
El papel de los pretendidos «fundamentos» [de las matemáticas]
es más bien comparable á la función desempeñada, en la teoría
física, por las hipótesis explicativas [...] Los llamados fundamen­
tos lógicos o conjuntistas de los sistemas numéricos, o de cualquier
otra teoría matemática bien establecida, son explicativos más que
fundamentales, exactamente lo mismo que en física, en donde la
función real de los axiomas es explicar los fenómenos descritos
por los teoremas del sistema más que proporcionar unos funda­
mentos genuinos para tales teoremas.
Lo que estos destacados matemáticos están haciendo es reco­
nocer que el intento de establecer un cuerpo de matemáticas
universalmente aceptable y lógicamente sólido ha fracasado.
Las matemáticas constituyen una actividad humana y están
sujetas a todas las flaquezas y debilidades de los humanos.
Toda exposición formal y lógica es una seudomatemática, una
ficción, una leyenda incluso, a pesar de sus elementos ra­
cionales.
Muchos otros destacados investigadores de los fundamen­
tos han aceptado como solución práctica el mismo test de
lo que son imas matemáticas correctas. Las matemáticas pue­
den ser firmes si no absolutamente garantizadas por su aplica-
bilidad, aunque se necesite alguna corrección ocasional. Como
dijo Wordsworth: «La mente que construye para siempre
confía en la sólida base de la naturaleza.»
Pudiera parecer que los investigadores en materia de fun­
damentos, al recomendar la prueba pragmática —la aplicabi-
lidad de las matemáticas a las ciencias—, están abandonando
sus propios principios y convicciones. Pero se den o no cuen­
ta están afirmando únicamente lo que ha sido siempre la
prueba de la solidez matemática. Dado su ilógico desarrollo
(capítulos 5-8), ¿por qué los matemáticos de esos siglos creían
en las matemáticas? Al no reconocer que sus demostraciones
tenían defectos, creían que habían demostrado algunos re­
sultados. Pero seguramente sabían que ninguna lógica apo­
yaba los números negativos, irracionales y complejos, o el
álgebra, o el cálculo. Confiaban en su aplicabilidad.
El recurso a la aplicabilidad científica o, podríamos decir,
a la evidencia empírica, tiene una implicación que es digna
de mención. El ideal euclídeo presupone que se parte de
axiomas que son verdades y que de esos axiomas se deducen
nuevas verdades mediante razonamiento válido. La confianza
en la aplicabilidad física invierte todo el concepto de las
matemáticas. Si las deducciones matemáticas son aplicables,
entonces los axiomas son al menos razonables, aunque no
necesariamente los únicos que pueden dar lugar a esas con­
clusiones. La verdad, en el sentido de unas matemáticas úti­
les o aplicables, no fluye de atrás hacia adelante.
De hecho, los dirigentes de las escuelas que surgieron en
relación con los fundamentos dejaron a un lado, al menos
durante largos períodos, sus propias convicciones. Así, Kro­
necker, uno de los fundadores de la escuela intuicionista, rea­
lizó extraordinarios trabajos en álgebra, que no se ajustaban
a sus propios criterios, porque, como decía Poincaré, Kronec­
ker olvidó su propia filosofía. También Brouwer, después
de proclamar su filosofía intuicionista en su tesis de 1907,
se dedicó la siguiente década a realizar investigaciones y de­
mostraciones de topología en las que se olvidaba de las doc­
trinas intuicionistas.
El resultado de todo esto es que unas matemáticas sóli­
das no deben estar determinadas por un fundamento cuya
validez pudiera demostrarse algún día. La «corrección» de
las matemáticas debe ser juzgada por su aplicabilidad al mun­
do físico. Las matemáticas son una ciencia empírica, lo mis­
mo que la mecánica de Newton. Son correctas en la medida
en que funcionan, y cuando no funcionan deben ser modifi­
cadas. No se trata de un conocimiento a priori, aun cuando
se las considerara así durante dos mil años. No son absolu­
tas e inalterables.
Si las matemáticas han de ser tratadas como una de las
ciencias, es importante ser plenamente consciente de cómo
operan las ciencias. Las ciencias hacen observaciones y expe­
rimentos, y construyen una teoría, una teoría del movimiento,
de la luz, del sonido, del calor, de la electricidad, de las com­
binaciones químicas, etc. Estas teorías son obra del hombre
y son puestas a prueba comparando sus predicciones con
posteriores observaciones y experimentos. Si esas prediccio­
nes son verificadas, al menos dentro de un cierto error ex­
perimental, la teoría se mantiene. Pero pueden ser rechazadas
más tarde, y deben ser consideradas siempre como una teo­
ría y no como una verdad inherente al diseño del mundo fí­
sico. Estamos acostumbrados a esta forma de ver las teorías
científicas, porque ha habido muchos ejemplos de esas teo­
rías que se han venido abajo siendo sustituidas por otras
nuevas. La única razón por la que los hombres no aceptaron
esta forma de ver las matemáticas es, como señalaba Mili,
que la geometría euclídea y la aritmética básica fueron efi­
caces durante tantos siglos que la gente las confundió con
la verdad. Pero ahora debemos comprender que cada rama
de la matemática ofrece solamente una teoría que funciona.
Mientras funcione, la mantendremos, pero es posible que más
tarde se necesite otra mejor. Las matemáticas median entre
el hombre y la naturaleza, entre sus mundos interno y ex­
terno. Constituyen un audaz y formidable puente entre no­
sotros mismos y el mundo externo. Es trágico tener que re­
conocer que el puente no está firmemente anclado ni en la
realidad ni en las mentes humanas.
La razón solamente penetra en lo que la propia razón cons­
truye, de acuerdo con sus propios planes, y aunque pueda
tomar la iniciativa para conseguir sus propósitos, debe luego,
a través de los experimentos, obtener de la naturaleza la con­
firmación de la sabiduría de esos propósitos. Hay un tiempo
para la teoría y otro tiempo para decidir sobre la adecuación
de esa teoría al comportamiento de la naturaleza.
Existe una cualidad que distingue la mayor parte de las
matemáticas de las teorías físicas. Mientras que en la cien­
cia ha habido cambios radicales en las teorías, en matemá­
ticas la mayor parte de la lógica, los sistemas numéricos y
el análisis clásico han funcionado durante siglos. Han sido apli­
cadas y siguen siéndolo. En este sentido, las matemáticas se
diferencian de las demás ciencias, sean o no absolutamente
fiables, esas partes de las matemáticas, el caso es que han
servido admirablemente. Se puede decir que son cuasi em­
píricas.
Se puede obtener apoyo para este punto de vista princi­
palmente de la historia del cálculo. A pesar de los debates
abiertos sobre la lógica del cálculo, como metodología, ha te­
nido éxito. Irónicamente, el análisis no estándar (capítulo 12)
ha justificado la teoría de Leibniz de los infinitésimos, pero
no todas las técnicas del cálculo.
Se puede aplicar la prueba de la aplicabilidad incluso al
axioma de elección. El propio Zermelo decía en su trabajo
de 1908: «¿Cómo llega Peano a sus principios fundamenta­
les... si, después de todo, no puede probarlos? Evidentemen­
te analizando los modos de inferencia que en el curso de
la historia se han reconocido como válidos y observando que
los principios son intuitivamente evidentes y necesarios para
la ciencia...». Señalaba Zermelo en su defensa del uso del axio­
ma de elección los éxitos logrados con la utilización del axio­
ma. En el trabajo de 1908 mencionaba lo útil que había sido
(y lo seguía siendo) el axioma en la teoría de números trans­
finitos, en la teoría de números finitos de Dedekind y en
más problemas técnicos del análisis.
La recomendación de varios destacados matemáticos de
que se utilicen las aplicaciones a la ciencia como guía y prue­
ba para saber lo que es fiable está motivada por algo más
que por un deseo de elegir entre los diversos fundamentos.
Estos matemáticos reconocen que la capacidad de las mate­
máticas de dominar los fenómenos físicos ha crecido enor­
memente y que este servicio a la humanidad no puede ser
abandonado mientras se da vueltas a la cuestión de los fun­
damentos. Aunque muchos matemáticos, más por razones de
oropel que de verdadero peso, abandonaron la ciencia hace
cien años, los más importantes de los recientes matemáticos,
como Poincaré, Hilbert, Von Neumann y Weyl, han investi­
gado constantemente las aplicaciones a la física.
Desgraciadamente, la mayoría de los matemáticos no tra­
bajan hoy en las aplicaciones (capítulo 13). En lugar de ello
continúan produciendo nuevos resultados en matemáticas pu­
ras a velocidad creciente. Se puede obtener alguna idea del
volumen actual de investigación (en matemática pura y apli­
cada) de Mathematical Reviews, que pasa revista brevemente
a los resultados nuevos y presumiblemente significativos. Hay
alrededor de 2 500 en cada número mensual, lo que da unos
30 000 al año.
Se podría pensar que el actual dilema sobre cuáles son
las matemáticas correctas, cuál de las escuelas de pensamien­
tos es la más adecuada, e incluso qué dirección seguir dentro
de cada una de las escuelas, iba a hacer vacilar a los mate­
máticos puros y moverles a centrarse en los problemas de
fundamentos antes de crear nuevas matemáticas que pudie­
ran resultar lógicamente incorrectas. ¿Cómo puede seguir pro­
duciendo tan alegremente nuevos resultados en áreas de las
matemáticas que no tienen aplicación?
Existen varias respuestas a esta pregunta. Muchos mate­
máticos desconocen los trabajos sobre fundamentos. La for­
ma en la que los matemáticos han venido trabajando desde
1900 es típica del modo en que los seres humanos se enfren­
tan a muchos de sus problemas. Casi todos ellos ejercen su
oficio en la parte superior de la estructura de las matemá­
ticas. Mientras que los que investigan los fundamentos cavan
más y más profundamente para asegurar la estructura, los
inquilinos del edificio continúan ocupándolo y realizando su
actividad. Los que trabajan en los fundamentos se hallan tan
por debajo del nivel del suelo que han desaparecido de la
vista, y los inquilinos no saben que existe una preocupación
por el mantenimiento de la estructura o que hay un peligro
de ruina. Por consiguiente, continúan utilizando las matemá­
ticas convencionales. Desconocen las amenazas a la ortodoxia
dominante y, por tanto, son felices trabajando dentro de
ella.
Otros matemáticos contemporáneos son conscientes de las
incertidumbres que existen sobre los fundamentos, pero pre­
fieren adoptar una actitud distante hacia lo que califican de
cuestiones filosóficas (en contraposición a las puramente ma­
temáticas). Les resulta difícil creer que exista una seria preocu­
pación por los fundamentos, o al menos por su propia activi­
dad matemática. Prefieren aferrarse a un credo caduco. Para
estos matemáticos, un código no escrito dice: procedamos
como si nada hubiera ocurrido en los últimos setenta y cinco
años. Hablan de demostraciones en algún sentido umversal­
mente aceptado, aun cuando tal cosa no exista, y escriben
y publican como si no hubiera incertidumbre. Lo que a ellos
les importa son las nuevas publicaciones, cuantas más mejor.
Si respetan los fundamentos sólidos es sólo en domingo, y
en ese día o bien rezan para pedir perdón o bien desisten
de escribir nuevos artículos a fin de leer lo que sus compe­
tidores están haciendo. El progreso personal es un impera­
tivo, con razón o sin ella.
¿No existen, entonces, autoridades que pudieran exhortar
a la moderación en vista de que los problemas de fundamen­
tos están todavía por resolver? Los directores de las revistas
podrían rechazar trabajos. Pero los directores y los que de­
ciden son colegas que adoptan la misma postura que la ge­
neralidad de los matemáticos. En consecuencia, los trabajos
que mantienen una apariencia de rigor, el rigor de 1900, son
aceptados y publicados. Si el emperador no lleva ropa y la
corte tampoco, la desnudez no es ya algo asombroso ni causa
de embarazo. Como dijo una vez Laplace, a la razón huma­
na le resulta menos difícil realizar progresos que investigarse
a sí misma.
En cualquier caso, las cuestiones de fundamentos son re­
legadas por muchos matemáticos a un segundo plano. Es cier­
to que los lógicos matemáticos dedican sus energías a los
problemas relacionados con los fundamentos, pero a menudo
se les considera al margen de las matemáticas propiamente
dichas.
No podemos condenar a todos los matemáticos que igno­
ran los problemas de los fundamentos y proceden como si
éstos no existieran. Algunos están seriamente preocupados por
la utilización de las matemáticas y buscan en la historia un
respaldo para su modus vivendi. Como hemos visto (capítu­
los 5 y 6), a pesar de la carencia de fundamentos lógicos para
los sistemas numéricos y las operaciones con ellos, así como
