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Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut

El nuevo desorden
amoroso

E D IT O R IA L ANAGRAMA
BARCELONA
Título de la edición original:
Le nouveau désordre amoureux
© Editions du Seuil
París, 1977

T raducción:
Joaquín Jordá

Portada:
Julio Vivas

©■ EDITORIAL ANAGRAMA, 1979


Calle de la Cruz, 44
Barcelona - 34
ISBN 84 339 -1310 - 7
Depósito Legal: B. 2764 -1979

Printed in Spain
Gráficas Diamante, Zam ora, 83, Barcelona -18
CUENTO DEL RABANO ROSA Y DE LA RAJA ROJA

En primer lugar dos cuerpos o, mejor todavía, dos códigos


tan poderosamente tremados sobre estos cuerpos que se confun­
den con ellos; un cuerpo masculino, un cuerpo femenino, dife­
rentemente controlados por la doble ley, simbólica la del falo,
erótica la del pene; en realidad la misma ley referida a la misma
instancia. Dos cuerpos que sólo forman uno, fijados en una misma
codificación viril del placer, del amor, de la voluptuosidad, es
decir, en la creencia religiosa de una connivencia innata del deseo
y de su objeto.
En primer lugar el hombre, que quiere pasar de un privilegio
de poder absoluto a un privilegio de goce, denomina a eso «re­
volución sexual» y convierte su parco capital (eyaculaciónj es­
perma) en la mercancía suprema, la nueva moneda en la que debe­
rán cambiarse, compararse, relacionarse, todos los trayectos libi-
dinales. El hombre, que descubre en su cuerpo la imagen más
espectacular, la imagen genital, la «libera» confundiendo esta libe­
ración con la de la sociedad global; sustituyendo (o incremen­
tando) la sujeción sobre las mujeres mediante la proclamación
de su igualdad con ellas («Yo soy mejor que vosotras» desaparece
ante «Todos somos iguales»), Y ahorrándose al mismo tiempo
una represión franca en tanto que lejos de prohibir, normaliza,
crea unas «necesidades» nuevas, educa a los seres para gozar en
sus procedimientos específicos (modelo genital del orgasmo). El
nuevo cuerpo erótico viril, como será denominado (para distin­
guirlo a la vez del cuerpo femenino y de cualquier otro cuerpo
masculino posible) se caracteriza brevemente por esto: es com­
pleto, centralizado, geometrizable, está obsesionado por una axio­
mática de la renta (aunque sea a través de la pérdida); sólo conoce
jerarquías, finalidades, incompatibilidades; inscribe todo; opera
un trabajo de relación perpetua que liga unos órganos precisos
a unas sensaciones determinadas; actúa por cantidades intencio­
nales y no intensivas; busca siempre su unidad, cerrándose ante
cualquier dispersión. Cuerpo de la matematización de los afectos
semejándose al del macho en cuanto selecciona y atrae hacia sí
los rasgos más evidentes de la sexualidad masculina. Rasgos que
nuevamente, transformándolos en un modelo que simula una cir­
culación susceptible de imponer la vivencia hedonista del hom­
bre a todos ios sexos. Extraña distorsión de un sistema binario
en el que lo masculino sólo se afirma como Uno a condición de
valorar lo femenino como Cero. En suma, a no repetir de nuevo
«la anatomía es el destino» sino más bien «la anatomía del hom­
bre es el destino sexual de la mujer».
En primer lugar, siempre un poder políglota para el cual no
existe lengua o soporte privilegiado y que ni siquiera tendría
actualmente tendencia a hablar el lenguaje de la liberación. Un
poder que ha abandonado parcialmente la «represión sexual» y
que encuentra más rentable convertir al genital masculino en el
nuevo modelo de los intercambios eróticos y afectivos.
Vivimos en unas sociedades llamadas democráticas, pero se­
guimos habitando unos cuerpos monárquicos, unos cuerpos cons­
tituidos, reunidos en torno al nuevo soberano pontífice, el dios
Pene y sus dos asesores, los testículos, que han robado la corona
de la transcendencia al espíritu y al alma. Y en dicho sentido,
todos nosotros, occidentales, somos unos obsesos sexuales, es
decir, unos obsesos del centro. Aunque esta divinidad genital no
sea más que una abstracción que tranquiliza en la medida en
que borra la diferencia de los sexos (en tal caso, nada menos
genital, pues, que una mujer) y no conoce acontecimiento alguno,
autonomiza la sexualidad a cambio de vaciarla de todo contenido
convirtiéndola en un mero simulacro capaz de funcionar siempre
y en cualquier lugar.
La línea de demarcación ya no pasa entre lo permitido y lo
prohibido, sino entre la Norma y sus Desviaciones, regulación
que, lejos de mantener los impulsos reprimidos pero vivos, como
hace la prohibición, obliga a todo el cuerpo a somatizar la orga­
nización genital masculina. La razón es que no existe (tal vez
nunca ha existido) privilegio revolucionario de la sexualidad;
ésta es ya totalmente un dispositivo prefabricado con un lugar
asignado de antemano, bajo aval científico, intentándose politizar
las perversiones, convirtiéndolas en ideas, en slogans, iniciándose
otra vez la misma operación del sistema que consiste en modelar
los flujos de energía libidinal sobre el cuerpo viril como estan­
darte exclusivo de todos los placeres.
En primer lugar, pues, una opresión por homología, una
tecnología, una tecnología del goce que trata los órganos como
máquinas técnicas dispuestas en función de un rendimiento, que
sistematiza y racionaliza las formas fundamentales de la volup­
tuosidad y produce el deseo genital como nuevo imperativo cate­
górico. Eso explica que la mujer no exista allí donde está repre­
sentada, que sólo es convocada en la imaginería masculina a título
de actriz sin posibilidad de cambiar ni una coma del texto. Es
cierto que todos los valores vinculados a la posesión del falo se
han desmoronado bajo el peso del ridículo o del odio; el propio
hombre los rechaza parcialmente, pero es para sustituirlos por
una supremacía concentrada en torno a lo único que le queda, su
sexo. Sólo se cae (o abdica) como Amo para erigirse inmediata­
mente en principio de placer; se abandonan las máscaras de
Potentado o de Padre para reaparecer bajo el exclusivo signo de
Eros, disminuida la falocracia ante la genitocracia, moderna dema­
gogia del cuerpo, última forma de la misoginia. Pero esta pro­
moción del pene es tan castrante como la anterior, pues nos
encierra en la misma alternativa, tenerlo o no tenerlo. Hace es­
caso tiempo sufríamos las exorbitantes obligaciones ligadas a la
condición masculina (honor, coraje, violencia, dureza, etc.), hoy
sufrimos el deber del placer genital, la obligación de eficacia hedo-
nista entendida en términos de erección/eyaculación permanentes.
La palabra «falocracia», que supone a los hombres amos de las
mujeres, contiene una extemporaneidad flagrante, pues si bien
existe dominio, la mujer es la esclava de un esclavo. De un esclavo
sometido a unas imágenes, a unos simulacros, entregado a la imi­
tación del código de la virilidad, a la necesidad ciega de incre­
mentar constantemente su rendimiento, de entrar en el juego
de la deuda infinita. Existe, pues, una histeria masculina, tan
opresora como la historia femenina. En la nueva racionalidad de
la liberación sexual, el pene se ha convertido en la determinación
en última instancia que transforma nuestro celo untuoso en coitos
programados. En otras palabras, cuanto más se pierde el sexo
como diferencia más se impone lo genital como referencia, más
se destierra el cuerpo como profusión.
Paralelamente a este orden, inextricablemente unido a él,
existe una multitud de pequeñas alteraciones, de ligeros desarre­
glos que lo agrietan y lo infiltran, el nuevo orden amoroso. Menos
nuevo sin embargo —no prepara una alternativa, otro reino—
que desordenante, destruye un estado, instala una crisis, propaga
un desconcierto. Desorden que se emplaza en un mundo que no
es amoroso y bajo el efecto de otro desorden que le es anterior
o ajeno (revuelta de las mujeres, de las minorías sexuales, diso­
lución de los valores, anarquía relativa del capital en su fase más
avanzada), pero cuyas capacidades de perturbación en la esfera
sociopolítica o simbólica son en sí mismas imprevisibles. Desorden
que no se contenta con llevar la contraria al orden, sino que, cosa
mucho más turbadora, le desorienta, le priva de su eje destitu­
yendo de este modo lo genital cuando el orden lo eleva a verdad
geográfica de los cuerpos y de las interpretaciones; ridiculizando
la propia idea de finalidad contra todas las valorizaciones médicas,
higiénicas, políticas, subjetivas de la libido; dando a entender que
ya no hay estado auténtico del deseo cuando todos los teólogos
de la salvación siguen luchando por determinar su Tierra Prome­
tida. De ahí el retorno subrepticio —y en otro lugar— de valores
considerados obsoletos, el amor, los efluvios sentimentales, el idi­
lio y los suspiros.
El puritanismo sólo prohibía el ejercicio sexual fuera de lo
establecido, sólo tenía el monopolio del rechazo. El cuerpo «viril»,
al presentarse como verdad hedonista de todos los sexos, quiere
dotarse de un monopolio de representación erótica. Así, pues, su
puesta en duda es un progreso inmenso. Pero este progreso se
paga con una menor claridad, una menor resolución, una regresión
aparente, la ausencia de objetivos. Es por esta razón que todo se
metamorfosea en inseguro cuando se trata de afrontar en propio
cuerpo la instancia anatómica y voluptuosa en la que se había
sido moldeado y educado. Razón por la cual la sexualidad mas­
culina no posee ahora únicamente más que preguntas, rechazando
todas las certidumbres tradicionales que la conciernen, resistiendo
con dificultad —y es una suerte— la irrupción de las mujeres en
el escenario del amor, porque en la mujer la realización del deseo
desbarata el fantasma, permite vislumbrar unos horizontes en los
que no pensábamos.
El hombre, anteriormente semi-príncipe, hoy semi-lacayo, vive
en un interregno; sólo posee cuerpos de regencia o de purgatorio,
su sustancia gloriosa se ha disipado, habita en el intervalo, hojea
unas imágenes que no puede encarnar. Pero esta desgracia también
es una suerte; al distanciarse del código de la virilidad, el erotis­
mo masculino puede descubrir finalmente su propia polimorfía,
abrirse a unos placeres desconocidos; los movimientos de mujeres
y de homosexuales, lejos de dirigirse a su culpabilidad, sólo re­
quieren su deseo; al multiplicar el abanico de las sexualidades,
desestabilizan la suya, la desestructuran, le proponen un haz de
tentaciones inagotables e incomprensibles. El hombre sufre de la
castración, es decir, de la atribución misma del falo, ya no
soporta ese cuerpo diamantino e incorruptible que se le atribuye,
cuerpo sin culo, sin mierda, sin rostro, sin visceras, pura palanca
eréctil que produce esperma. Por tanto, puede ver simultánea­
mente el desorden como un desequilibrio que le angustia y como
una invitación discreta a pasar de la inmutabilidad del falocen-
trismo a la movilidad de las inversiones múltiples, de los inter­
cambios fortuitos.
Un texto sobre el amor es un texto de detalles que se refieren
a ínfimas desviaciones; no habla de cambiar la vida (no estamos
lo suficientemente unificados como para dotarnos de una «vida»),
sólo convoca revoluciones minúsculas; no exige confundir nues­
tros deseos con la realidad sino entender cómo otras realidades
que nos son ajenas pueden venir a alterar nuestros deseos y a
extraviarlos.
Vivimos actualmente la erosión de los tres modelos que ocu­
paban tradicionalmente el campo amoroso: modelo conyugal para
el sentimiento, modelo andrógino para el coito, modelo genital
para el sexo. La sexualidad ya no tiene finalidades metafísicas o
religiosas, carece de sentido y de transgresión, de realización,
higiene o subversión. El amor, transformado en irreconocible,
pierde sus referencias; tal vez sea eso el desconcierto, que ya no
pueda existir un destino personal sino que la suerte de cada
cual resida en todos. Explicar esta desposesión provoca una escri­
tura obligadamente modesta que asume el riesgo de la estupidez,
abandona la ambición de decirlo todo, parte de unas cuantas refe­
rencias que son otras tantas incertidumbres, no acumula saberes
sino perplejidades. Un discurso tal que, en definitiva, implica
tantos estilos como vivencias amorosas, ya es en sí mismo esta
inestabilidad real, el presentimiento de la pérdida del poder y su
júbilo secreto. Ahora nos corresponde otro lugar, un espacio im­
preciso liberado por una afirmación escandalosa, la hegemonía ya
no es deseable; abandonar el poder, el narcisismo de lo propio,
es incluso la única posibilidad que puede concedérsele al amor, al
igual que todo acontecimiento, de vivir la intensidad.
Aritméticas masculinas
PLACERES VISIBLES O EL CONTRATO DEL ORGASMO

El hombre y la mujer están desnudos y tendidos en la cama.


Acaban de lavarse, de secarse, de darse masaje mutuamente, se
miran, sus labios tiemblan, comienzan a acariciarse de los pies a
la cabeza, después el hombre introduce su dedo en el surco car­
noso de su compañera mientras que ella acaricia sus testículos
y desliza el índice hacia su escroto. Estos preliminares no duran
menos de un minuto, pero tampoco más de siete, lapso de tiempo
que ha permitido a ambos entrar en la primera fase de excitación.
No ríen ni hablan; a veces la mujer exclama ¡Ah!, el hombre
exclama ¡Oh! Pero es que, pese a las estrictas prohibiciones del
profesor, lleva un caramelo en la boca que le impide pronunciar
correctamente. Luego viene el momento sagrado y delicado de la
penetración; el catálogo que hojearon antes de hacer el amor
indica que la posición del día es la del Loto. El hombre pone en
marcha la máquina; la máquina es un conjunto de palancas y de
pistones, dispuesto encima de la cama, y acciona un brazo termi­
nado en una superficie cubierta de lana que, a la manera de una
mano, golpea las nalgas del hombre y activa la penetración en su
pareja. La mujer se aplica ahora a abrirse, no olvida los ejercicios
de descontracción respiratoria que repitió el mes anterior en las
sesiones de GOH (Grandes Organos Hinchados). La tensión de
la pareja se incrementa, pueden comprobarla lanzando una mirada
de reojo al potenciómetro situado en la mesilla de noche, 11,8 ,1 1,
9, 12, 3, 12, 5, 13, 13, 4 ... El dúo jadea, sus alientos se enca­
denan en un crescendo inexorable, ya están en la meseta, en la
meseta, sí, se lo contarán d profesor, se sentirá orgulloso de
ellos; sus pulsaciones cardíacas llegan a 99 latidos por minuto;
el hombre, por su parte, cuenta mentalmente: 2.136, 2.137,
2.138, regula la frecuencia de la máquina que le azota con un
poco más de rapidez lo que acelera el vaivén de su pene, la mujer
respira profundamente según la técnica yoga, intenta anticipar los
ejercicios de concentración sensorial que seguirá el mes próximo
en los GAM.m-l (Grupo de Airados Mimados, masajistas-lubri­
ficadores), su vagina está intensamente empapada, frunce las cejas,
se concentra con la mayor atención cuando, bruscamente, ¡suena
el primer aviso del despertador! ¡Qué contrariedad, todavía no
han gozado!, ¿qué ocurre?, sin embargo iban adelantados. El hom­
bre no entiende nada, no ha descuidado nada, se ha preocupado
de frotar siete veces el pene en los calzoncillos antes de copular.
De todos modos, prosigue sus movimientos, y la mujer los suyos;
los lomos de ésta se cierran en torno a la verga que entra y sale
cada vez más rápidamente; ella entorna los ojos, lo esencial es
superar la fase de la meseta, sonando entonces el segundo aviso;
¡qué pena!, ¿conseguirán gozar dentro del plazo?, sólo les que­
dan unos minutos; es una lástima, está claro que esta vez no
experimentarán el ROI (Radical Orgasmo Inasimilable), pero tie­
nen que alcanzar a cualquier precio el MECUL (Más Pequeña
Esencial Convulsión de Urgencia Limitada), pondrán en práctica
el plan PAECOTE (Pezones + Anos + Escroto + Clítoris = Or­
gasmo Terrorífico); ahora el hombre estimula a su compañera
por todas las partes mientras que él mismo se hace azotar a un
ritmo vertiginoso; le ha introducido su pulgar en el recto, su
índice en el ombligo, su anular sobre el capuchón clitoridiano,
su mayor en los senos, su meñique en la boca y los dedos de la
otra mano en los agujeros de la nariz, las órbitas de los ojos y
las orejas. Deliciosamente envuelta de este modo, la mujer se ve
obligada a correr hada la apoteosis y es la llegada triunfal, el
paroxismo, los amantes son arrebatados por movimientos reflejos
involuntarios y simultáneos; todos sus músculos se contraen rít­
micamente, durando cada contracción 8 segundos; la mujer expe­
rimenta 3, al hombre 3 V2 durante los cuales expulsa 10 cm3 de
semen blanco llamado espermatozoides. ¡Hurra!, lo han conse­
guido, no se han salido del plazo, no sucumbirán a la enfermedad
mental. Jadean, exultan, se felicitan recíprocamente. Ahora ya
no tienen deseos, pueden volver a vestirse...

¿ Q u é acaban de hacer? El amor según el doctor Reich; han


cumplido la santa fundón del orgasmo, han escapado por los
pelos y sucesivamente: 1) la neurosis, 2) a la coraza caracterial,
3) ai éxtasis, 4) al fascismo, 5) al stalinismo, 6) al cáncer. A par­
tir de ahora, son unos seres libres y altivos, han vencido dos mil
años de represión sexual judeo-cristiana.

Los AVATARES D EL PORTADOR DE O BELISCO

«En la medida en que la ideología que amenaza


actualmente las libertades individuales no es re­
ligiosa sino médica, el individuo debe estar pro­
tegido no por unos sacerdotes sino por unos
médicos.»
Thom as Szaz1

Extrañamente, en todos los discursos de la modernidad, el


placer carece de sexo; se habla indiferentemente de él para
el hombre y para la mujer; la palabra es neutra, afecta a las des
vertientes de la humanidad como si fuera evidente que todo lo
que vale para el ser masculino pueda ipso facto valer para el ser
humano en general.
Desde Freud (un poco), desde Reich (sobre todo), sólo se nos
repite una misma cosa, nada escapa al orgasmo. Si alguien no fija
su emoción, sus fantasías, sus instintos, en un objetivo genital a
realizar concretamente, sólo son patología, perversiones, infanti­
lismos. Y si tus infantilismos no están articulados en un programa
de goce sólo conmueven a los enfermos y a los locos. El único

1. Fabriquer la folie, Payot, 1976.


placer intenso es el placer finalizado, adulto, genital. «La fórmula
del orgasmo es la fórmula misma de lo viviente» (Reich) y si tú,
hombrecito, no sigues al pie de la letra este proceso orgástico en
ti, es que no eres digno de estar vivo, es que la «peste emocional»
ya te ha vencido.
En el terreno del erotismo, todas las ideologías de la «libera­
ción» sólo nos proponen una cosa, el realismo orgástico, domi­
nación de lo genital sobre el cuerpo exactamente del mismo modo
que el realismo socialista es la perversión totalitaria del arte, pues
encerrar bajo la misma denominación de goce las vivencias pul-
sionales de lo masculino y de lo femenino, tan diferentes entre
sí, equivale, tal como están las cosas, a ratificar el dominio del
hombre sobre la mujer y seguir haciendo del orgasmo masculino
(la eyaculación) la voluptuosidad de referencia en torno a la cual
se ordena todo el ritual amoroso. La mujer está obligada a imitar
a su compañero mientras que él está llamado a circunscribir todo
su polimorfismo en la débil convulsión espermática. Inevitable­
mente, tan pronto como se aborda el terreno libidinal, se trans­
forman en programa histórico las fábulas referentes a la práctica
sexual de los hombres.
Wilhelm Reich señala el lapso en el que la sexualidad repri­
mida se convierte en genitalidad obsesiva, omnipresente. Inaugura
la búsqueda moderna de la humanidad occidental para el orgasmo,
el culto mágico-médico del hombre blanco hacia el acmé volup­
tuoso. El orgasmo es actualmente, en todos los terrenos, el foco
y el punto de convergencia de todas las pulsiones; se ha conver­
tido en el nuevo medio de salvación mediante el cuerpo, el «su­
plemento de alma» indispensable de nuestra sexualidad. Cuando
Reich propone una liberación sexual, nos invita, pues, a la genita­
lidad masculina, buscando conceder la palabra al discurso del
desierto sexual masculino y sólo a él; hay que decir que no
toda su obra se resume en esta apología —ambigua— de la capa­
cidad orgástica; permanece, no obstante, marcada por ella incluso
en sus análisis más sutiles. Confundiendo preocupación y libe­
ración, reiterando el gesto, ideológico por excelencia, que quiere
transformar en hecho natural lo que sólo pertenece a la historia,
la sexología reichiana tacha de un plumazo la homosexualidad
masculina y la mujer, ni una ni otra encajan en su teoría, son los
eternos alejados de una disciplina que ha erigido un pormenor
en norma y ha encarnado esta norma en la vida, en lo uni­
versal.

La relación sexual para el hombre es la historia siempre dra­


mática de un ser que quiere gozar del cuerpo de una mujer y acaba
invariablemente por gozar de sus propios órganos (privándose con
ello de los medios de gozar de esta mujer). Y lo menos que
puede decirse del placer masculino es que es breve y débil. La
eyaculación es una promesa incapaz de ser mantenida; el hombre
tiene la impresión de que alzará el vuelo y estallará, pero se
desploma, se derrumba, se ahoga. Muere sin llegar a haberse
desintegrado, ha confundido con un aniquilamiento lo que no
era más que un suicidio. Ya se ha acabado, piensa, pero apenas
había comenzado a perder la cabeza y ahora todo se ha ido. La
eyaculación siempre es el «no es eso». En relación a lo que
esperaba, no es eso, la crisis más intensa y al mismo tiempo más
insignificante, fácil de obtener, rápida de satisfacer, pobre en
sensaciones.
La eyaculación no sólo es precaria, siempre es precoz, adelan­
tada, prematura; no llega a su hora, no depende de ninguna
maduración, es repentina, imprevisible, siempre catastrófica. Todo
acaba de una vez; soltado el chorro de semen, nada permanece
en el hombre, todo está dicho, está «satisfecho»; en otras pala­
bras, está muerto, extenuado, no disponible, inepto para toda
continuidad. Su cuerpo, vaciado de sus capacidades de goce, es
devuelto a sus funciones puramente animales, es una carne fría
y diáfana que sólo obedece al principio de autoconservación, a
una mecánica desprovista de sensaciones, una mera utilidad.
Ahora su sexo carece de sentido para él, puede tocarlo, mani­
pularlo, estirarlo, no experimenta placer ni disgusto, ha retomado
a una vida insensata e insignificante. Para quien quería consumir
su existencia en el breve estallido de una intensidad, la caída es
equivalente al vértigo ascendente al que se había entregado. «La
potencia orgástica, dice Reich, es la capacidad de abandonarse al
flujo de la energía biológica sin ninguna inhibición, la capacidad
de descargar totalmente toda la excitación sexual mediante con­
tracciones involuntarias agradables al cuerpo.» Lo que Reich deno­
mina «potencia», debe denominarse fatalidad, pues nadie se aban­
dona al flujo de la energía biológica, la pierde, la dispersa, la
distrae. La angustia del orgasmo no es tanto el miedo de ser ful­
minado por el acmé genital como el miedo a quedar atrozmente
desilusionado; tanto desorden para tan poco. La obsesión del
que copula es el derrame (y, por tanto, el derrumbamiento), el
temor de que eso no fluya, no se escape de manera insidiosa;
pánico ante lo que se producirá, la desbandada, la detumescencia,
el fin del coito. En suma, la alegría suprema para el hombre lleva
consigo tal desorden, tal desperdicio de energía, que la dicha de
la que se trata, antes de ser una dicha de la que se podría gozar,
es tan contradictoria que resulta comparable por el contrario a
un sufrimiento. Después del orgasmo no es el corazón sino el
cuerpo lo que le falta al hombre, una gran devastación le ha pri­
vado de su potencia.
La eyaculación es como una esperanza desesperada; al copular,
el macho espera que su goce será fuerte y arrebatado porque re­
cibe en su cuerpo los violentos signos anunciadores; sin embargo,
no confía demasiado, pues recuerda las ocasiones anteriores, cono­
ce sus límites, su contingencia biológica (las 3 o 4 contracciones
que expulsarán el líquido seminal de su aposento, y todo ello no
durará más de 30 segundos); no obstante, sigue confiando en
demasía, imagina locamente que todo cambiará de repente, que
van a desencadenarse en él unas fuerzas idénticas a las que agitan
ahora a su compañera; así pues, está dividido entre tres direc­
ciones, tres esperanzas y desesperanzas que mezclan sus incerti-
dumbres hasta el desenlace final y resolución —evidentemente
decepcionante— de la intriga. La idea esencial de nuestra erótica
quizá sea la del carácter prematura del goce masculino (la primera
cosa que se le enseña al machito es a no dejarse ir, a retardar su
placer, por todos los medios, incluidos los más grotescos).2 En
2. Entre tales métodos, extraídos de las más variadas civilizaciones
citamos: los pensamientos tristes —el hombre se imagina que copula con
un «petardo» o que una gran desgracia acaba de abatirse sobre su vida— ,
la presión de unos dedos torpes entre escroto y ano, la suspensión del
la eyaculación, el hombre se entrega al desenlace de un final vio­
lento y único; existe en el coiro una especie de precipitación apo­
calíptica nacida de la inminencia de la ebriedad; el placer es inmi­
nente, cualquier cosa lo despierta, ya está al alcance de la mano; el
hombre se mantiene, pero por los pelos.
Entregado a un orgasmo minúsculo, el hombre lo está para
siempre a la angustia, condenado a gozar por encima de sus me­
dios y obligado, para poder realizarlo, a paliar su imperfección
con toda clase de técnicas. En tales condiciones sólo puede sentir
respecto al pene una consideración ambigua, es a un tiempo el
buen y mal objeto, el enemigo y el aliado, gratificante y frus­
trante, la sede de las sensaciones más ricas y el órgano que
despoja al cuerpo de toda su sensualidad. No es la imposibilidad
de abolir toda lucidez lo que entristece al hombre sino la nece­
sidad de aplicar su lucidez exclusivamente a acontecimientos ínfi­
mos que no llenan ni dilatan su consciencia. Bataille asignaba
como objeto del eretismo el derrocamiento de todas las barreras;
ahora bien, la característica del ser masculino es que no hay nada
a derrocar, nada a derribar y que, de seguir su curso natural, se

vaivén del pene en el vientre, las vaporizaciones anestesiantes bajo forma


de spray o aerosol en el glande (la aplicación debe efectuarse unos veinte
minutos antes de las relaciones), el control de la respiración, las contrac­
ciones del esfínter anal. A los que añadimos, por nuestra parte, algunos
de nuestros medios de control preferidos; el día de la relación con el ser
ansiado, introducir el pene en un baño de almidón, alrededor de una hora
o dos, rigidez garantizada para las veinticuatro horas siguientes. O tam­
bién: hacer un molde de la verga en erección y llevar el molde en cada
relación (se procurará limpiar con cuidado las paredes a fin de no herir
a la pareja). Y también: eyacular por la boca; el pene erecto sigue alzado
en espera del semen que no llega (de todos modos, este método necesita
mucha concentración y una gran flexibilidad orgánica). Y aún más: cerrar
el meato uretral con un tapón unido por un hilo a la mano del copulador.
Cuando este último quiere eyacular tira del hilo que arranca el tapón
que libera la esperma (como los tapones todavía no están a la venta, és
preferible confeccionárselo en casa). Recordemos, no obstante, que el
más eficaz de todos estos métodos sigue siendo el de no copular en
absoluto —lo que elimina al cien por cien los riesgos de eyaculación
precoz— , cosa que los sexólogos, en una terrorífica conspiración de silen­
cio, se niegan a confesar a sus clientes masculinos.
halla inmediatamente limitado, pues él mismo es su propio límite.
Quiere acceder al más allá pero no puede franquear el paso y se
mantiene prudentemente más acá (de ahí en Bataille, por ejem­
plo, la interrogación, la nostalgia y el asco ante los transportes
voluptuosos de la mujer —tratada de «perra», de «cerda», de
«cloaca»— , celos de macho que escupe con horror sobre lo que,
fascinado, desea).
Más allá del orgasmo comienza lo inconcebible que no tene­
mos medios de afrontar. Este inconcebible —que suponemos
alcanzado por la mujer— es, pues, a la vez el objeto de nuestra
envidia y la expresión de nuestra impotencia. Maldecimos este
derrame seminal que lejos de superar nuestras fronteras las man­
tiene, que finge una salida y no efectúa más que una retirada. Se
supone que la eyaculación nos proyecta fuera de nosotros, ya no
podemos más, el movimiento que nos arrastra exigiría que nos
rompiéramos. Pero la realidad de esta expulsión no es en absoluto
comparable a la voluntad que teníamos de superar la vida en
nosotros. Anhelamos el ser amado a condición de que poco a
poco crezca en nosotros la excitación; ahora bien, sucede lo con­
trario y nos vemos obligados a satisfacernos con un mecanismo
que finge en nosotros la muerte y deja apaciguados nuestros con­
fines. Los goces de la mujer nos devuelven inmediatamente a los
límites de nuestro deseo. No solamente no podemos extasiarnos
como ella, sino que el estallido de la eyaculación nos deja mudos,
desposeídos de toda disponibilidad; nos enfurece comprobar que
cualquier gesto nos exige reparación, espera, paciencia, reposo y
comida reconstituyente. Y para aquel que, siguiendo los consejos
del doctor Reich, esperaba todo de esta eyaculación (¡como mí­
nimo llegará a confundirse con el cosmos!), el coito habrá repre­
sentado una inmensa encrucijada de desilusiones carnales.
Tedio profundo de la eyaculación; llega sin obstáculos, es
fácil, simplista «y sobre todo teñida de utilitarismo genésico (...),
el placer personal se inmola a la continuación de la especie».3 Al
contrario que el éxtasis femenino, el orgasmo viril no es una trans­

3. Zwang, Le Sexe de la femme, Ed. J.-J. Pauvert, p. 212,


mutación del cuerpo profano, una exploración sutil, el despertar
lento y delicado de las increíbles virtuálidades de la carne, sino
una evacuación, un desahogo, la anulación inmediata de una ten­
sión, cosas todas ellas que le asemejan a la deyección; el ser
masculino no se desgarra, se vacía, elimina el sobrante de semen
acumulado en él. ¿Es lícito, como hace Reich, erigir este breve
sobresalto —y da igual que se repita 2, 3, 4 o 5 veces— en faro
de todo goce?
Cuando va a derramarse, el hombre es un sujeto partido, divi­
dido; participa contradictoriamente en el hedonismo profundo
de toda fuerza en ejercicio (está en lo mejor de su potencia) y en
la destrucción de esta fuerza, goza de la consistencia extrema de
su cuerpo (toda su energía está en tensión) y de su vacilación, de
su próxima pérdida (sufrirá un brutal descenso, el máximo de la
fuerza coincidirá para él con el máximo de la debilidad). La eyacu-
lación acredita el hecho extraño de que la parte puede gozar en
lugar del todo, el pene estar investido por el organismo de una
delegación de goce y llegar a ser el soporte capaz de representar
un conjunto. Como si la presencia de zonas erógenas más o menos
sensibilizadas compensara la frialdad y la apatía del resto del
cuerpo. Todos los sectarios del orgasmo comparten la misma
nostalgia de un Gran Todo Viviente del que la verga sería al
mismo tiempo el exutorio y el triunfo, todos exaltan la idea de
una «necesidad orgástica», metáfora organicista de la dependen­
cia irreversible y jerárquica de una parte a un centro.
Parafraseando a Bataille, la eyaculación es la aprobación de
la muerte en su misma realización. El hombre sólo goza para
dejar de gozar, su voluptuosidad es una guillotina; cuando su
deseo culmina es que ya ha desaparecido. La caída del potencial
amoroso después del coito, en el caso de que exista, sólo puede
existir en el hombre y en la mujer que han copiado su placer del
modelo masculino de goce. El amor viril tiende a arruinarse en
la medida en que persigue su misma realización; la sombra ha
caído sobre el hombre sin haber llegado a conocer el estallido de
la luz, se ha convertido en ceniza antes de inflamarse, ha perdido
su energía y no ha sentido ese arrebato. Esperaba una deflagra­
ción, sólo se ha producido el chispazo de un petardo. Si después
del coito el animal masculino está tan triste, es precisamente por
haber desperdiciado tanta energía en tan poca cosa.
El hombre no desea en la mujer su propia eyaculación futura,
sino exactamente un Otro, uno radicalmente diferente, y el or­
gasmo sólo acude por azar (y como una especie de prima de
placer) a sellar esta posesión. Pues si la liberación espermática
fuera realmente el fin, la razón de ser, la vía suprema de la libido
masculina, eso significaría que en la vagina, los labios, los senos,
el clítoris, las nalgas, las caderas, la cara, la cabellera, el hombre
sólo desea su propia organización biológica; eso significaría que,
en la mujer, el hombre sólo se desea a sí mismo, el hombre sólo
desea al hombre. Ahora bien, si el paisaje femenino ejerce sobre
él una atracción tan intensa es porque presiente un régimen
erótico absolutamente diferente del propio; lo que desea en él
es una disimetría absoluta y no una similitud investida.4 El hom­
bre no quiere la eyaculación, quiere la desintegración, los arre­
batos sagrados, el increíble desencadenamiento de las sensaciones
más diferentes; lejos de temer este desorden total, lo invoca por
el contrario con todas sus fuerzas, pero sólo aparece un banal
orgasmo e incesantemente su placer queda afectado, trivializado,
rebajado por este sentimiento de límite irreductible que no sólo
le priva de su erección sino que le da también la sensación —in­
soportable— de que está fundamentalmente excluido del goce. De
este modo la apología del orgasmo aparece como un recorte arbi­
trario impuesto a la pareja en la relación sexual (y del que es
seguro que el hombre sufre tanto como la mujer). La eyaculación
—considerada como escena obligatoria— no es en último tér­
mino más que la última de las obligaciones sexuales (la que
parece a la vez fundar y cerrar la relación), el mito superior gra­
cias al cual los dos miembros de la pareja fingen volver a la
naturaleza, al sexo como naturaleza. «La unanimidad demuestra
la conformidad en los órganos, pero nada en favor de lo que se
desea» (Sade).
4. Léase para convencerse de ello el bellísimo texto de Héléne Cixou
en La Jeune Née («10-18», 1975), texto que descubre en el goce feme­
nino una economía de la renovación y de Ja profusión que no tiene estricta­
mente nada que ver con el orgasmo según Reich.
La hazaña de Reich consiste por consiguiente, en trasladar el
infinito del universo pulsional a la finitud obligada del miembro
viril y de sus pequeñas máquinas; su simplicidad, además, sólo se
ejerce al precio de una reducción terrorista, reducción propia­
mente «homosexual» que arrasa sin pestañear toda alteración li-
bidinal. «Portador de gérmenes» para su desgracia y sometido,
por tanto, a lo cuantitativo, el hombre quiere someter a la mujer
a ello y hacerle creer que comparten juntos los mismos fardos.
La sexualidad masculina trata y habla, pues, de despilfarro; pri­
vilegia la dilapidación y subraya por el contrario la lastimosa lan­
guidez de su ejercicio; desea menos el placer que la cifra, el nú­
mero mágico; menos la voluptuosidad que el poder (la primera
sólo puede «reinar» a cambio de una formidable superchería);
convoca las perversiones más extremas para contrarrestar su mo­
nótona regularidad; sueña con una economía del don y del gasto
porque sufre de parsimonia; busca la muerte y sólo halla el jadeo.
El mito viril del orgasmo es ante todo perjuidicial para los pro­
pios hombres.
¿En qué sueña el hombre mientras copula? Sueña en poder
abandonarse, sin que ese abandono al placer ponga término a su
excitación, sueña en gozar como la mujer, sin fin, sin tregua, en
una pérdida incondicional de su ser. El éxtasis femenino se con­
vierte, pues, en su utopía, lo que fantasea y lo que le es pro­
hibido pero, al mismo tiempo, la amenaza inquietante que le
revela su inferioridad en sus relaciones con la especie, la historia,
la vida. No sólo se retiene con dificultad, acechando la eyacula­
ción como una amenaza que le privará de su erección, sino que
sabe que cuando esa amenaza se produzca sólo le procurará un
placer ridículo (o, al menos, de una brevedad aflictiva). Con la
muerte de la erección, la muerte a secas es el desastre elemental
que pone en evidencia la inanidad del placer discontinuo del
hombre.
Por qué no imaginar una lista de los 10 inconvenientes del
pene: cuelga, oscila entre las dos piernas como un péndulo de
relojería, es vulnerable, pasivo, testarudo, se levanta cuando nadie
le llama, se queda fofo en los instantes cruciales, turgente impide
toda marcha, en reposo se bambolea en la entrepierna contra sus
huevos, tiene potencia de riego limitada, etc. «Aspecto a un
tiempo terrible, miserable, furibundo y perpetuamente frustrado
y estúpido de esos órganos.5» Pero todas estas desgracias no son
nada en comparación con la siguiente, salir a escena de vez en
cuando, y desaparecer entre bastidores acabada la proyección.
El modo occidental triunfante de hacer el amor traduce la
angustia fundamental de la sociedad masculina. Lo que el atleta
sexual exhibe de manera tan espectacular es sobre todo su propia
debilidad; cuando señala su falo como el apéndice metonímico de
su afortunado propietario, cuando narra sus hazañas en términos
febrilmente cuantitativos y se afirma contra todos los lastimosos,
los jornaleros del pito, los jadeantes de la bragueta, no hace más
que seguir conjurando la precariedad de su erotismo. «Joder, lo
que le habré dado a esa tipa»; el último grito del conquistador es
también una confesión. El Hércules desvergonzado, totalmente
infatuado de su material, es ante todo un niño que llora sobre
su propia simplicidad.

U nas e m o c io n e s estr ech a m en te v ig il a d a s

En varios pasajes del libro dedicado a Reich, Roger Dadoun


cita triunfalmente el slogan de los Big Brothers en la obra de
Georges Orwell, 1984: «Nosotros aboliremos el orgasmo» y ve
en ello por el contrario la demostración evidente del genio de
Reich. Parece más seguro apostar en favor de que una dictadura
que legislara directamente en este terreno decretaría probable­
mente la obligatoriedad del orgasmo. En su deseo de convertir a
Reich en un pensador «subversivo», absolutamente trastornador,
a cualquier precio, Dadoun llega a sostener que el orgasmo «sigue
siendo lo no-dicho más monumental de todo discurso, punto ciego
al que apuntan, para no nombrarlo, todas las perspectivas de las
representaciones, todas las líneas de fuga (...) acto primero que

5. Claude Simón, Histoire, Ed. de Minuit, p. 251.


da que hablar interminablemente alrededor de sí, pero sobre el
cual, aplastante consenso, debe echarse un manto de negrura»
(p. 363). Cómo no ver por el contrario que el orgasmo sigue
siendo la palabra del poder, que no es el punto ciego sino el
punto cegador, y que, reinserción del deseo —desde fuera— en
el seno apacible de las leyes, es a él precisamente a lo que aspira
la institución.
Ya hemos dicho que la sexualidad viril está esencialmente
dominada por la escasez, funciona de vez en cuando, ignora
la repetición inmediata e incluso en sus mayores desbordamien­
tos permanece sujeta a mediocres contabilidades. Si se compara
la eyaculación con el placer que, en el mejor de los casos, la mujer
puede sacar del pene, nos hallamos evidentemente ante un inter­
cambio desigual, es el casi nada en relación al casi todo; si existe
proporción sólo es en el interior del sistema genital masculino,
cuando se compara la descarga con la tensión que la ha precedido;
el Perfecto Orgasmo Genital tiene por función esencial anular y
arrebatar toda la fiebre, toda la pasión que habitaban el cuerpo
antes del acmé; «sólo en el placer final la descarga de energía
iguala la tensión.6» La eyaculación es la ficción del intercambio
paritario igual, es el igual/igual; la excitación parece decir a la
evacuación: yo te doy para que tú me devuelvas; en este caso
dos cantidades equivalentes se resuelven anulándose. En el fondo,
la ideología sexológica parece temer únicamente una cosa, que se
deje a la carne presa de los vértigos, entregada al trayecto poli­
morfo de las emociones más diversas; de ahí su prescripción uni­
versal, la descarga total, el desahogo de todos los ardores, la revo­
cación brutal de la pasión (el criterio del «buen» orgasmo, repite
Reich, es el que da sueña una vez que se ha sentido; ¡hasta ahí
podíamos llegar, el orgasmo como sucedáneo del Valium!). Doble
condena a muerte en estas recomendaciones, condena a muerte
del deseo (al que se ha puesto fin) y del placer (que se ha olvi­
dado). Puesto que la neurosis, la enfermedad, acecha a cada ins­
tante, es preciso liberar la energía sexual tan pronto cpmo se
manifiesta; como si en el deseo de un ser hacia otro hormiguea­

6. Reich, Fonction de l’orgasme.


ran todos los crímenes, todos los horrores de los que la huma­
nidad se haya hecho jamás culpable, como si el ansia fuera en sí
misma un peligro tan grave que hubiera que enseñar urgente­
mente a los amantes un medio eficaz de acoplarse para estar des­
pués lo más separados los unos de los otros. Según Reich, el
orgasmo es la apoteosis del funcionalismo, el más utilitario de
los mecanismos corporales, no tanto el punto culminante del pla­
cer como la liberación de la criatura oprimida por un exceso de
peso y de tensión del que hay que saber aliviarle inmediatamente.
Ya no se trata del goce sino de la redención, ¡no nos encontra­
mos con Dionisos sino con Jesús!
¿Y si la eyaculación fuera la continuación por otros medios
de la primacía de la reproducción? ¿Si la incitación a gozar «por
higiene» sustituyera hoy el antiguo imperativo cristiano de pro­
creación que pesaba sobre las obras de la carne? La emisión
seminal es el círculo de referencia, el gran Medio, el libro de
cuentas, la genitalidad media que reconstituye sobre el cuerpo
unos pequeños territorios, unas pequeñas cajas de caudales que
se abren a intervalos para liberar los sobrantes. La eyacula­
ción predicada como única y suprema técnica sexual prosigue un
mismo trabajo de detección de las amenazas, de eliminación de
los acontecimientos posibles, de hormigonado en la circulación
de las energías. A través de ella se prolonga el sueño de un
Gran Centro Fálico que acapara en su provecho todas las inten­
sidades periféricas, en el que todo el cuerpo se inmoviliza y
recupera su unidad (toda excitación lateral, todo erotismo pre-
genital, no tendería bajo esta óptica más que a reforzar la satis­
facción central). La propaganda en favor del orgasmo se limita
a repetir lo siguiente: cualquier atracción de un ser por otro pone
en peligro las normas de vida razonables. En consecuencia, la
buena relación sexual no será otra cosa que la reparación de una
extrañeza, la domesticación, bajo tutela genital, de una fuerza
no domesticada que la descarga total eliminará. El amor es un
paciente trabajo de alivio de las tensiones. Cualquier relación
sexual que mantenga en los cuerpos unas parcelas de libido o de
deseo será declarada nefasta, promotora de desórdenes. El erotis­
mo es un desorden que se debe estabilizar. El orgasmo como
placer terminal es la reintegración de este desarreglo al orden
establecido. Una buena pulsión es una pulsión muerta.
Reducir los preliminares, las caricias, los juegos diversos que
aproximan a un goce equivale exactamente a emprender una ope­
ración de curación y limitarse a ver los placeres camales bajo el
ángulo médico. Significa negar que el extravío, la espera, «el
éxtasis de energía» (Pveich) pueden tener un sentido, una volup­
tuosidad en cuanto tales (y no subordinados a una convulsión
central), negar que un placer diferido puede ser también un
placer diferente, encaminarlos en cuanto preludio al orden es­
tablecido del desahogo obligatorio. En tal caso, la eyaculación
funciona como corrección de lo que, más acá de ella, la subvierte
de antemano o más bien la elude. En esta óptica los órganos geni­
tales del hombre y de la mujer son como unos territorios bajo
mandato que hay que saber conducir a la independencia, es decir,
liberar de la excitación que los trabaja. Lo que supone el orgasmo
visto desde esta perspectiva es la madurez sexual, en otros tér­
minos, el cese del desarrollo del individuo puesto bajo el yugo
de las leyes. «Unos individuos orgásticamente potentes —a ex­
cepción de unas pocas palabras cariñosas— no hablan ni ríen
durante el acto sexual. Hablar o reír indican un grave desorden
en la facultad de abandonarse.7» Aviso a los posibles charlatanes,
la policía del deseo vigila...
¿Es políticamente correcto tener un orgasmo?, pregunta un
singular cretino USA (en Hola, te quiero, de Jim Haynes). ¡Sí,
camarada, el orgasmo, el desahogo de las tensiones es lo más
correcto desde el punto de vista político, pues el sueño de toda
«revolución sexual» es un equilibrio imposible entre el poder y el
deseo, entre los azares de las pulsiones y las presiones sociales del
trabajo. Desde este punto de vista, el orgasmo juega un papel
económico de primer orden: enjuga los excedentes, absorbe la
plusvalía de excitación, garantiza la circulación, el rendimiento
voluptuoso. Al mismo tiempo, es un principio de no-ocio: conjura
el peligro del desperdicio de tiempo, el nomadismo erótico, falta
moral respecto a la tarea a realizar. Define lo genital como nueva

7. Reich, ibid., p. 88.


teatralidad, nueva representación, proyección de todas las corrien­
tes sobre una región, filtro dotado de un poder maleable, liga­
dura en la gavilla del vientre de los efectos y flujos perturba­
dores, fuerzas que se introducen en el circuito y que debe des­
cargar. Procede de este modo a un constante desfalco regularizado
a fin de mantener la isotermía y la isonomía del cuerpo, auténtica
exultación de goce destinada a preservar el equilibrio del orga­
nismo. Hay que saber terminar una huelga, decía el gran Thorez;
los sexólogos entonan la misma canción, hay que saber terminar
un coito, no me debéis dejar esto sin terminar, y por dicho mo­
tivo toda pulsión, toda fuente de acontecimiento, deberá, bajo
pena de excomunión, pasar por el tribunal del orgasmo.
Espontáneamente la voluptuosidad viril se corrige sobre el
modo de la acumulación primitiva, de la profusión espérmica; el
placer parece proporcional a la cantidad de esperma emitida por
el pene, cuanto más abundante el semen, más continuas (en prin­
cipio) las emociones; como ejemplo, aquel hombre que a modo
de masturbación se colocó una ordeñadora eléctrica en el sexo
y murió de agotamiento unos minutos después en medio de un
baño de sangre... (o también aquel libertino sadiano que en
Justine se ahorca para eyacular varias veces seguidas y corta la
cuerda justo antes del estrangulamiento total). E, inversamente,
primer gesto de muchos perversos masculinos, el rechazo de la
eyaculación, del único goce heterosexual, normal, codificado, regu­
larizado, autorizado. Por ejemplo, el caso extraordinario narrado
en la Revue médicde, n.° 17, y recogido por Michel de M’Uzan
en la obra La Sexualité perverse. El sujeto, que presenta unos ta­
tuajes y unas mutilaciones relacionadas con antiguas prácticas
masoquistas, no ha perdonado su aparato genital, «numerosas
agujas de fonógrafo estaban clavadas en el interior mismo de los
testículos, como lo prueban las radiografías. El pene era total­
mente azul, quizás a causa de una inyección de tinta china en
un vaso sanguíneo. La extremidad del glande había sido sajada
con una cuchilla de afeitar, a fin de aumentar el orificio. Un anillo
de acero, de varios centímetros de diámetro, había sido situado
de manera estable en la extremidad de la verga tras haber con­
vertido el prepucio en una especie de almohadilla llena de para-
fina. Una aguja imantada estaba hundida en el cuerpo del pene,
tratándose, por decirlo de algún modo, de un rasgo de humor
negro, pues el pene, demostrando de este modo su fuerza, tenía
el poder de desviar la aguja de la brújula. Un segundo anillo, este
último fijo, rodeaba el origen del escroto y la base del pene (...).
La renuncia definitiva al coito ha sido considerada por M. como
parte integrante de sus exigencias masoquistas.8»
¿La mujer «animal de placer»? ¿«Presa y servidora de la
voluptuosidad colectiva»? ¿Y si tales tópicos no fueran más que
unas ilusiones laboriosamente mantenidas por el hombre sobre
sus propias capacidades de goce? ¿Resultaría capaz de dominar
para unos fines meramente sensuales a la mitad de la humanidad,
siendo su apetito de delicias tan grande que necesitaría perma­
nentemente una clase de esclavos que se entregaran a él frené­
ticamente y sin reposo? Pero cuando se conocen las fronteras que
la fisiología impone al hombre en materia de placer se comienza
a sospechar que hay que leer este argumento al revés, el hombre
domina a la mujer tal vez no tanto para gozar libremente como
para sofocar en ella una voluptuosidad que presiente tan fuerte
y tan violenta que agota y relativiza para siempre la suya. Se
demostraría entonces la hipótesis emitida por una psicoanalista
americana según la cual «una de las piedras angulares indispensa­
bles sobre la que están basadas todas las civilizaciones modernas
es la supresión coercitiva de la desmesurada sexualidad de las
• O
mujeres...».
«Yo echo un polvo», «yo mojo el churro», «yo doy un esco­
petazo», «yo mojo caliente», «yo echo un flete», «yo echo un
palo», «yo doy un latigazo», expresiones todas ellas que, en su
crudeza, no son más feas que la divertida «eyaculación» que im­
plica distorsión, dislocación, desmantelamiento pero de manera
ridicula. No es el arrobamiento que anonada y lleva al colmo de
la embriaguez sino el pequeño rapto, el tirón que apenas hace
estremecer. En «eyaculación», yo oigo sobre todo «yacu, yacu»,

8. Michel de M’Uzan, La Sexualité perverse, Payot, 1972, pp. 16-20.


9, Mary Jane Sherffey, Nalure et Evolution de la sexualité fétninine,
PUF, 1976.
el grito de un pájaro exótico como el sonido de un papagayo,
y del papagayo deduzco la repetición grotesca, la caricatura del
lenguaje de la misma manera que la eyaculación es la caricatura
masculina del placer femenino.'0
Así, pues, la interrogación reichiana avaaza arbitrando las
rivalidades, distinguiendo el amor verdadero de su enemigo ca­
muflado, la neurosis, el sadismo, la homosexualidad, la porno­
grafía. No fragmentando los géneros en especies sino seleccionando
unas líneas, eliminando las desviaciones, seleccionando los preten­
dientes, distinguiendo lo auténtico de lo falso, obligando a las
personas a conformarse. Por consiguiente, cuando los cuerpos se
encuentran ya no crean ningún sentido nuevo, ya están habitados
por unas verdades preestablecidas que deben realizar si no quieren
caer en la locura o en la monstruosidad. El coito, según esta ver­
sión viril-médica, carece de alimento y siempre aparece como
liquidador. La sustancia del deseo sufre un empobrecimiento real

10. Cabe preguntarse a este respecto qué imagen del cuerpo implica
noción de descarga sobre la que está basada actualmente toda la teoría
del orgasmo. Sabemos que, históricamente, la ideología del desahogo se ha
dispersado, a partir de los mismos presupuestos, en dos sentidos aparen­
temente opuestos; uno que desaprueba la emisión demasiado frecuente del
licor de la vida («Lo que sirve para dar la vida sirve asimismo para con­
servarla», Buffon); y otro que la celebra como una liberación [«E l médico
francés Arnaud de Villeneuve (1235-1312) recomendaba desde un punto
de vista higiénico hacer salir del cuerpo mediante la masturbación el viejo f
semen que después de una prolongada retención podía ser tóxico; éste
era, también, el parecer de otros médicos; por ejemplo Johans von Wesel
(siglo xv), Paul Zacchias (siglo xvi) y Ch.-H. Mure (1771-1841). El propio
Tissot, que estimulaba la represión de la masturbación, hablaba en 1766 de
la masturbación terapéutica, dudando de que la castidad total resultara
benéfica a todos y se unía a la opinión de Gallien quien afirmaba que
la retención de esperma provocaba a veces enfermedades», Jos van Ussel,
Histoire de la répression sexuelle, Laffont, 1966, p. 196.] Como el placer
masculino es esencialmente transitivo (produce semen), de ahí se ha dedu­
cido abusivamente que toda sensación orgástica debía acompañarse nece­
sariamente de una descarga. Se observará que la misma concepción del
desahogo de los humores desempeñaba anteriormente un papel en el
ritual para el exorcismo de las brujas. Todo Reich está en germen en Hi­
pócrates y Galien y carecemos de una historia «arqueológica» del concepto
de descarga.
y condena al espíritu a unas meras fundones de funcionamiento
y de disfuncionamiento. El almacenamiento de nuevas sensaciones,
la exploración de superficies ocultas o lejanas ya no es más que
una posibilidad de la que los amantes prescinden o que realizan
a desgana («¿para qué?»). El pasivo suscitado por estas deriva­
ciones resultaría demasiado elevado en relación al trayecto simple
del placer genital; ¿quién sabe si las nuevas formas de unión que
se inventaran llegarían a cubrir los problemas y los gastos del
desorden ocasionado? Existe en esta forma de copulación —uni­
versalmente divulgada actualmente por la sexología— una ten­
dencia a la baja de la tasa de innovación, de sorpresa, de in­
vención.
Se entiende que el realismo orgástico se deje penetrar a veces
por dos excesos contrarios, exceso de fuerza, de grandeza, de
heroísmo cuando la verga conformándose a su destino social se
exacerba de manera monumental y reitera 6, 7 o 10 veces sus
proezas, ridicula competición masculina, auténtico culturismo de
la polla cuyo glande diríase es unos vistosos pectorales bajo el
slip, impacientes por circular y asombrar; o bien lapsus incons­
ciente, ausencia del pene en su función aflorando como impoten­
cia o eyaculación precoz, secreta rebelión del órgano contra la
tarea asignada, la prestación exigida, confesión, mediante la huelga,
de la negativa implícita del orgasmo.

La misma metáfora laboriosa aparece en todos los manuales


de sexología: el orgasmo es un trabajo, los amantes son los buenos
obreros del sexo (¿existirán, pues, también en este caso malos
obreros?), deben estar totalmente desnudos y afanarse.- Copiada
de la teoría de la racionalización industrial, la ideología del or­
gasmo es utilitarista; es la adaptación de los medios a un fin, el
cronometraje preciso de los más ínfimos gestos, contribuyendo
todo al precioso resultado. La apoteosis orgásmica es el precipi­
tado químico cuya aparición esperan con ansiedad los sabios y
que los ayudantes de laboratorio deben dosificar con cuidado. La
sexología reichiana sueña con una relación sexual ideal, que fun­
cione sin obstáculos ni inconvenientes en una perfección silen­
ciosa de los órganos, en coitos oníricos en los que todos los meca­
nismos de la excitación fueran capaces de jugar en el estado puro,
«natural», sin estar manchados por ningún gesto perverso, turba­
ción psíquica o «peste social»; allí no habría más que orden y
funcionalidad, medida exacta de las sensaciones, pirámide organi­
zada de caricias y estímulos, crescendo sutil que condu2ca a la
pareja al éxtasis simultáneo y único —el mejor posible de todos
los mundos de placer—. Y se supone que esos acoplamientos racio­
nalizados, ideales, totalmente calcados de la «corriente vegetativa
de la vida» (Reich), seari definitivos, cerrados al mundo exterior
(o más bien cerrados al mundo social, malo, y abiertos al mundo
cósmico, eterno), bastándose a sí mismos, viviendo exclusivamente
de los recursos de la genitalidad, en un erotismo simple que pre­
viene el libertinaje y disipa las neurosis. Formarían entonces, en
su microcosmos independiente, una imagen mejorada, dinami-
zada de la vida en sociedad, expansión, descarga, tranquilidad
depurando como en un espejo, por decirlo de algún modo los
ritmos más irregulares del trabajo, del esfuerzo y de la satisfac­
ción que constituyen el pan de cada día de los hombres. El or­
gasmo es recompensado; los amantes han sido conscientes, han
merecido justificadamente su goce. La virtud erótica es la realiza­
ción de una tarea con vistas a un objetivo, es el único deseo
codiciable o, mejor dicho, él deseo es el objeto que se pretende
suprimir.' (Pero el presupuesto de una «autorregulación natural
de la sexualidad» pervertida después por la sociedad, ese rous-
seaunismo reichiano que Lfewinter, en un pequeño libro muy
denso,11 ya refutaba, se delat^ por sí mismo como cualquier utopía
retrospectiva, pues, o bien el capitalismo es perversión de lo
sexual, de la buena naturaleza erótica eterna del hombre y en­
tonces hay que derribar la sociedad burguesa, producto de la
historia, para recuperar el tiempo a-histórico de la felicidad, de
la libre genitalidad; o bien et capital es en sí mismo un disposi­
tivo libidinal especial, una formación social que ofrece unos
goces específicos, el mundo d¿ un cierto deseo y en tal caso toda

11. Groddeck et le Royaume ,millémire de Jéróme Bosch, Cham


Libre, 1974.
la perspectiva reichiana de lo político-sexual se desmorona como
. un castillo de naipes.)
En cuanto promotores del placer (y de procreación) todos
los penes son comparables entre sí porque están asignados al
mismo común denominador funcional/racional, la eyaculación
como equivalente general de todos los penes. De este modo, el
hombre copulador nunca aparece como deseo y goce sino como
fuerza de necesidad social abstracta. El orgasmo instruye en el
sexo toda una metafísica de la utilidad. Es la ley moral inscrita
a i el corazón del pene (por consiguiente, de rechazo, en el cora­
zón de la vagina) lo que positiva al hombre en su esencia y le
instituye en una relación final con su placer; placer que es lo
que sucede al final o mejor dicho lo que señala el final del acto
(sea cual fuere el momento en que intervenga). El código racional
de la eyaculación se basa en la aniquilación de toda ambivalencia
en favor de la equivalencia excitación/descarga.
Para Reich, el propio deseo es una enfermedad, y ello se debe
a que el sexo erecto del hombre debe ser ya el sexo eyaculador,
el tubo erguido. Un mismo pattern —representable, mensurable—
regula los orgasmos con unas deformaciones casi imperceptibles.
La descarga es susceptible de una especie de geometrización que
utiliza abscisas y ordenadas para situar exactamente las curvas
de excitación y de estímulo en el interior de la relación sexual;
con el orgasmo hablado aparece el orgasmo medido, y por con­
siguiente el orgasmo controlable, mensurable. En el desorden de
la unión, la satisfacción final marca el principio de realidad al
que nada puede escapar. Ahí reside, por tanto, la apología del
orgasmo; eregida en superioridad social, la increíble facilidad de
desahogo del hombre predicada como conducta benéfica y sal­
vadora.
Reduciendo al macho a su función eyaculatoria, se transforma
k relación sexual en algo primitivo, auténtico, literal en relación
a lo cual todo el resto no es más que elucubración mística o des­
vergüenza. Todo lo que «parasita» este placer simple, todas las
alusiones marginales a otro goce no son más que gangrena e in­
fierno del libertinaje. Lo funcional señala la síntesis de la razón
pura y de la razón práctica, lo bello sumado a lo útil; siendo tam­
bién lo útil, a su vez, lo moral y lo auténtico. El sexológico ima­
ginario sueña con devolver el sexo a su verdadero destino y arran­
carlo para siempre de las invenciones alambicadas del libertinaje
y de la perversidad que oscurecen y degradan la narración natu­
ral del coito. Desde este punto de vista, una relación sexual
perfecta es tina mecánica sin lapsus, sin fallo, en la que nada
compromete la interconexión de los elementos y la transparencia
del proceso, gracias a lo cual la mirada social puede penetrar
hasta el fondo de los cuerpos y de los órganos, prever las con­
mociones, controlar los alejamientos, regular las desviaciones. De
tal manera que la legibilidad absoluta del acto sexual se confunde
también con su vigilancia absoluta bajo la mirada de los especia­
listas.
La eyaculación es algo así como la verdad de la relación se­
xual, su patrón-oto, su convertibilidad, su tasa de cambio (lo que
impide la libre interreladón de goces flotantes). La esperma derra­
mada juega también el papel de Gran Referenda Natural, indica
que la reladón sexual ha llegado a buen término y que, por con­
siguiente, ha concluido. La esperma es la firma del coito, la meta­
morfosis de un producto natural en medio de transacdón; si no
estuvieran ahí, vomitados por la vulva, esos montondtos de copos
granulosos y blancos, parecería que algo le falta al hombre. En el
contrato sexual, el semen juega como medio de cambio, moneda
erótica; él, y sólo él, confiere sentido a la reladón y de él de­
pende más o menos también la permanencia o la brevedad del
mercado sexual; mientras la esperma no ha sido emitida el aco­
plamiento está por hacer, a no ser que divaguemos por el absurdo
y la indeterminación. (Pero si se rechaza este modo de cambio,
se rechaza también el estereotipo masculino de la emisión semi­
nal. Si el hombre ya no eyacula —o al menos si ya no hace de
ese orgasmo el objeto único de su deseo—, todo el paquete
de motivadones que le empujaban se hunde; fuera de la esfera
transparente de la emisión de semen en la que todo está claro
puesto que en el caso de la esperma basta con querer, el hombre
ya no sabe en absoluto qué quiere. Hipótesis: la obligadón del
orgasmo —tanto para el hombre como para la mujer— está pre-
dsamente ahí para resolver la angustia de no saber qué se quiere.
El problema está en lo que se debe y no se debe hacer durante
el acto amoroso, el psicoanalista y el sexólogo suscitan este pro­
blema con su mera aceptación de responder a él.)
El orgasmo masculino pertenece al orden de las evidencias,
es sólido, visible, ponderable, flagrante, mediatizado por la com­
petición social estatutaria.12 El semen está valorizado porque se ve
y se toca, de ahí la imposición del modelo masculino de volup­
tuosidad; si la esperma fuera microscópica, indescriptible, impal­
pable, si su emisión no fuera seguida de la deshinchazón de la
verga, no valdría nada, sería acusada de nulidad (al igual que el
goce de la mujer el cual, imperceptible, jamás es seguro). Actual­
mente, la sexología es la disciplina que, en su misma simplicidad,
demuestra su ineptitud para entender los elementos de la sexua­
lidad femenina en su radical diferencia. En especial, la sexología
reichiana se ve afectada desde siempre por un horror de la mujer
como «Otro que permanece Otro», de una alergia invencible.
Reich sólo tolera la mujer sumisa, calcada del erotismo masculino,
copia o réplica vacía del falo macho. Por ello le atribuye los mis­
mos deseos que al hombre o mejor aún sumerge sus ansias diver­
gentes bajo la misma apelación del orgasmo. Es igualmente, colmo
de los colmos, en nombre del orgasmo que se pronuncia la con­
dena de la homosexualidad: «Podemos comprobar que la satis­
facción sexual media del individuo heterosexual es más intensa
que la satisfacción del homosexual sano». Lo esencial para los
reichianos consistía en acabar con la relación sexual en el sentido
que se dice en castellano «acabar con un herido». Es preciso que
el orgasmo sea el último instante, que tenga el estallido fúnebre
de una ejecución, de un fusilamiento. Es preciso que los amantes
deseen en función del silencio, que gocen para acallar en ellos
su apetito de placer, que comiencen para acabar, que anhelen lo
mismo que les derribará. ¡Como si la «fórmula del orgasmo», el
ritmo expansión (tensión, carga), contracción (descarga, alivio),
no fuera una fórmula masculina, propia únicamente de la mitad
de la humanidad!
12. En los escenarios de todos los Life-shows, teatros eróticos, etc.,
el macho se ve obligado a menudo a eyacular ante el público, fuera de
su pareja; la esperma que salpica sirve de marca de garantía. '
La disciplina del orgasmo es tan coercitiva que exige el silen­
cio casi total de los subsistentes erógenos del cuerpo (ano, pezo­
nes, nalgas, etc.) para mantenerlos en su lugar y en su especializa-
ción; todo eso convierte a la copulación en un sistema de «baja
complejidad» que se caracteriza por una misma crispación, una
misma obsesión del mantenimiento del orden, del orden que re­
presenta para el hombre la finalidad de su placer y el placer de
acabar de una vez para siempre con su concupiscencia; orden que
es tanto ordenación como mando hasta el punto de que la rela­
ción sexual conducida bajo esta óptica encierra a ambos sexos
en una relación de dominación de la que, evidentemente, sufren
los dos. Como el hombre tiene algo que «hacer», en el amor (debe
«gozar») no permite que su placer acampe en tal o cual lugar
sino que lo jerarquiza, porque confiere al resultado final un valor
supremo, valor que retira en el mismo instante (en dicho sentido
la erótica masculina es religiosa, escatológica, tiende hacia un
objetivo), como todo movimiento de deriva o de perversión haría
olvidar que el goce final culpabiliza y rechaza el goce del instante
(a menos que no contribuya a preparar el espasmo terminal). Así,
pues, con un mismo gesto, el hombre sofoca el goce femenino (o
lo reduce al único orgasmo que es el suyo) y reprime en sí su
propia polimorfía. Al diferenciar el acto sexual en acmé final y
preliminares, desvaloriza automáticamente estos últimos, los lleva
a no ser otra cosa que compañeros de viaje más o menos subor­
dinados a un goce central inmediatamente satisfecho; en suma,
traslada al mismo interior del hedonismo erótico la siniestra divi­
sión trabajo/fiesta, esfuerzo/recompensa, castigo/pena; los «bue­
nos amantes» asumen su tarea a fondo, pulen, trabajan, se aplican,
asumen sus responsabilidades con seriedad; gracias a lo cual el
acoplamiento es un paciente trabajo del que el orgasmo es el
gasto, la consumación instantánea.
«La estupidez consiste en querer terminar.»
G usta ve F la u b e r t

En suma, el orgasmo masculino es aburrido porque es previ­


sible (en el coito la aventura siempre corre a cargo de la mujer,
o al menos por el lado de lo femenino; lo que mata es el suspense,
la sorpresa: existe una espera segura de sí misma, no hay duda
de que eso llegará. Para el hombre el final está preestablecido
desde el principio; en dicho sentido, apenas si existe un comienzo,
la erección ya casi es la eyaculación, el comienzo es el fin; el fin
apenas se distingue del principio. En los primeros momentos es­
tán inscritos los últimos. La erección es tan precaria que lleva
Consigo su desaparición como destino ineluctable; y los episodios
que recalcarán el acto sexual no serán más que esta distancia
nula entre una pseudo-entrada en materia, que ya es un crepúsculo,
y una abolición efectiva presente desde el primer instante. La
conjunción erótica clásica es una relación funeraria, muerta: leta­
nía amorosa conyugal a la que no se puede cambiar una palabra.
La eyaculación es la facilidad misma, pero es la facilidad misma
jo que se convierte en una tortura. En el amor normal, codificado,
los vivos equivalen a los muertos; el estereotipo coital masculino
cuenta invariablemente la misma historia: «Yo hago gozar a mi
mujer, luego yo gozo a mi vez». Pero, se preguntará alguno,
¿qué otra cosa puede suceder? .
En su vertiente masculina, el acoplamiento concluye de esta
manera: es precisamente esa relación la que debe ser acabada
(como la Frase), inmutablemente estructurada e indefinidamente
renovable. El macho que copula se fija de este modo un doble
objetivo: no caer en el acto breve por miedo a construir, por
decirlo de algún modo, unas frases demasiado cortas, pero tam­
bién saber terminar el coito, puesto que la buena relación es la
relación acabada, la que ha satisfecho a ambas partes. Así, pues,
el dominio sexual perfecto consiste en saber prolongar la relación
sexual para mejor concluirla (de ahí las dos bestias negras de los
hetero-sexólogos: la eyaculación precoz —que deja a ambos suje­
tos hambrientos— , y la no-eyaculación, la reserva infinita —que
contraría la «naturaleza» y tacha de absurdidad el acoplamiento).
Por consiguiente, mediante el desahogo espermático tenemos
una historia: la relación sexual carecería, en efecto, de punto de -
realidad, no podría realizarse y contarse, si no se refiriera al ins­
tante culminante que, de una vez por todas, confiere al aconteci­
miento su significación auténtica, da al coito un comienzo y un
fin y hace de las cosas del presente un pasado para el futuro. La
relación sexual «clásica» es una historia que el hombre conoce
de memoria y cuyo final, sin embargo, finge ignorar, puesto que
finge ignorar que concluye siempre de la misma manera.
Es posible, entonces, sostener esta proposición aparentemente
aberrante: la decepción es el resultado mismo del goce masculino
peniano; el hombre goza para desilusionarse, gozando sabe que
quedará decepcionado y acaba por convertir esta decepción en el
único móvil de su goce (en realidad toda la erótica masculina no
es más que una serie de tretas y de estratagemas para soslayar este
ultimátum). En lo más intenso d* ' ormenta voluptuosa, el hom­
bre mantiene la cabeza fría; - arrebatarse y alcanzar la demencia,
como hace la mujer, caería inmediatamente en la banalidad más
trivial; y no hay duda de que puede enloquecer, pero sólo de la
locura de su compañera. Está claro que puede ofrecer todos los
signos del trance erótico, pero los signos únicamente; el hombre
sólo puede desear el placer de la mujer, ese Dios que dormita en
ella, y que jamás se produce en su propio cuerpo; sólo puede
contemplarla con asombro, pánico, terror, después de lo cual se
abandona a su propia voluptuosidad, se abandona a la decepción
como un movimiento libremente consentido (también en dicho
caso este conjunto de pensamientos deprimidos sólo vale para los
heterosexuales estrictos —entendamos aquellos que durante el
acto amoroso se limitan a los placeres codificados de su sexo— . Se
podría, al contrario, medir la fuerza de un acoplamiento por su
capacidad de resistencia a toda conclusión). El pene es avión, los
espermatozoos, como en un film de Woody Alien, paracaidistas,
dispuestos a saltar de la carlinga en el momento de la eyacula­
ción. Así, pues, el hombre y la mujer poseerían dos experiencias
contradictorias del amor: mientras que ella vuela por el aire,
en el sentido literal, él desciende a tierra, goza del salto, del
derrumbamiento, experiencia breve y aterradora de una vacuidad.
La relación sexual codificada es un discurso que asegura una
sola y única verdad para impedir que puedan surgir otras, im­
previsibles e irreductibles. Frente al punto de la excitación, el
goce último no puede dejar de aparecer como el simulacro de una
respuesta mortal, respuesta que el hombre acaba por dar inva­
riablemente. Pues es precisamente por esta reja, por esta guillo­
tina, que la relación sexual acaba por concluirse a un tiempo
como relación y como ejecución del placer. Pero, al mismo tiem­
po, se trata evidentemente de una falsa respuesta, de una ficción:
qué entrega podría jamás agotar todos los deseos, todas las ten­
siones presentes en un hombre y a fortiori en una mujer (la
mujer no conoce orgasmo en el sentido estricto de la palabra: no
hay límites para su apetito erótico, ninguna emoción voluptuosa,
por fuerte que sea, es la última para ella, la culminación de su
voracidad: el Gran Orgasmo Vaginal es un mito masculino en el
que las mujeres se han visto obligadas a creer).13
El hombre que copula dice: «Ya sé, pero de todos modos...».
Mago el amor como si tuviera que durar siempre sin tomar nin­
guna dirección especial, pero sé perfectamente que eso acabará
inmediatamente. El hombre siente placer en escribir en su cuerpo
y con su cuerpo una historia cuyo final conoce, sabe y no sabe,
pero actúa respecto a sí mismo como si jamás pudiera saber: sabe
que con el orgasmo concluirá invariablemente la relación sexual;
pero ¿y si por azar ocurriera otra cosa? Sólo el goce de la mujer,
«ólo, en él, lo que quiere gozar en «femenino», puede llevar el

13. «La mujer no tiene un sexo —lo que las más de las veces habrá
sido interpretado como carencia de sexo— y no puede subsumirlo bajo
un término genérico ni específico. Cuerpo, senos, pubis, clítoris, labios,
vulva, vagina, cuello uterino, matriz... y ese nada que ya las hace gozar
en/de su diferencia impiden su reconducción a ningún nombre propio,
a ningún concepto. Asf, pues, la sexualidad de la mujer no puede inscri­
birse como tal en ninguna teoría si no es a través de su contraste con los
parámetros masculinos.» Luce Irigaray, Spéculum de l’autre fernme, Ed. de
Minuit, p. 289.
acoplamiento por vías divergentes; pero el vagabundeo erótico
debe cesar finalmente y anularse en el orden supremo del orgas­
mo, de la apoteosis y de la conclusión. El desvelamiento de la
verdad ha sido progresivo y el desenlace es precisamente lo que
confiere su precio a la expectativa, el contrato que sella y con­
tiene toda la aventura del coito. Para el hombre la espera, única­
mente la espera, ha resultado magnífica.
El orgasmo expulsa todo lo que le ha precedido al limbo de lo
anexo, de lo informe, de lo marginal; el orgasmo sublima y mag­
nifica todo lo que el acoplamiento pueda tener de obscenidad
constitutiva; el orgasmo es la pureza naciendo en el seno de la
abyección, la melodía delicada surgida de instrumentos groseros,
el oro en la basura de las carnes desfallecidas. De ahí el consejo
de los buenos doctores: eyaculad, gozad para abstraeros del peso
de vuestros cuerpos, gozad para rechazar cuanto antes las sórdidas
materialidades de la conjunción amorosa. El orgasmo es la reden­
ción del cuerpo, el paso de la materia al espíritu; el orgasmo es
una idea.
Idea que es a la vez fuente de resplandor que ilumina todas
las cosas, y les da un sentido, y lugar de convergencia de todas
las caricias, besos, inclinaciones. El orgasmo satisface un doble
deseo de control y de inteligibilidad: de ahí la importancia del
empleo del tiempo, de la minuciosa división de la duración que
permite, mediante la eliminación de eventuales turbaciones, crear
un tiempo íntegramente útil. Para que el tiempo medido com­
pense, debe ser también un tiempo sin impureza ni defecto, un
tiempo de buena cualidad y de tensión creciente a lo largo del
cual los cuerpos ausentes al mundo exterior permanezcan entrega­
dos a su ejercicio. Así se dibuja una especie de esquema anató­
mico-cronológico del comportamiento sexual: el acto está descom­
puesto en sus elementos, la posición de los cuerpos, de los miem­
bros, de las articulaciones, está definida, a cada movimiento, a
cada deslizamiento, a cada posición se le asignan una dirección,
una amplitud, gracias a la cual el cuerpo de voluptuosidad es in-
disociablemente un cuerpo disciplinado para adquirir esta volup­
tuosidad, lo que permite al poder sexológico ser a la vez absolu­
tamente indiscreto, puesto que está siempre y en todas partes
alerta desde el comienzo hasta el final del coito (e incluso fuera
de él mediante el mantenimiento permanente de la «sexualidad»
del cuerpo); y absolutamente discreto, puesto que se ejerce a tra­
vés de los amantes que han interiorizado por sí mismos las nor­
mas de los emancipadores de turno. De este modo, la preocupa­
ción del orgasmo se convierte en un aparato de examen ininterrum­
pido que acompaña a lo largo de todo su trayecto la búsqueda de
las voluptuosidades.
Pero el orgasmo todavía es más: sólo llega a ser eficaz en
cuanto goce disciplinario si es, al igual que el Dios de la reli­
gión judía, a un tiempo omnipresente e inefable. Misterio inson­
dable que jamás puede decirse se haya palpado, pero del que se
debe procurar estar lo más cerca posible; fenómeno que no cul­
mina en un más allá sino que tiende hacia una sujeción que
nunca termina de concluir. Así, ocurre con la teología orgástica
lo que ocurre con todas las teologías: el baño purificante de la
crisis voluptuosa es tan inaccesible como el absoluto. Hay que
quererlo, sin embargo, como aquello que no dejará de escapár­
senos; esta norma es la más imprecisa de las normas,14 de tal
modo que nada es su depositario garantizado y que su búsqueda
no tiene fin. Lo esencial sigue siendo que los cuerpos perma­
nezcan obsesionados por una ausencia posible, y aguijoneados por
la sorda inquietud de haber perdido —quién sabe— el Estreme­
cimiento Total, el Gran O...

