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ALGO HAY

Antología de cuentos contemporáneos de Uruguay y


Paraguay

Selección de Javier Viveros

Prólogo de Carla Benisz


© de los respectivos autores, 2020.
Algo hay.
Antología de cuentos contemporáneos de Uruguay y Paraguay

Selección: Javier Viveros


Prólogo: Carla Benisz
Revisión: Susy Delgado y Diana Viveros

Diseño de portada: ADAM

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Luis A. del Paraná 513
Villa Anita - Ñemby
Paraguay

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EB Garamond, de Georg Du ner

ISBN digital:
Junio de 2020

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métodos o formas, electrónica o mecánica, incluyendo el sistema de fotocopias, registro magnetofónico o
sistema de alimentación de datos, sin expreso consentimiento de la editorial. Cualquier utilización debe ser
previamente solicitada.
Índice de contenido

Algo hay
Nota preliminar
Prólogo
Juan Ramírez Biedermann
Los inquilinos
Carolina Bello
Como la peste
Mario Castells
Koróño
Martín Bentancor
Los colores primarios
Cintia Cañete de Estay
Sin alas
Horacio Cavallo
El olor de la madre
Marco Augusto Ferreira
Señor Voronin
Carolina Cynovich
El perdón de los gatos
Eliana González Ugarte
En el barro rojo
Damián González Bertolino
El clavo en la cruz
Liz Haedo
Cubierta de arena
Martín Lasalt
La vida real de Karl Kristo ersen
Ricardo Loup
Un domingo cualquiera
Rosario Lázaro Igoa
Mar blanco
Ana Miranda
Silencios para Teresa
Rodolfo Santullo
Abra kadabra
José Pérez Reyes
Pignorar
Fernanda Trías
N Astoria-Ditmars
Ever Román
Teléfono
Valentín Trujillo
Bosques donde antes no había nada
Javier Viveros
Carla Benisz
Nota preliminar

No fueron pocas las veces en las que, estando en un viaje fuera del país, al
pedirme que identi cara mi nacionalidad, luego de oír la respuesta mi casual
interlocutor confundiera a Paraguay con Uruguay. La sílaba nal compartida y el
emplazamiento en el mismo continente constituían un abono e caz para el
equívoco.
Entre esos episodios, hay uno que no olvidaré. Por cuestiones laborales, en
julio de 2010, me encontraba en Acra, la capital de Ghana. Había salido con los
compañeros de o cina al encuentro de una multitud de ghaneses que se había
congregado en la calle, ante una pantalla gigante, para ver a su selección en la
lucha por uno de los boletos a semi nales del mundial de Sudáfrica. Fui
presentado a varias personas y empleé el saludo característico del lugar, lo que
sumado al hecho de que llevaba el rostro pintado con los colores de la bandera
del país que me fungía de an trión (a donde fueres, haz lo que vieres), hizo que
cosechara simpatías rápidamente. Todo era una esta y la pelota empezó a girar.
De ida y vuelta, emocionante, con el césped del estadio Soccer City de «Joburg»
repleto de futbolistas que jugaban con los dientes apretados, fue un partido
indeleble. Uruguay y Ghana igualaron uno a uno en el periodo normal y el
marcador ya no se movió en el alargue. A punto de concluir el segundo tiempo
extra, luego de un entrevero de billar en el área charrúa, Adiyiah cabeceó una
pelota que iba directamente a la red para sellar la clasi cación del cuadro
africano, pero las manos de Luis Suárez, con unos re ejos dignos del mejor
Muslera, se interpusieron en el trayecto y la desviaron. Pena máxima a favor de
Ghana y tarjeta roja para el centrodelantero uruguayo. Asamoah Gyan
desperdició el tiro penal al estrellar la pelota contra el travesaño que quedó
convulsionando como un poseso. Fue preciso recurrir a la tanda de ejecuciones
desde los once metros. Cuando llegó el último disparo, el Loco Abreu picó la
pelota —ante la mirada desesperada del arquero Kingson, que gateaba
maniatado por la primera ley de Newton— y convirtió el gol que eliminó a
Ghana. Me estaba doliendo de no poder celebrar la clasi cación celeste
(desventuras de un agente encubierto) cuando, al instante, uno de los locales me
preguntó: ¿Dijiste que eras de Uruguay? Me oí a mí mismo explicar, en un inglés
atolondrado y presuroso, ante una multitud de miradas cada vez más
descon adas, que no, que era de Paraguay, Pa-ra-guay, y que, si bien los dos
estaban en Sudamérica, se trataba de naciones distintas.
Pienso que algunos me creyeron. Lo cierto es que entre nuestros países
abundan los puntos de contacto. Ambos nombres son de origen guaraní.
Asunción y Montevideo son ciudades hermanadas. La garra futbolística es un
factor común. Hubo cuatro paraguayos entre los Treinta y Tres Orientales de la
célebre Cruzada Libertadora. Fue Uruguay el primero de los integrantes de la
Triple Alianza que devolvió los trofeos de guerra y condonó la deuda espuria. La
Plaza Uruguaya es uno de los pulmones de Asunción. Luis Alberto de Herrera
fue un amigo del Paraguay. Paysandú, Tacuarembó, Ñangapiré, Kiyú y
Cuñapirú son solo algunos vocablos del guaraní que resaltan en la toponimia
uruguaya. Artigas y General Santos son avenidas vertebrales de la capital
paraguaya. Francisco Acuña de Figueroa escribió los himnos de ambos países.
Artigas vivió sus últimos años y falleció en Paraguay. Son tantas las muestras de
aprecio mutuo que el cultísimo José Enrique Rodó dijo: «Paraguayos y
orientales forman, sin duda, el más cabal ejemplo americano de aquella ‘grande
amistad’ que Michelet soñaba ver consagrada en las relaciones de los pueblos.
Reciprocidad de afectos y comunidad de intereses los vinculan. El Uruguay es el
Paraguay atlántico; el Paraguay es el Uruguay de los trópicos».
En el número de octubre de 2016 de la revista Takuapu, dirigida por la gran
poeta guaraní Susy Delgado, el escritor paraguayo Rubén Bareiro Saguier contó
lo siguiente: «Me había encontrado con Juan Carlos Onetti en diferentes
coloquios y congresos. Pero el aire adusto del maestro impedía que entablara con
él una conversación. Recuerdo que en una de esas reuniones la casualidad hizo
que, durante el almuerzo, nos sentáramos uno al lado del otro. Al cabo de un
buen momento de silencio y de miradas de soslayo, se me ocurrió entablar el —
postergado— diálogo. Me vino a la memoria una anécdota que me habían
relatado, cuando Juan Zorrilla de San Martín, autor del celebrado Tabaré, llegó
al puerto de Asunción, allá por 1905. Para su sorpresa, el escritor uruguayo se
encontró con que una considerable multitud lo estaba esperando en el muelle. El
barco había atracado y el poeta consideró oportuno dirigirse a sus admiradores.
Se tomó de una barandilla del buque y comenzó su discurso con una frase:
‘Paraguay, Uruguay, algo hay...’. La muchedumbre no dejó que lo prosiguiera.
Con aplausos y gritos subieron y en andas lo condujeron a la Plaza Uruguaya, en
la que había una estatua ecuestre del caudillo oriental José Gervasio Artigas. La
anécdota le causó tanta gracia, que soltó una carcajada estentórea que quebró la
adustez de su rostro. No solo durante el almuerzo conversamos animadamente.
Fue como una llave que abrió la puerta del silencio entre los dos y, desde Madrid
—en donde residía— me llamaba, hacia la medianoche, con cierta frecuencia,
para hablar de una y tantas cosas, empezando siempre con: ‘Barba, algo hay...’».
Al mirar el mapa de Sudamérica podemos comprobar que, geográ camente,
entre Paraguay y Uruguay algo hay: la república Argentina; por lo que pareció
natural solicitar el prólogo a una crítica literaria nacida en ese país vecino. Erico,
Schia no, Onetti, Chilavert, Ghigghia, Roa Bastos, Obdulio, Romerito,
Quiroga, Cubilla, Elvio Romero, Scarone, Raúl Vicente, Felisberto... Son solo
algunos de los innumerables «pauruguayos» que, tomando ora la pelota ora la
pluma, han regalado al mundo páginas de gloria. Esta antología, postergada y
necesaria, que incluye el trabajo de cuentistas menores de 50 años, constituye
una muestra de que ambos países hermanos cuentan con una narrativa nueva y
potente que bulle, atropella, rompe costuras y se abre caminos: una narrativa de
calidad. Y así como el poeta paraguayo Bareiro Saguier y el narrador uruguayo
Onetti establecieron un duradero vínculo de amistad gracias a la magia de un
relato, esperamos que estas páginas logren tender entre nosotros un puente de
letras y que contribuyan a acercarnos, para que podamos conocernos aún más.
Porque, señores, de nitivamente, entre Paraguay y Uruguay, algo hay.Viveros.As

Asunción, marzo de 2020.


Prólogo

Escribo este texto en los irreales días de una cuarentena inédita en la historia
moderna, un extraño experimento social que me tiene limitada al espacio vital de
mi hogar. Esa irrealidad se superpone y tensiona con la propuesta crítica que
quiero realizar aquí, al punto de que no sé dónde radica lo irreal, lo brumoso: si
en los extraños días que estamos viviendo en toda la región que nos cobija (soy
una argentina que escribe sobre literatura de Paraguay y Uruguay) o si en mi
propuesta de derribar fronteras teóricas y estatales para pensarnos como región
cuando no puedo, materialmente, salir de mi casa. Como gesto utópico,
emprendo, sin embargo, la marcha, la crítica.
Para los que seguimos los vericuetos de la literatura paraguaya, la antología
que presenta este volumen es una continuación de facto de Mar fantasma,
editada en 2018 (por Arandurã en Paraguay y Kipus en Bolivia) y que reunió a
22 cuentistas paraguayos y bolivianos. En una reseña dedicada al volumen,
escribí que ambas literaturas construían un mar fantasma en el espacio que la
crítica y los estudios literarios de la región habían dejado vacantes; pues se trata,
la boliviana y la paraguaya (sobre todo esta última), de dos de las literaturas
menos estudiadas por la academia regional. Sobre ese vacío, Mar fantasma se
erigía como un cuerpo presente. Lo hacía no solo como producto editorial, sino
también con gurando una geografía, una zona literaria, en términos de Juan
José Saer, constituida a partir de ciertos tópicos comunes, como la guerra, el
bilingüismo, el carácter post-colonial de nuestras sociedades; y un territorio: esa
frontera seca y fantasmal del Chaco. Esta zona comparte —también y
paradójicamente— experiencias desterritorializadoras, como la migración. Es
decir que desde la literatura se construye, como parábola borgeana, un mapa
superpuesto al estatal-nacional. Una crítica que no re exione con perspectiva
regional, entonces, resultaría inerte ante estas simbolizaciones.
Ahora con Algo hay, el trazado se extiende en otra con guración regional.
Esta vez es una zona de ríos, no de Chaco. De modo que los accidentes
geográ cos con guran, en este caso, un imaginario y un conjunto de símbolos
que alimentan la literatura, ya no con el desierto, sino con esteros, inundaciones,
también con las ciudades referentes y con los bosques. Algo hay entre
Maldonado y Asunción o entre Paso de los Toros y Laureles. Hay un imaginario
literario que también deambula entre Rosario o Buenos Aires y Uruguayana. Se
hace extensivo, vemos, incluso hacia los países lindantes con los ríos, como
Argentina y Brasil, demostrando así la di cultad de narrar(nos) contenidos
dentro de un marco lingüístico o cultural relativamente homogeneizable en
términos estatales; marco que, por otro lado, nunca se dio más que como
programa siempre inacabado de las burguesías nacionales.
La zona literaria no es ja; es un itinerario que se extiende como sierpe o
contrae como erizo, de acuerdo con las necesidades del arti cio. Nada más
opuesto al regionalismo clásico y a la novela (atención al genitivo) «de la tierra».
En nuestra antología, muchos de los personajes son sujetos en movimiento y su
peripecia es una traza incontenida por las fronteras jurisdiccionales. La narradora
de «El olor de la madre» (Horacio Cavallo) viaja del Gran Buenos Aires a la
Ciudad Autónoma, de ahí a Montevideo en idas y vueltas de Buquebus. A partir
de esos viajes, participa —entre inocente y canallescamente— de una historia
regional, la de los hijos y nietos de desaparecidos.
Los buscas circenses de «Abra kadabra» (Rodolfo Santullo) se aventuran, en
la busca y en la lengua, hasta la frontera brasileña. El narrador kurépa de
«Koroño» (Mario Castells) de ne una identidad que es producto de la
migración, y de una migración concreta, de Paraguay a Argentina; de Argentina
viaja también —en el relato— la venganza. Esa traza que es, entonces, la
migración aparece aquí nuevamente como ya lo había hecho en Mar fantasma,
delatando el fenómeno demográ co, en lo social, pero también como estructura
narrativa, en lo literario. Esto último se puede observar claramente en
«Teléfono» (Ever Román), donde la migración estructura el relato. Pues el
género primario sobre el que se construye «Teléfono» es justamente el de una
llamada telefónica del hijo migrante a los padres; género típico de la migración,
sin la distinción del diario de viaje del siglo XIX o el inmediatismo afectado de la
crónica del siglo XX, pero sigue demostrando —insisto— que la literatura es
también —parafraseando a Jaime Saenz— «recorrer una distancia». En el
cuento hay silencios, hay comentarios sobre la vida trivial y lo no dicho bordea y
espesa esa trivialidad en un solo párrafo, incluso en una oración. Como en esos
experimentos saerianos, aunque la referencia aquí tal vez sea Thomas Bernhard,
la densa cadencia de la sintaxis da impresión de verborragia, justamente cuando
lo ausente es el núcleo.
Si en «Teléfono» es disparador formal, la migración es explicitada y objeto
de juicio —fable antes que sujet, en la vieja terminología teórica— en
«Pignorar» (José Pérez Reyes). Aquí en un viaje en taxi se debaten dos posturas
disímiles, entre el oportunismo y el juicio moral, respecto del carácter expulsivo
de la sociedad paraguaya. En «N Astoria-Ditmars» (Fernanda Trías), el eje
central del relato es un viaje también pero en subterráneo y en el que la jugada es
por la alegoría, pues en ese subte se condensan la migración de la protagonista, su
recorrido por la ciudad, su pasado y su padre.
La migración, entonces, como con guradora de relato, como motivo y que
ya estaba presente en Mar fantasma, amplía aquí el mapa también en cuanto a
las trayectorias individuales de los escritores. El kurépa de «Koroño» es
justamente ejemplo de la trayectoria migrante de su autor. Castells es argentino,
pero hijo de paraguayos, y participa así —a pesar de la tiranía del documento
nacional de identidad— de la primera minoría migrante en Argentina. La zona
se estira con los movimientos migratorios también en el caso de Cintia Cañete,
argentina, pero retornada al Paraguay junto con su familia, o Santullo, que es
mexicano porque sus padres uruguayos se exiliaron en México para huir de la
dictadura. Estos desplazamientos nos recuerdan aquella pregunta que se hacía
Ana Pizarro[1] en los ochenta respecto de cuán latinoamericana era la literatura
de los exiliados por las dictaduras que todavía entonces gobernaban algunos de
nuestros países. Esa pregunta es aquí respondida por sus hijos en elecciones
vitales, que se vuelven literarias: Santullo es un mexicano que escribe uruguayo;
Castells un argentino que escribe la campaña paraguaya. El hecho de que
convivan en esta antología actualiza generacionalmente la pregunta de Pizarro,
pero también nos deja una advertencia, de la que Pizarro es consciente. Advierte
que lo «latinoamericano» —como proyecto setentista y muy centrado en la
comunicación entre los grandes focos urbanos— tal vez fue negligente para
iluminar estas zonas. La construcción regional que realiza esta antología implica,
en consecuencia, un embate triple: contra las fronteras estatales, contra el
regionalismo de alambrado y contra lo latinoamericano como proyecto que, a
pesar de su pretensión de integración, desconocía lo que no entraba en las
multitriangulaciones de, por ejemplo, La Habana, Buenos Aires, el D.F.,
Caracas. El caso de la literatura paraguaya es ejemplo de estos claroscuros.
Entonces, viaje y escritura, las trazas; migración y literatura, sus de niciones.
Vuelvo al itinerario de esta antología para destacar lo que esta misma enuncia.
Pues la zona se vuelve errancia signi cativa en «Mar Blanco» (Rosario Lázaro
Igoa), donde la narradora va del clima cálido al frío empujada por su «perpetua
falta de pertenencia», para desencadenar una pregunta, la pregunta por la
escritura: «Tal vez él —supone nuestra narradora sobre su pareja— piense que
escribir sea un síntoma de permanencia». Más bien, desde la postulación de este
itinerario, podemos decir que en tanto la zona es enunciada, escribir es construir
la pertenencia.
La errancia también es de los que vienen a la zona y entran en esta antología
a partir de un episodio regional de la Segunda Guerra Mundial en «Los
inquilinos» de Ramírez Biedermann. Aquí, la anécdota de Joseph Mengele en
Paraguay sirve para recordar que la región fue refugio de criminales nazis, cuya
presencia y fantasma depositan, en los barrios de Asunción, espacios extraños a
la cotidianeidad: «las borroneadas facciones de nuestro rostro», dice el narrador
ante los misterios que son la historia de su barrio y también la del siglo XX. Esta
misma ciudad misteriosa se vuelve escenario cotidiano, en apariencia
reconocible, pero que esconde la tragedia como en un pliegue en «Un domingo
cualquiera» (Ricardo Loup); ese pliegue dado por la apariencia de cotidianeidad
es resuelto, nalmente, en el tono del humorismo.
La contrapartida de ese Mengele asunceno, porque es el reverso de la misma
historia, pero continuación de los misterios que se acentúan con las huellas
dejadas en el viaje, es la migración judía como continente del drama familiar en
«El perdón de los gatos» (Carolina Cynovich). Esto nos permite articular con
otro recurso de la paleta temática de esta antología, el de los grandes episodios
característicos de la historia del siglo XX (aquí me re ero al stalinismo) como
motivo para la intriga y, a través de ella, como transporte del drama humano; tal
como se observa en la peripecia de «Señor Voronin» (Marco Augusto Ferreira)
que recorre los caminos del último círculo infernal, el de la traición.
Por otro lado, el imaginario de la zona se contrae como erizo, no porque no
haya desplazamientos sino porque se ja el tránsito, así sea —valga la
redundancia— transitoriamente, en lo que aparenta una geografía de arraigo;
como los vientos de «Bosques donde no había nada» (Valentín Trujillo): «El
pueblo se había fundado en una encrucijada de vientos: el pampero del sudeste,
cortando el río ancho y marrón, que desde hace siglos juntaba masas de aires
desde las lejanías de la cordillera; el del Atlántico, que se arremolinaba desde las
Malvinas y más allá la Antártida; el del Brasil, cargado de agua y pesadez en las
noches de verano». O la Montevideo asediada por inundaciones que son las que
justamente traen la peste —tema tan caro a estos días— de «Como la peste»
(Carolina Bello); asedio que pre gura viajes y movimientos de las pestes
trasnacionales de nuestra contemporaneidad. En «Los colores primarios»
(Martín Bentancor), la contracción del erizo se traduce en la violencia del
rechazo hacia lo extranjero, lo externo. Esa extranjería, para los jóvenes del relato
de Bentancor, es ya Montevideo y es —borgeanamente hablando— una intrusa.
Finalmente, me detengo en la errancia entre marcos de sentido y en el vaivén
temático que enriquece esta antología. El suspenso de género negro en «En el
barro rojo» (Eliana González Ugarte) sostiene la temática de la violencia de
género (el otro), y se vincula así con «Cubierta de arena» (Liz Haedo), cuyo eje
es también la violencia como elemento estructural de jerarquía en la institución
familiar. Ambos relatos giran, en distintas proporciones, hacia la crítica social
justamente porque esa violencia está fuertemente entramada en instituciones,
situaciones y hasta locaciones reconocibles para nuestras sociedades
contemporáneas. El suburbio de la gomería, la arena que cubre un camino de
pocas cuadras, el auto del amigo advenedizo entrampado en el barro rojo, hacen
sistema en una misma sociedad sostenida sobre patrones y valores de la violencia.
Algo más velados, esos patrones hacen a los «silencios» de «Silencios para
Teresa» (Ana Miranda), donde el secretismo rodea como sombra terrible al
relato.
En cambio, esa realidad se recluye hacia el universo de la fantasía infantil de
«Sin alas» (Cintia Cañete); hacia el absurdo de «El clavo en la cruz» (Damián
González Bertolino) que, sin embargo, también contrapuntea con la parodia
religiosa; o hacia esas fronteras de la cción en «La vida de Karl Kristo ersen»
(Martín Lasalt), donde se desdibuja lo narrativo, el género, la referencia y, en
consecuencia, la literatura parece (solo parece) reducirse a los cuadros
ensoñadores que permite el cine.
Aunque no solo es geografía la zona, sino que —como en todo paisaje social
— también es historia. Pues en el trasfondo del pasado también algo hay. Por
empezar, hubo una guerra que tuvo a ambos países de protagonistas, a toda esta
región extendida, en realidad. Hubo también trazas literarias previas; esta
antología se construye sobre herencias como la de Rafael Barrett u Horacio
Quiroga. Quienes en un momento de fuerte enunciación del paradigma de
nación propusieron una escritura, una lengua y una zona literaria que no se
podían enmarcar sin con icto en los proyectos estatales de una literatura
nacional. Fueron, por el contrario, eslabones fundantes de una región
rioplatense que sobreimprime y sobrepasa esos distintos proyectos.
La aventura editorial de esta antología ya es temeraria si consideramos el
actual funcionamiento del mercado literario, por lo general, desinteresado en las
religaciones regionales y subordinado a los circuitos de las grandes editoriales; lo
es aún más ahora al proponer estos trazados alternativos. Pues habrá que ver
cuánto sobrevive de esos tránsitos a la situación excepcional que estamos
viviendo, de encerramiento de cuerpos y clausura de fronteras para los sujetos
que buscan; claro, porque para el capital trasnacional rara vez el movimiento se
detiene. De todos modos, la incertidumbre deja abierta también la puerta de la
oportunidad. Para ganar espacios alternativos en esos devenires habrá que —
perdón el arcaísmo— poner el cuerpo, hacerlo presente.

Carla Daniela Benisz


Gregorio de Laferrere, Buenos Aires, abril de 2020.
1. Pizarro, Ana (1985). «Introducción». En: AA. VV. La literatura latinoamericana como proceso. CEAL:
Buenos Aires, p. 14. ↵
Juan
Ramírez Biedermann

(Asunción, 1976)
Narrador, músico y abogado. Bajo el pseudónimo de Zethyaz, es miembro
fundador y principal compositor de Sabaoth, primera banda de black metal de
Sudamérica, con la cual publicó tres álbumes con Icarus Music de la Argentina y
con HOD, del Brasil. Sabaoth es considerada por la crítica mundial especializada
como una banda de culto, y un referente a nivel internacional en el género.
Actualmente, Zethyaz se encuentra grabando el álbum de Eyesight, proyecto de
música electrónica en las corrientes avantgarde, new wave, synth y pop.
Ha publicado el libro de cuentos Nobis (2007), y las novelas El fondo de nadie
(2010) y Plegaria de penumbras (Ediciones Altazor, 2011).
Ha sido antologado en España, Perú, Estados Unidos y México (publicación de la
UNAM y de la revista Luvina). Ha dado conferencias y presentado sus libros en la
Feria del Libro de Frankfurt (Alemania), en Canadá, Francia, España, Suiza,
Estados Unidos, Perú, Uruguay, Argentina.
Ha sido seleccionado para participar en «Casa Tomada», evento organizado por
Casa de las Américas de Cuba, edición de 2013. Escribe artículos de literatura y
arte para revistas y suplementos nacionales e internacionales.
Como abogado, es parte del Sta del Estudio Jurídico Livieres Guggiari de
Asunción, Paraguay, y ejerce el cargo de coordinador del Departamento de
Inversiones y Asuntos Financieros.
Los inquilinos
Al buscar el olvido, trataban de recordar.
William P. Blatty

Sobre Valois Rivarola, a media cuadra de Padre Cardozo y cerca de la iglesia de


Las Mercedes, en el lugar donde funcionaba el recordado inquilinato de don
Antonio Yugovich, vivió por cuarenta días el Ángel de la Muerte.
La historia es tan cierta como nuestro dispar sentir ante ella. Algunos dicen
desconocerla, ya sea por vergüenza, por indignación, o por una indiferencia que
borraría cualquier tipo de culpa. Otros —los que amontonan con o sin razón
una pesada carga sobre sus mentes— siguen repitiéndola en el interior de hogares
mercedeños; susurros encendidos y temerosos, palabras que se pronuncian, no
sin angustia, de tanto en tanto.
Ignoramos la existencia de versiones o ciales o registros que con rmen la
presencia del médico alemán en el barrio. Ya pasó demasiado como para elevar
preguntas que no tendrán respuestas. Quizá la única prueba documental de su
estancia entre nosotros esté guardada en esa infranqueable caja fuerte que poseía
don Yugovich, cuya combinación fue solemnemente llevada al cementerio de la
Recoleta por aquel anciano tenue, gentil e impredecible. Sabíamos que, en aquel
recipiente incrustado en la pared de su habitación, al nal de las jornadas, don
Antonio guardaba todo lo que habría considerado única y absolutamente suyo:
el lente de sol con montura dorada, la pipa color caoba, la dentadura postiza, y
una pila de contratos de una carilla que don Yugovich hizo rmar a los que
durmieron bajo su techo aunque sea por una velada. Acaso entre aquellos
papeles podríamos encontrar alguna información sobre el inquilino que habitó
en absoluta soledad, por más de un mes, la pieza 08, la que estaba junto a la
cocina, en diagonal con un pozo artesiano tapiado hacía años, usado como
plataforma para planteras rotas y cántaros vacíos. Sabemos que Gloria Yugovich,
la única hija de don Antonio, modista que todavía reside en Las Mercedes,
guarda la caja fuerte en algún recoveco de su casa de la calle Teniente Ruiz. Ella
asegura que jamás violaría la memoria de su padre, abriendo algo que él cerró
para siempre. Con eso, como nos ocurre en demasiadas ocasiones, se extingue la
única esperanza de mostrar a la gente una de las tantas verdades del barrio; algo
que nos permita delinear, aunque sea por un instante, las borroneadas facciones
de nuestro rostro.
El inquilinato era una casona de ajustada fachada, pero de profundidad
importante. Su comedido frente estaba únicamente exornado por un majestuoso
árbol de mango, cuya consistente sombra perduraba durante gran parte del día.
La murallita blanca que daba la cara a la calle lucía cubierta por los verduscos
garabatos del moho. No tenía rejas. El breve espacio de su entrada se partía en
dos por un camino de grises lajas quebradas, sendero siempre cubierto por hojas
glaucas y marrones, todas muertas, todas pudriéndose sobre aquel paseo que
culminaba en un portón hecho de listones de madera, y tachonado con clavos
herrumbrados y excesivamente grandes. Más allá del portón se abría el extenso
pasillo, a cuyos costados, perfectamente dispuestas una frente a otra, las
desvencijadas puertas de las doce piezas para huéspedes se miraban
incesantemente. En el fondo estaba un cuadrilátero atiborrado de naranjos,
limoneros y guayabos, en donde los huéspedes se ponían a hablar de todo un
poco mientras tomaban tereré y colgaban la ropa para secar. Aquel patio —
amplio y modesto como todo el inmueble— trascendía las postrimerías de Las
Mercedes y daba unos pasos sobre el terreno baldío que se extiende a espaldas del
Club Libertad, alcanzando así los primeros metros del barrio Tuyucuá, trecho
de ciudad donde el terreno empieza a declinar y desciende gradual y
de nitivamente hasta sumergirse en el río Paraguay.
El inquilinato, antes de ser derrumbado, tuvo una agonía que se extendió a
lo largo de la primera mitad de los noventa. En aquella década, los tranvías aún
bajaban por Padre Cardozo hasta su parada nal, frente al templo viejo; la
canchita de arena de la iglesia no contaba con lumínica, y servía como
estacionamiento para la misa de siete. Por aquel entonces, el lugar donde ahora
está la plaza no era más que un terreno habitado por una in nidad de árboles, en
cuyo extremo, del lado de la avenida General Santos, se había cementado una
especie de explanada en donde todas las mañanas se montaba la feria de frutas y
verduras del barrio. Por esos días ya casi no quedaban empedrados, solo el de
Cusmanich, que —sinuoso y cubierto a tramos por lapachos y chivatos— se
metía en el callejón sin salida Elvira Báez, para morir con elegancia en la cuadra
que alberga, hasta hoy, las mansiones lujosas de Las Mercedes.
Sí, verdaderamente fue una agonía. La mañana que sorpresivamente
clavaron un cartel delante del lugar, anunciando la futura construcción de una
torre de quince pisos para departamentos, a todos nos afectó hondamente esa
condena de muerte. Nuestra primera reacción fue de incredulidad: jamás
hubiéramos podido creer o aceptar que una reliquia fuera arrancada de nuestras
posesiones sin aviso o consulta previa. Parecía algo no solo indebido, sino hasta
autoritario. Después, ya resignados, tuvimos que admitir el hecho (acaso el
primero de otros tantos que marcarían el inicio de un irreversible periodo de
cambios) y asimilar sus futuras consecuencias.
Se diría que, sin intención, aquejados por esa bendita nostalgia que siempre
nos ataca desde la nada, empezamos a recordar a los clientes que alguna vez
pernoctaron bajo los deteriorados techos de don Antonio: a los que se acercaron
a nosotros; a los que menos contacto tuvieron con la gente; a los excéntricos y a
los que incluso pasaron por sospechosos; a los que nada dijeron y a los que no
callaron mucho. Pero en especial, nuestros padres y abuelos –ya que nosotros no
los conocimos– evocaron la memoria de dos inquilinos: la de Josef Mengele,
quien solo fue visto un par de veces por pocas personas, y la del hombre que
ocupó la pieza 08, años después del galeno nazi; aquel hombre de edad, alto y
desgarbado, de modales y presencia distinguidos, de tez blanca y calva
relumbrante y pecosa, que una tarde abandonó su casa ubicada en la calle
Defensa Nacional, a media cuadra de la iglesia de Las Mercedes, y caminó por
cinco minutos hasta llegar al inquilinato de don Antonio. Se detuvo en la vereda
de la casona, a un metro de Yugovich, y disculpándose por el atrevimiento,
interrumpió su infaltable rito de mirar la tardecita derramándose sobre la calle
Valois Rivarola. Sin muchos atavíos, con la mirada límpida, como arrastrada por
el viento, con pocas palabras en la boca y un semblante disperso, don Jeremías
Goldman rogó que se le alquilara la pieza donde alguna vez pasó una temporada
aquel alemán de apellido Gregor. Don Antonio Yugovich juraba recordar cada
segundo de ese encuentro. Primero, porque desde que la gente se enteró de que
un nazi había dormido entre las cuatro paredes de la pieza 08, nadie volvió a
pasar una noche allí.
Segundo, porque sabiamente intuía que aquel asunto guardaba algo
pendiente. Don Jeremías pagó por adelantado la pensión y se metió a la pieza 08
un nueve de febrero a la tarde, mientras el sol, teñido de aloque y carmesí, se
derretía en la brumosa ribera del río, allá, donde muere Asunción y empieza el
agua.
¿Qué sabemos de todo esto? No mucho. Dicen que un barco llamado el
North King atracó en Buenos Aires en 1949. Entre sus pasajeros guraba un tal
Helmut Gregor. En la más parca de las soledades, quizá algo atribulado, pero de
seguro con cierto alivio en las entrañas, ya que habría dado por hecho que la
cacería de los criminales de la SS no le daría alcance en estas tierras sureñas tan
lejanas y desconocidas, Josef Mengele arribó a la Argentina.
Poco después, una vez acomodado en la doliente calma de algún barrio
porteño (acaso Olivos o Vicente López), Mengele se inscribiría en la guía
telefónica de Buenos Aires con su nombre verdadero, e iniciaría un periodo
mayormente desprovisto de quebrantos. Cuentan que en ese tiempo volvió a
casarse, y que su parentela, en especial sus ascendientes, empezaron a enviarle
dinero desde su tierra natal. En los cincuenta, el alemán pasó por una
prosperidad económica que nunca hubiese imaginado después de la caída del
Tercer Reich. Llegó a ser socio de una rma farmacéutica y propietario de una
fábrica de juguetes. Todo parecía perfecto, hasta que le informaron
subrepticiamente que el gobierno argentino había recibido un pedido o cial de
extradición (orden de detención decretada en 1959 por el Juzgado de Primera
Instancia Nº 22 de Freiburg im Breisgau, a decir de un artículo que leímos hace
poco). Ese día huyó de Buenos Aires. Al parecer, uno de sus informantes, Hans-
Ulrich Rudel, o ció de nexo con el gobierno del Paraguay, convirtiéndose en el
artí ce de su furtivo traslado a Asunción.
De lo que escuchamos, se puede deducir que Mengele jamás superó aquel
primer susto. Entendió que, de ahí en más, sus perseguidores no se detendrían
nunca: lo rastrearían tenaz e incansablemente. Quizá por ese motivo, su
permanencia en el Paraguay estuvo marcada por el ritmo de una vida sencilla y
casi frugal. Cuentan que pasó un tiempo en la calidez de una familia germana,
radicada hacía años en el Paraguay. Pronto, optó por vivir solo. Cuando los
medios de prensa del mundo informaron que los Nokmin judíos habían
secuestrado a Adolf Eichmann, en plena calle Garibaldi de Buenos Aires,
trasladándolo clandestinamente a Israel para ser juzgado, los temores del doctor
se habrían vuelto insoportables, ya que ese día, sin aviso previo, correctamente
trajeado, pagó su cuenta pendiente con Antonio Yugovich, agradeció
cordialmente su amabilidad y, tomando un taxi, desapareció para siempre.
Al tercer día de su encierro total en la pieza 08, Jeremías Goldman se dejó ver
mientras daba una caminata por el interior del inquilinato. Pálido, casi
fantasmal, rogó a doña Amalia, la cocinera del lugar, que le preparase un cocido
con leche para el desayuno. Cuatro de sus cinco hijos, y dos de sus tantos nietos
—todos sorprendidos con la decisión del hombre, todos desesperados e
impotentes— se pasaron aquellas tres jornadas del otro lado de la puerta verde
que tenía pintado en blanco un 08 en el extremo superior. Le rogaron a don
Jeremías, por turno o a coro, que volviera a su casa, que sus actos no tenían
sentido, que estaba cometiendo una locura. Aquella mañana, vestido con una
camisilla blanca, un pantaloncito caqui y una sandalia de cuero, Goldman se
paró ante ellos en el patio de atrás, a la frágil sombra de un limonero, y les dijo en
tono sosegado que había tomado una decisión, y que esperaba ser respetado. Los
familiares juran que jamás explicó los fundamentos de tal resolución, pero que
su semblante demostraba tanta fuerza, tanta convicción, que no pudieron más
que aceptar el ruego.
Desde ese momento, y sobre todo en el primer mes, gente de lo más diversa
fue llegando a la casona a visitar a don Jeremías: parientes, amigos,
personalidades, gente sencilla, mujeres jóvenes y ancianas, religiosos barbudos
con gorros y rulos ensortijados, unos cuantos periodistas. Nadie pudo quitarle
una palabra. Con suerte, se sentaban ante el silencio de Goldman que,
ignorándoles, comiendo una guayaba o pelando un mango, se pasaba mirando
hacia cualquier parte, como escudriñando el universo en el que ahora habitaba.
Don Antonio narra que después de aquel periodo lleno de tensiones, la
situación fue apaciguándose y tomando un curso calmo y descolorido. Las visitas
se hicieron cada vez más espaciadas e infrecuentes. En realidad, con los meses, el
único que no faltó un solo día al inquilinato fue Jacobo Goldman, hijo menor de
don Jeremías. Mozo de buen corazón, según palabras de don Antonio, pero de
cerebro medio extraviado, Jacobo no pasaba de los treinta y, según sabemos, a
diferencia de sus hermanos, jamás siguió carrera alguna ni se inmiscuyó en el
laboratorio ni en el imperio comercial formado por Jeremías Goldman. Mientras
Yugovich se acomodaba en la vereda del inquilinato, todas las tardecitas,
celebrando uno de aquellos ritos inquebrantables de Las Mercedes, Jacobo se
sentaba a su costado, en la murallita blanca, fumando algo de aroma extraño y
dulzón, metiéndose en monólogos interminables acerca de su manera de ver la
vida, de sus pensamientos, de sus innumerables tropiezos y, sobre todo,
contando la historia del padre.
Así nos enteramos que, en 1943, Jeremías Goldman fue llevado, junto con
otras miles de personas, a Auschwitz-Birkenau. Allí, luego de pasar terribles
jornadas de sed, hambre, calor y frío en el vagón de carga que los transportó al
campo, una mañana de mayo, bien temprano, se bajó de un tren ruinoso.
Absolutamente perdido, asustado por la tormenta de gritos, órdenes, golpes y
ladridos que le cayó encima, trató de vislumbrar qué le podría deparar aquel
paisaje amplio y resplandeciente que se imponía a su débil mirada; claridad
apenas manchada por las verdes máculas de un enorme pastizal tragado por el
rmamento, apenas marcada por el tono terroso de las construcciones que, lenta
y soberbiamente, empezaban a adquirir forma ante sus ojos. Minutos después,
integrando la la masculina formada en una amplia rampa junto a las vías,
Jeremías Goldman vio de lejos, al nal de la hilera de gente, al o cial alemán que
iniciaba el sumario procedimiento de inspección a los recién llegados. El hombre
indicaba maquinalmente con un bastón quiénes debían ir a la izquierda y
quiénes a la derecha. Al pararse frente al facultativo, el padre de Jacobo se
encontró ante un hombre elegante, de porte distinguido, de gestos educados, casi
aristocráticos, de semblante sereno y afable. Para su extrañeza, no era el típico
germano rubio de ojos celestes, sino más bien un hombre trigueño, de pelo
castaño oscuro y enigmáticos ojos de miel. Todo era armónico en aquel o cial,
incluso la notoria separación existente entre sus incisivos. Luego de revisarlo de
pies a cabeza, el alemán pronunció en su lengua la palabra «izquierda».
Después, según Jacobo, le miró a los ojos y sonrió levemente. Hacia allí fue
Jeremías Goldman, junto con los demás hombres y mujeres que se encontraban
aptos para los trabajos forzosos. Los que fueron enviados a la derecha —niños,
ancianos, enfermos, discapacitados y mujeres embarazadas—, integraron el
primer contingente mandado a las cámaras de gas.
Tiempo después, Jeremías Goldman, en la inconmensurable desolación del
campo, tomaría razón de que el Ángel de la Muerte le había dado la vida.
Experimentos humanos, torturas, sufrimiento, muerte, don Antonio
Yugovich nunca terminó de horrorizarse ante las atrocidades cometidas por un
inquilino suyo. No podía creer que aquel señor extranjero, tan correcto, tan
educado, hubiera sido el autor de las monstruosidades narradas por Jacobo.
Cuando corrió la noticia de que el Ángel de la Muerte estuvo en el Paraguay
antes de huir al Brasil, los vecinos empezaron a tener sospechas.
Los rumores se propagaron rápidamente. Algunos se apersonaron ante don
Yugovich consultando inquisitivamente sobre el tema. Don Antonio a rmó
desde el principio una postura de lo más simple y concreta, le alquilé la pieza
porque no sabía quién carajo era. Además, de esto como.
Jacobo Goldman repetía una y otra vez, como una especie de fórmula
incompleta, que su padre llegó a Auschwitz-Birkenau el mismo mes en que se
asignó a Mengele a dicho campo, y que increíblemente sobrevivió a los veintiún
meses que el galeno nazi permaneció allí. En todo ese tiempo, don Jeremías
habrá visto y sufrido la despiadada muerte de su gente. En todo ese tiempo, se
habrá enterado del in erno. Esos eran los pensamientos de Jacobo, mientras
fumaba uno de sus enrollados y miraba las ensangrentadas nubes de la tardecita.
¿Somos capaces de enfrentar el in erno?, preguntaba a nadie, ensimismado y
ausente. ¿Podemos escapar del in erno?
Una mañana de octubre, doña Amalia, sosteniendo una taza de cocido
humeante, golpeó la puerta 08. Nadie respondió. El día después del funeral de
Jeremías Goldman, Jacobo visitó a don Antonio para agradecerle el buen trato
que había recibido su padre en el inquilinato. Acongojado, Yugovich respondió
el gesto con un afectuoso abrazo, dando una vez más los pésames y deseando a
Jacobo toda la suerte del mundo. Como era debido, don Antonio le entregó
todas las pertenencias que Jeremías Goldman no pudo sino abandonar en la
habitación donde encontró la muerte: dos cajas de cartón con ropas, y un sobre
que contenía el recibo de pago por adelantado de los veintiún meses de alquiler
de la pieza 08.
Carolina Bello