para el análisis, en tomo al cual tuvieron lugar acaloradas
discusiones durante más de cien años, los matemáticos proce­
dieron a utilizar el material y producir nuevos resultados,
que son verdaderamente eficaces. Las demostraciones eran
muy toscas o incluso no existían. Cuando se descubrieron las
contradicciones, los matemáticos reexaminaron su razonamien­
to y lo modificaron. A menudo se perfeccionó el razonamien­
to, pero todavía no era riguroso, ni siquiera según los crite­
rios de finales del siglo xix. De haber esperado los matemá­
ticos a alcanzar esos niveles de rigor, no habrían hecho nin­
gún progreso. Como decía Emile Picard, si Newton y Leibniz
hubieran sabido que las funciones continuas no son necesa­
riamente diferenciables, el cálculo no se habría inventado
nunca. En el pasado, la audacia y la prudencia produjeron
importantes progresos.
El filósofo George Santayana, en su libro Escepticismo y
fe animal, señalaba que mientras que el escepticismo y la
duda son importantes para el pensamiento, la fe animal lo
es para el comportamiento. Los valores de muchas investiga­
ciones matemáticas son extraordinarios, y si se quiere que
esos valores sean fomentados, la investigación debe conti­
nuar. La fe animal proporciona confianza para actuar.
Unos pocos matemáticos han expresado su preocupación
por problemas de fundamentos que impugnan su trabajo. Emi­
le Borel, René Baire y Henri Lebesgue, manifestaron explíci­
tamente sus dudas sobre la validez de los métodos conjun­
tistas, pero continuaron usándolos con ciertas reservas res­
pecto de la fiabilidad de lo que producían. Borel decía en
1905 que estaba dispuesto a entregarse a razonamientos acer­
ca de los números transfinitos cantorianos, porque son útiles
en trabajos matemáticos vitales. Sin embargo, el camino se­
guido por Borel y otros no ha estado exento de dificultades.
Escuchemos las palabras de Hermann Weyl, uno de los más
profundos de los modernos matemáticos, y ciertamente el
más erudito.
Estamos menos seguros que nunca de los fundamentos últimos de
las matemáticas y la lógica. Como todo y todos en el mundo de
hoy, tenemos nuestra «crisis». La hemos tenido durante casi cin­
cuenta años [a partir de 1946]. Externamente, no parece impedirnos
nuestro trabajo diario, y, sin embargo, yo por lo menos confieso
que ha tenido una considerable influencia práctica en mi vida ma­
temática; orientó mi interés hacia campos que consideraba relati­
vamente «seguros» y ha supuesto una constante pérdida del entu­
siasmo y la decisión con que emprendí mis trabajos de investiga­
ción. Esta experiencia es probablemente compartida por otros ma­
temáticos que no son indiferentes a lo que significan sus esfuerzos
científicos en el contexto de la existencia, de inquietud y conoci­
miento, sufrimiento y creatividad del hombre en el mundo.
El sometimiento de la corrección de las matemáticas a la prue­
ba de su aplicabilidad plantea inmediatamente una cuestión.
¿Hasta qué punto funcionan las matemáticas? Por lo que se
refiere a las matemáticas creadas y aplicadas antes de 1800,
hemos tenido ya ocasión de demostrar (capítulo 3), a través
de varios ejemplos, la notable precisión con que las matemá­
ticas describen y predicen lo que sucede en el mundo físico.
Sin embargo, en el siglo xix los matemáticos introdujeron con­
ceptos que, por dignos de elogio que fueran sus motivacio­
nes, no se obtenían directamente de la naturaleza e incluso
parecían no estar muy de acuerdo con ella, como por ejem­
plo las series infinitas, las geometrías no euclídeas, los núme­
ros complejos, los cuaterniones, álgebras extrañas, conjuntos
infinitos de diversos tamaños y otras creaciones que no he­
mos tratado. No existen razones a priori para esperar que
esos conceptos y teorías pudieran aplicarse. Comprobemos
primero que estas matemáticas modernas funcionan y que,
además, lo hacen maravillosamente bien.
Las mayores creaciones científicas de los últimos cien años
son la teoría electromagnética, la teoría de la relatividad y la
teoría de los cuantos, todas las cuales emplean las modernas
matemáticas extensamente. Consideraremos solamente la pri­
mera de ellas, porque sus aplicaciones nos son familiares a
todos. Durante la primera mitad del siglo xix fueron empren­
didas numerosas investigaciones sobre electricidad y magne­
tismo por una serie de físicos y matemáticos, obteniéndose
unas pocas leyes matemáticas acerca del comportamiento de
los dos fenómenos. Durante la década de 1860, James Clerk Max­
well emprendió la tarea de reunir esas leyes y examinar su
compatibilidad. Encontró que la compatibilidad matemática
requería la adición a las ecuaciones de un término que él
llamó corriente de desplazamiento. La única explicación física
que pudo encontrar para este término fue que de una fuente
de electricidad (por ejemplo, un cable por el que pasa co­
rriente) se debe extender por el espacio una onda o campo
electromagnético. Estas ondas electromagnéticas pueden ser de
diversas frecuencias e incluyen las ondas que ahora recibi­
mos por nuestros aparatos de radio y televisión, además de
los rayos X, la luz, los rayos infrarrojos y los rayos ultravio­
leta. Así pues, mediante consideraciones puramente matemá­
ticas, Maxwell predijo la existencia de una gran variedad de
fenómenos desconocidos hasta entonces, y concluyó acertada­
mente que la luz es un fenómeno electromagnético.
Lo que es especialmente notable en las ondas electromag­
néticas y que recuerda a la gravitación (capítulo 3), es que
no tenemos el menor conocimiento físico de lo que son las
ondas electromagnéticas. Sólo las matemáticas responden de
su existencia, y sólo las matemáticas permitieron a los inge­
nieros inventar las maravillas de la radio y la televisión.
Lo mismo se puede decir de todas las clases de fenómenos
atómicos y nucleares. Los matemáticos y los físicos teóricos
hablan de campos —el campo gravitacional, el campo electro­
magnético, el campo de electrones y otros— como si fueran
ondas materiales que se extienden por el espacio y produ­
cen sus efectos de la misma forma que las olas chocan con
los barcos y las rocas de la costa. Pero esos campos son fic­
ciones. No sabemos nada de su naturaleza física. Son sólo pa­
rientes lejanos de fenómenos observables, tales como las sen­
saciones de luz, sonido, movimiento de objetos y las ahora
quizá demasiado familiares radio y televisión. Berkeley des­
cribió una vez la derivada como el fantasma de las cantida­
des que desaparecen. La moderna teoría física es el fantasma
de la materia. Pero mediante la formulación matemática de
Jas leyes de esos campos de ficción, que no tienen contrapar­
tida aparente en la realidad, y deduciendo las consecuencias
de esas leyes, obtenemos conclusiones que, cuando son conve­
nientemente interpretadas en términos físicos, pueden ser co­
tejadas con las percepciones sensoriales.
El carácter moderno de ficción de la ciencia fue resaltado
por Einstein en 1931:
De acuerdo con el sistema de Newton, la realidad física está carac­
terizada por los conceptos de espacio, tiempo, punto material y
fuerza (acción recíproca de puntos materiales) [...]
Después de Maxwell la realidad física ha sido concebida como
representada por campos continuos no explicables mecánicamente,
que están gobernados por ecuaciones en derivadas parciales. Este
cambio en la concepción de la realidad es el más profundo y fruc­
tífero de todos los que se han producido en la física desde New­
ton [...]
Esta concepción que acabo de esbozar del carácter puramente
ficticio de los fundamentos de la teoría científica no fue, en modo
alguno, la predominante durante los siglos xvm y xix. Pero gana
terreno constantemente por el hecho de que la distancia mental
entre los conceptos y las leyes fundamentales, por un lado, y las
conclusiones que tenemos que sacar en relación con nuestra expe­
riencia, por otro, es cada vez mayor a medida que la estructura
lógica va haciéndose cada vez más simple, es decir, cuanto menor
es el número de elementos conceptuales lógicamente independientes
que son necesarios para dar soporte a la estructura.
La ciencia moderna ha sido elogiada por haber eliminado hu­
mores, demonios, ángeles, fuerzas místicas y animismos me­
diante la explicación racional de los fenómenos naturales.
Debemos ahora añadir que la ciencia moderna está supri­
miendo, de forma gradual, el contenido intuitivo y físico, que
es lo que atrae a los sentidos; está eliminando la materia;
está utilizando conceptos puramente sintéticos e ideales, tales
como campos y electrones de los que todo lo que sabemos
son leyes matemáticas. La ciencia retiene solamente un pe­
queño, aunque vital contacto, con las percepciones sensoriales
después de largas cadenas de deducciones matemáticas. La
ciencia es una ficción racionalizada, racionalizada por las ma­
temáticas.
El gran físico Heinrich Hertz, el hombre que primero con­
firmó experimentalmente la predicción de Maxwell de que las
ondas electromagnéticas pueden viajar a través del espacio,
quedó tan impresionado por el poder de las matemáticas que
no pudo reprimir su entusiasmo. «No puedo sustraerme a
la idea de que estas fórmulas matemáticas tienen una exis­
tencia independiente y una inteligencia propia, que son más
sabias que nosotros, más sabias incluso que sus descubri­
dores, que obtenemos de ellas más de lo que originalmente
se puso en ellas.»
Sir James Jeans (1877-1946) subrayó la importancia de las
matemáticas en la investigación de la naturaleza. En El uni­
verso misterioso afirmaba: «El hecho esencial es, simplemen­
te, que todas las descripciones que la ciencia hace ahora de
la naturaleza, y que son las únicas que parecen estar de acuerdo
con los resultados de las observaciones, son descripciones ma­
temáticas [...]. Si vamos más allá de las fórmulas matemáti­
cas es por nuestra cuenta y riesgo.» Se hacen conjeturas sobre
mecanismos y conceptos físicos para construir el modelo ma­
temático y luego, paradójicamente, se considera a esas ayu­
das físicas poco más que fantasías, mientras que las ecuacio­
nes matemáticas permanecen como el único sostén seguro
de los fenómenos.
En su libro Entre la física y la filosofía, Jeans se reafir­
maba en la idea. La naturaleza no ¡Funciona de una manera
que pueda ser comprensible para la mente humana a través
de descripciones o modelos que los sentidos puedan aprehen­
der. Jamás podremos entender lo que son los hechos; debe­
mos limitarnos a describir los diseños de los hechos en tér­
minos matemáticos. En física, la cosecha final será siempre
una colección de fórmulas matemáticas. La esencia real de la
sustancia material será siempre impenetrable.
Así pues, el papel de las matemáticas en la ciencia mo­
derna es considerado ahora mucho mayor que el de una he­
rramienta importante. Este papel ha sido descrito a menudo
como el de resumir y sistematizar en símbolos y fórmulas lo
que se observa o se establece físicamente mediante experimen­
tación, y deducir luego de las fórmulas información adicional
que no es accesible a la observación o a la experimentación más
fáciles de obtener. Sin embargo, esta exposición del papel de
las matemáticas se queda muy corta en relación con lo que
realmente consiguen. Las matemáticas son la esencia de las
teorías científicas, y las aplicaciones hechas durante los si­
glos xix y xx sobre la base de construcciones puramente ma­
temáticas son incluso más poderosas y maravillosas que las
realizadas anteriormente, cuando los matemáticos operaban
con conceptos sugeridos directamente. por los hechos físicos.
Aunque el mérito de los logros de la ciencia moderna —ra­
dio, televisión, teléfono, telégrafo, fonógrafos e instrumentos
de grabación de alta fidelidad, rayos X, transistores, potencia
atómica (y bombas), por mencionar sólo unos pocos de los
más familiares— no puede ser atribuido en exclusiva a las mate­
máticas; el papel de éstas es más fundamental y más indis­
pensable que el de cualquier contribución de la ciencia ex­
perimental.
Francis Bacon se mostraba escéptico en el siglo xvii sobre
teorías tales como las teorías astronómicas de Copérnico y
Galileo. Temía que hubieran sido configuradas por creencias
religiosas o filosóficas —tales como la predilección de Dios
por la sencillez o el diseño divino de una naturaleza matemá­
ticamente ordenada— antes que por las exigencias de la ex­
perimentación o la observación. La actitud de Bacon era cier­
tamente razonable, pero las teorías matemáticas modernas
han llegado a dominar la ciencia física solamente porque son
muy eficaces. Por supuesto, la conformidad con las observa­
ciones es un requisito indispensable para la aceptación de
cualquier teoría matemática de la ciencia.