El p r e p u c i o -r e y

Jorge Luis Borges imagina en el «Teólogo» una herejía de


histriones de la que escribe: «Pensaron que el mundo llegará a
su apocalipsis cuando se agote el número de posibilidades; ya

14. «Definir el orgasmo es ciertamente la tarea más ardua que puede


proponerse a un sexólogo» (Union, marzo de 1973), declara el doctor Meig-
nant en una confesión que cabe entender de muchas maneras.
que no puede producirse la repetición, el justo debe eliminar
(cometer) los más infames actos con el fin de que éstos no pro­
fanen el futuro y para apresurar el advenimiento del reino de
Jesús (Aleph, pp. 55-56).
Es posible que la actual hipererotización de nuestras socieda­
des signifique una paradoja idéntica, el mismo deseo de neutra­
lizar el sexo por el sexo, la misma impaciencia, la misma espe­
ranza de una cuenta al revés, de un final ya asignado cuya proxi­
midad aboliría finalmente la angustia de la sexuación.
Así, pues, la veneración del orgasmo (inaugurada por Reich
y continuada a coro por todos los medicastros del unodostreschaf-
yaestá) corre junto a lo que pudiera denominarse la tiranía de lo
genital, es decir, la triple reducción de la sexualidad a los órganos
y a los placeres genitales, del erotismo femenino al bagaje sexual
macho, y finalmente del mismo sexo masculino al pene, con el
olvido concomitante de la heterogeneidad anal. Es cierto que
Reich ve claramente el deseo como libido anónima, pero sigue
refiriendo este anonimato al bajo vientre como realidad suprema,
último territorio privado del hombre occidental; todo ocurre como
si quisiera hacerse perdonar su alegato en favor de la sexualidad
diciéndonos: al menos eso no saldrá del pequeño cuadrado geni­
tal, de la pequeña mata de pelos pubianos (semejándose en este
aspecto a Freud que encierra el inconsciente en la familia y en el
Edipo). A falta del gran océano, el falo eterno y, puesto que éste
no va hacia el mundo, todo el mundo irá a él, encarnándose y
concentrándose en esa experiencia única, modelo de toda expe­
riencia: el orgasmo. Lo genital, en cuyo nombre se emprende
generalmente la lucha por la emancipación de las costumbres,
señala una voluntad de fijación de la energía libre, de su encierro
y de su resolución, de su reabsorción autoritaria en algún lugar
controlable. Ocurre con el amor lo mismo que con la política:
no pasamos de las cadenas a la libertad, intercambiamos una
ortodoxia por otra.
Podemos decir de lo genital lo siguiente: que actualmente es
el lugar donde sopla el Espíritu, el espacio de la Santísima Tri­
nidad, la viva demostración de lo humano en nuestro cuerpo. No
hemos roto la antigua división cabeza/sexo, cara/culo, la hemos
invertido; hemos deportado nuestra divinidad del alma al vientre,
hemos conservado, por tanto, lo divino, es decir, unos cuerpos
centrados. Entendemos sin esfuerzo que el privilegio concedido a
lo genital es, al menos en el hombre, un goce localizado y pun­
tual que permite mejor que cualquier otro firmar los tratados,
sellar los contratos, porque es una garantía efectiva: dando su
sexo, se ofrece una prenda, se inaugura, se sustenta, se concluye
una relación. Al actuar de ese modo, se asimila el comercio ga­
lante a un régimen hipotecario, se convierte al sexo en el único
valor de cambio auténtico, aquel que, dividido entre todos, edi­
fica de entrada el auténtico comunismo. Así pues, el coito es
siempre introducción a la vida igualitaria, el acto edénico por
excelencia, el equivalente pagano de la comunión cristiana: más
revolucionario que el igualitarismo material, más profundo que la
simple fraternidad, no deja de segregar aproximaciones, osmosis,
compatibilidades. He ahí, pues, el deseo de revolución pasado del
verbalismo leninista al activismo sexual; pero ya en esta consa­
gración cuánta ignorancia de los propios órganos sexuales, pues
no existen dos seres que se parezcan, gocen de idéntica manera,
se entusiasmen tras los mismos fantasmas; no hay dos vulvas
que lloren las mismas lágrimas de alegría, dos testículos asimila­
bles, dos pelos del culo parecidamente erizados, dos chorros de
orina que meen copiosamente con la misma alegría; nada más
variado que la redondez de un trasero, el borde profundo de dos
labios, la tipografía de un pene, la aparición de una voluptuosi­
dad. ¿Cómo, si no es por medio del terrorismo, introducir una
paridad, una medida, un prototipo en todas estas divergencias?
Ya hemos dicho que lo genital es dispositivo de cierre, es
decir, de delimitación que define los lugares intensos (zonas eróge-
nas) y sus contrarios (zonas frías, insensibilizadas), supone, pues,
un dentro siempre cálido, un fuera siempre neutro, en otras pala­
bras, una seguridad del goce allí, una certidumbre de no-placer
aquí. Como si la intensidad quedase asegurada tan pronto se con­
vocara lo genital, como si no pudiera existir frialdad de la verga
y de la vagina y ardor de las manos, del torso, de los labios o de
la nuca y también frialdad y ardor conjugados, hiperestesia e in­
sensibilidad unidas de manera indiscernible; a la vez esto y no-
esto. Pues hay que llegar a concebir la pareja genital/a-genital
como dualidad trucada, falsa, insegura, imaginar un cuerpo que
no sea duelo sino dúplice y que para nuestra mayor dicha, noso­
tros seamos víctimas de esta duplicidad, y desear la incandescen­
cia del rostro, de las palmas, de las caderas tanto como la del
sexo y del ano, y viajar de una a otra; deslizarse sobre cada una
de. ellas, gozar también de este deslizamiento. No hay órgano que
tenga el privilegio de la vehemencia sexual, no hay buenas zonas
para subirse por las nubes y regiones poco seguras que habría
que desertar; todo es pasto para los sentidos, y, por tanto, no
hay partes que, puestas en común, certifiquen la cohesión, el buen
entendimiento, la armonía de un grupo. La cabeza es un pedazo
de piel como los demás, de la misma manera que el sexo no es
más que una parte de la cabeza. Todo el cuerpo es una máquina
de locura, incluidos los codos, las uñas, los dientes, el hueso ilíaco,
la campanilla, el tímpano, el colon grueso, el ombligo, los bulbos
capilares, el cuero cabelludo, las axilas, el fémur, el talón de
Aquiles, el anular y el meñique, e incluido el coño y el pene.
¿El pe qué, diréis? ¿Keseso?
Cuán estúpido resulta, por ejemplo, ver el sexo del hombre,
por hablar de un objeto que durante harto tiempo ha obnubilado
las mentes, simplemente como símbolo de poder o aparato de
goce, y bautizar fálico a todo lo que después será puntiagudo,
erecto, glanduloso o prepucial (pobreza a este respecto de las
metáforas freudianas), pues si a veces el apéndice les hace reír
tanto a los chicos es porque evoca mil cosas más que su utiliza­
ción consagrada; en estado de reposo podemos pintarlo, anudarlo
en sacacorchos, mojarlo en la mermelada, ligarlo a una polea,
coser la piel por encima del glande, regar a los vecinos, hacerlo
desaparecer detrás de los muslos; en erección, convertirlo en ma­
rioneta, servilletero, palillo de tambor, caballito, cuerpo de gui­
tarra; y los mismos testículos con su vegetación fantástica y su
aspecto de carillones y el ano con sus talentos musicales, su tarto
de perfumes; y los pelos del pubis, que se pueden peinar, estirar,
afeitar, trenzar, cortar en perilla; y los pelos del culo en los que
se dejan acumular paquetitos de mierda por la simple alegría de
arrancarlos después; cuántas ocasiones de reír, de inventar, de
imaginar, de habitar las regiones genitales con mil y una ocurren­
cias y posibilidades de las que la copulación sólo es un aspecto.
Si el rostro y las caderas dan lugar a grandes emociones no es
en cuanto lugar (o recuerdo o representante) de las metrópolis
genitales; existen intensidades de mirada, de distancia, de verti­
calidad de la misma manera que existen intensidades de descarga
y de penetración. No subordinemos nada a nada, ni la sonrisa al
orgasmo, ni el movimiento a la pasividad, ni lo casto a lo obs­
ceno, ni lo vestido a lo desnudo. Sepamos sustituir la bipartición
del arriba y del abajo, de lo noble y de lo bestial, por un pol-
voreamiento en el que el sexo, la cabeza y los brazos no sean
nunca lo mismo; transformemos cada configuración anatómica,
cada rasgo morfológico en ocasión de placer, en soporte de expe­
riencias inéditas; desprendámonos de la creencia en lo funcional,
en lo natural (la boca puede ser un sexo, el sexo una boca, el
culo máquina de tragar, cuando te lavas por ejemplo, etc.), y en
lugar del hipócrita centramiento realicemos una parcialización
hasta el infinito. Cortemos, cortemos en la hermosa totalidad del
organismo; nunca habrá demasiados islotes, archipiélagos, lagu­
nas, desprendimientos, continentes a la deriva.
¿Decirlo todo acerca del sexo no es el sueño secreto de la
sexología que, de simple servicio terapéutico o corrección de dis­
funciones, tiende cada vez más a convertirse en enciclopedia de
la sexualidad, voluntad glotona de englobar todos los aspectos del
amor en un saber único? Deseo de decir la verdad sobre el deseo
y constatación de la imposibilidad relativa de esta verdad, la sexo­
logía —al menos la mejor y es evidente que dentro de ella englo­
bamos a Reich— no carece por este hecho de una cierta desme­
sura (siempre contrariada, desgraciadamente, por unas simplifica­
ciones apresuradas y unas reflexiones insípidas), desmesura carac­
terística tal vez de cualquier escritura que intente autonomizar el
sexo como esfera separada. Pues producir la suma total de los
comportamientos, de los mitos, de los fantasmas amorosos, sólo
es posible si previamente se ha circunscrito el amor a un terreno
bien delimitado —el genital— , después de lo cual se referirá a él
todo el conjunto de los seres y de las cosas como el resorte oculto
de su movimiento: operación retorcida —y ante cuya lectura se
tiene la impresión de estar siempre leyendo lo mismo bajo nom­
bres diferentes—, puesto que se presupone lo mismo que se
busca, falsa inquietud que imita la huida y que se contenta con
resbalar. Nada más censurador a este respecto que expresiones
como: Todo es sexuál, manera hipócrita de decir que todo es
siempre lo mismo, que no hay nada nuevo bajo el sol, que un
implacable destino genital nos dicta nuestros gestos desde el naci­
miento hasta la muerte, bastión omnipresente a partir del cual
psicoanalistas, psiquiatras, sexólogos, construirán su estribillo so­
bre el Orden, el Falo, la Castración, el Orgasmo. Durante estos
últimos años toda la revolución sexual ha consistido en promover
(y, por tanto, imponer) algunas formas de amor, generalmente
próximas al modelo hetero-genital, formas que se suponían tan
perfectas y universales que con su generalización la sexualidad,
devuelta al fin a su vocación auténtica, ya no plantearía proble­
mas. Deseo de armonizar los deseos, de fundirlos en un mismo
acuerdo, de detener la historia. Si nuestra época «libera» un ero­
tismo, un cuerpo, es porque primeramente los ha inventado, for­
jado de pies a cabeza, o, por decirlo de otro modo, la represión
de lo genital es fundamentalmente represión por lo genital. De
ahí el carácter obligatoriamente terrorista de toda «liberación»
sexual, puesto que persigue un sueño igualitario, es alérgica a
todo lo que contraría la universalidad de ese modelo: si rechaza
al más infeliz perverso de pueblo por la misma razón que al
pederasta, al necrófilo o al coprófago, no es a pesar de sus pia­
dosos deseos de igualitarismo, es precisamente porque es igualita-
rista en su misma esencia. Aceptados e integrados, el homosexual
y el masoquista recrearían una jerarquía entre ciudadanos libera­
dos —contradicción terminológica, puesto que el amor es Uno—.
Para esta emancipación no existen diferencias, sólo existen desvia­
ciones. .
La genitalidad es la búsqueda de un nuevo contrato corporal
en el que dominaría una vez más lo masculino bajo su forma
peniana, viéndose catalogada toda deriva respecto a esta regla
bajo la etiqueta de neurosis, arcaísmo o conservadurismo. De­
bido a ello, la sexualidad de nuestros días es menos una alianza
entre individuos diferentes que un pacto entre las dos partes de
un mismo sexo, una transacción intra-viril a propósito de hom­
bres, de mujeres, de niños; es preciso ¡que el encuentro de los
cuerpos pase a través de los signos admitidos por los miembros
de la pareja y que esos signos sean masculinos en su esencia
misma; dicho de otra manera, que el intercambio de mujeres se
negocie ahora bajo el emblema de una homosexualidad viril fun­
damental anterior a cualquier categorización sexual. £1 genita-
lismo es una cierta forma de economía pulsional que compa­
rece como representante, dueña, federadora de todas las vías
de la libido. Reich ha pretendido clarificar un desorden dando
nuevo rostro a una sujeción antiquísima; nunca ha hecho otra
cosa que fundar el derecho de la norma a ser norma, que los mil
y un motivos de la ley pasen a ser más legales y más legítimos
que todas las demás leyes. La teoría reichiana es un culto fálico
cuya simplicidad apacigua, una inmensa y a veces admirable
utopía homosexual que calca todos los fenómenos cósmicos, cli­
máticos, políticos, marinos del universo sobre el mecanismo del
goce peniano, el rápido acontecimiento visible del orgasmo viril.
Ahora bien, este llamamiento, enarbolado en nombre de toda la
humanidad en tomo al pene, nos resulta insoportable porque es
dominante, sólo extrae su autoridad de excluir mil otras formas
distintas de vínculos, en suma, se muestra incapaz de pensar el
amor como diversidad. No queremos un nuevo —otro más—
sistema monetario amoroso sino la caída y la descomposición de
todos los patrones todavía en vigor, y que los signos del comer­
cio galante se confundan hasta llegar a ser inlocalizables; por
dicho motivo hay que saludar como algo bueno la actual desva­
lorización de lo genital masculino. Ya hemos visto que la demanda
de orgasmo es una demanda de orden que tiene como fin garan­
tizar la paz civil de los órganos. Así, pues, el orgasmo es el
contrato de goce que el hombre desvalido propone a la mujer;
todos los valores de los que yo era depositario se desmoronan;
sólo me quedan mi sexo y su modo de empleo infantil; alinea
tu sensualidad sobre la suya; reniega de todo, si quieres, pero
no reniegues mi vientre (ahora bien, ¿cómo es posible que el
orgasmo llegue a ser proyecto u obsesión femenina cuando es
cierto que, aparte de las adolescentes que debutan en la carrera
amorosa, toda mujer puede gozar durante la unión una infinidad
de veces y de mil maneras distintas? La recurrencia de las volup­
tuosidades femeninas ridiculiza las pesadas lucubraciones meta­
físicas de los profetas del placer).

La e x c e p c ió n , ú n ic a l e y p o s ib l e del am os

Ninguna represión sexual sería duradera si no fuera simultá­


neamente erotización o sexuación diferente del cuerpo. Pues el
cuerpo no renuncia al placer sin recoger algunos beneficios para­
lelos que justifican esta renuncia. Las razones en cuyo nombre
nos dejamos despojar son unas razones de goce. No basta con
limitarse a decir que existe represión sexual, es necesario añadir
que esta represión es consentida aunque sólo sea por la seguridad
que procura y que, además, dicha seguridad reside menos, actual­
mente, en una sofocación de las pulsiones que en la imposición
de un determinado desarrollo erótico. A ello se debe que la misma
represión sexual no demuestra nada acerca del carácter a priori
subversivo de la sexualidad genital, acerca de una alergia básica
del sistema a la realidad de los placeres voluptuosos. Porque la
ley desfigura esencialmente lo que reprime y la transgresión de
esta ley, lejos de ser su increíble superación o su olvido, es su
aplicación más ridicula en relación a lo que prohíbe realmente.
La represión reside tanto en la prohibición de ejercer sensual­
mente como en la formación de un cuerpo de placer centrado
en lo genital. La ley normaliza mostrándonos lo que queríamos,
pretende degradar nuestras intensidades en deseos de intención;
te lo prohíbo, puesto que esto es lo que quieres, es preciso que
quieras lo mismo que te prohíbo. ¿Quién sabe si la «sexualidad»
no es este conjunto de conductas programadas —de la coerción
a la liberación— construidas pieza a pieza por un orden preocu­
pado fundamentalmente de fijar el deseo en algún espacio con­
trolable 1S? El primer gesto de la norma no es negativo, es crea-
15. «Es probable que el concepto de sexualidad apareciera en el siglo
dor, delimita un área, esto sí y eso no, prefabrica la emancipa­
ción futura, traza su marco, prepara sus fronteras. Y limitarse a
un mero derrocamiento no es otra cosa que devolver la ley a sus
propias formas. Para que la obra de Reich nos impresionara real­
mente, hubiera sido preciso que abandonara de antemano el este­
reotipo de la sexualidad masculina (del buen macho blanco pene­
trando a su húmeda hembra), que dejara de promover, de insen-
ciar el estatuto hegemónico y represivo del peni-centrismo. No
necesitamos nuevas terapias comportamentales. Nuestros amores
no carecen de libertad o de «fuerza orgástica», sino de comple­
jidad; son excesivamente simples y sólo satisfacen, cuanto más,
una o dos pasiones.
El mismo concepto de lo político-sexual que pretendía ser una
ampliación de la política y de la sexualidad por su fecundación
recíproca sólo ha conseguido, al menos hasta ahora, reproducir
y multiplicar sus respectivos atolladeros. Este nuevo freudo-mar-
xismo ha redoblado así todas las culpabilidades, demostrándonos
a través de dos ortodoxias complementarias que respecto a ellas
nunca tenemos razón; ni gozando demasiado, pues entonces olvi­
damos las luchas, el deber de clase, la infinita miseria de la
humanidad, ni gozando insuficientemente, pues de ese modo
damos cabida directamente en nuestro cuerpo a la coraza reaccio­
naria. Error por exceso, error por defecto; al hacernos respon­
sables de una falta de naturaleza irreconocible, lo político-sexual
nos sume de nuevo en las aporías del pecado original.16 Antes

xix cuando se reunieron en un todo los componentes genitales de nume­


rosos comportamientos. Eso supone un partí pris respecto a tales com­
portamientos pues el carácter genital no es más que un aspecto fragmen­
tario del comportamiento», Jos Van Ussel, op. cit., p. 15.
16. En lo que apenas se distingue de la sexología llamada burguesa
—si no es en la retórica— puesto que ambas comparten el mismo piadoso
respeto por unos mismos valores. Sería interesante, por otra parte, estu­
diar cómo es posible un discurso sobre el sexo; bajo qué condición pasa
a ser legítimo y garantiza la verdad sobre nuestros placeres, confesión de
su dominio sobre nuestros cuerpos; cómo, al convertir lo genital en
materia de enseñanza, es la continuación de la escuela por otros medios.
A un tiempo constitución de síntomas y conjunto de remedios para
eliminarlos (¿existían trastornos del orgasmo en la Edad Media e incluso
que perpetuar un pensamiento por las causas y lamentarse: «Es
culpa de la sociedad» (y ¿de quién es la culpa de la sociedad?),
sería preferible ver de qué manera el nacimiento de las minorías
sexuales (mujeres, pederastas, travestís, fetichistas —del caucho,
del acero, de la porcelana— sadomasoquistas, chupadores de pul­
gar, etc.), permite concebir actualmente tanto el hundimiento de
la política como delegación, como la comsunción de la sexualidad
reducida al cochino secretito genital. Pues es evidente que no
hay revolución sexual de la misma manera que tampoco hay revo­
lución política o, en otras palabras, que la revolución sexual no
tiene fin, pues nunca habrá un instante en el que las buenas
intensidades se alcancen de una vez por todas, y «el enemigo»
sea vencido definitivamente, porque el levantamiento de los ta­
búes no deja de suscitar otros, ya que todo límite engendra el
deseo de su demolición, debido a que toda lucha sólo es una
etapa, cada combate ganado multiplica a su vez los frentes y
entonces se trata menos de emancipación que de explotación,
mezcla de mundos, deriva sobre unos espacios increíbles. La
misma noción de «miseria sexual» es ambigua en cuanto supone
su contrario, la riqueza, un umbral de pobreza irremediablemente
franqueado; ahora bien, ¿qué significa la riqueza en esta materia?
¿Con qué vara medirla? Lo cierto es que no existe una necesidad
mínima amorosa, ni una necesidad republicana, sino en cada uno
de nosotros la urgencia fundamental de un excedente, precesión
del erotismo, de lo suntuario, del gasto, sobre la porción congrua,
parte de lujo siempre variable y móvil que determina el índice
de sus propias «necesidades». Nadie es pionero en el terreno
sexual, y por la misma razón nadie es sedentario, ninguna mino­
ría posee el privilegio del discurso amoroso: todo discurso amo­
roso es obligatoriamente minoritario, no hay conquistas a realizar,
las voluptuosidades son múltiples, indecibles; cada cual es para

se aislaba esta palabra puesto que su sentido actual data del siglo pa­
sado?), la sexología, más que enseñar una materia determinada, importa
al terreno sexual el comportamiento escolar. Es posible que la sexología
sea el último avatar de la Ilustración; de Reich a Meignant el aprendizaje
del placer según un orden y una racionalidad puramente pedagógicas.
sí y al mismo tiempo la dulce tierra cerca de la que cultiva, la
salida y la puesta de sol sobre este planeta, el rio que arrastra
esta tierra, la presa que frena el río, el terrorista que hace saltar
la presa, el ingeniero que restaura sus brechas, el bárbaro que
devasta nuevamente el oasis reconstituido, el jardinero que des­
cubre las ruinas; todo ello simultáneamente y de muchas otras
maneras más; nadie es liberado, nadie está aprisionado, todo cam­
bia sin cambiar, no se detiene nunca y permanece inmóvil. Pa­
blo VI es el mayor fornicador después de Breznev y Mao; todos
hacemos el amor como católicos integristas; hay tanta pornografía
en la sotana de un seminarista como en la vulva más desorbitada;
Sylvia Bourdon es tan emancipada como Madame Soleil; esto es
falso evidentemente pero entiéndasenos: basta de lecciones de bue­
nos goces, basta de entrepiernas erigidas en pedestales arrogan­
tes, dejémonos de penetramos por el único placer de dar ejem­
plo, de condenar, de zanjar, basta de jerarquía de las emociones;
sepamos perder la cabeza por unos impulsos minúsculos, unos des­
plazamientos menudos, unos detalles ínfimos. Pues es posible
que no exista revolución sexual sin revolución alimenticia, audi­
tiva, táctil, perceptiva, vestimentaria, olfativa, sentimental, un­
gular, joyera, epidérmica, manual, anal, mental, cervical, vesicular,
hepática, gastroheteróclita, intestinal, medular porfiada, vaginal,
clitoridiana, montevenusiana, lingual, labial, celular; en suma, sin
revolución anatómica, física, nuclear, química, relacional; cosa
que equivale a decir que la revolución sexual como redención del
cuerpo total por el mero ejercicio de los órganos genitales es una
aberración y una imbecilidad tan monstruosa como el puritanismo
hipócrita de las generaciones anteriores.17
Si la eyaculación (es decir, la penetración no recíproca) es

17. El colmo, a este respecto, frases del tipo: «La inhibición sexual
es junto con la religión la principal pantalla ideológica que impide que las
masas tomen consciencia de su explotación y de su opresión». ¿Es que
creéis realmente que las masas son estúpidas? ¿Acaso entre la clase obre­
ra no se hace el amor? ¿No exactamente igual que en los modelos pro­
puestos por los grandes popes? ¿A partir de cuántos orgasmos el alumno
proletario entiende corectamente las buenas palabras de su maestro en
revolución total, el Partido?
en el coito, para el hombre, la manera legal y ortodoxa de copu­
lar, si el acmé es el índice tranquilizador de que los amantes
coordinan y no vagabundean, no hay motivo alguno para no
pensar en la heterodoxia y formar sobre estas cuestiones unas
sectas de herejía local, en suma, para contribuir a la perfección
del goce con la de sus desviaciones. En tal caso, el orgasmo
peniano ya no sería sino el suplemento, el lujo increíble de nues­
tros placeres, y no ya su objetivo único, el severo imperativo
que los ordena y jerarquiza. liberar el amor del paroxismo orgás-
tico, es fundamentalmente liberarle de la presión de un programa,
y también emanciparle de un nuevo criterio de exclusiones. Al
convertir la emisión seminal en el denominador común de sus
relaciones, el hombre se penaliza tanto como limita a la mujer;
otras alegrías, mil alegrías más que las tan simples y limitadas
de la exoneración espermática le son prometidas. Y, en primer
lugar, la que consiste en sustituir la sexualidad monolítica, genito-
fálica, por la figura de Jano, polla y culo. «Feminicémonos», ad­
quiramos a nuestra vez unos cuerpos penetrables, abramos de
par en par todos nuestros orificios, nuestros orichicas.
Comisario del pueblo de las pulsiones para unos, diputado
en la cámara de los Sentidos para otros, el orgasmo, en tanto
que es divinizado, desprende siempre la misma idea: a cada cual
su sexo, su cuerpo, su alma (tres términos que ahora son rever­
sibles e intercambiables), como el bien que debe hacer fructificar,
el terreno que debe hacerse rendir. Pues es preciso que la volup­
tuosidad, como quintaesencia del centro genital, proceda de una
buena relación, que una finalidad la obsesione y justifique. En
el fondo, el culto del orgasmo tal vez sólo tenga una única fun­
ción: concentrar toda la emoción en el sexo y liberar el cuerpo
de todo deseo a fin de hacerlo disponible al trabajo (y tal vez
Reich quería llevar a cabo lo que ningún puritanismo se atrevió
a imaginar: la reconciliación de los contrarios, la conjunción, bajo
los auspicios de la descarga bienhechora, de la lubricidad y del
asalariado).1* Lo esencial para la sexología («burguesa» o «polí-
18. Es cierto en todos los casos que el orgasmo, en cuanto máquina
anti-stress, hallará un día su utilidad en las terapias de readaptación social:
«Para mí, escribe el doctor Meignant (en Union, octubre de 1975, p. 82), la
tica») es ocupar los cuerpos, actuar de tal manera que sus fuerzas
se gasten de cierto modo, puesto que programar un cuerpo (de­
cirle qué fin buscar, cómo alcanzarlo, etc.) siempre es una manera
de dirigirlo, de investirlo, de penetrar en él, de animarle un poco
al igual que si se ocupara una plaza fuerte. Si estas nuevas medi­
cinas del amor tienen algo de insoportable, es precisamente su
irrepresible manía de querer curar y corregir a todo el mundo.
¿Por qué no entender la frigidez como un goce que se niega y
protesta, la impotencia como una virilidad que ya no quiere
representar su papel y boicotea el examen, la eyaculación precoz
como un instrumental erótico que se ríe de sí mismo? En el amor
no hay puntos culminantes, y tampoco, por consiguiente, densi­
dades menores; no hay momentos ridículos, sólo hay detalles,
igualmente voluptuosos, igualmente turbadores. Contra Reich y
la sexología actual (su digna heredera) podemos decir: todos
somos unos maljodedores, unos malgozadores, unas maljodidas,
todos unos pollaflojas, unas vaginas secas, todos somos unas mi­
norías eróticas. Vuestro orgasmo, vuestro gargarismo de óiganos,
vuestros grandes órganos de espasmos, nos importan un rábano,
no edificaremos sobre ellos una nueva religión, es decir un nuevo
terror, con sus grandes sacerdotes, sus incrédulos y sus parias.
Dejadnos gozar. No existe un baremo del erotismo inteligente,
no existe una buena perversión (ni perversión en absoluto), no
existe una buena sexualidad (ni, por tanto, una sexualidad mal­
dita), no existe solución final, tranquilizadora, revolucionaria del
amor.
El sueño del macho medio en la Europa actual es que todas
las mujeres se dirijan a él diciéndole: «Tu esperma me interesa.
Tu goce me maravilla». El mismo proyecto de una revolución
sexual, centrada en la comunidad genital, acaso no sea más que
un medio de reforzar la dominación masculina acelerando el in-

auténtica virtud del orgasmo es su poder de reconquistar el equilibrio.


Siempre digo que un orgasmo equivale a una buena dosis de tranquili­
zante...». Añadamos a ello esta frase de Betty Dodson: «Los planes quin­
quenales deben incluir los orgasmos», y tendremos una ligera idea del
nuevo orden sexual que pronto pudiera aparecer, siempre evidentemente
en nombre de la libertad y de la revolución.
tetcambio de mujeres. No es la liberación de la mujer lo que se
persigue con ello sino la liberación, bajo el signo del erotismo
masculino, de su disponibilidad total a los hombres, de su inter-
cambiabilidad. La heterosexualidad no existe,19 nuestros sistemas
sociales sólo estimulan un cierto tipo de homosexualidad mascu­
lina (falo-genital) cuyo primer gesto, paradójicamente, es conde­
nar a los homosexuales machos (¿por qué se comportan como
«mujeres», circulan y no hacen circular, rompen la integridad del
cuerpo masculino dejándose dar por el culo y levantan el doble
tabú de la penetración anal y del excremento?). Todo parecido,
incluso postulado, es deseo de abolición de una diferencia; en la
actualidad el jacobinismo erótico tiende a tomar el relevo de un
centralismo político desfallecido. En otras palabras, no existe la
diferencia de los sexos; o mejor dicho sólo existe bajo una forma
jerárquica de subordinación; antes de liarla o de complicarla, to­
davía es preciso establecerla.

19. Al leer las obras de información sexual, se siente la impresió


de que sus autores, al igual que la mayoría de los psicoanalistas, poseen
o creen poseer frenéticamente el secreto del deseo erótico y que este
secreto es que no hay diferencia entre los sexos, es decir, sólo hay dife­
rencia en el cuerpo masculino.
SO BRE LA VAG IN ITIS O LA IM PO TEN CIA
LOS C IN C O D ISC U RSO S, C IN C O M ETO D O S PO SIBLES

El sexólogo, inmediatamente práctico: Varios problemas se en­


trelazan en su caso, comience por untar el glande de su
pareja con mantequilla o vaselina, piense en cosas que le
exciten, reactive su s fantasías en el momento del acto
sexual. Si los síntomas persisten, siga unos cursos de orgas-
moterapia, entre en un grupo de Sexología humanista, lea
Libertad, Igualdad, Sexualidad; La pareja y sus caricias; M asa­
jear su glande, vaya a ver films eróticos; resultado garan­
tizado en un mes.

El psicoanalista, altamente sabio: Eso se remonta sin duda a


mucho tiempo atrás, Vamos a explorar conjuntamente su
cuerpo anterior, échese, le prometo una erección dentro de
seis años...
El militante, eminentemente histórico: Acorralado en su s insu­
perables contradicciones, el Capital golpea hoy en el mismo
corazón de nuestra Intimidad. Camarada, si quieres recuperar
el pleno ejercicio de tus facultades amorosas, ven a derribar
con nosotros, en Ir. lucha, ese monstruo odioso que nos
castra a todos...
El cínico, siempre apresurado: ¿Dice que su vagina se cierra?
¿Su pene no se levanta? Entonces no le sirven de nada. Tape
la primera, corte el segundo. Por otra parte, como usted
es rico/a, tampoco necesita tantos órganos.

Nosotros, radicalmente Incompetentes: Estáis enfermos de lo


genital, aprovechadlo para pensar en otra cosa. Liberaos de
la idea de que la sexualidad se detiene a partir del momento
en que ya no podéis hacer el amor (o desaparece la posi­
bilidad de cumplir el contrato genital). Por ejemplo, intentad
la sodomía, sensibilizad otras partes de vuestro cuerpo,
acabad con toda clase de confinamiento sexual. Perded
vuestra mentalidad de asistido, no esperéis nada de los
especialistas, ellos son los que os han inculcado esta obse­
sión por la salud. No confundáis vuestra indigencia actual
con una debilitación, descubrid en ella nuevas fuerzas, otras
perspectivas ocultas bajo los ruidosos éxitos del organismo.
Sobre todo no entréis en el innoble círculo de la culpabi­
lidad, no busquéis ayudas, pues desear un remedio ya es
aceptarse como enfermo, como Inferior; reíros de las imá­
genes impuestas por las leyes a nuestra sexualidad. Por
otra parte, no te preocupes (eso se dirige sobre todo al
chico), si sigue impotente más de seis meses, tu pene se
caerá por s í solo.
PORNOGRIAL O LA REPUBLICA DE LOS TESTICULOS

Al salir de la clandestinidad, la pornografía parece haber


atraído todos los públicos y conmocionado todos los discursos;
éstos, por otra parte, se han desencadenado con tanta más vio­
lencia o ansiedad en la medida en que veían cómo las taquillas
desmentían su influencia y aniquilaban sus esfuerzos preventivos.
La palma a este respecto corresponde, sin lugar a dudas, al
Puritano. Ha sido el más directamente afectado: es pues, total­
mente normal que su respuesta alcance el paroxismo del odio y
de la repulsión. Bajo su forma cortés, sus anatemas dicen: «La
pornografía comercia con las aberraciones más envilecedoras del
instinto» (Etienne Borne). Pero esta contención verbal es excep­
cional; el lirismo ordinario entrelaza los dos términos de la bes­
tialidad y de la carnicería; la pornografía es la animalidad, y en
sus dos estados, viva y muerta; al demostrar un desprecio for­
midable tanto por la gracia del animal como por los placeres del
sexo, la mayoría vociferante sólo ha visto en la exhibición de las
cópulas la imagen exquisita del animal de dos espaldas. En
cuanto a las epidermis desnudas, han suscitado toda una dema­
gogia gastronómica, puesto que al término inicial de «carne» pron­
to han ido añadiéndose los de «rostbeef», «beefsteack», casi «des­
pojos». Muy extendidos en la clase política, estos inquisidores del
cuerpo han reclamado la censura, y cuando han obtenido una
imposición más rentable y más disuasiva que las antiguas prohi­
biciones, han seguido invitando al gobierno, por boca de un dipu­
tado de la mayoría, a «endurecer su sexo».1 sin saber a qué lapsus
¡entregarse para contener este estallido dé obscenidad, y revelando
de este modo que todos los miembros viriles banalmente expues­
tos en la pantalla amenazan con hundir los valores viriles de los
que pretenden ser mandatarios y guardianes.
Muy numerosos entre los críticos cinematográficos, los Este­
tas combaten toda censura, pero también se lamentan de que la
pornografía sea tan fea y su vulgaridad tan rastrera. Sueñan con
fantasmas distinguidos, grandes creadores visionarios, delirios fas­
tuosos o, al menos, proezas técnicas para transfigurar la siniestra
banalidad del coito.
Más escasos, pero no menos desdichados, los blasfemos o nos­
tálgicos de las prohibiciones se aburren con estos desenfrenos
fáciles; echan de menos el heroísmo de las perversiones malditas.
Su credo: cuando no existe estorbo, no existe placer. ¿Por qué,
por ejemplo, practicar la sodomía si ya no es un peligro ni una
blasfemia? «La iluminación» pornográfica, al disipar la imagen
del pecado, ha desangustiado la lujuria; pero un placer permitido
es un placer disminuido, entonces, privado de Ley, el transgresor
está triste.
Los militantes tradicionales, que siguen legislando determi­
nadas prácticas políticas, denuncian sin vacilaciones la temible mis­
tificación del espectáculo porno. ¿Ha bastado la explicación? No
importa: los films osados siempre presentan, y con visible com­
placencia, unos personajes ricos y ociosos que pueden dedicar
toda su vida a gozar. En lugar de desvelar la complejidad social
en su realidad de explotación, muestran un mundo ficticio e iluso­
riamente pacificado. En suma, nos llevan a confundir Roma con
Santiago y la existencia de unos cuantos privilegiados por una
imagen de la vida. No es nada extraño que entre los clientes
asiduos del pomo exista una mayoría de explotados y de opri­
midos de todas clases; en la intención del Capital, este espec­
táculo está hecho para ellos, para apoderarse de su deseo, y a
falta de poder satisfacerlo, desviarlo al menos de tomar el len­
guaje de la reivindicación. Se repite con bastante frecuencia que

1. En lugar de, recordémoslo, «endurecer su texto».


el sistema funciona por la ideología y que si las personas pen­
saran en su desgracia en lugar de dejarse atrapar por los signos,
la dominación burguesa se apagaría en seguida como una vela
cuya llama se sopla. Para prevenir el peligro de una toma de
consciencia, la vigilancia del Capital se aplica a emborrachar los
fantasmas, a rellenarlos de vaginas y de coches americanos, de
sexo y de dinero, los dos ingredientes del nuevo opio popular.
Al salir de la sala oscura, los espectadores atontados y bien
condicionados ya no sueñan en la Gran Noche sino en veladas
inquietantes; flotan hasta el punto de olvidar la miseria cotidiana
y la lucha de clases, ¡serían capaces de canjear sus carnets de par­
tido por unos bonos para una juerga! «Vamos, no son esos quie­
nes aún estarían dispuestos a hacer la revolución» (Bretón).
Indiferencia profunda y cínica de la pornografía respecto a
todos los discursos que ha herido, escandalizado o decepcionado.
Alegría inenarrable de los confeccionadores de films pomos al
comprobar que la virulencia de las críticas carece de cualquier
incidencia en el número de los clientes. Si sólo tuviéramos una
razón para amar el porno, nos bastaría esta indiferencia y esta
alegría. Bienpensante, cultivado, católico, o militante, el despre­
cio múltiple que el pomo desencadena nos inspira una repug­
nancia ante la cual nuestras reservas respecto a él apenas cuentan.
Preferiremos siempre los hard-core a las risibles cruzadas que
los atacan, y que una misma plegaria muda recorre más allá de la
diversidad de sus estandartes: por favor (y bajo pena de censura
o de boicot) no permitáis la sexualidad por sí misma, insufladle
el amor, el pecado, la blasfemia, la belleza, el sentido de la his­
toria, revestidla de un valor afectivo, político, si es preciso reli­
gioso, satanizadla, trascendedla de una finalidad superior que
justifique su exhibición y, al mismo tiempo, ennoblezca nuestro
placer. De este modo, habréis hecho una buena obra al dar a la
representación del deseo una razón de ser que la blanquee y
purifique de su culpa primordial; culpa, la exhibición de las
carnes y la animalización de un placer desprovisto de toda espi­
ritualidad; culpa también el rechazo a ayudar, tamizando la luz
en la fealdad de estos cuerpos entremezclados; culpa (¡paradó­
jica!) la ausencia total de pecado en la banalidad de estos aco­
plamientos; culpa, en fin, la ocultación de la política en los pro­
fundos sofás de estas casas de campo de un lujo desbordante.
Del desprecio en que la Iglesia mantenía al cuerpo, la litera­
tura clásica había inducido una rigurosa separación de los géne­
ros; el universo sublime, comparable a una esfera hermética, era
un mundo del que toda realidad camal quedaba excluida. Nadie,
actualmente, se atrevería a defender o practicar esta oposición
secular entre lo alto y lo bajo, lo vulgar y lo sublime. Hace algún
tiempo ya que la mezcla de géneros ha pretendido acabar con esta
jerarquización del ser, pero era para sustituir, entre el cuerpo y
el alma, una desigualdad más sutil, la actividad carnal; en efecto,
sigue siendo degradante o, al menos, subalterna, pero en lugar de
expiar su bajeza en el infierno de la relegación, puede ser redi­
mida; lo neo-sublime no quiere omitir toda alusión corporal en
las imágenes o en las palabras, no quiere excluir la indecencia,
quiere subordinarla, convertirla en el significante material de un
significado superior, que actúa sobre sí misma como el agua lustral
sobre el pecador o sobre el bautizado. Son escasos los puritanos
suficientemente austeros como para exigir que se devuelva el
sexo a la cárcel y que se vistan los cuerpos en la pantalla; culo
sí, dicen, pero dotado de un sentido redentor; podemos verlo
todo a condición de que se respete el exceso del sentido sobre la
imagen —esta carga semántica contiene la seguridad de que el
film no despierte en nosotros la bestia. La antigua religión se
limitaba a decir: «tapad ese seno que no quiero verlo». Las múl­
tiples piedades laicas que se reparten hoy la herencia odian el
disimulo: ¡mostradme ese seno, estoy dispuesto a verlo!; pero
no tal cual o por su poder de excitación; tratadlo, estetizadlo, y
si palpita bajo mis ojos que sea de amor loco o por la revolución
futura. En suma, los cuerpos ya no son obscenos, lo es la gra-
tuitad de su ostentación. Del desvelamiento en sí, la acusación se
desplaza hacia su ausencia de significación. Para merecer el epíteto
de cerdo hay que estar dos veces desnudo: de ropas y de tras­
cendencia. ,
Los buenos, la puta, y el cliente; un film porno tendrá tanto
más éxito en cuanto sepa decepcionar a sus críticos (los buenos),
pillarlos a contrapié, pues para el cliente ese sentido profundo
con el que se querría revestir el acto sexual sería, en el fondo,
una fioritura molesta, una insoportable coartada. El único valor
que afirma el pomo y que su consumidor busca es la intensidad
sexual de sus imágenes. El único tribunal al que este cine reco­
noce competencia condenaría un film con argumentos tan indig­
nos como: no molestarse, film no excitante.
En cuanto a su salvación, la pornografía apenas se preocupa
de asegurarla, y por lo que a nosotros se refiere no nos sentimos
con el alma redentora. Pues el placer de estar excitado no es un
goce marcado con el sello de la infamia, y si antes era indignante
censurar la representación sexual, ahora parece ridículo situarla
bajo tutela; como si permitir esto tuviera que seguir siendo do­
minar, y la única alternativa a la prohibición fuera la infantiliza-
ción. No iremos, pues, a reprochar a la pornografía el carácter
envilecedor o mistificante de las emociones que provoca —bajo
pretexto de que sólo son sexuales—, no la acusaremos por la vul­
garidad de sus promesas, la culparemos simplemente de no man­
tenerlas; allí donde nos anuncia, triunfalmente, la indignación o
la postración; un desencadenamiento de indecencia y el fin de
todas las restricciones, no se nos propone en realidad más que
unos deleites triplemente restringidos: limitados a la mirada por
el hecho de la imagen, a los órganos genitales por su contenido,
y a los hombres por una sumisión exclusiva a su fantasmática.
El pomo, con gran énfasis, pretende airear todos los miste­
rios, pues, dice: nada sexual me es extraño; cosa que sus detrac­
tores le reprochan con violencia. Enemigos pero hermanos en
presunción. Un mismo postulado de exhaustividad excita a los
pornógrafos y exaspera a los puritanos.
Ahora bien, ¿qué ocurre en realidad? Por un precio al fin y
al cabo módico, el film porno ofrece a todos el derecho de ver
todo; ver y nada más. La única accesibilidad ofrecida hoy es la
accesibilidad al espectáculo; si el cliente quiere recuperar su di­
nero, está obligado a gozar de la mirada. Infima liberación que
despliega la puesta en escena de todas las perversiones para, en
el fondo, limitarse a favorecer mía de ellas, el voyeurisme.
Ver todo, aunque ver sea un triste salir del paso, no se le
puede regatear a la pornografía su preocupación por desalojar los
menores residuos de pudor, invitando al ojo a un vertiginoso
viaje al centro de la mujer; durante mucho tiempo la cámara se
había detenido en el vello del pubis como en la divulgación
última; después los muslos. se separaron y ahora podemos con­
templar la vulva, los labios y la entrada de- la vagina. ¿Qué más
se puede mostrar? Nada seguramente, y, sin embargo, este apogeo
de impudor, en la medida en que encierra la sexualidad en el
sexo, sigue siendo parcial, estrecho; esta totalidad exhaustiva en­
cubre, de hecho, el totalitarismo del placer masculino. Se ha le­
vantado la censura, ya no hay ningún acto prohibido en la pan­
talla; además del sexo de la mujer, se ven las copulaciones, las
vergas erectas y las efusiones seminales, es decir, en definitiva,
el minúsculo edén con el que puebla su miseria el onirismo viril.
Minúsculo y despótico, pues si a la salida de un film pomo no
sabemos en qué piensan las chicas, sabemos en qué les imponen
pensar los hombres, en sus pollas. Muchas mujeres en la pantalla,
pero siempre a medida, exactamente conformes a los fantasmas
masculinos. Ninguna instancia exterior a la sexualidad consagra
ya las uniones. Los sueños del cliente son transcritos tal cual, sin
recibir de otro lugar su certificado de autenticidad (moral, trans-
gresiva, estética o militante: fantasmas mayores libres de toda
férula), pero lo que afirman hoy en contra de las antiguas poten­
cias tutelares es que el goce no desborde la imagen, que lo genital
es su única residencia, y que no esté atravesado por la diferencia
de sexos.

El señ u elo de lo q u e -q u e d a -p o r -v e r

«El más fuerte de los films pomos», dice la publicidad del


Sexo que habla. ¿Verdad? ¿Mentira? Uno titubea, incrédulo y
tentado, pero si se entra es siempre con la vaga esperanza de
que cumplirán el compromiso y será más indecente que la última
vez. En este campo, la publicidad siempre funciona por el quién
da más; el próximo film ofrece el último desvelamiento, cosa que
subraya de paso la caducidad del espectáculo anterior, que todavía
ocultaba algo. La pornografía atrae a su eventual cliente con esta
única receta, poner un límite, incluso ficticio, a lo que ya ha visto
y producir el deseo irresistible de su superación, para ver lo que
se disimula detrás. No debe sorprender, por tanto, que la censura
ofrezca a la producción pornográfica su más eficaz y excitante
argumento publicitario: este cine depende demasiado de las prohi­
biciones para combatirlas; no son sus adversarios, son sus cebos.
Extraño y doloroso destino para el puritanismo ser la garantía
de lo que reprime y superar los carteles lascivos en la incitación
al desenfreno. Tal film ha sido finalmente autorizado, y en la
discreta insistencia de este adverbio se percibe la huella de re­
sistencias muy fuertes, la proximidad inquietante de un tabú;
algunas secuencias son tan atrevidas que requieren un público
muy formado; estrictamente prohibida la exhibición de fotos;
en suma, la censura por sí sola sustituye el slogan, la promesa
y la propaganda. Sobre el resto, sobre las escenas que han cho­
cado a los censores y merecido este retraso de difusión, silencio
total; sabemos que se ha producido un escándalo, pero no sa­
bemos cuál; estamos seguros de acercarnos a lo intolerable, pero
ignoramos de qué está hecho. En otras palabras, la tentación se
ejerce no tanto dando algo a ver como confiriendo al film el
prestigio de una inconveniencia invisible e inefable. Más elocuen­
te que cualquier escaparate, este laconismo pretende, pues, atraer
al transeúnte tanto por el enigma como por la transgresión. Ten­
drá ganas de ver el film cuando ver significará, indisociablemente,
descubrir un misterio y violar un tabú. A esta provocación meto-
nímica (te doy el efecto a fin de que desees conocer la causa que
ha podido producirlo; he aquí el humo, ven a arder con el fuego
que su presencia revela) se añade el embrujamiento evocador de
todos los predicados que el glosario pornográfico se niega a tra­
ducir: hot, hard-core, blue-porn, que además de su significación
literal «de actos sexuales no simulados», americanizan el film y,
al hacerlo, descubren la misma promesa de un suplemento de
contemplación. En el palmarás de lo obsceno, los Estados Unidos
han superado las audacias escandinavas; cuando un film francés
se dice «hard» o una sala exhibe una importación «blue», es más
que una definición, es una marca de garantía, toda una perorata
de pregonero contenida en el aroma de una connotación: «¡En­
tren, entren, señoras y caballeros! ¡Verán lo que nunca han visto,
Eldorado en una butaca! ¡La vanguardia de la obscenidad, el Pa­
raíso de lo obsceno sólo por diez francos!»
¿Y por qué toda esta agitación competitiva, esta desviación
de la censura con fines publicitarios, si no es para transformar la
falta de gozo inherente al espectáculo en un falta-por-ver coyun-
tural y pasajero? Mientras que el propio film impone al especta­
dor la disciplina de sus pulsiones confinándolas a la relación vi­
sual, el triunfalismo de que se rodea habla incesantemente el len­
guaje de la intensificación:. emociones nuevas, viajes fabulosos,
fantasmas no sólo traducidos sino distanciados por el atrevimiento
de las imágenes. La disminución de la sexualidad por el espec­
táculo es sustituida por la ampliación ininterrumpida de los espec­
táculos; ver ya no es un sucedáneo de hacer, es un movimiento
positivo y victorioso de conquista. Para tentar al consumidor, el
nuevo film se ve siempre obligado a prometer que irá más lejos;
que abrirá a la avidez cinemascópica unos territorios a los que
nadie había osado acceder, que situará el objetivo de la cámara
sobre unos comportamientos o unas posiciones todavía inéditos
en la imagen. Habéis saboreado como violación de los últimos
tabúes la larga secuencia masturbatoria de Claudine Beccarie en
Exhibirían; pero ¿habéis visto ese film (Prostitution dandestitte) en
el que Sylvia Bourdon inunda de una meada el rostro extasiado
de su esclavo?
Sólo la ciega obediencia a este imperativo de prospección pue­
de mantener la ficción de que el límite no es la pantalla sino el
contenido de la imagen, y de que no existe, en consecuencia,
nada infranqueable para la pornografía. La insuficiencia del es­
pectáculo no procedería de su naturaleza, sino de no ser sufi­
cientemente espectacular; si salgo un poco triste de ese hard-core,
tan famoso sin embargo, sé perfectamente que es a causa del
divorcio insuperable entre la sexualidad activa y la contempla­
ción de la sexualidad, pero, pese a todo, existe una parte de mí
irreductible a mi propia desilusión y que piensa que he estado
a punto de alcanzar el goce, ese punto precisamente del que se
sigue privando a mi mitada. Así, pues, este deslizamiento de la
percepción frustrante a la percepción frustrada define la ilusión
pornográfica; existirá un film, finalmente, en el que el gozar y
mirar, ahora irreconciliables, se unirán en la apoteosis de un or­
gasmo panóptico; verlo todo y vacilar bajo el efecto de este paro­
xismo.

Los ÓRGANOS SIN CUERPO

El cine pornográfico ha nacido de un movimiento de cámara;


para exhibir lo que evocaba el erotismo, para sustituir el reino
de la alusión por la crudeza de una imaginería directa, ha bastado,
en efecto, que la insistencia del primer plano rechace los artificios
metonímicos del cine tradicional. El objetivo nos acerca ahora
uns órganos en lugar de desviarnos de ellos y contemplar prolon­
gadamente (por orden de audacia creciente) el mar tranquilo y
el cielo rojizo tras el ojo de buey del camarote, un cigarrillo aban­
donado que humea en el cenicero, o la mano contraída que se
abre y relaja bajo el choque del orgasmo invisible. Para repre­
sentar el acto sexual, el discurso pornográfico se obstina en no
hacerlo imagen; ahí donde se disponía de unos indicios que per­
mitían al espectador comprender e imaginar la escena eludida,
se mantiene en la pura indicación. No hay nada que descifrar,
ninguna elipsis que rellenar, el cliente es rey, es decir, pasivo. Se
deja hacer por el film como el usuario del prostíbulo por la
prostituta.
Puesto que cualquier distancia pudiera atraer la imaginación
del público y sacarlo, por tanto, de su dulce inercia, se trata de
filmar lo más cerca posible (por orden de perversión creciente) la
penetración vaginal, el cunnílingus, la fellatio y la sodomización.
Este combate pornográfico por la literalidad tiene de saludable
que aniquila bajo el peso del ridículo la pudibundez apacible de la
vieja retórica sexual. Ahora tenemos el derecho de ver lo que
antes había precisado tanta habilidad sustitutiva para ser disi-
inulado. Parece ser que esta reciente conquista ha escandalizado,
¡pro la fuerza de una insolencia depende totalmente del principio
lUe quiere combatir; la transgresión de una ley débil no es menos
$ébil y nada más ridículo, en el fondo, que la osadía que ha
levantado la arcaica prohibición de ver con que estaba castigado
el sexo. No se puede reprochar a la pornografía el ser chocante,
«no que sólo sea eso, pues, en todo el resto, ¡qué conservadu­
rismo! No hay que confundir sus audacias visuales con una rup­
tura con la tradición; el erotismo era un discurso alusivo y velado
que representaba los órganos genitales con la ayuda de equiva­
lentes corporales; la pornografía es el rechazo deliberado de todo
Equivalente; pero, más allá de la oposición, nos hallamos ante el
$¿smo genitocentrismo furioso que se perpetúa a través de los
lenguajes. Al margen de los sexos nada de goce, pues son la
capital del cuerpo, dice la sabiduría de las pasiones que inspira
fiiánto la poesía erótica como el brutal prosaísmo porno. La pri-
JRera convierte el cuerpo desnudo sobre el que se demora en el
$|dmo ropaje con que se viste la auténtica desnudez; ningún deli-
ffc en sus elogios, ningún fetichismo en sus divisiones —salvo
% preocupación constante de poner el cuerpo en signos, de suje-
§|f lo visible a lo invisible, y de descubrir únicamente en la epi-
¿lermis las citas de lo genital. Con el porno, en cambio, el Sexo
GÉulto se muestra en el esplendor de su gloria y la verdad de su
fiirabajo. El tributo a lo genital no sigue siendo menos devoto; lo
$ue perece es la antigua liturgia, el culto exhibe ahora sus ídolos
|,i:derriba el carcomido dogma que exigía su disimulo. La afirma­
ción enfática sucede a la ausencia obsesiva. Los cuerpos estaban
como obsesionados por su sexo; he aquí que ahora se resuelven
ft»:,¿1.
Erotismo y pornografía, por tanto, quieren decir lo mismo;
ocurre que no lo dicen de igual modo y que a ambos estilos
corresponden dos imágenes de la soberanía genital y, pudiera
¡fecirse, dos regímenes diferentes de sexualidad. No es por azar,
¡Jaro está, que el cine tradicional sugiera el orgasmo con un
Prolongado y lánguido beso o una caricia sensual. Esta sustitución
3$culada sólo es evidente al público porque se apoya en la sexua-
Idad mayoritaria. El lenguaje del film extrae su verosimilitud de
los hábitos y de las obligaciones que ordenan la existencia erótica
de sus clientes. El mismo poder de lo genital se ejerce en la espec-
taculamación del cuerpo, en la preferencia que moviliza el deseo
hada tal o cual de sus partes, y en el itinerario canónico de la
voluptuosidad. Al tratamiento semiológico del cuerpo por la
imagen responde, en la vida, un erotismo disciplinario. En el
espectáculo, el beso puede acceder a la dignidad de equivalente
orgástico porque en el dormitorio posee la función de mimar el
acoplamiento. La caricia es estatutariamente un preámbulo; esto
es lo que la hace significante. En cuanto a los lugares del cuerpo,
a sus superficies, a sus volúmenes, a sus fragmentos, no tienen
una existencia realmente autónoma, ningún derecho a la deriva;
la normalidad pulsional, en efecto, inviste únicamente su aptitud
para evocar los sexos, según los dos grandes ejes de la metonimia
(el muslo entrevisto en la escalera, o, visible a veces en la playa,
el nacimiento de los pelos pubianos) y de la metáfora (amplísima
utilización de enormes bocas). En suma, sólo hay una significa­
ción de la sexualidad porque ésta obedece a un orden imperioso;
el cuerpo retórico es un cuerpo centralizado y la misma máquina
del deseo produce el espectáculo erótico y el abrazo disciplinado.
Por consiguiente, si la pornografía invade la pantalla de sexos
penetrantes, penetrados, eyaculadores, lamidos, abiertos, o erectos,
es para acelerar la máquina, para mostrar directamente en lugar
de dar un rodeo mediante la retórica; para liberar el deseo de sus
preliminares y de sus derivativos.
De este modo, la organización jerárquica del cuerpo culmina
y se abóle en el fantasma pornográfico; sus protagonistas no están
únicamente liberados de los prejuicios que bajo el nombre de
aberración o de anomalía prohíben una multitud de comporta­
mientos sexuales, están sobre todo aliviados de los signos. Lo que
los transporta no es la embriaguez transgresiva, es el deseo de
inmediatez; las leyes no son suficientemente soberanas, la dife­
rencia entre lo aceptable y lo reprensible ya no es bastante
abrupta para que la osadía siga procurando una ebriedad muy
intensa. Así, pues, no se trata tanto de violar las normas que con­
trarían el ejercicio libidinal sino de acabar (en el doble sentido
de suprimir y de llevar hasta su término) la disciplina que lo re­
glamenta; ¿es la fellatio perversa? Esta cuestión interesaba a los
libertinos, no a los pornógrafos que se limitan a gozar de poder
facerse chupar sin preparativos. Lo que retrasaba el momento
genital podía muy bien ser un principio de delicadeza (esperar al
Otro, no ir más aprisa que su disponibilidad) y un cálculo de
pacer (esperar a que el deseo sea intolerable para sucumbir a él,
soportar la impaciencia para intensificar el orgasmo). La porno­
grafía abóle este principio y rechaza este cálculo; realiza así el
«ueño secreto del erotismo disciplinario, dejar de hacer del placer
Jb retribución de la espera, acceder con facilidad e instantánea-
tóente a los sexos, estar desde la entrada en el juego hasta el fin
del viaje en el centro del cuerpo, construir allí, desde el punto
vista de la arquitectura amorosa, un único santuario y preci­
pitarse en él. Por qué contentarnos con disciplinar, subordinar,
jtfducir, vayamos hasta el fin de nuestro deseo, ¡aniquilemos lo
ijjjue no sea sexo! De una investidura semiótica del cuerpo (labios,
jodias, nucas, caderas, etc., os amo en cuanto signos, a través
|§e vosotras, partes subalternas, me acerco al lugar del goce o bien
|$canzo su presentimiento, me excito con vuestro parecido) se
pega indefectiblemente a una desinvestidura absoluta, el erotismo
Jjfrantizaba el reino de lo genital; la pornografía despliega la
utopía extraña y lúgubre de un reino sin súbditos. Una sexualidad
Upe domina el cuerpo sólo puede producir el fantasma de una
||bi>lición del cuerpo. El erotismo disciplinario desemboca en la
pornografía pangenital en la que el cuerpo orgánico está suplan-
lado por los órganos sin cuerpo.

E l a n t i -r e l a t o

«Demasiado apresurados vendiendo nalgas para tomarse el


tiempo de construir un argumento.» Es frecuente la acusación a
|os films pornos de desenvoltura; gracias a una dejadez culpable
¡Mi la que no se sabe si domina la torpeza creativa o el cínico
desprecio hacia el público, el cine porno retrocedería al infra-
relato —contentándose perezosamente en yuxtaponer unos cua­
dros libertinos sin ni siquiera preocuparse de establecer entre
ellos unas relaciones verosímiles. Todo ocurre, pues, como si en
el examen de narración el porno obtuviera un cero acompañado
de un comentario vengativo: «¡Nulo! No ha hecho el trabajo
exigido.»
¿Y si fuera dicha exigencia la que estuviera fuera de pro­
grama? ¿Si precisamente el tema del pomo fuera: «el sexo al ins­
tante» —y el rechazo de toda concesión, incluso minúscula, a la
plausibilidad? La pornografía se burla de la verosimilitud, porque
someterse a ella equivaldría a burlarse de su cliente. Este viene a
ver, y su voyeurismo prefiere consumir sin demora unos actos
sexuales inmediatos. Inútil, aprendices pornógrafos, interponer
una verosimilitud entre el deseo y el objeto; es facultativa, y un
exceso de elaboración pudiera incluso hacerla molesta, pues la
espera inicialmente tranquila del espectador se cargaría pronto
de irritación y de agresividad. En respuesta a vuestros esfuerzos
por construir una historia y transportar la lujuria, el ingrato se
sentiría estafado y exclamaría sin indulgencia y clamorosamente:
«¡Que salga el culo... que salga el culo...!».
Pefo esta desenvoltura narrativa de la pornografía quizá tenga
una razón más profunda y que reside en la voluntad de preservar
a sus héroes de los azares de lo novelesco. Para que los protago­
nistas vivan una historia, es preciso que hayan sido expulsados
del paraíso en el que todo está dado, en el que el deseo no conoce
aventura, porque el chorro de una abundancia universal le evita
los desaires y las competencias de la cotidianeidad. El relato pro­
mete la realización al final de la espera; es una reticencia en apor­
tar a los llamamientos del deseo unas respuestas inmediatas. La
relación de la pornografía con la historia no es, pues, de indife­
rencia sino de hostilidad; la narración no es la regla discursiva
a la que, por apresuramiento o por pereza, dejaría de doblegarse,
sino la obligación última de que quiere liberar las pulsiones; la
pornografía es la ficción de un deseo descargado del fardo del
relato. ¿Qué podría contar? Sus personajes no tienen historia
sino que viven, por el contrario, una voluptuosidad sin drama;
todo les resulta fácil, jamás merecen su placer y no existe jus­
ticia inmanente que les obligue a expiarlo. Entre el comienzo y
el final del film, el saber-hacer no consiste en suspender la satis­
facción o la conquista, en una palabra, en tejer una trama, sino
en desarrollar una sucesión de excesos siempre excitantes y a
veces inesperados, que en lugar de contemplarse como una his­
toria (con un interés apasionádo por el desenlace) se hojean como
un catálogo (con una curiosidad igualmente investida en cada
imagen). AI desplegar el espectáculo fabuloso de un universo en
el que ya no se necesita seducir para obtener, en el que la con­
cupiscencia jamás corre el riesgo de ser reprimida ni rechazada,
en el que el momento del deseo se confunde con el de la satisfac­
ción, ignorando con soberbia la figura del Contrincante (bajo
todas sus formas catalogadas: el obstáculo de las familias, el
orden social, los bloqueos personales, el riesgo último de que el
destinatario diga no), la pornografía tiende a la abolición del des­
potismo narrativo sobre las relaciones sexuales. En lugar de narrar
el sexo, este género algo granuja segrega sus propias reglas y res­
ponde a una expectativa específica, la de un estado desnarrativi-
zado de la libido.
El público del pomo no acude únicamente para dar gusto a la
vista (bonita expresión del ideal espectacular; que el órgano de
la visión esté dotado de los atributos del goce, que moje o que
eyacule de acuerdo con la imagen de la voluptuosidad), quiere
también evadirse; al deseo de consumir unas secuencias obs­
cenas, suma otro anhelo, cambiar de mundo, vivir mientras dura
el film, la ilusión de que la abundancia sexual ha sustituido la
escasez, que lo inmediato se convierte en la regla y que el reino
de la facilidad ha sucedido definitivamente al de la soledad.
«Para conseguir que se desnuden, me veo obligado a invi­
tarlas al café, al restaurante, al cine, a hablar con ellas horas y
horas y, finalmente, tengo algunas posibilidades de obtener que
se desnuden ante mí. En el cine porno obtengo la ilusión de que
todos estos obstáculos que la mujer sitúa entre ella y yo no
existen. En la pantalla a las mujeres les gusta hacer el amor, se
desnudan sin problemas...».2
2. Quien habla así es un asiduo del pomo, entrevistado por Guy
Sitbon, Le Nouvel Observateur, 18 de agosto de 1975.
Doble investidura de la imagen pornográfica, no solamente
desvela sino que despista; se dirige en su totalidad al voyeurisme
y al onirismo de sus clientes, proponiéndoles, además de la cru­
deza de un espectáculo sin engaños, la quimera de un mundo
pacificado de las obligaciones que rarifican la vida sexual y la
hacen aleatoria.

M is e r a b l e m il a g r o

Fantasma de la instantaneidad, que todo alcance, inmediata­


mente, la cumbre del goce. Que la relación sexual no esté situada
al término de una maduración, de una espera, de un trabajo, de
una estrategia. Que sea un regalo, no un salario. Que entre el
deseo y su realización no exista suficiente intervalo para que se
deslice la posibilidad de una historia. Que de todos los momentos
de una relación erótica solamente uno sea destacado; el momen­
to del éxtasis, y que este apogeo, despreciando las reglas elemen­
tales de la verosimilitud, del pudor, de la cortesía y de la narra­
ción, sea vivido desde el primer momento. Que se comience por
el final para que ya no exista ni principio ni final sino la repeti­
ción indefinida de la delectación genital. Gustar es azaroso y aca­
riciar fatiga, por consiguiente, los héroes pornográficos están mi­
lagrosamente liberados del ligue y de los preludios amorosos; ape­
nas codiciadas, las mujeres aparecen desnudas y disponibles; no
es necesario hacer las presentaciones, decir buenos días, ninguna
entrada en materia antes de penetrarlas, lamer su coño o hacerse
chupar.
Peto el catálogo de la genitalidad es pobre. En la medida en
que se niega a renovar la lujuria y en que quiere ponerla al abrigo
de las tensiones, la pornografía está condenada a repetir macha­
conamente las mismas figuras. Cinco o seis posturas, dos o tres
perversiones; he ahí las riquezas de que dispone y con las que
nos sacia. Nos aproximamos al paraíso, ese lugar ingrávido en
que se actualizan las ficciones que nos obsesionan, y lo que destila
esta Jauja del sexo es más el tedio que la voluptuosidad. Al cabo
de dos horas de tal machacamiento espectacular, salimos satura­
dos de imágenes e irresistiblemente impelidos a englobar en nues­
tro disgusto las prácticas sexuales a las que remiten esas imágenes.
La mezcla de cansancio y de. acritud provocada por estos signi­
ficantes sin sorpresa no perdona a sus significados. «¡Otra chu­
pada, qué rollo! ¡Qué tostón estas pajas! Siempre igual.» Deseada
a título de excepción, consumida a título de sustitución, soñada
a título de promesa de un paraíso libidinal, la fellatio, perversión
canónica, es muy rápidamente execrada a título de estereotipo.
Al verla reaparecer incesantemente, su misterio se airea, su papel
fantasmático se anula y su alcance mesiánico no resiste el descré­
dito de su repetición. Es decir, que si el film pornográfico carece
de historia, el espectador, por su parte, vive una que es el tra­
yecto de una depresión a un disgusto. El cliente que entra como
Querubín desdichado, enloquecido de signos, deseoso de colmar
con unas imágenes la terrible desproporción de su poder y de sus
pulsiones, sale cacoquímico, los sentidos embotados, en estado
de inapetencia, está harto y un poco cansado como un libertino
al que una riquísima carrera amorosa ha hecho difícil, apático y
casi inexcitable. Así, pues, todo sucede como si el film le hubiera
dado a conocer cada momento de la relación sexual, salvo precisa­
mente el de la voluptuosidad. La pornografía consigue una hazaña
que en el fondo es muy edificante, la de hastiarnos de los compor­
tamientos con que nos frustra. Vivimos la superposición de los
contrarios, actualizamos a la vez la carestía (puesto que vemos
sin movernos) y la saciedad (puesto que sin que nos haya sido
concedido gustarlas, estas posiciones y estas anomalías nos fati­
gan con su insoportable monotonía). Más allá de todo juicio de
valor, la dosificación específica de esas dos sensaciones nos per­
mite diferenciar los espectadores, operar como una primera tipo­
logía de las utilizaciones que ofrece el porno. Dime que ves y te
diré qué pornógrafo eres. Si llegas a descubrir la obscenidad bajo
el estereotipo, es que la carestía se empeña en seguir más fuerte
que la saciedad, y puedes decir: «¡más!». La pornografía cumple
su contrato provocando tu deseo y sosegando tus fantasmas; su­
fres de quedarte en la banda, de vivir las camas redondas sólo
por delegación, pero gozas ál mismo tiempo de no hacer el cine
que consumes, de excitarte sin fatiga, de canjear el trabajo de la
imaginación por el sibaritismo del espectáculo.
Si, por el contrario, la repetición tiene por efecto aplastar la
representación, si en lugar de saborear la imagen sólo eres sen­
sible a la cantinela, la saciedad domina sobre la carestía, y en­
tonces pides una tregua, sumándose una ligera náusea a tu sole­
dad y a tu frustración. Cuando las luces se encienden estás de­
cepcionado y sarcástico, te enfadas con el film por haberte enga­
ñado. Pero resulta una débil acusación, pues precisamente al de­
cepcionarte ha cumplido su contrato; lo que has ido a buscar allí,
siempre sin saberlo, es la posibilidad de desembarazarte de un
deseo que no te era cómodo satisfacer; querías que te dejara
desilusionado antes que insatisfecho, esperabas que sofocara tus
apetitos en lugar de mantenerlos. En suma, hay dos maneras de
sacar de casa los fantasmas, sustituirlos por el espectáculo, o
adormecerlos por el estereotipo; la pornografía, en este caso, se
absorbe como un somnífero, una poción mágica capaz de equili­
brar la voluntad y la fuerza, que no amplía nuestras facultades
sino que entibia nuestros deseos.

Im po ner la m u je r

La pornografía no es partidaria del realismo. Antes que apro


ximarse al mundo real —copiándolo, desvelándolo o reproducién­
dolo— , propone a su cliente un vuelo para transportarlo a ese
universo quimérico y afortunado donde el sexo llega inmediata­
mente. Es cierto que el paraíso es triste, y la euforia de la estan­
cia no compensa frente al tedio de la repetición. No importa, el
irrealismo lejos de ser un escollo o una culpa estética aparece
como una condición de ejercicio del cine pomo. Pero, por otra
parte, lo que caracteriza el hard-core no es tanto la osadía de las
imágenes como la actitud de los actores. Actúan antes y después
de la escena obscena. Mientras ésta, hacen. Se ha acabado la
comedia; entonces no estamos en el realismo que supone una imi­
tación ni en la utopía que implica una desviación, vemos lo real.
La esperma brota en chorros auténticos, la rigidez de los penes
erectos no es de pacotilla, la penetración se ha efectuado bajo
nuestros ojos, no hay la menor duda de que estamos presencian­
do unas gestas efectivas. La pornografía acumula la ilusión y el
reportaje; este cuento para adultos es también un documental
sobre la sexualidad. Y es ahí, en esta evidencia de verdad libí-
dinal, que la pornografía revela su faz más odiosa y menos denun­
ciada; las escenas atrevidas no se limitan a transcribir los fantas­
mas masculinos; con su aire de constatación, los objetivan; de
este modo, el cine de los hombres ocupa lo real, al igual que un
ejército triunfante el territorio enemigo. En el mismo momento
en que los trucajes y las falsificaciones dejan lugar al pedazo de
vida, lo femenino es expulsado del mundo.
Nos hallamos en una oficina muy moderna; una mujer sobria­
mente arreglada, con gafas, pide a uno de sus colaboradores que
le presente un programa de marketing que estaba encargado de
preparar. Muy profesional, gira su sillón hacia la persona que ha
convocado y se concentra en el documento que le presenta. De
pronto, un deseo incongruente pulveriza el orden de ese universo
funcional. Como magnetizada, la mujer desabotona febrilmente
la bragueta del atónito ejecutivo, extrae, sin decir palabra, un sexo
avergonzado y que no acaba de hacerse a la idea de ser tan
deseable, y comienza a satisfacer inmediatamente el deseo irre­
frenable de tener en la boca ese pene desconocido.
A esta escena de Sexe qui parle añadamos el gran arquetipo
del cine pomo, su secuencia fetiche, verdadero ojo derecho del
voyeurisme contemporáneo, el amor lésbico. Paradójicamente,
cuando el hombre parece licenciado por la voluptuosidad femenina
su dominación se hace más opresiva; se retira del juego, pues,
ya no es el donador universal de goce, pero cede en esta prerro­
gativa a fin de ver que las mujeres gozan como él y para él.
De este modo, su ausencia es tiránica puesto que las domina
dos veces, por la equivalencia y por la puesta en escena. El por­
nógrafo sólo ama las sáficas especulares y dóciles. Vaciadas de toda
sustancia, se convierten para su mayor alegría en hombres con
vagina y robots programados; inmediatamente desnudas, adoptan
indefectiblemente unas poses lascivas, se agarran mutuamente el
pubis, y conceden al espectador la amabilidad de separar las nal­
gas cuando se besan en la boca. Aunque parecen estremecerse de
placer, siempre será según las prescripciones tácitas pero minu­
ciosas de la mirada viril. Pues el voyeur carece de curiosidad,
no hay nada que odie tanto como ser sorprendido. Lo que desea
son unas criaturas sumisas y flexibles que obedezcan a sus volun­
tades haciéndole creer que se trata de su propio deseo.
¿Qué deducir de estas imágenes? ¿Qué muestran la escena
del Sexe qui parle y la manipulación pornográfica de la homo­
sexualidad femenina? Unos cuerpos de mujeres complacientes al
fantasma que las dirige, conformes en su manera de vivir el amor
a los ritmos y a las opciones de la sexualidad masculina, capaces
finalmente de superar el deseo del hombre, de ansiarlo antes in­
cluso de que él haya pensado en ponerse a buscarlo. Ahora bien,
esta complacencia, esta conformidad, y esta conversión de la caza
en cazador reciben de la pornografía un sello de realidad. En
lugar de aparecer como un sueño imposible (maravilloso o terro­
rífico) de homogeneidad pulsional, aparecen como el desarrollo
verídico del deseo. Este es el sentido último de la no-simulación:
no sólo mostrar todo para excitar al espectador, sino producir
lo rea] para que el totalitarismo masculino acceda a la norma.
«Lo que me gusta en las chicas de los films porno es que
son como hombres, siempre tienen ganas de hacer el amor.»1
Y esta semejanza adquiere toda la fuerza de una verificación
Al no ser interpretada, la quimera se convierte en un criterio al
cual las mujeres son invitadas a medir sus propias proezas eróti­
cas; que se reconozcan en ellas, y ellas son reconocidas; si no se
identifican existen indicios de una disfunción pulsional. El docu­
mental pornográfico desmiente, en la práctica, que la sexualidad
femenina sea necesariamente diferente. Allí donde existe, esta
diferencia sólo puede ser una anomalía residual a punto de ser
absorbida por la sociedad permisiva. El hard-core inventa una nue­

3. Entrevista de Guy Sitbon, artículo citado.


va patología, la lentitud. Si las' mujeres viven un deseo sin es­
pera, si pierden el tiempo por gusto de la ceremonia amorosa, si
quieren hacer de cada instante de la unión una aventura, en lugar
de someter su placer a un guión inmutable, si viven con la misma
intensidad que la gran apoteosis wagneriana del orgasmo, una
carcajada inesperada o un rocé de cuerpos, en fin, si existen mu­
jeres que se resisten a dejarse dictar por el cine masculino, esta­
mos seguros de que esta incomplacencia es el síntoma de su re­
traso liHdinal.
DobJe subterfugio de la pornografía naturalizar la masculini-
zación de la mujer, convertir el resentimiento (impotencia y ren­
cor) que engendra su autonomía erótica en exigencia de liberación.
Dictar a la mujer, y conceder a este dictado el poder de una
norma y el valor de una emancipación.
Una vez liberadas de toda traba, una vez desembarazadas del
sistema de prohibiciones que intimida su deseo, las mujeres, al
fin devueltas a sí mismas, podrán elegir sus objetos sexuales sin
astucia, sin titubeo, sin demora. Entre el deseo y su satisfacción
hay un espacio dilatorio porque existe represión; alzad la repre­
sión y desaparecerán las razones de aplazamiento. Entonces el
mundo pornográfico y el mundo cotidiano habrán anulado su anta­
gonismo, el sueño se convertirá en realidad. La pornografía es un
cuento futurista, una Sex-Ficción que comienza con estas palabras:
llegará un momento en que las mujeres, con un impulso irresis­
tible y que no deberá nada a la complacencia, se lanzarán sobre
nuestras pollas.
En otras palabras, la diferencia es reabsorbida en desigualdad;
la alienación de las mujeres procede de la falta de masculinidad
de su deseo, pero cuando se permitan obedecer a los impulsos
de su instinto y ya nada retenga la expresión de su avidez de
rapiña, entonces saldrán de la edad media libidinal en que les
mantiene encerradas la moral burguesa. Disparidad, pues, pero
cronológica; los hombres y las mujeres no tienen una libido con­
temporánea, y de ahí procede la miseria sexual. La pornografía
anticipa y prospecta el momento en que pertenecerán a la misma
temporalidad. Más aún: promete el advenimiento de una Super-
mujer o, más exactamente, de un Superhombre femenino que, no
contento con desear al unísono, tributa a su liberador el hornea
naje de superarle.
Desde Sade, el padre fundador, la pornografía se complace en
dar la palabra a las mujeres. Son ellas quienes conducen el juego.
Para que se conviertan en insaciables habrá bastado, en efecto,
que pisoteen los prejuicios de una sociedad retrógrada. Ahora
bien, ¿qué es la insaciabilidad si no la proyección de la sexualidad
femenina en un espacio cuyas coordenadas son poseídas por los
hombres? Como si la consciencia libertina hubiera presentido las
virtualidades infinitas de lo femenino, pero sólo hubiera sabido
traducir este privilegio en superioridad cuantitativa. La vagina,
un falo perfeccionado. De este modo las mujeres suficientemente
emancipadas para hacerlo funcionar a pleno régimen, pueden
reírse de sus parejas masculinos, impresionables como colegiales,
fuera de combate a partir del primer orgasmo, que revientan como
caballos y piden tregua cuando ellas todavía están en las primicias
del goce. Ironía pornográfica, la virilidad es una impostura; la
fuerza sexual se sustenta realmente del lado de las mujeres. Pues
el auténtico falo no es el frágil pene que sólo se alza orgullosa-
mente si se siente en confianza, que hay que acariciar solícita­
mente para que permita la expulsión de su pequeño tesoro blan­
quecino, el auténtico falo, infatigable y siempre dispuesto, es el
sexo de la mujer.
En suma, la mirada pornográfica valora el goce en términos
de fuerza y el infinito en términos de rendimiento; en este terreno
el hombre es derrotado, experimenta el delicioso estremecimiento
de su destitución. La escena porno es una transferencia de pode­
res; la mujer sucede al hombre, pero en el mismo lugar y encar­
gada de encarnar los mismos valores. Lo femenino depone lo
masculino, pero en nombre del falo.
¿Cómo puede leer a Sade una mujer de hoy? Muriéndose de
risa. Las heroínas citadas a modo de ejemplo, y cuyas intermina­
bles parrafadas le empujan a abandonarse sin remordimientos a
su inclinación a la lujuria, estas criaturas infernales, desenfrena­
das y perversas, no encuentran nada mejor que hacer, una vez
llegar al apogeo de su deseo, que correrse. Una Juliette transpor­
tada por la libertad sexual, o una Eugenie en manos de unos
maestros inmorales, concluyen sus orgasmos masculinos en el
estertor de placer que provoca la emisión seminal.
«Sólo en el siglo xxx se establecerá que la mujer no segrega
esperma.» 4
Y la rectificación de este monumental y duradero error fisi
lógico apenas turbará la hegemonía masculina sobre la sexualidad.
Ya no es semen, pero Emmanuelle y Miss Jones siguen descar­
gando con una constancia incansable. Sade no ha muerto. Todo
ocurre como si, inconsolables de la eyaculación, los pornógrafos
se vengaran, unlversalizándolo, del destino que condena al hom­
bre a desahogarse de su deseo. La única certidumbre que puede
atenuar el escándalo de la muerte es que no tiene excepciones. De
igual modo para permitir la «pequeña muerte» del orgasmo, ha­
brá sido necesario que el cuerpo masculino lo integre al conjunto
de las fatalidades que constituyen la tragedia de la condición hu­
mana. La dignidad ontológica de la pérdida (o goce desdichado)
tal vez no sea más que una astucia defensiva y un efecto de
resentimiento; escapar al antagonismo deprimente del goce y de la
descarga, convirtiéndolo en el desastre obligatorio de toda forma
de voluptuosidad.
¿A quién, a partir de este momento, conceder la palma del
mejor censor, a los puritanos que reprimen los placeres del cuerpo
o a los hedonistas que únicamente liberan el cuerpo masculino?
¿Dónde está el prejuicio, en la maldición proferida contra el sexo
o en la imagen que la sexualidad maldita ofrece de la vida libi-
dinal? Lo que equivale, en el fondo, a preguntar a la mujer qué
sujeción corporal prefiere, el estrangulamiento por la virtud o la
normalización por el vicio. Así pues, la pornografía es profunda­
mente igualitaria; no dice: sólo los hombres tienen falo, es Su
privilegio, la marca de su superioridad, y, por consiguiente, la
motivación visible y constitucional del dominio que la sociedad
les confiere. No pretende explicar la jerarquía social de los sexos
por la diferencia anatómica. Dice, muy al contrario: no hay dife­
rencia, todo goce es fálico; nuestras pequeñas máquinas, pese sus
diferencias, funcionan a partir del mismo modelo y con el mismo

4. Citado en Jos Van Ussel, op. cií.


carburante. No hay que fiarse de la disparidad de las arquitectu­
ras, la gruta y el obelisco, la caverna y la columna, el sable y el
cofre, el paraguas y la botella, la serpiente y el caracol, el mar­
tillo y la capilla, la caja y el portaplumas, el jarrón y el grifo, el
bolsillo y el sombrero, el cigarro y el cenicero, el garaje y el
autobús, la vela y la concha no tienen decididamente la misma
forma y no proceden del mismo registro simbólico, pero la res­
puesta a la pregunta: «¿cómo funciona?» es idéntica: se corre y
produce orgasmos.
Antes de que las mujeres no formulen por sí mismas la espe­
cificidad de su goce, dos discursos tutelares podían seguir preten­
diendo la posesión de la verdad, Freud y Sade. Exaltante alter­
nativa que nunca ofrece otra cosa que la elección entre dos sis­
temas masculinos del deseo. El primero convierte a la mujer en
una carencia insaciable (este «agujero ribeteado de deseo de su
pene» del que habla Héléne Cixous);5 el segundo mantiene la
insaciabilidad, pero no ve ningún defecto; proclama, en efecto, la
analogía de los sexos. Cuando se supera el estadio de la mirada
en el que el nada a ver equivale a no tener nada, se comprueba,
emocionado, que el sexo de la mujer es una pequeña y maravi­
llosa maquinaria fálica, superior por su robustez y sus capacidades
de recarga a la fragilidad peniana.
Ser o no ser: he ahí el doble atolladero en el que la condes­
cendencia del analista y el proselitismo del libertino mantienen la
sexualidad femenina. Y de ambas fuentes se alimenta simultánea­
mente la imaginación pornográfica, por una parte el homenaje al
sexo viril que constituye el rito de la fellatio, por otra, la fas­
cinación que ejerce sobre el hombre la imagen de un goce feme­
nino rápido, excesivo, imposible de contentar.

5. La Jeune Née, op. cit


Actualmente los espectáculos inmorales ya no están prohi­
bidos, están marcados; la política del «ixage» 6 mata dos pájaros
de un tiro, permite al gobierno percibir un impuesto sobre los
films que reprueba y controlar su difusión. La sociedad liberal
avanzada es el matrimonio discreto del Proxeneta y el Puritano.
Se prohíbe menos y se tolera más; pero es que el orden moral se
siente compensado ahora en circunscribir el vicio y rentabilizarlo.
No hay contradicción entre censura y permisividad; la permisivi­
dad es la forma moderna de censura que autoriza las desviaciones
a condición de que se resignen a su estatuto. Es deplorable con­
sumir films pomos —hacerlo en salas especializadas es un poco
sentir esta reprobación—; es vergonzoso halagar el voyettrisme del
espectador rodando este tipo de cosas —esta infamia se paga en
moneda contante y sonante— . El recurso al «ixage» recuerda que
la tolerancia es cara y que hay salas para eso.
Pero esta represión new-look no puede funcionar como una
fianza subversiva, sometida al despotismo del Estado puritano y
a la imposición del Estado proxeneta; la pornografía es la esce­
nificación de otra forma de poder, la que el cuerpo masculino
sueña con ejercer sobre la feminidad mediante la esclavitud de
lo real a sus fantasmas y la negativa a la pluralidad de los cuerpos.
Desde este punto de vista, no es pornógrafo únicamente el
cliente aáduo del Ciné-Halles o del Midi-Minuit. Muchos creerían
actuar en contra de su dignidad acudiendo a ver un film hard-
core («es bueno para los frustrados» —dicho de otra manera:
«prescindo de estos espectáculos para disculpar mi sexualidad de
una tara inconfesable, las ganas»— y en cambio practican en su
vida una relación pornográfica con el Otro. No es que sean ver­
dugos, e Histoire d’O ha cristalizado muchas indignaciones legí­
timas sobre una forma accesoria y anacrónica de dominación viril.
Pero esta nostalgia ridicula de un consentimiento de la mujer a

6. «Ixage»: un film clasificado «x» está sometido a un fuerte im­


posición y sólo puede ser distribuido en cines especializados.
la esclavitud invoca una forma totalmente marginal de violencia.
El dominio contemporáneo no procede tanto por esclavitud o por
represión como por equivalencia. El discurso masculino ya no
dice a la mujer: «¡Obedece!», sino que le murmura dulcemente:
«Conócete a ti misma, obedece, sí, pero sólo al imperio de tus
instintos; y como éstos están soterrados por prejuicios milena­
rios, deja que te sirva de guía. Lejos de mí la abyecta idea de
darte órdenes. Lo que yo quiero es revelarte, y si te pido que
cedas a mi deseo, es porque en el fondo es el tuyo, si te llevo a
imitar mi goce, es porque en él te espera tu propia libertad».
No se trata tanto de dominar el deseo femenino con la maldad
de un déspota o los refinamientos de un perverso, como de parirlo
con la paciente generosidad de un pedagogo. El burdo egoísmo
del propietario que se desahoga es sustituido por la solicitud mu­
cho más vigilante de un sujeto que, a la voluntad clásica de ser
amado por sí mismo, añade el deseo de ser deseado por su sexo.
Lo que implica escuchar la sexualidad femenina, vigilar su apari­
ción, canalizar su desencadenamiento, dejar de ser su asesino para
convertirse en su beneficiario. Podemos, pues, denominar porno­
grafía al intento por el cual el cuerpo masculino intenta anexionar
el cuerpo femenino a su propia fantasmática, haciendo de ella la
norma universal de la sexualidad; esta nueva legislación del deseo
decretará sensual a toda mujer que pueda desafiar que goza como
un hombre, que se asemeje a las imágenes que a él le encantan.
Si no se alcanzan estas condiciones, la mujer suspendida es
desechada por deformidad (no es fantasmable), o enviada al pur­
gatorio por frigidez (no se excita suficientemente aprisa, no geni-
taliza su deseo, el orgasmo no llega); en este último caso, la con­
dena tiene apelación, una medicina apropiada puede borrar el
síntoma y devolver a la normalidad a la mujer afectada por
un traumatismo inicial.
Sucumbir a la Ley no es únicamente obedecer su letra, es
también aceptar sus divisiones, tomar por dinero contante y
sonante la definición que brinda del ámbito que reprime. La obs­
tinada estupidez del censor proyecta sobre la pornografía la ima­
gen profundamente arcaica del estupro; sólo ve bestialidad del
sexo allí donde se despliega el esfuerzo de su masculinización, la
ciega confusión de los cuerpos y no su puesta en equivalencia.
Ahora bien, las cosas son más complejas; a la vez censurante y
censurada, la pornografía es el espacio paradójico en el que cho­
can de frente dos legalidades antagonistas; sin entrar en detalles,
la primera combate la exhibición de lo obsceno y quiere proteger
a las familias de sus efectos perturbadores, la segunda también
es una precaución; se encarna en la pornografía para preservar
al cuerpo masculino del efecto desorganizador de la feminidad
y se formula en tres mandamientos: que tu cuerpo sea espectacu­
lar, que tu deseo esté centrado en el sexo, y que el goce tenga
la hermosa claridad del orgasmo.

1. El cuerpo espectacular

Contemplar una película pomo. Hojear febrilmente una re­


vista erótica. Excitarse, en solitario, con unas criaturas inventadas
o evocadas por la imaginación. Desviar sobre la representación
del placer un ansia a la que está prohibida la realidad. Colmar
por el fantasma o por el espectáculo «la desproporción de nues­
tros deseos y de nuestras facultades» (Rousseau). Es decir, re­
curro a la imagen cuando me falta el Otro; de tener una vida
sexual realmente satisfactoria, mi deseo se satisfacería en unos
cuerpos reales en lugar de desencadenar su abstinencia sobre unos
fantasmas impalpables. Tal vez. Pero para aprehender el itinera­
rio completo de las pulsiones, es preciso también invertirlo; nada
me apasiona tanto en el cuerpo del Otro como su repentina con­
formidad con el modelo erótico que transporta mi fantasma; debe
ser espectacularizado para ser consumible. Las imágenes sustitu­
yen los seres ausentes, pero si se presenta un ser, deberá demos­
trar su aptitud de abandonarse en una imagen si quiere provocar
el deseo; el nuevo cuerpo, en su materialidad extraña, con su olor
imprevisible, el grano de su piel, sus risas incalculadas para mí,
sus movimientos cuya espontaneidad desconcierta mi fantasma,
no es deseado por mí en un primer momento; toda esta presen­
cia carnal me sumerge, me desborda, me fascina o me indispone
—no me deja bastante seguridad o serenidad para que piense en
excitarme—. El deseo nacerá cuando esta mujer tenga la compla­
cencia de esposar mi tipo, cuando el salvajismo que me asalta con
su proximidad permita dejarme cazar. En otras palabras, tendrá
que recuperar el armazón de la imagen, su sensualidad, su natu­
ralidad o su maquillaje, su elegancia o su rusticidad, su lado
mujer-fatal o su lado mujer-niña, sus pequeños mohines o sus
grandes suspiros demostrarán su pertenencia al código que yo
amo, y de este contacto finalmente dominado surgirá el deseo.
Así pues, la imagen es a un tiempo la copia y el modelo; el
espectáculo refleja los cuerpos, pero sobre todo los domina. Y el
mejor emblema de esta inversión es la siguiente caricatura apa­
recida en Play-boy: un hombre hace el amor con su mujer cu­
briéndola con la foto de una mujer desnuda. Lo que determina
una doble preferencia, la de la mirada sobre los demás sentidos,
y la del fantasma sobre la realidad.