(Montevideo, 1983)
Es escritora, periodista y técnica en comunicación social, con un postgrado en
crítica de arte. Cursó la Licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades y
Ciencias de la Educación (Universidad de la República). Mantuvo durante tres
años (2005-2008) el blog Escrito en la ventanilla; de los relatos allí publicados
surgiría su primer libro de cuentos homónimo. Como periodista ha colaborado en
distintas publicaciones, como Deltoya, Cine Bizarro, Zona Freak, 33 Cines, Ya te
conté y El Boulevard. Colaboró en el periódico La Diaria y en la revista de
periodismo narrativo Quiroga. Escribe en su blog Por la noche callada. En 2016
ganó el premio Gutenberg, entregado por la Unión Europea y Fin de Siglo, por su
novela Urquiza.
Como la peste
Los especialistas incluso evaluaron que podía deberse a las explosiones nucleares
en el Polo Norte. Sumergieron los tubos de ensayo y analizaron. No había rastro
de radiactividad. La causa, modesta como el germen de todas las tragedias, fue
que empezó a llover en la llanura, y las tormentas, las lloviznas y los amaines
esperanzadores no pararon hasta treinta días después.
La construcción de la por entonces única represa hidroeléctrica del país
comenzó en 1937, con la participación de ingenieros alemanes. Gabriel Terra,
henchido en su poderío de facto y encaprichado con el proyecto en Paso de los
Toros, recibió con entusiasmo el telegrama de felicitación de Adolf Hitler por el
inicio de las obras: «Berlín, 17 de mayo de 1937. Excelentísimo señor presidente
de la República Oriental del Uruguay, Doctor don Gabriel Terra. Al buen éxito
de la obra monumental del Río Negro, comenzada por iniciativa de su gobierno,
expreso a su Excelencia mis más sinceras felicitaciones. Adolfo Hitler, Canciller
del Tercer Reich». La respuesta no tardó en llegar a Berlín, en la que el
vehemente dictador uruguayo decía: «Montevideo, 17 de mayo de 1937. Al
Excelentísimo Sr. Adolfo Hitler. Führer Und Reichskanzler. Berlín. Agradezco a
V.E. su cordial felicitación con motivo de la iniciación de las obras hidroeléctricas
del Río Negro. Confío en el éxito de las mismas porque serán realizadas por
técnicos alemanes de gran reputación cientí ca y tradición honorable. Nunca
olvidará nuestro país todo cuanto ha hecho el gobierno de V.E. para facilitar la
realización del contrato. Y tengo la seguridad de que, a través de estas obras, cuyo
impulso inicial celebra hoy el pueblo uruguayo, nuestros dos países han de
sentirse cada día más vinculados en su rme amistad. Gabriel Terra, Presidente
de la República».
Ahora, en 1959, el caudal avanza, irreverente como lava sobre los diques de la
represa de los dictadores, y sumerge a toda la ciudad de Paso de los Toros que se
pierde, mitológica, bajo las aguas de un río al que llaman Negro.
Antes de que empezaran los cuarenta grados de ebre sostenidos y la lucidez
oscilara en el cuarto, Quique leía los diarios que le alcanzaba el tío Antonio,
siempre curioso, y repasaba los nombres de personas desplazadas y desaparecidas.
La inundación había erosionado familias y amigos porque, siguiendo la vieja
tradición marinera, los ferrocarriles y las empresas de ómnibus que se prestaban a
colaborar evacuaban primero a las mujeres y a los niños.
Quique estaba amarillo. Alejaba su mano y la traía hacia su cara con asombro
de hallazgo microscópico. Podía sentir un latido sostenido en algún lugar del
abdomen, que unos días después se convirtió en un dolor comparable a
estocadas en el hígado.
El cuarto se había convertido en un purgatorio de gérmenes al que nadie,
excepto su madre, quería entrar. El resplandor le molestaba, así que las partículas
de polvo caían, pesadas, por la línea de luz que se ltraba a través del postigo
entornado que daba hacia el jardín. Cada tanto, una sombra se interponía entre
el afuera y su cama, como los aviones cuando se proyectan sobre las fachadas de
los edi cios. Era Nola, su madre, barriendo el agua estancada en el cantero de las
alegrías. Aprovechaba para hacer la mayoría de los quehaceres de día, porque con
la inundación en el norte y el desborde de la represa se habían roto los
generadores y en Montevideo el tema de la luz era una rifa.
Todos los días había apagones programados y sorpresivos. En la cocina, al
lado de la General Electric, su padre, Francesco, había dispuesto tres heladeritas
de espuma plast que le servían de aguantadero a los hielos, a la leche, a la
manteca, al dulce de membrillo. Al amarillo de la piel se sumó el dolor, la ebre,
la pesadez en los músculos, el escozor en las articulaciones, la incertidumbre y el
miedo. Nola trajinaba desde la cocina hasta el cuarto de Quique, que era el
primero después de la puerta cancel y que compartía con sus dos hermanos
mayores que todavía dormían con él. Faltaban años para que el disgusto por el
robo de la casa le provocara la parálisis a Nola; sin embargo, su andar cansino,
aunque siempre voluntarioso, la encuadraban en la escena como una gura
espectral, encerrada en un cuerpo que se había vencido antes que ella.
Ahora, desde su cama y por momentos perdiendo pie en la realidad, Quique
observaba a su madre y pensaba que más allá de su cariño incondicional, de su
abnegación por la familia, su sumisión ante el viejo, poco sabía de ella. Quién era
en verdad, quién había sido. Ahora arrastraba los pies contra las baldosas, un
andar lento y pesado que dolía escuchar. Aun así, solo con detectar la áspera
fricción de la goma de sus zapatos contra el piso, el letargo se transformaba en
esperanza, un momento de amor desvalido y lucidez. Acarreaba el latón con agua
y hielo desde la cocina, en el fondo de la casa.
Tardaba al menos tres minutos en llegar hasta el cuarto porque, según le
comentaba al hijo mientras le aplicaba los paños en la frente, pesaba mucho y
además no quería volcar agua, «no sea cosa que papá venga adobado de la o cina
—así le decían con resignado humor al bar La Vía, de Larrañaga y Monte
Caseros, donde Francesco Manaquer pasaba las horas empeñando el sueldo— y
se resbale». Una y otra vez hundía en el recipiente una servilleta bordada por ella
con hilo dorado con las iniciales N y C. Aunque el nombre de su esposo era
Francesco, le decían «Cello», a la italiana, pronunciando con Ch el primer
fonema, igual que el instrumento musical. Nola había confeccionado más de
veinte servilletas, todas iguales, para recibir a las visitas después del civil, muchos
años antes de los nacimientos, de la grapa con limón en el mostrador de estaño,
de las esperas hasta la madrugada delineando con la yema de un dedo los
arabescos del mantel.
Primero apartaba el tacho con la bilis y lo dejaba en la puerta del cuarto.
Después se sentaba como una enfermera de guerra en el borde de la cama y
sumergía la servilleta retorciéndola en el latón con hielos. Quique podía ver el
vapor que emanaba cuando la colocaba en su frente, mientras sentía un contraste
de ardor, de frío, miedo y alivio. Según le comentó el doctor Vico cuando lo
llamó por teléfono desde lo de Hilda, estaba demorado porque había un cuadro
viral que lo tenía de acá para allá por toda la ciudad y la poliomielitis andaba
rondando. Ya se hablaba de epidemia. Además, se había muerto Augusto
Alvarado, y esa mañana había tenido que ir hasta Juan Ramón Gómez a
constatar el deceso.
—Una pena, señora Nola, que anduve por el barrio. Haberme llamado antes.
Sin embargo, el doctor dejó de excusarse cuando Nola enumeró todos los
síntomas de su hijo, que al parecer estaba «amarillo como las cosas viejas y
orinaba como Coca-Cola». Al otro lado de la línea, Nola pudo escuchar un
sonido gutural y la saliva del doctor atravesando su garganta.
—Usted quédese tranquila y tome precauciones. Sepárele vaso, plato y
cubiertos. Use guantes para los desechos de la chata y después me lava todo con
hipoclorito. Si es lo que creo, es muy contagiosa y en el hospital se han reportado
casos similares. Esta misma tarde, o de nochecita, yo me pego una vuelta por
Urquiza, quédese tranquila.
Nola cortó. A ella no le importaba contagiarse. Era una madre con instinto.
Lo que comenzó a preocuparla aún más eran Adalid y Lorenzo, que dormían en
el mismo cuarto. Había que tomar medidas. Antes de salir, saludó a Ivette y a
Hilda, que estaba haciéndose las manos en la cocina y le preguntó cómo iba todo
en el bazar. Hilda le dijo que estaba contenta, y aprovechó para echarle en cara a
la hermana, una vez más, que había podido superar los tres meses de trabajo y la
cosa daba para largo. Igual aclaró, para minimizar suspicacias vecinales, que no
ganaba demasiado, y menos ahora, con los recortes de horario por el tema de la
luz. Comentó que no solo las o cinas públicas habían reducido las jornadas por
el ahorro de energía, muchos comercios se habían sumado, y Dimitri, el dueño
del bazar, se quiso adherir a la colaboración colectiva antes de que le llegara la
intimación, así que andaba haciendo medio horario.
—¿Precisás algo, Nola? —preguntó Ivette, quien en seguida advirtió el gesto
de consternación de su vecina.
—Ando con Quique en cama, hace tres días. Pensamos que era un ataque al
hígado, pero recién hablé con el doctor Vico y me dejó nerviosa. No me dio
mucho detalle, pero me dijo que esta misma tarde pasaba, así que háganse a la
idea de cómo estará la cañada.
—¿Y Cello?, ¿dónde anda?
—No sé, trabajando, por la hora. Hoy lo llamaron temprano los Fontelli,
parece que se les había inundado el baño y tenían un lío bárbaro porque
rompieron la general. Más desesperados que los del río Negro estaban.
—La represa se desbordó, ¿viste? En cualquier momento nos tapa el agua a
todos y ahí te quiero ver. Che, y decime, ¿te enteraste lo de Augusto Alvarado?
—Me dijo el doctor sí, qué desgracia. No ganamo’ pa’ disgustos en el barrio.
Parece que fue el corazón, mientras escuchaba la radio en el living.
—Horrible —acotó Hilda, mientras se soplaba el esmalte recién aplicado en
la uña del dedo anular—, y dejó a la hija, tan chiquita. El velorio es en la casa,
pero yo no voy a ir, no tengo tanta con anza. Aunque seguro que Verón ya anda
en la vuelta con el maní. Va a ser toda la noche.
Apenas atravesó la puerta cancel, escuchó a Quique vomitando en el cuarto.
Al entrar, el olor era nauseabundo, como si la enfermedad, aún desconocida, se
esmerara por perder anonimato dejando sus estelas en sábanas, almohadas y
paredes. La piel del hijo, de un amarillo fuera de gama, comenzaba a expeler un
olor rancio que ni la esponja con agua y jabón que Nola le pasaba todas las
noches podía combatir.
—El doctor está en camino. Dice que no pudo venir antes porque anda
mucho virus en la vuelta. El agua trae mucha peste. Y ya va a hacer un mes que
está lloviendo sin parar. Nunca visto. ¡Pobre gente! Las palabras rebotaban en el
cuarto y volvían a Quique carentes de sentido. Se iba a morir, pensaba. Lo sabía.
Su piel camaleónica y decrépita mutaba día a día, y el amarillo se asemejaba al de
las hojas de garbanzo. Al cuarto día de ebre ya no podía mover las
articulaciones. Era un espantapájaros, acostado, inútil. Ver la silueta de su madre
atravesando la doble puerta y abriendo los postigos para que entrara luz era
comparable al estado de dicha que le provocaba el olor a maní de Verón,
mezclado con el jazmín de la puerta de la casa. La recurrencia de un ritual
personal que solía transportarlo de Urquiza a donde quisiera, porque en su
mundo secreto no había tres camas en el mismo cuarto, y tampoco paredes verde
agua.
—¡Pero, m’hijo! Quedate acá que te traigo un balde—. Nola abrió la puerta
desde afuera y pidió ayuda a Antonio, a los gritos, que estaba sucuchado en su
cuarto del fondo.
El andar de Nola, dispuesta y torpe, como una muñeca de cuerda oxidada.
Quique escuchó un ruido en el pasillo, se aceleró hacia la cocina. Por un
momento creyó que era parte de las alucinaciones a las que se había
acostumbrado, pero no. Lorenzo, su hermano mayor, estaba desahuciado en el
zaguán. Lo habían traído en andas desde el cantero de Centenario y ya había
vomitado más de siete veces. Tenía la remera empapada de sudor, de lluvia y de
bilis que se mezclaba con el pasto del picadito. Su piel estaba amarilla. El tío
Antonio, dispuesto por corazón y no tanto por voluntad, ni bien tomó
conciencia de la importancia de su participación en el asunto, no dudó en atarse
un pañuelo alrededor de la cabeza para cubrir su boca, como un bandolero al
viejo estilo. Así que sacó la cama de Adalid, el hermano del medio, que a partir de
ese momento comenzaría a dormir en el corredor, al lado del aparador, y dispuso
las camas de Quique y Lorenzo a modo de hospital, una al lado de la otra, con la
mesa de luz en el medio.
Con una cama menos, Quique lograba alejarse de la gotera que caía, en
monótono ritmo, como los segundos, a unos pocos centímetros de su almohada.
Lo único que no le gustaba es que quedaba de frente al banderín de Peñarol
colgado en la cabecera de Adalid. Pero con cerrar los ojos alcanzaba.
—En una evaluación primaria podría tratarse de ictericia —constató el
doctor Vico, luego de observar los síntomas visibles y de palpar el abdomen de
Quique mientras se retorcía debajo de la sábana, empapado de sudor y de miedo.
No tenía fuerzas ni para explicar las respuestas que quería darle a cada
pregunta del rutinario cuestionario médico. Nola, que ahora estaba sentada en la
cama del hijo mayor aplicando su modesta pero efectiva sanación casera, escurría
la servilleta de tela una y otra vez en el mismo latón en el que había desahogado
las primeras ebres. Lorenzo enunciaba incoherencias y lloraba, más que el
menor. Mientras el doctor auscultaba a Quique, además del miedo y el dolor,
sentía un orgullo secreto y amarrete por haber tenido más huevos que su
hermano, la oveja blanca, favorito en las especulaciones futuristas de las buenas
señoras del barrio, el que iba a la facultad para ser médico y nunca traía locas a lo
de los Manaquer.
El doctor pidió a la madre hablar a solas y preguntó si Francesco demoraría
mucho. Nola dejó caer la servilleta en el agua del latón, que se fue hundiendo
despacio, como el piano de un transatlántico en el fondo del mar. Quique giró la
cabeza despacio sobre la almohada empapada y miró a su hermano. Ahora de
espaldas a él, arrollado de dolor, balbuceaba que se iba a morir. Con la boca seca
y empastada, los labios se quebraron al moverlos y sangraron. El menor le dijo
que se quedara tranquilo, que se iban a curar y que el médico sabía lo que hacía.
—Es tu culpa —espetó el mayor.
Afuera, en el corredor, el doctor Vico, quien había extraído una muestra de
sangre, volvía a explicarle a Nola que era imperioso extremar la higiene y
desinfectar cada trasto que entrara en contacto con las mucosas, la orina y los
excrementos.
—En principio detecto ictericia, una sintomatología relacionada con la alta
producción de bilirrubina y alguna alteración hepática. Me llevo una muestra de
sangre para analizar. Sería importante que al otro hermano lo vea su médico de
cabecera. Aunque los síntomas son los mismos, usted comprenderá que no
puedo hacerme cargo.
Nola volvió a tocar la puerta de Ivette para hablar por teléfono con el doctor
Rivero, el de cabecera de Lorenzo, que atendía en otro hospital. Al igual que el
doctor Vico, Rivero ofreció su presencia tan pronto le fuera posible, esa misma
noche. Cuando el doctor Rivero tocó timbre en la casa de Urquiza, Cello ya
había llegado de trabajar y estaba en la cocina ayudando a Nola, que en ese
momento preparaba merengue casero, tal cual lo había prescripto Vico, porque
era bueno para reconstituir el hígado, que, según la especulación de entonces,
corría riesgo de pulverizarse como lana arrumbada en el ropero.
Esa noche habría corte de luz programado en La Blanqueada y en La
Comercial, así que Cello se encargaba de trasladar los alimentos a las heladeritas
de espuma plast, de recolectar las velas y candelabros y de prender el Primus en el
cuarto de adelante para quemar la humedad que comenzaba a ltrarse, sin
concesiones, por la pared de la ventana.
Ambos doctores se encontraron en la habitación de los enfermos. Vico, que
estaba desde temprano y ya había ido a dejar la muestra de sangre en el hospital,
puso a su colega al corriente de la sintomatología, explicando que, si bien no
correspondía porque no era su paciente, constató que podría tratarse del mismo
cuadro en los dos hermanos.
—Por la ictericia presente en ambos, me inclino por un cuadro hepático con
alta producción de bilirrubina. La muestra ya está en el laboratorio, pero los
resultados los tendremos a más tardar pasado mañana.
El doctor Rivero escuchaba a su colega mientras auscultaba a su paciente
quien tenía teñido de amarillo incluso el tejido ocular. Cuarenta de ebre
marcaba el termómetro. Rivero sacó un pañuelo con el que se tapó la boca. El
aire viciado en el cuarto era irrespirable. Si se abrían las ventanas, solo entraba la
lluvia.
Ambos doctores salieron de la habitación y comenzaron a intercambiar
ideas, sentados en un sillón de estraza recostado contra una pared por la que
caían, en cascada, todos los rostros sepias del árbol genealógico de los Manaquer.
Según Rivero, quien alumbraba el diálogo con su encendedor de mecha, estaban
ante uno de los primeros casos de la hepatitis en Uruguay. Una enfermedad
infecciosa que aún se encontraba en fase de investigación en el país.
—Yo lo que voy a hacer es llevar dos muestras de sangre al Instituto de
Higiene, porque por el carácter contagioso del cuadro es de su competencia.
Además, doctor, usted sabe que el instituto está dando grandes pasos en las
investigaciones bacteriológicas y virales y si estos son casos autóctonos, es
necesario documentar para prevenir. Mire si esto se nos va para el norte, con las
inundaciones más el frío que se viene. Remachamos la catástrofe con algo así y ya
bastante tenemos con la polio.
Los cultivos de Vico no arrojaron resultados concluyentes porque era
necesario seguir investigando. Sin embargo, el asombro de los dos médicos y su
dedicación casi obstinada con la evolución de los hermanos, hacía que los
enfermos se sintieran parte de la historia y un día se lo contarían a la gente del
futuro, siempre que vivieran para hacerlo. Vivieron. Cuando a Lorenzo le
amainó la ebre se disculpó por haberle echado a Quique la culpa de la
enfermedad.
El menor le dijo que ni se acordaba, porque, después de todo, se había
quedado con esa mezquina e ingenua satisfacción de haberlo visto «cagado hasta
las patas y llorando como un gurí chico». Así que con la endeble fuerza que
comenzaron a recobrar, tomaron conciencia de que les quedaban cuatro largos
meses por delante en aquella pieza tomada por la humedad y la peste. El tío
Antonio, que trabajaba en el Censa, cada tanto les abría la puerta del cuarto con
su pañuelo atado en la cabeza, a lo cowboy, destapaba las latas que traía del cine y
desenrollaba los negativos para que se hicieran a la idea de algún estreno reciente.
Cuando el tío se iba les dejaba los rollos, siempre advirtiendo que no se hicieran
los vivos porque había que devolverlos. Quique agarraba un extremo y Lorenzo
el otro, y los fotogramas formaban un puente entre las dos camas. Ben Hur pasó
por arriba de las palanganas para la bilis sin mayores inconvenientes.
El invierno avanzaba, mientras los hermanos perfeccionaban sus tácticas de
ajedrez escuchando en la radio los relatos devastadores de esa inundación sin
precedentes. Así recibían las noticias, como entregas por capítulos de una
historia descomunal que comenzó a ver otro principio, cuando paró de llover
luego de un mes entero. Al parecer, el líder de la revolución cubana había
visitado el país, y antes de su discurso en la Universidad quiso constatar la
catástrofe con sus propios ojos. Según los relatos en la amplitud modulada, había
rmado un cheque por veinte mil dólares en solidaridad con los damni cados.
Otro locutor destacaba que Estados Unidos había mandado helicópteros y un
barco. Quique decía que él los había escuchado y Lorenzo le retrucaba que eran
cosas de la ebre. Las vecinas que barrían la vereda también eran una fuente de
información inagotable, pero siempre se quedaban con la intriga acerca de la
veracidad de los hechos referidos. También hablaban de otros asuntos, entre los
que siempre guraba la Hilda, que, al parecer, se estaba encamando con el dueño
del bazar donde había empezado a trabajar.
Decidieron no comentarle nada al tío Antonio, porque el gil estaba
enamorado.
—Che, ¿será verdad que Hitler le escribió una carta al Terra para felicitarlo
por la represa? —preguntó el menor al hermano mayor.
—Nah, qué va a ser. Es un mito eso. Yo en el liceo nunca lo vi.
—Pa’ mí tiene que estar en algún lado. Dicen que fue un telegrama. Yo
cuando me mejore lo voy a ir a buscar a la biblioteca. En algún libro tiene que
estar si es verdad.
Francesco iba poco a verlos al cuarto, pero según les contaban las escasas
visitas que entraban descon adas, pero entraban, colaboraba bastante con los
quehaceres de la enfermedad y no se estaba quedando tanto rato en «la o cina».
Eso los alivió, como la primera vez que constataron que el mercurio llegaba a
treinta y ocho y no a cuarenta.
El susto que Quique le pegó a su madre casi se convierte en una desgracia
familiar. Nola estaba con el delantal pegado al fogón de la cocina arrimando las
cáscaras de las zanahorias, mustias, como todas las cosechas de ese año, cuando el
hijo menor se le apareció por detrás. Al darse vuelta y verlo parado después de
cuatro meses como un espantapájaros remendado, se le cayó el cuchillo al piso y
se agarró la boca con las dos manos. El hijo, mitad adolescente, mitad hombre,
pudo ver cómo se le llenaban los ojos de lágrimas a aquella guerrera medieval
forjada en vidrio.
—Ay, m’hijo, ¿qué hacés acá?, estás muy débil todavía para andar
matrereando.
—Te vine a decir gracias, ma, y a robarte un merenguito.
Mario Castells

(Rosario, 1975)
Escritor, traductor y editor argentino, hijo de padres paraguayos. Forma parte del
Grupo de Estudios Sociales sobre Paraguay (GESP-IEALC-UBA).
Publicó Rafael Barrett, el humanismo libertario en el Paraguay de la era liberal,
[ensayo histórico] (en colaboración con Carlos Castells), Rosario: CEALC-UNR,
2010; el poemario Fiscal de Sangre, (heterónimo Juan Ignacio Cabrera), Colectivo
Editorial La Pulga Renga, Rosario, 2011; El mosto y la queresa, novela ganadora
del Premio Provincial de Nouvelle «Ciudad de Rosario», 2012; la crónica Trópico
de Villa Diego, Colección Naranja, Editorial Municipal de Rosario, 2014 y
Lenguajes, poesía en idiomas indígenas americanos (con Liliana Ancalao, Juan
Chico y Lecko Zamora), Festival de Poesía de Córdoba, 2015. La editorial Caballo
Negro editó en 2017 su última nouvelle, Aparatchikis. Y en 2018, la editorial
paraguaya Arandurã publicó su colección de relatos Bala pombero.
Ha publicado también artículos críticos en distintas revistas académicas de la
Argentina y el extranjero, en especial sobre la literatura paraguaya de expresión
guaraní y la literatura latinoamericana en general; ha realizado talleres sobre esta
literatura y ha organizado con Ever Román, Carla Benisz e Iván Silvero el primer
encuentro de literatura paraguaya actual en Argentina, en 2017. Ha coordinado
eventos dedicados a la poesía en lenguas originarias y a su traducción, como fue la
mesa «La voz y su huella» en el marco del último FIPR (Festival Internacional de
Poesía de Rosario). Codirigió el sello editorial independiente La Pulga Renga y
codirige en la actualidad el sello independiente Cachorro de luna.
Koróño
Ha mboriahu! Ñandejára
tukumbo rupa.
Teodoro S. Mongelós

La primera vez que Martín nos contó de su papá y Candé, la mudita, sentí algo
bastante parecido al asco. Fue durante el tereré que nos juntaba todas las siestas,
debajo del chivato de la casa de la abuela, al regreso de nuestro trabajo en el
rozado nuevo. El tereré era, por entonces, la instancia en la que deliberábamos
sobre nuestros problemas. Si había dudas del trabajo que estábamos realizando,
de la delidad de una novia, si estábamos presurosos por vender antes que
esperar mejor precio para el algodón, si queríamos trazar una venganza, todo lo
discutíamos ahí.
Martín no era un miembro del tereré jere porque era otra su situación
respecto de nosotros, pero a veces también se sumaba. Cuando él se arrimaba, sin
embargo, los temas variaban, eran otros. Ya no hablábamos de cosas importantes
sino de vyrésa. Por eso, cuando trajo esa historia al ruedo, un escándalo para él,
que recién se estaba acompañando, lo primero que dijimos es que algo olía mal
en ese acontecimiento. El tipo esbozó una historia un poco más detallada, pero
no por eso menos imbricada y fragmentaria. Decía que su mamá había pillado a
su papá, mi tío Juan, con la mudita Méndez y les había caído a ambos con un
garrote.
Al parecer era una relación que se venía dando desde hacía un tiempo.
Entonces entendí que el asco, el que parecía quemarme la garganta como un
trago de hiel, no se presentaba tan solo por el hecho inmoral de que el tío fuera
casi un anciano y la mudita tuviera acaso 16 años o menos, sino porque además
de retrasada, su prodigiosa falta de higiene la convertía a esta en prácticamente
un animalito.
Luego, por la tarde, supimos más detalles, cuando en la junta del boliche,
haciendo la previa del vóllibol y aún entre partido y partido, los vecinos fueron
agregando data a la felonía del tío… «Ay An, ay An, decía Candécha mientras
lopi Juan le mandaba tronkomáta sãre», se burlaban, kachiãi, los perros. «Pero
parece», dijo Icho Kola, «que Candé tiene su amado… le llama Koróño… Che
rembiayhu Koróño!, le dice». La muchachada estalló en un canallesco y
desaforado carcajeo y sapukái colectivo. Y entonces vimos, casi de inmediato, que
el pescuezo y el rostro de Martín trocaba del moreno aceitunado a distintas
tonalidades del rojo, como esos frutos hechos madurar a la fuerza en los
almacenes de acopio. Tuvimos que atajarlo rápidamente porque echando mano
al cinto, había sacado su puñalito con cruceta y quería atropellar a Nicolás para
cobrarle la infamia.
«Nde tavy, chamigo! ¿Cómo vas a hacer eso? ¡Ndovaléi, chera’a, péicha rejapo
nde rapichápe!», le dijimos el Chino y yo, reteniéndolo entre ambos, pero él no
quería saber nada, solo entrarle a puñaladas a esa pandilla de payasos que no
apagaban sus burlas. Los muchachos, antes que asustarse, más festejaban. Reían
a boca de jarro, sin parar. Soltaban cansinos y jocosos sapukái al terminar de
reírse.
Pero el relato de las andanzas de Martín (al que ya todos empezamos a llamar
a sus espaldas con el marcante «Koróño») y el tío Juan, tomó en las semanas
siguientes una magnitud mucho más apremiante que la que desemboza la talla,
cuando luego del control de la misión sanitaria de la pastoral social, que atendía
gratis cada mes en la parroquia, se con rmó que Candelaria tenía un embarazo
de 12 semanas. Yo mismo escuché el diagnóstico de la enfermera que la revisaba.
Esta chica está en estado de gravidez, dijo la mujer a los padres.
Ellos, tan pobres y algo menos retrasados que su hija, no entendieron lo que
la enfermera les estaba comunicando. Cuando les traduje, sentí de pronto una
vergüenza profunda y misteriosa.
«Omohyeguasu ku aña porquería!» dijo Leúcho, el padre de Candelaria,
escupiendo el naco y apretando los puños. ¿Por quién lo diría?
¡¿Tío Juan?!, ¡¿Martín Koróño?! ¿Quién era esa porquería diabólica que
había embarazado a su hija? La vergüenza me sobraba.
Mi primo Martín, con 24 años, era el hijo menor de Juan, pero el mayor de
los cachorros que aún vivíamos en la propiedad familiar. La totalidad de
nuestros primos mayores se habían marchado a la Argentina y a España. Ahora,
de los que quedaban en sus trescientas hectáreas sin sucesión habitadas por seis
familias, Martín, Chino, Rubito y yo, éramos los que pasábamos la mayoría de
edad. También estaba Lucio, pero él no contaba porque todavía no volvía del
cuartel. Lo que había por debajo de nosotros era una lechigada de paraguayitos
de entre 8 y 12 años, puros criaturales.
Martín, además de ser el mayor, era el más chusquito de la partida. Su
situación económica era notoriamente más ventajosa que la del resto de
nosotros. Él no trabajaba en la olería ni carpía para parientes y vecinos de sol a sol
por 10.000 la jornada. Su situación era solvente; tenía 20 novillitos que mantenía
en lotes de un par de carimbos. Vendía a cada tanto, lo que lo convertía en
favorito de los troperos que pasaban por la zona. La gente comentaba que la
ganancia la guardaba en el Banco Ganadero y que ese excedente lo destinaría para
comprarse un lote propio. Haciendo caso de los rumores y certezas, su moto, sus
pilchas, las chicas lo miraban con otros ojos, por supuesto, aje.
Por mi parte, yo era el único que vivía con mi abuela desde que mi madre en
la Argentina se había separado de mi papá y rearmado familia con un kurepi
correntino con el que había tenido otro par de hijos. De ella recibía cada tanto
una esquela con zalamerías y alguna plata sonsera. Si bien he nacido en Laureles,
como todos mis primos, viví desde los tres años en Buenos Aires y allí terminé mi
bachiller. Quizás por eso, y porque si bien hablaba perfectamente en guaraní,
cuando lo hacía en castellano, mi tonada no podía ser otra que la rioplatense, en
la vecindad me conocían como el kurépa o el kurepícho.
Instigados por las habladurías de mis propios parientes que no me querían
viviendo con la abuela, auxiliándola en el hogar y con sus bienes, las gentes tejían
razones oscuras para mi regreso al lote familiar. Se decía que había escapado a la
justicia argentina por causa de drogas, por un homicidio o por un robo, según el
aliento ccional del rumorista. Por tal razón, los perros me tentaban muy
duramente diciéndome que era cuatrero. Nadie sabía cómo me mantenía sin
trabajar la chacra ni criar animales. Ahora que hacía ambas cosas, igual seguían
calumniándome. Pero yo no hacía caso de las habladurías. Iba a la iglesia de
Cerrito todos los nes de semana y no solo para rezar, pues se reza en cualquier
parte, sino que también realizaba un curso de electricidad que ofrecía la Ande.
Una vez que recibí mi título y empecé a trabajar (en esos tiempos empezaba a
llegar la luz a todas las compañías de la región y con ella la demanda de
instalaciones hogareñas), los rumores tampoco aminoraron. El trabajo hizo que
dejara de necesitar la plata que mi madre me enviaba, la que pasé a entregarle por
entero a mi abuela.
El origen de la violencia está en la cicatriz del puru’ã, mi hijo, decía mi abuela,
tan culta, re riéndose a la gente pobre. A los Méndez les marcaba el sino el
nacimiento. Candelaria era la tercera hija en un orden de seis de un matrimonio
de lelos, Saturnina Cáceres y Eleuterio Méndez. Familia signada por la miseria y
el retraso mental de varios de sus miembros. Eran desventuradamente pobres y
maltratados. De ellos, quizás escapando a un cerco demasiado alto, solo el hijo
mayor, Avelino, tenía condiciones y sabía conversar. Hasta era prudente con el
dinero, decían, lo que le dio la posibilidad de mandarse mudar a la Argentina y
trabajar allá como pintor de silleta. Y prosperar, que era lo más importante,
llegando a hacerse de casa propia. Los demás vivían hacinados y bajo permiso,
como pobladores de una propiedad ajena, en un rancho de estaqueo, a la vera del
estero Piraguasú. Sus recursos se limitaban a la cría de aves de corral, un par de
chanchos y a ofrecer sus servicios domésticos en la zona a cambio de poco,
prácticamente nada, acaso un poco de cecina pirú, bastimentos, un par de liños
para sembrar maíz. Las hijas mayores habían muerto años atrás; de peritonitis,
una, y la otra de una disentería no tratada.
Así pues, el origen de la violencia contra esta gente estaba en la marca del
ombligo. Aunque si debemos señalar el caso de Candé, que más que muda era
retardada, condición que le limitaba el ejercicio del habla, la marca de origen
estaba en la concha. Todo empezó, según supe por el mismo Juan, debido al
reiterado robo de mandioca del que era damni cado. Él descon aba de unos
malevos del Potrerito, que eran duchos en abigeos y depredaciones, habilidosos
para el puñal y para todo aquello que no exigiera honestidad. Pero como les tenía
miedo, no montó guardia ni hizo pesquisas precisas. Al n y al cabo, que
desenterraran un par de raíces no era nada; distinto sería el tema si le comían sus
animales, decía. Ahí sí que iba a correr sangre, aunque fuera muy tauro el
malevo.
Pero luego Juan fue pillando, por varios indicios, que su plantación
mermaba por la recolección cotidiana y decidió escarmentarlos. Pronto cayó en
la cuenta, por ciertos rastros, que los zorritos no eran estos malevos del potrero,
sino que provenían del rancho de estaqueo que habitaban los Méndez. Tío culpó
al mismo Leúcho, puesto que no le había permitido sembrar en su propiedad.
Pero esa malicia saltó a la mudita, su hija, con el bullir de la testosterona.
Una tarde, cuando la siesta llegaba a su máximo esplendor dorado, Juan se
echó la camisa al lomo y salió a dar una vuelta, con la excusa de darse un
chapuzón en el paso. Salió encendido, preparado, con su pistola 22 que usaba
para disparar a las aves que se mandaban en picada sobre los sembradíos. Siguió
el viejo camino real del Piraguasú Costa, admirado de los frutales de su patio, de
su labor como agricultor, como horticultor. En verdad, tío Juan era un tipo
estacionado, de pocos quebrantos. Llevaba muy bien sus sesenta y tres años. No
tenía aún el cabello cano que lucían todos sus hermanos menores, gente
sacri cada, de mucho guerrear en la ciudad. Él se sentía un hombre potente, listo
para mucho más que para lo poco que le servía su pobre vieja. Se sentía como un
toro padre, como un cachorro recién salido del cuartel, mucho más vital que esos
muchachos patudos de Paso Kurusu que ni para jugar fútbol valían. Preparado
para tener su serviha jovencita, como el diputado Benjamín que tenía una
morena cuerona de veinte años. Mucho más que él, aunque este fuera más joven
y adinerado, porque tenía un estado físico óptimo y no era un gordo de pito
áccido.
Al llegar al pasito se dio un chapuzón y nadó un tramo. Me dije: vamos a
espiar un poco, contó luego pureando. Desde el paso se veía bien el palenque de
tacuara del rancho de los Méndez. Ni bien se fuera, se decía, ellos se van a ir a
arrancar raíces de su plantación de rama. Así pensaba cuando apareció la mudita
en la orilla, seguida de sus perros famélicos, trayendo en la cabeza un fuentón de
lata con una pila de ropa sucia. Candelaria se rebuscaba lavando ropa a doña
Oliva, la maestra. Juan salió del agua con su cilindro erecto, ostentoso, y le hizo
un piropo grosero a la chica que se dobló de la risa, sin asomo de rubor.
Mi tío se vistió serenamente, pero quedó obsesionado y la invitó a ir hacia el
montecito. La mudita solo reía sin hacer caso a la propuesta del viejo. Sin
respuesta, Juan se retiró. Pero, con la idea ja y la pija dura, quedó dando vueltas
entre los liños de maíz y rama de su chacra. Esperaba ansiosamente la aparición
de Candelaria, quería que entrara a robarle y forzarla allí nomás, entre los surcos.
La tarde se fue espesando cuando, desde un recodo de la picada que salía a la
casa de la abuela, su hijo Martín vino llegando a un montecito y se quedó
parado, a la espera, debajo de una mata de pakurí. Ahí se vino Candécha;
dejando su fuente de aluminio con la ropa lavada. Juan la vio aferrarse del tronco
de un árbol y de espaldas a Martín. El muchacho le subió la pollera y tirándole,
maneándola del pelo, le mandó picho a todo vapor.
«¡Meta guacha!», dijo Juan, envidioso de su hijo.
Todo eso pasó en un ratito. Sin problemas. Cuando Martín terminó, ni adiós
ni una caricia ni un beso de despedida dio.
«Ijarhel ko mitãrusu!», dijo Juan.
Ella se subió la fuente con ropa a la cabeza y se marchó.
Pero, «yo le voy a cagar bien», dijo Juan. Y al día siguiente se fue a buscar a
Candelaria antes de que ella se encontrara con su hijo. Se llegó otra vez al paso,
como el día anterior; reiteró su piropo a la mudita que se rio apenas, pero en vez
de pasar de largo, se le acercó justo en el momento en que ella se aprestaba a lavar
la ropa y le friccionó bien fuerte las tetas y le frotó la verga sobre la espalda.
Luego, haciéndola levantar, se aprovechó de su indefensión. Candé ya no rio
como el día anterior ni tampoco se quejó de nada. A Juan eso tampoco le
hubiera interesado mucho. Ella era la que robaba su mandioca. La tumbó sobre
la orilla y se mandó enteró en un envión. Fue breve y jugoso, comentó a sus
cuates en el bolicho. Y cuando despertó de esa borrachera de calentura sin juicio,
el viejo encontró que la chica lagrimeaba. Por culpa, o quizás como un gesto para
jar la rutina, le dio dos billetes de mil guaraníes y se largó.
La noticia del embarazo de Candelaria fue una chicana demoledora para la
reputación de Martín. Su mujer, aunque pobre, había sido demasiado engreída y
coqueta y ahora, con el desparramo del chisme, se plagueaba mucho y le hacía
problemas. Por su parte, la curia de Cerrito y la pastoral social tomaron el tema
en sus manos y asistieron a estos pobres indefensos de los Méndez. Yo, por
entonces, me sumé al voluntariado de la pastoral en la zona y me inicié en el
dictado de primeras letras, alfabetización para adultos. Así fue como estuve al
tanto de la trama legal del caso de Candelaria Méndez y ayudé también para que
se la asistiera a ella y su familia. En una de las primeras visitas del equipo de salud
comunitaria, la enfermera me con rmó que el estado de su embarazo no era
óptimo por varias razones. Contaba impactada que su cuerpo estaba lleno de
hematomas y escoriaciones. Yo ya me temía que Martín estuviera golpeándola.
También había empezado a sujetar a su mujer a fuerza de golpes. Esperancita
se le había ido de la casa, pero la puta vieja de su madre la había devuelto a su
marido. Ni bien la tuvo de regreso en el hogar, Martín intentó sellar un acuerdo
de nitivo. Esperanza no paraba de llorar y acusarlo de todos sus padecimientos.
Como ya venía jactándose entre los perros, Martín decidió que era el momento
de marcar a la yegua.
«Acaso se cree que va a hacerse la retobada conmigo. No es así, estimado», le
había dicho al Chino, en voz alta, para que escuchen todos en el bolichito.
«Tengo colgado en el sobrado mi toro rembo para cruzarle un par cuando se me
haga la sargenta».
Esto, como era de prever, sucedió pronto; y los hijos de mi tío Braulio,
vecinos inmediatos de Martín, contaron el sucedido. Dijeron que Martín se
acercó a su mujer como un loco, casi bramando, tóroicha. Ella, sin dejar de llorar,
viéndolo venir, se desconcertó y en vez de correr, se quedó parada. Pensaría que
era un acercamiento apaciguador. Nada de eso. Frente a ella no esgrimió palabras
ni gestos excusadores. Su estrategia no era persuadirla; para cumplir su objetivo
dejó el talero y tomó la verga. Como a la mudita en el monte, la tumbó de una
trompada, luego la dio vuelta y le maneó el cabello con la zurdeta, apoyándola de
pecho contra la mesita, bajo el ógaguy. Arreciaron los gritos de ella y los hijos de
Braulio se morti caron. Ante el reiterado no, la resistencia de la mujer se tornó
un forcejeo poco exitoso con talonazos que intentaron evitar la penetración.
Martín decía que cuanto más la insultaba más se calentaba; ella entonces echó
mano de una botellita de caña que había al alcance, pero no pudo maniobrar.
Martín le sacudió la muñeca y la botella voló, rompiéndose contra una pared del
comedor. El derrame de la caña, sin embargo, sobre la carpeta de un mantelito de
hule, más la caída de un lampión, produjeron un rápido incendio que frenó el
ímpetu de Koróño.
«Añarakópeguare!», gritó y ella aprovechó para rajar. Semanas después,
arrimada a un joven abogado, Esperanza le hizo a Martín una denuncia por
intento de violación. Hendy vera la kavaju resa.
El invierno cayó raudo e inclemente sobre los pobres diablos de la
comunidad. La suerte no solo apretó duro, los desahució del todo. Ni bien
nació, la criatura de Candé murió de frío. Su casa de estaqueo no era buen
refugio para el infortunio. Aunque nació, y de un parto natural sin
complicaciones, la niña no pudo aferrarse al calorcito de su madre y falleció a las
pocas horas. Pocos fuimos los vecinos que acompañamos el velorio de esa
inocente. Don Clemente, como buen cristiano, se presentó y veló al angelito en
silencio, acompañando el dolor de los deudos sin proferir ningún comentario.
Estuvieron también las catequistas, muy solicitas para rezar y sacar conclusiones
de los parecidos de la niña. Y por último yo, con mi estúpida culpa que no se me
iba. La escena era realmente desoladora. Habían puesto el cajoncito (quien sabe
cómo lo habían conseguido) sobre la mesa del comedor, en el claroscuro de una
sala cruzada por el ventarrón helado. El invierno retozaba furioso dando
chicotazos contra el estaqueo y las cortaderas, y yo, que había traído una
petaquita de caña para convidar, reculé en mi intención viendo que no era el
ambiente. En la punta de la mesa, a la cabeza, Saturnina rezaba bajito, auxiliada
por las catequistas y por los hijos de Méndez. Leúcho, poniendo su pierna como
barrera entre la explanada del patio y el comedor, refunfuñaba recostado contra
la puerta, a los pies del cadáver; entendía que el angelito no necesitaba que le
rezaran ni mucho menos que lo velaran ya que era un alma pura que iría
presurosa al cielo. Los hermanitos de un lado y otro de la mesa, seguían el rezo de
su madre. Y Candécha, inmutable, solo miraba a la niña, sin llorar, sin expresión
alguna. Como corolario de un responso hecho con silencios y pocas palabras,
había llamado postreramente Julia a la niña.
Sobrepasado por la situación, como un imbécil que se reconoce tal, salí de la
sala hacia el patio y tuve una conversación muy afectuosa con don Méndez.
Fuimos a orinar debajo de unos tártagos, a un costado del predio, y después nos
quedamos fumando y chupando caña, mano a mano. Me dio las gracias y antes
de que yo me guardara en el olvido la deferencia de haberle convidado un pucho,
me dijo: «No por el cigarrillo sino por todo, mi estimado Arturo». Siempre lo
recuerdo en ese momento.
Días después, una tormenta con ráfagas de viento huracanado hizo desastre
en la región. El hogar de los Méndez no fue damni cado, pero sí se cayeron los
cables de la luz que hacía pocos meses había conseguido e instalado, gracias al
apoyo de la pastoral. Leúcho fue a revisar y halló a su caballo muerto,
electrocutado por un cable. Contempló la sonrisa fúnebre del rosillo viejo
echado en la muerte y lo embargó la tristeza. Reposó su mano sobre un hilo del
alambrado y ahí quedó también él, pues unos metros adelante otros cables
caídos, no los de su casa, sino los de otra línea, electri caban ese hilo.
Mis vínculos con la ayuda social fueron creciendo como también mis
di cultades con mi entorno familiar. La relación se fue tornando cerril. La
cuestión era, según la línea que bajaban los caudillos colorados, que los curas y
los liberales, actuando en común, se aferraban de esos sucesos desgraciados para
atacar la moral de las familias coloradas. A veces ni siquiera lo hacíamos
mintiendo con la verdad, decían ellos, sino que recurríamos a calumnias. Martín
fue el más cerrado defensor de esa tesitura. Además de propalar mentiras sobre el
cura de Cerrito, al que acusaba de homosexual, decía que yo era su machete, que
me lo cogía por plata. Alguno habrá querido creer, pero la cuestión era difícil de
sostener, porque yo empezaba a festejar a la hermosa enfermera que atendía el
puesto de salud de Cerrito.
La abuela, por suerte, estaba de mi parte. Penaba en silencio por el proceder
de su hijo y el de su nieto, como así también del apoyo que habían encontrado
estos badulaques en mis otros tíos, preocupados por la reputación familiar.
Enfermos de hipocresía, hacían callos en el pecado. Sin embargo, como todos los
años, la familia se congregó en torno al cumpleaños de la abuela. Se mató una
oveja y yo fui el encargado de su preparación. Temprano fui a lo de Tolói, un
vecino, y le compré la ovejita. La sacri qué pronto, al volver. Hice el asado y tan
solo mi primo Rubito me ayudó con otras compras. Ya al atardecer empezaron a
asomar mis tíos con sus familias. No faltó ninguno. Nadie sobreactuó, solo me
evitaron. Pero difícil era esquivarle al asador y pronto todos estuvimos un poco
más relajados. Entonces, como mbói chini, de la nada, mi tío Juan sacó su
revólver y me lo apoyó en la frente, montando el gatillo.
Ahora vamos a ver qué tan macho sos, pendejo man oro, me dijo. Los
comensales se quedaron tiesos, se sorprendieron más que yo de la reacción del
viejo. Tía Ramona lo había dejado sin decir nada, supimos luego. Le había
reportado a su hija lo sucedido y ella le había mandado el dinero para que se
fuera a Asunción junto a ella.
—Anive, che ru… —musitó Koróño—. Ndovaléi ko arriero; ani rejedesgrasia
rei.
—Ha güeno, upéicha voi la cosa —dije—. Ejopy el gatillo, Juan Romero —lo
conminé, sin temor—, nde karia’ýramo.
—Sí, y empiece por mí… máteme a mí también —complementó la abuela—,
porque yo no quiero ver morir a mi nieto querido. Y menos a manos de un
badulaque que no sé cómo es que salió de mi panza.
Juan desistió, bajó el arma y se fue en silencio, arrastrando los pasos y la
borrachera. Yo seguí comiendo como si nada y mis tíos se quedaron en silencio
toda la noche. Nadie habló y sobró toda la bebida, no se tomó un trago más.
Desde entonces empecé a revertir mi suerte. Hasta ese instante pensaba que
tendría que partir de la casa de abuela empujado por la hostilidad de mis
parientes. Para Juan, por su parte, el cuadro se le fue endureciendo día tras día; se
refugió en el silencio y la bebida. Y ja nopu’ãvéima.
Pero existían demasiados cabos sueltos en el con icto. Yo sabía que esos
cabos iban a anudarse de forma inesperada. Tal fue el caso cuando lo encontré a
Lino, el mayor de los hermanos Méndez. Me resultó extraño que no hubiera
aparecido en el velorio de su padre. Y entonces lo vi en el Cerro, comprando una
buena carga de mercadería en el almacén de Juan de Dios y quise darle mis
condolencias. Me acerqué para efectivizar un pojopy y brindarle mi pésame, pero
el tipo me esquivó deliberadamente. Sin ofuscarme, pues sabía que algunos
rumores me culpaban del accidente que había terminado con la vida de su padre,
fui detrás de él y le di alcance a unos pocos metros. Lino estaba notoriamente
enojado, pero se sabía injusto. Empezó a increparme, pero se frenó.
—Antes que nada, mi pésame —le dije, tendiéndole la mano—. Yo quería
decirte que nada tuve que ver con la muerte de Eleuterio. El desprendimiento del
cable se dio después de una tormenta. Eso es todo, doy la cara. Dios es mi testigo.
Yo no hice nada mal ni soy responsable de la electrocución de tu padre.
—Yo sé —me dijo—. Yo sé todo.
—Me quedo tranquilo, entonces.
—Jamás me viste. Eso nomás te pido, Arturo.
—No entiendo.
—Nunca me viste, dijo Avelino. ¿Te queda claro?
—¿Por qué? ¿No vas a ir a ver a tu gente?
—No importa, nunca me viste y punto.
Paisaje de ensueño lacustre; la comunidad del Potrerito tiene como abrigo de
intemperie al estero. Su gente es del barro del Piraguasú. Tienen una alegría
hosca y un afecto rudo. Ya lo conocía yo por mi trabajo en alfabetización. Varios
de esos feroces cuchilleros habían aprendido primeras letras y algo de castellano
conmigo. Eran mis amigos últimos. No por eso, dejaba de temerles.
Lo cierto es que por intermediación mía se había restituido la sana
costumbre de hacerse desafíos deportivos. Pero lo que pensé sería un
despreocupado partidito so’o se constituyó en una gran confrontación con
premio. La disputa futbolística se efectuaría por una ternera mamona, lista para
faenar, y varios cajones de Pilsen.
Los muchachos de la compañía estaban seguros de poder ganar; mas había
un solo inconveniente para lograr el ansiado resultado. Se había hecho el pacto
de realizar un único partido, nada de ida y vuelta; y se había sorteado, jugando
una moneda al cara o cruz, la localía. El azar había bene ciado al potrero. Se
jugaría en su cancha, con lo cual había que ir preparado para estribarse duro en
caso de ganar. El árbitro, sin embargo, lo llevaba el «13 de Junio», nuestro
equipo.
Las prácticas durante la semana me dejaron afuera; por más que pusiera
ganas y tuviera mucho espíritu, mis condiciones para el fútbol eran poco mejores
que las de un rengo. Quedé con la promesa de ser el primer cambio, en caso que
lo hubiera. En lugar mío, meterían a un mitã’i pariente de 14 años que era un
tremendo, ligerísimo, win izquierdo y bajarían a Martín al mediocampo, ahí
donde yo me destacaba por mis patadas de mula y él por un buen control del
balón y distribución del juego.
Así pues, yo quedé un poco desmarcado de esta cuestión futbolística y pude
ir tratando la concreción política, pautada, sin problemas del partido. Amenicé
los encuentros con los muchachos del potrero haciendo bromas y apuestas
individuales. Debo decir que fui un gran diplomático, como se verá luego, ya que
el operativo «partido» salió redondo. Lo otro, que ya se contará, si bien no
escapó al relato de mis informantes, me sorprendió sobremanera. Pude haber
intervenido, es verdad, pero eso me hubiera generado contrarios gratuitos e
innecesarios. Decidí no hacerlo, no comprometer a mi informante. Y tampoco
quise, en verdad, disolver algo que por razones que creo convenientes no exponer
ahora, ejercería justicia de una manera y por una vía poco justas. Solo traté de
correr el ajuste de cuentas a otro momento, lejos del campo deportivo.
El domingo bien de mañanita, el equipo de fútbol «13 de Junio» de la
capilla de San Antonio, Laureles, con su comitiva, armó su caravana y se adentró
en el corazón del estero Piraguasú. Esquivando perros y chanchos bravíos por
picadas estrechas; sobreponiéndonos a estrepitosas caídas en los charcos y
resbalando en los averiados puentecitos de madera, la marcha se concretó
amistosa, jocosamente. Marcando nuestro paso con alboroto de risas, sapukái y
disparos de cohetes, llegamos a la canchita donde ya se equipaban los jugadores
rivales. Entre medio del agrupamiento potreritano, se elevaban como tacurúes
montones de puñales de todas las medidas.
Los perros entraron a mudarse la ropa informal por nuestro equipamiento
deportivo y a mostrar sus treinta, aunque más delicadamente y no en tal
cantidad que lo que había de puñales. Por lo visto, ambos contendores pensaban
en efectivizar una paz armada, tutelada por un buen arbitraje. Nada de penales ni
veleidades de referee estrella; todos sabían que habría un juego brusco y un juez
permisivo para la fricción sin que eso llegue a excesos.
El partido arrancó a la hora prevista, nueve y quince de la mañana. Se
jugarían dos tiempos de treinta minutos y de persistir el empate, se iría a penales.
El primer acierto del partido fue que el juez trajo ropa negra e impuso su
autoridad como principio. Amonestó a nuestro zaguero por un corte brusco.
Del tiro libre vino el centro con que los potreritanos convirtieron su primer y
único gol. Empero, lo que auguraba un partido peleado se disolvió con un par de
piques y desbordes del mitã’i, nuestro win izquierdo, y los certeros cabezazos de
nuestro centrodelantero, el Chelo guéi. El primer tiempo terminó en 3 a 1 a
favor del «13 de Junio».
El segundo tiempo, a pesar de un primer lapso de empuje potreritano,
nuestro equipo metió un contragolpe fulminante concretando la cuarta
conquista y ya después, los perdedores se dedicaron a pegar. El referee cobró solo
lo importante y manejó bien el descontento del equipo local. Si bien no hubo
tentadas ni tallas, los locales sacaron al mitã’i vevýi, nuestro crédito, en camilla
por reiteradas infracciones. Lo sacamos y entré yo a nivelar la violencia, el
resentimiento patadura. Ahí a ojaron las venganzas y hasta se fue su mejor
delantero herido de un uñazo mío en su canilla.
Ganamos. 4 a 1. Festejamos un tiempo conveniente y luego nos volvimos
con la comitiva para el valle. Los muchachos de la vecindad se portaron como
caballeros y nos entregaron los premios sin demora. Como hormigas nos
repartimos la carga, los cajones de cerveza, la ternera mamona. Si bien todos
sabíamos lo que pasaría en breve, parecíamos haberlo olvidado por la euforia del
triunfo, pues Martín había sido gran baluarte en él. Digo todos sabíamos y no es
porque estuviéramos complotados. Aunque, claro, varios de los jugadores,
amigos de Lino, estaban al tanto y yo sabía del tema por habérmelo contado una
prima de Lino Méndez que hospedaba en su casa a un par de muchachos traídos
por él desde Buenos Aires. Eran sus malevos, contó Wilfrida; habían vivido con
él en las obras, no eran sicarios, pero algo feo venían a concretar.
Digo también que varios estaban al tanto porque fueron evidentes las
maniobras de despiste; eran, creo, los que generaban más algazara: Icho Kola,
Beto Teju, Kamba Lego, Tali, toda esa pandilla. Justo tras el cruce de un pasito
estrecho de varios metros, la comitiva fue cruzando en hilera india quedando
para lo último Martín Koróño, Chelo guéi y un par de mitã’i kachiãi que decían
zafadurías, chistes verdes. Fue allí que precipitadamente salieron de los
matorrales los tipos. Eran dos tolongos enormes escoltados por Lino y su primo,
un muchacho potreritano que no había jugado el partido. Blandiendo sus armas,
un trabuco de doble caño recortado, uno, y una pistola automática el otro, un
machete loso el potreritano y un 38 Méndez, tomaron a Koróño que había
quedado inmovilizado de miedo. Chelo que había quedado al lado y venía
bromeando con Martín y los muchachitos zafados, se hizo a un lado
rápidamente.
—Ani chejukátei, Lino… Yo no le hice nada a tu hermana; la gente habla de
balde, clamó.
Lino, mudo y sin expresión, se comunicaba con sus sicarios con la mirada.
Los malevos hicieron arrodillar a Koróño que empezó a llorar sin consuelo. Le
conminaron a que agachara la cabeza. El primo de Lino le apoyó el machete
curvo en la nuca y Lino se acercó a cumplir su venganza. Koróño ya no sabía
cómo llorar.
—Yo no hice nada, decía. La gente miente, Lino… ¡No me mates, Lino!
Entonces Lino habló por primera vez; le dijo que le perdonaba la vida; que él
no era un asesino. Martín agradeció sin dejar de llorar.
Pero entonces, cambiando la herramienta y el protagonista, que ya no sería
él, le dijo:
—Pero igual vas a pagar, Koróño. Sino no te vas a componer, cretino. No
hay aprendizaje simple para gente de mierda como vos. La ley con sangre entra.
Ahí nomás, su primo, que desde hacía un rato venía endureciendo la verga,
se desequipó para empezar otro partido. Los malevos lo sujetaron con fuerza;
Lino apoyó otra vez el lo de su machete sobre la nuca de Martín y el chavurro
potreritano, bajándole rápidamente el short de fútbol frente a todos, le rompió el
culo sin ponderar.
Martín Bentancor

(Los Cerrillos, 27 de junio de 1979)


Es escritor y periodista. Es autor de los libros de cuentos Procesión (Sudestada,
2009) y El aire de Sodoma (La Propia Cartonera, 2012); las nouvelles El
despenador (La Propia Cartonera, 2010) y Montevideo (Premio Espacio Mixtura,
Trópico Sur, 2012) y las novelas La redacción (Sudestada, 2010), Muerte y vida
del sargento poeta (Premio «Narradores de la Banda Oriental», 2013), El inglés
(Premio Anual del MEC, Estuario 2015), La materia chirle del mundo (Llanto de
Mudo Ediciones, 2015) y La lluvia sobre el muladar (Estuario, 2017). Colabora
frecuentemente con artículos y crónicas en diversos medios (La Diaria, Brecha,
Lento, etc.) y es editor del periódico Hoy Canelones.
Los colores primarios
To Lady Midnight

Ahora ya no se encuentran margaritas rojas a las orillas de los caminos, ni en los


terraplenes tallados en el campo macizo, ni entre los montes de eucaliptus que
mojonan la comarca. Los pesticidas que se mueven lánguidos en el aire o el
propio gusto de las abejas, vaya a saberse, las hicieron desaparecer, como si nunca
hubiesen existido, como si antaño no fueran ellas, magnánimas de rojez, como
borbotones de sangre brotando de los terrenos almizclados, las que cubrían, en
primavera, la tierra de esta zona.
Entonces salíamos en manada por los senderos a buscarlas, y armábamos
pequeños manojos atados con algún yuyo, para entregárselos a nuestras madres y
abuelas, o para depositar al pie de alguna cruz en el camposanto. Y era tan linda
la luz de la tarde anaranjada, cayendo de plano sobre los bosquecillos de
margaritas; tan colmado el aire de fragancias dulces, libadas con fruición de la
nervadura misma de la oresta, como si el mundo se acabara de crear y tierra,
pasto, margaritas, montes y pájaros estuvieran empezando a crecer para nosotros,
como dicen que comenzó todo alguna vez.
Fue en una de esas tardes eternas de octubre tardío, más cerca del ocaso que
de la siesta, cuando la vimos por primera vez, caminando ella también por uno
de los senderos, con la mirada puesta sobre lo que a nosotros mismos nos
interesaba, pero sin apoderarse de nada, ni de ores ni de huevos de tero, ni de
macachines ni de claveles del aire. Parecía estar y no estar, como si las cosas
circundantes fueran apenas un decorado. Nos molestó, es justo decirlo, tanta
abstracción, al punto de que no nos devolvió el saludo la primera vez que
levantamos la mano y, cuando al nal lo hizo, habiéndole dedicado nosotros un
gesto mucho menos sincero, comentándonos por lo bajo las razones de aquel
distanciamiento, de aquella falta de civismo, su actitud seguía siendo la de lisa y
llana indiferencia.
La seguimos a corta distancia para ver qué hacía y a dónde iba, extrañados
más que molestos por la soltura de la recién llegada, intentando ver con sus ojos
la magnanimidad de nuestro universo. Si descubrió nuestra vigilia, si escuchó
nuestros pasos, no mostró signos de sentirse perseguida ni observada; al
contrario, la lentitud exasperante de cada movimiento y la abstracción completa
de su andar, parecían destinados a minimizar nuestra marcha, a evaporarnos.
Debe quedar claro ahora, porque una cosa es una cosa y otra muy diferente
es la otra, que nuestra vigilancia, que aquel marcamiento por los senderos, solo
tenía como objetivo la observación, por eso, raudos y justos, porque así nos
educaron nuestros mayores, vertiendo en nuestras consciencias la rectitud que
determina el bien y la luz impoluta de una moral clara, ahogamos con duras
reprimendas los gritos y chistidos que escaparon de algunas de nuestras bocas,
destinados a llamar la atención de la ensimismada, para obligarla a jarse en los
que seguían sus pasos.
Y cuando el camino aquel se fue des brando para convertirse en una senda
apenas marcada en la tierra, trillo de rutina de algún vecino o de los zafrales que
trabajaban en las estancias cercanas al río, la mujer apuró el paso. Y nosotros
también. Nos descubrimos, de pronto, ignorantes del rumbo que habíamos
tomado. Nosotros, que nos jactábamos de conocer cada rincón de aquellos
parajes, recorriéndolos en ocasiones en bicicleta, pero casi siempre de a pie, nos
enrostramos tamaña ignorancia. Sabíamos, sí, que por allí se iba a lo de Radesca
y que un poco más allá, a siete u ocho kilómetros, estaba la Curva de Brando,
pero por qué nunca nos habíamos aventurado por aquel sendero, no nos lo
podíamos explicar. Había sido necesaria la aparición de la extraña para que
encontráramos el camino, por lo que la mujer que ahora había apurado el paso,
no solo rea rmaba su particularidad, sino que parecía habernos venido a
enrostrar nuestra propia condición de extranjeros en nuestra tierra. No nos lo
dijimos entre nosotros, pero cada uno, en su fuero íntimo como se dice, abonó
un poco más el rechazo hacia la intrusa.
Y de pronto se detuvo. Delante de ella, un inmenso tajamar cortaba el campo
como una llaga celeste y gris en medio de la llanura. La bosta de vaca circundante
demostraba que era punto de encuentro del ganado que pululaba en los
potreros, saciador de la sed del terneraje desperdigado y también, de seguro, de
cuanta alimaña se movía por entre tapias y chircales. La mujer no pareció
prestarle atención al tajamar, por lo que vimos, sino que concentró su atención
en algo mucho más llamativo, que también cautivó nuestras miradas. A unos
diez metros del agua, en una pequeña hondonada formada por el desgaste
propio de la tierra, a la sombra de unos talitas cimarrones y copetudos, crecía
una legión de margaritas rojas y violetas. La mixtura de los colores parecía la obra
de un creador superior; no era posible que Natura por si sola hubiese sido capaz
de distribuir, con tal cadencia pictórica, los dos tonos en tan cuidada
conjunción, porque el lila de las margaritas comunes, digamos, esas que crecen
por todos lados en primavera, estaba eclipsado por el rojo de las otras,
conformando ramos simétricos a una distancia común. Algunos de nosotros se
apresuraron a acercarse, pero otros los detuvimos porque la acción,
necesariamente, nos haría ubicarnos junto a la mujer, envolviéndola en su
silencio como en una crisálida. Desde nuestra posición, cautivados, la vimos
inclinarse junto al crecimiento de esplendor y aspirar, con detenimiento, con
verdadero placer, el aroma mixto y claro de las margaritas.
Esa tardecita volvimos a nuestras casas re exionando sobre aquellos hechos,
sin saber que, a la noche, en sus dormitorios, a punto de conciliar el sueño,
algunos, o después de enhebrar toscos rudimentos amatorios, otros, nuestros
padres conversarían entre sí, en voz baja y con idéntico desdén, sobre la extraña
mujer que el rematador Luis Alberto Palumbo se había traído de Montevideo y
con la que pensaba casarse en breve. Mientras algunas de nuestras madres
cuestionaban la inmoralidad de aquella capitalina por instalarse a vivir en el
pueblo con un hombre al que aún no se había entregado en matrimonio,
algunos de nuestros padres, entrecerrando los ojos ante la inminencia del sueño,
no dejaban de envidiar, otra vez, la condición superior de Palumbo, que había
comenzado a hacer plata como consignatario de ganado para sumar luego a sus
arcas los morlacos que le dejaba la representación en la zona de la Ford Motor
Company (división tractores), estableciéndose al n como próspero rematador, a
cuya O cina de Negocios Rurales llegaban, un día sí y otro también, estancieros
de diversos puntos del país, empresarios forrajeros que querían modernizarse y
otros rematadores jóvenes en procura de consejo.
La caminata hacia el bosquecillo de margaritas junto al tajamar se convirtió
en una constante en los días que siguieron a aquella primera vez. Lo que se dice
una rutina. Con aquella indiferencia insultante, luciendo siempre unos vestidos
de tonos claros, la mujer emprendía el recorrido por el sendero vecinal hacia el
remoto tajamar para llenarse del color y el aroma de las ores silvestres. Alguna
vez, cuando al volver sobre sus pasos cruzó a nuestro lado, nos dedicó una sonrisa
afable pero lejana, sin emitir vocablo alguno; solo los dientes blancos brotando
apenas entre sus nos labios y nada más. Decidimos, entonces, que aquello no
podía quedar así.
Y una tarde, la de un jueves pongamos, adelantamos el paseo. El camino se
volvió más difícil de transitar y todos, felices pero sufrientes, avanzamos en
formación decidida, arrastrando el peso interior que nos hacía escapar algún
gemido de dolor cuando el trillo se volvía empinado o debíamos cruzar las hebras
de un alambrado. Reprimimos la intención de librarnos de la carga, contenida
desde la noche, con ese sentido del compromiso que adquieren las cuadrillas que
trabajan en las rutas o en los cuarteles, sabedores que la suma del esfuerzo
personal redunda, necesariamente, en el triunfo colectivo. Y, así, venciendo los
calambres y las fugaces contracciones, avanzamos por el sendero hacia el tajamar.
Dos por tres, alguno se volvía sobre sus espaldas para comprobar que la intrusa
no había adelantado su paseo justo aquel día. Una vez llegados junto al
bosquecillo de ores silvestres, lo rodeamos en círculo y observamos por última
vez su esplendor cuasi incandescente al lo de la media tarde. Luego, como una
acción militar coordinada con precisión, abrimos nuestras braguetas y
procedimos a orinar largamente sobre las margaritas.
Cintia
Cañete de Estay

