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Diálogos , 80 (2002) pp. 000–000.

EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA:


ARISTÓTELES Y LOS ESTOICOS.
OSVALDO GUARIGLIA

I. El tema de la felicidad en la ética


1. La distinción moderna entre “moralidad” y “felicidad”. Desde la
modernidad ha pasado a ser una evidencia ampliamente compartida
considerar que la moralidad concierne en primer lugar a nuestras rela-
ciones con los otros. Sin duda, las conductas que juzgamos impropias,
inescrupulosas o corruptas se refieren muy especialmente al trato poco
cuidadoso, inmoral o perverso que damos a las demás personas en el
afán cotidiano de alcanzar nuestras metas y satisfacer nuestros deseos. Es
sobre esto último, sobre deseos e inclinaciones de corto o largo alcance,
sobre lo que concentramos nuestros esfuerzos tanto intelectuales como
pasionales, convencidos de que en la persecución y logro de estos fines
se determinará el signo último de nuestra vida, a saber, su éxito o fracaso.
Cómo hemos llegado a que esta imagen de nuestra propia vida se hiciera
tan extendida y dominante al punto de que cualquier otro modelo distin-
to o apenas desviado de aquél permanezca oculto y esté condenado a una
existencia en la sombra, es algo que valdría la pena investigar con algún
detenimiento. Es indudable que mucho debió de haber contribuido a
ello la imagen agustiniana del ser humano como una criatura caída, inca-
paz de elevarse por sí mismo a una relación moralmente superior con
los otros seres humanos si no era por intermedio de la gracia divina. Lo
cierto es que quien por primera vez expone de un modo desacralizado y
sin ahorrar su crudeza esta concepción sombría de la naturaleza humana
es el filósofo inglés del siglo XVII Thomas Hobbes. Contrariamente a lo
que suponían “los antiguos filósofos morales”, afirma, no existe cosa tal
como un finis ultimus, un summum bonum, cuya obtención equivalga al
reposo del ánimo y de la mente, sino que, por el contrario, “la felicidad
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es un continuo progreso del deseo, de un objeto al otro, siendo el logro


del primero sólo el camino para alcanzar el próximo” (Leviath., Part. I,
cap. XI, p. 47). Como consecuencia, la filosofía moral y política posterior
a Hobbes debió concentrarse en la espinosa cuestión, insoluble desde
esta perspectiva, de cómo lograr que los seres humanos, intrínseca y na-
turalmente egoístas, pasasen a comportarse como seres altruistas, cola-
borasen en la obtención y el mantenimiento de la paz y aceptasen, en
consecuencia, vivir de acuerdo con ciertas leyes comunes.
A partir de este momento, la pregunta de la ética filosófica por el
fundamento de la moralidad, es decir, de los soportes sobre los que se
sostienen las reglas morales que rigen el comportamiento entre los suje-
tos, queda definitivamente divorciada de la otra cuestión ética con la que
estaba indisolublemente unida en la Antigüedad clásica: la cuestión del
bien último, de la felicidad, en una palabra, la pregunta por la buena vida.
Un testimonio claro de esta irreversible separación de la moralidad y de
la buena vida es provisto por el cambio de significado de la palabra
“prudencia”: en latín ésta conserva su sentido original de “sabiduría”, por
ejemplo en el giro prudentia juris, esto es, “sabiduría, versación en le-
yes”, que se extiende al ámbito moral, como lo muestra la definición de
ella, tomada de los estoicos, que da Cicerón: “prudentiam [...] quae e s t
rerum expetendarum fugiendarumque scientia” (De off. I, 153), a saber:
“conocimiento práctico de lo que debe ser buscado y de lo que debe ser
evitado”. En la época moderna, en cambio, el término se restringe, pri-
meramente, a significar “cordura, moderación”, para desembocar en el
presente en una acepción neutra que remite a la capacidad de cálculo de
los propios intereses del agente, sin ninguna otra connotación moral.
A partir de entonces, la tarea de la filosofía debió centrarse en la fun-
damentación de la moralidad, librada a su propia suerte una vez escindi-
da de toda conexión con las concepciones (metafísicas, religiosas o éti-
cas) de la buena vida. Dos vías posibles se abrían para llevar a cabo esa
empresa: o renunciar para siempre a todo fundamento propiamente
moral e imponer coactivamente la vigencia de leyes positivas que res-
guardasen la paz entre los sujetos egoístas mediante un pacto de éstos
con la autoridad del Estado, que es el camino recorrido por Hobbes y el
moderno decisionismo; o reconstruir desde las propias capacidades
humanas una razón práctica de la que surgieran las leyes morales que to-
dos los seres humanos en tanto seres racionales están en condiciones de

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asumir y respetar, que es el camino iniciado por I. Kant y continuado aún


hoy por el universalismo o liberalismo kantiano.
En la discusión filosófica de las dos últimas décadas apareció una ter-
cera corriente que conjugó de modo original elementos de una y otra
posición, el denominado comunitarismo o, con un término más abarcan-
te, neoaristotelismo. Ésta tomó, en efecto, de la primera corriente una
concepción del ser humano moderno como un mero calculador autoin-
teresado de beneficios y perjuicios, y la dio por supuesta en la base de
ambas posiciones, es decir, tanto de la decisionista como de la universa-
lista. De ese modo, la única diferencia existente entre ambas posiciones
modernas residía únicamente en el mayor grado de cinismo, presentado
como sobrio realismo, que exhibía el decisionismo, mientras que el uni-
versalismo tendía a refugiarse en formulaciones, tan abstractas como ine-
ficaces, de ciertas leyes morales universales, comenzando con el impera-
tivo categórico. A su vez, inspirándose en la reafirmación de una razón
práctica de la tradición universalista pero reprochándole a ésta su incli-
nación por el formalismo de sus prescripciones normativas, restauró en
las postrimerías del siglo XX el concepto de la buena vida como fin últi-
mo de todo ser humano, por un lado, pero también como fuente de las
virtudes morales imprescindibles para llevar a cabo una vida en común,
por el otro.1

2. Felicidad y buena vida en la ética antigua. De este modo hizo su


reaparición la cuestión de la buena vida en la ética contemporánea, inci-
tando retrospectivamente el interés por desentrañar los términos del
planteo y el sentido general que pudo haber tenido en la ética antigua. En
la abundante bibliografía especializada que se ha publicado en las últimas
dos décadas, se ha centrado la atención tanto en la ética aristotélica como
en sus dos grandes sucesoras helenísticas, el epicureísmo y el estoicismo.

1 Sobre el contraste entre ética antigua y moderna, véase el reciente trabajo de


Striker, 1996, pp. 169 – 182, y, sobre todo, la discusión entre Annas, 1995, pp. 241 –
257 y White, 1995, pp. 258 – 283, por una parte, e Irwin, 1995, pp. 284 – 295, por la
otra, quienes presentan un panorama completo de las posiciones en juego. Uno de
los desafíos más interesantes y estimulantes a la moderna “moralidad” que de
alguna manera se inspira en una comprensión de la ética antigua, ha sido lanzado
por Williams, 1985, especialmente pp. 1 – 21 y 174 – 196, y más recientemente,
1993, caps. 4 – 6. He reseñado los principales temas y autores neoaristotélicos en
Guariglia, 1995, pp. 9 – 31 y 89 – 118. Las intrincadas relaciones internas de la
corriente, especialmente entre los autores comprendidos en la “ética de la virtud”
(Virtue Ethics) son ahora muy bien presentadas por Nussbaum, 1999, pp. 533 – 571.

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Este último, en especial, ha suscitado un renovado interés en razón de su


peculiar teoría ética, la que al hacer consistir la felicidad exclusivamente
en el cultivo de la vida de la virtud, quedaba encabalgada entre el eude-
monismo antiguo y el rigorismo moderno de la moralidad del deber.
Sin embargo, esta tensión entre felicidad y virtud no es exclusiva del
estoicismo, sino constitutiva de la ética antigua desde su mismo comien-
zo con las enseñanzas de Sócrates. Con toda evidencia se muestra esta
tensión intrínseca en la Ética Nicomáquea de Aristóteles, en la que desde
el libro I se trazan dos metas distintas, cuya mutua relación o subordina-
ción es motivo de disputa desde la generación de sus discípulos inmedia-
tos hasta la actualidad: la obtención de la vida más perfecta y autárquica, la
vida contemplativa, por una parte, y la presentación circunstanciada de
cada una de las virtudes del carácter y del intelecto práctico, que en su
complementación y armonía determinan la vida de la virtud, por la otra.
Como consecuencia, también en relación con la interpretación de la éti-
ca antigua se nos abren dos vías que se alejan paulatinamente una de otra:
o se pone el acento en el carácter eudemonista de la ética aristotélica y se
coloca todo el peso de su teoría en la importancia decisiva que tiene la
vida contemplativa como fin último y más perfecto, en cuyo caso el
cumplimiento de la vida de la virtud se degrada, dejando de ser un fin en
sí mismo para convertirse en un mero medio prudencial de alcanzar el
fin primero. O, en cambio, se rescata con particular fuerza la plenitud
del modelo de vida que nos ofrece la vida virtuosa como fin en sí misma,
como realización de un ideal de la buena vida, llevando a cabo cada uno
de los actos determinados por la respectiva virtud (de valentía, de libera-
lidad, de justicia, de temperancia, etc.), en cuyo caso es ésta la vida que se
propone para cada uno de los seres humanos que viven en una comuni-
dad política como meta de vida buena al alcance de ellos, siendo la con-
templativa sólo una excepción para algunos pocos, especialmente dota-
dos para ejercicios especulativos. En este último caso la prudencia no es
solamente la capacidad de anticipar racionalmente “lo que es bueno para
mí” sino simultáneamente la de abarcar con la mirada aquello que es bue-
no en sí en vista de lo noble, lo que por definición involucra a los demás
seres humanos.
En conclusión, las relaciones entre moralidad, felicidad y buena vida
son múltiples, complejas y, en muchos casos, hasta contradictorias tanto
en la ética antigua como en la contemporánea. La mera oposición entre

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un arranque de la moral antigua, orientada hacia un fin exclusivo, la buena


vida, y otro de la moral moderna, constreñida a la prosecución de un sis-
tema abstracto de normas como un fin en sí mismo, la moralidad, no es
ni enteramente cierta ni rígidamente excluyente. En el presente trabajo
examino las conexiones y oposiciones que existen entre las concepcio-
nes de la felicidad de Aristóteles y sus seguidores, por un lado, y del es-
toicismo, por el otro, a fin de señalar por encima de las diferencias una
continuidad en el planteo de ambas corrientes, que se centra en la im-
portancia decisiva que para ambos, aristotelismo y estoicismo, cobra la
virtud para la obtención de la verdadera felicidad.

II. La felicidad y la virtud en Aristóteles.

1. El concepto antiguo y el concepto moderno de “felicidad”. Los


filósofos griegos de la moral acuñaron un término genérico, eû zên, lite-
ralmente “vivir bien”, para referirse tanto a una vida feliz como a una vida
moralmente buena. Platón es quien convierte el término griego usual pa-
ra significar “suerte, buena fortuna”,2 eudaimonía, en el vocablo técnico
que designa la buena vida por antonomasia. Se ha discutido si la traduc-
ción adecuada debía ser “felicidad” u otra que vertiera de una manera más
apropiada el carácter integral que tenía el concepto tanto en Platón co-
mo en Aristóteles. Este último nos presenta, en efecto, como una de las
propiedades definitorias de la eudaimonía su permanencia durante un
largo período y, si es posible, durante toda la vida, precisamente porque
no es fácil remover a alguien de una vida feliz, y si lo es, será por grandes
desgracias de las que le costará un gran esfuerzo recobrarse (EN I 10,
1101 a 5 – 21). Es esta connotación de permanencia y estabilidad la que,
sin duda, nos resulta extraña como atributo de la felicidad. Hobbes ex-
presa el distanciamiento moderno de ese sentido de un modo drástico:
«prosperar continuamente es lo que los hombres llaman felicidad; me
refiero a la felicidad de esta vida. Porque no hay tal cosa como una perpe-
tua tranquilidad del ánimo mientras vivamos aquí, porque la vida no es ella
misma otra cosa que movimiento y no puede estar nunca sin deseo ni sin
temor, no más que sin sentido» (Leviath. I 6, p. 29 – 30). De ahí que con-
sideremos a la felicidad como primordialmente transitoria: hablamos de

2 Cp. Liddell – Scott – Jones, Greek Lexicon, sub voce; Dover, 1974, p. 174; en el
Edipo rey de Sófocles, el coro lamenta el destino de Edipo con estos versos “quien
habiendo apuntado a lo más extremo alcanzó la más completa fortuna (eudaímon)”
(vv. 1196 – 98).

