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Eudemonismo y Virtud en La Ética Antigua. Aristóteles y Los Estoicos
Eudemonismo y Virtud en La Ética Antigua. Aristóteles y Los Estoicos
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2 Cp. Liddell – Scott – Jones, Greek Lexicon, sub voce; Dover, 1974, p. 174; en el
Edipo rey de Sófocles, el coro lamenta el destino de Edipo con estos versos “quien
habiendo apuntado a lo más extremo alcanzó la más completa fortuna (eudaímon)”
(vv. 1196 – 98).
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ser del agente, que aprovecha la oportunidad que le ofrecen las circuns-
tancias de realizar un acto noble para hacerlo sin otra consideración ulte-
rior.6
6 Annas, 1993, pp. 366 – 384 ofrece una extensa discusión de las diversas partes de la
felicidad en Aristóteles, especialmente de la relación entre virtud y bienes exteriores.
Si bien coincido a grandes rasgos con su interpretación, tengo algunas diferencias de
detalle importantes, una de las cuales se refiere precisamente a este desprecio por
las consecuencias de sus actos por parte del agente virtuoso.
7 La difícil cuestión de los bienes externos y su influencia en la vida feliz en el
pensamiento ético de Aristóteles ha sido discutida en el último tiempo por Cooper,
1985, pp. 173 ss., Irwin, 1985, pp. 94 ss., Nussbaum, 1986, pp. 318 ss., Ioppolo, 1990,
pp. 119 ss., Annas, 1993, pp. 377 ss., y Guariglia, 1997, pp. 311 ss. La interpretación
que aquí ofrezco es una ampliación de la ofrecida en el libro citado en último
término.
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uso de los bienes externos y de la virtud se esclarece aún más (1b) allí
donde éstos son intrínsecos al ejercicio de la virtud correspondiente. De
esto último es un caso paradigmático la justicia particular, virtud que pre-
cisamente se muestra en la distribución equitativa de los bienes externos
y sus contrarios:
E N V 2, 1129 b 1 – 6. «Puesto que el ser humano injusto es un
individuo codicioso, su vicio está referido a los bienes, pero
no a todos sino a aquellos sobre los que rige la buena o m a l a
fortuna, que son siempre bienes sin más ( h a p l o s); empero,
para un individuo determinado (tiní), no siempre lo son. Los
seres h u m a n os los imploran a los dioses y corren tras ellos,
aunque no deberían hacerlo, sino rogar más bien que los bie-
nes sin más sean también bienes para ellos y, luego, deberían
elegir los que constituyen un bien para ellos».
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Este pasaje pertenece a uno de los libros llamados comunes a las dos
éticas, la Eudemia y la Nicomáquea, de modo que representa el pensa-
miento ético del autor sin otros matices. El texto tiene un tono decidi-
damente polémico contra un filósofo desconocido que había sostenido
la tesis radical, abrazada más tarde por los estoicos, que la sola virtud es
suficiente para la felicidad, aún en la tortura. Aristóteles reivindica deci-
didamente la imprescindible función de los bienes corporales – la lotería
natural –, de los externos y de la buena fortuna en la constitución de una
vida feliz, porque ésta no solamente consta de una actividad placentera y
sin impedimentos, sino que además el sabio, para ser feliz, debe tam-
bién saber gozar mesurada y selectivamente de los placeres que produ-
cen los bienes externos, es decir, debe poder exhibir una actitud cir-
cunspecta cuando la fortuna le sea propicia, tanto como cuando le sea
desfavorable. De este modo, virtud y fortuna se encuentran en un delica-
do equilibrio, del cual depende la felicidad. Aristóteles admitió que este
equilibrio podía quebrarse irremisiblemente, en cuyo caso los infortu-
nios “oprimen y corrompen la bienaventuranza, porque traen penas e
impiden muchas actividades”. Frente a la desgracia, sólo resta reafirmar la
certidumbre de lo que hemos llegado a ser mediante la modelación del
carácter y el ejercicio de las virtudes, pues “también en las desgracias
brilla la nobleza, cuando uno soporta con calma muchos y grandes infor-
tunios no por insensibilidad, sino por ser noble y magnánimo” (EN I 11,
1100 b 28 – 33).
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8La traducción sigue el texto de Walzer y Mingay, con enmiendas propuestas por
Kenny.
