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Jesús García López

Autor: José Ángel García Cuadrado

Índice
1. Apunte biográfico

2. Un tomista contemporáneo

3. La perspectiva metafísica

4. La analogía y sus aplicaciones

5. El valor de la verdad

6. La libertad y el amor

7. El sistema de las virtudes humanas

8. La cuestión de la filosofía cristiana

9. Bibliografía
9.1. Obras de Jesús García López

9.2. Bibliografía secundaria

1. Apunte biográfico
Jesús García López nació en Orihuela (Alicante, España) el 28 de junio
de 1924 y falleció en Murcia (España) el 28 de enero de 2005. Cursó sus
estudios filosóficos en la Universidad de Murcia. En 1949 presentó su tesis
doctoral en la Universidad Complutense de Madrid con una investigación
dirigida por Ángel González Álvarez sobre El conocimiento natural de Dios.
Un estudio a través de Descartes y Santo Tomás.

En 1957 obtiene la cátedra de “Fundamentos de filosofía e Historia de los


sistemas filosóficos” en la Universidad de Murcia. En 1964 se trasladó a la
Universidad de Navarra donde fue Profesor Ordinario, siendo Vicedecano
de la Facultad de Filosofía y Letras (1965-1968) y Director de la Sección de
Filosofía (1968-1975). En 1976 regresa a la Universidad de Murcia donde
será catedrático de Lógica y Metafísica. Fue Decano de la Facultad de
Filosofía de la Universidad de Murcia (1978-1982). En 1989 pasa a la
situación de Profesor Emérito, aunque continuó su tarea docente en el
Instituto Teológico de Murcia hasta el año 2003.

Como profesor invitado ha dictado cursos y conferencias en la


Universidad de Cuyo (Mendoza, Argentina), en la Universidad
Panamericana (México D. F.) y en la Universidad Católica de Santiago de
Chile.

Ha publicado un total diecisiete libros y más de un centenar de artículos,


capítulos de libros y voces de diccionarios, así como diversas traducciones,
principalmente de obras de Tomás de Aquino. Su actividad filosófica ha sido
premiada con distintos galardones, como el premio “Doxa” del Ateneo
Filosófico de México, D. F., y Socio de Honor de la Sociedad Mexicana de
Filosofía.

Uno de los rasgos que mejor definen la tarea filosófica de Jesús García
López es su vocación docente. Desde el año 1947 hasta el 2003 su vida ha
estado dedicada por completo a la enseñanza. En total más de 55 años de
docencia en las Universidades de Murcia y Navarra, así como en el Instituto
Teológico de Murcia. Su investigación filosófica nace del contacto con la
labor docente más que de círculos de erudición académica. Sus principales
obras son fruto de las clases que impartió, como por ejemplo, sus lecciones
sobre metafísica que finalmente fueron publicadas bajo el título
de Metafísica tomista. Ontología, Gnoseología y Teología Natural. Por otro
lado, la claridad de su exposición fue también fruto del orden y equilibrio
intelectual que aprendió del Doctor Angélico. Resulta muy ilustrativo a este
respecto, el título del libro dedicado a la síntesis del pensamiento del
Aquinate: Santo Tomás de Aquino, Maestro del orden.

2. Un tomista contemporáneo
Jesús García López ha sido uno de los mejores exponentes del tomismo
del siglo XX en lengua castellana [Forment 1998: 63-65]. Su trayectoria
docente e investigadora estuvo marcada por su honda formación tomista a
través del profesor Ángel González Álvarez (1916-1991) y del dominico
Santiago M. Ramírez (1891-1967). De Ramírez tomó diversas doctrinas
metafísicas (como la de la analogía) así como su concepción de la filosofía
cristiana. También recibió influencias filosóficas de Antonio Millán-Puelles
(1921-2005) como se puede apreciar en las cuestiones de teoría del
conocimiento y el tratamiento de la libertad.

Su investigación filosófica parte de un pormenorizado y penetrante


conocimiento de los textos de Santo Tomás. Conoce a los principales
intérpretes del Angélico tanto escolásticos (Cayetano, Vitoria, Juan de Santo
Tomás) como contemporáneos (Maritain, Gilson, Fabro o Ramírez), pero
prefiere la lectura directa de las fuentes tomistas. Con todo, la fidelidad a
Santo Tomás no es incondicional, pues para él la filosofía no es un cuerpo
doctrinal ya clausurado, sino que es posible ir más allá, también de un
pensador genial como lo fue el Aquinate [Fernández Rodríguez 2005: 823-
827]. De hecho, el profundo conocimiento de la obra de Tomás de Aquino le
permite avanzar en algunas de sus doctrinas de manera ciertamente
original, al tiempo que se mantiene fiel al espíritu de su maestro. La doctrina
tomista no pertenece al pasado sino que sus doctrinas pueden seguir
orientando las grandes cuestiones del mundo actual. Ése es el
convencimiento que guía, por ejemplo, el libro sobre los derechos humanos
[García López 1979]. En definitiva, su tomismo está más atento a la verdad
–siempre actual- que a unas fórmulas acuñadas en una tradición. Así
sucede en su interpretación de la analogía, las virtudes, o el amor. O
cuando adopta la clave del “orden” como principio hermenéutico de la
filosofía de Tomás de Aquino [García López 1985].

Además, su tomismo está abierto al diálogo crítico con filósofos


modernos (Suárez, Descartes, Malebranche, Spinoza o Kant) y
contemporáneos (Heidegger, Sartre, Ortega) [Díaz Díaz 1988: 412-414]. Por
esta razón sus primeros libros se centran en la comparación entre Tomás
de Aquino y Descartes a propósito del conocimiento de Dios [García López
1955], lo que le permitirá también escribir páginas ilustrativas sobre otros
racionalistas, como Malebranche y Spinoza. Con Heidegger polemiza
acerca de la verdad, mientras que en su tratado sobre las virtudes retoma
críticamente las posturas de Sartre acerca de la naturaleza humana.

3. La perspectiva metafísica
A lo largo de su actividad docente el profesor García López ha recorrido
prácticamente todo el abanico de las disciplinas filosóficas: Historia de la
Filosofía, Estética, Teoría del conocimiento, Teoría de la Historia,
Fundamentos de Filosofía, Psicología, Ética, Lógica, Filosofía de la ciencia,
y Metodología de las ciencias. Sin embargo, en sus obras se aprecia el rigor
y la penetración del metafísico que recorre transversalmente todo su
pensamiento.

Para él, la Metafísica viene a ser tanto una Ciencia General como una
Ciencia Fundamental. Se presenta como Ciencia General cuando esclarece
y justifica las nociones comunes a todas las ciencias; se presenta como
Ciencia Fundamental cuando asume la tarea de fundamentar todo el saber
humano, ya sea en su dimensión lógica (formulando y justificando los
principios gnoseológicos básicos en los que descansan todas las ciencias)
ya sea en su dimensión real (demostrando el Fundamento último de lo real).
[García López 1999a: 63-69]. La Metafísica cumple así una función
“vivificadora” y “sapiencial” con respecto a los restantes saberes.

De este modo, la perspectiva metafísica posibilita la unidad de los


saberes. Al mismo tiempo la unidad de la sabiduría metafísica no anula la
legítima autonomía de las ciencias particulares, sino que las dota de
coherencia con el resto de los saberes humanos. Así es posible integrar
armónicamente las investigaciones interdisciplinares y multidisciplinares que
deberían configurar una Universidad.

En todo caso, para García López, «la Metafísica debe ser ontoteológica»


pues el tema de Dios es la cuestión más importante de modo absoluto. A
esa tarea consagró buena parte de su especulación ya desde sus primeros
trabajos. Con todo, la Metafísica no es la última palabra sobre Dios. El vigor
de la especulación racional no agota nuestro conocimiento del Creador,
puesto que la realidad de Dios trasciende el conocimiento racional. La razón
no debe autoanularse para dejar espacio a la fe (como proponía Kant), sino
que a medida que ahonda más en la verdad última, percibe sus límites
reclamando la luz de la revelación sobrenatural. De este modo la razón se
abre connaturalmente a la fe. En el pensamiento metafísico del García
López hay un amplio espacio al conocimiento por la fe: precisamente a las
relaciones entre fe y razón dedicó varios trabajos publicados después de
modo conjunto [García López 1999b]. Su postura se encuentras
equidistante tanto del racionalismo como del fideísmo, pues sin ceder a la
autoexaltación ilusoria del ser humano, reivindica la fuerza natural del logos,
como advierte a propósito de las heridas del pecado original [García López
1985: 37-56].

4. La analogía y sus aplicaciones


Una de las claves interpretativas más relevantes para comprender el
pensamiento de nuestro autor es el tema de la analogía. Sigue de cerca el
amplio tratamiento de Santiago Ramírez acerca de la noción de analogía y
su tipología. [García López 1976a: 33-66]. La analogía es una semejanza en
sentido estricto, es decir, una semejanza imperfecta, que no llega a la
igualdad, y contiene por ello también desemejanzas y diferencias. A la vez,
la analogía es un tipo de predicación en la que un nombre común se toma
según significaciones semejantes, es decir, se predica en parte igual y en
parte de modo diferente. Por eso se puede afirmar que ocupa un lugar
intermedio entre la univocidad y la equivocidad, participando de las dos,
aunque desigualmente.

Los nombres análogos se pueden tomar de dos maneras: en sentido real


y en sentido lógico. La significación real connota a la cosa misma en tanto
que existe en la realidad, y la significación lógica, que significa la
representación que nos formamos de la cosa; o si se prefiere, apunta a la
cosa, pero en tanto que representada en el entendimiento. Puede suceder
que la semejanza entre varias significaciones se establezca atendiendo a la
significación real, mientras que, por lo que hace a la significación lógica, se
dé no solo la semejanza, sino también la igualdad estricta. Por ejemplo,
entre un abeto y un buey y un hombre no hay igualdad real, sino solo
semejanza, pues los tres son vivientes; pero sí puede establecerse una
igualdad lógica, pues la representación abstracta de viviente prescinde de
todas las diferencias entre los vivientes y retiene solo aquello en lo que
coinciden o son enteramente iguales. En este caso tendríamos una analogía
real, juntamente con una univocidad lógica; y este tipo de analogía que es
solo real, pero no lógica, constituye una primera clase de analogía que se
conoce con el nombre de analogía de desigualdad.

Las otras clases de analogía entrañan semejanza, pero no igualdad, tanto


en la significación real como en la significación lógica de los nombres en los
que se realiza. Esta analogía lógica puede a su vez ser analogía entre
formas (o simple) y analogía entre relaciones (o compuesta). La analogía
simple, que se conoce con el nombre de analogía de atribución, se da
cuando se compara un término con otro, es decir, una forma con otra;
mientras que la analogía compuesta, que recibe el nombre de analogía de
proporcionalidad, se da cuando se compara una relación entre dos términos
o formas con otra relación semejante. En el primer caso se trata de
semejanza de formas, y en el segundo caso, de semejanza de relaciones.

Cada uno de estos dos tipos de analogía se divide a su vez en dos


modalidades diferentes. En efecto, puede suceder que la forma significada
por el nombre análogo se encuentre solamente en uno de los sujetos a los
que se aplica ese nombre (primer analogado) mientras que en los otros
(analogados secundarios) no se encuentre verdaderamente, sino que se les
aplique ese nombre por cierta relación que guardan con el primer
analogado. Este tipo de analogía se llama de atribución extrínseca. Pero
puede suceder también que la forma significada por el nombre análogo se
encuentre realmente en todos los sujetos a los que se aplica ese nombre,
bien de manera desigual, es decir, en uno de ellos, de una manera perfecta
y principal, y en los demás de manera imperfecta y derivada. Por ejemplo, el
nombre de bien se aplica principalmente al fin, que es bien por sí mismo,
puesto que por sí mismo se apetece, y se aplica secundariamente a los
medios, que son bienes derivados, puesto que se apetecen en orden al fin.
Y esta analogía se llama de atribución intrínseca. Por su parte, la analogía
de proporcionalidad admite dos modalidades. Cuando la relación significada
por el nombre análogo se realiza de manera propia en todas las parejas de
términos. Así, por ejemplo, la relación de conocimiento que se aplica tanto
al conocimiento sensible como al intelectual, y en ambos casos el nombre
de conocimiento se toma en sentido propio. Por eso dicha analogía se llama
de proporcionalidad propia. Cuando la relación significada por el nombre
análogo se realiza de manera propia en una de las parejas mientras que en
las otras no se realiza propiamente sino en sentido metafórico, tenemos una
analogía de proporcionalidad metafórica.