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“días” o de “momentos felices”, como lapsos acotados que se destacan


sobre un trasfondo en el mejor de los casos indiferente. Por cierto, esta
fugacidad del sentimiento va unido a un marcado relativismo de su senti-
do: para “ser feliz” es condición necesaria y suficiente “sentirse feliz”.
Con otras palabras, la felicidad sólo puede cobrar un significado en cada
caso individual, y solamente para ese mismo individuo, dado que cada
uno de nosotros deberá hallar su propia manera de sentirse feliz, una
experiencia que resultará, ciertamente, intransferible a otros.
¿Es exclusivamente relativo a cada individuo el sentido que habitual-
mente le damos a “felicidad” o poseemos también usos que admiten
otros matices más próximos a un significado común? Se ha señalado, en
efecto, que cuando le deseamos a un recién nacido, “¡que tengas una vida
feliz!”, no estamos pensando meramente en el aspecto psicológico de
sus futuros estados de ánimo, sino que esperamos que éstos estén acom-
pañados de circunstancias favorables tanto para su desarrollo físico co-
mo cognitivo y emocional.3 Este uso desiderativo indica, pues, que con-
sideramos que no es suficiente sentirse feliz para ser tenido por un
hombre o una mujer feliz, sino que añadimos en nuestro deseo otros
elementos que creemos componentes indispensables para llevar una vi-
da feliz. Algunos de éstos nos son comunes con los que ya en la antigüe-
dad eran partes integrantes de una buena vida: un cuerpo bien formado
y saludable, riqueza al menos en una cantidad que permita no sufrir ca-
rencias importantes, un conjunto de oportunidades para poder desarro-
llar los talentos propios, unos familiares y amigos con los cuales uno
pueda relacionarse en forma armoniosa, una buena descendencia, etc.
Resumiendo, es claro que en nuestro significado usual de “felicidad” tiene
también cabida una referencia común a ciertos “bienes” que considera-
mos parte indispensable de ella. Por cierto, se refutará, esto no le quita
nada al significado relativo, ya que lo importante será cuáles bienes y en
qué cantidad serán necesarios para que cada uno se sienta feliz. Es en este
punto en el que el individualismo moderno se separa tajantemente de las
concepciones antiguas, como lo señalaba Hobbes en los albores de la
modernidad. La “codicia”, por caso, entendida como el ansia siempre
3 Cp. Kraut, 1979, pp. 187 ss. Kraut prefiere distinguir un sentido “objetivo” (por
ejemplo, el de Aristóteles) y un significado “subjetivo” de felicidad (el nuestro, en
términos generales). A mi juicio, la distinción que él introduce es más
apropiadamente descripta mediante la separación entre un significado “relativo a
cada individuo” y un significado “común para todos” de “felicidad”.

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insatisfecha de bienes materiales, un vicio condenado tanto en la anti-


güedad como en el medioevo, se ha transmutado en una doble virtud: el
ahorro y el espíritu de empresa, ansioso de ganancias. Parece, pues, que
el significado relativo de felicidad es inevitablemente el único que con-
serva algún sentido: cada uno es feliz a su manera.
Dejemos abierta la discusión acerca del sentido moderno de
“felicidad” y retornemos a los antiguos. No hay duda de que, así como en
la modernidad el significado relativo es no sólo preponderante sino casi
exclusivo, en la antigüedad era a la inversa: había un consenso sobre la
existencia de un único significado válido para todos de eudaimonía, aun-
que las divergencias aparecían a la luz cuando se trataba de fijar en qué
consistía (EN I 2, 1095 a 15 – 25). Aristóteles expone con una concisión
admirable los términos del problema al comienzo de la Ética Eudemia.
E E I 3, 1215 a 7 – 19. «Es oportuno, por lo demás, no p a s a r
por alto el fin a que principalmente debe estar dirigido t o d o
este estudio, a saber: los medios que hacen posible p a r t i ci -
par de una vida feliz y noble – por no exponernos a la e n v i d i a
si la llamamos bienaventurada ( m a k a r í o s ) – y también eva-
luar la esperanza que en cada oportunidad correspondería a
los seres honestos. En efecto, si vivir noblemente c o n s i s t i e r a
sólo en sucesos provenientes de la fortuna o de la n a t u r a l e z a ,
estaría más allá de las esperanzas de muchos, pues su a d -
quisición no reposaría en los hombros de ellos a través de s u
propio esfuerzo ni sería el resultado de su propia a c t i v i d a d .
Más si, por el contrario, reside aquélla en cierta c u a l i d a d
del individuo y de sus actos, será entonces el bien más común
y más divino. Más común, en cuanto que podrá p a r t i c i p a r
de él un mayor número, y más divino en cuanto que la felici -
dad está al alcance de quienes procuran que tanto ellos como
sus acciones sean de una cierta c u a l i d a d » .
En este pasaje aparece por primera vez claramente enunciado el di-
lema al que se enfrenta la filosofía moral en la cuestión de la felicidad. Si
ésta depende de la fortuna y de la naturaleza, no depende de nosotros,
de modo que es inútil deliberar sobre los caminos que conducen a ella.
Si, en cambio, depende en una medida considerable de nosotros mis-
mos, entonces habrá de consistir en ciertas acciones y modos de con-
ducta específicos que se puedan adquirir mediante un correspondiente
ejercicio que nos modele y nos prepare para una vida de calidad superior
(más divina la llama Aristóteles) en comparación con todas las otras vidas

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posibles. Este ejercicio, a su vez, debería estar al alcance de cualquiera


que esté dispuesto a hacer el esfuerzo de conducir por sí mismo su pro-
pia vida, contrariamente a las desigualdades de fortuna, de nacimiento o
de conformación biológica, en una palabra, de todo aquello que integra
lo que J. Rawls ha llamado con acierto “la lotería natural”. De lo que se tra-
ta, en última instancia, es de la posibilidad de sostener una “esperanza
(razonable)” sobre lo que “en cada oportunidad correspondería a los se-
res honestos”, precisamente por comportarse de ese modo.

2. Los atributos que caracterizan la felicidad frente a la fortuna.


Vivir con algunas certidumbres es, sin duda, preferible a vivir sometido a
una permanente incertidumbre, sobre todo frente al hecho de que el
futuro es opaco y, como tal, está fuera del alcance de nuestra visión (EN I
11, 1101 a 18). Sin duda, el enorme avance de la tecnología ha levantado
un poco esta opacidad, haciendo más previsible algunos aspectos de
nuestra vida, pero más imprevisibles otros. En efecto, desde los pronós-
ticos meteorológicos hasta los diagnósticos médicos, basados en análisis
de un conjunto de datos de la atmósfera o de nuestros organismos, es
hoy posible prever con una alta probabilidad si se aproxima un huracán
o estamos propensos a sufrir un ataque cardíaco. Tales certidumbres son
compensadas por otras incertidumbres que no existían en épocas ante-
riores de la humanidad, como por ejemplo cómo sobrevivir en una so-
ciedad ampliamente dirigida por los bruscos saltos de una economía de
mercado internacionalizada. Por cierto, también en la antigüedad acae-
cían fenómenos sociales que ponían en crisis la existencia de miles de
seres humanos, especialmente las cruentas guerras de conquista. El
ejemplo mítico de este tipo de guerras lo proveía el ciclo troyano de le-
yendas, en el que, con un pretexto baladí, se había reunido un ejército
imponente, compuesto por los más poderosos príncipes de su tiempo,
para invadir y asaltar una ciudad floreciente, gobernada por un anciano
sabio y hasta entonces feliz, la Troya de Príamo. Éste ofrece el ejemplo al
que recurre constantemente Aristóteles para hacernos patente “los múl-
tiples cambios y azares de todo género [que] ocurren en la vida” y para
recordarnos que “es posible que el más floreciente caiga a la vejez en
grandes calamidades” (EN I 10, 1100 a 5 – 10). Frente a estas evidencias, la
sabiduría pre-filosófica griega había aceptado con resignación la senten-

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cia de Solón, a saber: para llamar a alguien “feliz” es necesario esperar


hasta su muerte.4
También Aristóteles acepta esta precariedad y volubilidad de la vida
humana, que recoge motivos de la tradición trágica, pero se resiste a
aceptar sus paradójicas consecuencias.
E N I 10, 1100 a 32 – b 10. «Si es necesario mirar cómo t e r mi -
na una vida y entonces proclamar que uno cualquiera es f e l i z
no por ser bienaventurado en el presente, sino porque lo fue
antes, ¿no sería absurdo que, cuando alguien es feliz, no po-
damos afirmar verdaderamente de él ‘fulano es feliz’ por el
hecho de que no queramos declarar felices a los que aún vi -
ven a causa de los cambios bruscos de la vida y por la creen-
cia de que la felicidad es algo estable y difícilmente m u ta -
ble, mientras que la fortuna muchas veces gira en ciento
ochenta grados alrededor de las mismas personas? En efec-
to, es evidente que, si seguimos los giros de la fortuna, l l a -
maremos al mismo individuo tan pronto feliz como desgr a -
ciado, presentando a los seres felices como camaleones y co-
mo estatuas con los pies de b a r r o » .

La búsqueda de la felicidad se va desvelando de este modo como la


búsqueda de certidumbres en un mundo cambiante, tan pronto favora-
ble y tan pronto hostil. Quien actúa debe contar con esta variabilidad in-
trínseca de los asuntos humanos, tanto de los sucesos mismos como de
las reacciones que éstos provocan en los hombres y mujeres afectados
por ellos. No puede haber duda de que la felicidad tiene que ver con es-
tas vicisitudes en medio de las cuales se desenvuelve la acción humana,
pero es por otro lado también cierto que si ella residiese exclusivamente
en aquellos factores externos al agente humano, sobre los cuales éste ya
no tiene más dominio, entonces quedaría despojada de todo carácter
propio, estable, al que de alguna manera pudiésemos acceder mediante
nuestro propio esfuerzo. Si así fuera, nuestra vida carecería de toda cer-
tidumbre posible y, en el fondo, seríamos como esos personajes de las
tragedias de Sófocles o Eurípides, cuyo destino está fijado por el capri-
cho de los dioses. Aristóteles se opone a esta concepción, en el fondo
teológica, del ser humano y ofrece otra, que pretende conjugar la admi-
sión del influjo que sobre éste tiene la mudable fortuna con la visión an-

4Irwin, 1985, especialmente pp 93 ss. ha enfatizado esta coincidencia del punto de


partida aristotélico con la sentencia soloniana.

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tropológica de un ser humano que pese a ello puede ser dueño de su


propio destino.
E N I 10, 1100 b 7 – 22. «¿No será, sin embargo, que seguir los
giros de la fortuna no es en absoluto lo acertado [con respec-
to a la felicidad]? En efecto, no reside en la buena o m a l a
suerte el bien o el mal, aun cuando, como dijimos, la v i d a
humana necesita de la [buena] fortuna; en cambio, las a c t i -
vidades de acuerdo con la virtud son las que deciden la vida
feliz, mientras que las actividades contrarias [a la v i r t u d ]
deciden el modo de vida contrario [a la felicidad]. Este r a -
zonamiento viene confirmado por lo que ahora d i s c u t í a m o s .
En ninguna de las obras humanas, en efecto, hay tanta e s ta -
bilidad como en las actividades que realizamos de acuerdo
con la virtud, las cuales, por cierto, parecen ser aún más es-
tables que las ciencias. De entre ellas, por otra parte, l a s
más venerables parecen ser más perdurables, porque los
hombres felices viven continua y preponderantemente absor -
tos por esas actividades. Ésta parece ser la razón de que no
se las olvide. La certidumbre y estabilidad que buscamos es-
tará, pues, a disposición del ser humano feliz [en tanto e s
virtuoso] y perdurará en tal condición durante toda su v i d a .
En efecto, o siempre o la mayoría de las veces actuará o pen-
sará aquellos actos o pensamientos que están de acuerdo con
la virtud, y sobrellevará las mudanzas de la fortuna del m o -
do más noble posible, guardando en toda circunstancia el
tono ajustado, como que es alguien verdaderamente bueno,
recto por los cuatro costados y sin tacha».

Aristóteles lleva a cabo en este pasaje una distinción que atravesará la


historia de la ética hasta el presente: separar el bien o el mal moral de la
fortuna favorable o desfavorable. Como consecuencia, la certidumbre
que podemos alcanzar en nuestra vida se desplaza hacia las acciones de
las que somos los únicos responsables, aquellas que están en nuestro po-
der llevar a cabo de acuerdo con la virtud o en contra de ésta. El con-
cepto de felicidad queda estrechamente unido al de “vivir una vida de
acuerdo con la virtud”, es decir, a la figura de un individuo que es capaz
de desplegar en las circunstancias adecuadas aquellas actividades que son
las esperadas de acuerdo con ciertos fines intrínsecos en cada caso. Es
precisamente esto último lo que confiere esa estabilidad y previsibilidad

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al comportamiento humano, que lo hace aún más estable que el conoci-


miento científico. Haciéndose fuerte en esta certeza sobre sus propias
disposiciones, el hombre o la mujer virtuosa estarán dispuestos en todo
momento a afrontar los giros de la fortuna, porque opondrán a la varia-
bilidad de ésta la permanencia de sus reacciones emocionales, de sus ac-
titudes y de sus modos de conducta.

3. La vida virtuosa como núcleo de la vida feliz. Como conclusión


del prolongado tratamiento que dedica a la felicidad en EN I 11, Aristó-
teles escoge un camino medio en su definición de ésta, que pretende ha-
cer justicia tanto a las intuiciones corrientes, cuyas expectativas se con-
centran en los bienes exteriores, como a esta nueva noción de la felici-
dad como el ejercicio de las propias capacidades tanto de la razón como
del carácter, que continúa a su modo la línea socrática. La fórmula que fi-
nalmente propone es la siguiente:
E N I 11, 1101 a 14 – 16, «¿Qué nos impide que l l a m e m o s
“feliz” ( eudaímon) al que lleva a cabo una actividad de
acuerdo con la virtud perfecta, provisto suficientemente de
bienes exteriores, y no durante un tiempo cualquiera sino
durante una vida completa?».