(Córdoba, 1979)
De padres paraguayos, reside en Asunción desde el año 1986. Es arquitecta,
egresada de la Universidad Católica de Asunción, institución en la cual se ha
desempeñado también como docente.
Narradora y dramaturga, tiene obras premiadas en numerosos concursos
literarios. Fue seleccionada para la edición N.º 85, titulada Treinta y tantos, de
Luvina, revista literaria de la Universidad de Guadalajara, como una de las voces
destacadas entre los escritores latinoamericanos menores de 40 años.
Su cuento «Detrás de los párpados» ha sido incluido en el módulo de Lengua y
Literatura Castellana, dentro de la Campaña de Apoyo a la Gestión Pedagógica a
docentes en servicio del Ministerio de Educación. «El catafalco» y «Detrás de los
párpados» fueron adaptados como guiones teatrales y seleccionados para
presentarse en dos ediciones del proyecto «Teatro Mbyky». «Soliloquio» es un
trabajo suyo aparecido en la antología Ellas hablan de Escritoras Paraguayas
Asociadas, nucleación de la cual forma parte.
Es colaboradora de prestigiosas editoriales paraguayas en el área de corrección de
texto, desempeñando ese rol también en la publicación de la revista de la Sociedad
de Escritores del Paraguay, de la que es miembro desde el año 2013.
Su obra Ingrávidos, cuentos para flotar fue editada en julio de 2016 bajo el sello
Servilibro, con el patrocinio de la Sociedad de Escritores del Paraguay. En el día de
su lanzamiento en formato digital, este texto se posicionó en el segundo lugar de
los libros más descargados en la sección Fantasía en español de la Kindle Store.
Sin alas
Pidió un té de menta y fue a su mesa de siempre, la que estaba junto a la ventana
de la calle y daba a la plaza. Separó la silla y se sentó.
Su espalda se hizo sentir y acomodó los omóplatos entre los barrotes del
respaldo. Fue un gesto inconsciente. Lo hacía desde siempre cuando tenía que
apoyar su humanidad en algún lugar.
Era un día de sol radiante y mucho viento. Desde donde estaba, veía los
naranjos de la plaza orecer y un niño remontaba un barrilete de larga cola.
Cuando le trajeron el té, le pusieron en la mesa sobrecitos con azúcar y
edulcorante, además de un pote de miel. Era el único lugar de la ciudad en donde
ofrecían miel. Tomó el pote con el líquido ámbar, vertió una porción en la taza y
giró la cuchara oyendo resonar el metal y la porcelana, luego la apoyó en el borde
del plato y tomó la taza en sus manos.
Al primer sorbo de té reaparecieron los recuerdos luminosos de su infancia.
Esa misma plaza de naranjos y el abuelo Silvio riendo desde el banco donde
tomaba el mate que le preparaba Tomasa todas las tardes para que salgan a
pasear.
—¡Manuel! —gritaba entre risas—. No corras tanto que vas a salir volando.
Sentía que los pies se le despegarían del suelo y comenzaría a volar, entonces
frenaba; el susto de perderse en el espacio era mayor que la emoción de ir con el
viento.
Jadeando feliz, se sentaba junto al abuelo. Al apoyarse contra el banco, para
tomar el jugo de pomelos de su cantimplora, amoldaba su espalda a la madera.
Desde esa edad recordaba la molestia. La sensación de una ausencia que persistía
en el tiempo.
Los abuelos fueron los únicos que supieron el porqué.
La abuela Teodora, con la sabiduría de sus años, preparaba para él un tónico
de espliego que cultivaba en su jardín. Allí estaba la Caja Azul, como le llamaba a
su taller, entre las macetas con geranios y los tiestos de pacholí.
La había construido el abuelo Silvio, para su Teodora, en el fondo del jardín.
Tenía enormes ventanas por donde entraba el sol y estaba pintada de azul como
el cielo, el color de los ojos de la abuela.
En la Caja Azul era libre. La abuela le otorgaba plena potestad.
—Es natural que sientas curiosidad —le explicaba mientras abría la puerta
—, este mundo es nuevo para ti.
Era su lugar favorito para investigar en las horas dormidas de la siesta. Olía
siempre a una mezcla de hierbas, papel, lápices y lavanda, pues la abuela Teodora
tenía intereses variados.
—Hay tantas cosas para descubrir en el mundo, Manuel —suspiraba, al
tiempo que rebuscaba en el desorden de naufragio que regía la Caja Azul—. No
te canses nunca de experimentar.
Los poderes curativos de las plantas y los libros eran los únicos intereses que
había mantenido la abuela a lo largo de su vida.
En el taller se amontonaban, protegiendo sus secretos medicinales, cientos de
frascos etiquetados con su caligrafía estilizada. Los preparados eran diversos y
algunos, sin duda, extraños. Los había para el dolor de garganta, para la panza
revuelta y hasta para los raspones. Los más raros portaban etiquetas que
indicaban «Para curar el miedo», «Para apaciguar el alma», «Para el mal de
amores», y entre esos, el que llevaba la etiqueta «Para la espalda de Manuel».
La elaboración de esa pócima era un ritual. La abuela Teodora, cual
alquimista, recogía los tallos y las ores de espliego durante lo álgido del verano y
los dejaba secar sobre la enorme mesa de madera, donde estaban en realización
constante sus proyectos del momento. Durante las lluvias de marzo recogía agua
en un enorme cántaro de barro y la ltraba a través de un cedazo de algodón.
Decía que abril era el mes propicio para mezclar los ingredientes, pues los tallos y
las ores ya habrían perdido el agua de la tierra y se empaparían del agua del
cielo.
—Agua del cielo y ores es lo que necesitas para tu espalda, mi niño —decía
mientras revolvía con una cuchara de madera el mejunje color lila.
Mientras ella iba y venía del jardín preparando sus brebajes y tomando
anotaciones de un libro enorme y polvoriento, Manuel se perdía en los
vericuetos de las repisas.
Además de las de frascos, había otras en donde se podían encontrar lápices,
pinceles y lienzos, agujas, una cámara fotográ ca anticuada, una silla de montar,
un juego de llaves de la bicicleta que usaba la abuela para ir a todas partes, un
telescopio de bronce, las gafas de aviador que usó el abuelo Silvio en su aventura
de pilotar y cuanto objeto insólito se pudiera pensar. Pero el estante más especial
era el que guardaba los objetos favoritos de la abuela: sus libros.
La biblioteca ocupaba toda la pared del fondo de la Caja Azul, e iba del piso
al techo. Era de algarrobo y la había encargado el abuelo Silvio al carpintero más
ilustre de la ciudad. A un costado se abría una ventana por donde entraba una
luz lechosa que era perfecta para leer, y junto a ella, un sillón color oro, enorme y
mullido, esperaba con una manta a quien deseara viajar cómodamente al
universo fantástico de cualquier volumen que eligiera de aquellos anaqueles.
Al despertar de su siesta, la abuela Teodora llegaba al taller. Con su gracia
habitual, hacía tintinear el juego de té que Tomasa le dejaba sobre la mesa. Abría
el frasco con la etiqueta que rezaba Menta, y sacaba unas hojas que colocaba en el
fondo de tres tazas. Vertía agua caliente con pereza y dejaba reposar las
infusiones. El abuelo Silvio llegaba y le daba un beso en la frente. Iba silbando
una melodía de su juventud y se afanaba en prender el horno de esencias.
Tomaba el frasco que decía «Para la espalda de Manuel» y vertía siete gotas. Un
olor a lluvia, libertad y lavanda inundaba la Caja Azul.
Al aspirar ese aroma, Manuel se sentía otar.
El abuelo Silvio se acomodaba en el sillón, se cubría las piernas con la manta
de lanilla y llamaba a la abuela.
—Ven a sentarte a mi lado, jovencita —le decía, y ambos estallaban en risas.
Ella endulzaba las tazas de té con una cucharita de miel y las llevaba para
sentarse al lado del abuelo.
Cuando ambos estaban instalados, inhalaban el tenue vapor de la menta y la
miel y sonreían complacidos.
Manuel salía corriendo del laberinto de repisas para subir volando a las
rodillas del abuelo Silvio, que lo alzaba al vuelo y lo sometía a un escrutinio
cientí co a través de sus gruesos lentes con marco de carey.
—¿De dónde salió este duende, Teodora? —preguntaba al tiempo que le
hacía cosquillas en la panza—. Creo que vino en nuestra valija cuando volvimos
de Escocia.
—¡No es cierto, Silvio! ¡No es de Escocia! —contestaba la abuela, mirándolo
con una gran lupa—. Este vino de Irlanda. Mira estos ojos, solo en Irlanda tienen
todas estas tonalidades de verde.
Los tres se desternillaban de risa.
Eran los recuerdos favoritos de Manuel. El aroma de la pócima otando, la
abuela Teodora que con pequeños soplidos le enfriaba el té para dárselo, subirse
al regazo de su héroe favorito para escuchar el relato de sus aventuras.
La tarde en que descubrió la verdad, llovía. Era de esperarse, Romualdo, el
sapo que vivía en el cantero del patio, estuvo cantando toda la noche avisando
del suceso.
Durante la siesta, Manuel se había recostado en el sillón de la Caja Azul.
Estaba leyendo Viaje al centro de la Tierra, de Julio Verne, un favorito del abuelo
Silvio.
El horno de esencias de la abuela Teodora estaba encendido con su pócima
personal. La lluvia lo estuvo arrullando un buen rato hasta que el sueño lo
venció.
Escuchó lejano, amortiguado por los algodones de la modorra, el tintín
familiar de la cucharita con la cual la abuela endulzaba el té. Se arrebujó mejor en
la manta y siguió durmiendo.
No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que escuchó al abuelo Silvio
hablar.
—Teodora, ¿recuerdas el día que lo encontramos? —dijo, sentándose en el
sillón junto a él y sorbiendo de a poquito el té de menta.
Manuel seguía enroscado en la manta sin moverse.
—¡Cómo podría olvidarme! Fue el día en que me llevaste a pasear en globo y
aterrizamos en el campo de lavanda para ver qué era el punto de luz que
resplandecía entre las ores —contestó la abuela con una in exión de risa en la
voz y también se sentó a su lado.
—Estaba durmiendo como ahora —agregó el abuelo con añoranza—, en la
misma posición, pero cubierto con su extraordinario abrigo de luz.
—Toda la vida va a sentir la ausencia en su espalda —suspiró la abuela, y
Manuel supo que le estaba siendo revelado algo extraordinario—. Amor y
lavanda son los ingredientes para calmar su pérdida.
—Sí. Debe extrañar la caricia del viento en las alas —dijo el abuelo, y agregó
—: Por eso es que corre con el viento; a veces pareciera que va a levantar vuelo.
Manuel, atónito, iba hilando las frases y reconstruyendo la historia. La más
fantástica que había escuchado en las tardes de té. En ese exacto momento la
entendió.
Se sacó la manta que lo cubría y se sentó. Los abuelos le sonrieron con
cariño.
—Quiero verlas, abuela —dijo Manuel.
La abuela Teodora, abrió una puerta secreta de su biblioteca y sacó un
precioso baúl repujado en plata. Lo puso en sus manos con cuidado y lo abrió.
Manuel solo pudo quedarse en silencio.
Entre hojas de lavanda fresca, reposaban dos alas: sus alas.
Las plumas resplandecían con un centelleo plateado. Estaban plisadas con
cuidado dentro del baúl y cuando las tomó en las manos le sorprendió lo livianas
y suaves que eran. Nacidas de una sustancia derivada de la luz, su consistencia era
plata líquida. Pasó los dedos a lo largo de las nervaduras exibles y recordó entre
brumas un día de sol brillante y la fragancia irresistible del campo de lavanda.
Miró a los abuelos con la pregunta en sus hermosos ojos verdes. Fue la abuela
Teodora quien habló.
—Habrás caído mientras dormías en una nube —dijo con una sonrisa en los
labios—. Seguías durmiendo así cuando te encontramos. Así como duermes
siempre: enroscado y a pata suelta.
—Se te desprendieron cuando te tomamos en brazos para protegerte del frío
—agregó el abuelo con los ojos brillantes detrás de sus lentes—: No supimos
cómo volver a ponértelas.
Manuel volvió a guardar las alas con cuidado y cerró el baúl. Dio la vuelta y
abrazó con toda el alma a sus abuelos; para él eran ángeles, aún sin alas.
Terminó su té de menta y dejó la taza en el plato. Se levantó y salió al sol.
Una brisa mansa soplaba entre las hojas de los naranjos. El barrilete del niño
seguía en el cielo.
El abuelo Silvio hubiera dicho que era un buen día para volar.
Horacio Cavallo

(Montevideo, 1977)
Como narrador, publicó los libros de relatos El silencio de los pájaros (Alter ed.,
2013), Cenizas (La Propia Cartonera, 2011), Piano solo (Trópico Sur, 2011), y las
novelas Fabril (Premio «Fondos Concursables», 2009; Trilce, 2010) y Oso de
trapo (Premio Municipal de Narrativa, 2007; Trilce, 2008). De su poesía, destaca
La mañana olvidada (Melón ed., 2014), Descendencia (Ed. del Estómago
Agujereado, 2012), Sonetos a dos, en coautoría con Francisco Tomsich (Premio
«Fondos Concursables», 2008; Trilce, 2009), y El revés asombrado de la ocarina
(Premio Anual de Literatura/ MEC; Ed. de la Crítica, 2006). En Literatura
infantil, publicó entre otros: Figurichos, en coautoría con Pantana en ilustración y
diseño (EBO, 2014), El jorobado de las alas enormes (Trilce, 2012), Clementina y
Godofredo (Premio «Fondos Concursables», 2010; Topito ed., 2011). En 2013 y
2014 fue seleccionado para integrar el catálogo Books from Uruguay del Ministerio
de Educación y Cultura. En 2014 recibió el Premio «Morosoli de Bronce», en
Narrativa.
El olor de la madre
No tengo más remedio que ponerme a hablar. Me miran los dos tipos
impacientes, esperando que empiece la confesión. Dicen que los detalles los
tienen en cuenta, y que a la larga van a bene ciarme. Entonces les digo que yo
trabajaba de peluquera en Buenos Aires, en una peluquería común y corriente en
Valle al cincuenta. Les digo que entré a trabajar cuando una amiga consiguió un
trabajo de o cina y habló con Carmen. Yo no sabía mucho de peinados ni de
corte, pero necesitaba el trabajo. Podría haber entrado en una pizzería, en la
boletería de algunos de los cines que hay sobre la avenida. Pero Julia me dijo que
quedaba ese puesto y el sueldo no era gran cosa, aunque cada tanto venían las
atenciones, las propinas. Empecé lavando el pelo y me fui quedando.
Vivía con mi madre en Villa Adelina, les digo, pero ellos me piden que
redondee, y se ríen incómodos, y se tocan las manos sin mirarse, por casualidad,
yo creo, hasta que me dicen que, con detalles, pero vinculados a César. Y les digo
que voy para ahí, que fue en la peluquería donde conocí al Negro, mientras le
sacudía la cabeza a la mujer que traía en un automóvil azul tan largo que iba
desde el principio hasta el nal de la ventana y una no terminaba de verlo entero.
Yo lo miré, es cierto, una o dos veces a la cara, porque eso una lo hace con todo el
mundo, es natural. Pero sí, con eso que él me miró de esa forma rara que
aprendemos a los trece o catorce que no es solo una mirada, que no son los ojos,
la postura de la boca o de las cejas. Una mirada que habla, que aúlla, les digo, y
me río, pero ellos siguen mirándome serios y uno de los dos, el más alto, se pone
a anotar cosas en una libreta.
Nunca bajó del auto hasta el día de la invitación. No me acuerdo del todo.
Pero algo me debe haber visto desde el asiento porque un par de semanas
después vino sin la mujer esa, entró aprovechando que estaba tranquilo el local y
me obligó a dejar de mirar la revista parándose bien al ladito mío. Yo lo miré
desde abajo, empecé a subir mientras me apoyaba una mano en el hombro.
—Piba, si querés cambiar de trabajo, llamame. Vos no te podés morir acá
adentro —así me dijo, y salió dejando el olor de uno de esos perfumes que no se
van así nomás.
Esperé unos cuantos días. Incluso en un momento pensé que jamás volvería
a la tarjeta, convencida de que no tenía idea de quién era el hombre y a su vez, de
repente, me provocaba problemas en el trabajo y me quedaba sin el pan y sin las
tortas. Pero hay días en que una se levanta alelada, así dice mi madre, y bueno,
uno de esos días aproveché la tranquilidad del local y lo llamé. Me dijo para
vernos esa misma noche en un restaurant de Puerto Madero, y aunque yo no
esperaba que fuera tan rápido todo —no tenía dónde ducharme, debía irme
desde la peluquería vestida así nomás— ahí nos vimos esa misma noche.
Me di el gusto de comer bien. Apenas le contesté con los ojos durante un
rato. Lo dejé hablar, le pregunté cosas sobre su vida y entonces fui moviendo las
manos y la boca, haciendo mm, ah, y cosas así. Aunque quería tomar refresco, él
me dijo que mejor lo acompañara con un vinito tinto y no pude negarme. Él
pagaba y tenía que pasarla bien. Igual hablaba poco, parecía no querer contar
nada de su vida. No era lindo el Negro para mí, pero sí tenía algo, como una cosa
invisible. Yo sentía que me podía salvar, que estaba ahí, agarrando la copa desde
la base para salvarme, para darnos una vida un poco mejor a mi madre y a mí.
Imaginé que estaba casado, así que llegado el caso yo podría tener un novio
también y que nuestro vínculo fuera como de tío o sobrina, o en todo caso,
como el de los amantes. Entonces me preguntó si conocía Uruguay. Lamento
haber tenido siempre tanta imaginación porque fue decir eso y yo me imaginé
que me quería traer de viaje, pasar unos días en la costa o en Colonia, o hasta de
repente venirnos a vivir a Montevideo con algún negocio de los que seguro tenía
él.
Le dije que no, que no conocía, pero que me habían dicho que era muy
lindo y muy tranquilo. No me olvidé de decirle: me encantaría conocer.
No hablamos mucho más en el bar. Se quedó en silencio dándole vueltas a
esa idea. Cuando salimos, lo seguí. Le iba a decir que vivía en provincia, que no
se preocupara. Pero él no hizo preguntas y me abrió la puerta. Pensé que de
repente me llevaba a una heladería. Yo tenía ganas de tomar un helado mirando
los cascarudos entre los focos, no sé, nunca me llevaban a pasear así, con cena y
paseo. Él entró en un hotel del microcentro. No dijo nada, y yo, que me acordé
que no me había duchado, tampoco dije nada porque algo se me había prendido
en el pecho y me dejaba respirar con di cultad.
En la recepción me enteré que se llamaba César Cortéz. Creo que por
primera vez él escuchó mi nombre. Mientras bajábamos se había preocupado por
preguntarme si era menor. Y a mí me había gustado esa pregunta. La verdad es
que hacía tiempo que no pasaba la noche con un hombre. Sé que de repente no
son los detalles que importan, les digo, pero como me pidieron que sea clara, me
gusta levantar vuelo y contarlo como si fuera una historia. Es mi historia, en
de nitiva. Ya les contará él su parte si consiguen encontrarlo.
Entramos a la pieza y me metí en el baño. Me duché aliviada y salí envuelta
en la toalla. Él había prendido el televisor y miraba cómo dos hombres enormes
saltaban arriba de una gorda. Uno estaba sobre su espalda, el otro junto a su
cabeza. La cámara enfocaba las mejillas, la boca tan abierta de la mujer que sufría.
César se levantó y se acercó hasta los pies de la cama. Soltó la toalla y yo puse
los brazos a ambos lados. Me miró el cuerpo detenidamente. Me apretó uno de
los pechos, el otro. Me mordió el cuello y giró para mirarme las nalgas.
Me dicen que pare de contar, que siga, pero sin detalles. Igual llego a
contarles a las apuradas que me tiró en la cama y empezó a masturbarse, a mover
aquella cosita de la nada para todos lados mientras me miraba y gemía.
Nos vimos esporádicamente para repetir esa noche. A mí me venía bien
porque al otro día podía dormir hasta más tarde y llegar en hora a la peluquería.
En una de las cenas que vinieron después, me preguntó si sabía algo de los
desaparecidos.
—¿Cómo los desaparecidos? ¿Desaparecidos de qué? —le pregunté.
César se mordió los labios y se acarició el bigote enseguida. Me dijo que no
me preocupara, que me iba a conseguir la información.
Esa vez empezamos a hablar un poco más y me dijo que tenía un buen
negocio en Uruguay, que si yo me esmeraba nos podía dar tranquilidad por un
tiempo.
A mí me daba pereza leer las fotocopias que empezó a traerme el Negro, pero
como él decía que a la larga eso nos iba a dar plata y que había que hacer el
sacri cio, las leía, los francos junto a mi madre, en los momentos en los que venía
la publicidad. A veces iba leyendo en el colectivo y la verdad que se ve que a otros
les llamaba la atención mi cara, porque me miraban también como si fuera un
poco de otro planeta. Yo no sabía casi nada de lo que llamaban golpe de Estado,
poca cosa había escuchado alguna vez en la boca de algunos compañeros del
secundario o en la televisión, era una de esas cosas que uno escucha, pero que no
tiene ni idea de qué se trata, aunque que a su vez tampoco se detiene a pensarlo.
Es raro. También pensaba mientras viajaba al trabajo que algunos de esos que
iban en el subte podían haber sufrido esos años que aparecían en las fotocopias
interminables como de otro país. O ser hijos o nietos de ellos. Era raro que te
metieran preso por el pelo largo, o por pensar diferente, o por ser comunista, que
era algo que tuve que leer varias veces porque no me quedaba claro bien qué era
ni qué querían. Porque, además, el Negro me traía cosas de diferentes lados y a
veces unos decían una cosa y los otros, otra que era diferente. En ese momento
yo tenía nostalgia de cuando no conocía a César y entonces todo era lavar
cabezas, pasar las mañanas con mamá y no preocuparme por nada. Pero él seguía
con eso de Uruguay y de la plata que íbamos a ganar y yo no podía hacerme la
tonta. Siempre me gustó la plata, como a todo el mundo. Además, mamá me
decía que saber esas cosas de la política podía venirme bien porque si él tenía
amigos en el gobierno capaz que podía conseguirme un trabajo en una o cina y
ganar mucho más que en la peluquería.
Me piden que siga con un movimiento de manos. Uno hace un círculo en el
aire. Es el más alto, el que parece más cansado, el que seguro preferiría estar en
otro lado este domingo con la esposa y los hijos.
Pero quiero contarles que mamá sabía del Negro, aunque que nunca lo vio,
porque son capaces de querer comprometerla a ella. Entonces les digo que se lo
nombré algunas veces, que ella quedó contenta al saber que tenía un auto
grande, que me llevaba a cenar a cada rato y que comíamos mucho y al nal
dejábamos una parte del postre, o la botella por la mitad. Y ella decía que eso no
era bueno, dejar las cosas así…
Uno se levanta, cambia la cara y me quedo en silencio. Trato de recuperar la
historia sin mucha vuelta y estoy tentada de decirles: conocí al Negro en la
peluquería, me trajo a Uruguay, engañamos a la mujer y acá estoy, sin saber
dónde está él. Como si fuera eso lo que están esperando para pasar todo al juez y
lavarse las manos y poder salir al domingo de media tarde y dejarme a mí en
alguna dependencia a la espera de lo que viene. Menos mal que mamá debe
seguir pensando que estamos de vacaciones.
Tres veces llegan a decirme que continúe: Le llevó tiempo al Negro
prepararme. Fue estudiando hasta dónde ir, porque podrán decir cualquier cosa
menos que no es inteligente. Me fue estudiando de a poco. Yo no me daba
cuenta, pero a veces averiguaba, haciéndome preguntas, hasta dónde me
importaba la plata, o me preguntaba qué sería capaz de hacer por una casa en
Villa Adelina, por ejemplo. Y yo pensaba que lo decía por otra cosa, no se me
ocurría que era una especie de ladrón, porque una a los ladrones se los hace de
otra manera, con los gorros de visera, los pantalones deportivos y algunos
tatuajes con los nombres de las hijas. O hasta como en los dibujitos: con antifaces
y cosas así. Y, además, entonces podía más la idea de una casa cerca de la que
alquila mamá y las dos ahí, atendiendo el jardín, o mateando debajo de una
parra.
El Negro se dio cuenta de que la plata me gusta mucho. Entonces estaba
seguro de que yo accedería. Y una noche, cuando ya me había leído varias veces
las fotocopias, me llevó a un lugar muy pituco de Recoleta y mientras cenábamos
me fue haciendo un examen. Él decía Videla, por ejemplo, y yo tenía que decirle
quién era, qué había hecho. No era como en el colegio. Había cosas, fechas, sobre
todo, que no era necesario tenerlas presentes. Algunas sí eran fundamentales.
Cuando me confundí sobre el año que empezó el golpe de Estado, casi me mata
el Negro. Y eso que esa noche estaba desconocido. Hablaba, hablaba, y en vez de
tomar vino se tomó por lo menos seis wiskis. A mí me dio un poco de miedo
pensando en la vuelta, en el auto, pero era rarísimo porque, aunque tomó
mucho, lo único que tenía era un resfrío. Estaba obsesionado tocándose la nariz
y yendo al baño a cada rato.
Necesito descansar, les digo. Me dicen que sí, que paramos diez minutos. Le
pido agua al más alto y me dice si no quiero un café o un té. Alguien me trae un
cafecito en un vaso de plástico y de repente estoy sola ahí, en esa habitación, con
una ventana esmerilada hacia la calle donde entra la luz de última hora y un poco
de ganas de llorar me dan, porque en de nitiva después de esto seguro que al
Negro no vuelvo a verlo. Y pienso también en la mujer, porque a la larga me
encariñé y lo que me hizo hacer el Negro fue muy feo. Engatusar, así se llama. Es
una de esas palabras que me gusta anotar. Tengo una libreta llena de palabras
que me gustan. Y cada tanto las miro, y a veces les escribo al lado lo que
signi can para no olvidarme. Me siento una mujer engatusada que engatusó a
otra. Es raro todo.
Vuelve el más alto y entra el otro con un vasito de plástico arrugado en la
mano y lo tira en la papelera. Me preguntan si estoy bien, si podemos seguir.
Miran los relojes y me piden una vez más que vaya a lo puntual. Yo tengo ganas
de decirles que me encantan las historias, que siempre, desde niña, entretenía a
los niños vecinos inventándoles historias interminables. Pero me callo y voy
pensando y pensando hasta que llego al Negro, al bar aquel de Recoleta, Fufú, o
Marañón, ya ni me acuerdo, y sí, esa noche me planteó lo que quería hacer. Fue
en el hotel.
Como el resto de las veces, me desnudó, me tiró en la cama y se masturbó
parado hasta acabar sobre la alfombra. Yo me sentía tan rara en la cama,
moviéndome, sin que me tocara un pelo, poniéndome para un lado, para el otro,
como si en verdad nos separaran miles de kilómetros. Y él encendía un cigarro, se
tiraba a mi lado y si yo quería tocarlo, besarle el pecho y dejarme ir buscando una
erección para satisfacerme me apartaba con la mano, como a un perro que
aprovecha el descuido para subirse a la mesa, y subía el volumen del televisor.
—Si vos querés la casa en Villa Adelina yo te puedo ayudar. En realidad,
tenemos que ayudarnos los dos —me dijo apoyándome la mano en la rodilla—.
La cosa es así. Dentro del grupo de los familiares de desaparecidos uruguayos hay
una mujer que está esperando encontrar a su nieta. Es una mujer que además
tiene mucha guita, porque eso de que los tupamaros o los montoneros eran
negros muertos de hambre no se lo cree nadie. Habrás leído en las fotocopias que
las revoluciones nunca salen desde muy abajo. Te debés ir imaginando…
Dijo así, y aunque era él quien me pedía el favor, el que podía querer
convencerme al menos con mimos, ni siquiera esa noche decidió tocarme un
pelo. Cuando le dije que lo haría, que me animaba, me palmeó la cabeza y giró
para dormir. Estuve mirándome en el espejo del techo durante un rato. La luz de
la habitación hacía que mis ojos fueran enormes y lo que veía era más parecido a
una calavera. Me asusté, me sentí extraña con aquél cuerpo enorme arrollado al
lado mío, con mi cuerpo desnudo hacia la nada, con la brasa del cigarro que se
repetía allá arriba y con la que con gusto hubiera quemado las nalgas del Negro.
Pero una funciona de manera extraña, y me fui olvidando de todo eso
incorporándome en la cama, manoteando un refresco de la heladerita, pensando
en una casa enorme por la que caminábamos con mamá mientras se hacía la
noche. Un perro se llamaría Godo, como el que tenía de chica. El otro Mazapán,
o mejor un gato. Pensaba esas cosas.
Me muestran el reloj. Uno apoyó la cabeza sobre los brazos exionados en el
respaldo de la silla. El otro, el más petiso, suelta el aire a cada rato y se acaricia
toda la cara con la mano peluda. Ya no insisten, pero sé que tengo que ser menos
explícita, ir al grano, y no puedo con mi condición. En la peluquería a veces
estaba una hora lavándole el pelo a alguna señora. Les hablaba, les hablaba, y ellas
que sí, que no, un poco incómodas, doloridas del cuello, y yo no me daba cuenta
y les ponía champú tres o cuatro veces y volvía a enjuagar. Decí que Carmen me
tenía paciencia, y las clientas muchas veces ni se daban cuenta. Ellas iban a pasar
la tarde, y tanto les daba.
Hicimos algunas pruebas antes de venir al Uruguay. No sé de dónde César
sacó una señora más o menos de la edad de Marta, a la que fui a ver varias veces.
La primera vez debía ngir continuamente. Yo llegaba y le decía que la había
estado esperando, o cosas así. César estaba escondido y tomaba apuntes. Después
me criticaba por una cosa o por otra. Cada tanto me decía, eso estuvo bien. Pero
pocas veces. Al nal ya era como que teníamos pensada una película. Yo ya sabía
cómo iba a actuar al menos la primera semana. Así me fui aprendiendo mi
historia, la historia que me correspondía, que a su vez tenía que ver con una nieta
real que nunca había aparecido. César era el responsable de empezar a mandarle
las cartas a esta mujer a través de una organización de Derechos Humanos.
Había falsi cado el sello de Abuelas de Plaza de Mayo, y el de HIJOS. No se le
pasaba una.
Mi madre se llamaba Gimena González Morattori. Desapareció en Lanús el
17 de diciembre del ‘77. Tenía veintidós años y estaba embarazada de cinco
meses. Era Tupamara. Mi padre se llamaba Carlos Enrique Duarte Quipún.
Desaparecido en Lanús el 17 de diciembre del ‘77. Tenía veinticuatro años. Era
Tupamaro. Mi nombre es Gabriela Duarte González, pero crecí en una familia
de familiares de militares que me nombraba Luz Novoa Pellegrino. Me vinculé
hace cuatro años a la organización HIJOS, que signi ca hijos por la identidad y
la justicia contra el olvido y el silencio, donde conocí entre otros a Raúl Maneiro
y Susana Silvestri. Recuperé mi identidad hace tres meses…
Que siga, me piden que siga, pero ahora de pie, los dos, hablándome mal,
empezando a gritarme. El más alto golpea la mesa un par de veces y el otro se
acaricia el muslo sobre el pantalón una y otra vez.
No entiendo bien qué es lo que quieren. Les cuento lo que me hizo hacer el
Negro y eso debería servirles. Pero parece que se quieren ir, o que están
esperando que les diga dónde está y yo no tengo la menor idea dónde está César
ahora, supongo que habrá aprovechado la plata del desvalije y a esta altura habrá
vuelto a buscar a alguien para que le trabaje por un premio que no va a conceder.
Entonces me preguntan sobre el momento en el que cruzamos el río, cuando
llegamos al Uruguay. Yo no puedo impedir ir un poquito más atrás y redondear
lo anterior.
Mientras terminaba de prepararme día a día con la vieja, el Negro mandó dos
cartas a Montevideo. Una fue para la Asociación de Familiares de Detenidos
Desaparecidos, la otra para Marta. A los pocos días llegaron respuestas y
entonces fui yo misma quien habló por teléfono por primera vez con mi
supuesta abuela. Parecía que no creía la pobre mujer, porque preguntaba una y
otra vez, casi llorando, si yo era Gabrielita de verdad. Y yo le decía que sí, que me
tuviera paciencia, que estaba en tratamiento, pero que no quería volver a saber de
mis padres adoptivos, que esas cosas no se perdonaban, que por favor me contara
cómo era mi mamá.
La primera vez crucé sola. César me volvió loca los días previos. Me hizo
tantos exámenes que al nal pensé que mi esfuerzo valía bastante más que una
casa en Villa Adelina. O bien, que al menos tenía que pedirle que fuera una casa
de dos plantas. La noche de despedida, mientras hacíamos tiempo para ir a la
terminal, me sacó las ganas. Empezó igual que siempre, fascinado por su cosita
negra, pero al nal se ve que el miedo a que cruzara calentita lo preocupó. Fue
triste igual, pero valoré su esfuerzo.
Nos encontramos con Marta en una casa que tienen los Familiares en la zona
del Centro. Me encantó Montevideo. Fue como que me trajera recuerdos de un
lugar en donde nunca estuve. Rosario, donde tuve una tía en la infancia, de
pronto se me mezclaba. Con tranquilidad, como si hubiera decidido dedicarme a
la actuación, saludé a las personas que me esperaban, agradecí que no estuviera la
prensa y le di un abrazo bien apretado a Marta. Dos cosas preocupantes me
pasaron. La primera: Marta casi se desvanece de la emoción y tuvieron que
llamarle la emergencia para que le diera un sedante. La otra tiene que ver con mi
madre y con la culpa. Porque Marta usa la misma colonia que usa mi madre, y
abrazar una mujer con esa fuerza y que tenga el mismo olor que tu madre no es
fácil, cuando en el fondo, el regalo que le estás llevando de un lado al otro del río
es un cuchillo largo entre las costillas.
Fuimos a la casa de Marta con dos personas más: Julio y Selene. Ellos me
trataron con afecto. Recuerdo que mientras caminábamos del taxi hasta la casa,
ella no dejaba de hablarme con los ojos llenos de lágrimas y él me apoyaba la
mano en el hombro. Acostamos a Marta que estaba hecha un ovillo y entonces sí
vinieron las preguntas: que qué hacía en Buenos Aires, que quiénes me habían
criado, que qué sabía de mis padres. Pensé en el Negro antes de ponerme a
hablar, lo imaginé escondido del otro lado de la puerta, en el cuarto de la vieja
mientras sorbíamos el café y la tarde se iba haciendo noche. Yo sabía que ellos
estaban enterados de mucha cosa. No me pareció que me probaran, pero sí que
sabían ya de antemano muchas cosas de las que yo decía. No hablaron de ellos
mismos, pero supongo que conocían a Marta por estar vinculados a los
desaparecidos uruguayos de primera mano.
Arborescente, esa es otra palabra que anoté alguna vez y que buscando el
signi cado entendí que era la forma en la que yo misma armaba la conversación.
Los fui metiendo en una historia con varias puntas que en algún caso tocaba la
dictadura y en otros iba recorriendo los últimos años de la historia argentina.
Esa noche dormimos los cuatro en la casa. Un caserón enorme en un barrio
cercano al centro. A la mañana, Marta estaba mejor y en el almuerzo se sumó a la
conversación y repetí las cosas de la noche anterior apretándole la mano cada
tanto y accediendo a abrazarla dos veces en las que se vino abajo. No sé cuándo
fue que el Negro rastreó las fotos de mis supuestos padres, pero me sorprendió el
trabajo no. Me parecía, sin dudas, a la mujer de las fotografías que aquella tarde
Marta sacó de un cajón pasándolas una a una y consiguiendo que por culpa o
por mérito se me cayeran las lágrimas. Julio y Selene habían salido dejándonos
solas la tarde del domingo. De nochecita volvieron y me llevaron a la terminal.
Dijeron que sería un proceso largo y yo les dije que estaba segura que sí, que me
sentía tan perdida, que era tan fuerte eso de pasar a ser otra de un día al otro. Me
abrazaron fuerte los dos en la terminal, pero el abrazo no se comparó, aunque me
generó sorpresa, al que me dio Marta en la puerta de calle, gimoteando,
pidiéndome que volviera a verla pronto y regalándome una pulsera con las
iniciales de su hija y varias fotos entre las hojas de un cuaderno. Flotaba ente
nosotras el olor de mi madre.
Me preguntan qué pasó después sin dejarme descansar. Vuelvo a pedirles
agua y ahora sí, me traen una jarrita y un vaso de plástico limpio. Hago una
pausa para servirme y tomarlo despacio.
Llamé a Marta varias veces desde un locutorio y ella me devolvió las llamadas
a mi teléfono. Hablábamos tres o cuatro veces por semana y ella me preguntaba
cómo estaba, cuándo iba a ir a verla. Repetía que estaba viejita, que me quería ver
porque era un poco como ver a la hija y que no tenía nada, que si yo quería se iba
a vivir a Buenos Aires para estar más cerca, que por mí era capaz de hacer
cualquier cosa. Y yo le decía que no, abuela, todavía no, yo estoy procesando
todo y en un tiempo, si querés, me voy para allá y empiezo una vida nueva,
porque en de nitiva no tengo mucha cosa de este lado. El Negro estaba loco de
la vida. Vivía jodiendo con que me haría un castillo más que una casa en Villa
Adelina, sorprendido de que todo se fuera dando de esa manera. Seguíamos
durmiendo en el hotel dos o tres veces por semana y los días que no nos veíamos
yo volvía a casa y le llevaba algo a mi madre: una tarta de manzana, unas facturas.
Nos quedábamos rato hablando mientras mirábamos la televisión y yo a veces la
sorprendía con temas que ella no conocía en profundidad, cosas que se le habían
ido de las manos como qué había pasado en realidad en las Malvinas, o quién era
en verdad Astiz, ese que ella había visto más de una vez en el noticiero y sin
escuchar nada había dicho: qué buen mozo es ese hombre, vos deberías tener un
novio así.
Volví a Montevideo a los quince días. Pasamos un n de semana precioso
con Marta yendo al parque Rodó en la tarde del sábado y a ver una obra de
teatro en la noche. El domingo almorzamos en el Mercado del Puerto un
parrillín para las dos y nos quedamos dando vueltas hasta que cayó el sol y me
acerqué a la terminal de Buquebus. Ella se subió a un taxi y me hizo adiós con la
mano hasta que desaparecieron en la rambla.
El Negro se dio cuenta de que empezaba a costarme todo eso. Era difícil no
encariñarme con la vieja y a su vez no dejar de conmoverme con la historia de su
hija y su yerno, asesinados tan jovencitos y de cuyos cuerpos nunca tuvo
novedades. Pero lo manejaba bien, sin llegar a extorsionarme me aplicaba la
sicología, hablaba de que ya era tarde, que era mejor la casa con una culpa que se
iba a ir regando las hortensias y olvidando todo, que dar marcha atrás. Yo le dije
que al menos si apuráramos un poco las cosas, y se lo dije en el hotel, recién
llegada, mostrándole el juego de llaves que me había dado Marta, como un
símbolo, pero también para evitar tener que ir a abrirme cuando llegaba o tener
que estar en su casa obligada esperando. Y el Negro le dio un beso a la llave más
larga y me propuso que cuando volviera a cruzar le dijera de irnos de paseo a
Colonia. Y yo hice lo que me decía, y hablé por teléfono con Marucha, que era
como le decía todo el mundo, y nos mandamos abrazos enormes y le dije que
podíamos ir a Colonia, que sería tan lindo conocer ese lugar, y ella que cómo no
se le había ocurrido, que no se acordaba de que mis abuelos paternos eran de
Colonia, que no se iba a poder perdonar esa distracción, pero que sí m’hija, que
no hay ningún problema.
Le cuento a los dos tipos que están casi dormidos que cuando fuimos a
Colonia el Negro y unos amigos le desvalijaron la casa. Que lo hicieron muy
bien, a media tarde, metiendo una camioneta en el garaje y cargando las cosas sin
apuro. Yo le había dejado un plano detallado con cada habitación. Le comenté
también lo que había podido ver de los vecinos cercanos.
Me costó demasiado aceptar la crisis de Marucha cuando llegamos. Se
desmoronó cuando vio que no le habían dejado nada y aproveché para
descargarme, para llorar con todas mis fuerzas por otras cosas frente al consuelo
de Julio y Selene. Estaba todo pensado para que llegáramos a descubrir el robo
en la tardecita, un rato antes de que saliera el barco, y aunque yo me arriesgué
diciendo que me quedaba, que no importaba si no iba al otro día a trabajar,
insistieron todos con que me fuera, que no valía la pena, y Marucha me abrazaba
y me pedía perdón, y tenía el olor de mamá más fuerte que nunca y yo estuve a
punto de sacar la cabeza de entre sus pelos y gritar al cielo: Negro, sos un hijo de
mil putas, me quiero morir; pero grité una A un poco ronca y me subí al taxi
cuando ya se venían los patrulleros.
La vieja tenía plata en la casa. Mucha plata. Más de lo que pensaba el Negro
que me fue a buscar a la peluquería al otro día, recién llegado, y que me llevó al
Luna Park de sorpresa porque venía El Puma José Luis Rodríguez a Buenos
Aires después de mucho tiempo. Y yo que estaba vestida así nomás, pero que
tenía alguna cosa linda en el bolso, recuerdo que me cambié en el auto, a las
escondidas, mientras él me mordía los pezones y yo le gritaba que nos iban a ver,
que parara un poco. No me puedo olvidar de la parte en la que todos nos
agarramos de las manos en las butacas y coreamos eso de que juntos podremos
llegar donde jamás hemos ido.
Comiendo sushi me contó los detalles. Que le dejó las cosas a unos
uruguayos que conoce desde hace años con la condición de que le mandaran la
plata de la venta. Igual él no se hizo mucho problema porque los dólares que
encontró debajo del colchón ya pagaban el esfuerzo. Y todavía quedaba el golpe
nal, así lo dijo. Y la casa, remarqué, con la boca llena.
Llamé a Marta varias veces esa semana. Insistí con eso de que si quería me
pedía vacaciones y viajaba a verla enseguida. Una de las veces, la primera, hablé
con Julio. Me dijo que estaba dormida, que había sido muy duro para ella ver
todas las cosas de la hija destrozadas. Yo quedé muda. No supe qué decir, porque
el Negro no me había dicho que hubieran roto nada. Yo apenas había estado en
la entrada, en una parte de la cocina. Dijo que pensaban que atrás de eso, además
del robo, había motivos políticos. Y empecé a decir hola, hola, y a sacudir el
teléfono, y a frotarlo contra un cepillo hasta que corté.
El n de semana siguiente volví a viajar. El golpe nal, como lo llamaba el
Negro, tenía que ver con la tarjeta del banco de la mujer. Era la parte más difícil.
Pero a su vez tenía que comprar muchas cosas y sabíamos que no lo había hecho
antes porque un disgusto de esos te dura unos cuantos días, y más si tenés
setenta y cinco años. Pero fue ahí que todo empezó a volverse esponjoso. Se me
mezclaron, supongo, la lástima, la casa de dos plantas, la rebeldía frente al Negro,
que algo me decía bien adentro que tenía otros intereses, además de la plata. Esa
semana que pasé en Montevideo con Marucha se me vuelve gelatinosa, como si
la hubiera vivido a través de la mampara de una ducha.
No sé a partir de dónde se bifurca el camino. Por un lado, recuerdo
vagamente que pasamos una semana juntas, que al principio estaban presentes
Julio y Selene, pero que los últimos días nos dejaron solas. Tengo la idea de que
una tarde fuimos al banco y a la salida compramos uno o dos electrodomésticos,
y después creo que tomamos un café en una plaza frente a una estatua, en
Dieciocho. Sé que el Negro me llamó al teléfono y me sentí rara hablando con él
ahí afuera, frente a Marucha que miraba el pellejo de la naranja en el fondo del
vaso y apenas entraba me preguntaba si tenía novio, que cómo nunca me había
preguntado eso. Y es como si me durmiera ahí y me despertara en Nueva
Palmira, buscando una lancha que me cruzara al Tigre, asegurándome a cada
rato de que el paquete con la plata estuviera en el fondo del bolso. Sé que estuve
fumando recostada a la baranda, sobre el muelle, mientras esperaba que se
hiciera la hora de volverme. Pensaba cómo dejarlo afuera al Negro, de qué
manera irme para el Norte con mi madre y comprar una casita en Chilecito, o en
Campanas, cuando sentí una mano que me apretaba el brazo y dos hombres me
subieron a una camioneta blanca trayéndome para acá.
Podría ser otra ramita de la misma rama esa idea de que en realidad lo otro lo
imaginé y la verdad es que me vine a ver a Marucha, estuvimos toda la semana
juntas. Julio y Selene nos acompañaron los primeros días, pero después nos
dejaron solas. Una tarde fuimos al banco y le dije a Marucha que para qué iba a
sacar tanta planta junta, que mejor comprara solo lo necesario. Y terminamos
comprando una tostadora y un televisor mediano. Cuando el Negro me llamó
recién habíamos llegado y yo estaba preparando la merienda y le dije
encerrándome en el baño que estaba todo bien, que yo lo llamaba, y entonces
apagué el teléfono con ganas de no volver a prenderlo y me acerqué a Marucha y
le di un abrazo largo, mientras le servía el café con leche. Y ella me preguntó si
tenía un novio en Buenos Aires y yo le dije que sí, pero que hacía un tiempo que
no nos veíamos. El olor de las tostadas no impedía que me llegara el perfume de
la mujer. Ahí creo que me acordé de mi madre y me acerqué llorando a abrazarla
de nuevo. Cuando levanté la vista, Julio y Selene estaban en el comedor. Me
miraban largo con otros ojos.
Eso les cuento mientras los dos se sostienen la cabeza con el puño. Después
se levantan. El más bajo desaparece y el otro me mira sin decir nada. Tengo
sueño. Pienso en mi madre. En Marucha. Me gustaría saber dónde pasaré la
noche.
Marco
Augusto Ferreira