2. El culto del sexo-objeto

Algunos se lamentan, otros se niegan a aceptarlo, pero la


mayoría de los hombres actuales deben inclinarse ante la eviden­
cia, las mujeres ya no sienten celos de su pene. ¿Qué tendrían
que envidiar? Comienza a saberse (si bien es un conocimiento que
extrae de lo masculino su lenguaje y sus mitos) que el bagaje
sexual de la mujer es completo, que no carece de nada, que el
dítoris no es esa trompa atrofiada, ese pene encogido por el
líquido que despierta simultáneamente la niña a la sexualidad
y al despecho. Es cierto que la verga se ve; pero, pese al «oculto-
centrismo secular» (Luce Irigaray) que hemos heredado y que
seguimos respetando, pese a un superinvestimiento del ojo cuyos
estragos siguen siendo fuertes, este privilegio de la visibilidad
no basta para legitimar la monarquía peniana; el pito ha entrado
en la era de la sospecha, ya no se cree en su primacía erótica ni
en su valor de encarnación. Doble descrédito, pues, que afecta al
sexo del hombre como función y como símbolo.
En efecto, las virtudes de fuerza y de conquista desanudan
hoy el lazo que las unía tradicionalmente al miembro viril. Si
nuestra «sociedad» manifiesta un amor tan ruidoso hada las
mujeres ministros, estrellas, conductoras de autobús, o directores-
generales, no es únicamente para ocultar la desigualdad mediante
algunas excepciones hábilmente exhibidas, es para suprimir la
antigua ecuación pene = dominio, y prodamar un nuevo ideal
republicano, la accesibilidad universal de los valores masculinos.
Con razón el discurso feminista ha denunciado este democratis­
mo que convierte al falo en el programa y la profesión de fe de
todos. Pero lo que para la mujer constituye una falsa liberadón
(puesto que sobre las ruinas de la antigua jerarquía se instala el
código de la masculinidad obligatoria) es, quizá, para el pene una
auténtica libertad.
Descalificado en su pretensión de encamar los valores fálicos,
el sexo del hombre, al igual que se dice de un soldado, puede
romperse. Se halla liberado de la necesidad de estar representan­
do. Y buena falta que le hada el rigor al pene en los tiempos en
que era el único encargado de ser d falo. Ningún derecho tenía,
entonces, a la fragilidad. Ninguna posibilidad de abandonarse al
dulce deseo de ser deseado. En reposo, la verga no existía. Erecta,
testimoniaba; se trataba de encontrar en este microcosmos de la
virilidad todo lo que constituía a un tiempo el encanto y la resis­
tencia del héroe. Ya sabemos que sólo un vocabulario sexual,
o más exactamente genital, puede describir la estatura del héroe,
su firmeza ante los peligros, su hieratismo silencioso, su dimensión
impresionante, hasta su cara, en suma, tallada en roca. Afortuna­
damente esta contumacia en parecerse a un sexo que empalma
comienza a dar risa. Pero ¿quién derramará lágrimas sobre todos
esos penes dedicados, en el secreto de la alcoba, a semejarse a los
héroes del western? ¿Quién explicará cuánto había de farsa, de
cine, en estos sexos en posición de ataque, en estas vergas «prétes
a crever les murs et bandant aux etoiles» (Aragón)? No hay duda
de que Charles Bronson encarna, con una perfecdón meticulosa, la
imagen que algunos hombres siguen queriendo tener de su sexo;
podemos imaginar, de pasada, los esfuerzos desesperados que se
imponen para que su apéndice terminal conserve algo de la fuerza
desenfadada, dd rictus olímpico, y dd famoso frunce de ojos del
invencible justidero de Erase una vez en el Oeste.
Sucede que ese imperativo de probar su virilidad y de mere­
cer su supremacía afloja poco a poco su presión, y que el pene
puede abrirse, a partir de ahora, a otra representación; cada vez
con mayor frecuencia, la verga contemporánea vive las alegrías
del soldado con permiso, se despoja de su uniforme víriloide (que
por idéntica razón que la indumentaria militar es, al mismo tiem­
po, un atavío, un símbolo, y una obligación) para acceder al des­
cubrimiento de una nueva forma de desnudez. Pasa a ser de­
seable. Se deja voluptuosamente contemplar, provocar, cosqui­
llear, acariciar, lamer, absorber, explorar; el soldado de la entre­
pierna vivía batallas, triunfos y gloria —el nuevo pene sueña con
ser atractivo. Su erección ha dejado de fanfarronear, quiere gustar
y ya no suscitar la envidia sino la concupiscencia.
¿Por qué la pornografía concede una atención tan insistente
a la fellatio? ¿Cómo explicar que esa perversión sea precisamente
la más frecuente y la más celebrada? Es posible que se intente
perpetuar la imagen del sexo fálico, y algunas porno-stars ponen
tanta habilidad bucal en englutir las vergas, que el deseo de in­
corporarse el sexo que les falta parece sustituir en ellas la volup­
tuosidad. Pero otra imagen se superpone a ésta y demuestra una
importante mutación, a fuerza de mimos la picha se desaliena del
falo, reviste con alegría su nuevo estatuto de objeto y saborea
sin remordimientos los placeres inéditos de la pasividad. He ahí,
pues, el fantasma mayor de los films pomos, el onanismo a dos,
el hombre deliciosamente inerte, abandonado a los trajines de una
mujer a un tiempo experta y perversa, competente y contenta.
La masturbación tiene la fama verosímilmente merecida de ser
triste; la Señora Viuda Del Puño no ríe jamás —es inconsolable
en la ausencia de la relación sexual— . Sin embargo, la pornografía
rehabilita esta actividad manual tan criticada, se convierte en el
ideal de la misma relación sexual, la pregunta que el hombre,
liberado del complejo fálico, se atreve finalmente a dirigir al
cuerpo femenino; «Mastúrbame, da a mi sexo tanta solicitud como
deseo, llévame a recuperar las alegrías inigualables del onanismo,
pero evitándome la sórdida amargura de la soledad; gracias a ti
mi pene reconciliado será a un tiempo la “polla de oro” del adulto
que empalma y la “minina dormida” del niño mimado».
Sabemos por tina experiencia Inmemorial que el hombre que
se masturba se siente frustrado por el coito. Pero, virilidad obliga,
se ha tardado mucho en reconocer que el hombre que hace el
amor se sentía frustrado por la masturbación. A su manera, el
cine pomo revela un secreto, es decir, con la conversión sistemá­
tica del fantasma masculino en deseo de la mujer, a la cual se
atribuye, por tanto, esta necesidad prioritaria, masturbar al hom­
bre al que se une. En suma, si el onanismo es nostálgico no es
tanto del Otro como de la pasividad. Si existe sustitución, no es
del fantasma por una presencia sino de la mano masculina por la
boca de la mujer. Si hay oración, no dice: «Que aparezca una
mujer para que yo me olvide», sino: «Que aparezca una mujer
para desear mi sexo y darle el placer que mis dedos demasiado
familiares sólo le dan a medias».
De este modo, la mujer se ve enrolada en nuevas tareas, pues
la norma ha modificado su faz, ya no debe sentirse inferior res­
pecto al otro sexo, pero no por ello acaba con el sexo del hom­
bre. En efecto, la fellatio ya no es únicamente una perversión o
una postura —es un criterio de sensualidad, el cuerpo masculino
sólo tolera este homenaje si corresponde a un deseo auténtico y
profundo— . Resultado, sólo se admiten en el examen de la lujuria
las mujeres magnetizadas por el pene. Su propia sexualidad no
puede considerarse totalmente desarrollada si no sabe concentrarse
en las pollas.
Todo, por otra parte, sigue transcurriendo como si el cuerpo
masculino no tuviera otro elemento sexuado que el sexo. Mono­
polio terrorífico, en el entorno genital se desarrolla la transfor­
mación del cuerpo de conquista en cuerpo deseable. Es cierto que
esta nueva representación del pene acumula para el hombre la
dicha de la afluencia y la de la pasividad. Al convertir a su verga
en un pasaporte libidinal, ya no teme los desaires, abóle la herida
del rechazo —y éste es el nuevo fantasma que la pornografía
pone en escena, ser deseado por su sexo constituye un inmenso
alivio, pues se trata de un tesoro que no se ha ganado ni des­
cubierto, una gracia inmerecida que libera a su posesor de las ser­
vidumbres del mercado, y de la necesidad de penar para poseer— .
Para sacudir el yugo del valor de cambio, la pornografía fomenta
un deseo universal e inmediatamente genital. Es la utopía; no j
hay trabajo de seducción, no hay valoración de los cuerpos o
regateo de las apetencias —aquí se chupa gratis— . Pero ¿cuál es
el precio de esta maravillosa solicitud, de esta sustitución hedo-
nista del cambio por el don? La aniquilación del cuerpo. Obligar
a las mujeres a gozar únicamente de nuestro sexo significa en­
cerrarnos en la prisión de nuestro propio dominio. Para mantener
el control sobre la alteridad, para no dejarnos desbordar por la
reivindicación de un deseo heterogéneo, los mismos pornógrafos
se ven obligados a sufrir la tiranía que imponen, la tiranía de lo
genital.

3. El goce seminal

Mostrarlo todo supone que todo es mostrable. En realidad, el


destape espectacular del sexo es una captación de la vida sexual
por el orden del espectáculo. Desde este punto de vista, la cen­
sura oficial cumple una doble función; al prohibir la represen­
tación, o al menos al reglamentarla para mantenerla dentro de
los límites de un erotismo tolerable, absuelve y disimula la acción
clandestina de otra censura, evidentemente disfrazada para su
mayor eficacia, la representación obligatoria. No es que sea in­
dispensable, como afirman los predicadores, exhibir obscenidades
para atraer a un público pervertido, sino que la sexualidad debe
residir por entero en el campo de lo visible. Existe al menos un
punto en el que los pornógrafos y los puritanos están de acuerdo,
el panoptismo del goce. Prohibir el espectáculo de la voluptuo­
sidad o liberarlo, imponer unos límites o al contrario disolverlos;
esta batalla en torno a la censura se desarrolla en el terreno de
la censura originaria que encierra la voluptuosidad en la repre­
sentación. Represiva cuando impide ver, la ley se convierte en
restrictiva cuando permite ver. Pues la representación no posee
la transparencia del reflejo. No es un vehículo neutro, una me­
diación inconsistente entre la mirada y la sexualidad, es un proce­
dimiento insidiosamente selectivo y rarificante que excluye del
goce los gestos lentos y las felicidades difusas, que penaliza cual­
quier intensidad inverificable y sustraída a la mirada.
Ahora bien, la mujer jamás conforma totalmente su goce a
esta norma de visibilidad. Sus orgasmos no se esparcen, son deses­
peradamente improductivos, y aunque se quiera, contra viento y
marea, alinearlos en la rúbrica de la descarga, esta descarga per­
manece invisible y metafórica, lo que hace planear sobre el abrazo
el riesgo horrible de lo indeterminado. Alocalización del placer
femenino, ¿en qué momento preciso goza la mujer? ¿Con qué
indicios reconocer la apoteosis? Gritar, en efecto, puede significar
perder la cabeza, vivir una intensidad tan fuerte que las palabras
son imponentes para traducirla y el silencio se manifiesta incapaz
de contenerla, pero puede ser, además, en la conversación de los
alientos, la respuesta tranquilizadora del cuerpo femenino a la
inquietud de su pareja.
En el grito de una mujer que se extasía, hay la virulencia de
una locura y la claridad de un mensaje. El placer femenino supera
la disciplina del lenguaje articulado, pero es a fin de establecer
contacto abandonando sólo la palabra para convertirse en comuni­
cable. Entre la complicidad amorosa y la mentira de complacencia,
esta ofrenda puede revestir todos los matices y significar tanto
la ternura como la servidumbre, pero tanto si es un simulacro
como una confesión tiene siempre por misión semiótica conjurar
el peligro de lo indeterminado; al hacer oír lo que no se ve, el
orgasmo femenino accede, por otro camino, a la legibilidad. El
sonido releva la imagen; en lugar de emitir semen, la mujer emite
un signo; en cuanto equivalente auditivo de la descarga semi­
nal, el grito permite el retorno de la voluptuosidad femenina al
redil de la representación.
Los films pornográficos han pensado completar esta sumisión
al signo con la sujeción de la mujer a los ritmos masculinos del
placer sucediendo a la equivalencia de la descarga y del grito
la omnivalencia de la libación seminal. La esperma, en efecto,
recibe el privilegio desorbitante de representar los dos goces. El
orgasmo femenino sigue leyéndose, pero ahora ya no posee signos
propios, se lee directamente en la satisfacción masculina. ¿Por
qué, cuando está a punto de eyacular, el hombre se retira pres­
tamente y muestra a la cámara el chorreo de su voluptuosidad?
Este coito interruptus de nuevo estilo no es una técnica de con-
tracepción, es un procedimiento de representación, el medio para
que nada escape a la mirada, ni siquiera el momento del éxtasis.
Y como la mujer sufre congenitalmente de una laguna especta­
cular, como no posee pruebas a exhibir, la esperma las sustituye,
lo que corrige el defecto de visibilidad de este goce sin huella, y
permite entender al mismo tiempo que la homología entre cuerpo
masculino y cuerpo femenino es tan perfecta que la efusión esper-
mática de uno puede servir de prueba o de garantía de las emo­
ciones voluptuosas del otro. Tú gozas puesto que yo eyaculo. Ló­
gica terrorífica que consuma la abolición de la diferencia. Con la
pornografía, el orden de la mirada asegura su triunfo, y en el
orden de la mirada no hay diferencia de sexos.

Durante mucho tiempo el discurso pornográfico ha sido sacra-


lizado por sus problemas con la Ley. Tachado de subversivo, se
convertía por ello en intocable para todos aquellos que combatían
la represión. ¿Cómo era posible no amar a Sade, el gran antecesor,
sin ponerse inmediatamente de parte de los carceleros, de los
censores, de los pedagogos, de los alienistas, en suma, de todas
las fuerzas de reclusión? El advenimiento de la palabra femenina
ha puesto fin a esta sacralización. La censura y la subversión han
sido estorbadas, en su complicidad litigosa, por la irrupción de
un tercer discurso que, sin tasarlos necesariamente con el mismo
rasero, ha reconocido una misma violencia de sofocamiento en
el oscurantismo de uno y en el aparente progresismo de otro.
Cuando las mujeres se niegan a someter su vida erótica a los
sexos y a los orgasmos masculinos, cuando su deseo reconoce
nuevos criterios y bautiza placer unos detalles despreciados, está
poniendo en discusión la pretensión de la fantasmática masculina
de legislar toda vida sexual; en otras palabras, el prestigio que
confiere la maldición de los puritanos ya no puede seguir disi­
mulando por más tiempo que, auténtico cómic del erotismo do­
minante, la pornografía completa el imperialismo masculino ejer­
cido sobre las relaciones sexuales.
Peto no se trata, según un movimiento desesperadamente
pendular, de sustituir una norma por otra y de situar la buena
naturaleza femenina en el lugar que la fantasmática masculina
deberá indudablemente abandonar. Cambiar el código en favor
de las mujeres no es una revolución, es una reconducción. Por
otra parte, no existe una buena naturaleza femenina, pues el dis­
curso femenino acaba con la unidad, se niega a la coherencia,
evita cuidadosamente el engendramiento de nuevos criterios de
buena .sexualidad.
En oposición a la antigua equivalencia, he ahí que surge a la
luz del lenguaje la diferencia de las sexualidades; he ahí que se
formulan unas maneras femeninas de desear, un saber-vivir y unas
intensidades específicamente femeninas del goce. Para desgracia
de los sexólogos, las singulares aventuras que las mujeres se
cuentan y que ahora se atreven a divulgar no se refieren a la
unidad de un orgasmo codificable. La reunión de estas singula­
ridades no libera la verdad estable de un modelo que, a su vez,
pudiera funcionar como una norma, excluir las que no conocen
el gran vuelco, clasificar las demás, individualizarlas según todo
un juego de gradaciones que iría del mínimo exigible —las con­
tracciones vaginales— al diez sobre diez del trance integral. Al
preservar celosamente su plural, las palabras femeninas prescin­
den de la norma; lo que producen no es un criterio de selección,
es una referencia disculpante que tiende a no avergonzar a las
mujeres de su autonomía libidinal, sea cual fuere la forma singular
que esta diferencia puede adoptar.
Así pues, ha concluido para los hombres el tiempo del solip-
sismo victorioso. ¿Se trata de una derrota o es que esta misma
noción, y su cómplice invariable, el triunfo, han sido definitiva­
mente vencidas? ¿No hay otra intuición del Otro que la sensación
de ser dominado sin recurso posible y juzgado sin apelación?
Abandonar el estado de cerrazón es necesariamente tener ver­
güenza?
Si podemos traicionar nuestros intereses viriles, desertar nues­
tro estatuto sexual, no es porque, bajo la mirada de la nueva
Inquisición, las mujeres, nos sintamos culpables. Frente al goce
femenino, nuestras satisfacciones no son tan culpables como
indeseables; cuando la irrupción de la alteridad estorba el sueño
de la equivalencia, acabamos por dejar de desear nuestro propio
deseo por soñar en ser los tránsfugas de nuestra sexualidad. A fin
de cuentas la pornografía no es más que un encarecimiento de
miserias; al responder a la escasez por la abundancia, al presen­
tar la imagen de un edén en el que todos los deseos serían satu­
rados, revela, bajo la miseria contingente que puede advenir al
cuerpo masculino (la escasez de las parejas, el peso de las inhibi­
ciones, el tedio conyugal, o la soledad ciudadana), una miseria
menos aparente pero que le resulta constitucional, la simplicidad
de sus satisfacciones. Por consiguiente, cuando las mujeres se
niegan a dejarse dictar por las imágenes que nos habitan, su rebe­
lión se dirige paradójicamente a nuestro deseo; existe sin duda
un placer que debe ser colmado, pero el goce sólo puede venir de
estar confundido. La diferencia femenina, al decapitar el cuerpo
del amor, al abrir la posibilidad de una unión sin pies ni cabeza,
sin fe ni ley, al darnos a vivir, finalmente, un poco de auténtica
relación con el exterior, nos salva de nuestro propio dominio y
nos libera de nuestros espejos: nuestra destitución, qué libera­
ción.
En lugar de la equivalencia, ha aparecido pues, una diferencia.
Lo que ahora la amenaza es la tentación del paradigma, la cla­
ridad de la oposición semiótica, tratar el cuerpo masculino y el
cuerpo femenino como contrarios irreductibles, y trazar entre ellos,
sobre las ruinas del antiguo solipsismo, los caminos de la coe­
xistencia. Esforzarse en una mezcla de liberalismo moral y de
sexología, en dialectizar la oposición; que la mutua benevolen­
cia mostrada por algunas recetas técnicas, elabore unos delicio­
sos compromisos, y que en la mejor de las modernidades el
reconocimiento suceda a la equivalencia. Frente al goce femenino,
nosotros no queremos asumir nada, no tenemos una sexualidad a
defender, un patrimonio erótico a proteger. No queremos ser los
gestionarios de nuestro deseo, ni siquiera renovado, autocriticado
y libre de todo imperialismo. Lo que la alteridad femenina nos
propone es mucho más que una síntesis: una deportación, una
deriva fuera de nuestros desahogos demasiado conocidos, un
nomadismo sin angustia, el extraño viaje de un devenir femenino
que no puede conocer reposo. Deséar la diferencia para un cuerpo
masculino es, en primer lugar, tomar al revés los principios de la
pornografía, confundir su identidad en lugar de extenderla y unl­
versalizarla, romper sus propios programas y no imponerlos; supe­
rar después la actitud meramente hospitalaria, sucumbir a la atrac­
ción de lo exterior, y no solamente acogerlo, liberarse, sí, pero en
primer lugar de uno mismo; antes que respetar (¡al fin!) la se­
xualidad femenina y admitirla en plan de igualdad, reconocer la
disimetría que nos separa de ella; no tener que oponer al cuerpo
femenino más que un impulso hacia la feminidad; vivir la alte-
ridad como una fuerza de desorganización, en lugar de organizar
con ella unos intercambios equitativos, un comercio fructífero;
no asumir, huir, abandonar la presa para la sombra, y su patria
pornográfica por una Tierra extraña en la que no se entrará.
La diferencia de sexos no existe:
Las mujeres también pean
PROSTITUCION I
UN EQUILIBRIO POR SUSTRACCION

Mi primero chupa, masturba, azota, flagela, se hace penetrar


y consolar pero no goza. Pasa la mitad de su tiempo en la acera
y la otra mitad en la cama y se hace pagar muy caro por subir
de una a otra. Mi primero es una mujer y se denomina una
prostituta.
Mi segundo es del sexo masculino, entrega una suma de di­
nero por emitir un liquido blanquecino, retirarse y vestirse de
nuevo. Mi segundo es muy amable antes del amor, muy malvado
después; se denomina el cliente y llama puta a mi primero.
Mi tercero es una habitación más bien fea, de techo bajo,
compuesta de una cama de dos plazas, de un bidet y de un
espejo. La habitación huele a menudo a pies, el papel de las
paredes está desgarrado, no deshacen la cama, hace mucho calor,
las cortinas están corridas, la luz tamizada, se oyen voces en
el pasillo. Hay que ir con cuidado, pues el agua que sde del
lavabo siempre está ardiendo. Mi tercero es la habitación de hotel.
Mi cuarto es un personaje inaprehensible, en ocasiones indi­
viduo privado, en otras comisario de policía, o también repre­
sentante del Estado o traficante internacional. Se lleva el dinero
de mi primero y le hostiga. Mi cuarto se denomina el proxeneta.
Mi quinto dura cinco minutos como mínimo, un cuarto de
hora como máximo, media hora o una hora para los ricos. Mi
cinco se denomina «el polvo».
Mi sexto es un conjunto de pequeños microbios que se atrapan
frotando las mucosas contra otras mucosas contaminadas. Mi sexta
es activamente combatido por la medicina profiláctica. Mi sexto
está en vías de desaparición en la esfera de mi todo.
Mi todo es un oficio lucrativo que está a punto de evolucionar
y que lleva el complicado nombre de «prostitución» (que se po­
dría descomponer de la siguiente manera: institución de la tritu­
ración de las próstatas).

Pequeño problema para los hombres: ¿cómo gozar sin deuda,


y anular a la mujer en el mismo momento en que extraigo placer
de su cuerpo? ¿Cómo ir más lejos de la habitual búsqueda mascu­
lina de una equivalencia entre la verga y la vagina (por el or­
gasmo, la pornografía o una forma cualquiera de negociación) y
alcanzar el estado ideal, enrarecido, embriagador de la raja pura
y simple del sexo de la mujer? Pues simplemente prostituyéndola,
imponiéndole los ritmos parsimoniosos de mis satisfacciones, cir­
cunscribiendo en su piel las regiones (cavidad vaginal, anal) útiles
para mí, en suma, subarrendando su vientre a cambio de una
remuneración 1 ($ en dicho sentido, digámoslo sin rodeos, cuanto
más satisfactoria la situación de la prostituta que la de la mayo­
ría de las mujeres casadas todavía sometidas sin contrapartida a la
sexualidad de sus esposos que, lejos de «satisfacerlas», evacúan
sobre ellas su descolorido puré). La singular atracción que ejerce
la «puta» sobre el cliente procede de que la paga para gozar tal
y como él entiende, y sabemos que por ser hombre entiende gene­
ralmente mal y aprisa (de ahí la brevedad del polvo y la inmensa
rentabilidad de estos cuartos de hora acumulados). Gozar sin pen­
sar en el otro, sin preocuparse del menor intercambio, satisfa­
ciendo un sueño de pasividad absoluta, éste es el deseo que d
hombre satisface con la mujer venal y por el cual paga en oca­
siones unas sumas astronómicas como si el dinero fuera la in­
1. Aquí sólo tomamos en consideración la prostitución femenina baj
su forma más corriente, la acera y el polvo. No hemos considerado lo que
ocurriría en otros tipos de venalidad, pues nuestro punto de vista era
voluntariamente restrictivo.
demnización ficticia de la ausencia de goce infligido al otro, como
si la moneda le irresponsabilizara y le permitiera recuperar en
unos brazos anónimos una inocente despreocupación.
La absoluta identidad de los usuarios, su igualdad, el hecho
de que todos sean igualmente machos y solventes a despecho de su
estatuto social o su clase de edad (como los lectores de Tintín
de 7 a 77 años), que cada uno de ellos pueda llegar al cuerpo
prostituido, gozar y recrearse en este enclave vado, que absolu­
tamente nadie debe poder ocupar, y apropiárselo de manera dura­
dera; el hecho de que el polvo suponga un álgebra de las pulsio­
nes, su comparabilidad e intercambiabilidad bajo la égida de la
eyaculación masculina; todos estos rasgos hacen de la prostitu­
ción un extraño dispositivo de anulación de las diferencias. Dispo­
sitivo homosexual (en el que se supone un cuerpo de mujer con­
cedido poi un tiempo a su homólogo macho, a la vez que se
expulsa cualquier desarmonía e irregularidad entre ellos) pero
de una homosexualidad restringida y que no satisfecha coartando
a la pareja femenina, limita el erotismo del cliente al fenómeno de
la descarga. Pues el juego de manos de la sesión prostitutiva (con­
vertir a la mujer en el mero agente de la rápida saciedad del
hombre) necesita para realizarse la total frialdad del cuerpo co­
merciado; la mujer del placer es la mujer del placer de los hom­
bres y por dicho motivo se ve obligada a la frigidez. El equilibrio
que el polvo establece entre ellos es puramente mítico, la satis­
facción del hombre se paga con la falta total de placer para ella;
lejos, pues, de restablecer una simetría, aunque sea ficticia, entre
goce masculino y goce femenino, la prostitución anula a la mujer
como cuerpo sexuado, en otras palabras, es una negación más de la
diferencia de los sexos, posiblemente la más brutal, pero quizá
también, como veremos a continuación, la más ambigua de las
negaciones.
«Cuando estoy en la calle, soy el cazador. Yo cazo al hombre,
es la presa, le acecho, miro si me mira, si se acerca. Ya no es un
hombre, es un cliente.»2 Al invertir los roles tradicionales del
ligue, la operación exhibe toda su crudeza; frente a las prostitu­
tas que nos llaman, somos inmediatamente como unas mujeres
tal como los hombres ven a las mujeres, simples objetos sexuales
con la diferencia capital, sin embargo, de que debemos comprar
nuestro estatuto de «hombres objetos» y pagarlo sin más en dine­
ro contante y sonante. La prostituta que atrapa al transeúnte le
dice sustancialmente esto: «No te deseo, sólo quiero el aspecto
monetario de tu persona, en este caso tu sexo; no eres nada
para mí, ni un cuerpo, ni una cabeza, ni una sonrisa, ni siquiera
un odio, sólo eres una especie, un aparato genital dispuesto a
desembolsar para satisfacerse y sólo a este título te interpelo. No
requiero de ti memoria ni gratitud, sólo el simple anonimato del
dinero; a cambio de lo cual me comprometo a satisfacer el dego
mecanismo de tus órganos». Pregunta del cliente: soy deseado
por mi dinero o por mi físico (mi aspecto, mi bigote, mi aire
viril, mis orejas despejadas, mi traje, mi gran polla, mi diente
de oro, mi frente aria), esta pregunta es imposible, no existe nin­
gún motivo para plantearla: «En realidad, el contrato de prosti­
tución libera de lo que pudiera denominarse los problemas ima­
ginarios del intercambio: ¿qué debo pensar del deseo del otro,
qué soy yo para él? El contrato suprime este vértigo, en realidad,
es la única posición que el sujeto puede sostener sin caer en las
dos imágenes invertidas pero igualmente detestables, la del egoísta
(que pide sin preocuparse de no tener nada a dar) y la del santo
(que da prohibiéndose pedir nunca nada...)» (Roland Barthes).
Así, pues, el objeto «cliente» no es únicamente un cierto poder
de compra, es sobre todo la alianza indiscernible de un pene
y de una suma de dinero, un sexo que sólo tiene existencia finan­
ciera, un medio de pago que no es más que un pedazo de carne,

2. Une me de putain, collection «France sauvage», p. 49.


en suma, una especie de pequeño capital libidinal, un banco vi­
viente. La prostitución consagra la indisociabilidad de las rela­
ciones sexuales y del dinero de modo que las primeras no pue­
den efectuarse sin el segundo; lo monetario es lo genital, lo geni­
tal lo monetario, cada eyaculación vale 100 F; 100 F es el precio
de una sesión. Entre las piernas de la prostituta, el cliente sólo
puede gastar su libido gastando su dinero (e inversamente la mu­
jer pública no puede hacer el amor sin tener la impresión de
«trabajar»).
De este modo, la prostituta dirige contra el transeúnte el
mecanismo masculino de la caza, acecha al acechador, le aborda,
se pega a él, insiste, le seduce con miríficas promesas; pero el
hombre sólo soporta esta inversión porque la paga, porque es un
deudor en potencia; ¿acaso no escaparía de cualquier mujer que
se le acercara de este modo, aterrorizado, asustado por la imagen
invertida de la actitud masculina a que ella le remitiría indefec­
tiblemente? Y ello pese a que en el racdage el hombre ni siquie­
ra es un objeto de placer o una presa cuya posesión enorgullece;
es un simple medio de enriquecimiento, un punto en una serie,
en otras palabras, un cliente.
Así, pues, el cliente mira la mujer pública como un sexo y ella,
a cambio, le considera como un poco de esperma que paga. Pero,
¿cuál es ese órgano al que el usuario reduce a la chica? ¿Es un
sexo que se quiere hacer «gozar» (para extraer de él, por ejem­
plo, una plusvalía de prestigio), un erotismo que nos maravilla?
¿No es más bien que la prostituta carece de sexo propio y posee
únicamente el que le presta el cliente? En otras palabras, el bajo
vientre de la mujer ya no se oculta bajo sus bragas sino que se
pasea universal e intemporalmente en el pantalón de cada usua­
rio potencial como el modelo, el ángulo, el fuselaje bajo el cual
deberá ofrecerse. El cuerpo-cliente ya no se contenta con limitar
a la mujer a sus zonas erógenas sino que llega a doblegarlas bajo
la ley de su propio aparato genital e instaura entre ellas y él un
único denominador común, el aparato sexual macho. Metamorfo­
sis en forma de adivinanza para psicoanalistas, ¿cómo puede po­
seer la mujer un pene? Respuesta, prostituyéndose. No se trata de
que el cliente manipule a su guisa la «respuesta sexual del otro»
(para hablar como Hámster y Ronchon), se trata, por el contra­
rio, de que sofoca toda respuesta al no plantear jamás ninguna
pregunta; la cuestión de la alteridad de la mujer nunca interviene,
en su relación con ella el usuario borra todos los pasajes que pu­
dieran concernirla, los abóle un poco a la manera de alguien que
cortara los hilos del teléfono cuando las noticias son malas. La
prostituta carece de sexo, no puede tenerlo, no es más que un
agujero y ese agujero ni siquiera tiene el vacío angustioso de
las demás mujeres; el hombre conoce esa raja, esa hendidura, no
tiene nada que temer de ella, es su propia verga al revés, orificio
siempre colmado, completo (como una sala de espectáculo), con
consiguiente completado, complementario. En el fondo del útero,
a lo largo de las paredes vaginales, sólo se encontrará a sí mismo,
invertido como en un espejo. Es incapaz de ver la lujuriante ar­
quitectura del sexo de la mujer, no tiene ojos para esos detalles
puesto que no corresponden a nada tangible para él. Todo el
cuerpo de la mujer se reduce a unos agujeros (ano, boca, vagina);
la mujer sólo es habitable si penetrada; sólo es bajo vientre, bajo
vientre híbrido, mixto y más bien neutro aunque disexuado.
Por consiguiente lo que, concluido el polvo, disgustará al
cliente de la prostituta será no tanto la forma comercial de sus
relaciones como la imagen de la brevedad de su propio placer que
ella le remite. La mujer sólo le vende un cuarto de hora de su
cuerpo porque el goce del cliente no necesita más de un cuarto
de hora para satisfacerse, porque la prostitución, al privar al hom­
bre de las ilusiones que mantiene en una relación sexual «normal»,
le devuelve sin rodeos la cruda imagen de su condición anatómi­
ca. De este modo el odio que el usuario siente por la chica no es
otra cosa que un odio hada su propio sexo (y sabemos que este
rencor puede llevar hasta el asesinato); en la desenvoltura de la
puta, en el anonimato racionalizado del acuerdo prostitutivo, el
hombre se maldice a sí mismo, execra la unicidad y la pequeSez
de su erotismo. Si depreda después a su pareja, es porque ya la
despreciaba antes, porque ya se odiaba en ella; la alteridad de
la mujer sólo era provisional, su belleza y su encanto sólo proce­
dían de una tensión interna del cuerpo-cliente, sólo dependían de
unas cuantas gotas de esperma que evacuar. ¿Qué hacer con una
prostituta cuando se ha gozado de ella? Ese cuerpo comercializa­
do es opaco e inutilizable, ya no se puede sacar nada de él a no
ser que se creen otras relaciones (pero la habitación de hotel no
es un salón de té). Ese cuerpo ha muerto (porque el cuerpo del
cliente también ha muerto, es decir, ha sido genitalmente apaci­
guado) y si sobrevive, si se limpia, se viste, se prepara para reci­
bir otros penes impacientes de vaciarse en él, constituye un es­
cándalo que enfurecerá al hombre. Le dejará estúpido y balbucien­
te, totalmente dispuesto a imputar al sexo femenino las debili­
dades o la pasividad de su propio aparato genital.
La mujer pide generalmente a su amante que se retenga a fin
de que ella pueda gozar. Conminación contraria de la prostituta:
«Vamos, cariño, date prisa». El cliente siempre es llamado a de­
jarse ir, a dar libre curso a las maquinarias instantáneas de sus
órganos. ¡Ah, si pudiera eyacular al cruzar la puerta, cuánto tiem­
po ganado! Ya hemos dicho que el hombre paga por llegar a lo
más profundo de su egoísmo, para abandonarse con absoluta in­
diferencia del otro; pero su máxima profundidad es escasa, el
hombre se estremece, no zozobra, no está arrebatado y menos aún
traspuesto, todas sus intensidades son mensurables casi al segun­
do; o sea que paga por muy poco, por esa mínima satisfacción
que representa el goce de la eyaculación. Y si el polvo es un polvo
no es porque el cliente deba «volver en sí, volver»,3 o porque sea
preciso «que eso concluya, que el ciclo recomience, que eso con­
tinúe» (ibid.) sino porque entre las piernas de la mujer el hombre
sólo puede pasar, porque para él todo polvo es corto sin ser mortal
y que, en suma, no tiene por qué salir de «la incandescencia o de
la aniquilación» por la mera y simple razón de que jamás ha caído
en ellas. Entre los brazos de la furcia sólo puede pasar sin ni
siquiera concederse la ilusión de haber muerto.
¿Cómo sostener entonces que la prostituta «asume la maldi­
ción sagrada de la esterilidad genital» (Lyotard, ibid.) y que es
el hijo, la fecundidad, lo que el perverso quiere eludir en sus
brazos? Pues, desde este punto de vista, cualquier mujer que
utiliza contraceptivos debiera ser igualmente «maldita»; y también

3. J.-F. Lyotard, Economie libidinde, Ed. de Minuit.


desde este punto de vista la generalización actual de la píldora
transforma toda relación sexual en un acto perverso, inmediata­
mente «sodomita» (es dedr, tan inútil y gratuito como la sodo­
mía) y convierte para siempre en caduca, ridicula y cómica, en
el campo del erotismo, la oposición entre gastos utilitarios y
gastos estériles. Pues no es el niño sino la mujer lo que el cliente
quiere eludir en el útero de la prostituta; es la misteriosa sexua-
ción femenina la que pretende conjurar en un cuerpo de mujer
doblegado a los breves imperativos de su placer. Lo que le fasci­
na y le tranquiliza en la prostitución es que se trata de una rela­
ción sexual codificada, un orden cuyo cálculo es finalmente efec-
tuable porque afecta a unas cantidades finitas, un contrato con­
tra el Terror que significa para el hombre los deseos de la mujer,
todo lo que en ella escapa a las débiles voluptuosidades mascu­
linas. Y si el cliente paga no es únicamente para diseminar sobre
el cuerpo sometido al negocio sus fantasías más inconfesables (fan­
tasías que presumiblemente no puede satisfacer en la vida normal),
sino sobre todo para gozar rápido según imas modalidades que
él mismo ha establecido sin esperar la opinión de su pareja.
Así, pues, la prostituta es a la vez el sueño del hombre y su obse­
sión, la quiere porque le remite la imagen tranquilizadora de una
mujer virilizada (hasta en su lenguaje tan brutal...), pero por la
misma razón la detesta en tanto que ella le significa despiada­
damente su fragilidad erótica, su ineptitud para cualquier sensua­
lidad prolongada. El hombre quiere, pues, una mujer semi-frígida
(o rápidamente saciable) como él; pero quiere asimismo una
mujer cuya frigidez le libere de la propia. Quiere superar sus
propios límites, pero sólo lo justo para no perderlos de vista.
Quiere un ser que pueda manipular a su entera fantasía; y una
manipulación que le oponga la suficiente resistencia como para
que él saque satisfacción de ella (orgullo del obstáculo superado,
de la fuerza domesticada). Ahora bien, la prostituta no le opone
nada, es la docilidad en persona, enteramente abierta como una
encrucijada, e igual que ésta indiferente a los que transitan por ahí.
El usuario pide un salvador, una figura deslumbrante que redima
sus desgracias; pide también un chivo expiatorio, una víctima que
pueda hacer culpable de sus desgracias. En suma, exige un Cristo,
un nuevo Mesías que se sacrifique y le libere para siempre de la
diferencia de los sexos. Exigencia imposible que alimenta toda
la amargura del cliente cuando desciende del hotel: «Básicamente
para los hombres el sexo de la mujer es una cosa mala. Ensucian el
sexo de la mujer, pero en el fondo no pueden soportar el suyo.
Entonces aceptan a las mujeres pero, como una esposa es igual
que una madre, es preciso respetarla, y buscan unos chivos ex­
piatorios, unas cabezas de turcos, las prostitutas. Nos poseen en
nombre de todas las mujeres, a cambio de todas las demás».4
Ninguna seducción posible a priori entre el cliente y la mujer
porque ella es tan parecida a él (él al revés) que él no puede
atraerla a un universo en el que ella ya está. El hombre siempre
está frente a su doble; ahora bien, no se seduce al propio reflejo
si no es perdiéndose en un vértigo nauseabundo. Al necesitar a su
pareja venal el hombre se necesita a sí mismo, se encula por dele­
gación, contempla su parecido, conjuga el haz con el envés, hace
uno de dos. Prostitución, máquina de hacer el Mismo con el
Otro, de hacer de todos los demás el Mismo que Uno, inmensa
tautología funcional (y las prostitutas lo saben tan bien que clasi­
fican y se clasifican a sí mismas como cuerpo de oficio según las
demandas de los clientes: secciones de sádicos, de masoquistas,
de mirones, de coprófagos, etc., de modo que los fantasmas
que presentan en el mercado jamás son otra cosa que las va­
riantes de una única e idéntica entidad, el cuerpo masculino).
Entre el hombre y la «respectueuse» la reciprocidad es tan total
que impide la seducción; para que se produzca un accidente sería
preciso que la mujer apareciera para el usuario (o el cliente para
ella) como otra cosa que unas regiones genitales, y que ambos
desertaran de lo que les ha reunido durante unos minutos (cuan­
do suceden tales cosas, el acuerdo pasa por otros mil temas que el
polvo; no se seduce a una prostituta para «joder gratis» pues la
jodienda, como veremos a continuación, es precisamente lo que
menos les importa a las putas). Así, pues, el cuerpo-cliente es
un cuerpo que pide una sorpresa, pero una sorpresa que en cier­
to modo no le sorprenda y sólo sea la repetición de un aconteci­

4. Une vie de putain, op. cit., p. 89.


miento perfectamente conocido. Por tanto, el único lujo que el
hombre puede permitirse es retrasar lo más posible la elección de
su pareja; de ahí las idas y venidas interminables de esos seño­
res ante los hoteles galantes (y que no significan únicamente
la búsqueda de un buen objeto), su voyeuñsme intensivo («debie­
ran hacer pagar por mirar; tú quieres ver, son 100 F», reflexión
oída en la calle Saint-Denis), su titubeo, su atemorizada aglutina­
ción ante las entradas de los hoteles, sus rostros contraídos; al
borde del pánico (son escasos los clientes que sonríen), las miradas
a un tiempo apresuradas, ansiosas, huidizas, indisponibles y en
las que tal vez se lea fundamentalmente el terror del hombre
cuando se ve confrontado a una cierta (y ciertamente relativa) li­
bertad femenina. Hasta el momento, pese a todo, en que el solda­
do que por más de veinte veces ha pisado la misma acera se decide
y aborda a la mujer; entonces todo ha terminado. En cuanto el
usuario ha franqueado la puerta del hotel y subido las escaleras,
como un cachorro tímido que sigue a su dueña, ya no hay incer-
tidumbre posible; ha entrado en la implacable mecánica de un des­
tino que no tolera ninguna variación (en dicho sentido el mo­
mento de abordar a la mujer quizá sea la emoción más fuerte
del polvo porque es a un tiempo la culminación de la búsqueda
y su fin, su paroxismo y su deflagración, como un orgasmo anti­
cipado, confrontación que hace latir el corazón, contrae los intes­
tinos, humedece las palmas, hace relucir el rechazo de un vértigo
que, sin embargo, sabemos poco probable, de un asentimiento
que es más que la indiferencia mercantil, de una alteridad que no
se reabsorbe inmediatamente, núcleo de las pulsiones más diver­
gentes que fluyen a ese instante y hacen un nudo en la gargan­
ta). Desde la entrada, el usuario quedará atrapado en el engranaje
irreprimible de los gestos del desnudamiento, de la erección, de la
penetración y de la evacuación obligatoria. La habitación de hotel
es un espacio en el que ya no puede perder el tiempo porque lo
que debe perder y vomitar es su esperma; una vez sobre d cuerpo
venal, no hay más moratoria, los órganos hacen su pequeño tra­
bajo y se reembolsan con sensaciones del dinero abandonado.
Lo que el cliente desea no es tanto el desahogo de sus tensio­
nes como la anexión a su propia sexualidad (aunque sólo sea du­
rante un minuto) de la cara, de los brazos, de las caderas, de los
muslos, de los encantos de ese cuerpo desconocido, la apropiación
de esa mujer enteramente encarnada en torno a su erección.
«Cliente» ya designa una cierta organización corporal que impone
sus ritmos pulsionales a otro cuerpo y, en consecuencia, se pre­
tende director de escena, modulador a voluntad de su placer a
fin de asegurar que su identidad propia, sexual y nardsista, no se
verá gravemente comprometida o amenazada. Es preciso que el
Otro sea convocado en su presencia material a fin de revocarlo
fantásticamente. Es preciso que exista una mujer «vacía en su in­
terior», es preciso que exista vulva, nalgas llenas, raja y pezones
para que la sustitución en vagina-pene, en goce-esperma, orgasmo-
eyaculación se haga operante. A fin de que la homosexualidad
fundamental del ritual prostitutivo sea retorno a uno mismo,
retorno al orden viril a través de una pseudo-extrañeza, el cuerpo
femenino.
El patrón visible de polvo es la evacuadón de la esperma, la
deshinchazón de la verga; entonces se ha cumplido el contrato,
el goce anula la deuda de la mujer, queda en paz. El dinero no
sólo compensa la falta de consideración del hombre respecto a los
deseos de su pareja sino que actúa también como inductor del
placer masculino; es decir, grandes cantidades debieran significar
el derecho a grandes voluptuosidades. Cuanto más pague, se dice
el interesado, más mimado, acariciado, exdtado estaré, y la pros­
tituta le fomenta esta ilusión ofreciéndole, a cambio de una renu-
meradón suplementaria, unos servidos más refinados. Solicitudes
todas ellas que, a fin de cuentas, no tienen otro objetivo que ace­
lerar la emisión seminal y simulan una polimorfía virtual dd
cuerpo-cliente para canalizar mejor sus efectos en la eyaculadón.
Dulzura, ternura, loca irritadón de las mucosas por unos juegos
de manos o de lengua, movimientos todos ellos que parecen
negar la equivalencia mercantil cuando en realidad no hacen más
que servirla. El hombre quería ofrecerse un plato suculento; no
había puesto precio a su deseo, pero fueren cuales fueren los ane­
xos, las pequeñas gratificadones periféricas, todo termina siempre
de la misma manera. Y en el tiempo debido.
Pero la realidad es que el cliente no puede quejarse pues, du­
rante los breves minutos del polvo, habrá sido el cuerpo más in-
fantilizado y más pasivo imaginable. No hay mujeres más materna­
les que las prostitutas; ninguna que ponga más atención que
ellas en el placer, la comodidad, las pequeñas alegrías del usua­
rio, lavándole (¡y con qué precauciones!), secándole, inquietándose
mediante afectuosas preguntas de la forma del acólito (¿estás can­
sado, has bebido demasiada cerveza?), halagándole sus gracias
(eres tan gordo como mi dedo meñique), riñiéndole afectuosa­
mente si hay ocasión (no arrastres tu sexo por el suelo, cariño, po­
dría pisártelo), chupando su verga, esculpiéndola, trabajando el
frenillo, el prepucio, acariciando su erección, en suma, bañando
sus partes genitales, sus muslos, su vientre con una solicitud que
seguramente volverá a encontrar en muy pocas mujeres. Instalan­
do después al hombre en ella y suplicándole que emita su semen,
que cumpla el encarguito como una madre cariñosa que vigila la
caca de su retoño, se preocupa o se alegra de su perfume, pone
los ojos en blanco ante su cagadita bien ordenada. Maternal,
pues, en su maneta de tratar el pene como un niño y ello debido
evidentemente al más claro interés comercial puesto que delica­
deza y afecto ayudan generalmente más que la negligencia a pre­
cipitar el desenlace, acelerar el ascenso de la savia por la columna
fálica y, de este modo, despedir al portador del pene a fin de reco­
ger cuanto antes otro en la calle. Tanto más adorable, pues, con
esos pequeños objetos en la medida en que la persona le es indife­
rente, experta por necesidad laboral, atenta por deseo de acabar
y aumentar el número de polvos. El propio cliente no es más
que un niñito que empalma y cuya erección, lejos de ser un atri­
buto de virilidad, es el mismo índice de su estado precario; cuan­
to más excitado y rígido se muestre, más víctima será de su pasi-
vización, más segura resultará su regresión hacia la edad de la in­
fancia. Ninguna antinomia, por tanto, entre la mamá y la puta
(viejo estribillo freudiano), ninguna atracción turbia hacia las pros­
titutas debido a su pretendida decadencia o vulgaridad (¿dónde
comienza la dignidad si es cierto que la procreación es una acti­
vidad tan venal, tan poco gratuita, como el alquiler de sus partes
genitales?). Si el hombre paga, también es para abdicar de su
masculinidad, para desencajonar el erotismo de su carácter preten-
¿idamente activo, gozar sin hacer nada, en una especie de cata­
tonía muscular, bañarse en el Nirvana, en el grado cero de la
actividad del movimiento, quizá sea también la posibilidad para­
disíaca que atrae al macho a la organización prostitutiva.

El cuerpo p r o s t it u id o

Frente al cliente que la paga y compra su docilidad, la prosti­


tuta es, por consiguiente, un cuerpo que se hallará, mientras dure
el polvo, movilizado y requisado por una potencia exterior, sub­
yugado por unas fuerzas nuevas, puesto al servicio de otros obje­
tivos. Esencialmente llamada a someterse, mediante retribución, a
los fantasmas de un hombre, a realizarlos sin rechistar (trátese de
un gatillazo simple, de un ritual masoquista, coprofágico, de un
acceso de voyeurisme, de una cama redonda, de una sesión con
animales, etc.), a no alterar el guión inexorable puesto que el
usuario sólo la remunera para poblar con seres de camevy hueso
sus propias imaginaciones eróticas siempre que ella interprete sin
repugnancia el papel asignado de antemano. Así, pues, la prosti­
tuta no es un cuerpo que goza, se emociona, ríe, llora, se desgarra,
se extasía, sufre, es un cuerpo que trabaja, que representa un per­
sonaje concreto en una obra concreta escrita por los clientes, es un
cuerpo que encarna el teatro íntimo de un extraño y, por ello, se
le exige que silencie sus caprichos y sus deseos (a no ser que se
le pida lo contrario). Cuerpo que señala la incompatibilidad total
entre la condición salarial y la perversión, precisamente porque
ejerce una profesión y, de este modo, se encuentra acaparado y
arrastrado por los ámbitos fantasmagóricos de otros cuerpos que
le condicionan. La prostitución es un trabajo más y la sociedad
burguesa está en retraso respecto a sus propios axiomas cuando la
condena en nombre de las buenas costumbres o de la protección
de la infancia; mientras que la venalidad amorosa consagra la abs­
tracción del trabajo «pura actividad creadora de riquezas» (Marx),
no es más inmoral que el trabajo del peón, del minero, del ejecu­
tivo, del artista, del escritor, de la mecanógrafa; no es más ab­
yecto, es decir menos abstracto, cínicamente concentrado en el
resultado (el dinero) e indiferente a los medios de alcanzarlo.
Decir que las prostitutas trabajan (y no que actúan por «vicio»,
«placer», viejas sandeces judeo-cristianas que sorprende encon­
trar bajo la pluma de algunos «ateos»), es decir, que tienen
varios cuerpos o más exactamente que la mujer pública se libera
dd mito dd cuerpo propio porque lo convierte en un medio de
ganarse la vida (de ahí que aparezcan en ella todos los fenómenos
de la resistencia al trabajo, absentismo, sabotaje, frigidez, vulga­
ridad, violenda de lenguaje, índices de una revudta latente y a
veces de un auténtico odio contra d sexo masculino en general).
Si d polvo no es más que un medio de producir dinero, será
predso que la vida del trabajo prostitutivo origine la anestesia dd
cuerpo prostituido y que éste, en cuanto fuerza de trabajo y
capitd muerto al que los sexos acuden a verter su semen, adquiera
poco a poco la impasibilidad y la inerte repetición mecánica de
una máquina. Máquina sin forma predestinada y que se esforzará
en amoldarse al máximo a la concupiscencia de la clientela a fin
de ofrecerle en músculos, linfas, mucosas, pides satinadas, ar­
quitecturas óseas, d equivalente de la suma desembolsada. El ri­
tual prostitutivo es la conjundón de dos voluntades antagonistas,
un deseo de goce y un deseo de enriquecimiento; uno sólo cede­
rá ante d otro a cambio de una retribudón financiera o, mejor
dicho, es d dinero como fraternidad de los incompatibles lo que
cimentará d acuerdo de estos dos desacuerdos, sellará su contrato
y anulará sus deudas. Sin embargo, la promesa de placer no basta.
La asalariada dd amor debe ser comediante, no en d sentido de
que deba simular arrebatos sino porque su realidad sólo vale
por la aparienda que produce y necesita apelar a los recursos de
una metamorfosis incesante. En efecto, sólo ofrece a las miradas
de la calle una serie de superfides, visibles y yuxtapuestas —nal­
gas y bustos generalmente retocados, subrayados en un corte feti­
chista dd cuerpo— que deberán influendar de la manera más de­
terminante la elecdón de los transeúntes pues cada cebo des-
vdado o enfatizado desempeña d papd de un «indicador social»,
de un acderador de decisión. Actriz, pues, en d sentido de que
el cuerpo que se prostituye es otro cuerpo, otra piel, otra lengua,
otra boca que profiere otras palabras: «La vulgaridad es como el
maquillaje, es una manera de defenderse, una segunda piel que
protege (...). Durante el día soy yo, hago mis compras, vivo como
cualquier otra mujer, y de noche soy realmente una prostituta con
el dinero, la vulgaridad, la actitud, la violencia y la rebelión, la
rabia».3
Pero el disfraz de arlequín del trabajo no es únicamente un
medio de defenderse de una eventual brutalidad del usuario
(¿acaso esta misma vulgaridad no es también un juego que excita
al cliente?), participa íntegramente del arte teatral de la prosti­
tución que de las más escasas realidades debe hacer surgir las
más fuertes fantasmagorías, engendrar el máximo de efectos con
el mínimo de causas. En este caso, la realidad es la inversión y la
apariencia el beneficio. La mujer pública no se oculta, no disimu­
la nada, expone exactamente al cliente la desnudez que desea
ver y se fabrica de pies a cabeza la corteza, el aspecto con que
quiere verla revestida. De ahí el cálculo minucioso de lo que será
mostrado y ocultado (y que jamás coincide exactamente con el
cuerpo genital), el arcaísmo o el barroquismo del atuendo (medias,
ligas, pantis, pantalón ajustado, braga de encajes con faldellín
móvil adelante y atrás, sujetador diminuto, reducido en sus tres
cuartos, maquillaje exagerado de la cara, peinado extravagante,
botas ortopédicas,6 etc.) puesto que todo tiene un sentido en la
indumentaria venal y nada debe ser dejado al azar o a la impro­
visación. De ahí también la extraordinaria irrealidad y variedad
del cuerpo prostituido, los hay —por decirlo de algún modo—
para cada especialidad, cada fantasma; criaturas fellinianas de
senos pesados, con la boca escarlata, espantosamente llenas de afei­
tes, pordioseras desplomadas sobre cubos de basura que ofrecen
sus encantos por algunas pesetas, diosas crueles de rasgos duros
y despreciativos, hippies cubiertas de bordados, oliendo a incien­
so, amazonas vestidas de cuero negro, armadas de látigos y cade-
5. Une vie de putain, op. cit., p. 145.
6. Es entonces cuando toda sencillez o negligencia indumentaria es
fuertemente connotada y aparece a su vez como fantástica y abstracta
en medio de los atavíos de las demás mujeres.
ñas, grandes damas de traje largo, mirada vaporosa, sonrisa enig­
mática, burguesas tipo azafata, cuidadosamente arregladas, estu­
diantes con gafas, melenitas, estivales, semidesnudas o en short,
escotadas hasta la punta de los senos, trabajadoras, abrigo sen­
cillo, maquillaje simple, zapatos sin tacón, rock-retro, jeans ajus­
tados, botas puntiagudas, cabellos cortos, cuero negro, Lolitas con
trenzas, faldas cortas, calcetines y chupetes; en suma, toda la
gama de lo que cierta ideología denomina el «género dudoso»,
incluido su propio «buen» género y todos los géneros que la
moda suscita continuamente y a los que las chicas se adaptan se­
gún la evolución de los gustos de su clientela. Teniendo, por aña­
didura, el prodigioso efecto de inversión de que al ser las prosti­
tutas todas las mujeres posibles, de las más bonitas a las más
feas, cualquier mujer puede parecer a partir de ese momento una
prostituta, incluso y sobre todo las más finas, las más delica­
das, las más desencarnadas, y las fronteras entre el mundo del
trabajo y del placer, entre la honestidad y la venalidad, la ele­
gancia y la vulgaridad, lo antiguo y lo moderno, se desmoronan
bajo la multiplicación de los modelos virtuales. Si la funcionaría
del sexo puede ser la madre, la hermana, la novia, la amiga, la
esposa, la santa a igual título que la musa, la hechicera, la prin­
cesa, la criada, la mujer rica, la incendiaria o la anarquista, es que
la generalización de la prostitución consagra la ruina de todos los
roles definidos, de todas las imágenes modeladas y de los perso­
najes bien diferenciados.7 En otras palabras, la transmutación del
cuerpo venal no tiene término en la medida en que debe inter­
pretar todas las perversiones-clientes y esas mismas perversiones

7. De creer a los historiadores, el mismo fenómeno se habría desarro


llado en Roma y en Venecia en el siglo xvi; cf. este fragmento de un
informe del Senado veneciano aparecido en 1543: «En nuestra ciudad, el
número de prostitutas ha aumentado en unas proporciones excesivas y,
abandonando todo pudor y vergüenza, se muestran publicamente en las
calles, las iglesias y demás sitios, tan bien vestidas, que a menudo las
patricias y las demás mujeres de nuestra ciudad no van vestidas dife­
rentemente de ellas y no sólo los extranjeros, sino los mismos habitan­
tes de Venecia, no distinguen a las buenas de las malas (...) no sin
murmullo y escándalo de todos» (citado por P. Larivalle, Vie quotidienne
des courtisanes en ltd ie au temps de la Renaissance, Hachette, 1975).
no cesan de variar, de modificarse; cuerpo que siempre será pro­
ducto derivado porque no tiene ningún uso, ningún destino natu­
ral a priori, cuerpo fabricado de pies a cabeza por el fantasma mas­
culino. Y, por tanto, a la vez gregario y singular o, mejor dicho,
único en su generalidad, respondiendo a los deseos de los gran­
des conjuntos-clientes (estereotipo de la «puta») y a la emoción
única de una particularidad; cuerpo que representa todos los pape­
les, todos los personajes que el cliente puede investir* y que pro­
cede simultáneamente de una semiótica, de una psicología colec­
tiva y de una auténtica micro-física del detalle, mezclando en una
misma indecisión unas necesidades codificadas, arcaicas, hiper-
normalizadas y de intensidades intercambiables. Tú no me busca­
rías si ya no me hubieras encontrado, pero no encuentras exac­
tamente lo que buscabas; el cuerpo prostituido concreta hasta tal
punto el fantasma del cliente que se le revela inaccesible; cuando
más conforme a sus sueños menos responde a su demanda, como
si el celo del pastiche traicionara la fidelidad del modelo a fuerza
de sobreexponerle o al menos eliminara en el «creador» todo
poder de control sobre su «criatura»; jamás la prostituta está
mejor protegida de su cliente que cuando se doblega a sus fanta­
sías eróticas. Toda de él y por tanto de nadie.
Y es por dicho motivo que la pareja que forma con el usuar
nunca es pura, clara, siempre más o menos en simple oposición,
alterando constantemente ese dualismo primario con pequeñas
desviaciones adyacentes, pequeños fallos por los que pasan unos
flujos inesperados, de modo que cada sesión, aún la más banal
o la más apresurada, acarrea consigo unos instantes en que los
roles vacilan, que los personajes dejan de «recitar su texto» (yo
masturbo, tú pagas, tú chorreas) y entran en la vaguedad de la
improvisación. No es que el soliloquio de las dos partes se con­
vierta entonces en «diálogo» pero puede ocurrir a veces que quede
interrumpido y que una pizca de lo improbable (bajo cualquier
forma) se deslice bajo el ceremonial más establecido.
La máxima-clave de toda prostitución es: «Prestadme la parte

8. Similitud, en dicho sentido, bien señalada por J.-F. Lyotrad (Eco


Ub., p. 222) del pscicoanalista y de la prostituta.
de vuestro cuerpo que pueda satisfacerme un instante y gozad
si queréis de aquella del mío que pueda resultaros agradable»
(Sade). Pero lo que Sade proclamaba claramente (y que nosotros
fingimos ignorar) es que ningún goce es concordante y que si,
en último término, el hombre quiere tomar su placer tal como él
lo entiende, la mujer, a menos que suceda un milagro, permane­
cerá insensible (o sólo recogerá las migajas). Así pues, en la
prostitución el hombre impone dos cosas, la preeminencia de sus
dispositivos sexuales y la frigidez de la mujer; o también para
mantener el mismo discurso al revés, a la mujer se le exige la
frigidez cada vez que el hombre sólo quiere ser en ella la copia
invertida de su propia economía erótica y puede imaginarse
como único detentor de cuanto hay de sexuado en lo humano. El
cuerpo de la prostituta no sólo está embalsamado en dinero sino
que sólo es reconocido como femenino para mejor poder ser nega­
do (proponer a la mujer la envidia del pene jamás es otra cosa
que teorizar esta situación de talión económico). El mercenariado
amoroso impone a la ramera que sea durante un cuarto de hora
igual a su cliente; pero en su caso esta igualdad sólo puede rea­
lizarse por sustracción, al precio de sofocar los propios ritmos
eróticos; el dinero, por tanto, es la retribución, el reembolso de
esta negativa infligida a la mujer. Negar la diferencia de los sexos
en un sexo diferente del propio, por una especie de homosexua­
lidad o de unisexualidad conquistadora, es, por tanto, el acto-
cliente por excelencia (pero no olvidemos que paga por hacerlo,
que mediante este gesto convierte en ridicula e inefectiva su nega­
ción; ventaja en ese sentido, también, de la prostituta —al menos
si es «libre»— sobre la esposa clásica). Desde el momento en que
una mujer no es más que un «objeto de placer» para un tercero,
se sitúa en posición de prostituta si la prostitución es esa escena
de la no-reciprocidad, ese teatro en el que uno de los miembros de
la pareja no puede y no quiere gozar a fin de que el otro se vaya
cuanto antes (en el doble sentido de la palabra), que eyacule y
que abandone el lugar).
El contrato de prostitución conjura a la vez las malas sor­
presas, siempre posibles (un aumento imprevisto en el momento
del paso al acto, una maniobra no programada, una petición exor-
hitante), y la prolongación indefinida de las relaciones ñamadas
normales (el acuerdo queda limitado a un lapso de tiempo preciso
y cronometrado más allá del cual los cuerpos se separan a menos
que una nueva aportación de dinero fresco prolongue el tratado).
Pero el contrato de base es sobre todo el punto de partida de una
negación no menos importante, si postula de entrada una equiva­
lencia entre una pequeña suma y un pequeño pedazo de cuerpo
(no importa cuál), especie de precio fijo, oficialmente estable­
cido, basado en la subida de precios, la inflación, el paro, las
crisis, variable según las categorías sociales, la edad, la raza, los
barrios, es para mejor suscitar a partir de ahí una multitud de
contratos derivados que versarán sobre las ventajas suplementarias
y constituirán lo esencial del trato. El dinero señala el cuerpo de la
mujer, ésta se convierte de pies a cabeza en un auténtico catastro
cuya adquisición provisional por el cliente será objeto pieza a
pieza de un regateo severo y pertinaz. He ahí lo que electriza al
aficionado a las mujeres públicas, la certidumbre de una plurali­
dad de contratos secundarios referentes a detalles (por ejemplo,
la desnudez total, la fellatio, el cunnilingus, el beso anal, la sodo­
mía, etc.). El frío comercio de los sentidos invierte de este modo
su finalidad primera; la «trabajadora» cede de entrada en lo esen­
cial (en lo que habitualmente las mujeres sólo conceden después
de un cierto tiempo), y el cliente debe conquistar lo superfluo,
lo periférico, obtener tal o cual privilegio sin que el precio ini­
cial aumente (o al menos sin que doble), negocio al que la propia
prostituta se presta bajo forma de proposiciones tentadoras en
una preocupación de rentabilidad del detalle en la que no sólo
cada miembro sino también el más ínfimo movimiento, la más
mínima alteración que la aparta de la inercia se intercambia, es
decir, se monetiza. La prohibición suprema sigue siendo, claro
está, el beso en la boca (y también habrá quienes no utilicen a las
prostitutas para hacer el amor sino para todas las inversiones late­
rales que permite su situación).
En ellas todo aparece invertido respecto a la posición sexual
habitual; el sexo es lo más común y lo más devaluado, y la boca
lo más ardiente y lo más intocable. Por consiguiente, las «putas»
no son unas mujeres que van con cualquiera; habría que decir lo
contrario, las mujeres públicas no se dan a nadie, son los seres
más reservados que existen, tanto más inaccesible en tanto que
abiertas al primer llegado. El fantasma del cliente es el cuerpo
total, enteramente congregado en torno al santuario genital. El
cliente quiere el máximo de cuerpo posible e incluso la cabeza y
el corazón y las tripas, totalidad que sólo «alcanzará» por adi­
ción de zonas ásperamente mercantilizadas. La prostitución es un
simulacro de don, una oferta que se oculta, una disponibilidad a la
nada; su encanto singular está en operar otra intensificación del
cuerpo, en prohibir todas la partes no genitales y ofrecerlas con
ello a la concupiscencia inmoderada del usuario; la puta no puede,
no debe hacer el amor como las demás mujeres so pena de ver
hundirse la fascinación que ejerce sobre los hombres; se exilia al
máximo para suscitar (y vender) el deseo de su (imposible) retor­
no. Sabemos lo que el cliente espera de ella, una insensibilidad
magistral, una frialdad que ni el oro pueda comprar y que las téc­
nicas más refinadas no afecten. Pero esta exigencia se convierte
inmediatamente en su contraria; al mismo tiempo que pide una
vagina anestesiada, impermeable a cualquier sensación, el hom­
bre sueña locamente (sueño al que a veces se presta la prostituta
bajo forma de simulación) con hacer gozar a la prostituta, con
conmoverla, con ser al fin reconocido como pareja; deseo que no
invalida en absoluto lo que ha ido a buscar al hotel, un cuerpo
asexuado, puesto que el goce de la mujer, si es que existe, no será
más que una copia de la eyaculación masculina. Si el cliente apa­
rece a un tiempo como una cualquiera de las partes de la especie
macho y también como su representante en la escena prostitutiva
es, como hemos dicho, para conjurar la libido masculina. Razón
por la cual el orgasmo de la prostituta jamás es querido en
cuanto tal sino simplemente requerido a título de beneficio
suplementario. Al cliente le encantaría conseguir el placer de la
mujer, pero de balde, sin esfuerzos, sin consideraciones especia­
les; bien como incentivo a su propia excitación (puede decir en­
tonces que sólo él ha sabido conmover ese cuerpo que legiones de
pollas han dejado insensible), bien que las putas representan para
él la imagen ridicula de unas mujeres tan lascivas, trabajadas y
desvergonzadas coom para gozar por sí solas casi sin la menor
solicitud. El diente no sube pata llevar a su compañera al éxtasis
erótico (si quiere exdtarla mediante maniobras buco-genitales ten­
drá que pagar más) sino para que el polvo borre a sus ojos la
celada de la feminidad en general.9 Y si por azar la mujer se
abandona, su arrebato no supera los pocos minutos del contrato y,
por tanto, no pone nada en cuestión.
El cuerpo profesional de la prostituta (en el bien entendido
de que no existe un estado natural del cuerpo) es un cuerpo re­
quisado, construido, compartimentado según unos esquemas viri­
les; su totalidad no es más que apéndice del receptáculo en que
se agitan, se hinchan y babean las vergas clientes. Y de igual ma­
nera su sexo no es más que un mero orificio, cavidad sin olor (las
partes de una prostituta sólo huelen a jabón o a desodorante), ni
seco ni húmedo (para introducir el pene, la mujer moja su vulva
con saliva), ni abierto ni cerrado, ni dentro ni fuera, penetrable
pero impenetrado. Cuerpo sin carne, sin extravíos, sin emodones,
sin pérdida, sin otro perfume que el de una higiene meticulosa
y profesional, impersonalidad de máquina de la que sólo cabe
decir, funciona, va, viene, es rentable.
Es decir, la prostituta viaja, pero es un viaje sobre el propio
terreno, un viaje en círculo, tan inútil como la Odisea de Ulises.
Es verdad que se metamorfosea según los dispositivos exigidos
por cada diente, pero ella no es ninguna de esas encarnaciones,
las interpreta, juega y sobrevuela sobre todas, es como la casilla
del cero de la ruleta, gana siempre pues no es otra cosa que una
disponibilidad de representarlo todo. Sería ingenuo contemplar
a la prostituta como una especie de agente colectivo, de congre-
gador de grandes masas, de confluenda de vastos conjuntos; en
ella nada se congrega, se agrega, desemboca; siempre declina el
mismo cuerpo, sólo trata con la eterna e interminable liturgia
del vadado de cojones; mil hombres entre sus piernas sólo son
uno, todos los que acuden a ella tienen la misma cara o, mejor
9. Observemos a este respecto que en todos los países en que
autonomía de las mujeres está progresando, el número de prostitutas se
incrementa constantemente. Como si toda independencia femenina se tra­
dujera inmediatamente por una regresión masculina (así, por ejemplo,
recrudecimiento de los casos de impotencia).
dicho, la misma falta de cara, el vago anonimato de la especie
masculina. Al circunscribir la mujer a su pubis, el propio cliente
se circunscribe a esas zonas, se condena a ser percibido únicamente
como portador de pene y nada más. Lejos de ser una mujer «com­
pleta», la puta no es más que un pedadto de piel, el resultado de
una desolladura que ha limitado su ser a unos cuantos órganos,
unos cuantos orificios y ha eliminado todos los que no podían sa­
tisfacer o interesar al deseo-cliente, limitado a su vez a no ser
más que una verga cachonda que pide ser desahogada. Es eviden­
temente la obrera del amor quien podría tatuar en su vientre como
hizo cierto masoquista: 10 «Au rendez-vous des belles queues» o
escribir en la cara interna de sus muslos con una flecha que apun­
tara hacia arriba: «Entrada de las grandes pollas» aunque para
ella la dimensión del objeto le resulte totalmente indiferente, pero
el hecho está ahí, su útero es un lugar de reunión para todos los
penes posibles que en él se buscan, se desean al revés y descar­
gan. Casa de citas, en el sentido estricto de la palabra, local in­
sensible a lo que pasa entre sus paredes, totalmente despreocupado
de las pequeñas turbaciones, estremecimientos, alegrías, dramas
que se desarrollan en el espacio que delimita a condición de que
sea respetado el contrato de ocupación del lugar. Jamás se ponde­
rará suficientemente la indiferencia de la prostituta hacia la sexua­
lidad genital; el pequeño teatro orgánico, la inflamación y la
rápida detumescenda de las zonas erógenas, no son para ella
más que trabajo (de ahí la terrible confidencia que aparece en
casi todas ellas; cuando hacen el amor con.un «amante» tienen
la impresión de trabajar gratis). Y de la misma maneraque no se
puede pedir a la vendedora que ame los zapatos que vende ni al
obrero los tornillos que atornilla a lo largo del día, tampoco se
puede pedir a las proletarias del orgasmo que aprecien la mercan­
cía sexual que les permite vivir, sobre todo cuando no les con­
cierne y más bien tiende a dominarlas; «Los clientes, el senti­
miento más general que siento por ellos, es que me dan risa.
Si no estuviera nerviosa, mi reacción sería más bien la de soltar
una carcajada».11 Enteramente dedicada a algo que pasa fuera de
10. Cf. Sexualité perverse, op. cit.
11. Une vie de putain, op. cit., p. 74.
ella, la mujer pública es mujer cerebral en el doble sentido de la
palabra; no sólo porque, mientras chupa y masturba, no cesa de
calcular, de consultar su reloj, de contar, de especular sobre la can­
tidad (más dinero, más pollas por hora, más eyaculaciones rápidas
y todavía más), sino también porque la requisa continua de su
vagina le provoca una emigración de las intensidades, una autén­
tica intensificación de las regiones altas del cuerpo; «Hay una
cosa que me reservo, es todo lo que está por encima de los
hombros. Ahí ni hablar, no permito que nadie lo toque».12 La
prostituta desplaza su intimidad del sexo al corazón (de ahí quizá
su lado sentimental...), del pubis a la cara y a la boca, reserván­
dose siempre un pedazo de cuerpo para sí, una parte incambia­
ble, no susceptible de ser mercantilizada porque no tiene precio.
Pero, por decirlo de algún modo, la mujer sólo presta el sexo de
boquilla y si el coito furtivo del cliente no es para ella más que
un anónimo apretón de manos es porque ha comenzado por re­
ducir su cavidad vaginal o anal a las dimensiones de un agujero,
de un lugar de paso insensibilizado, sin funcionamiento ni vir­
tualidad, propios; abandona blandamente su «genital», apenas lo
ofrece. Pues el polvo no es únicamente la conjunción efímera de
un hombre sin cabeza y de una mujer decapitada, ya que en cier­
to modo allí no hay nada; la cara, las visceras, los brazos y evi­
dentemente el sexo, todo concuerda y encaja, pero de la manera
más parsimoniosa en una cierta descorporeización o, mejor dicho,
en una corporeidad mínima. Contacto de dos epidermis, sin más
metamorfosis que la escasa y maquinal exoneración espermática,
en el que los cuerpos, más que agregarse o disgregarse, se rozan;
en el que nada sucede salvo precisamente lo que se denomina «el
acto sexual» (versión jurídica del erotismo). Por consiguiente la
mujer jamás está desnuda,13 no está más desvestida en la habita­
ción del hotel que vestida en la calle, y siempre dentro de los
límites de un desaliño indeterminado, suficientemente decente para

12. Ibid., p. 139


13. Entendiéndose por desnudez un estado que predispone a la emo­
ción sexual, fenómeno histórico relativamente reciente ya que hace dos­
cientos años la desnudez, mucho más habitual que ahora, no era sinónimo
de sexualidad (cf. Jos Van Ussel, op. cit.).
permitir la exhibición, suficientemente somero también para per­
mitir la penetración del pene en todas sus posiciones. La prostituta
jamás se siente desnuda ante un cliente porque la desnudez que
se le exige (desnudez negativa, la simple liberación del vestido)
no es más que un mero uniforme de trabajo al igual que el mono
del obrero o el uniforme del bombero. Incluso cuando aparece
abierto de par en par, sin bragas, sin sujetador, sometido a las
posturas más obscenas, ese cuerpo está totalmente vestido, rodea­
do de una membrana infranqueable, mediatizado, y es en esas
telas, en ese tejido (y no en una carne), que el cliente expulsará
su semen; para él la auténtica piel está fuera, goza en un cuerpo
prestado, en un cuerpo enmascarado (pero ¿cómo saber si no es
este doble lo que le trastorna?). Pues de los cinco estados posi­
bles de la desnudez, la anatómica (la' del cadáver), la narcisista
(la del strip-tease), la fotográfica (modelo), la ardiente (cuerpo de
amor), la profesional (cortesana), la de la prostituta es a la vez
la más lúgubre (la más alimenticia) y la más insoluble, demasia­
do espectacular para ser turbadora, pero suficientemente próxi­
ma, sin embargo, como para emocionar, a la vez vivaz y muerta.
Ambivalente sin la menor duda, pero nunca lo suficiente como
para permitir unos arrebatos compartidos, una túnica invisible
protege a la prostituta del contagio del deseo-diente; las inten­
sidades no pasan de un cuerpo a otro.

