Está en la página 1de 20

Unidad 1: Naturaleza de la liturgia

Sacrosanctum concilium - Vaticano II

La Liturgia en el misterio de la Iglesia


2. En efecto, la Liturgia, por cuyo medio “se ejerce la obra de nuestra Redención”, sobre todo en el
divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y
manifiesten a los demás, el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. Es
característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles,
entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y
todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo
invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos. Por eso, al
edificar día a día a los que están dentro para ser templo santo en el Señor y morada de Dios en el
Espíritu, hasta llegar a la medida de la plenitud de la edad de Cristo, la Liturgia robustece también
admirablemente sus fuerzas para predicar a Cristo y presenta así la Iglesia, a los que están fuera,
como signo levantado en medio de las naciones, para que, bajo de él, se congreguen en la unidad los
hijos de Dios que están dispersos, hasta que haya un solo rebaño y un solo pastor.

La obra de la salvación se realiza en Cristo


5. Dios, que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim.
2,4), “habiendo hablado antiguamente en muchas ocasiones de diferentes maneras a nuestros padres
por medio de los profetas” (Hebr. 1,1), cuando llegó la plenitud de los tiempos envió a su Hijo, el
Verbo hecho carne, ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a los pobres y curar a los contritos
de corazón, como “médico corporal y espiritual”, mediador entre Dios y los hombres. En efecto, su
humanidad, unida a la persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación. Por esto en Cristo se
realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino. Esta obra de
redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró
en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo la realizó principalmente por el misterio pascual de su
bienaventurada pasión. Resurrección de entre los muertos y gloriosa Ascensión. Por este misterio,
“con su Muerte destruyó nuestra muerte y con su Resurrección restauró nuestra vida. Pues el costado
de Cristo dormido en la cruz nació "el sacramento admirable de la Iglesia entera”.

En la Iglesia se realiza por la Liturgia


6. Por esta razón, así como Cristo fue enviado por el Padre, Él, a su vez, envió a los Apóstoles llenos
del Espíritu Santo. No sólo los envió a predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo
de Dios, con su Muerte y Resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte, y nos condujo
al reino del Padre, sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el
sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica. Y así, por el bautismo,
los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con El, son sepultados con
El y resucitan con El; reciben el espíritu de adopción de hijos “por el que clamamos: Abba, Padre”
(Rom. 8,15) y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre. Asimismo, cuantas
veces comen la cena del Señor, proclaman su Muerte hasta que vuelva. Por eso, el día mismo de
Pentecostés, en que la Iglesia se manifestó al mundo “los que recibieron la palabra de Pedro “fueron
bautizados. Y con perseverancia escuchaban la enseñanza de los Apóstoles, se reunían en la fracción
del pan y en la oración, alabando a Dios, gozando de la estima general del pueblo” (Act. 2,14-47).
Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo
“cuanto a él se refiere en toda la Escritura” (Lc. 24,27), celebrando la Eucaristía, en la cual “se hacen
de nuevo presentes la victoria y el triunfo de su muerte”, y dando gracias al mismo tiempo “a Dios
por el don inefable” (2 Cor. 9,15) en Cristo Jesús, “para alabar su gloria” (Ef. 1,12), por la fuerza del
Espíritu Santo.

Presencia de Cristo en la Liturgia


7. Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la
acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro,
“ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”,
sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de
modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando

1
se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la
Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi
nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt. 18,20). Realmente, en esta obra tan grande por la que
Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su
amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno.

Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los
signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el
Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En
consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la
Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no
la iguala ninguna otra acción de la Iglesia.

Liturgia terrena y Liturgia celeste


8. En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra
en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está
sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al
Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos
esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor
Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra vida, y nosotros nos manifestamos también gloriosos
con El.

* * *
Catecismo de la Iglesia Católica
Razón de ser de la liturgia
1066. En el Símbolo de la fe, la Iglesia confiesa el misterio de la Santísima Trinidad y su “designio
benevolente” (Ef 1,9) sobre toda la creación: El Padre realiza el “misterio de su voluntad” dando a su
Hijo Amado y al Espíritu Santo para la salvación del mundo y para la gloria de su Nombre. Tal es el
Misterio de Cristo (cf Ef 3,4), revelado y realizado en la historia según un plan, una “disposición”
sabiamente ordenada que san Pablo llama “la Economía del Misterio” (Ef 3,9) y que la tradición
patrística llamará “la Economía del Verbo encarnado” o “la Economía de la salvación”.

1067 «Cristo el Señor realizó esta obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de


Dios, preparada por las maravillas que Dios hizo en el pueblo de la Antigua Alianza, principalmente
por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su
gloriosa ascensión. Por este misterio, "con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección
restauró nuestra vida". Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable
de toda la Iglesia» (SC 5). Por eso, en la liturgia, la Iglesia celebra principalmente el misterio pascual
por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación.

1068 Es el Misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia a fin de que los fieles
vivan de él y den testimonio del mismo en el mundo: «En efecto, la liturgia, por medio de la cual “se
ejerce la obra de nuestra redención”, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye
mucho a que los fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la
naturaleza genuina de la verdadera Iglesia» (SC 2).

Significación de la palabra "Liturgia"


1069 La palabra “Liturgia” significa originariamente “obra o quehacer público”, “servicio de parte
de y en favor del pueblo”. En la tradición cristiana quiere significar que el Pueblo de Dios toma parte
en “la obra de Dios” (cf. Jn 17,4). Por la liturgia, Cristo, nuestro Redentor y Sumo Sacerdote,
continúa en su Iglesia, con ella y por ella, la obra de nuestra redención.

1070 La palabra “Liturgia” en el Nuevo Testamento es empleada para designar no solamente la


celebración del culto divino (cf Hch 13,2; Lc 1,23), sino también el anuncio del Evangelio
(cf. Rm 15,16; Flp 2,14-17. 30) y la caridad en acto (cf Rm 15,27; 2 Co 9,12; Flp 2,25). En todas
estas situaciones se trata del servicio de Dios y de los hombres. En la celebración litúrgica, la Iglesia
es servidora, a imagen de su Señor, el único “Liturgo” (cf Hb 8,2 y 6), al participar del sacerdocio de

2
Cristo (culto), de su condición profética (anuncio) y de su condición real (servicio de caridad): «Con
razón se considera la liturgia como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la que,
mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la
santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros,
ejerce el culto público integral. Por ello, toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y
de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y
en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (SC 7).

* * *
M. Kunzler, La liturgia de la Iglesia (capítulos I-III)

El descenso de Dios a los hombres


«Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo», reconocemos en el credo de
nuestra fe. Los cimientos de la fe cristiana son éstos: no puede haber redención y, en consecuencia,
salvación sin ese descenso («catábasis») del Hijo de Dios al mundo y a la vida de los hombres. Sólo
al tomar Dios mismo la iniciativa, al «convertirse, sin transformarse a sí misma, una persona de la
Trinidad en ser humano» —como se canta en un himno de la celebración eucarística del rito
bizantino—, el hombre puede ser redimido. Para la criatura mortal la participación en la plenitud
divina de vida sólo es pensable como don de Dios. La liturgia de la Iglesia, si es que tiene la
pretensión de ser vivificadora para el ser humano, sólo tiene validez bajo el aspecto de la catábasis
de Dios. Cuanto sucedió una vez para siempre en la encarnación y en la obra de salvación de Cristo,
acontece a diario hasta el final de los tiempos en los actos litúrgicos de la Iglesia. En ellos se cumple
la catábasis de Dios, en la que el Dios Trino toma la iniciativa y actúa para la salvación de los
hombres.
 
I. ¿Un “giro teológico” en la ciencia litúrgica?
1. El «giro antropológico» en la teología
Con certeza es imposible ponerle una etiqueta divulgativa a las múltiples evoluciones de la teología
en el siglo XX. Sin embargo repetidamente se cita el «giro antropológico» como elemento
característico de la nueva teología. En ocasiones se pretende trazar con este concepto una cesura en
el pensamiento teológico, que separa la época del Concilio y su posterior influencia, de la teología de
épocas precedentes, menos orientada hacia el hombre. Entiéndase como se quiera el concepto de
«giro»: las expresiones «giro antropológico/viraje antropocéntrico» se remontan a Karl Rahner.

Siguiendo a Rahner, el «giro antropológico» tiene, expresándolo detalladamente, el siguiente


significado: todo discurso sobre Dios y sobre la revelación divina está fundamentado en la cuestión
trascendental del hombre acerca de sí mismo. Su pretensión no es el aumento de conocimientos al
que, en caso de necesidad, se podría renunciar sin perjuicio para la vida, pues Dios no es «un objeto
junto a otros en el campo de la experiencia a posteriori del hombre, sino la causa original, el futuro
absoluto de toda realidad»1. La teología tiene que hablar siempre de la salvación del hombre y, por
ello, tiene que partir del ser humano, de sus preguntas y del mundo en el que éste las plantea y que le
impulsa a hacerlas. La referencia del hombre es, continuamente, el ser absoluto; él mismo es una
parte del mundo en el que vive, y ese mundo le impulsa a preguntar por lo que hay más allá de la
experiencia inmanente al mundo, de la vida y del mundo mismo. Por este motivo, la historia
universal tampoco es una «continua historia de declive de la fe cristiana», sino que cada época le
vuelve a encomendar de nuevo a la teología la misión de trasmitir humanamente a los hombres de
los diferentes periodos verdades religiosas2. Por muy necesario que el giro antropológico pueda ser
en la teología según la concepción de Rahner, por mucho que pretenda establecer una teología
correspondiente a la «situación temporal de hoy en día» 3, no se quedó sin respuesta de la opinión
contraria.

Scheffczyk advierte de su cercanía a la filosofía existencialista 4. Pannenberg ve el peligro de la


«constricción antropocéntrica de la teología», el peligro de que «el hombre se ocupe en la teología
sólo de sí mismo en vez de Dios, y que, con ello, yerre el tema propio de su propia disciplina»  5. Por
último, Häußling no excluye «que el giro antropológico de la teología sirva de mensaje cifrado que
exprese la incapacidad de creer de alguna manera en Dios» 6. A pesar de los peligros, las

3
parcialidades y la limitación, Pannenberg aboga insistentemente por una teología orientada
antropológicamente 7.