(Asunción, 1994)
Es Abogado por la Universidad Americana (2016), novelista y guionista. Obtuvo
el Primer Lugar de la Categoría Menores de 25 Años en el XXIII Concurso de
Cuentos del «Club Centenario» (2017) por su obra «Señor Voronin», y fue
nalista del Concurso de Cuentos «Itaú Digital» en 2016 y 2018. Recibió una
Mención por su drama «Esperando a Eligio», en el concurso de obras teatrales del
Centro Cultural El Cabildo, en 2019.
Fundó el blog de fotografía paraguayo PhotoBlog Magazine y escribió en él desde
2012 hasta 2016. Es columnista, conferencista y miembro certi cado de la
Cámara Internacional de Emprendedores (CAINEM), que integra desde 2017, y
escribió para blogs culturales como la Webzine DX.
El Paso de los Cuatrocientos es su opera prima, una novela épica histórica que
inaugura la saga de Las Crónicas de Uruguayana, para la cual contó con el
acompañamiento de artistas, editores e historiadores locales.
Escribió, dirigió y produjo el cortometraje de cción Kurundu, una leyenda del
Paraguay, estrenado el 6 de diciembre de 2019, en el Festival de Cortometrajes
Sombras en la noche.
Actualmente dicta talleres sobre narrativa y guion de cómic en Cosmo Studio.
Señor Voronin
Sus extremidades estaban atadas. Una bolsa de arpillera encerraba su cabeza; se le
metía en la boca con cada inspiración y lo sofocaba. Sus exhalaciones llenaban el
interior del saco de aire caliente, su sudor frío lo hacía tiritar, y la absoluta
oscuridad le impedía ver más allá de su desesperación. El silencio que lo oprimía
lo volvió consciente del latido desbocado de su corazón y del compás de su
respiración. El aire se le terminaba.
Tenía que calmarse… En un momento estaba en la esta. «¿Cómo acabé
aquí?».
Los hombres se pusieron a contar chistes en la barra del bar, y cuantos más
nervios acumulaban durante sus jornadas, más fuerte reían después de cada
broma de Seriozha.
—… entonces Rabinovich llama al cuartel de los ortodoxos: «Dígame, ¿es
cierto que los judíos vendieron Rusia?» «Sí, ¡por supuesto que es verdad, Kike-
schnabel!». «¡Oh bueno!», le responde Rabinovich, «¿podría por favor decirme
dónde consigo mi parte?».
Piotr rio hasta que se le a ojó la vejiga y le dolió el estómago. No eran el
vodka ni el cansancio, sino que realmente quería y admiraba a Seriozha, y estar
con él representaba su escape a todo lo malo que lo rodeaba a diario.
Seriozha tomó un sorbo de su whisky y dejó que le calentara el estómago;
miró a Piotr y le pidió que cuente su historia del burdel alemán cuando
capturaron Berlín.
Los otros desconocidos en la barra lo miraron expectantes y emocionados.
Piotr se jó en el reloj de la pared; torció la mueca y dejó el vaso sin terminar.
—Me encantaría, en serio, pero si llego tarde a casa y la comida está fría…
Seriozha levantó la mano disculpándolo frente a los otros.
—No digas nada, conozco a Ivanna— y le dedicó una sonrisa cálida y
comprensiva—. De hecho, les pido disculpas, señores, pero también tengo que
irme. Tengo que encontrarme con una dama.
Cuando Piotr salió del bar, el cielo se había vuelto de un azul oscuro y frío, y
se preparaba para adormecer a la ciudad bajo el manto pesado de otra noche de
invierno. Pocas personas recorrían la calle, y un farolero caminaba con su vara y
una antorcha encendiendo las lámparas del bulevar. Un auto lujoso conducido
por un hombre con uniforme de chofer se detuvo frente a él.
—¿Es usted el señor Seriozha Mamáyev? —le preguntó a Piotr.
En ese instante, Seriozha salió a su encuentro.
—Soy yo —le dijo emocionado, pero antes de subir, se paró frente a Piotr y
se puso rme como un militar. Su abrigo, su chaleco y sus pantalones estaban
arrugados; en algunos lugares se notaban remendados, y la tela del abrigo
mostraba años de inviernos duros en las minas—. ¿Cómo estoy, sargento?— le
preguntó irónico.
—Presentable como siempre. Podrías peinarte un poco, Sergey—. En ello,
Piotr estiró el brazo y trató de acomodar hacia un lado el cabello desastroso de su
amigo.
Seriozha le devolvió una sonrisa amplia. Sus ojos destilaban aventura,
emociones fuertes, y sobre todo alcohol. Piotr, en comparación, se veía tan gris y
opaco como el sobretodo que llevaba sobre la camisa blanca bien planchada;
pero cuando estaba con Seriozha, se sentía vivo y con ganas de irse con él a revivir
otros días.
—Gracias, Piotr Voronin —Miró a ambos lados de la calle que se vaciaba— .
Dime, ¿tienes cómo volver?
—Pensaba detener un carruaje o caminar hasta la estación. No tengo
problema.
Seriozha negó con la cabeza.
—Niet, niet, niet. Vienes conmigo —se volvió hacia el chofer—, ¿podemos
llevar a uno más?
El hombre se encogió de hombros.
—Ni loco, Sergey Mamáyev —respondió Piotr—. No pienso abusar de la
hospitalidad de tu an triona.
Seriozha chasqueó la lengua.
—Insisto. No es nada íntimo o demasiado privado. Buscamos a Volodia,
estamos quince minutos en lo de Lena, y te dejamos en casa. Solo quiero pasar a
saludarla.
—¿Vova se va? —preguntó sorprendido—. ¿De qué se trata?
—No es nada, es el cumpleaños de una amiga. Va a tener una recepción
pequeña, y, ¿sabes qué?, me dijo que es amiga de Misha.
—¿Misha Petrova?
—El mismo— dijo satisfecho—. No sé si va a estar, pero, imagínate si lo
vemos. Pasaron años…
En efecto, nadie sabía nada de Misha desde hacía casi siete años. Un día
desapareció sin más, sin dejar huella o siquiera murmullos. Su nombre no se
pronunciaba en el grupo desde entonces, y oírlo en ese momento solo trajo
añoranza y recuerdos gratos para los dos.
—No sé… —dijo Piotr rascándose la cabeza—, ¿y qué tal si se nos pasa el
tiempo?
Cuando Seriozha se cansaba de convencer a su amigo, tenía la costumbre de
agarrarlo de los brazos y sacudírselos como queriendo despertarlo.
—¡Piotr Voronin! Eres ingeniero, ¡calcula! Te prometo que te va a tomar
exactamente lo mismo este recorrido, que si lo hicieras a pie y tuvieras que
esperar el tren.
—Ya. ¡Está bien! Voy, voy… —repitió librándose de su agarre.
Subieron al coche y cuando Piotr preguntó dónde iban, le costó ubicar en su
mente la dirección que Seriozha le dijo, pues sus pensamientos, ligeros como
nubes, se entretenían con la decadencia industrial de su amada Volgogrado,
aunque un leve ardor seguía molestándole en lo profundo de la tripa.
Piotr salió de su ensoñación. Una puerta se abrió detrás de él, y el chirrido de
las bisagras oxidadas lo puso en guardia. Dos hombres hablaban. Tragó saliva y
trató de distinguir la conversación que llegaba desde el otro lado. Una voz le
resultó familiar, pero no recordaba en dónde la había escuchado.
—…importante, un enemigo difícil, astuto. Confío en que harás lo mejor
con este.
Pasos de botas se acercaron hasta él, uno, y otro, sin prisa o temor. La puerta
volvió a cerrarse. El o cial apoyó algo pesado de lata contra el suelo.
—¿Piotr Voronin?—. Su voz era rígida; no la pudo reconocer.
A Piotr se le ocurrió rogar, sobornar, incluso entregar su dignidad con el solo
n de evitar lo que le estaba por ocurrir, pero necesitaba mantener la calma. «Yo
no hice nada».
—Sí… sí… soy yo.
—Su esposa es Ivanna Kravchenko y su hijo es Vitya Voronin. ¿Viven en la
calle Komsomolskaya de la ciudad de Volgogrado?
Un escalofrío recorrió sus pies desnudos y fríos y retrepó hasta su cuello, el
pecho se le oprimió y le costó respirar o tragar. No valía la pena ocultarles nada,
pero, ¿cuánto más sabían de su vida? Mentirles en algo inapropiado le costaría
todo.
—Sí… a dos cuadras de la fábrica de Leninskaya. Yo… soy jefe de ingeniería en
la fábrica, tengo mi carné de comunista, pregunte al Camarada Tokaiev, tengo
un registro limpio y toda mi vida trabajé para el Partido, mi esposa es profesora
en el…-
—No tiene que decir más, señor Voronin. El interés del Partido está en juego
y usted tiene la oportunidad de limpiar su nombre antes de que esto se convierta
en un error que todos lamentemos—. El agente caminó alrededor de Piotr
haciendo eco con sus pasos.
Piotr lo siguió con los oídos hasta que el agente se ubicó detrás de él y tiró de
una perilla de luz. La bolsa de arpillera se le iluminó, y un escalofrío acarició su
nuca.
—Si su vista ya se acostumbró, le retiraré la bolsa; hablaremos entre
camaradas.
Piotr asintió, y en un instante, un haz de luz llenó sus ojos y tuvo que
cerrarlos para protegerse. De a poco dejó que la luz entrara a sus córneas, hasta
que el diminuto cuarto de paredes de concreto húmedo se volvió más claro.
Delante, tenía una silla vacía y una pared sin salidas, y su propia sombra se
proyectaba contra ella. El agente estaba invisible.
—Camarada Voronin —dijo el agente—, la GPU es consciente de que usted
atravesó con éxito las últimas purgas y sus informes hablan de una labor
impecable durante su tiempo en la academia y en el proceso de colectivización,
así que, en teoría, mejor que nadie, pone en práctica las políticas e ideales de
Stalin y del Partido.
Piotr empezó a calmarse, y pudo ver la sombra del agente que se alzaba detrás
de él. Se aclaró la garganta.
—¿Qué le dijo el camarada Tokaiev? —preguntó con la esperanza puesta en
su jefe.
—Tokaiev habla maravillas de usted, Piotr Voronin. Pero ante esta denuncia
y los hechos que hemos visto, no puede sino hacerse a un lado y acatar lo que yo
diga.
—¿Quién hizo la denuncia?
—¿No le preocupa más explicar su participación en un acto trotskista y
subversivo?
—No tenía idea…—dijo empezando a alarmarse—. Puedo dar una lista de
nombres; funcionarios que despedí o… —«hombres que no aceptan la política
de explotación de Moscú»— sencillamente hombres que creen que
eliminándome van a ganar favor político.
—¿Es usted creyente, Piotr Voronin?
—No… no, ¿cómo habría de serlo? —la sombra seguía parada inmóvil detrás
de él.
—Su esposa profesaba el cristianismo antes de la revolución—. En ese
momento, el agente se colocó a la vista de Piotr. Llevaba puesta una gabardina
negra que llegaba hasta sus botas. Sus ojos eran de un azul insondable y helado, y
en las manos enguantadas sostenía el dossier abierto que le enseñaba sobre los
pensamientos y los actos de toda una vida. Lo miraba con ojos de inquisidor,
esperando una respuesta.
—Renunció públicamente en la asamblea del komsomol de 1919.
—¿Su esposa lo llevó a la reunión, señor Voronin?
—Mi esposa no tiene nada que ver.
El agente se erguía sobre Piotr como una torre.
—La expulsión del Partido por asociación es la menor condena que
podemos darle en tiempos convulsos como estos —sus palabras eran pesadas y
dolorosas—. Condenará a toda su familia. Peor será que usted sea enviado a
Siberia y su hijo a un kulak.
La congoja de ver a Vitya siendo envuelto en la oscuridad fría de un campo
de trabajo, hambriento y suplicando por ver a sus padres, casi logra que se largue
a llorar.
—¿Por qué me hace pasar por esto? —la voz le temblaba, su visión se
nublaba con las lágrimas que se le juntaban—. Merezco un juicio previo como
comunista de jerarquía.
El agente asintió. Fue detrás de Piotr y le desató las manos con cuidado,
luego volvió y se sentó delante de él. Con la mirada yerma puesta en él, levantó la
solapa de su abrigo y le enseñó el revólver que guardaba a la altura de su
cinturón.
—Hasta los mejores comunistas caemos en la tentación, Piotr Voronin —su
rostro pareció relajarse. Sacó un cigarrillo del interior de la gabardina y una caja
de cerillas; lo encendió, y le dio una larga calada. Escupió el humo lejos de Piotr,
y luego se lo ofreció.
Piotr probó el tabaco, y todos sus músculos se calentaron y relajaron a la vez,
pero sus ojos nunca se despegaban de los del agente. Sabía lo que la GPU
buscaba: nombres, acusaciones. Ya los entregó incontables veces antes, y la GPU
lo sabía. «Colegas, camaradas, funcionarios…». Convirtió en parias a muchos
hombres, pero nunca denunció a sus amigos. «Seriozha, quieren a Seriozha,
quieren a Volodia y a Misha».
Después de que Piotr le devolviera el cigarrillo, el agente esbozó una ligera
sonrisa.
—¿Mejor? —y sin esperar a que conteste, continuó—: Todos hemos visto y
oído sobre las di cultades en el campo y en las fábricas. Usted la vive todos los
días… el desánimo, las enfermedades y la pobreza. Pero, imagínese si todos los
hombres tuvieran la entereza suya o mía al trabajar en pos de la revolución… ¿No
le parece?
—Sí.
—Sí —dijo asintiendo, haciendo calar la idea en la cabeza de Piotr—, pero
con las vidas que elegimos… GPU o jefe de fábrica, no importa… con las vidas
que elegimos, vemos lo peor de nuestra gente. ¿Cuántos compañeros he tenido
que aceptaron sobornos para cubrir bocas sueltas o huellas sucias? —el agente
arrugó la nariz—… muchos —negó lentamente con la cabeza— a veces creen que
hacen bien y que están salvando vidas, pero no se dan cuenta del daño que le
hacen al ideal comunista. Usted me comprende, ¿no, camarada Voronin? Usted
sabe lo fácil que es ceder ante ideas contrarrevolucionarias. Los intelectuales, más
que nadie, se creen con todo el derecho a cuestionarlas.
Piotr asintió y se le agrió el paladar. «El Partido estaba por encima de todo».
—Perdí a muchos compañeros por eso.
El agente hojeó el dossier y levantó las cejas mostrando su admiración.
—Cientos —dijo, y examinó cada uno de los nombres—; lo único que se
necesita, Piotr Voronin, es un segundo de duda y la oportunidad, y entonces la
voluntad cede como si no pesara nada. ¿Y a quién puede culparse después, si no a
uno mismo?
Piotr se impacientaba. Empezaba a sentirse minúsculo e impotente, y desde
todas las direcciones, la gris habitación se cerraba sobre él. Un ligero temblor
agitaba sus manos, y el agente las observaba con interés.
—Todos somos presa de los errores, pero lo importante es actuar antes de
que se vuelvan irreparables. ¿Cree que se puede reparar el pensamiento, señor
Voronin?
—Creo que sí —contestó. El agente no estaba conforme—. Creo que se
puede con la ayuda apropiada.
El hombre se inclinó hacia Piotr, el calor de su cigarrillo acariciaba su rostro.
—Ahí —dijo enseñándole un «no» con el dedo índice—, ahí es donde usted
y yo disentimos. La historia nos demuestra que, si un pensamiento se corrompe,
luego toda la mente lo hace, y eso mismo se contagia por la boca, como la gripe
—. El agente arrojó el cigarrillo al suelo y se quedó mirando jo a Piotr—. Sí
creo, señor Voronin, que el pensamiento no se corrompe solo, sino con ayuda…
¿Tiene el pensamiento manchado, Piotr Voronin? Dígame la verdad, por favor
—. Era una orden disfrazada de súplica, o una acusación que lo ponía a prueba.
—No —dijo sin pestañear, tratando de parecer ofendido—, nunca dudé de
las políticas del Politburó.
El agente se recostó en su silla y suspiró agotado a la vez que negaba con la
cabeza.
—¿Niega su participación en una reunión trotskista?
—No niego mi presencia, pero no tuve participación. Fui engañado y caí en
una trampa.
El agente se paró ante él.
—¿Entonces quién ha sido, Piotr Voronin… su esposa? La opresión
espiritual es más fuerte que cualquier otra; se aplasta con la razón, pero las
mujeres son débiles... ¿ama a su esposa?
—¡No fue mi esposa!
—¿Cómo cae un ingeniero en una trampa tan estúpida? ¿Qué mentira le
dijeron para dejarlo tan ciego?
—¡Que era un mitin del Partido en el que disertaría el Comisario
Ordzhonikidze!
—¿Y usted lo creyó en una invitación anónima a una dirección que no
conocía? ¿No dice que está rodeado de enemigos en todos los ámbitos de su
vida?
Piotr se paralizó. El agente se levantó y fue detrás de él; creyó que lo
lastimaría.
—Me miente, Piotr Voronin. Si recibió la invitación, vino de alguien de
con anza. Lena Bogdánov es conocida ex esposa de un capitalista; dos hombres
más que capturamos en el lugar son sospechosos del GPU, uno de ellos, Misha
Petrova, es amigo suyo.
«Misha, imbécil». Piotr apretó los dientes y quiso llorar de la rabia.
—No crea que no entiendo su dilema, señor Voronin. También estuve en la
guerra y daría mi vida por mis camaradas. El señor Petrova lo defendió, dijo que
usted no tenía idea, que no se ven hace años. Eso signi ca que usted llegó por, o
con alguien más.
—¿Qué… qué va a pasar con Misha?
—Será ejecutado mientras hablamos.
Piotr no pudo controlar el temblor de sus pies ni de sus manos. El sudor y la
ropa pegada al cuerpo le produjeron retortijones en el estómago y puntadas en el
vientre.
—Aparte de los que capturamos, dos personas más lograron huir en un
vehículo. Una de ellas lo invitó, o lo llevó…
—Yo no sé… f-fui solo.
«Dios mío, por favor, sácame de aquí».
—Desde que empezamos —dijo el agente—, tengo a mis pies un cubo con
agua helada—. Le dio una patada, y el latón produjo un sonido hueco—. Puedo
ponerle esa bolsa de nuevo y congelarlo hasta que le dé un shock y muera. Será
tachado de anticomunista, y su esposa perderá el trabajo. Luego tendrá que ser
interrogada.
Piotr largó a llorar pensando en su familia. Seriozha y Volodia se le aparecían
torturados y colgados en una plaza, sus cadáveres pálidos y los cuervos sobre
ellos.
—Usted denuncia y yo interrogo, Piotr Voronin. Usted y su trabajo son y
fueron de suma importancia para el Partido. Todos, hasta los comunistas más
enteros, caemos en desgracia alguna vez, pero todavía tiene la oportunidad de
enmendar este triste desliz.
—Fue un error… —dijo Piotr mirando a la pared vacía.
El agente volvió a ponerse frente a él. Se sentó y le puso una mano en el
hombro, y por primera vez, sus ojos le prometieron compasión.
—No, no fue un error. Usted, Piotr Voronin, fue a esa reunión con un solo
objetivo.
Piotr bajó la vista. Las lágrimas secaron sobre sus mejillas y amargaron su
boca.
—Fui a denunciarlos…
«Solo tenía que tomar el tren. Dios mío, ¿por qué me dejaste con ar en él?».
El agente sonreía, sus ojos brillaban expectantes.
—Como hombres, estamos destinados a tropezar y a caernos —dijo el agente
—. Pero como camaradas, tenemos que ser el apoyo uno del otro cuando
nuestros enemigos amenacen con pasar encima de nuestros cuerpos. Así que…
¿me dirá la verdad, Piotr Voronin? ¿Por Stalin, por el Partido, y por su familia?
Entre los dos se sostuvo el silencio un largo rato, hasta que Piotr abrió la
boca:
—Seriozha Mamáyev y Volodia Nikoláyev.
Carolina Cynovich

(Montevideo, 1991)
Escritora. Es estudiante de la Licenciatura en Comunicación Audiovisual.
Biblió la.
Publicó El hombre que da cuerda al mundo (2014) por el Premio «Sigmar-
Mosca» de literatura infantil-juvenil y la novela El síndrome de las ciudades
hermosas (2015, Fin de Siglo).
El perdón de los gatos
Era bien sabido que B. había desaparecido en la guerra. «El rebelde B.», así lo
llamaba G., su hermano menor, el único que logró emigrar. Tampoco es que se
hablara mucho del tema, sobre todo porque uno atravesaba el mundo para dejar
atrás todos los horrores. Por eso la sorpresa del más joven de los Alter, nieto de
G., cuando le tocaron la puerta un domingo, allá en su apartamento de entonces,
y entró un desconocido de boina. El joven de los Alter, al darse cuenta de la
seriedad del asunto, le ofreció un té mixto y lo invitó a sentarse.
—Aquí para usted toda la información de B. Alter —dijo el desconocido y
sacó de su maletín un sobre de manila bien cargado.
—¿B.? ¿El hermano de mi abuelo? Yo no mandé ninguna investigación.
—Ya estaba hecha.
—Pero B. murió en la guerra.
—Quédese con el sobre.
El hombre de boina pareció percibir la duda del joven de los Alter, así que se
apuró a terminar el té mixto y salir, cosa de que el sobre no fuera rechazado y que
él no tuviera que cargar con esa información nunca más.
El joven de los Alter se preguntó si no debería avisar a su abuelo que su
hermano estaba vivo, o que al menos había sobrevivido, que tenía un sobre con
una investigación hecha sobre él. Luego entendió que no, que no podía darle
falsas esperanzas, y que además él, el más joven de los Alter, el que siempre había
llegado último a todo, el más chico de cuatro hermanos y once nietos, quedaría
por siempre consagrado como el más grande de los Alter si llegaba a traer vivo al
hermano de su abuelo como sorpresa.
Así fue que de a poco, a medida que pasaron los años, trabajando en horario
doble y gastando todos sus ahorros, recorrió el mundo tras la pista de su tío-
abuelo. El sobre estaba lleno de documentos, cartas y mapas que se parecían más
al rejunte de partes de un rompecabezas incompleto que a una investigación.
Pero cuanto más iba descubriendo, más se hacía una idea del tipo de persona que
era B. Los documentos más viejos contaban la salida de B. de su Galitzia natal, de
su pueblito familiar y tradicional, para unirse a un grupo itinerante de teatro
yiddish. Primero como actor y más adelante como dramaturgo. En la única carta
conservada de su padre, es decir, el bisabuelo del más joven de los Alter, este
llamaba a B. un apikoires, un hereje. Pero aparentemente al apikoires le fue bien,
porque los folletos guardados en el sobre mostraban invitaciones a estrenos en
los teatros yiddish de Bucarest más importantes.
El joven de los Alter, por supuesto, pasó por Rumania en uno de sus viajes y
se entrevistó con la persona más vieja que hubiera vivido en esa época y quedado,
quién sabe cómo, desde entonces en el mismo lugar. Se encontraron en el
monoambiente donde ella pasaba sus días entre las horas sentada en el sillón y las
horas que le llevara hacer la sopa del almuerzo.
—¡Claro que recuerdo, maldiga Dios mi memoria! Yo era una niña —dijo la
anciana en yiddish, que por suerte el joven de los Alter entendía—. B. y G. Alter,
claro.
—G. es mi abuelo, el hermano del actor. Pero hasta que emigró no salió de
Galitzia. ¿Lo conoce?
—Y aquella mujer del teatro… ¿cómo era? —continuó la anciana sin
escuchar al joven—. La loba, le decían. ¡Dios me lleve pronto! Se llamaba Velvela.
—Disculpe, no sé de qué habla.
—Un estreno tras otro. Váyase, muchacho, que tengo que hacer la sopa.
Le llevó al joven de los Alter al menos un año más ubicar a esa «mujer del
teatro» que mencionó la anciana. Velvela, efectivamente, había sido productora
de teatro yiddish en Bucarest, para luego emigrar a Nueva York justo antes de la
guerra, donde se convirtió en un ícono del teatro y fundó su propia academia.
Ahora estaba cerca de llegar a los noventa años, pero, según hacía escribir a todos
los medios que la entrevistaban, «no se veía ni un día más vieja que setenta».
Recibió al joven de los Alter en su penthouse de Manhattan, ataviada con una
bata de seda púrpura y completamente maquillada.
—Sabía que esto volvería a atormentarme algún día —dijo la señora con
restos de acento y un ligerísimo tartamudeo. Se inclinó sobre una repisa y sacó
del cajón más bajo una caja de cigarrillos. Levantó uno hacia el joven, con gesto
de brindis—. Me prometí que ese día podría fumarme uno. ¿Así que usted es el
nieto de G.?
—Sí… y busco a su hermano. Él cree que desapareció, quiero darle la
sorpresa. ¿Por qué conoce a mi abuelo?
—¿Sabe usted la historia del gato que seguía al rabino?
—No.
—Había un gato negro que esperaba al rabino todos los viernes a la salida de
la sinagoga y lo seguía las diez cuadras que caminaba hasta su casa. Así sucedió
durante un tiempo y el extraño patrón comenzó a asustar a la gente. Nadie sabía
qué quería decir que el gato hiciera eso, ¿sería una señal de ojo malo? ¿Sería una
advertencia? Pero un viernes el rabino rezó por una respuesta y fue iluminado: el
gato negro era la reencarnación de un antiguo rival que lo había ofendido en una
disputa y había fallecido antes de que pudieran volver a dirigirse la palabra. Al
darse cuenta de esto, el rabino salió de la sinagoga y le dijo al gato negro que lo
perdonaba, tres veces. «Te perdono, te perdono, te perdono.» El gato
desapareció.
—Ajá…
—G. escribió una obra brillante basada en esa historia. Hubiera sido su
debut. Pero los tiempos eran difíciles y yo ya tenía amadrinado a B. desde hacía
años, bien bajo mi ala, totalmente enamorado, también, como se imaginará. Pero
además se había hecho su renombre, él. Necesitábamos el último empuje para el
pasaje a América. B. publicó la obra rmando como autor y yo lo permití. El
resto es historia.
—¿Mi abuelo? ¿Escritor? Pero si él era apenas adolescente. Y nunca se movió
de su pueblo hasta que tomó el barco a Buenos Aires…
—¡Claro que sí! Insolente. ¿Está diciendo que yo le abro mi alma y usted me
llama mentirosa? —Velvela se atragantó con el humo de una pitada y tosió
durante treinta segundos—. Fue a seguir los pasos de su hermano. Pobre su
padre, los dos varones que continuarían el linaje se le fueron al teatro… ¿Le dije
que el rabino de la historia era el padre? Dígame, ¿G. sigue en Buenos Aires?
—No, se instaló en Montevideo al casarse con mi abuela. Pero ¿qué pasó con
B.? ¿Murió?
—¡Ja! Qué se va a morir. Se vino conmigo a América y cuando años después
nos enteramos de los detalles de lo que había sucedido en la guerra, se volvió un
poco loco. Tenía culpa por haber plagiado la obra y por haberse ido. Supo que su
hermano había tenido planes de escapar a Buenos Aires y ahí se quiso dirigir él
también. Igual yo le dije que su hermano sí estaba muerto, no sea cosa que de
verdad se esforzara en buscarlo y le contase a él y a todos que yo sabía de este
plagio. ¿Sabe lo que hubiera hecho con mi reputación? Como ve, ahora ya no me
importa.
Así el más joven de los Alter entendió el dicho de que, a veces, lo que nos
fuimos lejos a buscar estuvo en realidad siempre muy cerca de casa, y se fue a
hacer la última parada de su búsqueda a la dirección de Buenos Aires que le pasó
Velvela, después de mucha insistencia. Se encontró con una residencia de adultos
mayores donde la encargada, sorprendida de que el señor Alter recibiera una
visita, lo acompañó hasta el jardín y le señaló a un hombre agachado en medio de
una manada de gatos de todos los tamaños y colores. Cuando el joven se acercó,
B. levantó la cabeza y con ojos vidriosos le dijo:
—Uno de estos es mi hermano.
Y siguió acariciándolos y murmurando «perdón, perdón» a cada gato en el
oído.
Semanas después de culminar la búsqueda, el más joven de los Alter se
encontraba en el balcón de la casa de su abuelo para compartir una merienda.
Mientras G. estaba en la cocina preparando el mate, el joven sacó del bolso todas
las hojas de la investigación que recibió y la información que él fue agregando
con sus viajes. Sostuvo las hojas engrampadas frente a sí, sobre sus dos manos
abiertas con palmas hacia arriba haciendo de bandeja. Las miró jo, como
esperando que le dijeran si debía o no contarle todo a su abuelo. Entonces se
levantó un viento que atravesó el balcón y movió los papeles, amenazando con
llevárselos. Justo volvió G. a la terraza y se apuró a apoyar una mano sobre los
papeles de su nieto, su amado nieto, su esforzado nieto, para que no se le volaran.
El más joven de los Alter no está seguro de que lo que vio a continuación haya
sucedido tal cual como lo recuerda, pero le pareció que su abuelo, al correr a
ayudarlo, pasó la mirada por la hoja que estaba más arriba, donde aparecían
escritos el nombre de su hermano y el de Velvela, y que sus ojos se iluminaron en
reconocimiento. Así como su mano hizo presión sobre los papeles, así también
de repente los soltó. Ahora sí el viento los arrastró y cayeron todos como gotas
más livianas que la lluvia desde el balcón del abuelo.
—Una lástima, nieto. ¿Era algo importante? —dijo G., tranquilo, mientras
se acomodaba en la silla y cebaba un mate.
—No. No era nada —dijo el más joven de los Alter.
Eliana
González Ugarte

(Asunción, 1988)
Narradora y guionista. Publicó el libro de cuentos Para ayer (2017). Ha recibido
menciones y premios en numerosos certámenes en Paraguay, dentro de los géneros
del cuento y el guion cinematográ co, y además destaca por su producción de
guiones para cómics. «Alas de Gloria», el primer largometraje animado del
Paraguay, fue co-guionado por ella. Trabaja actualmente en la escritura de dos
novelas de ciencia cción.
En el barro rojo
Lo primero que pensé cuando el auto se negó a seguir fue que no tenía idea de
cuánto tiempo tardaría en descomponerse un cadáver. Eran las cinco de la
mañana. Amanecería en una hora. ¿Cuánto tiempo llevaba muerto? ¿Dos, tres
horas? ¿Qué podría hacer si no venía la grúa? ¿O si también se estancaba en el
barro y amanecía y alguien se daba cuenta de que en la carrocería algo empezaba
a apestar?
Juré que, si salía de eso, nunca, nunca, volvería a hablarle a Gabriel. Si me
atrapaban, tampoco volvería a hablarle, porque me imaginaba que después de
delatarlo como autor del crimen no seguiríamos siendo amigos. Quizá si no lo
delatara, Gabriel lograría sacarme de Tacumbú con sus in uencias. Pero, de
todas formas, tendría que dar muchas explicaciones de por qué me había ido de
paseo con un cuerpo y terminé atascado en una ruta perdida de Luque.
Apagué el motor cuando ya era obvio de que la camioneta no se movería.
Abrí la puerta y, gracias a la luz tenue de la luna, vi que las ruedas traseras se
habían ahogado en el barro rojo. No me animaba a prender las luces delanteras
por temor de despertar a alguien. Había una o dos casitas a casi cien metros, y
más adelante una bodega cerrada. A lo lejos se escuchaba el ruido de los micros y
unos gallos anunciando el imparable amanecer.
Es que yo también fui un pelotudo. ¿Quién me mandó a ayudar al todavía
más pelotudo de Gabriel? Nadie. Yo solito me ofrecí porque le debía los últimos
años de farra, mi trabajo y gran parte del pago de la camioneta en la que estaba
atrapado con el cadáver de Jose na. Jose na, la rubia de los perros. Qué asco me
daba cuando le decían eso. Y la pobre se sentía tan feliz de ser parte de ese mundo
que jamás sería el suyo.
A pesar de todo, le entendía muy bien a Jose na. Yo también vivía colgado
de la ilusión de pertenecer a esa élite dueña de medio país. A veces, cuando nos
juntábamos en la mansión de alguno de ellos, contemplaba cuánto del país
estaba en manos de esos pibes. La mitad de la mesa seguramente era dueña del
treinta por ciento, y la otra mitad del veinte. Comíamos el asado que venía de sus
muchas estancias y tomábamos la cerveza comprada con la plata de sus papis.
Ayer de noche, por ejemplo, me había reído de Luciano, que se quejaba del auto
que había destruido al salir borracho de una discoteca. El auto de cien mil
dólares terminó incrustado en una columna de la Ande y él salió caminando solo
con un moretón en la cabeza. Para él, eso fue un chiste. Olúo, qué pedo tuve, se
reía. La cagada es que ahora voy a tener que usar la camioneta del chofer hasta
que mi apá me quiera comprar otro auto.
Un perro negro se acercó a la camioneta con miedo y se puso a oler las ruedas
delanteras. Levantó una pata y marcó su nuevo territorio. Como no quería hacer
ruido, le tiré una botella de agua que había encontrado en el asiento del pasajero.
El perro se alejó corriendo. Eran las cinco y veinte de la mañana y todavía no
venía la grúa. Debía considerar mis opciones. Si dejaba el auto y corría, no sabría
cómo salir de ahí. Podía denunciar el auto como robado, pero durante ese
trayecto de llegar a mi casa, bañarme y sacarme el barro de encima, alguien de
seguro olería o vería el cadáver en la carrocería.
Gabriel estaba muy seguro de su plan: él limpiaba la sangre del quincho y yo
me iba a tirar el cuerpo a algún baldío. La familia de la rubia vivía en Ciudad del
Este, según lo que sabíamos. Nadie se daría cuenta de su desaparición hasta que
encontrasen el cuerpo. Entonces ya no habría rastros de que ella había estado en
la casa de Gabriel ese sábado de noche. A mí me tocó la peor parte, primero
porque Gabriel estaba demasiado borracho para manejar (terminaría matándose
con Jose na en el camino), y segundo porque así siempre fue nuestra amistad. Él
se metía en los quilombos y se paralizaba, y yo era el el lacayo que tomaba las
decisiones para salvarlo.
Cinco y cuarenta y tres. El cielo se estaba aclarando y la puta grúa todavía no
llegaba. Un señor salió de una de las casitas y subió a una moto. Miró hacia
donde yo estaba como si dudara en acercarse o no. Al ver el charco donde me
metí, creo que se asustó y pensó que era mejor llegar temprano y limpio a su
trabajo que intentar ayudarme.
Cinco y cincuenta siete. Solo el sol se asomaba en el horizonte. Ni la grúa ni
nadie más estaba a la vista. Quizá se perdió. Mis indicaciones, por cierto, no
fueron muy claras, pues era difícil explicarle dónde mismo me encontraba. La
calle de tierra no tenía nombre. Solo pude explicarle que debía pasar la curva de
la ruta que va de Luque a Limpio.
Escuché el ruido de un motor y pensé en la grúa. En el retrovisor vi que era
un motocarro que llevaba una bolsa gigante de botellas de plástico y, en la parte
trasera, una familia sentada en sillas de cables. El motocarro desvió el charco y
paró cerca de la camioneta. Uno de los niños se acercó y se metió en el barro,
perdiendo una zapatilla en el camino. Agarró la botella que le había tirado al
perro y, embarrado hasta las rodillas, subió de nuevo al motocarro. El conductor
me hizo una señal de «al pelo» y le respondí de la misma manera. ¿Qué otra cosa
podía hacer?
Eran las seis y cuarto y ya había visto pasar a varios motociclistas, a una
señora que sacó a pasear a su vaca, a un vendedor de bananas que me ofreció una
docena por cinco mil guaraníes, a un diariero y un Vitz blanco que vibraba al
ritmo del reguetón. Del Vitz se bajó un pibe más o menos de mi edad. Sin apagar
la música, se acercó a la camioneta.
—¿Después, kapé? ¿No querés que te ayude a empujar o algo?
—¡Gracias, pero ya viene la grúa! No vamos a poder sacar esto de acá
empujando.
—¿No viste pio el charco cuando venías? Desde la semana pasada que está
así.
—No, no vi.
—Nderakóre. Y bueno, suerte, kapé.
Lo único que me reconfortaba era que la camioneta estaba metida en el
medio del charco. Nadie podía acercarse demasiado sin correr el riesgo de
hundirse también. El efecto del alcohol me estaba pasando y necesitaba dormir.
Pero primero necesitaba esconder el cadáver y no irme preso en el intento, tarea
que se me complicaba con el paso del tiempo.
A las siete y quince vino la grúa, que me despertó de un bocinazo. Miré hacia
la carrocería y vi que la toalla con la que cubrimos el cuerpo de Jose na estaba
marrón, seca y ensangrentada, cobrizo, como el color de la tierra. El operador de
la grúa se acercó con un saludo. Me jé en las botas que llevaba puestas: de
plástico, para la lluvia. Podía entrar en el barro con ellas. Dio unas vueltas
alrededor del charco, estudiando la situación. Cuando fue hacia la carrocería, salí
por la ventana y me trepé arriba de la camioneta para llegar a la carrocería y tapar
el cuerpo con el mío.
—Yo creo que va a ser más fácil si estiramos de atrás —dijo, y se detuvo a
unos metros. Si se acercaba más, era mi n.
—¿No es mejor por el frente?
—Ahí tenés un tira-tráiler, voy a enganchar con eso. Por adelante no tengo
dónde enganchar.
—Tiene un gancho ahí adelante —le dije, e hice un gesto como para que lo
buscase.
Lo encontró. Enganchó el guardabarros de la camioneta con la grúa, y logró
estirarla afuera del charco. Me bajé con prisa y, mientras el señor desenganchaba
el cabo de acero, le di un billete de cien mil y regresé al volante para salir rajando.
Di varias vueltas por la zona hasta que llegué a otro camino de tierra más
no, rodeado de una selva de baldíos. Retrocedí la camioneta hasta donde había
un árbol y rodé el cadáver de Jose na, de la carrocería al suelo. Aterrizó boca
abajo sobre la maleza y me asusté instintivamente. Mi mente no procesaba que la
caída no le dolería. Arrastré el cuerpo hacia el fondo del baldío. En el camino se
enganchó con algo y tuve que voltearlo. Le tapé la cara con la toalla, y vomité al
ver que el cerebro de Jose na chorreaba… Tenía el cráneo roto. Apenas me
recompuse, salí corriendo de ahí. De vuelta en la camioneta, pensé que a lo mejor
podían pillar mi ADN del vómito. Pero recordé que estaba en Paraguay. Nadie
iba a tomarse la molestia de investigar el crimen de la rubia. No era alguien
importante.
Gabriel me llamó trece veces en el transcurso de la noche. Le atendí cuando
ya estaba regresando a Asunción.
—¡Boludo! ¿Por qué no me atendías?
—No quería gastar mi batería. Ya está. No creo que le encuentren hasta en
unos días.
—Callate, imbécil, mirá si se está escuchando esto. ¿Ya estás en tu casa?
—No. Estoy volviendo recién.
—¿Por qué tardaste tanto?
—La camioneta se quedó trancada en un charco. No quería prender las luces
y no vi...
—Nderakóre. Y bueno, si llevabas mi Hilux, capaz no se trancaba. Che…
Corté el teléfono y fui a mi casa. Me bañé una hora, como si el agua pudiera
lavar la suciedad que llevaba encima después de esa noche.
Gabriel volvió a llamarme cinco veces a lo largo del día. A la sexta, le atendí,
convencido de que le haría desaparecer de mi vida de una buena vez.
—Che, Marce, ¿estás bien?
—Sí. Gabriel, yo creo que tengo que alejarme un tiempo. Lo que pasó fue
muy fuerte. Vos sabés que yo soy tu amigo y eso, pero esto es otra cosa.
—Fue un accidente, a cualquiera le puede pasar. Sabés el quilombo en el que
me iba a meter si es que le llamaba a la policía. No iba a poder explicar cómo
pasó, y sabés cómo es la justicia acá. Iba a quedar como el cagaplata machista que
le pegó a su amante o algo así. Ya me veía en la tapa de Popular. Y Victoria me
dejaba, de una. Le conté a mi mamá lo que pasó, y después de la puteada me dijo
que lo mínimo que podía hacer era comprarte otra camioneta. Vendé esa otra,
tirá, hacé lo que quieras con ella. ¿Cuál querés?
—¿Qué?
—Y sí. Esa te va a traer malos recuerdos. También me dijo que nos vayamos
de vacaciones a algún lado para olvidar lo que pasó. ¿Qué te parece Cancún? Es
verano allá ahora.
Dudé un rato en responder. Todo es tan simple para él, para ellos. Pero al
nal le respondí:
—La verdad es que me vendrían muy bien unas vacaciones.
Damián
González Bertolino

(Punta del Este, 1980)