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actividad que constituye la vida más perfecta (EE VIII 3, 1249 a 16 –17).9 A
diferencia, pues, de los Lacedemonios, que sólo realizan los actos de
acuerdo con la virtud por motivos externos – lo que Kant llamaría la mera
legalidad de la acción –, los hombres nobles, es decir, los auténticamen-
te virtuosos son aquellos que saben usar noblemente los bienes externos,
por cuya razón éstos, como fortuna, poder y honor, pasan a ser no so-
lamente bienes en sí sino también ocasión de actos nobles. En otros
términos, para llevar una vida virtuosa y aspirar a una buena vida como
fin último, es necesario no solamente actuar de acuerdo con la virtud si-
no por la virtud misma, única condición bajo la cual los bienes exteriores
se convierten en actos elogiables por sí mismos. Del resto, de lo que nos
depara la buena o mala suerte, no podemos disponer y escapa a nuestra
certidumbre. La vida puede contener en todo momento un costado trá-
gico como uno bienaventurado: es esto lo que como seres humanos
conscientes y firmes debemos estar preparados a soportar, sin renun-
ciar por ello a nuestra forma moral de existencia. Pues, como concluye
Aristóteles, “el hombre que es verdaderamente bueno y sensato soporta
sin perder las formas todas las vicisitudes de la fortuna, y siempre actúa
de la mejor manera posible a partir de las circunstancias existentes,
de la misma manera que el buen general saca del ejército del que dispone
el mejor uso estratégico posible [...] Y si esto es así, el hombre feliz
(eudaímon) no puede volverse nunca un desgraciado, aunque tampoco
será un bienaventurado (makários) si sufre los infortunios de Príamo”.
Por eso es conveniente “llamar ‘bienaventurados’ (makaríous) a aquellos
entre los seres vivientes que tienen a su disposición todas las condiciones
que hemos dicho, pero hombres bienaventurados [i.e., no dioses]” (EN I
11, 1101 a .1 – 21).
En la ética aristotélica se configura por primera vez un ideal filosófi-
co de una vida feliz, que comprende una concepción de la vida como
una unidad, opuesta a la concepción mítico-religiosa de una vida carente
de unidad y de fin, sometida a los caprichos de los dioses, del destino o
de la fortuna, pero irremediablemente fragmentada y ajena. Podemos
considerar, pues, a la reflexión ética de Aristóteles como uno de los pun-
tos de inflexión en la desacralización del mundo tanto natural como so-
cial, especialmente a causa de su esfuerzo por alcanzar una imagen del
hombre como dueño de su propio destino, o, en otros términos, por su
empeño en la desigual lucha intelectual con el pensamiento religioso im-
9 cp. Kenny, 1992, pp. 13 ss para la discusión de la felicidad en la EE.
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perante que enajenaba la vida del ser humano como un títere en manos
de las fuerzas sobrenaturales, de la buena o de la mala fortuna. Es sobre
esta noción fuerte de buena vida, como vida propia, elegida por uno
mismo y vivida como una unidad consistente, que se reafirma en el ejer-
cicio de todas las virtudes como un único conjunto dirigido por la pru-
dencia, que se sostiene la estima de sí que P. Ricoeur ha destacado, con
razón, como un aporte fundamental de la ética aristotélica a la concep-
ción de la identidad (ipseidad) moral.10 La forma que adopta esta estima
de sí en la ética de Aristóteles es la figura del magnánimo, el cual tiene
plena conciencia de su propia valía y por eso acepta los honores que se
le otorga – los más altos de los bienes externos – sin dejarse arrastrar ni
dominar por ellos.11 Este desapego y distanciamiento de los bienes ex-
teriores, que, sin desconocer su necesidad e importancia, los contrasta
con la propia estimación como un ser prudente y virtuoso, es, en defini-
tiva, la mejor caracterización del sabio moral que elaboró la ética antigua.
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211 ss.), Long, 1996, (recopilación de trabajos anteriores, de los cuales son
especialmente importantes desde) pp. 134 ss., White, 1990, pp. 42 ss., Irwin, 1990, pp.
59 ss., Striker, 1990, pp. 97 ss.(recogido también en Striker, 1996, pp. 183 ss.),
Engberg-Pedersen, 1990, passim, Annas, 1993, pp. 385 ss., Nussbaum, 1994, pp. 316
ss., Boeri y Juliá, 1998, pp. 21 ss. Una mención aparte merece el estimulante libro de
Becker, 1998, que expone de forma sistemática una ética de inspiración estoica
desde una perspectiva actual.