Häußling señala también los puntos débiles de la doctrina sacramental de Rahner. «El sacramento no
se percibe como si viniese de fuera, sino que pone al descubierto las estructuras internas del actus
humanus “fe”» 8. ¿Puede Rahner verdaderamente mantener en pie el significado de salvación de los
sacramentos y, con ello, de todos los actos litúrgicos de la Iglesia? «Pero es un punto débil relevante
de este pensamiento no poder decir con la suficiente claridad y sencillez por qué existen de hecho los
sacramentos –a no ser que sea suficiente su existencia como “modelos”, dentro de la Iglesia, de la
palabra digna, válida, de ser expresada en público–, ni cómo, en ellos, el cristiano participa de algo
que de otra manera no posee, o bien que posee de otra manera absolutamente distinta –así lo
sugieren algunas afirmaciones ocasionales–, o de una manera mucho mejor, evidentemente por ser
más objetiva; esto es: en la sincera decisión de una entrega a la fe que afecta a toda la persona. Si
esta observación es cierta, hay que sacar la siguiente conclusión: en los sacramentos el ser humano
es convocado a una (co)actuación que en el fondo no le toma en serio porque se introduce en un
espacio en el que, en realidad, ya está, y de donde aquello en lo que debe colaborar tiene de hecho su
fuerza» 9.

2. El giro catabático en la teología de la liturgia


También una teología de la liturgia ha de tener como punto de partida el ser humano. Häußling
considera que en el pensamiento de Rahner se corrige una «concepción más bien catabática de los
sacramentos» por una «visión anabática».

En esta afirmación se citan dos conceptos importantes para la teología de la liturgia postconciliar:
catábasis y anábasis. Ambos conceptos describen la esencia de la liturgia como diálogo entre Dios y
el ser humano de forma mutuamente complementaria. El descenso divino (aspecto catabático o
sotérico [redentor]) hace posible el ascenso humano (aspecto anabático o latréutico [venerador] de la
liturgia) en la glorificación, el ruego y la celebración. «La descripción conciliar de la liturgia, según
ambos aspectos, en el artículo 7 apenas puede ser lo suficientemente 10 valorada en su significación».
La liturgia es la «ejecución del sacerdocio de Cristo; por medio de signos manifiestos se expresa en
ella la santificación del hombre y se efectúa de forma singular cada vez; al mismo tiempo, todo el
culto público es ejecutado por el cuerpo místico de Jesucristo; esto es: la cabeza y los miembros. En
consecuencia, cada celebración litúrgica es en su condición de obra de Cristo, el sacerdote, y de su
cuerpo que es la Iglesia, acción sagrada por excelencia, cuya eficacia no alcanza ninguna otra
actividad de la Iglesia ni en rango ni en dimensión (SC 7). La liturgia es diálogo: «Donación de
salvación de parte de Dios en palabra y sacramento (cuya ejecución... es la acción y el
acontecimiento litúrgico, y, en realidad, no sólo ascendente hacia Dios en tanto que esté rodeada de
las acciones del administrador y del receptor), y respuesta del hombre que ha recibido la gracia,
hacia Dios. Ambos aspectos se encuentran en todo acto litúrgico» 11 .

Ambos aspectos, el catabático-sotérico así como el anabático-latréutico, son sólo dos formas de ver
la misma realidad. Dios no necesita la glorificación en forma de servicio (de los servicios religiosos)
del hombre. El recibe esa glorificación si el hombre tiene la vida, si su doxa divina muestra su poder
al hacer partícipe al hombre en su plenitud de vida; o expresándolo con las palabras de Ireneo de
Lyón: «La gloria de Dios es el hombre vivo, pero la vida del hombre es la contemplación de
Dios» 12. La unión de catábasis y anábasis, de sotería y latreia consiste en la comunicación de la vida
divina a los hombres, y de su inclusión en la plenitud divina de vida 13. Si la glorificación de Dios se
sustenta en el hecho de que el hombre alcanza la perfección de su ser en el diálogo con su creador,
en la participación de su plenitud de vida, este intercambio vital sólo puede ser iniciado desde Dios.
En consecuencia, es la catábasis, una vez que ha tenido lugar, la que hace posible la anábasis, la
sotería y la latreia. Por este motivo, la «prioridad esencial de la "glorificación" de Dios» no
contradice, en modo alguno, según Lengeling, la «prioridad existencial del aspecto salvífico» 14: Dios
existe, Él accede al hombre saliendo de la luz inaccesible de la vida divina para llevarle consigo al
interior de la plenitud de vida del Dios Trino. Para ello ha venido Cristo (Jn 10, 10).

La definición dialógica de la liturgia parece ser, a primera vista, menos teocéntrica que una
definición puramente cultual, que, primordialmente, tuviese como punto de mira la alabanza de Dios

4
por los hombres en los actos externos. «En realidad esta concepción, que está muy claramente
representada en los catecismos (antiguos: y desde la primera pregunta: "¿Cuál es nuestra finalidad en
la tierra?"), en los libros litúrgicos, etc., y que domina la mentalidad, hasta hoy en día, del clero y del
pueblo, es más bien antropocéntrica: nosotros glorificamos para alcanzar la gracia y llegar un día al
cielo»15. En otras palabras: el giro de una definición cultual de liturgia a una dialógica como se
aplica claramente en la Constitución sobre la liturgia, es un «giro teocéntrico o catabático».

3. Visión de conjunto sobre el giro antropológico y catabático


¿Son el giro antropológico en la teología y el giro catabático, desde el punto de vista de la liturgia,
movimientos opuestos?

En una teología orientada antropológicamente no se puede prescindir, así como en la definición de


liturgia orientada catabáticamente, de una actuación primera de Dios, que precede a todo
pensamiento y acción del hombre. El discurso sobre Dios y sobre las verdades divinas sólo es
posible porque Dios se ha dirigido a los hombres por medio de la revelación. Sólo el Dios que entra
en relación con el hombre es el que hace posible que el ser humano emprenda su búsqueda, que
hable y piense sobre El, así como la oración, la alabanza, la queja y la celebración 16. Sin la
aceptación de esta preeminente dimensión catabática todo discurso teológico, incluso toda la
disposición religiosa del hombre estaría expuesta a la sospecha de no ser ninguna otra cosa sino
pruebas de la autoalienación del hombre; o, incluso, de una patología psíquica en el sentido de la
proyección exterior de Feuerbach17. A ambos, a la teología de nuestro tiempo orientada
antropológicamente tanto como a la definición de liturgia del concilio Vaticano II entendida
dialógicamente, les queda sólo la siguiente alternativa: o bien se acepta y se celebra en la fe que Dios
actúa para la salvación del hombre, y que la catábasis divina que invita a entrar en la plenitud de vida
tiene lugar de hecho; o bien la religión y los servicios religiosos se cuentan entre los fenómenos
peculiares del hombre, que es el objeto de investigación de la antropología y, con ello, también su
extraña disposición a creer, a orar y a celebrar.

Desde el punto de vista de la teología oriental no puede haber en absoluto un «giro antropológico»
sin que el pensamiento teológico se pierda antes por falsos caminos. Jamás tuvo y tiene la teología
otro tema que el del rasgo esencial teándrico de toda la economía de salvación: «Por nosotros los
hombres y por nuestra salvación». Un «giro antropológico» de la teología, de la que sus adversarios
pueden afirmar que en ella se hable demasiado del hombre y demasiado poco de Dios, sólo puede ser
el movimiento pendular al polo opuesto de un extremo: el de la especulación puramente intelectual
sobre el ser supremo, apartada de la vida del hombre, sin ninguna relación con él 18. Con justicia hace
referencia Evdokimov al principio básico teándrico (divino-humano) de la economía de salvación y,
con ello, también a la teología como «principio del equilibrio» 19. Precisamente en esta óptica
teándrica su discurso no se cansa de hablar del hombre, pero no del hombre alejado de Dios, como
de hecho puede serlo, –y aquí es donde el «giro antropológico» puede de hecho figurar como el
mensaje cifrado de la «incredulidad»– ni siquiera del hombre a costa del discurso sobre Dios, sino
como discurso teológico del hombre en su relación, precedente a su misma existencia, con Dios, que
le ha creado como ser teándrico que encuentra el camino hacia sí mismo en la divinización.

En consecuencia no queda ninguna otra posibilidad sino la de aceptar, dentro de una teología
antropológica que pueda verdaderamente reclamar el derecho a llevar ese nombre, una acción
primera de Dios, de igual modo con el objeto de un entendimiento de la liturgia orientado
teocéntricamente, que entienda la glorificación de Dios, en primer lugar, en su aspecto catabático y
que no pierda, en modo alguno, de vista al hombre, para cuya salvación existe la gloria de Dios. Esta
concepción no es compatible con una forma cultual de entender la liturgia, parcialmente anabática y,
conforme a ello, antropocéntrica: «En la liturgia cristiana entra en consideración, en primer lugar,
aquel servicio que nos es ofrecido de parte de Dios. El servicio de parte de Dios es el que exige y
hace posible nuestro servicio divino» 20.

II. El controvertido concepto de “culto”, o ¿qué sentido tine el servicio religioso?

Si se entiende la liturgia dialógicamente como comunicación entre Dios y el hombre, se supera en

5
ese caso una forma de concebirla parcialmente en sentido latréutico-cultual. «Culto» es un concepto
controvertido. Sólo un año después de la publicación de la Constitución sobre la liturgia, en el año
1964, Guardini cuestionó, por principio, la «capacidad cultual» del hombre contemporáneo, y
expresó el temor de que el hombre moderno fuera profundamente incapaz de desarrollar «una
conciencia elemental del contenido simbólico de la existencia» 21. Por otra parte, Corbon habla de una
«tentación del culto» que afecta especialmente a los creyentes de orientación fundamentalista: la
práctica del culto es la tercera obligación de la criatura hombre frente a su Dios creador junto a la fe
en las verdades en las que se ha de creer y la observancia de los mandamientos que se han de
observar22.

1. Planteamiento de la cuestión
«Persistirá la liturgia?» es la pregunta que, fundamentalmente, propone Müller, quien ve cuestionada
la pervivencia de la liturgia por medio del siguiente modelo de pensamiento:

1. La liturgia consiste en actos externos que no tienen ningún otro objetivo sino el de expresar, a
través de Ios hombres, la veneración debida a Dios. No obstante, ¿acaso tienen esos actos, en modo
alguno, un valor propio ante una «veneración trascendental de Dios», que sucede en una vida
cristiana obediente a la voluntad del supremo? ¿El verdadero servicio religioso no es el amor al
prójimo llevado a la práctica?, ¿una celebración litúrgica no sirve sobre todo a la motivación y a la
reafirmación?, ¿acaso es la liturgia sólo un acto exclusivamente necesario por motivos pedagógicos
pero cuya meta no es Dios sino los hombres?