En consecuencia, todas las preguntas sobre si las matemá­
ticas funcionan se pueden responder con un rotundo sí. Pero
a la pregunta de por qué funcionan no es tan fácil responder.
En la época griega, y durante muchos siglos después, los ma­
temáticos creían tener indicios muy claros de dónde había
que buscar el oro —las matemáticas eran la verdad sobre
el mundo físico y los principios de la lógica eran también ver­
dades— y, en consecuencia, cavaron ardorosa, vigorosa y an­
siosamente en su busca. Tuvieron éxitos gloriosos. Pero ahora
sabemos que lo que se tomó por oro no era oro, pero sí un
metal precioso. Este metal precioso ha continuado describien­
do el funcionamiento de la naturaleza con notable exactitud.
Merece la pena analizar el porqué de su buen funcionamiento.
¿Por qué deberíamos esperar la construcción de un cuerpo
independiente, abstracto y a priori de ideas «exactas» referi­
das al mundo físico del hombre?
Podríamos contestar que los conceptos y axiomas mate­
máticos son sugeridos por la experiencia. Se ha reconocido
incluso que las leyes de la lógica son sugeridas por la expe­
riencia y que, por tanto, están de acuerdo con ella. Pero esta
explicación es demasiado simplista. Puede bastar para explicar
por qué cincuenta vacas y cincuenta vacas hacen cien vacas.
En el área de los números y la geometría, la experiencia pue­
de, efectivamente, sugerir los axiomas adecuados, y la lógica
empleada puede no ser más que lo que la experiencia en­
seña. Pero los seres humanos han creado conceptos y técni­
cas matemáticas en álgebra, cálculo, ecuaciones diferenciales
y otros campos que no son sugeridos por la experiencia.
Además de estos ejemplos de matemáticas no empíricas,
deberíamos tener en cuenta que la línea recta matemática cons­
ta de una cantidad no numerable de puntos. El cálculo utiliza
un concepto de tiempo compuesto de instantes que están «api­
ñados» como los números del sistema de los números reales.
La noción de derivada (capítulo 6) puede ser sugerida por el
concepto físico de velocidad en un período infinitesimal de
tiempo; pero la derivada, cuando representa la velocidad, lo
hace en un instante de tiempo. La variedad de los conjuntos
infinitos no es evidentemente sugerida por la experiencia, pero
es utilizada en el razonamiento matemático y es tan necesa­
ria para una teoría matemática satisfactoria como lo son los
cuerpos físicos para las percepciones sensoriales. Las mate­
máticas han contribuido también con conceptos tales como
el de campo electromagnético, cuya naturaleza física no es cier­
tamente desconocida.
Además, aun cuando las leyes de la lógica y algunos prin­
cipios físicos se obtengan de la experiencia, en el curso de
una extensa demostración matemática de una conclusión físi­
camente importante, estas leyes se usan docenas de veces,
y la demostración se basa solamente en la lógica. Razonamien­
tos puramente matemáticos condujeron a predicciones, tales
como la existencia de Neptuno. ¿Se acomoda, por tanto, la na­
turaleza a los principios lógicos? O, en otras palabras, ¿existe
un cuerpo de lógica, comoquiera que se obtenga, que nos diga
cómo debe comportarse la naturaleza? El hecho de que las
principales teorías, que incluyen cientos de teoremas y miles
de deducciones sobre abstracciones, permanezcan todavía tan
fieles a la realidad como los axiomas, habla de un poder de
las matemáticas para representar y predecir fenómenos reales
con una aproximación que es realmente increíble. ¿Por qué han
de producir esas largas cadenas de razonamiento puro conclu­
siones tan notablemente aplicables? Esta es la mayor paradoja
de las matemáticas.
El hombre se halla, por tanto, ante un doble misterio. ¿Por
qué funcionan las matemáticas incluso allí donde, aunque los
fenómenos físicos se interpretan en términos físicos, cientos
de deducciones a partir de los axiomas resultan tan aplica­
bles como los propios axiomas? ¿Y por qué funcionan en do­
minios en los que sólo poseemos meras conjeturas acerca de
los fenómenos físicos y dependemos casi exclusivamente de
las matemáticas para describir esos fenómenos? No se puede
descartar estas dos preguntas a la ligera. Una parte demasiado
grande de nuestra ciencia y nuestra tecnología depende de las
matemáticas. ¿Existe tal vez un mágico poder en esta disci­
plina que, aunque solía luchar bajo la invencible bandera
de la verdad, ha logrado de hecho sus victorias mediante una
misteriosa fuerza interior?
El problema ha sido planteado repetidamente, principalmen­
te por Albert Einstein en Aspectos de la relatividad (1921):
Surge aquí un enigma que ha inquietado a los científicos de todas
las épocas. ¿Cómo es posible que las matemáticas, un producto del
pensamiento humano que es independiente de la experiencia, se aco­
mode tan extraordinariamente a los objetos de la realidad física?
¿Puede la razón humana, sin la experiencia, descubrir, mediante el
pensamiento puro propiedades de las cosas reales? [...]
En la medida en que se refieren a la realidad, las proposiciones
de las matemáticas no son ciertas; y en la medida en que son cier­
tas, no se refieren a la realidad.
Einstein continuaba explicando que la axiomatización de las
matemáticas había dejado clara esta distinción. Aunque Eins­
tein entendía que los axiomas y los principios de la lógica
derivan de la experiencia, se preguntaba por qué largas e in­
trincadas cadenas de razonamiento puro, que es independiente
de la experiencia e implica conceptos creados por la mente
humana, pueden producir conclusiones tan notablemente apli­
cables.
Una de las modernas explicaciones proviene de Kant. Kant
mantenía (capítulo 4) que no conocemos ni podemos conocer
la naturaleza. Tenemos de ella percepciones sensoriales. Nues­
tras mentes, dotadas de estructuras establecidas (intuiciones,
en la terminología de Kant), de espacio y tiempo, organizan
esas percepciones de acuerdo con lo que dictan esas estruc­
turas mentales. Así, organizamos las percepciones espaciales
de acuerdo con las leyes de la geometría euclídea, porque
lo exigen nuestras mentes. Al estar así organizadas, las per­
cepciones espaciales continúan obedeciendo las leyes de la
geometría euclídea. Por supuesto, Kant se equivocaba al in­
sistir en la geometría euclídea, pero su idea de que la mente
del hombre determina cómo se comporta la naturaleza es
una explicación parcial. La mente moldea nuestros conceptos
de espacio y tiempo. Vemos en la naturaleza lo que nuestras
mentes predeterminan que veamos.
Un punto de vista similar al de Kant, pero de consecuen­
cias más amplias, fue defendido por Arthur Stanley Eddington
(1882-1944), uno de los grandes físicos de nuestro tiempo. De
acuerdo con Eddington, la mente humana decide cómo debe
comportarse la naturaleza:
Hemos descubierto que allí donde más han progresado las ciencias,
la mente no ha hecho sino recuperar de la naturaleza lo que la
mente había puesto en la naturaleza. Hemos descubierto extrañas
huellas en la playa de lo desconocido. Hemos elaborado profundas
teorías, una tras otra, para explicar el origen de las huellas. Al fin,
hemos conseguido reconstruir la criatura que las produjo. ¡He aquí
el resultado! Son nuestras propias huellas.
La explicación kantiana de por qué funcionan las matemá­
ticas ha sido recientemente desarrollada con detalle por Al-
fred North Whitehead y aceptada incluso por Brouwer en
una publicación de 1923. La idea clave es que las matemáticas
no son algo independiente de los fenómenos que tienen lugar
en el mundo externo y a los cuales se aplica, sino que es
más bien un elemento de nuestra forma de concebir esos fe­
nómenos. El mundo natural no se nos da objetivamente. Es
una interpretación o construcción del hombre basada en sus
sensaciones, y las matemáticas son un instrumento impor­
tante para organizar esas sensaciones. Casi automáticamente,
las matemáticas describen el mundo externo en la medida
en que el hombre lo conoce. El hecho de que muchos hombres
acepten la misma organización matemática se explica por la
idea de que las mentes humanas pueden efectivamente fun­
cionar de modo semejante o por el hecho de que han nacido
en una cultura y un lenguaje que les condicionan para acep­
tar un esquema matemático particular. El predominio de la
geometría euclídea, aunque no sea la última palabra sobre
el espacio, corrobora este punto de vista. Lo mismo puede
decirse de la teoría heliocéntrica, ya que, en un principio,
no estuvo motivada por ninguna discrepancia de observación
con la teoría tolomeica. Además, si la teoría tolomeica hubie­
ra sido conservada y pulida para ajustarla a las más recien­
tes observaciones, habría servido sin duda igualmente bien
que la heliocéntrica, a expensas solamente de la complejidad
matemática.
El núcleo de la idea anterior se puede expresar de la for­
ma siguiente. Intentamos extraer de la complejidad de los
fenómenos algunos sistemas simples, cuyos propiedades son
susceptibles de ser descritas matemáticamente. Este poder de
abstracción es el responsable de la asombrosa descripción ma­
temática de la naturaleza. Por otro lado, sólo vemos lo que
nuestra «óptica» matemática nos permite ver. El pensamiento
fue también expresado, por ejemplo, por el filósofo William
James en sus Lecciones de pragmatismo: «Todos los magnífi­
cos logros de la ciencia física y matemática [...] proceden de
nuestro indomable deseo de dar al mundo, en nuestra mente,
una forma más racional que la forma que recibe en ella del
mero orden de nuestra experiencia».
En el lenguaje un poco más poético de un escritor recien­
te: «La realidad es la más atractiva de todas las cortesanas,
pues se comporta en la forma en que desearíamos ahora, pero
no es una roca a la que asir nuestra alma, pues su esencia
está hecha de la materia de las sombras; no tiene existencia
fuera de nuestros sueños y a menudo no es más que el re­
flejo de nuestras propias ideas que brillan en el rostro de
la naturaleza.»
Sin embargo, esta explicación kantiana de que vemos en
la naturaleza lo que nuestra mente predetermina que veamos
no es una respuesta completa a la pregunta de por qué fun­
cionan las matemáticas. Los progresos logrados desde la épo­
ca de Kant, tales como la teoría electromagnética, difícilmente
pueden ser creaciones de la mente humana o una organiza­
ción de las sensaciones por parte de la mente. La radio y la
televisión no existen porque la mente haya organizado algu­
nas sensaciones de acuerdo con alguna estructura interna que
después nos ha permitido experimentar la radio y la televi­
sión como consecuencias de la concepción por la mente de
cómo debe comportarse la naturaleza.
Hay matemáticos que creen que las matemáticas son au­
tónomas (capítulo 14). Es decir, ya sean sus axiomas productos
de la razón pura o productos de la experiencia, a partir de
ahí el cuerpo completo de las matemáticas se construye inde­
pendientemente de la experiencia. Según este punto de vista,
¿cómo pueden las matemáticas aplicarse al mundo físico y
especialmente a los fenómenos físicos? Hay varias respuestas.
Una es que los axiomas matemáticos utilizan términos no de­
finidos que se pueden interpretar de diferentes formas para
acomodarse a la situación física. Así, como ejemplo de menor
importancia, la geometría elíptica, que no es euclídea, se apli­
ca a líneas rectas en el sentido habitual, y se aplica también
a la geometría de la esfera, donde las líneas rectas son los
círculos máximos.
Este tipo de explicación fue ofrecido por Poincaré. Estaba
dispuesto a admitir que las matemáticas son una ciencia pu­
ramente deductiva que simplemente deduce las implicaciones
de los axiomas. Así, el hombre, utilizando axiomas plausibles,
sugeridos quizá por sensaciones, construye geometrías euclí­
deas o no euclídeas. Los axiomas y teoremas de estas geome­
trías no son verdades empíricas ni a priori. No son verdade­
ras ni falsas, lo mismo que la utilización de las coordenadas
polares en lugar de las rectangulares no es verdadera ni falsa.
Poincaré decía que son convenciones para ordenar y medir
cuerpos o definiciones disfrazadas de los conceptos. Utiliza­
mos la geometría que resulta más cómoda. Sin embargo, Poin­
caré insistía en que siempre usaremos la geometría euclídea
en la interpretación habitual de línea recta como cuerda tensa
o como canto de una regla porque es la más simple. Pero
¿por qué tienen que seguir aplicándose las deducciones de la
geometría? La respuesta de Poincaré es que modificamos las
leyes físicas para conseguir que las matemáticas se acomoden
a ellas.
Consideremos, pára ilustrar la tesis de Poincaré, cómo de­
terminan los topógrafos las distancias. Comienzan fijando una
línea básica AB (fig. 15.1), cuya longitud se puede medir apli-