Escritor y docente. Vivió casi toda su vida en un pequeño pueblo llamado
Kennedy. Desde 2002 se desempeña como profesor de Literatura en liceos de
Maldonado. En 2009 obtuvo el Gran Premio del XVI Premio Nacional de
Narrativa «Narradores de la Banda Oriental» por su libro El increíble Springer.
Publicó además los libros de relatos Los alienados (2009), Standard (2012) y una
selección de diarios personales y re exiones con el título de A quién le cantan las
sirenas (2013). Estuario Editora publicó en 2013 su novela El Fondo (reimpresa en
2015), y en 2014 reeditó El increíble Springer.
El clavo en la cruz
A trece pesos la hora, nueve horas por día son ciento diecisiete pesos por día. Eso
era allá, antes. A veintinueve pesos la hora, nueve horas por día son doscientos
sesenta y un pesos por día. Esto otro fue acá, a los pocos días que vine.
Más o menos me estaba acordando de esas cosas cuando me pasó aquello con
la mujer. Justo me acordaba que a lo primero todo estaba muy bien. Como acá
alquilaba yo solo, podía mandar bastante plata a mi madre y a mi hermana. Y
todavía la plata me rendía, porque los viernes y los sábados me iba a los bailes y
me ponía a gastar de lo lindo. Y también iba a los quilombos y me compraba
unas buenas camisas y pantalones de marca. Y entonces seguía teniendo plata
para mandarles a mi madre y a mi hermana. Así que cuando llegaba el cobro yo
ya tenía guardada cierta cantidad de pesos que no tocaba nunca más. Era como si
la plata del mes anterior ya no me sirviera para nada.
Acá era distinto. Incluso una desgracia podía ser algo bene cioso.
Allá, cuando me hice el primer corte me sentaron en un banquito y me
envolvieron la herida con estopa de la que se usaba para secar la sangre que se
amontonaba en las mesas. Ese fue el corte más grande, el que se nota mucho
cuando la gente se para a conversar conmigo. Al otro día entré a trabajar como si
me hubieran sacado una muela. Pero cuando a los quince días de que empecé a
trabajar acá me hice el otro corte, el que no se nota nada, me mandaron para mi
casa con una licencia de una semana, algo de plata y un surtido para que no me
moviera mucho y me quedara tranquilo sin tener que andar comprando por
otros lados. A la vuelta, mis compañeros de trabajo me miraban el corte y me
hablaban de lo horrible que había sido y de lo que me habían extrañado. Como
yo me había hecho fama de hablador, siempre los tenía entretenidos con las cosas
que les contaba. Y además estaba mi acento. Entre mi acento y los nombres que
usaba para llamar las cosas de otra manera, ellos se divertían y las horas se
pasaban más rápido. Cuando años después me los encontraba en la calle, volvían
a hablarme de mi acento. Yo creía que no lo tenía más, pero siempre me decían
que seguía casi igual. En aquella vuelta de la licencia también me pedían ver el
corte. Yo les decía que no había problema, pero igual me parecía que no se
notaba nada, aunque le faltaba algo de tiempo para cicatrizar. Ahora sí que no se
nota. A veces ni me acuerdo dónde está y hasta me demoro en encontrarlo. Mis
compañeros me lo pedían para hacerme sentir bien, era como si me dijeran que
no veían el otro corte, el que se nota.
Algunas tardes después del trabajo me quedaba tomando mate en la casa que
alquilaba y de repente me iba hasta el centro y hablaba por teléfono con mi
madre. Con mi hermana no tanto porque casi siempre trabajaba. Yo les decía que
se vinieran a conocer, que no iban a creer algunas cosas que se veían. Y sobre
todo les hablaba del mar, de que tenían que conocer el mar.
Nunca vinieron. Hasta que de a poco me fui haciendo el desentendido y no
les pedí nunca más que viajaran. Una vez anunciaron que iban a usar un dinero
que les había enviado hacía poco para aparecerse por acá. Les respondí que iba a
tener mucho trabajo y que gastaran la plata en otra cosa. Yo ya me había mudado
de la casa. Estaba por conseguirme un terreno y guardaba mis cosas en lo de uno
de mis compañeros de trabajo.
Hasta que no fuimos más compañeros. Una mañana yo estaba bajando la
carne de un gancho cuando apareció el encargado para decirme que no tenía más
trabajo.
Donde estoy en este momento es donde estuve desde aquel año.
Así que ahora me acuerdo de aquella noche en que andaba caminando y me
ponía a hacer cálculos en la cabeza para ver lo que cobraba en un lugar y en otro.
Entonces me daba cuenta de que eso era plata. Porque, para decir la verdad, no
era que yo anduviera llorando por los caminos, pero me hubiera venido bien
conseguir algo de esa plata cada tanto tiempo. Con las primeras horas de la
noche me tomaba una taza de café con leche y, como casi nunca había con qué
hacerle compañía, me abrigaba y salía a caminar para ver qué había en la vuelta.
A veces me iba hasta el centro y en el camino me encontraba con algún conocido.
Yo me le pegaba conversándole de cualquier cosa hasta que lo entretenía y me
invitaba a tomar algo. Otras veces pasaba por una panadería a la hora del cierre,
pero era lo mismo que nada porque casi siempre la dejaban seca. También
ocurría que me encontraba con la policía y se me quedaban preguntándome
cosas un buen rato. Cuando esto pasaba me daba vuelta y me quedaba en mi
casa. Una noche, bastante tarde, me crucé con un par de policías que me miraron
y no me preguntaron nada. Después, en mi casa, me quedé pensando y encontré
una explicación en el saco que me había puesto. Era un saco que me habían
conseguido unos días atrás. A partir de entonces, cada noche que yo salía llevaba
puesto el saco y descubría que si me pasaba cerca un patrullero los policías
apenas me observaban. Al principio me pareció que el saco me daba suerte.
Luego fui entendiendo que lo que hacía el saco era darme un aire como de
importancia, porque de pronto comenzaba a sentir que alguna persona mayor
me veía pasar y me decía «Buenas noches». Y tenía que ser así, porque cuando
las luces de los automóviles me barrían solo se podía percibir una cosa, su pura
forma de saco negro que se aislaba un poco de la noche.
En n... cosas que se me van ocurriendo también ahora, cuando lo escribo.
Aquella noche de la que quiero hablar, yo iba bajando por una calle de un
barrio con mi saco. Estaba haciendo mentalmente la cuenta de todo lo que
cobraba por día acá apenas había llegado, cuando se me apareció de frente una
mujer despeinada y casi enana que me apretaba con las manos las solapas. Me
asusté, no voy a decir que no, y caímos los dos al suelo. Ella se me subía encima
del pecho y hacía con la boca un ruido como si estuviera haciendo fuerza para
levantar algo muy pesado. Yo miré rápidamente hacia ambas veredas y lo único
que pude ver fue un portón abierto, el portón por donde habría salido la mujer.
No pude pensar mucho. Sentí los ladridos de algunos perros y se me ocurrió,
simplemente por un segundo, que esa mujer era una loca que estaba por
matarme. Casi iba a aceptar esta idea cuando ella se dio vuelta y comenzó a
tocarse la espalda como si le hubiera picado un bicho. Era un desastre, no me
daba tiempo a pensar en nada más; hacía las cosas demasiado rápido, incluso
cuando se tiró boca abajo y sentí el ruido del hueso contra el pavimento. Allí
quedó entonces la mujer, derrumbada a mis pies mientras yo buscaba algo como
una explicación en los frentes de todas las casas de uno y otro lado. Fue cuando
me imaginé que podría estar atragantada con un hueso de pollo o algo por el
estilo. Eran cosas que pasaban; mi madre me había contado alguna vez que le
habían dicho de gente que se había ido de esa manera. En situaciones como esa
no había que pensar demasiado, así que la levanté por el cuello y empecé a darle
una serie de palmadas en la espalda esperando que volviera a hacer el mismo
ruido del comienzo. Estuve un buen rato en eso hasta que me di cuenta de que lo
más conveniente era hacerme humo. Ahora miraba hacia todas partes y
encontraba un montón de casas con la luz del frente encendida, dos o tres perros
que sacaban la cabeza por entre las rejas de un portón para mirarme y el
resplandor de un televisor encendido detrás de unas cortinas. La mujer ya no me
importaba. Pero me quedé allí porque me entró un miedo y una duda. El miedo
tenía que ver con que yo había visto escenas similares en muchas películas y no
me quería quedar con la gran duda que siempre les llega a los personajes que se
encuentran en esa situación. ¿Y si la mujer estaba viva todavía?... Me pareció que
yo estaba en ese lugar solo para no terminar con la duda de si la mujer hubiera
podido vivir después de todo. En las películas pasaba que un personaje estaba
casi muerto y que un segundo personaje en un primer momento pensaba que no
había salvación posible, luego dudaba, y agotaba los recursos para traerlo de
nuevo a la vida. Entonces se enloquecía por salvar esa vida, hasta que lo lograba.
Después de todo, no era que yo me hubiera decidido a hacer lo mismo que el
personaje, pero de tanto pensar en eso ya lo estaba haciendo. Incluso había
cambiado la modalidad del golpe sin saberlo; ahora caía sobre la espalda de la
mujer la parte del puño en la que se enrosca el dedo meñique. El resultado era
más o menos como ngir acuchillar a alguien, aunque con cierta pasión. De
pronto me jé en que era algo que sin duda alguna tenía que haber hecho al
comienzo de todo aquello, porque era muy cómodo. Sin embargo, no pasaba
nada, y la duda empezaba a crecer angustiosamente. Me decidí a probar suerte
encajando alguna docena más de golpes entre los riñones de la mujer; y en eso
estaba cuando escuché un grito a mis espaldas. Las luces de muchas otras casas se
encendieron y observé a varias personas reuniéndose a cada lado de la calle.
Algunas mujeres gritaban mientras algunos hombres se movían de a poco, como
rodeándome. A ojé mi mano del cuello de la mujer y fui calculando hacia dónde
tenía que correr.
Escuché que me gritaban «asesino» justo cuando logré esquivar a un
hombre que se me había atravesado de sorpresa saltando de atrás de un cerco.
Después doblé en una esquina y pensé solamente en que si seguía corriendo yo
no iba a ser ningún asesino, me iba a escapar de todo eso. Un minuto o dos más
tarde pasé por algunas calles donde nadie me prestaba atención; y de a poco
comencé a hacer una larga vuelta como para llegar hasta mi casa. Una y otra vez
miraba hacia atrás y siempre me venía la misma sensación. Cuando doblaba en
una esquina me parecía que en la esquina anterior acababa de aparecer una gura
delgada y alta, muy alta, que me seguía. Después esa sensación se hizo más rara.
Las piernas comenzaron a pesarme y sentí como si en la cabeza se me estuviera
haciendo un agujero. Fue cuando vi unos árboles a la entrada de una casa con el
frente oscuro. Me tiré allí y de repente se me fue el mundo.
Cuando volví en mí vi una luz que venía desde un pasillo exterior sobre un
costado de la casa. Había allí un pequeño grupo de personas, y, por la manera en
que estaban vestidas, me hicieron pensar en que iba a haber un cumpleaños.
Entonces me sacudí el saco y me acerqué. La mayoría eran mujeres. Casi ninguna
era joven. Me quedaron mirando, y como no me dirigieron la palabra, de a poco
empecé a juntar valor y pensar que me confundían con un invitado desconocido.
Hasta que una no se aguantó más y dándose vuelta me encaró.
—Disculpe, pero... —otras mujeres se dieron vuelta también— ¿Usted es de
aquí?
Para disimular no me venía ninguna idea.
—Lo que pasa que vine buscando...
Apenas solté esas palabras, la mujer se me acercó un poco más abriendo los
brazos.
—¿Pero por qué no pasa?... ¿Por qué se queda acá afuera?...
Otra se llevó las manos a la cara.
—¡Disculpe, por favor!... ¡Yo tampoco me había dado cuenta que usted!
—Yo me di cuenta en seguida por el acento... —dijo otra más, apuntándome
con el índice— ¡Usted es el pastor Alberto!
—¿Cómo hizo para llegar solo? ¿No lo trajo nadie?...
A partir de ese instante las palabras iban y venían por encima de mí.
—¡Dejen pasar que ya llegó el pastor Alberto!
—¿Qué le parece el barrio, pastor?
Yo iba pasando por el pasillo, que tendría unos diez metros, y me topaba con
gente que me ponía las manos sobre los hombros. Aparecieron luego algunos
hombres que me saludaron mientras las dos mujeres que más me habían hablado
me conducían a un pequeño salón. Las bombitas de luz estaban en los extremos
del pasillo y me costaba ver las cosas; solo había distinguido con claridad los
peinados cortos de muchas de las mujeres.
El salón estaba a unos pocos pasos luego de cruzar un recodo. Hacia ambos
costados había algunas las de sillas blancas y de plástico. Eran muy pocas sillas, y
me pareció que toda aquella gente necesitaría incluso muchas sillas más. Al
fondo, en una parte levantada, había una alta cruz de madera que se enfrentaba
con la puerta de la entrada. Al comienzo, viéndola sola, pensé que todavía le
faltaba bastante para ser una cruz. Luego, cada vez más, fui dándome cuenta de
que estaba hecha con dos listones lustrados. Hubo una cosa que me pareció
desagradable en todo aquello y no supe bien qué era. Hasta que una de las
mujeres, que tenía el pelo amarillo, se me acercó.
—Va a tener que esperar un ratito, porque los muchachos tienen que
enderezar la cruz.
La había reconocido por la voz; era la mujer que me había hablado primero.
De una puerta que no podía ver, del lado de la izquierda, salió un muchacho
con un martillo. Por más que la mujer me había hablado de «los muchachos», el
único que había aparecido fue ese que había salido por aquella puerta. Lo miré y
en seguida me jé en la tabla horizontal de la cruz: se ladeaba un poco sobre la
derecha. En ese momento me vino una sensación espantosa en el vientre. Una
ambulancia o un patrullero, no sabía qué había sido, había pasado muy cerca, y
el sonido de la sirena fue como presenciar la aparición de una mujer loca
aullando y atravesando todo el espacio a una velocidad insoportable. Y entonces,
mientras el muchacho se extendía en puntas de pie sobre la cruz, yo crucé
rápidamente el medio del salón y subí a un costado de la imagen. La gente
empezó a entrar y a sentarse de inmediato. ¿Qué se esperaba de mí? Bueno, lo
que se esperaba de un pastor en una situación de esas. ¿Qué signi caba para mí
ser un pastor, de repente? Signi caba no andar en la calle, y no andar en las calles
en esas horas tenía que ver con estar cada vez más cerca de mi casa. Además,
cuando la gente iba entrando y tomando asiento yo levantaba la vista para ver
entre los que estaban en la puerta al pastor Alberto. Estaba seguro de que apenas
apareciera, lo reconocería. Por si acaso, tenía vista la puerta por la que había
entrado el muchacho. Quizás seguía esperando más gente, teniendo en cuenta la
cantidad de sillas vacías que quedaban, cuando un silencio suave comenzó a
posarse sobre el salón como una sábana cayendo sobre una cama. Por eso me
quedé quieto sin decir nada; solamente le sonreía a alguien si sentía que me
miraban con demasiada insistencia.
—Deme un minutito, pastor, que ya termino —me dijo el muchacho.
Me llevé las manos a los bolsillos y entonces me acordé de que necesitaba una
Biblia. Creo que me fui dando ánimos al hacerme el sorprendido y sacar una de
las manos como si tuviera un bicho prendido.
—Perdonen... —dije—. ¡Pero saben que no sé por qué se me olvidó la
Biblia!...
En ese mismo instante, el muchacho había empezado a martillar sobre la
cruz.
Nadie me había escuchado.
—No sé si alguien me puede prestar una Biblia... —volví a decir cuando se
hizo silencio.
Algunos giraron las cabezas y se miraron entre sí.
Ahí noté algo que se me salió sin que yo lo quisiera. Muchas veces algunas
personas me aseguraban que el acento seguía siendo el mismo por más que yo ya
lo notara haciendo un mayor esfuerzo. Pero cuando pedí la Biblia por segunda
vez, noté con una claridad sorprendente la reaparición del acento. Allí estaba,
semi escondido como un animalito con ganas de exhibirse.
—Yo le presto la mía, pastor —dijo una mujer levantándose.
Era la otra mujer que también me había hablado en la entrada. Tenía el pelo
negro y estaba sentada al lado de la de pelo amarillo.
El muchacho dio varios golpes más y dejó caer un clavo. Colocó otro y
terminó de enderezar la cruz.
—Tuve que poner un clavo nuevo, pastor, porque el otro había dejado un
hueco bastante grande —me dijo acercándose—. Pero corrí también la tabla para
un lado porque si no, no podía meter el otro clavo, ¿vio?
Miré de reojo la cruz; la parte horizontal estaba más larga del lado derecho
que del izquierdo.
Un segundo después el muchacho desapareció tras la puerta del costado y
me quedé solo frente a aquellas personas. Pero la situación no me tomó
desprevenido, porque, mientras observaba al muchacho trabajar contra la cruz,
unas palabras llegaron a mi mente igual que unos pájaros que volaban bajo hasta
decidirse a bajar y hacer nido. Y fue también cuando me acordé de una cosa que
hacía siempre mi madre cuando se ponía a leer la Biblia, y era que la abría por
cualquier parte y arrancaba a leer desde allí como si nada.
—Buenas noches a todos y sean bienvenidos a esta casa del Señor...
La mujer de pelo amarillo sacudió violentamente la cabeza como
interrogando a la de pelo negro. Yo traté de concentrarme más en el acento.
—Es para mí una enorme felicidad encontrarlos a todos ustedes, hermanos,
bajo este techo en el que vamos a encontrar un camino a la salvación de todos
nuestros sufrimientos.
Había casi gritado al nal de estas últimas palabras y observé que varios
ahora se inclinaban con algo en la cara que a mí me llamaba la atención y que no
sabía qué era. Abrí la Biblia al azar y leí de inmediato lo que tenía frente a mis
ojos.
—«Castígalo, mas sin destruir su alma»...
Las dos mujeres cruzaron sus miradas.
—«Castígalo, mas sin destruir su alma»... Esto es lo que dice el Señor,
hermanos.
Y en seguida pensé esto: «O me pongo enérgico, o me pongo enérgico».
—Y yo les estoy preguntando, hermanos, si estas palabras del Señor no nos
vienen muy bien, hermanos. Porque, ¿quién me dice que es lo mismo «castigar»
que «destruir»? ¿Porque acaso no vemos nosotros, hermanos, cuánto se castiga
en esta sociedad destruyendo también? ¡En vez de castigar sin destruir,
hermanos!... ¡Que no es lo mismo!...
Yo volcaba toda mi atención en esas caras que me estaban mirando y me daba
cuenta de que me oían, de que lo que les decía era como una instrucción que no
terminaba nunca de completarse. Pero más me jaba en las caras, para no tener
mis ojos en la puerta de entrada.
Hago ahora un corte. Porque, si digo la verdad, tengo que decir que hasta ese
momento no tenía ni idea de qué iba a hablar. Giré de pronto la cabeza a la
derecha y vi de nuevo la puerta por la que se había ido el muchacho. Y antes de
volver una vez más a observar al público, me detuve en la cruz. Le estaba pasando
algo bastante obvio. La parte derecha, que era más larga, se había inclinado con el
peso. El clavo no estaba bien clavado. Ahora la tabla horizontal de la cruz estaba
de nuevo torcida.
—Estoy hablando de los niños y de los jóvenes. Y sobre todo de los jóvenes.
¿Cuántas veces escuchamos la frase «Juventud, divino tesoro»? ¿Y cuántas veces
la decimos y la repetimos sin decirla de verdad? porque, ¿cuánto hacemos
nosotros, hermanos, por la juventud para que termine siendo el divino tesoro
que queremos? Los jóvenes son los que más están sufriendo, hermanos, los que
más solos están, ¡los que no se pueden encontrar con la palabra del Señor! Los
jóvenes son nuestro rebaño y los estamos desperdiciando. Eso es lo que estaba
pensando y lo que quería hablar esta noche con ustedes, hermanos.
Y estas fueron las palabras que cambiaron todo. Porque hasta ese momento
lo único que me dominaba era el susto de que apareciera por la puerta aquel que
no debía aparecer. Pero me escuché hablando del rebaño y todo eso, y vino a mí
cierta emoción rarísima que se iba con rmando en las caras de todos. Para
terminar de ser sincero, me acuerdo de que hice una pausa y me dije a mí mismo:
«¡Mierda! ¡Cómo me está gustando esto!» Esa voz en mi interior fue demasiado
fuerte y me dio miedo haberla pronunciado realmente. En frente solo
encontraba rostros atentos a todo lo que yo les podía decir. Y era el principio. Si
sigo haciendo memoria también recuerdo algunas cosas que dije y que se fueron
haciendo tan rápidas que casi me parecía que las veía pasar. Hablaba de la
cantidad de cosas que los jóvenes perseguían en la sociedad y que eran del todo
inútiles para su verdadera vida, aquella vida en la que solamente había lugar para
el Señor. Y cómo empezó a alegrarse e interesarse la gente cuando comencé a
comparar las cosas que los jóvenes de antes teníamos y que los jóvenes de esos
días no tenían. Cosas que no tenían nada que ver con la tecnología... Entonces
les hablaba de que teníamos tiempo para las cosas del espíritu y el corazón, que
eran las cosas que nos acercaban a Nuestro Señor Jesucristo y su Señor Padre.
Pero la emoción se me cortó cuando en la puerta de entrada se recortó una gura
que yo conocía de antes. Era un hombre delgado, y alto, muy alto. Llegó sin que
los demás lo vieran y se sentó de inmediato en una de las sillas más próximas a la
puerta. Yo estaba tratando de darle una forma nal a todo lo que había estado
diciendo, terminar de saludar a todos y subirme al auto o a la moto de alguno y
pedirle que me dejara en alguna calle cerca de mi casa. Pero el asunto se
complicaba con aquel hombre sentado al fondo. Un hombre que antes había
sido la gura que aparecía y desaparecía cuando yo doblaba por una esquina. Así
que me había encontrado luego de todo ese tiempo. De vez en cuando lo
observaba al hablar como para recordarle que lo único que él había visto también
era la forma lejana de un hombre con saco, un hombre con saco que no tenía
semejanza con el padre Alberto, que por supuesto era yo. Por las dudas miré otra
vez la puerta del costado y de nuevo pasé la vista por la cruz. La tabla seguía
perdiendo la horizontalidad hacia la derecha. Parecía un minutero.
Tuve que volver a hacer otro gran esfuerzo para poder darle n a mis
palabras de la manera más natural y hacerle pensar a aquel hombre que yo no era
como el asesino que buscaba. Pero encontré que el hombre se concentraba cada
vez más en mis palabras. Y ahí mismo hallé algo que quería. Y era la relación
entre todo lo que había dicho sobre los jóvenes y lo que había encontrado al
inicio en la Biblia. Así que terminé apoyando que se castigara a los jóvenes para
corregirlos y apartarlos del mal, devolviéndolos al Señor. Me había costado un
poco explicar cómo había que hacer para castigar sin destruir el alma, y la verdad
es que me entreveré un poco. Incluso en cierto instante dije que una buena
paliza de vez en cuando no podía nunca estar mal si se hacía con el amor del que
tiene ganas de corregir.
—¿Cuántos de los que estamos hoy aquí reunidos, hermanos, nos
enderezamos en el momento justo gracias a una paliza oportuna?
Algunas cabezas hicieron hacia arriba y hacia abajo y fueron pocas cosas más
las que dije. Luego pedí una bendición, dije «Amén» y todos se levantaron y
empezaron a marchar hacia mí. Al frente iban las dos mujeres que tanto me
habían hablado y ayudado.
—Pastor —dijo la de pelo negro— yo quería agradecerle lo que dijo y que
empezara a venir acá. Para mí es muy importante todo el tema que usted tocó
porque soy madre sola con un hijo adolescente, justamente... Y...
La mujer de pelo amarillo la interrumpió.
—A mí lo que me llamó la atención, pastor, es cómo usted con palabras
sencillas y corrientes habló también de cosas muy importantes...
Las dos mujeres se me acercaron más.
Desde la parte de atrás algunos hombres me felicitaban y agradecían para
luego darse vuelta hacia la salida. Otra mujer me pedía una bendición. En eso
estaba cuando noté que me acariciaban la mano izquierda. Ocurrió mientras
observaba cómo también se unía al grupo el hombre de gura delgada y muy
alta. El tiempo no me dio para saber si la que había hecho eso había sido la mujer
de pelo amarillo o la de pelo negro. El hombre muy alto terminó de acercarse
mirando a los demás con mucha timidez, pero nadie lo registraba. Todos me
veían a mí y querían saber algunas cosas más sobre mis ideas acerca de la
juventud y cómo castigarla. Después me tocaron otra vez la mano izquierda y
empecé a preocuparme, esa vez estaba seguro de que había sido la mujer de pelo
negro, sobre todo porque enseguida la otra mujer se quedó con ese aire de las
personas que son interrumpidas en la ocasión menos oportuna.
El hombre muy alto estaba ahora a un solo paso, y le pedía permiso a un par
de viejas, justo cuando percibí que otra vez me rozaban la mano. Si me dejaba
llevar por la cara de la mujer de pelo negro, esa vez había sido la otra. La gente
que a mi alrededor me seguía pidiendo consejos para hijos o sobrinos lejanos no
sabía nada de lo que estaba pasando a mi izquierda, muy por debajo. Hasta que
sentí que aquello ya no tenía disimulo: mi mano iba siendo acariciada una y otra
vez por ambas mujeres y las caricias de a poco cedieron ante un forcejeo que
empezaba a lastimarme. Las uñas de las mujeres se me clavaban sin ninguna
consideración sobre el dorso de la mano. Y llegó un segundo en que no quedaba
nada más que la reacción de la mujer de pelo amarillo, que se tiró sobre la otra
buscándole los pelos negros.
—¡Siempre la misma puta vos!
Allí vi mi oportunidad clarísima. Pero también era una lástima, porque si no
hubiera aparecido aquel hombre yo podría haber seguido hasta lograr lo que
quería. Mientras todos gritaban y se sacudían de un lado para el otro tratando de
separar a las mujeres y levantarlas del suelo, yo fui dando una vuelta como
queriendo ayudar y pasé por entre un par de hombres hasta llegar al pasillo. Al
hombre muy alto no lo vi en un primer momento; estaba ayudando a levantar a
una de las mujeres.
En la calle me quité el saco por las dudas. Caminaba pre riendo cualquiera
de las veredas donde hubiera árboles y con la idea ja de hacer un camino lo más
recto posible hasta llegar a mi casa, siempre y cuando pudiera evitar las cercanías
del barrio en que había empezado todo. Hice cuatro o cinco cuadras hasta que
escuché a mis espaldas el repicar de los tacos de unos zapatos.
—Espere, pastor...
El hombre muy alto estaba allí nomás, a cuatro o cinco pasos. Era imposible,
y una estupidez, escapar corriendo.
—Casi le pierdo el rastro... —agregó, respirando de forma entrecortada.
Yo no dije nada. Esperaba tan solo unos segundos a que la situación cobrara
una forma más o menos clara a mi manera de ver.
Caminamos unos metros más en completo silencio hasta que el otro no se
aguantó más.
—¿Para dónde va?... ¡Lo acompaño! —dijo.
—Estaba yendo para mi casa... —le respondí—. Pero después de eso tan
vergonzoso pre ero caminar para pensar y pedir el perdón...
—Comprendo.
Yo lo observaba de costado teniendo en cuenta cualquier movimiento que
hiciera con los brazos. En cualquiera otra ocasión, cualquiera otra noche de mi
vida, yo habría tomado la iniciativa y le hubiera dado una piña en el medio de la
pera. Pero ya no podía. Lo único que me quedaba hacer era caminar y
escucharlo.
—No sé quién es usted —dijo—. Pero déjeme decirle que nunca había
escuchado una cosa así.
No sé qué tipo de respuesta estuve por dar, pero el hombre no me dejó
hablar.
—Lo invito a cenar a mi casa —agregó—. Si puede... tampoco quiero
quitarle su tiempo.
Oír la palabra «cenar» fue como haberme desarmado de todas las
descon anzas que había acumulado en toda la noche. Sin que el hombre se diera
cuenta, yo trataba de acelerar el paso para llegar de una buena vez por todas
adonde me quería llevar.
—Como le decía recién... No sé quién es usted, pero cómo me gustó todo lo
que dijo... ¿Cómo se llama?
—¡Cómo! Soy el pastor Alberto...
—Mire... Ya está... ¡Déjese de joder que yo soy el pastor Alberto!
Cuando escuché esas palabras quedé como entregado dulcemente a lo que
pasara. Nos callamos del todo y seguimos caminando.
El pastor Alberto tenía de todo en la heladera; se veía que le iba bien en la
vida. Era un hombre solo y eso le ayudaba en algunas cosas. Uno entraba a la casa
y notaba en seguida que no le faltaba nada, aunque tampoco había mucha cosa
para ver. Me había servido un plato inmenso de arroz con pollo, y mientras yo
comía como un animal él me hablaba y me hablaba de la vida de pastor y de los
problemas que encontraba en la gente que visitaba los templos por los que había
andado.
En cierto momento de la conversación, me di cuenta de que el pastor
Alberto estaba esperando que yo terminara de comer para poder hablar de otra
cosa. Yo no quería pasar por grosero, pero la verdad es que no lo podía escuchar
del todo con el ruido que hacía la comida en mi boca. Él, sin embargo, comía a su
manera, como si no le importara, y se sonreía cuando a mí se me chorreaba el
vino por la barba.
Estuvimos así hasta que de repente ya no quedaba nada más para hacer. A mí
me empezó a venir una incómoda sensación de alguna cosa que el pastor Alberto
pudiera querer de mí y que yo a mi vez no le pudiera dar.
—¿Sabe una cosa? —preguntó—. ¿Sabe por qué llegué tan tarde hoy?... Le
digo... Hace tiempo que ando de templo en templo, de barrio en barrio. Y mire
que he andado entre gente de todo tipo... Pero cuando a uno no lo oyen es como
si estuviera pintado en la pared. Para esa gente usted no habla y punto. Es como
una cosa que viene de arriba, ¿vio? ¿Me entiende?
En realidad, no entendía mucho, pero sentí que lo único que podía hacer era
mirar a un lugar más o menos alejado, entre el borde opuesto de la mesa y la línea
en que se unían el techo y la pared.
—La verdad que me va a tener que disculpar... —le dije.
—¿Disculpar qué?... A ver... —el pastor Alberto hizo una pausa y puso
todos los cubiertos dentro de su plato—. Una gente fue a hablar conmigo hace
unas semanas para saber si yo no podía empezar a ir a un templo que se había
hecho hace poco. Usted ya se gura cuál es... Y yo pensé otra vez que era gente
que no me conocía, que yo... a ver cómo se lo explico, que yo me iba a hacer
entender, o que las palabras me iban a salir bien. Cuando hoy se hizo la hora, me
quedé sentado en esta misma mesa. Estuve un buen rato acá sentado. Hasta que
de repente sentí algo raro, una cosa que nunca había sentido. Entonces agarré
mis cosas, salí de casa y empecé a caminar. Y lo que pasó es que llego y me lo
encuentro a usted hablando de la juventud. Si le soy sincero le voy a decir que no
entendí muy bien lo que dijo, en una de esas porque llegué tarde, ¿no?... pero la
verdad que no podía creer lo que veía.
El pastor Alberto se quedaba mirando la mesa, y yo me miraba desde el otro
lado como si fuera de lo peor.
—¿Le gusta el huevo batido? —me preguntó de golpe.
No se me ocurrió nada para decirle.
—Tiene ahí en la heladera... Sírvase, sírvase si le gusta para postre... Yo me
voy al baño.
Me quedé allí entonces esperando que él se fuera para abrir la heladera y
calcular cuánto tendría que quedar en el recipiente con huevo batido para que el
pastor Alberto no se enojara a la vuelta.
Pero no pude llegar a comer nada. Cuando sonó el tiro, me vino tal
sobresalto que terminé tirando el huevo batido por toda la mesa.
Y ahora voy a agregar esto: yo podría haber saltado por una ventana y haber
empezado a correr una vez más. Pero no; fui hasta el baño y traté de abrir la
puerta. El pastor Alberto estaba ahí nomás, y yo tenía que hacer mucha fuerza
para poder abrir unos centímetros y llegar a verle algunos mechones de su pelo
ennegrecido y brillante.
El pastor Alberto tenía muchos vecinos. Cuando abrí la puerta de calle,
estaban todos allí.
Entonces empezaron muchos problemas.
Liz Haedo

(Asunción, 1986)
Escritora y guionista. Trabaja en campo del cine. Actualmente se forma como
guionista en la Universidad Nacional de las Artes de Buenos Aires (UNA).
En 2010 publicó un cuento en la antología El tsunami del río Paraguay, editado
por el Centro Cultural Juan de Salazar. En 2018 publicó su primera antología de
cuentos, Pieles de papel, mediante el Fondo Editorial de la Sociedad de Escritores
del Paraguay (SEP), libro que obtuvo el premio «Edward and Lily Tuck» 2020,
otorgado por el PEN Club de los Estados Unidos. En 2019 se publicó su
plaquette Paréntesis abiertos. Algunos de sus cuentos han recibido menciones y
premios en concursos literarios nacionales.
Cubierta de arena
Los gritos de mujer y el llanto de una niña pequeña se fusionan con la
respiración acelerada y los latidos del corazón de Blasito, quien camina a tientas
en la penumbra de su casa. Desde la puerta semiabierta, los ojos de él con rman
lo que su corazón se temía. Su hermanita lloriquea desde una habitación
contigua. El portón de la casa está abierto, y hay un balde al otro lado. Los gritos
y las amenazas entran a los oídos de Blasito tan dolorosamente que salen por sus
ojos en torrentes. Su mamá sujeta del brazo a su emperrado padrastro que
vocifera amenazas cada vez más violentas contra un hombre, que yace empapado
de agua a sus pies y solo balbucea: «¿Teo? ¿Teo?». Blasito cierra los ojos llorosos
deseando que ese hombre tirado no sea quien es. Para su tristeza, desde que
recuerda, todos los hombres tirados en el suelo le sugieren siempre a un solo
hombre: su papá.
Un hombre, que tambalea sobre sus propios pies, trata de intermediar con
un «Tranquilo nomás, voy a llevarlo ya a su casa».
«Te voy a matar a balazos, borracho de mierda», escupe su padrastro sobre
su papá. Aquellas palabras, las últimas al menos, impactan contra el pecho de
Blasito. Su hermanita llora con más intensidad.
Los vecinos solo atinan a mirar, desde la discreción de sus casas, la escena que
se volvió recurrente desde hace un tiempo.
Su padrastro accede al «¡Vamos, vamos! No le hagas más caso. No vale la
pena» de su atemorizada mamá.
El borracho trata de levantar a su papá, quien también apenas puede
mantenerse parado. «¡Andá a llamarle a tu esposa enfrente de tu casa, no acá!»
grita el padrastro con su enloquecido vozarrón.
El borracho y su papá se alejan bamboleando. Blasito, aún anestesiado,
corretea para su dormitorio sin sentir los golpes que la penumbra le arremete en
las piernas. Sus ojos brillan en la oscuridad de esa noche, que, como otras, sabe
será muy larga.
---
Blasito va y vuelve de la escuela siempre por el mismo camino. Podría
tomarse uno más corto, e ir y volver con todos los otros niños. Pero pre ere ese,
porque es la calle de la gomería de su papá.
Está en quinto, desde el primer grado recuerda que pasa con los ojos jos
hacia el local y anhela ver a su papá siempre alto y sucio, y gordo por ahora; ya sea
arreglando alguna rueda, in ando una cámara o simplemente tomando tereré
con algunos de sus empleados. Y cuando no lo veía, le gustaba detenerse un largo
rato mirando la rueda grande y vieja que ostenta en blanco: «Gomería Blasito».
Le encantaba saber que ese lugar tenía su nombre. Se sentía orgulloso de que
aquel hombre fuera su papá, aunque un padre ausente por más que sean vecinos.
Lo quería más allá de lo que dijera su mamá, su padrastro y todo el barrio.
Esa tarde, la puerta de la gomería está abierta, pero no había ni clientes ni
trabajadores cerca. Blasito se asusta y ni siquiera puede concentrarse en la rueda-
cartel, solo en aquella puerta abierta por donde no entra ni sale nadie. Su
corazón late cada vez con mayor aceleración hasta el punto de que sus latidos
anulan el ruido del asfalto. Alguien cruza la puerta, es su papá. Lleva en las
manos una cámara de auto. Está tan absorto en su trabajo que no repara en él.
Blasito corre para su casa. Igual está feliz. Es tarde.
---
Desde anoche siente que no quiere a su padrastro, tampoco está seguro de
querer más a su mamá. Aunque piense que él no es malo, que solo se enoja fácil.
Y tiene siempre un arma en la guantera de su auto o en el cajón de su mesita de
luz. «Él es cambista, anda siempre por las calles. Tiene que cuidarse», recuerda
las palabras de su mamá.
Esa noche, el padrastro y su mamá seguían discutiendo lo que había
ocurrido la noche anterior. «Ese tipo siempre va a venir a hacer lo mismo.
Trauma a las criaturas. Hace dos años que estoy con vos y no hubo mes que no
viniera a molestar. Se emborracha y viene. ¿Por qué carajos nunca viene sobrio?
Estoy cansado de él, y si sigue así voy a terminar matándolo, Celia», dice su
padrastro. Su mamá trata de calmarlo. Blasito, atemorizado, sale para el patio con
un balde en la mano. Pone el balde boca abajo a los pies de la muralla y se ubica
sobre él. Casi en la otra esquina, está el almacén «La esperanza», en cuya entrada
hay un asiento hecho de material en forma de L, donde en general se congregan
los clientes a emborracharse. Su papá tomaba botella tras otra de cerveza,
últimamente mucho más que antes. Esa noche, para su tranquilidad, su papá no
está ahí junto con los otros. «¿Blasito, dónde estás?», llama su mamá.
---
Blasito, vestido de escolar, está caminando lentamente por una vereda
cubierta de arena. A un metro de él está la calle asfaltada, vacía. El sol trata de
liberar sus rayos, pero es espesa la manta gris que viste el cielo en toda su
extensión.
Distingue que en la entrada de la «Gomería Blasito», entre ruedas y
cámaras, hay muchas personas cubiertas con andrajos totalmente ennegrecidos.
Todas con la cabeza gacha y en silencio. Blasito trata de moverse y acercarse a
aquella multitud, pero sus pies están inmóviles, varados en la arena. Y su voz
como también sofocada en la arena.
Despierta como si alguien lo arrancara de aquella pesadilla. Sus ojos se llenan
de lágrimas. Se levanta con cuidado y va hasta la muralla, sube al balde. La
cortina de hierro del almacén está bajada. El portón está cerrado, al otro lado,
solo algunos perros ladran de vez en cuando.
---
Esa noche de domingo, su papá estaba tomando desde la tarde en el almacén
del barrio junto con otros hombres. Para Blasito, desde hace un tiempo, todos los
domingos saben grises y tristes. Luego del almuerzo, siempre va y viene
disimuladamente para la muralla. Ahí, a metros nada más, está su papá, sobrio
aún, dispuesto a beber hasta que sus penas y fracasos sean tan insoportables que
tenga que caminar tambaleante hasta el portón de su casa, y llame como siempre
a su mamá con el nombre de su esposa actual, Teo. Nuevamente su padrastro,
luego de mucha paciencia, saldría, pero esta vez con un arma en mano. Su papá
ni siquiera tendría tiempo de decir lo de siempre: «Vengo a ver a Blasito», para
luego olvidarse de él y empezar a llamar a su mamá con el nombre de otra.
Desea ir hasta el almacén y decirle todo a su papá. Todo. Pero piensa que su
padrastro no lo dejaría.
Su padrastro, ante tal barullo, sale al patio con su hija en brazo y camina
hacia la muralla. Blasito lo ve acercarse lentamente con el arma en la mano.
Cierra y abre los ojos y no ve más tal arma. Piensa si aún estará en al cajón. Podría
esconderlo, nadie lo sabría.
Blasito se mueve de un lado a otro en la cama, con los ojos grandes bien
abiertos. No puede dormir, ni quiere. El silencio atrozmente ampli ca los ruidos
de la calle. Escucha que el almacenero baja la cortina de hierro. Al rato, una
seguidilla de voces encimadas y risas. Empieza a temblar y contener las lágrimas.
Se levanta. Las voces parecen alejarse o aproximarse, no entiende más nada. Se
sienta en el borde de la cama esperando. Cierra los ojos y ve a su papá caminando
oscilante hasta el portón de su casa y gritar y gritar hasta que su padrastro
despierte. Luego el arma y un disparo. Abre los ojos, solo el silencio merodea el
alma de esa noche, que, sabe, será larga. Su corazón vuelve a respirar.
---
«¡Blasito! ¡Blasito! Despertate, hijo». Blasito abre los ojos en los ojos rojos y
llenos de lágrimas de su mamá. No puede moverse, no puede pensar en nada,
apenas escucha. «Tu papá...», y las lágrimas ahogan sus palabras. «Hijo, tu papá,
tu papá... murió esta madrugada de un pa...» y no escucha más nada. Blasito sale
corriendo en pijama y descalzo de su dormitorio. Cruza el pasillo, el comedor y
abre la puerta. Luego, tan rápido, el patio, el portón, la calle, las cuadras y
nalmente está parado frente a la «Gomería Blasito».
La puerta está cerrada. Las lágrimas brotan de sus ojos y caen sobre la arena y
sus pies. «Va a venir enseguida», se repite una y otra vez. Camina como
desarmándose con cada paso y se acurruca en la rueda-cartel para esperarlo.
Martín Lasalt

(Montevideo, 1977)
Es autor de las novelas La entrada al Paraíso (2015), Pichis (2016), La subversión
de la lluvia (2017). Ha colaborado en volúmenes colectivos y antologías como
8cho & 8cho (2014), 13 que cuentan (2016), 25/40 Narradores de la Banda
Oriental (2018), Las historias que Fressia no contó (2018). La entrada al Paraíso
obtuvo el premio «Narradores de la Banda Oriental 2014», fue nominada como
una de las mejores tres novelas de 2015 por la Cámara Uruguaya del Libro y en
2017 el Ministerio de Educación y Cultura la distinguió con el Premio «Ópera
Prima». En 2016, tras la publicación de sus primeras dos novelas, la Cámara
Uruguaya del Libro le otorgó el Premio «Bartolomé Hidalgo», categoría
Revelación. En 2018, La entrada al Paraíso fue publicada en Argentina por
Editorial Conejos, y Pichis traducida y publicada en Francia por Editorial L
´atinoir. En 2017, obtuvo el Primer Premio de «Narrativa Inédita» del MEC por
el volumen de cuentos Un odio cansado, posteriormente publicado por Fin de
Siglo. En 2019, obtuvo el Segundo Premio de «Narrativa Édita» por la novela La
subversión de la lluvia.
La vida real de
Karl Kristo ersen
Karl Kristo ersen falleció a los setenta y ocho años. Había escrito y dirigido
nueve largometrajes, doce obras de teatro y dos miniseries históricas para la
televisión sueca. Cuando encontraron su cuerpo en la casa de la playa habían
pasado apenas nueve días desde el n del rodaje de Ångest (Angustia).
Queremos decir que por respeto a la obra de su juventud nos hubiera
gustado faltar al preestreno. El maestro había pasado los últimos treinta años
copiándose y el Instituto le aprobaba presupuesto solo porque era él. Estaba senil
y todo el mundo se había dado cuenta, pero parecía que nadie se atrevía a decirlo
en voz alta. Sin embargo, desde los carteles dispuestos en el hall, Signe Nilsson —
su última actriz fetiche, quizás desnuda más allá de los límites del cuadro— nos
mira de cierta manera, y además está la luz tibia, el olor triste de la moquette y la
destilación nostálgica de los a ches antiguos y aun de los nuevos, que nos
inducen a un estado hipnótico ya antes de atravesar las puertas de la sala.
Cuando llegamos a las butacas somos exactamente los ciné los incondicionales
con los que contaba Kristo ersen. Poco queda de nuestro sentido común.
Apenas recordamos los motivos por los que hemos insultado al maestro con
frases que creímos geniales de camino al cine, y que por fortuna no anotamos.
Nos queda solo la mentira más ridícula: haber venido para asistir al nacimiento
de una estrella: Signe Nilsson, que promete. Pero aquí, con las luces aún
encendidas e in uidos por la gravitación de la película agazapada en el proyector,
aceptamos la simple verdad de que necesitamos a Kristo ersen como a una droga
antigua, y que de Signe solo queremos su desnudez.
Pocos minutos más tarde nos volvemos a sentir como viejas esposas
defraudadas. Desde un tren en marcha, Signe mira los prados bañados por la luz
sesgada del amanecer o el atardecer, y antes de que pase otra cosa (que una
anciana se siente frente a ella y lea un libro con caracteres cirílicos), pasan siete
minutos y veinte segundos. No habrá sorpresa, ya lo sabemos, Ångest es más de
lo mismo: una quietud sobreactuada, mundos interiores de los que no nos
vamos a enterar, y referencias a políticas regionales y traumas de la infancia que
no nos interesan, así que en lugar de seguir la historia —inexistente hasta el
momento—, nos interesamos por la arqueología más o menos fácil del rodaje; en
algo debemos ocupar la atención. Rearmamos la realidad de la segunda semana
de grabación a partir del montaje tenso y rabioso de la vieja Helga Bauer, de las
luces arti ciales y los rebotes demasiado duros de Anders Von Husen, del
maquillaje, el vestuario y los peinados teatrales de las hermanas Lundberg, y de
ese modo llegamos a ver casi sin distracciones a la actriz Signe Nilsson en la
escenografía de un vagón, dentro del estudio del Instituto, que mira el paisaje
falso a través de la ventana, y para nuestra desazón, hasta alcanzamos a reconocer
la corriente entre ella y el director. Es escandaloso el cuidado de los movimientos
de Nilsson, el miedo que parece mantenerla cautiva. Recordamos que antes de
sentarse acomodó las maletas y pudimos ver las curvas de los senos y nos
incomodó cuánto le incomodaba a ella que la miráramos así —que miramos lo
que mira Kristo ersen—, y luego se sentó a ver el paisaje, y no hemos
presenciado desde ese momento más que el devenir del asco, la bronca y el temor
en la muchacha. Si algo ha pasado en la pantalla es esa tortura silenciosa en la que
ella hace equilibrio sin que entendamos por qué, como una tigresa que bien
podría matar al domador de un zarpazo y, sin embargo, obedece. Es evidente que
la bella Signe sucumbió al igual que todas sus predecesoras a los encantos de
vampiro del viejo Kristo ersen y fue llevada como en un sueño a la vieja cabaña
de la playa, donde todo debe ocurrir en blanco y negro. Signe entra a la cabaña y
tiembla un poco, de frío o de miedo, y mira a Kristo ersen con sus ojos
transparentes. Ahora vemos que tienen una belleza vertiginosa, violenta, una luz
abstracta y a la vez una lubricidad de joya viviente del fondo de los mares, que
solo pueden tener las muchachas que han padecido a Kristo ersen, para salir de
sus capullos convertidas en seres superiores a él. Llegados a este punto, cuando la
pensamos en la cabaña donde el viejo ha esclavizado a todas sus ninfas, ya nos
hemos enamorado de Signe, y nos decimos «¡qué mujer!», y después «¡y
Kristo ersen!», porque no puede ser: ¡miren a ese viejo asqueroso arrancando el
barro de sus botas antes de entrar! La puerta se cierra y el silencio ya los ha
desnudado, entonces ella señala la estufa un poco para no mirar a Kristo ersen y
pregunta por la leña y él ríe de manera tétrica. De pronto nos enceguece el
cuerpo demasiado hermoso de Signe y la imaginación funde a negro para no ver
las garras del monstruo que lo recorren, pero escuchamos el largo quejido de
híbrido mitológico del viejo, hasta que en un fogonazo de revelación y éxtasis
dice «Gud» (Dios). Pero entonces pensamos que realmente pasa lo contrario, o
casi: cuando ella se desnuda el viejo cae fulminado por un terror inextricable y la
muchacha lo ve aplastado en el suelo y se asoma a la compasión, pero da un paso
atrás.
En la sala del cine hay un espíritu colectivo de impaciencia: es que no ven lo
que nosotros. En la pantalla, Signe mira a la señora que lee un libro, suponemos
que en ruso. Solo la mira, impávida, y otra vez nos quedamos sin saber qué
quiere decir Kristo ersen. Quizás la vieja sea una metáfora de ella misma, o de
una madre con la que la muchacha no consigue comunicarse, o quizás la vieja
tenga el conocimiento de lo que vendrá y que Signe, o Karina —que así se llama
el personaje de Ångest—, intenta descifrar. O quizás Signe hace como que mira a
la vieja, pero en realidad recuerda que al despertarse en la cabaña se sienta en la
cama, enciende un cigarrillo y habla de su niñez. Se cubre con la manta, pero deja
un seno fuera, porque no se da cuenta, porque no le importa, o porque ella no
puede evitar la estética del ojo que la mira —el de Kristo ersen, que lo ve todo,
aunque duerma—, y el seno alumbra la cabaña como en un cuadro holandés. La
muchacha cuenta con lujo de detalles un día en la escuela primaria (clases de
piano, un niño que le decía malas palabras, un profesor nazi, la nieve, un perro
que se llamaba Olsson, el primer beso). Luego amanece, pasa el lechero, llueve,
escampa, y ella sigue hablando mientras Kristo ersen ronca. Entonces Karina
baja del tren y mira a la cámara, y la cámara se aleja, se eleva con unos sacudones
que nos hacen pensar en la grúa y en todo el equipo de técnicos escondidos y
sudando bajo el látigo del director. La cabeza rubia se pierde en un río de
cabezas, y ahora no tenemos dudas de que Signe llora al borde de la cama. En el
cenicero hay una montaña de cenizas y colillas. Kristo ersen despierta y se
levanta, y ella ve en detalle todos los aspectos de sus nalgas viejas cuando camina
hacia el baño, pero nunca deja de hablar de la escuela con esa voz suave y
quebrada por la dureza del idioma que ella usa con disciplina de gimnasta. En la
película, Karina sube a un taxi, dice la dirección y responde un lugar común
sobre el clima y nosotros pensamos algo como «descansa, Signe, ya no hables en
sueco», pero ella mira el paisaje y en su mirada no estamos nosotros, ni el taxista,
ni siquiera el viejo Kristo ersen, y nos sentimos idiotas. ¡Signe!
Kristo ersen prepara el desayuno para los dos y se come su porción,
despacio, pero sin pausa. Termina, y como ella sigue hablando y la comida se
enfría, se come también la porción de Signe. Luego se limpia los dientes con una
cuchilla ballenera y gruñe con los ojos extraviados, y nos damos cuenta del
horrendo olor a caries que debió tener Kristo ersen (recordamos las entrevistas,
cigarrillo en mano, los acercamientos pornográ cos de la televisión, las manchas
en los dedos, los labios nos y los dientes oscurecidos), y vemos los labios de
Signe, que ha permanecido de continuo en plano, y otra vez pensamos: «¡no
puede ser!», y nos preguntamos qué podía justi car que haya usado sus encantos
para llevarse a Kristo ersen como en sueños a la cabaña de la playa. Porque ya
estamos seguros de que todo lo ha hecho ella, y también creemos que grita en la
cabaña cuando se da cuenta de que todo pasó según su voluntad.
Karina baja del taxi y camina por un barrio obrero en el que no se oye otra
cosa que el crujir de sus pasos en la nieve, y sentimos que algo crece detrás y está
por estallar a través del blanco, y nos gusta pensar que eso es maestría, la
comunicación de Kristo ersen y la vieja Helga Bauer, genios adelantados a su
tiempo, pero bien puede pasar que no lo hagan a propósito, que Bauer haya
editado con la mente puesta en algo y nosotros acá esperamos otra cosa, y por eso
sentimos que la paz perfecta de Karina no puede durar, que algo nos reventará en
la cara de un momento a otro. «¡La cabaña!», nos decimos. Y volvemos para ver
que después del grito solo se oye el silbido del viento. Kristo ersen mira a la
muchacha tan jamente que parece muerto. Está practicando, porque se va a
morir ocho semanas más tarde. Ella le grita «¡Karl! ¡Karl!», quiere que reaccione,
y él nada, como si le hubiera dado un ataque, pero es solo que no tiene voluntad
y se siente humillado, y se hace el loco, como a menudo pasa con los viejos hijos
de puta. Entonces ella siente todo el peso de su soledad, acepta el juego en el que
el viejo es ya un cadáver y se viste con torpeza y corre afuera para respirar el aire
helado. Se aleja y llora alumbrada por el sol del horizonte hasta que empieza a
reír. La playa se vuelve a todo color, el mar es verde y azul, y ella tiene el pelo muy
amarillo. Se va. Más adelante puede verse un pescador que remolca un bote hacia
la orilla (o no hay bote ni pescador, ella no necesita hombres ni símbolos fálicos
para dirigirse al horizonte, aunque cuando esté lejos —quizás hoy en Malmo,
sola frente a una sopa de arenque—, vuelva a llorar). Kristo ersen aprendió ese
día, a los setenta y ocho años, que no está bien ser un hijo de puta. Después se
durmió y no volvió a despertar. En su último sueño antes de morir dirigió Ångest
durante seis semanas y nadie se dio cuenta de que no era él, sino el re ejo del
sueño que se imitaba. Como siempre, despotricó contra los técnicos, contra el
clima escandinavo, contra el Instituto, pero parecía mejor artista, más
comprometido y verdadero, cuando hacía hasta cuarenta tomas, cuando se peleó
con Helga Bauer, cuando mandó despedir al jefe de eléctricos. Terminó el rodaje
y él siguió en el sueño. Volvió a la casa de la playa, vio amaneceres y atardeceres,
habló con un perro que tuvo en su juventud, fumó, bebió, volvió a leer los libros
de sus trece años solo por sobrevolar el sendero de sus pensamientos de entonces,
y el último día de su vida dijo «Gud», y se murió. Así fue como terminó la vida
real de Karl Kristo ersen. Luego las llamadas sin respuesta, la alarma de la
productora, del Instituto, de la familia. Una exesposa que sobrevuela Europa con
el corazón roto de toda la vida. La noticia que repercute en la radio, la televisión,
los portales y los diarios. Helga Bauer termina el montaje en tiempo récord,
quizás porque no siente en la nuca los ojos del maldito Karl Kristo ersen. La
cinta clasi ca de inmediato en Cannes. Y nosotros en la butaca, frente a los
fotogramas que corren sobre la pantalla: Signe, un tren, un libro, una anciana,
un barrio en ruinas, una escalera, un cuarteto acartonado que interpreta a Bach
en un salón azul, etcétera, ¿qué importa eso?
Ricardo Loup