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ferentes como tales, por lo tanto, solamente tienen el valor que les con-
fiere el ser producto de una elección (Plutarco, De comm. not. 26, 1071 a
– b).13
Si reflexionamos sobre estos tres niveles de elección de los indife-
rentes, observaremos que existe en ellos una mezcla del punto de vista
genético con el punto de vista sistemático. Desde el punto de vista gené-
tico, en efecto, los tres niveles corresponden a tres etapas del desarrollo
moral, desde el infante que sólo se maneja por estímulos e impulsos irra-
cionales, en el que por ello no hay elección propiamente dicha, hasta el
sabio moral en el que culmina el desarrollo, por ser éste el único que juz-
ga de manera autónoma, ya que sólo él tiene presente el plan del univer-
so conducido por el lógos. Desde un punto de vista sistemático, en
cambio, la cuestión es más compleja, ya que no es claro el criterio utili-
zado por los estoicos para concluir que un acto apropiado o debido, lle-
vado a cabo por una persona común, es indiferente preferido o que
promueve aceptación, mientras que el mismo acto realizado por el sa-
bio, es “recto”, en el sentido de moralmente bueno. Ya en la antigüedad
se criticaba la arbitrariedad de esta distinción: Plutarco (De comm. not.
1070 a = SVF III, 123), en efecto, preguntaba porqué la misma cosa en un
caso es leptón (aceptable) y en otro hairetón (digno de elección) etc. De
modo que, si bien filológicamente es admisible buscar una respuesta a
partir de las razones ofrecidas desde el interior del sistema estoico, des-
de un punto de vista puramente filosófico esto no es suficiente, puesto
que lo que nos interesa es precisar el criterio moral que el estoico pone
en práctica cuando elige un acto recto. A mi juicio, la formulación de este
criterio coincide con la distinción propuesta por los estoicos de un do-
ble fin de la acción: por un lado, el “fin” de ésta y, por el otro, su, diga-
mos así, “objetivo exterior”, que es idéntico al resultado material de ella.
Con esta división ingresamos de un modo explícito en el tratamiento de
la virtud.
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14 La teoría estoica de los fines ha sido objeto de una permanente discusión entre
los estudiosos de la filosofía griega desde el siglo pasado hasta nuestros días, sin que
se haya arribado a un claro consenso sobre todos los puntos. Mi interpretación se
alinea junto a la de aquellos autores que admiten, dentro de ciertos límites, la
existencia de un doble fin en la concepción de las acciones morales por parte de los
estoicos, sin que por ello éstos incurran en contradicción. A renglón seguido cito los
trabajos más importantes sobre el tema: Bonhöffer, 1894, pp. 168 ss.; Pohlenz,
1970 4ª , pp. 186 ss.; Long, 1967, pp. 59 – 90; Reiner, 1967, pp. 261 – 281; Soreth, 1968,
pp. 48 – 72; Rist, 1977, pp. 161 – 174; Forschner, 1995 2ª , pp. 212 – 226 ss.; LS, I, pp.
406 – 410; Irwin, 1986, pp. 228 – 234; Striker, 1996, pp. 298 – 315. Una selección de
los textos imprescindibles para la cuestión se encontrará en LS, I – II, 63 y 64.
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No son, por lo tanto, las cosas según naturaleza las que constituyen los
bienes – pues la fortaleza de salud de un tirano sangriento, por ejemplo,
no puede ser considerada como algo bueno en sí mismo ni su debilidad
un mal de por sí – sino sólo la elección y el uso que de ellas se haga de
acuerdo con la razón que nos dirige hacia el fin último de nuestra vida. En
esto consiste la virtud, de modo que es el ejercicio de ella el que confie-
re a las cosas según naturaleza su carácter de buenas, y, consecuentemen-
te, las torna dignas de elección. En efecto, los estoicos sostuvieron sin
desmayo la doctrina socrática de que las virtudes no sólo eran formas de
conocimiento racional (epistêmai) sino que se reducían, en última instan-
cia, a una sola: la phrónesis, es decir, la razón práctica, que se diferencia-
ba únicamente por el tipo de acción que en cada caso se debía realizar.
Así, pues, la valentía es prudencia con relación a las situaciones que uno
debe afrontar, la temperancia es prudencia con respecto a lo que se de-
be elegir, la justicia, en fin, es prudencia en relación con las cosas que se
deben distribuir, etc. (Plutarco, De stoic. rep. 7, 1034 c = SVF I 200 = LS,
61C). De esta manera, el intelectualismo propio de la tradición socrática
y aristotélica alcanza con los estoicos su punto culminante. Un pasaje de
Ario Dídimo enuncia acabadamente este aspecto de la ética estoica:
Estobeo II 63, 6 – 15, ( SVF III, 280) «Todas las virtudes, que
son conocimientos y habilidades (epistêmai kaì téchnai),
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mente difícil de concebir una virtud que pueda prescindir por completo
tanto de las circunstancias como de las condiciones materiales de su
ejercicio. En realidad, lo que los estoicos sostienen no solamente presen-
ta un costado razonable sino que, más aún, constituye una distinción que
se ha incorporado al pensamiento ético contemporáneo. Para poder
descifrar este núcleo racional, sin embargo, se hace imprescindible dar
previamente un rodeo.