F ig u ra 15.1

cando una cinta métrica. Para determinar la distancia AC,


el topógrafo enfila el punto C con su goniómetro estacionado en
A y a continuación gira el aparato alrededor de su eje hasta
enfilar el punto B; de este modo mide el ángulo A. En su teo­
dolito tiene una escala que le dice cuánto ha girado su go­
niómetro, y de este modo conoce el ángulo A. Mide después de
una manera análoga el ángulo B. El topógrafo supone que los
rayos de luz que van d e C a A y d e B a A siguen una línea
recta (la cuerda tirante) entre ambos pares de puntos, y, dado
que los axiomas de la geometría euclídea se acomodan a las
líneas rectas, aplica la geometría euclídea o la trigonometría
para calcular AC y BC. Sin embargo, los resultados del to­
pógrafo pueden estar equivocados. ¿Por qué? El rayo de luz
que va de C a A podría haber seguido el camino indicado en
la figura 15.1 por la línea de trazos, con lo que el topógrafo
debería haber dirigido tangencialmente su goniómetro al rayo
de luz para poder captarla. Por consiguiente, habría apuntado
realmente su goniómetro hacia C\ aunque el topógrafo vea
el punto C en su goniómetro. En consecuencia, el ángulo que
realmente mide es CAB y no CAB. Por consiguiente, la pos­
terior utilización de la geometría euclídea podría haber con­
ducido a resultados erróneos para AC y BC.
Existen algunas dificultades para saber qué camino siguen
los rayos de luz. Unas veces los rayos de luz siguen una línea
recta; otras veces los rayos son desviados por el efecto de
refracción de la atmósfera. Supongamos que el topógrafo ob­
tiene resultados incorrectos para AC y BC. Aun cuando pueda
no tener razón alguna para creer que los caminos que siguen
los rayos de luz son curvos, debería tratarlos como tales.
Puede corregir después las medidas de los ángulos A y B y
aplicar la geometría euclídea para obtener los valores correc­
tos de AC y BC.
También como ejemplo de la tesis de Poincaré de que
podemos hacer que las matemáticas se acomoden a la reali­
dad física, veamos lo que decía sobre la cuestión de la rota­
ción de la Tierra. Afirmaba que deberíamos aceptar la rota­
ción de la Tierra como un hecho físico, porque ello nos permite
obtener una teoría matemática más simple para la astrono­
mía. Y, de hecho, la simplicidad de la teoría matemática fue
el único argumento que Copérnico y Kepler pudieron aducir
en favor de su teoría heliocéntrica y en contra de la antigua
teoría tolomeica.
La filosofía de la ciencia de Poincaré tiene su mérito. Tra­
tamos de utilizar las matemáticas más simples, y alterar las
leyes físicas si es necesario, para hacer que nuestro razona­
miento se acomode a los hechos físicos. Sin embargo, el cri­
terio utilizado por los matemáticos y los científicos hoy es
el de la sencillez del conjunto de la teoría matemática y física.
Y si hay que utilizar una geometría no euclídea —como hizo
Einstein en su teoría de la relatividad— para obtener la teoría
combinada más sencilla, lo hacemos.
Aunque Poincaré fue más explícito al explicar por qué fun­
cionan las matemáticas, se mostró de acuerdo, en alguna
medida, con la explicación kantiana por cuanto creía que la
concordancia entre las matemáticas y la naturaleza es realiza­
da por la mente humana. En El valor de la ciencia, afirmaba:
La armonía que la inteligencia humana cree descubrir en la natu­
raleza, ¿existe aparte de tal inteligencia? Seguramente, no. Una rea­
lidad completamente independiente del espíritu que la concibe, la
ve o la siente, es una imposibilidad. Un mundo tan externo como
ése, aun si existiera, nos sería inaccesible para siempre. Lo que
llamamos «realidad objetiva» es, estrictamente hablando, la que es
común a varios seres pensantes y pudiera serlo a todos; esta parte
común, como veremos, solamente puede ser la armonía expresada
por las leyes matemáticas.
Existe una explicación algo vaga, quizá demasiado simplista,
de por qué funcionan las matemáticas. De acuerdo con este
punto de vista, existe un mundo físico objetivo y el hombre
se esfuerza constantemente por acomodar sus matemáticas
a ese mundo. Modificamos las matemáticas cuando las aplica­
ciones revelan en ellas desfiguraciones de la realidad o errores
evidentes. Este punto de vista fue expresado por Hilbert en
su discurso en el II Congreso Internacional de Matemáticas
(1900):
Pero aun cuando esta actividad creativa del pensamiento puro con­
tinúe, el mundo externo reafirma una vez más su validez, y al plan­
tearnos nuevas preguntas a través de los fenómenos que ocurren
en la naturaleza abre nuevos campos del conocimiento matemático;
y cuando nos esforzamos por colocar esos nuevos campos bajo el
control del pensamiento puro, a menudo encontramos respuestas
para importantes problemas que están sin resolver, y así, de la
forma más efectiva, hacemos avanzar las teorías anteriores. De esta
interacción constantemente repetida entre el pensamiento y la ex­
periencia dependen, me parece, las numerosas y asombrosas analo­
gías y la armonía aparentemente preestablecida que los matemáti­
cos perciben tan a menudo en los problemas, métodos y conceptos
de diversos ámbitos del conocimiento.
Otras explicaciones más simples de por qué funcionan las ma­
temáticas, menos creíbles hoy día, repiten lo que los mate­
máticos han creído desde el tiempo de los griegos hasta 1850,
aproximadamente. Algunos creen aún en el diseño matemá­
tico de la naturaleza. Pueden admitir que muchas de las vie­
jas teorías matemáticas de los fenómenos físicos eran imper­
fectas, pero señalan las continuas mejoras que no sólo abarcan
más fenómenos, sino que ofrecen una concordancia mucho
mayor con las observaciones. Así, la mecánica newtoniana
reemplazó a la mecánica aristotélica, y la teoría de la relativi­
dad mejoró la mecánica newtoniana. ¿No demuestra la historia
que existe un diseño matemático de la naturaleza y que el
hombre se va aproximando más y más a la verdad? Hermite
ofreció esta explicación de la concordancia entre las mate­
máticas y la ciencia:
Existe, si no me engaño, un mundo que es la colección de las ver­
dades matemáticas, al que tenemos acceso sólo a través de la inte­
ligencia, de la misma forma que existe el mundo de la realidad
física; uno y otro independientes de nosotros, ambos de creación
divina, que nos parecen distintos a causa de la debilidad de nues­
tras mentes, pero que para un modo de pensar más poderoso son
una misma cosa. La síntesis de los dos mundos nos es parcialmente
revelada en la maravillosa correspondencia entre las matemáticas
abstractas, por un lado, y las distintas ramas de la física, por otro.
En una carta a Leo Kónigsberger, Hermite añadía: «Esas nocio­
nes del análisis tienen una existencia aparte de nosotros; cons­
tituyen un conjunto del cual sólo nos ha sido revelada una
parte, incontestable aunque misteriosamente asociada con esa
otra totalidad de las cosas que percibimos a través de los
sentidos.»
Sir James Jeans, en El universo misterioso, aceptaba tam­
bién el antiguo punto de vista de que «desde la evidencia in­
trínseca de su creación, el Gran Arquitecto comienza ahora a
revelársenos como un matemático puro». Sin embargo, admi­
tía al principio que las matemáticas del hombre «todavía no
están en contacto con la realidad última». Pero más adelante
se mostraba más dogmático:
La naturaleza parece muy versada en las reglas de las matemáticas
puras, tal como nuestros matemáticos las han formulado en sus
estudios, a partir de su conciencia interna y sin recurrir de ma­
nera apreciable a su experiencia del mundo externo [...]
En cualquier caso, difícilmente se puede negar que la naturaleza
y nuestra mente matemática consciente funcionan de acuerdo con
las mismas leyes.
En los últimos años de su vida, también Eddington llegó al
convencimiento de que la naturaleza está diseñada matemá­
ticamente, afirmando de forma categórica en Teoría fundamen­
tal (1946) que nuestra mente construye una ciencia pura de
la naturaleza a partir de un conocimiento a priori. Esta cien­
cia es la única posible; cualquier otra contendría inconsisten­
cias lógicas. No se podrían obtener de esta forma todos los
detalles de la ciencia, pero sí las leyes generales. Así, el he­
cho de que la luz se desplaza a velocidad finita es algo que
la mente, por sí sola, puede conocer. Incluso constantes de
la naturaleza —tales como la razón de la masa de un protón
a la masa de un electrón— pueden ser determinadas a priori.
Este conocimiento es independiente de la observación del uni­
verso y más seguro que el conocimiento experimental.
George David Birkhoff, el primero de los grandes matemáti­
cos de los Estados Unidos, no dudó en repetir y apoyar en 1941
las palabras de Eddington:
... No hay nada en todo el sistema de leyes de la física que no se
pueda deducir sin ambigüedad de consideraciones epistemológicas.
Una inteligencia, desconocedora de nuestro universo, pero conoce­
dora de nuestro sistema de pensamiento, con el que la mente hu­
mana interpreta para sí misma el contenido de su experiencia sen­
sorial, debería ser capaz de obtener todo el conocimiento de la
física que hemos obtenido mediante los experimentos [...] Por ejem­
plo, inferiría la existencia y las propiedades del radio, pero no las
dimensiones de la Tierra.
En una época temprana (1918), Einstein daba una explicación
un tanto insuficiente, pero razonable de por qué las matemá­
ticas se acomodan a la realidad:
El desarrollo de la física ha mostrado que, de entre todas las cons­
trucciones concebibles, en un momento dado solamente una ha
demostrado ser netamente superior a las demás. Nadie que haya
profundizado realmente en la materia negará que, en la práctica,
el mundo de los fenómenos determina unívocamente el sistema
teórico, a pesar de que no haya un nexo lógico entre los fenómenos
y sus principios teóricos; esto es lo que Leibniz describió tan acer­
tadamente como una «armonía preestablecida».
En su postura madura, presentada en El mundo como lo veo
(1934), afirmaba:
Nuestra experiencia hasta el momento justifica nuestra creencia de
que la naturaleza es la realización de las más simples ideas mate­
máticas concebibles. Estoy convencido de que podemos descubrir
mediante construcciones puramente matemáticas los conceptos y
las leyes que relacionan unas con otras, que proporcionan la clave
de la comprensión de los fenómenos naturales. La experiencia puede
sugerir los conceptos matemáticos apropiados, pero éstos no pue­
den deducirse de ella de forma absolutamente cierta. La experiencia
sigue siendo, por supuesto, el único criterio de utilidad de las cons­
trucciones matemáticas. Pero el principio creativo reside en las ma­
temáticas. En cierto sentido, por tanto, tengo por cierto que el pen­
samiento puro, tal y como soñaban los griegos, puede aprehender
la realidad.
En otro pasaje, Einstein reafirmaba su creencia mediante
lo que ahora es una famosa frase acerca de Dios: «Estoy
convencido, en todo caso, de que Dios no lanza los dados.»
Y si los lanza, entonces, como sugirió una vez Ralph Waldo
Emerson: «Los dados de Dios están siempre cargados.» Eins-
tein no afirma en su libro que las leyes matemáticas que
ahora tenemos sean las correctas, sino que las leyes correc­
tas existen y podemos esperar acercarnos cada vez más a ellas.
Como dijo en una ocasión: «Dios es sutil, pero no es mali­
cioso.»
Al igual que Einstein, Pierre Duhem, uno de los grandes
historiadores y filósofos de la ciencia, en Objeto y estructura
de la teoría física, pasaba de la duda a la afirmación positiva.
Primero describía una teoría física como «un sistema abstracto,
cuyo fin es resumir y clasificar lógicamente un grupo de leyes
experimentales sin pretender explicar esas leyes». Las teorías
son aproximativas y provisionales y están «despojadas de toda
referencia objetiva». La ciencia sólo sabe de apariencias sen­
sibles, y deberíamos abandonar la ilusión de que al teorizar
estamos «desgarrando el velo de esas apariencias sensibles».
Y cuando un científico de genio pone orden y claridad ma­
temática en la confusión de las apariencias, logra su objetivo
solamente a expensas de reemplazar conceptos relativamente
inteligibles por abstracciones simbólicas que no revelan nada
de la verdadera naturaleza del universo. Pero Duhem finali­
zaba declarando: «Es imposible creer que este orden y esta
organización [producidos por la teoría matemática] no son
la imagen refleja de una organización y un orden reales.» El
mundo está matemáticamente diseñado por un gran arquitec­
to. Dios geometriza eternamente y las matemáticas del hombre
describen este diseño.
Hermann Weyl estaba convencido de que las matemáticas
reflejan el orden de la naturaleza. Decía en una conferencia:
Hay una armonía oculta inherente a la naturaleza, que se refleja
en nuestras mentes bajo la imagen de simples leyes matemáticas.
Esta es la razón por la que los fenómenos de la naturaleza son
predecibles mediante una combinación de observaciones y análisis
matemático. Una y otra vez en la historia de la física esta convic­
ción, o debería decir este sueño, de armonía en la naturaleza ha
conseguido logros más allá de nuestras expectativas.
Quizá, sin embargo, el deseo iba por delante del pensamiento,
porque, en su libro Fiilosofía de las matemáticas y de las cien­
cias naturales, añadía:
Y, con todo, la ciencia perecería sin el apoyo trascendental de una
fe en la verdad y en la realidad, y sin la continua interacción entre
sus hechos y construcciones, por un lado, y sus imágenes de las
ideas, por otro.
Aunque los puntos de vista de Jeans, Weyl, Eddington y Eins­
tein no pueden ser despachados a la ligera, sus ideas sobre
la relación entre las matemáticas y la naturaleza no son las
que prevalecen. Es cierto que el éxito de la descripción ma­
temática de la naturaleza ha sido tan asombroso que las ex­
plicaciones que dan parecen razonables, de la misma forma
que la geometría euclídea pareció ser durante muchos siglos
una verdad indudable para los matemáticos. Pero hoy en día
la creencia en el diseño matemático de la naturaleza resulta
inverosímil.
Otra teoría sobre las relaciones entre las matemáticas y
el mundo físico tiene en cuenta una cierta correspondencia,
pero no del tipo que habitualmente se entiende. En los últimos
cien años ha surgido una concepción estadística de la natu­
raleza. De forma algo irónica, fue iniciada por Laplace, el cual
creía firmemente que el comportamiento de la naturaleza está
estrictamente determinado de acuerdo con las leyes matemá­
ticas, pero que las causas del comportamiento de la naturaleza
no son siempre conocidas y las observaciones son sólo aproxi­
madamente correctas. De aquí que haya que aplicar la teoría
de la probabilidad para determinar las causas y los datos
más verosímilmente correctos. Su Teoría analítica de las pro­
babilidades (3.a edición, 1820) es la obra clásica en este campo.
La historia de las probabilidades y la estadística es muy ex­
tensa y quizá sea innecesario incluirla aquí. Pero en menos
de un siglo, esta historia condujo a la idea de que el compor­
tamiento de la naturaleza no está en modo alguno determi­
nado, sino que es más bien caótico. Sin embargo, existe un
comportamiento más probable, un comportamiento medio, y
es precisamente esto lo que observamos y decimos que está
determinado por las leyes matemáticas. De la misma forma
que los seres humanos mueren a todas las edades —algunos
mueren de niños y algunos a los cien años— no sólo existe
una expectativa de vida para todos los hombres y mujeres,
sino que existe incluso una expectativa de vida para cada edad.
Y utilizando estos datos, las compañías de seguros montan
grandes negocios. La concepción estadística de la naturaleza
ha recibido en los últimos años un fuerte apoyo a causa del
desarrollo de la teoría cuántica, según la cual no existen par­
tículas de materia rígidas, discretas y localizadas. Existen
sólo con un cierto grado de probabilidad en cualquier parte
del espacio, pero más probablemente en algunos lugares que
en otros.
En cualquier caso, de acuerdo con la concepción estadís­
tica, las leyes matemáticas describen en el mejor de los casos
cuál será el comportamiento más probable de la naturaleza,
pero no excluyen que, de repente, la Tierra comience a vagar
por el espacio. La naturaleza puede cambiar de opinión y de­
cidir no hacer lo que es más probable. La conclusión que al­
gunos filosófos de la ciencia adoptan hoy es que el inexplica­
ble poder de las matemáticas sigue siendo inexplicable. Esta
idea fue primeramente expresada por el filósofo Charles San-
ders Peirce: «Es probable que en este asunto haya un secreto
que está por descubrir».
Más recientemente (1945), Erwin Schródinger, en Qué es
la vida, decía que el milagro del descubrimiento de las leyes de
la naturaleza por el hombre bien pudiera estar fuera del al­
cance de la comprensión humana. Otro físico, el muy distin­
guido Freeman Dyson, se muestra de acuerdo: «Es probable
que todavía nos falte mucho para entender la relación entre
los mundos físico y matemático.» A lo que se puede añadir
la observación de Einstein: «Lo más incomprensible del mun­
do es que es comprensible.»
En 1960, otro premio Nóbel de Física, Eugene P. Wigner,
analizaba el problema de la irrazonable efectividad de las ma­
temáticas en las ciencias naturales en un artículo con ese
mismo título, y no ofrecía más explicación que un replan­
teamiento del problema:
El milagro de la idoneidad del lenguaje de las matemáticas para
la formulación de las leyes de la física es un don maravilloso que
ni entendemos ni nos merecemos. Deberíamos estar agradecidos
por ello, y esperar que siga siendo así en la investigación futura
y que se extienda, en lo bueno como en lo malo, para deleite nues-
tor, aunque quizá también para desconcierto nuestro, a extensas
ramas del saber.
Estas últimas «explicaciones» son apologéticas. Dicen más bien
poco, aunque a menudo lo dicen en lenguaje solemne, que
suaviza la admisión de que no tienen respuestas a la pre­
gunta de por qué son eficaces las matemáticas.
A pesar de lo satisfactoria o insatisfactoria que pueda ser
cualquier explicación de por qué funcionan las matemáticas,
es importante reconocer que la naturaleza y la representa­
ción matemática de la naturaleza no son una misma cosa.
La diferencia no estriba únicamente en que las matemáticas
son una idealización. El triángulo matemático no es, con se­
guridad, un triángulo físico. Pero las matemáticas van mucho
más allá. En el siglo v a. C. Zenón de Elea planteó una serie
de paradojas. Cualquiera que fuera su propósito, incluso la
primera de sus paradojas sobre el movimiento ilustra la di­
ferencia entre la conceptualización matemática y la experien­
cia. La primera paradoja de Zenón afirma que un corredor
jamás puede alcanzar la meta porque primero debe recorrer
un medio de la distancia, después un medio de la distancia
restante, a continuación un medio de la distancia restante y
así sucesivamente. En consecuencia, el corredor debe recorrer:
1 1 1 1
— + — + — + — + •••