2. Existe una relación entre el planteamiento expuesto y el hecho de que en el ánimo del hombre
moderno se despierte una impresión «mágica» al poner en acción una realidad divina y espiritual,
expresada mediante signos, y acciones significativas manifiestas. A ello se contraponen el
pensamiento, la argumentación y la formación de la conciencia. La misa se entiende como una
medida (social)-pedagógica y como una lección catequista multimedial que inicie y mantenga
despiertos procesos político-sociales de cambio.

3. Müller teme que tal modelo de pensamiento pueda indicar una tradición que se extiende desde san
Agustín hasta Rahner: los sacramentos –y con ellos toda la liturgia– son proclamaciones orales
potenciadas por medio de signos externos, en las cuales se acepta, en el seno de la situación vital
concreta de un hombre, el acto de salvación que tuvo lugar de una vez para siempre, y la promesa de
salvación de Dios en Cristo. Las acciones externas apuntan a la fe acogedora; la cuestión del alcance
de la salvación que puede trasmitir sigue sin resolverse en su profunda dimensión. Müller detecta
paralelismos evidentes con la teología protestante, la cual, movida por la preocupación por la «sola
gratia», no quiere oír hablar de la eficacia original de los sacramentos respecto a la salvación
humana.

¿Es la liturgia, con sus acciones externas, en modo alguno, necesaria? Una teología de los
sacramentos –y también una teología de la liturgía unida a ella–que no esté en disposición de
responder satisfactoriamente la cuestión de la causalidad de las acciones externas respecto a su
efecto salvífico, tiende con facilidad a sustituir la ejecución externa del servicio religioso por el
kerygma y la diaconía 23.

2. Crítica del culto


Toda crítica del culto –ya en el Antiguo Testamento– parte de una cuestión fundamental: ¿para qué
necesita Dios la acción humana? Fácilmente puede olvidarse en la acepción del concepto del
«servicio divino» que Dios, en primera línea, sirve al hombre, y también puede malinterpretarse la
acción del servicio divino como el servicio necesario del hombre para Dios. Desde la Constitución
sobre la liturgia del concilio Vaticano II hay que considerar definitivamente superada una visión tan
parcial.

Una visión cultual de la misa, típica de la modernidad, estaba ya predispuesta, desde un punto de
vista histórico de la teología, hacía mucho tiempo. Ésta se impuso finalmente en el siglo XIX de
forma general, fue aceptada en el derecho canónico de 1917 (c. 1256) y tuvo validez casi exclusiva
hasta la encíclica «Mediator Dei»  del papa Pío XII, del año 1947. Se estableció como fundamento la

6
concepción cultual de la misa con ayuda de la clasificación, llevada a cabo ya en la escolástica, de la
veneración de Dios por el hombre (de su «acto latréutico») en el sistema de las virtudes. La fuerte
influencia de Cicerón, en cuyo pensamiento la religio  –la virtud de los actos cultuales– se adscribe
al ius naturae, llevó a los teólogos escolásticos a establecer una relación entre el «culto» y la virtud
cardinal de la justicia: la criatura hombre le rinde a Dios, su creador, el culto de la adoración y de la
veneración del que le es deudor (cultus debitus).  Tal pensamiento también lo encontramos en santo
Tomás: la religio, la virtud de los actos cultuales, es la virtud moral suprema porque la criatura rinde
el servicio debido de la adoración a través del ejercicio a Dios como creador y sustentador suyo, en
el sentido de una justicia de cambio (iustitia commutativa). Dado que el hombre en su totalidad –por
tanto en cuerpo y alma– está obligado a esa acción de gracias, el culto abarca especialmente el lado
externo, corporal. De este modo, dice ya Tomás de Aquino: «Quia ex duplici natura compositi
sumus, intellectuali scilicet et sensibili, suplicem adorationem Deo offerimus, scilicet spiritualem,
quae consistit in interiori mentis devotionem et corporalem, quae consistit in exteriori corporis
humiliatione»24.

Esta concepción es el fundamento de las «definiciones» de «liturgia» en los cc. 1256-1257 del
Código de Derecho Canónico de 1917: liturgia es el «culto público» que la Iglesia ordena como acto
público para el cumplimiento, en los procesos externos del culto, de la adoratio debita y para cuya
ejecución nombra a «personas del culto» específicamente encargadas. En opinión de Eisenbach esta
concepción cultual de la liturgia fue la dominante hasta la encíclica Mediator Dei  del papa Pío XII.
Si bien, también después de la encíclica (1947) los documentos romanos obedecían todavía a esa
visión; la complementariedad de la dimensión catabática/sotérica y anabática/latréutica, que en Pío
XII se expresaba bajo la influencia del Movimiento Litúrgico y de la doctrina de los misterios ya no
entra en ellos en acción.25

El mismo concepto de «culto» admite demasiadas interpretaciones para anunciar con su ayuda el
lado corporal de la veneración de Dios por el hombre como cumplimiento de un deber al que está
obligada la criatura. Abarcando su multiplicidad de significados, Lanczkowski lo define como
concepto recopilador de las «formas fijadas y ordenadas del trato con lo divino»; aunque también
esta definición es todavía demasiado general. «Culto» puede significar también el reconocimiento de
algo superior, de un poder superior del que el hombre se sabe dependiente, ya sea un Dios u otro ser
humano. Los hombres que estén investidos de una potestad especial pueden exigir de sus
subordinados modelos cultuales de comportamiento 26.

La ambigüedad del concepto «culto» se fundamenta en su origen etimológico de «colere-cultivar,


cuidar, venerar» y abarca por lo que concierne al contenido de sus significados todo un espectro del
«trato cuidadoso». Es cultual la convivencia con lo santo y lo absoluto, que el hombre siente como
majestuoso, pero del cual se siente, al mismo tiempo, dependiente para asegurar su vida. «Cultual»
es un trato «cuidadoso», esto es protector con lo santo y lo absoluto para, por una parte, salvaguardar
su santidad y, por otra, proteger al mortal y cargado de culpa ante el santísimo y purísimo. Eliade se
refiere al «tabú y la ambivalencia de lo sacral», y la gloria de Dios (Kabod Yahvé) es sentida por el
pueblo de la alianza del Antiguo Testamento también como espantosa, incluso como amenazadora:
Quien contempla a Dios, ha de morir (cfr. Ex 33, 20) 27.

El culto protege en su condición de «forma ordenada y fijada de convivir con lo santo; en el culto el
hombre puede acercarse a Dios porque Él le permite ese acercamiento y le ha dado el culto para ello.
Yahvé mismo dona a Israel un orden cultual de salvación en la que vincula la concesión salvífica a
determinados símbolos, ritos y personas, pero se reserva la potestad de conceder a quien quiera su
gracia fuera de ese orden de salvación. Sin el culto el hombre siente todo acercamiento a Dios como
un peligro de muerte, aspecto al que se refieren especialmente los preceptos cultuales de pureza de
Israel 28. Personas, lugares, vestidos y objetos «escogidos» («sacrales») constituyen los elementos del
«culto», entendido como una «convivencia cuidadosa» prefijada por normas fijas que se conciben
como si Dios mismo hubiese otorgado su validez. Incluso en las formas secularizadas pervive esta
función protectora del culto a través de prácticas cultuales –incluso cuando ya no se es consciente de
su sentido— que han de prestar un servicio a la superación de las situaciones amenazadoras en la
vida.

7
En la fe de Israel el culto se concibe como si hubiese sido ordenado por Dios. En el culto se
comunica con su pueblo sin hacerse disponible, pero tampoco sin «fulminar», en su condición de
santísimo y perfectísimo, al hombre limitado y pecador en el encuentro. El culto es el nivel de
encuentro establecido por Dios entre sí mismo y los hombres para la salvaguarda de la identidad
tanto divina como humana29.

Sin embargo el concepto del «culto» sigue siendo resbaladizo, pues induce a la falsa suposición de
que es posible predisponer al Dios soberano a cometer acciones de salvación; en pocas palabras: que
es posible poner a Dios a nuestra disposición por medio del servicio del hombre dirigido a él. Este
peligro se asienta sobre la suposición de una conexión obra-resultado-contexto (u omisión-resultado)
que encuentra su expresión en el verbo transitivo «colere»: colere Deum,  obra del hombre dirigida a
Dios para la obtención del objetivo deseado.

«Cultuales» son los «cuidados» (todavía tan «espiritualizados») de los que el hombre hace partícipe
a su Dios para cerciorarse de su bendición y protección. Esta «parcialidad anabática» choca con la
indisponibilidad de Dios: el hombre «atiende» a la divinidad con sacrificios y actos de oración
porque se percibe a sí mismo como dependiente de ella. Los actos del culto sirven para mantener
alejada la ira de la divinidad y para alcanzar su bendición. De este modo, el «culto» sirve para la
prevención de las necesidades humanas básicas o la obtención 30 de las ventajas deseadas en el
sentido del do ut des.  Schaeffler llama la atención sobre el hecho de que lo problemático de esta
concepción ya ha sido observado por Platón (« ,para la ejecución de qué obra necesitan los dioses el
servicio humano?»); así mismo Schaeffler se refiere al hecho de que el concepto de culto en santo
Tomás fue reinterpretado de modo que el «culto» ya no era una acción que lo obraba todo, sino que
designaba algo, no era acción con una finalidad sino acción expresiva.

Lengeling rechaza absolutamente el concepto de «culto» por considerarlo inadecuado para abarcar la
esencia de la liturgia cristiana: Con él se desplaza en exceso la acción humana al primer plano de
manera que –como muestra también la historia del concepto hasta el concilio Vaticano II– se corría
continuamente el peligro de considerar que el encuentro de Dios y del hombre dependía de la obra
humana. Eisenhofer demuestra cómo los relictos del concepto culto que recuerdan a la magia todavía
pueden tener repercusión: «Si el hombre se acerca a Dios en el culto, no quiere sólo rendirle el
reconocimiento debido, él quiere también obrar  la condescencia llena de gracia de
Dios» 31. Parecidas conclusiones extrae Hanssens: en su opinión existen de hecho ambas tendencias,
la ascendente/anabática y la descendente/catabática, pero sólo la descendente es constitutiva, lo que
ya se expresa en el orden en que ambas se citan 32. Lengeling hace notar que la ciencia litúrgica
anterior definía los efectos de salvación de la liturgia como consecuencia del culto público y, de ese
modo, se acercaba peligrosamente a las opiniones pelagianistas, por no decir incluso mágicas. Esta
afirmación es válida sobre todo en el momento en el que el concepto del culto se observa desde la
perspectiva de la doctrina escolástica de la virtud y de su concepción de la virtud capital, según la
cual el cumplimiento del cultus debitus  por el hombre se considera el presupuesto para la obtención
de los efectos de la salvación de Dios.