(Asunción, 1986)
Abogado por la Universidad Nacional de Asunción y docente universitario.
Integró diversos talleres literarios. Varios de sus cuentos han sido publicados en
antologías literarias. Ganador del Primer Premio Categoría Mayores en el
Concurso de Cuentos «Club Centenario», años 2015 y 2018, Primer Premio en
el Concurso de Cuentos «Grupo General», año 2014, Segundo Premio y Primera
Mención en el Concurso de Cuentos «Elena Ammatuna», años 2017 y 2015,
respectivamente, Mención Especial en el Concurso Nacional de Ensayos «Rafael
Barret», 2017, entre otros premios y menciones. Además, ha escrito guiones de
cine, ensayos y ha participado de podcasts dedicados a la literatura nacional e
internacional. Es autor del libro Este lado de las cosas, Arandurã 2017.
Un domingo cualquiera
Silvia buscó en la alacena, pero no encontró el café. «Estaré loca», pensó. Estaba
segura de haberlo puesto allí mismo, al lado de los paquetes de azúcar y de deos,
cuando descargó todas las bolsas que había traído del supermercado.
—Sin café, no puedo arrancar —dijo en voz alta.
Era una mañana fría de domingo. Jorge seguía durmiendo, aunque no
tardaría en despertarse al sentir la ausencia de su mujer en la cama. Silvia abrió
más puertas del estante, revolvió paquetes, bolsitas, envases, frascos, pero no
encontró el café. Abrió la heladera, por si, en su confusión del día anterior,
hubiera puesto el café allí. Nada. ¿Qué iba a hacer ahora? Tomó la llave y se
dirigió hacia la puerta, la abrió y salió unos pasos en el patio del frente, bajo el
alero. Lloviznaba, y un suave viento le empezó a arañar la cara. Ni siquiera el
perro que viboreaba entre sus piernas quiso salir al sentir el golpe del aire frío.
«Así, ni en pedo», se dijo, y desistió de ir caminando hasta la despensa de la otra
esquina para comprar un frasco de café.
—Amor, amor… ¡Amor!
Jorge, aún envuelto entre frazadas, abrió los ojos. Su mirada intentó jarse en
la gura de su esposa recortada en la penumbra, sentada en la cama junto a él.
Enterró el rostro en la almohada y se lo restregó murmurando, hasta casi hacerse
daño.
—¿Qué pasó? —dijo con una voz de dormido que sonó como pronunciada
desde dentro de un balde.
—Amor, no hay café —dijo Silvia, suplicante.
—Sí, hay —dijo Jorge, fastidiado—. La vez pasada compraste.
—No, amor, no hay. Ya busqué por todos lados. Andána comprá, por favor.
Jorge se incorporó en la cama y miró irritado a su mujer. Esta, en respuesta,
esforzó su mejor sonrisa, le apretó una mano y le plantó un beso en la mejilla.
—Gracias, amor —dijo antes de que Jorge contestara.
Silvia fue a la sala y encendió el televisor. Vio que su marido se levantaba y
entraba al baño, sin cerrar la puerta tras de sí. Oyó la orina precipitándose en el
sanitario y la cascada del retrete al presionarse el botón. En el poco tiempo que
llevaban de casados, Silvia se había acostumbrado a la intimidad de las cosas más
desagradables y las había aceptado como el inevitable primer paso a la vida
rutinaria y carente de emoción de todo matrimonio que se precie de ser normal.
Pero Jorge era cariñoso, no se emborrachaba, y en general la apoyaba en los
momentos en que ella más necesitaba de alguien. Era su mejor amigo.
Mientras iba cambiando de canal en canal sin ver más de quince segundos lo
que sea que pusieran en la tele, se comió unas rosquitas, así, sin nada, porque el
desayuno sin café con leche no es desayuno. En la habitación oyó el tintineo de la
hebilla del cinturón y el sonido de zapatos al estrellarse contra el piso.
—¡Abrigate, amor! —gritó, escupiendo algunas migajas al sofá.
Jorge salió del dormitorio con el pantalón pijama aún puesto y una gruesa
campera encima.
—Me voy —dijo, plantando un beso corto en los labios de su mujer.
—Dale, amor. Te espero para desayunar.
Silvia oyó la puerta cerrarse, luego escuchó el ruido metálico del portón al ser
abierto y el motor del auto al encenderse. El runrún se intensi có durante un
segundo y luego fue tan solo un sonido inerte que se alejó y terminó por
apagarse a la distancia. Se había quedado sola, con la casa en silencio,
acompañada únicamente por las imágenes mudas del televisor y el perro
tumbado sobre la alfombra. Afuera, una brisa movía las hojas de las plantas y las
ramas golpeaban contra los vidrios. «Sin café, no hay caso», se dijo de nuevo.
Estuvo en el sofá sentada un rato, con los pies sobre los cojines y los brazos
cruzados sobre el pecho. Volvió a sentir frío, así que fue hasta el dormitorio y
tomó el edredón que descansaba sobre la cama desarreglada. Se acostó cuan larga
era sobre el sofá, tapada hasta el mentón con la manta. Vio la tele un minuto
más. Se aburría. Limpiar la casa le daba ojera. Lavar los platos, ni pensarlo, hacía
demasiado frío.
Era domingo por todas partes.
Después de unos minutos, decidió levantarse a beber un poco de agua, y
luego se puso a recoger la ropa extendida detrás de la heladera. En eso, un bultito
llamó su atención. A los pies de la heladera, en la penumbra que se forma entre la
espalda del aparato y la pared, una bolsita blanca se asomaba. Se agachó y la tomó
con los dedos. Dentro, el frasco de café intacto, tal y como lo había recogido de la
góndola del supermercado.
—¡Qué mierda! ¡Se me cayó justo detrás de la heladera!
Fue a buscar el celular para avisar a su marido. Ya había pasado un buen rato,
pero con algo de suerte, podría detenerlo antes de que pagase inútilmente por
otro frasco de café. Tomó el teléfono y se dispuso a marcar. Pero en ese
momento, empezó a entrar una llamada, el celular vibraba en sus manos, la
pantalla se encendió y la palabra «AAMOR» relució en grandes letras blancas.
Deslizó el dedo y se llevó el aparato a la oreja.
—Encontré el café, amor. Justo te iba a…
—Señora —le interrumpió una voz desconocida—, soy bombero. Su marido
tuvo un accidente.
Silvia nunca pudo recordar cómo había llegado al hospital. No se acordaba
de nada de lo que había ocurrido entre la llamada del bombero y el momento en
el que le obligaron a lavarse las manos con yodo para pasar a la sala de terapia
intensiva. En algún lugar entre la maraña de cables, tubos, sondas y vendajes,
estaba el rostro amoratado de su marido. Su cuerpo se había hinchado hasta
cobrar el doble de su tamaño. Le dijeron que el pulmón derecho había
colapsado, aplastado por el impacto. Hubo que extirparle la mitad. En cuanto al
otro, tuvieron que drenarlo, pues estaba lleno de sangre. Le permitieron
quedarse cinco minutos. Un médico con el rostro cubierto con una mascarilla se
le acercó y le advirtió que debía ir afuera a esperar, no se podía quedar más
tiempo.
—¿Se va a salvar, doctor?
—Señora, no le puedo prometer nada. Rece, si le parece que eso puede
ayudar.
Al salir del cuarto, vio a su suegra, sentada en el pasillo. Debió haber sido ella
quien le avisó, pero no se acordaba. La señora lloraba tras sus anteojos sin
monturas, se secaba las lágrimas con un pañuelo desechable. Le preguntó algo,
pero Silvia no comprendió. «Ahí está el médico», le respondió, y se alejó.
Todavía no entendía lo que ocurría. Pensaba que Jorge solo había ido a comprar
café, que volvería en quince minutos. Cerró los ojos, apretó los párpados e
intentó trasladarse nuevamente hasta su sala, a esperar a que Jorge volviera.
Abrió los ojos y vio el mismo pasillo blanquecino en el que enfermeras vestidas
de celeste se paseaban despreocupadas. Miró por una ventana y vio unos pocos
vehículos circular por la avenida. ¿Cómo el mundo puede estar tranquilo, si mi
marido se está muriendo ahí adentro?, pensó.
No alcanzaba a entender lo que la muerte de Jorge podría signi car. No solo
era para ella un futuro de viuda joven, luto y tristeza, sin hijos, sin la realización
de los sueños que habían imaginado juntos. No era únicamente no volver a verlo
nunca más. Su mente giraba y giraba en torno al hecho de que, si Jorge moría,
nunca podría llegar a decirle la verdad. Una verdad que ella había aplazado decir
cada día, cada semana y cada mes del último año. La culpa le reconcomió
durante todo ese tiempo, de tanto ngir, de tanto eludir, de tanto no poder
mirar a su marido con la misma sinceridad con la que él la miraba.
Todo había empezado luego de cumplir el primer aniversario de casados.
Ellos se habían prometido que nunca les sucedería aquello. Caer en la rutina era
un lugar tan común y tan predeciblemente probable, que no les podría ocurrir
nunca. Pero no contaban con el tamaño de los tentáculos de ese pulpo.
Empezaron a quedarse en casa en lugar de salir los viernes. Luego, se dieron
cuenta de que los gastos de la casa no daban para salir los sábados. Al menos, no
todos los sábados. Más que razones económicas, eran razones de pereza. Estaban
cansados, sin ganas, bastaba con una buena película. Pero se dormían antes de
llegar a ver los créditos. Ninguno se preocupó, aunque escuchaban con cierta
envidia las historias de los compañeros de o cina solteros, que habían conocido
tal o cual lugar nuevo, o que habían amanecido con una botella en la mano.
—¿Y vos qué hiciste? —les preguntaban.
—Vi una película buenísima.
Para Silvia nada de esto era un problema. Lo que sí le pareció un problema
fue cuando haciendo recuentos, charlando con amigas y comparando
situaciones, cayó en la cuenta de que solo tenía sexo una vez a la semana. Se
suponía que los nes de semana eso era algo cantado. Pero no siempre ocurría
así. Si, por ejemplo, hacían el amor un martes, el n de semana pasaba de largo.
Una vez a la semana, con precisión matemática, en tanto que cuando eran
novios, tres o cuatro le parecían insu cientes. Cayó en la desesperación.
Cincuenta y dos sesiones por año era una catástrofe. Cierto que ella también
tenía un poco de responsabilidad, porque se dormía temprano y tenía guardadas
sus prendas de lencería na en el fondo del cajón desde hacía demasiado tiempo,
pero allí fallaba algo. Su marido, siempre tan atento en época de cortejo, se había
relajado. Ya no la invitaba a salir, apestaba el cuarto con sus pedos, prefería ir a
jugar fútbol con sus amigos a pasar el n de semana con ella y cuando llegaban
las fechas memorables, le preguntaba directamente qué quería como regalo, en
lugar de esmerarse por darle una sorpresa.
¿Era esa la vida de casada que se había imaginado? No, por cierto, y el hecho
de que varios hombres la siguieran cortejando con una insistencia de perro
callejero, terminaba de convencerla de no ser ella el problema. Pero, aun así,
amaba a su marido, y no podría ser capaz de engañarlo nunca. Mejor divorciada
antes que in el; eso es lo que le imponían sus valores. No es que la religión
hubiera mutilado su sexualidad, como era el caso de muchas de sus amigas. Pero
un cierto sentido del deber, de lo bien hecho, le decía que era mejor mantenerse
lejos de tentaciones peligrosas.
Hasta que conoció a Rubén.
Solo fueron tres encuentros. Se sintió fatal desde el primero. Decidió no
volver a verlo en el segundo. Lloró de remordimiento el tercero. «No podemos
seguir haciendo esto», le dijo por n. Rubén se encogió de hombros: ya había
tenido lo que quería.
Las semanas siguientes fueron como un sube y baja para Silvia. Por las
mañanas, se despedía de su marido con una sonrisa en los labios y un pesar muy,
muy grande en la garganta. Quería confesárselo todo, decirle que él era
maravilloso, que nunca hubiera deseado hacerle eso. Pero las palabras no le
salían, sencillamente, eran demasiado grandes. Se lo contó a una amiga. «Y
bueno, lo único que te queda es ser la mejor esposa que puedas ser, y contarle la
verdad cuando sea el momento apropiado», le aconsejó. Eso hizo. Trató de estar
de buen humor la mayor parte del tiempo, se reía de las torpezas y el desorden de
Jorge, y los nes de semana iba sola al supermercado para que su marido pudiera
quedarse en cama hasta tarde.
Excepto por aquella mañana en que no encontró el café.
Silvia se mantenía alejada de la bandada de familiares y amigos que habían
llegado hasta el hospital, se limitaba a dar un saludo, recibir el abrazo de apoyo y
reanudar su paseo en solitario por los pasillos. Había entrado dos veces más a
mirar a su marido tendido en la cama de la terapia intensiva. Nada había
cambiado: Jorge seguía grave, el pronóstico de los médicos no variaba de ser
reservado y habría que continuar esperando.
—Si pasa las primeras veinticuatro horas, vamos a poder tener esperanzas —
le dijo un doctor que había relevado a su colega.
Sobre todas las cosas, sentía una opresión en el pecho, como si hubiera sido
ella y no Jorge quien soportara el estallido de erros contra el cuerpo. Sentía que
todo era su culpa: Culpa por no haber encontrado el café, culpa por haber sido la
mala esposa de un marido maravilloso, culpa por haber callado por tanto tiempo,
hasta que el miedo de que fuera demasiado tarde se asentó en su mente. Allí, en
el hospital, entre todos sus divagues apenas conservaba una vaga noción del paso
del tiempo. El accidente había sido temprano en la mañana, ahora debía ser cerca
del anochecer. «Todavía es muy pronto para saber», era una respuesta que
médicos y enfermeras le repitieron media docena de veces. Aún le aguardaba una
larga noche para pensar en cuán frágil era la vida, su vida. No tenían hijos, y
quizás nunca más los tendrían. Ni siquiera entendía muy bien por qué. Tal vez,
en algún plano interior, había sentido que para tener hijos debía estar libre de
culpa, inmaculada, una especie de Virgen María.
Su suegra era la única que podía igualársele en angustia. La veía también por
los pasillos del hospital, magní ca, ya sin derramar lágrimas, pero a sabiendas de
que el dolor la estrangulaba más y más a cada minuto. La vio cerrar los ojos y
rezar con una estampita en las manos. No comía, no bebía y no iba al baño.
Velaba en silencio, como si el simple hecho de parpadear pudiera restarle vida a
su hijo. Silvia se sintió doblemente culpable. No solo por su marido, atrapado en
una puerta giratoria entre la vida y la muerte, sino también por su suegra, más
parecida a un fantasma que a un ser humano. Tuvo que pedirle a su cuñado que
se la llevara para poder estar más tranquila.
—Ya le dije —respondió él—, pero no quiere saber nada. Quiere quedarse
toda la noche.
—Por favor, Miguel. Insistile. O si no, ninguno de nosotros va a poder
descansar.
—Decile vos, entonces.
Silvia se acercó a la señora. Le dijo que, por favor, fuera a la casa descansar un
poco. Mientras tanto, allí no había mucho por hacer. La suegra se sacó los
anteojos y se restregó con la yema de los dedos unas lágrimas que no alcanzaron a
nacer. «¿Vas a estar bien?», preguntó, siempre generosa. «Lo mejor que pueda»,
respondió la nuera. Se abrazaron apenas un instante y a continuación la señora
guardó sus cosas en el bolso —la estampa, el estuche de los anteojos, una gaseosa
a medio tomar— y desapareció tras las puertas del ascensor. Silvia se había
quedado sola. Su madre y su hermana estaban viniendo en auto desde Ciudad
del Este, pero tardarían todavía unas horas en llegar a la capital. La fuertísima luz
blanca de los pasillos solo servía para recordarle el insomnio que le sobrevendría
durante las próximas horas. Alguien le había traído una sábana y una almohada,
se las puso bajo el brazo, y caminó buscando algún sofá del pasillo que pudiera
servir de cama durante la noche. También le habían traído un libro, pero ella lo
rechazó. Sería inútil, con toda aquella angustia, no podría concentrarse en leer ni
media página.
Vio a algunas enfermeras de lo más animadas despidiéndose de otras, como si
las habitaciones no estuvieran repletas de personas luchando por cada latido y
cada respiración. «El único privilegio de ver tanto sufrimiento es no sentirlo
más», pensó. Otras enfermeras llegaban vestidas con ropas sencillas, saludaban y
entraban por una puerta con un cartel en donde se leía «Solo personal
autorizado. No pasar». Al cabo, la misma puerta se volvía a abrir y ellas salían
enfundadas en sus uniformes pálidos, listas para iniciar sus labores. A Silvia se le
ocurrió que las enfermeras del turno noche no sabían quién era ella, y, por lo
tanto, correspondía que se presentara a alguna para conseguir un permiso extra
de pasar a ver a su marido. Tomó del codo a una enfermerita joven, risueña y
desenvuelta.
—Disculpame, mi marido es el que está en la cama dos de la terapia. ¿Será
que puedo pasar otra vez a verle?
—Sí, señora. Esperame un ratito, hablo con el doctor y te hago pasar.
Esperar ya no era nada, esperar era lo único que podía hacer, así que esperó.
Hacía mucho no se mordía las uñas, pero en esa angustia de tictac inacabable,
volvió a experimentar muchas cosas que no había hecho en mucho tiempo.
Masticaba las uñas, chasqueaba los dedos, derramaba lágrimas, tosía, tosía, tosía.
¿Y si esta era la última noche de su marido? ¿Y si, así como iban las cosas, se
quedaba viuda a los veintiocho años de edad? La enfermerita volvió. «Ya sabés
cómo es todo, ¿verdad?». Sí sabía. Se colocó la bata antiséptica, los botines de
tela para los zapatos y una co a, y pasó a lavarse las manos con yodo.
Adentro, el mismo sonido acompasado del respirador y la sensación de vacío
propia de la lucha en silencio contra la muerte. Jorge, vendado, raspado e inerte
en la cama. Silvia no terminaba de acostumbrarse a esa vista. Su marido era un
hombre apuesto y su sola presencia bastaba para levantarle el ánimo por aquella
época en que recién se estaban conociendo. Quizás, todavía seguía causando esa
sensación de bienestar en las mujeres a su alrededor. Se puso a su lado y lo
contempló. Los moretones se habían extendido aún más en su rostro y notó por
primera vez unas vendas en la muñeca izquierda. Alguien le había explicado
cómo había sido el accidente, pero ella ni siquiera había prestado atención.
Ahora, viendo tan maltrecho a su marido, se preguntó cómo un simple accidente
de tránsito en la ciudad, un domingo por la mañana podía dejarlo en ese estado.
«El otro habrá estado borracho, volviendo de una farra», recordó que le había
dicho su cuñado. Lo de siempre, lo de todos los nes de semana, y ahora le
tocaba a su marido. Una mierda.
Repasó con los ojos una y otra vez el cuerpo de su esposo. Le dijo un par de
palabras dulces y después calló. El remordimiento le atenazó los labios
nuevamente. Como desde hace un tiempo, no podía hablarle a Jorge, decirle la
verdad escondida tras actitudes de no-pasa-nada y todo-sigue-igual, cuando ya
nada era como antes. Una vez más, sus ojos se llenaron de lágrimas. Sentía la
culpa como un puño en la garganta, le costaba respirar, las sienes le palpitaban.
—Amor —se animó a susurrar—, tengo algo que contarte.
Jorge respondió con la misma impasividad de todo el día. Salvo el respirador
bombeando su aire a lo que restaba de los pulmones, nada se movía alrededor de
la cama. Ni siquiera los tubitos y las bolsas de suero tuvieron la decencia de hacer
algún gesto a rmativo. Silvia se sabía hablando a la nada, pero aun así continuó:
—Tengo que contarte, porque vos sos el mejor marido del mundo y
porque…
No pudo pronunciar el «te amo». De nuevo, la voz se le hizo tan pequeña
que no alcanzó a salirle por la boca. Silvia chilló suavecito, y al instante, apenas a
la siguiente inhalación, cobró fuerzas para llorar como una marrana. Ni siquiera
se tomó la molestia de apartarse los cabellos que se le pegaban a los labios, la
lengua y el paladar. Convulsionaba, como hubiera deseado que su marido,
demasiado parecido a un muerto, convulsionara. Balbuceaba palabras y miraba
con sus ojos llorosos a Jorge. «Arrepentida», «te amo», «despertate, por favor».
Frases aisladas, pero no carentes de sentido. Él, inmutable, ni siquiera atinaba a
apretarle la mano como sucedía en las películas. Se mantenía allí, rígido y
tendido, con el cuerpo hinchado y la cara oculta tras vendajes y mascarillas. Un
aparato pitaba, una sonda pulsaba, un trío de tubitos penetraba en la piel. Y nada
más.
Silvia empezó a serenarse. Seguía hipando por la inercia, pero se dio cuenta
de que llorar no servía de mucho cuando el objeto del llanto ni siquiera se daba
cuenta. Se pasó el dorso de la mano muchas veces por los párpados y se dispuso a
salir. En eso, la puerta de la sala se abrió. Una enfermera la sostuvo y por ella
entró una chica baja, muy hermosa, tan morena como rubia era Silvia. Lucía
acongojada, torpe por la desesperación. La enfermera le señaló la cama a cuyo
lado Silvia había llorado tantas veces durante ese día. La muchacha morena se
acercó dolida, y sin mediar palabras, tomó la mano de Jorge que se hallaba del
otro lado.
—¿Quién sos vos? —dijo Silvia, boquiabierta, con un tono de voz
amenazante.
—¿Yo? ¿Vos quién sos? —respondió la otra, en el mismo tono.
—Te pregunto en serio. ¿Quién sos?
—Yo soy su novia —dijo la otra, señalando con un gesto de la cabeza a Jorge.
Silvia ni siquiera volvió a posar sus ojos en la recién llegada. Solo bajó la
mirada para sostenerla en el rostro maltrecho de Jorge. Abrió los dedos y soltó la
mano de él, dio un paso atrás. En un segundo entendió la razón de ser de aquella
intrusa. Sorprendida de su propia estupidez, se liberó para siempre del peso que
llevaba y con la voz todavía ronca por la tos, dirigió sus últimas palabras a su
marido:
—Morite, hijo de puta.
Rosario
Lázaro Igoa

(Salto, 1981)
Traductora literaria y periodista. Doctora en Estudios de Traducción por la UFSC
(Brasil), universidad en la que actualmente es investigadora posdoctoral.
Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UdelaR, 2006). En prosa, publicó
Peces mudos (Criatura Editora, 2016) y Mayito (2006). Cuentos suyos han salido
en las antologías Histoires d'Uruguay (L´Atinoir, 2018), Exposición múltiple
(Alter, 2015), Kafkaville (El Cuervo, 2015), Entintalo (CCE, 2012) y El
descontento y la promesa (Trilce, 2008). Colabora con La Diaria y la revista Lento.
Del portugués al español, tradujo novelas de Raimundo Carrero, Beatriz Bracher
y Rodrigo Lacerda, además de cuentos y crónicas de Luis Fernando Verissimo y
Dalton Trevisan, entre otros. Coorganizó y tradujo una antología de textos de
Mário de Andrade titulada Crónicas de melancolía eufórica (Alter, 2016).
Mar blanco
El o cial dijo que el frío era soportable, pero que la nieve enseguida se
transformaba en un in erno. No quiso preguntarle por qué esta agua suave que
tiene entre sus dedos sería motivo de rabia y desolación para otros. O para una
ciudad entera, como una colmena sufriendo los efectos de la fumigación que es
el invierno. Ya le había hecho demasiadas preguntas a aquel o cial de
migraciones, que se las devolvía en forma de comentarios ambiguos, para que
dijera qué la traía a este país, quién la esperaba, todo desde una boca que apenas
se abría para disparar dardos de inglés cerrado. De eso y de la barba cortada con
perfección del hombre se acuerda ahora que trata de apretar en vano la nieve con
los dedos. No ha parado de caer en puñados gordos desde la noche anterior. El
pasaporte quedó estampado con un sello rojo, por si eso aportara algún tipo de
información a este viaje al hielo.
Una capa gruesa y blanca impera sobre las alturas. Desde el avión, hace
semanas ya, se veían los picos nevados y la densidad menor de parches
inmaculados a medida que las laderas llegaban hacia el mar. En su barrio, alejado
del centro, la nieve está sobre la cerca que separa la casa de la vecina (y de la vecina
que sale a fumar cada dos horas puntuales, y que a veces espía la ventana donde
ella escribe), sobre la pelota que un niño dejó olvidada en el medio de un jardín
también blanco, y sobre los autos, que además parecen sumergidos en un mar
in ado, y espumoso, sí, espumoso, como nunca podrá ser la escarcha del
congelador viejo que ella rascaba con un cuchillo cuando era niña, o como
tampoco será cualquier intento de imaginarla cuando se vive en un país
templado.
Eso de venir al frío fue idea de él. Dijo que le podía comprar un buen tapado,
que había montañas, y que nevaba, como nieva hoy y aquella esta en la que se
conocieron parece salida de una película sin audio. El silencio de la nieve es total
y expansivo. «Te puedo enseñar a esquiar si te gusta», agregó en aquel momento
y justo ahora pone los esquíes sobre el techo del auto. Se conocieron en el
cumpleaños de alguien a quien ella no conocía, pero que los había invitado de
una manera tan efusiva que fue imposible no juntarse a comer tacos. Y a tomar
cerveza, claro, esa cerveza casi como agua con una rodaja de limón adentro. La
olla con carne era el centro de un rancho de madera sin puertas ni ventanas y la
brisa caliente movía las ores de una cortina de tela colgada a la entrada. Una
mujer muy joven se desplazaba de un lado a otro sirviendo a los invitados. El pelo
largo y negro estaba atado en un moño discreto, en un cuerpo elástico,
redondeado por una panza a punto de ser parida. Su marido era el cumpleañero
y el dueño de las lanchas, un muchacho con una panza aún más grande, pero
extendida hacia los costados, sudando bajo la camiseta de fútbol. Brazos
enérgicos de abuela extendían tortillas sin parar, y esas masas luego iban al fuego.
Un suspiro de un lado. Otro suspiro del otro, hasta que la harina mostraba la
huella de lo cocido sin perder la exibilidad.
Desde la esta se veía la primera laguna, rodeada por montañas del lado Este
y por el océano, allá atrás del manglar, del lado Oeste. Tierra de tra cantes,
murmuró alguien. A ella la habían sentado en una mesa de plástico con otras
mujeres que no conocía. Viajaba sola. Más allá de la mesa de las mujeres venía un
espacio de metros hasta la rueda de los hombres. Cuerpos bajos, de complexión
fuerte, protegidos por sombreros enormes y que hablaban como en susurros.
Había que esperar la lancha que llevaba a los turistas al otro extremo de las
lagunas, donde el caudal aparentemente detenido se encontraba con el mar.
Podía ser de un momento a otro, pero nadie parecía tener apuro en dejar la esta,
prender un motor y rumbear hacia el Norte. De noche, las lagunas eran un
agujero oscuro y viscoso, pensó. En ese mismo instante, escuchó el motor de una
lancha, perdido en la extensión donde nada se distinguía. Pronto vio la luz de un
farol colgado en la proa, acercándose, y también vio por primera vez al hombre
del esquí y del tapado.
En la casa hay un portarretratos con una foto de esos días. Él está sentado en
la arena, cerca del mar turquesa, y sabe que le están sacando una foto. Ella
duerme sobre un pareo. La falta de conciencia acerca de la cámara transforma su
imagen en una masa desprotegida. Pies descansando, chuecos sobre la tela del
pareo, un lado de la cara aplastado contra la arena, sin expresión, con una maraña
de pelo enrulado alrededor, la boca entreabierta, casi babeando. En eso gana él,
espalda rme y ojos grises en la cámara, control de la situación, como ha tratado
de ganar desde entonces.
Parado contra un costado de la esta, al lado de un árbol de mango, el
hombre del esquí y del tapado no parecía alguien del pueblo. Esa fue la primera
impresión. Como ella, era un turista. Como todo el mundo, sostenía un taco en
una mano y una cerveza en la otra. La esta estaba inundada por la luz azul y el
sonido de unos parlantes desproporcionados, colgados de un costado del rancho
de madera que o ciaba de cocina. Era un buffer capaz de ponerle sonido a un
estadio. Un tipo también de sombrero le conversaba al oído, y él se reía
mostrando dientes blancos y exageradamente parejos. Había dejado su mochila,
una de esas que tienen cosidas las banderas de los países del mundo, apoyada en
el piso, junto al árbol. Parecía gringo sí, pero había una innegable geometría en la
mandíbula, en la nariz, un tono oscuro en la piel, que lo hacían similar al
hombre del sombrero, o al del cumpleaños. Además, entendía lo que le decían.
La lancha que venía de la oscuridad atracó en el muelle de madera y los
paquetes a bordo desaparecieron en otras embarcaciones, que se dispersaron
hacia el lado opuesto del espejo de agua. En pocos minutos, no había más ruido
de motores ni de gente. Ella supuso que esa no sería la lancha de los turistas, y
siguió tomando una cerveza ya caliente. Demoraba la noche en buches cortos y
miradas disimuladas a aquel gringo que no parecía gringo. El árbol de mango
cubría toda la esta, ese montón de barullo, tacos y cervezas que se agotaban
rápido, menos lo suyo. Las frutas caían a intervalos impredecibles, como
granadas sobre las mesas de plástico. Un cabrito se movía entre la gente, dócil y
pendiente de la comida que se caía de las mesas. Cuando estuvo cerca, ella estiró
la mano para tocarle la cabeza y el animal respondió al gesto tal como un perro,
manso. De pronto, un mango cayó directo sobre sus pies. El cabrito salió en
estampida. Las mujeres a su alrededor siguieron comiendo como si nada.
Cuando tomaron la lancha, el sol subía entre las montañas, tapizadas de un
verde macizo que solo existe ahí. Para ese entonces, hacía horas que el hombre
del esquí y del tapado se le había sentado al lado, comentando algo sobre los
mangos que caían, sobre las lanchas que se perdían en el manglar. También le
había cambiado la cerveza por otras más heladas y le había traído un vaso lleno de
mariscos nadando en salsa de tomate picante, imposible de comer. Mientras
tanto, los invitados se acomodaban en el fondo del terreno, sombrero tapando la
cara, manos entrelazadas sobre el pecho, dormidos uno pegado al otro. Una
pareja jovencita caminó tambaleándose hacia el borde de la laguna, y no demoró
en sumergirse como una masa de piernas y brazos en los árboles achaparrados
más allá del caserío, donde recomenzaba la selva. Él no hablaba mucho, pero era
gracioso en sus observaciones parcas y certeras. Ya en la lancha, la ayudó a subir.
Cuando navegaban entre las raíces del manglar, le pasó un brazo por la cintura y
con la mano hizo un ademán torpe, casi grosero, de agarrarle el pelo. Estáticas
entre la vegetación, las garzas los miraban pasar. Ella reaccionó extrañada, pero
dejó que la otra mano se deslizara por su espalda. Más pájaros, pelícanos,
acompañaban el viaje de la lancha rumbo al mar.
Ahora, él se va todos los días bien temprano. Sale al exterior helado como lo
más normal del mundo. Tiene el cuerpo de un marrón desteñido por la falta de
sol, de un tono ceniza que su campera cubre con efectividad. La barba despareja,
antes quemada por el salitre, muestra el avance de las canas. En el intervalo de
tiempo en que no está, el sol se mantiene abajo de la línea de las casas, nunca sube
más allá de los árboles. Desde el principio, ella dejó claro que no se quedaría para
siempre. Al viaje lo había decidido en un impulso y no dejaba de ser eso mismo,
un viaje. Máximo dos meses, puso como condición. ¿Y después qué?, respondió
el hombre del esquí y del tapado. Después vemos, quiso responderle, pero
pre rió evadir el futuro. Durante el día, trabaja en la computadora, camina por
los parques, y siempre lo espera, hasta la noche, cuando él vuelve con olor a
humano. Sudor de trabajo físico. Cenan lo que el hombre cocina, o si no, salen a
cenar a pocas cuadras de la casa. Las luces de navidad que adornan el bulevar casi
no se ven a través de la nieve. Van juntos, sus manos grandes y callosas la agarran
con fuerza, como si tuviera miedo de que saliera corriendo. Cenan comida
etíope, o vietnamita, o papas fritas con salsa de carne y queso por arriba. Piden
cerveza espesa en vasos de vidrio grueso. Cuando conversan, él le propone ideas
que implican permanecer y ha llegado a decir lo feliz que sería si se quedara. La
última vez que salieron de noche, volvieron borrachos. Había sido un día
soleado, frío, seco, preámbulo de una nueva nevada. Venían riéndose, hasta que
ella se puso a hablar sobre la imposibilidad de vivir en el frío, sobre su perpetua
falta de pertenencia, como si no fuera él que estuviera caminando al lado.
Después empezó a nevar, copos gigantes que se derretían contra el cuello y
mojaban la ropa. Dijo más cosas, que no se acuerda, y que se confunden con
ellos dos enredados en la cama, él sujetando su pelo con rabia mientras la
penetraba. Por alguna razón, el hombre del esquí y del tapado ya no le pregunta
si quiere quedarse.
Desde que empezó la nieve, van menos a los restaurantes. Da pena pensar en
esa cantidad de luces brillando para nadie, piensa ella. Además, la casa no es muy
amplia, y ver las mismas habitaciones día tras día, el living integrado a la cocina,
el baño, el cuarto de ventanas altas, el balcón hacia lo de la vecina, aburre. Sin
embargo, abrir el portón es más difícil, caminar por la nieve y el barro y el agua
cansa. Al volver del trabajo, él trae una pieza de carne y le avisa por teléfono que
prenda el horno. Una paleta de cordero. Medallones de lomo sangrantes. A ella le
intriga saber qué pensará él de su presencia en la casa, si sentirá el mismo
entusiasmo de unas semanas atrás, cuando le mostraba la nueva rutina como un
intento de convencerla de las virtudes del frío. Se sabe una mascota indeseada por
su naturaleza provisoria, que por ahora habita los rincones, pero que pronto se
irá sin dejar rastros.
Hay días en que la salida al exterior se aplaza porque empieza a nevar. O
porque de pronto cae lluvia sobre la nieve fresca, se mezcla con el barro y
transforma el callejón al que tiene salida la casa en una crema acuosa. Ella mira
todo desde el interior de la cápsula, con dos vidrios de distancia, y se acuerda de
lo que dijo el o cial de migraciones. Si ya son las cuatro, el sol está por esconderse
y todavía no ha salido, hace el esfuerzo: se pone dos pares de medias, bufanda,
gorro, botas, por último, el tapado a prueba del mundo, y sale. Es una especie de
pacto consigo misma. Cada paso en el callejón se transforma en una odisea. Las
piernas se debilitan antes de llegar a la avenida. Cruza en el semáforo, vigilando
cada paso. No quiere terminar de cara en el piso. Algunos comerciantes tiran sal
para derretir el hielo frente a sus tiendas. Otros dejan que el invierno siga
sembrando el caos. Equilibrándose, llega a la puerta del cementerio. De un lado,
las montañas, la piedra gris azulada reinando sobre lo humano, y la nieve sin
barro en la altura. Del otro, el mar salpicado de barcos de carga y petroleros.
Camina por el camposanto buscando una anécdota, por más trivial que sea, para
poder contarle cuando vuelva del trabajo. Las ardillas que escalan campantes las
paredes inclinadas, el rayo de luz neto contra la ladera de una montaña al
atardecer, los tres centros de esquí que prenden los focos al mismo tiempo, la
inteligencia descomunal de los cuervos, pero eso es obvio para quien siempre
vivió en este lugar. Además, suena a falso convencimiento. Casi siempre se sienta
en un café y lee libros que trajo en la valija. ¿Estás escribiendo algo?, le pregunta
él de noche, masticando carne asada y con el tenedor en el aire. Algo sí, responde,
más interesada en la dinámica de la nieve que en producir algo para el mundo.
Tal vez él piense que escribir sea un síntoma de permanencia. Del balneario
de las lagunas, ella sí guarda un cuaderno con notas. Hay intentos de poner en
palabras la avidez por su piel tostada. En la cama me agarra del pelo como si se le
fuera la vida en eso, escribió en una oración al margen. Soñé que venía un
tsunami del medio del océano y teníamos que evacuar en plena noche, que
agarraba mi pasaporte y lo dejaba durmiendo, sin contarle lo que estaba por
pasar, escribe más adelante sin explicaciones. Siguen notas de las charlas que
tienen, detalles sobre la nieve, en la que él reconoce sentirse más a gusto. El frío y
la oscuridad son una tregua para la vida, escribe citándolo. En el cuaderno
también hay observaciones sobre las olas que surfeaban de mañana temprano,
sobre las mantarrayas apiñadas contra las rocas, y sobre el calor tan intenso que
dejaba los músculos entregados a la inmovilidad.
De a poco, se fue dando cuenta de que no eran los mismos. En la nieve, el
organismo se endurece, se distancia, aguanta, y cuando se entrega, aprende a
vivir en condiciones adversas como lo más natural del mundo. Hoy es sábado. Su
partida está marcada para el sábado que viene, con tres escalas hasta el destino
nal. El camino hasta el centro de esquí es corto, menos de una hora. Él termina
de atar los esquíes al techo del auto y la llama. Un rato después, van en la con
los cientos de otros vehículos que hacen el mismo recorrido. Esquíes y tablas de
snowboard en el techo. Seres humanos con ropa de colores, con alientos que
empañan los vidrios desde adentro. Niños nerviosos. La caravana atraviesa una
ciudad congelada, cruza el puente colgante sobre el estuario y empieza a subir
rumbo a la montaña. Hoy el cielo no tiene ni una nube y va del celeste claro al
azul ennegrecido en el otro extremo, donde los rayos de sol todavía no llegaron.
El nerviosismo de las primeras venidas a la montaña ha sido reemplazado por
una cierta satisfacción. Deslizarse ladera abajo ya no es una caída constante
contra sus propias manos, o contra sus muslos, que llegaron a quedar azules de
tantos hematomas. Supo tomar clases con un instructor al principio, y luego el
hombre del esquí y del tapado le enseñó más, aunque en realidad él no tiene
paciencia y termina por dejarla atrás cuando esquían. Con suerte, la espera en la
base para subir de nuevo, aunque en general se encuentran recién al nal del día,
con el cuerpo exhausto, las piernas temblando y un frío de transpiración que,
perenne, no se siente.
Ya estacionaron el auto, se calzaron las botas, caminaron hasta la aerosilla.
Mientras suben, él dice que va a seguir directamente hasta la cima. Los abetos
están tan cargados de nieve, que las ramas se doblan por el peso. Árboles altos
parecen enanos gordos por todo lo que nevó la noche anterior. Trampas
mortales para los esquiadores desprevenidos, que caen en el vacío que se forma
abajo de las ramas cuando nieva, recuerda ella. Se baja a mitad de camino. Hay
una horda de niños alrededor. Lo ve irse despacio en aquella silla colgante,
rumbo a la altura que por ahora le es inaccesible. Después, camina como un pato
torpe rumbo al comienzo de la ladera y observa la ciudad allá lejos, envuelta en
una bruma que no sabe si es de sus propias antiparras, o de la ciudad misma.
Respira. Y toma impulso y se larga hacia abajo, y siente el aire fresco en la cara.
Primero viene la recta con montículos, que evita porque su destreza se limita a
descender sin ninguna acrobacia. A continuación, empieza la subida y como está
con embalo, logra sortearla y hacer la curva con pendiente pronunciada hacia la
derecha. Algunos esquiadores más duchos le pasan zumbando bien cerca.
Gracias a la nevada reciente, no hay parches de hielo y la textura del mar
blanco es la de un arenal suave. Podría descansar en el llano, pero tiene ganas de
seguir. Se ayuda con los bastones y toma nuevo impulso. En vez de ir haciendo
curvas, en la derecho hacia abajo, algo que nunca hace. Se acuerda de las
advertencias del instructor, hacer curvas, alejarse de los abetos, pero la velocidad
sigue aumentando. Con rapidez, siente cómo los árboles pasan cada vez más
juntos, o es ella la que pasa por ese camino como si fuera un bólido, la vista
enfocada en un punto jo. Se concentra en las piernas, en dejar el cuerpo atento,
y en avanzar hasta casi gritar de miedo, o de emoción, o de las dos sensaciones al
mismo tiempo. En este momento, es ella la que se adelanta al resto de los
esquiadores, sortea a un hombre que se sale del ujo de la pista, y sigue ganando
velocidad, más y más. La última parte, llena de nieve, le infunde todavía coraje
extra. Velocidad. Dominio de los esquíes, prótesis de sus piernas. Más rápido y, al
nal, un giro controlado, no entiende ni cómo, y logra parar cuando está cerca de
la aerosilla.
En la aglomeración de antiparras, camperas de colores, gritos y parafernalia
deportiva, busca sin éxito al hombre del esquí y del tapado. No está. Entonces
elige la la individual, que avanza constante. En pocos minutos, sube a la
aerosilla con tres personas de las demás las. El cable los cincha hacia arriba, pero
de pronto se detiene. Oscilan en el aire. Las montañas alrededor están
desbordadas de nieve. Alguien hace un comentario gracioso sobre los operadores
de estas máquinas. Ella aprovecha para ajustarse los guantes, pero antes saca el
celular del bolsillo y ve que hay un mensaje. «Sería bueno que te quedaras»,
dice. En eso, los cables reanudan el movimiento. Una vez más, irse no le parece
algo tan grave, sino inevitable. El centro de esquí opera ajeno a estas decisiones.
Se demora mirando la nieve salpicada de camperas de colores chillones. Cuando
llega a la primera base, decide seguir e ir hasta la cima. Espera por segunda vez en
la la de la próxima aerosilla y ve que una nube, salida de no se sabe dónde, se
instala en el tope de la montaña.
Poco después, está en el borde de una pista en la que nunca esquió antes. La
cima divide el día: de un lado sigue azul brillante, del otro, reina la nube
compacta, que di culta la visibilidad. Respira hondo varias veces frente a la
pendiente vertical. No mira hacia abajo. El miedo amenaza el ritmo de ese entrar
y salir de aire, la duda de si hizo bien al subir. Pero enseguida lo espanta con una
inhalación profunda y los esquíes al vacío. Baja. Rasga la ladera en oscilaciones
cortas, el cuerpo casi apoyado en la montaña, hacia un lado y hacia el otro.
Cadera, piernas y rodillas responden, al tiempo que la nieve le salpica la cara.
Importa llegar a la base controlando la velocidad. No olvidarse de respirar. Pasan
los segundos, eternos, y ya está en el primer llano, donde su pista se junta con
otras incluso más difíciles. Siente una emoción de desafío alcanzado. Se queda
quieta, descansando. De pronto, cree ver al hombre del esquí y del tapado pasar a
escasos metros, y seguir adelante, sin verla. Trata de gritarle, pero la bufanda tapa
cualquier sonido.
El día sigue azul y se larga a alcanzarlo, tórax hacia adelante y velocidad en
aumento. El hombre se mueve con soltura. Sus oscilaciones en la nieve son
elegantes, como si hubiera nacido con un par de esquíes en los pies. Ella, la
extranjera, el animal introducido, va atrás a gran velocidad, aunque aún está
demasiado lejos como para gritarle que espere. No sabe por qué lo sigue, pero no
se detiene. Entonces él dobla hacia los abetos, envueltos en la nube. Sin pensarlo,
ella se interna en el bosque también. De lo que viene después es difícil que pueda
acordarse. La visibilidad casi nula, la pendiente acentuada, la pérdida del control
de los esquíes, la cercanía con los abetos, el grito de nuevo en la bufanda, la caída
en el pozo alrededor del árbol, el pozo demasiado hondo alrededor de ese abeto.
Hay un instante de lucidez en eso: cuando siente que cae, se acuerda de la
advertencia. Alejarse de los abetos, alejarse de los abetos. Para ese momento, ya
tiene una capa de nieve arriba de la cabeza y sobreviene el silencio. De todos
modos, tiene suerte, si caer, pero que la rescaten en coma, no es una suerte
irónica. A pesar de haber entrado a un área aislada, otro esquiador bajaba justo
atrás, a tiempo de observar cómo pierde el control y desaparece en el espacio
vacío alrededor del árbol. El hombre se orienta por la marca del cuerpo que se
hundió. Frena los esquíes, se tira al piso, escarba, escarba en la nieve manchada de
sangre, se acerca con las manos hasta agarrarla del pelo con fuerza. En un envión,
logra sacarla hacia arriba, respira, sí, respira, no responde a las preguntas que le
hacen, ojos cerrados, no está consciente, como tampoco estará en las seis semanas
que siguen, en las que nevará como si nada. Cuando despierte, por cierto, su
avión se habrá ido con un asiento vacío rumbo a tierras más cálidas.
Ana Miranda

(Asunción, 1994)
Es licenciada en Letras por la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de
Asunción, y formó parte de la Academia Literaria «Kavure’i» de dicha facultad.
Ha obtenido el primer puesto en el Concurso de Cuentos del «Club Centenario»
(categoría Menores) durante tres años consecutivos (2013-2015) con sus cuentos
Silencios para Teresa, Ironía de un retrato y El dormidor, respectivamente.
Asimismo, ha recibido menciones en este mismo concurso en los años 2010 y
2017 con los cuentos La mitad de una naranja y Agua de azel». También ha
obtenido una mención en el XIII Concurso de Cuentos Cortos «CCR Cabildo»
con su cuento Febles criaturas que son.
Su primer libro, Abismos, se encuentra disponible tanto en su formato digital
como impreso desde el año 2018.
La mujer del cuadro, su segundo libro, fue publicado en el año 2019.
Silencios para Teresa
Silencio.
Dado que todo había iniciado en el silencio de un velorio, era de esperarse
que todo fuese a terminar en el silencio de un funeral.
Era una lógica sencilla, pero infalible.
Eso pensaba Teresa durante aquellos instantes en los cuales veía caer la tierra
sobre la brillante madera del ataúd.
Dentro, su único amigo dormía apaciblemente.
Una situación tan simple; tanto, que ella misma se había tomado la molestia
de pedirle al sepulturero que lo bajase con cuidado, no se fuese Lucio a golpear la
cabeza como ella lo hiciera el día antes.
Era algo extraño imaginarse a aquel brillante joven sumido en un sueño
profundo, eterno: los párpados caídos como un telón implacable sobre los
vibrantes ojos negros, sus manos descansando de forma plácida sobre su torso,
como si fuese perfectamente normal rendirse al sueño ataviado hasta el cuello de
galas inservibles.
Y al mismo tiempo, ¿por qué era extraño? Lo había conocido tres años atrás,
y ¿qué eran tres años para un adulto? Una amistad de tres años, para él sería un
soplo; para ella signi caba mucho más, sí, pero ¿qué podía esperarse de una
chiquilla de nueve años?
Ciertamente que nadie había sabido nunca qué esperar de ella.
Como la primera vez que sus ojos encontraron las manos de Lucio
navegando sobre aquel mar blanco y negro.
No había dudado un instante en levantarse y dejar de lado la seguridad de la
mano materna para acercarse al muchacho que lograba arrancarle un canto tan
sublime a una simple caja de madera.
—Vas a enseñarme cómo tocar el piano —había declarado.
Él no respondió hasta que las últimas notas fenecieron, agonizantes.
Si lo hubiese hecho antes, Teresa habría retirado su petición: ¿cómo
aprender de alguien que no tomaba en serio su labor?
Y una vez que un expectante silencio se apoderó del templo, él giró el rostro
hacia ella, y con una sonrisa, replicó:
—«Ejecutar», pequeña. Se dice «ejecutar el piano».
Ella recordaba haber asentido a modo de recibimiento a la corrección, sin
objetar nada en absoluto. En lugar de ello, había hecho una pregunta:
—¿Cómo se llama esta canción?
Los ojos del joven se deslizaron un breve instante al cuerpo que reposaba
dentro de aquel tronco cuadrangular frente al blanco altar.
—Para Elisa.
Elisa, «la peor tía de todas».
La familia de Teresa siempre había sido muy unida, a excepción de aquella
«oveja negra» cuyo mayor logro era sobrevivir seis horas sin pastillas. Cada vez
que el nombre de la desdichada surgiese en alguna conversación, antes y después
de su muerte, el resultado se traducía indefectiblemente en muecas de disgusto y
cabezas meneándose como incomprensivos metrónomos de la desgracia ajena.
Por eso, aquel funeral había sido más que previsto. Así como las apuestas y
hasta el alivio de los familiares de la difunta.
Ya nadie tendría que lidiar con aquella descocada que —al n— sería enviada
al condescendiente territorio de recuerdos gratos fabricados en aras de preservar
una buena imagen de los difuntos.
Mas, ¿qué habría de ocurrir con su hijo? Al igual que todo en la vida de su
madre —y la madre en cuestión, según la opinión de la tía más severa de todas—,
había llegado al mundo por accidente.
Estas preocupaciones, pese a todo, no prosperaron: el único hijo de Elisa,
Lucio, alto y con brazos desproporcionadamente largos para su cuerpo, probó
ser un muchacho centrado y con metas muy claras; una vida enfocada en la
música.
No era precisamente el sueño de las tías, pero era preferible a que siguiese los
pasos de su madre.
Así que, apenas una semana después del funeral, cualquiera que pasase
frente a la casa de Lidia, hermana de Elisa y madre de Teresa, podía dar
testimonio del deleite de sus oídos.
No tardó la familia en juzgar de habilidoso al quinceañero, así como este no
tardó en manifestarse como el carisma personi cado: no había joven más atento,
más preocupado por sus semejantes que Lucio. Estudiante estrella y profesor de
piano en su tiempo libre.
Cuando le preguntaron cómo había aprendido a tocar tan habilidosamente,
él había explicado con modestia que había sido bendecido con el «regalo del
oído absoluto».
A pesar de que Teresa no estaba segura de qué signi caba aquello, su orgullo
le imposibilitaba el quedarse atrás; desde el comienzo mismo de su trato con su
primo hermano, los cimientos de su relación se habían erigido sobre el amor a la
música.
Gracias a esto, el cuadro «apuesto-muchacho-sentado-sobre-un-taburete-
marrón-frente-a-un-piano-durante-una-cálida-tarde-veraniega» no tardó en
convertirse en «apuesto-muchacho-y-dulce-niña-sentados-sobre-un-taburete-
marrón-frente-a-un-piano-durante-una-cálida-tarde-veraniega».
Las manos de él habían guiado las de ella incontables veces: negras, blancas,
corcheas, incluso silencios se sometían ante los dígitos que aprendían a danzar de
forma pausada, mas constante.
Silencios.
Si algo le había enseñado Lucio a Teresa respecto a los silencios, esto era su
importancia.
Era más que importante que ella cuidase cada uno de los silencios como si su
vida dependiese de ello.
En especial los jueves a la noche, sí, ya que Lidia llegaba tarde del trabajo.
Apenas el ocaso diese paso a la noche…
«Este último compás y, entonces, silencio».
Las manos de él sobre las suyas.
«Silencio ahora, Teresa».
Las manos de él inmovilizando las suyas. La última nota en el aire.
«Silencio».
Y las manos estaban libres, libres porque sus captoras habían acudido a otros
parajes.
No obstante, los ojos de la chiquilla nunca se despegaban de las teclas.
Ni siquiera cuando Lucio se levantaba para cerrar las cortinas y retornaba
para seguir mostrándole la importancia del silencio con sus hábiles dedos.
Por lo general, Teresa no se oponía a todo esto. A cambio de su buen
comportamiento, Lucio solía relatarle anécdotas sobre diversos músicos, algo
más que fascinante para la niña.
Y, sin embargo, pese a su creciente excitación por saber más y más sobre la
música, ningún descubrimiento superaría al de ese día.
Era un jueves excepcional, dado que la joven aprendiz había logrado dominar
la revoltosa canción que no parecía querer ponérsela fácil.
Para Elisa, la canción de la madre de Lucio.
Él le había dicho que debían celebrar, y había cerrado la cortina más
temprano que de costumbre.
Sí que era temprano; aún se podían apreciar los dedos de la luz acariciando
con insistencia la tela que cubría la ventana.
Aunque Teresa estaba al tanto de que para las manos insaciables de Lucio no
había horario.
Era como si presintiese lo que estaba por ocurrirle…
Y, de todas maneras, pronunció las aciagas palabras:
—¿Sabes, Teresa, el origen del nombre de esta bagatela…?
Ella negó con la cabeza, sin dejar de observar los dedos que recorrían
nuevamente aquella pista de baile diseñada para ellos.
Ah, primero mi… Luego re sostenido. Mi y re sostenido. ¿Cómo podían
sonar tan bien juntos…?
Ídem a Lucio y ella, un magnánimo dúo en su sencillez.
—Se creía que Beethoven la había escrito para una amante suya, llamada
Elisa…
Teresa no se inmutó. Cerró los ojos, y esperó el último soplo del aliento
masculino en su delicado cuello a la par que esperaba el de la canción.
—… y en realidad, una teoría señala que la mala legibilidad de la caligrafía
original provocó una confusión entre «Elisa» y… «Teresa».
Pero él no la terminó; la interrumpió.
Los ojos de la pequeña se abrieron desmesuradamente e hicieron frente a
aquella mirada voraz que parecía querer abalanzarse sobre ella.
—¿Te imaginas…? Era Para Teresa…, y, no Para Elisa.
Ella intentó encontrar las palabras; y, no obstante, estas se anudaron en su
garganta y tensaron sus cuerdas vocales de forma dolorosa, en un diabólico,
aunque infantil juego.
—Lucio…
—Silencio, Teresa… Silencio.
La niña lo obedeció.
Irónicamente, el estruendo que causó su cabecita al golpear el suelo de
parqué fue culpa de la fuerza con la que el cuerpo de Lucio reclamó su lugar
habitual sobre el suyo.
Silencio.
Mi-re-sostenido, mi-re-sostenido, mi-si-re-bemol-do-la.
El ataúd había aterrizado como una pluma en su destino nal.
Mi-re-sostenido, mi-re-sostenido, mi-si-re-bemol-do-la.
Teresa observaba impávida el último vestigio de que Lucio era real, de que
Lucio había existido, ser enterrado.
Do-mi-la-si. Mi-sol-sostenido-si-do.
Las notas. Las pastillas. Lucio cansado. Lucio tomando agua y pastillas.
Pastillas y agua. Las pastillas de la tía Elisa. Lucio cerrando los ojos.
Lucio prometiendo componer una canción nueva para ella apenas su dolor
de cabeza se detuviese.
Para Teresa.
Una mueca halló su lugar en el rostro infantil; Lucio no había nalizado
siquiera Para Elisa, ¿y tenía en mente una nueva composición? Vaya sandez.
Y así como él lo había hecho con aparente facilidad, deseaba detener la
música en su cabeza, la música que la invitaba a brincar al foso junto a su único
amigo.
Blanco y negro sobre madera.
Detrás de ella, escuchó un murmullo.
Volteó, mas una mano situada suavemente en su occipucio la instó a
enfocarse en el entierro.
—Dicen estupideces, Teresa, no las escuches.
Claro: las tías. Hablaban sobre las pastillas, y Elisa, y Lucio. Mala suma. «El
orden de los factores no altera el producto», ¿o sí?
Lucio estaba condenado a morir.
Teresa levantó la vista y escudriñó las nuevas arrugas de su madre; juraba que
habían surgido de la noche a la mañana. Era de esperarse; el muchacho había
vivido con ellas durante tres años, y la mujer le había tomado cariño.
A sus espaldas, las tías proseguían con sus acusaciones.
Sus cuchicheos habían detenido la música por ella; ya no más Elisa, ni Lucio,
ni recuerdos.
Ya no más pastillas en el frasco equivocado en sus manitos. Ya no más
pastillas cambiadas en las manos de Lucio.
Ya no más traiciones, ni por parte de Lucio, ni por parte suya.
Aquella vez sí te detuviste, se dijo Teresa, puesto que no descartaba la
posibilidad de que él la estuviese escuchando aun entonces.
Él y su oído absoluto. Teresa solo pudo pensar en una cosa mientras la tierra
terminaba de ahogar la mundana carcasa de su amigo.
Una sola cosa, con la fatalidad de una doble barra nal:
Desafortunadamente, una vez más, todos creen que se trata de Elisa.
Y una sonrisa se abrió paso entre sus labios maltrechos.
Rodolfo Santullo

(México D.F., 1979)