El polvo

Los lugares de venalidad se inscriben actualmente en d tejido


social a través de una doble distanciación; en relación al mundo
profano en primer lugar, distancia de la calle (delimitación en la
ciudad de un barrio «chino»); en la propia calle, emplazamiento de
cada mujer en su porción de acera, circunscripción de pequeñas
colonias privadas en las que el cuerpo prostituido se protege, se
encierra a la vez que acecha, como un parquímetro de volup­
tuosidad, el deseo-cliente; luego, respecto a los demás usuarios,
distancia del hotel en comunicación con la calle (como si ésta en­
contrara su prolongación en cada una de sus habitaciones, como si
el exterior y el interior fueran la misma cosa para mostrar clara­
mente el carácter público del amor mercenario); subida a la esca­
lera y a los pisos (sin olvidar el alquiler de una toalla que evoca
a la vez el hospital y las duchas públicas; necesidad de u
ficación después de la mancha, amenazas siempre presentes de
los gonococos y del treponema azul celeste), encierro en la habita­
ción y celebración del sacrificio puesto que el mundo exterior
ya no existe y los oficiantes están (en principio) sustraídos a las
miradas indiscretas. El polvo aparece así como un momento casi
paradisíaco de un estado liberado de la historia, es decir, no
sólo de la diferencia de los sexos sino también de todas las
leyes, de todos los controles sociales, incluido ese control interior
que se denomina responsabilidad; y es por ello que esos amores
inmaculados sólo tienen un tiempo porque no se puede mantener
indefinidamente la excitación de un solo partner, porque ese ona­
nismo a dos (en el que se paga al otro para masturbarte, para evi­
tar la habitual viudedad de la masturbación) no dura y se agota
una vez consumado. En otras palabras, la escena prostitutiva es
el lugar de realización de las pulsiones parciales cuya expresión
continúa estando más o menos reprobada socialmente. Pero, sin
embargo, sólo hace surgir esas manifestaciones de deseo llamadas
«anormales» para poder neutralizarlas mejor. Las conjura en el
doble sentido de la palabra, las Mama y las exorciza, '-•s suscita
y no las relanza, las provoca a fin de canalizarlas en el núcleo
privado de cada habitación detrás de los muros de piedra.14 Allí,
en efecto, se hace el amor, pero «sólo» y bajo la amenaza de un
reloj, bajo la implacable unidad de tiempo del trabajo. ¿No será
también a esta exigencia de confinamiento, a esta voluptuosidad

14. Notable excepción a esta situación, el Bois de Boulogne de Parí


que debe a su emplazamiento y a su topografía la reunión en un mismo
espacio todos los trabajos prostitutivos (mujeres, travestís, pederastas, hom­
bres) así como las peticiones sexuales más libres (camas redondas, voyeu-
risme, grupismo). Lugar de ciega mezcla de las perversiones gratuitas y
pagadas, es único en cuanto no las distingue aboliendo su desagrega­
ción.
del escondite, a la que la prostitución responde fundamental­
mente?
Una vagina que no es más que la funda de un pene; una
mujer que sólo sirve para la economía auto-erótica del hombre;
un acto sexual que sólo es un onanismo a dos; la relación prosti-
tutiva es esta triple ecuación. Establece un acuerdo único entre los
mecanismos monetarios y la sexualidad masculina; por una parte,
un erotismo aritmético con su unidad de base, la eyaculación, por
otra un orden del cálculo y unas cantidades abstractas, sus espon­
sales en la más perfecta de las simetrías como si una hubiera sido
inventada por la otra (y a su vez el orgasmo del hombre interven­
drá en el acoplamiento llamado normal como moneda de cambio
—tu placer contra el mío—, de ahí la importancia concedida por
los sexólogos a su definición «científica», orgasmo es la medida
de referencia del abrazo carnal, su recentramiento, su antepecho,
lo que le impide extraviarse con los caminos más insanos). Así,
pues, la prostitución no invita a aventuras obscenas sino a la tris­
te simplicidad del placer masculino; es una depresión constante de
la exuberancia, de esa exuberancia que significa para el hombre la
continuidad fabulosa del goce femenino. El polvo se caracteriza
por el hecho de que allí no pasa nada, que sólo puede suceder lo
que estaba previsto, teniendo en cuenta los cuerpos que allí se
derramarían y la proyección de las pulsiones en el espacio del di­
nero. Mirad la mujer pública; se pasea por las aceras, de pie,
atrayendo a los transeúntes, reteniéndolos con promesas de goces
extravagantes, pero tan pronto como se cierra la puerta de la
habitación, la vemos inclinada, invertida, contorsionada, agacha­
da, de rodillas, a cuatro patas, ocupada en hacer o en dejarse hacer,
flagelante o golpeada; chupante, chupada, lamiente, lamida, pe­
netrante, penetrada; expulsando sus materias fecales sobre la cara
gozosa de un usuario, recibiendo la leche de otro en sus manos,
en suma, solicitada por todas partes, abierta a todos los horizontes,
movilizada en cada uno de sus orificios; y, sin embargo, en esta
«bestialidad» de las posturas, en esta inversión de los órganos en
la que el ano hace de vagina con igual motivo que la mano, la
lengua o la boca, no veáis ninguna pornografía, ningún frenesí
o desenfreno sin unas simples actitudes laboriosas como el obre­
ro inclinado sobre su tomo, el cura bendiciendo a sus fieles, el
ministro declamando su discurso, el policía dispersando una ma­
nifestación, la secretaria tecleando en la máquina; pues mientras
el cliente se calienta, retrasa o adorna su pequeño placer, comien­
za a babosear y siente que el corazón le late en las sienes, la
mujer, por su lado, espera el fin del contrato, aplicándose en no
hacer jamás el amor sino en trabajar bien, asumiendo así en bene­
ficio del hombre la no-reciprocidad de la relación mercenaria; es­
forzándose en estar a la vez abierta a todo e inaccesible al menor
contacto, manejable e independiente, lasciva y casta, amorosa y
frígida; aprovechando su posición especial que le permite evitar
un compromiso real al tiempo que la hace disponible a asumir
todos los papeles, a prestar todos los servicios posibles exigidos
por el protagonista. Proletaria de la polla, estajanovista de la
esperma (cuántos millones de espermatozoos extraídos cada día
de las pelotas de esos señores), pero en un dispositivo muy espe­
cial que combina la monotonía gestual y la polivalencia funcional,
la insensibilidad y el desencadenamiento, el azar de las pulsiones
y la conmensurabilidad del dinero.
El ideólogo-tipo de la prostitución no es Sade o Fourier sino
Bentham, no los portavoces de las pasiones sino el guardián vigi­
lante del utilitarismo (en lugar de Bentham pudiéramos escribir
de igual modo cualquier experto del CNPF, cualquier asesor eco­
nómico del gobierno). La prostituta femenina tiene la ventaja de
trabajar sobre un material simple, evidente, la sexualidad mascu­
lina,15 sexualidad racional y transparente, totalmente externa y
finalizada, sin sombra ni recodo que obstaculice la conducción del
semen (y es verdad que la prostitución no sería tan rentable sin
esta reducción previa del erotismo masculino al fenómeno de la
eyaculación; doble ventaja, a un tiempo expulsar el azar y esta­
blecer las normas de espacio y de tiempo). De ahí el primer axio­

15. ¿Puede existir de otra manera que no sea bajo una forma lujo
sa una prostitución para mujeres? —en la que las mujeres sean clien­
tes— . ¿Cómo explicar el goce femenino, cómo medirlo en pequeños seg­
mentos fragmentables? No es casualidad si el único clientelismo hoy exten­
dido es el clientelismo masculino, prostitutos machos para otros machos,
prostitutas mujeres y travestís para los hombres.
ma de la venalidad amorosa: todo debe servir y contribuir a un
resultado visible, nada carece de efecto, ni la amabilidad, obsequio­
sidad, habilidad, ni la eventual belleza, bronceamiento, excitabi­
lidad, atracción del vestido, peinado, maquillaje del cuerpo ven­
dido. Toda palabra, toda sonrisa, todo movimiento, estremecimien­
to, emoción, inflexión, suspiro, el mismo placer constituye un
gasto, y todo gasto debe ser productivo. La prostituta hace el
amor sin tiempos muertos (ni a toque de trompeta), de ahí su
necesidad de ligar interminablemente, de atraer constantemente
nuevos clientes. Pero el principio completo de la prostitución se
enuncia del siguiente modo: todo debe servir varias veces, cada va­
gina reunir utilidades numerosas, cada cuerpo hacerse multipli­
cador. La repetición cuenta porque es la construcción de las con­
diciones del poder repetir. Se verifica la fuerza de cuantifica-
ción que desarrolla la máquina prostitutiva, para un máximo de
clientes, un mínimo de chicas; apariencia aplastante que encu­
bre una realidad escasa.
La habitación de hotel es ante todo un escenario en el que la
prostituta interpreta cada quince minutos el mismo papel con
un actor-espectador cada vez diferente y teniendo que utilizar
todos los recursos del arte teatral; para ella la realidad es el míni­
mo de trastorno posible en función del mayor beneficio; es preci­
so que el hombre se doblegue a los imperativos de su trabajo, que
la penetre sin despeinarla, sin deshacer la cama, sin exigir de
ella una participación que no puede ofrecerle, retirándose una vez
ha descargado o incluso mientras está haciéndolo, procurando no
manchar las sábanas con la polla que gotea, levantándose apenas
se ha puesto el calzoncillo y la mujer ya ha abandonado el lugar
si no ocurre como en el caso de clientes especialmente lentos, que
ya está subiendo con uno nuevo mientras el anterior no ha acaba­
do de ponerse los calcetines. Pues el local de amor no es única­
mente sala de espectáculo; también es un taller en el que la mujer
condensa los tres papeles del contramaestre, del obrero y de la
máquina, siendo el usuario el objeto a transformar; la calle se
convierte entonces en la oficina de engineering, el sector de pros­
pección, la parte de azar que la chica, representante de su propio
cuerpo, se esforzará en dominar atrayendo a los transeúntes con el
máximo de atrevimiento y de persuasión (podrá, por ejemplo, per­
mitir una ligera rebaja en el momento del abordaje y restablecer
el precio normal en el instante del paso a la acción). La acera,
único azar de este oficio, equivalente a lo que puede ser en la
industria el desconocimiento de las ventas, el flujo más o menos
constante de las demandas y de las salidas. La prostituta debe
extraer el máximo del cuerpo-cliente; máximo de dinero para
su bolsa, máximo de semen de sus pelotas; entregada a la rentabi-
lización de los sobrantes amorosos (es sabida la importancia es­
tructural que tiene el despilfarro para el capital), carga con un
impuesto una pérdida improductiva, la esperma masculina en su
eyección. Y dado que cualquier cosa está en función de otra, al
mismo tiempo que favorece el pequeño exceso del cliente, la
mujer se ampara en la austeridad, economiza sus gestos, los cal­
cula cuidadosamente, procurando que ningún trastorno o desfa­
llecimiento amenacen el cumplimiento del contrato. En el fondo,
el polvo es la forma comercial del destino.
La habitación de hotel es el espacio de las coexistencias más
monstruosas; la bella junto al jorobado, el paralítico junto al barri­
gudo, o al alcohólico; todo ser, desde el momento en que ha
pagado, es compatible con el cuerpo que se ofrece (a menos que
ese mismo cuerpo no sea excesivamente feo, gordo o deforme y
por dicho motivo no haga pagar carísimo el inestimable tesoro de
su posesión furtiva). Cualquier falta de estética o de convenien­
cia social aparece aquí corregida y borrada, no subsistiendo ya nin­
guna diferencia a no ser la relación igualitaria entre una demanda
y una oferta. La habitación resulta entonces el' mejor de los mun­
dos posibles, un espacio no discriminatorio, utópico, en el que las
segregaciones del deseo y las rivalidades inter-individuales quedan
abolidas en favor de la nivelación monetaria. El dinero rejuve­
nece a los viejos, madura a los jóvenes, hace mover a los para­
líticos, embellece a los contrahechos, borra las arrugas, en suma,
democratiza las relaciones humanas, homogeneíza los individuos,
es el pasaporte universal para el placer, hace a cada cual con­
ciliable con el ser que se vende, y gracias a él no hay cliente
que no se convierta durante un cuarto de hora en el equivalente
estético, erótico y ecológico de la mujer que compra. Entre la
prostituta y su acólito no existe otra analogía que la de los billa
tes de banco depositados sobre la chimenea; la monótona equiva»
lencia financiera ha eliminado toda incertidumbre, ha borrado la
alegre exuberancia de las seducciones amorosas, toda la aventuras
(tampoco forzosamente libre...) de las atracciones entre los cuer­
pos. La prostituta es un organismo polivalente al que ningún
deseo es extraño (en la medida en que ninguno le es propio).
Ella misma, negada como tal en su oficio, no reconoce al hom­
bre como a otro; el cliente que se acerca no es un personaje nuevo
sino el mismo hombre que acaba de satisfacer. Se la rebaja a una
función puramente instrumental; ella a su vez sólo ve al cliente
como instrumento de enriquecimiento. En el polvo, la cuestión de
la identidad de los miembros de la pareja no se plantea, las per­
sonas y las clases se confunden; el joven equivale al viejo, el gordo
al delgado, el arrugado al apuesto. Unos hombres respecto a los
otros no son más que fenómenos puramente reduplicativos de­
signados bajo un mismo término genérico, los clientes. En último
término, sólo importa que la esperma salga y que el dinero perma­
nezca, que el fajo de billetes sirva de memoria de todos los pe­
queños placeres sustraídos de los cuerpos-clientes.
2Qué es, pues, lo que el usuario desea en la prostitución?
La equivalencia, es decir, una relación especular, un cara a cara
reductor, narcisista; el hombre no acude a buscar un cuerpo de
mujer sino los indicios en ella de su propio cuerpo, un doble de
sí mismo, la confirmación de una servidumbre secular. Ahora bien,
¿qué hay más intercambiable para la regla mercantil capitalista
que la evacuación seminal, es decir, un goce limitado, mensurable,
visible? La prostitución es lo contrario del libertinaje porque
celebra las bodas desencantadas del deseo masculino y de la ley
del valor de cambio; no es la cloaca de todos los vicios sino su
disposición coherente o, mejor dicho, el lugar contradictorio de los
mayores desbordamientos y del mayor control. Todas las perver­
siones, por muy lúbricas que sean, pueden satisfacerse allí aunque
ello no impide que deban manifestarse a un bajo nivel, no desbor­
dando jamás el marco estrecho de la habitación de hotel o pro­
vocando un riesgo de contaminación pulsional (¿y por qué no ima­
ginar unos polvos de lágrimas, de carcajadas o de mimos no menos
reglamentados?). Puesto que está recortada, cronometrada y sin
sucesión, la sesión amorosa mercenaria permite la doble disminu­
ción del antes y del después, el cliente no tiene que seducir a la
chica que se lleva ni gestionar su relación; el polvo es una relación
ideal que no dura, no supone antecedentes ni consecuentes, cons­
tituyendo el lugar irreal del olvido y del engullimiento absoluto.
Por consiguiente el cliente no «paga» la mujer pública, la com­
pra, o mejor dicho, la alquila, la utiliza durante unos instantes.
Pagarse un hombre o una mujer (expresión que sobreentiende un
consentimiento recíproco) implica paradójicamente que se le(a)
tiene gratis puesto que ya uno(a) mismo(a) posee todo lo que
puede comprar del cuerpo del otro(a) sin pasar por la mediación
del dinero; o más bien la seducción es una forma de prostitución
camulada en la que la venalidad pasa por otra cosa que por los
signos financieros; si no necesito pagar al otro(a) para tenerlo es
que mi cuerpo es suficiente (hermoso, joven, fresco, pimpante,
sutil, grácil, perfumado, in, pop, retro, musculoso, atlético, bien
plantado, poderoso, viril, sensual, bonachón, simpático, completo,
desarrollado) para funcionar como moneda viviente (ninguna ne­
cesidad entonces de recurrir como el cliente a la moneda muerta),
es que el cambio ha prescindido del dinero porque él mismo ha
producido su propio código, su propio numerario (caso posible
en la sesión prostitutiva: el del cliente que gusta a la mujer;
doble cosa: paga cün su persona —algo suyo emociona a la chi­
ca— y paga una suma efectiva; indecisión de saber si el dinero
es el suplemento del cuerpo o el cuerpo el delicioso regalo ofre­
cido aparte de la prestación).
Espacio regulado de todos los desórdenes masculinos, nego­
cio razonable de lo insensato, la prostitución opera, pues, la con­
versión permanente de la fuerza libidinal en intensidades medias,
en placeres bien templados, muy aptos para procurar pequeñas
satisfacciones, pero con el mínimo energético requerido. Y sean
cuales fueren las exigencias del cliente, la violencia o la incon­
gruencia de sus anomalías, necesitarán a la postre doblegarse a la
gran ley de «la igualdad pulsional», atenuarse y apagarse en el
circuito fijo del intercambio y de la 'comparabilidad. De ahí los
avatares de esos hombres que ya sólo pueden tratar con prostitutas
porque sólo pueden desear lo que se compra y se vende, porque
sólo desean el código del valor, suprimid el «regalito» obligatorio,
instituid la prostitución gratuita generalizada y los clientes de­
jarán de empalmar:
«Una vez neutralizado el valor de cambio, el valor de uso
desaparece... Lo que necesitamos es lo que se compra y se vende,
lo que se calcula y se elige. Nadie necesita lo que no se vende ni
se coge, lo que se da y se entrega» (Baudrillard).
El desequilibrio del polvo no sólo no es duradero porque se
inserta en unas formas equilibradas que aseguran su repetición y
compensan sus desgastes sino porque el mismo polvo está organi­
zado para evacuar todo desequilibrio. Así pues, el abrazo no su­
pone ningún orden o desorden especial, es sexo lo que se hace
de él, sexo siempre susceptible de cálculos y de regulaciones que
limitan su alcance, lo segmentan y transforman la turbación de los
sentidos en dócil instrumento de enriquecimiento. Para la pros­
tituta, el ejercicio genital (el trabajo) es la experiencia segura,
monótona, sólida y la vida cotidiana un peligro de desorden per­
manente (no hay aventura compatible con la condición salarial).
Mientras la mujer abre los muslos, mientras el hombre se solaza
en ella todo es tranquilo, tierno, lujoso, reconfortante, el dinero
se acumula, los testículos se emancipan, la cadena del amor fun­
ciona. ¿Puede alguien afirmar que el polvo es un desorden limi­
tado? Pero ¿qué desorden podría poner en marcha la sexualidad
masculina —reducida a su más simple expresión— ? A partir del
momento en que la mujer ha decidido no gozar, no hay desorden
posible sino la simple realización de un circuito provisional. Y, por
tanto, lejos de mutilar un «desorden» (supuesto previo) uniéndolo
al orden (supuesto posterior) del dinero entrado a continuación en
el circuito de los cambios, la prostitución procura primeramente
convertir la demanda pulsional del cliente en una minúscula exi­
gencia; no se contenta con monetizar y evaluar todas las pulsiones,
comienza por debilitarlas, hacerlas funcionar a pocas revoluciones;
las aísla (nombrándolas, tarifándolas) al mismo tiempo que las
vuelve insípidas. Hasta tal punto que cuando el cliente entra en
la habitación o en el estudio de su pareja, es esta forma de sexua­
lidad —restringida, disminuida— la que se dispone a satisfacer
y no otra; es realmente un polvito lo que se dispone a echar, y no
el gran desbarajuste orgásmico. Y el mismo polvo no sería tan
rápido y funcional si no hubiera habido previamente un trabajo
de comprensión y de confinamiento sobre el deseo-cliente, si
ese mismo deseo no fuera ya deseo de reposo, de respiro, deseo
de pasar rápidamente. Así, pues, la sensación venal está dos veces
equilibrada, por el dinero que nivela y mide todos los incalcula­
bles y por la demanda del usuario que es en sí misma demanda de
orden. El hombre quiere un goce construido, disciplinado, sólo
un pequeño escalofrío, que la prostituta le vende mediante otra
concesión al orden establecido, la entrega de dinero que, por con­
siguiente, encadena definitivamente la irritación sexual al sistema
de las utilidades. Doble prisión, o si se prefiere doble seguro,
contra el riesgo, se circunscribe en los cuerpos (cliente y prosti­
tuido) unos campos de referencia libidinal con sus propias moda­
lidades de satisfacción y después se produce un modelo capa2 de
ser repetido, de engendrar una serie y de asegurar la cadena de las
rentabilidades. Por lo tanto, ninguna locura es posible, las inten­
sidades deben convertirse en intenciones mensurables, el deseo
reducirse a necesidades intercambiables. Y puesto que el polvo
siempre solicita los mismos deseos, da lugar a la repetición, hace
hacer y rehacer, no es más que un efecto indefinido de un poder
inicial, Lo que resultaría de un deseo deformador o excepcional,
el polvo sólo lo piensa para alejar su amenaza o convertirla en una
ligera inquietud que el dinero reabsorberá. El impromptu sólo será
admitido si da lugar a repetir el modelo simple como orga­
nización inmóvil, letal, inmutable.16 No hay polvo, por consiguien­

16. ¿Cuándo veremos el Catalogue de toutes les dames de Frunce con


el nombre, el precio, el lugar, Ja tarifa de cada una, incluidos impuestos?
(¡Qué maravilloso instrumento para la policía resultaría dicho fichero!)
¿Por qué no ver la Psychopathia sexualis de Krafft-Ebing no como un
libro paar médicos sino como una obra para uso de los propios «psicó­
patas» en la que cada uno de ellos pudiera encontrar el lugar, el precio
y las modalidades del dispositivo libidinal que prefiere y que le gustaría
satisfacer?; conviene añadir que si dicho libro estuviera redactado por
los propios perversos sería a la vez siempre diverso, móvil e interminable
si es verdad que la «creación» de las perversiones, es decir de las fantasías
y manías (no necesariamente sexuales), no tiene fin.
te, que no implique la frialdad libidinal como condición de sil.
ejercicio, pero tampoco existe ninguno en el que, pese a todo, na
se alojen —incluso rarificadas— ciertas intensidades, aunque seaíl
las intensidades de lo neutro, de lo medio, de lo mediocre (si exisí
te un «goce» de la prostituta es precisamente el de no gozar, dé
mantener la cabeza fría frente a todos esos miembros que la apiso­
nan y se vacían en ella).
<¡Es la prostitución un «mal» necesario? Está claro que nos
enfrentamos a una pregunta mal planteada puesto que el merce-
nariado amoroso alivia menos unas necesidades preexistentes qué
no construye y produce literalmente para su propio uso. La pros­
titución, por consiguiente, en cuanto máquina de fabricar lo
general con lo particular, jamás satisface otra cosa que la necesi­
dad que ha creado (lo que no significa que estas necesidades sean
por ello despreciables, y el cliente lo sabe perfectamente; si se
presenta —y en masa— en los lugares de la venalidad es porque
sigue prefiriendo un pequeño placer a ninguno en absoluto). El
polvo es un auténtico ritual pedagógico, un modelo de educación
libidinal, en él la mujer aprende a permanecer insensible, el hom­
bre a contentarse con escasas alegrías. Ahí está la sabiduría de la
institución.

Mediante el dinero la prostitución sitúa el desequilibrio del


deseo al abrigo del desequilibrio. Como desahogo instituido de la
plétora sexual, es un modelo de política contractual, sólo hace
vacilar en los límites muy estrechos del círculo monetario. Posee
la impasibilidad del dinero y su duplicidad; es mercantil, pero no
puede disimular los movimientos pulsionales que se cuelan tras
su surco. Cuando la mujer promete ser amable y dulce, si el usua­
rio añade algunos billetes a la suma inicial, es que, para ella, el
dinero es caricia, adelanto de tiempo y de espacio, pedazo de cuer­
po suplementario, extensión de su carne, extensión de su sangre
que le permitirá comprometerse, ocuparse algo más en el placer del
otro. Y en cierto sentido, existe, por consiguiente, una reciproci­
dad total entre la trabajadora y su acólito, pero a niveles dife­
rentes, la prostituta acaricia al cliente con sus manos, su boca,
sus muslos, él la acaricia con su dinero; y el contrato sólo es
equitativo si se tienen en cuenta esos dos umbrales disimétricos;
durante el polvo el hombre y la mujer no tienen la misma piel,
no reaccionan a los mismos contactos, no son sensibles a las mis­
mas caricias; esa disparidad fabulosa de las sensaciones (lo que
da placer a uno contraría al otro), esa combinación única en el
cuerpo venal de una total indiferencia al abrazo y de un interés
exclusivo por el salario, es otra, evidentemente, de la prostitución,
pero es también la situación del obrero de fábrica y de todos los
trabajadores actuales.
Ya que, con claridad meridiana, el célebre contrato de trabajo
es una ficción: ¿no son iguales en el polvo las dos partes con­
tratantes? la prostituta está doblemente disminuida respecto a su
cliente, por la necesidad material que la ha llevado a dicho ofi­
cio (presión de clase), por su estatuto de mujer (presión de sexo).
Y el hombre se aprovechará de ambas imperfecciones para conver­
tir el polvo en un aparato disciplinario, un ejercicio de castigo en
el que no cesará de decir sin palabras a su pareja: «Parécete a mí;
esa hendidura al final de tu vientre, esos senos, esas nalgas, esos
miembros delicados no son más que un error de la naturaleza, un
vestigio de animalidad; olvídalos, olvídate, confórmte a mi anato­
mía, yo soy el único cuerpo humano, pon tu deformidad al servi­
cio de mis gracias.» Así, pues, el usuario regala su sexo a la pros­
tituta, pero es una ofrenda envenenada, una vejación suplemen­
taria, un don que es privación, una colonización que es pillaje. Es
preciso que la mujer rinda vasallaje a partir de su sustrato ana­
tómico de mujer, es preciso que se incline libremente, que se
haga semejante a su cliente porque es irremediablemente distin­
ta. Por consiguiente, las prostitutas han estado encargadas hasta
ahora de expiar socialmente la diferencia de sexos. Pero no expían
sin hacer expiar a su vez. Y por dicho motivo, como veremos a
continuación, tiene tanta importancia su combate, pues la rela­
ción prostitutiva todavía no es suficientemente monetaria, fría;
está demasiado cargada, por parte del cliente, de resentimiento, de
odio, de abyecta voluntad de recambio, de manipulación absoluta;
siempre marcada por el deseo de devolver a la mujer, a través y
por mediación de proxenetismo, al orden del poder macho. Prosti­
tución libre quiere decir por parte de quienes la piden que el hom­
bre no se limite a pagar por su apetito sexual sino por todos los
fantasmas con los cuales pretende reducirnos, que sus deseos de
aplastamiento sean para nosotras fuente de beneficios, que el
cliente ya no sea el aliado, el protegido del macarra (del privado,
de la policía, del Estado, todos ellos buenos proxenetas) y que
nosotras dejemos de ser los chivos expiatorios del sexo femenino.
Bien está que se nos explote como trabajadores, puesto que éste
es el destino de todo trabajo en nuestra sociedad, pero no que
se nos haga como mujeres. Libre uso de nuestro cuerpo y libre
uso de nuestro dinero.
A V IS O A TO DO S LOS PREO CUPADO S

La dimensión del pene carece de Importancia

Las erecciones masculinas normales varían de 15 a 17 centí­


metros. Pero es absolutamente ridículo sentirse psicológica­
mente disminuido si tu pene no alcanza, completamente erecto,
más de 12 o 13 centímetros. Repetimos que no importa tanto
la dimensión del objeto como el uso que se hace de él. Y, por
tanto, carece de toda gravedad que el órgano erecto no supere
los 8 o 9 centímetros (lo que sigue siendo muy honorable), y
tampoco debes sentir la menor alarma si tu verga hinchada sólo
mide 5 centímetros o 4 o 3 o 2. Y si tu pene no supera los
50 milímetros o 1 centímetro, su talla en tal caso carece en
absoluto de toda importancia.
La fórmula: «Te amo»
El discurso de la liberación sexual ha culpabilizado al amor en
cuanto vivencia, y lo ha pasado de moda como escritura. Si ac­
tualmente existe algún romanticismo, es libidinal y no ya senti­
mental. En lugar de la pasión, el deseo; en lugar del corazón, el
sexo. Las diversas ideologías del placer se han enfrentado con la
antigua maquinaria del cuerpo y del alma para acabar diciendo
que no existen dos amores, uno espiritual, otro material, uno
noble, otro vulgar —porque las emociones tienen una única pa­
tria, el cuerpo— . Siempre que se ha cortado el ser en dos ha sido
para aplastar en él toda reivindicación carnal. De este modo el
deseo puede ampararse en el derecho de revancha, al silenciar el
amor, nos limitamos a devolver la moneda a su antiguo censor.
Pues la sentimentalidad parece haber tenido el único papel de
disfrazar, prácticamente impidiendo el libre desarrollo de las pul­
siones. En el momento que la represión sexual es juzgada bajo
todos sus aspectos, el amor está en el banquillo de los acusados
por asesinato en grado de complicidad.
¿Cómo atrevernos a hablar del amor? Nos falta valor. Lo que
antes se tomaba por el foco de los afectos no es más que una fan­
tasmagoría religiosa, una vieja luna metafísica y, peor aún, una
de las coartadas más frecuentes de la censura, la razón de ser del
asesinato de las pulsiones. Así, a menos de un gusto perverso por
las causas perdidas, no cabe convertirse en abogado defensor del
corazón en el sumario que se le instruye, ni reinstalar al amor en
el trono del que acaba de hacerle descender la revolución sexual.
Cabría únicamente preguntarse acerca de la pertinencia de ser revo­
lucionario en el terreno de la afectividad. Invertir los valores, en
efecto, es permanecer tributario del idealismo del que, mediante
esta conmoción, pretendemos desprendernos. Al condenar lo sen­
timental en nombre del deseo, no hemos escapado de la oposición
del alma y del cuerpo, ahora funciona en favor del elemento que
antes desvalorizaba. Siguen siendo las mismas parejas, ocupando
los mismos territorios y permanentemente enfadadas entre sí.
¿Quiénes son los nuevos vividores? Unos puritanos al revés.
Esos neo-victorianos predican el goce sin trabas y se aplican escru­
pulosamente a circunscribirlo al angosto ámbito en el que el es­
píritu canalizaba a la carne. El sucio secretito ha perdido su impu­
reza y su misterio, pero no su dimensión, sigue siendo iguálmen-
te pequeño. Todo es deseo, sólo existe el cuerpo, esta triunfal
generalización de lo libidinal al conjunto de la vida afectiva ha sido
inmediatamente desmentida por la definición restrictiva conferida
al deseo. Es exactamente la misma imagen de la sexualidad que al­
gunos pretenden defender hoy contra todos los avatares de la
sublimación, y que otros prohibían antes en nombre del amor
sublime.
Nuestra modernidad ha expulsado la pasión del discurso, pero
no es de ahí de donde procede el desprecio de lo sentimental. Lo
político-sexual, a este respecto, tal vez no ha hecho más que con­
ceder una caución subversiva a un viejo prejuicio mayoritario. Hay
que creer que el descrédito ya estaba en marcha en la época en que
Rousseau contaba el idilio de las cerezas, puesto que la risa de
la Opinión le obligaba incensantemente a interrumpirse, para res­
ponder y para justificarse. He ahí los hechos: un día mientras
paseaba sin rumbo fijo Jean-Jacques encuentra a Mlle. de Graf-
fenried y a Mlle. Galley «que al no ser excelentes amazonas no
sabían cómo obligar a sus caballos a cruzar el arroyo».1 El acude
en su ayuda, y atraviesa la corriente de agua cogiendo a los
caballos por las riendas, Las dos muchachas deciden mantener pri-

1. Jean-Jacques Rousseau, Confessions, la Pléiade, p, 135.


, sionero a su hombre providencial, y le conducen, para secarle,
a Toune donde Mlle. Galley posee un castillo y donde, precisa
i ella, no se encuentra aquel día su madre. Conversación ininterrum­
pida durante el viaje («no dejamos de hablar un solo instante»);
delicioso almuerzo en la cocina de la granja; postre de cerezas que
Jean-Jacques recoge del árbol y de las cuales, por torpeza, deja
caer un ramillete en el seno de Mlle. de Graffenried; deseo furtivo
de ser una de las cerezas extraviadas. Pero incapaz de metamor­
fosis, zoquete, desprovisto de la menor ocurrencia, Rousseau no
pasará por ahí. Es una historia muy extraña que él nos cuenta de
este modo, una historia sin acontecimiento palpable; unos gérme­
nes, unos deseos, unos gestos esgozados, unos suspiros, unos es­
calofríos, unas veleidades a las que nada, absolutamente nada,
pone punto final. En suma, una ocasión fallida. Este es el proble­
ma del narrador, rehabilitar su placer, hacer vivir como una
aventura única lo que al lector se le antoja espontáneamente un
fracaso ridículo; rechazar cualquier interpretación de lo que no
ha hecho, formulada en nombre de lo que hubiera debido hacer;
desanudar el vínculo de la voluptuosidad y del poder para que ya
no sea posible hablar de impotencia. Y para defender sus fiascos,
Rousseau no adopta el punto de vista de la virtud sobre el vicio,
o del corazón sobre el cuerpo. Más radical que nuestros modernos
liberadores, el viejo angelote sentimental debarata todo dualism,o.
Considera la turbación amorosa en términos de sexualidad y de
goce, pero no para diagnosticar inmediatamente un goce sublima­
do y una sexualidad que se descarría, que se idealiza o que se
degrada. Todas estas faltas direcciones implican un sentido único,
y se refieren a un estado real del deseo, un trayecto oficial y el
único legítimo, la norma de la genitalidad.
«Quienes lean esto no dejarán de reír de mis aventuras
galantes, observando que después de muchos preliminares las más
osadas acaban por besar la mano. Oh lectores míos, no os con­
fundáis. Quizás he sentido yo más placer en mis amores que con­
cluyen con una mano besada del que vosotros podéis haber sen­
tido en los vuestros que como mínimo comienzan ahí.» 2

2. Confessions, op. cit., p. 138.


¿De qué está compuesto este placer? De adentrar al individuo
por un camino que no lleva a ninguna parte. El sentimentalismo
derrota el destino narrativo que la genitalidad prescribe a las
pulsiones. Ninguna disciplina estructural conduce ya al goce. Los
momentos sensuales no son identificables por unas funciones, ha
sido alzado el determinismo que les obligaba a remitirse a un acto
complementario, a un gesto consecuente. Inconsecuencia del atur­
dimiento sentimental, al encadenamiento inexorable del guión
orgástico, opone un placer difuso, estacionario, antinarrativo. En
tal caso, la intensidad es libre, pasiva, ya no existe un momento
obligatorio o un lugar privilegiado, ya no es esperada en ninguna
parte, ya no es imposible que surja de una mirada, o emigre en
un beso.
Rousseau, por tanto, no pretende trascender el erotismo, no
tiene una perspectiva religiosa de redención, sino una óptica total­
mente inmanente de extensión; lejos de espiritualizar la carne,
erotiza el corazón, sexualiza el espíritu y sustituye el contraste
entre la inocencia y la sensualidad por la sensualidad de la inocen­
cia. Inocencia, además, es una palabra que hay que entender en
un entorno próximo al de estupidez. El sentimentalismo es estú­
pido. Ni siquiera es una perversión capaz de desviar el deseo de
su finalidad natural para darle otro objetivo, es la suspensión
provisional de toda finalidad. En la emoción yo puedo escuchar
mi deseo, que balbucea pues no sabe lo que quiere o, mejor dicho,
no puede definirse como voluntad de algo. Deseo extraviado, y
no arqueado, conquistador.
Existe una finalidad de la libido que define su objetivo (lo
genital) y su movimiento (la posesión); por dejar de suscribir esta
finalidad el sentimentalismo es ridículo. Ridículo, es decir estú­
pido (estupor del sujeto; ineptitud de la intensidad en convertirse
en intención); es decir pasivo (se trata, como bien dice la lengua
clásica, de un transporte); es decir femenino (el goce me llega,
pasa por mi interior, me atraviesa, no lo descargo).
Bajo la excusa de liberar el deseo del oscurantismo amoroso,
se pone a flote, confiriéndole una nueva legitimidad, el antiguo
odio viril de lo femenino. Punto coincidente de la represión del
sexo y de su emancipación, la represión sentimental descalifica
toda forma de goce que no responda al modelo fálico de la volup­
tuosidad.

La a l e r g ia

«Si tu m’aimes, ii faut le dire


il faut me prouver tes émois
il faut me prouver ton délire
mon amour parle-moi.» *

D e sn o s

El amor es la experiencia de un doble extravío, extravagancia


de la sensualidad distraída de su finalidad genital; debilidad del
sujeto como despojado de sí mismo y de todo dominio, desorien­
tación y desgarramiento. Ahí es posible que resida la causa de
que el amor jamás venga solo, que el goce de la febrilidad apa­
sionada coexista con la nostalgia del poder, de la paz, de las bajas
intensidades. El extravío suscita el deseo de retorno (a sí y a lo
mismo). El ser despistado quiere regresar, bien al modo libertino,
centrando sus apetitos en el único momento que los colma, bien
al modo charlatán nombrando el amor para transformar lo que
sucede en lo que conviene, la aventura en conveniencia, y la tur­
bación en certidumbre. El Otro está presente sin que se me dé;
le cubro de palabras para que me sea dado con su presencia. La
declaración de amor sólo viene a la boca para exorcitar el azar, la
fragilidad, la confusión y la locura que amenazan a un afecto
abandonado a la incertidumbre del silencio.
Enamorado y confesando mi amor, no sublimo el deseo, señalo
y combato a unos indeseables, protesto con todas mis fuerzas
contra el carácter imprevisible del sentimiento que me colma, su
posible evanescencia, su destino de desgaste y contra la exterio­
ridad del otro. «Te amo», una palabra enloquecida se apodera,
* Trad. literal: «Si me amas debes decirlo / debes probarme tus emo­
ciones / debes probarme tu delirio / habíame amor mío». (N. del T.)
para codificarla, de una relación irresponsable; un deseo se en­
frenta con el desconocido al cual se dirigía antes. El desconocido,
es decir el Otro. Ya que la alteridad no es un espectáculo, el
encanto casi turístico de una diferencia exhibida. No es lo insólito,
coquetería de lo Mismo, enigma provisional que, un día u otro,
se entiende y entra en la trama inextingible del orden. Percibo
la extrañeza de lo ajeno en la impotencia de mi fantasma para
englobarlo, contenerlo, en su presencia que domina mi acogida
y supera la idea que él me deja. Ajeno es otro, no cuando puedo
enumerar las facetas de su originalidad, sino cuando la siento
precaria para mí. Su irrupción me conmueve, me estorba o me
pilla en falta, su diferencia se niega a habitar los lugares que
yo le atribuyo y a responder al sentido que proyecto en ella,
jamás está íntegro en el lugar donde lo desea y sitúa mi espera.
Escasos, por ello, son los otros que me obsesionan suficientemente
para que yo vibre en su infinitud.
«Creemos saber exactamente las cosas y lo que piensan las
personas por la simple razón de que no nos preocupamos de sa­
berlo. Pero en cuanto tenemos el deseo de saber, como le ocurre
al celoso, es un vertiginoso caleidoscopio en el que ya no distin­
guimos nada» (Proust).
El enamorado ve turbio. Harto obsesionado por un ser para
querer conocerle, demasiado pasionalmente ligado a él como para
esperar preverle, excesivamente paciente y febril como para des­
cifrar todos los signos que de él recibe, el amante celoso se siente
incesantemente desestimado; el exceso de imágenes, su desorden
irreductible desanima las ordenaciones de su imaginación. Es lú­
cido no porque consiguió capturar la verdad del Otro sino por­
que experimenta cuanto tiene de ilusorio tal deseo. Unicamente
se conoce a aquellos a quienes da igual conocer. La representación
clara es una añagaza de la falta de inversión libidinal; sólo el
reflujo o la indiferencia del deseo puede procurar la sensación
de saber. El celoso accede a la clarividencia, es decir, paradójica­
mente a la miopía, a la imposibilidad de ver clara la infinidad
ajena.
«Yo podía sentar a Albertine en mis rodillas, tomar su cabeza
entre mis manos, podía acariciarla, deslizar largo rato mis manos
sobre ella, como si hubiese manejado una piedra que encierra la
sal de los océanos inmemoriales, o el rayo de una estrella; sentía
que tocaba únicamente el sobre cerrado de un ser que desde
dentro llegaba al infinito.»
El amor transfigura unos seres normales en seres huidizos;
cuando el otro desbarata mis proyecciones y confunde mis fan­
tasmas tengo la certidumbre de amarlo. Un pleonasmo: l’amor
flou. Pero el privilegio de un ser volátil es el de poder desapa­
recer y todo destello evoca la inminencia de su desvanecimiento.
«Una jaula iba a la busca de un pájaro», escribe Kafka, lo que,
en materia amorosa, puede enunciarse así: una palabra-jaula iba a
la búsqueda del Otro-pájaro.
Más allá de la confesión del sentimiento, la declaración tam­
bién tiene por finalidad segunda (pero no subalterna) crear una
simetría, una polaridad de las personas. En cierto sentido, el
verbo amar no es más que la cópula que une los dos pronombres,
yo y tú. Bajo su inocencia lingüística estos signos vacíos trans­
portan la plenitud de una responsabilidad. Invisten los seres que
designan y los transforman en pareja. Al decir «te amo», se trata
a la vez para mí de dominar al Otro y de situarle en condición
de igualdad. Pues situarle en condición de igualdad, tratar al Otro
de alter ego, ofrecerle la tentación de un contrato amoroso, es en
el mismo acuerdo el ejercicio de un poder por el cual otro des­
ciende hasta la persona, por el cual se compromete a la palabra
dada; se halla incluido en la palabra que yo le doy para que él
la coja, se coja y se mantenga en ella al devolvérmela. Existe una
violencia de la reciprocidad, y la fórmula «te amo» combina de
manera inefable la alergia y la efusión, la sofocación sentimental
y el deseo totalitario de absorber el objeto amado en la inmanen­
cia de un pacto de términos claros.
Cuando me decido a la solemnidad del «te amo» es para
poner fin al tormento de una aparición-desaparición, es para con­
finar al destinatario en la relación que preparo con él, es para
tutearle. Llamamos tuteo al momento de la puesta en relación
que embarca al Otro en la misma balsa que yo, que le entrega
al diálogo, la intimidación de responder, de situarse. El «te amo»
deja entender tanto la vehemencia del apostrofe como la dulzura
de la confesión: el deseo de sedentarización («No te muevas,
quédate donde estás, ahí donde yo pueda verte por entero») acom­
paña siempre la embriaguez afectiva.
Lo que yo espero, por tanto, del verbo amar es liberarme de
la espera; quiero conjurar mi debilidad, vencer en el Otro todo
poder de alteración. Es algo que también puedo pretender de la
ruptura. Decir «te amo», romper, dos variantes de un mismo
deseo de desenlace. Se trata, bien aniquilándola, bien haciéndola
previsible, de dominar la presencia del Otro. O bien desaparecerá
de mi historia, o bien habré seducido el azar y entraremos juntos
en la historia programada para nosotros por el código amoroso.
Más allá de su oposición, ambos términos de la alternativa su­
primen idénticamente una pavorosa posibilidad, que, por el amor,
mi historia sea relación con lo desconocido.
«El se decía que esa joven tal como la amaba no era más
que un producto de su deseo, de su pensamiento abstracto, de
su confianza, y que su amiga, tal como era realmente, era la que
estaba ahí, desesperadamente otra, desesperadamente extraña,
desesperadamente polimorfa.»3
Una loca voluntad de regularización, el miedo de la espera, la
desesperación en que introduce el surgimiento de la alteridad,
la relación que comienza vivida como lesión peligrosa, son los
tópicos de la ruptura y de la declaración. Pues existen seres para
quienes el exilio del Otro es preferible al desfallecimiento que
engendra su proximidad. Romper, entonces, no es más que reac­
cionar a la ruptura que ya se ha producido; el amor sólo puede
entrar en mi ser mediante una fractura. Existe esta fractura y su
misma brutalidad me despierta del sueño afectivo en el que podía
tanto complacerme como aburrirme; el amor es insomnio. Rom­
per con el amor, es querer borrar esta ruptura primera, recu­
perar el sueño, la tibieza del bienestar, la lentitud de las inten­
sidades. Volver a mí, al precio de este renunciamiento. Romper
para colmar la ruptura.
Pero sucede que el Otro sobrevive al «te amo», y que pese

3. Milán Kundera, Risibles Amours, Gallimard, p. 87 (subrayado por


nosotros). '
a mi llamamiento mantiene la posición de eminencia de la que yo
estaba tan empeñado en desalojarle. De igual manera, en lugar
de abrirme al mundo ofreciendo a mi deseo convaleciente todos
los seres que la espera de uno solo había excluido, la ruptura
puede errar su blanco y sumirme en el embotamiento. Pese a su
evidencia, la separación, en tal caso, sólo se deja entender en
términos interrogativos de ¿es verdad?, ¿se ha terminado? ¿ha­
bría roto yo? El Otro sobrevive en mí, en el instante de la sepa­
ración, con tal fuerza y tal insistencia que el mundo se muestra
desacreditado, todo flota. Lejos de ser una invitación a mi dispo­
nibilidad, la nueva indeterminación en que se mantienen los seres
y las cosas me indica únicamente que he muerto al mundo, que
no está en mi mano borrar la ruptura, y que la ausencia del Otro
me abruma, me molesta y me aniquila tan radicalmente como me
alienaba su presencia.
Amo cuando ni la respuesta del «te amo» ni la iniciativa de
la ruptura han sabido poner fin a mi debilidad, a mi pasividad.
Amo cuando accedo a la paradoja del otro, cuando le fijo una
cita, y experimento su alejamiento, el dolor de su inaccesibilidad;
cuando intento escaparle y todo se vuelve en contra, lo lejano se
hace próximo, apremiante, ineludible. Escapa y yo no puedo
escaparle, es la experiencia misma del desasimiento, la moraleja
del amor, de aquel que ocultándose, me obsesiona, me hiere y me
separa de mí mismo, del «alter ego», yo no soy el igual.

E l tum ulto

Te amo; este mensaje pretendidamente primario es en reali­


dad un entrelazamiento de afectos exclusivos e indisociables, y su
aparente simplicidad combina el júbilo, la ansiedad, el homenaje
y la alegría. El susurro de la confesión permite oír una auténtica
cacofonía sentimental en la que el amor se canta de todos los
modos.
«Te amo» es ante todo, se trata de su evidencia gramatical,
La Sexonitis 2000. Determinados factores psicológicos y físicos
son Indispensables para la realización perfecta del acto sexual.
¿Cóm o podemos saber si en el momento propicio estaremos
a la altura? Una ciencia nueva, la biorritmia, prevé los momentos
favorables y ios momentos adversos. De una manera rigurosa­
mente científica nos señala las evoluciones del organismo, los
«altos» y los «bajos». Todos tenemos un ciclo que nos deja
fatigados y vulnerables o en plena vitalidad. Por primera vez
y en exclusiva mundial les presentamos un aparato electrónico,
la Sexonitis 2000, ¡que día tras día le muestra su estado intelec­
tual, físico y sexual!... La electrónica al servicio del sexo. El
barómetro del amor. Bastarán 2 operaciones para que le propor­
cione el grado de su potencial.
Anote pulsando las teclas.
1. a) su día
b) su mes de nacimiento
c) su año
2. La fecha del día.
En una décima de segundo la Sexonitis 2000 le Informará. Las
cifras que surjan le indicarán unos resultados sin error.
Para el día en cuestión:
Las cifras físicas:
de 2 a 11: está en plena forma
13 a 23: su forma no es excepcional
Sexuales: de 2 a 14: su sexo está dispuesto a todo
16 a 28: su sexo no está para proezas
Intelectuales: de 2 a 16: su inteligencia es excepcional
18 a 33: su sexo está flojo
Como los grandes jodedores y las grandes jodedoras dependen
en escasa medida de su inteligencia, es mejor tener de 2 a 14
en las cifras sexuales que de 2 a 16 en las cifras Intelectuales.
Un intelectual está muchas veces cansado para hacer el amor
con su compañera. Ocúpese fundamentalmente de su forma
física y sexual y deje para los politécnicos el cociente intelec­
tual. Cada vez que deseen joder cojan su Sexonitis 2000 y miren
su coeficiente. Hagan el test al mismo tiempo a aquella o a
aquel que van a honrar con su leche. Sabrán la forma en que se
encuentra, y si ese dfa no está muy en forma, a usted le
corresponde jugar con su s conocimientos en la materia para
hacerle saltar por el aire. La electrónica sirve también para los
juegos de las partes traseras. Este aparato electrónico del sexo
sirve también de máquina de calcular. En un segundo puede
sumar, multiplicar, restar. El resultado de su s operaciones apa­
rece en el tablero luminoso. Un atractivo más de Sexonitis 2000.
(De un catálogo de sex-shop.)
una fórmula asertiva, proclama un éxtasis, afirma un paroxismo,
denomina una dicha. También es un optativo, digo «te amo»
para volver a ser el «yo» que, a partir de mi amor, ya no soy,
para reintegrar el reino de interioridad y de sustancia de que he
sido destronado. Hablo de un no-lugar —de aquel donde yo he
dejado de ser; designo un lugar —«tú»— donde el Otro todavía
no está, pero al que yo deseo verle descender. «Te amo» es, por
consiguiente, una expresión propiciatoria que pide que los pro­
nombres produzcan unas personas; «yo» expresa la nostalgia de
la interioridad perdida, y «tú» el deseo de que el objeto amado
responda a una identidad. En «te amo» existe también la vehe­
mencia del imperativo, ¡ámame! ¡Te ordeno que me ames! ¡Es
necesario que pagues tu deuda! Amor mío, lo quieras o no, con­
viértete en mi deudor, hay un daño, una lesión que tú has
provocado y que sólo podrás expiar aceptando la reciprocidad. Mi
amor me autoriza a reclamar que me ames, de igual manera como
el libertino, en las instituciones sadianas, se siente autorizado por
el deseo que experimenta para someter al ser deseado. Todos los
tiernos amorosos son unos sádicos del afecto, y su confesión de
dependencia es simultáneamente exigencia de reparación.
Finalmente, hay que entender «te amo» en interrogativo:
¿me amas? Pregunta apocalíptica, puesto que mi entrada en el
paraíso queda subordinada a su respuesta. Recibir la confesión,
en efecto, me hará cambiar de mundo. Pasaré en un instante de
la pérdida subjetiva al triunfo narcisista; eufórico, extraviado y
todavía inseguro gozaré de la consistencia de aquel yo del que la
aparición del Otro me había, por decirlo de algún modo, desalo­
jado. Estaba encantado (encantado por el Otro, encantado de
mí mismo); estaré reconfortado. En el caso del amor compar­
tido, el tuteo del «te amo» sólo colma el goce para asegurar el
advenimiento del placer; es una captura que sumerge a su pri­
sionero en la euforia más intensa. El remitente quiere apoderarse
y el destinatario es apoderado, lleno de estupor por la gracia que
le llega. Existe reciprocidad cuando el chantaje del apóstrofo
amoroso llega a su destinatario bajo la forma de colmamiento.
Cambiar de pareja puede ser un remedio al conocimiento del
ser amado, el medio de repetir el encanto de las inclinaciones
nacientes y la belleza de los comienzos, el esfuerzo de preservar
el asombro en la aproximación amorosa; pero también puede ser
la aptitud despótica del seductor en reducir cualquier criatura
que desea a la imagen que se hace de la mujer, para estar seguro
de conquistar variando lo menos posible su táctica de embauca­
miento. La primera cualidad de un seductor es el ascendente, es
decir, el rechazo a dejarse desposeer; en lugar de permanecer sin
voz ante la aparición del Otro, toma la iniciativa, y vencida cual­
quier timidez se conjura la posible turbación, acogiendo el objeto
del deseo en el orden que hubiera podido desordenar.
«Hay hombres que mueren sin haber sospechado —salvo du­
rante breves y terroríficas iluminaciones— lo que era el Otro.» 4
La facilidad del seductor, su envidiada desenvoltura proceden
de que jamás ha sido rozado por esa sospecha. No conoce el
desfallecimiento, única señal de la alteridad. Al igual que Ray-
mond Roussel que dio la vuelta al mundo sin salir jamás de su
camarote, el seductor es un viajero sólipsista que colecciona
indefinidamente las conquistas, pero que, como precio de esta
ebriedad numérica, se prohíbe toda experiencia del infinito (el
infinito, el hecho de que el Otro escape a mi presa, no esté por
entero en mi lugar, su excedente, o para seguir utilizando el len­
guaje de Lévinas, su resistencia a toda forma de totalización).
Hay dos formas extremas del ascendente, la burla y la seduc­
ción. El burlón subyuga a su víctima, es decir, la convierte en
el cómplice hechizado de su propio encajonamiento. La víctima
está como petrificada y, al caer en todas las trampas, acumular
generosamente los errores, alimenta la pasión de su verdugo y
mantiene el mismo discurso en que quiere precipitarla. También
la seducción exige una perfecta conformidad entre la imagen y
el objeto, entre la criatura sobre la cual el ligón ha echado el

4. Sartre, L ’Étre et le Néant, p, 449


ojo y la idea de la mujer que pasea en él —lo que le gusta, lo
que le hace reír, le asusta, le excita o le encanta— . El seductor
atrae la eventual pareja en su fantasma, y la deja indefensa ante
esta fuerza de atracción. La atracción sería, pues, a un tiempo
el atractivo (el arte de gustar) y la absorción (la domesticación de
lo Nuevo, su englobamiento de la exterioridad tan imperioso que
la doblega a su ley.
El seductor teme ser estúpido, se prohíbe el estupor y no
hay cosa que le avergüence más que ser pillado en falta. A este
respecto, el amante silencioso es lo contrario del seductor, no
vive el desasimiento como fiasco sino como goce. He ahí por qué
aplaza la declaración del «te amo». Pues en un mismo instante
la declaración de amor denomina el goce y lo revoca. Seguridad
afectiva, dos palabras que se dan bofetadas entre sí. La afecti­
vidad es ese modo de conocimiento que nos dice que lo ajeno
no es seguro. La seguridad, baza del «te amo», pone fin a la
situación de falta de poder, y, con ello, derrama al niño junto
con el agua del baño, el goce amoroso junto con la debilidad
y la inquietud. Por dicho motivo algunos amantes, cuando la
confesión está a punto de escapárseles, se resisten a la efusión y
prefieren obstinadamente callar antes que oficializar el sentimiento
que les colma. Presienten muy bien, en la sabiduría de su reti­
cencia, que la denominación hace estragos y qu nada queda
de una emoción fulminada.
Un vértigo convertido en ley, éste es el efecto del «te amo».
Con esas palabras, juro fidelidad al Amor, hago el juramento de
conformar a él mis comportamientos, para protegerlos contra su
propia imprevisibilidad y para llevar al Otro a operar la misma
sujeción. Mediante su formulación, el Amor accede a la dignidad
de modelo, es la esencia abstracta, el paradigma seguro que per­
mite de ahora en adelante evaluar y juzgar cada momento de la
relación. Precisamente a esta coronación quieren escapar los aman­
tes nebulosos: se niegan a sacrificar la singularidad de su aven­
tura al deseo de tranquilidad. Si cedieran a la sinceridad se con­
vertirían en comediantes; entregados a encarnar la Idea del Amor,
se extenúan por estar a la altura, por emitir los buenos signos,
por jugar bien. Silencian su amor para no verse en situación de
copiar al Amor. A la ley del juramento y a las garantías del
contrato, prefieren los estupores del amour flou. «No confieses
jamás» pudiera ser su divisa, pues piensan que el amor tiene
tanto miedo de la claridad como el deseo masculino del orgasmo.
Suspenden el espasmo del «te amo» para sustraer su dicha previa
a la dicha, a la seguridad de los caminos trillados. £1 silencio
es peligroso, pues no asegura contra la escapada o contra el equí­
voco; pero la descarga verbal es melancólica pues, al colonizar
el futuro, precipita el amor en un universo opresor y señalizado.
Por analogía con la ascesis erótica china, podemos denominar esta
perversión afectiva que prefiere el azar de una relación a la segu­
ridad y la plenitud el amor reservata.
El desasimiento, fiasco para el seductor, goce para el amante
silencioso, encubre un peligro insoportable para el amante sincero.
El enunciador del «te amo» quiere ejercer un dominio, inmovi­
lizar al Otro, obligarle a ser claro. Que no sea huidizo ni dúplice,
que me resulte simétrico y que yo sepa a qué atenerme respecto
a las emociones que le afectan. «Que tu verga esté hecha de tal
manera que sólo se alce para el amor»,5 he ahí la confesión del
Incomplaciente, y el «te amo» confía su realización. Mandato de
la confesión, poner orden en la anarquía de las intensidades, «es­
capar a la espantosa duplicidad de las pulsiones».6 La inteligibi­
lidad disuelve el equívoco, y, en la medida en que, hablándose,
se inscribe en un código totalmente conquistado y explorado, el
tiempo amoroso puede convertirse en tiempo previsible. Sé lo
que me espera, sé donde esperarte; he arrancado estas garantías
para calmar el fantasma de la desaparición, para tranquilizar mi
miedo de que no vuelva.
Es difícil sustraerse a la declaración amorosa, pues lo que se
aloja en ella es la posibilidad de pedir cuentas. Bajo el efecto
mágico de la confesión, una relación aleatoria, insegura, sin
prueba, sin referencia y sin caución, se metamorfosea en balanza
de pagos, cálculo minucioso de los gastos, ingresos, déficits y
compensaciones. El amor accede al discurso bajo forma de nego-

5. J.-F. Lyotard, Économte libidirude, op. clt., p. 305.


6. Ibid., p. 304. '
do; las emociones se convierten en signos en los cuales la ansiedad
de los dos amantes se atribuye desde entonces el derecho de leer
la continuación, o la ruptura de su contrato de redproddad.
Estupidez, codificadón, amour flou, cada cual parece haber
elegido el terror en el que escapa. El amante disimulado, al
negarse a confiar su vértigo a la sofocadón del «te amo», soslaya
discretamente el lugar del poder, poder sobre el Otro, pero tam­
bién sobre sus propias emodones, cuya formulación le convertiría
en gestionarlo y fiador. El seductor y el enamorado dedarativo,
que separan todo el universo de la sentimentalidad, se encuen­
tran sin embargo en el odio del desasimiento; ambos sacrifican
el goce al lenguaje. El seductor habla para no ser turbado, y el
enamorado se dedara porque el goce es caprichoso, evanescente,
irregular mientras que los signos son daros, domésticos, repe-
tibles.
¿Qué es lo que más me asusta? ¿La responsabilidad, lo im­
previsible? ¿El equívoco o la negodadón? ¿Los códigos o la im­
precisión? Esta es la cuestión que debaten internamente los aman­
tes al borde de la confesión, su to be or not to be sentimental.

El d is im u l o

Quien no sabe disimular no sabe amar; tanto los hipócritas


como los sinceros, los ingenuos como los amantes de tejemanejes,
todos los amantes deben suscribir la validez de este aforismo. El
ligón y el amante silendoso viven dos experiencias inversas de
la discreción, d ligón formula unos sentimientos que su deonto-
logía profesional le impide sentir, el amante que no dice «te
amo» silenda los sentimientos que experimenta. Cada cual prac­
tica su fingimiento, la charla dd primero es una estratagema de
conquistador; el silencio del otro rechaza el destino conyugal que
el lenguaje imparte al amor. El libertino disimula sus reales in-
tendones mediante el lenguaje. El amante que se niega a la
confesión disimula su vértigo en el lenguaje porque sabe que la
palabra amorosa metamorfosea en demanda la emoción de que
se ha apoderado.
Precisamente a esta demanda cede el enamorado declara­
tivo, cuando, sin poder soportar una espera mayor, quiere arran­
car al Otro las palabras maternales que sabrán desanudarlo todo:
«Bueno, ya ves, me quedo». Lo que lleva al enamorado a hablar
es la impaciencia de vivir dichoso bajo la hermosa claridad del
lenguaje, el presentimiento de que la felicidad está muy próxima,
a tiro de confesión, y que sólo depende de una palabra, de una
respuesta. Pero ya sabemos que «fueron expulsados del Paraíso
a causa de su impaciencia» (Kafka). Para no ser expulsado del
Paraíso, antes incluso de haber entrado en él, hay que sujetar la
impaciencia a un cálculo de oportunidad y buscar a la solicitud
un sistema de lenguaje que oculte su tiranía. En el momento de
decirlo todo, el amante sincero recupera la duplicidad; el amor
sin reservas también tiene su retórica —su arte sutil de la reserva
en el doble sentido de aplazamiento y de disimulo— . La astucia
sentimental consiste en preguntarse: ¿qué entrada, qué tonalidad,
qué momento elegir para encerrar al Otro sin asustarle? ¿Cómo
decir «la palabra de la solicitud» 7 maquillando la solicitud? El
arte de amar consistiría en saber modular el «te amo», encontrar
un modo suave de imploración, hacérselo decir todo a la confe­
sión salvo el deseo que la engendra. Pues el horror de la alteridad
es determinante pero absolutamente inconfesable al ser que la
inspira.
Por dicho motivo los amantes declarativos también deben ser
unos tramposos, cuelan la intención del contrato ocultándola bajo
la intensidad del momento, o bien confían su destino al humor
que, en las relaciones amorosas, es la cortesía de la solicitud,
pregunta, puesto que sientes su urgencia, pero, aconseja el humor,
pregunta cortésmente, ligeramente —reviste tu miedo de sonrisa
y tu cálculo de broma—. Los enamorados son unos taimados cuan­
do, en el seno mismo de la transparencia, saben disponer su
secreto.

7. Roland Barthes, Rolattd Bartbes par lui-méme, coUection «Écrivain


de toujours», Éd. du Seuil, p. 116. '
Dos modos habría de vivir el amor, el mariposeo y la pasión.
Por un lado la circulación del deseo —su contagio delicioso y su
hospitalidad; unas relaciones múltiples, móviles y ligeras que em­
palmarían, sin exigencia ni exclusividad, unos flirts fugitivos, un
paisaje afectivo incesantemente cambiante, confuso— . Por otro, la
fatalidad, es decir, la caída fulgurante de la pasión; una fijación
brutal, perentoria, el amour fou que sucede al amour flou; la
imagen fija al movimiento. La pasión hace el vacío, congrega en
una sola persona los afectos esparcidos a todos los vientos por la
generosidad insaciable del amour flou.
Pero hay que llevar este antagonismo hasta su anulación, el
instante cuando el desierto del amour fou se revela como una
variante y ya no como el inverso del amour flou. La pasión ex­
clusiva experimenta sobre un único ser el temblor de la imagen
con que gratifica, al rechazar la trampa de la fijación, la pasión
nómada. Siempre existe, incluso si está preparado por la Ausen­
cia, el Edipo o la Literatura, algo de absurdo en el nacimiento
de una pasión. Pues la pasión es desorden; significa el enfrenta­
miento de mi orden con un orden que me trasciende y que yo
no englobo. Fórmula reactiva, «te amo», se rebela contra la
falta de poder, pero una vez que mi orden se ha encerrado en el
Otro, una vez que dos seres pueden afirmarse sustraídos a toda
violencia de división, el amor ha concluido, es decir, ha muerto.
No hay otro imperativo afectuoso que impedir la misión del «te
amo», dejar el amor (y también ahí encontramos el flou) en el
mero esbozo, prolongar la belleza de lo que comienza, es decir,
abrirse al desasimiento, no conceder ningún margen a la seguridad
pues es irrespirable, aceptar ver en la inquietud del desorden y el
dolor de la huida las dos únicas evidencias del amor, integrar la
separación en el itinerario amoroso en lugar de convertirla en el
desenlace, alterar el orden narrativo de la pasión.
El código amoroso no conoce otra figura de la separación
que la ruptura ni otra distancia que la amargura y la promiscuidad.
Como si la discordia fuera la única forma posible de alejamiento,
como si sólo se pudiera sentir la separación en el momento de la
pelea, o en el silencio de un cansancio aplastante. «Estaban he­
chos el uno para el otro», se dice. Pero sería preciso añadir: su
amor habrá sido el acto lento mediante el cual han deshecho esta
correspondencia ilusoria e, instalando la distancia en el corazón
de la intimidad, la han sustituido por la maravilla de una sepa­
ración fundamental. (La separación, al retirarme el privilegio de
la verdad sobre el enigma del otro, posee todas las posibilidades
de maravillar.)
«Te amo», momento cuando la memoria se apodera de la
experiencia. Memoria que me desborda de muy lejos, recuerdo
de lo que no he vivido. Conozco el amor antes de haberlo sen­
tido, la certidumbre de amar siempre es un reconocimiento; es
eso, eso que he leído, cuyo sabor ficticio he respirado, cuyos
indicios he acechado y cuyo arrebato tanto he esperado, ¡es eso
al fin! «Te amo» existe en mí antes de proferirlo, el sabor de la
primera vez es conforme al aroma que exhala el amor de amar.
«Vino, la vi, estaba ebrio de un amor sin objeto; esta ebriedad
fascinó mis ojos, este objeto se fijó en ella.» 8
Así pues, lo Nuevo no se identifica obligatoriamente la pri­
mera vez, sólo aparece en la irreconciliación y en la desemejanza,
cuando lo que me sucede es irreductible al sueño que había fo­
mentado el deseo. La espera, por lo tanto, debe querer ser decep­
cionada, pues el Otro sólo aparece en el lugar y en el instante
escapados de la espera. Bajo el golpe exterior, estoy desorientado,
la memoria me flaquea literalmente. La exterioridad ajena rechaza
mis proyecciones onanistas, mis vértigos de lector, toda la paco­
tilla psico-ideológica de mi memoria. Nace entonces la maravilla
de una ebriedad sin nombre, «No tengo palabras para decir esto».9
Existen dos lucideces inherentes a la relación amorosa. La
primera es la culminación de una búsqueda sobre los mecanismos
de la fijación. Si yo me pregunto, ¿por qué mi pasión ha crista­
lizado sobre este ser en particular? ¿Qué tiene esta persona con­
creta para escapar a la evanescencia? ¿De dónde proceden, en

8. J.-J. Rousseau, Cotifessions, op. cit., p. 440.


9. Marguerite Duras, L'Amour, 1971.
qué región de mí han nacido la evidencia y la brutalidad de mi
elección? —la justeza de mi respuesta dependerá de mi aptitud
para convertir al elegido en signo— . Habré reconocido mi ley afec­
tiva en la complacencia del otro en dejarse desmaterializar por
el deseo que le consagro, en ausentarse de sí mismo para jugar
el papel de sustituto, de significante de una instancia edípica. Lle­
vando al Otro al juego lúgubre de «des-presencia» 10 habré des­
cubierto el aplastante automatismo de mis elecciones de objeto.
Pero el amor se caracteriza asimismo por una experiencia
rigurosamente inversa, el otro se mueve, y no se fija nunca del
todo en la imagen (el cliché) que mi pasión le asigna. Cuando el
elegido de mi corazón me desconcierta también sobre las razones
de mi elección, cuando la imagen de la que mi alienación amorosa
extrae su necesidad es precaria, revocable, imprecisa, llego a la
lucidez de la falta de poder; el Otro es un enigma inefable. No
tanto el significante de una instancia ausente como la ausencia
enigmática de un significado estable y seguro.
Así pues, en la intriga amorosa la lucidez, en último término,
no es más que la puesta al día de una doble debilidad, debilidad
del sujeto, despojado por el código inconsciente de la responsa­
bilidad de su elección; pero debilidad también y derrota del
código impotente para reducir el ser externo al papel que se le
encarga.
Se dirá, pues, del amour flou que es la memoria que flaquea,
la disonancia en la repetición, la catástrofe del fantasma.

P a r e ja s p o l íg a m a s

Poner el otro en daro, éste es el imperativo alojado en d


corazón dd apóstrofe amoroso. Otro es un campo de disparidades
huidizas, móviles, una reverberadón de diferendas en la que la
fórmula «te amo» se abre paso para establecer un sentido; una
disyunción brutal separa al objeto amado d d resto, lo que no es,
10. J . F. Lyotard, op. cit.
un ser —tú— es identificado por oposición. Te amo, a ti y no
al Otro, al Separado, al Múltiple cuya movilidad se despliega
más allá del orden legal del tuteo. Te amo, a ti y no a los demás,
la multitud innumerable, potencial o efectiva, de mis pretendien­
tes. Amar es lanzar; gracias a un doble sacrificio —para el
destinatario de su infinito (aptitud de no dejarse contener) y para
el remitente de su poligamia (virtualidad ilimitada de su deseo),
la vida afectiva ya puede acceder a la luz— la palabra de amor,
promesa de abandonar la humanidad y ruego al Otro de fijarse,
es, por tanto, la solemnidad semiótica que divide el mundo di­
fuso de la alteridad en esto y no-esto, que somete la multiplicidad
a la policía del signo; basta de disparidades, únicamente el corte
de una oposición. ¿Y qué es una historia de a'nor si no el destino
y los avatares de esta oposición inaugural? ¿Se mantiene? ¿O
bien patina, está embrollada, desviada, y por qué fuerzas, por
qué deseos?
Como ya hemos visto, fuerza de la carencia de poder, el Otro
resiste a las figuras en que le encarno, a que le invita mi me­
moria, en que le recoge mi deseo. Lo plural es su ser, o, mejor
dicho, se me aparece plural porque escarnece mi deseo de asig­
narle un ser. El Otro no conoce el reposo, de ahí que yo no
conozca el descanso. Ser huidizo, no se esfuerza en escapar por
astucia o por crueldad; el mismo amor que le consagro decep­
ciona mi deseo de apropiación. El Otro tiembla de ser amado y
recorre todos los rostros sin fijarse en ninguno, limitándose a
autorizar una aproximación acariciadora. Por mucho que repita
los abrazos mi relación con el Otro en la carencia de poder
amoroso seguirá habitando el roce. Vivir la carencia de poder o
goce de amar es, por tanto, reunir en uno mismo la riqueza del
polígamo y la mayor indigencia. Yo estoy a la vez mimado (por
el generoso talento que pone el Otro en multiplicarse) y desasido
(por la imposibilidad de calmar mi ardor posesivo encontrando
mi bien, mi complemento en esta multitud en la que se han per­
dido). Cuando el Otro no está enteramente presente en la relación
que le liga, salva la pareja de la conyugalidad —la obligación
de expiar la seguridad por el tedio y de elegir la monotonía del
hogar contra los azares de la inconstancia.
Pero ¿qué es elegir si no abrir un espacio de luchas, de inter­
cambios, de compromisos entre la existencia elegida y la que se
ha creído excluir?
«A decir verdad no sabemos renunciar a nada, sólo sabemos
cambiar una cosa por otra, lo que parece ser renunciamiento sólo
es en realidad una formación sustitutiva».11
En la misma medida en que la fórmula «te amo» instaura ex­
plícitamente la pareja en contra de la poligamia, la pareja sólo
puede desarrollarse como síntoma polígamo. «Tú eres todo para
mí», digo al objeto amado para explicarle que los demás no son
nada, que para mí no cuentan. Pero el cumplimiento debe enten­
derse también como una orden; en este homenaje total existe una
presión totalitaria, la protesta de los dejados de lado contra su
destino de aniquilación. «Sé todo para mí», sé la diversidad a la
que renuncio, las aventuras que sacrifico, los seres que no cono­
ceré, sé mis fantasmas y mis sueños insatisfechos —en suma, sé
todo, salvo tu irreductibilidad a mi deseo— . En esta obra que ili­
mitado número de personajes, yo fijo los papeles, ni siquiera te
dejo la libertad de su composición. Al darme por entero al Otro,
exijo de él que satisfaga el conjunto de las fantasías y de las
pulsiones con que me solicita el mundo. El exterior aparece en el
marco conyugal, pero bajo forma de intimación; se confía a la
persona elegida la misión de cubrir la gama de las criaturas ex­
cluidas. Avatar conyugal de la poligamia, este despotismo culmina
en la aspereza, es decir, el reproche dirigido al objeto único por
no ser varios. El escenario es, por tanto, la apoteosis de la pasión
totalitaria; en el escenario, la pareja se lamenta y se desgarra
por el hecho de quedar reducida a sí misma; los miembros de
la pareja se enfrentan con la evidencia insoportable de su finitud;
con un odio mantenido por el desánimo y el espanto, se acusan
de ser únicamente dos. «Tú eres todo para mí»; «sé todo para
mí»; «¡ah!, eres tú...»: tres fórmulas para una historia de amor.
El orden doméstico cree edificarse en la exclusión del mundo, pero
no hay que conceder un crédito ciego a la eficacia semiótica del
«te amo»; nosotros dos de un lado, el resto del otro. «Pues el

11. Freud, Essais de psychandyse appliquée, Gallimard, p. 71.


resto está cargado de ambigüedad, expresa a la vez su vocación
de desperdicio para tirar y su destino de permanecer.» 12
De este modo a nadie se le concede el poder de elegir; la
exclusión significa a un tiempo la evidencia y la mentira de la
declaración. Este clamoroso sacrificio pasa en silencio, porque
todavía lo ignora, el coste de su contrapartida. La fórmula «te
amo» es un sacrificio calculador, un don que especula sobre su
reembolso; se trata de que me devuelvas lo que te inmolo, yo
pretendo romper las múltiples pasiones que me unen al mundo,
en realidad, las proyecto sobre un ser único encargado de reali­
zarlas. Yo te elijo, eso quiere decir: te delego para reabsorber el
corte operado por mi elección. Si dejo de investir a la humanidad
es para aplastarte a ti, amor mío, bajo esta investidura suprema:
totalizar la humanidad.

La c o n s u m a c ió n del m o d elo conyugal

¿Agonía de la pareja? Numerosos son los doctores que pre­


dicen la inminente desaparición del moribundo. Atribuyen fun­
damentalmente el deterioro de las relaciones entre esposos a la
violencia exterior.
«¿Cómo podría constituir la pareja un islote armónico en me­
dio de una sociedad agresiva y neurótica?» 13
En otras palabras, como nadie puede ser feliz en un mundo
desgraciado, los cónyuges vomitarían al interior de la célula con­
yugal cuanto odio, fatiga, miedo o indiferencia almacenan fuera
de ella. La pareja es un fiel espejo en el que se refleja la angustia
que el capitalismo aporta a la sociedad. Tal vez. Pero ¿no podría
decirse también que es la imposibilidad, en que nos sitúa la
sociedad, de difundirnos en ella lo que mantiene, contra sus
propias desilusiones, la dudadela amorosa? Sólo en un mundo

12. Leclaire, On tue un enjant, Éd. du Seuil, 1975, p. 85.


13. Sex-Pol, junio de 1976.
desdichado puede ser tan obstinado el deseo de ser feliz, y la
felicidad debe tomar indefectiblemente la forma de la quietud
acolchada, de la intimidad celular; quiero la pareja para que
exista un exterior y un interior, para pasar por la calle sin sufrir
por el anonimato (ya que yo tengo nuestra casa), para escapar
a la inseguridad seductora, para aislarme, en una palabra, de la
paranoia social. La pareja no es tanto un renunciamiento como
un huida, sigue siendo la institución más accesible a todos aquellos
a quienes atormenta, si no el gran ideal pasional, sí al menos la
necesidad de seguridad y el deseo de desconexión. «Nosotros» se
concibe fundamentalmente para defenderse «de ellos». Cuanto
más hostil es la sociedad, más necesaria es la pareja para los indi­
viduos; muy lejos de disgregarse, refuerza la dureza de las rela­
ciones. Lo que especifica al Otro como cónyuge, es que no rega­
tea mi existencia, me espera, está ahí, al alcance de la mano,
emana de él la duración, en suma, él es para mí y yo soy para él
un valor adquirido.
Pero, aunque la pareja no esté tan contaminada como conso­
lidada por la miseria social, está al menos enferma de sí misma,
enferma del amor. Es sabido que el matrimonio de amor es una
conquista reciente; hace poco que las parejas se eligen libremente
y, desterrando cualquier consideración que no sea la sentimental,
se casan a partir de un «te amo». Existía un hermoso ideal en
la base de esta «monogamia al fin realizada» (Engels), reconciliar
la institución terrestre del matrimonio y la vocación metafísica
del amor,‘es decir, la colaboración de dos seres en la formación
de una totalidad. Ahora bien, ¿qué ocurre ahora cuando han des­
aparecido los obstáculos exteriores a la realización del contrato
amoroso, y la pasión, de base turbulenta, ha pasado a ser base
de asociación? El amor liberado no aguanta. Se compromete ince­
santemente más allá de lo que sabe, de lo que puede; la pa­
reja contemporánea es el desastre engendrado por esta estúpida
apuesta.
«No hay amor posible entre los esposos», afirmaba la cortesía
medieval, pero los cónyuges ya no pueden achacarlo a la maldad
de los padres o a la injusticia del orden social; no tienen otro
enemigo que ellos mismos, que la inconsciencia de su juramento.
La vida a dos es la maneta como expían su confesión inicial, el
castigo que se infligen y sufren por haberse dicho, «te amo».
E incluso las uniones más armoniosas no resisten la erosión que
la vida cotidiana imprime al sentimiento apasionado. De ahí la
idea nueva (véanse Jim Haynes, Guy Sitbon) de la necesidad de
abandonar, en un mismo impulso, el orden doméstico y el roman­
ticismo que, después de haberlo durante mucho tiempo desafiado,
le sirve hoy de fundamento. Pues es seguro que pronto nos en­
gancharán si después de desertar el matrimonio permanecemos
unidos al lenguaje que conforma la afectividad a las finalidades
propias de esta institución. El orden conyugal se esfuerza en cap­
turar todas las potencialidades afectivas en las redes del arnour
fou, segrega el ideal de la pasión única e invita a las pasiones
reales a reconocerse y medirse con él. De este modo el combate
comunitario quiere liberar simultáneamente la pareja y a esa
forma de amor de la que es destino ineluctable, la posesión. Es
posible, en efecto, que la pasión exclusiva no sea más que un
producto transitorio de la mala historia de los hombres. Pero
esto no impide que, excesivamente ligados a las formas antiguas,
reticentes a practicar el gran salto, incapaces de concebir una
ruptura en el terreno amoroso, caigamos enamorados. Caemos
obstinadamente en la trampa que nos tiende el sistema domés­
tico. La encrucijada conyugal, actualmente manifiesta, no engen­
dra la deserción general ni siquiera necesariamente un deseo de
comunidad. Lo que tampoco significa que no ocurra nada. El
acontecimiento no siempre adopta la forma triunfal de la alter­
nativa. La putrefacción del modelo conyugal no es el final de la
pareja ni su sustitución por una institución mejor, es la aparición
de una multitud de formas intermedias en las que los amantes
hacen trampas con su propio contrato. Se unen en nombre del
amor, pero se niegan cada vez más asiduamente a vivir esta unión
en el horizonte de la totalidad. No quieren formar bloque, per­
derse el uno en el otro, ni conocer el largo éxtasis fijado del
amour fou. Dicen y aplican el «te amo», al tiempo que inventan
mil métodos para contrariar sus efectos. Vivimos la era de los
enamorados incrédulos que ni siquiera prestan confianza al deseo
que les dicta la pasión. Proliferación de las parejas oficiosas, esta
resistencia de los cónyuges a pasar de la situación de concubinos
al estatuto de esposos revela que el antiguo ideal amoroso inspira
temor. Es posible que el rechazo del matrimonio no sea más
que un cambio microscópico, un puro rito conjuratorio, demues­
tra al menos el escepticismo de los amantes hacia su propio
«te amo».
Cada cual tiene su casa, aunque la pareja se acueste alterna­
tivamente en la del uno o en la del otro; o mucho más audaces,
se ligan juntos, se invita a un tercero, se practica el intercambio
de parejas, parejas «open» como se dice, que burlan la tendencia
conyugal al autismo. También pueden separarse artificialmente
para fragilizar un vínculo amenazado de excesiva consistencia, ya
que el amor quiere ahora unas garantías de solidez, pero también
las pruebas de que es precario. Pide unos signos contradictorios.
Estamos ante pequeños desplazamientos, en los que se descubren,
sin embargo, los primeros pasos de un nuevo deseo amoroso;
decir «nosotros», de acuerdo, pero vaciar este pronombre de cual­
quier evidencia, no ser nunca demasiado precavidos e inventivos
para desconyugalizar la pareja; afirmar la compatibilidad del Otro
y de los otros, como si aspirásemos a una finalidad imposible, a
esa sobrepuja afectuosa que permitiría decir a la vez «te amo»
y «le amo».
De ser necesario un código amoroso para tales comportamien­
tos todavía inseguros, lo resumiríamos en dos imperativos, no
perder nada, en primer lugar, o sea, mantener la seguridad de la
pareja sin encerrarse por ello en el convento sentimental que
presupone. Ahorrar, después; lo que significa no darlo todo a un
solo ser, querer unas pasiones lagunosas, no fijar el amor en la
idea de totalidad. Este saber-vivir no formulado es la difícil dosi­
ficación de una reticencia y de una donación. Paradójicamente la
reserva es una conducta afectuosa que sustituye, en los vínculos
pasionales, la grosería por la delicadeza. Hay que leer en ella,
en efecto, el rechazo a abandonar el amor a las presiones contra­
dictorias y simultáneas que ejercen la bajeza del principio de
realidad (cuidar lo que se tiene;; más vale pájaro en mano...)
y la grandeza del compromiso total, canalizando sobre una per­
sona la suma de sus deseos, incluso de los que no le están desti­
nados. Quien no sabe ahorrar no sabe amar, pues tarde o tem­
prano reduce al Otro a ser la inversión de sus afectos inactivos.
Quien no sabe ahorrar invierte en lugar de amar.
Sor Ana, no vemos venir nada; el sufrimiento no está a punto
de desaparecer de la pasión; el amor no cae por entero del lado
de la euforia. Pierde la vergüenza, sin embargo, dejando de
desear únicamente lo que su propia tradición le prescribía querer.
Brújula enloquecida, ya no apunta como la aguja magnética al
norte de la Unidad. Ser dos y no formar más que uno, éste es el
deseo que el amor deserta cuando la pareja se aventura fuera del
modelo conyugal. Como si la primera palabra amorosa, «te amo»,
ya no fuera la última. Como si la pasión, incomprensible para sí
misma, ignorara a partir de ahora cuál debía ser su última pa­
labra.
1. «Todo ser humano sonriente es hermoso. La sonrisa des­
pide una energía positiva. Hay demasiadas personas que se
sienten feas; se trata de la peor de las alienaciones. Basta con
que radien un poco de felicidad para que se conviertan en
hermosas. Si se creen feas acaban por serlo» (Jim Haynes].
En otras palabras, eres jorobado, arrastras la oreja, llevas
una peluca de piel de culo, la nariz en las sienes, los dientes
cariados, la cara tres veces aplastada por accidentes; pero,
seguro, tío, cómo irradias cuando sonríes, cuánta energía des­
pliegas, las tumbas a todas; vamos, Quasimodo, eres el más
guapo. Qué suerte, tío.

2. Oue el falo no es el pene. Que la castración simbólica


no es la castración real... Freud, Lacan, compañía.
He ahí una sutileza totalmente escolástica que costará meter
en la cabeza de la gente. Si el falo está tan lejos del miembro
viril, ¿por qué seguir dándole este nombre, por qué seguir
manteniendo deliberadamente la confusión semántica? Miste­
rio... misterio...
Qué miserable discurso a .fin de cuentas esta historia del
falo, esta mitología de la castración; produce la impresión de
que, también ahí, la adhesión al sexo masculino (en otras pala­
bras, el falocentrismo) sólo desaparece del contenido explícito
del discurso para mantenerse intacta en su s significantes.