La parcialidad falsificadora no tiene en cuenta la primordialidad de la dimensión catabática, que es la


que hace posible la anabática. El término «culto» sigue estando, en consecuencia, predispuesto a
malentendidos que son incompatibles con la imagen revelada de Dios, y que contienen elementos
mágicos residuales como los que la historia de las religiones asocia al término «culto» 33. Según la
crítica bíblica del culto, tampoco una concepción que pretenda disponer la indisponibilidad de Dios,
bajo la forma que sea, por medio de actos humanos para la obtención de una acción (de salvación)
puede corresponderse con la verdad revelada sobre Dios 34. La crítica bíblica se dirige a las formas
del culto que desdeñan la libertad personal del Dios de la alianza, porque se las concibe y se las
ejecuta como si obrasen por sí mismas, pasando por alto una relación personal con ese Dios. Esta
forma errónea se acerca a aquello que Kahlefeld define como «culto autónomo», el cual –una vez
concedido por Dios– «obra» a partir de sí mismo. Similares son los argumentos de Stendebach,
quien, por principio, considera la crítica del culto del Antiguo Testamento tambien válida para la
concepción cristiana del servicio divino. También Congar se pronuncia contra la aceptación de una
distancia fundamental de los profetas del Antiguo Testamento respecto a la acciones litúrgicas

8
externas del culto en el templo, tal como la han aceptado sobre todo algunos teólogos protestantes
tras una mirada soslayada al significado de la liturgia cristiana".

3. Intentos de solución
Desde el punto de vista del «giro antropológico» –por tanto desde la perspectiva humana–, Häußling
entiende el «culto» como una forma original del comportamiento humano. Por medio de acciones
simbólicas el hombre intenta ganar y asegurarse para sí el sentido de su existencia dentro del mundo
además de sus indisponibles e imponentes fuerzas. Por ello, el fenómeno asentado en el hombre de
un comportamiento cultual y su respectivo modelo se diferencia de la esencia de la liturgia
cristiana36.

El mismo Schaeffler intenta establecer una «fundamentación antropológica» del concepto «culto»:
«Culto» es un rasgo existencial un asentado en el hombre de una interpretación religiosa de la
existencia, pero teniendo en cuenta que en el fundamento de todo culto humano se encuentra la
acción de Dios: el culto es la representación real de una acción divina original en una acción
representativa humana. Ésta representa en el espacio y el tiempo la acción de salvación ya
acontecida y que está sucediendo incesantemente; renueva con ello la comunidad cultual celebrante
y, por medio de ella, el mundo entero. Esta representación es, en cualquier caso, una interpretación
procedente de Dios, de la realidad del mundo y del hombre que habita en él. El objeto del culto es,
en consecuencia, la interpretación de una realidad «existente» de todos modos, a la que el hombre le
«permite» acercarse a él, la cual contiene para él la parusía de Dios en su relación de espacialidad y
temporalidad. No es el hombre el que produce esa presencia de Dios y de su acción de salvación,
sino que le permite a la auténtica verdad que procede de Dios (la verdad prototípica) que se acerque
a él y que aparezca en sí misma y en su mundo. Como tal rasgo existencial religioso que es,
Schaeffler adscribe el concepto del «culto» al «alfabeto y gramática de la religión», de los cuales se
deberían servir tambien la proclamación y la liturgia del cristianismo.

Pero también se pueden plantear algunas considerables objeciones en contra de estas nuevas
interpretaciones: ¿no depende de nuevo la «llegada» de Dios, del hombre que abre su identidad y su
mundo para el supremo? Frente a las objeciones todavía no resueltas se eleva una imagen «racional»
de Dios, según la cual la moralidad —el amor activo al prójimo– viene a sustituir a las acciones
rituales. «La Ilustración y el idealismo han sacado esa conclusión» 37. Una religión que sitúe su
centro de gravedad inconfundiblemente en los valores éticos no puede aceptar que la presencia de
Dios en el mundo se lleve a cabo por medio de prácticas rito-cultuales. Además, es posible que estos
intensos planteamientos de la controversia no los haya provocado la visión del mundo científico-
técnica, sino que incluso pueden invocar el testimonio del Nuevo Testamento. La adoración de Dios
«en espíritu y en verdad» (Jn 4,24) ya no conoce unos tiempos, lugares y acciones especiales, es
decir, cultuales (o «sacrales»), sino que acontece «por medio del servicio a aquello que es verdadero,
bueno, hermoso y, por lo tanto, adecuado al espíritu; lo que es más: en la vida más cotidiana. La ley
natural y la ley moral han relevado a la ley cultual no porque hayan triunfado sobre la religión, sino
porque precisamente una revelación religiosa ha puesto tanto en duda la visión cultual del mundo,
que también la crítica filosófica del culto pudo llegar a influir en un amplio grupo de
población» 38. El dilema del culto radica al parecer nada menos que en la cuestión de la
autodisolución de la religión.

¿Para qué existe entonces el servicio divino? No puede ser una obra del hombre dirigida a Dios,
tampoco un complemento humano de la actividad de Dios como si su acción no fuera suficiente por
sí misma. El hombre puede ser la imagen de Dios –es decir, su forma presencial– y por ello puede
provocar formas en el presente, esto es, efectuar acciones según un modelo en las que la obra única
de salvación de Dios, siempre nueva y renovadora de la vida, entra en este mundo. La moralidad no
convierte el culto en algo superfluo, sino que se hace posible precisamente a través de él: el culto
vuelve a convertir al hombre, reiteradamente, en la imagen de Dios, en su forma presencial en el
mundo39.

¿Hay necesidad entonces, en vista de la primacía de la catábasis, del connotado y discutido concepto
del «culto»? La postura por principio escéptica de Lengeling respecto al «culto» sigue estando
justificada porque con este concepto sólo difícilmente se consigue expresar aquello que tiene que

9
preceder a toda intervención humana en los servicios religiosos: la iniciativa salvadora de Dios en
signos visibles y en ejecuciones externas, o dicho de otra manera: la dimensión catabática. Sólo ella
le da un sentido a las ejecuciones externas, a toda la liturgia.

III. La Liturgia: acción y servicio de Dios para muchos

1. El concepto de «liturgia» y su origen profano


También el término «liturgia» puede malentenderse parcialmente en el sentido del culto en su
aspecto anabático si con él se ha de designar exclusivamente la «cara externa», ceremonial, del
oficio cristiano40. En opinión de Fischer «liturgia» es un neologismo infelizmente introducido por los
humanistas; para Brunner este término no puede designar satisfactoriamente, ni en el Nuevo
Testamento ni en la reflexión teológica, el asunto del que en realidad se trata 41.

«Leitourgia» es un término de origen más profano que «culto». Traducido al pie de la letra «liturgia»
significa «obra del pueblo/para el pueblo», «asunto público», como la construcción de una muralla
de protección en torno a la ciudad, finalmente cualquier servicio en absoluto. También puede asumir
un significado cultual, dado que también el culto se contaba entre los asuntos del estado
Gemeinwesen. «Liturgia» designaba en ese caso una celebración religiosa que afectaba a toda la
comunidad-congregación ciudadana, de cuya ejecución todos eran responsables y tenían que
participar para asegurar la bendición del Dios «competente» para la comunidad-congregación por
medio de sacrificios. La celebración religiosa era entonces un «asunto público» tan importante como
todas las demás medidas que debían asegurar o promover el bienestar del pueblo.

La Septuaginta y el judaísmo helenístico entendieron el término «liturgia» sobre todo en su


significado general de «servicio», en su sentido específico como designación del culto del antiguo
testamento. La liturgia es un servicio cultual del pueblo de la alianza dirigido a Dios en el templo y
en la sinagoga. Así es como se entiende el término «liturgia» también en la Carta a los hebreos,
aunque no en los otros testimonio en los que el Nuevo Testamento hace uso de este concepto
entendiéndolo en general como «servicio»; en ningún pasaje se utiliza para designar los oficios
religiosos del Nuevo Testamento o una actividad de cuantos cristianos estén investidos con una
función 42.

A causa de la especificidad del oficio cristiano, primeramente se evitó recurrir a un término general
para los servicios religiosos, ya con el objeto de distinguirse del entorno pagano y judío. Cuando se
adoptó el término «liturgia» para designarlos, no cayó en el olvido que no es precisamente el hombre
el que sirve a Dios en sentido cultual, sino que la liturgia es, por encima de todo, la obra de Dios, el
cual obra la salvación en el mundo por Cristo en el Espíritu Santo. Al usarse el término «liturgia» en
el oriente cristiano primeramente como término general para toda celebración de los oficios
religiosos -de forma análoga al término «sacramentum» 43 en los padres de la Iglesia latinos–, se
circunscribió su uso posteriormente a la celebración de la liturgia: en oriente el término «Liturgia» o
«liturgia divina» es equivalente al de «misa» en occidente. Aquí toda expresión en torno al término
«liturgia» sólo desempeña a partir del humanismo un cierto papel que todavía está lejos de la
claridad terminológica en el sentido en que el concepto «liturgia» debería entenderse desde el
concilio Vaticano II.

2. La amplitud del término liturgia en el lenguaje teológico-eclesiástico


En su condición de diálogo e intercambio vital entre Dios y el hombre, la liturgia se concentra
mayormente en la celebración de la eucaristía. En ella se trata de la participación del celebrante en la
naturaleza humana de Cristo, que es la fuente de la divinización de la que los creyentes reciben la
vida divina. Ésta procede del Padre, se hace accesible a los hombres a través del Hijo hecho hombre,
y el Espíritu Santo la concede a las personas individuales y en ellas la consuma; El, que «lleva a
término toda santificación». En este sentido el oriente cristiano designa a la celebración eucarística
como la liturgia por excelencia.

En torno al centro de la celebración eucarística se sitúa la corona de los restantes sacramentos. Una
relación con el centro eucarístico les es pertinenente a todos ellos: la forma completa de la iniciación

10
cristiana (bautizo, confirmación y primera comunión) capacita al hombre para la eucaristía y cimenta
en él el intercambio vital entre Dios y el hombre. Penitencia y extremaunción tienen por
obPascuajeto reintegrar en la comunidad eucarística al hombre que se encuentra en una criPascuasis
(crisis de relación con Dios y sus semejantes, o también en una situación de crisis corporal) y que
por ello está alejado de la eucaristía. El matrimonio como «Iglesia en pequeño» o «célula
germinativa de la Iglesia» constituye la base de la Iglesia como comunidad eucarística y procura, a
través de las nuevas generaciones, la pervivencia de la comunidad. El sacramento del orden organiza
a la comunidad eucarística mediante los ministerios más diversos. También cuentan como liturgia la
liturgia de las horas, el servicio divino y los sacramentales.

