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Franz Brentano

Autor: Sergio Sánchez-Migallón Granados

Franz Brentano (1838-1917) pertenece a esa clase de filósofos que


tuvieron mayor influjo que fama, más importancia posterior que
contemporánea. Es de justicia reconocerle el mérito y éxito de sus
esfuerzos por renovar la filosofía del último cuarto del siglo XIX,
especialmente en Alemania. Los frutos de ello se percibieron tanto en el
nuevo interés por la metafísica aristotélica como —sobre todo y ya en pleno
siglo XX― la fenomenología y los inicios de la filosofía analítica del
lenguaje. Si en algo coincidían los discípulos de Brentano, era sin duda en
el rigor y claridad de las exposiciones de su maestro (rasgos que ahormaron
precisamente la fenomenología y la filosofía analítica lingüística), así como
en su excelente conocimiento de la historia de la filosofía. El estudio de los
escritos de Brentano enseña filosofía y enseña a filosofar, y proporciona
además de modo único las claves de comprensión de buena parte del
pensamiento filosófico del siglo XX.

Índice
1. Vida y obras

2. Su aristotelismo y su Metafísica teísta

3. El método de la filosofía: experiencia y Psicología

4. Clasificación de los fenómenos psíquicos

4.1. Lo psíquico y sus tres clases

4.2. Fenómenos ciegos y fenómenos correctos e incorrectos

a) Juicio ciego, juicio evidente y juicio correcto

b) Emoción ciega y emoción correcta

5. Fundamentación de la Lógica y de la Ética

5.1. La teoría del juicio correcto y de lo verdadero

5.2. La teoría de la emoción correcta y de lo bueno

6. El “reísmo” ontológico y analítico de su pensamiento tardío

6.1. La nueva posición gnoseológica y ontológica

6.2. El análisis psicológico del lenguaje


7. Bibliografía

7.1. Obras de Brentano

7.2. Selección de estudios sobre Brentano

8. Referencias en Internet

1. Vida y obras
Franz Clemens Brentano nació el 16 de enero de 1838 en Marienberg
(Alemania), a orillas del Rin. Su tío era el conocido poeta romántico
Clemens Brentano, y su hermano Lujo se dedicaba a la política y economía
sociales. De su madre recibió una profunda fe y formación católicas.
Conforme a la tradicional movilidad de los estudiantes de filosofía en
Alemania, estudió esa disciplina en las universidades de Múnich, Würzburg,
Berlín, y Münster. Tras doctorarse con un estudio sobre Aristóteles en
1862, Von der mannigfachen Bedeutungen des Seienden nach
Aristoteles (Sobre los múltiples sentidos del ente en Aristóteles), se ordenó
sacerdote católico en 1864. Dos años más tarde presentó en la Universidad
de Würzburg, al norte de Baviera, su escrito de habilitación como
catedrático, Die Psychologie des Aristoteles, insbesondere Seine Lehre vom
“nous poietikos” (La psicología de Aristóteles, en especial su doctrina acerca
del “nous poietikos”). En los años siguientes dedicó su atención a otras
corrientes de filosofía, e iba creciendo su preocupación por la situación de la
filosofía de aquella época en Alemania: un escenario en el que se
contraponían el empirismo positivista y el neokantismo. En ese periodo
estudió con profundidad a John Stuart Mill y publicó un libro sobre Auguste
Comte y la filosofía positiva. La Universidad de Würzburg le nombró
profesor extraordinario en 1872.

Sin embargo, en el interior del filósofo iban fraguando problemas de otro


género. Desde hacía unos años trataba en vano de explicarse
racionalmente algunos dogmas de la religión católica, sobre todo el dogma
de la Santísima Trinidad. Y después de que el Concilio Vaticano Primero
proclamara el dogma de la infalibilidad papal, Brentano decidió en 1873
abandonar su sacerdocio, y más tarde la Iglesia católica misma. No
obstante, para no perjudicar más a los católicos alemanes —ya de suyo
hostigados por la “Kulturkampf” de entonces— renunció voluntariamente a
su puesto de Würzburg y, por otro lado, se negó a unirse a los cismáticos
“viejos católicos”.

Al año siguiente, 1874, vio la luz su obra principal Psychologie vom


empirischen Standpunkt (Psicología desde el punto de vista empírico), y
recibió una invitación como profesor ordinario en la Universidad de Viena. El
título de su lección inaugural refleja la inquietud antes mencionada: “Las
razones del desaliento en la filosofía”. En 1880 contrajo matrimonio con Ida
von Lieben, pero para su reconocimiento ante las autoridades austríacas —
debido a su anterior condición sacerdotal— hubo de casarse en Leipzig. Al
volver a Viena perdió su cátedra por el mismo motivo, aunque pudo
habilitarse de nuevo y continuar enseñando en la misma universidad como
profesor encargado de cátedra (Privatdozent) hasta 1894. No publicó
muchas obras durante esos años, tan sólo varias conferencias
importantes: Vom Ursprung sittlicher Erkenntnis (El origen del conocimiento
moral), en 1889; Über die Zukunft der Philosophie (El porvenir de la
filosofía), en 1893; y Die vier Phasen der Philosophie und ihr
augenblicklicher Stand (Las cuatro fases de la filosofía y su situación
actual), en 1895. Sólo póstumamente se editaron muchas de sus lecciones
a partir de manuscritos suyos y de apuntes de alumnos. Tanto en Würzburg
como en Viena, Brentano gozó de gran prestigio y admiración como
profesor, atrayendo como oyentes a estudiantes como C. Stumpf, A.
Meinong, Ch. von Ehrenfels, A. Marty, E. Husserl, K. Twardowski o también
S. Freud. Muchos de sus alumnos llegaron a ser profesores por todo el
imperio austro-húngaro, lo cual da idea del ancho influjo de las enseñanzas
de Brentano.

En 1895, después de morir su mujer, abandona Viena dejando escrito


su Meine letzten Wünsche für Österreich (Mis últimos deseos para Austria) y
se traslada a Florencia, donde transcurridos dos años se casó con Emilie
Ruprecht. Al cabo de ocho años perdió la vista, pero con ayuda de su
esposa alcanzó a publicar varias obras: en 1907, Untersuchungen zur
Sinnespsychologie (Investigaciones sobre psicología de los sentidos); y en
1911, el volumen segundo de su Psychologie de 1874 y dos estudios sobre
Aristóteles, Aristoteles und seine Weltanschauung (Aristóteles y su
concepción del mundo) y Aristoteles’ Lehre vom Ursprung des
menschlichen Geistes (La doctrina de Aristóteles acerca del origen del
espíritu humano). Ya bastante enfermo y completamente ciego se marchó a
Suiza en 1915, en medio de la agitación de la Primera Guerra Mundial, que
enfrentaba a países de los que se sentía ciudadano (Alemania y Austria
frente a Italia). Allí murió el 17 de marzo de 1917.

Las obras que se publicaron tras su muerte por obra de sus discípulos O.
Kraus y A. Kastil (y una discípula de éste, F. Mayer-Hillebrand) ponen de
manifiesto la amplitud de intereses del autor y su extraordinario
conocimiento de la historia de la filosofía. Son, por orden de aparición y
aparte de la reedición de las ya antes publicadas, las siguientes: Die Lehre
Jesu und ihre bleibende Bedeutung (La doctrina de Jesús y su significación
permanente), el volumen tercero de Psychologie vom empirischen
Standpunkt, Versuch über die Erkenntnis (Ensayo sobre el conocimiento),
Vom Dasein Gottes (Sobre la existencia de Dios), Wahrheit und
Evidenz (Verdad y evidencia), Kategorienlehre (Doctrina de las categorías),
Grundlegung und Aufbau der Ethik (Fundamentación y construcción de la
ética), Religion und Philosophie (Religión y filosofía), Die Lehre vom
richtigen Urteil (La doctrina del juicio correcto), Grundzüge der
Ästhetik (Elementos de estética), Geschichte der griechischen
Philosophie (Historia de la filosofía griega), Die Abkehr vom Nichtrealen (La
recusación de lo irreal), Philosophische Untersuchungen zu Raum, Zeit und
Kontinuum (Investigaciones filosóficas acerca del espacio, el tiempo y el
continuo), Aristoteles’ Lehre vom Ursprung des menschlichen Geistes (La
doctrina de Aristóteles acerca del origen del espíritu humano), Geschichte
der mittelalterlichen Philosophie im christlichen Abendland (Historia de la
filosofía medieval en el Occidente cristiano), Deskriptive
Psychologie (Psicología descriptiva), Geschichte der Philosophie der
Neuzeit (Historia de la filosofía de la Edad Moderna), Über
Aristoteles (Sobre Aristóteles) y Über Ernst Machs “Erkenntnis und
Irrtum” (Sobre “Conocimiento y error” de Ernst Mach). Y resta todavía
inédita casi toda la correspondencia científica de Brentano —varios miles de
cartas— con discípulos y pensadores de su época tan notables como Stuart
Mill, Fechner, Von Helmholz, Freud, Bolzmann, Husserl, Stumpf, Von
Ehrenfels, etc.

2. Su aristotelismo y su Metafísica teísta


Como muestra su biografía, Brentano se interesó desde muy pronto por
la filosofía de Aristóteles, y nunca abandonó su estudio: sus tesis doctoral y
de habilitación, así como sus dos últimos libros que aparecieron en vida,
versaban sobre el pensamiento del estagirita. Además, es palpable la
preocupación de este filósofo por la Metafísica, su actitud de buscar los
fundamentos del saber y el anhelo por las causas últimas. Sin embargo,
esta faceta metafísica y teológica de Brentano ha sido la que menos ha
influido en la historia posterior de la filosofía; son más conocidas e
influyentes su Psicología, su Lógica y Teoría del conocimiento, y su Ética.

Las investigaciones de Brentano sobre la ontología de Aristóteles le


situaron entre los artífices del resurgir del aristotelismo en la Alemania del
siglo XIX (como Trendelenburg, Brandis, Bonitz o Zeller). También
pensadores metafísicos del siglo XX como M. Heidegger o P. Aubenque se
beneficiaron notablemente de la lectura de esas disquisiciones. Su trabajo
doctoral y primer libro, Sobre los múltiples significados del ente según
Aristóteles, distingue cuatro sentidos de “ente” en el filósofo griego: el ente
como ens per accidens o lo fortuito; el ente en el sentido de lo verdadero,
con su correlato, lo no-ente en el sentido de lo falso; el ente en potencia y el
ente en acto; y el ente que se distribuye según las figuras de las categorías.
De esos cuatro significados, el veritativo abrirá en Brentano el estudio de la
intencionalidad. Pero al que dedica con diferencia mayor extensión es al
cuarto, el estudio de las diversas categorías. Esto se debe, en parte, a las
discusiones de su tiempo en torno a la metafísica aristotélica. En ellas toma
postura defendiendo principalmente dos tesis: primera, que entre los
diferentes sentidos categoriales del ente se da una unidad de analogía, y
que ésta significa unidad de referencia a un término común, la sustancia;
segunda, que precisamente esa unidad de referencia posibilita en el griego
deducir las categorías según un principio (y no de modo puramente
rapsódico, como objetan Kant, Hegel y otros, también Trendelenburg). De
este modo, Brentano se sitúa del lado de los intérpretes más metafísicos y
escolásticos de Aristóteles, frente a los más historicistas (hegelianos) y
neokantianos.

El problema de la analogía del ser permanecerá en la mente de Brentano


hasta el final de su vida, como lo prueba su postrer giro al llamado “reísmo”.
Otro tanto cabe decir de la cuestión de las categorías, de la que el autor
dejó hasta seis ensayos, aunque en redacciones muy provisionales y
aproximadas ya en los tres últimos años de su vida (reunidos luego en el
volumen Kategorienlehre). En ellos Brentano forcejea con la doctrina de
Aristóteles e incluso propone algunas rectificaciones a la misma.
Más abundantes fueron y más elaboradas se conservan, en cambio, sus
lecciones sobre Teología natural (editadas después bajo el título Vom
Dasein Gottes). Estas lecciones reflejan muy bien el peculiar estilo
aristotélico de Brentano. Por ejemplo, sorprende la abundancia y precisión
de datos de las ciencias naturales sobre los que apoya sus pruebas: algo
muy aristotélico, pero también muy inusual y desconcertante. Además, la
certeza que obtiene a partir de esos datos no pretende ser absoluta o
matemática, sino la correspondiente a lo físico, una certeza a lo sumo de
infinita probabilidad; lo cual le lleva a elaborar una original demostración a
priori del principio de causalidad. Se basa, pues, en la experiencia, pero
además se fija tanto en la externa como en la interna, lo cual ya era —sin
que eso supusiese abandonar el realismo, sino precisamente reforzarlo—
también una novedad. Por otro lado, las críticas a las objeciones de Hume y
de Kant contra las demostraciones de la existencia de Dios sacan a la luz
argumentos muy agudos y originales enderezados contra el pensamiento
general de esos filósofos, al tiempo que dan ocasión a Brentano para
exponer lo mejor de su doctrina.

Es verdad, con todo, que no trata todas las demostraciones tradicionales


de la Teología natural; por ejemplo, no trata la cuarta vía tomista, pero no
porque la rechace. De las que se ocupa más por extenso es del argumento
ontológico y de la prueba teleológica. También hay que advertir dos
extrañas discrepancias de Brentano respecto del pensamiento clásico en
este campo. Se trata, por un lado, de que sostiene la mutabilidad de Dios,
en cuanto que al causar pasaría de no causar a causar; y, por otro, de que
—influido por Leibniz— admite la inmortalidad del alma de los animales
irracionales.

De manera que Brentano —a pesar de su dramática relación con la


Iglesia católica— fue siempre un pensador metafísico y teísta. En su
obra Religion und Philosophie puede leerse algo que nunca desmintió: «Hay
una ciencia que nos instruye acerca del fundamento primero y último de
todas las cosas, en tanto que nos lo permite reconocer en la divinidad. De
muchas maneras, el mundo entero resulta iluminado y ensanchado a la
mirada por esta verdad, y recibimos a través de ella las revelaciones más
esenciales sobre nuestra propia esencia y destino. Por eso, este saber es
en sí mismo, sobre todos los demás, valioso. (…) Llamamos a esta ciencia
Sabiduría, Filosofía primera, Teología» [Religion und Philosophie: 72-73].
Sin embargo, las circunstancias no favorecieron que esta faceta de su
pensamiento, aunque no pasó en absoluto desapercibida, tuviera todo el
eco que merecía. Era la filosofía entera, desde sus mismos presupuestos, la
que se hallaba en una profunda crisis y muy necesitada de reforma.
Brentano se propuso esa reforma, y la historia ha demostrado que sus
esfuerzos pusieron el cimiento de dilatadas corrientes filosóficas del siglo
XX, desde la fenomenología hasta la filosofía analítica del lenguaje.