3. Falocracla: denuncia legítima del poder macho, pero


también nueva figura de intimidación. Hombres o mujeres, creéis
hablar el lenguaje de la liberación, pero todavía quedan dema­
siadas torres Eiffel en vuestros fantasmas, demasiados árboles
inmensos, demasiados picos erectos, so is objetivamente culpa­
bles de la Falta de la que os creéis subjetivamente lavados.
Falocracia: valor penal y no análisis, como la noción de ene­
migo del pueblo en Stalin. Concepto cómodo en cuyo nombre
el Otro nunca tiene razón, pues, diga lo que diga ése, está desa­
creditado de antemano. Gran auxiliar paranoico, que ya no sirve
para entender, sino para separar, elegir, aplastar.
Goce de la mujer
«El continente negro no es negro ni inexplorable.
No está inexplorado porque se nos ha hecho creer
que era demasiado negro para ser explorable. Y por­
que se nos quiere hacer creer que lo que nos intere­
sa es el continente blanco con sus monumentos a la
Ausencia. Y lo hemos creído. Se nos ha fijado
entre dos mitos terroríficos, entre la Medusa y el
abismo.»
H élen e C exous

Ebriedad de aquella a quien abrazo, arrebatos que no turban


y que no permiten observación metódica o descripción objetiva,
emoción que se níe comunica, se emociona en mí, desfallece en
mi propio desfallecimiento y, sin embargo, no es mía, ¿con qué
derecho hablar de ella, yo que no la vivo, que no dispongo de
palabras para expresarla, y quiero traducir en términos impro­
pios lo intraducibie de este cuerpo en erupción? De no ser, quizá,
bajo el peso de la fiebre que ha suscitado en mí, de la partici­
pación a la que pese a mí me arrastra.
Goce de la mujer, mi exterior absoluto, estallido de la carne
en mi propia carne, convulsiones que me fascinan como puede
fascinar un desierto o un océano porque me excluyen, y consagran
una especie de indivisión natural que se basta por sí misma; no
hay fracturas en este delirio infinito que nunca cesa de mantener
el hombre a distancia, de deportarle trazando en torno a él imper­
ceptibles, pero infranqueables cercos. Pues este interior en el que
la mujer, pese a todo, me hace entrar, está cerrado como la cáma­
ra oscura en la que el fotógrafo revela sus negativos; tan abierto
y descuartizado que ya nada en él sirve de agarradero; evidente
hasta la evanescencia, es el secreto que no se disimula y que por
estar así ofrecido a mi mirada, a mi ambición, a mi tacto, se me
hace todavía más impenetrable. Secreto sin secreto, escondite que
no resguarda nada, inmensa huida inmóvil que se oculta a cual­
quier pesquisa. Tener entrada en la cortesía de una mujer es
saber que tal vez ese secreto nos será murmurado, pero que no lo
entenderemos. Pues no tenemos oídos para tan soberano desorden.
No se puede añadir impunemente al terreno amoroso el goce
que supera todos los goces, el goce de la mujer; desde el momento
en que lo hacemos, esta voluptuosidad se hunde a sí misma y des­
truye vertiginosamente los sentidos en los que queremos ence­
rrarla. Lo que es —la subversión de todo estado duradero incluido
todo estado paroxístico— supera los límites de lo que las pala­
bras pueden expresar, límite de todo lenguaje, límite de toda cor­
poreidad. Sólo puedo hacerme una imagen de ella, adorarla es
situarme en la obligación de adorar una divinidad invisible. Las
mujeres tienen el privilegio del goce porque los hombres tienen
la maldición de la descarga, pero este goce es informulable, múl­
tiple, sin contenido; yo no lo comparto, yo sólo gozo de su eva­
sión, su eterno deslizamiento líquido contra mi cuerpo. Los es­
pasmos de la amada no tienen la certidumbre rudimentaria del
semen viril; son una cara contraída que, bajo el peso de una insos­
tenible devastación, no me ve, un rostro que no puedo contener es
una mirada como durante el sueño, una piel incandescente que se
me pega o se me escapa, un vertiginoso ballet de piernas, de bra­
zos, de besos que me abraza, me rechaza, se exaspera con mi con­
tacto, aumenta con mi distancia, me habla de mil cosas que no
entiendo y jamás me dice otra cosa que esto: yo no estoy donde tú
estás, yo naufrago donde tú no te estremeces, no tendrás visión
clara ni percepción neta de mí pues yo no soy nada en los térmi­
nos que tú puedes entender.
Hablar de este goce es hablar del Paraíso desde el Purgatorio,
hablar de la Tierra Prometida a partir del desierto (pero hay que
añadir que este Paraíso no es obligatoriamente fraterno, amistoso,
acogedor, puede ser también insoportable, disgregador, demasiado
fuerte, demasiado violento para nosotros). Hablar de esta tor­
menta erótica es hablar desde una exigencia que vagabundea en
nosotros a la manera de un fantasma, hablar a partir de una pul­
sión límite, de una pulsión sin objeto, sin contrafuerte anatómico
en el cuerpo masculino y que sólo la mujer realiza. Hablar, pues,
de un exterior que nos seduce de la manera tímida y embarazada
del enamorado que enloquece de la volubilidad sexual que jamás
poseerá. Expresar esta voluptuosidad —expresarla torpemente a
través de toda la distancia con que la vivimos— es multiplicar
las voces en uno mismo, expresarse a través de otros cuerpos,
otras economías pulsionales, otras osamentas, otros alimentos,
otros ritmos respiratorios, pestañas onduladas, dulzura y agudeza
de miradas, relieves llenos de caderas y pezones, pieles satinadas,
delicadeza de manos y de muslos, es dejar difundir en uno mismo
otros latidos de corazón, concentraciones de placeres, tufaradas de
calores, cascadas de tormentos voluptuosos de los que cada
uno es un mundo que brota, estalla y muere a la manera de una
estrella. No se trata, pues, de enunciar un nuevo saber sobre las
mujeres y decirlo en su lugar como su verdad sino de escribir desde
el exterior de nuestra diferencia sobre una extrañeza que nos an­
gustia y nos oprime el corazón. Hablar, pues, a partir de la emo­
ción que suscita en nosotros lo que nos expulsa de nosotros mis-'
mos, hablar en el exilio —si es cierto que nunca se escribe tan
bien como en la punta extrema de la ignorancia.
¿Por qué amar estos transportes amorosos, por qué cederles
na parte de nuestra libido? Parece algo extraño, milagro de la
inversión objectual. ¿Qué ganamos con ello? La posibilidad de
perdernos.
De ahí el terror o el odio del hombre ante la convulsión eró­
tica femenina; la mujer es su límite, lo que le bordea por todas
partes, la tentación a la que no puede ceder aunque lo quisiera
con todas sus fuerzas (sólo acaso en la sodomía puede aproximarse
el hombre al éxtasis femenino; y, sin embargo, el ano, aunque sea
el ano más suelto, más entrenado, más enculado, no posee la iner­
vación ni la sensibilidad del sexo femenino). El deseo del hom­
bre es un impulso paralizado, mantenido en la oscuridad de una
ceguera dolorosa; no es el deseo de un objeto deseable (como en
la tentación religiosa) al que no se quiere sucumbir, en el ansia
ininteligible e irreprimible de los transportes que hacen desfallecer
al ser amado; no es el deseo del otro sino, mucho más tenebroso,
más insensato, el deseo de su alteridad, de la singular alegría en
que está sumergido este cuerpo que no es el mío. El goce de la
mujer no es la atracción del fruto prohibido; este fruto no está
prohibido, es imposible, inalterable (hay que «poseer» una mujer
para llegar a desear la intimidad que surge en ella, la arrebata, la
desgarra). En el abrazo, una voz atraviesa las paredes, llega del
otro lado del espejo; esta voz habla, grita, chilla, extremiza, llora,
ríe, sofoca; esta voz nos irrita pues nada la domina, nos excita
furiosamente, pues no se dirige a nadie. La inmensidad potencial
del goce femenino (potencial en tanto que no está igualmente
presente en cada mujer aunque sea tendencial en todas, y tam­
bién porque esa voluptuosidad nunca es segura), su inmensidad
incomprensible e indignante —desde el punto de vista masculino
del ahorro, del jadeo, de las pequeñas reservas— nos aterroriza
y nos oprime en la medida que ahí no ocupa ningún lugar nues­
tra anatomía. Una especie de vértigo o de horror contra su propio
sexo se apodera entonces de aquel que opone a sí mismo —a su
precariedad glandular, a la monótona estereotipia de sus orgas­
mos— !a profundidad infinitamente presente de un goce que es al
mismo tiempo ausencia infinita. «El vertedero indistinto de la con­
vulsión erótica»,1 no lo rechaza el hombre en un estremecimiento
de miedo o de pudor indignado, daría al contrario cualquier cosa
por revolcarse en él, lanzarse jadeante como al abismo delicioso en
el que nada os desgarra suficientemente. Y su frustración (incluso
cuando está «satisfecho») surge de que ninguna rebelión, ninguna
revolución le ha amenazado, de que un orden irónico, frente al
cual es impotente, le preserva para siempre del desquilibrio. La
mujer no cae en la locura o en la muerte, estúpidas simplifica­
ciones de estados infinitamente complejos, alcanza un exceso ver­
tiginoso, una cumbre excesiva en la que lo masculino no existe.
El hombre no puede desviarse de esta cumbre sin desviarse a la

1. BataiUe, L’Érotisme.
vez de aquello a lo que, a pesar suyo, aspira. Allí donde la mujer
desfallece en los espasmos de la voluptuosidad, el hombre mantie­
ne la cabeza fría, y aunque quiera no puede acompañarla. Veo
algo que no tiene precio, que «escapa a toda medida, se dispersa
en los márgenes de todo capital en un acuñamiento totalmente im­
posible, un gasto incontable en el recurso de su pérdida».2 Sólo
puedo decir: ahí está el goce, y callarme desesperado por una pro­
ximidad que no se satisface con ninguna ecuación o en relación
establecida.
Frente al goce de la mujer, no hay técnicos,3 sólo hay amantes
desasidos y en primer lugar desasidos del poder que creen ejercer.
Conocer al otro en el caso de la mujer, es salir de la ignorancia
del placer extraordinario de que es capaz. En dicho sentido ningún
amante es el mejor, ni el supermacho pretencioso con un aparato
imponente ni el hércules con el miembro entorchado, la mujer
jamás les devuelve bajo forma de recompensa, regalo, premio de
honor engalanado la fuerza que le han despertado; permanece in­
dómita, salvaje, ajena a toda apropiación, descuento de un bene­
ficio, plusvalía de virilidad. Hacer gozar no es sinónimo de poseer,
la intensidad de los relámpagos que surcan la carne de la amada
desbarata todas las intenciones de su compañero. Nadie tiene el
privilegio de conferir ese placer, nadie es su depositario garan­
tizado e inmutable. El cuerpo de la mujer es línea de fuga y no
hendidura de la matriz, trozo de universo con infinitos poderes de
alumbramiento, esfera en fusión de la que surgen los planetas, los
vientos, las trayectorias minúsculas o gigantescas, los cometas que
parten del vientre y estallan en la cabeza o en las falanges de tas

2. Luce Irigaray, Spéculum..., op. cit., p. 240.


3. Técnico es aquel que juega con el cuerpo del Otro, lo trabaja,
lo retoca, como en la pornografía, le estimula menos la competición que
la manipulación. O también ese género degradado de la manipulación que
es el sobeo, interminables succiones tragonas de legiones de pollas, pe­
netraciones jadeantes, pajas compulsivas del clítoris y del ano; en dicho
sentido el porno es fundamentalmente juego con los órganos tomados como
elementos maquinales, transformación de los objetos sexuales en piezas
de mecano, frenesí de la manipulación hasta los límites de las máquinas
orgánicas. El porno no es obsceno, es abstracto, estracturalista (y quizá
por ello sea tan poco excitante).
manos, penachos de sensaciones difundidas continuamente a los
cuatro hemisferios del cuerpo y que franquean, alteran, anulan el
umbral, el pobre umbral masculino de lo genital. La mujer apor­
ta al mundo un cuerpo siempre diferente, el suyo; es el franquea-
dor de murallas por excelencia, su normalidad es maravilla. Así,
pues, no hay nada que informar acerca de su goce (no haremos
ningún informe, ni siquiera un informe sexual). «Dar» placer al
otro es asumir el riesgo de su diferencia, es abrir en uno mismo la
deliciosa llaga por la que se escapa y se distancia de tu dominio
por el pimío exacto que le une a ti. ¿Quién no ama con un amor
loco o con una loca indiferencia a aquel o a aquella que derriban
los límites en que nos mantiene la vida civilizada y despierta en
nosotros unos cuerpos que no sospechábamos? Frente a la que
goza, el corazón nos falla como ante un amontonamiento de estu­
pores vertiginosos. Y si bien es cierto que el amante tiene algo
que ver en la existencia de estas altas cimas en que se pulveriza
su compañera, en los mundos por los que ella se revuelca y se
precipita, la verdad es que no está allí, está abajo y presencia
desde el fondo del valle la impetuosa erupción que se desarrolla
cerca de él, muy cerca de él y de la cual está tan lejos.
Goce, lo que no permite ninguna representación, imagen,
retrato, sustitución, aquello que sólo se capta en instantáneas
o desgarradoras querellas.4 Que sepamos, sólo una música se
aproxima o equivale al goce femenino, la música oriental, gene­
ralmente poco apreciada en Occidente debido a su estructura
repetitiva y obsesiva (y no es una de las menores paradojas de
dicha música desarrollarse en un continente en el que las muje­
res, acaso más que en otras partes, permanecen confinadas en la
más abyecta de las desgracias; la fantástica erotización del oído
y de la boca en los países árabes quizá no se hubiera producido
sin esta total reclusión de lo femenino; ¿no es lánguida, laceran­
te, la voz del otro cuerpo, que el Islam lleva milenios sofocando
lo que se repite en las mejores letanías, canciones, melodías ins­
4. Antes de preguntarse si las mujeres gozan como los hombres, y
participan de una misma naturaleza, veamos, a la inversa, cómo desvían
la misma significación de la palabra goce, la declinan de otra manera,
la llevan por caminos desconocidos.
trumentales; lo que fascina y provoca el delirio de multitudes
enteras?). La música oriental es la suprema entonación, ante la
cual sólo cabe estremecerse o desfallecer; al igual que el goce enlo­
quece en su propia monotonía; se envuelve de una repetición cons­
tante, excesiva, que roza en la pérdida; no se retiene, no cuenta
nada, sólo expresa su eterno desvanecimiento, eterna delicia. La
mujer que goza ya no puede hablar, su sexo, su cuerpo entero
asciende a su cavidad bucal, se precipita a la luz del día, eructa
en su paladar, desgarra la lengua, se escapa en gritos, jadeos, car­
cajadas, sollozos, estrangula la palabra clara y la armonía en favor
de un síncope depurado y abstracto al que sólo Oriente ha sabido
acercarse. En este goce/música sólo ocurre el propio goce, enla­
zado en su retorno indefinido. Repetición gloriosa, formal, literal,
arrastrando una formidable intensidad que surca la carne, ma­
chaca la voz, la garganta, vive con una necesidad innata de des­
truir y de ser a su vez destruida, pisoteada, expulsada. Es un arro­
bamiento soberano, un cambio permanente de puntos, nudos, goz­
nes, momentos en que lo aglutinado se rompe, estalla y cuyos
fragmentos alcanzan los repliegues más íntimos. Todo se diso­
cia, se disuelve, se hace discordante, huidizo; ruptura de ritmos,
fracturas brutales, modulaciones nuevas que despiertan unos sen­
timientos efímeros, y cuyas fuerzas en su tensión primitiva, final­
mente liberadas, permiten otras disposiciones, otras reorganizacio­
nes, las fuerzas no huyen como en el hombre, se difunden por los
músculos, la osamenta, el esqueleto, su liberación no termina con
la excitación, la transporta, la extiende en todos los sentidos, la
propaga hasta el menor rincón; el goce de la mujer comienza en el
mismo lugar donde acaba el del hombre. Orgasmos, pues, en plu­
ral, que jamás surgen de la misma manera al igual que un relato
que yuxtapusiera en un mosaico barroco varios inicios, varios fina­
les, varias intrigas y líneas; principio de desorganización perma­
nente bajo las miradas de una carne que no espera más que con­
mociones idénticas, innovaciones que la cabeza no puede prever
porque no se producen en el lugar donde se las espera, algo secre­
to, se desencadena, se desgarra allí sin que ninguna finalidad lo
obstruya. Los gritos de la mujer en el éxtasis erótico no expre­
san el teatro de las emociones profundas, son su palabra inme­
diata, desbordada, ardiente sin recurrir a un soporte verbal; pala­
bra sin palabra que no puede callarse, rompe los tabiques del apa­
rato fónico, irrita los deslizamientos sedosos de las epidermis y
de los tímpanos, hace oír el sexo en la garganta, el ano en la
laringe; auténtica ascensión de las partes bajas del cuerpo al
torso y a la cabeza, sube irreprimiblemente como un acceso de tos,
es un interior que vomita mudas imprecaciones, pero estas impre-
ccaiones no dicen nada, proclaman un cuerpo fabuloso. Ruidos
roncos y rasposos en los que se oyen los incidentes pulsionales, la
irritación obsesiva de una región que se enciende, la inflamación
brutal de una superficie o de una tira de tejido. Los gritos del
placer son los gritos de lo incomunicable, da una alta tensión que
obtura la garganta, impidiendo con su misma violencia la forma­
ción dara de los fonemas, el paso evidente de las vocales y de las
consonantes; no es otro lenguaje (que a su vez pudiera someterse
a análisis, estudiado, aprendido y reproducido), no es en absoluto
un lenguaje, sino un farfulleo emocional que ya no puede pasar
por la transición de las palabras y el orden sintáctico si no es trans­
formándolo en acontecimientos intensos. Lo que dice la boca cuan­
do el cuerpo goza es que el lenguaje sólo puede acercarse al or­
gasmo a condición de destruirse en él, fragmentarse en partículas,
sílabas desgañitadas, lenguaje cargado de trastornos orgánicos,
inepto para desprenderse de un montón de sensaciones, de una
afluencia de sangre y de pieles. El acceso de las palabras a la boca
(al paladar) queda vedado. Los delimitados terrenos del dolor
y del placer, de la consciencia y de la opacidad aparecen aquí
confundidos, todo se mezcla y se confunde, el cuerpo es una en­
crucijada de trayectos, de pulsiones, de emulsiones, de mensajes
que no tienen sentido, pero que no cesan de ser emitidos a un
ritmo cada vez más vertiginoso; los signos crepitan, proliferan,
signos en los que no hay nada salvo caos y materia en fusión.
Los surrealistas planteaban la siguiente pregunta: «¿Cuáles
son los medios objetivos que permiten apreciar el goce de la pa­
reja?».5 Entendámonos, del miembro femenino de la pareja (pues­

5. R. Benayoun, Erotique du surredlisme.


to que el semen masculino es un indicio cátente de toda ambi­
güedad). En otras palabras, ¿cómo no ser engañado por la mujer,
cómo saber si no ha simulado, mimado un proceso que no sentía
en absoluto? Antiguo, antiquísimo deseo de claridad, de legibili­
dad sin lagunas. (Sabemos que toda la sexología actual y espe­
cialmente los trabajos de Masters y Johnson no tienen otro obje­
tivo que satisfacer tan insensata voluntad de transparencia.)
El hombre pide a la mujer unos signos explícitos, lo que
quiere descifrar en ella es el esquema límpido de la tensión y de
la descarga. Y es cierto que en ocasiones el goce de la mujer puede
calcar la eyaculación masculina, derramarse en unos estados de
fuerza que le son ajenos. Pero esta aparente servidumbre a la
economía de otro cuerpo sólo es una máscara que inviste, a través
de un pseudo-parecido con otras formas que le son específicas,
otras máquinas que surgen bajo las primeras, escapan a su regula­
ción canónica y las abandonan como se abandona un personaje
trasnochado,6 ya que las figuras masculinas del placer no son en
absoluto unos marcos para ella sino unos inductores más de valor,
unos procesos de naturaleza totalmente distinta que señalan tanto
un esfuerzo por aliviar el cuerpo de las tensiones como un libre
impulso de redistribución de éstas (y se entiende que en Sade, por
ejemplo, si el goce de la mujer fuera admitido estaría en contra­
dicción con los designios de los libertinos puesto que el libertino
necesita la imaginación de un cuerpo finito, circunscrito, para que
la voluptuosidad nazca del pillaje y de la destrucción de este
cuerpo. Por consiguiente, la mujer sadiana descargará intermina­
blemente, pero jamás se le admitirá el principio de infinitud que
desmembraría su cuerpo y lo desorganizaría). Ahora bien, el hom­
bre tolera con dificultad este atentado a una similitud que suponía
común; abrumado por el «exceso de sensaciones difusas», deplora

6. E! cuerpo femenino altera todos los códigos de placer en un rápi


deslizamiento que sigue los estímulos y las solicitaciones de que es objeto,
sin dar nunca las mismas respuestas, sin ofrecer las mismas sensaciones,
sin registrar de la misma manera los mismos acontecimientos, aceptando a
veces que se le imponga el código orgástico masculino, con riesgo de col­
marlo con todas las figuras que se supone dicho código excluía.
la ausencia en la mujer de una sensación única y la nostalgia de
una huella evidente, como ocurre en él, en la que todo se resume
y se recupera. Está bien que sienta una sucesión de orgasmos
(se asemeja entonces a un muchacho que eyacula varias veces en
una sola sensión), pero que al menos pueda reconocer, catalogar
y numerar estas culminaciones, en una palabra, verlas. «Pueden
recopilar, escribe Blanchot, todas las palabras con las que se sugie­
re que para decir la verdad hay que pensar según la capacidad de
mensurar que posee la visión.» Acerca de la voluptuosidad de la
mujer no hay visiones posibles en la medida que concede escasa
importancia a la exterioridad; ni los gritos, ni las contorsiones del
rostro, ni los accesos de fiebre, ni la lubrificación extrema signifi­
can obligatoriamente el paroxismo. Los signos del goce sólo remi­
ten a ellos mismos o, mejor dicho, usurpan el supuesto valor de
su sentido. Son signo de que la mujer goza, pero ¿qué es el
goce si no esos mismos signos, clamor, estruendo y convulsión que
sólo remiten a su propia manifestación? Signos diseminados en
múltiples estados, sin equilibrio, siempre más acá o más allá
de su sentido, a veces excesivos, otras demasiado ruidosos, extre­
madamente locuaces o silenciosos, quedos, discretos hasta el mu­
tismo, jamás palpables, definitivos. Signos para siempre turbios,
opacos, porque la mujer hace el amor para despertar su deseo y no
para matarlo y expulsarle de ella como el hombre. ¿Qué busca en
la unión amorosa, el afortunado Hermafrodita (Denis de Rouge-
mont, Rene Nelli), el Falo (incluso el falo new-look, estilo Lacan,
Leclaire, Safouan), un vacío a llenar (los mismos de antes), un
papá (Sigmund), el continente negro (Freud), la línea justa (Lenin),
la energía orgónica (W. Reich), la humildad (Jesús), la muerte
en la vida (Mataille) o la vida en la muerte (santa Teresa de
Avila), Dios (Bataille, santa Teresa), su dignidad (Fran?oise Gi-
roud), lo Absoluto (un filósofo), el pecado mortal (Pablo VI),
unos indicios (Sherlock Holmes), sus gafas (un miope)? ¿Y si
ese goce fuera por sí mismo un objetivo que justifica amplia­
mente las búsquedas más extremas? ¿El modelo de toda intensi­
dad en cuanto precisamente se modela sobre todas las cosas care­
ce pues, de ningún contenido predeterminado?
El goce de la mujer arrastra consigo unos fragmentos que ya
no pueden volver a pegarse, unos placeres que no entran en el
mismo puzzle, no pertenecen a una totalidad previa, no emanan
de una unidad ni siquiera perdida, sino que, por el contrario, des­
piden el organismo que los incuba y los abriga a los cuatro vien­
tos, le hacen estallar en una polvareda sin fin de voluptuosidades
autónomas. Orgasmos no incluidos en un orgasmo universal, úni­
co; orgasmos que implican cada uno de ellos la generación de
su propia geometría, la distribución de sus materiales y el trans­
curso de su tiempo, geocronometrías coexistentes en un espacio
rebelde a toda homogeneidad. Nada previo (o no únicamente) en
este goce, ni un cuerpo en el cual se injertarían, como pájaros,
placeres, voluptuosidades, impresiones, estremecimientos sino unas
intensidades que, brusca y brutalmente emitidas, moldean a su
vez un cuerpo nuevo, determinan una organicidad, una nueva
anatomía, una especie de sala de laboratorio surcada de relámpa­
gos, totalmente heterogénea, cuerpo tensado de zonas, medido
de gradientes, recorrido de potenciales en el que los placeres re­
corren en todos los sentidos el tiempo en una incesante migración
de influjos. Materia viva que se niega, se transforma, se destruye,
siempre y en todas partes, sin lugar adjudicable o quantum único;
superficie de múltiples escansiones, verdadera puesta en escena
miniatura de la creación del universo. Cuerpo co-presente a sí
mismo, a su multiplicidad, irradiando en cada uno de sus esta­
dos, de sus niveles, concluyendo con el estéril conflicto entre la
cabeza y el sexo porque acaba con todas sus desviaciones, con
todas sus dimensiones y el cerebro es abarcado al mismo título
que el vientre o los senos (y, por tanto, no hay acefalia en el
goce, ninguna destitución, ni siquiera provisional, de la cara en
favor del culo, piadosa visión del erotismo, pornografía de canó­
nigos, de cachondos soldados de permiso, de solterones reblan­
decidos). Placeres de antemano parciales, divididos en trozos, a
los que nada falta, propulsándose en órbitas y curvas, dibujando
sinusoides, conociendo brutales aceleraciones, y diferentes veleida­
des de desarrollo gracias a lo cual todo comienza a existir de otra
manera, según una relación que ya no es de utilidad o de pren­
sión sino de sensación, de derivación, de receptividad absoluta
en la infinitud de los cosmos que ruedan y gravitan en este cuerpo
de abundancia. Por esta lenta inmersión en sí mismo que también
es un desgarramiento del ser de superficie discontinua, el espíritu
enloquece a su vez; sabe al cuerpo asaltado por la voluptuosidad,
pero este saber no le confiere ninguna superioridad, no es otra
cosa que el goce consciente de sí mismo, gozando de saberse gozar,
consciente de su fuerza, de su impetuosidad, de sus maravillosas
repeticiones. Entonces el Yo ya no es la instancia que toca la
llamada de las singularidades; se pone incandescente, se convierte
en la vida contemplando el estado extremo de la vida y acompa­
ñando la mirada con la exasperación de esta vida llevada al límite,
violencia lúcida de una vida que no es amenazada por ningún
principio de ruina, de una vida que no imita la muerte, ni la
muerte de no morir porque es un hervor de energía ardiente, una
existencia palpitante, todas las manos tendidas, hendida como el
mercurio, zozobrante de sentirse zozobrar deliciosamente.
En el amor, hay un tiempo verbal que la mujer no posee, el
pretérito perfecto. Jamás ha gozado en el sentido en que ha fina­
lizado con su excitación, goza; es algo que circula constantemente
sin resolverse, reabsorberse. Nada la satisface; su economía pul-
sional encaja mal en el estado ambiguo que lo masculino denomina
satisfación, colmamiento, apaciguamiento. No porque su goce sea
un problema de cantidad; no se trata de verlo como una especie
de producción perpetua de plusvalía voluptuosa, una acumulación
estratificada de valores hedonistas, en suma, de entenderlo como
una hazaña convirtiendo a la mujer en un sujeto «insaciable» (con
la imagen concomitante de la «ninfómana» o de la «cachonda»
tales como la explica cualquier novela de sex-shop o cuadro
porno). Ni cuantitativo (lo que supondría la adición de objetos
idénticos), ni cualitativo (lo que sobreentendería un estado único,
fuertemente difemeciado), más allá. Goce «ineficaz» que apro­
vecha todo, al que todo aprovecha precisamente porque no busca
ningún beneficio. El cuerpo femenino no bate récords (cuántos
orgasmos por hora, por minuto, por segundo, pasatiempo favorito
de los sexólogos), los ha pulverizado todos de antemano. Lo infi­
nito del placer femenino no es el crecimiento constante de un
mismo estado («cada vez más fuerte, cada vez más rápido») sino
una alteración incesante, el encadenamiento de metamorfosis im­
previsibles.7 Su única exigencia, honrad todas las partes, la boca
tanto como el sexo, el útero tanto como la vulva, la oreja como
el ano, la rodilla como el fino tejido del párpado, haced oír los
cantos más variados, buscad las modificaciones más sutiles de la
piel. Estad en todas partes para que el goce, al que se proclama
prisionero de las mazmorras del pubis, ya no esté en ningún lugar.
Y es cierto que la voluptuosidad femenina es a symanera u
pequeño milagro económico, pero que, sin embargó, nada tiene
que ver con una economía del cambio ni una economía del don
en tanto que no es consunción de una fuerza ni ofrenda dispen­
diosa de un bien valorizado, sino viajes de intensidades, nomadis­
mos sensoriales, series incalculables que escapan a cualquier sis­
tema de evaluaciones. Un deseo que pasa; el hombre, prontamen­
te cansado, corriendo hacia unos bienes más tangibles, más hono­
ríficos. Unas pasiones que aparecen y se yuxtaponen a las ante­
riores sin expulsarlas, así es, tal vez, el funcionamiento de lo
femenino; en sí el goce es un exceso, es la prodigalidad del placer.
Ilimitado, renueva su fuerza y sus recursos, se aniquila y no cesa
de engendrar lo que ha gastado. Nada se «descarga» en la mujer
que no se reconstituya o se recupere, emoción absolutamente in­
transitiva, ajena a cualquier finalidad médica, higiénica, humo­
ral, amorosa. Es cierto que muchas mujeres —por motivos histó­
ricos de sujeción y de colonización de su cuerpo— conocen mal
este movimiento. En último término, sin embargo, la mujer, y sólo
ella, alcanza esta renovación constante de su goce. La pérdida —el
fenómeno inevitable del gasto cuya apología han hecho algunos
sectores modernos como si la alternativa sólo estuviera entre re­
tener o gastar— , la pérdida siempre es masculina; el hombre vive
en ella la experiencia anticipada de la muerte; cierto día la muer­
te partirá de él al igúal que ahora ese líquido demasiado precio­
so que el pico solitario del orgasmo expulsa; y la razón de que el

7. A partir de ahí poco importa que exista o no orgasmo vaginal


que se le haya dado tal nombre a un movimiento que afecta igualmente
al clítoris; poco importa la denominación o la localización exacta del goce,
puesto que lo esencial es ver que en el cuerpo femenino todo es bueno
pata gozar y que esta oportunidad hedonista, esta facultad de conversión
voluptuosa, es lo que resulta deslumbrante.
placer masculino sea siempre una degradación de energía reside
precisamente en que es informativo y, una vez transmitido el con­
tenido de la información, muere. Pero el hombre no conoce espon­
táneamente la alquimia sutil de fuerzas que se retienen, se juntan,
se disocian, derivan lejos de un centro del que, no obstante, de­
penden, sólo la descubre a través de su propia feminidad latente.
La mujer goza sin dejar huellas (a no ser un poco de rosa en las
carnosidades delicadas de las mejillas. Ha producido unas huellas
y las ha borrado; por consiguiente no ha querido decir ni hacer
nada y, sin embargo, algo ha surgido allí que ha destruido
el orden de manera irreparable.
En la medida que no dice nada, el goce femenino no tiene uti­
lización fálica, es obligatoriamente anorgástico. El orgasmo sigue
siendo un medio de enmarcar el goce, de fijarlo en un estado de
culminación, de localizarlo, de establecer unas fronteras con su
más acá de crescendo y su más allá de descenso, medio de conju­
rar una fuerza indeterminada abriendo en ella uno o varios
cauces artificiales, rodeándola de un conjunto de fenómenos de­
mostrables y enumerables. Despotismo del orgasmo que lo significa
todo, que prepara, anuncia y que una vez surgido anula todos los
sentidos. Poder de fluidez por el contrario, del éxtasis femenino
donde lo genital juega el papel de un casi-punto sobre el cual
se puede ir de cualquier dirección a otra sin encontrar jamás nin­
guna de las direcciones precedentes, en el que el placer no cesa de
adoptar caminos inéditos, en el que todo confluye en el sexo sin
confundirse. Pues si la voluptuosidad produce el orgasmo, no lo
produce más que como una de sus formaciones estadísticas secun­
darias al término de una historia en la que lo masculino ha impues­
to su ley y en la que conviene imitarle. En una palabra, si el goce
femenino en el límite externo de cualquier voluptuosidad se debe
a que en sí mismo carece de límite externo (exigencia de lugar,
de tiempo, de contenido) sino únicamente un límite interno que
jamás aparece porque viajan juntos. De este modo surge la noción
compleja de una continuidad en la ruptura, no corre hacia un tér­
mino, no cesa de romperse y de romper esta ruptura, de plantear
unos límites y de sobrepasarlos, en suma, de reconstituir en su des­
plazamiento lo que tendía a anular en su emplazamiento inicial,
evitando así toda saciedad (y toda insatisfacción).8 El goce feme­
nino debe forzosamente renunciar a la voluntad unificadora de los
grandes vates del orgasmo («gozar una vez como nunca nadie ha
gozado, después morir»). Qué belleza la de esta decepción, de
esta euforia carnal que no se deja totalizar.
El goce de la mujer extermina el binomio excitación-descarga
porque hace siempre posible su confusión; irresoluble la cuestión
de saber si tal grito ha sido un efecto de desahogo o de recarga,
si tal inundación pulsional anuncia la muerte de un placer o su
comienzo, si es final y no inaugural, si por el contrario tal éxta­
sis, tal detención de los suspiros y de la respiración procede de una
desnivelación brutal del bienestar o de su subida paroxística; en
suma, el deleite voluptuoso mana incesantemente hacia su cre­
púsculo al mismo tiempo que hacia su renacimiento, circula en
todas las direcciones a la vez, desplegando un espacio sin límites
que los clásicos geográficos del erotismo no saben cómo deli­
mitar. ¿Cómo imaginar esta delicia, la invasión del cuerpo por
unos flujos de goce que se deslizan por todas partes como la lava?
¿La revolución en el pozo de amor esparciendo lo genital a todos
los hemisferios, abriendo las brechas de un desmembramiento ili­
mitado? Aquí la tensión procede en cierto modo del placer, su
uso se confunde con su consunción. Al no ser el orgasmo, los or­
gasmos, más que un medio entre otros de excitarse, toda excita­
ción conduce con ella cantidad de satisfacciones paralelas. En
otras palabras, el cuerpo femenino no es un sistema cerrado de
fuerzas absolutamente incapaces de crecer, precisamente porque ig­
nora el ahorro (no tiene ninguna necesidad de retenerse) y sólo
aumenta con los más locos dispendios. No existe en él una canti­
dad inicial de fiebre que se trataría de repartir con mayor o menor
habilidad (al igual que hace el hombre). Todo lo que dormitaba en
el cuerpo, todas las fuerzas posibles están enlazadas, conectadas
entre sí; la sensualidad es a un tiempo conquista y agitación, ilu­
minación de todo el ser, fuerza expansiva que inventa sus propias
vías y los lugares que invade con su ebriedad. Y el placer se
8. «Cuantos más orgasmos tiene una mujer, más fuertes resultan
cuantos más orgasmos tiene, más puede tener.» Mary Jane Sherffey, op. cit.,
p. 129.
convierte en goce templado por un fuego que se automantiene y
se autoconsume permanentemente, devora y vuelve a engendrar
enormes energías. Cada ardor, estremecimiento, calor, emoción,
inflamación ya no constituye entonces más que un pequeño grumo
en la gran dispersión orgiástica del éxtasis. En cuanto elemen­
tos de orden (del orden del deseo), todos son minoritarios, cola­
terales, simples archipiélagos en el océano del desorden pulsional.
Y, sin embargo, ha sido reorganizándose de cierta manera cómo
esta carne ha podido moldear su propia desintegración, ha sido la
ordenanza relativamente estricta del ansia sexual la que ha engen­
drado poco a poco este más allá del cuerpo profano y del cuerpo
erótico que es el cuerpo desordenado, anorgástico, incandescente.
De tal manera que la mujer puede explicar amorosamente a su
amante algo que no es metáfora: Pasas por todas partes de mí.
La mujer que goza escribe una ficción; lo que sumerge, lo
que supera su ser a pesar de ella no reaparece de la misma mane­
ra, no existe el eterno retorno de un presente eterno, es una his­
toria que una cábala de nervios y de mucosas narra variando
siempre los subterfugios, el desenlace, los episodios; ficción libi­
dinal, leyenda cósmica que mezcla unas masas de movimiento
y de energía, unos flujos y unas líneas que llevan su investiga­
ción siempre más lejos, siempre más allá de la última superficie
recorrida.
¿Cómo se han atrevido a calificar de pasivo, de indolente,
este delirio soberano? (¿Qué hay de más inerte en realidad que el
derramamiento seminal, que el deleite de la manguera del pipí?)
Ningún goce requiere tanta movilización del cuerpo, una aten­
ción mayor a cuanto pasa, escapa, surge, resbala; todas las distan­
cias, todas las relaciones adquieren una agudez que jamás habían
tenido; las proximidades más inocentes se revelan unas travestías
vertiginosas, nuevas dimensiones nacen a cada minuto despertando
a su vez unos medios de aprehensión inéditos, cada vez más com­
plejos, más refinados; en tal hueco de la epidermis, tal abultamien-
to de la carne son posibles varios ángulos de ataque que confunden
en su geometría lo alto y lo bajo, la horizontal y la vertical, lo liso
y el volumen, la curva y la recta. La mujer ya no es el sujeto
de su voluptuosidad (en el sentido en que controlaría su mar­
cha), aparece sujeta a éxtasis, a partir de ahora cualquier cosa la
afecta, arrobamientos la sorprenden, está perdida en una suma
incoherente de presencias y de ausencias, ni contemporánea fti
en retraso sobre lo que la desgarra, sin vivir ya el tiempo mo-
nomorfo de lo cotidiano sino una sobredeterminación de duracio­
nes que no parece que vayan a confluir en un todo apaciguador.
Todo el cuerpo pierde su carácter natural, la misma evidencia de
la sexualidad es derrotada aparatosamente, cada nueva sensación
derrota al enrolamiento genital de Eros; el organismo incendiado
se convierte en una monstruosidad placentera frente a la anatomía,
una incalificable fuente de impudor, un absurdo libidinal que trans­
porta el fuego, la sangre, el tumulto a todos los horizontes de la
carne. La mujer es absorbida en una suma de instantes que se
eternizan; aparentemente y de manera reiterada, abolida toda preo­
cupación por el pasado y por el futuro, se abre a la multiplicidad
incomprensible de los instantes y esos instantes son en sí mis­
mos unas eternidades. Entonces se entiende cuán inexacta es la
gran metáfora nocturna de la muerte unida al goce; ningún placer
invade pasivamente este cuerpo como un día lo hace la muerte;
la mujer convoca violentamente las fuerzas que la subvertirán,
nada puede contener ya la impaciencia de sus límites por ser
desbordados (y si algunas veces titubea o se niega ante el salva­
jismo de lo que la sumergirá, no es la muerte —potencial— lo
que rehuye sino la vida en alta tensión, la renuncia a la vida vul­
gar, uniforme, la necesidad de «gastar» unas fuerzas nuevas para
mantenerse a la par con el desencadenamiento que la traspasa);
jamás el goce anula lo viviente, lo dilata por el contrario como
nadie es capaz de hacerlo; sólo por falta de imaginación ha sido
posible compararlo con la experiencia agónica.
Así, pues, la mujer se manifiesta colmada no porque esté
satisfecha, sino porque su frenesí voluptuoso supera, y de lejos,
las posibilidades que había entrevisto su deseo, colmada a la ma­
nera de sofocada, ahogada, estrangulada. Múltiples paraísos se
disputan el espacio finito de su carne; cada poro, cada orificio de
su epidermis es como una boca que capta unas señales provenien­
tes del universo y despide otras, su piel se eriza de tentáculos, se
convierte en puertas entre el fuera y el dentro, respiración sen­
sorial del mundo mientras que el mundo se convierte a su vez en
fragmento de su- cuerpo. La mujer, ser pletórico, alcanza en el
abrazo la plétora impersonal de la vida; entonces no es nada más
que la facultad de aceptar, de asentir, el asentimiento a todos los
excesos, a los ciegos juegos de la rabia que la descuartiza; afir­
mativa hasta perder la cabeza, ilimitándose lejos de todo hogar,
espléndidamente solitaria en su insurrección extática, entonces sólo
puede decir y querer, sí, sí, sí, sí, todavía, toda-vía... «Donde
esto se anuncia turbación y maravilla de ser varios, no se defien­
de contra esos desconocidos que ella se sorprende en percibir ser,
gozando de su don de alterabilidad.»9
Inútil, por consiguiente, justificar la paradoja de escribir a
propósito de un goce que no es el nuestro. Evidentemente, no
tenemos ninguna pretensión de «hacernos la mujer», cosa tan des­
preciable como hacerse el loco, hacerse el obrero, hacerse el negro,
el condenado de la tierra o el marginal, modernos oropeles de la
buena consciencia. Ni siquiera buscamos lo femenino como algo
que sería nuestro bien (o que lo será), de lo que estaríamos des­
poseídos y a lo que habría que aplicarse pacientemente, ascesis a
recuperar.
Sobre la misma feminidad no sabemos nada; y desconfiamos
las ideologías del «eterno femenino» o del «eterno masculino».
Queremos simplemente subrayar esto: que hoy, en nuestra histo­
ria personal, al contacto con las mujeres, nos descubrimos parcos
epicúreos, puritanos de la peor clase. Que nuestra primera tarea
quizás es la de reconstruir nuestras propias costumbres (y especial­
mente los más «liberados» de nosotros) a partir de las maneras
de gozar y de vivir de nuestras compañeras. Pues nosotros, hetero­
sexuales machos, tenemos unos cuerpos de capuchinos, rellenos
de prohibiciones, más acolchonados de valores religiosos que un
manual de catecismo, unos cuerpos de momias, auténticos santua­
rios de frigidez y de frustración. Modelar este arsenal aherrojado
sobre la feminidad es aceptar en primer lugar que nos dejamos
desollar vivos y vestir de otra manera. No esperamos de las mu­
jeres otra cosa que una regeneración deseante, que esa metamorfo­
sis pase para unos por unos períodos de desesperación, para otros
por un sentimiento de anulación total, depende de los trayectos
personales; cierta angustia es probablemente inevitable (¿y por
qué motivo la sexualidad no sería angustiosa?). En cualquier caso,
estamos cansados del universo cerrado de la similitud, de los
viejos fantasmas deshinchados, de la ridicula supremacía machis-
ta. A ello se debe que para nosotros el resurgir de lo femenino
sea una desoxidación bienhechora de nuestros fantasmas, de nues­
tras fascinaciones, de nuestras máquinas de placer. No queremos
reaccionar a la lenta erosión de nuestro erotismo como ante
una frustración, un peligro; al contrario, vemos en ella una posi­
bilidad de libertad y de goce incrementado. Nos conviene mu­
chísimo que nuestra pequeño sensualidad sea derrotada totalmente
pues ni siquiera llegaremos a perder por completo esa familiari­
dad excesiva. Amamos a las mujeres como a unos nuevos invaso­
res que no legislan nuestro deseo sino que lo liberan. Lo más que
pedimos es este saqueo de nuestras fortalezas, de nuestras depra­
vaciones de reclutas, y sabemos que nosotros solos no lo conse­
guiríamos. No tenemos la pretensión de imitar o de ponernos en
su lugar, simplemente de acoger en nosotros la turbulencia de
lo femenino, por muy inquietante que resulte. No pretendemos
mantenernos tal como somos a falta de lo cual seguiríamos siendo
eternamente unas tristes máquinas de penetrar, unos viejos glan­
des mercantiles que hacen sus tristes cálculos a la sombra de un
inquisidor y de un psiquiatra, en suma, unos seres sin sexo, sin
boca y sin mirada que carecen de ano y de nalgas. La historia del
afeminamiento, de la alteración del cuerpo masculino tal vez no
ha hecho más que iniciarse.
¿So is todos homosexuales reprimidos? ¿Cóm o entender
esto? ¿Por la banal represión de la elección de objeto (pero
en tal caso eso significa una nueva norma) o más bien como
el aplastamiento efectivo de nuestro cuerpo, el reprimido sodo­
mita? ¿Por qué el amor del ano sería automáticamente homo­
sexual y el amor de la vagina inmediatamente infantil? ¿ Y si
fuera lo contrario, si yo hubiera nacido por el culo? La penetra­
ción anal es una alternativa para el hombre al placer fálico, lo
prolonga y desvía su temporalidad lineal. Al romper la cohesión
del cuerpo masculino, rompe también todos I03 avatares de la
voluptuosidad genital. Como lugar de penetración, el culo es lo
que tienen en común los dos sexos, pero lejos de probar su s
similitudes eróticas, señala únicamente la intercambiabilidad
posible de los roles sexuales. La sodomía es esa práctica en
la que lo masculino coincide con lo femenino en la postura pero
no en la intensidad, pues para la mujer es el lujo suplemen­
tario de una sensualidad ya profusa, y para el macho la única
solución de sustitución al pene. En el erotismo ortodoxo el
hombre es un horror anatómico, un cuerpo sin trasero, un
armazón óseo del cual se han serrado las nalgas. En el fondo,
la sodomía lo reconstruye (pero es para desintegrarlo mejor).
M i agujero me pica, he ahí una frase que todos los sexos
pueden pronunciar. Pero no hay que entenderla como un llama­
miento difuso a ser sin cavidad, redondo, liso, denso a la ma­
nera de un huevo; el agujero no aspira a ser colmado, yo
preferiría al contrario un cuerpo lleno de agujeros por el mero
placer de ser asaltado, atravesado, penetrado en cada uno de
ellos. M i propia piel, cuando el sol la calienta, se abre, se pone
como un colador. Quiero dejarme vaciar suavemente, atravesar,
convertirme en una caja de resonancia, un dentro-fuera en el
que el mundo y los fragmentos del universo se coagulan, esta­
llan, se congratulan, se mezclan, se Juntan, se rozan sin verse;
constelación de pasajes heteróclitos, mosaico de objetos duros
o tiernos, algunos de los cuales, como unos intrusos que se
invitan a una fiesta a la que no estaban convidados, tendrán el
aire de no venir a cuento. El hombre sólo puede agujerearse
por el culo, pero la sodomía quizá no sea otra cosa a su vez
que un entrenamiento para la disponibilidad general del cuerpo,
para la invaginación total de la piel, de las linfas y de los
músculos. Ojalá se multiplique sobre m í la debilidad de mil
huequecitos, miles de pequeñas cabezas de alfileres y que, al
ser de este modo más vulnerable a los demás, sea también
susceptible de más estallidos, m ás Infiltraciones.
IV. Las equivalencias neutralizadas
PROSTITUCION II
LA REVUELTA O EL FIN DE LAS RELIGIONES GENI­
TALES

M il y tres razo nes a ctua les de sk r c l ie n t e

Pagar en metálico para no pagar en primera persona.


Comerciar pero no ser mercancía; estar seguro de oírse decir
sí sin tener por ello que representar.
Dejarse de vigilar con el rabillo del ojo, incluso en los mo­
mentos de abandono: «¿Va bien? ¿He estado a la altura? ¿Qué
nota he obtenido en el examen del orgasmo? ¿La media? ¿Un
notable? ¿Un suspenso? No serán excesivamente ridículos mis cal­
zoncillos? Con tal de que no se fije en mis michelines...». No estar
ni bien ni mal en su piel, olvidarse. Olvidar su imagen, su obe­
sidad, su calvicie amenazadora, su mala cara, sus manos húmedas;
en lugar de obsesionarse en torno a sus vicios de forma de no pen-
sor más que en dar forma a sus vicios. Dejar de reprochar al cuerpo
todos los motivos de rechazo que, pese a las precauciones tomadas,
proliferan en él. Comprar el derecho de abandonar el personaje
junto con las ropas.
Edipo con mentalidad de portera, castigar a Mamá por haberse
' acostado con Papá rebajándola al nivel de la Puta.
Entre dos placeres solitarios, seguir eligiendo él menor.
Odiar hasta tal punto el propio deseo que sólo pueden estar
designadas a recibirlo unas mujeres despreciables y caídas.
! «Todas unas cachondas»; deducir el oficio del vicio y la com­
petencia del oficio. Esperar cosas increíbles; especular sobre la
perfección sexual de la prostituta; será el receptáculo de la nece­
sidad, la muñeca del fantasmar y la maestra de la obscenidad.
Sin plantearse problemas, exigir posiciones que consideraría
insultantes proponer a su mujer, ni que fuera con guantes.
Comprar el poder de gozar porque proporciona, además, el
goce del poder. «Levanta la pierna, separa las nalgas, chúpamela,
ponte de cuatro patas, húndeme el dedo en el culo...» —excitarse
menos con las posturas que se ordenan que con el placer de dar
órdenes.
Para pasar del deseo a la acción, no tener más que tomar un
metro, cruzar un puente, llegar a una calle.
Gracias al milagro monetario, llegar, de entrada, a lo inacce­
sible, el sexo de la mujer.
Detestar hablar de otra cosa cuando sólo se piensa en eso. No
querer poner los ojos en blanco acariciándose el cochino secretito.
Ser demasiado viejo para gustar, pero no para desear.
No tener de meteco únicamente la jeta, cosa cotizada actual­
mente en el mercado de la seducción, sino el traje un poco desco­
lorido y totalmente pasado de moda, el pantalón con brillo, la
chaqueta demasiado corta en las mangas, el aire tímido, hostil,
o perdido, y el acento imposible. En la encrucijada de todas las
segregaciones (inmigrado, fuera de rollo, torpe de lengua), exclui­
do por la moda, el .racismo y las palabras, econtrarse en la cálle
indeseable, pero deseante.
A título de diversión, cambiar de piel, y de discurso; contes­
tar en lugar de tener siempre que preguntar.
«Vienes cariño...»; lenguaje convencional que expresa la atrac­
ción sin necesidad de simularla. Comedia maquinal que ni siquiera
intenta ser verosímil. Palabras de amor extrañamente libres de
todo pathos amoroso. Palabra suave, caricia verbal sin nadie que
la hable. Vibrar, con fervor, ante este efecto de extrañeza. Subir
con la chica para contemplar y después ocupar un cuerpo deser­
tado. Buscar a la prostituta no pese sino gracias a su indiferencia,
pues esta frialdad es la que confiere al polvo su perfume de reli­
giosidad. Igual que en la Iglesia, embriagarse de la emoción pro­
vocada por una ausencia. No hay nadie, por consiguiente está Dios.
Don Juan barrullero, ávido de récords y de grandes estrenos,
obstinarse en querer hacer gozar un cuerpo profesional para rein-
troducir el desenfreno en la relación venal, para someter a aquella
que, vendida a todos, no se ofrece a nadie.
Vivir, inmediatamente después de entrar en la calle de putas,
la metamorfosis del solitario en sultán; preferir la ebriedad de la
selección previa a la emoción a fin de cuentas limitada del
polvo, pasar revista a las candidatas con una mirada sin indul­
gencia, excluir a la menor deficiencia a unas mujeres que, de limi­
tarnos a ofrecerles nuestros encanttos, nos acogerían con un enco­
gimiento de hombros.
«¿Te hago la dominación?» Comprar en él comercio todas las
especialidades eróticas inencontrables en el mercado de los amo­
res gratuitos.
Para obtener un cuerpo complaciente que una noche por se­
mana defeque sobre tu cara, no tener más que poner el precio y
recordar un detalle, darle por la mañana un laxante suave que
actúe en ocho horas.
Higiénico y funcional, no querer conceder d amor más tiem­
po del necesario para hacerlo, sacrificar al instinto porque es tirá­
nico, pero lo antes posible y para volver a sí mismo. Purgarse
de las pulsiones a fin de tener la cabeza libre.
Tener unas ambiciones eróticas por encima de sus medios
y realizarlas; emborracharse de inconstancia, cambiar de pareja a
cada solicitación del deseo.
Combinar la escapada y la fidelidad, salvar la pareja, escapan­
do a la vez, gracias a bocanadas furtivas, a su monotonía.
Realizar la fusión, pero esquivar el vínculo; hacer el amor sin
llegar jamás a conocerse.
Masajes tailandeses o chupadas expeditivas, deslizarse en la
inercia, hacerse manipular, dejar mimar a puerta cerrada el órgano
que ocultas celosamente al mimo de sus compañeras regulares,
pues tienes el puntillo de penetrarlas. Tener derecho a la beatitud
pasiva del bebé, no depusés del amor sino durante la copulación;
conocer el reposo del guerrero hasta en el instante de la defla­
gración.
No perder nada, jugar simultáneamente la seguridad y la sor­
presa, el azar y el contrato, la seguridad de la satisfacción y la
novedad del cuerpo, la ignorancia de la oferta y la satisfacción de
la demanda.
Pagar a la primera que aparece a falta de ser exigido por ella;
conformarse con él papel de cliente debido a la imposibilidad de
ser uno mismo puta.
Comprar el derecho a dedicarse exclusivamente a los mecanis­
mos del propio goce. Emanciparse del deber de reciproádad.
No tener más que un terror, el azar. No poder gozar al margen
del dinero, pues la relación venal sustituye la casualidad por el
rito. Exigir que todo esté fijado de antemano. Tranquilizarse sa­
biendo que el polvo es un protocolo. Llegar hasta el final de su
deseo sólo si la escena de la copulación resulta conforme al pro­
grama. Conjurar lo imprevisto para evitar la desbandada.
Escapar a la angustia paralizante de las entradas en materia.
«¿Qué le diré? ¿Por dónde comenzar?» En recuerdo de todas las
aventuras que no se han vivido, en las que se ha renunciado al
deseo por cortedad de espíritu, en las que el miedo a quedarse
parado nos ha acabado de enmurallar en la soledad, agradecer al
dinero que sólo permita una pregunta lacónica e inmutable:
«¿Cuánto?».

Está claro que la lista pudiera extenderse indefinidamente, si­


tuando en un mismo plano anécdotas y análisis, acontecimientos
minúsculos y grandes arquetipos, esbozos novelescos y esbozos
de clasificación. También pudiéramos, siguiendo el camino inver­
so, convertir este repertorio en la introducción necesaria a un es­
fuerzo de explicación. ¿De dónde procede la demanda? ¿Por qué
hay clientes? Al despliegue del catálogo sucedería entonces el
trabajo de interpretación, el orden intervendría en la anarquía
enumerativa, los mil y tres deseos suscitados por la prostitución
se clasificarían en secciones; deseo de presencia en aquellos que
quieren escapar a la soledad sin ser lo bastante cotizables como
para entrar en la seducción; deseo de alternancia en aquellos que
quieren escapar a la pareja sin ponerla en peligro; deseo de ins­
titución en aquellos que quieren escapar a los azares y al código
disimulado pero despótico del ritual seductivo. Equivale a decir
que la multiplicidad es una ilusión, un efecto de puesta en es­
cena o de trivialización, y que, bajo la locura de esta exhibición
disparatada, se oculta, cuerdamente, una austera taxinomia. Equi­
vale también a sustituir la escritura esteticista del inventario por
el serio militante que siempre quiere remontarse a las causas;
ser revolucionario es, ante todo, denunciar la ilusión según la cual
sería posible eliminar las consecuencias de la miseria sin atacar
sus causas, o sea, suprimir en este caso la opresión de las prosti­
tutas sin luchar contra la prostitución, y luchar contra la prosti­
tución sin combatir el sistema que la mantiene. Lo que crea la
prostitución es la monogamia patriarcal, la miseria sexual, la do­
minación masculina, el racismo de la seducción; he ahí las causas,
he ahí al enemigo.

L as r a m e r a s , s u s p e n s o e n r e v o l u c i ó n

Pero precisamente las prostitutas han desviado esta lógica im­


pecable. Lo que ha convertido su rebelión en un acontecimiento
ha sido, fundamentalmente, su desobediencia a los esquemas sub­
versivos oficiales, su testarudez en ser una insurrección sin mo­
delo. Los maestrillos de todo tipo han perdido el tiempo; las
putas han demostrado ser pésimas alumnas de la revolución, del
feminismo, de la democracia avanzada, de la liberación sexual, y
de la utopía de las comunidades. Paesado el primer momento de
entusiasmo ante el espectáculo de unas callejeras que alcanzaban el
puño en lugar de tender el brazo, el malestar se ha apoderado de
la mayoría de los militantes; cierto que las chicas luchaban, pero,
incorregibles, prostituían su lucha en lugar de luchar contra la
prostitución. No combatían las causas de su alienación, querían
hacerla soportable. Su estar hasta-las-narices, del que se preten­
día encarecidamente que atacara la gran miseria prostitutiva,
denunciaba, en realidad, todas las pequeñas miserias que, al
margen del polvo, se abaten sobre ellas. No ponían en discusión
el sistema por haberlas obligado a vender sus cuerpos, sino por
los obstáculos y los castigos con que les hacía pagar la opción de
ese trabajo. Se las suponía, desde el fondo de su desdicha, ani­
madas por un deseo de subversión, y, por el contrario, parecían
como sedientas de reconocimiento de respetabilidad. ¿Su sueño?
Que la carrea en la que entraron perdiera su halo maléfico. Profe­
sión: puta, a secas —una tarea, pero no una deshonra, un medio
como otro de ganar dinero— . No hay oficios bonitos o feos, sólo
hay salarios más o menos decentes.
Al no combatir lo que crea la prostitución sino lo que la obsta­
culiza, al no tomar respecto a su actividad el punto de vista de su
desaparición, las putas han aportado a las personas respetables
una revelación inadmisible, la demanda no basta para explicar el
fenómeno porstitutivo; existe tmbién una oferta. «No hemos sido
obligadas, han dicho en el fondo, hemos elegido la prostitución.
Es posible que tengamos derecho a imaginar un día en el que
los hombres habrán perdido todo motivo para convertirse en
clientes, al igual que las mujeres para convertirse en putas, pero
¿de qué sirve, cuando se vive en el sistema, mantener los ojos
absortos en su abolición? Tenemos nuestras noches en espera de
la Gran Noche, nuestras noches en las que desfilan la angustia de
los solitarios, el deseo furtivo de los jóvenes esposos, los meti-
sacas de los camioneros, los guiones pornográficos que los hom­
bres sólo se atreven a imponer a nosotras, y nosotras asumimos
todo eso, somos las asistentes sociales de la libido; en consecuen­
cia, que la sociedad deje de excluirnos alegando por motivo la se­
xualidad en peligro; que abandone esa posición de desprecio
que está por encima de sus medios.»
La puta escandalosa dice: la abyección no está en hacer la
calle, la abyección es el desprecio, la violencia, y la explota­
ción con que hay que expiarlo. Lo innoble no es la peripatética
que atrae, es el policía que le instruye un sumario, los moralistas
que la condenan y el Estado que acumula los dos papeles.
Se manifiesta víctima, daro, pero de la penalidad, y no, como
era de esperar, de la venalidad; no se mete con el dinero, puesto
que lo gana, se mete con el poder que se lo roba. Y, para coro­
nar el conjunto, revaloriza su oficio en términos de utilidad social,
justifica los beneficios que se embolsa por el servicio que supone
que presta, ¡qué puta!
Entonces, claro está, han llovido las sentencias acusadoras, la
subversión oficial se ha vengado sin indulgencia de haber sido
maltratada de este modo; no podemos defender una rebelión que
pretende ordenar la opresión de las mujeres en lugar de con­
cluir con ella, han dicho las Pétroleuses. Y Rouge: «Para noso­
tros, revolucionarios, no pueden existir ambigüedades; la prosti­
tución es intolerable. Por ello no apoyamos la reivindicación de las
prostitutas de obtener un estatuto». Por todas partes el mismo
viejo principio, la vieja canción de siempre, la subverisón es la
alternativa. ¿No quieres romper? ¿No llevas contigo el deseo irre­
frenable de otro mundo? Es que en el fondo de tu persona, pobre
alienado, persiste la impureza de tu amor hacia éste. En suma, al
querer mejorar su condición en lugar de salir de ella, se degrada
el rechazo revolucionario en corporativísimo, lucha puntual, egoís­
ta, basada en un consentimiento al conjunto; por muy violenta
que sea, rebelión que juega el juego en lugar de infringir sus
reglas.
Sin embargo, ¡cómo habíamos mimado a esas recién nacidas
de la Batalla política!; después de aplaudir sus primeros pasos, se
pretendió ayudarlas a pasar del balbuceo al lenguaje articulado*
del ya estoy harta al ya lo dijo Marx, de sus problemas de mujeres
prostituidas a la prostitución general de todas las mujeres. Todo
inútil, se mostraron refractarias a cualquier pedagogía.
«A partir del momento en que he decidido vender o, mejor
dicho, alquilar mi cuerpo, considero que es algo que sólo me
interesa a mí y a nadie más. Nadie tiene el derecho de venir a
pedirme cuentas. No acepto ninguna clase de amonestaciones, que
me vengan a decir que soy una marrana, en el caso de los más des­
preciativos, o que me vengan a explicar que carezco de afecto,
o que me vengan a explicar que debería intentar salirme, o, como
hacen los polis, que me vengan a impedir trabajar por todos los
medios. ¿Con qué derecho nos reprimen, con qué derecho nos
vienen a decir que no debiéramos hacer este oficio? Mi cuerpo
me pertenece, hago de él lo que quiero. (...) Hay demasiadas
personas que quieren protegemos y pocas que se dignen escuchar
lo que realmente queremos.» 1
Y lo que quieren realmente, el deseo que tanto aspiraban a
sofocar los profesores de la subversión, es el de un mundo en
el que se pueda elegir burguesamente lo prostitución, en el que
ésta fuera accesible, libre, fácil de vivir, ni santa ni maldita, sino
colmada de banalidad. Ahora bien, esta perspectiva provoca un
sálvese quien pueda general; asusta, sea cual fuere el color político
de las excomuniones. No puede resultar anodino poner el aparato
genital en alquiler; he ahí lo que dicen, cada cual a su manera,
el Estado que mantiene la prostitución en la delincuencia para
sacar mayor provecho de ella, las personas honradas que enseñan a
sus hijos a apartarse de las prostitutas, y las personas liberadas que
les enseñan que si ni siquiera el amor está al amparo del dinero es
por culpa de la sociedad. Delincuentes, viciosas, víctimas, tres
identidades de las que las prostitutas han decidido deshacerse.
Y esta coalición de reticencias, esta unión sagrada, esta unanimi­
dad en el ostracismo, es lo que demuestra que con su rebelión,
hoy, se ha tocado algo fundamental. En lugar de apelar a nuestra
tolerancia, lo que hubiera significado reconocer su especificidad,
han protéstado de su normalidad, lo que significaba negarse a
avalar la moral de nuestros comportamientos. Es cierto que moral
no es una palabra bajo cuya autoridad situemos a gusto nuestra
existencia. Ya no referimos nuestros actos a unas máximas que
los justifican y que nos tranquilizan; hace tiempo, además, que la
idea de ser virtuoso ha dejado de ejercer ningún atractivo; como
toda sabiduría, en suma, sólo sabemos producir algunas pregun­
tas. En fin, inquietos o cínicos, nostálgicos o liberados, hemos per­
dido a la vez la rigidez y la serenidad de las personas de principios.
Pero eso no quiere decir, como tendemos a creer con excesiva
frecuencia, que la moral ha muerto, la crisis es su nuevo rostro.
Carecemos de valores y, sin embargo, seguimos obedeciendo; el
hundimiento de las leyes, lejos de engendrar la anarquía, ha pro­
ducido un orden riguroso, una moral segregativa ha sustituido
las antiguas morales positivas y los principios que nos dicta son
menos unos principios de comportamiento que unos principios
de exclusión. No decimos: «prohibición de...», decimos: «prohi­
bido a...»; no formulamos dichos, expresamos repugnancias.
Dime de qué te desprendes y te diré quién eres; nuestros
modelos de vida nunca aparecen con tanta claridad como a través
de nuestros reflejos de discriminación. Así, cuando las prostitutas
denuncian el ostracismo que las afecta, están pidiendo cuentas
a nuestros principios subterráneos y no a nuestra ideología explí­
cita. Decir que vender su sexo no es nada, no es una infamia, no
es el colmo de la angustia o de la indignidad, destituye lo genital,
cuando nuestro propio cuerpo fue prontamente iniciado a la evi­
dencia de su reino.
Nuestros rechazos nos revelan nuestras creencias, ¿por qué
prohibimos a las prostitutas la entrada en nuestro universo? Por­
que creemos en lo genital, hasta el punto de haberle transferido
inconscientemente los poderes que antes se otorgaban al alma.
A partir de ahora la riqueza del individuo, el tesoro inalienable
cuya propiedad no le discute ninguna institución, la única parte
de sí mismo que no entrega al trabajo, su vía de acceso a la
felicidad, lo que le define como ser privado, es lo genital. Las
prostitutas pudieron parecer corporativistas, estrechamente limi­
tadas al particularismo de sus intereses, subvertían el funciona­
miento social a otro nivel. Dejaron de querer pagar con su mise­
ria la religión de la genitalidad.

So bre la palabra « puta»

Ellas comenzaron por una cuestión de vocabulario, pues el


racismo está en una palabra: puta. Puta se dice de una donjuane-
ra cuando se quiere expresar la amalgama de avidez y de asco que
suscita la libertad de su deseo. Puta porque la mujer es esa moneda
que se pretende a la vez que circule y atesorarla. Puta para expre­
sar el fantasma del pornógrafo y el odio del propietario. Puta por­
que frente a la sexualidad femenina el hombre se imagina contra­
dictoriamente como el beneficiario y como el perjudicado. Por
solidaridad con sus compadres, el propietario le grita «¡Cachon­
da!», mientras que el pornógrafo sueña con ser abordado por un
deseo imperioso, sin ambajes, sin preliminares; ¡ah! ¡si las muje­
res fueran capaces de violarnos! Adscritas al nombre de puta,
las prostitutas están encargadas de encarnar esta ambivalencia;
su naturaleza indomable les lleva, cree el cliente, a entregarse a
todos, por consiguiente también a mí —y eso me excita— . Pero
no pertenecen a nadie, y eso es algo que yo no puedo tolerar
Antes del polvo, en la escalera, aguijonean el fantasma; después
de la eyaculación, cuando él se viste y se le ha ido la borrachera,
ellas sufren el malestar, la sorda reprobación, casi las injurias
del propietario.
Una misma complacencia se revela en la repulsión y en la avi­
dez, la idea, en primer lugar, de que la mujer sólo accede a la
libertad sexual sometiendo su deseo a la norma masculina de rapi­
dez y de genitalidad; la certidumbre, después, de que a la prosti­
tuta le «gusta» el miserable cuarto de hora del polvo. Pues bien,
se trata de un error; si las prostitutas pueden practicar su oficio
es porque «sexualmente el cliente no es nada» (Ulla). Han vivido
excesivamente la obsesión genital que se les atribuye por proyec­
ción, como para seguir interesándose en su deseo. No se sienten
implicadas por el goce del cliente, porque lo que pueden sacar
beneficio de él. La increíble presunción masculina pretende con­
vertir su alejamiento en alienación, su comercio en desenfreno, y
sus cálculos en voluptuosidad. Pero ellas son prostitutas en la
medida exacta que no son putas. «Putas, dicen unánimemente,
es algo que sólo existe en vuestra cabezas; allí donde sólo está
el dinero preferís imaginar que está el deseo.»
«Para ellos somos una especie de monstruos, unas chicas total­
mente retorcidas con unas mentalidades monstruosas, sólo que eso
pasa únicamente en su cabeza.»2
«Lo más fantástico es ver hasta qué punto el sexo de los hom­
bres es al mismo tiempo tan simple, “buenos días, hasta la vista” ,
y tan complicado. Supongo que se debe a que siempre llevan ideas
en la cabeza y casi nada en el propio cuerpo. Por una parte, tienen
ganas de echar su polvo, por otra se llevan un rollo terrible y
creen que ambas cosas son lo mismo. En realidad, si bien pueden
comprar la posibilidad de echar un polvo, jamás tienen la de
comprar su rollo. Y siempre tienen que quedarse con las ganas.» *
Receptáculos hospitalarios, cuerpos pasivos, inertes, doblemen­
te abandonados —al comprador y por su propietaria— las pros­
titutas cumplen tan explícitamente el contrato de la eyaculación
que siempre decepcionan los fantasmas que el cliente intenta di­
simular.
Exhiben el color en lugar de pintarse el del deseo. Mezclan
extrañamente la complacencia absoluta puesto que no eligen su
pareja, y la incomplacencia radical puesto que, en el mismo mo­
mento en que invitan, no salen de su reserva, no simulan la ter­
nura, ni la voluptuosidad, ni la admiración, ni la servidumbre, y
lo que dan al sexo del hombre se lo niegan despiadadamente a su
narcisismo. Buenos días, hasta la vista; la alegría perversa de las
chicas alegres no es joder veinte veces por día, sino llevar hasta
su paroxismo la reducción genital que el cuerpo masculino impri­
me a la vida erótica, desilusionar al hombre por el exceso de con­
formidad a sus propios criterios, escapar a su deseo de apropia­
ción aplicando la táctica del exceso más que la del rechazo. Su inr
diferencia al trabajo se expresa por la prisa en realizarlo. La
huelga de celo se reconoce en el celo de la prostituta en masculini-
zar los ritmos del polvo. Excitación, erección, eyaculación; la se­
sión es la aplicación rigurosa del programa viril. Las prostitutas
no son las poetisas del amor («¡Vamos, cariño, date prisa!»),
son sus poéticas, sólo conservan del orgasmo su esquema estruc­
tural, sólo mantienen en el relato la lógica de sus acciones; de
este modo el hombre es invitado a vivir a un ritmo acelerado el
film de su sexualidad tradicional, y, por decirlo de algún modo,
a consumir su placer a 78 revoluciones. Reducen la unión al relato
orgástico; reducen el orgasmo a la sucesión abrupta de sus tres
secuencias.
¿Por qué hay tantos clientes malhumorados después del pol­
vo? ¿Por qué son tan numerosos los que insultan a esas «marra­
nas» y quieren recuperar su dinero? Porque han entendido que no
eran los amos, y que podían obtenerlo todo de la prostituta a
excepción de su sumisión. Apenas han terminado de vestirse ol­
vidan la voluptuosidad, pero no las afrentas que han debido
sufrir para realizarla, la del dinero y la del ridículo. Se enfadan
con la callejera porque ha puesto precio a su deseo y lo ha hecho
ridículo. Le reprochan la venalidad de la relación y la imagen que
refleja, con una servilidad despreciativa, de su sexualidad. Incita­
do en la calle, enloquecido por unas promesas de aventura y unos
récords de obscenidad —«Ven, cariño, te la chuparé, te gusta­
rá»— el cliente sólo cede a su sueño para asistir a su destrucción.
La prostituta, sacerdotisa interesada de un ritmo en el que no
cree, se traga el polvo, y el fiel aturdido es invitado a comulgar
apenas cruza el pórtico de la iglesia. «¡Devolved el dinero! ¡Devol­
ved el dinero!» es el sentido grito de todos aquellos que asi­
milan prostitución y pornografía. No hay que confiar en los paren­
tescos de la etimología pues los amores marranos y los amores
venales no son de la misma familia; la pornografía no se incluye
en la prostitución, es precisamente su falta, su cruel ausencia, lo
que indigna o deprime a tantos usuarios. £1 gran sueño pomo
atribuye a las mujeres un deseo inmediato, centrado, imperioso.
Anuncia la buena nueva: también ellas sólo piensan en eso. Y sólo
la represión secular de su deseo explica la timidez sexual en que
demasiadas de ellas siguen refugiándose, acaban de salir del cala­
bozo, el sol genital es demasiado fuerte para sus ojos acostumbra­
dos a la penumbra. Pero cuando hayan muerto los últimos tabúes,
el hombre ya no pedirá, no tendrá más que dejarse hacer; en lugar
de querer obstinadamente, cederá con gracia; en suma, la porno­
grafía metamorfosea el fantasma viril en programa femenino de
emancipación. Ya no tendrás que esperar, engañar, dar rodeos
para joder —le promete al hombre—, te bastará con consentir.
Al igual que en la prostitución, donde parece, que es la mujer
la que liga, ella es quien asume los comienzos y habla claro de
entrada y sin rodeos. Pero si acaricia la ilusión masculina es pre­
cisamente para romperla mejor, como una brechtiana del sexo
ofrece su cuerpo, pero no entra en la piel del personaje, no resul­
ta verosímil, el fantasma es invitado a su propio desencanto. La
pornografía genitaliza el deseo de la mujer; la prostituta jamás
afirma otra cosa que su deseo de dinero. En los films, gozan espec­
tacularmente de chupar pollas anónimas, en el polvo hacen su
oficio con consciencia, pero sin pasión, meticulosas y flemáticas,
obedecen, para erigir el monumento fálico, no al principio de
placer sino al principio de rendimiento. ¿Nos hemos dado cuenta
de que la «invasión» pornográfica y la revuelta de las protitu-
tas son dos acontecimientos contemporáneos y rigurosamente an­
tinómicos? ¿Que entre las gozadoras del dne y las profesionales
de la calle no existe ningún parecido, que el film porno sirve de
pantalla simultáneamente a la sexualidad femenina y al trabajo
de la prostitución?
Ver hard-core para cegarse con la diferencia del cuerpo feme­
nino y para convertir en exigencia sexual la frialdad altiva con la
que se deja investir y colonizar. Escapar mediante la imagen a la
pluralidad de los cuerpos y al cinismo del dinero. Olvidar que no
nos quieren por nuestras grandes vergas sino por nuestros bille­
tes de banco. Al ser la complacencia venal tanto un ultraje como
una comodidad, soñar con la prostitución gratuita, sustituir el
deseo por el interés, obtener a la vez la disponibilidad y el goce.
Esta utopía reactiva demuestra al menos una cosa, que la vena­
lidad no convierte a la prostituta en la esclava temporal del clien­
te, sino que garantiza, al contrario, su inaccesibilidad. En suma, la
pornografía no es nada más que la denegación de la relación prosti-
tutiva, pues la flema calculadora de la mujer venal insulta el amor
propio masculino, desmiente el fantasma en la manera ostensible­
mente laboriosa con la que le da satisfacción. Mejor saberlas vi­
ciosas que indiferentes; preferible salvarlas que admitirlas, pues
su frialdad humilla el deseo viril. Así las prostitutas han destacado
la evidencia, iniciando su revuelta con una proclamación de impasi­
bilidad: «Hacemos este oficio por la facilidad con la que podemos
abstraemos de él. Nos desdoblamos, escapamos de nuestro cuerpo
de trabajo, no es precisamente divertido, pero ¿quién está hoy al
abrigo de este desdoblamiento? ¿Qué empleado(a)? ¿Qué obre-
ro(a)? ¿Qué vendedora? Igual que ellos, no defendemos contra la
sujeción mediante la distracción. Sólo el absentismo en el trabajo
puede hacer soportable la presencia en el trabajo.»
Ahora bien, este lenguaje es una herida; el hombre se siente
obligado a rebajar por cuarta vez sus creencias narcisistas. Copér-
nico le enseñó que no habitaba en el centro del universo; apenas
recuperado de la ofensa Darwin le retiraba el privilegio de ser
el rey de la creación; Freud, el tercero en discordia, no le dejaba
tiempo a respirar y le enseñaba que no era el dueño de su propia
psique. Pero le quedaba una jactancia que habían dejado intacta
las tres afrentas, la identificación, inscrita en la lengua, de lo
humano y de lo masculino. Así, pues, Ulla es el cuarto mentís.
En materia de erotismo el hombre no puede hablar en nombre de
la humanidad. Sin embargo, nada le complacía más y actualmente
le cuesta abandonar esta quimera. Pues lo que él esperaba de
la mujer, ya n a era sumisión sino identidad. Abandonaba gusto­
samente las servidumbres y las cargas del poder falocrático por las
delicias de un genitocentrismo compartido. Pero las prostitutas
han tomado la palabra para desgarrar su sueño; su exhibida y
vindicativa indiferencia repecto a su egoísmo libidinal no le deja
la menor ilusión sobre la universalidad de su libido; nada sexual
me es extraño, decía, — ¡sí, la sexualidad femenina, le responden
las prostitutas, en el mismo momento que, vestidas con medias
rojas e imaginación viril, siguen consintiendo en ser una copia
adecuada.

Otra cuestión de vocabulario: «me he prostituido, he hecho de


puta», se dice con falsa vergüenza y plena satifacción cuando se
ha sabido expresar con convicción unos sentimientos contrarios a
los que se sentían, con vistas a obtener un ascenso, un puesto, un
papel, un cambio, unas vacaciones, un aumento de sueldo, permi­
so de dos horas durante la mañana, un incremento de propinas,
una moratoria para la entrega de un trabajo, el perdón de un
castigo o la consideración de sus jefes. Existe, pues, la tentación
de hablar de prostitución cada vez que la adulación servil se en­
carga de disimular el interés, cada vez que la perspectiva de una
ventaja material se disfraza de afecto o de obsequiosidad. En suma,
la utilización metafórica de la palabfa puta reposa sobre una falsa
evidencia que es una auténtica calumnia, pues prescribe implíci­
tamente a la realidad prostitutiva una imagen que la desfigura. En
efecto, el contrato de prostitución es claro, prescinde de lo ima­
ginario. Ningún papel a jugar, ni comedia ni autenticidad. Libera
a un tiempo la sexualidad de la sinceridad y de la apariencia. En
la negociación del polvo la histeria se toma una pausa. El cliente
no necesita gustar; la prostituta no debe simular la fascinación.
Alquila su sexo y pone el resto de su cuerpo en subasta, pero sus­
trae simultáneamente su afectividad a toda forma de prostitución,
el teatro amoroso no forma parte del polvo, no entra en sus atri­
buciones. Hoy ya no vivimos en aquella sociedad ostentosamente
desigual y estratificada que reservaba a las cortesanas la entrada
en el gran mundo, y lanzaba las rameras de baja estofa como pasto
a los zafios apetitos del vulgo. Tanto en Roma durante el Rena­
cimiento como en el París del Segundo Imperio, el sueño per­
manente de una prostituta era acceder al gran mundo por la puer­
ta de servicio, ser rica, adulada, admitida, convertirse en corte­
sana. Las prostitutas contemporáneas tienen la misma pasión por
el dinero, pero no quieren pagarlo con la simulación sentimental.
Por consiguiente la mayoría de ellas prefieren la calle a los elegan­
tes burdeles clandestinos y a las redes de call-girls para ejecutivos
multinacionales. En la acera pueden dejar manifestarse a un tiem­
po su deseo de dinero y su repugnancia a hacer creer al cliente
que ceden a su encanto, y que antes de conocerle no sabían lo
que era gozar. La prostituta moderna es una anticortesana.
«Desnudarse, y desnudarse es una palabra excesiva porque nos
limitamos a quitarnos el jersey, son 150 F (...) Si levantamos una
pierna o dos son 20 F y cada cosa diferente que sigue 20 F más.»4
Mientras que la cortesana quiere atrapar al cliente en la tram­
pa de la pasión, la prostituta especula exclusivamente con la gra­
dación de su deseo. La primera finge entregarse por entero para
atontar las cabezas y vaciar los bolsillos. La segunda prefiere el
arte de la puja al del fingimiento; no finge los arrebatos amorosos
ni siquiera los éxtasis de la voluptuosidad; prosaica, vende sus
servicios. Irreprochable, pero parsimoniosa, reseta rigurosamente
la letra del contrato. En lugar de disimular la realidad mercantil
de la relación, la exhibe. Ningún pathos, a la prostitución-comedia
sucede la prostitución-trabajo; ningún papel a representar, sino
una tarea a cumplir.
«Una puta no tendría la impresión de ser una puta si no fuera
una traidora redomada, y una puta que no poseyera las cuali­
dades requeridas sería como una cocina sin cocinero, una comida
sin vino, una lámpara sin aceite y un plato de macarrones sin
queso.»
Así hablaba Nanna, la gran prostituta romana, cuyas hazañas
quiso narrar el Aretino. Escribió, por tanto, la Gesta de la cor­
tesana, enumerando sus engaños como otras tantas hazañas. Figu­
ra fabulosa, proezas desusadas, sociedad muerta —aunque algu­
nos islotes de la nuestra recojan todavía su supervivencia— . No es
en Aretino y ni siquiera en Zola o en Dumas hijo que hacen
pensar los relatos autobiográficos de las prostitutas contempo­
ráneas, sino en Marx, cuando habla del trabajo abstracto. Entre el
obrero y la puta aparecen, en efecto, dos analogías decisivas, la
libertad y la indiferencia.

Las m erca deres del tem plo

La característica específica del mercado capitalista es que el


trabajador es libre, desde un doble punto de vista, libre de dispo­
ner, a su gusto, de su fuerza de trabajo como de una mercancía
propia, pero también «libre de todo, totalmente desprovisto de
las cosas necesarias para la realización de su fuerza de trabajo»,5
desprovisto hasta tal punto, tan libre que se ve obligado a vender
su cuerpo para arrancar su derecho a vivir. Para que exista un
mercado de trabajo, es necesario que el cuerpo acceda a la calidad
de mercancía y que una mayoría de individuos no posea otra cosa
susceptible de intercambio que esa mercancía. Tener como única

5. Le Capital, la Pléiade, I, p. 7171


propiedad el organismo —su valor, su fuerza, y sus capacidades—,
alienarlo temporalmente, ponerlo a disposición del comprador para
obtener en contrapartida un salario, ésta es la situación que el
Capital ofrece a la inmensa masa de sus súbditos. Por consiguien­
te, cuando las prostitutas exigen el reconocimiento no sólo piden
a la sociedad que las admita, sino al sistema que confiese la rea­
lidad prostitutiva que lo rige subterráneamente. «Hacemos un
trabajo como cualquier otro, dicen, porque todo trabajo es una
forma de prostitución. Vendemos nuestro cuerpo, como cualquier
persona. Lo que nos vale la piedad de los más caritativos, lo que,
a los ojos de todos, progresistas y retrógrados, es el estigma de
nuestra profesión, obedece rigurosamente a la lógica del contrato
de trabajo. Si vender su cuerpo es pecado, es un pecado univer­
sal y no merecemos deberle nuestra postergación.»
Por convincente que resulte este argumento marxiano («la
prostitución no es más que una expresión particular de la pros­
titución general del trabajo»), no liquida totalmente nuestros sen­
timientos de repugnancia. Hay cuerpos y cuerpos, y la reivindi­
cación de las prostitutas mezcla cuerpo de trabajo y cuerpo de
amor, embrolla la oposición del trabajo y del deseo, bajo cuya
égida hemos sido configurados a mantener nuestra vida. El Capital
absorbe los cuerpos, pero en cuanto fuerza de trabajo, por la
energía laboriosa que contienen y que quiere actualizar. En
otras palabras, sólo muy accidentalmente sus gestionarlos son unos
soberanos; la apropiación genital no forma parte de su contrato,
hace tiempo que abolieron el bárbaro arcaísmo de la pernada que
autorizaba a los señores feudales a gustar las primicias de sus
siervas. Así, pues, el mercado capitalista divide el cuerpo en
dos, delimita una zona inviolable —el aparato genital— y define
como alienable todo lo que no pertenece a este pequeño teatro.
Oposición privado/público que escinde al sujeto y le somete a una
doble coerción; por una parte el placer es confinado, disciplinado
por un código imperioso que le inculca su terreno de elección.
El trabajo, por otra parte, se apropia la energía y los órganos libe­
rados por esta concentración de la libido sobre un solo objeto.
Dos pájaros de un tiro, el genitocentrismo construye simultánea­
mente unos cuerpos saciables en el terreno del deseo, y unos cuer­
pos útiles en Ja esfera de la producción. A cada uno de estos com­
portamientos del organismo corresponde ahora una pedagogía
especial; la Escuela inculca simultáneamente la aptitud y la disci
plina, la calificación y la docilidad al trabajo; la sexología, por
su parte, abre a la enseñanza el último terreno que le seguía ve­
dado. La pedagogía fue construida para acorralar el deseo; ahora
existe una pedagogía obligatoria del deseo. Sabemos a partir de
Freud que el silencio sobre las pulsiones no engendra el silen­
cio de las pulsiones, que la mejor manera de desarraigar la reivin­
dicación libidinal no es negarla. En suma, la sexología se dedica
a suprimir las trabas que la turbulencia libidinal podía poner a la
disposición del cuerpo de trabajo; maximiza la docilidad evitando
convertirla en un sacrificio, una conquista arrancada al deseo car­
nal. Sustituye la ética de la renunciación por la de la compatibili­
dad. Dos principios fundamentales dirigen esta regulación de la
sexualidad, el principio anatómico de las zonas erógenas y el prin­
cipio energético de la satisfación. En lugar de ser una fuerza
siempre despierta, el deseo puede ser saturado por el orgasmo; en
lugar de que el cuerpo amoroso sea ilimitado, queda severamente
circunscrito a unos órganos especializados. Voluptuosidad, pro­
ductividad son los dos vectores de nuestra organización fisioló­
gica, los dos objetos de su educación. Hay que aprender a tra­
bajar, es decir, a aceptar la obligación; hay que aprender a gozar
para que el deseo de goce no acabe por obstaculizar nuestra
docilidad.
Asi, pues, nuestro organismo voluptuoso aparece doblemente
privado; cuerpo nuestro, sí, pero también cuerpo empobrecido por
el tiempo, la fuerza y unos órganos que dedicamos al trabajo.
Lo que nos pertenece personalmente es un despojo, el resultado
de una sustracción. Pero la pedagogía del cuerpo privado no expre­
sa su realidad privativa, ni su vocación disciplinaria. Expresa exac­
tamente lo inverso, que la sexualidad es la alianza contradictoria
de una práctica fetichista y de una metafísica de la globalidad. Lo
genital accede simultáneamente a la autonomía y a la metonimia.
Lo que justifica su separación es que bosqueja una nueva ima­
gen de la totalidad. Está aislado por su doble aptitud de sinteti­
zar la diversidad de los goces y restablecer de maceta pasajera
la continuidad de los seres. En esta fiesta el todo celebra su rena­
cimiento o (versión desesperada de la misma mística) llora su
desgarramiento. A un tiempo localizable y absoluto, objeto de
mensurabilidad y objeto de culto, el orgasmo genital inviste un
órgano a fin de abarcar la totalidad del cuerpo. Si, finalmente, la
sexualidad se centra en el sexo es para realizar la fusión de los
individuos.
Ahora bien, diríase que las prostitutas han roto este equi­
librio al retener únicamente uno de los dos postulados eróticos;
tratar el cuerpo de amor como cuerpo de trabajo sinifica conser­
var el fetichismo genital y desprenderse de la metafísica de que
está aureolado. El instrumento de la unificación (dos suman uno)
se convierte en fuente de ingresos (un polvo son 100 F), las partes
ya no se abren al todo sino al dinero. Nos cuesta perdonar a las
mujeres venales esta desviación, esta prevaricación, esta perver­
sión sacrilega. Mientras que ellas alquilan su sexo, nosotros, horro­
rizados o compasivos, decimos que venden su sexo, pues queremos
que lo genital sea un microcosmos y no un fragmento. En suma,
las prostitutas se han hecho culpables de una blasfemia, haber con­
vertido la Iglesia donde comulgaban los seres en un taller donde
se producen las copulaciones, haber abierto a todos los vientos
el santuario de la voluptuosidad, haber vendido su alma genital
para evitar la fábrica. Pecado mortal que nos muestra a nosotros
mismos, en el caso en que nuestras proclamaciones de incredu­
lidad nos lo hayan hecho olvidar, que seguimos siendo religiosos
y que no nos gusta ver saquear con indiferencia el lugar en que
se recompone, mientras dura el éxtasis, la unidad perdida.
Pero, al mismo tiempo, estamos prevenidos; la creación de ta­
lleres protegidos, los diferentes esfuerzos por asegurar la rein­
serción profesional de las chicas perdidas, jamás suprimirán la
prostitución. No hay órgano que no pueda convertirse en fuerza
de trabajo. No hay no man’s land de la intercambiabilidad. ¿Qué
es una prostituta? Lo mismo que una obrera, que una empleada
de ventanilla de banco, que una empleada de Correos —a excep­
ción de dos matices, se gana mucho mejor la vida y su cinismo
radical le impide creer en la divinidad de lo genital— . El psiquia­
tra quisiera que fuera ninfómana o psicópata, el Tartufo preferi­
ría que lo llevara en el cuerpo, la buena hermana anhelaría colmar
la carencia afectiva que le ha sumergido en la ruina, el maoísta,
para curarla, la internaría en un campo y el trotskista en la fá­
brica, cuando su única enfermedad es el ateísmo, ha perdido la fe
en lo genital.
Sí, cabe pensar en la desaparición de la prostitución, pero hay
que pensar al mismo tiempo en la desaparición del mercado de
trabajo. Lo que a una persona le convierte en puta es lo mismo
que a mí me convierte en profesor o mecanógrafa, la subordina­
ción de la renta al tiempo de trabajo. Sólo una sociedad que
separara la garantía de la renta de la exigencia de las 20, 30 o
40 horas, que ya no obligara a los seres a ganar su derecho a vivir,
podría adolir la relación prostitutiva bajo la forma que actualmen­
te conocemos. Todo el resto son pamplinas, actividad inscrita en
el sistema y rechazada por él.
«Nada impuro, nada inmundo», proclaman hoy las prostitutas.
No existen castas jerárquicas en el cuerpo. La medicina antigua
había dividido el cuerpo en partes nobles y partes plebeyas; el
nuevo humanismo opone los órganos privados a los órganos labo­
riosos. Al decidir transgredir esta distinción, «esas damas», para
hablar como León Zitrone, afirman que el trabajo procede de
una sola pieza. No se puede someter a una clasificación moral las
maneras de vender su cuerpo. Esta necesidad siempre es respe­
table o siempre es prostitutiva. El odioso prejuicio concentra la
infamia sobre la prostitución para absorver el trabajo, bañarlo
de agua lustral, demostrar su evidencia, o cantar sus virtudes.
Valor del trabajo y maldición de las putas son una misma cosa;
la rebelión de las prostitutas ha querido romper su innoble com­
plicidad.