Esta concepción de la liturgia tiene sus raíces en la concepción fundamental de la Iglesia y afecta por
ello a toda ella más allá de las diferencias regionales y las especificidades culturales. Además de este
campo que abarca a toda la Iglesia hay también celebraciones de servicios religiosos, que están
ancladas más regionalmente en Iglesias particulares, como algunos actos de devoción y procesiones.
Pío XII dice de ellas en su Mediator Dei  que se las considera, «en cierto modo, incluidas en el
ordenamiento de la liturgia» 44. En la instrucción de 1958 se las adscribe a la competencia de los
obispos, designándolas como pia exercitia. SC 13 establece una diferencia entre los «ejercicios
piadosos del pueblo cristiano» (pia exercitia como el vía crucis, el rosario) y las celebraciones de las
prácticas religiosas de las Iglesias particulares, las cuales se celebran por mandato episcopal
conforme a la costumbre o a los libros jurídicamente aprobados. Los ejercicios piadosos «gozan de
una dignidad especial», pero no se les considera como liturgia de la Iglesia en sentido estricto. Han
de estar acordes con la sagrada liturgia, «deriven en cierto modo de ella y conduzcan al pueblo a ella,
ya que la liturgia por su naturaleza, está muy por encima de ellos» (SC 13) 45.

En opinión de Renning esta división es arbitraria. «Tiene, por ejemplo, como consecuencia que la
oración del breviario de un sacerdote se adscriba a la liturgia, mientras que la procesión pública de la
celebración del Corpus Christi con la participación del obispo y de muchos clérigos y laicos no se
considere liturgia, sino “sólo” ¡un sacrum exercitium de una iglesia particular!» 46 También Adam se
expresa en contra de una estrechez excesiva: «Dondequiera que una Iglesia particular bajo la
potestad de un obispo, o incluso una única comunidad o grupo, de acuerdo con la doctrina de la
Iglesia, se reúna para escuchar la Palabra de Dios y para la oración en común, está presente el sumo
sacerdote Jesucristo (cfr. Mt 18, 20). Por este motivo, el misterio de la Pascha discurre a través de un
servicio religioso de tal naturaleza y acontece para la glorificación de Dios y la salvación de aquellos
que participan en su celebración. ¿Por qué no debería aplicarse a un acontecimiento religioso así la
clasificación esencial de liturgia?» 47

3. La fijación catabática del concepto de liturgia en la vida del Dios Trino


El concepto de «liturgia», en la medida en que el primer miembro del término compuesto griego
puede admitir dos interpretaciones, viene a confirmar la concepción dialógica del servicio religioso
como acontecimiento complementario de la iniciativa divina de salvación (catábasis) y de su
respectiva respuesta humana (anábasis): «Obra del pueblo» pero también «obra para el pueblo».
«Obra para el pueblo» es la liturgia en su condición de actuación de Dios para los muchos, su obra
de salvación en el seno del pueblo de la nueva alianza. Visto de esta manera, el servicio religioso es,
en primer lugar, el servicio de Dios para el hombre. De ese modo, la «liturgia» está abierta a la
primordial dimensión catabática de todas las acciones de los servicios religiosos. Sin embargo,
también la dimensión anabática puede expresarse del siguiente modo: el servicio religioso es obra y
asunto de todo el pueblo de la alianza, primordialmente de todas las distinciones jerárquicas. Esta
dimensión es verdadero servicio de todos a Dios, el Dios que hace posible el Padre a través del Hijo
en el Espíritu Santo. La dimensión catabática y anabática están contenidas en el concepto de
«liturgia»; Ios nombres de los portadores del acontecimiento del servicio religioso se mencionan a la
vez: Dios y su pueblo. Más que toda distinción entre el clero y los laicos, el término «liturgia»
expresa que la obra de Dios para los muchos afecta a todos (dimensión catabática), y que el
encuentro de los hombres con Dios en la alabanza, la acción de gracias, la oración y la súplica
(dimensión anabática) es asunto de todos.

El concepto de «liturgia», sin malinterpretarlo entendiéndolo como la «cáscara externa, ceremonial»


de la celebración del servicio, antes bien a causa de que une en sí ambas dimensiones, es apropiado,

11
como el concepto de «servicio religioso», para designar el acontecimiento que sucede en la
celebración de la liturgia cristiana: comunicación vivificadora entre Dios y el género humano. Aquí
está en primer plano la dimensión catabática, que es la que hace posible la anabática: Dios toma la
inciativa para la divinización del hombre y del mundo; y esta iniciativa acontece para su servicio, en
el servicio de Dios a los hombres; en la liturgia tiene lugar el descenso (catábasis) de Dios al mundo
para el acogimiento de la comunicación que crea vida y diviniza.

No es con la creación con la que Dios establece una relación por primera vez, pues Él es, en su
condición de Dios Trino, relación intimísima en sí mismo. El Dios Trino, que llevó la creación de la
nada a la existencia para comunicarse con ella, no es otro sino el tripersonal, que eternamente se
comunica en sí mismo. Y la forma y manera en que Dios se comunica con la creación, acontece de
forma análoga a la comunicación de las tres personas divinas. La Iglesia de la antigüedad ya definió
este rasgo como orden («taxis»), como corresponde también en el caso de las relaciones de las tres
personas divinas entre sí: del Padre a través del Hijo en el Espíritu Santo.

3.1. La fiesta como confirmación de la existencia


El tema de toda fiesta es la afirmación de la existencia 48. Los hombres celebran fiestas para
confirmar, en cada caso de nuevo, su propia existencia, la de los demás y la del mundo según las
situaciones y los acontecimientos dados (cumpleaños, giros en la vida como el matrimonio,
aniversarios de acontecimientos señalados, ¡pero también la muerte). Celebran esta confirmación
festivamente, esto es, sirviéndose de recursos extraordinarios y en un marco que va más allá de la
cotidianidad porque las ejecuciones cotidianas de la vida no tienen esta afirmación fundamental de la
existencia como tema.

A causa de este carácter relevante de la afirmación de la existencia toda fiesPascuata es de naturaleza


religiosa aún en el caso de que muchas otras circunstancias oculten esa relación con lo sobrenatural.
Una afirmación completa de la existencia sólo es posible si se acepta que está superado el
cuestionamiento de la existencia, que la caducidad y la muerte plantean. También este hecho eleva el
carácter extraordinario de la fiesta. Frente a la experiencia cotidiana de la caducidad, la limitación y
la muerte, la fiesta proclama de un modo extraordinario la liberación de toda limitación de la
existencia. Lo extraordinario es aquello que, en toda repetición, irrumpe como lo que es, cada vez,
nuevo y admirable en un mundo cuya habitualidad se sustenta en su carrera hacia el fin y la
muerte 49.

Habituales son el devenir y el trascurrir. Habitual es la muerte y la tentación, provocada por el


pecado original, de tener que conformarse con esa habitualidad que es la obligatoriedad del morir. La
verdadera fiesta, entendida como lo extraordinario de la afirmación de la vida, perturba esa calma
mortal. Afecta al ser humano que se ha hecho a la idea de la finitud de su existencia, y despierta en él
ansias del «más» infinito que subyace a toda verdadera confirmación de la existencia.

Por este motivo, en toda fiesta el objeto último de toda su celebración es Dios, al que todo lo que
existe le debe su existencia; que quiere la creación y la conserva ininterrumpidamente en la
existencia, de la que puede resultar la afirmación completa y, por lo tanto, la única verdadera, de la
existencia. La fiesta humana es la reactualización de esa voluntad divina respecto a la existencia. Por
ello, sólo se pueden imponer y convertirse en costumbres arraigaPascuadas las fiestas que tienen
como objeto central esta reveladora confirmación de la existencia, y que, de ese modo, –
independientemente de si los celebrantes son concientes de ello– incluyen en su celebración a Dios,
del que procede todo existir y en el que éste alcanza su consumación. Toda fiesta que no se sustente
sobre la confirmación de la existencia como objeto central, volverá a derrumbarse en breve tiempo o
tan sólo servirá de pasatiempo.

3.2.  La fiesta eterna de la liturgia celestial


Aceptando que el tema de toda fiesta es la afirmación de la existencia, el Dios Trino celebra desde
toda la eternidad una fiesta eterna. Como afirma la respuesta del catecismo a la pregunta de quién
celebra la liturgia celestial haciendo referencia a la anáfora de la liturgia de san Juan Crisóstomo, el
Dios tripersonal es el primer sujeto de esta fiesta 50.

12
¿Dónde podría ser más intensa la recíproca afirmación de la existencia de una persona a través de
otras, más íntima, y acompañada de la verdad absoluta de la eternidad, de la inmortalidad y de la
ilimitación, que en las relaciones yo-tú-nosotros-vosotros de la Trinidad?, ¿en qué otro lugar sería
más veraz que en la Trinidad la completa confirmación de la bondad y de la hermosura de una
persona a través de otras?, ¿dónde estaría la habitualidad de lo perecedero más lejos y sería más
impensable que en el seno de Dios, que es la vida misma? Precisamente de este modo se confirma,
de forma absolutamente singular, la afirmación de Lengeling de que, en sí, la liturgia celestial no es
sólo latréutica51, pues no es veneración recíproca de las tres personas divinas –como si Dios mismo
dispusiese su propia alabanza–, sino confirmación infinita de la existencia, en la que su afirmación
encuentra su sitio. Una verdadera afirmación de la existencia necesita la eternidad y la infinitud del
que reafirma. El que reafirma y el que es reafirmado son en la Trinidad eternos e infinitos por igual.
Lo que esto significa para la creación y para la comunicación de Dios con ella, se ve con claridad
siguiendo el orden de ideas desarrollado por Staniloae52.
Si Dios fuera sólo unipersonal, su posición respecto a todo lo creado sería la de lo completamente
distinto y santo, de modo que continuamente se estaría cuestionando la realidad creada en su propia
identidad y limitación como criatura. Un cuestionamiento tal sería lo contrario de la afirmación del
ser. Sería la exposición continua de los límites de lo creado y contendría necesariamente un «no»:
Aquí, la eternidad; allí, la condición de perecedero. Aquí, la salvación; allí, la perdición, etc. ¿Se
conserva la creación en su realidad de criatura si un Dios unipersonal de tal naturaleza se relaciona
con ella? Por ello, Von Balthasar dice que frente a un Dios unipersonal, como lo venera el Islam,
aunque también el pueblo de la alianza del Antiguo Testamento, al hombre sólo le quePascuada el
gesto de la prostratio, la completa sumisión a lo que él mismo no es 53.