Plutarco, De comm. notit., 26, 1070 F 5 – 1071 B 5, «Es con-
trario al pensamiento sostener que existen dos metas o fines
de la vida y que la referencia de todas las cosas que hacemos
no es algo único, pero es todavía más opuesto al pensamien-
to común suponer que uno es el fin y, sin embargo, cada u n a
de nuestras acciones están referidas a otro. Ahora bien, los
estoicos están obligados a sostener alguna de estas dos a l -
ternativas. Si, en efecto, no son las cosas primeras según na-
turaleza las que son en sí mismas bienes, sino la selección
racional y la aceptación de éstas, esto es, el esforzarse c a d a
uno por lograr las cosas primeras según naturaleza, enton-
ces en relación con este último fin deben estar referidas t o-
das las acciones realizadas, a saber: el esforzarse por l o g r a r
las cosas primeras según naturaleza. Y si ellos piensan que
los hombres alcanzan su meta no deseando o apuntando a l a
posesión de esas cosas, entonces la selección de éstas debe es-
tar referida a otro propósito y no al mismo. En efecto, l a
meta está dada entonces por la selección prudente y la acep-
tación de las cosas primeras según naturaleza, mientras que
estas cosas mismas y el obtenerlas no constituyen de por s í
el fin, sino que están supuestas como una especie de m a t e r i a
que tiene “un valor selectivo” ( eklektiken a x í a n ) » . 15
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16 Esta cuestión ha sido debatida especialmente por Rist, 1977, pp. 164 ss.,
Forschner, 1995 2ª , pp. 213 ss. e Irwin, 1986, pp. 224 – 228.
17 Véase ahora sobre este punto la amplia discusión de Forschner, 1999, pp. 163 ss.
18 Para la doctrina expuesta por Epicteto sobre la tranquilidad, las pasiones y el
gozo de vivir, véase Bonhöffer, 1894, pp. 40 – 49.
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En resumen, los estoicos sostendrían, por una parte, que tanto el de-
venir del universo como el de nuestras propias vidas dentro de éste es-
tán determinados por la estructura legal y causal del cosmos, y, por otra,
que la divina providencia nos garantiza que nuestra existencia tiene un
sentido dentro del orden del todo, y que cumplimos con este significado
oculto del lógos cuando nuestra vida se rige por la ley universal, tanto fí-
sica como moral, que nos conmina a actuar según la virtud y a encontrar
19Una amplia defensa de esta propuesta ofrece Long, 1996, pp. 187 ss. a la que
ahora adhiere también Forschner, 1999, pp. 172 ss.
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22 Véase Rist, 1969, pp. 187 – 189; Alesse, frg. 54, Com., pp. 186 – 188.
23 Quien, a mi juicio, presenta la más completa exposición de esta interpretación es
ahora Annas, 1993, pp. 388 – 411, especialmente pp. 403 ss., aunque ella no tiene
presente las objeciones de Long contra la atribución a todo el estoicismo, incluido
el antiguo, de la versión ciceroniana del mismo.
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24 Véase para una discusión de este punto en Aristóteles, Guariglia, 1997, pp. 215 –
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gido y llevado a cabo por ser tal con firmeza y decisión. Esta segunda
parte de la acción moral, que Aristóteles describe como “una disposi-
ción del [carácter] firme e inamovible”, es la que involucra los aspectos
digamos más irracionales de la psique humana, la contención de los im-
pulsos contrarios a la recta razón, por lo que, señala Cicerón, “la sabidu-
ría comprende a la vez la magnanimidad, la justicia, y que el hombre es-
time como inferior a si todo lo que le acontezca en la vida”, salvo, por
cierto, la acción virtuosa misma.