3. El método de la filosofía: experiencia y


Psicología
Ya en el perfil biográfico se hizo referencia a la crítica y compleja
situación que vivía la filosofía en Alemania a mediados del siglo XIX. Tras el
derrumbamiento del idealismo, muchos pensadores se adhirieron al pujante
positivismo, que pronto adoptó la forma del llamado “psicologismo”. Algunos
buscaron caminos muy distintos: el de la existencia personal (Kierkegaard)
o el del vitalismo irracional (Nietzsche). Y muchos otros, en fin, alzaron el
conocido grito “¡Volvamos a Kant!” (animados por la obra de
Liebmann, Kant und die Epigonen, de 1865), originando las Escuelas
neokantianas de Marburgo y de Baden. Éste es el panorama con el que se
encuentra Brentano. Pero él conecta en cambio, como se ha dicho, con los
pensadores que impulsaron el nuevo interés de Aristóteles en esa centuria,
y ve en el pensamiento del estagirita las claves para recuperar la genuina
filosofía. Ésta es, para Brentano, un saber tan riguroso y científico como la
ciencia natural: “Vera philosophiæ methodus nulla alia nisi scientiæ naturalis
est”, fue la cuarta de las Habilitationsthesen que Brentano defendió en
Würzburg en julio de 1866. Pero, al mismo tiempo, la filosofía es un saber
de mayor alcance que la ciencia natural; es un saber metafísico. La filosofía
está tan lejos de las ensoñaciones idealistas como del chato empirismo
positivista.

Así, Brentano trata de combatir, por un lado, las arbitrariedades de los


idealistas y de los neokantianos (ambos cargados, según él, de prejuicios ni
evidentes ni demostrados), proponiendo la sola experiencia como criterio de
verdad. Pero entendiendo la experiencia de modo que incluya sobre todo la
experiencia interna: allí donde cabe vivir la evidencia, como vieron san
Agustín y Descartes, entre otros. Esto supone situar a la Psicología en la
base de la investigación filosófica. Brentano es, después de metafísico,
eminentemente un psicólogo. De ahí que su obra capital lleve el título
de Psicología desde el punto de vista empírico. Pero, por otro lado, pronto
vio la necesidad de distanciarse de la psicología al uso entonces, que
empleaba el método de la ciencia natural basándose sólo en la inducción y
en la verificación sensible, las cuales no pueden proporcionar ninguna de
las leyes absolutas que la Lógica, por ejemplo, nos muestra con tanta
evidencia, sino únicamente meras leyes generales y probables.

Por ese motivo, a los pocos años (en la segunda mitad de la década de
los ochenta) formula ya claramente la distinción entre dos tipos muy
distintos de Psicología: la Psicología Genética y la Psicología Descriptiva (o
también Psicognosia, o Fenomenología Descriptiva). La Psicología Genética
se fundamenta en la Fisiología y no es exacta, mientras que la Psicología
Descriptiva es una ciencia pura —independiente de los conocimientos
naturales— y exacta. La primera se ocupa de las leyes y procesos de
aparición y causación de lo psíquico; la segunda, de la descripción analítica
de las partes fundamentales de lo psíquico. La Psicología Genética no
puede sino concluir juicios probables y generalizaciones inductivas. La
Psicología Descriptiva es pura porque sus análisis no dependen de los
conocimientos fisiológicos, aunque a veces le sean útiles; sólo se ocupa y
se funda en lo puramente psíquico. Y es también exacta porque, al no estar
condicionada por una ciencia experimental natural (cuyo objeto es algo
físico), puede alcanzar leyes universales y precisas. Esto se debe a la
particular evidencia de que goza la percepción interna, la percepción de lo
psíquico. Brentano está convencido de la posibilidad de una ciencia como la
Psicología Descriptiva: «Mi punto de vista en la Psicología —dice al inicio de
su Psychologie de 1874— es el empírico; la experiencia sola me sirve como
maestra: pero comparto con otros la convicción de que una cierta intuición
ideal es compatible con tal punto de vista» [Psychologie vom empirischen
Standpunkt: I, 1].

Las precisiones de Brentano sobre el método de ese nuevo modo de


hacer psicología, un método riguroso que alcanzaba resultados y
conclusiones asimismo rigurosos, impresionaron hondamente a Husserl y
abrieron la vía de la futura fenomenología. A esas precisiones pertenece,
sobre todo, la distinción entre percepción interna y observación interna,
alumbrando la doctrina de la así llamada “dienergía” del fenómeno psíquico.
Con ella se advierte el hecho según el cual la vivencia psíquica apunta
unitaria e inseparablemente a dos objetos: el polo u objeto del acto psíquico
y el fenómeno psíquico mismo. De este modo, se percibe a la vez la
intencionalidad de lo psíquico y la posibilidad de su vivirlo y estudiarlo
reflexivamente con evidencia; mientras que la observación carece de ese
momento reflexivo. Esa evidencia se revela como una nota peculiar e
intrínseca de los actos irreductible a la subjetiva convicción de los mismos,
como querían algunos (como Sigwart). También es muy importante la
concepción brentaniana de la vida de la conciencia como un continuo
temporal fluyente, la conciencia como “Proterestesia”. Según ella, los juicios
poseen diferentes modos de representación, y en la memoria aparecen los
sucesos a la vez con los modos temporales del presente (in recto) y del
pasado reciente (in obliquo); como ocurre —el ejemplo es suyo— cuando
escuchamos una melodía. Aparte de las consecuencias de largo alcance
para comprender la conciencia misma, este hecho posibilita fiarnos de la
memoria al estudiar lo psíquico, esto es, atender teóricamente a vivencias
propias que pertenecen ya necesariamente al pasado.

Sumariamente, el método que Brentano expone para proceder en la


Psicología o Fenomenología Descriptiva exige cinco momentos (como
describe en sus lecciones, recogidas en Deskriptive Psychologie). El
primero es vivir o experimentar un determinado fenómeno psíquico, ése es
su material empírico. Segundo, notar (bemerken) explícitamente las
peculiaridades y partes de dicho fenómeno, que acaso han sido percibidas
sólo implícitamente; un notar que es distinto y previo al caer en la cuenta o
al ocuparse y aplicarse al estudio de esas características. El tercer paso
consiste en fijarnos en esas características para reunirlas o separarlas, y
conectarlas con otras, haciendo así útil el conocimiento logrado. Este
momento se produce casi imperceptiblemente unido al anterior; supone la
comparación de lo notado para distinguirlo. En el cuarto momento del
método se trata de generalizar los resultados obtenidos, constatando con
cuál de los conceptos generales se enlazan aquellas características como
propiedades genéricas. Aquí puede tratarse, o bien de una generalización
inductiva, con lo que obtenemos un conocimiento probable, ciertamente
valioso cuando no existen perspectivas de completa certeza; o bien, donde
la necesidad o imposibilidad de unión de ciertos elementos luzca a partir de
los conceptos mismos, de una aprehensión intuitiva que nos permita
alcanzar una ley general apodíctica con una evidencia apriórica (un
apriorismo radicalmente distinto, pues, del kantiano, como se verá mejor
luego). Y el quinto es una valoración deductiva, en virtud de la cual
podemos saber algo de un fenómeno particular, no porque notemos dicho
elemento, sino gracias a nuestro conocimiento de las características
necesarias de un tipo general, y de que el caso en cuestión cae dentro de
dicho género.

El estudio de lo psíquico es, entonces, la tarea previa para toda la


filosofía. Fiel a la máxima aristotélica de que todos nuestros conceptos
tienen su origen en la experiencia, Brentano trata de analizar la experiencia
psíquica para encontrar en ella la vivencia de realidad que se necesita en el
origen de cada idea. Ese será el cimiento seguro y evidente sobre el que
edificar las distintas ramas de la Filosofía, desde el establecimiento de una
tabla de categorías para una Ontología general hasta el esclarecimiento de
las nociones de lo verdadero y de lo bueno para la Lógica y la Ética,
respectivamente. Del ensayo de fundamentación ontológica sólo se
conservan esbozos poco elaborados; en cambio, sí hay material más
abundante y consistente en las disciplinas lógica y ética, acaso —como se
dijo— por la urgencia de sacarlas de la crisis en que se hallaban sumidas.

4. Clasificación de los fenómenos


psíquicos
4.1. Lo psíquico y sus tres clases
Lo primero que hace Brentano al internarse en lo psíquico es delimitar su
sentido frente a lo físico, o sea, distinguir los fenómenos psíquicos frente a
los físicos (donde “fenómeno” tiene —como en toda la fenomenología— el
único sentido de lo que sencillamente aparece, y no la apariencia parcial e
irreal pensada por Kant). Fenómenos físicos son, por ejemplo, un color, un
sonido, un paisaje...; fenómenos psíquicos, una audición, una negación, un
deseo de venganza o un sentimiento de generosidad. Para los fenómenos
físicos, Brentano encuentra la nota común de ser espaciales; para los
psíquicos, en cambio, ofrece una enumeración de cinco propiedades
peculiares suyas. Esas propiedades son: la primera, que son
representaciones o tienen a su base representaciones; la segunda, la
carencia de determinación espacial; en tercer lugar, el estar referidos a algo
como a su objeto (su carácter intencional); la cuarta, que constituyen el
campo de los objetos de la llamada percepción interna; y la quinta, que sólo
a ellos corresponde, además de una existencia intencional, una existencia
real (con esto no se alude sino a la peculiar evidencia con que se presentan
a la percepción los fenómenos psíquicos). Y a Brentano le parece que la
intencionalidad es la nota definitoria esencial, pues es la que define
positivamente lo propio de la actividad psíquica. El fenómeno psíquico se
refiere siempre a algo distinto de él mismo, de modo que sin ello es absurdo
hablar de tal fenómeno. Nuestra vida psíquica consiste en referirnos, de los
modos más diversos, a los más variados objetos. De manera que
precisamente esos modos de referencia intencional serán los que definan la
clasificación necesaria para orientarse en la profusión de fenómenos
psíquicos que encontramos en nuestra experiencia interna.

Brentano establece, así, su conocida clasificación en tres grandes


esferas: la de las representaciones, la de los juicios y la que comprende los
llamados fenómenos de amor y de odio (o sentimientos, o emociones). Para
justificar esta tipología, su autor analiza las propuestas anteriores desde
Platón y, sobre todo, explica las dos divergencias entre su clasificación y la
dominante a partir de Kant. Esta última distinguía asimismo tres clases
fundamentales: la de los fenómenos cognoscitivos en general, tanto en la
forma de las imágenes y conceptos como en la del juicio; la clase de los
fenómenos del apetito, sean del apetito sensible o del llamado apetito
racional o voluntad; y la que comprende conjuntamente todos los estados
afectivos y sentimientos. Su nueva propuesta, en cambio, separa las
representaciones y los juicios como tipos de fenómenos esencialmente
distintos, y reúne los apetitos y los sentimientos en una sola clase, viendo
en todos ellos un mismo modo genérico de referirse a sus objetos.

Con su distinción entre los fenómenos representativos y los judicativos,


Brentano alumbra de una manera particular la naturaleza específica del
juicio. Éste consiste en una toma de postura o aserción ante un contenido
representado, y no en la unión o separación de representaciones. Con
respecto a la tercera nueva clase, su autor sostiene que, por muy distintos
que sean los meros sentimientos y las voliciones, una simple atracción o
repulsión y la alegría o la tristeza basadas en convicciones, existe entre
ellos una profunda homogeneidad. Lo común en todos los fenómenos
llamados —para subrayar su generalidad— de amor o de odio es una toma
de postura, como en los juicios, pero de cualidad emotiva, sentimental,
práctica. Este rasgo constituye la índole de su referencia intencional misma,
la cual es justo lo esencialmente definitorio de los fenómenos psíquicos. Y
aunque es cierto que hay diferencias entre aquellos, no son tan profundas
como la que distingue las representaciones de los juicios, ni como las que
reconocemos al contrastarlos con fenómenos de las dos clases anteriores.

En efecto, frecuentemente se ha insistido en la distinción radical entre los


sentimientos y los deseos, por un lado, y las voliciones, por otro —bien por
la eficacia de las segundas, bien por su explícito carácter libre—,
concibiendo para ellos esferas psíquicas completamente separadas. En
opinión de Brentano, esas diferencias se dan ciertamente, pero son
secundarias respecto a la intención fundamental de inclinarse a favor o en
contra de algo. La eficacia de la volición se funda en la convicción (un juicio
subyacente) de la posibilidad de hacer realidad aquello que se desea. En
segundo lugar, la libertad no es algo exclusivo de las voliciones, pues
también hay sentimientos vividos y sancionados libremente en nuestro
interior. Es cierto que un sentimiento no sancionado (un deseo que nos
asalta, por ejemplo) es muy distinto de uno sancionado o consentido
(cuando hacemos nuestro, por así decir, ese deseo), pero eso es algo
posterior y añadido, según este filósofo, al modo de referencia intencional
de la vivencia. Otras veces se ha definido la voluntad como apetito racional
o intelectual, cuyo objeto le sería presentado conceptualmente por el
entendimiento, en contraposición a los fenómenos del apetito dirigidos a
objetos sensibles presentados por los sentidos. Esta distinción sería
asimismo capital para la calificación moral de los actos, pero es también
secundaria. Además, Brentano también conoce y atiende detenidamente a
estos dos géneros de fenómenos, denominándolos respectivamente
emociones noéticas y emociones sensibles. Se trata de distintos tipos de
emociones en razón de la diferente naturaleza de su objeto, a saber, según
nos representemos algo en un grado mayor o menor de universalidad. Pero
esa diferencia claramente no atañe al modo de referencia mismo, que en
ambos es radicalmente el mismo (ese estar a favor o en contra de algo), y
por eso pertenecen los dos a la misma clase fundamental de fenómenos de
amor u odio.

4.2. Fenómenos ciegos y fenómenos correctos e


incorrectos
Pronto ve y subraya Brentano un paralelismo entre la clase de los juicios
y la de las emociones (que por cierto se mantendrá y jugará un importante
papel en la fenomenología posterior). En ambos casos se trata de una toma
de posición o de adoptar una postura ante algo, a diferencia de las
representaciones, que se limitan a traer de modo neutro a la conciencia ese
algo. En los juicios o se afirma o se niega; en las emociones o se ama o se
odia. Pero hay otra semejanza, fundada en ésta, que es sin embargo de
naturaleza muy distinta y capital para la investigación filosófica. Se trata de
que en ambos géneros de tomas de postura, tanto en las teóricas como en
las prácticas, hay unas que son inferiores o “ciegas” y otras que son
superiores; es decir, unas arbitrarias y otras o correctas o incorrectas. De
que se encuentre ese terreno firme dependerá que se pueda levantar un
sólido edificio del saber fundado en las vivencias psíquicas.

a) Juicio ciego, juicio evidente y juicio correcto

Por lo que atañe a los juicios, a Brentano le parece claro que formulamos
muchas veces aseveraciones no seguras; juicios (o mejor prejuicios) no
suficientemente asegurados ni justificados. En estos juicios, aunque los
tengamos por verdaderos, nada impide que de pronto se revelen como
falsos. Según él, tales son, por ejemplo, los juicios de la percepción externa
y los de la memoria, así como conjeturas o suposiciones. A todos ellos se
les llama aquí inferiores o “ciegos”.