Si Dios fuera bipersonal, no habría lugar para una creación a la que tendría que ir dirigido el amor de
ese Dios. La relación de amor entre estas dos personas divinas sólo consentiría la mirada de una para
la otra. Solamente en el caso de un Dios tripersonal es posible concebir la trasformación en uno de
tres personas en la misma esencia divina y en el mismo honor, acompañada de la dedicación
simultánea a la realidad creada.

En el amor perfecto de un Dios bipersonal no puede existir ninguna creación; la única realidad es la
relación amorosa de las dos personas, cuya subjetiva relación mutua sustenta también la única
realidad objetiva. Sin embargo, en el caso del Dios Trino, la tercera persona, en su caso respectivo,
confirma la relación de amor entre las dos otras, de manera que esa relación no es sólo subjetiva,
sino que acontece en un espacio objetivo. Es precisamente en la tripersonalidad de Dios donde hay
espacio para lo objetivo; sólo en la Trinidad de las personas divinas encuentra un lugar algo que
puede ser distinto a Dios: la creación.

Expresémoslo con una imagen: Mientras la trasformación de dos personas en una unidad deja
«espacio» para una realidad entre ellas, una relación de amor perfecta entre tres personas de igual
valía, eternas por igual (¡de lo que no existe ninguna analogía en la creación!), crea un espacio en el
que la realidad creada puede tener su espacio. La creación tiene el espacio que hace posible su
existencia en Dios mismo, o expresándolo con más precisión: en la relación intratrinitaria que edifica
la celebración eterna de la liturgia celestial a causa de la perfecta confirmación de la existencia de
una persona a través de la otra, al gozo de una persona en la otra y a la atestiguación de éste por la
tercera persona respectiva. Ya en la tripersonalidad de Dios esa liturgia es una «obra para los
demás», que una persona en el seno de la divinidad ejecuta para las otras dos personas divinas. Una
persona confirma a las otras dos su bondad y su belleza, y atestigua, plena de gozo, el amor que se
confieren como una realidad que va más allá de la mera relación.

La «liturgia celestial» como insignia de la relación amorosa en el seno de la Trinidad no se puede


sólo caracterizar con la imagen del «himno eterno», sino que contiene también el concepto del juego:
la relación en el seno de la Trinidad como el «juego del amor culminado», el «juego amoroso».

El juego, libre de utilidad y lucro, por amor al juego mismo y el amor por el amor mismo van juntos.
«En ningún lugar hay más juego, más puro, más primigenio que en el juego original de la vida
trinitaria» 54. Lo que Hemmerle dice de la vida en el seno de la Trinidad, lo relaciona Hugo Rahner
con el vínculo que existe entre el creador y su creación: Nada en Dios es necesario, nada carece de

13
libertad; en él no existe ningún «tener que», sino sólo un «querer». El Trino se basta consigo mismo
en la relación de amor que mantiene en el seno de lo divino; Él no tiene que provocar la existencia
de ninguna creación para poder ser Dios sobre una realidad que no es divina. Por este motivo,
Rahner describe la acción de Dios, creadora y conservadora del mundo, como un «juego de reyes y
de niños al mismo tiempo», «de reyes» por estar sumamente cargado de sentido, y «de niños» por
acontecer sin presión alguna y en la perfecta libertad del amor: «Precisamente en esa aporta
dialéctica "rey y niño" reside la esencia metafísica de la creación, que nos permite hablar con un
Dios que juega» 55.

El eterno juego del amor del Dios Trino, en el que nada carece de libertad, nada es necesario, en el
que no hay nada más que la confirmación incondicional, alegre de una persona por medio de la otra,
y la atestiguación reafirmadora de la relación a través de la tercera persona; en el que acontece, sin
que haya analogía alguna en la creación, una trasformación total en una unidad, salvaguardándose la
diversidad personal (pericoresis); este juego del amor es el acto medular de la liturgia celestial. O
resumiéndolo: la liturgia celestial es la plenitud vital del Dios Trino en sí misma, en la cual las tres
personas comunican entre ellas de forma perfecta y encuentran la vía hacia la unidad completa. En
calidad del sí que da su completo asentimiento del uno al otro, la completa afirmación de la
existencia de las tres personas divinas es en sí ya una fiesta eterna, porque le es extraña toda
habitualidad del devenir y del perecer, y porque está dispensado de toda repetición condicionada por
el tiempo y la condición de lo pasajero. Es la única fiesta que perdura en sí misma porque no está
sometida a las limitaciones del tiempo y al no de la negación del ser. Sólo partiendo de ella son
posibles las fiestas de los hombres en el decurso del tiempo y en la disposición determinada por el
pecado original como acontecimientos extraordinarios que merecen llevar el nombre de fiesta.

3.3. Liturgia celestial y terrenal


Dado que la liturgia que se celebra en la tierra es comunicación entre Dios y su criatura, siempre es
participación en la fiesta eterna de la liturgia celestial en el seno de la plenitud de vida del Dios
Trino, a la cual ya ha entrado la Iglesia celestial de los ángeles y de los santos: «Nuestra unión con la
Iglesia celestial se realiza de la forma más noble cuando celebramos la alabanza de la majestad
divina con júbilo compartido, especialmente en la sagrada liturgia, en la que la virtud del Espíritu
Santo actúa sobre nosotros por medio de los signos sacramentales. De ese modo, todos los que
procedentes de toda tribu, lengua, pueblo y nación se han redimido (Ap 5, 9) en la sangre de Cristo y
están congregados en la única Iglesia, glorificamos a Dios uno y Trino en un único canto de
alabanPascuaza. Así pues, sin duda es en la celebración del sacrificio eucarístico cuando más
íntimamente unidos estamos al culto de la Iglesia celestial, puesto que en nuestra memoria
veneradora nos unimos sobre todo a María...» (LG 50).

La idea de la unidad de la liturgia terrenal con la celestial, que muestra muchas facetas y que ha sido
desarrollada especialmente en el oriente cristiano 56, tiene una larga tradición. El núcleo central es
siempre la consideración de que el salvador, el mismo Cristo, es el primer actuante de toda acción
litúrgica, cuya forma terrenal representa una equivalencia accesible a los sentidos de la realidad
celestial invisible. Vagaggini ve fundamentada esta equivalencia ya en la carta a los
hebreos 57, Tyciak la atribuye a «la revelación del sentido del Apocalipsis a partir de lo
cultual» 58, una idea que también defiende Congar59. Especialmente en la patrística griega se defiende
esa unión: San Juan Crisóstomo 60 enseña esa equivalencia así como el Pseudo-Dionisio
Areopagita 61 y Máximo Confesor 62. Esta idea también está representada en occidente, como indica
Häußling, en algunos seguidores de la Ecole Francaise 63; también la podemos encontrar en la
teología de Odo Casel 64.

Sin embargo, independientemente de las líneas de evolución de la teología y de la historia de la


devoción, es válida la afirmación de que no puede haber ningún otro fundamento para la liturgia
celebrada en la tierra que no sea la liturgia celestial; en ella debe estar definitivamente anclada la
santa misa en la tierra, es decir: el servicio de Dios dirigido a los hombres y al mundo antes de que el
hombre se eleve hacia Dios en la liturgia. Dios se comunica con su creación extendiendo a la
realidad creada el sí del amor a la existencia del otro, afirmación que es incondicional,
absolutamente innecesaria y totalmente libre. Esta comunicación sale completamente de Dios, abarca
al hombre y al mundo, les dota de la plenitud divina de vida sin arrebatarles su identidad como

14
criaturas, sino tratándoles con resPascuapeto y, a pesar de todo, conduciéndoles a la perfección en la
plenitud divina de vida, a la que los padres griegos se refieren con el concepto de «divinización».

La liturgia terrenal sólo puede ser portadora de salvación si se entiende como descenso de la realidad
no visible de la liturgia celestial al mundo visible en el que penetra el hombre. Él mismo no ha de
hacer sino entrar en la ininterrumpida entonación del «Santo» de los ángeles cercanos al trono de
Dios, él mismo se convierte en aparición visible de los ángeles que portan en la procesión de la
liturgia celestial al Señor del universo, como se afirma en el himno querubín de la liturgia bizantina
durante la Entrada Mayor. Según Casel, ya la Iglesia antigua intuyó vagamente «que todo lo terrenal
es sólo el reflejo y el efecto de una autoridad supraterrenal» 65.

De hecho, para Congar las metáforas litúrgicas a las que recurre el Apocalipsis hablan sobre la idea
de que la verdad última de la realidad terrenal es ser portadora de la realidad supraterrenal: la liturgia
celestial se muestra como continuación o como proyección en el cielo de la liturgia de la Iglesia, que
parte de la premisa de que cuanto se vive en la celebración en la tierra es, por decirlo así, el
«portador» de otra realidad que no es otra que la celestial, y que en la celebración terrenal se vuelve
perceptible a los sentidos 66, si bien su auténtica realidad la obtiene por completo de aquello que se
asienta en ella presencialmente, aquello que en esa presencia invita a la comunicación: la liturgia
eterna, celestial de Dios. La liturgia terrenal es un icono de la celestial; la celebración terrenal
pertenece al ámbito divino en su condición de imagen esencial de su correlato celestial, y, como tal,
es soberanía de Dios que está aconteciendo en el momento presente 67. Lo que es más: la liturgia que
se celebra en la tierra es el aprendizaje de la celestial. En opinión de Lang, la concepción cristiana de
la vida eterna de los difuntos no se corresponde ni con la idea pagana de salvación ni con la judía. La
nueva Jerusalén no es ni la continuidad de la ciudad terrenal con su correspondiente forma mundana
de vida sin limitación temporal ni un Eliseo ultramundano con una calidad de vida elevada al
infinito, sino «un enorme templo en el que Dios estará presente, y al que venerarán todos los seres —
ángeles y hombres— con cánticos y actos cultuales» 68. En este empeño, el redactor del Apocalipsis
tomó como modelo la liturgia de los templos, los oficios de las sinagogas y las ceremonias oficiales
en las basílicas paganas, pues, por el contrario, difícilmente se podía obtener una imagen de la
grandiosa celebración en el cielo a partir de las ceremonias en las casas de los primeros cristianos.