Esta definición abre al menos dos interrogantes: a) ¿qué se entiende


por una “actividad de acuerdo con la virtud perfecta”; y b) ¿qué función
se les asigna a los “bienes externos”? Comencemos por la primera cues-
tión.
a) Al final de su larga discusión sobre la virtud general, Aristóteles
concluye que «las virtudes son en cierto modo elecciones o no se dan sin
elección» (EN II 4, 1106 a 3 – 4). En efecto, son formas efectivas de ac-
tuar, mediante la elección cuidadosamente deliberada del fin de nuestras
acciones, un fin que no es externo a ellas – ya que no se trata, como en el
caso de las producciones, de medirlas por sus resultados exteriores –, y
cuya realización constituye en sí el logro de algo noble (kalón).
E N III 7, 1113 b 8 - 13, «De modo que, si está en nuestro po-
der actuar, cuando esto es algo noble, también está en nues-
tro poder no actuar, cuando esto es algo vil; y si no a c t u a r ,
cuando esto es algo noble, está en nuestro poder, t a m b i é n
actuar, cuando esto es algo vil, está en nuestro poder. A h o r a
bien, si está en nuestro poder llevar a cabo actos nobles y ac-
tos viles, e igualmente en nuestro poder no realizarlos, y s i

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en esto consiste ser buenos o c o r r u p t o s , entonces está en


nuestro poder ser virtuosos o viciosos. »

Este pasaje que cierra la discusión de la virtud pone en claro en qué


consiste actuar de acuerdo con ella: en realizar actos nobles y evitar ac-
tos viles. Tal es el sentido de las expresiones que Aristóteles utiliza cons-
tantemente refiriéndose a las virtudes: «Las acciones de acuerdo con la
virtud son nobles y en vista de lo noble (kalaí kaì toû kaloû héneka)»
(EN IV 2, 1120 a 23 -24, etc.). En otros términos, las acciones morales
deben ser realizadas voluntaria y deliberadamente, queriendo el fin pro-
puesto y eligiéndolo como el fin que se pretende alcanzar a través de la
acción misma, cuya descripción como una acción virtuosa de cierta clase
debe estar previamente a la disposición del agente. Este fin en sí mismo
es lo noble que está inscripto y es inherente a la acción moral misma.
E N II 3, 1105 a 26 - 33, «El caso de las artes y el de las v i r t u -
des no son semejantes. Los productos de las artes tienen s u
bondad en ellos mismos, de modo que es suficiente que ten-
gan ciertas características, pero si los actos realizados de
acuerdo con la virtud tienen ciertas características, no s e
actúa [necesariamente por eso] de modo justo o t e m p e r a n t e ,
sino solamente si el agente actúa también estando con u n a
cierta disposición: en primer lugar, si tiene conocimiento de
lo que hace, en segundo lugar, si él elige las acciones y si l a s
elige por sí mismas, y en tercer lugar, si actúa con una d is -
posición [del carácter] firme e inamovible» .

Las acciones virtuosas se adquieren por la práctica, pero ésta no pue-


de ser una simple repetición externa de lo que todos hacen, sino que el
agente debe actuar voluntariamente (hekoúsion) de acuerdo con la vir-
tud, habiendo deliberado y decidido consciente e intencionalmente rea-
lizar el acto que la virtud correspondiente exige en las circunstancias
propicias como un fin en sí mismo. Toda otra consecuencia ulterior de la
acción noble que el agente pudiera esperar, no puede contar como un
fin sino de modo accidental, pues, en otro caso, le quitaría a la acción vir-
tuosa el carácter de noble, es decir, de ser un bien en sí misma y no en
virtud de otro bien. Nada en la exposición aristotélica de la virtud con-
tradice esta tesis general, que será luego confirmada, caso por caso, en el
tratamiento de cada una de las virtudes específicas. Dado que éstas son
múltiples, las distintas formas de realizar cada uno de sus fines serán

12
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 13

otras tantas maneras de realizar bienes elogiables por sí mismos. Esta


pluralidad de bienes específicos como bienes en sí mismos que se de-
ben escoger sin otras consideraciones ulteriores, es propio de la moral
de la virtud y de su peculiar estructura teleológica.5
Ahora bien, ¿a cuál de estas virtudes se refiere Aristóteles mediante la
frase “la virtud perfecta (teleía)”? Ciertos autores la han interpretado
como una referencia a la vida contemplativa, es decir, a aquella vida filo-
sófica que Aristóteles propondrá en EN X como la mejor candidata de
una vida feliz. Sin embargo, cuando él habla de una “virtud perfecta” en
otros libros de EN, utiliza la expresión para comprender un conjunto de
virtudes, como en el caso de la justicia de la que afirma:
EN V 3, 1129 b 25 – 31, «Esta forma de justicia es, en conclu -
sión, una virtud perfecta pero no en sentido absoluto sino
con relación a otro, y por eso la justicia parece la más exce-
lente de las virtudes, y “ni el lucero vespertino ni el lucero del
alba” es tan maravilloso, y como dice el proverbio, “ toda vir-
tud está compendiada en la j u s t i c i a”. Y ella es una v i r t u d
completa en el más amplio sentido, porque consiste en el
ejercicio <perfecto> de la virtud más p e r f e c t a» .

Es, por lo tanto, razonable pensar que Aristóteles está utilizando en la


definición de la felicidad los mismos términos en un sentido semejante,
de modo que mediante “una actividad de acuerdo con la virtud perfecta”
se remite al ejercicio de todas las virtudes, especialmente de aquellas que,
como la justicia, tienen un lugar preponderante en nuestra relación con
los otros. En consecuencia, el primer componente de la felicidad pro-
puesto por Aristóteles está constituido por la realización habitual de ac-
ciones comprendidas en cada caso bajo el título de una virtud, eviden-
temente con un cierto orden jerárquico, es decir, comenzando por
aquellas virtudes sociales, como la justicia, y concluyendo con las que se
refieren (aunque no exclusivamente) a nosotros mismos, como la tem-
perancia. En cada caso, sin embargo, lo que estará en juego no será tanto
la realización de un acto de acuerdo con las leyes por estar de acuerdo
con éstas, cuando se trata de la justicia, o la necesidad de medirse en el
goce de la comida, la bebida o del sexo por ser beneficioso para la salud,
en el caso de la temperancia, sino la reafirmación de una cierta forma de

5 Para un tratamiento extenso tanto de la virtud en general como de las virtudes


particulares, remito a Guariglia, 1997, caps. 6 – 9, pp. 191 ss, sobre el que se basa la
síntesis aquí expuesta.

13
14 OSVALDO GUARIGLIA D80

ser del agente, que aprovecha la oportunidad que le ofrecen las circuns-
tancias de realizar un acto noble para hacerlo sin otra consideración ulte-
rior.6

4. La contribución de los bienes externos a la vida feliz. Dando por


admitida esta cualidad del hombre o la mujer honestos que actúan de esa
manera por la sola convicción de estar actuando bien, inmediatamente
se nos plantea la pregunta con respecto a la felicidad, ¿es condición sufi-
ciente actuar de acuerdo con la virtud para ser feliz? Aristóteles, como
señalamos, deja esta misma cuestión planteada en su definición de la eu-
daimonía, de modo que debemos indagar (b) qué función se les asigna a
los “bienes externos” en la ética aristotélica.7
Al poner el acento en las actividades que dependen sólo del agente,
Aristóteles lleva al extremo aquello que podemos denominar el aspecto
activo de la felicidad, es decir, el que depende de nuestras decisiones, y
con ello, del desarrollo de nuestras capacidades de comprender, razonar
y resolver, fijando nuestra voluntad en un fin previamente seleccionado.
Sobre este aspecto se apoya tanto la permanencia de una cierta manera
de ser como la certidumbre que podamos alcanzar de que no habrá
grandes mutaciones en el futuro de nuestras vidas. Resta, sin embargo, la
parte más difícil en esta concepción de la felicidad: asignarle un cierto
margen a la incidencia de la fortuna o del destino en nuestra vida. Éste
constituye, por oposición al anterior, el aspecto pasivo de nuestra exis-
tencia, que vanamente intentaríamos evadir. El pasaje en el que Aristóte-
les se refiere sin rodeos a la influencia de los bienes externos en la felici-
dad es el siguiente:
E N I 9, 1099 a 31 – b 8. «Es evidente que la felicidad necesita
también de los bienes externos, como dijimos, pues es i m po-

6 Annas, 1993, pp. 366 – 384 ofrece una extensa discusión de las diversas partes de la
felicidad en Aristóteles, especialmente de la relación entre virtud y bienes exteriores.
Si bien coincido a grandes rasgos con su interpretación, tengo algunas diferencias de
detalle importantes, una de las cuales se refiere precisamente a este desprecio por
las consecuencias de sus actos por parte del agente virtuoso.
7 La difícil cuestión de los bienes externos y su influencia en la vida feliz en el
pensamiento ético de Aristóteles ha sido discutida en el último tiempo por Cooper,
1985, pp. 173 ss., Irwin, 1985, pp. 94 ss., Nussbaum, 1986, pp. 318 ss., Ioppolo, 1990,
pp. 119 ss., Annas, 1993, pp. 377 ss., y Guariglia, 1997, pp. 311 ss. La interpretación
que aquí ofrezco es una ampliación de la ofrecida en el libro citado en último
término.

14
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 15

sible o no es fácil llevar a cabo actos nobles cuando se e s t á


desprovisto de recursos. Muchas cosas, en efecto, se hacen
por medio de los amigos, de la riqueza o del poder p o l í t i c o
como por medio de instrumentos. La carencia de ciertos bie-
nes, como un buen linaje, una buena descendencia o a l g u n a
belleza, desfiguran la buena ventura, porque, sin duda, no
podrá ser feliz alguien que tenga una apariencia deforme, o
que sea mal nacido, o solitario, o sin hijos; aún menos, qui -
zás, aquel cuyos hijos o amigos fueran completamente m a l -
vados, o que, siendo buenos, hubiesen muerto. En conclusión,
como dijimos, la felicidad parece requerir también de l a
prosperidad de esta especie».

A mi modo de ver, Aristóteles asigna a los bienes externos dos fun-


ciones distintas, que se deben tratar separadamente para evitar confusio-
nes: (1) como medios y condiciones necesarias; (2) como objetos de
goce. En ambos casos, sin embargo, la actitud del hombre virtuoso de-
sempeña un papel central. Dentro de los bienes como medios, Aristó-
teles comprende (1a) el uso de “los amigos, la riqueza o del poder polí-
tico como instrumentos”, se entiende, para la realización de actos de
acuerdo con la virtud. A mi juicio, él se está refiriendo con esos términos
específicamente al ejercicio de aquellas virtudes reservadas a los acauda-
lados y poderosos, como la liberalidad y la magnificencia, quienes tenían
a su cargo los grandes dispendios a favor de la comunidad, como solven-
tar los festivales religiosos en los que se representaban las tragedias, o
botar un barco de guerra, etc. Sin duda se trataba de actos beneficiosos
del bien común e imprescindibles para la vida social de la comunidad,
como lo demuestran los ejemplos citados. El hecho es que el mero
cumplimiento de ese servicio (leitourgía) no constituía condición sufi-
ciente para la realización de un acto noble, como lo evidencia la crítica
que Aristóteles hace a Temístocles por haberse excedido en la provisión
de la embajada sacra a Olimpia (EE III 6, 1233 b 6 – 13). Esta observación
es interesante para poder precisar la difícil relación entre la virtud y los
bienes externos: en efecto, si solamente se tratara de utilizar los medios a
su disposición de un modo generoso al solventar los eventos públicos,
cuanto mayor fuese el gasto de bienes exteriores, mayor sería la virtud
correspondiente. Esto, sin embargo, no es así. No se trata de la cantidad
del gasto en bienes, sino de aquél que es apropiado tanto a las circuns-
tancias como al que lo realiza, para cuya percepción se requiere la expe-
riencia, la mirada y la actitud del sabio moral. Esta conexión intrínseca del

15
16 OSVALDO GUARIGLIA D80

uso de los bienes externos y de la virtud se esclarece aún más (1b) allí
donde éstos son intrínsecos al ejercicio de la virtud correspondiente. De
esto último es un caso paradigmático la justicia particular, virtud que pre-
cisamente se muestra en la distribución equitativa de los bienes externos
y sus contrarios:
E N V 2, 1129 b 1 – 6. «Puesto que el ser humano injusto es un
individuo codicioso, su vicio está referido a los bienes, pero
no a todos sino a aquellos sobre los que rige la buena o m a l a
fortuna, que son siempre bienes sin más ( h a p l o s); empero,
para un individuo determinado (tiní), no siempre lo son. Los
seres h u m a n os los imploran a los dioses y corren tras ellos,
aunque no deberían hacerlo, sino rogar más bien que los bie-
nes sin más sean también bienes para ellos y, luego, deberían
elegir los que constituyen un bien para ellos».

La división entre “bienes sin más”, con lo que se remite generalmente


a lo bienes externos, y “bienes para alguien” atraviesa la ética aristotélica
y es de sumo peso para el concepto de felicidad, ya que apunta precisa-
mente a la relación adecuada entre la posesión y el uso de los bienes ex-
teriores, por un lado, y la mesura y el criterio para usarlos en las oportu-
nidades apropiadas por parte del agente en ejercicio de su virtud, por el
otro. Los “bienes sin más”, aunque se les reconozca su cualidad de bie-
nes, nunca lo son enteramente si no es por la mediación del que realiza
con ellos actos nobles. De este modo, los bienes externos forman una
parte importante de la felicidad, dado que sin ellos nadie podría ejercitar
esas actividades privilegiadas que son las virtudes, pero no son ellas las
que le confieren su cualidad de “bienes”, sino son estos bienes los que
ofrecen al agente virtuoso las posibilidades que necesita para desarrollar
su capacidad en cada una de las áreas para ejercerlas. Éstas involucran
también la otra función (2), la de saber gozar del modo apropiado de
los bienes externos. El pasaje en el que Aristóteles lo expresa con ese
modo directo e ingenuo que caracteriza su estilo de hacer filosofía, es el
siguiente:
E N VII 14, 1153 b 14 – 25. «Por esta razón, todos creen que l a
vida feliz es placentera y con razón tejen el placer con la feli -
cidad, pues ninguna actividad perfecta admite trabas y l a
felicidad es algo perfecto. Por eso el hombre feliz necesita de
los bienes corporales y de los externos y de la fortuna, p a r a

16
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 17

no estar impedido por la carencia de ellos. Los que a n d a n


diciendo que el que es torturado o el que ha caído en g r a n d e s
desgracias es feliz si es bueno, dicen una necedad, v o l u n t a r i a
o involuntariamente. Y, puesto que la felicidad necesita de
la fortuna, creen algunos que la buena fortuna es lo m i s m o
que la felicidad; pero no lo es, ya que también es un o b s t á cu -
lo para la felicidad si es excesiva, y, quizá, entonces, ya no
es justo llamarla “buena fortuna”, pues su límite está de-
terminado por su relación con la felicidad» (traducción de
Pallí Bonet, levemente r e t o c a d a ) .