M a k x y U l l a : e l t r a b a jo a s e c a s

Pero existe otra característica que convierte la prostitución


en una variante del trabajo, la indiferencia. El capitalismo, en
efecto, no se contenta con integrar el proceso productivo tal como
había existido anteriormente, pues esta sumisión puramente formal
dejaría al obrero demasiado poder sobre su propia actividad, sus
ritmos y sus misterios. De ahí la necesidad, tras haber liberado al
individuo de sus instrumentos de producción, de liberarle también
de su trabajo, de retirarle toda propiedad y todo control sobre el
desarrollo de éste. ¿Puede seguir diciendo: «yo trabajo»? Sí, en el
caso de que se refiera al tiempo pasado en la fábrica o en la
oficina; no, cuando se trata del contenido mismo de la actividad.
En lugar de ser efectuado por el individuo, el trabajo tiende
ahora a prescribirle minuciosamente todos los gestos, todos los
desplazamientos. La máquina capitalista (ordenador o cadena de
montaje) reúne en sí misma cada vez en mayor grado, los dos tiem­
pos de la eficacia productiva y de la coerción. La tecnología disci­
plinaria y la tecnología utilitaria confunden sus efectos; cuanto
más se perfecciona la técnica, más multiplica sus funciones, su­
mando ahora el dominio sobre los cuerpos al dominio sobre
la naturaleza. Y ¿qué es el progreso si no el summum del control y
de la productividad? Resultado, el trabajo ya no es la actualización
de la fuerza contenida en cada cual, sino la coerción que se le
impone desde fuera, la fuerza extraña que mide su rentabilidad
por la docilidad de su comportamiento. Y esto desplaza necesa­
riamente los criterios de individualización del sujeto, el signo de
la singularidad sufre una traslación del oficio al standing; el in­
dividuo ya no se define por su profesión anegada en la generalidad
del trabajo tout court, sino por su posición social, que, a modo de
compensación, está cuidadosamente diferenciada; la concurrencia
y la jerarquía de las situaciones contrarían la tendencia al anoni­
mato laborioso.
Basta, pues, con abandonar el terreno del contrato, «esta esfera
ruidosa en la que todo sucede en la superficie y ante las miradas
de todos», seguir al vendedor y al comprador de la fuerza de
trabajo en el laboratorio secreto de la producción, sobre el cual
está escrito «No admittance except on business» ; 6 allí, la alie­
nación jurídica del obrero se prolonga con la indiferencia y se
abre sobre una triple extrañeza, extrañeza del producto, del conte­
nido, y de la fuerza de trabajo respecto a sí misma.
«El objetivo del trabajo ya no es un producto especializado
que mantiene unas relaciones especiales con tal o cual necesidad
del individuo, es el dinero, riqueza dotada de una forma uni­
versal.» 7
«La indiferencia a todo tipo determinado de trabajo responde
a una forma de sociedad, en la que los individuos pasan con faci­
lidad de un trabajo a otro y consideran como fortuito —y, por
tanto, indiferente— el carácter específico del trabajo.»4
«La fuerza de trabajo se comporta respecto a sí misma como
algo extraño, y si el Capital estuviera dispuesto a pagar al obrero
sin hacerle trabajar, éste acogería la oferta con placer.» 9
Si hemos arrancado de la barba de Marx el pelito «trabajo
abstracto» es porque dicho concepto describe con la misma minu­
ciosidad la intimidad del polvo y la inhumanidad de la fábrica;
cuando Marx analiza las tendencias más modernas del proceso de
producción, también le oímos hablar del más viejo oficio del
mundo; allí donde describe la progresiva abstracción de la acti­
vidad obrera, vemos desarollarse con precisión los diferentes mo­
mentos de la sesión prostitutiva. Es la bivalencia de su voca­
bulario lo que nos apasiona, pues explica —mejor que una de­
mostración— la gran perversión capitalista: la interferencia de
los códigos, la tendencia a sustituir con el cinismo del «todo da
igual», la flotación de los objetos, de los seres, de los trabajos
la antigua inmovilidad de los arraigos, ¿soy trabajador? ¿soy
puta? Esta pregunta carece de pertinencia, puesto que no tengo
territorio propio y el Capital ha situado por doquier la indife­
rencia en el lugar del oficio.
Indiferencia de la prostituta al producto del polvo; lo que en
él se fabrica, a cadencias regulares, es la leche. Pero la puta
siente tanta pasión por la esperma que entra en ella como la obrera
de Purlom por su ristra de salchichas. El semen sólo es objeto de

7. Marx, Grundrisse, «10-18*, I, p. 264.


8. Ibid., p. 66.
9. Ibiá., p. 282.
solicitud porque ya está aniquilado y abstraído en favor de su
valor monetario. Dos lenguajes confluyen en la eyaculación, el del
cliente que satisface su deseo y el de la prostituta que cumple
su contrato. En cuanto el contenido del trabajo, ya hemos visto la
irónica preocupación que pone la mujer venal en circunscribirlo
y en íitualizarlo, tan exterior al ansia del cliente como halagador
de su fetichismo genital. Tercera indiferencia, finalmente, la pros­
tituta disciplina su apariencia, y sólo se brinda a los sueños mayo-
ritarios de la feminidad reprimiendo sus impulsos concretos. Su
cuerpo trabajador le pertenece tan poco en el momento del polvo
como en el del contrato. De la misma manera que el obrero per­
manece ajeno a su fuerza de trabajo cuando la pone en acción, tam­
bién la prostituta debe abandonarse para que el usuario la en­
cuentre y perderse para que él tenga la impresión de encontrarla.
Un bautismo sanciona la fabricación de este fantasma carnal.
Marie-Claude se convierte en Ulla, puesto que el usuario quiere
unas connotaciones libidinales y no unas connotaciones caseras,
y como lleva en la cabeza toda una pequeña geografía del erotis­
mo, un hombre escandinavo puede ser tan prometedor como un
escote. Al cliente también le gustan los nombres de moda, los
nombres de estrellas o de pin-ups, pues eso le permite apropiar­
se, además del ser que los lleva, de todas las deidades inaborda­
bles con que el Espectáculo ha poblado su imaginación. Por con­
siguiente, posee todo, la fascinación y el contacto carnal, el senti­
miento de estar excluido por ese cuerpo y el derecho de tocarlo.
Jode a la vez con la copia y con el modelo, goza de la penetra­
ción en la mujer y de la entronización en un reino prohibido. En
suma, ser puta equivale a llevar la extrañeza a sí mismo hasta el
punto de una total codificación, nombre incluido, es mejor lla­
marse Nathalie, Sophie, Clara que Jacqueline, Adéle o Charlotte,
pues eso permite al cliente los tres placeres que resume la pala­
bra polvo, estar de paso, hacer pasar su deseo, pasar finalmente de
la mamaíta conyugal a la mujer inaccesible que parece entera­
mente dedicada a su propia belleza.
«Creo que perder su auténtico nombre para encontrar otro,
también forma parte del aprendizaje. Es algo así como una mujer
que se casa y adopta el apellido de su hombre; allí se nos daba un
apellido para gustar a todos los clientes, un nombre universal.»10

La p o l ít ic a de la c l a r id a d

¿Qué es la modernidad? Ese momento en que toda puta


puede decir «yo trabajo», y todo trabajador «yo soy puta». He
ahí lo que afirman, cada cual a su manera, Marx y Ulla, y he
ahí, al mismo tiempo, un lenguaje que nadie quiere oír, ni noso­
tros (buenas personas o viejas chochas), ni los polis («en la calle
estorban a la población»),11 ni el Estado. Como si la confusión
fuera intolerable. Como si la indiferencia fuera a la vez una ten­
dencia del sistema y un desorden contra el cual hay que prevenir­
se incesantemente. Como si la generalización del esquema pros­
titutivo al conjunto del trabajo social sólo fuera posible a cam­
bio de conceder una suerte infamante a la prostitutas. El Estado
mantiene el orden, pero no es enteramente el orden moral del
puritanismo triunfante, no es únicamente el orden represiva de la
violencia policíaca, es el orden de la claridad —la salvaguarda de
las jerarquías— . De una parte la prostitución; de otra, el trabajo.
Mientras las busconas sigan lanzadas a la delincuencia, el trabajo
no puede ser vivido como prostitución; la segregación asegura la
supervivencia del contraste, y frena efectivamente el movimiento
hacia la indiferenciación. Este es, pues, el papel del Estado, con­
trarrestar la indiferencia, inscribir el código moral en los cuerpos,
situar lo real en la imagen de los prejuicios, marcar a las putas
para acabar de demostrar que no pueden pretender ejercer una
actividad diferente. Obrar de tal modo, en una palabra, que la
abyección de las mujeres venales no sea un simple apriorismo ideo­
lógico, una antigualla novelesca disuelta por el impulso revolucio­
nario del Capital en la universalidad del trabajo tout court. Dar a
las prostitutas una auténtica vida de puta.

10. Une pie de putain, op. cit., p. 140.


11. Comisario Soléres, Le Nouvel Observateur, 26 de abril de 1976.
A la actual ley penal incumbe cerrar la prostitución sobre sí
misma, levantar una barrera efectiva entre las dos monotonías del
polvo y de la fábrica, y separar concretamente las prostitutas de
todas las demás categorías de trabajadores. A la indiferencia del
Capital responde, pues, el orden disciplinario de la claridad, y
ninguna de ambas instancias tiene sobre la otra el privilegio de
la realidad. Las dos son reales. De ahí la contradicción que divide
todas las biografías de prostitutas; al hablar de su oficio, reivin­
dican una opción y protestan contra una fatalidad. Afirman es­
candalosamente su libertad, libres de trabajar, llegan incluso a
proclamar la superioridd del polvo sobre la fábrica (relación tra-
bajo-renumeradón); pero al mismo tiempo denuncian el engrana­
ba infernal en que están inmersas. No conviene apresurarse a
interpretar esta contradicción como incoherencia. Divididas entre
la realidad capitalista y la del poder, es probable que las prosti­
tutas posean actualmente el punto de vista más justo sobre su
articulación. Ahora que ya han hablado, no cabe imputar el des­
tino que las aplasta a una violencia difusa, reducirlo perezosa­
mente a un falacia de la ideología, o convertirlo en la sanción ine­
luctable de su decadencia profesional; sabemos que está fabricado
por la ley penal moderna. «La vida de las prostitutas no es alegre
ni fácil», manifiesta el comisario humanista Soléres. «Es verdad,
responden las putas, pero a vosotros os lo debemos.» Existe una
política deliberada de criminalización que ha convertido la prosti­
tución en un medio separado y controlable. Las fichas, las multas
por provocación pasiva, la imposición arbitraria, la represión del
proxenetismo, todo este arsenal legal convierte el contrato del
polvo en pacto de inhabilitación firmado con el conjunto de la
sociedad. La ley penal parece decir a la buscona: «Cuando crees
poner un pedazo de tu cuerpo a la disposición temporal de un
comprador determinado, en realidad estás vendiendo tu alma al
diablo; este gesto es irrevocable, en él te comprometes por ente­
ro, por él permanecerás marcada para siempre y, por tanto, estás
a punto de realizar una alienación religiosa y faustiniana». Los
tiempos no están preparados para la fluidez universal, tolerar la
prostitución es hacerla irremediable para aquellas que la han ele­
gido. Es preciso que sea una cañera y no un azar, una caída y no
una posibilidad profesional entre otras. A las que quieren salir de
ella, se les dará, pues, toda clase de motivos para regresar,12 ayu­
dado por la policía que ofrece unas estimaciones de rendimiento,
el fisco les enviará unos atrasos de impuestos astronómicos, recibi­
rán, además, antiguas contravenciones, y si no pueden pagar se
ejercerá sobre ellas presión corporal. La mayoría de las instaladas
en el oficio tienen que vivir bajo la amenaza constante de la multa
y el encarcelamiento; cierto que la prostitución es legal, pero la
ley es lo bastante imprecisa para recordar incesantemente a las
busconas su estatuto potencial de delincuentes; la definición de
la actitud capaz de provocar la disolución de costumbres queda
a discreción de la policía, y la represión del proxenetismo se abate
fundamentalmente sobre las putas. Seguimos asombrándonos ac­
tualmente de la repugnancia manifestada por el colectivo de pros­
titutas en denunciar el control del medio y las formas diversas
de proxenetismo. Se ha entendido este silencio como una prueba
de complicidad, de manipulación, de infantilismo político, y como
la razón última del fracaso del movimiento. ¿Cómo reivindicar la
libertad y proteger a los macarras, enfrentarse a la represión y
defender en nombre de la moral del medio («no somos chivatas»)
las formas más arcaicas de explotación? No obstante, las prosti­
tutas han respondido con claridad a estas preguntas molestas; en
primer lugar, muchas veces es difícil diferenciar entre chorbo y
chulo, amigo del corazón y macarra. Después, cuando se sellan
las habitaciones de un hotel se está privando a las prostitutas de
su lugar de trabajo. Finalmente, basta que dos prostitutas tomen
un apartamento a medias para correr el peligro de ser considerada
la una proxeneta de la otra. Mientras que la represión del proxe­

12. Pequeña anécdota instructiva; el 8 de abril, 50 prrostitutas s


presentan en la Agenda de empleo de Lyon. ¿Qué piden? «Un trabajo
que permita vivir y no sobrevivir.» ¿Qué obtienen?, un carnet de paro
con esta inscripción, peón. «Vayamos donde vayamos es la única cosa que
nos quiere proponer el gobierno. Peón del sexo en las cárceles del seso,
o peón en el paro. (...) Hemos mostrado a la luz la hipocresía d d gobier­
no que no quiere dejarnos salir de la prostitución, pero tampoco aceptar
nuestras reivindicaciones para que podamos vivir tranquilamente como
prostitutas en cuanto mujeres del todo»' (Libération, 9 de abril de 1976).
netismo siga multiplicando para las propias mujeres los peligros
de encarcelamiento, no hay que confiar en que ellas pidan su
reforzamiento. En suma, lo que ellas quieren es que no se con­
funda el blanco, que se ataque al proxeneta supremo, el Estado,
del que macarras y policías no son, en última instancia, más que
los agentes fiscales, clandestinos o legales. Es el Estado, en efecto,
quien aplica sobre la prostitución las imposiciones financieras más
considerables. El es el gran gestionario de la prostitución. La
multa penaliza a la prostituta y reduce sus beneficios. Con un
mismo gesto el Estado castiga a las prostitutas y se enriquece
a sus expensas. Es ridículo, por tanto, acusar a las «respetuosas»
de querer prolongar su servidumbre, cuando ellas ya han desig-
. nado el lugar último en que ésta se ejerce, y la estrategia que
pone en práctica. Liberar la prostitución es, en primer lugar,
librarla de la instancia que pesa sobre ella a un tiempo como
castigo y como extorsión.
| A fin de cuentas, es posible que las callejeras no tuvieran
! necesidad de macarra, es decir, de buscar una protección en el
medio, si tuvieran otro recurso contra la violencia siempre posi-
? ble del cliente. El sadismo de éste goza de impunidad; puesto
; que la división social juega a su favor y forma parte a priori de
las personas honradas, los inspectores jamás mencionan su nom­
bre en los informes, y tienen la consigna de en ningún modo
- intimidarle. Esta complicidad indestructible de la policía y del
I usuario obliga a la prostituta a buscarse otros medios de defensa.
«Los vínculos entre la prostitución y el bandidismo son tanto
más estrechos en la medida que las prostitutas son tratadas como
’ delincuentes» (Informe Pinot).
Es indudable que las peripatéticas quieren acumular sobre
ellas las dos funciones de macarra y de puta, pero saben que la
tolerancia represiva de que son objeto es el mejor medio de im­
pedírselo. No son los chorizos sin escrúpulos o los gángsters en-
gominados y dotados de labia quienes lanzan a las prostitutas a
la delincuencia, es la actual ley penal quien las entrega, para
sobrevivir, al medio. Las prostitutas sólo podrán ser su propio
proxeneta una vez que la prostitución esté emancipada de la de-
lincuencía.
Tener al mismo tiempo la libertad de la calle y la seguridad
del trabajo, he ahí el deseo unánime de las prostitutas. Y esto
complica su revuelta, pues tienen que luchar en dos frentes a la
vez. Contra la represión y contra la reforma, contra la arbitra­
riedad actual y contra los proyectos de institucionalización. Mien­
tras que el informe Pinot, que contiene algunas medidas favo­
rables, es púdicamente archivado, los gestionarios (alcaldes, par­
tidos políticos, industriales) se despiertan y construyen unos in­
quietantes proyectos de desinfección; cada vez son más nume­
rosas, en efecto, las personas que quieren conceder a las prosti­
tutas la seguridad que reclaman, pero a condición de sanear la
calle y trasladarlos de la acera a los burdeles de la sociedad-fábrica,
los Eros Centers. En esto como en otras cosas, Alemania cons­
tituye el laboratorio productivo y disciplinario de Europa, el país
en el que se ponen a prueba, antes de generalizarse, los métodos
de control adaptados a la ciudad moderna. Esta amenaza sitúa
a las prostitutas ante una opción que se semeja mucho a un doble
callejón sin salida, bien la calle, con sus peligros imprevisibles —la
posibilidad de la redada, el riesgo de una agresión del cliente, la
impotencia ante las multas— ; bien el burdel, es dedr, el fin de
toda libertad, el universo panóptico en el que la mujer es vista
sin ver, pierde el derecho a rechazar un cliente y de trabajar de
acuerdo con sus propios horarios. O la delincuencia; o el ghetto.
El Eros Center es la seguridad pagada con el precio más alto, el
encierro y la proletarización.
Es muy revelador que entre ambas violencias, las prostitutas
sigan eligiendo la calle, y prefieran la situación que combaten a
las siniestras utopías de nuestros gestionarios. Prefieren ser tra­
tadas como delincuentes que como muñecas indeshinchables. Si es
absolutamente necesario optar por uno de ambos, les conviene
más el riesgo de la prisión que la perspectiva de ejercer su oficio
dentro de una institución carcelaria. No han rechazado la fábrica
para convertirse en los peones del sexo.
Los Eros Centers no han pasado del nivel de sueño (de
pesadilla); supongamos, sin embargo, que esta reforma pasa; un
sondeo del IFOP nos dice que recibirá el asentimiento de la po­
blación, puesto que un 69 % de los hombres y un 60 % de las
mujeres interrogadas desean irnos centros de prostitución espe­
cializados.13 Es normal, se cree, poner fin a la hipocresía, no se
puede a un mismo tiempo admitir la necesidad de la prostitución
■ y condenar a la delincuencia a las que la ejercen. De este modo
¡ parece legítimo a muchos el deseo de seguridad, pero mucho
menos la voluntad de las mujeres venales de ser unas mujeres
normales, su deseo de borrar del oficio cualquier huella de
: infamia. Se está dispuesto a sustituir la represión por la segre-
! gación, pero precisamente porque ésta mantiene el ostracismo
5 de las prostitutas asegurándoles el estatuto y la protección que
reclaman. Suprimir la arbitrariedad significa racionalizar y no re­
: conocer. Se ve, pues, que cuando las prostitutas piden la respe­
; tabilidad, no se comprometen con el sistema, quieren compro-
í meter al sistema, es decir, a nosotros mismos, con la prostitución,
f De ahí nuestro pánico, frente a esta implicación, todos tenemos
i; algo que defender. Cuando no es el trabajo, es al menos la pareja,
| la moral de nuestros comportamientos amorosos,
í «Se oye cada cosa, se ve a mujeres que pasan con su marido,
t A veces ves venir de lejos a una pareja, y de golpe se separan.
|; La mujer se adelanta. Se para tres o cuatro vitrinas más allá, y
jf mira si alguien liga a su macho. Eso le hace reír.» 14
| Placeres de la pareja, separarse para reunirse, distanciarse aun-
| que sólo sea un instante para no perderse, estar incesantemente
|: juntos, la alegría de los reencuentros. Verificar el contrato mi-
p mando el riesgo de la separación, sentir a la vez el estremecimien-
| to de la ruptura y el sabor de su inverosimilitud. Absolutamente
| odiosa, la broma de que es víctima la puta sólo podrá divertir
a los patanes, pero ella no se deja reducir a la ignominia; este
| sainete provoca un sentimiento doble, tenaz y desagradable, pero
I también se dice, más sordamente, «¡así es la célula conyugal!»,
j Se condena la grosería; no se saca de encima el arquetipo. En
¡r este siniestro guión, todas las parejas contemplan la imagen de
| su propia práctica, el modelo de su relación con el mundo; bajo

í 13. Citado en Annie Mignard, «Propos élémentaires sur la prostitu-


i\ tion», Les Tetnps Modernes, marzo de 1976.
i- 14. Une vie de putain, op. cit., p. 51.
la forma de la prostituta es el mundo, en efecto, lo que está
invitado a comparecer en la escena conyugal, es el exterior invi­
tado a probar suerte, o más exactamente a aprovechar la suerte
de ejercer su tentación. El maquinal «¿Vienes, cariño?» de la
buscona adquiere una dignidad litúrgica. La frase de aproxima­
ción aparece como el punto culminante de un rito conjuratorio,
momento fuerte en el que se enfrentan el mundo y la pareja.
A través de la puta, enrollada a pesar suyo en un diálogo que
no la concierne, la pareja finge someter su juramento fundador
a la prueba de la exterioridad. Simulacro que exorcita el peligro
por su teatralízación, y si los amantes ríen cuando se reúnen,
no es tanto por su pequeña farsa como por la evidencia de su
unión. Han ganado el partido, el mundo ha fracasado. La caja
conyugal puede cerrarse nuevamente sobre la fresca certidumbre
de su interioridad.
Otros cónyuges, más civilizados, más elegantes, irán a buscar
las pruebas sin ocasionar por ello víctimas, y nadie gratificará
con una carcajada el goce que sentirán en verificar su vínculo.
Cuestión de estilo, pero ello no es óbice para que la elección de la
prostituta no sea aleatoria. En efecto, la pareja que se constituye
sobre la promesa de la fidelidad, percibe el mundo exterior como
incitación potencial al desenfreno; bajo esta fórmula, la policía
del Estado persigue la mala conducta —la policía conyugal repri­
me la incitación al libertinaje— . Al tratarse el contrato amoroso de
un contrato genital, el enemigo es el ser que puede poner en cues­
tión la alienación recíproca que los esposos se crean de su deseo.
La paranoia conyugal atribuye al Otro la doble calidad de pros­
tituido (puesto que el peligro que representa es proporcional a
la eficacia de su atracción) y de prostituyente (puesto que para
un cónyuge romper el contrato significa desviar de su destina­
tario legítimo lo genital que le había sido solemnemente cedido).
Imaginemos ahora otro final de la historia. Mantengamos el
papel de víctima, pero pasémoslo de la puta a la mujer amada.
Así, pues, ésta se ha adelantado unos metros. Se vuelve, dispuesta
a sonreír, a ver cómo su .esposo supera por ella la prueba de la
mujer galante, a acogerle, en fin, indemne y sumiso. Si ella se ha
distanciado, ha sido sin premeditación pero no sin deseo. Ella
quiere que él le rinda vasallaje. Así que espera, confiada, emo
■ cionada, divertida. Pero, primera sorpresa, ve que en lugar de
; continuar su camino se para; luego todo se acelera, él pide lumbre,
intercambian algunas rápidas palabras y desaparecen juntos por
la puerta del hotel. Pregunta: ¿Cómo conseguirá hacer perdonar
esta crueldad a su amante? Respuesta: Apelando al esquema do­
minante de la diferencia de los sexos. «¿Ese polvo? No llega ni
a capricho, dirá. Una broma, y reconozco que de mal gusto, pero
que podemos olvidar juntos, pues yo no he metido nada en este
coito minúsculo; he puesto la polla durante tres minutitos, pero
yo me he quedado fuera.» En suma, intentará atenuar la maldad
del gesto insistiendo en la superficialidad del acoplamiento. Fun­
cione o no, este argumento sólo es formulable por un hombre. Se
f basa por entero en el postulado tácito de que la mujer es su sexo,
pero el hombre lo tiene. Ambos están obligados a salvarse a tra-
t vés de lo genital, pero no de idéntica manera. El hombre man­
tiene con su pene una relación de exterioridad que el orden amo-
j: roso no autoriza a la mujer; la vagina es interior —lo que lleva
‘ a justificar nuestra tendencia a convertirla en el lugar exacto de
la interioridad— . El sexo masculino cuelga, y a veces se levanta.
Pero altivo o mustio, sigue siendo un apéndice, una extremidad.
Decimos, pues, que prolonga el cuerpo, no que es el hogar del
ser. Mientras que la mujer está clavada a su genital, el hombre
i está exento de toda permanencia. El acude a ver las putas, ella no.
Por otra parte, si la prostitución masculina se desarrollara entre
[' las mujeres, seguirían siendo las clientes las tratadas de putas
pues es evidente que lo que consideramos prostituido no es tanto
el cuerpo vendido como el cuerpo penetrado. Sólo alcanzan esta
abyección las mujeres, o, a falta de ellas, los enculados. Cuando
un hombre multiplica sus parejas sexuales sin comprometerse en
ninguna relación, se dice que es un patán o que oculta una herida
secreta, que busca lo absoluto o que persigue el récord, que es
orgulloso, que es inestable, cachondo, homosexual sin saberlo, des­
confiado o desengañado —jamás se dice que es puta—. Si una
mujer sigue la misma carrera, se hunde, su genital es ella misma;
al ofrecérselo a todos, se priva para siempre de sí misma.
Así, pues, la exclusión de las prostitutas arraiga en un fantas­
ma anatómico, abrir su interior a cualquiera es algo así como
expulsarlo del propio cuerpo, vaciarlo de uno mismo a fuerza de
dejar llenarlo. A las mujeres públicas no les queda nada propio;
al vender eso, lo han vendido todo; su profundidad era un mis­
terio, lo han convertido en un museo. Llega uno a sorprenderse
de que hablen, de que formulen reivindicaciones propias, de que
denuncien la especificidad de su opresión, hasta tal punto está­
bamos acostumbrados a tratarlas como autómatas, como máqui­
nas moldeadas sobre el deseo de los clientes y trabajando por
cuenta de los macarras. Era inconcebible suponer la más mínima
autonomía a estos cuerpos desertados de su ser. Así que se ha
buscado febrilmente el sujeto real del discurso del que ellas sólo
podían ser el sujeto aparente. ¿Quién podía estar interesado en
sustituir el programa profesional de esos robots por un programa
de rebelión? ¿Quién tiraba de los hilos? La respuesta no tardó
en llegar, los proxenetas, claro está, que protestaban contra las
dificultades del oficio sacando a la calle su mano de obra. Válida
o no esta hipótesis, lo que importa no es tanto su verosimilitud
como su finalidad; debía confirmar la imagen social de las pros­
titutas en el preciso momento en que éstas estaban intentando
deshacerse de ella, Una mujer que vende su genital ha perdido su
alma, es una criatura, en el doble sentido de la palabra, una mu­
jer despreciable, caída; una persona que carece de existencia
propia y que saca su consistencia de aquellos a los que se ha
entregado.

L O S CUERPOS INCIERTOS

Asignar la mujer a su sexo, he ahí el imperativo mayor sobre


el cual no queremos ceder. De ahí la rapidez de nuestros reflejos
segregativos, y nuestra resistencia a admitir como mujeres nor­
males a las inasignables putas. Hay que decir que la genitalidad
del cuerpo femenino es cómoda, pues permite al deseo poder asu­
mir la relación amorosa, decir la última palabra. Yo sé cómo
capturar un ser enteramente situado bajo la monarquía de lo
genital; la existencia de ese reino obra la mitad del trabajo, su
alteridad se mantiene prudentemente recluida en ese lugar. Pero
supongamos que retiramos este privilegio a lo genital, sin trans­
ferirlo por ello a otro órgano, supongamos que un desorden irre­
mediable acompaña al hundimiento de la monarquía; entonces
en el cuerpo del Otro ya no hay un punto de anclaje para el
deseo de poder. El Otro recupera su exterioridad, no porque esté
más allá de su cuerpo, sino porque su cuerpo entero se halla más
allá de mi domonio. Extrañeza extremadamente inquietante por­
que es irreducible. En el seno del propio amor, incomplacencia
del cuerpo femenino en ser conquistado, y después anexionado;
puedo invadirlo, en efecto, pero eso no significa que me haya
apoderado de él. El Otro se ofrece, y sin embargo ya no sé por
qué punta cogerlo. Jamás se me ofrece la oportunidad de decir
esas palabras tan sencillas: «la he tenido». Su cuerpo ha dejado
de hablar un lenguaje adecuado a mis fines. ¿Qué significa «po­
seer una mujer» si la mujer está libre a su vez de cualquier loca­
lización? ¿Qué seguridad puedo tener de su vasallaje si su cuerpo
silencioso ya no delega un órgano para ofrecer la prueba? ¿Cómo
satisfacer la voluntad de dominio cuando la penetración de un
sexo pierde su función narrativa de desenlace y su valor simbólico
de rendición?
Nos aferramos al símbolo genital en la misma medida en que
exigimos claridad. Queremos que el amor siga siendo una metá­
fora de la guerra, y sobre todo queremos saber en qué momento
hemos ganado. Es posible incluso que prefiramos sentirnos frus­
trados en nuestra victoria por un cuerpo que juega el juego, antes
que quedarnos privados de nuestros criterios por unos cuerpos
que desordenan el amor, y que se niegan a significar lo que espe­
rábamos de ellos.
De este modo la rebelión de las prostitutas no ataca única­
mente la arbitrariedad represiva, la injusticia, la hipocresía del
sistema, sino que amenaza con introducir el desorden en la inti­
midad de nuestras relaciones conyugales. Las putas, unas anar­
quistas del cuerpo, unas repartidoras de incertidumbre. Lo que
anuncian no es la prostitución generalizada, como pretendía Sade,
el «todos con todas, e inmediatamente» que sigue obsesionando
todavía el sueño de la comunidad sexual; no es la apropiación
colectiva de los órganos privados, la accesibilidad universal del
placer genital y su gratuidad. Este socialismo del orgasmo recom­
pone el reino de lo genital, mientras que las prostitutas procla­
man su nivelación y alteran por tanto la percepción del cuerpo
femenino, cuerpo incierto, cuerpo que se calla incluso cuando
parece darse. Esta nueva mirada sumerge el amor en la insegu­
ridad; la inquietud ya no está reabsorbida por la conquista, la
fidelidad carece de pruebas, la apropiación es indeterminable. El
amor posesivo camina a ciegas, ya no sabe a qué órgano entre­
garse. Las putas regicidas nos invitan a una mutación, estamos
a punto de cambiar de régimen amoroso; un mundo indetermi­
nable sucede lentamente al orden de la transparencia.
Un hombre que apenas acaba de abordarte ya descubre
contigo todo un pasado común, adora la calle en que te en­
cuentras, y este barrio tan simpático, por no hablar de tus
)eans; los Jeans le vuelven loco. ¿Tú tienes pies para caminar?
El también. ¿O jos para ver? A él no le faltan. ¿Orejas para oír?
¡No puede ser! ¿Com es por la boca? ¡Demasiado! ¿H a s nacido
de una mujer que se llama tu madre? |No es posible! Es in­
creíble descubrir tantos puntos comunes en pocos minutos...
A s í sigue la conversación, de fingidos asombros en falsas sor­
presas, y esta riqueza verbal te llena de desolación, y entonces,
cansada, despliegas tus alas y vuelas por encima de la ciudad.
¡Al menos estás segura de no tener eso en común con él!
i Pues sí! El despega a su vez, te alcanza y pregunta: ¿Pterodác­
tilo además? Y entonces los dos os reís pues os habéis reco­
nocido.
EL COITUS RESERVATUS

La privatización posible del goce desaparece en cuanto se


convierte en una reivindicación colectiva. Así cuando las mujeres
exigen un «salario mínimo de placer» (Benoíte Groult), no acusan
a tal o cual hombre en concreto de sus pobres capacidades amo­
rosas, no plantean el problema en términos de eficacia, piden
ante todo que los sujetos masculinos se evadan de la unilatera-
lidad homosexual de su erotismo. Que no se pierdan en el aco­
plamiento para regresar después a ellos, a su país natal y extraer
de este rápido descenso a los infiernos un suplemento de pres­
tigio y de poder. Que dejen de verlas como el pequeño exterior,
donde fingen olvidarse, para reforzar mejor su propio interior,
consolidando su dominio.
«¿Qué quieren pues?, pregunta el hombre. ¿Placer? Pero ¿qué
placer? ¿Y hasta dónde?» La mujer no contesta. Ahí reside su
fuerza, no negocia su condición, su reivindicación es irrazonable
respecto al cuerpo stándard de voluptuosidad. A partir del mo­
mento en que el goce queda desconectado del lugar genital (santo
lugar de los contratos y de los intercambios), ya no hay precio
demasiado elevado que no pueda asumir. La mujer no sabría
hacer pagar excesivamente caro él rechazo al que ha sido conde­
nada. Y no bastan todos los sexólogos y psicoanalistas para cana­
lizar este fenomenal chantaje ilimitado por las vías de una sana
negociación, de una sana equivalencia (equiviolencia) orgastica.
El coito no tiene nada de natural, es un producto histórico,
la inscripción de una cierta correlación de fuerzas entre el hombre
y la mujer; en consecuencia también es en nuestros dias la baza
de un determinado combate, sería ingenuo disimularlo. Que los
hombres sean abandonados porque se prefieren, y hacen de sus
órganos unos fetiches que les permiten apoyar una actitud, es
algo que tampoco debiera sorprendernos. Dominada, la mujer sólo
podía exigir un mínimo o confiar en la buena voluntad de sus
«protectores». Relativamente emancipada, es libre de exigir todo.
Es un desafío. La manera de profundizar la crisis de confianza
entre los sexos y de volver contra el hombre la exigencia de objeto
sexual a la que la había consagrado. Para ella reivindicar el goce
es eliminar todo intento del sistema de estabilizar o regenerar el
ámbito amoroso (en torno a una nueva instancia o a una deter­
minada filosofía del placer). Actualmente lo femenino no es más
que eso, lo que nos impide tener sueños dorados de pacificación,
la «debilidad» esencial que nos hiere en el corazón de nuestra
fuerza, se nos escapa, deshace incansablemente nuestras jerarquías
mediante la multiplicidad de sus pequeñas pasiones. La mujer no
afirma su diferencia en el código de lo idéntico, de la igualdad,
quiere simplemente que el hombre se rompa tal como la ha roto
a ella, que se abra, se aliene de una vez por todas, entre total­
mente en juego (lo más asombroso de esta exigencia es que
cada vez hay más hombres capaces de apoyarla porque el aban­
dono de la virilidad se les impone bajo el peso de una necesidad).
El placer de la mujer carece de objetivo, es una sacudida infinita
que recorre todas las continuidades, no establece un nuevo mun­
do, crea un desorden. Es inútil esperar nada de este desorden
pues él mismo significa el fin de toda espera. En su erupción
voluptuosa, el cuerpo femenino es desobediencia civil a la anato­
mía impuesta; induce metafóricamente una nueva socialidad, un
nuevo exceso; y demuestra lo siguiente, que lo genital y sus
placeres localizados son una limitación a la que un día, hace
poco, obligamos al cuerpo.
¿Qué es el coitos reservatus? El rechazo de cualquier bene­
ficencia orgástica, la perversión masculina del código de la dife­
rencia de los sexos, perversión referida a la esperma y no ya a las
posiciones o a los órganos, de modo que el semen es en este caso
el objeto de una negociación entre las dos partes de la pareja.
Técnica procedente de los erotismos taoísta, adamita y tántrico
en los que el hombre es el que debe conservar su semen a fin de
acoger en él la exterioridad que representa la mujer y transmu­
tarla dentro de sí como inmortalidad, ternura, deleite.
«El Maestro Tong-Hsuan dijo: Cuando el hombre percibe que
está a punto de emitir su semen debe esperar siempre a que la
mujer haya alcanzado el orgasmo. Una vez que lo ha conseguido,
el hombre debe dar unos golpes breves y repetidos de modo que
su miembro juegue en el espacio que se extiende entre las Cuerdas
del Laúd y la Caverna en forma de Semilla; que sus movimientos
sean similares a los del niño que busca con su boca la teta de su
madre. Después el hombre cierra los ojos y concentra sus pensa­
mientos, aprieta con la lengua el paladar de su boca, arquea la
espalda y estira el cuello. Ensancha la nariz y cuadra sus hom­
bros, cierra la boca y aspira su aliento. Entonces ya no eyaculará
y el semen subirá hada el interior por su propia fuerza. Un hom­
bre puede regular totalmente sus eyaculadones. Cuando tiene
comercio con las mujeres sólo debe emitir el semen dos o tres
veces de cada diez.» 1
Pues si no necesito de otro para gozar —postulado humanista
que cualquier masturbación desmiente— la presencia del Otro
induce un nuevo tipo de goce que está compuesto tanto de re­
traso como de satisfacción. Diferir no es únicamente retrasar o
diluir sino también hacer diferente.
Es posible que la sexualidad masculina nos parezca tan mis­

1. Extraído del Ars Amatoria del Maestro Tong-Hsuan, citado po


Van Gulik, L a Vie sexuelle dans la Chine ancienne, pp. 172-173.
teriosa debido a su absoluta simplicidad que la hace oscilar per­
manentemente entre la banalidad y el absurdo; se comienza por
prescribir que se retenga para acompañar los ritmos femeninos,
pero se le invita pese a todo a satisfacerse. La sexología oficial
siente una profunda aversión hacia las técnicas de reserva; esa
manera de unirse desafía toda forma de racionalidad, rompe para
siempre la ficción necesaria de una historia; al dejar de gozar de
acuerdo con unos trayectos espontáneos, se rechaza la mitología
hedonista del cuerpo de felicidad, se reintroduce la negatividad
en el deseo, se recusa la idea de un destino natural de la carne.
Si el hombre en relación a la mujer es ausencia de goce, puede
gozar entonces de dicha ausencia, faltar a su goce, hacerlo faculta­
tivo, olvidar la dilapidación ridicula denominada orgasmo genital.
La parte masculina puede mantener la ausencia de eyaculación
(cosa que a la mujer le falte siempre), procurarse a sí mismo una
dificultad orgánica que intentará superar a fin de prolongar inde­
finidamente la turbación erótica. A cambio de sobreseer su goce,
¿por qué el hombre no sobreseiría totalmente a sí mismo? De
tal modo que el coito para él alcance el mayor grado de intensidad
en una negación total de su principio. ¿Se entenderá que en deter­
minadas condiciones la retención de la esperma pueda ser una
idea, un comportamiento más excitante que la libación seminal?
Es posible en más de un sentido, por consiguiente, preocu­
parse del erotismo taoísta, adámita o tántrico no como el pro­
fesor que lo convierte en historia sino como esos mismos perso­
najes. Y, sin embargo, no somos taoístas, ni budistas ni cristianos
disidentes, hablamos aquí desde un punto de vista solitario sin
tradición y sin ritos, expresamos una antiquísima experiencia reli­
giosa al margen de las religiones definidas. No se trata de pro­
poner o de imponer un nuevo código ni tampoco de resucitar unas
antiguas prescripciones cuyas garantías ideológicas serían en cierto
modo las admirables doctrinas que las han hecho aflorar sino
únicamente tratar una práctica extrema de toda la sexualidad
masculina sin preocupamos por un instante en sistematizarla. Si
el Capital es la pintura abigarrada de cuanto ha sido creído,
creado, visto, pensado, es preciso admitir que la sexualidad es
actualmente el conjunto de todas las técnicas, hasta las nunca
imaginadas, perversas, pero aisladas, irremediablemente, de su
antigua finalidad ontológica, moral, política. Ha desaparecido la
significación simbólica de las actividades carnales, solamente que­
dan unas sexualidades laicas, disfrazadas de los oropeles de todas
las antiguas religiones y medicinas, erotismos separados de sus
referencias, cuerpos flotantes privados de imágenes. Poco nos im­
porta en tal caso que el coito con las concubinas esté destinado
en los taoístas a reforzar, mediante la intensificación del orgasmo
femenino, la fuerza del hombre para que garantice —cuando se
junte con su esposa legítima— la procreación de hermosos hijos
varones, poco nos importa la agitación del Yin y del Yang para
unos fines de reproducción ampliada, olvidemos la intención que
está detrás del acto, olvidemos los protocolos, las prohibiciones
minuciosas, las intenciones metafísicas (inocencia, nirvana, inmor­
talidad) e incluso el priapismo obligatorio; lo esencial sigue siendo
la ascesis de la retención, la abertura fascinante a la sexualidad
de la mujer, la inversión del trayecto de la esperma en el cauce,
al igual que un río que fluyera de la desembocadura hacia su
fuente; actualmente no tenemos otro motivo para adoptar tales
prácticas que el placer. Y la pasión.
A partir de la voluntad de reserva perpetua hay dos actitudes
posibles. En primer lugar una relación de poder del macho sobre
su compañera, la renovación más refinada de un control que pa­
rece decir a la mujer: mi esperma no es para ti, mi esperma no
es para nadie. Prefiero mi fuerza a mi placer pues mi placer es
demasiado común para que me abandone a él. Voluntad tiránica
de erección continua que traiciona un fantasma de hiper-viriliza-
ción y que permitirá todas las burlas, «consciente de la insu­
ficiencia erótica universal de sus contemporáneos, otro se sitúa
en Superman del placer. Hace gozar a sus amantes con caricias
incansables, cunnilingus interminables, las trabaja durante horas,
“reventándolas debajo de él” al igual que los mensajeros reven­
taban los caballos; puede grabar en el magnetófono los estertores
inextinguibles que sabe provocar, y darlos orgullosamente a oír
a sus amigos. Por nada del mundo tendría el mal gusto de eyacu­
lar en presencia de una dama. Puede eyacular en la mano después
de la partida de la visitante ojerosa, para evitar las molestias de la
congestión perineo-testicular; más habitualmente, eyaculará con
su mujer casera o con una prostituta».2
Si mi esperma es demasiado preciosa para que yo te la ceda,
es que me río de ti con quien me estoy acostando, es que en ti
ni siquiera respeto la intensidad o el ardor que me invade, tú no
eres más que una parcela del harén secreto que me he creado, sólo
deseo tu goce para reforzar mi identidad, cuanto más te disgre­
gas, más me apuntalo y me consolido yo; tu anonimato es la
garantía de mi persona, me retengo para no perder la cabeza,
puedo decir yo, yo, siempre yo cuando tú no haces más que gritar
y chillar... Intención de dominio, por tanto, en la que el hombre
se reafirma como sujeto en el momento en que desarticula la
mujer y la envía a los abismos de lo impersonal, pues el otro ya
no es el que se desea sino el que se ofende, el que se precipita
en la voluptuosidad para gozar por el contrario de la propia
sangre fría; no ceder al vértigo de la carne para abandonarse única­
mente al vértigo infinitamente más fuerte de la omnipotencia.
Misión nihilista que tiende a aniquilar la otra línea, a partir de
la cual cabe entender el coitus reservatus, va por el contrario, a
promover y acreditará las prácticas de ahorro y de retención, la
apertura del cuerpo masculino a la diversidad del erotismo feme­
nino, es decir, la heterosexualización del pene; ya no únicamente
la cortés espera del placer del otro sino la fascinada escucha de
su tan diferente y diverso goce.
Todo ocurre como si la sexología sólo pidiera al hombre la
reabsorción provisional de su esperma para poder después homo-
sexualizar mejor los dos miembros de la pareja y alinearlos a lo
largo de la eterna e inmemorial férula masculina del orgasmo,
siendo la mujer en esta óptica una máquina que debe tratarse de
manera algo más delicada debido a su supuesta lentitud en gozar.
Lo que el macho espera de ella es su propio goce pero con una
afloración más desenvuelta y una intervención más tardía en el
fondo de un vientre cálido y no, como él, desde el exterior. Es
cierto que los administradores del buen sexo sólo progresan a
través de la comparación, siempre quieren que el coito sea una

2. G. Zwang, La Fonction érotique, I, pp. 299-300.


operación rentable, en la que quede bien claro que las tensiones
han caído efectivamente y que la mujer ha entrado completa­
mente —por todos los medios— en el destino fijo del placer
masculino. Es absolutamente necesario que haya habido dilapida­
ción. No es que el macho tenga una fortuna por derrochar; sólo
posee un montoncito de polvo sobre el que sopla. Pero debe ser
a la vez el polvo y el soplo; es preciso lavar a los cuerpos del
deseo impuro que los habita. Nosotros, los sexólogos —reichianos,
master-johnsonianos, havelock-ellisianos— les enseñaremos a re­
cuperar la inocencia original de los ángeles.
No cabe duda de que el escenario masculino del alivio de las
tensiones no es tan aborrecible por sus vicios esenciales como
por su reino exclusivo. Cuando !a normalidad haya adquirido unas
formas polimorfas y multidimensionales se podrá jugar libremente
con las reglas antiguas del comportamiento erótico. ¡Qué impor­
tancia tiene, a fin de cuentas, emitir o conservar la esperma!:
mientras el hombre se retiene ha hecho como si nunca fuera a
eyacular, como si la hinchazón de su verga no tuviera otro fin
que ella misma; la reserva es tendendal en toda copulación, no
hace más que prolongar y radicalizar un movimiento latente,
demuestra con su extremismo que el goce viril está compuesto
tanto de retención como de abandono o al menos que la autén­
tica desposesión para el macho reside no tanto en el derrama­
miento como en la disponibilidad ahorradora. Queda por enten­
der qué vértigo provoca el fenómeno de la demora.

La d e s in v e r s ió n de lo g e n it a l

De este modo, lo que caminaba pendiente abajo asciende ha­


cia su fuente, un flujo de semen blanco es deliberadamente dete­
nido en su intento de evasión. La esperma, al igual que la sangre,
siempre están dispuestas a escapar, a abandonar el cuerpo... Gra­
cias a la interrupción momentánea de su goce, el hombre libera
la energía sexual de su cuerpo de la única parte que la contenía
(en el doble sentido de la palabra, la tesaurizaba y retenía su im­
pulso), la autonomiza, la libera de toda- vinculación. La eyacula­
ción siempre puede entenderse como el rechazo, por anulación, de
todas las capacidades voluptuosas del organismo; denegar al sexo
la primacía ideal del g;oce, operar la desgenitalización de la sexua­
lidad, significa trasladar el goce a todos los demás órganos, ero-
tizar el conjunto del soma. Si el apaciguamiento del aparato geni­
tal va siempre acompañado de la caída brutal del potencial erótico
masculino, la reserva será por el contrario una fiesta de la Irra­
diación. ¿Qué es entonces ese falo tan querido y tan temido? Un
objeto dispensador de amor y de placer pero que no posee en sí
mismo la fuerza que simboliza porque la transmite al cuerpo en­
tero; un órgano del que no se debe gozar si se quiere gozar de
todos los demás. Los bebés, dice Fourier, hacen un Dios de sus
estómagos; y no conviene hacer un Dios de su falo pues ese Dios
vampirizará en su propio provecho el organismo que lo lleva, sino
convertirlo tal vez en un Cristo, una antena, un término inter­
mediario que mantiene el contacto con el otro y asegura en sí
mismo la movilidad del placer, no ya el infierno y el paraíso con­
jugados sino aquello gracias a lo cual el paraíso puede quedar
sumergido y refluir hacia nosotros.
La eyaculación, y sus tres características, movimientos del in­
terior al exterior, evacuación de un atasco, concentración exclu­
siva del placer en un trozo de carne, se presenta entonces no
tanto negada como descentrada y desorientada.
Así, pues, si el reservatus tiene importancia para nosotros no
es debido a eventuales virtudes terapéuticas (?) sino por su refi­
namiento en la búsqueda de una mutabilidad y de una desterrito-
rialización del goce; al no ofrecer al placer del hombre unas loca­
lizaciones demasiado imperiosas, dilata el pene a la medida del
Cuerpo, lo convierte en medio de exploración de sensaciones inédi­
tas y no en obligado vehículo de un placer transitorio. Como la
emoción ya no puede quedar fijada, almacenada, detenida en
ninguna región demasiado definida, se expande por todas las par­
tes del cuerpo, multiplica sus superficies sensibles y hace del
hombre ya no el afálico sino el polífalo. El coitus reservatus frus­
tra los sentidos de su objeto, convierte esta frustración en una
facultad evocadora de cosas ausentes o inaccesibles (por ejemplo,
el orgasmo de la mujer) hasta el punto de que esta inaccesibilidad
se convierte en la condición sine qua non de la excitación mas­
culina; entonces el sujeto comprometido en el acto amoroso puede
concebir la eyaculación no como el fin de la unión o su sentido
coercitivo sino como una mera tentación a la que cederá o no
según su agrado. Al dejar de gozar del órgano peniano, el indi­
viduo goza no solamente de todo el posible éxtasis de la amada
sino también en su propio cuerpo de un goce flotante, suelto,
móvil, que mantiene la tensión erótica a un alto grado. El sexo
erecto se convierte a la vez en el medio y en el obstáculo, lo que
se debe animar —aunque sólo sea un ápice— para mantener el
vigor eréctil, aquello cuyos impulsos, cuya ciega y brutal tendencia
a exhalarse en un suspiro de leche blanca, se deben al mismo
tiempo frenar. El semen debe estar siempre a punto de estallar
y de corregir esta inminencia, y lo importante consiste en saber
hasta qué punto puede avanzar la esperma por el canal uretral.
Se produce entonces, de manera paradójica, no una rarefacción
sino una intensificación de los mensajes sensitivos de la verga al
mismo tiempo que su anestesia casi total a la conducción se­
minal.
Ahí ya estamos percibiendo lo que pudiera denominarse una
primera feminización del ser masculino, su metamorfosis en dis­
posición bisexuada; retener su semen es, en cierto modo, tender
a convertir el pene en una especie de vagina, vagina no tanto en
el sentido de que sería a su vez penetrable sino en el de que la
verga, al dejar de ser canal de transmisión, se pone en estado de
porosidad, de disponibilidad total no sólo a las sustancias ener­
géticas escondidas en los repliegues del cuerpo femenino sino tam­
bién a las más diversas emisiones sensoriales del organismo que
la lleva. La dolencia propia del hombre en el plano sexual sería
en el fondo que sólo puede expulsar su placer (en el doble sen­
tido de propulsarlo fuera y de arrojarlo lejos de él), y esta evic-
ción le impide expulsarse de sí mismo, perderse en sus propios
recovecos. Lo que el cuerpo rechaza es también lo que no le
derribará sino que le permitirá recuperar su dominio contestado
durante un instante. El hombre no tiene escapatoria en su ma­
driguera de zorro; en el mismo instante en que piensa ver la
luz, cuando siente su calor ardiente, se muestra en realidad una
nueva entrada y la oscuridad recae sobre él; perseguido por un
círculo vicioso, busca siempre una escapatoria para salir de sí
mismo y sólo encuentra una entrada por ía que regresa a sí. Sólo
conservando su pequeña cantidad de semen el hombre puede re­
distribuirlo por todas las partes de su carne, transmutarse: sumer­
girse en si mismo, en una especie de fluidez voluptuosa, y acer­
carse lo más posible (pero evidentemente sin conocerlo) a un
cierto goce.femenino. Al anular la eyaculación como paso de un
interior a un exterior, el ser masculino reinvierte el semen puesto
en circulación por la agitación de su pene, lo disemina, lo expan­
de dentro de sí mismo, se entrega a una tarea interna de inten­
sificación de todas las superficies, de todos los contactos. ¿Qué es
una erección? Un estado corporal de conexión absoluta en el que
el organismo, dotado de una dimensión suplementaria, se mues­
tra atento a las menores invitaciones, el despliegue de mil ante­
nas, la abertura en el centro del vientre de un lugar de acogida al
mundo. Resulta sorprendente esta turgencia que no es la afirma­
ción de una fuerza brutal sino la negación —violenta— de toda
violencia viril; el hombre incrementa la rigidez, se pone absolu­
tamente de parte de la ley, finge seguir al pie de la letra el con­
formismo viril, pero en realidad lo devasta, sólo aumenta su
fuerza eréctil para destruir el mito de la erección, suspende toda
dominación por el mismo instrumento de la dominación. Entonces
el pene se abre como la vagina, aspira, chupa, muerde, fricciona
y bebe a bocanadas los licores femeninos, se hace forma imper­
sonal y anónima para recibir en sí todas las fuerzas que trans­
funden y, por el esfuerzo de la ascesis, mantiene abierta la sepa­
ración (los dos bordes del meato), la permeabilidad del glande
a fin de que las sensaciones no se ericen, no se lastimen, no esca­
pen irremediablemente. Lo esencial era permanecer abierto, con­
firmar la abertura, no permanecer sordo a los minúsculos procesos
sensoriales que cizallan la piel; lanzarse a lo disperso sin perderse
afrontando una indeterminación que, en última instancia, perma­
nece calculada y dominada para no dejar escapar los frutos de la
búsqueda voluptuosa. Se produce así un goce que ya no es la
repetición degradada del éxtasis femenino, el pálido reflejo de un
desgarramiento divino, sino una efusión indiscernible en la que
los signos del placer ya no se ofrecen en la claridad; en la que el
movimiento de las caderas, de los riñones y de las piernas, el es­
tremecimiento de cada poro de la epidermis, la mezcla de las
bocas y de las salivas se bastan por sí mismos, suscitan a lo largo
de su trayectoria la emoción que los abarca, alegría que no se
atonta con ninguna privación y que no carece de nada (y sobre
todo no del orgasmo). Al tomar su sexualidad natural a contra­
pelo, el hombre ya no es esa excrecencia de carne que se dispone
a taponar el hueco del Otro femenino, sino que se hace hendidura
a su vez, cortadura, surco, verga dura que ha hecho el vacío en
tomo a ella, sexo que no recibe ni da pero que multiplica las cir­
culaciones y las conexiones, mezcla la sangre con el agua, el agua
con el fuego, el fuego con las secreciones marinas, aspira a su
coincidencia y hace insostenible su diferenciación.

El e s q u if e p e n ia n o en el r ío A mor

«El sentimiento de dicha ocasionado por la satis­


facción de un movimiento pulsional indómito del Yo
es incomparablemente más intenso que la saciedad
que procura una pulsión domesticada.»
F r eu d

Si la actividad sexual jamás ha tenido por fin —salvo en el


espíritu de los legisladores— la procreación, ¿por qué no ser
consecuente y retener dentro esta semilla responsable de la agi­
tación? ¿Cómo no encender la aversión especial que el hombre
siente hacia su esperma, hacia esa sustancia que frena y empuja
a la vez puesto que con ella se origina toda la libido; que, rete­
nida, irradia el cuerpo de ternura pero, derramada, incita a una
sumisión humillante al principio de realidad, al principio del in­
tercambio, al ser el orgasmo para el hombre una ilusión que
carece de futuro?
La carencia de eyaculación, por consiguiente, significa la con­
servación de un capital por invertir, una disponibilidad distri-
buible por todas partes. La técnica del coitus reservatus no su­
pone ninguna inhibición, no suscita ningún tormento, ni siquiera
una lenta decadencia fisiológica, si es cierto que lo maravilloso
para el hombre reside en la erección, en el dulce vértigo del
injerto en el cuerpo femenino, mucho más que en la castración
genital del coma orgástico. Hacer el amor equivale entonces a pre­
guntarse ¿qué sexualidad elegimos? Una sexualidad monomorfa,
lineal, circunscrita o un erotismo polimorfo, infantil, que instaura
en el cuerpo del sujeto un espacio caótico, que es creado por el
mismo dominio que supone lo que en realidad es «una matriz de
placer no sexionada por la eyaculación».3 Si el hombre conserva
su semen no es que quiera «guardar su oro como un avaro»,4 la
esperma no es oro ni siquiera el modelo reducido de un dispo­
sitivo monetario, sino que lo hace para gozar de otra manera; ya
que ese ahorro no es mortífero ni capitalista, la anulación del
gasto espermático implica la desaparición de una fatiga que gra­
vaba la repetición del acto sexual, por consiguiente la realización
de éste, libre nuevamente de correr a situarse en otra parte, de
comenzar de nuevo. Hay que entender asimismo la retención
como reviviscencia, búsqueda de un aumento de las fuerzas, de
su almacenamiento y de su entrada posterior en circulación; la
energía fijada en los testículos se escapa de la máquina eyacula-
toria y corre a disponerse de otra manera, libera fuerza y garan­
tiza una repetición infinita del acto sexual. Existe el movimiento
hacia una frialdad aparente y ese movimiento es ardiente; la
homogeneidad de la fuerza corporal es asumida intensamente de
igual modo que la neutralización de la verga va acompañada de
su extrema excitación. El ser así liberado de su necesidad genital,
no va hacia la inmovilización, se convierte por el contrario en
superficie inaprehensible, superficie salvaje sobre la cual pueden
surgir los puntos de efervescencia más dispares.5
3. Lewinter, op. cit.
4. G. Zwang, op. cit.
5. La revolución como espacio-tiempo único que reúne en él todo el
cuerpo social y lo lleva más allá es solidaria del marco institucional del
El cuerpo, enteramente vertido en el erotismo, prolonga —de
manera ilimitada— el tiempo preorgásmico, ese tiempo cuando
el placer es menos claro, más difuso, la aspiración más prolonga­
damente vigorosa, la exaltación permanente y los objetos brillan­
tes en su resplandor primero. Economizarse, como dice el Tao,
pues el semen puede estar en todas partes; descuidar el mercado
principal y acudir a todos los lugares; y con la retención incluir
en la circulación de la sangre y de las visceras nuevas cantidades
de energía que multiplican incesantemente los espacios de goce,
dan a las pulsiones parciales nuevas ocasiones de actuar en el
cuerpo y hacen aleatoria la unidad de este último. El falo se
convierte en lugar de una alquimia erótica, instrumento musical
de varios registros, y la unión pasa de lo que se ha trazado en
torno al Uno a lo que se ha trazado en torno al plural, a lo
plural.
Frenada en sus impulsos libatorios, la verga se convierte en
órgano de selección energética que redistribuye la libido, intro­
duciéndose la energía espontáneamente en un conducto; debiendo
aprender a dirigirla por otras partes a fin de difundirla en todas,
hacerla irrigar otros canales, otros vasos (¿y por qué no imaginar
una esperma o cualquier otra sustancia similar que recorriera cada
membrana, cada circuito nervioso, cada mucosa, cada vena, cada
cavidad de un cuerpo recorrido en toda su superficie por altas y
constantes cargas eléctricas?). Es decir, no querer deshacerse de
nuestra excitación, no liberarse de nuestras tensiones, de la pre­
sión de la sangre y del semen; no sustituir un bienestar corporal
generalizado por un goce local y limitado, no reducir lo flotante
a lo conocido, no efectuar como los sexólogos un trabajo de exor-
cista o de inquisidor pisoteando el cuerpo bestial, no buscar una
turbación suprema para curarse de toda clase de turbación sino
permanecer en estado de posesión permanente, gozar de no tener

orgasmo; por lo tanto, el deseo de revolución no puede ser otra cosa que
deseo de orgasmo, deseo de un centro que abóla y descargue todas las
tensiones; frente a este jacobinismo político, se observará desde hace unos
años la aparición de agitaciones salvajes e imprevistas en las fábricas, los
campos, los institutos, efervescencias semejantes a los procesos polimorfos
del goce y que ya no se pueden pensar en un principio único.
un cuerpo unido, gozar también de las corrientes, de las fuerzas
que retuercen y convulsionan simultáneamente al ser dentro del
cual se está. Entonces, al no ser ya exclusivo, el placer seminal
se convierte para el hombre en un incentivo suplementario e in­
cluso en una alegría excepcional a la que, según la hora y el
humor, cede o no cede pero que en ningún caso vive como una
castración impuesta.
No se trata, en suma, de oponerse a estos valores (el orgasmo,
la eyaculación), sino de alargarlos, de esquivarlos; se toma la tan­
gente, se va a otra parte y se evita la estéril oposición bien/mal,
sano/enfermo, normal/patógeno. En otras palabras, no cabe erigir
la retención de esperma en panacea, ni fulminar en nombre de la
omnipotente naturaleza los minuciosos protocolos del reservatus;
no cabe hacer una regla de la reserva ni de la eyaculación sino
producirlas ambas como excepciones recíprocas, y cada una de
ellas como desviación respecto a la regla (al abuso) que signifi­
caría la utilización exclusiva de su contraria. Entonces ya no se
entenderán el derramamiento y la retención como unas polaridades
irreconciliables sino como una vías divergentes de acceso al goce,
de modo que cada una de ellas lleva consigo unos mundos inco­
municables y, sin embargo, presentes en cada hombre.
Cuando estamos sensualmente excitados, experimentamos una
diferencia, una irregularidad, una verdad erótica de lo real que
nos saca de quicio; en el colmo de la excitación desvariamos, sali­
mos de los raíles canónicos del placer. Al ser la evacuación se­
minal la pendiente natural hacia la muerte del deseo, rechazar la
eyaculación equivale a traicionar esa muerte programada y a trai­
cionar al mismo tiempo en nosotros la ley de la especie. No existe
sin duda acoplamiento intenso para el hombre si nada anormal
lo desordena, si no se corre hacia la aniquilación por la regulación
absoluta del principio del desorden, de la violencia y de la pér­
dida. Hacer tartamudear el cuerpo, impedir que el orgasmo pren­
da como un alfabeto inmotivado; que el semen, por tanto, no se
vierta en una misma y enorme red que sería la estructura única
de la relación sexual, que no pase sin transición del parlamento
testículo-peniano al senado vaginal, que al menos circule, refluya,
remonte, se disperse al máximo, sostenga al individuo, anule,
hasta cierto punto, la bipartición en antes/después y se convierta
en los preliminares de un acto jamás realizado porque es inefec-
tuable. Suspense tal vez pero despojado de futuro, sin expecta­
tiva especial. El erotismo taoísta dice: detened el semen, conti­
nuad la relación de otra manera. No eyaculéis (eyaculación = lo
que suelta, deshace los vínculos, desata la unión mientras que la
reserva efectúa la desunión en el mismo seno de la unión volup­
tuosa), entrad en una cierta relación de riesgo con la incertidum-
bre y la ignorancia, abrios a la sorpresa, no permanezcáis en el
espacio tranquilizante de la deshinchazón, no intentéis serenaros
con demasiada rapidez.
El hombre no puede dejar de experimentar la sensación del
placer eyaculatorio a la vez como una virtualidad de experiencias
espirituales y carnales de todo tipo y también como una traición
a esta misma virtualidad. Es cierto que, subjetivamente, no vive
el orgasmo como el último placer sino como un placer entre otros;
es la «Naturaleza» que le gasta la broma pesada de la voluptuo­
sidad final, trampa tanto más cruel en la medida en que no es
deseada.
Si la repleción se ordena, pues, espontáneamente bajo forma
de relato a través de unas peripecias que tendrán como caracte­
rística común tender a un fin, es obligatorio, entonces, contem­
plar el coitus reservatus como contra-narratividad, máquina de re­
trasar los plazos, intento de apertura a la alteridad mediante la
suspensión indefinida de lo similar. No reabsorbe lo diverso en
la unidad de un desahogo sino que hace de cada sensación, de cada
trozo de piel, un atajo potencial, el posible lugar de paso de una
intensidad. Allí el hombre no está extraviado (el que se ha equi­
vocado de camino y lo busca) sino desorientado, no busca nada y
quiere la diversidad de los laberintos, la multiplicación de todas
las desviaciones posibles.
Arte de amar en el que se percibe una totalidad inacabada,
que atrae y estimula la imaginación, pero lo poco que falta no
es en sí mismo realizable, su realización destruiría de golpe el
frágil edificio que la tregua de emisión ha dispuesto en el cuerpo
del hombre. Si es preciso que la yerga siga eréctil es que dicha
exigencia contiene una e’specie de secreto a guardar. Cuando la
vagina ya no es el receptáculo de la esperma, sino el lugar de
vagabundeo del pene, el hombre sólo puede acceder a un goce
abstracto a través de un objeto que contenga la posibilidad (pero
sólo la posibilidad) de todos los goces, mientras que el pene se
ofrece como representante material de todo el placer posible. Lo
que la mujer vive concretamente, el ser viril sólo puede sentirlo
en la abstracción. La retención apasiona el cuerpo fuera de los
objetos que la suscitan y libera el deseo masculino de los arque­
tipos que le dominaban; ni afirmación de uno mismo en el coito
(puesto que se trata precisamente de desvirilizarse), ni utiliza­
ción funcional de un objeto de placer. Lo que sucede en este
poner entre paréntesis al orgasmo supera toda unidad, toda ade­
cuación, toda conformidad; en la retención indefinida del desbor:
damiento seminal pueden inscribirse cantidad de devenires cuya
amplitud y extensión carecen de límites determinables. Y la copu­
lación sólo tendrá para el hombre la eficacia de una desviación
si, enteramente vacía sin apriorismos, mantiene abierta y suscep­
tible de múltiples combinaciones la disposición perversa, la inde­
finición de las posibilidades de su goce. Y, sin duda, la sexualidad
masculina sigue estando ahí prisionera de una esperanza contra­
dictoria; espera escapar a la amarga condición de la pérdida ne­
gando al pene su goce mientras que en el mismo instante se
muere de deseos de abandonarse a él, de establecer finalmente el
infinito presente voluptuoso en el que la mujer se baña, sumer­
gida, bajo sus ojos. El hombre sólo alcanza la liberación orgás-
tica a través de la mujer cuando él mismo se sitúa en el estado
de experimentar el deseo más fuerte, preludio intenso de orgas­
mos fantasmáticos que para serlo nunca deberán ser sentidos. En­
tonces, al no poder gozar de sí mismo, el hombre goza de la in-
terminabilidad del goce femenino, liberando —con la supresión
de todo riesgo repentino de detención— las innumerables rique­
zas de ese exterior en el que está atrapado. Si el hombre debe
expresarse, es decir, en el sentido literal de la palabra, expulsarse
fuera de todo lugar, dejar de habitar, de pisar ningún suelo, el ser
masculino, en cuanto no quiere caer en la regulación adulta de
lo genital, sólo puede permanecer en sí mismo, «desresidenciarse»
comprimiéndose —bajo pena de romper irremediablemente el
sueño de omnipotencia voluptuosa que la reabsorción provoca
indefectiblemente en él.

U n M o is é s s in t ie r r a

«Dans le mot amour, ¡1 y a le mot mur.»

E dm o nd J a b é s

Al cubrirse de caricias, al colmarse de besos, al susurrarse


tiernas palabras, tienden aparentemente a la identificación...
¿cuántos son los amantes cuando hacen el amor? ¿Uno, cuatro u
ocho? Os responderán que lo esencial para ellos es ser al menos
dos. Nada más ridículo a este respecto que presentar la unión
voluptuosa en términos de reciprocidad, de confusión de las iden­
tidades. Si bien es cierto que cada sexualidad arrastra la otra,
jamás existe reversibilidad de lo tuyo y de lo mío en el acopla­
miento y menos todavía paso alternado del goce de un cuerpo
a otro. Lo que el hombre y la mujer comparten no es una comu­
nidad de intereses, de placeres, de pasiones, sino el gusto por
su extrañeza recíproca, una mutua ignorancia insuperable. En lo
más profundo del acoplamiento de las carnes, ningún espejo tiende
con precisión su reflejo a uno y otro de los miembros de la pareja,
evoca la menor androginia o el espejismo de una complementa-
riedad esbozada por los amantes aunque sólo fuera un minuto; las
emociones no se confunden.
Pensar incluso que el hombre pudiera, en la evanescencia de
las reglas amorosas, olvidar su pequeña presión del dedo izquierdo
entre el escroto y el ano, olvidar su cabeza, perder su lucidez,
entrar en un nuevo espacio de singularidades no mensurables, en
fin, que el coito heterosexual pudiera escapar a la estrategia, es
decir, al mercado «de la muerte incluida en las eventualidades
consideradas»,6 es construir la ficción —muy masculina— de una
6. J.-F. Lyotard, Eco. Lib., p. 249. '
indiferendación sexual y creer al sujeto macho suficientemente ge­
neroso, sufidentemente desencarnado para olvidar la parsimonia
de sus propios circuitos eróticos, es silenciar que el hombre, pues­
to que se limita exclusivamente al pene, no dispone de in­
contables recursos sensuales, siempre debe comparar e introducir
el negocio en el acto amoroso y que, finalmente, no existe en el
erotismo masculino la pureza de un lugar intenso sometido a la
irreversibilidad libidinal de los gastos puros, sino que es siempre
mezcla de cálculo y de abandono.
Releamos una vez más la Ars Amatoria china: «La Joven
Elegida preguntó: si el placer del acto sexual reside en la emisión
del semen, y el hombre se refrena y no eyacula, ¿qué placer puede
sentir? P’ong tsu respondió: En verdad, tras la emisión el cuerpo
del hombre está cansado, sus oídos zumban, sus párpados pesan
debido al sueño, su garganta está seca y sus miembros inertes.
Aunque haya experimentado un breve instante de alegría, no se
trata realmente de una sensación de voluptuosidad. Si, por el
contrario, practica el acto sexual sin eyacular, su esencia vital que­
dará fortificada, su cuerpo ágil, su oído fino y su vista penetrante;
aunque el hombre ha reprimido su pasión, su amor hacia la
mujer aumentará. Es como si jamás pudiera poseerla sufidente­
mente. ¿Cómo se puede decir que esto no es voluptuoso?».7 Así,
pues, retener el semen equivale a situarse al mismo nivel que la
mujer, es decir, a sentir que jamás será suficientemente satisfecho,
a rechazar toda idea de suficiencia. Lo que el hombre no puede
alcanzar por la emisión seminal, se esfuerza en conseguirlo —ne­
gativamente— mediante la retención. Su placer específico se con­
vierte entonces en placer de prensión infinita, en apertura a toda
la parte femenina del deseo; mediante la ascesis el hombre des­
pierta a la mujer que lleva en sí y se abre como medio penetrable
a las solicitudes de su propia organiddad. En estado espontáneo
de déficit voluptuoso, debe reservar su goce, pequeño múltiple
que lleva consigo la perspectiva aterradora de una retirada inme­
diata de las aguas; para él, sólo la inhibición respecto al objetivo
es sinónimo de sensibilidad mantenida, de ternura continua.
Dicho eso, dos lineas, aparentemente contrarias, acaban por
coincidir en el mismo mito idealista de la fusión de los contrarios.
Para los secuaces del coitus reservatus esta técnica «identifica en
cierto modo la dialéctica sexual masculina con la dialéctica sexual
femenina; al igual que esta última, convierte el cuerpo en un es­
pacio matricial, asimila al hombre y a la mujer en Etos, los con­
vierte finalmente en partes realmente iguales, en reflexiones acor­
des, no ya disociadas por diferencia sino hermanadas en identi­
dad (...)».s La unión como reintegración de las polaridades, soli­
daridad esencial entre dos antinomias, he ahí la eterna canción
de los erotómanos y sexólogos occidentales: «El instante del or­
gasmo recíproco es también el de la suprema comunión, del su­
premo intercambio; convierte finalmente a los sexos en comple­
mentarios y alcanza el lugar por el cual el entero Ser somatopsí-
quico comunica ampliamente con lo impensable —alteridad intra-
específica—. Pega las dos mitades del andrógino en una fulgurante
exaltación del ser colmado, reconciliado, dilatado de felicidad y
de alegría, goce de la tan fugaz pero tan afortunada totalidad
sexual».5
Ahora bien, ¿qué supone el orgasmo recíproco, premio de
honor del éxito erótico? Que los dos goces del hombre y de la
mujer son idénticos, construidos sobre un mismo modelo de des­
carga emocional y que el éxito de una relación sexual (pero ¿por
qué seguir hablando de éxito o de fracaso en este terreno si el
erotismo carece de objetivos, ¿cuál es el criterio de un buen fun­
cionamiento?) sólo depende de su coincidencia en el tiempo, pro­
blema de ajuste, de ordenación, de ajuste de tiro, ya que la mujer
está sujeta a unos retrasos y el hombre a unas precocidades. En
estas palabras volvemos a oír con lenguaje más moderno la antigua
máxima platoniana del Banquete: «El amor recompone la antigua
naturaleza, se esfuerza en fundir dos seres en uno solo y en curar
la naturaleza humana... La razón es que así era nuestra antigua
naturaleza y que nosotros éramos un ser completo; es el deseo y
la persecución del todo que denominamos el amor». Como si el

8. Lewinter-Groddeck, Le Royanme millénaire de Jéróme Bosch, p. 109.


9. G. Zwang, op. cit., p. 498.
desahogo del macho no fuera únicamente un momento en el goce
femenino, como si el instante radiante del orgasmo compartido
no fuera también para la pareja el de la mayor distancia. El acmé
voluptuoso no es el instante de la unión total entre los amantes,
es, por el contrario, el punto de separación; jamás el hombre está
tan lejos de la mujer como cuando ésta goza perdida para siem­
pre en las esferas de su fabuloso cuerpo. La intimidad es per­
cepción aguda de una distancia infranqueable, restablecimiento
de una desviación, de una desnivelación profunda entre las per­
sonas en cuestión; amar equivale, entonces, de manera invariable,
a separar, separar lo que la vida común ha unido en la indiferen-
ciación ciega del gregarismo, y llevar a su máxima agudeza las
mayores diferencias entre los seres. No existiría relación carnal sin
esa inadecuación fundamental, esa impenetrabilidad absoluta en
la que dos seres parten cada uno por su lado con sus inconfun­
dibles pequeños goces. La emoción voluptuosa es percepción de
un desgarro que no abre a nada, no permite comunicar, sino que
se afirma para siempre jamás como división, desgarrón, catástrofe,
y esta catástrofe es divertida, hace que nos deseemos, que entre
nosotros sólo existan disparidades, ninguna similitud. ¿Por qué el
éxtasis del otro me excita tanto si no es porque abre entre él y yo
la división irreductible de un mundo en el que el otro se desliza,
y de unas regiones que siempre me resultarán desconocidas? Y es
cierto que el rechazo del goce señala en el hombre un deseo evi­
dente de conocer desde dentro la otra faz del mundo humano;
es como un intento de transversalidad para establecer una comu­
nicación entre sí de los sexos compartimentados. La mujer, con
sus convulsiones, no cesa de amenazar al hombre, de abrir unos
desgarrones en la túnica sin costura de su sexualidad; y por ello
él mantendrá su deseo abierto como las dos pinzas de una tenaza,
se mantendrá fuera de sí (puesto que el fuera de sí de la eyacula­
ción no es, en realidad, más que un lacerante retorno a sí) yugu­
lando sus aspiraciones a la liberación orgástica. La mujer repre­
senta un modelo que arranca el macho a la tautología de su ero­
tismo y le prohíbe hacer de su actividad sexual una versión de
sí mismo magnificada por el deseo. Al imitar a la amada, al in­
tentar aparentar parecérsele, el hombre se convierte en candi-
dato a ser lo que no es, sin ya contemplar en el otro su propio
reflejo invertido. "
El goce de lá mujer queda al margen de cualquier descripción,
de cualquier comentario, de cualquier explicación, salvo de ser
alcanzado por otro goce que habría que suponer idéntico en va­
riedad y menor en intensidad; no cabe hablar de semejante arro­
bamiento de no ser hablando a su modo, cometiendo un plagio
desvergonzado, afirmando histéricamente un mimetismo gestual
y vocal. Y esto tiene algo que ver con la retención de semen, ma­
nera de esposar —por debajo— el encantamiento femenino y a
través de él alcanzar la indiferendación primitiva del Paraíso.
Pero aquí la copia jamás alcanza al modelo, sólo es copia del pre­
sentimiento de un modelo inaccesible para siempre. El hombre
siempre está al borde del goce de la mujer, sólo lo conoce por
la mirada, los ojos, la boca, la caricia, pero no desde dentro;
quiere sucumbir a la tentación de obtenerlo (y de saberlo), de
identificarse con el Ser del Otro, mientras él se halla más acá de
toda capacidad, pene mustio, aniñado, organismo ajado, aniqui­
lado, apaleado. El ser masculino no puede entrar en la realidad
deleitable y horrible que se juega muy cerca de él, tan cerca que
le está irremediablemente cerrada. Al no acceder, en el mejor de
los casos, más que a una androginia espiritual, puede imaginar lo
imposible, soñar que la cavidad sedosa de la vagina pasa a él, que
siente sus deliciosas quemaduras, sus alegrías convulsivas, que se
convierte a su vez en una profunda madriguera, resbaladiza y ar­
diente para otro y que finalmente comparte con su pareja las
turbulendas de un mismo viaje. El hombre sólo puede vivir la
experiencia interior de una bisexualidad virtual o, mejor dicho,
la bisexualidad masculina no es otra cosa que lo virtual femenino.
El goce femenino expresa un mundo posible y desconoddo para
nosotros. Mundo que es preciso descifrar e interpretar aún sabien­
do que siempre seguiremos ignorándolo. En los orgasmos de las
mujeres habitan unos universos increíbles de los que nos enamo­
ramos locamente a pesar de su distancia insuperable. Aun cuando
los gestos de la amada parecen dirigidos y dedicados a nosotros,
siguen expresando las oscuras regiones que nos excluyen. Y allí
no es como en los celos «la imagen de un mundo posible en el
que otros serían o son preferidos»,10 pues la imagen dibujada por
la mujer es la de una tierra inabordable en la que nadie puede
ser preferido porque nadie tiene acceso (tal vez sólo una mujer...).
Porque en este éxtasis yo no tengo rival que temer, relaciones de
competencia que sostener, porque al borde de la frontera que se
abre sobre la nada todos somos exiliados, tropezando con una
línea que no separa dos regiones sino que es en sí misma la sepa­
ración absoluta. Tan delgado es el tabique entre el hombre y la
mujer que es irreductible, tanto más infranqueable cuanto en
cierto modo no es nada. Reteniéndose, el hombre sólo habrá ga­
nado el derecho al nomadismo. No se le promete nada y menos
que nada una tierra. Sólo habrá conocido la intensificación como
horizonte infinito, sin parada ni oasis para levantar ningún cam­
pamento. Sólo se alberga en la mujer porque a partir de ahora
su goce carece de lugar.
Frente a los transportes amorosos de la mujer, el ser mascu­
lino no puede ser físico ni metafísico sino egiptólogo, descifrador
de signos que no son mentiras, no ocultan lo que expresan, no disi­
mulan y, sin embargo, no ofrecen ninguna realidad tangible detrás
de su apariencia inmediata. Todo existe en las zonas luminosas del
goce en las que penetramos como en unas criptas para descifrar
en ellas, a través de nuestro propio placer retenido, los jeroglí­
ficos y los lenguajes secretos para emprender ahí, como viajeros
inmóviles, una iniciación de la que sabemos de antemano que no
nos enseñará nada. En el fondo, la voluptuosidad de la amada
no es más que eso, una verdad que no se enuncia.
Un hombre dice que quiere a una mujer. ¿Pretende decir con
ello que quiere poseerla furtivamente para esparcirse en ella?
¿Tomarla como simple tierra, receptáculo en el cual hundir su
simiente, sin que tenga importancia que se malgaste o que dé
frutos? ¿Y si, por el contrario, el macho no buscara en la mujer
un exutorio a la plétora de sus órganos sino más bien el goce del
otro, la imagen de un desatino soberano del que lo menos que
puede decirse es que no le resulta familiar? ¿Y si fuera para
hablar mujer, gozar (como) mujer, oír gritos de mujer que el

10. G. Deleuze, Proust y los signos, Anagrama.


hombre se lanza a la maximizadón —hasta el punto de quemar­
se— de los orgasmos de su pareja? Nuevo Moisés contemplando
fascinado una Tierra Prometida que no pisará, en la que no en­
trará... Las dos partes de la pareja no hablan la misma lengua.
No son los mismos órganos, las mismas voluptuosidades lo que
les acercan sino la pasión —inefable— que sienten por su indi­
ferencia.
Sólo la Mujer constituye la aventura mayor de la unión. El
acto venéreo sería la historia sin historia de la ejecudón de un
deseo si no estuviera constantemente agitado por el aconteci­
miento imprevisible (en su aparidón y en sus consecuencias) del
orgasmo femenino, de la violencia báquica que lo derriba todo.
En la mujer, el hombre se encuentra confrontado con lo inimagi­
nable, accede a un estado paradisíaco en el que la imaginación
sólo puede ser saturada por la experiencia o estropeada por la
rutina porque no pertenece al orden de un saber o de un poder,
y al convertir lo inimaginable en realidad (sin la mediadón de lo
imaginable, sin la pasarela de las imágenes) el hombre es presa
del pánico y del vértigo.
Cuando no tenemos ningún orgasmo a nuestra disposición, te­
nemos que decidirnos a robar los de los demás; robar al taoísmo
su erotismo, robar a las mujeres sus voluptuosidad, gozar por
hurto, por infracdón. Si la palabra amour contiene, según la admi­
rable frase de Jabes, la palabra mur, diremos que el deseo amoroso
siempre es deseo de ese muro. Pues no todos los muros tienen
la solidez, la tristeza y la hostilidad del recinto de una prisión y
los amantes sólo se embriagan de sus diferencias. La relación se­
xual no es la elaboradón de una transparencia sino la medida de
una disimetría que nada atenúa.
Si existe una ley de la intimidad amorosa, es en el sentido
espedal de que esta ley no reúne, no acerca en un todo sino que,
por el contrarío, regula los intervalos, los alejamientos, las sepa-
radones. Por decirlo de algún modo, los amantes se aman con
unos telescopios (y no unos microscopios) porque las infinitas dis­
tandas que les diferendan suponen siempre unas atracdones
infinitesimales que requieren vastas perspectivas. Lo infinitesimal
es facultad de hacer chocar de frente unos fragmentos, de hacer
■ circular unos universos diferentes, de franquear, sin anularlas, ex­
tensiones enormes; es amor del detalle ya que este último con­
creta y multiplica todas unas separaciones desiguales y frac­
cionadas. La desnudez no me acerca al otro, consagra nuestra
separación; las mujeres tienen un cuerpo que nosotros no tene­
mos, un cuerpo extático. Durante toda su unión los amantes no
cesan de vivirse como unos seres discontinuos pero jamás su dis­
continuidad es tan hermética a todo paso, a toda fusión con el
otro; abierta, sí, pero a su propia abertura, abierta al deseo de
abrirse, interpelada, contemplada por la abertura del otro pero
sin sacar de esta abertura ninguna facultad de transmisión; el
placer no pasa de la vagina al falo, no atraviesa las membranas;
existe impermeabilidad entre el órgano que penetra y la cavidad
que le recibe, la emoción es incomunicable. El amor es prueba
exaltante de la elisión del otro.
El hombre puede morir tanto del contacto como del no-con­
tacto; sólo «se afemina» si sabe encontrar la distancia justa, ni
demasiado cerca de la amada, demasiado mimético, pues morirá
fulminado por la eyaculación, ni demasiado lejos en la arrogancia
de un mero voyeurisme, pues carecerá de emoción. Dispone en el
fondo de dos maneras de gozar con una mujer (de aproximarla
por equivalencia), dos tipos de fusión, a decir verdad tan poco
fusionantes el uno como el otro; una fusión fugaz, fugitiva, débil
por lanzamiento de esperma, y una fusión activa por retención de
esperma que opera —por defecto— la identificación del ser hom­
bre y del ser mujer, en el buen supuesto de que incluso en este
caso el hombre siempre puede terminar con un desenlace a la
moda genital. Una manera de viajar en la extrema reserva, ma­
nera china, adámita, tántrica (términos todos ellos que ya no sig­
nifican gran cosa y de los que apreciamos precisamente su relativo
absurdo), una manera de abrirse paso sobre el fondo inagotable
del orgasmo femenino, de avivar la herida de la sexualidad, de
no intentar cicatrizarla; deseo de durar que quiere arder y se
niega a caer bajo la ley del Tiempo y de la Muerte. La máquina
está descompuesta pero sus fallos son tiernamente amados. Lo
masculino y lo femenino cohabitan, sí, pero como dos extraños
que, al abrazarse, al acariciarse, al darse algo más el uno al otro,
no cesan de escaparse, de desviarse, de huirse; el orgasmo, los
orgasmos, avivan más aún ese sentimiento que una no-coincidencia
fundamental. Yo te amo; no el estúpido «¡Sé que tú no me amas
pues no amas a nadie salvo a ti! Yo soy como tú. Ámame»
(R. Vaneigem), sino yo te amo porque a tu contacto yo ya no
soy yo, emigro fuera de mis limites y no hay nada que me deje
más indiferente que yo mismo. Te amo porque juntos nos abri­
mos al desconocido que no somos. Y ese desconocido no es el
mismo para ti que para mí.
¿Qué es el acto heterosexual? Una escena en la que uno de
los actores se ve obligado para la buena marcha de la obra a
quedarse al margen y adoptar el ambiguo estatuto de un espec­
tador comediante. El dúo voluptuoso es una comunidad dividida,
desfasada, coja, pero reforzada precisamente por la claudicación
esencial que la suscita. Pudiera decirse en un cierto sentido, que
cada goce combate por la hegemonía y el acto sexual no es más
que el resultado de un compromiso entre dos homosexualidades
fundamentales; según que prevalezca una u otra exigencia, según
que la negociación entre los amantes sea eludida o afirmada, el
coito se inclina hacia el modo viril, hacia la pequeña crisis del
espasmo único o se abre a una paciencia más difusa, más con­
tinua, al polimorfismo de las turbulencias femeninas. Sabemos,
sin embargo, que ambas exigencias no tienen nada en común, ni
fuerza, ni intensidad, ni duración. Por muy orgulloso que esté el
hombre de sus ostentosos perendengues, aparece espontáneamente
desfavorecido respecto a la mujer; la esperma no es el dinero
al que se podría dar dos usos antitéticos, o despilfarrarlo, jugarlo,
gastarlo en pura pérdida (manera llamada noble según Bataiüe) o
tesaurizarlo, acumularlo. La esperma es una rareza, un bien mi­
núsculo, un capital incapaz de multiplicarse, de reproducirse a
gran escala y es la misma parsimonia de su fabricación lo qué
obliga al hombre a convertirse en ahorrativo.
¿Por qué, en tal caso, participar en la vida erótica de la
mujer, dejarse arrastrar por una aventura de la que no se está
seguro de regresar, cuando sólo se dispone de lo medido, de lo
mensurable frente a la desmesura? ¿Por qué si no es por pro­
testa contra un ritual demasiado bien rodado, porque la sorpresa
es la misma modalidad del goce? Si el defecto de realización del
deseo se convierte para el hombre en lo exactamente deseable, no
es porque abandone la presa a cambio de su sombra, ni siquiera
porque la sombra se haya convertido en su presa, sino simple­
mente porque ya no existe presa, ya no existe blanco. Superlativo
en desorientarse, experimenta ahora unas sensaciones ilocalizables.
La mujer habrá suscitado en él un estado temible y maravilloso,
saber lo que no quiere, dejar de saber exactamente lo que quiere.