«En la liturgia terrenal tomamos parte, degustándola anticipadamente, en la liturgia celestial que se
celebra en la santa ciudad de Jerusalén, en dirección a la cual nos encontramos de camino en nuestro
peregrinaje y donde Jesucristo está sentado a la derecha de Dios, el ministro del santuario y del
tabernáculo verdadero. En la liturgia terrenal entonamos al Señor el himno de su gloria con toda la
muchedumbre del ejército celestial. En ella veneramos la memoria de los santos y esperamos la
participación y la comunión con ellos. En ella esperamos al redentor, a nuestro señor Jesucristo,
hasta que se manifieste como nuestra vida, y nosotros nos manifestemos con El en la gloria». Esta
afirmación del artículo VIII de la Constitución sobre la liturgia va a continuación de las muy
fundamentales declaraciones del artículo VII sobre la liturgia como ejecución del sacerdocio
principal de Cristo y de la concepción dialógica que se desprende de ello: la mediación de Cristo es
de tal naturaleza, que trasmite al hombre la participación, vivificadora y divinizadora, en la liturgia
celestial, la cual en su acción medular no es sino la perfecta, nunca sometida a la habitualidad y por
ello festiva, afirmación existencial de Dios Trino. Por este motivo la liturgia terrenal sólo es pensable
como actualización de la celestial en el espacio y en el tiempo, como, por ejemplo, se manifiesta en
el himno querubín de la liturgia bizantina, o en la mención de la liturgia celestial al final del prefacio
en la misa occidental.
La presencia de la liturgia celestial en la terrenal convierte a ésta en una fiesta porque la
complacencia mutua de las tres personas divinas entre ellas se extiende en el espacio y en el tiempo,
en su condición de acontecimiento, a la creación, y ésta vuelve a experimentar cada vez su
extraordinaria, esto es: festiva, afirmación de la existencia. Es con su creación con la que el Dios
Trino entra en relación, con ella celebra la fiesta que continuamente celebra en sí mismo, con el fin
de aceptarla divinizándola en la eterna fiesta de la liturgia celestial. Obra eso dentro del orden de la
economía de salvación, en la que especialmente la teología prenicena consideraba la actuación de la
Trinidad en el mundo: procedente del Padre a través del Hijo en el Espíritu Santo.
Por Jesucristo llega la liturgia celestial a la tierra. Sólo él es el sacerdote principal mediador, a través
del cual la acción visible de la Iglesia en la tierra se enlaza con la realidad no visible del cielo. En

15
este sentido la unidad de la liturgia celestial y terrenal reside en la identidad del liturgo, que «bajo la
envoltura de símbolos celebra también entre nosotros la liturgia celestial que ejecuta en el entorno
del Padre. Siempre y en todas partes se topa con la idea tan viva en la Iglesia de la antigüedad, y que
Tertuliano expresa tan magníficamente al llamar a Cristo catholicus Patris sacerdos,  (Adv. Marc. 4,
9) el sacerdote único y universal del Padre. Vista a partir de la figura de Jesucristo, nuestra liturgia
terrenal consiste en una continua epifanía del sacerdocio que él mismo perpetuamente ejerce en el
entorno de su Padre. Vista desde la Iglesia, nuestra liturgia consiste en la participación en la
actividad sacerdotal de Cristo, la cual comenzó en la tierra con la encarnación y continúa ahora en la
gloria del Padre» 69. Mediante la condición humana del Hijo el Espíritu Santo concede a la creación
la vida divina, que guía a la perfección en el seno de la creación misma aceptándola en el juego de
amor divino. La extensión de la liturgia celestial a lo creado es la manera en que el Dios Trino entra
en relación con su creación 70. Esta ha de incluirse en la acción medular de la liturgia celestial, en la
perfecta, siempre nueva, alegre y, por ello, festiva afirmación de la existencia de una de las tres
personas divinas a través de las otras dos.

«El Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Jesucristo, al asumir la naturaleza humana,
introdujo en este exilio terrestre el himno que se canta por todos los siglos en las moradas celestiales.
El mismo une a sí toda la comunidad humana y la asocia con El, entonando este divino canto de
alabanza.
En efecto, esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que no sólo en la celebración de
la Eucaristía, sino también de otros modos, sobre todo recitando el Oficio divino, alaba a Dios sin
interrupción e intercede por la salvación del mundo entero» 71.

Como supone Häußling, probablemente «la afectación del lenguaje» sugiere realmente que en la
liturgia celestial se trata de un Dios transmundano, dispensado de toda vida terrenal, «al que criaturas
de luz rinden homenaje entonando himnos ininterrumpidamente», se trata por lo tanto de una
«acción de estado divina, cerrada en sí misma» que ha hecho saltar por los aires un mediador que
trae consigo el «don del himno válido y excepcional, con el fin de que ahora la liturgia del cielo
tenga lugar sobre la faz de la tierra» y donde le corresponde: en la Iglesia 72.

El concepto del «himno» que Cristo ha traído a la tierra no debe malinterpretarse como la imagen de
una forma prefijada normativamente en la liturgia celestial, exclusivamente válida de la veneración
de Dios, tanto más cuanto en la Constitución sobre la liturgia, el SC 83 sirve, a este respecto, de
introducción al capítulo IV acerca del oficio divino.

En el sentido amplio de la liturgia celestial, el «himno» se concibe como la imagen del «sí» del uno a
la existencia de los otros dos, afirmación siempre nueva y festiva al pronunciarse desde una gran
alegría y un amor incontenible; el «sí» que las tres personas divinas siempre se decían y se dicen en
la vida íntima de la Trinidad, y que se extiende a la realidad creada por Cristo en el Espíritu Santo.
La catábasis de este «himno» de la liturgia celestial es más que un «encuentro». El cielo sigue siendo
cielo; y la liturgia celestial de las tres personas divinas, liturgia celestial, pero el mundo está acogido
en su seno al descender ésta y al liberar la realidad terrenal del «destierro» de su «no», alejado de
Dios, a la propia existencia, y al invitar a la plenitud de vida de la afirmación infinita de la
existencia73.

* * *
M. Kunzler, La liturgia de la Iglesia

Parte II, Capítulo II


Liturgia y Cultura
La liturgia es impensable sin la cultura y sus logros. A lo largo de la historia del servicio divino
cristiano muchas culturas de muchos pueblos han dejado su impronta a las diferentes liturgias
cristiana. Lengua, canto y música, las artes plásticas incluida la arquitectura se han entretejido con la
liturgia como productos culturales de épocas diversas. Si la anábasis –precisamente como anáfora
del mundo– acontece a través del «espacio intermedio» de la realidad existente en el hombre,
accesible a los sentidos, siempre es también un acontecimiento cultural. La «naturaleza» es el
«material», existente en el hombre, de la expresión de sí mismo; si la lleva a cabo, siempre cambia

16
también lo existente, al «cuidarlo» y «cultivarlo» (colere) y, así, transformarlo en cultura. La
necesaria inclusión de la naturaleza en la relación con Dios tiene siempre, en consecuencia, una cara
cultural.

1. ¿Ciencia litúrgica como ciencia de la cultura?


Desde el punto de vista estricto de la teoría de la ciencia, también un incrédulo podría practicar la
ciencia litúrgica. Tal especialista en litúrgica debería entenderse como historiador de la cultura, cuyo
objeto de interés es el hombre; se ocuparía del hombre que tiene una predisposición religiosa, que
reza y celebra la liturgia, y cuya predisposición religiosa caracteriza también a su cultura. En este
caso, la ciencia litúrgica sería la ciencia de un fenómeno antropológico sin fondo teológico ninguno,
una ciencia de la cultura que quiere acrecentar la sabiduría del hombre partiendo del punto de vista
de que el ser humano, aparte de otras actividades, también reza y celebra su servicio divino. La
manera en que reza, en que celebra la liturgia, cuándo y en qué ocasiones lo hace, da una explicación
acerca de su correspondiente concepción de sí mismo. En el peor de los casos, la ciencia litúrgica
podría entenderse como el síntoma científico de la religión que, en suma, sería la disciplina que se
ocupa de una extensa patología del hombre.

El hecho de que una ciencia litúrgica arreligiosa, al menos desde el punto de vista del pensamiento,
sea posible, está fundamentado en cierta ambivalencia de la misma cultura.

La naturaleza es el espacio vital del hombre; como expresión de sí mismo, la transforma en cultura:
«Cultura es la formación del entorno ambiental por parte del hombre» 25; es misión universal
emanada de Dios para el hombre; en ella, el hombre se desarrolla a sí mismo y consuma la creación
26.

A este respecto, hay una íntima unión entre liturgia y cultura, pues la respuesta anabática del hombre
a la interpelación, catabáticamente dirigida a él, de Dios sólo es posible como la expresión religiosa
de sí misma dentro y mediante el mundo existente 27. La cuestión acerca de cómo es la expresión
religiosa del hombre y cómo la lleva a cabo «culturalmente» puede ser el objeto de una ciencia
litúrgica arreligiosa que, de ese modo, investigaría un aspecto cultural entre muchos de la condición
humana. A una ciencia litúrgica así le estaría excluida la concepción de la cultura como expresión de
una relación con el Dios vivo. El valor religioso de la cultura depende, por lo tanto, de si se consigue
y cómo se consigue darle una expresión a la entrada del hombre en la relación vivificadora con Dios;
de si la relación misma con Dios y la implicación del mundo en ella llegan a ser realidades
culturales.

2. Liturgia y cultura, una relación ambivalente


La ambivalencia de la cultura como expresión del hombre de sí mismo está fundamentada en su
condición, determinada por el pecado original. Con ello, también la cultura comparte la tendencia a
la autoglorificación, al aislamiento de sí mismo respecto a Dios. Una cultura autoglorificada como
expresión de un hombre autoglorificado reclama el derecho a lo propio de la religión. Le sirve al
hombre para conferirle una gloria propia, casera, a su existencia intramundana, alejada de Dios y
entregada a la muerte; una gloria que, por su condición mortal, es siempre una quimera «cultural», el
refinado maquillaje y la distinguida etiqueta de un resignado haberse hecho a la idea de la finitud y
de la muerte.

Una cultura autoglorificada aspira a la negación de la existencia, tanto del hombre como del mundo
que le rodea, tiene que aportar su glorificación, elaborada por ella misma (p. ej. riqueza, poder)
incluso si es destruida en ella. Se la explota sin ninguna consideración a fin de producir riquezas,
esto es: «sentido evitable de la vida». Con todo eso, la otorgación de un sentido, elaborado por
nosotros mismos, de la existencia tapa, sólo «culturalmente», la desesperanza y la tristeza de la vida
que corre hacia la muerte; en el mejor de los casos es una anestesia 28. El hombre que ha aprendido a
vivir con la nada se convierte en «mueca demoníaca» 29; y el mundo, del que tiene que valerse para
hacer posible la cultura de su autoglorificación, pasa indefectiblemente de una crisis ecológica a
otra 30.