Es periodista, escritor, guionista y editor de historietas al frente de Grupo
Belerofonte. Como escritor ha publicado Perro come perro (cuentos, Artefato
2006, Llanto de Mudo 2012), Cementerio Norte (novela, Trilce 2009, Estuario
2018), Sobres Papel Manila (novela, Estuario 2010), El último adiós (novela,
Banda Oriental 2013, Llanto de Mudo 2014), Matufia (novela, Estuario 2014,
Lapsus Calami 2015) y Luces de Neón (novela, Estuario 2016). Ha publicado
cuentos en antologías de Uruguay, Argentina, Ecuador, México y Alemania.
Abra kadabra
Las cuentas no cerraban otra vez. Eduardo Weismann mojaba el lápiz con la
punta de la lengua y el gra to empastado por la saliva emborronaba las hojas de
su libreta de contabilidad, tan prolijas en un lejano principio, blancas y con sus
rayas verticales rojas y verdes. Era ridículo que con el escaso número de
espectadores en cada función hacer el arqueo de caja resultara tan difícil.
Weismann siempre había sido un contable más que decente. No el mejor, pero
tampoco el peor. Era el cúmulo de preocupaciones en las que estaba sumido lo
que lo llevaba a equivocarse. Él lo sabía. Era ese mismo escaso número de
espectadores que no cerraba el que le hacía perder el hilo de sus razonamientos.
Ya a la altura de Paysandú, la última escala grande programada en el «Magic
Tour 2008», la situación se con rmó como terrible. No habían alcanzado las
trescientas personas en todo el n de semana y Paysandú era una ciudad
considerable, sobre todo al compararla con la decena de pueblos de mala muerte
que quedaban en el itinerario como resto de la gira. Hoy mismo sin ir más lejos,
en la primera presentación programada en Cañada de Tres Ombúes, que era
donde se encontraban, apenas si habían convocado a unas veinte personas y dos
clases de escolares de la escuela rural cercana —que entraron gratis— como todo
público. Así era imposible que las cuentas cerraran.
Weismann se pasó una mano por la nuca y la encontró transpirada. Se miró
en el re ejo de los cristales de la ventana y descubrió las entradas, que cada vez le
dejaban menos pelo en la cabeza, perladas por el sudor. Abrió la ventana de par
en par, esperando el soplo de aire fresco que jamás llegó. Sacó su pañuelo del
bolsillo del pantalón y se frotó rigurosamente allí donde la transpiración escocía.
Las calles de Cañada de Tres Ombúes estaban desiertas, como si ningún paseante
las hubiera recorrido jamás. Era una noche de cielo despejado, pero los potentes
faroles a mercurio ahogaban las estrellas de cualquier manera. El administrador
del «Magic Tour 2008», contador y eventual representante de artistas, sintió
que se ahogaba en su cuarto de pensión. Tiró la libreta sobre la cama
rigurosamente tendida, ya que ni oportunidad de probarla había tenido, y
abandonó el cuarto.
En el corredor se detuvo frente a la puerta vecina, constatando el silencio y,
casi de manera involuntaria, que todo estuviera en orden. No podía evitarlo.
Como responsable del tour, tenía cierta actitud paternalista para con sus artistas.
La dueña de la pensión había acomodado a los magos de dos en dos, pareja por
cuarto. Weismann se había demorado en Paysandú, pagando servicios adeudados
que no habían hecho más que complejizar la situación de la libretita, y tuvo
como compensación la fortuna de un cuarto en solitario. Sus vecinos más
cercanos, Farolinni el Increíble y Antón el Maravilloso, debían dormir a pierna
suelta por el volumen de los ronquidos. Al contrario, en la habitación de
enfrente, ocupada por Herman el Magní co y Dos Santos el Extraordinario, el
silencio era total. Weismann recordó las caras largas de los cuatro esa misma tarde
al nal de función. Caras largas y bolsillos vacíos.
Cruzó a paso vivo el corredor, tratando de no pensar demasiado en el asunto.
El frente de la pensión estaba desierto y la puerta, maravillas del interior, apenas
entornada. Afuera el calor, pesado y húmedo, era peor incluso que en su cuarto.
Todas las casas estaban a oscuras, salvo una al nal de la calle, que Weismann
recordó como el bar donde habían almorzado un guiso de lentejas, poco
adecuado para este momento del año. Se acercó sin prisas, estimando el daño que
una cerveza fría haría a la libreta de las cuentas. No llegó a entrar. Por la puerta
vio a Jiménez y a Eyerabide, los chóferes de las camionetas que transportaban al
tour y su equipo, fumando y bebiendo en una mesa del fondo. Se los veía
sombríos y silenciosos. Ya esa misma tarde le habían increpado los haberes
atrasados y Weismann no se encontraba en condiciones de enfrentar una charla
similar, otra vez. Mientras dejaba el bar atrás, y el pueblo moría en la cuadra
siguiente suplantando la grava al asfalto, recordó con nostalgia verdadera como
todos, magos, asistente, choferes y administrador, compartían una cerveza
nocturna después de cada espectáculo, entre carcajadas y cuentos picantes. El
tour en aquel momento, sus inicios, no era un éxito tampoco, pero quedaba la
esperanza de un mejor tiempo venidero. Ahora, ya casi de regreso a Montevideo,
el fracaso rotundo era un hecho y las cosas no podían ser más negras. Weismann
dudaba siquiera que existiera la posibilidad de un «Magic Tour 2009».
Sin quererlo, llegó hasta el descampado donde habían armado las carpas para
el espectáculo. Se apoyó entre unos eucaliptos —de los ombúes que daban
nombre al pueblo no había rastros— y descansó en la noche silenciosa. Se limpió
la transpiración acumulada una vez más con el pañuelo, al que encontró
repugnante, mojado y frío. Su mirada vagó sin destino; se detuvo sorprendida en
una de las carpas que tenía en su interior las luces encendidas.
Mientras casi corría hacia la carpa los números en su cabeza saltaban
desbocados en la libreta. Si además de no ganar un peso, tenían que pagar por
electricidad desmedida a la buena gente de Cañada de Tres Ombúes, terminaría
por empeñar galeras, trajes y equipo de los magos. Entró como una tromba en la
amplia carpa buscando el origen de la luz. Al fondo, entre los equipos de Antón
el Maravilloso, pendía olvidada una solitaria lamparita de escaso voltaje.
Descubrió la sangre cuando ya estaba parado encima. Siguió el rastro con la
vista, sin asociar de manera real que aquello que veía era sangre. El hilillo se
volvía charco allí donde descansaba el ataúd y las espadas de uno de los mejores
trucos de Antón: la mujer atravesada. El que también allí descansaba era Antón,
todavía vestido con sus fastuosas ropas de escena, brillantes de tan gastadas.
Tenía el torso tomado por la sangre y estaba encajado boca arriba adentro del
ataúd, entre todas las espadas. Weismann supo que estaba muerto sin siquiera
tener que tocarlo. Antón tenía los ojos desmedidamente abiertos y la boca
entornada a mitad de un comentario que nunca nalizaría.
El contador quiso pensar en otra cosa, salir de allí y hacer de cuenta que no
había visto nada. Volver a la libretita en su cuarto de pensión. Ahogarse
nuevamente por la falta de aire, respirando inútilmente junto a la ventana
abierta. La idea no pasó de ser eso, una idea. Y Weismann se dirigió de nuevo
hacia el pueblo con paso cansino, presto a dar el aviso.
El sargento Jacinto Reynoso se escarbó con la uña del dedo índice entre los
dientes. El dedo estuvo dentro de la boca entreabierta un rato largo, lo su ciente
como para mostrar los huecos, varios, de su dentadura. Finalmente extrajo lo que
fuera que estaba buscando y lo miró con detenimiento. Inexpresivo, volvió a
metérselo en la boca. Masticó brevemente y empezó a armarse un chala.
Weismann disimuló el asco lo mejor que pudo y trató de atender a los
curiosos, que no tocaran nada del equipo o las cosas de los magos. El interior de
la carpa estaba a reventar, atestado por más personas que las que habían acudido
la pasada tarde en tenor de espectadores. Los animales de los trucos —un
raquítico conejo, media docena de palomas y un sorprendente cuis gordo que
nadie usaba— se sacudían en pleno ataque de pánico dentro de sus jaulas. Los
tres magos restantes, todos con caras de sueño y la mirada torva de aquel que ha
sido obligado a levantarse contra su voluntad, se pegaban a una de las paredes de
la carpa tratando de no ser pisoteados por el gentío. Parecía que todo el pueblo
había acudido a asistir al único policía de Cañada de Tres Ombúes.
—Disculpe Sargento —Weismann cargaba nuevamente—. Toda esta gente
acá adentro… nuestras cosas. Además, las pistas ¿no? Las pistas que puede haber
del asesinato.
Reynoso asintió con gravedad y siguió armando su cigarrillo. Poco rato
antes, el doctor del pueblo, uno de los pocos que sí tenía que hacer allí, había
dictaminado que efectivamente se trataba de un asesinato. Habían acuchillado a
Antón el Maravilloso una media docena de veces en el pecho, pero con un arma
blanca corta y no con las espadas ensangrentadas como podría parecer en un
principio. «Una pena», había dicho el médico, «muertos por puñaladas he visto
varios, pero por estocadas ninguno».
—¿Cuándo fue la última vez que vio al nado? —preguntó Reynoso de
repente y sin dirigirse a nadie en particular, pero fue Weismann quien se dio por
aludido.
—Hoy, al nal del espectáculo. Él siempre se demoraba más en terminar…
era el que usaba equipos más complejos y se tomaba su tiempo para guardarlos
—respondió el administrador.
—¿Trabajaba solo?
—No, todos los magos usan a una asistente. Mi prima, Eugenia. Eugenia
Weismann.
—¿Y dónde está ella?
—Tiene una amiga en Paysandú, Cristina. Se queda con ella mientras
estemos tan cerca. Se tomó el Núñez de las 22 horas. Vuelve en la mañana.
Reynoso prendió el cigarrillo y le dio una larga pitada. A Weismann le
pareció que olía a pasto quemado.
—Yo lo vi por última vez más o menos en ese mismo momento —Farolinni
se adelantó un paso y aportó su parte de información, aunque nadie se lo había
pedido—. Después del show. Compartimos la habitación en la pensión, pero me
dormí enseguida. No supe nunca que no llegó.
—¿No cenaron todos juntos? —inquirió Reynoso.
—No, no —Weismann sintió las miradas de los tres magos clavadas en su
nuca. Desde justo antes de Paysandú el régimen de comidas pagas por la empresa
había pasado a ser una por día, por exigencias de la libretita, y el horario elegido
el mediodía —. A la noche, cada uno queda a su aire, ¿entiende?
Reynoso entendía y lo demostró con un mínimo gesto de asentimiento.
Miró de reojo a los dos magos restantes.
—Nada que agregar, o cial —Herman se encogió de hombros con cara
cansada—. Tampoco volví a verlo después del espectáculo.
Dos Santos resolvió que tenía menos aún que aportar, ya que se limitó a
negar con la cabeza.
—Bueno… les voy a pedir que no dejen el pueblo por ahora —Reynoso
combatía con su cigarro que pugnaba por apagarse—. Al menos hasta saber algo.
Todos respondieron con incoherencias conformes al pedido. Ya se
aprestaban a abandonar la carpa, que se había vaciado de manera misteriosa
durante el breve interrogatorio, cuando el sargento agregó.
—Una cosa. ¿Alguien que lo quisiera mal al difunto?
—No, señor. Nadie —respondió Weismann con sinceridad, pero se cortó al
ver la rápida y discreta mirada que cruzaron sus representados. Un escalofrío le
corrió por la nuca, que empezaba a transpirar de nuevo. Tragó saliva
silenciosamente y trató de no pensar en ello.
Reynoso hizo un gesto que poco quería decir, pero que todos interpretaron
como la autorización para retirarse. Mientras dejaban atrás el descampado y se
encontraban con Jiménez y Eyerabide, quienes inútilmente esperaban que
alguien les pidiera declaración, escucharon cómo algo se caía y rompía dentro de
la carpa.
Farolinni el Increíble se llamaba Primo Farolla y a rmaba haber nacido a la
orilla del Lago di Como, en Italia. Grueso, casi gordo, rondaba los cincuenta
años y el pelo canoso traicionaba la permanente sensación de jovialidad que
trataba de transmitir. Enumeraba a todos los grandes maestros que, sostenía, le
habían enseñado el o cio en el viejo continente, pero llevaba tantos años en el
nuevo que ya había perdido la cuenta. Del cuarteto de magos, era el más
tradicional. Vestía levita, un viejo traje tan remendado que siempre necesitaba
una costura nueva, y galera, a la vieja usanza de los magos. Se especializaba en
animales: conejo que saltaba fuera de la galera, palomas que aparecían y
desaparecían y, si lo apuraban, era bastante ducho en los juegos de manos cual
buen prestidigitador. Monedas que aparecían detrás de las orejas, adivinar la
carta, cosas así.
Por su parte, Herman el Magní co era en realidad Germán González, nacido
en La Blanqueada hacía cuarenta y dos años y montevideano de pura cepa. Se
teñía el pelo rigurosamente de un amarillo potente y ngía lo que él suponía era
un cerrado acento alemán. Realizaba sus trucos vestido con un traje de domador
de leones de circo, rojo sangre, que era por lo que Weismann había decidido
contratarlo. Era el menos talentoso de los magos, pero por contrapartida, el que
mejor talento escénico tenía. No pasaba de trucos de medio pelo, los mismos
juegos de carta que Farolinni, un par de escapismos de mínima calidad, pero los
presentaba con tanta gracia que era el preferido de los niños.
Dos Santos el Extraordinario era Tabajara Dos Santos Ruas do Livramento,
nacido en la fronteriza ciudad de Uruguayana. Era desde niño un hombre de
circo y sabía aprovecharlo. Había sido lanzador de cuchillos, tragafuegos,
equilibrista y nalmente, superados los cuarenta años de edad, mago. Vestía un
poco adecuado traje blanco, permanentemente cubierto por el roce, con dos ases
de pique negros bordados en las solapas que le daban aspecto de arlequín
despistado. Combinaba en escena todos sus talentos y lo hacía de buena manera,
albergando además un repertorio bastante amplio de trucos. Sin embargo, su
cero carisma con el público y su portuñol cerrado que lo llevaba a hablar poco y
nada lo condenaban al fracaso, salvo cuando el tour pasó por Artigas y allí fue
todo un éxito con la gente.
En la entrada de la pensión, Weismann los miraba a todos uno por uno y
hacía balance mental de sus representados. La muerte de Antón había
conmovido a Cañada de Tres Ombúes de tal manera que, a pesar de ser casi las
dos de la mañana, la gente se paseaba por las calles como si fuera mediodía. La
dueña de la pensión les había arrimado sillas, termo y mate, esto último solo
aceptado por Dos Santos. Los magos y su administrador miraban pasar a la gente
en silencio, que a su vez no les sacaba los ojos de encima, pero de soslayo. Quizás
esperaban que algún otro de ellos cayera muerto allí mismo, de repente.
Weismann decidió completar el cuadro y dedicarle el epígrafe mental
también a Antón el Maravilloso. Antonio Victorino, oriental, soltero, de
veintinueve años de edad. Se había sumado al tour recién este año por primera
vez. Traía consigo trucos costosos: el ataúd con sus espadas, la mujer aserrada y
un tanque de agua del que se escapaba encadenado, que se había rajado luego de
un golpe allá por la Sierra de Minas. Era bueno en lo que hacía y su equipo le
daba un aire misterioso. Se vestía con gracia, chaquetas de colores chillones, capa,
destacando por encima de sus más modestos compañeros y atrayendo
inmisericorde a las mujeres.
—Morir en un lugar como este… —de repente Farolinni rompía el silencio—
haber conocido Roma, París, Berlín. Y morir en Cañada de Tres Ombúes…
—Antonio nunca fue a ninguno de esos lugares —exclamó sorprendido
Weismann.
—Pensaba en mí —respondió el italiano sin mirarlo, los ojos perdidos en el
cielo.
Se sumieron nuevamente en el silencio, solo interrumpido por el vaciarse del
mate de Dos Santos a intervalos regulares.
—Yo si tomo mate a estas horas después no me puedo dormir —comentó
Herman y Dos Santos se encogió de hombros.
—¿Qué fue esa mirada? —Weismann había cobrado valor y giraba su silla
para enfrentarlos a todos. Lo había pensado un buen rato y no podía dejarlo
estar.
—¿Qué mirada? —preguntó a su vez Farolinni, no sin antes cruzar con
Herman y Dos Santos otra mirada idéntica a la de la carpa.
—¡Esa! ¡Esa mirada! —el administrador los señaló, acusador—. Cuando el
milico preguntó si Antón tenía enemigos y ustedes se miraron así. ¿Qué quiere
decir?
—No sé de qué hablás —Farolinni se había puesto nervioso. Era allí cuando
desaparecía todo su aire europeo y su elegancia de bon vivant.
—Mierda, muchachos… no quiero hacer algo como decirle al cana que pasan
cosas que no entiendo. Mejor me lo explican y nos ahorramos todos un mal
trago —Weismann tragó saliva. Le parecía que el comentario le había salido
demasiado parecido a una amenaza. Las miradas serias de los magos les
con rmaron su impresión.
—Antón vendía os trucos —exclamó Dos Santos de repente.
—¿Cómo? —varios años al frente de los «Magic Tour» le habían enseñado a
Weismann que esa era la herejía más imperdonable que un mago podía cometer.
—Todavía no… —Herman se frotó la nariz— pero dijo ayer… antes de ayer
en la camioneta que como esto del tour era… bueno, era un desastre, iba a vender
los trucos al volver a Montevideo.
—¿Sus trucos?
—Entre otros… era despierto el pibe —Herman sonrió sarcástico—.
Nuestros trucos los sabía también.
—Carajo —Weismann empezaba a entender el cruce de miradas, pero no
quiso dejarlo librado a su imaginación—. Ustedes… ¿ustedes lo mataron?
—¡Yo no, por Dios! —Farolinni hizo un amplio gesto ampuloso y casi se cae
de su silla.
—Yo tampoco —acotó rápido Herman.
Los tres miraron a Dos Santos, que negó vigorosamente con la cabeza.
—Eu não matei a ninguém —el brasilero los miró frío, con una mirada gris
como el acero.
Weismann negó y movió las manos, apaciguador. Se percató, sin embargo, de
que la mirada siniestra seguía presente en los ojos de todos los magos. Entonces
comprendió qué pasaba. Cada uno de ellos sospechaba que alguno de los otros
dos había despachado al colega desleal. Y Weismann mismo de repente tuvo la
certeza de que estaba sentado junto a un asesino.
La discusión se fue gestando despacio, bajito primero, para ir subiendo de
tono como las arias de las mejores óperas. Eran casi las tres y media de la mañana
y una vez más, Weismann dejaba caer la rebelde libretita sobre la cama
impecablemente tendida, a la que ya miraba con odio. Asomó la cabeza
entreabriendo la puerta con discreción. En el corredor discutían en una forma
cada vez menos controlada Herman y Dos Santos.
—Vos no entrás al cuarto —exclamaba el remedo de alemán—. Hasta que
no me digas por qué no estabas ahí durmiendo cuando nos avisaron de la muerte
de Antón, vos no entrás.
—São coisas mías —el brasilero se cruzó obstinado de brazos.
—Ta, fenómeno lo tuyo brazuca —había que ver como desaparecía el falso
acento llegada la eventualidad—, pero si te ponés así, voy, hablo con Weismann
y…
Al mencionar al administrador, Herman señaló y miró hacia su puerta, por
lo que no demoró en descubrirlo a media luz parado en el umbral. Weismann
carraspeó y salió también al corredor.
—A ver, a ver… ¿Qué pasa acá? —el administrador había entendido perfecto
qué pasaba, pero pretendía ganar tiempo.
—Nada que importe. Boas noites —Dos Santos aprovechó la distracción de
su colega y se zampó de cabeza, presuroso, dentro del cuarto. Al instante se
escuchó el crujir de la cama cuando el brasilero se tiró encima.
—Escuchaste todo, ¿verdad? —preguntó Herman, mientras cerraba la
puerta de su cuarto y se quedaba en el corredor con el administrador.
—Sí… ¿No estaba cuando los llamé?
—No. Apareció abajo en la puerta, en la calle, cuando todos salimos para el
descampado. Y no quiso decirme dónde estaba.
—Capaz que le pasó como a mí…
—¿Lo qué?
—Tuvo calor y salió a dar una vuelta. Está agobiante el calor hoy.
—Seeeee…— Herman sonrió burlón—. Una vuelta con cuchillo salió a dar.
—¿Vos decís? —Weismann se había puesto pálido—. ¿Lo estás acusando de
verdad?
—No, no, no —la sonrisa desapareció del rostro de Herman, quien de
repente pareció nunca haber tenido la facultad de sonreír—. Yo no acuso a nadie,
che.
—Bueno, entonces más cuidado con lo que andás diciendo —otra vez el
administrador adoptaba su tono paternal—. Y metete en la cama de una vez.
—Ah, no, señor —Herman se negó rotundamente—. Yo con ese no
duermo. No señor.
—Bueno, en el cuarto de Farolinni hay una cama libre.
—¿A la cama de un muerto me mandás? ¡Vos estás en pedo! —Herman no
paraba de mover la cabeza, descontrolada, de un lado para el otro—. Además,
¿quién me asegura que no fue el tano el que despachó a Antón? ¡Ni en joda!
—También pudiste haber sido vos y estás haciendo toda esta alharaca para
disimular —exclamó Weismann con una sonrisa. De repente pensó que capaz
que era cierto y la nuca se le bañó nuevamente en sudor.
—¡Eduardo! ¡Querido! Me conocés hace ¿cuánto?, ¿seis años? —Herman
había disparado una serie de gestos ampulosos de cariño hacia Weismann, que
parecían incluir un abrazo. Prudente, el administrador retrocedió dos pasos.
—Sí, algo así —respondió.
—¡Vos sabés que no soy capaz de algo así!
—No, no, claro que no —más que darle la razón, Weismann quería
convencerse a sí mismo para recuperar la calma.
—Vos también tenés una cama libre en el cuarto. ¿Te jode si duermo ahí? —
y antes de esperar respuesta, Herman ya estaba dentro de la habitación del
administrador.
—No, claro que no —respondió Weismann a la nada y entró con paso de
condenado a muerte al cuarto. No se sorprendió al descubrir que el mago había
ocupado la cama tentadoramente tendida que lo había evitado toda la noche. A
él le quedaba un pequeño camastro por tender.
No importaba. Sabía que no pegaría un ojo en toda la noche.
La siguiente disputa ocurrió a media mañana, con todos desayunando en la
entrada de la pensión. Las sillas habían quedado allí desde la noche anterior, y
cuando Weismann bajó la escalera, encontró a Dos Santos que ya estaba allí
tomando mate. Aceptó de buena gana el amargo que se le ofrecía y se sentó
junto al brasilero a matear en silencio. Los fantasmas de la noche anterior, un
asesino dentro del grupo quizás durmiendo en su mismo cuarto, se disipaban
con la luz del día. Era temprano todavía y el calor húmedo y agobiante no se
había instalado. Al poco rato, aparecieron Farolinni y Herman, el primero con
una taza de café y el segundo uniéndose a la ronda de mate. Llevaban media hora
sin cruzar palabra, cuando de repente, y sin contexto alguno, Farolinni exclamó:
—En suma, era un David Copper eld de tercera.
Todos lo miraron en silencio. Supieron inmediatamente de quién estaba
hablando, pero Weismann no pudo creer el comentario tan fuera de lugar y tuvo
que preguntar.
—¿Quién, perdón?
—El bambino… Antonio —Farolinni sorbió su café—. Mucha máquina,
mucho aparato, pero nada de talento. Es como los magos de ahora, los de la
televisión.
—Pura edición fuera de cámaras —se mostró de acuerdo Herman.
—Bueno, yo no estoy de acuerdo —contradijo Weismann y recibió de
ambos esa mirada típica de que-sabrás-vos-de-lo-que-estamos-hablando—.
Antonio se movía bien en el escenario y sí, es cierto, apostaba más a sus equipos
que a un juego de manos. Pero eso no lo hacía ni mejor ni peor. Distinto nomás.
—Un trucho, eso era —Herman miró a Dos Santos, quien de pronto ya no
le cebaba más mate.
—Además… pensar en vender los trucos. Eso es muy bajo. Bajísimo —
Farolinni negaba con tristeza, la cabeza mirando al piso.
—Vos também o fizeste uma vez —intervino torvo el brasilero, mirando jo al
italiano.
—¡Argh! —de repente Farolinni se atragantó con el café—. Eso fue
distinto… era muy joven, acababa de llegar. Nadie me contrataba.
—Poné as desculpas que queiras —Dos Santos dejó termo y mate en el piso y
Weismann reconoció que se aprestaba a pelear en caso de ser necesario luego de
su próxima a rmación—. A verdade é que ele era muito mas mago do que podem
ser vocês dois nunca.
Se los quedó mirando, esperando. Farolinni bufó despectivo, pero despacito,
cosa de no molestar a nadie. Pero Herman tragó aire y empezó a levantarse de su
silla.
—Hola… recién llego. Me enteré de lo de Antonio. Todavía no lo puedo
creer.
Eugenia estaba de pie frente a ellos y ninguno la había notado. Tenía los ojos
húmedos y estaba muy pálida.
—Ah… sí —Weismann rápido se puso de pie y le dejó su silla a su prima—.
Algo terrible.
—¿Lo mataron? ¿Lo mataron a cuchilladas? —Eugenia no pareció
reconocer el gesto de Weismann y los seguía mirando a todos, jo, como un
conejo encandilado por los faros de un auto, parada frente a las sillas.
—Eso dijeron… —respondió vagamente Weismann. Sentía que al no ser
preciso se alejaba del hecho horrible del asesinato. Lo volvía menos real. Así, casi
que ni recordaba la sangre manchando el piso de la carpa, la camisa brillante
empapada y oscura o los ojos abiertos mirando la nada.
—¿Qué hace la policía? —Eugenia tomó asiento nalmente.
—Psss… —Herman hizo un gesto de desprecio—. Nada hace. Es un canario
bruto.
—¿Y nosotros? —la muchacha alternaba miradas hacia todos los rostros que
la rodeaban—. ¿Hacemos la función hoy?
—No, claro que no —Weismann nuevamente se sorprendió ante las miradas
reprobadoras de los magos y se sintió en la necesidad de justi carse—. No
podríamos ni usar las carpas, che.
—¿Y entonces? —Farolinni se cruzó de brazos—. ¿La empresa se hace cargo
de la pérdida del día?
—¿Con qué? —Weismann se pasó desesperado las manos por el pelo y
descubrió que se le desprendía de a mechones. Ajá. Así que era de esta forma que
se generaban más y más sus entradas—. Si no hay función, no entra plata, vos lo
sabés bien. ¿Cómo me hago cargo de pagar una función que no se hace?
—¿Y mañana? —intervino Herman—. ¿Hacemos la función esa… en, cómo
era, Cabildo de Tres Pajonales…?
—No, no era así… —Weismann consultó su todopoderosa libretita—. Paso
de los Pajonales, eso es. Y no sé… el milico dijo que nos quedáramos acá hasta
saber algo.
—Así nos terminamos de fundir —acotó, agresivo, Herman.
—En el supuesto caso de que no estemos fundidos ya —agregó Farolinni.
Se quedaron todos en silencio, mirándose y mirando a Dos Santos, que
desde el cruce de palabras no le cebaba más mate a nadie. Weismann descubrió
que el mediodía se aproximaba cuando sintió el reloj de la transpiración
corriéndole por la nuca.
—Bueno, yo me vuelvo a Paysandú —exclamó de repente Eugenia,
poniéndose de pie.
—Esperá —Weismann sintió espantosa la idea de que su prima se fuera y él
se quedara a solas con el sombrío trío de magos—. Capaz que este hombre… el
sargento Reynoso, necesite hablar contigo.
—¿Dijo eso? ¿Qué quería hablar conmigo?
—Y… no. La verdad es que no.
—Entonces me voy. Vuelvo a lo de Cristina. Si me precisan por algo, vos
tenés anotado el teléfono en tu libreta. O me mandás un mensajito al celular.
Y no esperó más. Eugenia desapareció calle abajo, perdiéndose entre la gente
que, silenciosa, había colmado la plaza que se enfrentaba a la pensión. Weismann
la buscó con la mirada, como un náufrago busca algo de qué agarrarse mientras
ota en el mar.
A sus espaldas, Farolinni listaba una vez más los grandes maestros que le
habían enseñado en Europa. Dos Santos se puso de pie y sin decir nada, marchó
en dirección contraria a Eugenia, llevándose el termo y el mate.
—Ahí desaparece otra vez —señaló Herman, mirando torcido al brasilero
que se perdía a lo lejos.
—Bueno, es mago —acotó cansado Weismann mientras se levantaba
también y entraba a la pensión—. Se les da bien eso de desaparecer.
No alcanzó a escuchar la respuesta de Herman y no le importó tampoco.
Weismann entró en el pequeño edi cio que hacía las veces de seccional de
policía en Cañada de Tres Ombúes y lo descubrió sorprendentemente fresco.
Debía ser por el techo, inusitadamente alto o por las cinco cuadras que había
caminado bajo el pleno sol del mediodía, buscándolo. La seccional se componía
por una única estancia, dividida a la mitad por una larga barandilla de madera y
al fondo un bañito. Solo, perdido entre sillas, cheros y escritorios, tomaba mate
el sargento Jacinto Reynoso. En alguna parte del lugar sonaba perdida una radio.
—Buenas tardes —saludó Weismann y recibió a cambio una muy cordial
sonrisa del policía. Tan cordial que temió que lo estuviera confundiendo con
otra persona.
—Muy buenas, don —Reynoso hizo uno de sus gestos ambiguos, que podía
indicar en qué silla sentarse o podía ser el ofrecimiento de un mate. Weismann se
decantó por la silla, pasando la barandilla, frente al escritorio del sargento.
—¿Alguna novedad? —el administrador se pasaba nuevamente el desastroso
pañuelo por la nuca.
—¿Sobre qué? —Reynoso se cebaba con cuidado, tratando de no derribar la
montañita de yerba construida con tanto esmero.
—Sobre el asesinato de Antonio… el mago. Antón el Maravilloso—
Weismann temió por un momento estar atrapado en un episodio de Dimensión
Desconocida. Separado para siempre de las reglas naturales del tiempo y del
espacio.
—Ah… no, todavía no —Reynoso contemplaba orgulloso el mate
perfectamente cebado—. Esperamos unos informes de Paysandú.
—¿Quiénes?
—¿Disculpe?
—¿Quiénes esperamos?
—Nosotros… la policía —sonrió el sargento y señaló la vasta seccional vacía.
El administrador tragó saliva. Sentía que llevaba años atrapado en Cañada de
Tres Ombúes.
—¿Cuándo piensa que podremos seguir viaje? —Weismann aceptó el mate
que se le ofrecía. Paladeó agradecido. Era el mejor mate que tomaba en mucho
tiempo, acorde su sabor con el esmero del cebado.
—Y… difícil de decir —Reynoso se reclinó en su silla, la mirada ensoñadora
y perdida—. Ni bien solucionemos este entuerto.
—Mire, no quiero ponerme pesado ni mucho menos. Pero tenemos
compromisos, ¿sabe? Gente que espera al «Magic Tour».
—Lo entiendo, don, lo entiendo. Es más, le diré que estoy haciendo todo a
mi alcance para que las cosas se encaminen rápido. Le doy mi palabra.
Weismann miró a su alrededor otra vez. La palabra rápido no parecía
signi car lo mismo en su diccionario que en el del policía.
—Mire… —el administrador tenía que elegir muy bien sus palabras y lo sabía
— no quiero acusar a nadie, ¿sí? Pero creo que tendría que interrogar más a
fondo a los magos… los compañeros del occiso.
—¿De quién?
—Del muerto.
Reynoso sonrió de manera vaga, mientras negaba con la cabeza.
—¿Y por qué me dice eso, si se puede saber? —lo miró con sorna, lo que
descolocó mucho a Weismann.
—No se estaban llevando bien… inclusive Antonio había confesado que
vendería los trucos de todos una vez llegado a Montevideo.
—¿Vender los trucos?
—Sí, revelar cómo se hacen ¿entiende? Qué mecanismos o aparatos se
emplean. Cómo se adivinan las cartas… todo.
—¿Y usted me dice que uno de sus magos lo mató por eso?
—No, no acuso a nadie, pero entienda que para un mago no hay cosa peor
que… —Weismann se interrumpió por la carcajada sonora que el sargento dejó
escapar. Era la viva encarnación de la alegría.
—Mire, don —Reynoso cebaba mate mientras hablaba, más concentrado en
esa operación que en lo que decía—, llevo más de 15 años como policía por estos
pagos. Y no creo que sea muy distinto en otras partes. Si de algo estoy seguro, es
que la gente se mata por plata o por mujeres. No por trucos de magia.
—Bueno, sí, puede ser. Pero quizás las peculiaridades de este caso sean
distintas.
—Usted no se preocupe —el gesto de Reynoso era inequívoco por una vez.
Weismann entendió que lo despedía—. Quédese tranquilo y sepa que estamos
haciendo todo lo posible para que las cosas se solucionen.
Mientras salía de la seccional y el sol lo volvía a cachetear, el administrador se
preguntaba si no hubiera sido ventajoso seguir forzando el inútil diálogo, así
fuera por el mate y lo fresco del lugar.
Weismann había paseado un poco por el pueblo, tantas eran sus ganas de
evitar a los otros que prefería el abrazo de esa inmensa bola amarilla en el cielo.
Pero no había mucho para ver en Cañada de Tres Ombúes y no tardó en
descubrir que inevitablemente retornaba a la pensión.
—Os condutores foram-se —lo recibió Dos Santos, sentado a la sombra de la
puerta abierta de la pensión, evitando hábil los rayos del sol.
—¿Cómo? —Weismann quiso creer que había entendido mal, que el
portugués se le había vuelto de repente intraducible—. ¿Jiménez? ¿Eyerabide?
—Sí —Herman salía de la pensión con la expresión de aquel que da
condolencias en un velorio—. Justo después de comer… cuando saliste a
caminar. El tano descubrió que no estaban las camionetas. Yo los vi salir del
pueblo. Pensé que, no sé, se iban a hacer un mandado.
—¿Se llevaron los equipos? ¿Los animales? ¿Los trajes?
—No, nada… bueno, las camionetas. Que no son poca cosa.
El administrador sintió como si le hubieran dado un mazazo en la frente.
—¿Las camionetas? Pero son alquiladas las camionetas… están a mi
nombre…
Buscó como un ciego donde sentarse. Dos Santos lo encaminó hasta una
silla.
—¡Arruinado! —las lágrimas corrían, libres y desenfrenadas por el rostro de
Weismann—. ¡Ahora sí estoy completamente arruinado!
—Não se ponha assim —el brasilero se veía conmovido de manera sincera—.
Quizás o policía possa fazer algo.
—Eso, Eduardito, eso —Herman se puso en cuclillas frente al
administrador, las manos en sus rodillas—. Farolinni fue hasta las carpas a
comprobar que todavía estuviera todo. Ni bien vuelva y sepas bien, podés hacer
la denuncia.
Como si estuviera esperando su pie para entrar a escena, el italiano dio vuelta
la esquina a paso vivo.
—Está todo —no pareció percatarse del estado derrotado de Weismann—.
Ni pasaron por el descampado, los stronzos estos.
Entró en la pensión mientras los demás se quedaban en la puerta. El
administrador lloraba en silencio y los otros dos lo miraban con respeto. Con
duelo. Farolinni volvió a la puerta bebiendo un vaso con agua.
—¡Aah! ¡Qué calor de mierda! —miró indiferente a Weismann y lo tocó con
un pie—. ¡Che! ¿Qué vamos a hacer?
El administrador levantó la cabeza por n. Había dejado de llorar. Suspiró y
se puso de pie.
—Voy a hablar con el sargento… a hacer la denuncia.
Farolinni se rio, secamente.
—¡Para lo que puede servir! Mira cómo se pudre Antonio y el tipo ese no
arresta a nadie, cuando es evidente que… —se cortó, abrupto. No había visto
hasta ahora a Dos Santos, que estaba nuevamente recogido a la sombra de la
puerta, tan silencioso como siempre. El brasilero se enderezó despacio.
—¿Que é evidente? —preguntó, avanzando un paso.
—Eeeeh —Farolinni empalideció por completo, pero Herman dio un paso
adelante a su vez.
—No te hagas el vivo, brazuca. La cosa está clarísima —exclamó, con los
dientes apretados y la mandíbula tensa.
—¿Qué está clarísimo? A ver… —Dos Santos tenía todo el cuerpo en
tensión.
Weismann no atinaba a hacer nada. Como en una película, vio cómo el
brasilero llevaba discretamente una mano hasta un bolsillo. Los otros dos no lo
notaron.
—No estabas en tu cuarto la noche que lo mataron… te vas por ahí y no
decís adónde… —enumeró Herman.
—¡Y sos lanzador de cuchillos, encima! —agregó Farolinni, envalentonado
por el apoyo de su colega.
Justamente el cuchillo, un Tramontina de la pensión, apareció un instante en
la mano de Dos Santos, relampagueó apenas en el aire y se clavó en el marco de la
puerta al lado de la cabeza del italiano, arañándole una oreja.
—¡Aaaaayyy! —Farolinni gritó como si lo hubieran herido de muerte.
—¡Pero vos estás loco! —chilló Herman mientras tomaba en brazos al
italiano, que parecía iba a desmayarse en cualquier momento.
Entraron a la pensión en medio de una lluvia de ayes y gemidos. Weismann
miró de hito en hito al brasilero. Este se sentó a su lado.
—Será de Deus —Dos Santos le dedicó una franca sonrisa—. Venir a
falharme o pulso.
Reynoso había hecho un par de llamadas y le había repetido que se quedara
tranquilo. Parecía no saber decir otra cosa ese hombre. Weismann deambulaba
como un alma en pena por Cañada de Tres Ombúes. Era tal su expresión de
desazón, que la gente lo detenía para preguntarle qué le pasaba, si podían hacer
algo. Cada tanto, el administrador se detenía para mecerse los cabellos o
consultar inútilmente la libretita. No quería volver a la pensión. Por él, que se
mataran entre ellos. El «Magic Tour» estaba acabado de todas formas. No había
manera de compensar los pagos, las pérdidas de las camionetas, los adelantos…
los números bailoteaban frente a sus ojos. Cuando sintió ganas de partir la
libretita en mil pedazos, la guardó en un bolsillo y decidió no pensar más en ello.
Por el contrario, entró al bar y pidió la tan deseada cerveza fría.
—Tengo que hablar contigo —Herman se materializó enfrente. Weismann
trató de no mirarlo. Quizás si lo ignoraba lo su ciente, desaparecería. Ese sí que
sería un gran truco de magia. A pesar de todo, Weismann sonrió.
—Estábamos equivocados —a Herman no parecía importarle que lo mirara
o no.
—¿Quiénes? —esa manía por los plurales volvía loco al administrador.
—Nosotros… vos y yo. No es el brazuca. Es el tano. Fue el tano.
—¿Qué?
—Estoy seguro, Eduardo —Herman se sirvió cerveza en un vaso que él
mismo había traído—. Me dijo cosas raras mientras le curaba la oreja. Que no
puede seguir trabajando así. Que no es digno de profesionales. Y ahí lo largó.
—¿Qué largó? —Weismann se juró romperle la botella en la cabeza a mitad
de su próxima pausa dramática.
—¡Es él el que iba a vender los trucos! —Herman casi gritó por el
entusiasmo—. Me dijo que ya venía viendo que la cosa no daba para más. Que
no podemos competir con la tele. La gente espera de nosotros cosas que no
podemos darle. Ya había convencido a Antonio. Pero la cosa se le enredó cuando
Antonio se lo dijo a Dos Santos. ¿Entendés?
—No, no entiendo —Weismann procuró rematar la cerveza antes de que lo
hiciera Herman—. ¿Y por qué lo mató si estaban juntos en eso?
—¡Para disimular! —Herman lo señaló acusador—. ¡Si el brazuca se
enteraba que era idea de Farolinni, lo reventaba! ¡Farolinni se ha pasado todos
estos años recopilando los trucos de todos! ¡Nuestros trucos! ¡Nos pensaba
hundir a todos, el jodedor este!
Weismann se rascó la cabeza.
—Me pierdo —trató de contar con los dedos—. Vos decís que Antonio y
Farolinni estaban de acuerdo en vender los trucos una vez que volviéramos a
Montevideo. Como Antonio va y se lo dice a Dos Santos, pero sin mencionar
nunca a Farolinni, a este último le entra pánico de lo que podría hacer Dos
Santos. Y va y mata a Antonio, para que Dos Santos nunca se entere que es él el
que en realidad planea vender los trucos. ¿Es así más o menos?
Herman no respondió. Parecía estar sumando mentalmente.
—Pero, además, vos mismo dijiste que Antonio contó lo de vender los trucos
en la camioneta, frente a todos. No era exactamente un secreto. ¿No?
—Bueno, si lo ponés de esa manera, no es tan evidente la cosa —Herman se
rascó la cabeza, avergonzado.
—No, no lo es —Weismann bebió lo que le quedaba en el vaso con
determinación. La estupidez de Herman había servido para ayudarle a recuperar
el temple—. Dejemos que las cosas se encaminen solas… sin acusarnos, ni
robarnos los trucos, ni tirarnos cuchillos, por el amor de Dios.
—Bueno, bueno —Herman se encogió de hombros—. ¿Qué vamos a hacer?
—¿Con qué?
—Con todo… ¿Cómo seguimos adelante?
—La verdad… no tengo la menor idea —Weismann miró por la puerta
abierta del bar la tarde desierta de Cañada de Tres Ombúes. Era la hora de la
siesta y eran muy, muy raros los transeúntes que pasaban por la calle. De repente,
comprendió aquello que había dicho Farolinni. Habían recorrido Uruguay de
punta a punta, habían visitado Argentina, Brasil y Chile. Había llenado teatros
de más de mil personas.
Qué triste que todo tuviera que terminar en un lugar como Cañada de Tres
Ombúes.
—Eu me vou.
Dos Santos estaba parado en la puerta del cuarto de pensión de Weismann.
Habló con tanta determinación, que el administrador miró el corredor para ver
si había valijas que secundaran las palabras del brasilero. No había nada.
—¿Te vas? ¿Cómo que te vas? El policía dijo que…
—Já sei —Weismann se corrió y dejó pasar al brasilero—. Não me vou até que
se solucione todo. Mas não sigo. Me volto a Uruguayana.
—Pero… Dos Santos… no me podés hacer esto. Sos uno de los mejores
magos que tengo.
—Vos sabés que isto está liquidado —Dos Santos le sonrió con calidez—.
Nem sequer vou-te a joder com a prata que me debés. Mas eu com traidores não
trabalho. Lo lamento por vos.
Weismann miró con desaliento por la ventana abierta. Estaba abierta desde la
noche anterior, cuando había buscado de manera inútil aire fresco. Le pareció
que había pasado una vida entera, una reencarnación y nuevamente una vida
entera, desde que la había abierto.
—Te entiendo —dijo por n—. Me da mucha pena. Pero te entiendo.
Dos Santos sonrió una vez más y empezó a salir del cuarto.
—Brazuca —Weismann nunca lo había llamado de esa manera, tan familiar.
Pero ahora que la relación profesional estaba destruida y enterrada, no veía por
qué no—. ¿Vos pensás que alguno de estos mató a Antonio?
—Não —Dos Santos se había puesto serio y hasta algo pálido—. Para matar
a alguém se precisa ser um homem de verdad. E nenhum destes dois o é.
Mientras Dos Santos entraba a su cuarto, Weismann no pudo dejar de
pensar en que, si había un hombre de verdad en el «Magic Tour», este era el
brasilero. Quiso convencerse de que Dos Santos no podía ser el asesino. No lo
logró.
Ya no lograba convencerse de nada.
Caía la tarde y Weismann miraba indolente por la ventana de su cuarto. Le
parecía que todo afuera, la gente y los escasos automóviles, se movían en cámara
lenta. El administrador no se movía mucho tampoco, solo se frotaba la nuca con
el pañuelo a intervalos regulares, enmarcado cual un retrato en su ventana.
Pasaban las horas sin novedad, cuando con el último rayo de sol apareció Jacinto
Reynoso, caminando por la calle.
El sargento no tenía prisa ninguna. Se detuvo en una esquina y de manera
parsimoniosa se armó un chala. Saludaba a quienes se cruzaba y entablaba
conversaciones a cada caso, que podían llevar segundos o hasta media hora.
Desde la ventana, Weismann se sorprendió al darse cuenta de que ya no le
impacientaba el ritmo del policía o el de la misma Cañada de Tres Ombúes.
Quizás ya había estado el tiempo su ciente como para que la palabra ‘rápido’
signi cara lo mismo en su diccionario.
—Buenas tardes —había perdido de vista a Reynoso con sus soliloquios
internos y este estaba ahora en la puerta del cuarto. Weismann no había llegado a
darse cuenta siquiera que el policía rumbeaba para la pensión—. ¿Puedo pasar?
—Claro, adelante. ¿Puedo ofrecerle algo?
Reynoso hizo uno de sus gestos ambiguos que solo Dios podía interpretar y
se sentó en el borde de la cama.
—Pueden ustedes marcharse cuando quieran —exhaló el humo de su chala y
Weismann respiró fuerte junto a la ventana abierta—. El asunto está
solucionado.
El administrador parpadeó varias veces, petri cado. Su mente razonaba
como una locomotora desbocada. No veía a Farolinni desde el incidente del
cuchillo. ¿Lo habría arrestado cuando estaba en el bar? ¿O habría arrestado a
Herman, justamente a la salida del bar? ¿O a Dos Santos apenas después de
hablar aquí mismo, en su cuarto?
—El matador es un hombre de Paysandú —Reynoso llevaba hablando varios
segundos y Weismann tuvo que coordinar las palabras que le llegaban a los oídos
con algo de sentido—. Su muchacho, Antón el Fantástico…
—El Maravilloso.
—… había estado de amoríos con la esposa. La noche de su última función
en Paysandú la mujer se le tiró encima, parece. El hombre este se enteró y lo vino
a buscar hasta acá. Cuando su esposa escuchó hoy de la muerte de Antón, nos
llamó. Su esposo confesó todo. Dijo que hay cosas que un hombre nunca puede
permitir.
—¿Vino hasta acá a matarlo? —balbuceó Weismann.
—Yo estoy de acuerdo. Hay cosas que no se pueden permitir. Parece que este
hombre vino, vio la función, esperó junto a unos eucaliptos que hay por ahí y
cuando no quedó nadie volvió y lo mató. Dice que el mago trató de justi carse,
pero como le digo, hay cosas que no se hacen. Que quedara encajonado fue pura
casualidad, parece… Pero bueno… como le decía, todo está solucionado y pueden
ustedes marcharse cuando gusten.
Weismann tartamudeó unas palabras de agradecimiento y Reynoso salió
dejando el cuarto apestando a su cigarro. El administrador lo vio aparecer debajo
de la ventana y caminar despacio, rumbo al bar.
Antes de entrar se giró y lo saludó con la mano.
El Núñez para Montevideo esperaba en la plaza de Cañada de Tres Ombúes
sin apagar su motor. Farolinni y Herman acomodaban sus cosas —entre ellas los
aterrorizados animales— en la cajuela. Weismann y Eugenia, que venía a bordo
desde Paysandú, los esperaban arriba. Aunque eran apenas poco menos de las
diez de la noche, la mayoría de los pasajeros ya estaban dormidos.
—¿Vos qué vas a hacer? —preguntó de repente el administrador en un
susurro.
—¿Con qué? —su prima trató de mirarlo en la penumbra del ómnibus.
—Cuando volvamos a Montevideo… ahora que el Tour no va a salir más.
—Ah… yo qué sé. Capaz que vuelvo a la facultad. No sé.
—Ajá.
—¿Y vos?
—No sé —esa pregunta se venía repitiendo Weismann desde hace horas—.
No tengo mucho más. Hace años que no hago otra cosa.
—Capaz que los convences para salir de nuevo. Todavía te quedan dos
magos.
—Sí, capaz.
—¡Siamo tutti pronti! —exclamó Farolinni, mientras se desplomaba en su
asiento. Recibió varios chistidos clamando por silencio.
Herman se ubicó a su lado en silencio. Cruzó una lúgubre mirada con
Weismann. Evidentemente se estaban preguntando lo mismo.
Weismann apoyó la cabeza en la cabecera de su asiento. Las últimas cuentas
en la libretita daban una pérdida de casi 200%. Es decir, habían gastado casi el
doble de lo que habían recaudado. Es decir, un desastre monumental. Pero él no
sabía hacer otra cosa. Solo sabía de combinaciones de ómnibus, de hoteles
baratos, de precios de conejos y palomas, de comidas rápidas, de funciones en
carpas, centros comunales o gimnasios. De aplausos. De felicitaciones solemnes
de veteranos. De risas de niños.
El Núñez se puso en marcha por n. Para salir de Cañada de Tres Ombúes
debía dar vuelta la plaza. Lo hizo a paso cansino, como se hacía todo en el
pueblo. No habían subido más pasajeros que ellos.
Weismann sacaba cuentas mentales, sin libretita. Farolinni abandonaría el
Tour ni bien llegaran, para vender los trucos. ¿Qué hacer? Armar una gira solo
con Herman, el menos talentoso de todos los magos, era una locura. Espió
discreto hacia el asiento de los magos. Farolinni ya dormía a pierna suelta con su
distintivo ronquido de boca abierta. Herman tenía un mazo de cartas en las
manos. Las barajaba a toda velocidad y de improviso, cortaba. Aparecía el as de
corazones. Barajaba otra vez y cortaba en cualquier parte. Otra vez el as de
corazones. Descubrió a Weismann que lo espiaba y le mostró la carta que se
repetía con el orgullo de un niño que le muestra una hazaña a su padre.
A su lado, Eugenia había conectado los auriculares a su celular y escuchaba
música con los ojos cerrados. El ómnibus se detuvo en el empalme con la ruta.
Allí, esperando su ómnibus en la dirección contraria, estaba Dos Santos.
Descubrió a Weismann en la ventana oscura y lo saludó con una sonrisa.
Weismann le devolvió el saludo, pero el Núñez ya arrancaba y no llegó a ver si
el brasilero había alcanzado a verle. No supo por qué, pero el no saberlo lo
deprimió. Le pareció que era importante haber logrado despedirse de él con algo
más que la duda de si era un asesino.
No pudo dormir en ningún momento del viaje hasta llegar a Montevideo.
José
Pérez Reyes

(Asunción, 1972)
Escritor y abogado. En el año 2002 publicó su primer libro de cuentos, Ladrillos
del tiempo. En 2003 integró las conferencias de Narradores de América Latina y
España, llevadas a cabo en Colombia. Su obra Ese laberinto llamado ciudad fue
publicada con el Convenio Andrés Bello el mismo año.
Dentro del marco del «Hay Festival» en Colombia en 2007, fue elegido por el
jurado del Bogotá 39 como uno de los escritores jóvenes más destacados de
América Latina. El mismo año formó parte de la Antología de cuento
latinoamericano (Ediciones B), y publicó su libro de cuentos más conocido:
Clonsonante.
Sus cuentos fueron incluidos en la versión digital de El futuro no es nuestro (2008)
y en el libro publicado en México, De lengua me como un cuento (Axial, 2009).
Otras obras suyas integraron Nueve cuentos nuevos, una antología publicada por
Alfaguara en 2009, y El libro del voyeur, publicado en España en 2010, por
Ediciones del Viento.
Diversas obras de su autoría fueron incluidas en antologías internacionales en
Colombia, México, Cuba, Argentina, Chile, Portugal, España e Inglaterra. Parte
de su obra ha sido traducida al inglés y publicada en Words Without Borders en
2011. En 2012 se lanzó su libro titulado Asuncenarios, con la editorial Arandurã.
En 2014, la editorial inglesa Ragpicker Press incluyó uno de sus cuentos en The
Football Crónicas, libro presentado durante el último Mundial. En 2016, El
Lector publicó Aguas y cúpulas, una antología de sus cuentos, en la colección de
Literatura Paraguaya.
Pignorar
Me levanto algo cansado. Cansado de algo, por no decir de todo y salgo a la calle,
aéreo como siempre y digo que soy aéreo no por haber nacido bajo el signo del
aire, no creo en esas cosas, sino por haber tenido mi primer encuentro sexual en
la torre del mangrullo de una estancia con la hija del capataz, ella sí que era
volátil, una nube carnal.
Depende del cristal con que se mire, dicen, entonces también depende del
cristal con que se recuerde, invirtiendo los ojos hacia la memoria. Como si la
memoria se tratara de la cabina central de un aeropuerto desde donde uno ve
pasar los recuerdos de aquí para allá, como viajeros.
En la calle me veo obligado a volver a tierra, porque si no atiendo las veredas,
algún bache del tamaño de un cráter me llevará de cabeza al fondo. No aguanto
más en la parada de ómnibus porque al lado del banco hay unas bolsas de basura
que apestan, llevan días sin ser recolectadas. Me voy hacia la otra esquina, total el
ómnibus se detiene en cualquier parte. Debo jarme cuál me lleva hasta las
o cinas de Identi caciones de la policía nacional para tramitar, de una buena
vez, la obtención de mi pasaporte.
A pesar de que llevo media hora esperando, no aparece ninguna de esas líneas
de transporte. Un taxi que pasa me juega varios bocinazos. Eduardo, en la
ventanilla y pálido como el auto amarillo, me dice que suba. Le hago caso.
—¿Adónde vas? —Ese es el verdadero saludo de un taxista. Se ofrece a
llevarme gratis hasta las o cinas de Identi caciones, ya que su parada, me cuenta,
es hacia allí luego.
Le agradezco esa gentileza. Durante el trayecto hay tiempo para charlar.
Hace rato que no lo veía y se lo hago saber.
—Varias veces pasé cerca de tu casa y no veía el auto, pensé que ya no
trabajabas como taxista, o que te fuiste a España también. Yo mismo estoy
procurando irme si ahora consigo pasaporte.
Me mira como si tuviera cara de prófugo que está por saltar en pleno vuelo,
algo así de raro como la sonrisa que le brota. Nada cambia si la gente aún quiere
irse nomás. Nadie se queda. Ni la esperanza, porque es la primera en pegarse el
raje como polizonte en el menos anunciado vuelo nocturno. La radio AM suena
de fondo, bajito, con noticias locales. No nos interesa porque no son
transmisiones de fútbol. A nadie le va eso de noticias y comentarios de la realidad
nacional. Nos toca vivir la situación de cerca, no desde una cabina, sea de radio o
de aeropuerto.
Le comento que estoy sin trabajo desde hace tiempo y que, con la plata que
cobré, a modo de propinita seccionalera por votar en los comicios de la semana
pasada, voy a pagar el arancel del pasaporte.
—Así que lo que te da el estado vuelve al estado. ¿Cuánto te pagaron por tu
voto? Y después te vas y nos dejás la condena de otros cinco años de gobierno
repetido del mismo partido… ¡Qué chanchada!
Eduardo ironiza y empieza esa perorata. No queda otra que internarme en
mi propio palabrerío.
Pignorar el futuro con este empeño en irme del país.
Empeño, ansia, afán, anhelo, ahínco, tesón. Juego con las palabras en mi
cabeza. Pignoración, ¿la migración de un «pig»? No voy a Estados Unidos así
que «no way, pig», todo esto queda en un mero «cabrón» nomás. Al menos en
España no podrán decir lo que los gringos cuando comentan que los Smith
corren peligro de ser desplazados por los García y los Rodríguez que ya están
entre los apellidos más comunes porque los hispanolatinos representan el
segmento de población de más rápido crecimiento allá, según su último censo.
Pero me doy cuenta de que no le causará gracia esa acotación estadística, me
guardo el comentario. La venta de voto está ja en la cabeza de Eduardo, allí le
entró la tinta indeleble. Esa cantidad apenas signi cativa de guaraníes es el precio
no marcado en la pizarra de antivalores, pero aunque sea sufraga los gastos de mi
pasaporte. Mientras hago estos cálculos mentales, él abre la boca otra vez:
—Yo no voté, estoy harto de listas con números cambiados y caras repetidas,
lo único que se entinta es la conciencia, no el dedo.
—Bueno, vos por lo menos estás vivo y podés votar. Pero hay otros que
resucitan cada cinco años para votar.
—Supongo que les sale más barato que voten los muertos —me mira de
reojo—. Urnas funerarias y urnas de votación, tienen tanto en común…
Luego de esta especie de ceniza electoral, sobreviene un silencio sepulcral.
Para cambiar de tema le pregunto cómo anda el laburo y le doy cuerda con eso.
—Y estoy acomodando horas en la parada —se encoge de hombros, pasando
de la crítica al conformismo—, conservo el turno de la mañana.
—Está larga la semana y dura la calle.
—Más de lo que te imaginás, Pedro. Te habrás enterado de alguno de los
casos de taxistas asesinados en Asunción para robarles apenas unos billetes.
—Al menos no te toca el turno nocturno, está tan peligroso manejar de
noche, cada cosa que pasa, cualquier pasajero después de las doce es un peligro.
—Por algo ese versito que dice que de pasajero a peajero solo hay un paso —y
remata la frase volviendo a la crítica— por culpa de los políticos que son los
peajeros de las urnas y de los impuestos. Es así, nos asaltan como fuere.
—Trabajar de noche debe ser extenuante. No compensa el peligro —insisto.
—Aunque no lo creas, lo más raro me pasó a plena hora del día.
—¿En serio? —le pregunto con ganas a ver si se sale del campo político.
—Hace muchos años, cuando me inicié en esto de ser taxista. Cerca de la
pensión Alborada, un viejo que aguardaba en la vereda me hizo la señal y subió al
taxi, eran las siete de la mañana más o menos, estaba vestido con un traje negro,
con ese olor a guardado, pero la corbata, muy colorida para su edad, sí era nueva.
Llevaba dos maletas y le ayudé a cargarlas en la valijera, mientras me decía que
tenía que ir al aeropuerto. Se veía serio, cansado, pensé que no habló por temor a
retraso. Parecía que no había dormido la noche anterior y se durmió en el asiento
de atrás durante el largo trayecto por la avenida España, ni los bocinazos de los
autos que iban apurados al trabajo lo despertaron. Todavía faltaba un tramo por
recorrer, así que le dejé nomás descansar allí, incluso recuerdo que prendí la
radio y puse música suave para evitarle sobresaltos del trá co. Al nal, yo fui
quien tuvo el sobresalto. Llegamos hasta la entrada del aeropuerto, donde
siempre había un puesto de control policial que la dictadura utilizaba como
última barrera para no dejar salir a cualquiera del país. Eran tiempos de
represión, de permanente estado de sitio por decreto, solo algunos afortunados
conseguían tomarse un vuelo y salir de aquí. Ese viejo parecía tener una chance,
hasta llegué a pensar que tenía otra nacionalidad, por su aspecto quizás. Algunos
metros antes del portón de control policial, le avisé al viejo que habíamos
llegado, incluso le toqué un brazo para despertarle, pero nada... no respondía, no
abría los ojos.
Lejos de interrumpir su narración, le hago un gesto con las cejas que solo
puede signi car un «¿y entonces qué pasó?»
—El viejo estaba muerto. Falleció justo por el camino. Él levantó vuelo antes
del viaje. Pero lo peor, no tenía pasajes aéreos ni pasaporte; apenas tenía unas
monedas en su bolsillo que no pagaban el taxi. ¡Qué estafa! Su muerte tramposa
solo me complicaba. Tuve que llevarlo a la guardia policial del aeropuerto para
informar el raro deceso. No quería tener problemas con la policía, así que declaré
todo lo ocurrido y entregué las maletas también. Hubo una inspección de este
vehículo. Los o ciales revisaron las cosas del viejo y encontraron su cédula de
identidad, ropas, libros y objetos de poco valor. En el bolsillo interior de su saco
encontraron un frasco de píldoras fuertes, eso fue lo que le liquidó, durmió para
siempre. Habrá tomado varias antes de salir de esa pensión.
—Qué cosa de locos... ¿Qué se le habrá ocurrido? ¿Era su plan de evasión?
—¡Qué sé yo! Eligió morir en movimiento en vez de quedarse en esa pensión,
seguramente así en su último acto simulaba que conseguía escapar de este país,
harto de haber soportado toda su vida adulta bajo una misma dictadura.
Después de la inspección supe que se llamaba Antonio Vázquez, un ex profesor
de secundaria que fue privado de su cátedra antes de alcanzar la jubilación. Vaya
modo de abandonar el país dejando todo.
Sobrevino otro silencio sepulcral. El taxi desviaba en la curva.
Esta anécdota me atrapó un rato, me percato de ese detalle al notar que
estamos cerca de Identi caciones. Eduardo ahora bromea:
—Menos mal que venís a Identi caciones y no a Investigaciones de la
policía, como era antes. En esa época, la foto y la impresión digital eran para ir a
la cárcel.
Ya se está poniendo denso, así que le agradezco que me haya traído hasta
aquí. Me bajo en la esquina antes de cruzar la avenida Boggiani. La la está tan
llena que ocupa toda la vereda y eso que todavía no se abrió la o cina. Por lo
visto, era masiva la demanda de pasaportes que la gente, mayoritariamente
jóvenes, solicitaba no precisamente con nes turísticos. Esta ansiedad de última
hora y la larga cola ya me ponen tenso.
—Suerte, chera’a —me dice Eduardo señalando la la hacia la entrada
policial como si con ello quisiera decir que allí me tocará pagar algo más que el
arancel.
Le respondo un escueto «gracias, igualmente» y le doy una palmada en el
hombro, pero apenas se aleja en su vehículo, después de escuchar esa anécdota,
solamente me resta esperar que cuando yo tenga todo listo para viajar no sea
justo Eduardo, quien acudiendo al llamado telefónico de radio taxi, venga a
buscarme para ir al aeropuerto.
Fernanda Trías