L O S DIEZ VAGABUNDEOS DE LOS SEXOS

El escritor chino Chang-king que escribió en la época Ming


una segunda parte al Yi-Yu-Ki, famosa antología de casos crimi­
nales, relata en su capítulo VII un caso histórico de hermafrodi­
tismo. Expone en él que bajo la dinastía Song, en la época Hsien-
Tch’oen (1265-1274), una familia de Cho-Kiang había acogido en
su casa una monja budista a fin de que enseñara a las jóvenes
de la casa los trabajos de bordado. «Un día se descubrió que
una de las jóvenes estaba embarazada. Contó a sus parientes
que la monja era en realidad un hombre y que se había acostado
con ella; he aquí lo que él mismo había manifestado a la joven:
“Tengo dos sexos, cuando trato con el Yang soy una mujer,
cuando trato con el Yin, soy un hombre”. El padre llevó a la
monja a los tribunales, acusándola de haber seducido a su hija.
Ella lo negó todo, el juez la hizo examinar y se comprobó que
era una mujer. Una matrona encargada de su custodia ordenó que
la obligaran a acostarse de espaldas y que un perro acudiera a
lamer sus partes sexuales untadas de un caldo de carne. Seme­
jante tratamiento hizo hinchar el clítoris de la monja que acabó
por adoptar la forma y las dimensiones de un miembro viril. El
hermafrodita confesó entonces que había seducido a muchas otras
jóvenes; le cortaron la cabeza.» 11 ¡Pobre monja! ¿Cuántos ciru-
TODO LO OUE SIEM PRE H A B EIS QU ERIDO SABER
SO BRE LO S C O N SO L A D O R E S
Y QUE N U N C A O S H A B EIS ATREVIDO A PREGUNTAR

El artefacto erótico desmiente jas dos ideologías, a decir


verdad solidarias, de la buena naturaleza incorruptible (Dios
hizo bien todo lo que hizo, nuestros órganos nos bastan) y de
la necesidad como índice de autenticidad (el vibrador a falta
de la persona real). El consolador como órgano-instrumento no
plantea únicamente un problema económico de paliativo, tam­
bién es el goce puesto en suspenso, fetichizado, congelado y
siempre disponible, y, por consiguiente, tanto seguridad contra
un eventual desfallecimiento del cuerpo como redoblamiento
del cuerpo al nivel de sus partes genitales. No depende única­
mente de un orden de la satisfacción solitaria (como en el
onanismo) sino también del desorden de la libido; multiplica
los sexos, permite a los amantes escapar a la fijación de los
roles (la mujer puede dar por el culo a su pareja masculina
o penetrar a su compañera), en suma, no compensa pero aporta
unos circuitos cada vez más extendidos de descarga. Gracias
a él basta de la pretendida naturalidad del cuerpo, del arraigo
funcional de los órganos, de la irreversibilidad del tiempo; el
consolador es la energía avanzada para siempre (erección per­
manente) que regresa bajo forma de energía desengañada (pla­
cer, turbación); cortocircuita la deuda (la necesidad de una
reparación física), es como un crédito que no exigiera reem­
bolso. Bajo todas su s formas posibles pene de materia plástica
dotado de un motorclto eléctrico Interior que le permite efectuar
un pequeño movimiento de vaivén, dotado además muchas
veces de un Indicador luminoso y de una pera que se puede
llenar de un líquido tibio; bolas de las geishas; antiguos olisbos;
gadgets sexuales, cinturón de anti-castidad, sujetador con collar
de perro, retrovisores para verse, etc.), el aparato para hacer
gozar arranca el cuerpo de su fatalidad biológica, y dice: no
hay artificio, no hay naturaleza, el cuerpo copulador ya es en
s í mismo una máquina, una maquinación, una mecánica. De ahí
la fascinación general de los erotómanos hacia los complejos
instrumentales (máquinas sadianas, solteras, kafkianas, surrea­
listas — bicicleta auto-masturbatoria— , máquinas orgónicas del
último Reich, redes telefónicas de los perversos urbanos, en­
chufes eróticos sobre unos circuitos video, data-programados
en Ballard); no hay un buen o un mal soporte, el pene ya es
una prótesis libidinal; la pierna, el brazo, la boca son ya unas
máquinas, ninguna mediación es vergonzosa (la menor posición
a este respecto ya es una de ellas), todo es mediación, todo
es soporte, mecanismo, palanca, sistema maquinal; o también,
para decirlo de otra manera, el erotismo no tiene nada que
ver con la sexualidad.
janos no soñarían hoy en construir, ayudados por la más sutil de
las químicas, un ser idéntico a ella? Sin embargo, cuán poco
andrógino resulta este femenino Frankestein chino, cuán poco con­
forme a nuestra visión del amor; no confunde los sexos, los
acumula, no reconcilia nada, yuxtapone, no traduce, como el her-
mafrodita occidental la nostalgia de una humanidad liberada de la
concupiscencia por la reunificación en cada individuo de los dos
sexos que, por decirlo de algún modo, se cortocircuitarían; ¡al
contrario, redobla las ansias, adiciona dos lubricidades, la del
hombre y la de la mujer, en un mismo cuerpo. A partir de Platón,
nuestra visión del Eros andrógino se caracteriza siempre por una
misma voluntad de equilibrio y de sosiego, es decir, por un igua­
litarismo tan perfecto que borraría lo extremo de las diferencias
y provocaría la extinción progresiva de todo deseo mediante la
desaparición de sus causas. Si existe complementaridad de lo fe­
menino con lo masculino, es porque hay una proporción entre
ambos; cada cual carece del otro, pene y vagina se disponen
como el haz y el envés de las dos caras de una hoja de papel,
se reducen el uno a la otra, la mujer es como el hombre, casi el
hombre, casi-hombre; reconstituir la unidad, por tanto, es hacer
siempre lo mismo, hacer siempre el macho.12 Siniestro ideal el del
andrógino que ya no se contenta con apartar, como contrarias a
las armonías del amor, todas las atracciones divergentes (pede­
rastía, safismo, bestialismo), propone como único objetivo erótico
una construcción recluida, cerrada, muerta en la que no se concede
ninguna posibilidad a la aventura, a lo imprevisto; auténtico
paraíso de la asexuación mística, restitución obligada a la condi­
ción de los ángeles «que no toman marido ni mujer».13
Jamás Eros tiende a la unificación y menos aún a la del hom­

12. El hermafrodita dice muy pocas cosas acerca de nuestros autén­


ticos deseos, habla mucho en cambio acerca de nuestra concepción real
de la mujer; en todos los grabados en que aparece, predominan siempre
los caracteres anatómicos masculinos (aparato genital externo), la mujer
sólo está representada al nivel de los pezones y de las caderas como si, en
el fondo de esta concepción, no fuera otra cosa que un hombre capaz
de tener hijos.
13. Evangelio según san Mateo, 22-30.
bre y la mujer. No hay amargura libidinal en estar dividido,
sufrimos, al contrario, de una cohesión, de una identificación ex­
cesivas, demasiado perfectas. (Si hubiera que reescribír el mito
platónico al revés podríamos decir: todos somos unos andróginos
completos, encolados, que se quejan de excesivos cruces, de exce­
siva hibridez y que sueñan con ser únicamente unos hombres o
unas mujeres pero no lo uno y lo otro a la vez.)
Resulta una banalidad decirlo, pero ahora vivimos la diferen­
cia de los sexos de un modo único, la sujeción de la mujer al
hombre por equivalencia u opresión, jerarquía que circula tanto
entre los sexos como en el interior de cada uno de ellos. Tolerar
únicamente un estado de dismorfismo sexual equivale a privile­
giar fundamentalmente la separación estricta de lo masculino y de
lo femenino porque constituirá un punto de referencia respecto
al cual ya no se juzgará a las personas por sus actos reales sino
por su grado de integración a la norma sexual dominante. Se
degrada incesantemente la diferencia en oposición, atracción de
los contrarios, parejas complementarias y por tanto jerarquizadas,
se la somete al principio de la exclusión del tercio, se la imagina
reunificada e inmovilizada bajo dominación viril. Se ha intentado
detener en esta desemejanza los efectos de deriva, fijar sus pape­
les de una vez para siempre, se la inmoviliza y convierte en polo
de parálisis (en el que ser un hombre equivalía a no ser una
mujer, no hacer la mujer, no afeminarse y a la inversa, véase Freud)
para evitar que se desarrollara un polo contrario de agitación y de
auto-multiplicación. Se ha edificado la fabulosa coerción de la
heterosexualidad —que no es en absoluto la inclinación de un
sexo hacia el otro— sino el encierro y el control de las mujeres,
de los niños y de los hombres en sí mismos, la dispersión de sus
multitudes fluctuantes, a través de los valores-signos de los faló-
foros. Hasta el punto de que sobre esta homosexualidad funda­
mental de las relaciones sociales (medición de los cuerpos por
el código viril) se ha injertado un esquema de subordinación por
parejas (activo/pasivo, objeto/sujeto, penetrado/penetrante), es­
quema «heterosexual» del que sabemos que obstaculiza y llega a
regir la relación de los (las) homosexuales entre sí. Es obligatorio
decir en este momento que la economía libidinal masculina —así
como, según parece, el inconsciente— ignora la anatomía, incluida
la propia, contempla la partición de los sexos con la más total
desconfianza, limitándose a continuarla y la reconoce para poder
fijarla mejor y aliviar la angustia de una alteridad real de las
especies sexuadas.
El discreto encanto de la diferencia de los sexos —que nadie,
y nosotros menos que nadie, conoce— es que no cesamos, al su­
frirlo, de olvidarlo, de hacer como si no existiera, como si no
fuera la naturaleza indiferente de la que no vale la pena preocu­
parse; nos reímos de situar a cada cual en su lugar, los hombres
a la derecha, las mujeres a la izquierda, aunque esta división, en
última instancia, no nos olvíde. He ahí un binarismo, el único
tal vez, que jamás suma dos en el sentido estricto de la palabra
sino siempre un poco más o un poco menos, se subdivide en sub­
múltiplos y es susceptible de combinaciones ilimitadas. No existe
dialéctica ni acumulación posible de los sexos porque ni el uno
ni el otro son números enteros, su dicotomía jamás suma 2 como
resultado de 1 + 1 sino 2 elevado a la enésima potencia, dualismo
incalculable. En el propio seno de nuestro sustrato anatómico
específico se nos pilla en falta, nuestro cuerpo está ya siempre
comprometido, sembrado de asociaciones desacertadas, el exte­
rior está en su sitio, tenemos un pie en el enemigo, la virginidad
es una añagaza, siempre una mezcla, un mestizaje ya operante, una
creación de bastardos con infinitos grados de complicación. De
este modo, siempre es posible divertirse descomponiendo la per­
tenencia a un sexo, es decir, multiplicarla como pertenencia a
una especie (la humana y no la animal, la mamisférica y no la
o.v.n.í.para, molüsca y no crustácea), pertenencia a una raza, a una
cultura, fecha de esta pertenencia (infancia, madurez, vejez) con
las características propias de cada uno de esos estados; ordenación
única después en la morfología y el rostro de los rasgos del sexo
en cuestión, parodia, atracción o repulsión sentida hacia el otro
sexo y, por consiguiente, nueva combinación, efectos de singula­
ridad debidos a los encuentros de los códigos genéticos, juego
del azar químico, cruce de una multitud de redes a las cuales
no es posible atribuir origen, amontonamiento indeterminable de
los estratos más dispares, y pertenencia también del cuerpo a un
momento de la historia, a una dase social determinada, todo ello
mezclado en la más azarosa —y sin embargo legible— de las
configuraciones, etc. Nace un niño —chica o chico— y ya está
en marcha la sexuación dividida y arrastrada por unos caminos
nuevos. Tú no eres más mujer que yo hombre, tú eres la excep­
ción fabulosa a la especie femenina, un lujo de la materia, y por
ello no eres mi contrario ni mi complemento, sólo una fuerza
que me desborda, una ola que no puedo contener.
En cuanto se abandonan los códigos que le van ligados, la
diferencia de los sexos pasa a ser tan indecisa y confusa como
una mentira de la que jamás se puede saber si es una verdad
oculta o el indicio de una verdad imposible. Es preciso por todas
partes que la decisión sea difícil y que nuestra designación, «es un
hombre, es una mujer», nos pese en el corazón como una pro­
funda necedad, un tranquilizador apresuramiento contra el tem­
blar. Querer la estricta separación de los sexos, la delimitación
tajante de sus bordes y de sus prerrogativas, equivale también a
querer salvaguardar la posibilidad de la verdad, el poder siempre
separar y diferenciar los simulacros de las buenas copias, preocu­
pación militar de distinción y de clasificación.
Equivale a impedir que la diferencia, privada de su carácter
mutuamente irreductible, constituya un pequeño dispositivo que
haga que la decisión de nominación, de veracidad, ya no pueda
ser tomada. O, consecuentemente, impedir que se establezca una
autoridad capaz de disponer del metalenguaje y de la situación
de árbitro capaz de enviar a cada cual a su campo. Y a partir de
ahí inspirar una lógica totalmente distinta en la que ya no ha­
brían instancias de referencia (orgasmo, falo, tumescencia, yo,
sujeto) porque hombres, mujeres y niños, en cuanto variantes
o distribuciones de esta referencia, se convertirían en indiscerni­
bles según los criterios clásicos, en las que sólo existirían unas
sexualidades totalmente divergentes entre sí.
Cuando los signos de la separación de los sexos comienzan a
flotar, es posible adoptar todos los caracteres sexuales a partir
de una posición determinada; ser sucesivamente, al lado de la
mujer que se ama, pederasta, sodomita, hermano, hermana, aman­
te, lesbiana; con el hijo que se quiere, jugar a amante, a padre,
a hijo de ese padre, a esposa, a hermana de la esposa; ser el hijo
de ese hijo, y el gato de su abuela y la perra del abuelo, vivir
toda heterosexualidad declarada no únicamente como homosexua­
lidad latente (elegir, por ejemplo, una mujer a condición de que
interese a un hombre y recíprocamente), sino también como bes­
tialidad parcial, geografía, geología fragmentaria, llevar a la locura
toda la genealogía de las familias, todo el tablero de los roles y
de las divisiones que, ninguna sexualidad sea policía de otra; apro­
vechar esta disyunción, transferirla en bloque sobre tal o cual
individuo indiferentemente de su cifra genital, no transportar
jamás nuestras preferencias, nuestros humores, nuestros caprichos
eróticos a la triste condición de alegorías o variantes de un dis­
morfismo de base, dejarse dar por el culo por una chica (manual­
mente o mediante accesorios) al tiempo que se puede eventual­
mente sodomizarla, acariciar un muchacho con la misma lentitud
que se pondría al acariciar a una adolescente núbil; hacer tabla
rasa de los estados permanentes, sujetos de poder, por tanto de
tedio (marido/esposa, musa/poeta, charlatán/mudo), esquivar la
estática de las obras redactadas de antemano, recuperar la libido
como juego, fuerza de disgregación de lo instituido, poder de
improvisación y de distribución anárquica (y qué miserable sub­
versión la propia homosexualidad mientras no pasa de set una
chocha apología del Falo, del Centro Absoluto, de la obsesión
burocrática por la polla, del ano a desfondar, de la verga a hacer
empalmar bien recta, bien tiesa, bien dura, desenfreno de mili­
tares, de motoristas, de soldados, de misioneros, de luchadores
de feria, de culturistas, de karatekas, todos ellos pobres tipos en­
teramente imbuidos, enteramente preocupados, de su virilidad,
probándose ansiosamente unos a otros, verdaderos obsesos de la
castración).
Siempre, por ejemplo, es posible escribir del travestí que es
la imagen perfecta del código femenino (de la mujer tal y como
el hombre se la imagina), que es «más mujer que una mujer
porque desea ser mujer a cualquier precio mientras que una mujer
sufre su sexo» («los Culos energúmenos», in Recherches, Ency-
clopédie des bomosexudités). Eso no impide que nadie mejor que
él decepcione la exigencia de claridad referente a la distinción
neta de los sexos, que nadie lleve con tan angustiosa desenvoltura
la diferencia a unos terrenos que nadie había pisado con anteriori­
dad. Aunque el transexual recurra a unas reservas y a unos mitos
perfectamente conocidos, ¿cómo negar que en su plagio dema­
siado preciso, demasiado exacto, demasiado minucioso existe un
instante de locura que pone en discusión los postulados anató­
micos más seguros, un delirio artístico típicamente ficticio en el
que cada uno está llamado a convertirse en el buscador de sus
propios erotismos, el experimentador incansable de las transmuta­
ciones posibles de su cuerpo? Lo que resulta fascinante es ese
exceso, ese acrecentamiento de feminidad, esa sobresignificación
que desorienta y apunta como un fantasma la realidad o la escasa
realidad de la división sexual. El rechazo, por reconstrucción de
apariencia, de todo origen hace que el travestí no imponga un
sentido (un nuevo sentido, el tercer sentido del tercer sexo) sino
que él mismo sea una botella lanzada al mar, un mensaje viviente,
una configuración inédita de pieles, de miradas y de osamentas
que invita a su vez a otras extraordinarias metamorfosis. ¿Qué
nos reserva la diferencia de los sexos, qué esperar de los recursos
de la cirugía y del deseo de autotransformación? Tal vez nuevas
escapadas, nuevas y más increíbles desviaciones que incluirán, en
el interior de esta bipolaridad, y para rechazarla, romperla tal vez,
unos acontecimientos que nos resultaban inaudibles, insoportables
(posibilidad de mestizaje con unos organismos no humanos, tera­
tología provocada, centaurismo, etc.). Al menos el pionero del
desequilibrio genético nos indica las vías del Gran Vértigo y que
lo único capaz de desorientar es construir lo discontinuo con el
compromiso; hibridez, bastardía cromosómica, mezcla de sangres
y de células, menos el bisexual que el sexo camaleón. Creador de
visibilidades nuevas que dan a leer varias percepciones simultáneas
en un tiempo imposible (ubicuo).
Al hablar de la diferencia de los sexos, ya se presupone lo
que se quería demostrar, a saber, que el índice de referencia entre
el hombre y la mujer sólo será el sexo (y de allí se desliza insen­
siblemente a la supremacía del aparato genital masculino, a la
ridicula logomaquia sobre el Falo), mientras que habría que ha­
blar de diferencia de los cuerpos o, mejor aún, de diferencia de
las sexualidades. Pues, en última instancia, sólo hay un sexo que
es el sexo masculino, peto sólo un cuerpo sexuado que es el
cuerpo femenino. O, más bien, un cuerpo monocentrado, meto-
nímico (en el que la parte se confunde con el todo), encerrado
bajo la égida fálica en el primer caso; y un cuerpo femenino des­
organizado, desplazado, agrietando cualquier permanencia, erosio­
nando los compartimientos orgánicos, atravesando las ordenaciones
inmutables. Ninguna revolución, ni siquiera la más radical, abo­
lirá el privilegio de goce de la mujer pues esta «feminidad» —allí
precisamente— es irreductible a su actual papel.14 Para el cuerpo
femenino escapar a su imagen actual no es abolir su diferencia en
la intersexualidad o en cualquier otra indiferenciación, es, al con­
trario, establecerla; el código que la regía sólo al morir libera su
alteridad. En la idea tradicional de la diferencia de los sexos, las
relaciones entre el hombre y la mujer eran unas relaciones de
oposición en el interior de un mismo sistema definido por su
pertenencia a la simbólica del Falo. Si ahora se habla de diferen­
cia de las sexualidades, significa iniciar entre los dos sistemas
unas relaciones que ya no son de convergencia o de divergencia
sino de pura excentricidad. Es cierto que cada sexualidad es un
trastorno para la mía propia, cada una, a su manera, deshace
las atracciones llamadas naturales, distancia las proximidades,
turba las pseudoevidencias, pero ninguna tendría tal poder de
perturbación de no haber intervenido primeramente en sus volup­
tuosidades la alteración del cuerpo femenino. Hagamos lo que
hagamos, la mujer, por decirlo de algún modo, nos adelanta siem­
pre por un sexo. Y ninguna diferencia sería posible, ni siquiera
imaginable, de no existir ya antes de cualquier encamación, de
cualquier distinción embriológica, el diferenciante mismo de la
diferencia, el no-lugar de toda corporeidad, lo femenino.
Es por dicho motivo que el andrógino no puede hacernos
soñar, pues aspiramos a mucho más que a una simple fusión que
14. ¿Es legítimo inducir de esta sexualidad específica —como hac
Héléne Cixous— un inconsciente, una escritura típicamente femenina? ¿No
significa resucitar la utopía de una buena naturaleza rebelde exteriormente
en la que la mujer sustituiría al proletario como nuevo arcángel del mesia-
nismo?
nos soldaría en un bloque petrificado; soñamos más bien en ser
unos cuerpos sexuados por todas partes en los que los sexos
emanarían como fuentes de cada deducción, rincón, caricia; soña­
mos con la adición de todas las sexualidades y no con su anula­
ción hipotética en una imagen. No corremos tras nuestra identidad
perdida (!), las asumimos todas, con tal de que nos trastornen
un instante. Lo que deseamos nos suceda es un cuerpo sin fetiche
(que no fetichice el objeto genital como su verdad objetiva) do­
tado de tal sensibilidad que en todos los puntos de su superficie
lo aparente se convierta en órgano, orificio, labios, lengua, fuente
de sensaciones, un cuerpo muy al margen, pues, de las beatitudes
almibaradas del Hermafrodita, monstruosidad anatómica que no
solamente acumularía sobre ella, ¿por qué no?, 2 penes, 2 vagi­
nas, 2 clítoris, 2 rectos, 4 pezones, 8 miradas, sino que se pre­
tendería gratificado además del pelo sedoso de los gatos, de la
trompa del oso hormiguero, del olfato de los felinos, de la sensi­
bilidad solar de las flores; y que, lejos de abolir la herida de la
sexuación, no dejaría de atizarla, de multiplicar sus brechas y res­
quebrajaduras, potencial de escalofríos y de desgarramientos ili­
mitados.- Pues todos somos unos puzzles reconstituidos a los que
no falta ninguna pieza, y sin embargo seguimos buscando, nunca
nos cansamos de tocamos, de lamernos, de acariciamos.
Si existe hoy, por consiguiente, una relativa preponderancia
del devenir femenino, no es únicamente porque la virilidad15
—esta antiquísima norma cultural— está a punto de morder el
polvo sino porque la mujer está a punto de pasar de objeto de
placer a modelo de placer. Todas nuestras voluptuosidades y emo­
ciones son, en último término, intercambiables en su goce, exac­
tamente igual como las mercancías se cambian por la mediación
del dinero. Sin embargo, esa moneda hedonista está trucada, no
se reconvierte, no equivale a nada, si sigue siendo moneda lo es
en el sentido de que en ella se disuelven todos los sistemas fidu­
ciarios, torbellino que pulveriza los créditos y las paridades,
15. El virilismo sólo sobrevive ahora como valor muerto y tanto má
temible en cuanto que se sabe moribundo; testigo de ello son las frecuentes
agresiones contra mujeres solas (o hombres «afeminados»), el creciente
número de esposas golpeadas o maltratadas, etc.
anuncia el fin de las referencias, la agonía de las similitudes. El
goce femenino ya no es portador de nuevos valores (de un
nuevo orden que garantizaría sobre su base la fluidez de nuevos
intercambios) de la misma manera que tampoco es nostalgia de un
paraíso perdido, es la misma indeterminación, la movilidad de las
inversiones múltiples, el aturdido vagabundeo de los sentidos, el
juego con las metamorfosis extrañas, las experiencias peligrosas,
la indiferencia como búsqueda de las mayores diferenciaciones.
Cuando ese goce alcanza una cierta fase de incandescencia, de
excitación, ni siquiera es ya un médium, un vehículo de orgasmos
(de placeres finalizados y, por tanto, anticipables) sino la misma
circulación, el cuerpo que se visita, que se desmembra, que se
arranca, mediante increíbles torsiones, a su unidad orgánica. Esa
voluptuosidad circula más aprisa que todo el resto, permanece sin
medida común con el resto, no cesa de atraer con su movimiento
todos los sectores del amor. Gracias a ella termina la instancia
de devolución, de identidad, bajo cuya jurisdicción galanes y gala­
nas podían intercambiar sus determinaciones; todas las categorías
del placer, del sentimiento, de la emoción, entran en un estado
de flotación tan pronto como el equivalente voluptuoso del pa­
trón-oro, el orgasmo, se ha volatilizado (por profusión, exceso).
Es realmente con la mujer que la diferencia se convierte en vaga­
bundeo, nomadismo activo de las pieles, de los volúmenes y de
las lenguas. La mujer es la única en desgarrar el caparazón gené­
tico del erotismo macho, la única en desorientar las más antiguas
ceremonias sexuales, porque lo suyo, paradójicamente, «es la capa­
cidad de desapropiarse sin cálculo; cuerpo sin final, sin término,
sin partes principales, si es un todo, es un todo compuesto de
partes que son todos, no meros objetos parciales sino conjuntos
móviles y cambiantes, cosmos ilimitado que Eros recorre ince­
santemente, inmenso espacio astral. No gira en torno a un sol
más astro que los demás».16 ¿Cómo concebir de otro modo que
el hombre, al renunciar a su propio placer, modifice por ella la
economía de sus pulsiones internas y aspire a algo a lo que jamás
ha tenido acceso, como a un hechizo infinitamente más hermoso
de lo que puede ser una simple satisfacción? De la semántica a
un tiempo llena de imágenes e inagotable de lo femenino se
desprende otra corporeidad en el horizonte de nuestro presente
amoroso y para la cual sólo seguimos poseyendo unos ojos nu­
blados o cerrados...
Tal vez sean éstos los nuevos libertinajes en perspectiva; la
indeterminable alianza de una felicidad declinante, de un femenino
más allá de lo preponderante, gracias a la confusión de los códigos
y roles, operado por el movimiento feminista, por un transexua-
lismo que no es en absoluto la no-diferenciación del deseo sino,
al contrario, su infinita división, la manera de distribuir, de cortar,
de aumentar los particularismos, de propagar la divagación de to­
dos los flujos sexuales.
La diferencia de los sexos está a punto de salir del doble
callejón sin salida que la amenazaba; callejón sin salida de una
oposición extrema que reducía uno de los dos términos a nada
(así la exaltación de la mujer madre, matriz, guardiana de los
muertos en la ideología fascista; o la separación absoluta de los
hombres y de las mujeres en los shakers), y el callejón sin salida
«democrático» de una afinidad excesiva que aniquila a su vez la
relación por la neutralización subrepticia de uno de esos elemen­
tos (el prejuicio de lo parecido, el unisex moderno como faz de la
opresión). Ambas actitudes tienen por resultado la inmovilidad,
la perpetuación del orden de la inhibición. Ahora entramos en
una fase guerrera de reequilibrio de fuerzas entre los sexos, de
disimetría polémica, de enfrentamientos sin perspectivas de paz.
Y ese mismo desorden no avanza sin quebrantar a su vez la otra
barrera no menos fundamental de la separación de lo humano con
lo animal, lo vegetal, lo arborícola, lo acuático. Al ofrecernos
nuevamente la posibilidad de comulgar amorosamente con todas
las especies, de hacer desvariar la creación, los insectos y los hipo­
pótamos, los baobabs y el césped, el Cabo de Hornos y el Barco
Fantasma, la desaparición de los lobos, la glotonería de los osos.
En una chica, en un anciano, en un niño, siempre puedo amar,
descubrir, una cierta composición física de contornos desconoci­
dos, una geografía pasional desconocida, encontrar en un animal
unas inflexiones infantiles, unas miradas femeninas, unas ironías
farsantes, percibir en un bosque toda una gestualidad antropo-
mórfica, todo un teatro de comportamientos petrificados; yo amo
en cada sexo su interacción con los demás, su manera de compro­
meter y abarcar en él varios mundos, lunas y planetas. En otros
términos todos nuestros amores son situaciones de confusión
(aunque nos enamoráramos de un conejo, de una rata blanca o de
un loto), una pasión muere cuando ha encontrado su camino
único, cuando cesa de oscilar entre el sí y el no, cuando ha fijado
los vértigos que la deslumbraban. No hay amor que no mime
su ceguera, el temblor indeciso de los universos que lo dividen.
Bajo el nombre de heterosexualidad, sólo hemos vivido hasta
ahora una monosexia obsesionante y majadera que encerraba cual­
quier desviación en la inhibición o en la aberración. He aquí que
llega el tiempo de los equívocos, de los quidproquos libidinales,
el despertar de los erotismos menores, el encuentro del sexo hu­
mano y del sexo no humano; en el que los hombres jamás corres­
ponden a los hombres, ni las mujeres a las mujeres, ni los niños
a los niños, ni los animales a los animales, ni las flores a las
flores, sino los unos a los otros, de la manera más confusa, al
nivel de una inflexión, a través de los conjuntos sociales, de las
constelaciones móviles, de los pequeños detalles insignificantes.
La misma palabra de sexualidad presupone ya la heterodoxia, la
pluralidad de las costumbres y de las inclinaciones, el fin de los
mareajes y de las seguridades, la alteridad de los deseos. Lo otro
ya no está en mí puesto que su encuentro será precisamente lo
que me expulsará de mi lugar, me lanzará a la confusión, la decli­
nación de los mundos efímeros, el revestimiento de mil cuerpos,
de mil pieles; jamás macho y hembra, estrictamente, sino más
o menos hembracho, hembranimal, hembrocéano, pájarohombre,
núbil y núbila, angenital, hómvulo.
Este, cuando habla con una mujer, se apresura a vilipendiar la
falocracia, a abominar de la especie masculina en su totalidad,
y las opresiones de las que se ha hecho culpable. El mismo,
naturalmente, aborrece la seducción, no tiene palabras sufi­
cientemente duras para condenar tan innoble regateo, preconiza
la creación de comandos anti-ligue, etc. Si encuentra una mujer
algo tibia, se indigna, la declara sujeta todavía a los esquemas
masculinos y se propone noblemente iniciarla en los encantos
del feminismo integral; si se distancia, es que todavía no está
liberada; sin duda hubiera querido que la hiciese la corte, pobre
pequeña burguesa, etc.

Para aquél, todo es posible mientras ella está próxima; es en­


cantadora, embriagante, deslumbradora, impresionante, pero, tan
pronto como ha declinado su invitación, no es más que una
idiota con las piernas torcidas, un culo gordo con cara de mema,
además de tortillera, sin lugar a dudas.
LA INOCENCIA AMOROSA
CONTRA
LA DISCIPLINA GENITAL

Hacia el final de su vida, Gustave le Rouge escribió para las


cocineras una obrita titulada 100 Recettes pour accommoder les
restes, apología del guiso, defensa de los despojos, elogio de las
metamorfosis culinarias, blanquette, bourguignon, cassoulet, civet,
mironton, ratatouille, navarin, salmigondis, salpicón. Salvando las
distancias —y en espera de que la comparación no ofenda— el
abrazo conyugal a su vez sólo avanza a condición de abandonar
olvidados, en el anonimato, los pequeños objetos, los restos eró­
ticos que no son estrictamente necesarios para su progresión. Al
igual que el monótono ritual de una receta única, es la manera
más grosera, más obstinadamente repetitiva de gozar de los cuer­
pos; no ahonda nada, se sacia en seguida, dejando en su surco
múltiples escorias libidinales que nada despertará. Los amantes
no se aman sin descuidar todo o parte de su organización emo­
cional; el amor se convierte en indisponibilidad al amor, empo­
brecimiento de la pasión por su estrangulamiento en una vía única
y el coito, teatro constante de una lucha entre las familiaridades
colonizadoras de los órganos genitales y las reivindicaciones ince­
santes de todos los objetos pulsionales dejados de lado por esa
opción de goce. O, más bien, es la obsesión orgástica la que sus­
cita tal oposición, delimita el sexo entre lo infantil y lo adulto,
lo periférico y lo central, lo sano y lo inconveniente. Para ella la
copulación sólo debe retener, de todas las maquinarias sensitivas,
lo importante, lo significativo (lo que contribuye a un resultado
evidente), y pasar por alto lo secundario (¿para qué honrar el
talón, el occipucio o las falanges cuando el sexo convoca a los
imperiosos deberes que le son propios?). La normalidad orgástica
sólo tiene una divisa: «Muerte a la circulación, al vagabundeo, a
las correrías de las voluptuosidades; que las caricias no se pro­
longuen, no se concentren en cualquier lugar por el hecho de una
dinámica interna; que las intensidades no se extiendan como una
mancha de aceite, ostentación, alegre huida o angustiosa carencia;
que el acoplamiento no haga estallar la perspectiva única del sín­
cope que debe aparecer simultáneamente en ambos miembros de
la pareja y liberarles del mutuo deseo, del simple deseo de desear.
Puesto que todo debe contribuir al advenimiento del orgasmo
liberador, resulta subversiva, inoportuna, regresiva y bestial la
menor autonomía concedida, por ejemplo, a los erotismos prege-
nitales (a menos que, integrados a la fuerza, no contribuyan, desde
su lugar subalterno, al advenimiento del acmé, vasallo trabajando
para la gloria de su señor)». Todo eso tiende, evidentemente, a la
reducción máxima de Eros, pues la finalidad orgástica emancipa­
dora ocupa e invierte la totalidad de la copulación.
Respecto a nuestro placer, debemos sentir igual desconfianza
hacia las prohibiciones de los antiguos puritanismos hacia las
normas de los nuevos emancipadores; el sexo se aprende tanto
como se desaprende, constantemente; no vive de una forma única
y nadie posee jamás la seguridad del dominio de un saber.
En cierto modo, e independientemente de quienes sean, los
amantes no tienen nada que «hacer» juntos; pero es a partir
de ese nada que hacer cuando todo puede ocurrir, adquirir sentido
y figura. Si la deliciosa angustia del amor no es un patbos deter­
minado sino la consciencia enloquecida de un multitud de sensa­
ciones posibles que se llaman, se provocan, pero también se recha­
zan y se expulsan en un pasaje necesariamente angosto, al abra­
zar a mi pareja, jamás la abrazo bastante, siempre la abrazo de­
masiado. Un cuerpo se une a otro cuerpo para dar consistencia
a todos los extraños presentes en su casa, no sólo los que estaban
ahí en el momento de su encuentro sino a todos los que esa unión
ha hecho nacer y a todos los que ellos convocan. El hombre y la
mujer no animan unos cuerpos letárgicos, prolongan el movimien­
to, injertan una movilidad sobre la movilidad ya presente, la com­
binan diferentemente, desorganizan lo que estaba ordenado, orde­
nan un desorden creciente. Dado que siempre es inaugural, el
acoplamiento voluptuoso siempre es una aventura, un riesgo, y
puesto que no existe seguro contra ese riesgo (ni en una técnica
experimentada ni en una sensación cierta) se trata de una primera
e insípida navegación. No existen goces adquiridos ni tampoco,
por consiguiente, amor feliz o desdichado a priori.
Una piadosa convención pretende que el dúo amoroso sólo
trabaja en la libre satisfacción de sus necesidades recíprocas.
El ansia de los amantes resiste, sin embargo, esta degradación ali­
menticia del deseo (¡y no digamos triste concepción de las volup­
tuosidades gastronómicas!); en último término, nada les satis­
face o basta para calmar el salvajismo que les sumerge. La satis­
facción del deseo les parece una mediocre victoria; la desmesura
en que andan sumergidos no busca coartadas (un amor a conso­
lidar, un orgasmo a buscar, un exceso que desparramar, un poder
a confirmar), no tiene otro principio que ella misma pues es per­
fecta y coherente en sí. No existe en su configuración parte alguna
incompleta o defectuosa, nada que la lleve a ser la anticipación
torpe o la desviación de una norma ideal. Los amantes se vinculan
a la autonomía, al equilibrio propio de cada momento, de cada
mirada, de cada beso, y se niegan a considerar a nivel de acci­
dente aberrante todo lo que la opinión o la ley exilian dentro de
lo ridículo o de lo irrisorio. Si el acoplamiento quiere ser otra
cosa que una gimnasia genital no debe considerar ni un rincón ni
una rama seca sin derecho a irrigación; todo el cuerpo (incluido
el sexo) es un muñón, o sea que ninguna parte lo es más que
otra. No hay camino sin salida en una red necesariamente limitada,
pero cuyas combinaciones y posibilidades de efusiones nerviosas
son en sí mismas infinitas. El abrazo vive siempre de una diferen­
cia entre su deseo implícito y su realización real; tiende, es verdad,
a un cierto regocijo de la carne, pero también a un más allá; parte
de lo conocido para anhelar unas sonoridades hedonistas nuevas,
y plantea la presunción de un fin, aunque sólo sea para retrasar su
advenimiento. «El acto sexual» no expresa ni realiza un deseo an­
terior, es un altercado voluptuoso que se abre a los deseos más
locos, que al saciar a los amantes también les llena de hambre;
cuando los seres se separan, el deseo no les ha abandonado, son
presa por el contrario de una aprehensión desmedida del mundo
y de la luz, de una irritación fascinada por los menores resplan­
dores que se presentan en ella.

Por muy grosera que sea esta esquematización, existen dos


tipos posibles de relaciones sexuales; una relación que soluciona lo
más urgente, va derecha al objetivo, prescinde de los prelimina­
res, copulación de función, coito hogareño, limpito, reluciente,
coordinado, bien dispuesto, bien regulado, bien etiquetado, bien
desempolvado, bien desinfectado, bien medido, cronometrable, pa­
recido a un cromo, mensurable, registrable, reproducible al infi­
nito, variable conyugal del polvo con la prostituta y para la cual
ni siquiera es preciso sacarse la corbata, el pantalón o el sombrero,
coito que tiene la unicidad de un proyecto, reina sobre el impe­
rio de 3o similar, de lo semejante, de lo déja vu, de lo ya cono­
cido, coito sin aventura, sin sorpresa, casquete echado a la buena
de Dios, simple vaciamiento de las pelotas, fricción de las muco­
sas, que se podrá contar, que se podrá condensar en una fábula
que excluya cualquier extravagancia porque obedece a un orden
lógico y su consumación es fundamentalmente conminación. Des­
pués, otra manera, «ligona» y paradójicamente más atenta, des­
preocupada de toda rentabilidad, preocupada por incitar el cuerpo
del otro, de quererle en sus menores rincones, de desearle en cada
una de sus divisiones; sin pasar de nada, aturdiéndose tanto en
el lóbulo de una oreja como en la comisura de un labio; sopesan­
do y pegándose cada momento, entendiendo los deslizamientos
más tenues, auténtico erotismo de los detalles, aprehensión más
táctil que no es la marcha triunfal hada un goce final ni el apre­
suramiento progresivo de la voluptuosidad. No ir deprisa o mejor
apoderarse rápidamente de algo sobre lo que demorarse, aplicarse
a hacer durar cada minuto de tal manera que la variedad de las
posiciones y los cambios de ritmo sean intensamente perábidos
en su carácter de ruptura. No querer que suceda nada que se
pueda contar pues este placer de tactilidad, este ligerísimo ddirio
de los sentidos no pertenece al drden de lo narrativo; lo que
sucede al cuerpo no sucede a la historia, no es del orden del relato.
Saber rumiar su placer sin correr hacia la muerte final, el abrazo
instantáneo. Relativizar esa misma «muerte», convertirla en un
mero punto en la trayectoria infinita de los abrazos. Y cultivar
siempre la desviación, la variación en la que la relación sexual se
complica, se espesa y adquiere un relieve que remite el coito «na­
tural» (el coito dominante) a su naturaleza de una posibilidad
entre otras.

Mientras se abrazan, los amantes resucitan todos los perso­


najes, todos los órdenes, todos los géneros que sobreviven en sus­
penso en ellos; van del cuerpo presente a los cuerpos posibles, del
cuerpo futuro, pero también al cuerpo lineal, del cuerpo «huma­
no» pasado al cuerpo voluminoso, animal, vegetal, terrestre. El
cuerpo amoroso es tabla de multiplicación. Es un solo e inmenso
cuerpo en estado de deslizamiento de lapsus, un cuerpo de con­
densación, un «singular plural»; en ese cuerpo existen otros cuer­
pos, pero abiertos, en espiral, otros organismos, otros sistemas
nerviosos en sobreimpresión; mil cuerpos en uno, como en las
palabras con múltiples significados, mÜ epidermis, universos de
células diferentes que jamás aparecen realmente, pero que son ro­
zados, reconocidos, tiemblan bajo la piel, se dejan oír a través de
choques, de conglomerados furtivos de otras superficies cutáneas.
Existe una utopía de la unión amorosa que nos permite pensar un
sacrilegio, que cada uno de nosotros —hombre, mujer, niño— es
un conjunto abierto de pluralidades corporales, animales, vegeta­
les, acuáticas, gustativas, vocales, minerales, una infinidad de per­
files que la excitación voluptuosa saca a la luz y despliega exac­
tamente igual a como el calor del sol suscita la floración de las
plantas. Los amantes pueblan de aventuras sus carnes más iner­
tes y más instrumentales, confieren a cada caricia, a cada rojez,
a cada temblor o emisión de saliva la grandeza de un aconteci­
miento; en este amor, no existen repeticiones aunque el mismo
gesto sea repetido cien veces, sólo revoluciones, erupciones, per­
mutaciones minúsculas, portadoras de situaciones inéditas. La
unión es enciclopédica por sus fines, picaresca en sus trayectos,
meticulosa en sus ocupaciones. Amar es, en tal caso, honrar el
cuerpo pacientemente, no como un todo enumerable, sino como
un patchwork de piel, de músculos, de linfa, de sangre, com­
puesto de pequeños finales, impegables, irreconciliables, trozos
rotos que recorre, de la manera más aleatoria, el flujo de las
intensidades.

Comunidad sexual: ¿tiene algún sentido? ¿Qué pondremos en


común, los órganos genitales propiamente dichos, o algo más;
incluiremos los muslos, el ano, la boca, las orejas, los gustos, con­
servaré para mi exclusivo uso personal la uña de mi pulgar dere­
chos, mi mandíbula inferior, mis gorgoteos gástricos? ¿No sería
conveniente que se produjera primero «comunidad» de mil cosas
más antes de hacer entrar ahí lo que se denomina la sexualidad?
¿Acaso la cama redonda no es las más de las veces un comunismo
genital, una asociación de individuos que comparten entre sí los
placeres del centro y únicamente esos? La comunidad sexual se
caracteriza por el hecho de que no se puede estar a favor ni en
contra de ella (como la pareja); si se produce, sólo es por casua­
lidad, por el más hermoso de los azares; nadie puede jamás de­
cretarla institucionalizada, preséntese bajo la forma vodevilesca
del triángulo, socialista de la comuna libre, fourierista del falans-
terio pasional. No existe apropiación colectiva de los medios de co­
pulación salvo para satisfacer el antiguo sueño masculino de la
comunidad de las mujeres; comunidad en la que se sobreentiende
que todo está jugado de antemano, que basta con acoplarse para
realizar la armonía, que todos los sexos son intercambiables, fan­
tasma siniestro de la puesta en un harén de la humanidad entera.
En suma, nos salvaremos tan poco a través de la pareja como a
través de la comunidad pues no existe forma privilegiada para las
singularidades, no hay jaula, ni siquiera dorada, para la impre­
visible irrupción de las diferencias (¿y cómo no ver que el grupis-
mo sexual engendra por sí solo, a su nivel, nuevos celos, nuevas
exclusiones, que puede convertirse en tan normativo como la triste
conyugalidad?). Antes que militar en favor de la orgía, del re­
parto amoroso, sería preferible combatir las falsas liberaciones
que sólo liberan unas aptitudes de órganos, y unos buenos pare­
cidos; a fin de que las asambleas galantes (en las que se da por
el culo, en las que se jode, en las que se practica la fellatio con
amigas o se practica la rueda) sólo ponen en común unas dife­
rencias, mil pequeñas desviaciones irreductibles. Pues el placer
jamás es seguro ni para treinta ni para dos.

No hay materia que no sea a priori elemento de deseo para


los amantes, falanges de los dedos, pieles satinadas, articulaciones,
aletas de la nariz, transpiración de las axilas, gotas de orina, hume­
dad de las palmas, rizo de cabellos, iris del ojo, no hay nada de
lo que el ansia no pueda apropiarse, no pueda apoderarse para
convertirlo en un instrumento de su conquista. El cuerpo no se
divide en órganos de placer y en órganos neutros, todo es de entra­
da motivo de exitación y a este respecto el sexo no posee
ninguna primacía. Una unión se construye a partir de unas mate­
rialidades ínfimas de unos detalles libidinosos en lo que lo genital
en sí sólo juega un papel de parte junto a otras, en función de
su disposición, según el principio de una física que la economía del
deseo recompone. Y, si se quiere, los elementos propiamente se­
xuales del cuerpo son unos inductores de erotismo más que unos
lugares privilegiados, inician la tumescencia general de la epider­
mis, de la carne, no la dirigen. Amar en el más total abandono,
es experimentar repentinamente tu absoluta extrañeza; yo te
deseo pues tu cuerpo me asombra, sus aspectos más usuales se
me antojan unos meteoros lejanos cuya configuración me trans­
torna. Te deseo pues no tenemos nada en común.

La belleza del acto amoroso se mide en todo el fasto perverso


que lo rodea, en el estado de incandescencia a que se ven trans­
portados los cuerpos por el trabajo de la transmutación. El espa­
do del comercio amoroso es un espado en el que las direcciones
no son en absoluto equivalentes, en el que cada sensadón despier­
ta todo un espectro de sensadones armónicas, en el que algunas
placas giratorias, algunas zonas enigmáticas dibujan bruscos cam­
bios de itinerarios, convocan a unos retornos incansables que jamás
hacen regresar las mismas cosas; un espacio atestado de lugares
diversos que deforman los recorridos, hacen imposible el trayec­
to lineal; y suponen también toda una serie de relaciones secretas
entre sus diferentes puntos, referencia sutil de los senos ai vientre,
de los brazos a las caderas, del talón al muslo, de la nuca al pecho,
red de venas invisibles que hacen que las proximidades vividas no
sean en absoluto reductibles a las de la anatomía o de la fisiología.
Los amantes exploran metódicamente las densidades, las orienta­
ciones, los sistemas de fuerza de los diferentes ámbitos de su
carne, sondean las redecillas nerviosas que tejen sobre su piel
otros tantos meridianos, elaboran pacientemente el laberinto de
su propio circuito erótico. Su cuerpo se transforma en mapa geo­
gráfico surcado de innumerables líneas, puntos, trazos rotos y es­
bozados que se cortan, se recortan, se superponen, pero jamás cul­
minan o se reabsorben en un haz que, de reunirlos en un todo,
los borraría simultáneamente. La cartografía amorosa no encu­
bre ningún país real, es en sí misma el territorio que circunscri­
be, no recurda los trayectos que dibuja, los senderos que traza,
los olvida inmediatamente después de haberlos recorrido. Es un
catálogo de espacios heterogéneos en el cual, según los caprichos
del instante, se aislarán un cierto número de nudos, de puntos,
de agrupaciones diferenciadas en el buen entendido de que ningu­
na posición es más natural que otra, es decir, que ninguna es
menos arbitraria.

Los amantes no tienen nada que darse, nada que ofrecerse,


el erotismo de uno no es complementario o contradictorio con el
del otro, es un azar que festejan y reinician cada vez (si el acto
sexual fuera un hecho natural, sólo habría una manera de llevar­
lo a término). ¿Qué intercambian los seres? Un tremendo impu­
dor, en el abispio en que se hunden, desaparece cualquier persona,
todos los nombres todavía propios. Es preciso despojarse de toda
propiedad, de todo deseo de poder, para adelantar en esta pere­
grinación; querer, poder, saber, proyectos que siguen refiriéndose
a uno mismo. La unión no es diálogo, en ella no se entrega nin­
gún mensaje, nada se dice en ella de manera unívoca. Los aman­
tes se conceden todas las posibilidades dé existir; no se conocen,
no quieren preguntarse, se miran y se palpan; unen sus termina­
ciones nerviosas y se respiran, trastornados por la fuerza desco­
nocida que cada uno significa para el otro; se sorben, se lamen
en todos los sentidos, en todas las direcciones; mantienen una
tensión, anudan unos hilos, esculpen unas causas y unos efectos,
miman unos suspenses que no se apresuran a resolver, la emoción
les estrangula, juntos pierden pie en una vacilación que les hechi­
za. No hay nada en este afectuoso respecto de la distancia que se
asemeje a la vivisección policíaca que es, por ejemplo, di apisona­
miento de la verga en la vagina, la voluntad hercúlea y machista
de «vaciar» a la mujer de todos sus orgasmos, de hacerle vomitar
sus potencialidades sensuales. Los amantes no son dueños de su
cuerpo, sino más bien catalizadores de enegría (¿los placeres han
respondido a su llamamiento o se han servido de ellos como medio
de llegar a la existencia?), aprendices de brujos trastornados por
una fuerza que desvía sus intenciones primitivas, demiurgos supe­
rados por su propia creación. La intensidad de su conjunción la
miden por lo que captan de ella, por la tensión que se insinúa
entre ellos, por la fiebre que les invade. ¿Cómo podrían seguir
intercambiando algo puesto que ya no son sujetos de su voluptuo­
sidad sino sujetados a unos placeres que siempre desbordan el
prudente marco de la satisfacción? Dos seres se han amado, ¿qué
han hecho a los ojos de la eficacia sexológica, tecnicista, psiquiá­
trica, médica? ¿Cuál es su balance, su rendimiento, su tempera­
tura, su velocidad, cuántos orgasmos han tenido, por qué medios,
de qué manera, de qué intensidad? ¿La Señora los tuvo dobles,
triples, múltiples? ¿El Señor ha descubierto nuevos métodos de
estimulación buco-genital, ombílico-labial, genuflexo-cerebral, se
retuvo suficientemente? ¿Cuál es la ejemplaridad de este acopla­
miento?
No existe. Admitamos incluso que los seres en cuestión no han
gozado, en el sentido clásico de la palabra (no han evacuado su
deseo). Han ahondado algo más la distancia que les separa, se han
aliado como dos partes heterogéneas que jamás se fusionan, han
intimado el anonimato más frío de su cuerpo, se han hecho, a
través de una excitación y un frenesí crecientes, algo más extraños
el uno al otro; se han tomado sin intención precisa; su unión se ha
cimentado y se ha profundizado por una serie de rupturas, han
formado una tapicería que no ha cesado de tejerse y de destejerse.
No ha existido entre ellos «relación sexual» (en el sentido de una
ecuación algebraica), han conocido la mayor proximidad a partir
de la mayor inconstancia, su solidaridad ha sido una ley de ale­
jamiento, se han planteado preguntas que sabían sin respuesta,
sólo han sido unos visitantes el uno para el otro. No han curado
ese divorcio original, esa fisión minúscula que difiere toda fusión,
no la han curado, sigue ahí, entre los dos, como bolo doloroso
en un plexo, doloroso y maravilloso porque al hacerles diferen­
tes en la similitud les hace también deseables. La unión carnal es
una experiencia que no está destinada a ser juzgada en términos
de éxito o de fracaso, constituye un acto cuyo final es desconocido.
Nada puede asegurar a los amantes contra el carácter siempre ex­
perimental del amor; ni el saber, ni la experiencia, ni los consejos
impedirán que se comporten como unos fenómenos desprovistos
de intención, que obedecen a unas fuerzas que también carecen de
objetivo y de fin y cuyas combinaciones y resultados jamás están
previstos de antemano.

No hay narcisismo avaro en el coito, no existe un mínimo vo­


luptuoso concedido a los dos miembros de la pareja sino un nar­
cisismo ávido en el que se intenta ser más de uno, más de una,
más de dos, en el que ya no se es bi-, homo-, y tampoco heterose­
xual, porque la dinámica de Eros arrastra a los seres a la región
en la que la preocupación por la satisfacción ha quedado olvidada
en favor de una sofocación, de una admiración que marea y disgre-
gozar no es morir sino abrirse a todos los goces posibles, no es
buscar la paz de los valles a través de la ascensión a las cumbres,
no es correr tras el reposo mediante una violencia provisional, sino
permanecer bajo el azote de fuertes urgencias, querer la exaspera­
ción de la rabia, acariciar la insoportable tensión que te quema;
gozar no es morir sino abrirse a todos los goces posibles, no es
satisfacerse sino excitarse hasta el ardor, hasta la división de todos
los miembros. El acto sexual es un ejemplo privilegiado de estruc­
tura abierta porque ha convertido su propio desarrollo en la mate­
ria de su sujeto. El círculo dibujado por el dúo amoroso no puede
cerrarse pues no es espejo. Dos cuerpos juntos, abiertos el uno
al otro como los dos labios del sexo de la mujer, no se cierran; al
final del acoplamiento, queda siempre en suspenso una turbación
decisiva que no recibe la respuesta que pretendía engendrar y no
hace más que perpetuarse incesantemente. Al igual que el agua, la
unión carnal carece de forma definida. No hay que intentar cap­
tarla, fijarla, normalizarla en un ritual único, se trata de un intento
inútil pues huirá, adoptará otras formas, de acuerdo con otras
figuras que tampoco serán definitivas. El erotismo no va unido
únicamente al mantenimiento o al despertar de la excitación, exige
su expansión, exige su exceso. A medida que se prolonga la con­
junción amorosa, el gusto mutuo de los seres no cesa de ascender
hasta un grado de fiebre en el que el orgasmo les parece un.movi­
miento demasiado estereotipado que no consume ni explica la
suma renovada de los arrebatos que les invaden. La excelencia de
una relación amorosa debiera tener por objetivo apresurar la res­
tauración de fuerzas y acelerar el deseo del siguiente coito: la carne
llama a la carne, llama a la lubricidad, la soberanía de la lujuria y
no la caída de las tensiones, la ambigua tranquilidad. La saciedad
quizá no sea otra cosa que una astucia de la excitación.

Cada vez que cambian una posición por otra, los amantes
rompen el hilo narrativo de sus uniones. Pero este hilo se rompe
también en el seno de una figura determinada, de una manera
subterránea y discreta en la que el ojo y sus poderes ya no están
implicados. El coito avanzará por derrames sucesivos, peque­
ñas continuidades, pero entre esas continuidades el hombre y la
mujer (o el hombre y el hombre, la mujer y la mujer) darán saltos
enormes, procederán por bloques yuxtapuestos; la misma unión
sólo vivirá de desgarramientos irreconciliables, sólo funcionará
chirriando, descomponiéndose, estallando en pequeñas sensaciones
autónomas, éxtasis periféricos; será no tanto una obra a construir
como una práctica continua de la deriva, un acto agujereado por
pequeñas fracturas perpetuas, un encadenamiento de discontinui­
dades que, sin embargo, permanece legible (pero ¿para qué lectu­
ra?). Liberado de toda preocupación por batir marcas, el enlace se
convierte en una narración rota por múltiples entradas y salidas.
El fragmento mima el final, el paro, la reiniciación; mima la impo­
tencia a fin de aumentar la potencia hasta el punto de que el aco­
plamiento se convierte en una serie ininterrumpida de interrup­
ciones en la que cada cosa no se desarrolla en su tiempo, en la que
no hay lugar designado de antemano a las voluptuosidades, en la
que todo escapa a la alternativa —acto largo, acto breve— porque
la duración se rompe, se tacha, resiste la tentación de la última
palabra, resucita la ilusión del primer instante; el acto sexual
no progresa (no tiene destino, carece de objetivo, ningún edén lo
espera), no hace más que recomenzar y continuar bajo una multi­
tud de formas; cada uno de sus movimientos tiene la frescura de
un comienzo, el placer zozobrante de una novedad. La marcha
se produce a tientas, incierta, no lineal; los amantes son unos
viajeros que han emprendido la misma ruta, pero que, a medida
que avnzan, no recuperan el mismo paisaje, los mismos olores,
la misma pareja. Se obstinan en hacer tropezar la historia de su
unión de tal manera que la continuidad del movimiento seguido
se asemeja a la inmovilidad; la de los muertos y las leyendas.
La invención exige que se asuma el riesgo de ese paso fragmentado
sin orden preestablecido, aventurado, de esa centelleante red en la
que todo está en los espacios, las relaciones y las polivalencias.

En toda conjunción amorosa hay un destino propiamente ge­


nital, unas congestiones de órganos a aliviar, unas afluencias de
sangre que exigen reparación inmediata; pero este deterninismo
erótico no resume toda la unión; es más bien su pretexto, de
igual manera que el tema de un relato es motivo de cambio de
estilo; a la vez perspectiva unificadora de los gestos y de los besos
y referencia ficticia que permitirá las derivas más lejanas. No se
hace el amor para apagar la sed, se aprovecha ese deseo para
vivir el propio cuerpo y el cuerpo del otro en todos sus volú­
menes (pero nada más simpático, al mismo tiempo, que un acto
sexual de urgencia, acoplamiento efímero, liberación de viejo se­
men, de antigua leche, pequeños coitos moderados que alivian
y estimulan el apetito).
El mismo concepto de lo genital no está claro; tal vez no sea
más que una construcción artificial elaborada hace poco (¿si­
glo xvm, siglo xrs?), el aislamiento de unos órganos que ante­
riormente no habían sido separados del resto del cuerpo. Lo ge­
nital cuadricula, confiere a cada órgano su lugar, a cada sexo sus
atribuciones, a cada placer su campo de acción, delimita los ámbi­
tos, evita las implantaciones colectivas, las confusiones de órganos,
las coagulaciones imprevistas, en suma, convierte al cuerpo en un
espacio analítico, infinitamente divisible, un filtro con múltiples
rejillas. Lo que lo genital disciplina fundamentalmente es el
cuerpo femenino (¿dónde comienza, dónde acaba el sexo de la
mujer, en los senos, en la vagina, en las nalgas, en las caderas?
La respuesta es imposible, tal vez no exista sexualidad femenina),
lo que debe controlar son todas las síntesis fluctuantes, variables
del amor, los conglomerados repentinos, la dispersión sensitiva,
las voluptuosidades marginales, homogeneizadas bajo un mismc
comportamiento.
Y, por consiguiente, nada de relación sexual donde unas va­
cuolas no estén ordenadas, donde no atraviesen unos cortes extra-
genitales por los cuales la libido se precipite para asumir de mil
maneras lo no genital (lo no-viril), es decir, la otra sexualidad
determinada bajo las especies empíricas de gozar más o bejor; índi­
ce de lo que tiene de no masculino el sexo, índice de lo que esca­
pa a la especie en la sexualidad.

Siempre hay excesiva humanidad en el acoplamiento, dema­


siados gestos civilizados, disciplinados, intencionales, regulados,
corbatas de pajarita, pliegues de pantalones, demasiadas caricias
bien rasuradas, alientos purificados, órganos pulimentados, nalgas
esmaltadas, cojones planchados, pelos peinados, goces programa­
dos, poca animalidad o gracia vegetal, fulguración solar, pesa­
dez mineral, impasibilidad cósmica. Bestialidad, innoble y santu­
rrona calificación para designar las cosas del amor, doble igno­
rancia, no sólo de la vida sexual de los animales (la más codi­
ficada que existe) sino también de la exquisita urbanidad del
cuerpo erótico (cuando sólo es eso). Si hay que «liberar» el amor,
será de la humanidad de los amantes, de su personalidad de seres
humanos responsables y conscientes, de su propio respeto, de
su deseo de armonía; que la unión acelere los abandonos, pase de
los abrazos infantiles a la obscenidad, quebrante no tanto unos
tabúes sociales como unas normativas estéticas (la gracia, nuestra
última religión), pase de un estado a otro, no se demore en nin­
guno, sea una aprehensión gigantesca del mundo y del cuerpo.
Ni bestiales, ni pornógrafos, ni delicados, ni obscenos, ni senti­
mentales, ni eróticos, ni epicúreos, todo ello a la vez, por consi­
guiente, un poco de cada y más allá de todos. Humanistas no,
sino humores de ano. De todas las maneras impúdicas, no por
provocación pueril sino por voluntad salvaje de estar sorprendido,
de sofocar.

Siempre quedan restos en una unión, unas contigüidades in­


compatibles, unos puzzles no reeonstituibles que el amor ciñe vio­
lentamente. Lo totalidad de la relación sexual sólo es entonces
una parte al lado de todas las pequeñas partes que la han com­
puesto y el propio deseo se convierte en esa línea transversal que
aproxima, «réentoile» (Proust), los residuos de todos los instan­
tes voluptuosos. En dicho sentido nadie puede decir: Yo he hecho
el amor pues el amor jamás está hecho, no se concluye en su ejer­
cicio, siempre es lo que queda por hacer y por rehacer, introduce
un goce específico de lo fragmentario que abóle la jerarquía de los
instantes, convierte a cada uno de ellos en un edificio precioso, un
palacio de saturación sensorial en el que el único horizonte se con­
vierte en la procesión infinita de las emociones, el ballet atrayente
de las caricias y de los besos. Para esta unión que nada satisface
ni desaltera, no hay preludios ni conclusiones, ni hay un momento
en el que los amantes se sueltan porque tampoco ha habido un
momento en el que se hayan cogido; el comienzo y el final son
una ficción con la que se juega. Respecto a los órganos del placer,
limitarse a pensar en ellos, moverlos silenciosamente, ya es volup­
tuosidad. El orgasmo es tan turbador como el primer beso porque
el primer beso ya era tan trastornador como un orgasmo.

Hasta el siglo x v iii , la Iglesia prohibía hacer el amor de noche


(por temor a que los niños salidos de dicha unión fueran ciegos).
Dentro de la misma vena metafórica cabe imaginar otras prescrip­
ciones del mismo tipo; prohibición de hacer el amor en el agua
(por miedo a que los niños nazcan cubiertos de escamas o llenos
de arrugas), de copular en los aires (por miedo a parir unos
seres volátiles, fantásticos), en un cementerio (por miedo a en­
gendrar un vampiro), en Nochebuena (por miedo a que el niño
sea un nuevo Mesías y muera crucificado), el día de Pascua (por
miedo a poner un huevo), el 14 de julio (por miedo a engendrar
un militar), etc. Recomendaciones todas ellas que a su manera no
pecan de ninguna ingenuidad, de ninguna irracionalidad arcaizante
si es cierto que nuestra intimidad más profunda sigue siendo una
manera de abrirnos al exterior. Pues, al fin y al cabo, el mismo
decorado de nuestros amores no es indiferente. Suele entenderse
la unión como un microcosmos del mundo, un sistema aislado,
naturalmente cerrado, que expresa al otro y que se inscribe en él.
Es preciso romper esta relación, quebrar la clásica división del
tiempo y del espacio eróticos; si el coito se asemeja al mundo, es,
al contrario, en la medida en que se abre sobre la abertura del
mundo, siempre está a punto de producirse según la imagen de lo
viviente, de progresar en una dimensión temporal irreductible y no
recluida. El acto camal está fragmentado de cortes que no son úni­
camente sexuales: ruidos exteriores, músicas, fragmentos de pa­
labras, acontecimientos íntimos, acontecimientos sociales, fatiga,
variaciones climáticas, térmicas, realidades todas ellas que siem­
pre provocan una modificación de la libido, de sus figuras, en
nuevas conexiones. El acoplamiento es por naturaleza descen­
trado, es tanto ruptura con el exterior como invitación del mundo
a los retozos de los amantes. Por dicho motivo no hay paisaje,
lugar, hora, velocidad que sean incompatibles con la unión amo­
rosa; las tres divinidades dominantes, el sacrosanto lecho conyugal,
la desnudez obligatoria, la hermosa noche cómplice y privada ya
no pueden reinar unánimemente sobre nuestros amores. Así, por
ejemplo, el añadido de materias extrañas sobre el cuerpo (queso
cremoso, chocolate, orina, saliva, excrementos, pintura, azúcar, tie­
rra, barro, aceites, cosméticos, leche) tal vez no sea más que una
manera de desmultiplicarse, de otorgarse otras epidermis, otras
pieles, de convocar otros estados del mundo a los esponsales sen­
suales. No ya sempiterna búsqueda de la madre, del padre, del
falo, como afirma la quincallería psicoanalítica, sino una manera
de situarse de un modo distinto al punto de vista humano, de me-
tamorfosearse, de animalizarse, de arborizarse, de lactarse, de con­
vertirme en extranjero de mi cuerpo y del otro. Lamer la crema
que he derramado sobre el sexo de mi pareja, devorar el maqui­
llaje de su cara, morder hasta la sangre las carnes de sus muslfts,
el abultamiento de sus caderas, es para mí una manera inocente de
comerla, de perpetuar un canibalismo sin efectos. Y cuanto más la
absorbo, más la cubro de líquidos diferentes, más la chupo, menos
se altera; la tumescencia de nuestros órganos se convierte en pre­
texto para sentir los mil estados de la naturaleza, para revestir
varios cuerpos, varias sensaciones, varias especies.
De un grabado chino (de inspiración taoísta) me sedujo el
distanciamiento de los amantes; semidesnudos, toman el té, con­
versan; el hombre está en erección, su pene ligeramente apar­
tado del sexo de su compañera, se sonríen, su unión es tranquila,
no la tiñe ningún heroísmo. Todo eso puede adoptar la forma de
una adivinanza, ¿el abrazo amoroso no es más que un rodeo en
el ciclo de la vida o la vida no es más que un espacio rápido de
constitución entre dos uniones? La flema de los amantes chinos
confunde esta pregunta, mantienen el deseo, el ansia, al mismo
tiempo que convocan vastos fragmentos de la vida cotidiana en el
acto sexual. El otro no queda reducido a su carne, a la facticidad
de su cuerpo; el movimiento que me lleva hacia él no es un movi­
miento aislador, engloba todos los entornos y paso a paso el
mundo entero. Interrumpir la monta —o más bien ampliarla—
para tomar té, leer, reír, comer, fumar— , interrumpirla para reco­
menzarla en otro lugar, de otra manera, es romper la especie de
seración obligada que caracteriza el ejercicio sexual en nuestras
sociedades. La relativa indiferencia de los amantes (a su actua­
ción, a su imagen, a la seriedad de sus goces) es la puerta que
dejan abierta al mundo, la distancia mínima que prohíbe a su
felicidad ser un egoísmo a dos. Hasta el punto que por un movi­
miento de ida y vuelta, cuando el erotismo se hace cotidiano y la
vida cotidiana erótica, el acoplamiento señala el doble placer de la
intermitencia y de la continuidad.

También puede contemplarse la masturbación como un llama­


miento lanzado al otro por medio de las partes del cuerpo que
no son nuestras ni ajenas, sino internas y externas, ausentes y pre­
sentes, lugares de lo extraño y de lo propio. Así considerado, el
onanismo deshace la omniprivatización de lo genital; lejos de ins­
cribir en el cuerpo un cantón de propiedad privada, abre esos
campos cerrados a todos los vientos (a todos los vientres), esparce
las pertenencias, esboza una división sin límites. Mi sexo se pre­
tende totalmente ajeno, se tensa, convoca unos cuerpos ausentes,
unos contactos desconocidos, lanza puentes, teje lugares, se erige
en órgano público; satisfacerlo yo mismo, es un poco revocar la
ausencia, construir al ser que falta, mimar la penetración, la cari­
cia, los placeres ardientes que de ella resultan, ocupar mi propio
cuerpo, poblar su soledad por el procedimiento de convertir en
dos mis partes menos íntimas. Pero no es así, dice el sexólogo,
autosatisfacerse es enumerar las posibilidades eróticas de su cuer­
po, establecer su propio capital de goce, construirse a sí mismo
como valor de cambio voluptuoso, es el nuevo «Conócete a ti
mismo» de la ciencia erótica, el necesario estudio de mercado
previo a toda inversión, hay que saber lo que, en la unión sexual,
puedo esperar del otro y lo que puede esperar de mí. La mastur­
bación precede a la comparación que no es en sí misma más que
un pesaje, una estimación. Yo valgo tanto, se dice cada miembro
de la pareja, ¿será capaz (él/ella) de apreciarme en mi justo
valor? Es decir, entre la organización industrial y el regateo eró­
tico hay más que una vaga analogía; existe una auténtica iden­
tidad de estructura.
Es lástima que la pretendida «madurez sexual» (lo que los
especialistas denominan «la capacidad orgástica total para el hom­
bre y para la mujer») sólo sea concebida de manera unilateral
como el rechazo o al menos al extrañamiento vigilado de las se­
xualidades anteriores (infantil, fetal, adolescente, pero también
vegetal, cósmica, animal). Más triste todavía, que todo progreso
erótico sólo sea concebido de manera jerárquica, elevándose sobre
el silencio y el amordazamiento de los otros niveles. ¿Por qué no
desear una sexualidad sin exclusiones que sea la suma de todos los
erotismos y no ya la elección de uno solo en detrimento de todos
los demás? ¿Quién recupera los misterios y las alegrías de la
infancia a partir de las adquisiciones de la edad adulta? ¿Quién
empalma entre sí lo fluido y lo sólido, lo excremencial y no geni­
tal, lo lácteo y lo salado, mezcla las materias más exquisitas y
más repugnantes, juega tanto con el sistema piloso como con la
afloración de las mucosas, transporta los olores sexuales lejos de
su lugar de nacimiento, elige unos centros ficticios para concen­
trar en ellos elevadas dosis de sensibilidad, desplaza incesantemen­
te las zonas erógenas, habla con los órganos genitales, copula con
la boca, toca con los ojos, ve con las manos, confunde en un ino­
cente polimorfismo todos los gestos de la perversión clásica en su
compulsión repetitiva; en suma, ¿quién convoca todas las incompa­
tibilidades para hacerlas coexistir y goza hasta perder los estribos
de esta imposibe coexistencia? Porque, en tal caso, la copulación
es el espacio en el que todo límite se halla pulverizado, en el
que el campo de lo deseable se dilata infinitamente pues ya nada
basta a la rabia voluptuosa; en el que dos estados habitualmente
antitéticos se mezclan sin destruirse; en el que el terror se con­
vierte en beatitud, la repugnancia en apetito; en el que lo que
hace vomitar electriza; en el que el amor se convierte en voracidad
desmedida que metamorfosea cada objeto en delicia, fuerza afro­
disíaca de indiferencia que ya no conoce contrarios sino que
lleva consigo, por todas partes donde se sitúa, un deseo igual, y
desea todo en un hambre ilimitada. Tal vez la idea excesiva del
amor designe la profunda tendencia del acto sexual a atraer a su
esfera la integralidad de los objetos parciales y de los cuerpos
existentes como si el abrazo voluptuoso sólo pudiera mantenerse
y justificarse a sus propios ojos mediante esa utopía totalitaria.
Y en este desencadenamiento en el que los puntos de referencia
orgánicos y anatómicos se ocultan, en el que la cabeza ya no es la
cumbre del cuerpo ni el sexo su centro (porque este cuerpo care­
ce de dirección, ya no está jerarquizado a partir de su posición ver­
tical), los amantes sólo se deshacen y se alivian de una tensión
para recaer bajo el delicioso yugo de otra, y unen en todos los
sentidos el ocaso de su deseo con su orto; si no cesan de «des­
cargar», es porque, en otros términos, tampoco cesan de desear.
El cuerpo apaciguado es el cuerpo revelado, retornado a sí
mismo tras la rabia extenuante de la excitación, el cuerpo que ha
vuelto al cuerpo anterior al coito después de una larga marcha en
la que anduvieron en su busca recíproca, a veces muy próximos,
casi siempre muy alejados. Es conocida la tradicional solidaridad
entre el relato, la empresa libertina y el acto sexual, calcados los
tres sobre el esquema contractual de la ascensión y la caída. Pero,
tan pronto como el acto carnal integra y juega simultáneamente
todas las artes de amar, se le libera de cualquier prejuicio narra­
tivo, se le enuncia diferentemente por las cumbres de lo amado,
goce razonable del adulto, se transfigura la manera como lo vemos
y lo contamos; él mismo se transfigura. En esa unión los aman­
tes introducen unos vacíos narrativos, de la misma manera que
se dice unos vacíos de memoria, en los que olvidan que hacen el
amor, olvidan sus responsabilidades eróticas, su voluntad de
triunfo sensual y se entregan por entero a la alegría de estar
juntos. Escapadas, derivas minúsculas que forman como otros
tantos episodios totalmente significativos en sí mismos y cuya
variación permita a los cuerpos unirse y desunirse perpetuamente,
permanecer a la vez muy absorbidos por su tarea, por consiguiente,
muy distanciados uno del otro. Al impedir el desarrollo natural del
coito (su trayectoria hacia el éxtasis), los amantes impiden tam­
bién su inmovilización en una ganga única. Al emprender de ese
modo una relación que no afirma ninguna voluntad de clausura,
una relación en la que nada acaba bien, en la que gran parte se rea­
liza, o siempre se puede añadir algo, en la que se aplaza toda fide­
lidad fotográfica a las funciones de los órganos de manera que el
lugar amoroso se convierte en el campo disperso de una multitud
de proyectos abortados, de deseos residuales; sin objetivo, sin pre­
siones (sin contratos) de satisfación, sin objeto a priori inade­
cuado porque se puede plantear sobre cualquier pedazo de la
banda, piel, ojo, cabello, orificio; tampoco hay para él objeto de
voluptuosidad privilegiada de no ser por rutina o por abuso de
autoridad.

Entonces los amantes pueden decir «nosotros» sin que de esta


palabra surja ningún tipo de comunidad sexual; nosotros como
reunión aleatoria de dos cuerpos, afirmación del azar que se puede
escandir entre cada intervalo, conversación de los dedos sobre la
piel, de la piel sobre los ojos, diálogos de sordos que dependie­
ran mucho de su sordera; «nosotros», no la paz de la intersubje-
tividad ni la siniestra conciliación humanitaria, «nosotros» inter­
cambio de intensidades inintercambiables, fraternidad de malen­
tendidos, encuentro en la fiebre, los alientos y los gritos de dos o
varias superficies no proporcionadas. Cuando el acto amoroso se
despoja de todo deseo de poder o de carrera, es una relación que
soporta sin vergüenza la disparidad de los sexos, mezcla todas
las disimetrías, todos los ilogismos, confusión y cohabitación de
goces que trabajan codo a codo. Amar al otro es preservar su
extrañeza, reconocer que existe a mi lado, lejos de mí, no conmigo.
El sexo opuesto no es el hombre para la mujer o la mujer para
el hombre, es tanto ese chico como esa chica, la corola de esa
flor o la cara de ese gato. En cada uno de nosotros vive una se­
xualidad que no siempre es mía; por dondequiera que me lleven
mis inclinaciones, hacia el hombre, el niño, la niña o el anciano,
experimento una diferencia, jamás una similitud. En tal caso, el
placer del abrazo es la sobrepuja, la conjunción irreconciliable
de dos orillas, placer de disonancia, cacofonía carnal, alegría pro­
funda e inconcebible de producir conjuntamente notas cada vez
más falsas, más desafinadas, más desgarradoras. Y en ese acto
heterólogo, en esa puesta en escena de un compromiso en el que
ninguna de las dos partes renuncia a su desarmonía básica, ya
nada puede situarnos, asegurarnos que estamos en descanso o en
movimiento, en la consonancia o en la pluralidad, la atracción o la
repulsión. Frente a todos los caminos que se les abren, los
amantes no tienen más que elegir, y si, en definitiva, eligen la difi­
cultad, la complicación, no es porque ambicionen hazañas sino por­
que nada de lo que les afecta puede ser dejado de lado, olvidado;
el desasimiento absoluto sólo requiere el abandono del espíritu de
abandono, sólo conoce una exigencia, no perder nada, reunir, pro­
bar todas las sensaciones posibles, por mínimas, ridiculas o «ma­
las» que sean.