Lo original en nuestro autor es la aplicación de la analogía a las diversas


categorías metafísicas clásicas [García López 2001; Brusniak 2003]. En
primer lugar, se puede aplicar a la noción de ente, así como a los
trascendentales (bien, verdad, unidad, cosa o realidad), y sus contrarios
(mal, falsedad, multiplicidad, etc.). También la noción de acto es análoga.
Primero con una analogía de atribución intrínseca, con orden de prioridad y
posterioridad, cuyo primer analogado es el acto de ser; pero también con
una analogía de proporcionalidad propia, pues cada uno de los tipos de acto
(el movimiento, la acción, la operación intelectual y volitiva, la forma, el ser)
puede referirse a su correspondiente potencia, y todas estas referencias o
comparaciones son semejantes. La noción de esencia también es análoga
en razón de referirse a gran variedad de nociones que, si bien en parte son
diferentes, también son en parte coincidentes: esencia sustancial (a la que
le compete existir en sí) y esencia accidental (a la que le compete existir en
otro). Y dentro de la esencia accidental una es la esencia de la cantidad, y
otra la esencia de la cualidad, y otra la esencia de la relación. Dentro de la
esencia sustancial, una es la que corresponde a las sustancias materiales, y
otra la que corresponde a las sustancias espirituales. También es distinta la
esencia universal y la esencia individual, que es propia de cada realidad
singular y que es siempre el verdadero sujeto del ser, pues la esencia
universal coexiste como tal. Y la analogía de la noción de esencia es, por
una parte, de atribución intrínseca propia, con orden de prioridad y
posterioridad, y por otra, de proporcionalidad propia, que implica semejanza
de relaciones entre varios términos comparados entre sí. La misma analogía
cabe afirmar de los diversos tipos de causas (material, formal, eficiente y
final). También la noción de ciencia es análoga, que se aplica a las diversas
disciplinas según un más y un menos [García López 1999a: 13-19].
El conocimiento analógico resulta central para el conocimiento metafísico
de Dios, pues si no fuera posible establecer algún tipo de acceso intelectual
a lo divino, la divinidad aparecería como lo “Totalmente Otro” tal como
postula la teología protestante. Como se afirma en la Fides et ratio es
necesario «reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta
dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque
imperfecta y analógica» (n. 83). Y el mismo Juan Pablo II continúa: «la fe
presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz de expresar de
manera universal —aunque en términos analógicos, pero no por ello menos
significativos— la realidad divina y trascendente» (n. 84). Así pues, la
doctrina de la analogía juega un papel clave para el desarrollo de la teología
sobrenatural. «[…] junto a la analogía del ser se hace necesario hablar de
una analogía de la fe. […] Esta analogía [de la fe] se apoya en la analogía
del ser y la enriquece, pues, al utilizar sus mismos elementos, los ha dotado
no sólo de fuerza nueva, sino que los ha enriquecido sobremanera con
nuevos significados» [Mateo-Seco 1998: 417; en las pp. 415-421 se remite
explícitamente a García López 1995: 94-102].

5. El valor de la verdad
El tema de la verdad fue otra de las preocupaciones especulativas de
nuestro autor ya desde sus primeros escritos. Tomando pie de las palabras
de Santo Tomás: «La verdad es el ultimo fin de todo el universo» [Contra
gentes, c. I], García López destaca que la verdad en sí misma es lo más
valioso y excelente; y con respecto a la vida humana es tan esencial que sin
ella desaparecería toda vida propiamente humana. Pero ¿qué es la verdad?
Caben distinguir tres sentidos: como propiedad de las cosas, como
perfección del conocimiento y como prerrogativa del lenguaje. El primer
sentido se refiere a la autenticidad de las cosas, su realidad misma en
cuanto acomodadas a las ideas ejemplares. La verdad del conocimiento se
refiere a la conformidad de nuestra mente con la realidad; mientras que la
verdad del lenguaje se refiere a la adecuación de lo que se dice
exteriormente con lo que interiormente se piensa. Estos tres sentidos de la
verdad tienen en común una cierta adecuación entre el entendimiento y la
cosa, como se recoge en la definición clásica de verdad. Se trata de una
noción análoga, con una analogía de atribución, como se desprende de la
doctrina del Doctor Angélico:
La verdad se encuentra en el entendimiento divino de manera
propia y principal; en el entendimiento humano, de manera
propia, pero secundaria; por último, en las cosas, de manera
impropia y secundaria, pues no se da en ellas sino por relación
a la verdad del entendimiento divino o del humano [S. Tomás
de Aquino: De Veritate, q. l, a. 4 c].

Es decir, que la verdad realiza una analogía de atribución, extrínseca si


se predica de las cosas, intrínseca si predica del entendimiento humano y
del entendimiento divino.

Según García López, la concepción tomista de la verdad recoge, en


síntesis, otras concepciones históricas de la verdad. Así la primitiva
concepción griega de la verdad como descubrimiento (aletheia), como
rectitud (orthotes) y como adecuación (homoiosis). También recoge la
concepción agustiniana de la verdad que retoma esos sentidos y añade el
que se deriva del ejemplarismo, como concordancia de las cosas con las
ideas divinas. Otras concepciones de la verdad destacan más un aspecto u
otro de la verdad. Así, por ejemplo, Heidegger pone el acento en la verdad
como manifestación o descubrimiento (aletheia); pero según nuestro autor,
esa manifestación es el fundamento (verdad ontológica) de la verdad propia
y formalmente considerada en la inteligencia (verdad lógica). Para que haya
adecuación debe haber mostración u ofrecimiento que ha de “rimar” con la
radical apertura del entendimiento: para Heidegger el fundamento de esa
apertura es la libertad humana.

En este contexto continúa su diálogo con Heidegger a propósito de la


autenticidad. Para García López, el filósofo alemán ofrece de la autenticidad
un cuadro ensombrecido: la existencia auténtica es una conquista trabajosa
a partir de la inautenticidad —dominada por la tiranía de lo impersonal— en
la que todo hombre se encuentra primitivamente caído. La existencia
auténtica consiste en asumir valerosamente la culpabilidad, la finitud y la
muerte; toda la carga de nuestras posibilidades más propias y personales.
Consiste en comprender en silencio y con angustia que estamos arrojados y
abandonados, que tenemos que hacernos a cada instante proyectándonos
en el futuro, que venimos de la nada y caminamos hacia la muerte. En
resumen, para Heidegger vivir auténticamente es lo mismo que vivir en la
verdad, sin ficciones ni ocultamientos; darnos cuenta de lo que
verdaderamente somos y atenernos a ello, obrando en consecuencia. Y en
esto, nuestro autor no puede más que estar de acuerdo; pero no concuerda
con la imagen que se ha formado del hombre en «la analítica existencial
del Dasein» del filósofo alemán. Para García López:

[…] vivir auténticamente es vivir en la verdad de lo que somos y


de lo que debemos ser. Y ante todo, somos seres racionales,
dotados de un alma espiritual e inmortal, abiertos a los
horizontes infinitos de la verdad y del bien. Y lo que debemos
ser es eso mismo hasta sus últimas consecuencias: seguidores
de la razón, conquistadores de la verdad y obradores del bien.
En una palabra: vivir auténticamente es vivir con arreglo a los
dictados de nuestra razón práctica, juzgando rectamente sobre
cada una de nuestras acciones [García López 1965: 31-32].

En definitiva, la verdad considerada en sí misma se identifica con el


entender divino. Verdad y Dios se identifican, y por esta razón

[…] esta verdad primera es lo más valioso y excelente que


existe. Y lo es por dos razones fundamentales: porque
comporta la perfección máxima y porque es el último fin de todo
el universo [García López 1965: 36].

En relación al hombre, la verdad es la más valiosa y apetecible de las


cosas, elemento liberador y dignificador de la persona. Ella nos hace
fuertes, no sólo porque nos asienta sobre un cimiento inconmovible, sino
también porque nos descubre la dimensión espiritual de nuestra naturaleza
y nos implanta en ella. La verdad, además, nos hace libres: a diferencia de
Heidegger, nuestro autor afirma que es la verdad la que fundamenta la
libertad. Distingue para ello una libertad física (capacidad de hacer esto o lo
otro) y una libertad moral (que se apoya en la libertad física como su
presupuesto), que consiste en el dominio y señorío de nosotros mismos.
Ambos tipos de libertad tienen su fundamento en la verdad ontológica de
nuestra propia naturaleza (libertad física), y en la verdad lógica de nuestra
razón práctica (libertad moral). Además, la verdad nos congrega, mientras
que el error disgrega: la verdad es esencialmente un bien común, abierto a
todos pues es un bien espiritual, infinitamente participable y comunicable.
Finalmente, la verdad nos perfecciona porque lleva a su plenitud la razón, la
facultad más específicamente humana.
6. La libertad y el amor
El profesor García López aporta una reflexión ponderada sobre la
libertad, desde una perspectiva clásica pero en diálogo con el
existencialismo, inspirándose en el filósofo español Antonio Millán-Puelles
[García López 2007: 69-99]

En primera instancia, nuestro autor distingue tres sentidos principales de


la libertad: libertad como apertura, libertad como elección y libertad como
liberación.

La libertad ante todo, es apertura cognoscitiva y volitiva a toda la realidad.


Sin embargo, apertura no significa pura indeterminación: de esta manera el
autor aborda la problemática relación entre naturaleza (determinada ad
unum) y libertad (indeterminada frente a los objetos concretos de elección).
El hombre posee ciertamente una naturaleza determinada, pero gracias a
su espiritualidad se trata de una naturaleza abierta a múltiples realizaciones.
La apertura trascendental de las potencias específicamente humanas hace
posible el desarrollo de las otras dimensiones de la libertad.

El sentido más propio de la libertad es el del libre albedrío o libertad


de elección. El hilo conductor de su exposición recorre las tres condiciones
requeridas para su realización: ausencia de coacción (externa e interna),
indeterminación de la voluntad (con respecto a sus actos, objetos y fines)
y el dominio de los propios actos. Es en este último aspecto donde se
 

explica con más detenimiento, siguiendo la descripción tomista de la


fenomenología del acto voluntario. El diálogo con Kant, Leibniz o Bergson
sirve para mostrar que la doctrina clásica –aristotélica y tomista- sigue
siendo un interlocutor válido para adentrarse en el misterio de la libertad
humana.

Pero, «¿para qué se nos ha dado el libre albedrío? […] y la respuesta no


puede ser otra que ésta: para lograr nuestra plenitud, para conseguir
nuestra liberación». De este modo nace el tercer sentido de la libertad: la
libertad como liberación. La libertad se realiza y culmina en la auto-
liberación de los estrechos márgenes del propio ser: es lo que Millán-
Puelles llamaba “angustia esencial” frente a la “angustia existencial” de los
existencialistas del siglo XX. La “angustia esencial” proviene tanto de la
constatación de la propia limitación como de la tendencia siempre
insatisfecha de trascenderse a sí mismo, de saciarse en el Absoluto que
todavía no se posee. Esta liberación proviene por vía del conocimiento y del
amor. La vía cognoscitiva es más imperfecta porque sólo se puede poseer
intencionalmente la realidad, mientras que la vía del amor aspira a la
posesión real:

A este otro modo de posesión –a la posesión real- es a la que


aspira el amor. Si el conocimiento entraña una posesión
puramente representativa o intencional, por el amor, en cambio,
el hombre tiende a la posesión real de lo amado, a unirse con
éste según su ser real y no sólo en la representación [García
López 2007: 92].