En cambio, vemos que poseemos otros juicios —por contraste con los
ciegos— que se presentan en sí mismos como justificados, como evidentes.
Como ejemplos señala Brentano todas las percepciones internas y el
principio de no contradicción u otros axiomas lógicos. Éstos aparecen
necesariamente como verdaderos excluyendo la posibilidad contraria. Este
filósofo se pregunta por qué percibimos con tanta claridad el carácter de
necesariamente verdaderos en estos juicios, y al mismo tiempo quiere
describir lo mejor posible dicho carácter, que denomina “evidencia”. En su
opinión, puesto que la evidencia es una propiedad originaria y simple, no
cabe definirla estrictamente, sino sólo mostrarla por comparación con otros
fenómenos que no la posean. Pero, a pesar de esa simplicidad e
indefinibilidad, sí puede defenderse la evidencia —y así lo hace Brentano—
contra dos interpretaciones erróneas: frente a aquella que entiende la
evidencia del juicio como la evidencia de la representación del objeto
juzgado; y contra la que la concibe como cierto sentimiento de compulsión o
de firme convicción.
Si la evidencia del juicio procediera de la nitidez de la representación, el
juicio del sabio valdría tanto como el juicio del loco que tuviera una idea bien
determinada, cosa que nadie admitiría. Así, la evidencia del juicio pertenece
a este fenómeno cognoscitivo, y no a la representación, que no es todavía
conocimiento. En este error —dice Brentano— cayó Descartes; de manera
que se recupera aquí la idea clásica según la cual el juicio es el lugar propio
de la verdad. Las representaciones pueden ser ciertamente claras y
distintas, pero no en rigor evidentes. Tampoco consiste la evidencia en un
impulso, sentimiento o compulsión natural psicológica que nos incline a
afirmar con convicción el objeto del juicio que llamaríamos por ello evidente.
Brentano, para desechar esta concepción, critica detenidamente la doctrina
de Sigwart sobre la evidencia. Es claro que muchos juicios que no tenemos
en absoluto por evidentes poseen ese sentimiento de convicción (en su
ejemplo, los prejuicios aludidos antes con las ideas fijas del loco).

Por consiguiente, la evidencia no reside en la representación de lo


juzgado, pero tampoco radica en un sentimiento de convicción indiferente al
objeto referido. ¿En qué relación se encuentra, entonces, si la hay, la
evidencia del juicio con el objeto así juzgado? El juicio evidente es un tipo
de juicio llamado “motivado”. Es un juicio motivado justamente por su objeto,
y —como se verá luego mejor— puede tener como motivo la existencia del
objeto (como sucede en los juicios evidentes asertóricos) o la esencia de
éste (como acontece en los evidentes apodícticos). La evidencia de un juicio
es una claridad fundada en esa motivación por el objeto que justifica eo
ipso su verdad; el juicio evidente no puede justificarse de otra manera, pero
porque no lo necesita.

Brentano habla también del juicio “correcto”. Llámase juicio correcto a


aquél que se refiere a su objeto del modo justo, sea el de la aceptación o el
del rechazo, esto es, afirmando o negando como evidentemente debe
afirmarse o negarse. La corrección o justeza de un juicio es asimismo una
propiedad simple e irreductible, pero que admite dos sentidos por aplicarse
a dos géneros de juicios. En primer lugar, reconocemos como correcto en
sentido estricto todo juicio evidente. Este afirma o niega de la manera justa
o debida, y esa su corrección es percibida inmediatamente en el juicio
mismo. En segundo lugar, juicio correcto en sentido más ancho es el que
juzga igual que el evidente, o sea, el que coincide en todas sus demás
propiedades con uno evidente; o con otras palabras, si acepta o rechaza lo
que un juicio evidente aceptaría o rechazaría.
b) Emoción ciega y emoción correcta

Constituye una aportación mayúscula de Brentano (que también ha sido


adoptada por fenomenólogos como Husserl y Scheler) el sostener que en la
esfera de las emociones o sentimientos se da algo paralelo a la evidencia
en los juicios. Es comúnmente admitido que nuestros agrados y desagrados
son muchas veces, como los juicios ciegos, propensiones instintivas o
habituales (así, el placer que el avaro encuentra en el dinero —son
ejemplos suyos— o los agrados y desagrados de ciertos sabores). En estos
casos, las distintas especies y aun los distintos individuos se conducen a
veces de manera opuesta, sin que quepa reproche alguno; no están
justificados ni ellos ni sus opuestos.

Sin embargo, este filósofo advierte que también encontramos en nosotros


agrados y desagrados plenamente justificados, es decir, cuyo contrario se
nos aparece necesariamente como no debido. El ejemplo que ofrece en
primer lugar es nada menos que el mencionado en las palabras preliminares
de la Metafísica de Aristóteles: «Todos los hombres apetecen por
naturaleza saber»; al que se puede añadir su complementario, de eco
agustiniano: todos detestan el error. Pero también descubre muchos casos
más: el amor a la alegría y el odio a la tristeza, la complacencia en lo justo y
la indignación ante la injusticia, etc.

Brentano ve en estos casos algo análogo a la evidencia en los juicios.


Según él, la corrección de esos fenómenos emotivos (o la incorrección de
sus contrarios) brilla de modo inmediato e intrínseco en ellos mismos, en su
modo intencional propio. Con esto se opone a dos grandes tradiciones: a la
racionalista de quienes no concedían intencionalidad (ni por tanto corrección
alguna) a las emociones, sino sólo a los juicios y a lo que ellos puedan
contagiar, por así decir; y a la empirista que sí reconoce intencionalidad en
la esfera sentimental, pero ninguna clase de corrección, sino completa
arbitrariedad. De manera que, al sacar a la luz el carácter intrínsecamente
intencional y justificado de una clase de sentimientos, delimita una forma
superior de estos fenómenos que constituye el análogo de la evidencia en la
esfera del juicio. Con todo, resulta interesante observar que Brentano
reserva el término “evidente” para los juicios, mientras que en las
emociones habla de una propiedad superior o “análoga a la evidencia”.
Como antes, la mejor manera de apreciar ese carácter peculiar consiste en
la comparación con otros sentimientos; en concreto, con otros muy diversos
que no muestren ninguna justificación, y con los sentimientos opuestos para
ver si se alzan como rechazables. Así, Brentano afirma que los agrados de
las sensaciones es cuestión de gustos, mientras que el amor al error es un
sentimiento radicalmente trastocado.

También semejantemente a los juicios evidentes y correctos, ante la


pregunta por el fundamento de estas emociones superiores habrá que
señalarlas como motivadas por su objeto. Es éste la razón de que algo se
ame u odie correctamente, y no los particulares gustos o preferencias
subjetivas del individuo. Precisamente en esto consiste la evidencia, en
oposición —como se vio antes— de la mera convicción o certeza. Aquí, un
contenido justifica y exige un modo de intencionalidad a él referido, y no su
contrario, de manera que a cualquier otro sujeto que considere el mismo
contenido ha de parecerle lo mismo.

Y, al igual que en el caso de los juicios, una vez obtenida la percepción


explícita de un sentimiento caracterizado como correcto, ya siempre que
vivamos un sentimiento de esa especie lo asociaremos a aquella vivencia, y
surgirá la percepción explícita de su corrección sin necesidad de compararlo
ya con su fenómeno contrario. Por su parte, la falta de todo rechazo
necesario entre un par de emociones opuestas hará que las tengamos por
ciegas. Naturalmente, respecto a éstas otro es el caso —pues se trata de
otra emoción añadida— de la emoción que tiene por objeto una emoción
ciega (como el agrado egoísta del avaro en su placer por el dinero, que le
lleva precisamente a ser avaro). Esa segunda emoción sí que es superior, y
en este caso incorrecta y reprochable.

Análogamente también a la evidencia de los juicios, la corrección de las


emociones superiores es intrínseca al modo intencional respectivo, en el
sentido de que no consiste en una corrección de fenómenos representativos
o judicativos que se hallaran en su base. Naturalmente que estos pueden
existir, pero sólo para iluminar el contenido y facilitar que surja hacia él una
emoción ella misma correcta.

Por otro lado, defender la propiedad peculiar de la evidencia frente a la


doctrina de ella como sentimiento de compulsión le parece a Brentano más
fácil aquí que en el terreno de los juicios, a pesar de que en las emociones
ese error se halla más extendido a causa de la mentalidad emotivista.
Basta, sencillamente, con imaginar que desapareciera la distinción entre
emociones ciegas y emociones superiores, pues con ella se esfumaría toda
diferencia entre lo deseado de hecho y lo digno de ser deseado. En tal caso,
tendríamos por igualmente correctos o aceptables tanto una cruel y
masoquista tortura como un acto de gratuita benevolencia, lo cual
contradice frontalmente la común experiencia interna. Es más, así como
casi nunca sucede que uno que admite una cosa la considere al mismo
tiempo como falsa, no es raro, en cambio, que uno que ama algo se diga a
sí mismo, a la vez, que ese algo no merece amor. La experiencia plasmada
en el verso clásico de Ovidio, “Video meliora proboque, deteriora sequor”,
advierte vívidamente la diferencia entre lo amable que se reconoce y lo
amado que se elige.

5. Fundamentación de la Lógica y de la
Ética
Convencido como estaba de que todos los conceptos han de tener su
origen en la experiencia, Brentano creyó haberlo encontrado en el juicio
correcto y en la emoción correcta para las nociones de lo verdadero y de lo
bueno, respectivamente; como también lo buscó para conceptos como la
causa, la sustancia, el tiempo, el espacio, lo imposible, lo necesario, etc.
Con este método, Brentano aseguraba el conocimiento realista en general,
con esos últimos conceptos apuntalaba la Ontología, y con los de lo
verdadero y de lo bueno construía respectivamente la Lógica y la Ética.
Sobre esto expresamente el autor sólo publicó en vida el breve pero denso
opúsculo Vom Ursprung sittlicher Erkenntnis (fruto de su conferencia dictada
en 1889) en el que se muestra en paralelo la cimentación de las dos últimas
disciplinas mencionadas; y póstumamente aparecieron sus lecciones y
conferencias sobre ello bajo los títulos Versuch über die
Erkenntnis, Wahrheit und Evidenz, Die Lehre vom richtigen
Urteil y Grundlegung und Aufbau der Ethik.

5.1. La teoría del juicio correcto y de lo verdadero


El estudio de los juicios correctos lleva a Brentano a distinguir dos
modalidades de ellos: la modalidad asertórica (propia de los juicios de
percepción interna) y la apodíctica (que se da en los axiomas). En la
primera, los juicios son efectivamente —o de hecho— verdaderos o falsos;
en la segunda, necesariamente —o de derecho— verdaderos o falsos. La
evidencia de los juicios asertóricos se funda o está motivada por la
existencia de un hecho; la de los apodícticos, en la esencia de lo juzgado.
Ciertamente, esta distinción no era desconocida para la lógica clásica, pero
el psicologismo pretendía ignorarla, tornando contingente todo
conocimiento. Al iluminar de nuevo el sentido de lo apodíctico, se recupera
la posibilidad de hablar de conocimientos esenciales necesarios y
evidentes.

A Brentano le parece tan importante subrayar la necesidad objetiva y


esencial de los juicios apodícticos, o axiomas, que les atribuye una
denominación peculiar: esos juicios son juicios a priori. Un apriorismo, pues,
que no se refiere —como en Kant— a la necesidad del pensar del sujeto,
sino a la necesidad de lo pensado como objeto; una necesidad, además, de
la esencia de lo pensado, exista o no. Por ejemplo, la validez de una
proposición apriórica acerca del triángulo es completamente independiente
de que haya de hecho algún triángulo (aunque evidentemente sólo se llega
a formular juicios sobre triángulos tras haber visto o imaginado alguno). Este
sentido de la expresión “a priori” fue el que pasó a la inmediata
fenomenología posterior, muy distante e incluso en combativa oposición
tanto al kantismo como al empirismo humeano.

La originalidad de Brentano estriba en anclar el descubrimiento y garantía


de esa necesidad objetiva —pero no su validez, claro está— en la
percepción interna de nuestros juicios. Toda su vida se esforzó por
mantener un difícil equilibrio entre un esencialismo y ese anclaje
psicológico. Defendía una postura ponderada tratando de asegurar la
objetividad de la verdad evitando tanto el psicologismo como el idealismo.

Semejante intento se ve muy bien en su definición de lo verdadero:


«Decimos que algo es verdadero cuando el modo de referencia que
consiste en admitirlo es el justo» [Vom Ursprung sittlicher Erkenntnis: § 23].
Afirma, en efecto, la propiedad objetiva del ser verdadero, pero sólo la funda
sobre el juicio correcto, como si dudara entre ofrecer una ratio essendi o
una ratio cognoscendi de lo verdadero. Asimismo, en su conferencia Über
den Begriff der Wahrheit (Sobre el concepto de verdad, también de 1889 e
incluida en Wahrheit und Evidenz) admite la clásica definición de la verdad
como adecuación (adæquatio rei et intellectus) a condición de que no se la
entienda como concordancia entre el juicio y unas entidades ideales, sino
como un “convenir”, “estar en armonía” o “corresponder” de ciertos juicios.
El discurso sobre lo verdadero evita, por tanto, todo carácter de
fundamentación ontológica: no se dice que el juicio sea verdadero porque el
objeto sea digno de ser juzgado afirmativamente, aunque tampoco que el
objeto es verdadero porque el juicio que lo reconoce es correcto; tan sólo se
sostiene que llamamos a un juicio verdadero cuando aparece como
correcto, como estando en armonía con un objeto digno de ser así juzgado.
El autor justifica este lenguaje aduciendo que, como “verdadero” es un
concepto simple, no puede definirse o fundamentarse mediante
determinaciones más generales, sino que sólo cabe aclararlo mediante
expresiones correlativas. Así, cuando se dice que “juzgar verdaderamente”
es “juzgar convenientemente” se ha afirmado lo mismo, según él, pero de
un modo más intuitivo.

Con todo, Brentano aún mantenía por aquellos años de docencia en


Viena una idea muy ancha de los posibles objetos dignos de un juicio
verdadero. Sencillamente, “cualquier algo” —sustancial o accidental, real o
ideal— susceptible de un juicio verdadero ha de ser considerado como un
auténtico objeto (y objeto él mismo verdadero en un sentido trasladado).
Este filósofo tiene en mente aquí su bien conocido “ser veritativo”
aristotélico.

5.2. La teoría de la emoción correcta y de lo bueno


Pues bien, algo enteramente análogo concibe Brentano para la esfera de
las emociones o fenómenos de amor y de odio, aunque aquí hay algunas
diferencias importantes.

Para empezar, las emociones correctas no poseen la modalidad


asertórica, sino únicamente la apodíctica. O sea, no hay un análogo de los
juicios correctos asertóricos (como los de percepción interna) en la clase de
los sentimientos. Naturalmente que el juicio de percepción interna de un
sentimiento que vivimos es un juicio correcto, pero el sentimiento mismo no
es correcto por el mero hecho de vivirlo. Todas las emociones correctas lo
son porque reconocemos su objeto mismo como digno de amor (o de odio)
por su esencia, es decir, advirtiendo que cualquier sujeto que lo considere
debe tener un sentimiento del mismo tipo. Todavía con otras palabras y a la
luz de la comparación con la esfera del juicio: todas las emociones correctas
se comportan como los axiomas en la esfera del juicio. Y esto significa que
las emociones correctas se fundan, en cuanto correctas, en la esencia
general de su objeto; en sentido análogo al de los juicios, son
emociones aprióricas. Como se ve, esta noción es completamente original y
prometedora.