Este pasaje pertenece a uno de los libros llamados comunes a las dos
éticas, la Eudemia y la Nicomáquea, de modo que representa el pensa-
miento ético del autor sin otros matices. El texto tiene un tono decidi-
damente polémico contra un filósofo desconocido que había sostenido
la tesis radical, abrazada más tarde por los estoicos, que la sola virtud es
suficiente para la felicidad, aún en la tortura. Aristóteles reivindica deci-
didamente la imprescindible función de los bienes corporales – la lotería
natural –, de los externos y de la buena fortuna en la constitución de una
vida feliz, porque ésta no solamente consta de una actividad placentera y
sin impedimentos, sino que además el sabio, para ser feliz, debe tam-
bién saber gozar mesurada y selectivamente de los placeres que produ-
cen los bienes externos, es decir, debe poder exhibir una actitud cir-
cunspecta cuando la fortuna le sea propicia, tanto como cuando le sea
desfavorable. De este modo, virtud y fortuna se encuentran en un delica-
do equilibrio, del cual depende la felicidad. Aristóteles admitió que este
equilibrio podía quebrarse irremisiblemente, en cuyo caso los infortu-
nios “oprimen y corrompen la bienaventuranza, porque traen penas e
impiden muchas actividades”. Frente a la desgracia, sólo resta reafirmar la
certidumbre de lo que hemos llegado a ser mediante la modelación del
carácter y el ejercicio de las virtudes, pues “también en las desgracias
brilla la nobleza, cuando uno soporta con calma muchos y grandes infor-
tunios no por insensibilidad, sino por ser noble y magnánimo” (EN I 11,
1100 b 28 – 33).

5. Conclusión: buena vida y vida feliz. He dejado expresamente de


lado la discusión en torno a cuál de las vidas es, en última instancia, la que
satisface las exigencias de autarquía y perfección que Aristóteles le impo-
ne a la vida más feliz. Independientemente de las distintas interpretacio-
nes, los autores coinciden en reconocer que Aristóteles da a la vida vir-

17
18 OSVALDO GUARIGLIA D80

tuosa, es decir, a aquella dedicada al ejercicio de las virtudes del carácter,


como la justicia, la temperancia, la valentía y la magnanimidad, o del in-
telecto, como la prudencia, un lugar de privilegio en la arquitectura de su
ética, enfatizando que la mera realización de los actos virtuosos constitu-
ye un fin en sí mismo, sin importar las consecuencias que tales actos ten-
gan para la mayor o menor felicidad del agente. Como hemos visto, Aris-
tóteles subraya en distintas oportunidades que el premio a la virtud está
en su misma realización y que se distorsionaría completamente el carác-
ter de ella si se la concibiera y ejecutara como un medio en vista de un
bien distinto de aquél que está implícito en el mismo acto. Cito un solo
texto de la EE que resume la posición de Aristóteles al respecto:
E E VIII 3, 1248 b 37 - 1249 a 7, «Hay también una disposición
cívica, como la que pueden tener los espartanos y otros s e-
mejantes a ellos, y cuya disposición sería algo así como lo
que sigue. Hay hombres que piensan que se debe poseer l a
virtud pero por causa de los bienes naturales [es decir, los
bienes externos, como fortuna y honor]. Por ello, son hombres
buenos, pues los bienes naturales son también bienes p a r a
ellos [en el sentido de ocasiones para ejercer la virtud], pero
no poseen nobleza ( k a l o k a g a t h í a ). En efecto, los actos nobles
no son para ellos nobles por sí mismos. Aquellos que son bue-
nos y nobles ( kaloì k a g a t h o í ), eligen, en cambio, los a c t o s
nobles por sí mismos, y no solamente éstos, sino también l a s
cosas que no son nobles por naturaleza pero que son buenas
por naturaleza, se vuelven nobles para ellos, pues son nobles
solamente a condición de que el fin por el cual llevan a cabo y
escogen esa acción sea noble. Por esta razón, los bienes p o r
naturaleza son [ocasiones de] actos nobles para quien es no-
ble y bueno».8

El hombre noble (kalokagathós) es la figura del eudaímon en la EE,


el cual se corresponde con el tipo humano que Aristóteles ofrece como
modelo de la vida virtuosa y del honor en la EN, es decir, el magnánimo.
Ambos poseen el conjunto de las virtudes y, por ello mismo, sus actos
están guiados por éstas como fines en sí mismos, como una forma de

8La traducción sigue el texto de Walzer y Mingay, con enmiendas propuestas por
Kenny.

18
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 19

actividad que constituye la vida más perfecta (EE VIII 3, 1249 a 16 –17).9 A
diferencia, pues, de los Lacedemonios, que sólo realizan los actos de
acuerdo con la virtud por motivos externos – lo que Kant llamaría la mera
legalidad de la acción –, los hombres nobles, es decir, los auténticamen-
te virtuosos son aquellos que saben usar noblemente los bienes externos,
por cuya razón éstos, como fortuna, poder y honor, pasan a ser no so-
lamente bienes en sí sino también ocasión de actos nobles. En otros
términos, para llevar una vida virtuosa y aspirar a una buena vida como
fin último, es necesario no solamente actuar de acuerdo con la virtud si-
no por la virtud misma, única condición bajo la cual los bienes exteriores
se convierten en actos elogiables por sí mismos. Del resto, de lo que nos
depara la buena o mala suerte, no podemos disponer y escapa a nuestra
certidumbre. La vida puede contener en todo momento un costado trá-
gico como uno bienaventurado: es esto lo que como seres humanos
conscientes y firmes debemos estar preparados a soportar, sin renun-
ciar por ello a nuestra forma moral de existencia. Pues, como concluye
Aristóteles, “el hombre que es verdaderamente bueno y sensato soporta
sin perder las formas todas las vicisitudes de la fortuna, y siempre actúa
de la mejor manera posible a partir de las circunstancias existentes,
de la misma manera que el buen general saca del ejército del que dispone
el mejor uso estratégico posible [...] Y si esto es así, el hombre feliz
(eudaímon) no puede volverse nunca un desgraciado, aunque tampoco
será un bienaventurado (makários) si sufre los infortunios de Príamo”.
Por eso es conveniente “llamar ‘bienaventurados’ (makaríous) a aquellos
entre los seres vivientes que tienen a su disposición todas las condiciones
que hemos dicho, pero hombres bienaventurados [i.e., no dioses]” (EN I
11, 1101 a .1 – 21).
En la ética aristotélica se configura por primera vez un ideal filosófi-
co de una vida feliz, que comprende una concepción de la vida como
una unidad, opuesta a la concepción mítico-religiosa de una vida carente
de unidad y de fin, sometida a los caprichos de los dioses, del destino o
de la fortuna, pero irremediablemente fragmentada y ajena. Podemos
considerar, pues, a la reflexión ética de Aristóteles como uno de los pun-
tos de inflexión en la desacralización del mundo tanto natural como so-
cial, especialmente a causa de su esfuerzo por alcanzar una imagen del
hombre como dueño de su propio destino, o, en otros términos, por su
empeño en la desigual lucha intelectual con el pensamiento religioso im-
9 cp. Kenny, 1992, pp. 13 ss para la discusión de la felicidad en la EE.

19
20 OSVALDO GUARIGLIA D80

perante que enajenaba la vida del ser humano como un títere en manos
de las fuerzas sobrenaturales, de la buena o de la mala fortuna. Es sobre
esta noción fuerte de buena vida, como vida propia, elegida por uno
mismo y vivida como una unidad consistente, que se reafirma en el ejer-
cicio de todas las virtudes como un único conjunto dirigido por la pru-
dencia, que se sostiene la estima de sí que P. Ricoeur ha destacado, con
razón, como un aporte fundamental de la ética aristotélica a la concep-
ción de la identidad (ipseidad) moral.10 La forma que adopta esta estima
de sí en la ética de Aristóteles es la figura del magnánimo, el cual tiene
plena conciencia de su propia valía y por eso acepta los honores que se
le otorga – los más altos de los bienes externos – sin dejarse arrastrar ni
dominar por ellos.11 Este desapego y distanciamiento de los bienes ex-
teriores, que, sin desconocer su necesidad e importancia, los contrasta
con la propia estimación como un ser prudente y virtuoso, es, en defini-
tiva, la mejor caracterización del sabio moral que elaboró la ética antigua.

III. La virtud como resguardo: la imperturbabilidad del sabio


estoico.

1. El dilema entre virtud y fortuna legado por la ética aristotélica.


Me he referido en la sección anterior al delicado equilibrio al que arriba
Aristóteles mediante la delimitación sutil pero precisa de aquello que le
corresponde al hombre virtuoso, porque está dentro de lo que él puede
disponer, y de aquello otro sobre lo que éste carece de dominio y a lo
que sólo le cabe arrostrar. Temibles son, en primer lugar, los golpes del
infortunio que se descargan imprevistamente sobre el ser humano feliz,
afectando su vida o la de los suyos, su riqueza o su fama. Luego, también,
los múltiples dolores, temores o deseos que ponen a prueba la valentía o
la temperancia del individuo humano; por último, el miedo al mayor de
todos los males, la muerte, especialmente en circunstancias en extremo
penosas, como el tormento. Distintivo del magnánimo es su impavidez
ante las pérdidas que le inflige la mala suerte o el destino en su cuerpo, en
sus emociones y sentimientos por los suyos o en sus bienes materiales,
sin por ello desconocer su carácter de pérdida, es decir, de menoscabo

10Véase Ricoeur, 1990, pp. 200 ss.


11Para un tratamiento extenso de la magnanimidad remito a Guariglia, 1997, pp.
251 ss.

20
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 21

de sus anteriores bienes. La virtud del magnánimo no solamente se de-


muestra a propósito de los bienes externos, sino que supone la admisión
previa, clara e indubitable, de que tales bienes son una especie del bien,
al que el individuo virtuoso concede su justo aprecio (Arist., EN V 2, 1129
b 1 – 8; EE VIII 3, 1249 a 1 – 13, etc.). Precisamente lo que distingue al
magnánimo es esta aptitud para soportar la tensión entre el reconoci-
miento de la necesidad de los bienes externos como bienes indispensa-
bles para la realización de la buena vida, y su disposición a desprenderse
de ellos si las desventuras de la existencia se lo imponen irresistiblemen-
te, sin perder en la coyuntura esa noción de sí que da la autoestima.
A esta tensión que traspasa la vida del magnánimo, busca escapar, así
sea al más alto precio, el sabio estoico:
Séneca, De vita beata, XV 3 – 4, «Pero quien une al placer l a
virtud, aunque no sea en un plano de igualdad, con la f r a gi -
lidad del uno debilita lo que hay de vigor en el otro y somete
a yugo aquella libertad, invencible si se reconoce que no h a y
nada de mayor precio. Pues comienza por necesitar de l a
fortuna, que es la mayor de las esclavitudes; síguese la v i d a
acongojada, suspicaz, cobarde, temerosa de la suerte, pen-
diente de cada momento del tiempo. No das a la virtud un
fundamento sólido y firme, sino que le mandas estar en un
lugar movedizo, porque ¿qué hay más voluble que la e s p e r a
de lo f o r t u i t o y la variedad del cuerpo y de las cosas que le
afectan?» (trad. Gallegos Rocafull, subrayado mío).

El giro hacia la interioridad, apenas insinuado en Aristóteles y clara-


mente formulado por Epicuro, para quien los estados psicológicos pla-
centeros del ser humano, el equilibrio de éstos o la ruptura de la armonía
del cuerpo y del alma eran, en definitiva, los componentes básicos de la
felicidad, alcanza en los estoicos su punto culminante, puesto que se
convierte en el rasgo excluyente de la eudaimonía. Los pasos mediante
los cuales ellos llegan a esta concepción idiosincrásica de la felicidad no
están exentos de matices y puntos oscuros, que han dado lugar a múlti-
ples interpretaciones y controversias desde la misma Antigüedad.12 Voy

12 La bibliografía referente a la ética estoica, especialmente a su concepción de la


felicidad, es muy extensa. Cito a continuación los trabajos que más me han ayudado
a entender los diversos matices de tan compleja cuestión: Bonhöffer, 1894, pp. 18 ss.
y 163 ss., Brehier, 1951 4ª , pp.185 ss., Pohlenz, 1970 4ª , pp. 111 ss., Rist, 1969, pp. 37
ss., Long (ed.), 1971, pp. 114 ss., Rist, 1977, pp. 161 ss.; Forschner, 1995 2ª , pp. 98 ss.,
Irwin, 1986, pp. 205 ss. (ahora también en español, en: Schofield y Striker, 1993, pp.

21
22 OSVALDO GUARIGLIA D80

a desarrollar la doctrina estoica de la felicidad en varios pasos, comen-


zando por (2) la división estoica de los bienes, siguiendo con la tesis de
que (3) la virtud es suficiente para la más completa felicidad y concluyen-
do con (4) la concepción de la tranquilidad del sabio.