Si recordamos ahora que, como señalamos más arriba (§ 2), las cosas
de acuerdo con la naturaleza solamente son el principio de los actos de-
bidos y constituyen apenas la materia de los actos virtuosos (Plutarco,
De comm. not . 23, 1069 e = SVF III, 491) y, además, que los actos debidos
pasan a ser actos rectos (katórthoma) precisamente por ser realizados a
partir de una disposición del espíritu encaminada a actuar según la virtud,
entonces podemos apreciar que la interpretación del texto ciceroniano
es en un todo consistente con esta tesis básica de los estoicos. En otros
términos, nada natural tiene valor por sí mismo, sino que solamente el
acto humano confiere valor, y para ello es condición necesaria que la ac-
ción esté de acuerdo con una razón única que guíe coherentemente nues-
tros actos, dándoles sentido en el conjunto de una vida. La doctrina mo-
ral estoica, especialmente la del período medio y romano, se nos pre-
senta, pues, como una radicalización de la moral aristotélica de la vir-
tud, que al poner el acento de modo exclusivo en el carácter moral o in-
moral de la acción, es decir, en “la convicción de que nada hay que separe
o haga diferente una cosa de otra sino lo honorable (honesta) y lo
deshonroso (turpia) ”, provoca simultáneamente un doble efecto: (1)
rebajar drásticamente todas las condiciones objetivas que singularizan y
predeterminan la acción a meros materiales inertes de la misma, negán-
doles cualquier valor intrínseco, y (2) restringir fuertemente todo el es-
pectro de las calificaciones normativas de las acciones a las dos valora-
ciones fundamentales, sin admitir gradación alguna entre ellas: buena o
mala, en el sentido de correcta o incorrecta.25 De este modo, los estoi-
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IV Conclusión.
Como señalé al tratar la concepción aristotélica de la felicidad (véase
II), la labor filosófica comenzada por Sócrates y culminada en la ética de
Aristóteles consistió por sobre todo en trazar una nueva entidad ideal
hasta entonces inexistente: la vida humana como una unidad compleja y
coherente con un fin en sí misma, o, en otros términos, el ideal filosófi-
co de la buena vida. Con su creación culmina el proyecto platónico de
oponer a la sombría visión poética de la vida humana y del mundo en la
que ésta se desenvuelve, una concepción diametralmente distinta, en la
completo examen de la cuestión que ahora ofrece Alesse, 1997, pp. 233 – 262. A m i
modo de ver, existe un cierto consenso entre los intérpretes más recientes al
considerar la existencia de una considerable influencia de la ética aristotélica en la
estoica, como así también una reacción contra ésta en favor de las posiciones más
estrictamente socráticas. Por cierto, el juicio que se haga sobre la relación entre
ambas dependerá del grado de intelectualismo que se conceda a la ética aristotélica.
Dado que mi propia interpretación de esta última pone fuertemente el acento en la
continuidad con el intelectualismo socrático y en el papel que desempeña la
phrónesis en la realización de la virtud, hay a mi juicio un fuerte nexo entre la ética
estoica y la peripatética a pesar de las indudables diferencias.
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26 Cp. Bonhöffer, 1894, pp. 18 ss., 24 ss., etc.; Wilamowitz, 1959, II, pp. 484 – 485.
27 Véase Nietzsche, JGB, «Vorrede», p. 5, GM, III, §§ 5 ss, p. 405 ss. Una interpretación,
muy ceñida al texto, de los “ideales ascéticos” en GM es provista ahora por
Stegmaier, 1994, pp. 176 ss.
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ponen los cultores de ese ideal: la vida lucha en él y a través del mismo
con la muerte y contra la muerte; el ideal ascético es un artificio en la
conservación de la vida» (GM, III, 13, p. 430). Lo que en la tradición so-
crática y aristotélica constituía el meollo de la soberanía del ser humano,
a saber: el dominio de sí mismo mediante el ejercicio de su propia capa-
cidad de acción de acuerdo con las virtudes, entendidas como guías que
apuntaban a una meta común, la buena vida, se convierte para la pers-
pectiva nietzscheana en negación de la vida de los instintos, en renuncia,
en agotamiento y en debilidad.
Como he señalado antes, el ideal filosófico de vida fue elaborado para
oponerlo a la concepción de la existencia humana como una sucesión
inarticulada de breves narraciones, cada una dominada por las fuerzas
demoníacas, ate (infatuación, ceguera) o el destino. Ésta fue la construc-
ción mítico-teológica de los grandes trágicos, especialmente de Sófocles,
«el último gran exponente de la visión arcaica del mundo, quien – como
ha señalado un gran conocedor de la cultura griega – expresó el pleno
significado trágico de los viejos temas religiosos en su forma más cruda y
carente de moral, es decir, el agobiante sentido del desamparo humano
frente al misterio divino y frente a la ate que asecha todas las empresas
humanas».28 La reacción nietzscheana contra el ideal filosófico como un
ideal ascético que asume la mortificación de sí y el abandono de las pa-
siones y de los instintos por temor a la muerte, recoge de los grandes
dramaturgos atenienses esta visión sombría del ser humano y de su
mundo para contraponerla a la vida buena de los filósofos.29 La Antigüe-
dad nos legó ambas concepciones, enfrentadas en una tensión no resuel-
ta, que hoy nos vuelve a desafiar.
Referencias
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