Y análogamente como antes, ve en estos fenómenos el origen y garantía


de la noción de bueno: «Hemos llegado al punto en donde se originan los
conceptos que buscamos, de bueno y malo; (…). Decimos que algo es
bueno cuando el modo de referencia que consiste en amarlo es el justo. Lo
que sea amable con amor justo, lo digno de ser amado, es lo bueno en el
más amplio sentido de la palabra» [Vom Ursprung sittlicher Erkenntnis: §
23]. También para la noción de lo bueno, como para lo verdadero, no
parece ofrecerse sino una caracterización extrínseca a lo bueno mismo, una
descripción del estado psíquico de un sujeto cuando entra en relación con lo
llamado bueno; pero al mismo tiempo se insiste en que “bueno” es algo
intrínseco de los objetos amados correctamente (como “verdadero” lo es de
los objetos juzgados correctamente).

Del mismo modo que para el juicio correcto, para la emoción correcta se
concibe una adæquatio no entendida como coincidencia entre la actividad
sentimental y su objeto, sino como un sentimiento que es adecuado al
objeto, es decir, conveniente, correspondiente. Y también como antes,
Brentano piensa en lo bueno —en un “ser bueno”— de un modo muy
general. Así, en Über den Begriff der Wahrheit escribe que la emoción
correcta corresponde al objeto y está en armonía con su valor (Wert), y que
todo lo pensable se divide en dos clases: la de todo a lo que conviene el
amor y la de todo a lo que conviene el odio; lo perteneciente a la primera
clase —dice— lo llamamos “bueno”, lo mentado en la otra, “malo”.

Como se ve, también aquí se evita cautelosamente toda argumentación


causal o de fundamentación. Simplemente constata que llamamos a una
emoción correcta cuando está en armonía con su objeto, cuando el objeto
es digno de ese sentimiento; y que llamamos a un objeto bueno y digno de
amor (o malo y digno de odio) cuando la emoción correspondiente (amor
para el primer caso, odio para el segundo) se nos aparece como correcta.
Brentano vuelve a mantener esa posición de equilibrio, y en cierta manera
de ambigüedad e indecisión, entre una explicación de lo bueno
gnoseológica y una ontológica, según la ratio cognoscendi o según la ratio
essendi. Sigue desconfiando de la doctrina de la adæquatio, al tiempo que
sus investigaciones psicológicas le conducen al reconocimiento inmediato
de los fenómenos emotivos correctos, esto es, motivados por la esencia de
su objeto. E igualmente Brentano justifica su actitud amparándose en la
simplicidad y originariedad de la noción de lo bueno, que no es definible,
sino sólo aclarable mediante expresiones correlativas o significativamente
equivalentes, pero más intuitivas y menos expuestas a malentendidos.

Por otra parte, de esta esfera de las emociones correctas también ve


Brentano surgir el concepto de “mejor”, insistiendo en que se trata a su vez
de una noción simple, y no un mero ser cuantitativamente “más bueno”. Es
decir, lo mejor no es el objeto de un mayor amor, sino el objeto de una clase
especial de sentimientos que son los fenómenos de preferencia o “amor en
relación”. Es en las preferencias caracterizadas como correctas donde se
halla el origen y sentido nativo del concepto de mejor. Como de lo bueno, de
lo preferible se afirma que es objeto de una preferencia correcta cuyo estar
caracterizada como tal se debe, y así se percibe, a la motivación por los
conceptos de lo preferido; con una modalidad, por tanto, asimismo
apodíctica.

6. El “reísmo” ontológico y analítico de su


pensamiento tardío
6.1. La nueva posición gnoseológica y ontológica
El término “reísmo” fue introducido por T. Kotarbinski, discípulo polaco de
Brentano a través de Twardowski, en 1929. Se entiende por tal la postura
que va tomando cuerpo en el pensamiento de Brentano hacia una posición
más empirista; evolución que se desarrolla a partir del comienzo de nuestro
siglo, y que es tan marcada que muy pronto se tomó como una auténtica
segunda etapa de la filosofía brentaniana. Los ejes de la nueva doctrina de
Brentano son básicamente dos. El primero, en el plano ontológico, sostiene
que el único sentido en que puede hablarse de un “algo” es en el sentido
que “real” tiene en Brentano, es decir, lo concreto e individual; únicamente
ello puede darse como objeto de nuestras representaciones. El segundo,
más bien en el plano gnoseológico, consiste en adoptar como criterio
exclusivo de verdad del juicio (y análogamente, criterio exclusivo de
validación del sentimiento correcto) el de su aparición sin más como
evidente, dejando de lado definitiva y completamente la doctrina de la
adecuación. Esto es, Brentano ya no admite “cualquier algo” como objeto de
juicios y sentimientos, y, por tanto, no tiene sentido hablar de corrección
como adecuación, sino sólo como propiedad de fenómenos psíquicos.

Este cambio de Brentano está registrado en varios lugares: en Wahrheit


und Evidenz, donde Kraus, su editor, reunió escritos varios de la primera
época, de la segunda, y algunos que ponen de manifiesto precisamente la
transición entre ambas; al comienzo del segundo volumen de
su Psychologie, publicado por el mismo Brentano; y asimismo en la
colección póstuma de cartas y ensayos editados por F. Mayer-Hillebrand
bajo el significativo título Die Abkehr vom Nichtrealen (La recusación de lo
irreal).

Los argumentos que Brentano ofrece son tanto psicológicos como


ontológicos. Por ejemplo, se dice que un aspecto de una cosa (su color, por
ejemplo) no puede ser representado como separado de su objeto, como
abstracto, porque no puede existir independientemente de él, pues en caso
contrario habría que admitir partes universales en la cosa individual.
Resueltamente afirma que no se puede pensar en absoluto otra cosa que lo
real. Y, además, enuncia con ello también una tesis ontológica importante:
el concepto más universal es el concepto de ser identificado ahora con el de
real, concreto o individual. Es decir, puesto que es imposible representar sin
representar algo, y “algo” significa real, entonces el entero concepto de
representar, en su univocidad, está condicionado por esa verdad. Otras
veces hace el siguiente razonamiento: representar es una palabra de
significado unívoco, pero representar significa siempre representar algo, y
por eso, junto con el significado de representar, también el significado de
este “algo” debe ser unívoco, y no hay ningún concepto genérico común a
una cosa y a una no-cosa.

Como se ve, a veces predomina el peso de las razones de orden


psíquico, del representar, y a veces el de las ontológicas, del sentido de ser
y de ente; hasta que se descubre que Brentano no se decide a separar los
dos ámbitos ni ponerlos a diversa altura. Late aquí tanto el problema de la
fundamentación del representar (y del juzgar y amar u odiar, que se basan
en el representar) como el problema ontológico del ente puro de razón y de
la analogía de la noción de ente. Con esta nueva posición, Brentano intenta
llevar al extremo el equilibrio mencionado antes entre el objetivismo y la
certeza psicológica. Pero ahora, al parecerle que su esencialismo inicial
desembocaba en el idealismo (que ya veía con recelo en algunos de sus
discípulos: sobre todo en la llamada teoría del objeto de Meinong y en las
esencias puras de Husserl), se refugia decididamente en la univocidad de
las referencias psíquicas.

De entre sus discípulos, inmediatos o más lejanos, hay quienes no


aceptaron nunca estas nuevas tesis, teniéndolas por psicologistas (A. Marty,
C. Stumpf, Ch. von Ehrenfels, A. Meinong, E. Husserl —decididamente
influido por G. Frege—, T. Lessing, K. Twardowski, W. Tatarkiewicz, R.
Ingarden y otros) mientras que otros, los menos (O. Kraus, A. Kastil, F.
Mayer-Hillebrand, T. Kotarbinski y G. Katkov), permanecieron fieles al
maestro hasta el final.

En efecto, las preguntas que se formulaban los discípulos de Brentano


que llegaron a la disidencia eran: ¿de qué hablaba en realidad ahora
Brentano, de las cosas mismas o sólo de la propia vida psíquica?; ¿era
posible seguir manteniendo un objetivismo sin la referencia a correlatos que
a veces no son cosas reales, como en los juicios negativos?; ¿no se
disolvía ahora —muy a pesar del mismo Brentano— la necesidad de lo a
priori, que con tanto esfuerzo se alcanzó a ver, volviéndose a una necesidad
puramente psicológica? Estos filósofos no veían otra salida que desarrollar
la doctrina de su maestro admitiendo los objetos ideales. Y ello le parecía a
aquél una recaída en el idealismo, precisamente lo que según él había
echado a perder la filosofía alemana en el siglo recién expirado.

Ante esa inesperada e indeseada consecuencia de sus enseñanzas, la


reacción de Brentano fue doble. Su primera estrategia fue revisar y
modificar ciertas tesis psicológicas para afianzar su nueva posición. En
concreto, perfilando el exacto modo en que nos representamos la amplia
gama de objetos de nuestra vida psíquica. Brentano alumbra entonces su
teoría sobre los modos de representación, conforme a la cual esos
supuestos objetos irreales no serían, ciertamente, posibles objetos en
modo recto, pero sí objetos representados in oblicuo. Sin embargo, su autor
no termina de avenir esta tesis con otra la que sostenía la univocidad del
significado de representar y con aquella que niega en absoluto toda
posibilidad de representarse lo irreal.

Pero, como segunda maniobra, Brentano emprende otra tarea en una


nueva dirección que ejerció una influencia incomparablemente mayor. Esta
campaña estaba animada por el programa según el cual la filosofía del
lenguaje ha de disolver el ficticio mundo de los objetos postulados por el
nuevo idealismo.

6.2. El análisis psicológico del lenguaje


En efecto, los incoados estudios brentanianos de crítica del lenguaje, así
como el convencimiento de este filósofo de que las investigaciones
filosóficas deben correr paralelas a un análisis del lenguaje, dejaron una
honda huella en el pensamiento centroeuropeo, llegando hasta el mismo
Círculo de Viena a través de algunos miembros de la Escuela de Varsovia-
Lvov, en especial Kotarbinski. Sin embargo, es importante advertir que ni
Brentano ni esa escuela polaca tuvieron en absoluto por objetivo la
eliminación de la Metafísica, como sí se propondrían el Círculo de Viena y
parte de la filosofía analítica lingüística del siglo XX.

La preocupación de Brentano eran los errores en filosofía a causa del


lenguaje. Un excelente y detallado ejemplo de ello es el análisis de la
discusión en torno al argumento ontológico para la demostración de la
existencia de Dios (en Vom Dasein Gottes), tanto en sus varias versiones
como en las diferentes críticas a él dirigidas. Una filosofía rigurosa, que se
tenga por “científica”, ha de ocuparse a fondo de deshacer muchos
malentendidos y complicaciones innecesarias por culpa de ambigüedades y
equívocos lingüísticos. El rasgo peculiar del análisis del lenguaje realizado y
reclamado por Brentano, a diferencia de la filosofía analítica posterior, es el
importante papel que aquí juega la Psicología. Para Brentano, el análisis del
significado de los términos es, en el fondo y consecuentemente con el
“reísmo”, un análisis psicológico. El “reísmo” gnoseológico y el ontológico
han de completarse, por tanto, con un “reísmo” semántico.

Así, tras sostener que todos los conceptos abstractos caen en la clase de
las formas ilusorias, ahora se los declara “ficciones lingüísticas”. Brentano
distingue entonces dos clases de términos: los “autosemánticos”, con
significado propio; y los “sinsemánticos” o “sincategoremáticos”, carentes de
significado independiente. Esta división desempeña un papel central en los
análisis de crítica del lenguaje de este filósofo. Las expresiones
autosemánticas tienen sentido propio sin tener que estar insertas en un
contexto mayor. Tres tipos importantes de expresiones autosemánticas son
los conceptos de clases (como “planeta” o “triángulo equilátero”), los
enunciados de hechos (como “César fue asesinado el año 44 a. C.”) y las
expresiones de interés o imperativas (como “No se debe traicionar”). Las
palabras sinsemánticas son palabras que sólo contribuyen a constituir un
significado únicamente en conexión con otras palabras o series de palabras.
Entre ellas se encuentran, por ejemplo, todas las que hoy se llaman
“constantes lógicas” (términos como “todos”, “algunos”, “y”, “no”, etc.), pero
también conceptos tales como “verdadero”, “bueno” o “bello, o los modales
de “necesario” o “imposible”. Todas las cualidades universales pertenecen a
este género, pues aunque tengan gramaticalmente la forma de propiedades,
no nombran nada; no son ningún nombre desde el punto de vista lógico,
porque no son auténticos objetos representables. Se trata aquí de meras
denominaciones extrínsecas, de expresiones simplemente “cosignificantes”,
y convertirlas en nombres y objetos propios es precisamente ideas ficciones
lingüísticas.

Además, en opinión de Brentano y según su nueva concepción más


explícita, una forma lingüística es realmente autosemántica cuando, tomada
en sí misma, es expresión lingüística de un fenómeno psíquico concreto. Y
los términos sinsemánticos han de reducirse entonces a fórmulas
autosemánticas, que son su único y auténtico sentido. Así, por ejemplo,
afirmar que “el principio de no contradicción es verdadero” sólo significa que
“es imposible que alguien que juzgue ese principio como verdadero lo
aprecie incorrectamente”, o que “es imposible que alguien que juzgue
correctamente ese principio lo juzgue de una manera que no sea positiva,
esto es, que no lo afirme”; de igual modo, afirmar que “el conocimiento es
bueno” sólo significa que “es imposible que alguien que estime el
conocimiento como valioso lo aprecie incorrectamente”, o que “es imposible
que alguien que valore correctamente el conocimiento lo estime de una
manera que no sea positiva, esto es, que no lo ame”.

Por otra parte, Brentano acomete también la tarea de reducir todos los
juicios a juicios existenciales, para poder referirse así a cosas particulares.
De este modo, los axiomas, juicios universales, serán todos ellos
negaciones de algo particular; y los juicios negativos se reducen, a su vez, a
juicios que constatan un fenómeno psíquico de rechazo del juicio afirmativo
opuesto.

Si, como cree probar Brentano, estas reducciones o auténticos


desenmascaramientos de ficciones del lenguaje son posibles, no hay
ninguna necesidad de admitir la existencia de no-cosas (de cualidades
abstractas o universales, de “estados de cosas” ideales, etc.). Todos esos
“entes de razón” vienen a ser meros ens linguæ. Con todo, este filósofo cree
hasta el final poder mantener esta posición sin rendirse al nominalismo, sin
disolver toda verdad de razón objetiva en verdades de hecho psicologistas.

7. Bibliografía
7.1. Obras de Brentano
Actualmente se están editando las obras reunidas: Sämtliche
Veröffentlichte Schriften, Ontos, Frankfurt / De Gruyter, Berlín.

Aristoteles und seine Weltanschauung, Felix Meiner Verlag, Hamburg


1977 (Aristóteles, Labor, Barcelona 1951).