Al hilo de la doctrina tomista, nuestro filósofo subraya el amor como modo


de autotrascendencia libre hacia lo amado, distinguiendo entre el “amor de
posesión” (amor en sentido imperfecto y secundario) y el “amor de entrega”
(amor perfecto, al que se dirige el amor de posesión). Éste amor de entrega
es el verdadero término de la liberación y se expresa mediante la mutua
inhesión («por la que el que ama está en lo amado y, a su vez, lo amado
está en el que ama») y el éxtasis («la salida de sí del amante»).

El tratamiento del amor de García López es una prolongación de las


reflexiones iniciadas sobre el tema de la libertad. Para ello parte de un texto
de Santo Tomás en el que el Aquinate aborda la definición del amor, donde
se encuentra presente también la doctrina de la analogía:

Dice Aristóteles que amar es querer el bien para alguien, y


siendo esto así, el movimiento del amor tiene dos términos: el
bien que se quiere para alguien, ya sea uno mismo, ya otra
persona, y ese alguien para quien se quiere el bien. A dicho
bien se le tiene amor de concupiscencia, mientras que a la
persona para quien se quiere ese bien se le tiene amor de
amistad. Por lo demás, esta división es análoga o con orden de
prioridad y posterioridad. Pues lo que se ama con amor de
amistad es amado de manera absoluta y directa, mientras que
lo que se ama con amor de concupiscencia es amado de
manera relativa e indirecta, es decir, en orden a otro. El ente
propiamente dicho es lo que existe en sí, es decir, la sustancia,
mientras que el ente en sentido impropio es lo que existe en
otro, o sea, el accidente. De parecida manera, el bien, que tiene
la misma extensión que el ente, si se toma en sentido propio,
es lo que tiene en sí la bondad, y si se toma impropiamente, es
lo que tiene la bondad en otro. En consecuencia, el amor por el
que se ama algo que es en sí mismo bueno es amor en sentido
pleno, pero el amor por el que se ama algo que solo es bueno
en orden a otro es amor en sentido deficiente y derivado [S.
Tomás de Aquino, S. Th. I-II, q. 26, a. 4].

En su explicación, García López retoma la distinción tomista entre amor


de concupiscencia (“amor de cosa”, como lo denomina él) y amor de
benevolencia (“amor de persona”) desarrollando desde esta distinción lo
que podríamos denominar una ética del “personalismo tomista”, donde la
persona humana es considerada como fin en sí misma y revestida, por
tanto, de una especial dignidad. De este modo se puede desarrollar una
“norma personalista” del amor, asentada, de nuevo, en la noción de orden:

De aquí se sigue que el amor tiene un orden o una norma


objetivos: a las personas se las ama por sí mismas (como se
ama por sí mismo el fin objetivo), y a las cosas se las ama en
orden a las personas (como se ama a los medios por el fin, y al
fin subjetivo por el fin objetivo); y si este orden o esta norma
son alterados, entonces estamos ante una aberración del amor,
que […] puede adoptar tres formas: la que consiste en amar a
las personas como si fueran cosas; la que resulta de amar a las
cosas como si fueran personas; y la que se concreta en amar a
las personas sin amar cosa alguna para ellas [Garcia Lopez
1976a: 258-259].

No ha pasado inadvertida cómo esta propuesta inspirada en la doctrina


tomista entronca con el imperativo kantiano según el cual no se debe tratar
al otro nunca sólo como medio, aunque como aclara el profesor Carlos
Llano a propósito de la propuesta de nuestro autor, la persona es fin «pero
un fin […] que no tiene una dignidad absoluta sino participada como
ejemplar o copia que apunta hacia Dios como a su fin último» [Llano
Cifuentes 1986: 14].

Desde esta perspectiva García López aborda las relaciones entre el amor
y la libertad de elección o dilección, que se manifiesta en la “unión” con la
persona amada (a nivel cognoscitivo, afectivo y volitivo), el “éxtasis” y el
“celo” [García López 2007: 109-113]. Una propiedad esencial del amor de
persona es la permanencia basada precisamente en el carácter espiritual
del ser humano. El amor penetra hasta lo más íntimo de lo que se ama. Por
eso,

[…] aunque varíen los accidentes más o menos externos


mientras permanezca invariable la intimidad de lo amado,
también permanecerá invariable el amor. […] pues la elección
que precede a este amor no se ha hecho atendiendo a lo que
hay de caduco en cada uno de nosotros, sino a lo que hay de
permanente; no teniendo en cuenta lo superficial y periférico,
sino lo hondo y lo íntimo. […] Cuando el amor es verdadero no
está fundado en las cualidades corporales de una persona ni
tampoco en sus cualidades espirituales; está fundado en la
persona misma, en su sustancia, que es a la par espiritual y
corporal. Por eso, mientras no cambie el fundamento del amor
no tiene por qué cambiar el amor [García López 1976a: 271-
272].

El amor supone así una ampliación de la libertad moral en lo que tiene de


superación de los intereses del propio yo y de apertura al bien común.

7. El sistema de las virtudes humanas


Esa ampliación de la libertad moral se advierte con claridad en el
tratamiento de las virtudes. A este propósito, García López considera un
importante texto de Santo Tomás:

El que obra libremente es el que obra por sí mismo. Pero


cuando el hombre obra por un hábito que es congruente con su
naturaleza (un hábito operativo bueno, una virtud), obra por sí
mismo, pues el hábito inclina a modo de una naturaleza. En
cambio, si el hábito en cuestión fuese contrario a la naturaleza
humana (un hábito operativo malo, un vicio), el hombre no
obraría por sí mismo, sino por una perversión o desviación
sobreañadida [S. Tomás de Aquino S. Th. I-II, q. 108, a. 1, ad
2].

Siguiendo, pues, la doctrina tomista, nuestro autor se dispone a tratar de


las virtudes como esa ampliación de la libertad, pero en diálogo con la
filosofía existencialista. En efecto, la esencia o naturaleza sustancial (que
viene a ser como la naturaleza primera) es

[…] sumamente abierta e indeterminada. Hasta tal punto es


esto así que no han faltado autores que negaron al hombre
toda naturaleza sustancial. Se trata, sin duda, de una postura
exagerada, […] pero esa exageración tiene su fundamento,
porque la naturaleza sustancial del hombre difiere toto coelo de
las propias de otros vivientes: de las plantas y de los animales
irracionales [García López 1986: 18; García López 2003: 11].

La negación de una naturaleza humana, tal como la plantea Sartre, es


rebatida por nuestro autor, pues para que las virtudes se desarrollen se
precisa un sujeto con una naturaleza determinada, sobre la que se asientan
las diversas facultades operativas, sujeto de la virtud. Pero se retiene el
carácter abierto y dinámico propio de la naturaleza humana, tal como se
desprende del planteamiento sartreano.

En su tratamiento de la virtud, García López recoge la clásica definición


tomista de “hábito operativo bueno”. Estos hábitos son los que posibilitan
que el hombre actúe como hombre, es decir, de manera racional y libre, y
que obrando así, alcance su “plenitud” su “formación”, o su “recta segunda
naturaleza”, para llegar cada uno de nosotros «al acabamiento de ser
hombres», o «llegar a ser realmente lo que en potencia somos».

Dado que las virtudes son hábitos que perfeccionan a las facultades o
potencias operativas, se trata de determinar los distintos tipos de
operaciones humanas. Siguiendo la tradición aristotélica y escolástica, se
distinguen tres tipos de operaciones. La especulación o theoria (el
conocimiento en tanto que tal, es decir, el conocer por conocer, sin otra
finalidad distinta que la de conocer o captar las cosas como son); la accion
o praxis (el obrar humano propiamente dicho, o sea, el ejercicio de la
voluntad libre del hombre y de las demás facultades humanas en cuanto
movidas por la voluntad); y, por último, la producción o poiesis (la actividad
por la que el hombre transforma de modo inteligente la Naturaleza exterior y
produce también interiormente ciertos artefactos mentales). La primera
operación descrita se inscribe en la inteligencia en su dimensión
contemplativa; la segunda inhiere en la voluntad, mientras que la tercera
perfecciona a la inteligencia en cuanto a su “saber hacer”.
[estas] tres dimensiones de la actividad humana […] se
entrecruzan y penetran, aunque sigan siendo distintas. La
especulación no tiene más finalidad que el conocer, saber lo
que las cosas son; la acción, por su parte, tiene como fin el
perfeccionamiento moral del hombre, hacer al hombre bueno
en absoluto; la producción por último tiene como fin trasformar
la Naturaleza exterior, haciéndola más útil o más bella, y
trasformar también al propio hombre, perfeccionándolo en un
determinado aspecto, haciéndolo bueno en esto o en aquello
(por ejemplo, buen escultor o buen gramático) [García López
1986: 166; García López 2003: 84).

Cada una de estas dimensiones de las facultades humanas sirve de


asiento a las diversas virtudes. Así tenemos, en primer lugar, las virtudes
especulativas: la inteligencia, que perfecciona al entendimiento humano en
orden al conocimiento intuitivo; la ciencia, que perfecciona a esa misma
facultad en orden al conocimiento discursivo; y la sabiduría, que compendia
en cierto modo las perfecciones de las dos virtudes anteriores. Por lo que se
refiere a las virtudes activas que inhieren en la voluntad tenemos:
la sindéresis que versa sobre los primeros juicios prácticos (imperativos
generales), y la prudencia que versa sobre los últimos o más cercanos a la
acción (imperativos concretos); la justicia, perfecciona la praxis misma para
que la voluntad tienda al bien de los demás hombres; la templanza, que
tiende a moderar el apetito concupiscible; y la fortaleza, que modera el
apetito irascible. Finalmente, tenemos las virtudes productivas, entre las que
se encuentra el arte o la técnica que perfeccionan la obra exterior (una
cosa) o una obra interior (un silogismo), ya se trate de la consecución de un
bien útil, honesto o deleitable. En cada una de las virtudes expuestas
encuentran cabida cada una de las virtudes humanas menores.

Hasta aquí nuestro autor se ha limitado a sintetizar coherentemente la


doctrina tomista sobre la virtud. Sin embargo, la mejor aportación de García
López se refiere a la la conexión de las virtudes entre sí, hasta el punto de
que el entramado de virtudes configura un cierto “sistema” en donde cada
virtud se relaciona con las demás. Las virtudes especulativas se conectan
entre sí con un orden o jerarquía: la inteligencia es la primera o
fundamental, y la sabiduría es la última y como el colofón; en cambio, todas
las ciencias se apoyan en la inteligencia, sin la cual serían imposibles, y se
ordenan a la sabiduría como a su fin. También las virtudes activas
presentan una cierta conexión entre sí.

La sindéresis (lo mismo que la inteligencia) es necesaria para


todas las demás virtudes activas, pero no a la inversa. Para
poseer la sindéresis no se necesita tener prudencia, ni justicia,
ni fortaleza, etc., pero sí que se necesita la inclinación natural
de la voluntad al bien en general y el bien humano. Mas fuera
de la sindéresis, las demás virtudes activas se implican entre sí
y se reclaman o exigen las unas a las otras. Así, nadie puede
poseer la prudencia, como virtud cabal y completa, si no posee
también la justicia y la fortaleza y la temperancia; ni hay alguien
que pueda ser justo, de manera perfecta, si no posee las
virtudes de la prudencia, de la fortaleza y de la temperancia, y
así sucesivamente [García López 2003: 193-194].

Por su parte, las virtudes productivas no están conectadas entre sí, y por
eso se pueden poseer perfectamente unas artes sin poseer otras. Sin
embargo, hay un cierto orden en el conjunto de las artes, pues unas son
más necesarias, pero menos nobles, y otras son más nobles y menos
necesarias.