2. Bienes morales, indiferentes y preferidos. La exposición de Dió-


genes Laercio de la teoría estoica de los bienes aporta uno de los textos
más completos que nos ha llegado sobre el asunto, a pesar de no estar
exento de dificultades.
DL, VII 101 – 103 ( SVF, III 30, 92, 117): «Sostienen [los estoi -
cos] que solamente lo noble (kalón) es lo bueno, [...] y que eso
es la v i r t u d y lo que participa de la virtud, lo que equivale a
decir que todo bien es noble y a igualar en capacidad e x p re-
siva “noble” y “bueno”, que precisamente es igual en s i g n i f i -
cado a aquél. En efecto, puesto que es bueno, es noble; y e s
noble, por tanto es bueno. Opinan que todos los bienes son
iguales y que todo bien es elegible en máximo grado y que no
admite remisión ni crecimiento. Y sostienen que de las c o s a s
que existen unas son bienes, otras males otras son neutras.
Así pues, son bienes las v i r t u d e s: prudencia, justicia, valen-
tía, temperancia, etc.; son males los contrarios [de las v i r -
tudes]: necedad, injusticia, etc.; son neutras cuantas c o s a s
no benefician ni dañan, como por ejemplo vida, salud, p l a -
cer, belleza, fuerza, riqueza, buena fama, buen linaje, y
también sus contrarios, a saber muerte, enfermedad, pena,
fealdad, debilidad, pobreza, mala reputación, bajo linaje y
cosas por el estilo [...]. En efecto, no son esas cosas bienes s i -
no indiferentes ( a d i á p h o r a) de la especie “preferidos”
( proegména).» (trad. V. Juliá, levemente retocada, s u b r a ya -
do mío).

Si comparamos esta división de los bienes con la que Aristóteles ha-


bitualmente nos ofrece, encontramos una diferencia notable que se cen-

211 ss.), Long, 1996, (recopilación de trabajos anteriores, de los cuales son
especialmente importantes desde) pp. 134 ss., White, 1990, pp. 42 ss., Irwin, 1990, pp.
59 ss., Striker, 1990, pp. 97 ss.(recogido también en Striker, 1996, pp. 183 ss.),
Engberg-Pedersen, 1990, passim, Annas, 1993, pp. 385 ss., Nussbaum, 1994, pp. 316
ss., Boeri y Juliá, 1998, pp. 21 ss. Una mención aparte merece el estimulante libro de
Becker, 1998, que expone de forma sistemática una ética de inspiración estoica
desde una perspectiva actual.

22
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 23

tra precisamente en la exclusión tanto de los relativos al cuerpo (salud,


placer, fuerza, belleza) como de los denominados exteriores (riqueza,
buen linaje, buena fama, etc.) del significado de “bienes” propiamente
dichos. Como es sabido, el núcleo central de la teoría ética estoica reside
en restringir fuertemente el significado del término “bueno” de un mo-
do exclusivo a lo moralmente bueno, es decir, sólo a los actos de acuerdo
con la virtud. Tal es el sentido de la ecuación “solamente lo noble es lo
bueno”, ya que por “nobles” se entienden aquellas acciones realizadas en
cumplimiento de una virtud. Mediante una radicalización del argumento
socrático-platónico, según el cual es el uso lo que determina la bondad o
maldad de una cosa (Platón, Euth. 280 e – 281 a), los estoicos llevan a cabo
una distinción que, si bien anticipada tanto en Platón como en Aristóte-
les, no se había sostenido anteriormente con tamaña consistencia. Al re-
servar “bondad” y “maldad” exclusivamente para el ámbito de las accio-
nes virtuosas y sus contrarias, le quitan a estas dos propiedades la posibi-
lidad de ser graduales: una acción es buena o mala dependiendo de que
se haga siguiendo a la correspondiente virtud o a su contrario, por lo que
no puede ser ni mejor ni peor, es decir, no admite “remisión ni creci-
miento” en su bondad o en su maldad. De este modo, todo aquello que
no pertenece de modo estricto a las condiciones y aspectos internos de
la acción moral, no puede recibir el calificativo de ser un bien, y, en con-
secuencia, tampoco el de ser un mal: son, en este sentido, cosas neutras.
Como consecuencia de esta división, las cosas indiferentes obtuvie-
ron un status ambiguo en la ética estoica, que dio lugar a numerosas con-
troversias desde la antigüedad, especialmente con respecto a la relación
entre, por un lado, los actos apropiados o debidos (kathêkonta) y, por
el otro, los indiferentes de la especie “preferidos”. En efecto, las fuentes
nos reportan la existencia de un criterio para distinguir entre indiferen-
tes valiosos y disvaliosos, que se basa en su función “según la naturaleza”
o “contra la naturaleza”.
Estobeo, II 79, 18 – 80, 13 (LS, 58C). «Unas cosas son según
naturaleza, otras contra naturaleza, y otras no son c o n t r a
naturaleza ni según naturaleza. Ahora bien, cosas de e s t a
índole son según naturaleza: salud, fuerza, el buen funcio-
namiento de los órganos de los sentidos y cosas s i m i l a r e s ;
contra naturaleza, en cambio, son cosas de este tipo: enfer-
medad, debilidad, una mutilación y cosas como éstas; [...] Y
dicen que el a rgumento relativo a estas cuestiones se hace a

23
24 OSVALDO GUARIGLIA D80

partir de cosas primeras según naturaleza y contra n a t u r a -


leza, ya que lo diferente y lo indiferente se encuentra entre lo
que es dicho respecto de algo. Porque, afirman, aunque l l a -
máremos indiferentes a las cosas corporales y a las c o s a s
exteriores, afirmamos que ellas son indiferentes respecto a l
vivir con decoro (aquello en lo cual, precisamente, se da el
vivir con felicidad), pero no, por Zeus, respecto al hecho de
estar en concordancia con la naturaleza, ni en relación con el
impulso ( h o r m e) ni con la repulsión ( aphorme)».
(traducción de M. Boeri)

Entre los indiferentes preferidos están, pues, (1) en primer lugar


aquellos que son según naturaleza y corresponden a un impulso. Por lo
tanto, es de suponer que los estoicos entienden por éstos aquellas cosas
hacia las que tendemos desde que nacemos o en nuestra primera infancia
(alimento, abrigo, cuidado, etc.) comprendidas en su conjunto como
medios de preservación de sí. Como se ve, no existe aquí reflexión o
elección, sino meramente horme, es decir, un impulso que precisamente
es un “móvil” de la obtención del objeto exterior al que tiende. (2) En un
nivel superior se encuentran los indiferentes considerados valiosos, ya
que aquí aparece un juicio que atribuye o niega una estimación a la cosa
que se nos presenta como móvil del impulso. Esta estimación del objeto
de la acción no es, aún, moral, pero tiene un carácter prescriptivo, a fin
de ordenar convenientemente nuestros actos, considerados apropiados
con relación a la naturaleza (kathekonta: «aquello que una vez realizado
comporta una justificación razonable» Estobeo, II 85, 13 = SVF III, 494 =
LS, 59B). Estas reglas de comportamiento suelen expresarse como im-
perativos de conducta: “¡harás esto!, ¡evitarás eso otro!”, que están diri-
gidas al hombre común (es decir, no al sabio) a fin de que éste encuentre
en ellas la ayuda necesaria para conducir su vida hasta que él mismo esté
en condiciones de dirigirla (Séneca, Ep. 94, 50 – 51). (3) En el último ni-
vel, encontramos aquellas cosas de acuerdo con la naturaleza que no so-
lamente son el principio de los actos apropiados sino que constituyen,
especialmente, la materia de los actos virtuosos (Plutarco, De comm. not
. 23, 1069 e = SVF III, 491). De este modo, los actos apropiados pasan a
ser actos rectos (katórthoma), realizados a partir de una disposición del
espíritu para seleccionar y resolverse por esa acción como un fin en sí
misma, porque constituye una manifestación de la virtud. Las cosas indi-

24
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 25

ferentes como tales, por lo tanto, solamente tienen el valor que les con-
fiere el ser producto de una elección (Plutarco, De comm. not. 26, 1071 a
– b).13
Si reflexionamos sobre estos tres niveles de elección de los indife-
rentes, observaremos que existe en ellos una mezcla del punto de vista
genético con el punto de vista sistemático. Desde el punto de vista gené-
tico, en efecto, los tres niveles corresponden a tres etapas del desarrollo
moral, desde el infante que sólo se maneja por estímulos e impulsos irra-
cionales, en el que por ello no hay elección propiamente dicha, hasta el
sabio moral en el que culmina el desarrollo, por ser éste el único que juz-
ga de manera autónoma, ya que sólo él tiene presente el plan del univer-
so conducido por el lógos. Desde un punto de vista sistemático, en
cambio, la cuestión es más compleja, ya que no es claro el criterio utili-
zado por los estoicos para concluir que un acto apropiado o debido, lle-
vado a cabo por una persona común, es indiferente preferido o que
promueve aceptación, mientras que el mismo acto realizado por el sa-
bio, es “recto”, en el sentido de moralmente bueno. Ya en la antigüedad
se criticaba la arbitrariedad de esta distinción: Plutarco (De comm. not.
1070 a = SVF III, 123), en efecto, preguntaba porqué la misma cosa en un
caso es leptón (aceptable) y en otro hairetón (digno de elección) etc. De
modo que, si bien filológicamente es admisible buscar una respuesta a
partir de las razones ofrecidas desde el interior del sistema estoico, des-
de un punto de vista puramente filosófico esto no es suficiente, puesto
que lo que nos interesa es precisar el criterio moral que el estoico pone
en práctica cuando elige un acto recto. A mi juicio, la formulación de este
criterio coincide con la distinción propuesta por los estoicos de un do-
ble fin de la acción: por un lado, el “fin” de ésta y, por el otro, su, diga-
mos así, “objetivo exterior”, que es idéntico al resultado material de ella.
Con esta división ingresamos de un modo explícito en el tratamiento de
la virtud.

3. La concepción estoica de la virtud y de la felicidad. Los estoicos


sostuvieron que el fin de la vida consistía en “vivir en concordancia con la
naturaleza”, formulación de Zenón de Citio (SVF I, 179) cuyo significado

13 El tema de los indiferentes o intermediarios es especialmente controvertido. La


interpretación que he ofrecido sigue de cerca la propuesta por Kidd, 1971, pp. 155
ss. Sobre toda la relación entre la estimabilidad de los indiferentes y la virtud, es
importante la discusión de White, 1990, pp. 43 ss.

25
26 OSVALDO GUARIGLIA D80

profundo equivalía a “conducirse de acuerdo con una razón única y ar-


mónica”. Qué sentido se le debía dar a esta escueta fórmula, fue lo que
intentaron precisar sus sucesores mediante amplificaciones y variaciones
de ella, de las cuales es conveniente citar algunas: 14
Estobeo II 76, 6 – 15, «Crisipo quería hacer esa c a r a c t e r i z a -
ción más clara y la expresó de la siguiente manera: “ v i v i r
según la experiencia de las cosas que suceden por n a t u r a l e -
za”; y Diógenes <de Babilonia dice que el fin> “consiste en el
buen razonamiento en la selección ( eklogé) y r e c h a z o
( apeklogé) de las cosas según naturaleza”; Arquedemo
<dice> que consiste en “vivir cumpliendo todos los actos de-
bidos”; Antípatro <dice que consiste> en “vivir seleccionando
continuamente las cosas según naturaleza y rechazando l a s
cosas contrarias a la naturaleza”. Y con frecuencia t a m b i é n
ha caracterizado el fin del siguiente modo: “hacer todo lo
que está en uno mismo, continua e inalteradamente, p a r a
alcanzar las cosas preferidas según naturaleza” (trad. M .
Boeri, levemente r e t o c a d a ) .

Una primera dificultad para comprender exactamente el sentido de


estas definiciones reside en su misma diversidad. En efecto, es posible
entenderlas como sucesivos intentos de esclarecer un mismo núcleo ra-
cional que ya estaba presente en el enunciado primitivo de Zenón, o, en
cambio, como nuevas propuestas, fundamentalmente para responder a
las críticas que arreciaban por parte de académicos, como Carnéades, y
de peripatéticos, como Antíoco de Ascalonia. Sin embargo, ya la frase
de Crisipo parece destinada a explicar el contenido de la concordancia
con la naturaleza: se trata de la “experiencia de la cosas que suceden por
naturaleza”. La fórmula de Antípatro amplía, a su vez, esta expresión, ya

14 La teoría estoica de los fines ha sido objeto de una permanente discusión entre
los estudiosos de la filosofía griega desde el siglo pasado hasta nuestros días, sin que
se haya arribado a un claro consenso sobre todos los puntos. Mi interpretación se
alinea junto a la de aquellos autores que admiten, dentro de ciertos límites, la
existencia de un doble fin en la concepción de las acciones morales por parte de los
estoicos, sin que por ello éstos incurran en contradicción. A renglón seguido cito los
trabajos más importantes sobre el tema: Bonhöffer, 1894, pp. 168 ss.; Pohlenz,
1970 4ª , pp. 186 ss.; Long, 1967, pp. 59 – 90; Reiner, 1967, pp. 261 – 281; Soreth, 1968,
pp. 48 – 72; Rist, 1977, pp. 161 – 174; Forschner, 1995 2ª , pp. 212 – 226 ss.; LS, I, pp.
406 – 410; Irwin, 1986, pp. 228 – 234; Striker, 1996, pp. 298 – 315. Una selección de
los textos imprescindibles para la cuestión se encontrará en LS, I – II, 63 y 64.

26
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 27

que agrega “seleccionando continuamente las cosas según naturaleza y


rechazando las cosas contrarias a la naturaleza”. Como vimos en el
parágrafo anterior, las cosas según naturaleza son las mismas que también
se designan como “indiferentes preferidos y valiosos”, mientras que las
contrarias a la naturaleza son las opuestas a las primeras. Parecería, en-
tonces, que no hemos avanzado demasiado con esta nueva definición,
salvo por el agregado del término “selección”, que introdujo Diógenes y
mantuvo su discípulo Antípatro. Un pasaje de las Epístolas morales de
Séneca nos hace comprender toda la importancia del agregado de esa
operación mental:
Ep. 92, 11 = LS, I 64J, «Pero ¿qué? ¿si la buena salud, la quie-
tud y la ausencia de dolor en nada impidiesen el ejercicio de
la virtud, no aspirarías a poseerlas? ¿Por qué no las desea -
ría? No porque sean bienes, si no porque son según la n a t u r a -
leza y porque serán obtenidos en base a mi buen juicio. ¿Qué
habrá, entonces, de bueno en ellos? Solamente esto: ser bien
elegidos» .