Aristoteles’ Lehre vom Ursprung des menschlichen Geistes, Felix Meiner


Verlag, Hamburg 1980

Deskriptive Psychologie, Felix Meiner Verlag, Hamburg 1982.

Die Abkehr vom Nichtrealen, Francke Verlag, Bern 1966.

Die Lehre Jesu und ihre bleibende Bedeutung, Felix Meiner Verlag,
Leipzig 1922.

Die Lehre vom richtigen Urteil, Francke Verlag, Bern 1956.

Die Psychologie des Aristoteles insbesondere seine Lehre vom ‘nous


poietikos’, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt 1967
(La psicología de Aristóteles, con especial atención a la
doctrina del entendimiento agente: seguida de un apéndice
sobre la actividad del Dios aristotélico, Universidad San
Dámaso, Madrid 2015).

Die vier Phasen der Philosophie und ihr augenblicklicher Stand, Felix


Meiner Verlag, Hamburg 1968 (en El porvenir de la
filosofía, Revista de Occidente, Madrid 1936).

Geschichte der griechischen Philosophie, Francke Verlag, Bern 1963.


Geschichte der mittelalterlichen Philosophie im christlichen Abendland,
Felix Meiner Verlag, Hamburg 1980.

Geschichte der Philosophie der Neuzeit, Felix Meiner Verlag, Hamburg


1986.

Grundlegung und Aufbau der Ethik, Francke Verlag, Bern 1952.

Grundzüge der Ästhetik, Francke Verlag, Bern 1959 (entre otras: La


genialidad, Ed. Encuentro, Madrid 2016).

Kategorienlehre, Felix Meiner Verlag, Hamburg 1985.

Meine letzten Wünsche für Österreich, Cotta, Stuttgart 1895.

Philosophische Untersuchungen zu Raum, Zeit und Kontinuum, Felix


Meiner Verlag, Hamburg 1976.

Psychologie vom empirischen Standpunkt, Felix Meiner Verlag, Hamburg


1973 (Psicología desde el punto de vista empírico, Ed.
Sígueme, Salamanca 2020).

Religion und Philosophie, Francke Verlag, Bern 1954.

Über Aristoteles, Felix Meiner Verlag, Hamburg 1986.

Über die Zukunft der Philosophie, Felix Meiner Verlag, Hamburg 1968


(Las razones del desaliento en la filosofía, seguido de El
porvenir de la filosofía, Ed. Encuentro, Madrid 2010).

Über Ernst Machs “Erkenntnis und Irrtum”, Felix Meiner Verlag, Hamburg
1987.

Untersuchungen zur Sinnespsychologie, Felix Meiner Verlag, Hamburg


1979.

Versuch über die Erkenntnis, Felix Meiner Verlag, Hamburg 1970 (entre


otras: ¡Abajo los prejuicios!: aviso dirigido al presente para que
se libre de todo ciego "a priori", conforme al espíritu de Bacon y
Descartes, Ed. Encuentro, Madrid 2018; Breve esbozo de una
teoría general del conocimiento, Ed. Encuentro, Madrid 2001).
Vom Dasein Gottes, Felix Meiner Verlag, Hamburg 1980 (Sobre la
existencia de Dios, con un estudio preliminar de A. Millán-
Puelles, Rialp, Madrid 1979).

Vom Ursprung sittlicher Erkenntnis, Felix Meiner Verlag, Hamburg 1969


(El origen del conocimiento moral, con un estudio preliminar de
J. M. Palacios, Tecnos, Madrid 2014; y entre otros
apéndices: Del amar y del odiar, Ed. Encuentro, Madrid 2013).

Von der mannigfachen Bedeutungen des Seienden nach


Aristoteles, Georg Olms, Hildesheim 1984 (Sobre los múltiples
significados del ente según Aristóteles, Ed. Encuentro, Madrid
2007).

Wahrheit und Evidenz, Felix Meiner Verlag, Hamburg 1958 (entre


otras: Sobre el concepto de verdad, Editorial Complutense,
Madrid 2006).

7.2. Selección de estudios sobre Br


Carlos Cardona
Autor: María Cristina Reyes Leiva

Carlos Cardona Pescador (1930-1993) es un pensador contemporáneo


que ha desarrollado una metafísica del ser de carácter sapiencial. Con su
reflexión filosófica, ha buscado contribuir al restablecimiento de una unidad
en crisis en amplios sectores de la cultura contemporánea, esforzándose
por desvelar la verdadera identidad de la persona y el sentido último de su
existencia.

Índice
1. Biografía y contexto histórico-cultural

2. La inspiración tomista

3. El influjo de Gilson, Fabro y Kierkegaard

3. 1. Étienne Gilson

3. 2. Cornelio Fabro

3. 3. Søren Kierkegaard

4. El olvido y la memoria del ser

5. El momento moral del conocimiento metafísico

6. El momento intelectual de la configuración de la ética

7. Síntesis conclusiva

8. Bibliografía

8. 1. Obras de Cardona

8. 1. 1. Libros

8. 1. 2. Artículos y colaboración en obras colectivas


8. 2. Obras sobre Cardona

8. 3. Otras obras citadas en la voz

1. Biografía y contexto histórico-cultural


Carlos Cardona Pescador nace en Tiana (Barcelona) el 9 de julio de
1930. En 1939, su padre, Juan Cardona, funcionario público que dirigió las
instalaciones de telecomunicaciones de la primera Generalitat (Gobierno
autónomo de Cataluña) republicana, debe trasladarse con toda la familia —
su esposa Carmen, y sus hijos José, Juan y Carlos— a Jaén. Son tiempos
de penurias económicas a causa de la Guerra Civil española. En esa
ciudad, Carlos cursa los estudios de bachillerato junto con los de Peritaje
Mercantil y de Maestría Industrial. Tras ganar las oposiciones al Cuerpo
Técnico de Telecomunicaciones, obtiene una plaza en Gerona, regresando
así a Cataluña. Estudia Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona —
al mismo tiempo que trabaja en una Gestoría Administrativa— y años más
tarde se licencia en esa Facultad con la tesina La metafísica del bien
común.

En 1954 se traslada a Roma, donde consigue una licenciatura en


Filosofía en la Universidad de Santo Tomás in Urbe, con la tesina El sujeto
de la suprema potestad en Juan de Mariana; y el doctorado en Filosofía,
ahora en la Universidad de Letrán, con la tesis Estudios balmesianos de
espacio-temporalidad. Sus años romanos son enriquecidos por la presencia
en su mundo vital de quien es para él un auténtico maestro: San Josemaría
Escrivá de Balaguer (1902-1975), fundador del Opus Dei, institución a la
que pertenece desde 1951. De él recibe impulso para realizar su actividad
intelectual con sentido cristiano, teniendo ante su horizonte la preocupación
por la humanidad entera.

Tras concluir los estudios eclesiásticos de Filosofía y Teología, en agosto


de 1957 viaja a Madrid para recibir la Ordenación Sacerdotal. Luego,
regresa a Roma, donde permanece por más de veinte años haciendo
compatible su dedicación a tareas pastorales con su labor de filósofo y
docente. Desde allí realiza viajes de estudio por Alemania, Austria, Francia,
Holanda, Suiza y Portugal. Obtiene también el doctorado civil en Filosofía
en la Universidad de Navarra, con la tesis Metafísica de la opción
intelectual.
Gran parte de su actividad académica se dirige a orientar y promover la
investigación y docencia de otros profesores universitarios. Entre 1970 y
1980, es Profesor Extraordinario de Metafísica en la Facultad de Teología
de la Universidad de Navarra, donde posteriormente será Profesor de
Gnoseología en la Facultad Eclesiástica de Filosofía. En 1976 se traslada
definitivamente a Barcelona. Allí sigue haciendo compatible la labor pastoral
con la actividad filosófica, en continuidad con la tarea realizada en Roma, y
llega a ser miembro directivo de la sección local de la Sociedad
Internacional Tomás de Aquino (SITA).

Desde sus primeros años romanos, se interesa por los conflictos


culturales y sociales del momento, entre los cuales destacan los
relacionados con el influjo de la ideología marxista en vastos sectores de
occidente. Comparte su inquietud por estas cuestiones con otros hombres
de cultura, porque se siente protagonista de la situación de la sociedad en
que vive. De hecho, organiza algunos encuentros entre intelectuales, para
intercambiar impresiones y obtener nuevos cauces para su reflexión. Es el
caso de las reuniones filosóficas en la casa de Augusto del Noce, los años
1972-1973, en las que también participa, entre otros, Cornelio Fabro
[Cardona 1987: 25].

Durante esos años de inquietante zozobra, detecta una cierta inmanencia


mundana —ciencia, técnica, vida social, etc.— cada vez más autosuficiente
y cerrada en sí misma, y una trascendencia espiritual cada vez más vaga e
inaferrable: esos dos ámbitos se van distanciando entre sí y, en medio, la
persona humana se encuentra escindida, como en una nueva versión del
llamado «problema de la comunicación de las sustancias» [Cardona 1991:
1].

A su juicio, tal escisión es consecuencia de haber puesto en duda la


metafísica del ser en el inicio de los tiempos modernos. Aunque a primera
vista fuese sólo metódicamente, la pregunta metafísica clásica cambió de
formulación y de sentido. Ahora, explica citando en castellano a Heidegger a
partir de la lectura directa de su obra en alemán:

en función de la liberación del hombre en relación a los vínculos


de la doctrina revelacionista de la Iglesia, la cuestión de la
filosofía primera se enuncia así: ¿por qué camino llega el
hombre desde sí mismo y para sí mismo a una primera verdad
inquebrantable, y cuál es esa primera verdad? Descartes es el
primero que se interroga en ese sentido de manera clara y
decidida. Y responde: ego cogito, ergo sum, “yo pienso, luego
yo soy”. (...) En la proposición de Descartes (...) se expresa en
general una primacía del yo humano, y de ahí una nueva
posición del hombre (...) Algo distinto se hace aquí a la luz: el
hombre se sabe él mismo absolutamente cierto como aquel
ente cuyo ser es lo más cierto. El hombre deviene el
fundamento y la medida puestos por sí mismo para fundar y
medir toda certeza y toda verdad [Heidegger 1985: 133-134].

De acuerdo con Heidegger y recogiendo sus palabras, Cardona estima


que después del derrumbamiento del positivismo y del marxismo, el anuncio
cartesiano alcanza su realización última en la demoledora filosofía de
Nietzsche:

Cualquiera que sea la virulencia con la que Nietzsche no cesa


de oponerse a Descartes, cuya filosofía ha puesto las bases de
la metafísica moderna, queda en pie que no ataca a Descartes
más que porque éste no pone aún totalmente el subiectum, ni
lo pone de una manera suficientemente decisiva como
subiectum. (...) Sólo con la doctrina del Superhombre en cuanto
doctrina de la incondicional primacía del hombre en el ente, la
metafísica moderna llega a la determinación extrema y
cumplida de su esencia. Es en esta doctrina donde Descartes
celebra su supremo triunfo [Heidegger 1985: 61-62].

Por otra parte, vuelve a coincidir con Heidegger al afirmar la presencia de


una nueva concepción de la libertad en el origen de esta transformación del
planteamiento filosófico: el hombre emprende la aventura de poner y
asegurar por sí mismo y en sí mismo el fundamento de toda verdad,
desvinculándose de cualquier atadura. La nueva libertad pasa a ser —
desde el punto de vista metafísico— la inauguración de una multiplicidad
acerca de lo que en el futuro el hombre puede y quiere poner
conscientemente como necesario y obligatorio. Según ambos filósofos, la
esencia de los tiempos modernos consiste precisamente en la aplicación de
esos modos múltiples. Como Nietzsche ve y aprueba exaltadamente, es
“voluntad de poder” [Cardona 1991: 3].

Trascendiendo el razonamiento heideggeriano, Cardona expone las


consecuencias que se deducen de tal formulación: se excluye no sólo la
doctrina de fe, sino el conocimiento natural de Dios y de la moral que se
basa en ese conocimiento. De ahí la “muerte de Dios”, que es concebida
por Nietzsche desde una perspectiva moral solamente; y la inversión de la
noción misma de bien y de mal, la “transvaloración de todos los valores”,
mediante la abolición de los antiguos supremos valores y la institución de
otros radicalmente nuevos, sin más referencia que el hombre [Cardona
1991: 4 y 12].

Cardona vuelve a coincidir con Heidegger al señalar que Nietzsche ha


percibido con gran lucidez que lo que está en juego es la cuestión de la
verdad. En efecto, para ambos filósofos, una muestra elocuente de esta
afirmación son las siguientes palabras de Nietzsche, recogidas por
Heidegger:

Lo que nuestra posición actual en relación con la filosofía tiene


de nuevo, es la convicción que no tenía aún ninguna época
precedente: a saber, que nosotros no tenemos la verdad.
Todos los hombres anteriores a nosotros «tenían la verdad»,
incluso los escépticos. ¡Nosotros hacemos un experimento con
la verdad! ¡Quizá la humanidad va a perecer! ¡Pues sea!
[Heidegger 1985: 290].

Advierte Cardona que la filosofía inaugurada por Descartes pasó a decidir


qué tipo de conocimiento conviene al hombre. La nueva metafísica
cartesiana buscaba fundar una nueva ciencia, que permitiera el pleno
dominio de la naturaleza mediante la hegemonía de la matemática y del
cálculo. Y ahora, la alta tecnología no es una simple aplicación de la ciencia
matemática y exacta a la producción de bienes útiles, que cabría moderar y
conducir según criterios éticos; sino el hacer para la plena dominación. No
busca el saber, sino el hacer [Cardona 1991: 7]. La imagen cientificista del
mundo aparece sin significado propio, porque es considerado sólo como
materia operable por la nietzscheana voluntad de poder. El uso cientificista
de la razón se detiene en los datos de hecho solamente; en la pura
facticidad, que excluye cualquier finalidad [Clavell 1996: 44].

A juicio de Cardona, las diversas tendencias imperantes se pueden


reconducir a una auténtica tensión dialéctica entre dos vías filosóficas: por
una parte, la cartesiana vía de la inmanencia, iniciada en los albores de la
modernidad y llevada a su culmen por el nihilismo nietzscheano; y, por la
otra, la metafísica del actus essendi de Tomás de Aquino, que bastantes
pensadores contemporáneos han redescubierto y siguen profundizando por
su gran fecundidad. Ante esta situación, insiste en la necesidad de trabajar
filosóficamente bien:

La difícil coyuntura histórica en que nosotros vivimos, y la


penosa experiencia universal de unos siglos de trabajo
filosófico realizado de espaldas —por lo menos de espaldas—
a la fe, nos apremia hoy con particular gravedad a trabajar
filosóficamente bien, como cristianos conscientes, con "unidad
de vida" (como insistía en su predicación Mons. Escrivá de
Balaguer), sin confundir los planos formales, pero sin separar lo
que Dios ha unido [Cardona 1990b: 9].