Así, las artes del bien útil son las primeras en el orden de la
adquisición, pero son las últimas en el orden de la dignidad; en
cambio, las artes del bien honesto son las primeras en el orden
de la dignidad, pero son las últimas en el orden de la
adquisición. En cualquier caso, las artes del bien deleitable
parecen ocupar un lugar intermedio, y por ello se prolongan,
por un lado, en las artes del bien útil, en las que se apoyan, y
por otro, en las artes del bien honesto, a las que en cierto modo
preparan [García López 2003: 197].

La conexión de las virtudes en sus diversos planos prepara el terreno


para la sistematización de todas las virtudes.

[…] las virtudes especulativas y las productivas están


sometidas, en su ejercicio, a las virtudes activas, pero […] las
propias virtudes activas están sometidas, en su especificación,
a las virtudes especulativas y productivas. Ciertamente sólo las
virtudes activas perfeccionan las facultades humanas en su
ejercicio, pues de la virtud moral nadie usa mal, como dice San
Agustín; por eso, en el orden del ejercicio o del uso y ejecución
de los actos, todas las virtudes humanas están sometidas a las
virtudes activas o morales. En cambio, en el orden de la
especificación o de la materia y contenido de los actos, las
virtudes especulativas y las productivas son independientes de
las virtudes morales; ellas tienen que atenerse a la adecuación
con la realidad y a la eficacia de los medios que han de
emplearse, y sólo a eso. Pero hay más, en el orden de la
especificación, las mismas virtudes activas dependen de las
especulativas y productivas, pues los dictámenes de la
prudencia (guía y norte de las demás virtudes) no pueden
contradecir las verdades de la ciencia o de la técnica, sino que
han de atenerse a ellas [García López 2003: 198].

De este modo se pueden estudiar las relaciones entre técnica y moral, o


entre el arte y la moral, un debate todavía abierto en cultura actual.

8. La cuestión de la filosofía cristiana


Merece la pena reseñar también la aportación de García López a la
cuestión de la filosofía cristiana, tema al que dedicó diversos artículos
[García López 1999b: 43-49; 80-94] que provocaron el debate con el
medievalista belga Fernand van Steenberghen [García López 1999: 51-79].
Desde el principio, nuestro autor se muestra en deuda con la postura del
dominico Santiago Ramírez a quien sigue de cerca en su exposición.

Para enmarcar mejor la propuesta de Ramírez, nuestro autor comienza


por sintetizar un breve status questionis a propósito de las controversias
parisinas de 1931. Para algunos filósofos de corte racionalista (Brèhier,
Brunschvicg) nunca existió una filosofía cristiana, y de hecho, el adjetivo
“cristiana” negaría el sustantivo “filosofía” pues la fe cristiana proporciona
una verdad indudable y ya conseguida, excluyendo radicalmente la
búsqueda de la verdad que pertenece esencialmente a la auténtica filosofía.
Esta postura será a grandes rasgos la mantenida por Heidegger y Jaspers.
En el extremo opuesto se situaría la postura de Gilson y Maritain. Para éste
último, la filosofía, al menos la filosofía moral, tiene una dependencia
esencial respecto de la teología, a la que debe subalternarse –y por tanto,
también a la fe-, para que sea verdadera ciencia y esté adaptada a su
propio objeto en la presente condición de la naturaleza humana. Por su
parte, Gilson defiende que la filosofía cultivada por los Padres de la Iglesia y
de los Doctores escolásticos es esencial y formalmente cristiana. Entre
estas dos posturas extremas se encuentran la del cardenal Mercier que
propone que la fe cristiana no es, no puede ser, para el filósofo un motivo de
adhesión o una fuente directa de conocimientos, sino solo una norma
negativa. Y semejante es la postura de van Steenberghen, que considera
esencial la distinción entre el filósofo y la filosofía, de suerte que si bien se
puede hablar con sentido de filósofos cristianos, es un error hablar de
filosofía cristiana, ya que esta expresión abstracta no puede significar otra
cosa que filosofía esencialmente cristiana, lo que entrañaría una
contradicción en sus propios términos. Por último, para Bogliolo la llamada
filosofía cristiana es formalmente filosofía, aunque también sea
materialmente cristiana; tiene de filosofía todo lo que les es propio a los
saberes que se apoyan solo en la luz natural de la razón, pero tiene también
de teológico el que se ocupa de asuntos de los que trata asimismo la
teología, aunque bajo otra luz.

García López pasa a continuación a criticar estas diversas posturas. En


primer lugar, las tesis racionalistas de Brèhier, Brunschvicg y otros, que
niegan la existencia y hasta la misma posibilidad, de una filosofía cristiana.
Para García López, esa filosofía cristiana ha existido, y sigue existiendo, en
muchos Padres de la Iglesia y de los escolásticos medievales que
principalmente fueron teólogos, pero también fueron filósofos, y han
aportado conocimientos importantísimos, estrictamente filosóficos (como
son las doctrinas sobre la unidad y trascendencia de Dios y de su
providencia, del origen del mundo por creación a partir de la nada, de la
espiritualidad y de la inmortalidad personal del alma humana, etc.). Pero
admitir la existencia de una filosofía cristiana no implica que esa filosofía
sea esencialmente cristiana, como parecen sostener Gilson y Maritain. Es
una contradicción admitir una filosofía esencial o formalmente cristiana,
puesto que la filosofía, en cuanto ciencia, versa sobre lo intrínsecamente
evidente (con evidencia inmediata o mediata), mientras que la fe divina
versa de suyo sobre lo intrínsecamente inevidente. Tampoco es del todo
aceptable la propuesta de Mercier por la que “cristiana” es una
denominación meramente extrínseca o negativa. Esto no bastaría para que
la filosofía pudiera decirse real y verdaderamente cristiana, porque así como
no es suficiente que alguien no se oponga o no contradiga a la fe cristiana,
para que pueda decirse realmente cristiano, tampoco basta con que una
filosofía no contradiga a la doctrina cristiana para que pueda decirse, con
verdad y positivamente, cristiana. Por último, tampoco le convence la
postura de Bogliolo porque los asuntos propiamente teológicos, por lo
menos en su mayoría, no pueden ser abordados y resueltos a la sola luz de
la filosofía.

La mejor respuesta a esta cuestión viene, a juicio de García López, de


Santiago Ramírez, que defiende la posibilidad, y también la existencia
histórica de una auténtica filosofía cristiana, que ha de ser, desde luego,
sustancial o esencialmente filosofía, pero que también debe
ser accidentalmente cristiana. La filosofía cristiana es formalmente filosofía
y accidentalmente cristiana. Para que la fórmula filosofía cristiana tenga un
sentido real y verdadero, es necesario que el apelativo de “cristiana” no sea
tomado en sentido esencial o formal, sino en sentido accidental, o sea, el
correspondiente al quinto predicable: algo que se une de modo contingente
a una esencia y que puede afectarla o no, sin que varíe dicha esencia. Por
eso, la esencia de la filosofía permanece la misma, tanto si es cristiana
como si no. Hay que decir también que la apelación de cristiana no debe ser
meramente extrínseca o negativa. Esto no bastaría para que la filosofía
pudiera decirse real y verdaderamente cristiana. La fórmula “cristiana” debe
entenderse, pues, como una apelación positiva, pero contingente. La
filosofía cristiana así entendida, no solo constituye un hecho histórico-
cultural de primer orden, sino que se revela incluso como una exigencia
perfectiva de la propia filosofía, puesto que la fuerza cognoscitiva de la
razón natural no disminuye al sobrevenir la fe, sino que más bien la
aumenta y se enriquece con la cercanía de esa nueva luz sobrenatural. La
fe instruye a la filosofía acerca de sus limitaciones y posibles errores, para
que no se exalte en exceso, como acontece en los racionalistas. Pues le da
a conocer que más allá, y por encima de la razón natural, existen misterios
intrínsecamente sobrenaturales que exceden, de modo absoluto, las fuerzas
de nuestra razón. Y, por otra parte, también la fe defiende a la razón contra
el pesimismo de los fideistas y de los agnósticos. La razón humana, por su
propia energía nativa, puede conocer muchas verdades, de modo seguro e
indudable, como los primeros principios, y también otras verdades como la
existencia de Dios, la espiritualidad, inmortalidad y la libertad de nuestra
alma. Esta es la auténtica filosofía cristiana: una filosofía autónoma dentro
de su esfera, que se centra en sus propios objetos y los investiga desde sus
propios principios y con su propio método. Pero una filosofía también
armonizable, y armonizada de hecho, con la fe y con la teología sagrada;
que no se opone, por tanto, a ninguna de las verdades reveladas.

La aportación de la propuesta de García López sobre esta cuestión reside


en la aplicación de estos principios a otros ámbitos de la acción humana: el
trabajo, la familia y la sociedad civil. Así, por ejemplo, el trabajo tiene su
esfera de autonomía que es preciso respetar. Pero respetando esa
autonomía, el trabajo del cristiano se encuentra positivamente enriquecido
por la dimensión sobrenatural de la gracia, de las virtudes infusas y de los
dones. Enriquecimiento que no hace a ese trabajo esencialmente distinto
del de los otros hombres, sino solo accidentalmente diferente. Y con las
debidas matizaciones es posible aplicar estos principios a la familia cristiana
y a la sociedad civil cristiana [García López 1992: 49-127].

9. Bibliografía
9.1. Obras de Jesús García López
Nuestra sabiduría racional de Dios, C.S.I.C., Madrid 1950.

El conocimiento natural de Dios. Un estudio a través de Descartes y


Santo Tomás, Publicaciones de la Universidad de Murcia,
Murcia 1955.

El valor de la verdad y otros estudios, Gredos, Madrid 1965.

Doctrina de Santo Tomás sobre la verdad: Comentarios a la cuestión I


“De Veritate”, Eunsa, Pamplona 1967.

Estudios de metafísica tomista, Eunsa, Pamplona 1976 [García López


1976a].

El conocimiento de Dios en Descartes, Eunsa, Pamplona 1976 [García


López 1976b].

Los derechos humanos en Santo Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona


1979 [Posteriormente reeditado con el título Individuo, familia y
sociedad, Eunsa, Pamplona 1990].
Tomás de Aquino maestro del orden, Cincel, Madrid 1985, 1989 . 2

El sistema de las virtudes humanas, Editora de Revistas, México 1986.


[Posteriormente reeditado con el título Virtud y personalidad,
según Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 2003].

Individuo, familia y sociedad, Eunsa, Pamplona 1990

Elementos de filosofía y cristianismo, Eunsa, Pamplona 1992.

El conocimiento filosófico de Dios, Eunsa, Pamplona 1995. [Publicado


posteriormente en el volumen Metafísica tomista. Ontología,
Gnoseología y Teología Natural, Eunsa, Pamplona 2001 ]. 2

Lecciones de metafísica tomista. Ontología. Nociones comunes, Eunsa,


Pamplona 1995. [Publicado posteriormente en el
volumen Metafísica tomista. Ontología, Gnoseología y Teología
Natural, Eunsa, Pamplona 2001 ].2

Lecciones de metafísica tomista. Gnoseología. Principios gnoseológicos


básicos, Eunsa, Pamplona 1997. [Publicado posteriormente en
el volumen Metafísica tomista. Ontología, Gnoseología y
Teología Natural, Eunsa, Pamplona 2001 ].2

Elementos de metodología de las Ciencias, [Cuadernos de Anuario


Filosófico], Servicio de Publicaciones, Universidad de Navarra,
Pamplona 1999 [García López 1999a].

Fe y razón, [Cuadernos de Anuario Filosófico], Servicio de Publicaciones,


Universidad de Navarra, Pamplona 1999 [García López 1999b].

Metafísica tomista. Ontología, Gnoseología y Teología Natural, Eunsa,


Pamplona 2001.

Virtud y personalidad, según Tomás de Aquino, Eunsa, Pamplona 2003

Escritos de antropología filosófica, Eunsa, Pamplona 2006.