2 4 8 16
Por tanto, decía Zenón, el tiempo requerido para recorrer
un número infinito de distancias debe ser infinito.
Una solución física a la paradoja de Zenón, y la más obvia,
es que el corredor recorrerá la distancia en un número finito
de pasos. Sin embargo, incluso si se acepta el análisis ma­
temático de Zenón, el tiempo requerido podría ser de medio
minuto, más un cuarto de minuto, más un octavo de minuto,
y así sucesivamente. La suma de toda esa infinidad de números
es justamente un minuto. El análisis se aleja del proceso físico,
pero, no obstante, el resultado concuerda.
Puede que el hombre haya introducido conceptos limita­
dos eincluso artificiales, y que sólo de esta forma haya con­
seguido instaurar algún orden en la naturaleza. Puede que
las matemáticas del hombre no sean más que un esquema
funcional. Puede que la propia naturaleza sea mucho más com­
pleja o no tenga un diseño inherente. Sin embargo, las mate­
máticas continúan siendo el método por excelencia para la
investigación, la representación y el dominio de la naturaleza.
En aquellos dominios en que se muestra eficaz, es todo lo que
tenemos; si no es la realidad, es lo más próximo a la realidad
que podemos conseguir.
Aunque las matemáticas sean una creación puramente hu­
mana, el acceso que nos ha facilitado a diversos dominios de
la naturaleza nos permite progresar mucho más allá de toda
expectativa. Es, efectivamente, paradójico, que abstracciones
tan alejadas de la realidad logren tantas cosas. Puede que las
matemáticas sean artificiales; quizá sean un cuento de hadas,
pero un cuento con moraleja. La razón humana tiene un
poder, aunque no podamos explicarlo fácilmente.
Pero hay que pagar un precio por los éxitos matemáticos:
el precio de considerar al mundo en términos de medidas,
masa, peso, duración y otros conceptos similares. Esta expo­
sición no puede dar cuenta de todas las ricas y variadas ex­
periencias, del mismo modo que la altura de una persona
no es esa persona. Como máximo, las matemáticas describen
algunos procesos de la naturaleza, pero sus símbolos no en­
cierran en modo alguno la naturaleza.
Además, las matemáticas se ocupan de los conceptos y fe­
nómenos más simples del mundo físico. No se ocupa de los
hombres, sino de la materia inanimada. El comportamiento
de la materia es repetitivo y las matemáticas pueden descri­
birlo. Pero en economía, teoría política y psicología, así como
en biología, las matemáticas son mucho menos útiles. Incluso
en el campo físico, las matemáticas se ocupan de simplifi­
caciones que simplemente rozan la realidad, como una tangen­
te roza una curva en un punto. ¿Es la trayectoria de la
Tierra alrededor del Sol una elipse? No. Sólo lo es si la Tie­
rra y el Sol son considerados como puntos y si además igno­
ramos todos los demás cuerpos del universo. ¿Se repiten las
cuatro estaciones en la Tierra año tras año? Difícilmente.
Sólo se repiten en sus aspectos más toscos, que son todo lo
que el hombre puede percibir.
¿Debemos rechazar las matemáticas porque no entendamos
su irrazonable eficacia? Heaviside señaló una vez: ¿Debería re­
chazar mi comida porque no entienda el proceso de digestión?
La experiencia refuta a los dubitativos. La persona que confía
no tiene en consideración las explicaciones racionales. Con todos
los respetos debidos a la religión, a las ciencias sociales y a la
filosofía, y con el reconocimiento explícito del hecho de que
las matemáticas no tratan esos aspectos de nuestra vida, el
hecho es que las matemáticas nos proporcionan conocimiento
en una medida infinitamente mayor. Este conocimiento no se
base en meras afirmaciones acerca de su corrección. Se com­
prueba diariamente en el funcionamiento de cualquier aparato
de radio y de cualquier central nuclear en la predicción de los
eclipses y en miles de hechos en el laboratorio y en la vida
diaria.
Las matemáticas pueden tratar los problemas más simples
—el mundo físico—, pero en su esfera constituyen mayor logro
humano. En parte, la esperanza de que el hombre tenga algún
significado proviene del poder que ha adquirido gracias a las
matemáticas. Estas han sometido a la naturaleza y han alige­
rado la carga del hombre. Sus victorias nos pueden dar nuevos
ánimos.
La cuestión de por qué funcionan las matemáticas no es
solamente académica. En su uso en la ingeniería, ¿hasta qué
punto se puede confiar en ellas para predecir y diseñar? ¿Se
podría diseñar un puente utilizando una teoría en la que inter-
vinieran series infinitas o el axioma de elección? ¿No se caería
el puente? Afortunadamente, la mayoría de los proyectos de in­
geniería usan teoremas tan sólidamente respaldados por pasa­
das experiencias que pueden ser utilizados con toda confianza.
Muchos proyectos de ingeniería están diseñados de manera que
superen los mínimos exigidos. Así por ejemplo, un puente uti­
liza materiales tales como el acero, pero nuestro conocimiento
sobre la resistencia de los materiales no es exacto. Por consi­
guiente, el ingeniero utiliza cables y vigas más fuertes de lo
que la teoría exige. Sin embargo, en el caso de un tipo de pro­
yecto no construido con anterioridad, hay que preocuparse por
la verdad de las matemáticas utilizadas. En tales casos, la pru­
dencia requeriría el uso de modelos a pequeña escala y otras
pruebas antes de proceder a la construcción.
El objeto de este capítulo ha sido buscar algún tipo de so­
lución al dilema en que las matemáticas y los matemáticos se
encuentran. No existe un cuerpo de matemáticas universalmente
aceptado, y es imposible seguir todos los múltiples caminos por
los que abogan los distintos grupos, ya que ello dificultaría
el principal objetivo de las matemáticas, a saber, el progreso
de la ciencia. En consecuencia, hemos defendido la utilización
de este objetivo como criterio. Hemos analizado también los
problemas y consecuencias que esta decisión acarrea.
Sin embargo, aunque el hincapié en las aplicaciones a la
ciencia parece la decisión más prudente, este programa no ex­
cluye otras dedicaciones justas e incluso necesarias en el cam­
po de las matemáticas. Hemos señalado ya (capítulo 13) que
incluso la dedicación a las matemáticas aplicadas requiere gran
variedad de actividades de apoyo tales como la abstracción, la
generalización, la rigorización y mejoras en la metodología.
Además de éstas se puede justificar la dedicación a temas de
fundamentos que no versen directamente sobre matemáticas
que han mostrado su utilidad en las investigaciones científicas.
Él programa constructivista de los intuicionistas, aunque desti­
nado por ellos a reemplazar teoremas de existencia carentes de
sentido, produce métodos para el cálculo de las cantidades que
los teoremas de pura existencia dicen únicamente que existen.
Utilicemos, en aras de la sencillez, un viejo ejemplo. Euclides
probó que la razón del área de un círculo cualquiera al cuadra­
do de su radio es el mismo para todos los círculos. Esta razón
es, por supuesto, el número . Por consiguiente, Euclides de­
tz