La obra de Cardona es acotada y homogénea. Sus principales escritos


son: Metafísica del bien común (1966), Metafísica de la opción
intelectual (1969), el comentario crítico al cartesiano “Discurso del
Método”: René Descartes: Discurso del Método (1975), y su obra de
madurez Metafísica del bien y del mal (1987). Los hallazgos filosóficos que
obtiene los aplica a la actividad formativa en su Ética del quehacer
educativo (1990). A esto hay que añadir los numerosos trabajos —artículos,
conferencias, seminarios, cursos— que jalonan su vida y que se extienden a
realidades tan variadas como la mujer, la familia, la educación o el trabajo,
donde late su intento de acercar las ultimidades metafísicas a la gente
corriente. Además, su escrito póstumo Olvido y memoria del ser (1997),
llevado a término y editado por los filósofos españoles Ignacio Guiu y Lluís
Clavell, discípulo de Cardona, constituye el resultado maduro de toda su
vida filosófica. Se trata de una confrontación con Heidegger al hilo de la
lectura de su obra, y una respuesta personal a sus instancias [Cardona
1997: 9]. A éste se refiere en una carta escrita en febrero de 1993 —pocos
meses antes de morir— con las siguientes palabras:

Sigo con mi Olvido y memoria del ser, aunque ahora está


prácticamente intocado desde el pasado noviembre [...]. De
momento doy por acabado el borrador de la Primera Parte (el
Olvido), y me dispongo, cuando pueda y como pueda, a
acometer el borrador de la Segunda (la Memoria: más fácil en
cuanto al contenido intelectual, pero más difícil de hacer
ameno). Dios dirá. No me inquieta. Lo tengo planteado como
"libro póstumo". Si son rosas, florecerán [Melendo 1994: 1080].
La carta está dirigida a su discípulo y amigo, el filósofo español Tomás
Melendo, que ha desarrollado una labor de profundización y aplicación de
su pensamiento a la realidad personal, la familia, la educación, el trabajo, la
empresa, etc.

El talante poético de Cardona queda plasmado en diversos poemas,


publicados en el escrito Tiempo interior (1992) y en la obra
póstuma Aforismos (1999), antología de textos seleccionados a partir de
su Olvido y memoria del ser, por su amigo, el poeta y crítico literario catalán
Carlos Pujol.

Tras un doloroso cáncer de huesos metastático, Carlos Cardona fallece


en la Clínica de la Universidad de Navarra (Pamplona), después de ocho
meses de hospitalización, el 13 de noviembre de 1993.

2. La inspiración tomista
La lectura tenaz y reposada de las obras completas de Santo Tomás de
Aquino (1224-1274) es una importante fuente inspiradora de la reflexión de
Cardona. En efecto, concibe la filosofía en continuidad con el Aquinate. Así,
por ejemplo, en su Ética del quehacer educativo, expone: «La filosofía,
como actividad humana que es, tiene finalidad: se ordena al bien de la
persona humana» [Cardona 1990a: 119]. Esta afirmación recuerda —entre
otras— la que el de Aquino hiciera en el inicio de su comentario a
la Metafísica de Aristóteles: «Todas las ciencias y las artes se ordenan a
algo uno, a saber, a la perfección del hombre, que es su felicidad» [S.
Tomás de Aquino, In Duodecim Libros Metaphysicorum Commentaria,
Proemio].

Por otra parte, según Santo Tomás, el estudio de la filosofía no es para


saber qué han pensado los hombres, sino para alcanzar la verdad [S.
Tomás de Aquino, De caelo et mundo, I, lect. 22]. Cardona suscribe esta
formulación e insiste en la necesidad de una actitud de diálogo abierto con
otros pensadores, nota esencial del proceder especulativo de Tomás de
Aquino.

La presencia del Aquinate en la reflexión de Cardona se advierte también


en el modo de filosofar. De hecho, admite que es posible atribuir a su
filosofía el calificativo que el Papa León XIII otorgara al filosofar de Santo
Tomás en su encíclica Aeterni Patris, de 1879, designándola como “filosofía
cristiana”. Según Cardona, la filosofía cristiana es esa filosofía que
elaboraron teólogos para ponerla al servicio de la teología, y así pudiera
estar al servicio de la vida real del hombre; pero siendo precisamente
filosofía y no un extraño híbrido ad usum delfinis, como algunos han
pensado. Ésa es la filosofía que se considera llamado a hacer,
reconociendo honradamente cuánto ayuda la fe en el desarrollo de esa
capacidad natural —la ratio naturalis— que el pecado dejó maltrecha y que
los méritos de Cristo van restaurando [Cardona 1990b: 6-9].

Como Tomás de Aquino, también Cardona asiente a una serie de


informaciones que le ofrece la Revelación cristiana, a la luz de las cuales
encamina su reflexión. Por ejemplo, la noción de “creación” le permite
entender correctamente el principio de causalidad, y la autorevelación de
Dios a Moisés como “El que es” —Ego sum qui sum … qui est [Ex. 3,14
(Vulgata)]—, le ayuda a descubrir el constitutivo metafísico de Dios. A ese
“El que es” se refiere desde la filosofía cuando, con Santo Tomás, explica
que Dios es el Ipsum Esse Subsistens: Plenitud de Ser del que emana por
creación el ser participado. Y —como el Aquinate— alcanza este
conocimiento de Dios como fundamento último de lo real, por un ascenso
metafísico del ente causado a Dios, Causa Última Incausada.

No extraña la radicalidad de esta doctrina una vez que se reconoce en


Cardona la síntesis superadora de la participación platónica y la causalidad
aristotélica, operada por Tomás de Aquino. En efecto, siguiendo al
Estagirita, el Aquinate se opone a la doctrina platónica de las ideas
separadas, pues sostiene que las perfecciones formales de los entes no se
deben atribuir cada una de ellas a un primer principio aislado. Afirma, en
cambio, que, por pertenecer a la perfección del ser, es necesario poner un
Principio Separado que sea Ser y causa del ser y, por tanto, de todas las
demás perfecciones del ente, ya que siguen al ser [S. Tomás de
Aquino, Super Ep. S. Pauli ad Coloss., I, lect. 4].

Por otra parte, Cardona reconoce el aristotélico principio de prioridad del


acto sobre la potencia, y la separación de una causa final del movimiento,
que es Acto Puro. Y descubre que, justamente por no considerar la
resolución de los entes en el ser, el Filósofo no llega a la conceptualización
del Ser Subsistente o Acto Puro de Ser, Causa trascendental de los entes y
causa total de sus perfecciones [S. Tomás de Aquino, In de Div. Nom., c. 5,
lect. 1; In de Causis, lect. 3 y 4; De Substantiis separatis, c. 1 y 3].

Se puede decir, entonces, que Cardona encuentra en Santo Tomás al


“Maestro del Ser”. El actus essendi tomista es el núcleo de la síntesis
especulativa de Cardona [Cardona 1980: 9-13]. Como el Aquinate, también
él insiste en que «el ser es la actualidad de todas las cosas, aún de las
mismas formas» [S. Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 4, a. 3 ad 3], «es la
forma de las formas, el acto de los actos, el acto primero y fundamental» [S.
Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 7, a. 1]. A partir de esta comprensión
del actus essendi, en su metafísica convergen todas las cuestiones que
interesan al hombre: desde la afirmación de lo real y de la posibilidad de su
conocimiento, junto con la captación de su sentido definitivo, hasta el
reconocimiento de la singular posición de la persona humana ante Dios,
Acto Puro de Ser Personal. En efecto, considera que, siendo la persona «lo
más perfecto de toda la naturaleza»; es decir, el «subsistente de naturaleza
intelectual» [S. Tomás de Aquino, S. Th., I, q. 29, a. 3; De Potentia, q. 9, a.
4], su Autor —Dios— ha de poseer de modo eminente esa eminentísima
perfección [Cardona 1987: 122].

Continuando la especulación iniciada por Tomás de Aquino, Cardona


sostiene la centralidad del ser personal: «Es la propiedad privada de su acto
de ser lo que constituye propiamente a la persona» [Cardona 1987: 90]; el
ser le pertenece como acto suyo, en cuanto directa y amorosamente
otorgado por Dios. Por eso, suscribe a Santo Tomás cuando afirma que lo
único querido por Dios en la creación directamente y por sí, son las
personas [S. Tomás de Aquino, C. G., III, 112].

A la primacía del ser personal, Cardona hace corresponder la afirmación


tomista de la libertad de la persona, como imagen de Dios [S. Tomás de
Aquino, S. Th., I-II, Prologus]: «Puesto el ser, creada la persona, la libertad
se presenta en él como “inicio” absoluto, como originalidad radical, como
creatividad participada» [Cardona 1987: 102].

3. El influjo de Gilson, Fabro y Kierkegaard


La reflexión filosófica de Cardona se nutre de autores muy variados, que
estudia y examina, y ante los cuales toma posición. Siguiendo el recorrido
de su pensamiento, se advierte la singular aportación de tres importantes
filósofos contemporáneos: los conocidos tomistas Étienne Gilson (1884-
1978) y Cornelio Fabro (1911-1995), y el pensador religioso Søren
Kierkegaard (1813-1855).

3. 1. Étienne Gilson
Para Cardona, la intrínseca relación entre doctrina y vida —en unión sin
confusión— en quien se dedica a la filosofía, es lo que mejor clarifica la
necesidad y la existencia de hecho de la “filosofía cristiana”. Considera que,
así como se puede hablar con todo derecho de “sabiduría cristiana” y de
“ética cristiana”, es posible afirmar una filosofía cristiana, sin que el adjetivo
desesencialice el substantivo [Cardona 1990b: 8]. En esta línea se sitúa la
afirmación que unas décadas atrás hiciera el francés Étienne Gilson,
notable historiador de la filosofía medieval y uno de los maestros de la
filosofía cristiana [Livi 1984: 8-9].

En continuidad con el pensamiento de Gilson, sostiene:

en el filósofo cristiano, la fe desempeña la función de pedagogo


—guía, conductor— de la razón, ayudándole a sacar de su
virtualidad, en contacto con lo real, todo un tesoro de saber en
su propio ámbito; después, por hacerla perfectamente
razonable, verdadera, la conduce hasta las puertas de la fe —
praeambula fidei—, donde está la cima del saber natural, las
conclusiones últimas del saber metafísico. A partir de este
momento —abandonando la evidencia intrínseca como fuente
definitiva de certeza— la razón se hará teológica, empleando
su caudal en hacer del conocimiento de la fe una ciencia,
penetrando hasta donde es posible en la inteligencia de las
verdades sobrenaturales, siendo la relación filosofía-teología
análoga a la que hay en la persona sin ciencia entre lo que
sabe por la razón y lo que con la razón sabe por la fe [Cardona
1990b: 12-13].

A Gilson se debe, en buena parte, el redescubrimiento de la centralidad


de la genuina noción tomista de esse como actus essendi, siete siglos
después de ser formulada por el Aquinate. Ésta es otra de las aportaciones
de su filosofía a la de Cardona. Además, ambos pensadores coinciden en
afirmar la derivación de este concepto de la reflexión de los filósofos
cristianos a partir de la Revelación de Dios como «El que es», y la
dependencia intrínseca de la criatura respecto a Dios, dador del ser [Livi
1984: 9].

Otro rasgo característico del filosofar gilsoniano que ha supuesto para


Cardona una confirmación de su actitud filosófica es el “realismo metódico”.
En la obra homónima, Gilson expone que el realista es el que toma como
punto de partida de su reflexión la primera de las siguientes posibilidades: el
ser, incluyendo en él al pensamiento: ab esse ad nosse valet consequentia,
y no el pensamiento, incluyendo en él al ser: a nosse ad esse valet
consequentia. A su juicio, la segunda alternativa es la posición “idealista”,
en la que, en definitiva, la filosofía se identifica con el método [Gilson 1974:
157].

De acuerdo con Gilson, Cardona considera que se trata de dos actitudes


intelectuales, y no de dos sistemas de pensamiento. Para él, son dos
posturas que han existido desde el comienzo del filosofar humano y, de
alguna manera, se pueden encontrar a lo largo de toda la historia de la
filosofía. Insiste también en que han tenido que pasar siglos hasta llegar a la
suficiente madurez especulativa para que esas dos actitudes intelectuales
se mostraran como las dos posibilidades extremas de lo teorético, y para
que llegásemos a ser plenamente conscientes de su radicalidad [Cardona
1973: 88].

Cardona expone ampliamente su visión de esta alternativa en


su Metafísica de la opción intelectual. En ésta, junto con asumir la noción
fabriana de “inmanentismo” para designar la segunda posibilidad de lo
teorético descrita por Gilson, se refiere a la índole moral de la opción que el
pensador francés sitúa en el origen de la alternativa. En efecto, es
característico del pensamiento metafísico de Cardona la descripción de una
“opción intelectual” como acto de libertad, en el inicio del filosofar humano.

3. 2. Cornelio Fabro
El filósofo italiano Cornelio Fabro es uno de los más profundos y agudos
estudiosos e intérpretes de Santo Tomás de Aquino y un gran conocedor de
la filosofía moderna y contemporánea. Cardona suscribe su concepción de
la filosofía del ser elaborada por el Aquinate como una serie de principios y
conocimientos válidos, capaces de conducir el pensamiento a nuevas
conquistas y a mayores profundizaciones.

Es conocida la caracterización del pensamiento de Fabro como un


“tomismo esencial”; es decir, una filosofía que se configura como un retorno
al fundamento, al inicio absoluto del pensamiento y de la misma realidad
[Fabro 1969: V]. En esta línea, en Cardona encontramos a un pensador
eminentemente “metafísico”, que centra su reflexión en la búsqueda de las
causas últimas de lo real. A la vez, en la individualización de este comienzo,
ambos filósofos postulan la existencia de un abismo entre el pensamiento
clásico-cristiano y el pensamiento moderno: el primero, fundado sobre
el actus essendi, y el segundo, sobre el acto de conciencia, desligada del
ser. A su juicio, se trata de una divergencia de fondo que se encuentra en el
origen de la dramática crisis del pensamiento moderno, cuyo corolario ha
sido el ateísmo antropológico contemporáneo.

Además, de acuerdo con Fabro, Cardona sitúa la originalidad primaria de


la libertad como “creatividad participada”, acto puro de emergencia del yo en
la estructura existencial del sujeto como persona [Fabro 1983: VIII] en el
núcleo de su filosofía, como una explicitación de la virtualidad del actus
essendi.

A Fabro debemos también la Presentación de la edición italiana de


la Metafísica del bien y del mal; y la traducción al italiano de gran parte de
las obras de Søren Kierkegaard. Éstas han sido profundamente meditadas
por Cardona, descubriendo interesantes aportaciones a su pensamiento.

3. 3. Søren Kierkegaard
En pleno apogeo del idealismo hegeliano en la Europa continental, en
Dinamarca, Søren Kierkegaard reacciona oponiendo al abstracto sistema de
Hegel la primacía del individuo singular. Cardona lo hace ver a través de
estas palabras, que el danés ha dejado escritas en el Diario, y que él recoge
en su Metafísica del bien y del mal:

Cuántas veces he escrito que Hegel, como el paganismo, en el


fondo hace de los hombres un género animal dotado de razón.
Porque en un género animal vale siempre el principio: el
singular es inferior al género. El género humano, por el
contrario, tiene la característica, precisamente porque cada
Singular es creado a imagen de Dios, de que el Singular es
más alto que el género [Cardona 1987: 85].