El alma humana y otros escritos inéditos, [Cuadernos de Anuario


Filosófico], Servicio de Publicaciones, Universidad de Navarra,
Pamplona 2007.
9.2. Bibliografía secundaria
BRUSNIAK, L., Aplicaciones de la analogía en la metafísica. La
interpretación de Jesús García López, en «Cuadernos de
Filosofía. Excerpta e dissertationibus in Philosophia» 13 (2003),
pp. 151-215.

DÍAZ DÍAZ, G., Jesús García López, en: Hombres y documentos de la


filosofía española (E-G). Vol. III), [Centro de Estudios
Históricos], C. S. I. C., Madrid 1988, pp. 412-414.

ESTEBAN LÓPEZ, C., Ética de normas y ética de virtudes: introducción a la


ética de Jesús García López, Tesis de
Licenciatura, Universidad de Navarra, Pamplona 2009.

FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, J. L., Jesús García López. In memoriam, en


«Anuario filosófico» 38 (2005), pp. 823-827.

—, “Prólogo” de Escritos de antropología filosófica, Eunsa, Pamplona


2006, pp. 9-15.

FORMENT, E., Historia de la filosofía tomista en la España


contemporánea, Ediciones Encuentro, Madrid 1998, pp. 63-65.

—, “D. Jesús García López. In Memoriam”, en Espíritu 44 (2005), pp.


185-187.

FERNÁNDEZ DE LA MORA, G., Pensamiento español, 1965. De Ortega a


Nicol, Rialp, Madrid 1966, pp. 80-87.

GUY, A., Historia de la filosofía española, Anthropos, Barcelona 1985, p.


403.

KAOBO SUMAIDI, É., Acte et puissance chez Saint Thomas d’Aquin a la


lumière de Jesús García López, Tesis de licenciatura,
Universidad de Navarra, Pamplona 1996.

LLANO CIFUENTES, C., Prólogo, en: El sistema de las virtudes


humanas, Editora de Revistas, México 1986, pp. 7-15.
LÓPEZ QUINTÁS, A., Filosofía española contemporánea. Temas y
autores, BAC, Madrid 1970, pp. 420-423.

MATEO-SECO, L. F., Dios Uno y Trino, Eunsa, Pamplona 1998, pp. 415-


41.

TARAZONA HUERTA, J., “La persona humana y su alma en Jesús García


López”, Tesis de Licenciatura, Pontificia Universidad de la
Santa Croce, Roma 2008.

VERA FERNÁNDEZ, D., “Jesús García López”, en Eméritos, Universidad de


Murcia: Servicio de Publicaciones, Murcia 2000, pp. 33-40.
Clifford Geertz
Autor: María G. Amilburu

Índice
1. Introducción

2. Biografía de Clifford Geertz

3. Las fuentes de su pensamiento

4. La antropología como tarea interpretativa

5. El método de la antropología simbólica: “descripción densa”

6. “Anti-antirrelativismo”

7. Clifford Geertz y la historia de la antropología cultural

8. Bibliografía

8.1. Escritos de Clifford Geertz, por orden cronológico

8.2. Bibliografía sobre Geertz

8.3. Recursos online

8.4. Otra bibliografía citada en este artículo

1. Introducción
Es común considerar que la Antropología[1] se consagró como disciplina
académica en los inicios del siglo XX. Se esperaba de los antropólogos que
estudiaran culturas remotas, que aprendieran la lengua de los nativos y
convivieran una temporada con ellos tratando de comportarse como
‘observadores neutrales’, para estar en condiciones de relatar de manera
‘objetiva’, sus modos de vida, organización, instituciones, etc.

Esta concepción de la antropología cultural entró en crisis alrededor de


los años 60 del pasado siglo. Clifford Geertz, filósofo de formación, imprimió
un nuevo impulso teórico y práctico a la antropología sociocultural que ha
recibido el nombre de antropología interpretativa o antropología simbólica. Y
aunque Geertz sostiene que no existe una “escuela geertziana” [Amilburu
1999], la discusión de su obra y la de sus alumnos y seguidores constituyó
uno de los núcleos más vigorosos del debate antropológico en la segunda
mitad del siglo XX.
Geertz se describe a sí mismo como un “teórico de la acción simbólica” y
«ha sido una figura influyente, no sólo como escritor de etnografías sino
como introductor de fuentes de estímulo teorético (…). [Con él] la etnografía
se ha convertido en un modo de hablar sobre teoría, filosofía y
epistemología, mientras se hace el trabajo tradicional de interpretación de
los diferentes modos de vida. (...) Geertz es históricamente importante tanto
por su notable independencia de estilo como por el hecho de que su obra,
aparecida cuando declinaba el vigor del funcionalismo, sirvió para inspirar la
tendencia actual de proyectos experimentales de la que ella es pionera»
[Marcus - Cushman 1996: 184].

2. Biografía de Clifford Geertz


Clifford Geertz nació en San Francisco el 23 de agosto de 1926 y falleció
en Filadelfia el 30 de agosto de 2006, a consecuencia de una intervención
de corazón. Estuvo casado hasta 1982 con la antropóloga Hildred S. Geertz
y en 1987 contrajo matrimonio con Karen Blu. Tuvo dos hijos: Erika y
Benjamin.

Sus padres se divorciaron cuando tenía 3 años y pasó su infancia con


unos parientes lejanos en un pueblo de California. A los 17 años se alistó en
la marina norteamericana, y al terminar la 2ª Guerra Mundial comenzó a
estudiar Literatura Inglesa en Antioch College (Ohio), gracias al programa
de becas del gobierno de Estados Unidos conocido como la G.I. Bill. Quería
ser escritor y trabajar como periodista —su prosa elegante, ágil y salpicada
de buen humor da fe de que no le faltaban condiciones para ello— pero
acabó graduándose en Filosofía.

En 1950 se incorporó al Departamento de Relaciones Sociales de la


Universidad de Harvard para estudiar antropología con Clyde Kluckhohn y
Talcott Parsons, gracias a una beca del American Council for Learned
Societies. En 1951 Dong Oliver formó un grupo interdisciplinar de alumnos
de doctorado —entre quienes se encontraban Clifford Geertz y su mujer—
para hacer trabajo de campo durante dos años en Indonesia con un
proyecto financiado conjuntamente por el MIT y la Universidad de Harvard,
conocido como “The Modjokuto Project”. De vuelta en Estados Unidos
redactó su tesis sobre La religión en Java, dirigida por Cora Du Bois,
doctorándose en el Departamento de Relaciones Sociales de la Universidad
de Harvard en 1956. Desde entonces, en varios de sus trabajos de campo
se centró en el estudio de la religión, considerándola exclusivamente como
un sistema cultural: «una religión es: 1) Un sistema de símbolos que obra
para 2) establecer vigorosos, penetrantes y duraderos estados anímicos y
motivaciones en los hombres 3) formulando concepciones de un orden
general de existencia y 4) revistiendo estas concepciones con una aureola
de efectividad tal que 5) los estados anímicos y motivaciones parezcan de
un realismo único» [Geertz 1973: 89].

Entre 1958 y 1959 trabajó en el Center for Advanced Studies in the


Behavioural Sciences en Palo Alto y en la Universidad de California en
Berkeley, donde coincidió con Alfred Kroeber, uno de los padres de la
antropología cultural, que ya estaba retirado. En 1960 se incorporó al
claustro de profesores de la Universidad de Chicago, donde permaneció
hasta 1970, fecha en la que le ofrecieron crear y dirigir la Escuela de
Ciencias Sociales del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton,
permaneciendo allí en activo —los últimos años como profesor emérito—
hasta su muerte.

Junto con su labor académica como profesor e investigador, Geertz


poseía una amplia experiencia en el trabajo de campo. Además de los dos
años transcurridos en Indonesia ya mencionados, dirigió y participó durante
7 años en un proyecto etnográfico en Bali; y a partir de 1965, en trabajos de
campo en Sefrou (Marruecos). Los resultados de estas investigaciones
están publicados en diversas monografías y numerosos artículos. En el
trabajo que lleva por título “Descripción densa: hacia una teoría
interpretativa de la cultura”, recogido en La Interpretación de las
culturas [1973: 19] y en Conocimiento local [1983: 14-16], Geertz señala
que los esfuerzos de comprensión de otras culturas se deben expresar por
medio de relatos, de narrativas; y añade que el ensayo, ya sea de treinta
páginas o de trescientas, es el género literario natural para presentar las
interpretaciones culturales y las teorías que en ellas se apoyan. No es de
extrañar, por tanto que muchas de sus obras (artículos, reseñas de libros,
etc., ver Bibliografía) pertenezcan a este género.

3. Las fuentes de su pensamiento


Geertz reconoce explícitamente la influencia recibida
del segundo Wittgenstein, especialmente en relación con la crítica del
lenguaje privado —“que sacó al pensamiento fuera de la cueva de la mente
a la luz de la plaza pública, donde cualquiera puede contemplarlo”—; la
propuesta de las “formas de vida” como el conjunto de circunstancias
naturales y culturales que están presupuestas en cualquier interpretación
del mundo; y la comprensión del significado de un término a partir del “uso”
que hace de él la comunidad lingüística [Geertz 2000: x-xiv].

En contraste con el postestructuralismo y el funcionalismo predominantes


en el ambiente de la época, Geertz asumió los planteamientos de Weber,
con quien comparte la visión del ser humano como un animal inserto en la
urdimbre de significaciones que él mismo ha tejido; y la convicción de que el
análisis de la cultura no puede llevarse a cabo como si se tratara de una
ciencia experimental a la búsqueda de leyes, sino como una ciencia
interpretativa en busca de significados: intentando comprender las
expresiones sociales que resultan enigmáticas en la superficie [Geertz 193:
19-40].

Asimismo, Geertz admitió su deuda con la filosofía de la cultura de


Cassirer, fundamentalmente por su concepción de la cultura como sistema
de formas simbólicas, aunque Geertz no se preocupa tanto de establecer
sistemas, como de descubrir significados.

4. La antropología como tarea


interpretativa
Geertz entiende la antropología como “una profesión, un trabajo
artesanal, un mètiere”, en el que se entretejen el trabajo de campo
etnográfico y la labor académica. “¿Qué hace un antropólogo?”. La
respuesta a esta pregunta es obvia: “estudiar la cultura” [Geertz 2002]. Pero
si se pregunta “¿qué es la cultura?” es posible que se obtengan muchas
respuestas, quizá no todas compatibles entre sí. Por eso, una de las
primeras tareas que Geertz acometió fue clarificar qué entendía por cultura.
Las dos obras fundamentales donde se recogen las claves de la filosofía de
la cultura de Geertz y su modo peculiar de trabajar, son La Interpretación de
las culturas [1973] y Tras los hechos [1995].

La primera de ellas es una recopilación de catorce ensayos publicados


entre 1957 y 1972, y un primer capítulo introductorio, escrito expresamente
para el volumen, que lleva por título “Descripción densa: hacia una teoría
interpretativa de la cultura”. En él, Geertz pretende «exponer su postura del
modo más general posible, y realizar un esfuerzo para redefinir lo que había
estado haciendo y diciendo a lo largo de ese periodo de tiempo». [Geertz
1973a].

Por otra parte, en una entrevista concedida a Richard Handler en 1991,


Geertz afirmaba que en Tras los hechos —el libro que estaba escribiendo
por aquel entonces— intentaba exponer en qué consiste “una explicación
antropológica” y su modo de entender la antropología, no en abstracto, sino
en función del trabajo que ya había realizado [Handler 1991].

A la hora de definir la cultura —en sintonía con Weber y Cassirer—


Geertz sostiene que se trata de un sistema de interacción de signos
interpretables que pueden ser llamados “símbolos”. La cultura no es una
“entidad”, a la que puedan atribuirse de manera causal acontecimientos
sociales, modos de conducta, instituciones o procesos sociales. La cultura
se entiende mejor como un “contexto público” dentro del cual pueden
describirse todos esos fenómenos de manera inteligible, es decir, “densa”.