mostró un teorema de pura existencia. Pero conocer el valor


de es evidentemente importante si deseamos calcular el área
tz

de un círculo dado. Afortunadamente, el cálculo aproximado


de Arquímedes y otros cálculos posteriores basados en series
infinitas nos han permitido calcular el número mucho antes
tz

de que los intuicionistas plantearan el desafío a los teoremas


de pura existencia. Ciertamente la posibilidad de calcular fue
tz

importante. Análogamente, habría que calcular otras cantidades


de las cuales, por el momento, solamente está establecida su
existencia. Así pues, el programa constructivista debería ser
continuado.
Otro valor potencial de la dedicación al estudio de temas
de fundamentos es la posibilidad de llegar a una contradicción.
La consistencia no está establecida y, en consecuencia, el ha­
llazgo de una contradicción o de un teorema patentemente
absurdo eliminaría al menos una alternativa que ahora absorbe
el tiempo y la energía de algunos matemáticos.
Nuestra exposición del estado actual de las matemáticas no
es, ciertamente, reconfortante. Las matemáticas han sido des­
pojadas de su verdad; no son ya un cuerpo de conocimiento
independiente, seguro y sólidamente basado. La mayoría de los
matemáticos han renunciado a su devoción por la ciencia, acti­
tud que sería deplorable en cualquier momento de la historia,
pero especialmente cuando las aplicaciones podrían aportar al­
guna orientación para encontrar la dirección segura que las
matemáticas debieran seguir. Y el notable poder de lo que se
ha aplicado está todavía por explicar.
A pesar de estos defectos y limitaciones, las matemáticas
tienen mucho que ofrecer. Constituyen el supremo logro inte­
lectual del hombre y la creación más original del espíritu hu­
mano. La música puede excitar o serenar el espíritu, la pintura
puede deleitar la vista, la poesía puede provocar emociones, la
filosofía puede satisfacer la mente y la ingeniería puede mejo­
rar las condiciones materiales de la vida humana. Pero las ma­
temáticas ofrecen todos esos valores. Además, en la dirección
de lo que el razonamiento puede conseguir, los matemáticos
han puesto el mayor esmero de que la mente humana es capaz
para asegurar la solidez de sus resultados. No es casual que
la precisión matemática sea algo proverbial. Las matemáticas
son, todavía hoy, el paradigma del mejor conocimiento dis­
ponible.
Los triunfos de las matemáticas son los triunfos de la mente
humana, y esta prueba de lo que las mentes humanas pueden
lograr ha dado al hombre valor y confianza para enfrentarse
con los que en tiempos parecieron impenetrables misterios del
cosmos, para vencer fatales enfermedades a las que el hombre
está sujeto y para cuestionar y mejorar los sistemas políticos
bajo los que la humanidad vive. En todos estos esfuerzos las
matemáticas pueden ser o no eficaces, pero nuestra inquebran­
table esperanza en el éxito proviene de las matemáticas.
Estos son sus valores, valores tan grandes al menos como
los que pueda ofrecer cualquier creación humana. Si bien no
todos son fácil o ampliamente perceptibles o apreciados, afor­
tunadamente son utilizados. Si bien el camino para llegar a
ellos es más arduo que, por ejemplo, en música, las recompen­
sas son más ricas, pues incluyen casi todos los valores intelec­
tuales, estéticos y emocionales que pueda ofrecer cualquier crea­
ción humana. La ascensión a una alta montaña puede ser más
agotadora que la subida a una suave colina, pero la vista desde
su cumbre se extiende a horizontes más lejanos. Valores en las
matemáticas los hay en abundancia; la única cuestión que puede
plantearse es el orden de importancia. Pero en esto, cada uno
debe responder por sí mismo; es cuestión de opiniones, gustos
y análisis personales.
Por lo que a la certidumbre en el conocimiento se refiere,
las matemáticas sirven como ideal hacia el que debemos tender,
aun cuando pueda ser un ideal que jamás alcancemos. Cierta­
mente, puede que no sea más que un fantasma constantemente
perseguido e interminablemente escurridizo. Sin embargo, los
ideales tienen fuerza y valor. La justicia, la democracia y Dios
son ideales. Es cierto que la gente ha asesinado en nombre de
Dios y que los errores de la justicia son notorios. Sin embargo,
esos ideales son el producto de miles de años de civilización.
Así son las matemáticas, aun cuando sólo sean un ideal. Quizá
la contemplación del ideal nos haga más conscientes de la di­
rección que debemos tomar para obtener verdades en cualquier
campo.
La situación del hombre es lamentable. Vamos errantes por
un vasto universo, nos hallamos indefensos ante los estragos
de la naturaleza, dependemos de ella para nuestra alimentación
y otras necesidades y no sabemos por qué hemos nacido ni
hacia dónde vamos. El hombre está solo en un frío y extraño
universo. Contempla este universo misterioso, cambiante e in­
finito y se siente confuso, desconcertado e incluso asustado de
su propia insignificancia. Como dijo Pascal:
Porque, después de todo, ¿qué es el hombre dentro de la natura­
leza? Nada en relación con el infinito, todo en relación con la nada,
un punto entre el todo y la nada e infinitamente lejos de compren­
der el uno y la otra. Los fines de las cosas y sus principios están,
para él, inexpugnablemente encerrados dentro de un impenetrable
secreto. Es incapaz de ver tanto la nada de la que ha sido sacado
como el infinito en el que está inmerso.
Montaigne y Hobbes decían lo mismo con otras palabras. La
vida del hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y
breve. Es presa de unos acontecimientos contingentes.
Dotado de unos pocos y limitados sentidos y de un cerebro,
el hombre comenzó a penetrar su propio misterio. Utilizando
lo que los sentidos revelan de inmediato o lo que se puede de­
ducir de los experimentos, el hombre adoptó axiomas y aplicó
su poder de razonamiento. Su búsqueda fue la búsqueda de un
orden; su meta, construir sistemas de razonamiento en oposi­
ción a las sensaciones pasajeras, y elaborar modelos de expli­
cación que pudieran ayudarle a alcanzar algún dominio sobre
su medio. Su principal logro, el producto de su propia razón,
son las matemáticas. No son una gema perfecta y su pulimento
continuo no eliminará probablemente todos sus defectos. No
obstante, las matemáticas han sido nuestro vínculo más efectivo
con el mundo de las percepciones sensoriales, y aunque es des­
concertante tener que admitir que sus fundamentos no son se­
guros, siguen siendo la joya más preciosa de la mente humana
y deben ser atesoradas y administradas. Han estado siempre
en la vanguardia de la razón y, sin duda, continuarán estándolo,
aun cuando en ellas se descubran nuevos fallos después de más
atentos análisis. Alfred North Whitehead dejó escrito: «Admi­
tamos que la dedicación a las matemáticas es una divina locura
del espíritu humano.» Locura, quizá, pero con seguridad divina.
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INDICE ALFABETICO