Y, llevando a sus últimas consecuencias la postura de Kierkegaard,


afirma:

Es la propiedad privada de su acto de ser lo que constituye


propiamente a la persona, y la diferencia de cualquier otra parte
del universo. Esta propiedad comporta su propia y personal
relación a Dios, relación predicamental (...), que sigue al acto
de ser, a la efectiva creación de cada hombre, de cada
persona, señalándole ya para toda la eternidad como alguien
delante de Dios y para siempre, indicando así su fin en la unión
personal y amorosa con Él, que es su destino eterno y el
sentido exacto de su historia personal en la tierra y en el tiempo
[Cardona 1987: 90].

Cardona encuentra en Kierkegaard a un pensador religioso que, asfixiado


por el curso tumultuoso del pensamiento que toma forma definida en
Descartes, se alza y da un dolorido grito de alarma. A su juicio, tal vez
Kierkegaard es el primero en hablar de la “opción” que el espíritu hace, en
uso de una libertad originaria, entre el Infinito trascendente y lo finito
convertido en absoluto. Y, al declarar la responsabilidad del individuo en esa
opción, introduce el concepto de una libertad esencial —mejor que
existencial: es decir, constitutiva y no puramente fáctica— en el desarrollo
del pensamiento, en oposición a una pretendida inexorabilidad de la
posición del cogito, y en contraste también con la inercia formalista de una
escolástica libresca y decadente [Cardona 1973: 92].

Su voz se hace angustiosa, porque la opción del para-mí es una opción


hacia la nada que, en el pensamiento de Kierkegaard, supone caer en la
“enfermedad mortal”, que es la desesperación. Sin embargo, vale la pena
aclarar que en la obra kierkegaardiana no aparece una referencia explícita a
la opción por la inmanencia cerrada descrita por Cardona, y también que se
trata de una realidad descubierta y formulada por él muchos años antes de
su contacto con el danés [Cardona 1997: 183].

Continuando con el razonamiento, Cardona explica:


Mientras la opción del ser es una apertura incondicionada, de
plena disponibilidad para el Ser —incluyendo, por tanto, la
posibilidad de una Revelación—, la opción de inmanencia, la
reversión total sobre el propio pensamiento, sobre el ser de
pensamiento que pongo al pensar, cierra la apertura a lo
recibido y abre la espiral hacia la nada [Cardona 1973: 92].

A la luz de estas consideraciones, su reflexión vuelve a encontrarse con


la de Kierkegaard cuando refiere lo siguiente:

En un sugestivo pasaje de su Diario, Kierkegaard sostiene que


la existencia de seres libres, de los hombres, postula
necesariamente la existencia de Dios (sería una vía para esa
prueba, seguramente reductible a la IV de Santo Tomás). Sólo
la Omnipotencia puede producir seres libres. Cuanto más
perfecta es una causa, tanto más autónomos son sus efectos,
más les participa su propia perfección, también causal (...). Por
eso, sólo la Omnipotencia puede crear, de la nada poner seres
que son en sí mismos y de alguna manera por sí mismos, y no
como algo del Ser que los causa. Sólo la Omnipotencia puede
crear seres libres, independientes en su hacer, causa
sui [Cardona 1987: 102].

Además, la meditación de la obra kierkegaardiana, conduce a Cardona a


descubrir en el pensador danés la afirmación del “amor” como acto de
“libertad”; del cual lo más contrario no es el odio, sino la “indiferencia”, que
desemboca en la “desesperación”: no se espera cuando no se ama
[Cardona 1987: 131].

4. El olvido y la memoria del ser


Para obtener una visión unitaria de la filosofía de Cardona, vale la pena
dejarse guiar por sus propias palabras:

Me parece normal que, durante años, uno "viva de rentas",


cuando se ha adquirido un buen capital. A mí me viene
sucediendo. Con los puntos centrales de la Metafísica del bien
y del mal se me iluminan muchos temas (la medicina, la mujer,
la educación, etc.). Quizá ningún filósofo haya tenido más de
dos o tres ideas de ese género. Lo que ha seguido depende de
lo centrales y esenciales (y verdaderas) que esas ideas sean.
Por mi parte, estoy apuntando ya a mi "tercera idea" (la
memoria del ser). [...] Ahora, cuando lo veo con cierta
perspectiva de tercera edad, me parece que ha sido todo
bastante homogéneo, a partir de una primera verdad, que
realmente lo era [Melendo 1994: 1077].

En efecto, Cardona sitúa la raíz de la crisis del pensamiento filosófico


contemporáneo en el “olvido del ser”, y su recuperación en su tercera idea
esencial: la “memoria del ser”.

Como se ha expuesto, el núcleo de la metafísica de Cardona lo


constituye la noción de ser como acto, propuesta por Tomás de Aquino. A
su juicio, esta metafísica trata de Dios, al que llega en cuanto Creador, y lo
entiende como Ser por Esencia o Ipsum Esse Subsistens; trata del hombre
—de su fin y de su vida— en cuanto persona, como lo propia y directamente
querido por Dios al crear, participante del ser de modo muy singular; y trata
del resto de la creación, como siendo hecho ser por Dios, en función de la
persona.

Cuando reflexiona sobre el fundamento último de cada ser humano,


Cardona explica que es la “propiedad privada” de su acto de ser lo que lo
constituye propiamente como persona y lo diferencia de cualquier otra parte
del universo. Esta propiedad comporta su singular relación a Dios: relación
predicamental, que sigue al acto de ser, a su efectiva creación, señalándolo
como alguien delante de Dios y para siempre; indicando así su fin en la
unión personal y amorosa con Él, que es su destino eterno y el sentido
exacto de su historia en la tierra y en el tiempo [Cardona 1987: 90].

Según Cardona, la comprensión metafísica de la realidad se ajusta a la


distinción tomista entre esencia —como potentia essendi— y ser —
como actus essendi participado—, como constitutivos trascendentales del
ente, y no a la formalista distinción entre esencia —como possibilitas— y
existencia —como actualitas o factum—, propuesta por Suárez y sustentada
por el racionalismo [Cardona 1997: 145]. A su parecer, la salida de tal
confusión se encuentra precisamente en la noción de acto de ser como
principio metafísico intrínseco del ente, del que la existencia factual es sólo
un resultado. A la vez, toda esencia —potentia essendi— es actuada por
el esse —participado, por tanto— que recibe en sí. Este acto es fundado,
pues en cuanto participado, es intrínsecamente dependiente del Esse per
Essentiam, en su misma posición de realidad.

Asimismo, aunque se distancia de la comprensión heideggeriana del ser,


suscribe la denuncia de su olvido —la Seinsvergeßenheit— en la filosofía
occidental hecha por Heidegger y sitúa su posibilidad en la libertad humana
[Cardona 1997: 110]. A su juicio, en la modernidad, buena parte de la
filosofía ha puesto su inicio no en el ente sino en la subjetividad. Así,
mientras que la actitud intelectual típica de los filósofos del ser es el
“realismo”, los filósofos de la subjetividad se caracterizan por el
“inmanentismo”, que es una deformación de la auténtica inmanencia. Se
trata de las dos posibilidades radicales de lo teorético [Reyes 1997: 29].

El núcleo de tal oposición lo encuentra en la determinación concreta de la


relación originaria de la conciencia con el ser: el inmanentismo sostiene la
dependencia o fundamentación del ser por la conciencia; el realismo, en
cambio, la dependencia y fundamentación de la conciencia por el ser del
ente, al afirmar que lo primero que se conoce es el ente, y que en este
conocimiento se resuelve cualquier conocimiento posterior [Cardona 1973:
103].

En un plano teorético, la oposición del inmanentismo al realismo se


constituye como búsqueda de una certeza que brote de la propia razón,
liberada de todo condicionamiento extrínseco [Cardona 1973: 19]. Por eso,
según Cardona, la esencia del inmanentismo se encuentra en la voluntad.
De hecho, considera que el cartesiano:

volo dubitare de omnibus, en su efectividad, se reconoce como


libertad ponente del acto mismo de dudar y como verdad de sí
mismo, como fuerza desvinculante y así inicio absoluto,
desligado, y autofundación de la verdad como certeza [Cardona
1975: 32].

Aunque es posible que Descartes no lo advirtiese plenamente, ésa es la


sustancia misma de su operación y lo que le permite realizarla [Cardona
1975: 33].

La verdad transmutada en certeza es, para Cardona, la falsedad


metafísica y vital del hombre —la antifilosofía—, pues ya no se ama el
saber, sino que sólo se quiere poder, seguridad. En efecto, de acuerdo con
Heidegger, sostiene que en aquellas filosofías en que se ha abandonado el
ser se ha ido dejando sitio a la ciencia de la cantidad, a la medición, a la
toma de medidas para conseguir el dominio absoluto de la naturaleza,
incluido el hombre [Cardona 1997: 192].

Advierte también el olvido del ser en la pérdida de aptitud natural para el


conocimiento de Dios en vastos sectores del mundo occidental, y descubre
el drama de este olvido en aquellos filósofos que pretenden conocer sin
recibir de nadie enseñanza alguna y alcanzar el saber sólo por la propia
potencia y esfuerzo.

En su Ética del quehacer educativo, explica que la consecuencia más


lamentable de esa situación es la desintegración de la humanidad de la
persona: sus conocimientos teoréticos y prácticos —tanto los recibidos
como los adquiridos— permanecen en compartimientos estancos,
incomunicados entre sí e incapaces de dirigir y regular de modo inteligente
la totalidad de la conducta [Cardona 1990a: 12]. Esto queda reflejado en la
dispersión de las especialidades en la investigación científica, que ha
eliminado el ideal clásico del hombre sabio, para sustituirlo por el del
“eficiente”, el experto en esto o en aquello (con título académico o sin él). En
este contexto, Cardona insiste en la urgencia de recuperar la unidad del
saber, que se ha fragmentado por el abandono de la conexión con la
metafísica. Y precisa que el objetivo fundamental de la Universidad —y de
cualquier centro académico— ha de ser educar, formar hombres íntegros,
personas: tarea que no se puede cumplir sin la cooperación de la
inteligencia y de la libertad de cada uno [Cardona 1990a: 16].

Según Cardona, si el olvido del ser procede —como afirma Heidegger, y


en parte justamente— de concebir el conocimiento como técnica, como
hacer, su memoria y recuperación requiere el intento de comprenderlo como
contemplación y apertura incondicionada a la plenitud del amor unitivo con
el Origen. Desde el núcleo de nuestro ser, la memoria trascendental o
metafísica nos impulsa también como nostalgia a ese Ser del que
procedemos. Esta memoria metafísica es la ordenación que Dios ha
impreso en nuestro ser al participárnoslo. Pero que sea así, y no al revés,
es cuestión de libertad. Se trata de un problema de actitud ética ante el Ser
por Esencia. De ahí la raíz y el contenido moral del quehacer metafísico. Y
es precisamente aquí —en el horizonte en el que sitúa la cuestión del ser—
donde Cardona se separa definitivamente de Heidegger [Reyes 1997: 110].
En este contexto, para Cardona, el problema de la introducción a la
filosofía es una cuestión ética: de amor recto o buen amor. La metafísica, o
conocimiento sapiencial natural «es efecto del amor, y no su causa. Y éste
es el conocimiento perfecto, el “conocimiento afectivo de la verdad” (Tomás
de Aquino, S. Th., II-II, q. 162, a. 3 ad 1), el “conocimiento con amor”»
[Cardona 1987: 117].

Desde el núcleo de su tercera idea esencial —la memoria del ser—, se


iluminan las otras dos verdades radicales del pensamiento filosófico de
Cardona: el momento moral del conocimiento metafísico y el momento
intelectual de la configuración de la ética [Melendo 1994: 1078].

5. El momento moral del conocimiento


metafísico
Al reflexionar sobre el estatuto de la libertad en la adquisición de la
verdad, Cardona advierte que el recto conocimiento requiere una atracción
hacia lo verdadero. A la vez, entiende que lo verdadero se identifica con el
ente en cuanto bueno; y que éste tiene el ser derivado de un Supremo Acto
de amorosa Libertad creadora, que reclama la respuesta también amorosa
de la criatura personal [Melendo 1994: 1078].

A su parecer, aquí acontece un complejo movimiento de elección, que ha


sido tratado de algún modo por otros filósofos —Kierkegaard, Nietzsche,
Heidegger, Gilson, Fabro, etc.—, y que él ha examinado añadiendo una
ulterior profundización de tipo metafísico-moral: la “opción intelectual”
[Reyes 1997: 61]. Se trata de una decisión radical entre estos dos
absolutos: el ser-en-sí o el ser-para-mí.

La opción por el ser-en-sí es la del filósofo realista, que sigue a los


primeros principios universales conocidos por la luz de la razón natural, y
también a la rectitud tendencial de la voluntad ordenada al bien de la razón
[Cardona 1973: 150]. En cambio, la decisión a favor del ser-para-mí es la
del inmanentista, que hace violencia a esa orientación natural. Por eso, la
opción de inmanencia no es primaria ni es fácil, aunque sea posible, y suele
ir acompañada de algún grado de inquietud, según la orientación radical de
la voluntad. En este sentido, se puede decir que no es una opción natural,
aunque sí lo es en el sentido de que se fundamenta en una posibilidad
originaria de nuestra naturaleza [Cardona 1973: 151].

Según explica Cardona, la opción intelectual, como acto humano


complejo de razón y voluntad, puede darse muy imperfectamente, casi
como tanteo, o en un grado de perfección elevada: en el sentido de acto
acabado y completo. Asimismo, considera importante tener presente que ni
el entendimiento se ordena infaliblemente a la verdad objetiva —se puede
errar—, ni la voluntad tiende infaliblemente al bien objetivo —se puede
pecar—. Por tanto, ambas potencias requieren hábitos que las determinen
de modo más próximo e inmediato, sacándolas de una cierta ambigüedad
radical. Esos hábitos han de estar de alguna manera mutuamente referidos
para influir en un acto común del sujeto humano. Se articularán en un acto
perfecto en su propio orden: «un acto de posición de un primer principio
teorético con virtualidad práctica generalizada» [Cardona 1973: 151-152].

Por otra parte, al advertir que el uso de los hábitos depende de la


voluntad y ésta se encuentra abierta a términos opuestos, Cardona
concluye que es posible obrar según el hábito o contra él [S. Tomás de
Aquino, C. G., IV, 70]. Por eso, a su juicio, la opción hecha no es definitiva:
es posible confirmarla o revocarla. Además, en este orden de los hábitos
reaparece la dualidad, ya que una serie de actos errados puede haber
engendrado una disposición estable deformada que le haga muy difícil el
juicio recto sobre el bien o sobre la verdad en cuanto bien [S. Tomás de
Aquino, S. Th., II-II, q. 24, a. 11]. En efecto, Cardona afirma que en la
opción de inmanencia:

las correlativas implicaciones de entendimiento y voluntad se


van entrelazando, originando actos que van desde una gran
imperfección formal hasta lo que he llamado el acto perfecto,
que es la posición perfectamente segura del acto filosófico
primero, que no es numéricamente el primer acto filosófico que
se pone, sino aquel que contiene virtual o sustancialmente toda
una filosofía [Cardona 1973: 154].