(Montevideo, 1976)
Narradora y traductora. Realizó el máster en Escritura Creativa de la Universidad
de Nueva York. Publicó las novelas Cuaderno para un solo ojo, La azotea y La
ciudad invencible, y el libro de cuentos No soñarás flores. Por La azotea recibió el
tercer Premio Nacional de Literatura en Narrativa/MEC, 2002. No soñarás flores
estuvo nominado al Premio Hispanoamericano de Cuento «Gabriel García
Márquez» 2017 como uno de los trece mejores libros de cuentos en habla hispana
publicados el año 2016. En 2004 obtuvo la beca Unesco-Aschberg para escritores
y se estableció en Francia. Así empezó un período itinerante que incluyó las
ciudades de Berlín, Buenos Aires, Nueva York, Valparaíso y Bogotá. Sus relatos
han aparecido en antologías de nueva narrativa en Alemania, España, Estados
Unidos, Inglaterra, Italia, Perú y Uruguay. Es profesora en la Maestría en
Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia. Actualmente reside
en Madrid, gracias al premio para escritores latinoamericanos organizado por
Revista Eñe, Casa de Velázquez y la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB).
N Astoria-Ditmars
Más de una vez, dice, se pregunta por qué los subtes viajan tan lento de
madrugada. Quizá la corriente eléctrica sea distinta a esa hora, menor caudal
(aunque ella no sabe nada de electricidad, nunca entendió el funcionamiento de
una bombita o de un teléfono. Es —dice— como una niña o un animal en todo
lo cientí co). O quizás sea por culpa de la noche, que contagia al resto de las
cosas con su lentitud, no solo el cuerpo y los pensamientos de ella, sino también
lo otro: el vagón de metal, las ruedas que no son ruedas sino discos losos y
estáticos, como máquinas de cortar jamón. ¿Cómo se desliza el subte sobre los
rieles? (otra cosa que no sabe). Lo que sí sabe es que, a las cinco de la mañana,
después de cerrar el bar, contar la propina y tomarse el tequila del estribo, en el
vagón de la línea N solo viajan unos adolescentes borrachos y algunos
vagabundos con sus bolsas a cuestas. Los vagabundos van en las esquinas, en el
asiento más alejado al resto del mundo. Dice «resto del mundo» y mira el vaso
rme entre las manos. Hay algo en esos extremos del vagón que se fuga un poco
más rápido, como las últimas galaxias. Ella lo llama «el asiento de los homeless» y
siempre lo elige cuando está vacío. Le da un poco de impresión, la verdad.
Sospecha que los asientos de los subtes nunca se lavan, al menos ella nunca vio a
nadie pasando un trapo o rociándolos con espray, pero igual los elige. Es una
parte arcaica de su ser latinoamericano que la impulsa a elegirlos. Dice esto y se
ríe; intenta esconder una especie de orgullo. Lo único que realmente le asusta
son las chinches, llevarse en la ropa una chinche imperceptible que colonizará sus
cobijas, su colchón y luego la casa entera. Que ella sepa, los bedbugs son el terror
de los neoyorquinos. Más que las violaciones, más que los ataques terroristas.
Porque las chinches pueden pasar hasta un año sin alimentarse, a la espera,
agazapadas en una rendija, en un ori cio minúsculo del parqué. No hay nada
humanamente posible que ella pueda hacer ante una invasión de chinches, me
dice, y después está lo otro: las reacciones psicosomáticas, la picazón irracional en
las piernas, las noches de insomnio (analizar el colchón con una linterna, echar
veneno a los pies de la cama y luego sentir que el veneno le ha penetrado la piel y
corre —ya imparable— dentro del cuerpo). Como sea, a ella le gusta ese asiento y
nunca se levanta cuando un vagón apesta a mugre y a orina. Una vez, incluso, se
sentó al lado de un vagabundo porque era el único asiento libre. Los demás
pasajeros iban parados, haciendo un vacío alrededor del hombre que dormía con
la cabeza hacia adelante. Tenía el pelo endurecido, una franja negra alrededor de
las uñas de los pies y el talón blanco lleno de grietas. El olor no la intimidó; pensó
que su padre nunca se habría levantado de ese asiento. Aguantó —tan inmóvil
como imaginaba a su padre durante los mil cuatrocientos sesenta días que estuvo
preso—, tratando de no tocar al hombre por miedo a las chinches, solo por eso, y
ngió ignorar los ojos aterrados de los demás hasta que el tren salió del túnel, se
elevó por las vías de Astoria y llegó a Queensboro Plaza.
Ahora que empezó la primavera hay menos vagabundos en los trenes, dice.
La primavera está aquí, pero ella no la ha visto, o más bien, la primavera no la ha
visto a ella. Cuando sale de su casa ya es de noche, cuando vuelve el amanecer se
dilata, todavía hiela. Al pasar sobre el puente Queensboro mira hacia afuera sin
interés. No es que haya perdido el asombro, lo espléndido y agresivo de una
ciudad vertical, hecha de espejos, solo que esa belleza se ha vuelto predecible, un
cliché de alienación urbana. Pre ere, entonces, mirar a los demás, especular si la
cara de esa asiática que duerme en el asiento de enfrente tiene una expresión
«soñadora» o si es simplemente una cara dormida, cerrada e inaccesible como
una almeja. «Estoy de paso por la primavera», dice, y en mi imaginación la veo
atravesar una cortina de cuentas o de tiras de plástico; oigo el ruido a hojas
nuevas que hacen las tiras al rozarla.
La esquizofrenia climática de la ciudad ya no le afecta. Una se acostumbra a
ella como a los achaques de una tía vieja: con paciencia, con la amabilidad
resentida de los compasivos. La belleza aquí es explícita, dice. Las ores no
orecen, son trasplantadas de un día para el otro por jardineros nocturnos. Los
tulipanes te echan toda su belleza en la cara, nacen adultos, explotan de color
como si… ¿Como si qué? Como si nada. Y están también los mangos y las
papayas en las fruterías, exhibiendo su existencia inaudita, su condición global,
espárragos, sandías y hasta vegetales que ella nunca oyó nombrar, como la
radicheta o la borraja. Todo eso, dice, más las piernas de las mujeres. Quién
pudiera tener unas piernas así. (Gira en el asiento y busca, pero no hay ninguna
de esas hoy, ninguna rubia en short y tacos aguja.) Son sus genes nórdicos; las
piernas recuerdan que han trabajado la tierra. Sanas y funcionales. Si ella pudiera
trasplantarse a algún lado, ¿a cuál sería? «Echo raíces en cualquier parte», dice,
pero cuando lo piensa mejor, cuando hace una pausa para mirar el vaso otra vez
vacío, le asusta darse cuenta de que no sabe. Tal vez los trenes le fascinen por eso,
por lo previsible de su recorrido. Mirar el mapa del subte le da seguridad, pero en
sus días libres como hoy, pre ere quedarse en Astoria, no viajar en un tren lento,
o peor, enlentecido por la noche.
Cuando a su padre lo soltaron de la cárcel, se exiliaron en México, pero ahí,
dice, su padre estaba fuera de lugar. Se fue volviendo callado, no necesariamente
triste, sino callado, como si intentara compensar por la estridencia de su altura,
como si le avergonzara ocupar tanto espacio en un país que no era el suyo. En
México vivían cerca de una fábrica, aunque nadie en la familia la llamaba así.
Decían, en cambio, «parque industrial». El parque echaba un olor constante a
caucho o a plástico quemado y ese olor impregnaba la casa y también la ropa de
su padre, que trabajaba como contable en las o cinas. Por qué él nunca quiso
volver a Uruguay es algo que ella no sabe. Nunca lo sabrá, dice. Los amigos de
aquella época, otros exiliados, de a poco se fueron yendo a sus países o a otras
ciudades, y algo similar pasó con los amigos de ella en Nueva York. A más de uno
lo despidió en la entrada del subte, con sus maletas, mochilas, mantas y
almohadas bajo el brazo. Les hizo adiós hasta que fueron tragados por esas
alcantarillas humeantes. Ella supone que no se necesitan razones para irse, pero
tampoco —dice— se necesitan razones para quedarse. La manera de
acostumbrarte a tanta pérdida es renunciando de antemano, dice, y yo agito la
cabeza, pienso: se está poniendo mística. Ahora pre ere hablar con personas a las
que tal vez no vuelva a ver o a las que solo verá protegida por esa cción que crea
la barra entre ellos. La última imagen que tiene de su padre es la de él acostado en
el suelo, ajustando los tornillos de una mesa. Nunca estarse quieto, una lección
que trajo de la cárcel. A ella le pareció que tarareaba, dice, pero no puede estar
segura; tal vez solo fuera el murmullo de la fábrica. «Lo que no entiendo»,
insiste, «es por qué los subtes corren más lento de noche», y vuelve a mencionar
la luz de los vagones, la sensación de silencio que esa luz produce, tal vez por la
falta de parpadeo, por la constancia de sus lúmenes. Pero se trata de un silencio
falso. «Como ahora, que ya ni siquiera oímos el tren sobre nuestras cabezas».
Hace una pausa, y durante toda ella, no pasa ningún tren. Hay presencias
enormes, dice, y de pronto me doy cuenta de que esto es lo último que dirá.
El chico nuevo termina de poner los bancos patas arriba sobre la barra y va a
buscar la escoba. Después tendrá que baldear, por los ratones y las cucarachas,
sobre todo aquí, debajo de las vías. Yo he pasado el trapo innumerables veces
sobre la marca de agua que deja el vaso de ella cada vez que lo levanta, y ahora
estoy a punto de agarrar su vaso tibio, con restos de espuma, y llevarlo al
fregadero. Lo único que nos separa es la barra y un montoncito de billetes de un
dólar que ella ha ido dejando tras cada cerveza. Su suéter a rayas se re eja en el
ventanal. Está sentada entre dos bancos invertidos, como ramas, como árboles de
invierno.
Ever Román

(Mariscal Estigarribia, 1981)


Publicó Osobuco (Buenos Aires, 2011) y Falsete (Asunción, 2016), ambos libros de
cuentos, y participó en antologías de varios países, americanos y europeos. Es
además fotógrafo a cionado y dirigió un par de cortometrajes y documentales.
Dicta talleres de realización audiovisual y de literatura en instituciones
psiquiátricas.
Teléfono
Ayer llamé a casa de mamá, luego de algunos meses, y conversamos de todo un
poco, entre otras cosas de la muerte, que invariablemente es un tema entretenido
para los dos, y sin que me lo esperara, esta conversación terminó por dejarme un
poco incómodo, hasta triste incluso, porque de seis o siete veces que hablamos
por teléfono este año mamá y yo, el promedio de muertos cercanos por llamada
nunca superaba a dos, y a veces incluso los muertos eran solo parientes de
vecinos, o vagos chismes oídos en el barrio, y los suicidios, siempre
sorprendentes, tenían una justi cación que por lo menos nos llevaba a meditar y
decir, Qué espantosa vida, ¿no?, qué cagada que le tocó y vivir a ese o esa, pero la
llamada de ayer me dejó triste, esta es la palabra, incluso con miedo, porque la
parte de los muertos fue casi toda la llamada, limitándose los saludos de rigor
solo a dos o tres frases, a saber, primero con mi padre que atendió el teléfono,
¿Cómo estás, hijo?, Bien, pa, ¿y vos? Bien, tranqui, ¿Y los negocios?, Y ahí
andan, en realidad no andan, me dijo, ¿Cómo que no andan?, le dije, ¿Supiste de
la nueva ley presidencial?, me dijo, y antes de explicar qué es la nueva ley
presidencial, diré que mi padre es jubilado hace diez años, pero no se contentó
para nada con la jubilación, porque el dinero de la jubilación no le alcanza para
un carajo, pues es una jubilación paraguaya, una jubilación de mierda, por no
alcanzarle para nada la pensión de jubilación, mi padre, se dedicó desde los
primeros días a armarse distintos tipos de negocios, entre ellos el de técnico de
reparación de celulares, solo por un tiempo, muy breve por cierto, rápidamente
los celulares se fueron poniendo demasiado tecnológicos para él, pues mi padre
se formó en los ‘60 en electrónica, época orida de aparatos gigantescos y ahora
inútiles, circuitos cerrados y demás, que la ciencia cción de Sturgeon y Asimov,
salvo ribetes metafísicos y algún que otro asomo a una robótica
hipercomplicada, llevaron al paroxismo y que nosotros, siervos de las nuevas
tecnologías, olvidamos íntegramente, o por lo menos vamos en camino de
olvidar completamente, cambiando a una tecnología de bits, casi abstracta, más
simple a primera vista, pero in nitamente compleja para alguien que como mi
padre se formó reparando televisores con transistores y demás, imposible de
seguir para mi padre esta nueva tecnología, aunque mi hermano, estudiante de
ingeniería en electrónica, le intenta explicar una y otra vez, infructuosamente,
pues mi padre ni siquiera es capaz de escribir un e-mail, por ejemplo,
simplemente lo dicta a mi hermano, o llama por teléfono, o espera que yo llame,
o no espera nada y sigue con sus negocios de emergencia, que son raros y únicos,
poco funcionales como la vieja tecnología que estudió, y justamente el último
negocio de mi padre fue el afectado por la nueva ley presidencial, una ley
justísima a mi parecer, una ley poco oportuna para mi padre, que como recurso
loco había empezado a intentar vender terrenos de reservas ecológicas, se había
metido al mercado de los bienes raíces de reservas ecológicas que políticos y
militares habían modi cado falsamente en los papeles haciéndose pasar por
dueños legítimos, un papeleo mentiroso que, sin embargo, servía y aún sirve para
que partes de estas reservas sean usadas como terrenos de cultivo, o pastoreo, o lo
que sea, en n, es conocida la historia, estas reservas ecológicas de miles de
hectáreas habían sido partidas en pedazos por sus dueños ilegales, y mi padre se
había puesto a la tarea de venderlos a inversores extranjeros, puesto que el
usufructo por parte de políticos y militares se había complicado bastante por
culpa de la prensa, entonces habían decidido vendérselas a gente que quisiera ir a
cultivar soja a Paraguay, o criar ganado por millares, los clientes proyectados eran
estadounidenses, alemanes y brasileños, con un par de coimas y papeleos estos
inversores tienen la posibilidad de duplicar, triplicar, cuadruplicar sus riquezas,
en n, es una historia recurrente, folclórica, un negocio de moda últimamente y
mi padre había llegado a la conclusión de que ser corredor de bienes raíces de
reservas ecológicas robadas era buen negocio, un negocio fácil, ya me había
hablado en conversaciones telefónicas anteriores de este negocio, pero no había
fructi cado, por lo visto, para felicidad mía y dentro de todo para menos
complicación de mi padre, todo se había truncado porque la nueva ley
presidencial prohíbe la venta de tierra a extranjeros hasta que se complete la
reforma agraria, que dicho sea de paso puede tomar décadas, o no realizarse
nunca, y esto truncó el negocio de mi padre, que no pasó de especulaciones, por
cierto, pretensiones suyas de aprovechar parientes en el extranjero para hacerlos
corredores inmobiliarios, yo en Argentina, Alberto en algún país europeo o
africano, Tía Gloria en España, otros parientes en los Estados Unidos y Francia,
pues mis familiares, como toda familia paraguaya, están esparcidos por todas
partes, loca, demencialmente repartidos por todas partes, y todos mis familiares,
como yo mismo, están loca, demencialmente necesitados de dinero, mi padre
quería aprovecharlo usándonos como corredores inmobiliarios y conseguir así
posibles inversionistas que nos crucemos por ahí, y sí, es una idea loca,
demencial, por suerte no prosperó, no dejó de ser pura charla, de todas maneras
era un negocio estúpido, egoísta, y yo no pretendía ayudarlo para nada, aunque a
mí, en Argentina, era al que menos ayuda iba a pedirle porque aquí, también
como en Paraguay, están repartiendo todo para todas partes, así que no iba a
pedírmelo, solo me lo comentó, Y pusieron esa ley y ahora no se puede vender
nada, me dijo, y yo le dije que estaba bien, que era un negocio estúpido, un
negocio egoísta, Andá, pa, hacé una olla popular en la esquina de casa, ahí te va a
ir mejor, vas a ser más útil, quise decirle, pero no le dije mucho, solo que el
próximo negocio iría mejor, siempre y cuando no sea vender el país, le dije, y me
pasó con mi madre, pobre viejo, pensé entonces, pienso ahora, y mi madre
también, pobre vieja, qué vida jodida, pero también, cada tanto, pienso, qué vida
feliz, me atendió mi madre y me saludó feliz, Hijo querido, ¿cómo estás?, dijo, y
yo todo compungido dije Bien, menos mal que a papá se le olvidó el negocio,
dije, y ella dijo que eso estaba mejor, y luego intercambiamos más palabras de
rigor, pocas y breves, y empezamos con el recuento de muertos, eje de nuestras
conversaciones, rutina oscura y salvadora, pues hablar de muertos nos recuerda
que estamos vivos y francamente nos deja de buen humor hablar de muertos, no
sé por qué nos gusta tanto, aunque también nos entristece, ¿a quién no le gusta y
a la vez le entristece la muerte?, en todo caso a mi madre y a mí nos gusta y
entristece y después nos pone de buen humor hablar de muertos, como ayer a las
cinco de la tarde, hora en que empezamos a hablar de muertos, lo demás era
muerte y solo muerte a las cinco de la tarde, dice un poema de García Lorca, y tal
cual fue nuestra conversación de ayer a las cinco de la tarde, en ese momento no
recordé el poema como lo recuerdo ahora, pero los dos sabíamos que a partir de
esa hora, las cinco de la tarde, y en la hora siguiente de extenderse la
conversación, hablaríamos de muertos, haríamos hipótesis, como es costumbre,
y luego colgaríamos el teléfono con mejor humor, pues es nuestra rutina,
nombrar un par de muertos, ponernos de buen humor y colgar el teléfono, pero
no resultó así esta vez, ambos, tanto mi madre como yo, nos despedimos tristes,
asustados, luego de hablar de los muertos recientemente, y todavía hoy que
escribo esto me pongo triste al recordarlo, al recordar a los muertos, nombrados
así a la ligera por mi madre y yo, envenenándonos sin darnos cuenta, y la verdad
es que solo me empecé a envenenar yo pues mi madre ya estaba envenenada de
antes de la conversación conmigo con esas noticias, pues ya las sabía y las había
pensado y sentido antes de contarme a mí sobre ellas, y también sabía que me las
iba a contar, así a la ligera, y eso que quizá la envenenaba un poco más, habrá
paladeado la muerte imaginando cómo iba a ir soltándome cada cadáver, por lo
tanto creo que también sabía que iba a envenenarme a mí con cada muerto, gota
a gota, como se dice, a medida que fuera nombrando los muertos y las
circunstancias de sus muertes iría haciéndome daño a mí, aunque a decir verdad
de estas circunstancias de las muertes no sabía mucho, pues por suerte ninguna
ocurrió cerca de ella, aunque sí ocurrieron en el seno de nuestra familia, familia
no tan cercana por suerte, pues los cercanos somos los que estamos más lejos, al
otro lado del mundo inclusive, otros no tanto, solo un par de miles de
kilómetros, como yo, eran, después de todo, familia cercana en segunda o tercera
generación, pero muertos familiares a n de cuentas eran todos, al menos tenían
foto o almuerzo en la casa de mamá, o habían pasado alguna vez por su casa, por
vaya uno a saber por qué cuestión peregrina e incluso yo los había visto, más
precisamente los he mirado y observado, a cada uno, seguramente hasta les había
hablado a todos, y ellos a su vez me hablaron, como suele suceder, aunque ahora
solo recuerdo haber conversado largo con uno de ellos, pero también sé que a los
otros dos les hablé al menos una vez, o les dije solo hola, en n, al menos Hola,
cómo va, y hasta quizá les haya dado un beso que eso se hace con frecuencia, y
ahora estaban muertos, contados así para deleite de mi madre y yo, los cuatro
muertos, pues esta vez no eran dos o solo uno, como de costumbre en nuestras
conversaciones, sino cuatro los muertos, cada uno trágico, doloroso, que dejaron
adolorida a mi madre y que me provocaron dolor a mí, un dolor que todavía
ahora lo estoy sintiendo, dolor y miedo, tristeza, qué banal y estúpida es la
muerte, pienso ahora, y también mi madre y yo al hablar de estas cosas, qué
banales y estúpidos somos, pero ya no puedo dejar de preguntarle, tan estúpida y
banalmente, como le pregunté ayer a las cinco de la tarde, ¿Qué hay por ahí, ma,
murió alguien?, y por supuesto yo esperaba el sí, pero no ese sí que me dio mi
madre, un sí lúgubre, atragantado, un sí que desembocó luego en la frase larga,
ininterrumpida, de los cuatro nombres, a saber, Estela, Amancio, Sami y El
militar marido de Cari, este último carente de nombre porque ni mi madre ni yo
lo supimos nunca, pero que sí conocíamos de haberlo visto más de una vez, y ya
que empecé a identi car al marido de Cari, identi carlo sin nombre, contaré
primero la muerte de este, tal como me la contó mi madre, sin retórica, Se ahorcó
de mañana antes de ir a trabajar, Cari salió de la habitación de los dos para ir al
baño y lo encontró colgado de una de las vigas de la sala de su casa, me dijo mi
madre, Cari lo encontró colgado con unos cables, imagino que habrán sido
cables muy resistentes porque era un tipo grande, esto fue como a las siete de la
mañana, luego de encontrar a su marido colgado, Cari fue corriendo a llamar a
los vecinos para que lo descolgaran y los vecinos vinieron y lo descolgaron, y
luego fueron al entierro, al otro día, los que descolgaron al militar, de 26 años, el
día anterior, frente a Cari que miraba el cadáver desde la entrada de la sala, sin
saber qué decir pero queriendo explicar alguna cosa, y todavía no tiene nada para
explicar, al menos no o cialmente, pues el marido militar que se colgó no dejó
una carta, un fax, un e-mail ni un video grabado, nada, ni siquiera una
conversación con un mejor amigo para explicarse, simplemente se colgó esa
mañana, vaya a saber por qué, aunque por supuesto la familia entera dice que
tenía problemas con la esposa, viuda ahora, problemas de cuernos y demás, pero
eso qué importa, no sirve de explicación, en todo caso la esposa no puede ir por
ahí diciendo yo le ponía los cuernos y por eso se mató, no quedaría bien, pero mi
madre y yo, por supuesto, dijimos que seguro se mató por eso, Hay mucha gente
que no soporta eso de los cuernos, ma, dije yo, Y no, dijo mi madre, y después
me dijo que ella sabía que yo soporté muchos cuernos y yo le cambié de tema, y
en vez de hablarle de los cuernos que soporté, que ahora me doy cuenta de que
hubiera sido mejor, le pregunté quién más murió, así, a bocajarro como dicen los
novelistas españoles del XIX, banalmente le pregunté quién más murió, y ella, mi
madre, me dijo, también a bocajarro, Murió también tu tía Estela, de un infarto,
la semana pasada, en su casa, en su cama, ella estaba muy enferma, dijo mi madre,
y yo no pregunté más porque Estela era prima suya y amiga de infancia, según
creo, pues las oí hablar por teléfono muchas veces, aunque esto último, lo de
haberlas escuchado hablar varias veces puede ser un error, pues hay muchas
Estelas en mi familia, está Estela la alcohólica, Estela la eterna prima con la hija
doctora, Estela la narigona, Estelita, no sé cuál Estela será y no quise preguntar
más porque mi madre me dijo Estela con voz todavía más apesadumbrada que
cuando me nombró el muerto anterior, y entonces yo solo le dije, Mamá, ¿estás
bien?, y ella dijo Sí, es muy triste nomás, era mi amiga, Ah, siento lo que pasó,
dije, y después le hablé de otra cosa, de mi vida acá, creo que le dije algo como
que iría al teatro esa noche, como de hecho fui, o tal vez le dije que había ido al
cine la noche anterior, como de hecho fui, o alguna cosa por el estilo para
cambiar de tema, y ella me dijo luego, sin prestarme mucha atención, También se
murió Sami, ¿Sami?, pregunté yo, ¿Quién Sami?, ¡Sami!, dijo mamá, y ahí me
quedé helado, pues Sami era un chico hermoso, muy joven, de poco más de 20,
castaño, grandes ojos verdes, siempre sonriente, fuerte, amable, ¿Y cómo murió?,
le dije a mi madre, profundamente apenado, Yo sé que le querías mucho, me
dijo, y sí, era así, qué muerte injusta, todavía hoy veo a Sami sonriendo,
preparando mate, hablando de chicas, haciendo chistes, amable, adorable, ¿Y
cómo murió Sami, ma?, pregunté, De un accidente de moto, dijo, y yo no quise
saber más, esta vez fue ella quien me preguntó, ¿Y vos estás bien?, y yo por
supuesto le dije que más o menos, Estoy impactado, ma, dije, ¿cómo esperás que
esté?, Y hay más, dijo mi madre, y ahí, no sé por qué, por ese espíritu
auto agelador que tenemos, quise escuchar más, aunque sabía que ya sería
demasiado, pues a n de cuentas tres muertes es su ciente, es más de lo que uno
puede pedir en una llamada telefónica rutinaria, para qué más, sin embargo en el
momento que mi madre me dijo hay más, yo quise escuchar más, una muerte
más, pues dada la conversación que estábamos llevando no podía tratarse de otra
cosa que una muerte más, tal vez una muerte todavía más dolorosa, o una
muerte indiferente, en todo caso otra muerte más, y otra muerte más sería el
corolario de la conversación que estábamos llevando, una conversación lúgubre
como pocas, esta muerte más sería un corolario espantoso, el golpe del knockout,
pero dado ya al rival derribado, el re-knockout, pues yo ya estaba derribado,
sangrando, sin muchas ganas de levantarme y seguir bailando el ring, después de
todo tres muertes es su ciente para una llamada rutinaria, Tres muertes ya está
bien para una llamada rutinaria, ma, le dije a mi madre, qué otra cosa le iba a
decir, pero en vez de dejar que ella permaneciera callada y proponer otro tema, le
dije, ¿Y qué más hay, ma?, Se murió también tu tío Amancio, dijo mi madre,
¿Amancio?, Un tío tuyo, no sé si te acordás de él, ¿Y cómo murió?, pregunté,
aunque saber que se murió además de las tres anteriores personas un tío mío ya
era su ciente, de hecho no podía pedir más, le pregunté cómo había ocurrido,
quería detalles, después de todo, detalles, no puedo entender por qué, y peor aún
mi madre quería decirme estos detalles, a pesar de haberme contado ya tres
muertes ella quería darme estos detalles, y entonces yo callé un ratito y esperé a
que me cuente, y como a la pregunta de cómo ocurrió no me respondió
enseguida la apuré diciéndole otra vez, Ma, ¿cómo pasó?, Y se metió un tiro, me
dijo mamá, se encerró en su pieza una mañana y se metió un tiro, ¿Así nomás?, le
volví a preguntar, ¿Y qué le pasaba, era depresivo, tenía deudas, qué le pasaba?,
pregunté, Y no sé, me dijo mamá, Era jubilado, tiene un hijo que es médico, un
hijo ya grande, y su esposa está bien, tienen plata, no sé si tenía otra mujer, no sé
qué le pasó, nunca se intentó matar antes, siempre fue un buen señor, no dejó
carta ni nada, me dijo mamá, y yo no podía entender cómo un jubilado se metía
un tiro sin tener deudas ni otra familia, sin historial depresivo ni nada, siendo un
buen señor, cómo alguien así se podía matar así nomás, no lo podía entender,
aunque por supuesto estas cosas nunca se entienden, pues la gente se mata todos
los días, cada uno con su razón, siempre hay una razón, la que sea, una razón sin
razón muchas veces, pero no hay suicidio gratuito, muchas veces ni siquiera el
que se mata sabe por qué y por supuesto el porqué de que Amancio se metiera
un tiro mi madre no tenía por qué saberlo, a pesar de esto yo se lo pregunté igual,
¿Y por qué se mató?, y mi madre me dijo que no lo sabía, la familia no dice nada,
Solo nos invitaron al entierro, pero no pudimos ir porque era lejos, me dijo mi
madre, y entonces yo la inquirí de vuelta pidiéndole detalles, ¿Cómo pasó, ma?,
Y él estaba en su pieza hablando por teléfono, después colgó el teléfono y llaveó la
puerta y se disparó en la cabeza con una pistola, así nomás pasó, me dijo mamá,
¿y qué más podía preguntarle yo a mi madre?, era una muerte que no tendría
explicación para nosotros ahora, en esta conversación, de todas formas le dije que
a lo mejor Amancio estaba hablando con otra mujer y después se mató, o con
alguien que le robó, Y quién sabe, me dijo mamá, Tal vez estaba hablando con
Dios, le dije entonces a mi madre, No digas pavadas, me dijo ella, Ma, ya no
quiero hablar más por hoy, me cansé, le dije, Te extrañamos mucho por acá, dijo
mi madre, y después nos dijimos pocas cosas más, cosas que no me acuerdo,
entonces nos despedimos y colgué.
Valentín Trujillo

(Maldonado, 1979)
Estudió cine en Cinemateca Uruguaya. Se graduó de profesor de Lengua y
Literatura en Maldonado. Trabajó como docente entre 2001 y 2006. Fue coeditor
de las revistas literarias MAT e Iscariote, en Maldonado. Estudió periodismo en la
Universidad Católica del Uruguay. Entre 2005 y 2015 trabajó como periodista en
el diario El Observador, de Montevideo. En 2016 recibió la Medalla de Honor
otorgada por la Cámara del Libro del Uruguay por sus aportes a la crítica literaria
periodística. Ha colaborado además con artículos en revistas, como Quiroga
(Uruguay).
En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa «Juan José Morosoli» por su
libro de cuentos Jaula de costillas, publicado por editorial Banda Oriental. En
2012 publicó un cuento en la antología Sobrenatural, de Editorial Estuario. En
2013 publicó su segunda antología de cuentos, Entre jíbaros (Estuario), que
obtuvo mención de honor en los Premios de Literatura del Ministerio de Cultura.
Ese mismo año publicó junto a su esposa, la periodista Elena Risso, el libro
Nacional 88, historia íntima de una hazaña, un ensayo deportivo sobre el Club
Nacional de Fútbol, campeón de la Copa Libertadores de América y de la Copa
Intercontinental en 1988.
En 2016, obtuvo el Premio «Onetti» en la categoría Narrativa, por su novela
¡Cómanse la ropa!, publicada en 2017. También en 2016 un cuento suyo integró
la antología 13 que cuentan, publicado por Banda Oriental. En 2017 editó, a través
de Ediciones B, Real de Azúa, una biografía intelectual, la biografía del
fundamental intelectual uruguayo del siglo XX, con la que obtuvo el Premio
«Bartolomé Hidalgo» en la categoría ensayo. Ese año fue elegido por el Hay
Festival como uno de los 39 mejores autores jóvenes de Latinoamérica. En 2019
publicó Revolución en sepia, a través de Literatura Random House.
Bosques donde antes no había nada
El seminarista Rodrigo había dormido mal, en su capilla en medio del bosque. El
padre Félix lo había mandado llamar de la iglesia del pueblo: debían arreglar una
viga de la campana, dañada tras el último temporal. Con la campana muda, el
padre —un cura octogenario nacido y criado en la región— había pasado unos
días llamando a misa a voces.
Una neblina fría envolvía el espacio. Desde la torre de la iglesia contemplaron
el sol ascender en el cielo y entibiar un poco la mañana. El seminarista tenía
guantes cortados en los dedos y trabajaba con una cuerda sobre la viga donde se
apoyaba la campana. El cura le daba indicaciones. Pronto el muchacho estaba
sudando y con las manos doloridas. Cuando se levantó la neblina y se
distinguieron nítidas las copas de los árboles, plantados poco tiempo atrás, el
cura re exionó sobre aquellos bosques.
El padre Félix creía que en un principio en San Fernando de Maldonado
debió haber estado el viento y solo el viento, bajo las grandes extensiones barridas
en la bóveda celeste, las estrellas quemándose sobre las dunas. Las extensiones
arrasadas por las rachas del océano, el salitre al vuelo, enredándose en las rejas de
los postigos y en las herraduras de los caballos. El pueblo se había fundado en
una encrucijada de vientos: el pampero del sudeste, cortando el río ancho y
marrón, que desde hace siglos juntaba masas de aires desde las lejanías de la
cordillera; el del Atlántico, que se arremolinaba desde las Malvinas y más allá la
Antártida; el del Brasil, cargado de agua y pesadez en las noches de verano. Un
viento para cada momento del año y un mismo efecto: la arena en las calles, en
las casas, dentro de las calderas, del mate, entre los pliegues de la ropa, el polvillo
no metiéndose en postigos y bisagras, haciendo chirriar los tenedores de bronce
y puliendo los dientes como una pasta seca. Las dunas, lentas y móviles como
lomos de camellos, avanzaban desde la costa sobre la ciudad y mordían cada
cuadra.
Algunos hombres encarnaron la tarea del progreso: médicos, ingenieros,
empresarios, todos emprendedores. Había pantanos que desecar, donde a veces
caían los hombres como el ganado, y morían ahogados en el silencio de los
médanos, en agua oscura y aceitosa donde se reproducían las víboras. Las
plantaciones marcaron y de nieron el paisaje: pinos catalanes, sardos y corsos,
eucaliptus australianos. Árboles de otros con nes, trasplantados como los
hombres, que a anzaron el suelo. La arena se asentó, los adoquines se limpiaron,
los pantanos se secaron. Creció la sombra.
El viento pasaba por los sucesivos ltros de las hojas y daba salud a las vías
respiratorias. Los bosques cambiaron la vista y el trabajo, ampliaron los re ejos
de los colores en la distancia. Las hojas caían y formaban alfombras que con las
lluvias se pudrían, y amparaban hongos y gusanos. En las afueras del pueblo
comenzaron a escucharse sierras, prosperaron los pobres carpinteros, los troncos
cayeron con el sonido grave de las notas de un violoncello, voltearon los nidos de
barro de los horneros, las águilas dibujaron los círculos en el aire sobre las nuevas
copas.
Ante el prolongado silencio del padre Félix, el seminarista Rodrigo dijo:
—Ellos vieron bosque donde no había nada.
El cura preguntó:
—¿Acaso no había nada?
El viento atravesó el campanario y sopló dentro de la campana.
—Todo esto no era más que creación de Dios —prosiguió Félix—. Las
pampas vacías y las olas enfurecidas. Cada grano de las dunas, pura creación
suprema. Vivir era una prueba de supervivencia y de amor. Nos hicimos duros
en la lucha, y el techo de esta iglesia fue el refugio al que todos vinieron.
El seminarista se quedó en silencio y su mirada volvió a los bosques. Le
retrucó que Dios les había legado a los hombres la creación y la técnica, el
arti cio, como parte de su inteligencia. Esos árboles frondosos eran un homenaje
a la aplicación y a la ciencia de la razón.
—Cada tormenta nos recordaba el poder de Dios —le dijo Félix—. Con la
amenaza y el rigor. ¿Usted no cree que la ira del Señor enseña?
—Los árboles fueron trasplantados y echaron raíces aquí, como nosotros, los
hombres.
El joven recordó a Sir Henry Burnett, súbdito de Su Majestad y cónsul en
Maldonado. Las anécdotas de su vida, el amor como base para los pinos de la
costa de Maldonado: se había enamorado de una enfermera fernandina. Su hijo
Guillermo Enrique era uruguayo y también había plantado. Recordó al doctor
Román Bergalli que, en lucha contra las infecciones respiratorias, también había
plantado eucaliptus, como el criollo Manuel Gorlero y el poeta don Antonio
Lussich, que, por ado, construyó su caserón en lo alto de la colina vacía de
Punta Ballena y con los años quedó rodeada del mismo bosque. No solo se
habían transformado las fuerzas de la naturaleza por transformación de las dunas
en bosques. También las fuerzas económicas habían variado.
—Ahora hay más trabajo, padre. Los leñadores, los carpinteros, la peonada
que coloca postes y piques, y corta tabla para los palenques… La tierra se
revalorizó y los propietarios son más ricos.
Las palabras salían de los labios en forma de vapor.
—Antes también había trabajo. Cualquier muchacho se ganaba sus vintenes
por barrer la arena con un escobillón de palmera. No necesitábamos más. El
viento también movía nuestras pequeñas ganancias, muchacho. Y el que no tenía
una cuchara de sopa caliente para llevarse a la boca sabía que almorzaba o cenaba
en la capilla de la iglesia…
El padre Félix hizo un alto para respirar y limpiarse la comisura de los labios.
—¿Es mejor la especulación? ¿Pueden cambiarnos la tierra? ¿Pueden hacer lo
que quieran en un mundo que no es de ellos?
—Padre, los vecinos necesitaban un consuelo. La necesidad era mucha, ¿no
se acuerda?
—¿Hoy es más feliz el prójimo? ¿O vive ahora bajo la esclavitud del bosque?
Yo vi de niño estas playas desnudas, los pescadores esforzados atravesar las dunas,
las vacas pastar los yuyos de la arena, el durazno orecido en las quintas… Y
ahora, miro a lo lejos y solo veo tonos de verde, y la presencia del jabalí…
—¿Acaso el jabalí no es también creación divina?
El cura se quedó callado. Rodrigo tampoco dijo nada, pensó que el padre
Félix pertenecía a otra época, inadaptado al presente ingobernable, y se abocó al
trabajo con la campana. El cura también pre rió callar. Luego de varios ajustes,
la campana quedó ja de nuevo sobre el tablón perpendicular a los cimientos de
la torre. El padre Félix tomó la cuerda atada al badajo y con todas las fuerzas que
le quedaban tiró hacia abajo. El ruido sobre el acero resonó en el aire en ondas
metálicas sucesivas y atravesó el follaje hasta llegar a los oídos del gran cerdo
salvaje de cuatro metros de largo y casi mil kilos, que rondaba los bosques, decía,
hacía unas semanas. El animal paró las orejas en signo de atención. No era una
campana, sino un llamado para su agresividad innata.
¿Cómo se había desarrollado el jabalí? La capa de piel coriácea era gruesa y
antigua, y la manta de pelos, duros como clavos, había perdido color de nido y
tenía los tonos de la intemperie. Su sangre se había mezclado tras siglos de cruzas
con otras razas, de jabalíes montando cerdas domésticas, y cerdos volviendo a
montar jabalíes orejanos, generaciones porcinas comiendo hierbas, frutos y
brotes, que luego mutaron a la carroña de los vacunos cuereados, a ovejas con
bicheras, a perros y huesos de cristianos tumbados por las guerras y las
revoluciones. Las crías habían desarrollado cualidades confusas y agresivas. Los
colmillos retorcidos habían cortado músculos y tendones, y los dientes habían
triturado osamentas. El jabalí había probado carne humana, y estaba cebado y
hambriento. Tras las gruesas pestañas peludas, los ojos del animal miraban lo que
era suyo. En su voluntad irracional, se sentía dueño del bosque. Había querido
violar a una muchacha que estaba menstruando. Varias partidas de leñadores con
perros habían intentado cazarlo, sin éxito. Para el cura, la presencia del jabalí era
producto del bosque, una maldición del progreso. ¿De dónde venía el gran
jabalí? ¿Del viento persistente en el vacío anterior a los bosques? ¿De la
profundidad de los campos vírgenes? ¿Del fondo de la sombra recién creada?
La capillita de madera estaba en mitad del pinar, cerca de la costa. El
seminarista Rodrigo cortaba con un machete en la punta de una caña tacuara las
ramas de los árboles para que la luz entrara en la pequeña casa del Señor. Vivía al
fondo, con lo poco que tenía. Se abrigaba con una cocina a leña, un par de
frazadas donadas por los feligreses y los hongos que recogía bajo la alfombra
húmeda de pinocha.
Creía en el bosque. Sentía que al vivir allí debajo de esas mismas copas,
consustanciado junto a los nuevos habitantes que se habían trasladado a
Maldonado, formaba parte de una nueva época, de un despertar colectivo, a
pesar de que la feligresía se le había dispersado y de que bajo los árboles crecía
una casta cuyas parejas se unían aleatoriamente, un clan tenía hijos fuera del
matrimonio o abortaba en huecos cavados con las manos desesperadas entre las
raíces que lloraban resina, como le confesaban cada cierto tiempo mujeres —que
habían querido colarse en su habitación, tentarlo con cuerpo caliente, y le habían
dejado un nubarrón de dudas girando en su cabeza—, o por los cuentos de los
leñadores. Cada duda era una espina, pero Rodrigo veía en el nuevo territorio el
valor de un desafío, la prueba de su carácter.
El animal marcaba los troncos con los colmillos y con el orín. El bosque
alrededor lo sabía. Lo mismo buscaba alimento, hembras o el disfrute de rascarse
el lomo contra una piedra y chillar su tosca felicidad. Las pezuñas dibujaban su
marca en la arena y su memoria retenía cada hectárea. Rodrigo sabía que su
destino estaba a merced de Dios, que la presencia del jabalí dependía de su
voluntad. El sol de otoño se había enterrado en la tierra, pero la luz de la tarde se
había ido un rato antes. Había salido a juntar hongos para un guiso, porque
apretaba el frío y tenía que echar alimento entre pecho y espalda. El farol de cebo
se movía entre los troncos negros como una luciérnaga y marcaba apenas su
per l barbudo y la capucha oscura, como la del Greco. Las sierras ya no serraban
y las voces distantes de los hombres se habían apagado en el bosque. Escuchaba
su propia respiración, marcada en vahos densos en el aire, el roce del machete
contra la pinocha y la bolsa de arpillera llena de hongos cimbrando su hombro.
El golpe vino de atrás. Lo despegó del piso y antes de caer un par de metros más
adelante supo que el latigazo que le recorrió desde la cadera hasta los omóplatos
era el corte de un colmillo. Sintió fuego en esa línea de piel y enseguida cayó de
cara sobre la tierra blanda. No pudo ni persignarse ni sentirse abandonado. El
farol rodó y se apagó, el machete quedó muy lejos. El jabalí saltó sobre el cuerpo
moviendo la cabeza de un lado a otro y pronto la sotana quedó hecha trizas. Las
acas tripas de Rodrigo fueron menos que una cena. Ni siquiera tocó ni la bolsa
de los hongos y desapareció.
El padre Félix dijo unas palabras en latín, pronunciadas en voz baja, antes de
que el cajón de madera de pino fresco con los restos del seminarista se perdiera
dentro del muro del cementerio, ahora rodeado de bosque. Mientras cerraban la
lápida, pensó en silencio en la ingenuidad del seminarista, pero también sabía
que su tiempo estaba contado.
Recién al año siguiente pudieron con el jabalí. Los emprendedores y los
especuladores les pagaron a la policía y a partidas de vecinos. Ochenta hombres
con más de cien perros lo cercaron en una cañada y lo acribillaron luego de horas
de sangría. Solo cuando la enorme cabeza del cerdo estuvo colgada sobre la estufa
del club residencial, los ojos reales se habían podrido y los de vidrio miraban la
nada en el fondo del fuego, cuando las anécdotas del jabalí pasaron de padres a
hijos y a nietos y se deformaron en el tiempo, entendieron que había llegado el
progreso. Así se hizo la ciudad. Lo otro vino después.
Javier Viveros

(Asunción, 1977)

Es Magíster en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la Universidad


Nacional de Asunción. Ha publicado alrededor de treinta obras de diversos
géneros: poesía, cuento, teatro, novela, historieta y literatura infantil. Textos
suyos integran antologías de países de América y Europa; parte de su obra ha sido
traducida al guaraní, alemán, inglés, portugués y japonés.
También en el rol de editor ha publicado varios libros. Dirige la editorial
Rosalba, especializada en literatura infantil. En 2016 fue elegido por Luvina, la
revista de la Universidad de Guadalajara, como una de las voces latinoamericanas
más originales de entre los escritores de «treinta y tantos» años. Ha participado
como invitado en ferias del libro de Argentina, Bolivia, México, Paraguay, Santo
Domingo y Uruguay.
Fue nalista del Premio Internacional de Cuento «Juan Rulfo» en el 2009;
un jurado del PEN Club de los Estados Unidos galardonó su obra Fantasmario -
Cuentos de la Guerra del Chaco en 2018, año en que también recibió el Premio
de Literatura «Roque Gaona» por su obra de teatro Flores del yuyal, y quedó
nalista del Concurso Regional de Nouvelle organizado por la Editorial
Municipal de Rosario (Argentina).
Fue vicepresidente de la Sociedad de Escritores del Paraguay por el periodo
2016-2018 y es académico correspondiente de la Academia Paraguaya de la
Lengua Española.
Carla Benisz

(Buenos Aires, 1985)

Es profesora y Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires, y


Doctora en Humanidades y Artes por la Universidad Nacional de Rosario. Ha
publicado artículos en distintas revistas especializadas sobre literatura
latinoamericana, en general, y paraguaya, en particular. Es autora de La
«literatura ausente». Augusto Roa Bastos y las polémicas del Paraguay post-
stronista (2018). Forma parte del Grupo de Estudios Sociales sobre Paraguay
(FSoc-UBA) y codirige la Colección «Paraguay Contemporáneo», de la
Editorial SB. Actualmente, es becaria posdoctoral de CONICET con un
proyecto sobre el exilio paraguayo en Argentina, y ejerce como docente en el
Profesorado de Lengua y Literatura de la Universidad Autónoma de Entre Ríos.
Índice de contenido

1. Algo hay
2. Índice de contenido
3. Nota preliminar
4. Prólogo
5. Juan Ramírez Biedermann
1. Los inquilinos
6. Carolina Bello
1. Como la peste
7. Mario Castells
1. Koróño
8. Martín Bentancor
1. Los colores primarios
9. Cintia Cañete de Estay
1. Sin alas
10. Horacio Cavallo
1. El olor de la madre
11. Marco Augusto Ferreira
1. Señor Voronin
12. Carolina Cynovich
1. El perdón de los gatos
13. Eliana González Ugarte
1. En el barro rojo
14. Damián González Bertolino
1. El clavo en la cruz
15. Liz Haedo
1. Cubierta de arena
16. Martín Lasalt
1. La vida real de Karl Kristo ersen
17. Ricardo Loup
1. Un domingo cualquiera
18. Rosario Lázaro Igoa
1. Mar blanco
19. Ana Miranda
1. Silencios para Teresa
20. Rodolfo Santullo
1. Abra kadabra
21. José Pérez Reyes
1. Pignorar
22. Fernanda Trías
1. N Astoria-Ditmars
23. Ever Román
1. Teléfono
24. Valentín Trujillo
1. Bosques donde antes no había nada
25. Javier Viveros
26. Carla Benisz

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