No son, por lo tanto, las cosas según naturaleza las que constituyen los
bienes – pues la fortaleza de salud de un tirano sangriento, por ejemplo,
no puede ser considerada como algo bueno en sí mismo ni su debilidad
un mal de por sí – sino sólo la elección y el uso que de ellas se haga de
acuerdo con la razón que nos dirige hacia el fin último de nuestra vida. En
esto consiste la virtud, de modo que es el ejercicio de ella el que confie-
re a las cosas según naturaleza su carácter de buenas, y, consecuentemen-
te, las torna dignas de elección. En efecto, los estoicos sostuvieron sin
desmayo la doctrina socrática de que las virtudes no sólo eran formas de
conocimiento racional (epistêmai) sino que se reducían, en última instan-
cia, a una sola: la phrónesis, es decir, la razón práctica, que se diferencia-
ba únicamente por el tipo de acción que en cada caso se debía realizar.
Así, pues, la valentía es prudencia con relación a las situaciones que uno
debe afrontar, la temperancia es prudencia con respecto a lo que se de-
be elegir, la justicia, en fin, es prudencia en relación con las cosas que se
deben distribuir, etc. (Plutarco, De stoic. rep. 7, 1034 c = SVF I 200 = LS,
61C). De esta manera, el intelectualismo propio de la tradición socrática
y aristotélica alcanza con los estoicos su punto culminante. Un pasaje de
Ario Dídimo enuncia acabadamente este aspecto de la ética estoica:
Estobeo II 63, 6 – 15, ( SVF III, 280) «Todas las virtudes, que
son conocimientos y habilidades (epistêmai kaì téchnai),

27
28 OSVALDO GUARIGLIA D80

tienen principios teóricos comunes y, como se ha dicho, e l


mismo fin ( t é l o s ). Ésta es la razón por la cual también son
inseparables, pues quien tiene una virtud las tiene todas, y
quien actúa según una virtud actúa según todas ellas. Se d i -
ferencian entre sí, sin embargo, en sus rasgos f u n d a m e n ta -
les, pues los rasgos fundamentales de la prudencia son, prin-
cipalmente, la teoría y la práctica de lo que hay que hacer y,
de acuerdo con una segunda razón, también son la teoría de
lo que hay que distribuir [esto es, la justicia] y de lo que de-
be ser elegido [esto es, la temperancia] y de lo que hay que
resistir [esto es, la valentía] para realizar de un modo i n fa -
lible lo que hay que hacer» (traducción de M. Boeri, a g r e g a -
dos m í o s ) .

La asimilación de las virtudes a formas de conocimiento y a habilida-


des prácticas según reglas, como son las artes productivas, es peculiar de
la ética estoica, a diferencia de la de Aristóteles. Por ello, ponen tan fuer-
temente el énfasis en los principios teóricos comunes a todas las virtu-
des, que de hecho se reducen a una, la prudencia o razón práctica. Co-
mún a todas, también, es el fin al que tienden, que está constituido por la
felicidad. En efecto, la virtud misma es un arte productiva de la felici-
dad, como lo afirma un pasaje de Alejandro de Afrodísias (De anima
mant. 159, 33 = SVF III 66). No por ello menos deja Alejandro de refutar
este modo de concebir la cuestión. En efecto, oponiéndose a esa teoría
señala:
Alejandro Afrod., De anima m a n t i s s a , 166, 30 – 167, 3. « E n
efecto, tanto de acuerdo con las artes y por medio de las v i r -
tudes correspondientes llevamos a cabo bien las obras que les
corresponden, pero aún así necesitamos de otras cosas p a r a
alcanzar los fines de cada una de las artes, cosas que son
distintas de las artes mismas. Admitamos, pues, que la v i r -
tud sea como un arte productiva de la felicidad, no por ello
podrá lograrla sin la materia y los medios apropiados. [ . . . ]
Si alguien dijera que las virtudes son de este modo s u f i c i en-
tes para alcanzar la felicidad, porque no necesitan en abso-
luto de nada exterior, no dirán nada sensato».

La objeción de Alejandro pone bien en claro qué resultaba paradóji-


co en la doctrina estoica de la felicidad. Resulta, en efecto, extremada-

28
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 29

mente difícil de concebir una virtud que pueda prescindir por completo
tanto de las circunstancias como de las condiciones materiales de su
ejercicio. En realidad, lo que los estoicos sostienen no solamente presen-
ta un costado razonable sino que, más aún, constituye una distinción que
se ha incorporado al pensamiento ético contemporáneo. Para poder
descifrar este núcleo racional, sin embargo, se hace imprescindible dar
previamente un rodeo.
Plutarco, De comm. notit., 26, 1070 F 5 – 1071 B 5, «Es con-
trario al pensamiento sostener que existen dos metas o fines
de la vida y que la referencia de todas las cosas que hacemos
no es algo único, pero es todavía más opuesto al pensamien-
to común suponer que uno es el fin y, sin embargo, cada u n a
de nuestras acciones están referidas a otro. Ahora bien, los
estoicos están obligados a sostener alguna de estas dos a l -
ternativas. Si, en efecto, no son las cosas primeras según na-
turaleza las que son en sí mismas bienes, sino la selección
racional y la aceptación de éstas, esto es, el esforzarse c a d a
uno por lograr las cosas primeras según naturaleza, enton-
ces en relación con este último fin deben estar referidas t o-
das las acciones realizadas, a saber: el esforzarse por l o g r a r
las cosas primeras según naturaleza. Y si ellos piensan que
los hombres alcanzan su meta no deseando o apuntando a l a
posesión de esas cosas, entonces la selección de éstas debe es-
tar referida a otro propósito y no al mismo. En efecto, l a
meta está dada entonces por la selección prudente y la acep-
tación de las cosas primeras según naturaleza, mientras que
estas cosas mismas y el obtenerlas no constituyen de por s í
el fin, sino que están supuestas como una especie de m a t e r i a
que tiene “un valor selectivo” ( eklektiken a x í a n ) » . 15

El contrargumento de Plutarco sintetiza dos pasos diferentes: a) los


estoicos están obligados a sostener que existen dos fines distintos de las
acciones, uno que es el objetivo externo de ella (a saber: las cosas prime-
ras por naturaleza), y otro, que es el esforzarse por lograr ese objetivo;
los estoicos sostienen que, en realidad, éste último es el verdadero fin; b)

15 El texto transmitido está corrupto. En nuestra traducción seguimos la


reconstrucción del mismo propuesta por Cherniss en su última edición. Para la
dilucidación de los términos de la controversia que Plutarco da como supuesta,
véanse las notas de Cherniss a su traducción, Long, 1967, pp. 59 – 90; Reiner, 1967,
pp. 261 – 281; Soreth, 1968, pp. 48 – 72 y especialmente Striker, 1996, pp. 302 – 315.

29
30 OSVALDO GUARIGLIA D80

si éste último es el verdadero fin, entonces las acciones no se orientan a


la obtención de las cosas primeras por naturaleza sino exclusivamente a
la selección prudente de éstas, que en sí carecen de valor. La conclusión
que Plutarco extrae un poco más adelante (De comm. notit., 26, 1071 B 10
– C 10) y que posiblemente repite una objeción del mismo Carnéades,
suena, efectivamente, un tanto paradójica: los estoicos sostienen que la
felicidad consiste en la selección de las cosas según la naturaleza, las que,
según los propios estoicos, carecen en sí mismas de valor, si se deja de
lado el hecho de que sean precisamente objeto de esa selección.
La respuesta estoica, elaborada en primer lugar por Antípatro, esta
compendiada en un símil que Cicerón nos transmite de la siguiente ma-
nera (De fin. 3, 22): así como un arquero que se propone alcanzar su
blanco con una flecha, debe hacer todo lo que está a su alcance para lo-
grarlo, aunque el resultado pueda ser fallido por causas externas a él, –
como por ejemplo, un golpe de viento que desvíe la saeta –, del mismo
modo el sabio debe esforzarse mediante el incesante ejercicio de su vir-
tud a fin de obtener su objetivo – el acto virtuoso –, sin que nunca pueda
contar con la certidumbre de haberlo alcanzado. Como dije antes, la dis-
tinción introducida por Antípatro es una de aquellas pocas que podemos
considerar valederas aún en la actualidad. En efecto, oponiéndose a Aris-
tóteles y los académicos, los estoicos asignan dos significados diferentes
a dos términos griegos hasta entonces utilizados como sinónimos: s k o -
pós y télos. El primero, que Cicerón traduce por propositum, se refiere
al resultado externo de una acción, es decir, a su objetivo como algo rea-
lizado; el segundo, en cambio, que Cicerón rinde mediante ultimum y hoy
se traslada generalmente como “fin”, denota el acto intentado tal como el
agente se lo representa al decidirse a actuar. A la luz de esta distinción, la
fórmula del fin último de la vida que Antípatro de Tarsos propone como
corrección de la utilizada por sus antecesores y como respuesta a la críti-
ca de Carnéades, cobra otro sentido. Afirmar, en efecto, que la felicidad
consiste en “hacer todo lo que está en uno mismo, continua e inaltera-
damente, para alcanzar las cosas preferidas según naturaleza”, concentra
nuestra atención en el télos inmediato, es decir, en el intento de actuar
siguiendo la virtud y la razón que rige nuestra conducta interior en rela-
ción con las cosas externas, sin cuidarnos de si nuestros intentos son co-
ronados o no por el éxito, es decir, si son materializados o no en los re-
sultados que esperábamos obtener. Es por ello que los estoicos pueden

30
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 31

identificar de modo consistente la vida honesta con la felicidad misma, ya


que el fin en este caso no habrá de ser la realización efectiva de la felici-
dad en una vida completa, según la delimitación aristotélica del concep-
to, sino el más modesto pero, a la vez, más seguro intento de hacer todo
lo que dependa de uno mismo para actuar según la virtud, aunque con
suma frecuencia carezcamos de los recursos externos que nos permitie-
sen, además, hacerlo con resultados efectivos. Con el mismo impulso,
los estoicos obtienen una segunda certidumbre que los libera de los gi-
ros inesperados de la fortuna: si uno se comporta haciendo todo lo que
esté a su alcance para vivir una vida honesta, obtendrá la libertad de los
temores que van unidos a la expectativa de los resultados por alcanzar y
se embargará del equilibrio y de la satisfacción propia del sabio: la tran-
quilidad del alma.

4. La tranquilidad del alma y la imperturbabilidad del sabio. Con


este último paso dado por los estoicos culmina el proceso de interiori-
zación de la felicidad, que ha pasado a ser de un mero lance del destino
bajo el influjo de causas completamente extrañas al ser humano – los
dioses, el azar, la Fortuna (Tyche) –, como aparece en las tragedias de Só-
focles y Eurípides, a una forma de disciplina de las emociones, los senti-
mientos y las pasiones unida al ejercicio permanente de las actividades
propias de la virtud siguiendo determinadas reglas. Un pasaje de las Epís-
tolas morales de Séneca expone en toda su latitud esta nueva actitud
humana, atribuida en propiedad al sabio y destinada a tener una larga he-
rencia en la cultura occidental.
Ep. 92, 2 – 3, «[Hemos convenido, pues, en que] la vida feliz
reside únicamente en esto: en que la razón esté perfectamen-
te desarrollada en nosotros. En efecto, solamente ella s o s t ie-
ne el ánimo y hace frente a la fortuna: en cualquier circuns-
tancia, siendo preservada, nos preserva. Este es el único bien
que nunca se quiebra. Es feliz, digo, aquél a quien ninguna
cosa disminuye; él está en la cima y no se apoya en n a d a
más que en sí mismo, pues quien se sustenta en la a y u d a
ajena puede caer. Si es de otra manera, muchas cosas que no
son nuestras comienzan a tener un gran valimiento en noso-
tros. ¿Quién quiere confiarse en la fortuna o quién, s i endo
prudente, se admira de las cosas que no son propias? ¿ C u á l
es la vida feliz? Ausencia de temores y perpetua tranquili-
dad [del a l m a ]. Ésta te será otorgada por la grandeza del

31
32 OSVALDO GUARIGLIA D80

alma y por la tenaz perseverancia en juzgar correctamente.


¿Cómo se llega a ella? Si se ha comprendido toda la v e r d a d ,
si se ha conservado en las acciones el orden, la medida, el
decoro, una voluntad benigna y sin reproche, que se a t e n g a
siempre a la razón y no se aparte nunca de ella, amable y a l
mismo tiempo admirable. En fin, p ara resumírtelo en u n a
fórmula: el alma del hombre sabio debe ser de tal suerte que
sea digna de un dios»

Esta ausencia de perturbaciones pasivas, temores y angustias, se


complementa con un voluntario efugio de las perturbaciones activas, es-
to es, deseos libidinosos y continuos festejos, de tal modo que el sabio
retiene su equilibrio interior por medio de una privación completa de las
pasiones, una apathía no solamente por la falta de temor a lo que le pue-
da suceder sino también por la moderación que se impone a sí mismo a
fin de refrenar sus impulsos (Cicerón, Tusc., IV, 36 – 37; SVF III, 201). Las
tres exposiciones antiguas de la ética estoica nos han transmitido una di-
visión de los bienes en tres clases: a) productivos, b) finales y c) tanto
productivos como finales (Diog. VII 96 – 97 = SVF III 107; Estobeo, II 71
– 72 = SVF III 106; y Cicerón, De fin, III 55 = SVF III 108). Son ejemplos
de a): «un amigo y los beneficios que de él provienen son bienes produc-
tivos»; de b): «el coraje, el ingenio, la libertad, el deleite, el regocijo, la
ausencia de aflicción y toda acción según la virtud son finales». Por últi-
mo, en la clase c) de bienes caen solamente las virtudes:
DL, VII 97, «Son bienes productivos y finales las v i r t u d e s ,
pues en la medida en que ellas realizan la felicidad, son bie-
nes productivos, pero en la medida en que la completan de
modo tal que resultan ser partes de ella, son bienes f i n a l e s »
(trad. de V. J u l i á ) .