Su modo de entender la cultura se opone a la “concepción estratigráfica”


de las relaciones entre los factores biológicos, psicológicos, sociales y
culturales en la vida humana predominante en algunos ambientes [Geertz
1973: 19-43]. Según esa concepción, cada ser humano sería el producto de
varios niveles superpuestos. Cada capa o estrato estaría completo en sí
mismo, y sería irreductible a los demás. Si se quitaran las abigarradas
formas de la cultura, se encontrarían las regularidades funcionales y
estructurales de la organización social. Si se eliminaran éstas, se hallarían
los factores psicológicos subyacentes —las ‘necesidades básicas’ o lo que
fuere— que les prestan su apoyo y las hacen posibles. Y si se suprimieran
los factores psicológicos se encontrarían los fundamentos biológicos —
anatómicos, fisiológicos, neurológicos— de todo el edificio de la vida
humana.

Por el contrario, Geertz afirma que cuando se concibe la cultura como


una serie de dispositivos simbólicos para controlar la conducta —una serie
de fuentes extrasomáticas de información—, la cultura suministra el vínculo
entre lo que los hombres son intrínsecamente capaces de llegar a ser, y lo
que realmente llegan a ser uno a uno. “Llegar a ser humano” es constituirse
como un individuo; y se llega guiado por esquemas culturales, por sistemas
de significación históricamente creados, en virtud de los cuales formamos,
ordenamos, sustentamos y dirigimos nuestras vidas.

El modo más sencillo de definir la cultura de un pueblo es considerarla el


“modo de disponer las cosas” que tiene un grupo humano. Denota un
esquema históricamente transmitido de concepciones heredadas y
expresadas en formas simbólicas, por medio del cual los seres humanos
comunican, perpetúan y desarrollan su conocimiento y actitudes ante la
vida. Estos sistemas de símbolos suministran un marco significativo dentro
del cual pueden orientarse en sus relaciones recíprocas, en su relación con
el mundo que les rodea, y en relación consigo mismos.

La cultura así entendida —como sistema de formas simbólicas—


constituye un contexto público dentro del que pueden describirse los
fenómenos de manera inteligible. Es preciso mirar a esos sistemas
simbólicos como formas que dicen algo sobre algo, y lo dicen a alguien.
Geertz propone, por tanto, “un concepto semiótico de cultura” [Geertz 1973].

Consideró que la antropología, como el resto de las ciencias sociales, se


encontraba en una situación confusa —una crisis de identidad— desde el
punto de vista epistemológico. Los trabajos de quienes la cultivaban se
movían entre el ideal de la cientificidad empírica o la ambigüedad de la
literatura, describiendo trayectorias pendulares que iban desde la
formulación de leyes y esquemas rígidos y conceptos fríos, a la elaboración
de metáforas huecas. Por un lado se observaba una tendencia objetivadora
—característica del proyecto neopositivista, inspirado en la unificación
metodológica de las ciencias físicas y las ciencias sociales—, donde
primaba el método inductivo-deductivo, las explicaciones causales y la
predicción; y por otro, una aproximación más subjetiva, —influida por la
lingüística y las humanidades—, que no buscaba la formulación de leyes, la
predicción y el control, sino la descripción de las características peculiares
de cada fenómeno.

En este clima, al inicio de los años 1960, empezó a cuestionarse el modo


de trabajar de los antropólogos y los resultados de sus investigaciones. Las
críticas fueron tanto de carácter ético como epistemológico. En un primer
momento se discutió la licitud del trabajo de campo, porque al tratarse de
una tarea llevada a cabo principalmente por investigadores europeos o
estadounidenses en las antiguas colonias y en pueblos exóticos y/o
primitivos, se consideró un residuo de colonialismo etnocentrista. Como si el
antropólogo, con su sola presencia, estuviera diciendo: “yo, que pertenezco
a una cultura superior, vengo aquí a ver las cosas raras que hacéis
vosotros, los salvajes; cosas que son raras y primitivas porque son
diferentes a las que hacemos nosotros, la gente civilizada”.

Más tarde se puso también en duda la validez de esos estudios aludiendo


a la enorme dificultad que supone comprender una cultura por parte de
quienes no pertenecen a ella. Este argumento se llevó aún más lejos
cuestionando incluso la posibilidad de que una persona —extranjera o
nativa— pueda captar algo tan vasto como una “forma de vida” y encontrar
palabras adecuadas para describirla.

Así las cosas, Geertz relata cómo se encontró «profundamente


comprometido, o mejor, enmarañado, junto a los más dinámicos de mis
colegas de allí [la Universidad de Chicago] en lo que se convertiría después
en una tarea extremadamente influyente y extremadamente controvertida:
redefinir total y completamente la empresa etnográfica. [...] Esta redefinición
consistía en situar el estudio sistemático del significado, de los vehículos del
significado y de la comprensión del significado, en el mismo centro de la
investigación y del análisis: hacer de la antropología, o al menos de la
antropología cultural, una disciplina hermenéutica» [Geertz 1996: 117] Este
nuevo modo de abordar el trabajo antropológico recibió el nombre de
antropología interpretativa o antropología simbólica: un intento de
«comprender, de algún modo, cómo comprendemos comprensiones que no
nos son las propias» [Geertz 1983: 13].

Geertz asume «un enfoque esencialmente hermenéutico —o, si esta


palabra produce sobresaltos, al evocar imágenes de fanáticos bíblicos,
charlatanes literarios y profesores teutones, un enfoque interpretativo— de
esas tareas» [Geertz 1983: 33] porque las sociedades contienen en sí
mismas sus propias interpretaciones; se trata de hallar el modo de tener
acceso a ellas.

Como es sabido, Gadamer [1977] sostiene que para comprender un


mensaje no es necesario “revivir los procesos mentales” de otro, ni tratar de
“averiguar las intenciones” del hablante. Tampoco se trata de un proceso de
“objetivación”, porque la comprensión no es un fenómeno meramente
reproductivo, sino también “productivo”. Comprender es interpretar: se trata
de una actividad que tiene lugar en el seno de una determinada comunidad
lingüística y cultural, y en el marco de un determinado horizonte histórico.
Del mismo modo que comprender a otra persona significa captar de qué
está hablando, entender un texto o una obra de arte no requiere reconstruir
la intención original que hay detrás de la producción de ese texto o ese
objeto, sino más bien lograr una mediación entre ellos y nuestra vida: una
fusión de horizontes, un intento de penetrar en unas expresiones sociales
que resultan enigmáticas en la superficie.

Para comprender una cultura hay que llevar a cabo una labor de
interpretación de la alteridad que bien puede llamarse traducción [Malighetti
1991: 81; Amilburu 2000]. «En este caso, el término “traducción” no consiste
en una simple refundición de los modos que otros tienen de disponer las
cosas en nuestro propio modo de situarnos [que es la manera de que las
cosas se pierdan]; sino la exposición, mediante nuestras locuciones, de la
lógica de sus modos de disposición. Una concepción que […] se halla más
próxima a lo que hace un crítico para arrojar luz sobre un poema, que a lo
que hace un astrónomo para tomar nota de una nueva estrella» [Geertz
1983: 19-20]. Este es el procedimiento que se sigue al traducir entre dos
idiomas que se conocen bien: no se hace palabra por palabra, sino frase
con sentido por frase con sentido: «comprender una forma de vida, o al
menos algunos de sus aspectos, y convencer a otros de que realmente se
ha logrado hacerlo, consiste en algo más que ensamblar relatos particulares
o imponer narrativas generales. Se trata de juntar en una visión coincidente
la figura y el trasfondo, el acontecimiento pasajero y la historia de larga
duración» [Geertz 1995: 59]. Comprender las vidas de los nativos, se
parece más a entender un proverbio, percibir una alusión, captar una
broma, o leer un poema, que a alcanzar una extraña comunión con ellos,
como proponía Malinowsky [Geertz 1983: 90].

La hermenéutica se funda en una precomprensión y avanza mediante


una anticipación de sentido. Un “mundo” no puede ser aprehendido
directamente; siempre se infiere en función de sus partes, y esas partes
deben ser extraídas conceptual y perceptualmente del flujo de la
experiencia. Así, en la interpretación —también en la interpretación de una
cultura— se genera sentido a través de un movimiento circular que
primero aísla y luego contextualiza una cosa o un suceso en la realidad que
la engloba. La aproximación geertziana a la comprensión cultural, por ser
específicamente hermenéutica, avanza en círculos, o mejor, en espiral: va
de lo local a lo global, y vuelta; de la observación de los hechos y la
posterior anticipación del sentido hacia la comprensión; de la minucia
exótica a la caracterización extensa…; todo ello con la intención de llegar a
comprender una forma general de vida a partir de la observación de los
vehículos en los que se encarna esa forma [Geertz 1983: 89].

Asumir la hermenéutica como método supone reconocer que las


expresiones y acciones humanas contienen un componente significativo que
es reconocido por el sujeto que realiza la interpretación; y, al mismo tiempo,
que las ciencias se estructuran según modelos que crean los sujetos.
Comprender no es, sin más, reflejar un objeto, sino que tiene también algo
de construcción.

Hay, pues, dos principios que se implican mutuamente en la


hermenéutica: el sujeto, que interpreta desde dentro de su cultura, desde
sus propios prejuicios; y el objeto, que tiene significado en su ser captado
por alguien. Esta característica del método sitúa a los que lo emplean más
allá del objetivismo y el subjetivismo, es decir, de los extremos del debate
científico-metodológico al que antes se ha aludido [Geertz 1973: 25]. Hay
que evitar caer en la utopía de la mera contemplación, o en la total
proyección del propio pensamiento sobre los fenómenos; admitiendo
humildemente el hecho de que toda descripción que hagamos supone ya
una cierta interpretación hecha desde nuestra propia situación cultural. Toda
descripción etnográfica es, aunque no se pretenda, interesadamente casera
[Geertz 1988: 154], porque también es descripción del descriptor y no
solamente de lo descrito. Pero esto, como se verá, no significa ser relativista
o que uno no haya comprendido nada.

5. El método de la antropología simbólica:


“descripción densa”
El principal problema que debe afrontar el antropólogo cuando intenta
comprender la cultura de un pueblo, es realizar un análisis de las
significaciones lo bastante circunstanciado como para que sea fiel a los
hechos y, a la vez, lo suficientemente general como para poder formular una
teoría: debe penetrar con profundidad en los detalles, para descubrir algo
más que los detalles, de modo que «la interpretación de la forma en que
vive un pueblo que no sea prisionera de sus horizontes mentales —como
una etnografía de la brujería escrita por una bruja—, ni se mantenga
sistemáticamente ajena a las tonalidades distintivas de sus existencias, —
como una etnografía de la brujería escrita por un geómetra—» [Geertz
1983: 75].

Para ello, Geertz recurre al uso de las metáforas que se emplean con
frecuencia para referirse al tejido social. Las tres analogías más habituales
son el juego —en particular los llamados juegos serios, por ejemplo el
ajedrez—, el drama y el texto [Geertz 1983: 36-47]. La importancia de estas
metáforas estriba en que sugieren una visión del ser humano sometido a
reglas plurales —inserto en un contexto denso de significados múltiples— y
no guiado por fuerzas unívocas [Maghiletti 1991: 37]. De entre ellas, es la
tercera —la analogía del texto— la que emplea Geertz para explicar el
proceso de interpretación de una cultura.

Geertz compara la cultura de un pueblo con «un conjunto de textos que


los antropólogos se esfuerzan por leer por encima del hombro de aquellos a
quienes dichos textos pertenecen propiamente» [Geertz 1973: 372]. Pero
para interpretar una cultura leyéndola como si fuera un texto, es necesario
en primer lugar escribirlo, construirlo como tal. La “textualización” es así el
primer paso de la interpretación, y consiste en el proceso por el que la
conducta no escrita, el habla, las creencias, la tradición oral o el ritual de un
pueblo, son vistos como un corpus, como un conjunto potencialmente
significativo, que se inscribe en un contexto [Clifford 1996: 141-170]. Geertz
llama a este proceso de textualización “descripción densa
etnográfica” [Geertz 1973: 19-40], mediante el que el antropólogo se
mantiene en «un continuo equilibrio dialéctico entre lo más local del detalle
local, y lo más global de la estructura global» [Geertz 1983: 88-89] haciendo
posible formular, en una concepción simultánea, el detalle y el trasfondo.