Abel, Niels Henrick, 203-204, aritmética del béisbol, 110-111


208, 210, 355 Arnauld, Antoine, 136
Academia de Atenas, 16 Arquíloco, 369
abstracción, 20-21 Arquímedes, 24, 25, 29, 31, 32,
Ackermann, Wilhelm, 301 125, 127, 129, 158, 159, 199,
Adams, John Couch, 73 371, 425
Addison, Joseph, 79, 203 Arquitas, 17
Airy, Sir George, 73 astronomía
Alejandro Magno, 24, 32 — griega, 12, 14, 17-18, 26-29,
álgebra, 126-127, 131, 145-151, 126
189-191, 214-215 — heliocéntrica, 40-47
— abstracta, 342, 356 — newtoniana, 71-73
— como método de análisis, atomismo, 15
149-151 Auden, W. H., 137 n
— geométrica, 125 Avogadro, 109
Ampere, André-Marie, 192 axiomas, 2, 21, 120
análisis, 152, 168, 191-194 — independencia de, 231-232
— no estándar, 332-334 — véase axiomas de elección,
anamnesis, 21 de infinitud, de las parale­
Anaxágoras, 10, 11 las, de reducibilidad y mé­
Anaximandro, 10 todo axiomático
Anaxímenes, 10 axiomática
Anhalt-Dessau, princesa de, 292 — véase método axiomático
Apolonio, 24, 25, 26, 27, 31, 125, axioma de elección, 252-255,
129 352-353 269, 283, 323-327, 376, 377,
árabes, 35-36, 130-134, 371 401-402
Arcadio, 35 axioma de infinitud, 272
Argand, Jean-Robert, 105, 187 axioma de las paralelas, 91-98
Aristarco, 40 axioma de reducibilidad, 268-
Aristóteles, 14, 18, 20, 21, 22, 271
23, 24, 29, 44, 53, 54, 55, 58,
66, 119-120, 123, 167, 216, 218, Babbage, Charles, 179
219, 220, 222, 223, 229, 239, babilonios, 9, 19, 124, 145
240, 246, 258, 265-66, 285, 288, Bacon, Francis, 55, 82-83, 341,
303, 331, 375 345, 369, 408-409
Baire, René, 253, 254, 258, 280, Bombelli, Raphael, 137, 138,
281,404 139, 144
Banach-Tarski Bonola, Roberto, 92 n
— paradoja de, 326 Boole, George, 187, 220-222, 224,
Barrow, Isaac, 60, 122, 135, 148, 228
153, 167, 209 Borel, Emile, 233, 243, 253, 254,
Bayle, Pierre, 165 258, 280, 281, 404
Bell, Eric T., 311 Bourbaki, Nicholas, 5, 290, 309,
Beltrami, Eugenio, 101, 215-216 310, 343, 386-387
Bentley, Richard, 64, 69 Bouvard, Alexis, 73
Berkeley, obispo George, 65, 86, Boyer, Cari, 174 n
174-176, 177, 191, 292, 406 Boyle, Robert, 83
Bernays, Paul, 292, 302, 308 n, Brahe, Tycho, 40
309, 318-319, 320 Brahmagupta, 130
Bernoulli, Daniel, 71, 74, 75, Bravais, Auguste, 355-356
170, 171 Bridgmann, Percy W., 392
Bernoulli, Jakob, 71, 164, 170, Brouwer, Luitzen E. J., 254, 282-
171 294, 303-305, 310, 318, 321, 334,
Bernoulli, Johann, 71, 139, 142, 400, 412
164, 170, 171 Burali-Forti, Cesare, 244, 245,
Bernoulli, Nikolaus, 172 249, 250, 281
Bemstein, Félix, 253 Cajori, Florian, 174 n
Berry, G. G., 248 cálculo, 152-168
Bertrand, Joseph L. F., 193 — de predicados de primer
Bessel, Friedrich Wilhelm, 45, orden, 228, 315, 373
96, 97, 102, 188 — rigorización del, 208-214
Bhaskara, 130 Callet, Jean Charles, 173
bien ordenados calor
— conjuntos, 235, 252, véase — conducción del, 82
también axioma de elec­ Cantor, Georg, 103, 214, 235,
ción 236, 239, 240-246, 249, 252, 253,
Birkhoff, George David, 349- 254, 255, 256, 257, 258, 272,
350, 358, 418 279, 280, 283, 288, 291, 305,
al-Birüní, 132 306, 308 n, 309, 323, 331, 332,
Bizancio 388-389
— véase Imperio bizantino característico
Bois-Reymond, Paul du, 259, — triángulo, 163
332 Cardan, Jéróme, 134, 136, 138,
Bolyai, Johann, 97, 100, 101, 144, 149
103, 197, 217, 218, 330 Carnot, Lazare N. M., 180, 184,
Bolyai, Wolfgang, 96-98 191-192, 209
Bolzano, Bemhard, 208, 212, Cassini, Jacques, 76
286 Cassini, Jean-Dominique, 76
categoricidad, 329 Coste, 261
Cauchy, Augustin-Louis, 80-82, Courant, Richard, 349, 359-360,
85, 185, 189, 193, 196, 208, 368
209-211, 212, 240, 332, 333, 338, Couturat, Louis, 281
383 creatividad, 292-293
Cavalieri, Bonaventura, 153, cristianismo, 34, 36-39
158-160 cuadrivio, 14
Cayley, Arthur, 101, 107-108, cualidades
112, 113, 114, 199, 356n, 388 — primarias y secundarias,
Cellérier, Charles, 212 50
civilización griega cuatermones, 107-108, 119, 208,
— alejandrina, 24-33, 125-130 220
— clásica, 8-25 Curry, Haskell B., 397
Clairaut, Alexis-Claude, 72, 198
Clarke, Samuel, 84 Chuquet, Nicolás, 136
Cohén, Paul, 324-326, 327, 331 Church, Alonzo, 276, 322, 323,
complejos 327, 390
— números, 105-106, 138-144,
183-189, 212-214 d'Alembert, Jean Le Rond, 71,
complitud, 302, 312-320, 373 74, 78, 94, 116, 138, 140-141,
conceptos 143, 144, 170, 180, 192, 193,
— indefinidos, 21, 131-132, 199, 209
215-216, 229-230 decisión
conjuntos — procedimiento de, 321
— bien ordenados, 235, 252, Dedekind, Richard, 214, 227,
véase también axioma de 242, 243, 261, 263, 279, 305,
elección 391, 402
— infinitos, 240-246, 256 definición impredicativa, 250-
Conring, Hermán, 165 251
consistencia, 4, 215-218, 230-231, Demócrito, 15, 50
235-236, 275, 312-320, 374, 376 demostración, 19-23, 198-204,
Constantino el Grande, 34 375, 380-387
constructividad, 287-291 — de existencia, 254, 258, 304,
continuidad y díferenciabili- 376
dad, 192-193, 212 derivada, 153-156
— principio de, 165-167, 194- Desargues, Girard, 339
197 Descartes, René, 47-52, 54, 55,
continuo 56, 58-60, 64, 70, 71,74, 76, 83,
— hipótesis del, 256-257, 295, 116, 136, 139, 144, 147, 150,
323-325 153, 168, 189, 194, 219, 220,
convergencia 240, 277, 279, 336, 367, 378,
— de series, 172-173, 210-211 388, 394
Copérnico, Nicolás, 39-47, 51, Dickson, Leonard Eugene, 343,
58, 61, 83, 408,415 357
Diderot, Denis, 61, 78, 85, 86, Eudoxo, 17, 25, 27, 28, 124, 135,
152 140,158
Dieudonné, Jean, 362, 387 Euler, Leonhard, 71, 74, 75, 77,
diferenciabilidad y continui­ 81, 84, 140-144, 148-149, 170,
dad, 192-193, 212 171-173, 176, 177,181,182, 209,
Diocles, 31 240, 292, 339
Diofanto, 127-129, 131 existencia
— ecuaciones diofánticas, — demostraciones de, 254,
321-322 258, 304, 376
Duhem, Pierre, 419
Dyson, Freeman J., 365-366, 421 Federico el Grande de Prusia,
292
ecuaciones diofánticas, 321-322 Fermat, Pierre de, 75-76, 136,
Edad Media 144, 147, 153, 154, 155, 158,
— europea, 36-37 160, 194, 319, 338, 339, 340,
Eddington, Arthur Stanley, 357, 378
382,411,417, 420 Filipo de Macedonia 24
egipcios, 9,19,145 Filolao, 12
Einstein, Albert, 115, 293, 354, Filón de Mégara, 225
393, 406, 410-411, 418, 420, 421 Fontenelle, Bernard Le Bovier
elección de, 86
— axioma de, 252-255, 269, formalismo, 295-305, 373-374
283, 323-327, 376, 377, 401- formas equivalentes
402 — principio de permanencia,
Emerson, Ralph Waldo, 395, 190-191, 220
419 Fourier, Joseph, 74, 80, 82, 193,
Empédocles de Agrigento, 29 211,239, 338, 346, 348
Eratóstenes de Cirene, 31-32 Fraenkel, Abraham A., 307-309,
escuela conjuntista, 299, 305- 316, 323, 324, 325, 327
309, 324-325, 373-374 Frege, Gottlob, 224-227, 228,
escuela logicista, 260-277, 373- 230, 236, 237, 238, 247, 257,
374 259, 261-262, 263, 265, 268,
especialización, 342-344 277, 310
estadística Frend, William, 183-184
— concepción — de la natu­ Fresnel, Augustin-Jean, 74, 82
raleza, 420 funciones, 147, 152-153
Euclides, 12, 24, 25, 26, 27, 29, — de variable compleja, 81
30, 33, 88-103, 119-122, 124,
125, 129, 135, 140, 150, 197, Galilei, Galileo, 46, 52-57, 58, 60,
199, 200, 215, 216, 217, 229, 61, 63, 66, 83, 103, 115, 147
236, 237, 255, 271, 312, 322, 240, 408
342, 353, 377, 386, 425 Galle, Johann, 73
— véase también geometría Galois, Evariste, 117, 193, 354-
euclídea 355
Garding, Lars, 363 Gregory, David, 148
Gassendi, Pierre, 59 Gregory, Duncan F., 191
Gauss, Karl Friedrich, 80-82, Gregory, James, 148, 153, 209,
85, 95-105, 120, 187-189, 193, 220
197, 215, 217, 218, 237, 240, Grelling, Kurt, 248
339,340,367, 388 grupos
generalización, 342 — teoría de, 354-356
Gentzen, Gerhard, 320-321 Guldin, Paul, 159
geodesia, 81
geografía, 31-32 Hilbert, David, 218, 230, 232,
geometría 234, 235, 236, 237-239, 244,
— analítica, véase de las co­ 245, 247, 253, 263, 274, 289,
ordenadas 292, 295-305, 310, 312, 313-315,
— de las coordenadas, 50-51, 316, 319, 320, 321, 322, 329 n,
147, 150 373, 390, 393, 396, 402, 416
— diferencial, 81 Hadamard, Jacques, 234, 253,
— elíptica doble, 101 254, 293, 384,389
— elíptica simple, 102 n Halley, Edmund, 61, 72, 150,
— euclidea, 91-94, 103, 119- 174
122, 208, 217-218, 352-353 Hamilton, William R., 78, 85,
— hiperbólica, 97-99, 102, 216 106-108, 112, 187, 208, 212-214,
— no euclidea, 94-104, 118- 220, 282, 342, 356, 368, 387-388
119, 122, 197, 216-217, 353- Hankel, Hermann, 191, 391
354; véanse también geo­ Hansteen, Christoffer, 203
metrías elíptica doble, Hardy, Godfrey H., 233, 357,
elíptica simple e hiperbó­ 379, 389
lica Harriot, Thomas, 137, 144
— proyectiva, 113-114, 194- Hausdorff, Félix, 246
197, 218, 338-339 Heaviside, Oliver, 364, 381
— riemanniana, 354, 386 Helmholtz, Hermann von, 108,
Gergonne, Joseph-Diaz, 229 340, 347
Gibbs, Josiah Willard, 345 Hempel, Cari, 273
Girard, Albert, 137, 139, 144 Heráclito, 10
Gódel, Kurt, 4, 247, 308 n, 309, Hermite, Charles, 233, 388, 416-
315-320, 321, 323-324, 325, 327, 417
328, 329, 331, 373-374, 389, 399Herón, 30, 32, 75, 126, 127, 129
Goethe, 5, 369, 393 Herschel, John, 179
Goldbach, Christian, 173, 313, Herschel, William, 73
341 Hertz, Heinrich, 407
Grandi, Guido, 167, 171 Heyting, Arend, 293-294, 335,
Grassmann, Hermann Günther, 391
108, 214, 230 Heywood, Robert B., 398
gravitación hidrodinámica, 75
— ley de, 61-62 hidrostática, 31-32
Hiparco, 25, 27, 28, 32, 39, 62, irracionales
126 — números, 123-124, 126-127,
Hipaso de Metaponto, 123 134-136
hipótesis del continuo, 256-257, irracionales trascendentes, 280
295, 323-325
Hobbes, Thomas, 59, 86, 147, Jacobi, Karl Gustav Jacob, 104,