Esta distinción abre, por cierto, algunos interrogantes cuya respuesta


no es unívoca. En primer lugar, si los únicos bienes enteramente finales
son los constituidos por los estados de regocijo, de ausencia de aflicción
y de la concomitante alegría (chará), aunque los mismos sean considera-
dos como “añadidos” de las virtudes (DL VII, 94), y si éstas pasiones po-
sitivas (eupátheiai) son, en última instancia, las propias del sabio (DL
VII, 116 = LS 65 F), entonces es dable preguntarse si, a pesar de las enfá-
ticas afirmaciones en contrario, la virtud no queda relegada en la ética es-
toica a servir como un medio, una vía o método de obtención de un fin

32
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 33

que no reside en la mera acción virtuosa.16 Pasajes como el anteriormen-


te citado de Séneca o el que citaré enseguida de Cicerón sugieren fuerte-
mente que era ésta la interpretación preferida de los autores latinos,
quienes anteponían las consideraciones puramente morales o psicológi-
cas a las físicas o teológicas:17
Cicerón, Tusc., V 17, «Pero si existe alguien que considera
tanto la fuerza de la fortuna como todas las cosas h u m a n a s
que puedan acaecerle, tolerables, de modo que no lo alcancen
ni el temor ni la angustia, y si, del mismo modo, él no desea
nada ni se desasosiega por ningún vacuo placer, ¿cómo no
será éste un ser feliz? Y si esta [felicidad] es producida p o r
la v i r t u d, ¿cómo negar que la virtud por sí misma haga a
los hombres felices? »

Pasajes similares a los citados de Cicerón y Séneca se encuentran


también repetidamente en Epicteto y demuestran que, al menos para el
estoicismo medio y tardío, la felicidad entendida como apatía y equili-
brio, ausencia de temor y desprecio de la fortuna y, por tanto, de todo lo
venidero, era, efectivamente, el bien último y la virtud, sólo un camino
para llegar a él.18 Con ello, sin embargo, el estoicismo quedaba exacta-
mente a la misma altura que sus escuelas rivales, el epicureísmo y el es-
cepticismo, sin que los partidarios de la Stoa pudieran justificar sus pre-
tensiones de mayor consistencia y rigor en sus concepciones morales.
En efecto, al transformar la virtud en una técnica productiva al servicio
de un fin que sólo en parte era la ejecución de la propia actividad virtuo-
sa, los estoicos debilitaban fatalmente la concepción aristotélica de la vir-
tud como actividad que tiene su fin en sí misma, sin mejorar por ello la
visión peripatética de la felicidad. Pues también Aristóteles presenta al
magnánimo como aquél que, apoyado en la propia seguridad y estima de
sí que le da la conciencia de su propia virtud, desprecia los bienes exter-
nos y los males que le puedan acontecer, no de modo distinto a Séneca
cuando éste afirma que la tranquilidad nos será otorgada “por la grande-
za del alma y por la tenaz perseverancia en juzgar correctamente”. ¿De
qué manera, entonces, pretendían los estoicos sostener que su doctrina

16 Esta cuestión ha sido debatida especialmente por Rist, 1977, pp. 164 ss.,
Forschner, 1995 2ª , pp. 213 ss. e Irwin, 1986, pp. 224 – 228.
17 Véase ahora sobre este punto la amplia discusión de Forschner, 1999, pp. 163 ss.
18 Para la doctrina expuesta por Epicteto sobre la tranquilidad, las pasiones y el
gozo de vivir, véase Bonhöffer, 1894, pp. 40 – 49.

33
34 OSVALDO GUARIGLIA D80

se basaba exclusivamente en el ejercicio de la virtud, despreciando todos


los demás bienes naturales, inclusive la salud del propio cuerpo y la de
los familiares íntimos, como objetos impropios de ser considerados fi-
nes en sí mismos y cuya privación no hacía al sabio menos feliz?
A mi modo de ver, los estudiosos del estoicismo han dado dos res-
puestas distintas a esta cuestión crucial de su ética. La primera es la que
denominaré la propuesta teológica, que insiste en recordarnos que la éti-
ca estoica es solamente una parte de un sistema metafísico que com-
prendía el conjunto del universo como un cosmos ordenado por el ló-
gos divino, cuya obra se manifestaba en la providencia que guiaba todos
los acontecimientos por avenir y los hacía, en consecuencia, predetermi-
nados. Quienes sostienen esta interpretación se apoyan, sobre todo, en
un importante pasaje de Diógenes Laercio que reproduce un fragmento
del libro Sobre los fines de Crisipo (DL VII, 87 – 89, = SVF III 4 = LS 63
C) en el que éste afirma que nosotros somos “partes de la naturaleza del
todo”, de modo que “vivir de manera consecuente con la naturaleza, con
la propia y con la de la totalidad de las cosas”, consistirá en seguir “la
ley común, que es precisamente la recta razón que discurre a través de
todas las cosas, y es lo mismo que Zeus, por ser éste quien rige la admi-
nistración de las cosas existentes”. La conclusión del fragmento conecta,
en efecto, la vida según la virtud con esta concepción teocrática del uni-
verso:
DL VII, 88. «Y eso mismo es la virtud del hombre feliz, es de-
cir, el buen fluir de una vida, cuando hace todo según la con-
cordancia existente entre la divinidad que hay en cada uno y
el propósito del administrador del universo» (trad. V. J u -
l i á ) . 19

En resumen, los estoicos sostendrían, por una parte, que tanto el de-
venir del universo como el de nuestras propias vidas dentro de éste es-
tán determinados por la estructura legal y causal del cosmos, y, por otra,
que la divina providencia nos garantiza que nuestra existencia tiene un
sentido dentro del orden del todo, y que cumplimos con este significado
oculto del lógos cuando nuestra vida se rige por la ley universal, tanto fí-
sica como moral, que nos conmina a actuar según la virtud y a encontrar

19Una amplia defensa de esta propuesta ofrece Long, 1996, pp. 187 ss. a la que
ahora adhiere también Forschner, 1999, pp. 172 ss.

34
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 35

en ello nuestro consuelo y nuestro contento.20 Así, pues, los estoicos


habrían retornado por encima de la tajante distinción introducida por
Aristóteles entre filosofía teórica (física y metafísica – incluyendo teología
–) y filosofía práctica (ética y política) a la concepción de un orden único
del mundo que incluía al hombre dentro de él, propia del Platón de los
diálogos medios y últimos (y, probablemente, también de su doctrina
no escrita). Ese orden era, por lo tanto, no solamente ontológico sino
también normativo: la ley natural. La tranquilidad del sabio consistía, se-
gún esta propuesta, en saberse parte de ese orden natural; el flujo de su
vida confluía, por tanto, con el fluir del universo prescrito por Dios. A
través de esta armonía cosmo-teológica, las actividades virtuosas en cuan-
to tales eran fines en sí mismas, porque cumplían con el orden indicado
por el “administrador del universo”, pero al mismo tiempo eran pro-
ductoras de la felicidad, porque infundían al sabio una resignación y una
entrega a ese orden ajeno a él que redundaba en un inalterable equilibrio
interior y una permanente ausencia de temor.
No cabe duda de que esta interpretación resuelve casi todos los
enigmas que nos plantea la tesis estoica y cuadra bien con los textos del
estoicismo más antiguo. ¿Por qué, entonces, no fue preservada por sus
adherentes romanos, comenzando por Cicerón e incluyendo al mismo
Séneca? Sobre este punto las hipótesis pueden ser varias e igualmente
verosímiles; a mi juicio, con Panecio de Rodas el estoicismo posterior
adquiere una visión de la vida moral y política más afín a la que había pre-
valecido en Grecia antes de Alejandro y sus sucesores. La propia carrera
de Panecio, que perteneció al círculo íntimo de Escipión el Africano y a
la elite romana de su época, hace plausible este cambio de espíritu, que
se expresa, en lo que concierne a la ética, en una revalorización de la au-
tonomía de la filosofía práctica (cp. frg. 67 Alesse) y en un acercamiento
a las posiciones sostenidas por los peripatéticos en cuanto a la utilidad de
los bienes externos (cp. frg. 74 Alesse con su comentario).21 Sabemos,
además, por el testimonio de Cicerón (De fin. IV, 79 = frg. 79 Alesse) que
20 Cp. Long, 1996, pp. 191 ss. Para una discusión de la compatibilidad entre
determinismo y responsabilidad en los estoicos, véase ahora Salles, 2000, pp. 5 ss.
21 Pohlenz, 1970 4ª , pp. 191 ss. y Rist, 1969, pp. 173 ss. ofrecen una completa
exposición de las innovaciones de Panecio con respecto a la antigua Stoa.
Especialmente importante para mi visión del cambio de perspectiva en la ética
estoica introducido por Panecio y asumido por Cicerón y el estoicismo latino es la
concepción de ésta que expone Rist, pp. 186 ss. La nueva recopilación de los
fragmentos de Panecio hecha por F. Alesse, con su traducción y sus comentarios, es
ahora imprescindible para el estudio de este original filósofo.

35
36 OSVALDO GUARIGLIA D80

Panecio no sólo había estudiado las obras de los filósofos clásicos de la


Academia y del Perípatos (Platón, Aristóteles, Xenócrates, Teofrasto)
sino que discutía e incorporaba, además, las teorías de estos ilustres ante-
cesores a su propio pensamiento.
Pues bien, acorde con esta nueva actitud propensa a desligar las cues-
tiones humanas de las leyes cósmicas, Panecio reafirma la primacía de la
virtud como guía de nuestra naturaleza humana, volviendo a definir en
qué consiste el fin de la vida: en «vivir de acuerdo con las tendencias que
nos han sido dadas por la naturaleza» (frg. 53 Alesse = LS 63J). De este
manera, él interpreta de un modo más afín a la antropología aristotélica
el juego de nuestras capacidades, la razón y las disposiciones naturales,
para llevar a cabo los actos de acuerdo con las virtudes.22 Con ese mismo
movimiento, Panecio coloca nuevamente en el centro de la vida moral
las antiguas virtudes cardinales, a cada una de las cuales le concierne un
determinado ámbito de acción en el modo de ser de cada individuo par-
ticular (Cicerón, De off. I, 11 – 17 = frg. 55 – 56, Alesse). El estoicismo
romano, especialmente el de Cicerón, continúa este mismo estilo de
pensamiento, en el que la preocupación por la res publica, la sociedad
humana y la conducta del hombre en sus negocios públicos y privados
volvía a ocupar por completo el escenario de la reflexión filosófica.
La segunda respuesta dada por los estudiosos del estoicismo a la pre-
gunta por el modo en que la virtud se basta por sí misma para asegurar la
felicidad, presta una mayor atención a esta renovada importancia asigna-
da a las virtudes morales a partir de Panecio. Un texto del De finibus de
Cicerón expone claramente esta concepción para la cual sólo en el acto
mismo de virtud radica el fin de la vida moral.23
Cicerón, De fin., III, 24 – 25, «Pues así como no le está p e r m i -
tido al actor realizar cualquier gesto, ni al bailarín cual-
quier movimiento, sino uno determinado, así también la vi -
da que debe ser vivida es de cierta clase determinada, no de
cualquiera, y es el género de vida que denominamos como
conforme (conveniens) y acorde ( consentaneus) <a la n a t u r a -

22 Véase Rist, 1969, pp. 187 – 189; Alesse, frg. 54, Com., pp. 186 – 188.
23 Quien, a mi juicio, presenta la más completa exposición de esta interpretación es
ahora Annas, 1993, pp. 388 – 411, especialmente pp. 403 ss., aunque ella no tiene
presente las objeciones de Long contra la atribución a todo el estoicismo, incluido
el antiguo, de la versión ciceroniana del mismo.

36
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 37

leza>. Porque no consideramos que la sabiduría es s e m e j a n t e


al arte de la navegación o de la medicina, sino antes bien a l
gesto del actor y al movimiento de la danza que recién m en-
cioné; así, su fin está ínsito en ella misma, esto es, en la r e a -
lización del arte, no se ordena a algo externo. Y con t o d o
también hay alguna diferencia entre la s abiduría y e s t a s
mismas artes porque en aquélla las acciones que se e j e c u t a n
debidamente no comprenden sin embargo todas las partes de
las que constan <dichas artes>. Pero las acciones que <en el
caso de la sabiduría> llamamos rectas (recta) o r e c t a m e n t e
hechas (recte facta) – si se quiere, aquellas que <los griegos>
llaman katorthómata – contienen todas las partes c o n s t i t u -
tivas de la virtud. En efecto, sólo la sabiduría se vuelve ente-
ramente sobre sí misma, lo que no ocurre en las demás a r -
tes. [25] Es manifiesta ignorancia comparar el fin de la me-
dicina y el del arte de navegar con el de la sabiduría. Pues l a
sabiduría comprende a la vez la magnanimidad, la j u s t i c i a ,
y que el hombre estime como inferior a si todo lo que le
acontezca en la vida, lo que no ocurre en las demás a r t e s .
Pero nadie podrá tener esas mismas virtudes – a las que r e-
cién hice mención – a no ser que alcance la convicción de que
nada hay que separe o haga diferente una cosa de otra sino
lo honorable (honesta) y lo deshonroso ( t u r p i a )» .
(Traducción de L. Corso).