Para el realismo, en cambio, el proceso del ser a la conciencia del ser y,


por tanto, de la evidencia a la certeza, puede formularse con estas palabras
del Aquinate, que Cardona hace propias: «el que entiende conoce que
entiende, porque conoce que aquello le es manifiesto» [S. Tomás de
Aquino, S. Th., I, q. 111, a. 1 ad 3]. Es decir, según el realismo, el ser, los
primeros principios, las conclusiones legítimas de la ciencia, los hechos de
experiencia, producen lo que se suele llamar una “certeza por evidencia”. Y
lo hacen de modos diversos:

En el ente, el ser se manifiesta al entendimiento, y se


manifiestan también esos principios y esas otras verdades, en
su intrínseca verdad; y asentimos necesitados por lo que nos
es dado ver, aunque nos es dado porque tenemos no sólo la
facultad, sino también la disposición conveniente para que nos
sea dado [Cardona 1973: 161-162].

De ahí la continuidad y el acuerdo fundamental entre el conocimiento


natural o espontáneo y la metafísica del ser.

Por tanto, para Cardona, formalmente, el problema del inmanentismo


está en la disposición del sujeto ante una «certeza sin evidencia» [Cardona
1973: 159]. Este estado consiste en una connaturalidad de la voluntad con
una proposición inevidente, por la que ésta impera un asentimiento firme allí
donde el entendimiento permanecía indeterminado porque faltaba la visión
directa e intrínseca del ser expresado en la proposición [Cardona 1973:
161]. En consecuencia, la certeza de la opción de inmanencia puede ser
perfecta por parte de la adhesión subjetiva; sin embargo, no lo es por parte
de su causa propia, pues no procede de la manifestación del ser, sino del
propio querer. En definitiva, según Cardona, la opción intelectual en la
posición del acto filosófico primero se funda en la estructura metafísica del
hombre. En efecto, afirma:

si nuestro entendimiento fuese el de un espíritu puro, nuestra


misma perfección natural nos impediría el error de la reversión
[...]; no podríamos tener el principio de inmanencia como punto
de partida: del pensamiento formalmente tal al ser. [...] Para
nosotros, hombres, almas incorporadas, la posibilidad de la
reversión total en el plano del pensamiento proviene justamente
de nuestra mayor limitación y oscuridad congénita, de la
necesidad objetiva del conocimiento sensitivo: de modo que
podemos usar de los sentidos —hechos para abrirnos
intelectualmente al ser— para cerrarnos, para bloquear nuestro
pensamiento y dejarlo en una inmanencia relativamente vacía
de ser, en virtud de un vehemente deseo de autoposesión, de
autosuficiencia, de perfecta identidad, que rompa y supere la
inevitable división de lo compuesto [...], el supremo
desdoblamiento de la conciencia, la distinción entre el ser y la
conciencia, que es una consecuencia de nuestro ser
participado [Cardona 1973: 120-121].

6. El momento intelectual de la
configuración de la ética
Al considerar el estatuto filosófico de la ética, Cardona pone el inicio de
su configuración en el acto de ser, como raíz del obrar. A continuación,
sugiere descubrir la referencia radical a Dios, en cuanto dador del ser. En
este contexto, desvela el carácter amoroso del ser participado: en todos los
seres creados, hay una participación del Amor por Esencia del que
proceden. Ese amor, que coincide con el ser, es poseído con distinta
intensidad ontológica: en los seres personales es amor en sentido propio,
mientras que en los otros seres creados, lo es en sentido impropio y
derivado [Reyes 1997: 90].

Cardona invita a detenerse en la persona —sujeto del obrar y de la


relación antes citados—, y ahondar en la virtualidad de su peculiar acto de
ser. De hecho, sitúa la recuperación de la identidad participada de la
criatura personal —compuesta de esencia y acto de ser— en el retorno al
Creador —Acto Puro de Ser Personal— con el despliegue de sus
operaciones propias —pensar y amar—, contando también con la ayuda de
los otros seres amorosos.

En este contexto, propone entender la libertad como dominio de los


propios actos —consiguiente a la propiedad privada del acto de ser—. En
efecto, sostiene:

el ser como acto incluye la acción como su efloración definitiva,


perfectiva y terminal. Y la acción humana —toda acción, a partir
de un determinado grado de perfección ontológica— es
esencialmente libre, está sometida al querer libre. El hombre
tiene, por su voluntad libre, potestad sobre sus actos —
poniéndolos o no— y sobre la determinación o contenido de
esos actos: entiendo porque quiero y quiero porque quiero (Cfr.
Tomás de Aquino, Quaest. Disp. De Malo, q. 6; In II Sent., d.
39, q. 1, a. 1) [Cardona 1987: 99-100].

A su parecer, pues, la libertad no es una simple propiedad de la voluntad


humana, sino que es característica trascendental del ser personal; es el
núcleo mismo de toda acción realmente humana, y es lo que confiere
humanidad a todos los actos del hombre y a cualquiera de las esferas
sectoriales de su actividad [Cardona 1987: 99].

Según Cardona, el fin de la libertad es el amor electivo —el amor que se


dona—. Por eso, si la libertad creada tiene su fundamento en el Amor
Esencial, al que se ordena, para obrar en dirección contraria —es decir,
para pecar—, el hombre tiene que prescindir de esta ordenación:

No es propiamente que elija entre el bien y el mal, sino que —


por la fuerza de su amor electivo, que vuelca sobre su amor
natural— recurre a un subterfugio, que la deficiencia posibilita,
pero que sólo el amor incondicionado de sí causa. El
subterfugio consiste en no considerar actualmente lo que es
bueno según el Amor a Dios, para poder así querer lo que es
bueno para el amor de sí [Cardona 1987: 204].

En ese amor electivo, Cardona sitúa el sentido último del orden ético y de
cualquier orden en general. A su juicio, el orden moral consiste en el retorno
de las criaturas libres a su Principio, según la estructura misma de la
participación que les ha constituido en el ser y les ha dado la facultad de
obrar [Cardona 1997: 507-508].

Por eso, considera que la metafísica del ser permite entender la razón
profunda del precepto del amor a Dios como raíz primera de toda la moral
natural, puesto que la referencia a Dios pertenece al orden natural de la
creación. A su vez, esta metafísica explica el mal como privación de bien, y
el pecado —aversio a Deo— como el único mal en sentido estricto, pues
aparta del Bien por Esencia [Cardona 1997: 506].

Por otra parte, al reflexionar sobre la segunda raíz de la moral —el amor
al prójimo—, Cardona estima que es consecuencia de la difusión del Bien
en la obra creadora. A su parecer, así como Dios ha difundido su propio
Bien de manera participada en la creación, cada parte singular del universo
—y, por tanto, cada persona de la sociedad humana— ha de difundir su
propio bien y colaborar en el bien de los demás: el universo es un todo
participado que se orienta al Todo increado. Posee un orden interno, una
vinculación de las partes entre sí, en razón del bien que cada una puede dar
a las demás y al todo, como consecuencia del bien propio. Según Cardona,
de esta segunda raíz de la moral derivan todas las demás normas morales.
También considera que así se puede ver la unidad y confluencia —no
oposición— entre el amor a Dios, el amor a los demás y el amor a sí mismo,
debidamente subordinados según esta misma secuencia [Cardona 1997:
512].

En este contexto, Cardona afirma que el sentido más profundo de nuestra


existencia temporal es el retorno al Amor Esencial, al Amor que desde toda
la eternidad y hacia la eternidad nos requiere:

Cuando “no le falte nada” es que el hombre se habrá hecho él


mismo también amor, y habrá entrado definitivamente en
aquella comunión de vida eterna y en aquella comunicación de
bienes, que es el Gran Proyecto divino al crear, al dar el ser a
esas personas que “somos en cada caso nosotros mismos”
[Cardona 1997: 160].

Para avanzar en esta nueva configuración de la ética, Cardona considera


indispensable estar en condiciones de evaluar y de poner en el abandono
del ser como acto —y así, del acceso inteligente a Dios— el origen de la
crisis de la ética, del amor y de la misma libertad. En efecto, estima que, si
bien Dios no cabe en la inmanencia cerrada, el hombre sigue marcado por
su relación al Origen de su ser. Sin embargo, en esa situación, perdido el
ser, se pierde a Dios, se pierde la verdad del propio destino y toda
orientación. Es decir, en la reflexión de Cardona, el conocimiento de Dios
está en la base de la vida moral. Más aún, esa capacidad natural de
orientarse hacia el Origen, es la manifestación más evidente de la dignidad
de la persona.

Finalmente, Cardona completa su visión del estatuto filosófico de la ética


desvelando su identidad más profunda: «La ética es metafísica y la
metafísica es ética: y es el hombre, hacia la verdad del ser, el que recibe
una y otra cosa, en la unidad de un pensar esencial al que está destinado
por Dios» [Cardona 1997: 171].
7. Síntesis conclusiva
La exposición del pensamiento de Cardona condensado en sus tres ideas
esenciales, deja ver la figura de un pensador de la unidad, que busca
trascender las distinciones formales para penetrar lo real en su auténtica
verdad. En el centro de su reflexión se encuentra el interés por la persona.
De hecho, tiene una visión sapiencial de la actividad filosófica, pues la
concibe como orientadora del vivir; a la vez que afirma el compromiso del
hombre completo —con todas sus dimensiones— en su realización. Así lo
expresa, al describir este quehacer haciendo propias las siguientes palabras
de Dante: «Amor che nella mente mi ragiona» [Dante, Il Convivio, Trattato
III, canzone seconda].

El núcleo de la metafísica de Cardona lo constituye el acto de ser; en este


contexto, la originalidad de su filosofía radica en su peculiar comprensión
del acto de ser personal. Ésta, le permite entender la reducción al
fundamento como reducción al Amor: Dios —Ser Personal y Amor por
Esencia— crea por amor a seres amorosos y, por tanto, espera una
amorosa correspondencia de aquellos que lo son en sentido propio, las
personas. Es decir, encuentra una particular vinculación entre el acto de ser
personal, la libertad y el amor: el amor —el amor electivo— es el acto propio
de la libertad, y esta última es la explicitación de la virtualidad del acto de
ser de la persona. A su juicio, la relación al ser que se patentiza al hombre,
le muestra su dirección: le hace advertirse como creado libre y obligado a
hacer lo que sabe, a cumplir su fin; en definitiva, obligado a amar [Cardona
1997: 86].

8. Bibliografía
8. 1. Obras de Cardona
8. 1. 1. Libros

— Metafísica del bien común, Rialp, Madrid 1966.

— Metafísica de la opción intelectual, Rialp, Madrid 1973 (Primera edición


1969. Trad. it.: Metafisica dell’opzione intellettuale, EDUSC,


Roma 2003). [Cardona 1973]
— René Descartes: Discurso del método, EMESA, Madrid 1975 (Trad.
it.: René Descartes: Discorso del metodo, Japadre, L’Aquila
1975). [Cardona 1975]

— Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona 1987 (Trad.


it.: Metafisica del bene & del male, Ares, Milano 1991).
[Cardona 1987]

— Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid 1990 (Trad. it.: Etica del
lavoro educativo, Ares, Milano 1991; trad. catalana: Educar en
llibertat: Etica de l’activitat educativa, UIC, Barcelona 2006)
[Cardona 1990a].

— Tiempo interior, Seuba, Barcelona 1992.

— Olvido y memoria del ser, EUNSA, Pamplona 1997. [Cardona 1997]

— Aforismos, Rialp, Madrid 1999.

8. 1. 2. Artículos y colaboración en obras colectivas

— Virginidad y matrimonio, «La Actualidad Española», Madrid (30-IV-


1959).

— Itinerario dell'ordine, «Studi Cattolici», Milano (luglio-agosto 1962).

— Imparare a dire di no, «Studi Cattolici», Milano (gennaio-febbraio


1963).

— Sulla verità dell'essere, «Divinitas», (1970), pp. 1-15.

— Il passaggio alla teologia, «Divinitas», (1971), pp. 3-28.

— La "jerarquía de las verdades" y el orden de lo real, «Scripta


Theologica», (1972), pp. 123-144.

— La situazione metafisica dell'uomo. (Aprossimazione alla Teologia),


«Divus Thomas», (1972), pp. 30-55.

— Rilievi critici a due fondamentazioni metafisiche per una costruzione


teologica, «Divus Thomas», (1972), pp. 149-176.
— Dalla verità dell'essere alla verità di Dio, «Studi Cattolici», (1973), pp.
337-342.

— La jerarquía de las verdades según el Concilio Vaticano II y el orden


de lo real, en: VV.AA., Los movimientos teológicos
secularizantes, Editorial Católica, Madrid 1973, pp. 143-163.

— Introducción a la "Quaestio disputata De Malo", «Scripta Theologica»,


(1974), pp. 111-143.

— Fede e ragione, en: VV.AA., S. Tommaso d'Aquino nell VII centenario


della morte, Domenicane, Napoli 1974, pp. 121-130.

— Fede e ragione, «Terzoprogramma», Roma 1975, pp. 121-130.

— Raíces del escepticismo contemporáneo, «Palabra», Madrid (agosto-


septiembre 1976), pp. 5-9.

— La totalidad del ser y la metafísica, (entrevista), «El pensamiento


navarro», Pamplona (28-I-1978).

— El interés por la metafísica, (entrevista), «Diario de Navarra»,


Pamplona (28-I-1978).

— La ordenación de la criatura a Dios, «Scripta Theologica», (1978), pp.


801-823.

— El acto de ser y la acción creatural, «Scripta Theologica», (1978), pp.


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— La ordenación de la criatura a Dios como fundamento de la moral, en:


VV.AA., Fe, razón y teología, EUNSA, Pamplona 1979, pp. 393-
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— Libertad humana y fundamento. Consideraciones sobre el "ocaso de


los valores" y la libertad de María Santísima, «Scripta
Theologica», (1979), pp. 1037-1055.

— Santo Tomás, hoy, en: VV.AA., Las razones del tomismo, EUNSA,


Pamplona 1980, pp. 9-13. [Cardona 1980]
— Por qué es natural la ley natural, «Persona y Derecho», (1980), pp.
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— Bene di tutti, bene di ciascuno, «Studi Cattolici», (1980), pp. 537-546.

— El bien común, la persona y la sociedad civil, «Sapientia», Buenos


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— Presentación, en: CARDÓ, C., Emmanuel, Rialp, Madrid 1989, pp. 5-16.


— Dios creó a la mujer a su imagen y semejanza, «Papeles para la
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— Presentación, en: CARDONA PESCADOR, J., Psicología de la tristeza, ed.


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— Presentación, en: PUJOL, C., La casa de los santos, Rialp, Madrid


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VV.AA., Gran Enciclopedia Rialp (GER), vol. XXII, Rialp, Madrid
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— Tomás de Aquino: una insistencia secular, «Doctor Angelicus


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— El amor a la verdad y la verdad del amor, «Servicio de Documentación


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— Fe i filosofia avui, després de Heidegger, «Servicio de Documentación


Montalegre», 285 (1990).

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