427 198-199, 346-347
Hoéne-Wronski, J., 198 James, William, 78, 117, 249,
Hoffenstein, Samuel, 290 412
Holmbóe, Berndt, 204, 210 Jeans, Sir James, 68, 407-408,
Homero, 369, 394 417, 420
Honorio, 35 Jenófanes, xi
Hooke, Robert, 56, 61 Jevons, William Stanley, 221
Hudde, John, 146 Johnson, Samuel, 66
humanismo, 38 jónicos, 8, 10
Hume, David, 86-88, 102 Jordán, Camille, 355-356
Huygens, Christian, 56, 58, 59,
62, 63,64, 74, 76,153, 339 Kant, Immanuel, 58, 88-91, 103,
220, 278-279, 282, 304, 385,
identidad 392,411,413
— ley de, 219 Kástner, Abraham G., 95
Imperio bizantino, 35 Kelvin, Lord
Imperio Romano de Oriente, 35 — véase Thomson, William
implicación material, 225-226, Kepler, Johannes, 34, 39-47, 51,
265 58, 61, 62, 63, 83, 153, 159 165,
impredicativa 352, 415
— definición, 250-251 — leyes de, 41-43, 60
India, 35-36,130-134, 371 Klein, Félix, 102 n, 113,114, 291,
inducción 332, 339, 347, 348, 356, 381
— matemática, 280-281 Klügel, Georg S., 94, 99
— transfinita, 320 Kónigsberger, Leo, 417
infinitésimo, 162-164, 177, 331- Kronecker, Leopold, 245, 259,
333 279, 280, 281, 347, 400
infinitud, 239-240
— axioma de, 272 Lacroix, Sylvestre - Fran^ois,
— de conjuntos y números, 178-179, 192-193, 198
240-246, 256 Lagrange, Joseph-Louis, 67, 71,
— de series, 168-173, 211 72, 74, 77, 80, 84, 143, 170, 171,
integral, 156-158 173, 177, 178, 179, 181, 182,
intuición 191,211,339, 354
— versus lógica, 376-384 Lakatos, Imre, 382
intuicionismo, 277-294, 296, 303- Lambert, Johann Heinrich, 95,
305, 373-374 99, 197, 218
Laplace, Pierre-Simon, 2, 67, 71, 66-68, 201-202, 395-399, 405-
72, 73, 80, 84-85, 211, 368, 403, 407
420 — conceptos de, 200-201
Lebesgue Henri, 109, 243, 253, — y lenguaje, 283-284, 292-
255, 258, 280, 281, 289, 380, 293
404 — y lógica, 220-229
Lebi, Beppo, 253 — puras versus aplicadas,
Legendre, Adrian-Marie, 193, 336-342, 424-425
346 — y religión, 38-39, 68-69, 77-
Leibniz, Gottfried Wilhelm, 47, 78, 83-86, 202
60, 64, 70-71, 84, 121, 136, 139, — rigorización de las, 3, 206-
142, 148, 153, 160, 162-164, 218,233-234
165-168,170,171, 173, 174,175, — véase también astrono­
176, 177, 178, 182, 192^ 195, mía, calor, inducción, me­
208, 209, 219, 220, 229, 240, cánica, música, óptica
261, 331, 332, 387, 388, 404 matrices, 107-108, 199
Leucipo, 15 Matyasevich, Yuri, 322
Leverrier, Urbain J. J., 73 Maupertius, Pierre-Louis Mo-
ley de gravitación, 61-62 reau de, 76-78
ley de identidad, 219 Maxwell, James Clerk, 81, 398-
ley del tercio excluso, 22, 219, 399, 405-406, 407
227, 285-288, 319-320 mecánica
L'Huillier, Simón, 180-181, 209 — galileana, 53-54
límite — griega, 29
— concepto de, 208-210 — newtoniana, 51, 60-69
Lindemann, Ferdinand, 280 mecanicismo, 51, 59, 66
Lobachevsky, Nicolai Ivano-
vich, 97-100, 101, 103, 197, Menelao, 25
217, 218,330 Mersenne, padre Marín, 49
Locke, John, 86 metafísica, 182
lógica, 20-24, 218-228, 263-266, metamatemáticas, 301-302
285-286, 293-294, 298-300, 375- método axiomático, 229-232,
376 237-239, 318-319, 344
— matemática, 220-228 método científico
— simbólica, 220-228 — de Descartes, 59-60
— versus intuición, 376-384 — de Galileo, 53-57
Lówenheim, Leopold, 328-331 — de los griegos, 58-59
— véase teorema de Lówen­ — de Newton, 60-66
heim-Skolem Miguel Angel, 357
Mili, John Stuart, 396, 401
Maséres, Francis, 141,184 Mittag-Leffler, Gósta, 331
matemáticas Monge, Gaspard, 195
— y ciencia, 1-3, 8-11, 18-19, Montaigne, Miguel de, 427
26-33, 38-43, 48-52, 60-64, Moore, Eliakim H., 384
Morgan, Augustus de, 183, 185- — negativos, 136-138,140-141,
186, 191, 220, 222 183-186
Mostowski, Andrzej, 396-397 — reales, 138-141, 214-215
movimiento — teoría de, 240-245, 283
— leyes de Newton del, 56, — transfinitos, 240-245, 283
61-62
música Olbers, Heinrich W. M., 102
— y sonido, 12, 14, 74-75 Olbers, Wilhelm, 81, 340
Napier, John, 134 Ornar, 35
Napoleón, 85, 196 óptica, 29-31, 74, 76
naturaleza — de Newton, 67 n, 68
— concepción estadística de Ovidio, 8
la, 420
negativos Pacioli, Luca, 134
— números, 136-138, 140-141, paradojas, 4, 238-240, 243-251,
183-186 267, 422
Nelson, Leonard, 248 — de Banach-Tarski, 326
Neptuno — del barbero, 247-248
— descubrimiento de, 73 — heterológica, 248, 267
Neugebauer, Otto, 353 — del mentiroso, 246-247,267
Neumann, John von, 301, 308 n, — de Richard, 248
329, 351-352, 361, 398,402 — de Russell, 247-248
Newton, Sir Isaac, 2, 29, 47, 51, — de Zenón, 422
56, 57, 58-67, 71, 72, 74, 76, 83, paralelas
84, 89, 95 n, 122, 139, 144, — axioma de las, 91-98
148, 153, 155,160-162, 164, Pascal, Blas, 47, 52, 58, 120,121,
167, 168, 169, 170, 173, 174, 135, 136, 148, 153, 160, 218,
177, 178, 192, 208, 209, 367, 229, 277, 279, 339, 370, 371,
368, 378, 400, 404 385, 391, 427
— leyes del movimiento, 56, Pasch, Moritz, 217-218, 229, 230,
61-62 231, 236, 238, 291
— opiniones religiosas, 67-70 Peacock, George, 179, 189-191,
— véase astronomía newto- 220
niana Peano, Giuseppe, 214, 227-228,
Nietzsche, Friedrich, 380 230, 231, 236, 238, 253, 259,
Nieuwentijdt, Bernhard, 164 262,263, 291, 332 n, 401
números, 122-127 Peirce, Charles Sanders, 223-
— complejos, 105-106, 138- 224, 228, 421
144, 183-189, 212-214 Pemberton, Henry, 14&
— infinitos, 240-246, 256 Piazzi, Giuseppe, 80
— irracionales, 123-124, 126- Picard, Emile, 212, 233,404
127, 134-136 Pieri, Mario, 218
Pitágoras, 11 razonamiento deductivo, 2, 21-
— pitagóricos, 11-17, 123-124, 24, 204-205
338, 343 reales
Plank, Max, 104 — números, 138-141, 214-215
Platón, 14, 16-18, 20, 21, 22, 23, reducibilidad
26, 27, 33, 70, 104, 119, 124, — axioma de, 268-271
258, 388, 390 religión
— platonismo, 3, 16, 390-391 — véanse matemáticas y re­
Playfair, John, 93 ligión
Plutarco, 17 Rellich, Franz, 368
Poincaré, Henri, 1, 206, 218, Richard, Jules, 248, 306
233, 234, 245, 249, 250, 251, — paradoja de, 248
260, 270, 274, 280, 281, 287 n, Riemann, Georg Bernhard, 100-
308, 330, 337, 347-348, 349, 101, 103, 197, 215, 217, 330,
378, 381, 400, 402, 413-414, 354, 386
415-416 — geometría riemanniana,
Poncelet, Victor, 194-196 354, 386
Pope, Alexander, 183 rigorización
Popper, Karl, 381, 386 — véase matemáticas, rigori­
predicados de primer orden zación de las
— cálculo, 228, 315, 373 Roberval, Gilíes Persone de,
principio de continuidad, 165- 153
167, 194-197 Robinson, Abraham, 332
principio de la mínima acción, Rodolfo II, Emperador de Aus­
76-77, 85 tria, 40
principio de permanencia de Roemer, Olaus, 74
formas equivalentes, 190-191, Rolle, Michel, 198, 209
220 romanos, 34-35
principio del tiempo mínimo, Ruffini, Paolo, 354
75-76 Russell, Bertrand, 113-114, 193,
Pringsheim, Alfred, 239 228, 243-244, 245, 247-248, 249,
problema de los tres cuerpos, 250, 251, 254, 262-277, 296,
72 297, 302, 303, 305, 306, 308,
procedimiento de decisión, 321 310, 313, 316, 331, 335, 375,
proposiciones 380-381, 398
— indecidibles, 288, 316-318,
322-323, 329 Saccheri, Gerolamo, 93-95, 98,
99, 102, 197
Quine, Willard Van Orman, Santayana,
Schmidt,
George, 374, 404
Erhardt, 253
273, 276, 309, 398 Schopenhauer, Arthur, 282, 378
Schróder, Emst, 223, 228
Ramsey, Frank Plumpton, 249, Schródinger, Erwin, 421
269 Schumacher, 95, 240
Schwartz, Laurent, 362 tipos
Schwarz, H. A., 212 — teoría de, 266-268
Séneca, Lucio Anneo, 117 Tolomeo, Claudio, 12, 24, 25, 27,
series 28, 32, 39, 40, 126, 129, 131
— convergencia de, 172-173, Tolomeo Sóter, 32
210-211 trascendentes
— infinitas, 168-173,211 — irracionales, 280
Shakespeare, William, 312, 357 transfinitos
Shaw, George Bernard, 350 — números, 240-245, 283
Shelley, Percy Bysshe, 374 tres cuerpos
Skolem, Thoralf, 328-331 — problema de los, 72
— véase teorema de Lowen- triángulo característico, 163
heim-Skolem trigonometría, 25,131
Slater, John C., 365 Truesdell, Clifford E., 365
Smith, Henry John Stephen, Twain, Mark, 104
122
Snell, Willebrord, 51, 74, 76 Unamuno, Miguel de, 385
sonido
— y música, 12,14, 74-75
Stevin, Simón, 134, 137, 138 vector, 104-106
Stieltjes, Thomas Jan, 233, 388 verdad, 2, 8, 16, 20, 48-51, 109-
Stifel, Michael, 134, 135 117,261
Stolz, Otto, 332 Veronese, Giuseppe, 218
Stone, Marshall, 358-361 Vieta, Fran^ois, 134, 136, 144-
Sylvester, James Joseph, 199 146, 149
Synge, John L., 350-351 Voltaire, 64, 76, 78, 181, 235
Tait, Peter Guthrie, 347 Wallis, John, 135, 137, 140, 147,
Tales, 10 148, 150, 153, 165, 167, 209
Talleyrand, 368 Weber, Heinrich, 391
Tarski, Alfred, 250 Weber, Wilhelm, 81
Taurinus, Franz Adolf, 96 Weil, André, 296, 394
telescopio, 46 Weierstrass, Karl, 212-213, 214,
Teodosio, 34-35 383, 386, 391
teorema de Lówenheim-Sko- Wessel, Caspar, 105, 187
lem, 328-331, 374 Weyl, Hermann,5,234, 251,269,
teoría heliocéntrica, 40-47 273, 274, 283, 286, 288, 289,
tercio excluso 292, 294, 304, 305, 315, 321,
— ley del, 22, 219, 227, 285- 344, 384, 385, 391, 392, 397,
288 402, 404-405, 419-420
tetractus, 14 Whitehead, Alfred North, 264-
Thomson, William (Lord Kel- 276, 296, 308, 316, 375, 379,
vin), 347 398, 412, 427
Wigner, Eugene P., 421 Young, Thomas, 74
Wilder, Raymond L., 379, 384
Wittgenstein, Ludwig, 391 Zenón, 422
Wolf, Christian, 171 — paradoja de, 422
Woodhouse, Robert, 184-185 Zermelo, Emst, 251, 252, 254,
Wordsworth, William, 117, 118, 255, 283, 295, 306, 307, 308,
395, 399 309, 316, 323, 324, 325, 327,
Wren, Christopher, 61 401-402

JflK icq j
impreso en castillo
fresno 7 col. el manto
del. iztapalapa
un mil ejemplares y sobrantes
30 de octubre de 1994

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