La distinción que hace Cicerón entre las artes o técnicas productivas


que tienen un fin externo a ellas mismas, como la navegación y la medici-
na, cuya meta está puesta en el resultado por obtener (el fin venturoso
del viaje marítimo o la curación), distinto de la puesta en práctica del arte
siguiendo las reglas apropiadas a tal fin, y aquellas otras, como la actua-
ción teatral o la danza, cuyo fin está todo en la ejecución misma según
reglas estrictas, esta distinción, pues, es una clara enmienda a la división
antes citada de los bienes (DL VII, 97) que coloca a la virtud entre los
productivos. En efecto, esta nueva división reproduce, en realidad, aque-
lla otra que se encuentra repetidas veces en Aristóteles entre la prâxis
(actividad) y la poíesis (producción) (EN VI 4, 1140 a 2; 5, 1140 b 6), ba-
sada precisamente en este aspecto de la acción y destinada a mostrar que
la virtud, tanto ética como dianoética, es una especie de actividad cuyo

37
38 OSVALDO GUARIGLIA D80

fin está en su misma realización.24 A su vez, Cicerón retoma un tema,


claramente inspirado en las tesis de Panecio, que no solamente pone un
límite a la analogía entre las artes dramáticas y la virtud sino que enfatiza
una característica exclusiva de esta última: su unidad y consistencia (cp.
Estobeo, II, 63, 10 – 64 = frg. 54, Alesse). En efecto, a diferencia de las
artes, afirma Cicerón, «las acciones que llamamos rectas (recta) o recta-
mente hechas (recte facta) – [...] aquellas que <los griegos> llaman kator-
thómata – contienen todas las partes constitutivas de la virtud. En
efecto, sólo la sabiduría se vuelve enteramente sobre sí misma, lo que
no ocurre en las demás artes». La sabiduría (sapientia) aquí mencionada
no puede ser distinta a la phrónesis aristotélica, concebida precisamente
como la actividad de la razón que reúne no solamente la percepción de
las circunstancias particulares que reclaman la puesta en práctica de una
determinada virtud, sino también una consideración del conjunto de
nuestra vida como un todo que debe ser vivido bien. Un texto de la Ética
Nicomáquea expresa esta concepción de la virtud moral en términos
muy parecidos a los utilizados aquí por Cicerón.
E N II 3, 1105 a 26 - 33, «El caso de las artes y el de las v i r t u -
des no son semejantes. Los productos de las artes tienen s u
bondad en ellos mismos, de modo que es suficiente que ten-
gan ciertas características, pero si los actos realizados de
acuerdo con la virtud tienen ciertas características, no s e
actúa [necesariamente por eso] de modo justo o t e m p e r a n t e ,
sino solamente si el agente actúa también estando con u n a
cierta disposición: en primer lugar, si tiene conocimiento de
lo que hace, en segundo lugar, si él elige las acciones y si l a s
elige por sí mismas, y en tercer lugar, si actúa con una d is -
posición [del carácter] firme e inamovible» .

Es la sabiduría la que provee ese conocimiento de que lo que se hace


conscientemente, es una acción de acuerdo con la virtud, elegida por ser
tal, y por ello mismo, constituye un fin en sí misma. Sin duda, éste es el
sentido de la frase utilizada por Cicerón, “la sabiduría [vuelta] entera-
mente sobre sí misma”, ya que esta forma de reflexión debe referirse
precisamente a esa capacidad de conocer que la acción que el agente rea-
liza en determinadas circunstancias, es un acto recto (kathórtoma), ele-

24 Véase para una discusión de este punto en Aristóteles, Guariglia, 1997, pp. 215 –
217.

38
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 39

gido y llevado a cabo por ser tal con firmeza y decisión. Esta segunda
parte de la acción moral, que Aristóteles describe como “una disposi-
ción del [carácter] firme e inamovible”, es la que involucra los aspectos
digamos más irracionales de la psique humana, la contención de los im-
pulsos contrarios a la recta razón, por lo que, señala Cicerón, “la sabidu-
ría comprende a la vez la magnanimidad, la justicia, y que el hombre es-
time como inferior a si todo lo que le acontezca en la vida”, salvo, por
cierto, la acción virtuosa misma.
Si recordamos ahora que, como señalamos más arriba (§ 2), las cosas
de acuerdo con la naturaleza solamente son el principio de los actos de-
bidos y constituyen apenas la materia de los actos virtuosos (Plutarco,
De comm. not . 23, 1069 e = SVF III, 491) y, además, que los actos debidos
pasan a ser actos rectos (katórthoma) precisamente por ser realizados a
partir de una disposición del espíritu encaminada a actuar según la virtud,
entonces podemos apreciar que la interpretación del texto ciceroniano
es en un todo consistente con esta tesis básica de los estoicos. En otros
términos, nada natural tiene valor por sí mismo, sino que solamente el
acto humano confiere valor, y para ello es condición necesaria que la ac-
ción esté de acuerdo con una razón única que guíe coherentemente nues-
tros actos, dándoles sentido en el conjunto de una vida. La doctrina mo-
ral estoica, especialmente la del período medio y romano, se nos pre-
senta, pues, como una radicalización de la moral aristotélica de la vir-
tud, que al poner el acento de modo exclusivo en el carácter moral o in-
moral de la acción, es decir, en “la convicción de que nada hay que separe
o haga diferente una cosa de otra sino lo honorable (honesta) y lo
deshonroso (turpia) ”, provoca simultáneamente un doble efecto: (1)
rebajar drásticamente todas las condiciones objetivas que singularizan y
predeterminan la acción a meros materiales inertes de la misma, negán-
doles cualquier valor intrínseco, y (2) restringir fuertemente todo el es-
pectro de las calificaciones normativas de las acciones a las dos valora-
ciones fundamentales, sin admitir gradación alguna entre ellas: buena o
mala, en el sentido de correcta o incorrecta.25 De este modo, los estoi-

25 El grado de conocimiento que los estoicos tuvieron de la obra aristotélica y el


peso de su influencia sobre su filosofía es una cuestión sumamente debatida en la
bibliografía especializada. En especial, con relación a la influencia de la ética
aristotélica sobre la estoica, la controversia se remonta hasta la misma Antigüedad.
Una visión de las distintas posiciones se tendrá en los trabajos citados a
continuación: Zeller, III 1, pp. 368 ss., Rist, 1969, pp. 1 – 21, Gauthier – Jolif, 1970, I 1,
pp. 241 ss., Irwin, 1986, pp. 205 ss. y Long, 1996, p. 34 y p. 185. Muy importante es el

39
40 OSVALDO GUARIGLIA D80

cos independizaron conceptualmente el cumplimiento de las normas


morales de todo resultado posterior que ello pudiera traer para el pro-
pio agente. Al permanecer, empero, aferrados a la tradición eudemonis-
ta de la ética antigua, inevitablemente se vieron forzados a disociar, para-
dójicamente, toda conexión entre “felicidad” y “placer”, haciendo de la
satisfacción interior por el ejercicio de la virtud el único estado gozoso
que el sabio se podía permitir.
Séneca, De vita beata, XV, 1 – 2, «”Pero ¿qué impide que s e
confundan en un mismo estado virtud y voluptuosidad y que
se alcance así el bien supremo que es al mismo tiempo ho-
nesto y agradable?” [Es imposible] porque una parte de lo
que es honesto no puede ser sino honesta, ni el supremo bien
tendrá toda su pureza si ve en sí algo desemejante a lo que
es mejor. Ni siquiera el gozo que nace de la virtud, aunque
sea bueno, es sin embargo una parte del bien absoluto, c o m o
tampoco la alegría y la tranquilidad, aunque nazcan de
causas hermosísimas; son éstas, en efecto, bienes, pero con-
secuencias del sumo bien y no p r o d uctoras de él» (trad. Ga-
llegos Rocafull, con correcciones y bastardillas agregadas).

IV Conclusión.
Como señalé al tratar la concepción aristotélica de la felicidad (véase
II), la labor filosófica comenzada por Sócrates y culminada en la ética de
Aristóteles consistió por sobre todo en trazar una nueva entidad ideal
hasta entonces inexistente: la vida humana como una unidad compleja y
coherente con un fin en sí misma, o, en otros términos, el ideal filosófi-
co de la buena vida. Con su creación culmina el proyecto platónico de
oponer a la sombría visión poética de la vida humana y del mundo en la
que ésta se desenvuelve, una concepción diametralmente distinta, en la

completo examen de la cuestión que ahora ofrece Alesse, 1997, pp. 233 – 262. A m i
modo de ver, existe un cierto consenso entre los intérpretes más recientes al
considerar la existencia de una considerable influencia de la ética aristotélica en la
estoica, como así también una reacción contra ésta en favor de las posiciones más
estrictamente socráticas. Por cierto, el juicio que se haga sobre la relación entre
ambas dependerá del grado de intelectualismo que se conceda a la ética aristotélica.
Dado que mi propia interpretación de esta última pone fuertemente el acento en la
continuidad con el intelectualismo socrático y en el papel que desempeña la
phrónesis en la realización de la virtud, hay a mi juicio un fuerte nexo entre la ética
estoica y la peripatética a pesar de las indudables diferencias.

40
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 41

que la razón escala al pináculo de nuestras facultades a fin de conocer el


Ser del universo y su orden legal intrínseco, por un lado, y a fin de domi-
nar, por el otro, los impulsos violentos y las tumultuosas pasiones, pro-
pios de la naturaleza humana. Con el estoicismo y, particularmente, con
sus últimos representantes de la época imperial, como Epícteto, esta
concepción alcanza su punto extremo, dando nacimiento a una doctrina
completamente ascética de la vida, cuyo paralelo con las enseñanzas de
Jesús en los Evangelios sinópticos ha sido frecuentemente resaltado.26
Por cierto, existen también diferencias insoslayables entre ambas cos-
movisiones, la cristiana y la pagana, que se han mantenido pese a todas las
similitudes: en efecto, la esperanza de una vida después de la muerte es
tan ajena para Epícteto como lo era para el viejo Crisipo. Mediante una
elocuente alegoría, Epícteto nos revela que hemos sido invitados por
Dios a presenciar su fiesta en el mundo, a admirar el espectáculo del
cosmos por Él organizado y a obedecer sus leyes; cuando Él decide que
es hora de abandonarla, debemos retirarnos obedientes, agradecidos de
haber sido invitados y contentos de haber presenciado ese grandioso y
deslumbrante festejo. (IV, I, 105 – 106). La vida del sabio estoico es de
este mundo; tanto sus desgracias como sus infortunios deben ser sopor-
tados como prueba de su virtud, de la misma manera que, por la misma
causa, deben ser sobrellevados con mesura e indiferencia los aconteci-
mientos favorables y los beneficios de la fortuna.
Hacia fines del siglo XIX F. Nietzsche lanzó un poderoso ataque contra
los ideales ascéticos, entre los cuales se cuenta, en primer lugar, el ideal
de vida creado por Sócrates, propagado por el platonismo y culminado,
según él, en la religión cristiana.27 Del masivo cúmulo de reproches que
Nietzsche elucubra contra estos ideales, es posible extraer uno que pare-
ce haber sido elaborado pensando expresamente en los rasgos distinti-
vos del ideal estoico, como cuando él afirma que «el ideal ascético surge
del instinto de protección y de supervivencia de una vida degenerada,
la cual trata de mantenerse mediante todos los medios y lucha por su
existencia», de modo que, en realidad, se trata de un esfuerzo por con-
servarse mediante esa forma extrema de mortificación. «El ideal ascético
[...] se encuentra, por tanto, justamente en la posición inversa a la que su-

26 Cp. Bonhöffer, 1894, pp. 18 ss., 24 ss., etc.; Wilamowitz, 1959, II, pp. 484 – 485.
27 Véase Nietzsche, JGB, «Vorrede», p. 5, GM, III, §§ 5 ss, p. 405 ss. Una interpretación,
muy ceñida al texto, de los “ideales ascéticos” en GM es provista ahora por
Stegmaier, 1994, pp. 176 ss.

41
42 OSVALDO GUARIGLIA D80

ponen los cultores de ese ideal: la vida lucha en él y a través del mismo
con la muerte y contra la muerte; el ideal ascético es un artificio en la
conservación de la vida» (GM, III, 13, p. 430). Lo que en la tradición so-
crática y aristotélica constituía el meollo de la soberanía del ser humano,
a saber: el dominio de sí mismo mediante el ejercicio de su propia capa-
cidad de acción de acuerdo con las virtudes, entendidas como guías que
apuntaban a una meta común, la buena vida, se convierte para la pers-
pectiva nietzscheana en negación de la vida de los instintos, en renuncia,
en agotamiento y en debilidad.
Como he señalado antes, el ideal filosófico de vida fue elaborado para
oponerlo a la concepción de la existencia humana como una sucesión
inarticulada de breves narraciones, cada una dominada por las fuerzas
demoníacas, ate (infatuación, ceguera) o el destino. Ésta fue la construc-
ción mítico-teológica de los grandes trágicos, especialmente de Sófocles,
«el último gran exponente de la visión arcaica del mundo, quien – como
ha señalado un gran conocedor de la cultura griega – expresó el pleno
significado trágico de los viejos temas religiosos en su forma más cruda y
carente de moral, es decir, el agobiante sentido del desamparo humano
frente al misterio divino y frente a la ate que asecha todas las empresas
humanas».28 La reacción nietzscheana contra el ideal filosófico como un
ideal ascético que asume la mortificación de sí y el abandono de las pa-
siones y de los instintos por temor a la muerte, recoge de los grandes
dramaturgos atenienses esta visión sombría del ser humano y de su
mundo para contraponerla a la vida buena de los filósofos.29 La Antigüe-
dad nos legó ambas concepciones, enfrentadas en una tensión no resuel-
ta, que hoy nos vuelve a desafiar.

Universidad de Buenos Aires y CONICET.

Referencias

28 Dodds, 1963, p. 49.


29 Quien ha desarrollado recientemente esta oposición entre la visión filosófica y la
visión trágica de la vida con gran energía y convicción es el filósofo inglés B.
Williams, 1993, caps. 4 – 6.

42
(2002) EUDEMONISMO Y VIRTUD EN LA ÉTICA ANTIGUA 43

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44
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