17
Tal «cultura» sólo sirve al «refinamiento» de la negación si se pone a «neutralizar la inocuidad de lo
religioso, a utilizar, al mismo tiempo, sus poderes». En este caso «lo incluye en sus existencias, lo
convierte en "cultura" igualmente, en la última consagración de ésta» 31. En una cultura
autoglorificada no hay en el fondo, en modo alguno, ninguna relación auténtica que deje siempre al
copartícipe de esa comunicación, respetándolo, en su condición diferencial, sino sólo un «saqueo»
del hombre finito que no «respeta» precisamente, sino que, desesperado por el hambre de existencia
y de confirmación de la existencia, absorbe a hombres y a objetos, destrozándolos, en su propio yo.
El espectro de una cultura así es amplio; es palpable hoy en día en el culto satánico de un cierto
sector del rock duro 32. La autoperversión del hombre por medio de la cultura se completa en el
momento en que entrega la «forma estética» para la aprobación de la no aprobación; en que, por
medio de ella, el ensayo en la estética de los «cadáveres hermosos» se convierte en un asunto jocoso
33.

No menos pervertida, desde el punto de vista del pecado original, está la cultura cuando, a través de
sus valores estéticos, propaga doctrinas de salvación –pseudoreligiones por tanto– que le prometen al
hombre incluso la provisión de aquella doxa a la que aspira como permanente imagen y semejanza
de Dios. No es la divinización, sino la deificación del hombre la meta de los sistemas totalitarios
como el fascismo o el comunismo. Éstos poseen sus propios ritos y símbolos, que no rara vez
recuerdan las acciones litúrgicas de la Iglesia; que, como «estructura de acción, comunicativa»,
sirven a la expresión del propio perfil34  tanto como el arte y la arquitectura han de procurar la
autorrepresentación35. Habría que recordar, no obstante, también los valores culturales (es decir,
cargados de publicidad) de una sociedad de consumo, en definitiva no menos totalitaria, orientada al
lucro. La cultura forma parte del hombre. Sin embargo, a causa de la ambigüedad, motivada por el
pecado original, también hay que prevenir contra la cultura como contra una seria tentación. ¿Hay
protección contra ese peligro en el necesario encuentro del cristianismo y de las respectivas culturas?
¿Podrá alguna vez excluirse por completo esta tentación?

3. La inculturización de la liturgia como misión permanente


Por motivo de la condición físico-espiritual del hombre no hay ninguna relación con Dios sin
dimensión cultural, y, por ello, se impone la misión, que nunca debe considerarse cumplida, de
someter a la liturgia a un proceso de inculturización. Para ello, se trata siempre de mantener en el
punto de mira el peligro de una absorción de lo religioso por una cultura autoglorificada.

Es muy peligroso unir la expresión de la fe de tal modo a una cultura determinada, que se confunda
con su impronta cultural. «¡Está la fe investida de un exceso de ropaje cultural? ¿Es, por lo tanto,
traducible a otra cultura? ¿Qué criterios hay para comprobar la objetividad de una traducción así?»
Lo definitivamente nuevo en el cristianismo es precisamente la catábasis de Dios en Jesucristo. Él
vino para que los hombres tengan la vida en abundancia (Jn 10, 10), para que participen de la
plenitud de vida de la Trinidad. En toda cultura ha de introducirse el tema de esa catábasis. La
cuestión de hasta qué punto esto tenga éxito o fracase es el criterio para la inculturización tanto del
cristianismo como de la liturgia cristiana: «La ganancia de vida de aquellos a quienes se les dirige la
palabra es la piedra de toque de la inculturización» 36. Para que no hayan dudas: ganancia de vida
desde Dios, lo cual tiene que estar contrapuesto a la peligrosa tentación de suministrar una
glorificación arbitraria, encerrada en sí misma, mediante la cultura.

De este modo, la encarnación del Hijo es el «caso supremo y modélico de inculturización» 37. Ya la


catábasis aconteció una vez y acontece, reiteradamente, como inculturización; si no, los hombres no
la habrían entendido y seguirían sin entenderla. El principio de la inculturización de la liturgia es,
como en el caso de la encarnación del logos, el Espíritu Santo. «Pero al contrario que en la
encarnación, en el caso de la inculturización no se trata de un acontecimiento salvífico histórico
único, sino, visto sincrónicamente, de un suceso reiterado, y, visto diacrónicamente, de un proceso
que perdura hasta el fin de la historia». Este proceso es el aspecto dinámico de la tradición: «La
inculturización de la liturgia sigue estando, en consecuencia, por una parte, siempre ligada a la
palabra de la Escritura, que atestigua los hechos salvíficos de Dios, y a la fundación de Jesús, que no
sólo los tiene que conservar sino también tiene que darles nueva expresión cada vez». La tradición
asegura «como expresión auténtica, originada por el Espíritu, de la concesión y de la cada vez nueva
actualización de la fe por medio de la palabra y los signos, la continuidad del acontecimiento Cristo

18
hasta el momento presente de la Iglesia, que, en cada caso, aquí y ahora atestigua, de múltiples
formas, su fe, y celebra el misterio único Cristo» 3

El motivo teológico de la inculturización y, con ello, de todo nuevo desarrollo que surge de ella es la
necesidad de «hacer posible la experiencia de la comunicación que Dios hace de sí mismo en
Jesucristo, a fin de que pueda ser acogida y respondida». Por ello, toda inculturización sigue ligada
al acontecimiento Cristo, a la encarnación, la vida y la muerte, la resurrección y la glorificación de
Cristo. Esta ligadura permanente con el pasado «tiene, por lo tanto, carácter conmemorativo y crea
tradición; en ella va adquiriendo forma la fidelidad a la fundación como respuesta originada por el
Espíritu. Por otra parte, este proceso tradicional no puede interrumpirse nunca arbitrariamente, sino
que debe continuar en la medida en que el Espíritu impulsa la historia hacia su consumación. Si bien,
dado que este proceso histórico mundano tiene lugar, al contrario que la encarnación de Dios en
Jesucristo, no sólo en un tiempo y espacio definido históricamente y limitado culturalmente, sino
continuamente y en todo el mundo, sólo es posible en múltiples formas: como en el acontecimiento
de Pentecostés la comunicación que Dios hace de sí mismo se escucha y se responde en muchas
lenguas. Por lo tanto, no se reclama uniformidad, sino unidad en una multiplicidad justa» 39. Con
todo, queda por constatar que toda inculturización de la fe cristiana y, con ella, también de la liturgia
tiene que referirse en la nueva cultura íntegramente a lo distintivamente cristiano, es decir: a la
ganancia de vida de aquellos a quienes va dirigida mediante el Hijo de Dios hecho hombre. Dentro
de una cultura atea no puede haber ninguna inculturización del cristianismo, sino sólo ¡la crítica
radical a ella por parte de la fe cristiana!

A la teología actual, y, aparte de ella, también a la ciencia litúrgica le ha sido encomendada la misión
de la inculturización. ¿Cómo se puede conseguir que el hombre, tal vez sólo poco capacitado para la
celebración, pero deseoso de creer, sea capaz de hacerlo y de celebrar su fe en la liturgia?

Häußling aboga por la reducción de la liturgia a causa de la secularización del hombre,


religiosamente infradesarrollado, «pero por favor: reducción no como mera abreviación del volumen,
sino como concentración en las acciones originarias, litúrgicas y religiosas, en los gestos originarios,
en las fórmulas originarias, en las palabras y en las estructuras fundamentales» 40. Aún influenciado
por el eco de la reforma litúrgica, en el año 1971, el jesuita holandés H. Schmidt reclamaba la
absoluta secularización de la liturgia como forma necesaria de inculturización. El proceso de
secularización que empieza con el final de la Edad Media –inclusive de una no menos necesaria
«iconoclasis y derribo de los santuarios, por muy ventajosas que pudieran ser sus ganancias– es
valorado como una evolución forzosa desde el punto histórico-filosófico, la cual condujo, por
necesidad interna, a una cultura acristiana, lo que, en ningún caso, significa anticristiana» 41.

Cuán distinta se muestra la situación histórico-espiritual del presente. Para ella, Biser diagnostica
una arbitraria «contemplación caleidoscópica del mundo, que resulta del cambio, más bien
determinado por la moda que programático, de las perspectivas y posiciones», junto a la saciedad
ante las búsquedas del sentido y la formación del mundo 42. La nueva barrera contra la fe en Dios ya
no es el ateísmo secular, seguro de sí mismo, sino que «consiste en el rechazo del pensamiento de ir
hasta el límite que le ha sido trazado y de dar su consentimiento a la transformación que se espera
allí». Bisser califica esta actitud «que oscila entre la resignación y el pragmatismo» de «expresión de
la arbitrariedad postmoderna» 43.

A la vista de la arbitrariedad como estadio final de la secularización, se reclama un cambio de


pensamiento según el cual la secularización ya no se considera, consecuentemente, el resultado
históricamente necesario del cristianismo, sino la expresión de la autorreferencia del hombre a sí
mismo y, con ello, del pecado, del desprendimiento del «hombre autónomo» lejos de la relación con
Dios con todas las consecuencias de la alienación que necesariamente con1levan 44.

Quizá precisamente la arbitrariedad postmoderna haga de nuevo posible hablar de no arbitrariedad.


Quizá la inculturización del cristianismo sea, hoy en día más que nunca, crítica de la cultura, fundada
en la fe, con una parada arrendada en el mercado de las posibilidades para poner a la venta su
mensaje, el de que la liturgia posee un «carácter cósmico y universal»; el de que la liturgia no se
«hace», sino se recibe y de que se vuelve a revivir cada cada vez de nuevo como preexistente que es;

19
el de que, como fiesta, «trasciende el ámbito de lo factible y de lo hecho» y se «conduce al ámbito de
lo dado, de lo vivo que se nos transfiere a nosotros»; el de que «en este sentido siempre existió la no
arbitrariedad de la liturgia para la comunidad y el liturgo individual», porque es el garante y la
expresión de «que aquí acontece algo más y mayor que lo que una comunidad individual y, en
absoluto, un ser humano haya podido hacer jamás por sí mismo» 45.

20

También podría gustarte