La textualización —o descripción densa— está constituida por dos


momentos: la “descripción analítica” y la “reflexión interpretativa”. Es un
modo de proceder a partir de casos concretos muy similar a la inferencia
clínica. «En lugar de comenzar con una serie de observaciones e intentar
incluirlas bajo el dominio de una ley, esta inferencia comienza con una serie
de significantes (presuntos) e intenta situarlos dentro de un marco
inteligible. Las mediciones se emparejan con predicciones teóricas, pero los
síntomas (aún cuando sean objeto de medición) se examinan en pos de sus
peculiaridades teóricas, es decir, se diagnostican. En el estudio de la cultura
los significantes no son síntomas o haces de síntomas, sino que son actos
simbólicos o haces de actos simbólicos, y aquí la meta es, no la terapia,
sino el análisis del discurso social. Pero la manera en que se usa la teoría
—indagar el valor y sentido de las cosas— es el mismo» [Geertz 1973: 36].

La posibilidad de generalización, la esperanza de que puedan llegar a


formularse algunas conclusiones generales en este campo «reside en el
hecho, o en lo que tomamos como un hecho, de que el terreno sobre el que
dicho contenido y dicha conducta se disponen no constituye una mera
colección de ideas, emociones y actos inconexos, sino un universo
ordenado, cuyo orden podremos descubrir precisamente al comparar, con
cierto detalle, los casos producidos desde partes distintas de ese terreno. La
tarea central consiste en descubrir, o inventar, los términos apropiados de
comparación, los sistemas apropiados dentro de los cuales considerar un
material fenoménicamente dispar, de un modo tal que sea su gran
disparidad la que nos conduzca a un conocimiento más profundo del
sistema» [Geertz 1968: 76]. Así es como es posible «llegar a grandes
conclusiones partiendo de hechos pequeños pero de contextura muy densa;
prestar apoyo a enunciaciones generales sobre el papel de la cultura en la
construcción de la vida colectiva, relacionándolas exactamente con hechos
específicos y complejos» [Geertz 1973: 38].

La antropología simbólica intenta comprender lo que aparece como


extraño y sin embargo tiene la suficiente afinidad con nosotros, en cuanto
humanos, como para suponer que puede ser comprendido; ayuda a
encontrar recursos, dentro de la propia cultura y lenguaje, que permitan
comprender esos fenómenos ajenos de modo que no dejen de parecer
ajenos.

Un ejemplo paradigmático del empleo de este método de trabajo es el


ensayo titulado “Juego profundo: notas sobre la riña de gallos en Bali”,
incluido en el La interpretación de las culturas [Geertz 1973: 339-372]. En él
muestra cómo «hace dos cosas que son esencialmente antropológicas:
discutir un curioso caso de un distante país, y extraer de ese caso algunas
conclusiones de hecho y de método que vayan mucho más allá de lo que
puede ofrecer un solo ejemplo aislado. El trabajo del etnógrafo consiste en
describir las configuraciones superficiales lo mejor que pueda, reconstruir
las estructuras más profundas, y clasificar esas estructuras —una vez
reconstruidas— en un esquema analítico, algo parecido a la tabla periódica
de los elementos de Mendeleiev» [Geertz 1973: 292]. En efecto, en “Juego
profundo…” Geertz no se limita a describir con detalle lo que sucede, sino
que muestra cómo las peleas de gallos son un elemento que cumple una
función precisa, de gran importancia en la vida social y la cultura balinesa.
En las peleas, los dueños de los animales no sólo se juegan una cantidad
de dinero —que tampoco es tan considerable— sino que constituyen una
apuesta fuerte en la que ponen en juego su propio status. Las
consecuencias de la pelea son realmente reales sólo para los gallos; para
sus dueños, la pelea es como jugar con fuego pero sin el peligro de
quemarse. Viven la emoción de arriesgarlo todo hasta el fondo, siendo la
pérdida sólo virtual y las humillaciones, alegóricas. Se podría decir que de
alguna manera, las peleas de gallos cumplen para los balineses la misma
función catártica que cumplía el teatro en la Grecia clásica.

6. “Anti-antirrelativismo”
Geertz pronunció una Distinguished Lecture —publicada en 1984 en la
Revista American Anthropologist, que se incluyó en castellano en Los usos
de la diversidad y recogida también en Available Light— en la que Geertz
toma posición frente a las críticas recibidas por parte de quienes
consideraron que adoptaba una postura relativista. En el título de ese
artículo, las dos negaciones no afirman: preguntado explícitamente por su
postura al respecto, afirmó rotundamente que él no es relativista [Amilburu
1999].

“Anti-antirrelativismo” no defiende el relativismo, sino que se propone


combatir el miedo desmedido al relativismo. Geertz critica a los anti-
relativistas que sostienen la concepción estratigráfica de las relaciones entre
naturaleza y cultura a la que se ha hecho referencia en el apartado 4.

Geertz es consciente de que «la tendencia relativista, o más exactamente


la inclinación al relativismo que la antropología provoca en quienes tienen
mucho trato con sus materiales está en cierto modo implícita en la disciplina
en cuanto tal» [Geertz 1984: 98] pero también apunta que «la idea de que
exista un gran número de lectores de antropología tan imbuidos de una
mentalidad tan cosmopolita que ya no saben reconocer lo verdadero, lo
bueno y lo bello me parece bastante fantástica» [Geertz 1984: 100].

«Lo que se nos ofrece —dice Geertz— es la oportunidad de elegir entre


distintas preocupaciones. Los llamados relativistas quieren que nos
sintamos preocupados por el provincianismo: el peligro de que nuestras
percepciones se emboten, de que nuestra inteligencia decaiga, de que se
restrinja el campo de nuestras simpatías por efecto de una sobrevaloración
de las creencias de la sociedad en que vivimos. Aquellos que se
autodenominan antirrelativistas quieren que lo que nos inquiete (…) sea una
especie de entropía espiritual, una muerte térmica de la mente en la que lo
mismo da una cosa que otra: todo vale, a cada cual lo suyo, el que paga
decide, sé muy bien lo que quiero, tout comprendre c'est tout pardonner»
[Geertz 1984: 100].

Se trata, por tanto, de disolver la disyuntiva que obliga a elegir entre la


estrechez de miras propia del etnocentrismo uniformista, o la pérdida de
todo referente característica del relativismo. Geertz no acepta esta falsa
dicotomía, porque apuesta por una visión que se puede llamar pluralista,
que no simplifica las cuestiones y trata de afrontar los problemas.

Es necesario examinar las dificultades epistemológicas relacionadas con


la posibilidad de comprensión “objetiva” de una cultura. Hay que «aceptar el
hecho de que los hechos están hechos» [Geertz 1995: 70]. «No hay duda
—afirma Geertz— de que las cosas, cualquier cosa que sean, son: ¿qué
otra cosa podrían ser? Pero en los relatos que hacemos de ellas, traficamos
con los relatos de nuestros informantes, de nuestros colegas, de nuestros
predecesores, con los nuestros propios; son constructos. Relatos de relatos,
visiones de visiones» [Geertz 1995: 69]. En efecto, los relatos etnográficos,
como el resto de los productos culturales, son creaciones humanas. Es
preciso rechazar el temor a aceptar que los humanos vivimos en un mundo
de “constructos culturales”, en un mundo que, porque es “humano”, no es
exclusivamente un mundo físico, sino cultural; que “lo real” no es algo que
nos hayamos encontrado ya “acabado”, como nos podemos encontrar una
caracola reluciendo en una playa. Admitir la construcción cultural del
“mundo humano” no debería socavar la pretensión de “acceso a la realidad”
característica del conocimiento humano.

7. Clifford Geertz y la historia de la


antropología cultural
Por último, aunque se trata de un aspecto que apenas se ha tenido en
cuenta al estudiar sus obras, Clifford Geertz es uno de los mejores
historiadores de la antropología cultural americana del siglo XX. Siempre le
interesó ver el papel que tiene el pensamiento en el desarrollo de la historia
[Geertz 1983: 118].

La antropología como descripción de costumbres de pueblos distintos del


propio, es un campo de estudio relativamente reciente, que alcanza su
apogeo entre el final del siglo XIX y los años 70 del siglo XX. Hasta
entonces la actividad etnográfica había sido bastante escasa: sólo estaban
disponibles los escritos de Herodoto sobre las costumbres de los pueblos
bárbaros, las descripciones de otras culturas realizadas por navegantes,
mercaderes y misioneros a partir del siglo XV y, más recientemente, los
relatos de viajes de la época colonial. [Choza 1985]. Los trabajos de Boas,
Benedict y Malinowsky marcan el inicio de la etnografía como disciplina
académica, y a partir de ese momento se multiplicó el número de
antropólogos que viajaban a tierras remotas para “estudiar las costumbres
de los nativos”.

A lo largo de su trayectoria académica Geertz realiza un interesante


análisis de la evolución de la antropología cultural como ámbito de estudio
—autores, métodos, temas principales y problemas abordados, el futuro de
la disciplina, etc.— en varios ensayos, conferencias y entrevistas. Entre
ellos, se pueden destacar seis lugares donde rastrear la evolución y el
desarrollo de la antropología cultural. Son los siguientes:

a. El libro El antropólogo como autor [Geertz 1988], que reúne una serie


de conferencias pronunciadas en la Universidad de Stanford en las que
Geertz examina con detalle la vida y la obra de los pioneros de la
antropología cultural: Lèvi-Strauss, Evans-Pritchard, Malinowsky y
Benedict.

b. El capítulo 5 del libro Tras los hechos [Geertz 1995], donde relata el


nacimiento de la antropología cultural como disciplina académica que
tiene por objeto el estudio del ser humano y sus costumbres empleando
la metodología etnográfica aplicada al análisis de las sociedades
primitivas. En este capítulo Geertz menciona también las diferentes
tradiciones que componen la breve historia académica de la
antropología aunque, en realidad, «no son sino una vaga colección de
trayectorias individuales en el contexto de “una disciplina
indisciplinada”» [Geertz 1995: 102]. En ese capítulo señala también los
grandes cambios que se han producido en las condiciones de vida y el
trabajo de campo de los antropólogos en el transcurso de pocos años.
Entre ellos, subraya la dificultad para encontrar “culturas primitivas” en
la actualidad, la creciente interdisciplinariedad con la que se proyectan
los trabajos de campo, y la influencia de métodos filosóficos tomados
de Marx, Freud, Weber, Pareto, Simmel, o Durkheim, por ejemplo.

c. La entrevista concedida a Richard Handler [1991], en la que describe


con especial detalle el desarrollo de la disciplina entre los años 1960 y
1970 en la Universidad de Chicago; y el ambiente que se vivió en el
Congreso “New Approaches in Social Anthropology”, celebrado en la
Universidad de Cambridge en 1963, en el que se hicieron patentes las
diferencias que separaba a los antropólogos de ambos lados del
Atlántico, que Geertz resumió en la expresión: “American Culture vs.
British Social”.

d. La entrevista realizada por María G. Amilburu [1999], en la que se


relata la intrahistoria del Seminario de Santa Fe de 1984, que se
considera el punto de inflexión que dio origen al surgimiento de la
antropología postmoderna.

e. La conferencia “Passage and Accident: A Life of Learning”, pronunciada


en 1999 y publicada en Available Light [Geertz 2000], que Geertz
califica como “una especie de autobiografía socio-intelectual” y un
análisis del clima intelectual de los Estados Unidos, realizado por
alguien que hizo bastante para forjarlo.

f. El artículo “An Inconstant Profession” [Geertz 2002], donde traza el


desarrollo de la antropología durante el más de medio siglo en que él
ha trabajado activamente; y las relaciones que se observan entre ese
desarrollo y la evolución de la historia contemporánea. En definitiva,
trata de describir «qué ha pasado a mi alrededor en la profesión, y en el
mundo exterior más amplio». En él ofrece una amplia panorámica de
los autores que han trabajado activamente en el campo durante esos
años, haciendo referencia a más de 150 libros publicados en esos
años.

En este último artículo —y por tanto más abarcante—, estructura el


desarrollo de la antropología en cuatro grandes fases que caracteriza así: la
exuberancia optimista después de la guerra (1946 a 1960,
aproximadamente); la modernización de las sociedades primitivas (1960-
1975); la proliferación de puntos de vista y surgimiento de los movimientos
“post-” (1975-1989); y desde 1990 —y de modo particular a partir del ataque
a las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York el 11 de
septiembre de 2001—, el incremento de los estudios sobre los conflictos
étnicos, la violencia, la globalización, etc.

Esta es la breve historia de la disciplina. Pero ¿qué futuro cabe esperar


para la antropología como “estudio sobre ‘los otros’ con base etnográfica”?
¿Tiene algún sentido seguir cultivando este campo? ¿En qué espacio social
puede justificarse el trabajo de un etnógrafo? Porque, con el declinar del
colonialismo, el desarrollo de las comunicaciones y del comercio, el turismo
de masas, la dispersión de las etnias y su incrustación en otras
nacionalidades, y la globalización del planeta, el escenario y las condiciones
de posibilidad de la etnografía cambian ostensiblemente. «El mundo está
aún dividido en distintos compartimentos, pero los pasillos entre ellos son
cada vez más numerosos y están mucho menos resguardados que antes»
[Geertz 1988: 140].

Geertz —optimista por naturaleza—, cree que la antropología sigue


teniendo futuro y sugiere que «es posible orientarla hacia el estudio de las
propias manifestaciones culturales de las sociedades occidentales, o
diseminarla hacia el exterior a lo largo y ancho del collage internacional de
la cultura postmoderna. La tarea del etnógrafo puede consistir en demostrar,
o demostrar de nuevo, con distintos medios y en distintos momentos, que la
descripción del modo en que otros viven no se presenta ni como cuentos
sobre cosas que nunca ocurrieron, ni como informes y fenómenos medibles
producidos por fuerzas calculables; pero aún puede inducir a la convicción.
Leer ese tipo de escritos merece la pena porque conduce a una
concienzuda revisión de nuestra comprensión de lo que significa abrir (un
poco) la conciencia de un grupo a (parte de) la forma de vida de otro, y por
esa vía a (parte de) la suya propia» [Geertz 1988: 152].

El conocimiento antropológico puede favorecer un ámbito de convivencia


humana pluralista, contribuir a contextualizar los propios puntos de vista, a
hacernos menos dogmáticos, más comprensivos, y a conocer mejor nuestra
propia cultura, al darnos cuenta que no estamos solos, ni tampoco podemos
estar tan seguros a la hora de pensar que somos los mejores. La
antropología tiene futuro porque «el uso de los textos etnográficos amplía
las posibilidades del discurso inteligible entre gentes distintas entre sí en lo
que hace a intereses, perspectivas, riquezas y poder, (que están) integradas
en un mundo donde, sumidos en una interminable red de conexiones,
resulta cada vez más difícil no acabar tropezándose» [Geertz 1988: 157].

8. Bibliografía
8.1. Escritos de Clifford Geertz, por orden cronológico
En el caso de las citas de las obras de Clifford Geertz, se menciona el
año de publicación del trabajo original en inglés, las páginas corresponden a
la traducción española cuando ésta existe.

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Books, New York, pp 3–30. [Geertz 1973a]

1976 - From the Native’s Point of View, en BASSO, K. H. – SELBY, H.


A. (eds.), Meaning in Anthropology, University of New Mexico
Press, Albuquerque, pp. 221–237.

1977 - Found in Translation: On the Social History of the Moral


Imagination, en «Georgia Review» 31/4 (Winter), pp. 788-810.

1977 - Curing, Sorcery, and Magic in a Javanese Town, en LANDY,


D. (ed.), Culture, Disease, and Healing: Studies in Medical
Anthropology, Macmillan Publishing, New York, pp. 146–153.

1979 – (con GEERTZ, H. y ROSEN, L.), Meaning and Order in Moroccan


Society: Three Essays in Cultural Analysis, Cambridge
University Press, Cambridge Mass.
1980 - Blurred Genres: The Refiguration of Social Thought, en «The
American Scholar», 49/2 (1980), pp. 165-179 (Géneros
confusos. La refiguración del pensamiento social, en REYNOSO,
C., (comp.), El surgimiento de la Antropología
postmoderna, Gedisa, Barcelona 1996, pp. 63-77).

1980 - Negara: The Theatre State in Nineteenth-Century Bali, Princeton


University Press, Princeton.

1983 - Local Knowledge: Further Essays in Interpretive


Anthropology, Basic Books, New York (Conocimiento local,
Paidós, Barcelona 1994).

1983 - Notions of Primitive Thought: Dialogue with Clifford Geertz,


en MILLER, J. (ed. y comp.), States of Mind, Pantheon, New
York, pp. 192–210.

1984 - Anti-Anti-Relativism. 1983 Distinguished Lecture, en «American


Anthropologist» 82, pp. 263-278.

1984 - Culture and Social Change: The Indonesian Case, en «Man» 19,
pp. 511-532.

1986 - The Uses of Diversity, en MCMURRIN S. M. (ed.), Tanner Lectures


on Human Values, Vol. 7, Cambridge University Press and
University of Utah Press, Cambridge and Salt Lake City, pp.
251–275 (Los usos de la diversidad, Paidós, Barcelona 1996).

1988 - Works and Lives: The Anthropologist as Author, Stanford


University Press, Stanford (El Antropólogo como autor, Paidós,
Barcelona 1989).

1989 - Margaret Mead, 1901-1978, en Biographical Memoirs 58, National


Academy of Sciences, pp. 329-341.

1990 - History and Anthropology, en «New Literary History» 21/2 (Winter),


pp. 321-335.

1991 - The Year of Living Culturally, en «New Republic» 21 October, pp.


30-36.
1992 - ‘Local Knowledge’ and Its Limits: Some Obiter Dicta, en «Yale
Journal of Criticism» 5/2, pp. 129-135.

1993 - ‘Ethnic Conflict’: Three Alternative Terms, en «Common


Knowledge» 2/3 (Winter), pp. 54-65.

1995 - After the Fact: Two Countries, Four Decades, One


Anthropologist, The Jerusalem-Harvard Lectures, Harvard
University Press, Cambridge Mass. and London (Tras los
hechos, Paidós, Barcelona 1996).

2000 - Available Light: Anthropological Reflections on Philosophical


Topics, Princeton University Press, Princeton (Reflexiones
antropológicas sobre temas filosóficos, Paidós, Barcelona
2002).

2002 - An Inconstant Profession: The Anthropological Life in Interesting


Times, en «Annual Review of Anthropology», 31, pp. 1–19.

2005 - Commentary, en SHWEDER, R.A. – GOOD, B. (eds.), Clifford Geertz


by his Colleagues, Chicago University Press, Chicago, pp. 108-
124.

2010 – (INGLIS, F., ed.), Life Among the Anthros and Other


Essays Princeton University Press, Princeton.

El mayor archivo de materiales de y sobre Clifford Geertz, disponible, con


algunas restricciones, para los investigadores, está en el Special Collections
Research Center de la Biblioteca de la Universidad de Chicago, con el
nombre “The Clifford Geertz Papers 1930s-2007”.

Además de estos trabajos Clifford Geertz fue colaborador habitual


durante 4 décadas de la New York Review of Books. Allí publicó
periódicamente comentarios sobre cuestiones de su especialidad y las
consecuencias sociales de la situación intelectual y política del momento.
Estos artículos pueden consultarse en la página del autor en la
revista: https://www.nybooks.com/?s=clifford%20Geertz.

8.2. Bibliografía sobre Geertz


ALEXANDER, J. C. – SMITH, P. – NORTON, M. (eds.), Interpreting Clifford
Geertz: Cultural Investigation in the Social Sciences, Palgrave
Macmillan, New York 2011

ANRUBIA, E., La versión de nosotros mismos: naturaleza, símbolo y


cultura en Clifford Geertz, Comares, Albolote, Granada 2008.

INGLIS, F., Clifford Geertz: Culture, Custom and Ethics, Polity Press,


Cambridge Mass. 2000.

MALIGHETTI, R., Il filosofo e il confesore. Antropologia ed ermeneutica in


Clifford Geertz, Edizioni Unicolpi, Milano 1991.

ORTNER, S.B., The Fate of “Culture”: Geertz and Beyond, University of


California Press, Berkeley 1991.

RABINOW, P., The Accompaniment: Assembling the


Contemporary, University of Chicago Press, Chicago 2011.

REYNOSO, C., (comp.), El surgimiento de la Antropología


Postmoderna, Gedisa, Barcelona 1996.

SHWEDER, R.A., Clifford Geertz. A Biographical Memoire. National


Academy of Sciences,
2010. http://www.nasonline.org/publications/biographical-
memoirs/memoir-pdfs/geertz-clifford.pdf

SHWEDER, R. A. – GOOD, B. (Eds.), Clifford Geertz by his


Colleagues, Chicago University Press, Chicago 2005.

8.3. Recursos online


El curriculum vitae de Geertz, incluyendo una lista de sus publicaciones,
premios, distinciones, etc., hasta agosto de 2002 está
disponible
en http://www.infoamerica.org/documentos_pdf/geertz02.pdf.

Hay una interesante entrevista autobiográfica con Clifford Geertz


realizada en Mayo de 2004, disponible
en http://www.youtube.com/watch?v=3dQDx3axrDs
Breve biografía académica de Clifford Geertz y líneas fundamentales de
su
pensamiento: http://www.indiana.edu/~wanthro/theory_pages/G
eertz.htm

Para una completa bibliografía con las traducciones y reimpresiones de


las obras de Geertz disponibles: Cfr. MÖRTH, I. – G.
FRÖHLICH, HyperGeertz World Catalogue, http://www.iwp.uni-
linz.ac.at/lxe/sektktf/gg/HyperGeertz.html y http://hypergeertz.jk
u.at/HyperGeertz-2000-2009.htm

8.4. Otra bibliografía citada en este artículo


AMILBURU, M. G., "Testas Laureadas: Clifford Geertz, La Interpretación de
las Culturas", en «Nueva Revista», 58 (1998), pp. 137-146.

—, “Entrevista a Clifford Geertz”, en «Nueva Revista», 61, (1999), pp. 19-


28.

—, “La comprensión del otro. ¿Empatía o traducción?”, en


«Themata», 25 (2000), pp. 209-215.

CHOZA, J., Antropologías positivas y Antropología Filosófica, Cenlit,


Tafalla 1985.

CLIFFORD, J., Sobre la autoridad etnográfica, en REYNOSO, C., (comp.), El


surgimiento de la Antropología postmoderna, Gedisa,
Barcelona 1996, pp. 141-170.

CLIFFORD J. – MARCUS, G. (Eds.) Retóricas de la cultura, Júcar, Madrid


1991.

GADAMER, H. G., Verdad y Método, Sígueme, Salamanca 1977.

HANDLER, R., An Interview with Clifford Geertz, en «Current


Anthropology» 32/5 (1991), pp. 603-613.

MARCUS, G. E. – CUSHMAN, D. E., Las etnografías como textos,


en REYNOSO, C., (comp.), El surgimiento de la Antropología
postmoderna, Gedisa, Barcelona 1996, pp. 171-213
(orig. Ethnographies as Texts, en «Annual Review of
Anthropology», 11 (1982), pp. 25-69).

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