La unión actúa sobre unos cuerpos dominados y conformados


a gozar de una manera determinada, varías veces «reescritos»,
construidos, productos históricos de largos siglos de opresión. La
misma desnudez jamás es inmediata; despojados de nuestras ro­
pas, seguimos todavía vestidos de todo un glacis social; no comen­
zamos por estar desnudos sino vulnerables, torpes, totalmente
erizados de defensas y de frialdades; poner al cuerpo en condi­
ción táctil es lento, pacientemente minucioso, siempre aleatorio;
no por estar desnudos los amantes han descuidado sus roles so­
ciales, pues éstos también han sido previstos para la desnudez;
tal vez sólo están desnudos cuando son epidérmicos, es decir,
totalmente superficiales, cuando su sensibilidad abandona toda
visión de conjunto para pasar a ser fisgona, entrometida, atenta a
las pequeñas naderías, capaz de estremecerse al menor estímulo. La
desundez es un largo juego solitario cuyo resultado jamás es
seguro.
En cualquier caso, yo no sé lo que es la desnudez. Si por ello
se entiende el último estado de la materia, la auténtica naturaleza
del individuo humano, confieso entonces que no existe. Yo me
siento tan desnudo vestido como desvestido; la tela, el pantalón,
la camisa son para mí tan piel como mi epidermis. ¿No sería mejor
reconocer que tenemos mil desnudeces no sólo en el tiempo (piel
de invierno, de la mañana, de después de lavarnos, de después de
dormir), sino también en el espacio; que estamos hechos de varias
pieles, piel de la vagina, del interior de la verga, piel del ano, del
codo, de la retina, del iris, del pie, de las falanges; piel del aliento,
de la sonrisa, mil películas pulsiónales a los tactos diversos, a las
caricias infinitas, a las humedades variadas? Y que en tal caso
no hay motivo para que una desnudez prevalezca en detrimento
de otras, que hay que jugar con todas, con su contraste, con su
fuerza de conexión, de encuentros inesperados; y que finalmente
las pieles se superpongan y no se anulen, siempre la superficie
bajo la superficie, otro estado del cuerpo bajo el estado presente,
un amontonamiento de máscaras y de caras y no un único cuerpo
auténtico; el mismo desnudo es tan disfraz como el traje o el uni­
forme, pero estas apariencias son hermosas, por qué simplificarlas,
conceder preferencia a una u otra; jamás tenemos suficientes
pieles, pelajes, pellizas (complicidad en la misma estupidez entre
las concepciones utilitarias del traje —vestirse para protegerse del
frío— y el militantismo de la desnudez erótica, la misma ideología
de la apariencia y de la realidad, de lo auténtico y de lo falso,
idéntica debilidad igualmente repartida entre el conservador y su
contestatario).
En los últimos siglos la unión amorosa ha podido ser una
transgresión, un deleite de los sentidos, un pecado delicioso o tam­
bién el resultado de una empresa libertina, la confesión de una
rendición; mediante la acción conjugada del psicoanálisis y de la
sexología está a punto de convertirse en una sabia indiscreción
que participa a la vez del tablero de escucha, del taller de fábrica
y del gimnasio; en suma, urna copia hedonista de la rentabilidad
industrial, un proceso a la vez tecnológico y disciplinario que, al
privatizar los goces, uniformiza los comportamientos, penaliza las
desviaciones y convierte a la sexualidad en ansiosa de sí misma.
Igual sucede con el orgasmo; hoy es el programa común de todas
las sexualidades, su banderín de engache, lo que las justifica y ab­
suelve a la vez; pederastas, sádicos, lesbianas, homófilos, arca-
dios, necrófilos, grupistas, disculpamos vuestros perversos gustos,
vuestras repugnantes manías, haced el amor de todas las maneras,
en todas las posiciones, pero sobre todo no olvidéis que al final de
cada trayecto, por diferente que sea, hay un único objetivo, el or­
gasmo, su misteriosa luz, sus lenguas de fuego; el orgasmo que lo
perdona todo, lava los pecados, borra las fealdades de la unión,
acoge en sí a los hijos del Señor en el triple cuerpo sagrado de
san Reich, san Masters, san Johnson.
El orgasmo, nueva misericordia, nueva trascendencia de la se­
xualidad contemporánea; el orgasmo, momento de histeria fijada,
eternizada, entrampada porque se le mantiene condensado e in­
movilizado en una larga mirada; pose (pausa) del placer, instan­
te patético de los ojos en blanco, verdad enfática del amor; el
orgasmo que implica la imaginación de un cuerpo acabado (acaba­
do en cuanto cabe rodearlo y reabsorberlo por entero en su
región genital), el orgasmo con su obstinación monódica; cómo
no entender que no es más que un pequeño instante de la unión,
que significaría insultar a los amantes, a su ambición, entregar­
les a la búsqueda de una sensación única en la que se supone que
se engloba toda el ansia. Si el acoplamiento no es más que la
posibilidad siempre aplazada del acoplamiento, entonces hay en él
una infinitud sensual, que, a través mismo de los límites orgáni­
cos, suprime toda libido mercantilista. Y el rechazo del has been,
de lo acabado, de lo realizado, se traduce de este modo: no se ha
producido ninguna copulación. Sólo se ha producido una copula­
ción indirecta, que finge el reposo, una sensualidad que imita la
contienda, un movimiento que simula la impasibilidad, una unión
estremecida que evita el doble escollo del coito furtivo (egoísta)
y del coito hazaña (olímpico). No convertiremos a vuestro orgas­
mo en nuestro nuevo ídolo, el Buen Pastor de nuestras lubrici­
dades. Carecemos de ideal, ni siquiera de ideal de goce. Nuestras
uniones no tienen razón de ser, no esperan de un éxtasis gran­
dioso la justificación de su realización. Mejor aún, buscamos ale­
gremente el absurdo, la torpeza, la grosería de nuestros amores.
Nos distanciaremos de vuestras voluptuosidades congeladas, armo­
nizadas, enjabonadas, como de todas las demás creencias.

Encontrarse en estado permanente de acoplamiento y no de


descarga; no asignar al trastorno de los sentidos los pocos instan­
tes de la relajación orgástica sino buscar una vacilación duradera;
no subordinar el paroxismo voluptuoso a la copulación, a fin de
que ésta no sea una rápida incursión en el mundo de las verdades
sexuales continuado el resto del tiempo por el olvido y el claro
mentís de dichas verdades; un prurito que desazona y del cual
uno se libera furtiva y científicamente a fin de quedar disponible
para otras tareas. En tal caso el orgasmo puede regresar, liberado
de todos los sentidos, incluido el de un proyecto más o menos ba-
tailleano de gasto a fondo perdido, regresar como complicación
suplementaria, coexistencia entre los miembros de la pareja de
placeres asimétricos y no comunicantes que se orientan por lados
diferentes, caminos opuestos que comienzan a girar, a arremoli­
narse como, las ruedas de una lotería que arrastra y mezcla los
premios fijos. De variaciones en variaciones, de suspense en suspen­
se, el orgasmo estalla y escapa a un tiempo, no cesa de llegar, no
cesa de esquivarse entendido como última palabra, último placer,
satisfacción final. El coito no es el orden del hecho biológico
opuesto a una permanente voluntad de excitación sino el equívoco
medio de su comunicación, el punto en el que sus límites o tam­
bién su trama común se confunden. Desprender el orgasmo de su
finalidad natural es extraerlo de su ser como si tuviera que reali­
zarse; hay que imaginar para él un tiempo discontinuo, no una
reladón sexual únicamente para «gozar» sino una relación res­
pecto a la cual intervienen además este o estos goces, beneficio
paralelo que no desvaloriza a los demás sino que se les añade, en
un torbellino incesante y sin origen puntual. Estado de sumersión
perpetuo en el que sólo se sale a la superfide para respirar, en el
que se prefiere la pérdida al retorno, en el que se come, se chupa,
se lame por todos los lados sin preocuparse de medir los mil pla­
ceres amorosos a partir de una voluptuosidad de referencia.

El cuerpo amoroso no es tanto un cuerpo sin órganos como un


cuerpo lleno de órganos, un cuerpo que sufre de un excedente de
órganos porque es un cuerpo desorganizado, una inmensa piel fría
o caliente que desplaza consigo unos afectos y unas intensidades
más o menos ardientes, una vasta célula nómada en la que hormi­
guean unas poblaciones de rojeces, de frotes, de caricias, de esti­
mulaciones, de poros abiertos, de epidermis exasperadas; película
revisitada, mordida, agarrada, desgarrada, azotada, animalizada
en la que la superficie más pequeña adquiere las dimensiones de
una dudad, sensadones liliputienses, territorio surcado de caricias
y de abrazos que no cesarán de inventar y de alterar por sí mismos
su propia gramática.
El cuerpo amoroso no cesa de descubrir en la carne del otro
unos azares que capta y convierte en orden, regla, necesidad (des­
mantelado, jadeante, tal vez es el cuerpo frontera, límite entre el
erotismo y la tortura). El cuerpo amoroso es el cuerpo de la su-
permultiplicación de los órganos porque a medida que decrece
el poder del organismo, cada pedazo de carne, cada pliegue, cada
lomo, cada abultamiento, adquiere a su vez la erectibilidad y la
sensibilidad de los órganos de placer; cada michelín, cada crispa-
ción de esfínter se convierten en un mundo en sí, una aventura
única, siempre más materia y finos cortes, no ya un centro sexua­
do, sino una federación de sexualidades, un enjambre erótico, unas
locuras convulsivas en los lugares más inesperados, más inexpug­
nables.

La variación de las posturas no es automáticamente sinónimo'


de novedad; tienden, al contrario, a concentrar el culto voluptuoso
en un lugar determinado, atribuyendo al santuario genital una im­
portancia suprema y engendrando el vínculo por un territorio espe­
cial. Son algo así como unas imágenes fijadas, unas imágenes que
retienen porque son un ejemplo de fuerzas bloqueadas, estabili­
zadas; lo erótico es ante todo un índice de fuerzas ancestrales, es­
tereotipadas, que han borrado la fuerza que las animaba en su ori­
gen. Y esa nomenclatura, como gramática básica del amor, se con­
vierte entonces en la conjugación elemental que todos los cuerpos,
tan pronto como se mezclan, conjugan. Se entiende la importancia
que la tecnología orgástica puede conceder a ese conjunto cata­
logado; por la precisión casi mecánica de los gestos y de los movi­
mientos que permite, el ángulo especial de penetración que auto­
riza, es una economía, un ahorro de sudor y de fatiga, un conduc­
to de goce más rápido. El erotismo se convierte en un arte de
gestión, gestión de la fuerza de que dispone cada individuo y que
invierte por su propia cuenta en las actividades sexuales; si ese
individuo es inepto o torpe, dispersará sus fuerzas alienándolas en
favor de simulacros, desparramándolas en una mala coordinación;
cometerá el error de agotar sus posibilidades, de irritarse por
nada y de no ser ni siquiera capaz a continuar conduciendo a su
pareja y a él mismo al orgasmo simultáneo; al contrario, si descui­
dan de entrada los erotismos pregentiales, las caricias inútiles, las
pequeñas lubricidades que desvían de la satisfacción final, el hom­
bre y la mujer recuperan toda la fuerza que hubieran debido dedi­
car a estos impulsos debilitadores, salen de la inmensa región del
sonambulismo sensorial en la que nada es seguro, decidido, tangi­
ble y, cosa más importante, extraer de ese trabajo de exclusión
el comienzo de una energía auténtica que, a partir de entonces,
podrán englutir por entero en la expansión voluptuosa.
En otras palabras, el tipo de posiciones fascina cuando ya se
carece del impulso necesario para entender la fuerza que les ani­
ma en su interior, es decir, crear otras formas. Unas técnicas exce­
sivamente claras se convierten en estereotipos y bloquean la ima­
ginación.
El culto sistemático de las posiciones sólo es posible en una
derrota de la fuerza, en el movimiento de la fuerza recaída (por
lo que no cabe duda de que la sexología es una «ciencia» de lo
pasado, de lo superado, de lo realizado, de lo constituido, de lo
clasificado, invitando a la machaconería, balizaje monótono de las
aventuras ya vividas, historiadora y crepuscular por esencia). La
pasión estructural de las formas y de las posiciones señala la dislo­
cación de un acuerdo fundamental entre los amantes; ya no sus­
citan por sí mismos, por una violencia que les desborda, las figu­
ras en las que se amarán, se acomodan a unos acuerdos prees­
tablecidos consignados en los libros, se doblegan a la experiencia
de un saber antiquísimo, ocupa su lugar un lenguaje que ellos
mismos ya no han articulado y del cual sólo serán una textura tem­
poral, en suma, esperan de una fidelidad a unas imágenes el des­
pertar de una pasión que ya no se inventa. Ahora bien, las fuerzas
que entran en juego en una unión no obedecen a un destino ni a
una mecánica sino preferentemente al azar del deseo y del enfren­
tamiento amoroso. No se manifiestan como las formas sucesivos de
una intención anterior; tampoco adquieren el aspecto de un resul­
tado, aparecen siempre en el azar singular del acontecimiento. Y la
sexualidad, como trastorno que compromete en cuanto tal el
cambio de formas, es una determinada equivocidad que no deja
reposo ni tregua a las estructuras fijas, a los códigos inmutables, a
los gestos reiterados. El deseo sexual, deseo de sublevación y de
subversión incesante, debe constantemente desarrollarse y romper­
se bajo unas formas múltiples. Entonces desaparece la pasividad
de la imitación; los cuerpos ya no necesitan una memoria que or­
dena y endereza las energías; lo6 modelos del erotismo van a ras­
tras de la historia de los amantes; éstos con su geografía íntima,
de dependencias indecisas, anulan los datos clásicos de la topología,
geodesia, planimetría, hidrografía, dispersan las copias, anulan los
antiguos trazados, rompen su supremacía. Y al reírse ahora de toda
la ciencia del Kamasutra o cualquier otro libro amoroso edifican
para ellos, pacientemente, el mapa de su Mimo-Sutra.

Bendita sea la unión, podrían cantar los amantes, que nos libe­
ra de la siniestra reciprocidad del pequeño mercantilismo de lo
recibido y de lo entregado, de la equiparación de las posibilidades
■de ganancia entre las parejas. Y benditos sean los abrazos que no
cuentan las rojeces, los júbilos que no alquilan la mitad de los es­
tremecimientos al hongo púrpura y la otra mitad al montículo
fluyente, no destilan sus cálculos de tenderos durante la colusión
de los cuerpos. Pues no cabe duda de que la innovación mayor
de la sexología es la de haber introducido (e impuesto) la polí­
tica de la oferta y la demanda en la unión voluptuosa, haber plan­
teado a priori que las bazas de una y otra parte son comparables,
las apuestas conmensurables, las finalidades idénticas, los amantes
en último término permutables (el hombre puede ser la mujer,
cualquier hombre, cualquier mujer, y esa permutación no signi­
fica en absoluto una confusión de los roles sexuales sino su total
similitud de igual manera que son similares las dos partes de un
contrato). A partir de ahí la fabricación de un cuerpo de referen­
cia (cuerpo genital) que registra los estímulos, de un modelo de
goce constantemente redefinido, constantemente modificado, de
una utilización del tiempo minuciosamente a respetar, de una ida
y venida obligada de los gestos y de las caricias, igual número de
lengüetazos, igual número de sacudidas de riñones, igual número
de tirones, con el miedo adyacente de ser estafado, perjudicado, de
no tener la parte correspondiente en el botín, miedo del fraude,
sueño de un cuerpo en forma, de un detector de mentiras, banda
de máquinas, de hilos, de aparatos electrónicos que establecerían
las medidas exactas de las sensaciones para cada miembro de la
pareja, afirmarían o revocarían la validez del contrato, máquinas
orgonóticas de Reich, laboratorios de Masters y Johnson, y final­
mente auténticos socialistas científicos de la sexualidad.

El acoplamiento según las normas es siempre la historia de


una recurrencia; hagan lo que hagan los amantes, nada entra en
sus caricias que ya no estuviera dentro, que no tuviera su modelo
antecedente. Para ellos no existe la primera vez, sólo la repetición
es la primera. Todo lo que es ha sido y será igualmente, dupli­
cación sin final, igualdad de las sensaciones, ninguna novedad tur­
badora, sólo pequeñas innovaciones que no son más que las di­
versas facetas de un mismo edificio.
Y es verdad que ninguna unión es totalmente original porqu
el número de figuras y de posturas de que son susceptibles los
cuerpos es obligatoriamente limitado, pero al mismo tiempo toda
unión es absolutamente nueva porque este pequeño número de
asideros jamás es vivido de igual manera de una vez a otra, de
una pareja a otra. El amor no cesa de tramar y de desbaratar la
finitud obligada de los cuerpos enlazados, la enumeración de los
gestos y de los órganos. La copulación es capaz de una ambigüe­
dad, de una plasticidad infinitas porque no es una entidad cerra­
da sino una relación entre innumerables relaciones, relación en­
tre unos puntos y unos objetos habitualmente abandonados. Cada
cuerpo renace en cada unión de manera diferente y la historia de
una unión es al menos tanto la historia de las maneras como se la
desvía que la de las maneras como se la perpetúa y confirma en
relación a todas las veces precedentes. Las aparentes repeticiones
de los amantes no indican únicamente una continuidad, revelan
una lenta e incesante metamorfosis. ¿Por qué todos los gestos
amorosos se refieren al mismo Dios —Eros omnipresente— sin
parecerse entre sí? Porque su único punto de convergencia está
en la remodelación siempre diferente de la divinidad que ofrece
retrospectivamente a su encuentro un orden y un sentido. Eros es
una fuerza sin forma preestablecida y capaz, por consiguiente, de
asumirlas todas; si el amor carece de «rostro», es porque reviste
uno tras otro incesantemente, ordenadamente, es porque es el
cuerpo más monstruoso imaginable, el más inacabado, el más plás­
tico, deformable y adicionable a capricho. Quererlo fijar en una
figura única, detener la proliferación de los trozos incompati­
bles que acuden, igual que partículas, a injertarse en él, decretar­
lo genital, heterosexual, andrógino, maternal, es su utopía, sueño
de claridad, de parón de la historia; mascarada de poetas y de
legisladores, cómplices por una vez, si es verdad que el deseo
de transparencia siempre engendra el terror. De esta manera todos
los anacronismos sexuales están justificados; reiniciar la unión de
su mitad, retirar el pene, comenzar los preliminares después del
orgasmo, reír durante el ascenso de la excitación, desarrollar fuera
del templo genital un foco voluptuoso —otras tantas maneras
de recorrer al revés el tiempo y el espacio de la sexología (la irre-
versibilidad de la reacción sexual para hablar como Munster y
Juan-Son)— ; la causa es posterior al efecto que, a su vez, puede
suscitar otras causas; lo que está adelante está atrás, la fuente es
confluencia al mismo tiempo que desembocadura pues la eclosión
de los goces no altera esta ida-y-venida continua sino que se con­
tenta con puntuarla. El amor es entonces la capacidad metafórica,
el espacio curvo en el que las relaciones más inesperadas y los
encuentros más paradójicos son posibles a cada instante. Las nor­
mas, más intangibles para nosotros de su existencia y de su uso
—como, por ejemplo, el punto culminante del acmé o el orden
cronológico de su llegada—- no son más que unas maneras relati­
vas, entre otras muchas, de abordar su sentido. Una copulación
no es un sentido acabado, una orientación definida a la que basta­
ría llegar para gustar la dicha suprema sino una reserva de formas
que esperan su sentido, un potencial inagotable de historias nin­
guna de las cuales es más determinante que otra. Los amantes no
se proponen un objetivo, se proponen mil, no tienen un plan pre­
establecido para amarse; sólo les guía el capricho y la inextin-
gible sed que tienen el uno del otro. Su libido (su alibi-camelo)
se desplaza según el capricho de su fantasía, paseando siempre
con ella la misma intensidad; no hay objetivo fijado con priori­
dad (repintar la habitación, cambiar las sábanas), todos sus ob­
jetivos son intercambiables, unos con otros, todos tienen idéntico
valor. En el monoteísmo tranquilizador de la revolución sexual
todas las copulaciones son una sola copulación porque todos los
goces son un solo goce de donde se deduce que un solo goce es
todos los goces. El estereotipo del coito es perfecto ab aeterno,
sólo los amantes son unos amantes imperfectos, a falta de encon­
trar el placer que buscaban o a falta de que querer uno solo,
buscan otros, parecidos o casi similares. Jamás conozco la cara de
los que amo, sólo los amo para descubrir en ellos, cada vez, un
cuerpo nuevo, unas palabras increíbles, unas sensaciones deleita­
bles, unos mundos efímeros que desgranamos y dispersamos a
todos los vientos.

Los amantes no se aman únicamente por el vientre, se en­


frentan por todos los lados en una voluntad de totalización que
nada apacigua; no se unen únicamente en el presente, suscitan en
el otro, hacen llegar a ellos todas las edades anteriores, todas las
estratificaciones que las componen. En una palabra, no renuncian
a nada, no renuncian al niño que fueron, al pequeño ser que se
complacía en la mierda y que sobrevive con su totalidad espe­
cífica, al adolescente núbil, al adulto que son, a ninguna de las
personalidades que les dividen y se reparten su historia. En el
mismo seno de su carne, nada renuncia al privilegio del placer, de
la corriente sexual bienhechora; cada parte seca para sí la cober­
tura del goce, sin dejar de desgarrar el cuerpo con sus exigencias
egoístas; en cada superficie, cada parcela de epidermis, se multi­
plican las series divergentes, las disyunciones, las infiltraciones de
energía; un estremecimiento de las aletas de la nariz cerca del sexo
abierto resucita una mucosa anal, al bestializar un fragmento de
piel, al subir un olor de las entrepiernas cerradas, al prostituir
por capricho un abandono especialmente impúdico, al homosexua-
lizar el hueco de un muslo o la curva de una nalga, cada fragmento
del cuerpo asume el papel de los órganos genitales sin sustituirse
por ellos mientras que las partes genitales en el fondo de su fun­
ción inicial asumen por sí mismas mil otros personajes, conchas,
plantas exóticas, rama de árbol, caverna, laberinto, instrumento de
viento, cornetín, pasarela, con todos sus atractivos, todas sus
funciones, hasta el punto que el cuerpo está a la vez totalmente
desgenitalizado y enteramente erotizado, sexuado por todas partes
porque ha anegado la agudeza típicamente sexual en una masa de
sensaciones afluyentes.
En el fondo, la Ley sólo pide a los amantes que no sean
niños; en otras palabras, que permanezcan plenamente genitales.
E inversamente, el cuerpo del niño es actualmente en Occidente
el último territorio inviolable y privado, el unánime santuario
prohibido; en última instancia se concede derecho de ciudadanía
a todas las «perversiones», pero caza despiadada a la sexualidad
pueril, a su ejercicio, a su deseo. Si todavía se cree en la subver­
sión, ésta sería en nuestros días no tanto la homosexualidad que
la pederastía, la seducción de los «inocentes» (de ahí el escánda­
lo que provocan los libros de Tony Duvert cuando debieran es­
timular, suscitar vocaciones, abrir los ojos). Dado que la madurez
siempre es la historia de un estrangulamiento, la adolescencia no
es el comienzo de la vida sexual sino más bien su triste canaliza­
ción; a los 14-15 años las cartas están echadas, la normalidad
orgástica completa su paciente trabajo de domesticación. La infan­
cia, doblemente «privilegiada» por nuestra sociedad (aquí, pura
de toda veleidad erótica; allí, «polimorfa perversa», asexuada a
derecha, hipersexuada a izquierda), sería, pues, el continente prohi­
bido por excelencia, la tierra prometida que nadie tendría el dere­
cho de pisar; yo puedo ser genital, yo puedo ser infantil (porque
en cualquier caso lo soy), pero sobre todo no pueril (pero ¿este
deseo de una sexualidad de la niñería, por emplear la expresión
de Antoine Compagnon, no sigue siendo un mito que reactiva la
mediocrísima utopía de la asexuación, poseer el doble sexo, modo
de no tener ninguno, hacer de ángel? Hacer de ángel, ¿os excita
esa debilidad?).
Yo te amo pues eres mi semejante, dice la teoría clásica del
amor. Los semejantes se atraen, seamos sátiros semejantes. Ama
a tu prójimo como a ti mismo; pero es preciso en primer lugar
amarse mucho a sí mismo, mimarse deliciosamente, tener la im­
presión de existir como individuo, persona -total; ahora bien,
¿cómo puedo conocer mi identidad para querer reencontrarla,
igual, en otro? Pues si ante otro me trastorno es más bien
por verificar que mis similitudes suponen diferencias y cómo
un rasgo idéntico, una mirada, varía de un individuo a otro. Tú
eres una mujer, yo soy un hombre, vamos a joder, escribe un
maleducado moderno (Guy Sitbon). ¿Por qué la relación del
hombre con la mujer sería más natural que la relación del hom­
bre con el hombre o de la mujer con la mujer? ¿Por qué no
escribir entonces: tú eres un árbol, yo soy un hombre, vamos a
joder? (o bien tú eres esponja, tú eres castor, tú eres máquina de
escribir, etc.). Y además, ¿por qué suponer que la identidad de
naturaleza supone la identidad sexual?; entre esa mujer y yo, ese
chico y ese otro, los órganos genitales no funcionan de la misma
manera, no son idénticos. El cuerpo del otro, su osamenta, sus
zonas erógenas, son a la vez lo que revela el parecido y lo que
sirve para anularlo; nosotros ni siquiera podemos conceder esa
comunidad sexual pues no existe. Somos tan poco iguales ante el
sexo como lo somos ante la muerte y es absurdo pretender conver­
tir el placer genital en el común denominador entre los hombres,
la referencia inmutable, intangible de sus relaciones. Siempre, en
todas partes, la ideología genitalista exclama: cuando el pito
funciona, todo funciona; como si el sexo, la lubricidad, el desen­
freno, no fueran unas pulsiones tan parciales como todas las
demás. El hecho de que tú seas sexuado no te convierte en mi
semejante y, por tanto, mi hermanito como dicen los profetas
bobos, lo que yo quiero poner en común contigo son nuestras
diferencias y no nuestros parecidos, que no existen, no son más
que una ilusión o el índice de nuestra común sumisión a una norma
o a un código. Así que no hay acoplamiento que no sea guerra
(incluso entre personas del mismo sexo); pero no hay guerra en
la que se desee tanto como en el acoplamiento la derrota o la vic­
toria del otro, en una palabra, la sorpresa. El grito de todos los
amantes no es: «fusionémonos, hagamos de dos seres uno solo»,
sino «asombrémonos, seamos juntos una polvareda de flujos in­
contables, dividámonos en mil personajes a partir de nuestras
dos desnudeces entrelazadas». Si el placer del ser amado forma
parte de mi placer, es porque mi placer es la pérdda y no el do­
minio, es porque yo gozo de la cofusión y no de la certidumbre.
Abrazarte es para mí una cierta manera de ser vencido, mi volup­
tuosidad es voluptuosidad de la falta de poder. Hacer el amor no
es unir mis colgajos genitales con los del otro sino enfrentar mi
singularidad pulsional con la suya; ahí existe combate y no fusión,
agresión tal vez, pero que deriva lejos de los códigos fijados de la
agresividad, relación de emulación y no de concurrencia, aventura
y no balizaje de trayectos ya vistos. Cualquiera a partir del mo­
mento en que es otro es una sexualidad diferente, no existe ero­
tismo que no sea materia de combate, táctica, match nulo; sí
que existe una antinomia entre el amor y la guerra, pero en el
sentido de que el amor tal vez induce una nueva visión de la gue­
rra, una nueva estrategia, nuevas finalidades, estrategia de la
derrota y no de la aniquilación, de la diferencia y no de la ley, as­
tucias pulsionales que impiden que las singularidades degeneren
en egoísmos, normas, decretos, inquisiciones. Lo que los galanes
comparten son pequeñas separaciones continuas, sin tregua; sólo
las distancias les acercan y sólo los acercamientos les dividen.
No cesan de descubrir la medida de su extrañeza. Seas quien
fueres, tan pronto como te conviertes en mi semejante, me aburro
contigo.

No existe unidad en el acto sexual, ni siquiera una unidad


estallada, dispersada. A partir del momento en que se entra en la
conjunción amorosa, se entra en otros tantos tiempos de intercam­
bios, tiempos que no son la búsqueda de una regla permanente,
intercambios que causan sensación y que inician cada vez una es­
pecie de aventura. Se adora el orgasmo porque deja memoria,
porque las huellas de su paso se inscriben en los cuerpos y los con­
vierten en monumentos de una actividad pasada, porque abre el
espacio.de un río arriba y de un río abajo, de un tiempo diacró-
nico acumulativo. Ahora bien, cuando ya no existe para los aman­
tes un lenguaje único de la carne, cuando ceden a la confusión y
al vagabundaje, entonces viven tantas experiencias eróticas como
caricias, besos, deslizamientos, tantas sensaciones como poros de
piel (rasposos de la lengua, lisos de los labios, sedosos de la cara
interna de los muslos, cobrizos del lomo de las nalgas, estriados
del orificio anal, inundados de la vulva), cada pigmento más o
menos pálido o coloreado, neutro u oloroso, amargo o salado, cada
playa de carne es un microcosmos, una esfera aislada que sólo la
delicadeza de la palma, de la lengua o del sexo puede despertar,
pero esos pequeños mundos aglutinados, esas tribus sensoriales
dispersas por toda la geografía del cuerpo, ya no tienen dirección
común, ya no se orientan hacia unos centros (ni siquiera unos cen­
tros múltiples); el orgasmo se convierte en un placer más entre
otros, ya no será ceñido con una corona, ya no nos prosterna­
remos ante él como ante, por ejemplo, la micción, la erección o el
roce de una mejilla con la punta de los dedos; el cuerpo amoroso
no es cristiano, ni hebreo, ni musulmán, es politeísta, cree en
todos los dioses presentes, pasados, futuros, y todo para él es
divinidad; tanto el menor eructo como el más pequeño movi­
miento son un espacio sagrado de parte a parte para el cual no
hay nada anodino, nada ridículo, nada demasiado sucio, dema­
siado orgánico, demasiado insignificante; cuerpo indiferenciado
que ya no jerarquiza sino que distingue, recorta, enmarca, celebra,
adora; playa eruptiva, amnésica que ya no disciplina ninguna exi­
gencia unitaria.

¿Qué inflama nuestros cuerpos? ¿El amor que sentimos uno


por el otro o la maestría con que nos unimos? ¿Es el efecto de un
sentimiento o de una técnica? ¿Cómo saber si es sólo el efecto lo
que guía tus dedos, el movimiento de tus caderas y de tus riño­
nes o si tú no repites conmigo un aprendizaje que pudieras prac­
ticar con cualquier otro(a)? Los amantes odian la mecánica pura
de los órganos y de las epidermis; los mecanismos temen a su vez
los turbios efectos del sentimiento, los cortocircuitos afectuosos
que rompen las relaciones de causalidad. Pero ¿no se estarán
equivocando todos ellos? ¿Acaso la unión no mezcla de manera
irreparable la inclinación y el saber-hacer (estupidez, en tal caso,
del puro movimiento amoroso sin cálculo —sólo la pasión puede
empinar mi verga, gotear mi sexo— y de la pura fornicación tec-
nócrata sin deriva, intensidad sentimental)? El amor siempre es
técnico, compromiso con un catálogo de posiciones, una memoria
de formas que repite, no es independiente de un cierto «cinismo»,
pero ese cinismo mínimo, ese encadenamiento obligado de gestos,
. de caricias, de retenciones, no es, a su vez, nunca seguro; ninguna
receta asegura la eclosión de los goces, ningún goce demuestra obli­
gatoriamente una vinculación afectuosa. Los amantes etéreos que
se acarician el pubis, con los ojos anegados en el cielo, el técnico
que hace crujir sus falanges, marcan en sus penes los orgasmos de
su pareja, tienen en común un mismo odio de la imprecisión, de
la niebla erótica, quieren unos cuerpos transidos de amor por un
lado, puramente funcionales por otro, unos cuerpos legibles según
su propio registro, pero sobre todo no unos cuerpos ambivalen­
tes o peor aún unos cuerpos imprevisibles y aleatorios.

El coito puede ser un acoplamiento pesado, esclerotizado, bus­


cando la tacañería de parcas alegrías a fuerza de trabajo y de obs­
tinación; o una amalgama aérea, ligera, viva sin aglutinación ni
pesadez. Pero jamás satisface ningún deseo de transparencia, de
rectitud, de franqueza; siempre segrega, sean como sean los aman­
tes, opacidad, espesor, unos instantes monumentales de múltiples
dimensiones. ¿Dónde está el camino para los miembros de la pare­
ja? El camino siempre está por encontrar; los cuerpos están llenos
de caminos que nunca se ha acabado de medir. Por dicho motivo
los amantes jamás se plantean problemas que no sean capaces de
resolver, ya que dichos problemas no son insolubles, porque nin­
guna solución los agota, porque tales problemas no existen, por­
que, en suma, las soluciones que acaban por darles no están con­
tenidas en ellos.
Y así es como el acoplamiento sigue siendo una violencia orga
nizada y su organización sólo consigue reduplicar su violencia, sea
la efervescencia más rigurosamente regulada, sea que permanezca
regida por un ritual preciso, los protocolos más maníacos, pero
jamás ese ceremonial se atribuye otro objetivo que una rabia redu­
plicada (si es necesario por la mayor dulzura), ni otra finalidad que
un frenesí sin límites. Unirse no debe conducir a otra cosa que a
unirse de nuevo. Y de mil otras maneras, con mil otros mundos.
Políticas de la seducción
Encima de mi casa, vive una mujer de unos 60 años que hace
el amor con su perro. Estoy seguro; comienza a gemir gozando,
al mismo tiempo que el chucho ladra de una manera extrañí­
sima. Yo estoy solo y se me pone tiesa de un modo bestial.
Y no me atrevo a proponerle hacer el amor con ellos. Le pasé
una nota y no contestó. Pero si le paso por debajo de la puerta
el diario con mi anuncio subrayado, es posible que entonces reac­
cione. Pido, pues, a la Sra. G. S. que conteste a Bernard (el
barbudo que tiene un velomotor) y que venga a casa con Floppi
a tomar café (puerta 28). Haré todo lo que quieran.

(Anuncio aparecido en Ubération.)


Don Juan ya no es hoy día un escándalo, forma parte del
vocabulario. La leyenda del libertino único y solitario se ha
convertido en la palabra habitual con que se ridiculiza la arro­
gancia de los ligones. Más censuradora que una excomunión, esa
consagración lingüística sólo retiene de Don Juan al seductor olvi­
dando la pura pasión del número que nos interpela a través de
él. El Don Juan contemporáneo es el hombre de éxito, el play­
boy que, porque gusta a las mujeres, se vanagloria de ser difícil.
El personaje del mito, al contrario, gusta a todas las mujeres
porque todas las mujeres le gustan. El número de sus conquistas
recompensa la indiferencia apasionada que caracteriza su deseo.
Su poder de seducción no es una virtud mágica, un fluido in­
comprensible, un maná. Si no conoce fracasos, es fundamental­
mente porque su propio deseo no pronuncia ningún ostracismo,
ninguna exclusividad en la multiplicidad de sus ardores, y puesto
que encarna el mismo rechazo de la discriminación, el azar elegirá
para él el objeto momentáneo sobre el cual cristalizará su amor.
«¡Todas sirven, aldeanas, criadas, burguesas, condesas, du­
quesas, marquesas, princesas y mujeres de toda clase, de toda
edad, de todo rango! En las rubias, suele apreciar su tranquila
dulzura; de las morenas, su fogosidad; ¡pero en todas ama la
mujer! ¡Para el invierno, la gordita; para el verano la flaquita!
Si la mayor es más noble, la pequeña es más graciosa. Las marro­
nas son excelentes, por el pequeño placer de conseguirlas. Pero
su placer favorito es la joven debutante. ¡Cualquier mujer, cual­
quier muchacha, la mala y la gentil, cualquier cosa que lleve
faldas! Ya sabéis lo que hace.» 1
Por el contrario los ligones eligen; por lo que lo único abun­
dante es el catálogo de sus rechazos. Resulta sin duda obligado
poseer muchas mujeres, pero el registro de las conquistas es fun­
damentalmente un palmarás; son las mujeres bonitas lo que hacen
al buen ligón. Así, pues, éste tendrá tanto más valor ante sus
propios ojos en la medida que sepa- reservar su deseo a los ob­
jetos que lo merecen y sustraerlo a los «callos» que lo desvalori­
zarían. El ligue es una avaricia. Cuanto más famoso es un play­
boy, más limita su campo libidinal. En el fondo, qué le importa
la ebriedad con tal de poseer el (buen) frasco.
Soberbiamente, Don Juan ignora lo que hoy exaltael do
juanismo, el deseo como selección o, en otros términos,la atri­
bución de un modelo a lo deseable. Leporello nos había divulgado
el secreto de esta repetición insaciable; la «lista numerosa» no
establece diferencia entre la vieja y la joven, la noble y la cam­
pesina, la hermosa y la fea, pues su amo no mira. Añadamos un
matiz, Don Juan no mira, y ese apriorismo constituye la vivacidad
de su escándalo. Puesto que el ligón mira, la vista es el instru­
mento de su rapiña y permite, mejor de lo que lo harían el tacto,
el oído, o el olfato, redoblar la sensación por la sentencia.De una
mirada, en efecto, el ligón abarca simultáneamente el código y lo
real, la criatura que entra en su campo visual y el prototipo que
encarna o caricaturiza. En otras palabras, ver siempre es ver doble,
es contemplar, en sobreimpresión, la grisalla de la calle y la sun­
tuosidad de los anuncios; es subordinar la multitud a los films,
los cuerpos descoloridos, pesados, vulgares, trabajosos, ajados y
siempre algo deficientes de la realidad a las formas perfectas que
exhiben las múltiples variedades del Espectáculo. Así, pues, la

1. Mozart-Da Ponte, Don Juan.


percepción visual sólo debe su preeminencia a que es a la vez un
aparato de registro y un medio de comparación.
Por consiguiente, el ligón, en el ejercicio de su deseo, es lo
contrario de un instintivo; éste, especialista meticuloso de lo de­
seable, examina la transeúnte, contempla su silueta, observa su
paso, diseca su cuerpo en objetos aprobados y en pedazos sus­
pendidos, calcula la sensualidad que podría demostrar, sopesa el
pro (alta, bonito pecho) y el contra (boca pequeña, demasiado
maquillada; en suma, su ojo se dispone a leer al Otro como
un texto de examen. Y para ese corrector, al igual que para los
curas, la perfección no es cosa de este mundo, la realidad sólo
ofrece una copia degradada de los modelos que transporta. Cada
rostro remite a un código del que es tina combinación especial,
pero a partir del hecho de que no es ese código, significa tam­
bién la distancia que le mantiene alejado de él, la desemejanza,
la carencia de ser que le separa de él. Un cuerpo siempre está ahí
para otro, siempre es menos de lo que sugiere. Así que la san­
ción llega con implacable prontitud; lo que salta a los ojos es la
desviación, la longitud de una nariz, unas piernas pequeñas, o una
piel granujienta... La epifanía de la Belleza es inconcebible al
margen del contexto de fealdad que la mirada severa, agria y
vigilante del ligón verifica en el mundo. Y no produce, pues, la
menor sorpresa verificar que la mirada inocentemente selectiva
culmina en la manía escolar de poner una nota al cuerpo de los
seres. Pues, se entreguen o no a tan repugnante práctica, los
ligones siempre tienen una tabla, sólo descifran todos los rostros
para medir su distancia respecto al único rostro que les apasiona,
el del código. En su mirada existe, por consiguiente, la ley, «el
estereotipo general de los modelos de Belleza» (Baudrillard), que
motiva sus muecas segregativas y ratifica la excelencia de sus op­
ciones sexuales.
Puesto que el ojo existe en el estado doméstico, puesto que
la observación es también una observancia, Don Juan altera el
orden amoroso aplicando, pero al pie de la letra, una de sus
afirmaciones básicas: el amor es ciego. De ahí, como escribe
Blanchot, «esa desfachatez admirable» que, a la exigencia de la
fidelidad, responde con la sed de la cantidad y el placer de la
enumeración. Hoy, la desfachatez solitaria de la pasión del nú­
mero ha sido sustituida por una grosería generalizada que puede
definir la inversión misma de la cantidad en calidad; la obsesión
cualitativa persigue al ligón, le abre los ojos de par en par, y
somete cada objeto deseable a una evaluación ansiosa en la que
se mezclan inextricablemente el miedo a ser engañado, el vértigo
perfeccionista, la docilidad al código, y la inquietud de la opinión.

La t ir a n ía de la m ir a d a •

«Yo amo las mujeres», frase imbécil y vanidosa de profe­


sional de la seducción que, en realidad, debe entenderse así: «me
presento, catedrático del bello sexo, doctor en eterno femenino;
y lo que yo amo es el soberano dominio que esa competencia me
asegura, las recetas infalibles que extraigo de ella para enrollar
a las más inaccesibles, la cara de los compañeros cuando levanto
una nueva, el prestigio que me otorga acumularlas.» Es evidente
que todo el mundo no razona así, y esos discursos al igual que
la práctica que implican no son mayoritarios. Sin embargo, las
mismas personas que toman sus distancias respecto a lo anterior,
escapan del ligue mediante el matrimonio, lo combaten con la
aventura, lo desprecian desde las alturas del amour fou, conservan
el mismo espíritu de vigilancia que el criticado coleccionista. El
tierno esposo sentimental que prefiere la pareja estable a los aco­
plamientos furtivos, el libertino juerguista que se interesa más
en la invención de las poses que en el inventario de los cuerpos,
el soñador romántico que, con el chal al viento y los cabellos
ensortijados, se prepara para el encuentro con la Unica, comul­
gan todos ellos con el ligón en la rabia de excluir y en el deseo
de ser incluidos, en la mirada inquisitorial y la obsesión por gustar
a la mirada del otro. Ven el mundo con los mismos ojos malvados,
y trabajan incansablemente su imagen para obligar al mundo, pese
a la competencia, a observarla.
Ahí reside la primera paradoja de la seducción; minoritaria
como mercado, es omnipresente como mirada. Las transacciones
son escasas, la obsesión universal. La calle es ese espacio extraño
y cruel en el que no cesamos de evaluarnos y en el que no se
coincide prácticamente nunca. El perpetuo examen al que cada
cual se entrega en relación al otro sólo excepcionalmente desem­
boca en el intercambio efectivo. El orden seductivo es fundamen­
talmente la increíble desproporción entre los gastos del deseo y la
energía gastada para ser deseable. En ese bazar petrificado, el
exterior, todo el mundo es comprador, todo el mundo es mer­
cancía, y nadie hace negocios. No se comenta, o apenas, y no
se habla de ello, pero ¡cuánta fiebre en esa inmovilidad, cuánta
brutalidad en el silencio de esas estimaciones oculares! Se mira
a los otros para fijar mentalmente su precio, se contempla su
mirada para verificar la propia cotización; no hay acontecimien­
tos en la escena seductiva, no hay drama aparente, sólo unos
tropismos impalpables, unos seres ávidos de imágenes, unas imá­
genes sedientas de reconocimiento, una inmensa feria fijada y
prostitutiva. Sucede a veces que los cuerpos salgan de esa parálisis,
pero es preciso un golpe de suerte o un bluff o una varita má­
gica, pues el encuentro jamás es la culminación de la mirada,
siempre es la excepción.
«¿Tienes la polla florida? ¿Es primavera? ¿Buscas un agujero
para meterla?» Esa réplica que en ocasiones fulmina al osado pre­
sumido, ataca sus pretensiones, pero no sus normas. El odio vin­
dicativo hacia el individuo ligón (su altanería, su sexismo, su
rollo, su desenvoltura tipo de «a quien nadie se la da con queso»
y que conoce la fórmula, su aspecto de cazador de premios y de
hermosos trofeos) coexiste con una conformidad escrupulosa a
sus modelos. Todo se desarrolla como si la autodisciplina del
cuerpo, la ascesis cotidiana para sujetar su imagen a las prescrip­
ciones de la moda no detestara nada tanto como el testimonio
de su propio éxito. En tal caso, tanto estorba la expresión del
deseo como la necesidad de ser deseable a fuerza de ley. Pero el
ligón rechazado se equivocaría al quejarse, al protestar por la
mala fe, al denunciar la hipocresía o la provocación. Ha existido
únicamente un malentendido. Se ha interpretado, o fingido inter­
pretar, como una invitación algo que no era más que una pregunta
que el cuerpo se planteaba a sí mismo. Se ha creído, se ha querido
creer que la voluntad de gustar suponía la de encontrar, que el
deseo de ser universalmente deseado implicaba la disponibilidad
ante cualquier deseo. Se ha sentido afectado por la solicitud de
la mujer por su propia imagen, lo que, muy lejos de realizar la
seducción, rompía su mecanismo; querer un cuerpo intercam­
biable no significa querer intercambiar el cuerpo. Al contrario,
el hecho de seducir permite evitar la aventura. La virtualidad es
preferible al contacto y lo hace facultativo. Para convencerse de
ello basta comparar los destinos antinómicos de la mujer que
triunfa en la escena de la mirada —el cuerpo maniquí— y de la
rechazada despiadadamente por la mirada, porque es poco agra­
ciada, demasiado gorda, achaparrada, vulgar —el calló—. La pri­
mera circula mucho menos en la medida en que obtiene incesan­
temente la seguridad de gustar; la segunda circula para conso­
larse de no ser intercambiable. Es fácil de conquistar porque está
excluida de la mirada; pasa de mano en mano porque no está
hecha para el placer de los ojos. La jerarquía queda a salvo, la
vista sigue siendo el sentido noble, mientras que el tacto sólo es
el vertedero al que son lanzadas las deiadas-de-lado de la contem­
plación. Descalificáción en el fondo muy conveniente de la ma.
terialidad por la imagen. Son unos cuerpos sin brillo, unos cuer­
pos vulgares o míseros, los que, a falta de poder aparentar, se
acuestan. Así, pues, la mirada no es el preludio indispensable de
la seducción, tiende, cada vez más, a convertirse en su finalidad;
las condiciones de admisibilidad al espectáculo seductivo son
hasta tal punto draconianas que las felices elegidas gozan de su
integración mientras que las rechazadas se entregan melancólica­
mente a los placeres de la carne; la carne es triste, hélas, sólo la
subasta es deseable.
Freud aportó hace tiempo una contribución tremendamente
ingeniosa al manoseado tema de la coquetería femenina. En efecto,
en Para introducir el narcisismo, sitúa en su lugar exacto (el cubo
de la basura) los sustancialismos que celebran la misteriosa gra­
cia que emana de la mujer o que previenen contra su perfidia.
Tal vez Freud fue el primero en historizar el narcisismo femenino
demostrando que las mujeres se entregaban a su belleza para com­
pensar su opresión, dirigían hacia su propio cuerpo un deseo que
se les había prohibido exteriorizar, se amaban hasta bastarse a sí
mismas como para vengarse de no ser libres en sus opciones.
Así, pues, no eran diosas ni diablesas, y su inaccesibilidad tenía
una razón muy precisa. Esa explicación tenía el inmenso mérito
de acallar las leyendas y de sustituir las ensaladas religiosas por
el lenguaje de la historia. Pero, en la actualidad, el contexto social
ha cambiado radicalmente; el capital que integra las mujeres al
trabajo no puede jugar en todos los tableros a la vez; con la
independencia económica acceden ineluctablemente a la , autono­
mía afectiva, su deseo es libre de elegir, y de recuperar sus op­
ciones. De este modo la causa del síntoma nardsista esta en vías
de extinción. Ahora bien, ¿qué ocurre? El síntoma no disminuye,
se generaliza, trasciende la oposición masculino/femenino, es
unisex. El mismo frenesí se apodera actualmente de los falóforos.
Es, incluso, la única cosa que nos ofrece inmediatamente a com­
partir con las mujeres, la obsesión seductiva, el trabajo incesante
y ansioso de nuestra imagen corporal. El Hombre era mirada, la
Mujer era objeto; ahora los dos interpretan .simultáneamente am­
bos papeles. Todos somos vigilantes y vigilados, inquisidores y
víctimas, pues todos esperamos la salvación del cuerpo. Para
explicar este fenómeno ya no basta la explicación freudiana de
que no se puede decir que nos amemos a nosotros mismos a falta
de poder derramar nuestro deseo fuera de nosotros. No, hacemos
fructificar nuestro patrimonio orgánico, invertimos locamente en
nuestro cuerpo para tener el derecho de amarnos. Es nuestra
deseabilidad lo que nos juzga; es, por consiguiente, ella la que
tenemos que mantener y perfilar incesantemente. Nuestro nard-
sismo no procede de la fascinación, sino de la vigilanda; no esta­
mos enamorados de nuestro cuerpo, estamos preocupados por su
imagen, pues nuestro valor depende 'de ella. Es predso gustar;
imperativo este que ha matado el puritanismo, pero a cambio de
ocupar su lugar, de ganar exactamente la misma posición. Qué
importan, en efecto, los diversos contenidos que la historia atri­
buye al «es predso»; es predso trabajar o maximizar los goces,
tener una florida cuenta bancaria o mil viajes que contar, triunfar
en los estudios o avanzar en la margiración... Todas esas oposi-
dones mantienen la permanencia de la Ley; el «es preciso»
que pone al individuo en falta y que le condena ai una búsqueda
eterna de la imposible plenitud. Es preciso gustar] búsqueda del
absoluto. Inquietud inextinguible (todos somos deficitarios, pro­
xeneta^ de nuestro cuerpo, somos sopesados, evaluados, prefe­
ridos, disimulados en un incesante trabajo de comparación y de
despidos. Sabemos cuáles son nuestras partes bonitas y feas, el
perfil limeño, los colores que no nos van; y sabemos también, por
nuestr^i dolorosa intimidad con nosotros mismos, que jamás sere­
mos si(ifidentemente guapos, jamás suficiente pedrería, diamante,
moneda viviente). Insinuación de la ética en el narcisismo y del
super-égo en la libido, seducir no es bueno, sino que está bien;
no es una abertura al placer, sino el placer edificante y precario
de estar dentro de la Ley.
¿Yj por qué es píreciso gustar? Porque actualmente la fealdad
es pornográfica, es la nueva obscenidad. El mayor inconveniente
es ser jfeo; exhibir las arrugas casi se ha convertido en algo tan
inconveniente como ipudiera ser anteriormente mostrar el culo. El
Espectáculo ha desvestido los cuerpos; diríase que ahora nada es
obscená, puesto qu£ todo está en escena, todo es mostrable, el
sexo de la mujer, H tumescencia dd pene y todas las formas de
penetración; ya no í quedan secretitos cochinos, sólo una osten­
tación gigantesca, un hiperrealismo de las voluptuosidades genita­
les. La única cosa cuya exhibición está prohibida es la desgracia
física. Y si el Espectáculo la oculta, no es simplemente porque
presta acto de vasallaje al código estético, sino porque emprende
una cruzada contra las anomalías. Cuando la publiddad, por ejem­
plo, desnuda sus imágenes, no se dirige únicamente a la concu-
piscenda del transeúnte, le interpela en su propia carne. En oca­
siones le invita a la compra, siempre a la comparación. ¿Dime,
tú que estás ahí, dime qúé has hecho de tu epidermis? En una
palabra, presenta la desnüdez como un paraíso prohibido a los
feos. Sólo podrás ofrecer tu cuerpo a las miradas, dice la publi­
cidad al paseante, cuando'hayas sabido sustraerlo a la fealdad con
que lo has embadurnado.! Elimina la celulitis de tus temblorosos
muslos, caímbia ese slip que te ridiculiza, procura colorear con
cremas tu pid de triste palidez, afirma a fuerza de ungüentos tus
cansados senos, si son demasiado prominentes pide a un cirujano
que te los reduzca, elimina esa barriga que te aburguesa; en­
tonces, sólo entonces, llegarás a la auténtica desnudez. Estar
desnudo es un privilegio, una aristocracia, una santidad. Nosotros
malvados, nosotros pobres pecadores, no mostramos nuestro cuer­
po cuando estamos desnudos, mostramos nuestra fealdad.
En los Misterios de la Consumación, en las Iglesias del Es­
pectáculo, la fealdad desempeña el papel del Maligno. Respon­
demos de nuestro cuerpo como anteriormente se respondía de
nuestros actos en el confesionario, salvo que ahora ya no es nece­
sario el confesor. El Pecado se exhibe a los ojos de todos. Se
encarna mediante la deformidad. Como agente de la mirada so­
cial, cada uno de nosotros es el sacerdote de esa nueva piedad;
como objetos de la mirada, todos somos culpables respecto a su
ley. Pero para que la fealdad sea el Mal, para convencernos de
nuestra responsabilidad corporal, hace falta destituir a la Natu­
raleza. Y existe algo de admirable en esa voracidad del capital,
en este imperialismo que coloniza hasta el dato congenital, en esa
violencia que roba a la Naturaleza sus privilegios menos discu­
tidos; la gracia ya no es una gracia, es un valor —en el doble
sentido moral y monetario— . No cae sobre el individuo como
un regalo del cielo, se adquiere tanto mediante el dinero como a
través de la disciplina. Una mujer entre otras mil fue escogida por
la revista Elle con la intención de demostrar que nuestro mundo
ha engendrado las hadas; todo un ejército de estheticiennes, de
peluqueras, de maquilladoras, de costureras experimentaban su
poder de metamorfosis, y nosotros, lectores, éramos invitados al
milagro; el cuerpo se hechizaba bajo nuestros ojos, la materia
profana se transmutaba en imagen sagrada, la criatura insignifi­
cante accedía a la dignidad espectacular. No cabe duda de que el
cuento de hadas es inabordable para la mayoría, pero la moraleja
de la historia explica otra cosa; insinúa que sólo una perpetua
vigilancia puede impedir que esa belleza costosamente adquirida
zozobre. El dinero no da un cuerpo hermoso, se precisa también
la continuidad y la tensión del esfuerzo. Nuestra corporeidad es
una empresa; nos corresponde a nosotros, mediante una gestión
rigurosa, efectuar unas buenas inversiones, colmar los déficits,
evitar o, al menos, aplazar la bancarrota; pues el arte de gustar
es también el arte de diferir la propia exclusión. En la inversión
contemporánea de los cuerpos se conjugan el gesto consumidor
del gasto y el gesto puritano del ahorro, la pulsión adquisitiva
y la ascesis implacable de todas las pulsiones.
Pero si la belleza es la condición del deseo y si es preciso
gustar para ser un buen objeto sexual, ¿por qué no aplaudir esa
derrota de la fatalidad, esa desnaturalización de la fealdad? Arma­
dos de autodisciplina y de sincero arrepentimiento (casi) todos
los feos pueden ser redimidos. El código estético sigue siendo
severo, pero, gran novedad, sus puertas ya no son herméticas. El
nuevo rigor formal fabrica indudablemente más cuerpos inter­
cambiables que la antigua resignación que lo dejaba todo en
manos de los caprichos de la naturaleza. Desgraciadamente, el
aumento de los stocks no tiene el efecto de animar el comercio
galante, de precipitar o multiplicar los encuentros. Por el con­
trario, no hay mejor manera de bloquear el mercado seductivo
que obsesionar a los individuos acerca de su poder de seducción.
La belleza sólo se arranca de la Naturaleza para ser «super-
eguizada», convertida ella misrna en su propio fin. Consagran
a la representación la misma energía que retiran al deseo; la libido
ya no es abiertamente reprimida, sino canalizada, proyectada por
el individuo sobre su propia imagen. Ya no son unas prohibi­
ciones exteriores las que impiden que los individuos entren en
contacto y tejan unas relaciones, es su obsesión de gustar y su
manera inmediatamente seductiva de evaluarse. Los cuerpos se
ofrecen claramente, pero al Dios Mirada, y no los unos a los
otros. No existe por un lado la seducción, y por otro la moral.
Existe una moral de la seducción, un deber de seducir, una aliena­
ción del cuerpo a su imagen que impide el mutuo acercamiento
de los cuerpos con mayor eficacia, sin duda, que 1? mejor de las
represiones.
Nuestra época es la de una doble liberación, por una parte,
hablamos de la sexualidad; charlamos, escribimos, conferencia­
mos,- filmamos, hacemos pedagogía, realizamos mesas redondas,
en fin, nos maravillamos de haber alzado el tabú que la convertía
en un tema prohibido; por otra parte, la sexualidad habla en
nosotros, dejamos expresarse a nuestro cuerpo. Suspicaces res­
pecto a las directrices represivas de la consciencia, escuchamos
a nuestra libido y nos esforzamos en descifrar y aplicar los
mensajes que nos llegan de ella, pues nuestra ética, si es que
nos queda alguna, es vivir bajo su dictado. Tarea ardua, tarea
casi imposible debido a las instancias anti-deseo que siguen te­
niendo un temible poder tanto en nosotros como fuera de nos­
otros, y obstaculizan incesantemente nuestras buenas resoluciones.
Cada vez ocurre con mayor frecuencia que en lugar de justifi­
camos de nuestro deseo nos justificamos a través de él. Hemos
inventado una nueva legitimidad, la piel. O sea que el acusado
pulsional se ha convertido en fiscal en el mejor de los mundos
paranoicos posibles, en un mundo en el que el Otro, el extraño,
es el indeseable, y el indeseable, sin ir más lejos, es aquel que no
se puede desear. Pues el lenguaje que el deseo habla con mayor
espontaneidad es el del rechazo, de la segregación. El cuerpo tiene
sus metecos que la razón ratifica, y, a guisa de oráculos, nues­
tras pulsiones liberadas pronuncian exclusiones. Esperábamos el
desencadenamiento de un deseo-río, la divagación de los flujos
sexuales al margen de todo domicilio impuesto, la efusión gene­
rosa de la libido sobre el conjunto del campo social, y vivimos,
en realidad, bajo el despotismo de un deseo avaro que enrarece
sus inversiones, de un deseo ocular que funciona por rechazos,
de un deseo feroz que siempre opone la singularidad de sus ca­
prichos a la profusión de sus repugnancias, de un deseo, en suma,
que, apenas salido de la cárcel, edifica sus propias barreras, sus
muros infranqueables.
Actualmente, cuando lo más profundo es la piel, todas las
exclusiones se pronuncian en nombre del cuerpo. Por una extraña
convergencia, el deseo exhibe tranquilamente sus fundamentos
racistas, en el mismo momento en que el racismo no sabe buscar
otra justificación que la libidinal. Ya no hay una teoría segre­
gativa, ahora sólo hay unas reacciones. Es la misma intolerancia
física, el mismo reflejo discriminatorio, lo que expulsa, para unos,
a los viejos porque se ve su senectud, a los feos porque son
feos, a los jóvenes ejecutivos por su corte de pelo, y, para otros,
a los negros porque huelen mal y a los hippies por su supuesta
suciedad. Al somatizarse, el racismo encuentra algo así como una
nueva inocencia. Pero ¿por qué la repugnancia estaría mejor
sustentada en el cuerpo que en un gran principio? Cuando el
cuerpo comienza a tener cabezas de turco, ¿hay que cortar las
cabezas o interrogar el funcionamiento racista del cuerpo?
No cabe duda de que se trata de una desagradable pregunta
que incomoda las creencias más arraigadas. Si la segregación apela
al deseo, y no al prejuicio, todo el optimismo de la Ilustración
se desmorona; la maldad no procede del error, y jamás la Verdad
abolirá el racismo. Muere lentamente la idea de que se podrá
terminar con la discriminación a base de artículos y de conferen­
cias. Y además, sobre todo, nosotros habíamos contado con la
subversión sexual; nunca resulta muy agradable, aunque ya co­
mencemos a habituarnos, ver cómo se edifica un orden en nombre
de los principios de los que esperábamos una revolución. Claro
está que siempre podemos aplicar a esa derrota los esquemas que
ya sirvieron en otras ocasiones para sacar de apuros la esperanza;
de la misma manera que Stalin se desvió de Marx y traicionó el
auténtico leninismo, el Espectáculo ha cautivado, es decir, captu­
rado el deseo; el control mediante la imagen sustituye al control
a través de la represión. La sexualidad ya no está prohibida, pero
la dictadura del código habla hoy el lenguaje de la libertad. Esa
redistribución de las cartas, ese New Deal del sexo impone un
nuevo radicalismo a nuestra modernidad, acabar con el Espec­
táculo y destruir los códigos. El deseo parlotea, pero el auténtico
deseo está ausente. El puritanismo lo había amordazado, privado
de la palabra; ahora es un usurpador quien habla en su nombre.
En el mismo seno de nuestra desorientación, henos ya tranquili­
zados, pues existe un auténtico deseo. Podemos vivir en la pro-
mesa escatológica de la felicidad. Nuestra sexualidad está alienada
y, por consiguiente, enferma; la curaremos emancipándola de esa
alienación.
¿Y si lo cierto fuera lo contrario? ¿Si no sufriéramos de estar
alienados, sino de estarlo demasiado poco? ¿Si no estuviéramos
suficientemente enfermos? Nuestro deseo no necesita la verdad,
la demistificación, sino tantos mitos que al fin no se sepa ya
dónde celebrar la fiesta. ¡No pedimos la muerte del espectáculo,
sino más espectáculos todavía! A quienes nos dicen que estamos
sumergidos por la variedad de las imágenes, les responderemos
que nos sentimos machacados por la repetición de los mismos mo­
delos. Por ejemplo, la proliferación de los hard-core no debe
ilusionar. Una pornografía bien-jodiente, mayoritaria, aplasta des­
piadadamente las heterodoxias sexuales y estéticas. Necesitamos
una multitud de pornografías para que ya nada sea pornográfico,
para que las fealdades, las desviaciones, las sexualidades extrava­
gantes —las que no dicen, antes del asalto: «¡Genital, aquí es­
toy!»— , todas las nuevas obscenidades salgan del purgatorio, y
para que finalmente nuestro erotismo, en lugar de cristalizarse
sobre las mismas imágenes, asista al desmenuzamiento de sus
propios arquetipos. Lo que reprochamos al Espectáculo es la
pobreza de sus figuras, la violencia de sus exclusiones, las razas,
los comportamientos que confisca al deseo expulsándolos de la
representación. Sólo multiplicando sus capturas podrá liberarse el
deseo, sólo agravando su maleabilidad, poblándolo de criterios,
pluralizando sus códigos, podrán engrandecerse sus territorios.
Antes que arrancar las pulsiones al Espectáculo, queremos arran­
car el Espectáculo a su avaricia, devolverle finalmente al poli­
morfismo. Que no se nos dé siempre la misma cosa a amar; que
después de haber trasgredido los límites impuestos a la mirada,
ponga toda su audacia en ampliar el mezquino espacio de nues­
tro deseo. ¿De qué queremos curarnos, de una superpoblación de
fantasmas o de un malthusianismo draconiano? ¿De colocarnos
sobre lo que muestran las imágenes o de descolocarnos de lo que
no muestran? ¿De una sexualidad mezquina o de una sexualidad
alienada? En lugar de deplorarla, aprovechemos nuestra flexibi­
lidad libidinal, hagámosla jugar al tope; y como sólo lo Mismo
actúa sobre lo Mismo, respondamos al racismo de las imágenes
con unas imágenes y no con unos argumentos; pulvericemos es­
pectacularmente ese orden inmutable de exclusión, que hoy se
denomina deseo, para vivir, no evidentemente lo indiferenciado
de una sexualidad omnívora, sino imas exclusiones variables, unas
opciones aleatorias, unas seducciones imprevisibles. ¿Es que ese
bonito programa no es más que un deseo piadoso? Menos reli­
gioso y menos utópico,'en cualquier caso, que el discurso de la
desalienación. Es más realista programar el desorden del Espec­
táculo que su desaparición. Por otra parte ya existen unas por­
nografías, plurales, tímidas, subterráneas, vigiladas. Pero quién
nos asegura que un día próximo no aparecerá un film tierno y
cerdo, un film finalmente mestizo, contando los amores de un
pederasta y de una sáfica, desplegando una orgía maravillosa sin
atletas excepcionales, donde unos viejos copularán con unos niños,
donde exquisitas ancianas serán las «gigolotas» de jóvenes efebos
rubios, donde unos árabes tocarán la mujer blanca. Todo está a
punto para fusilar uno tras otro nuestros rechazos. Todo es cues­
tión de astucia, de oportunismo, de compromiso para entrar en
la plaza y dirigir contra la regregación sexual los grandes medios
espectaculares sobre los que reposa su poder.

Contra Don J uan

Hace un instante efectuábamos el elogio de Don Juan, exal­


tábamos ese deseo que proclama en primer término su avidez
insaciable y no sus exclusivas. Pues nada nos parecía tan abyecto
como la retención del ligón, sus caprichos parsimoniosos. Don
Juan, al menos, no somete su sexualidad al modelo escolar y no
necesita poner nota a una mujer para que le excite. Pero se saca
los ojos para ilimitar su concupiscencia, como si sólo la ceguera
voluntaria pudiera derrotar el ejercicio profesoral de la mirada.
El mito de Don Juan no ofrece otra salida a la avaricia que la
ceguera; triste tragedia en la que a un tiempo ambas partes se
equivocan.
Mil y tres mujeres, dice el gran seductor, lo que nunca es
otra cosa que el mismo deseo declinado mil y tres veces. Es
verdad que no clasifica sus conquistas, pero sí las cuenta. En
lugar de someter a las mujeres a un principio de equivalencia
único, la Belleza, las suma en nombre de un principio de iden­
tidad, el Sexo. El ligón maltrata las diferencias al jerarquizarlas,
Don Juan sólo parece acogedor porque su violencia es mayor;
aniquila las diferencias sustituyéndolas por una tautología ase­
sina, las mujeres son las mujeres. Ya que la naturaleza las ha
hecho penetrables a todas, Don Juan, indiferente, cuenta como
propias las que ha podido penetrar. Es evidente que no posee
las delicadezas y las aversiones del esteta, sino que el placer
contable con que lo sustituye no es más que una hospitalidad «de
uterófilo». La pobre mirada del ligón (que, como hemos visto,
también es, en buena parte, la nuestra) jamás ve otra cosa que
un código —sus buenas copias, y sus malos simulacros, sus bue­
nos grafismos adecuados y sus horribles borrones—. El pobre deseo
de Don Juan reduce las mujeres a la abstracción invariable de su
feminidad. El primero, igual que un maestro sobrecargado de
clases, da notas, aprueba, suspende, ficha, reparte, recompensa y
censura; el segundo, en su loca carrera, no persigue otra cosa
que lo Mismo. Su pasión inclusiva se alza sobre una exclusión
fundamental y oculta. Toma todas las mujeres, después de haber­
las a todas, de antemano, vaciado de sus singularidades.
Si es para desembocar en la terrible monotonía genital, en la
que todo es lo mismo, ¿para qué dejar de elegir? El ligón tiene
la mirada fija, Don Juan el ojo cerrado, pero ambos repiten una
sola e inmutable ansia. Lo que actualmente debemos imaginar es
una mirada múltiple cargada de referencias, una seducción sus­
traída a la ilusión de los criterios objetivos, naturales, determi-
nables, un deseo no ciego, sino deseducado, la coexistencia en un
mismo ojo de varias normas contradictorias, unas opciones há­
biles, diversamente fundadas, y no el absurdo abandono de la
idea de elección.
«Autefrois pour faire sa cour, on parlait d’amour» (Boris
Vian). El decoro fabricaba unos pretendientes etéreos, aplicados
en camuflar sus aspiraciones sexuales, en interpretar convincente­
mente el papel sentimental, en celebrar el dominio que la mujer
había adquirido sobre su alma, en unos términos dictados por una
exigencia secular de disfraz. El lenguaje amoroso era como un
baile de máscaras que sólo acogía las pulsiones cuando eran irre­
conocibles bajo su disfraz afectivo. Se decía corazón en lugar de
sexo, se formulaban unas obsesiones genitales en términos sen­
timentales. Era una metonimia convencional, una coartada codi­
ficada, el alegato del deseo que se excusaba de existir y se esfor­
zaba en disolverse en la inmaterialidad, para obtener una satis­
facción material. Hoy nos sonreímos de ese piadoso subterfugio,
sin darnos cuenta de su comodidad, lo inconfesable podía ser
confesado; la seducción disponía de una retórica amplia, acce­
sible, de un inagotable tesoro de tópicos que aseguraba eficaz­
mente contra la angustia del «¿qué decir?». La literatura, enton­
ces, prestaba un servicio inapreciable, soplaba las frases, permitía
ligar.
Hemos denunciado la hipocresía de estas series amorosas;
cualquier neófito de la estrategia seductiva, cualquier pretendiente
apasionado sabe ahora que a menos de desperdiciar sus posibili­
dades y caer en el ridículo, no debe hablar de amor. El ardor
sentimental era un imperativo de la seducción, se ha convertido
en su mayor prohibición. Hemos puesto los puntos sobre las íes,
hemos revelado un secreto, el corazón es un cache-sexe. Lo que
no quiere decir que la seducción ya pueda hablar a sexo abierto.
Aunque sea la referencia principal de cantidad de discursos, aun­
que sea el último argumento de todas las exclusiones, el deseo
todavía no puede tener la pretensión de gustar. Nadie se vale de
su ansia para obtener el objeto ansiado. Desde ese punto de vista,
estamos en la misma situación que el marqués de Sade, y las
casas de libertinaje que él imaginaba, para completar la obra del
Terror, siguen siendo el fantasma secreto de la seducción.
«Diferentes emplazamientos sanos, vastos, dignamente amue­
blados, y seguros en todos los puntos, se erigirán en las ciudades;
allí, todos los sexos, todas las edades, todas las criaturas serán
ofrecidas a los caprichos de los libertinos que acudirán a gozar
y la más total subordinación será la regla de los individuos pre­
sentados.» 2
Aplicada al goce, la Revolución es un ahorro, puesto que
alivia al libertino del tiempo dedicado a hacer deseable su propio
deseo. Como la exigencia pulsional tiene fuerza de ley, la satis­
facción del deseo se convierte en un derecho, cosa que convierte
a la sociabilidad sadiana en un intercambio de malos procedimien­
tos; en el espacio instaurado por esa nueva cortesía, cada cual se
compromete a sufrir sin quejarse de la tiranía fantasmática de
todos aquellos (o aquellas) cuyo deseo habrá suscitado, con la
condición expresa de gozar él mismo de una absoluta autoridad
libidinal sobre los objetos que la polarizan. En otras palabras, el
republicanismo sadiano instaura la igualdad a través de la suje­
ción recíproca, y sustituye el deber de obediencia del individuo
deseado por el deber de gustar del sujeto deseante. Pura y simple
inversión de la regla seductiva bajo la cual seguimos viviendo,
el deseo puede tener casa propia, no es un poder discrecional ni
un argumento de seducción. Sólo hay relación seductiva, conven­
dría añadir, porque tanto hoy como ayer el instinto carnal no
puede ser pór sí mismo su propia legitimación. Debe hacerse per­
donar para tener la posibilidad de que se le atienda. Cuando la
humanidad tenía un alma y un cuerpo, y vivía su existencia bajo
la égida de esa dualidad, el amor era el redentor, el deseo era
el pecado; se idealizaba el acoplamiento indecoroso, se disimu­
laba tras los velos del sentimiento y de la ternura la sucia satis­
facción del instinto. Hemos desechado la antigua máquina meta­
física, que sólo mantienen algunos curas nostálgicos; somos mo­
nistas, no atribuimos al cuerpo ninguna impureza, la cara ya no
es espiritual, sublime, así como tampoco el sexo es material, o
bajo —y, sin embargo, sigue siendo culpable, ya no de bajeza,
sino de impersonalidad—. El deseo ya no es vicioso, pero sigue
poseyendo el defecto de ser anónimo. Al no decir nada acerca
del individuo que lo lleva, no puede, como tal, ser acreditado
por su destinatario. Pues nadie entra en el mercado seduc­
tivo si no es apto para declinar su diferencia. Es preciso ser in­
dividuo para confiar en estipular un contrato libidinal. En rea­
lidad, esa evidencia constituye toda la baza del ligue; lo que se
denomina el arte de gustar no es otra cosa que el esfuerzo rea­
lizado para llegar a consagrar su singularidad. El deseo se con­
vierte en cotizable una vez corregido de su indeterminación pri­
mera; la cosa va, cuando ha sabido darse forma, convertir en
persona distinta la intercambiabilidad de su libido. Si, al con­
trario, pretendiente tímido o anacrónico, no tiene otra cosa que
proponer que unos tópicos amorosos o un deseo sin cualidades,
tiene toda la seguridad de verse despiadadamente desestimado;
nada más estereotipado que las afectaciones afectivas, nada más
banalmente natural que las aspiraciones de los sentidos; el des­
crédito en que relegamos, pues, a la generalidad nos obliga a
buscar otra cosa. En la antigua seducción, el deseo era tabú en
nombre del amor; en los preliminares de la nueva, ambos lo son
en nombre de la diferencia.
Hablar de amor es ridículo; hablar de libido no es operativo.
¿Qué es, entonces, una palabra seductiva? Expulsada de su código
tradicional, la seducción contemporánea no ha encontrado un dis­
curso de recambio, o, mejor dicho, los ha encontrado todos.
A falta de un domicilio fijo, se ha entregado al vagabundeo y al
parasitismo universal. Puesto que el ligue está desprovisto de
lenguaje, no hay ningún lenguaje que, llegado el caso, no pueda
comenzar a ligar. Y ello en la medida que el tono del mensaje
seductivo ha cambiado; si se produce, la declaración de amor
sólo se formula después, cuando ya no se trata de obtener los
favores del Otro, sino de conservar su presencia. Es «yo soy otra
cosa... valgo la pena... ven a consumir mi diferencia» lo que
dice ahora el texto ligón. Y en esa carrera hacia la originalidad,
en ese proceso desenfrenado del hacer-valer, todos los discursos
pueden servir, sólo quedan excluidos el silencio embarazoso y el
vergonzoso estereotipo. Ahora que ya no se liga al amor, se liga
con cualquier cosa, con la revolución, la ecología, la música pop,
el libertinaje, la pintura al óleo, los viajes a Afghanistán, el di­
nero, el coche deportivo, la bicicleta holandesa, la pedagogía mo­
derna, los after-shave de Givenchy, el bricolage, la cocina exótica
y la pintura a la acuarela: todo lo que puede hacer decir al desti­
natario: «simpático, ese tipo (esa tipa), nada vulgar»; lo contra­
rio de «bah... no tiene nada»... lo contrario de ese pecado capi­
tal, la indeterminación.
Anteriormente el seductor era un comediante cínico que disi­
mulaba el furor de los sentidos bajo el fervor de los sentimien­
tos. Su placer perverso y su ley se basaban en la imitación frau­
dulenta. En nuestros días, el ligue exige cualidades muy distintas.
Ya no se trata de ser doble sino canjeable. La mascarada seduc­
tiva ha muerto, vivimos la era transparente y objetiva del examen.
Se juzga al Otro por lo que es y no por la pasión que muestra.
Se le rechaza cuando no es nada, cuando no sabe crearse una
imagen. La seducción era un arte del disimulo; el ligue es un arte
de la determinación. El seductor rendía hipócrito vasallaje a los
valores remantes de la sociedad, el honor, la virtud, el amor. El
rollo del ligón implica un esfuerzo de formalización, y no un
trabajo de deformación. El primero disfrazaba su personaje, el
segundo intenta incesantemente ser un personaje.
Por consiguiente, seducir era mentir; todos los individuos
sinceros, que amaban de amor o creían en la virtud, se situaban
automáticamente al margen de la seducción. Dios no tenía el
menor esfuerzo en reconocer a los suyos, pero, hoy, ¿quién mien­
te? ¿Quién engaña? ¿Quién juega con las cartas boca arriba?
¿Quién puede afirmar: «Yo no sé lo que es ligue, yo sólo conozco
el encuentro»? La antigua claridad se enturbia, Dios se rasca la
cabeza, ya no existe oposición metódica entre los encantadores
profesionales, los sentimentales tiernos y las personas de prin­
cipios. El ligue es el punto de paso obligado de todos los inter­
cambios, la insoslayable presión de la intersubjetividad amorosa.
¿Quiénes son los mejores alumnos en la Escuela? Los que
pueden jugar en el doble tablero de la norma y de la desviación.
Han asimilado los conocimientos y los métodos del maestro, han
tratado el tema, pero lo han hecho brillantemente, en otras pala­
bras, han puesto en él un no sé qué que les singulariza y les dis­
tingue sin equívocos del compañerito empollón que sólo es capaz
de producir exactamente lo que se espera de él, y que suscita
una apreciación desdeñosa, ¡escolar! La Escuela normaliza, pero
no le gustan las personas demasiado normalizadas, su poder las
aplasta y luego les reprocha que se hayan dejado aplastar.
De igual manera, en el examen seductivo, no son necesaria­
mente los más concienzudos los mejor clasificados. Hay que
saber pertenecer a un código, y al mismo tiempo dispersarlo,
operar respecto a él un sutil distanciamiento. Hay que ser capaz
de suscitar un doble sentimiento de reconocimiento («es del tipo
marginal, me gusta...») y de asombro («tiene algo más, no es el
hippy estereotipado»). Frágil matrimonio de lo Mismo y del Otro,
posición acrobática a la vez dentro y fuera, equilibrio sabio cuya
ruptura puede conducir al desastre, la ausencia de señal es tan
peligrosa como una señal excesiva. Un tipo demasiado fijo pesa
como un ejercicio escolar; ausencia total de tipo, y te suspenden
por inconsistencia.

¿P or dónde em pezar?

Cuando voy a provocar un encuentro, siempre se interpone


esta pregunta entre yo y el Otro. Si es demasiado angustiosa, si
no encuentro inmediatamente una respuesta que me satisfaga, la
relación proyectada se deshace antes incluso de haber sido tejida.
¿Por dónde empezar? Tal vez sea esa silenciosa interrogación la
que mantiene a los individuos tan a distancia como el peso de sus
obligaciones y la tiranía de la mirada, y hace del exterior un deses­
perante teatro en el que el orden más inflexible reviste las apa­
riencias del caos, en el que todo pudiera ocurrir sin que ocurra
nada, en el que surge el acontecimiento pero siempre en tiempo
condicional.
¿Y por qué el comienzo es una pregunta? ¿Por qué esa an­
siedad angustiosa? Porque comenzar no es partir de nada. No
es tanto un principio como una ruptura. Cuando abordo al Otro,
me sitúo fuera de la ley. Me presento sin haber sido presentado.
Asumo el riesgo de un encuentro que ninguna mediación autoriza;
al dejar de pasar por un tercero —persona o institución— cometo
una especie de escándalo. Desordeno. En el saber-vivir riguroso
que, incluso y sobre todo en los más espontáneos, regula, distri­
buye y enrarece las relaciones entre las personas, comenzar sig­
nifica una ofensa. El promotor de los comienzos es un aguasole-
dades, y ya sabemos que nuestro mundo ha hecho del aislamiento
el primero y más sagrado de los derechos. ¿Por dónde empezar?
Por la excusa. Es preciso justificar y, si cabe, borrar el ilegalismo.
Yo soy mi propio viajante, e igual que un representante que debe
evitar que se le cierre la puerta en las narices antes de que haya
tenido tiempo de proponer su mercancía, necesita desplegar teso­
ros de astucia para metamorfosear instantáneamente la mueca del
Otro en sonrisa, y su retroceso en curiosidad. Es la aplastante
responsabilidad de las primeras palabras, encontrar una brecha
en la fortaleza de la reserva, hacerse perdonar, en principio, del
escándalo de comenzar.
He ahí porqué, sin duda, la mayoría de las personas rehuyen
esa angustia y esa responsabilidad; seducen, sí, pero no abren el
fuego. Prefieren las instituciones, esos espacios estructurados en
los que el vínculo precede a los seres, mientras que en la calle los
seres siempre preceden al vínculo. Vínculos profesionales, víncu­
los lúdicos, vínculos culturales, vínculos militantes, en los que
mi relación con los otros anticipa el contacto que tengo con ellos,
en los que, por tanto (y con gran comodidad), la relación crea
el encuentro. Dos movimientos caracterizan esta treta de los
«débiles» para entrar en la seducción, pese a su timidez, con­
tornean el obstáculo del comienzo, y desvían la relación oficial
en beneficio propio. Los adeptos del ligue indirecto son, por
consiguiente, unos perversos ya que distraen las instituciones de
su finalidad seria, y emplean para un vínculo todo el saber-hacer
del que carecen cuando se trata de encontrar una palabra inau­
gural.
Si la seducción frontal es tan poco (o tan mal) practicada, tam­
bién se debe a que no existe receta para iniciarla. Existe, eviden­
temente, una norma de ligue, pero en lugar de ser una referencia
admitida y respetada, no sirve de nada. Los tópicos ya no son
esos albergues preparados en el lenguaje por la tradición para
acoger los discursos titubeantes del novicio. Ya no son unos
estereotipos indispensables para el protocolo de la seducción, son
los escollos que todo individuo en estado de ligue debe saber
evitar. Hay que violar la norma seductiva para ser admitido a
seducir. Encontrar otras palabras que las primeras que acuden
a la mente. Escapar al código del ligue. «¿Vives con tus padres?»;
«¿Qué lees?»; «¿Compras Charlie-Hebdo todos los días?»; «¿No
nos hemos visto antes en el casino de Saint-Moritz, o bien era
en el bar de la estación, en Bécon-les-Bruyéres?»; «¿Vienes a me­
nudo a la piscina?»; «¿Te han dicho alguna vez que eres muy
bonita?»... Cuanto menos se utilicen las palabras del ligón, más
se distancia de su personaje convencional, y más posibilidades
tiene de gustar. Las únicas buenas seducciones son las seduc­
ciones silvestres, los únicos buenos comienzos son los que esqui­
van los estereotipos del comienzo. ¿Por dónde empezar? Por la
huida. ¡Corre, ligón, el viejo ligue está a tus espaldas! Existen,
pues, dos exigencias que se resumen en una sola: encontrar un
comienzo a la relación, y que dicha abertura sea inédita. En el
gesto del comienzo, la invención debe redoblar la iniciativa.
No cabe duda de que la posición de las mujeres en el mer­
cado seductivo ha cambiado, eran las Musas, inspiradoras y re­
ceptáculos del discurso masculino; he aquí que toman la palabra.
Eran los Idolos del culto pero han salido del templo y comienzan
a existir. Privadas de comienzos, sólo tenían la libertad de acep­
tar o rechazar las proposiciones m asculinas- Ahora ya tienen dere­
cho a la iniciativa.
Un síntoma de esa modificación es el desuso sin duda irre­
mediable del Cumplido. Ese «topos» seductivo enmarcaba las
mujeres, las inmovilizaba en su calidad de obra de arte y su rea­
lidad de mercancía. La corte de los pretendientes era algo así
como una sala de ventas diversamente animada según la obra
subastada, y cada cual decía su precio, en la esperanza de que la
mujer, sucumbiendo al vértigo de su propio valor, recompensaría
al demandante más asiduo, más enfático y más pródigo en pala­
bras idólatras. Ahora bien, lo superlativo es una moneda sin
valor en un mundo en el que las mujeres son también compra­
doras, y no se contentan con darse al mejor postor, sino que
toman, según sus propios criterios, el ser que desean. La eman­
cipación de las mujeres ha terminado con la liturgia galante del
cumplido. Hemos establecido otras ceremonias, no menos opre­
sivas bajo la apariencia de desenvoltura y de espontaneidad, pero
el abandono del cumplido protocolario demuestra al menos que
el mercado seductivo se reequilibra, y que ambos sexos se en­
frentan dentro de una progresiva igualdad.
Sin embargo, pese a ese movimiento irreversible hacia la pa­
ridad de los competidores, no cabe hablar de progreso. Pues las
mujeres viven actualmente dos experiencias contradictorias del
deseo masculino, la reciprocidad en el espacio seductivo, pero
también, fuera de la seducción, el riesgo perpetuo de la agresión.
Un deseo que quiere gustar y un deseo que quiere tomar. Los
que se someten al examen, y los que invierten en relación de
fuerza la relación de evaluación que la seducción instaura juegan
el juego. Por un lado el mercado del ligue, del otro, la ame­
naza de la violación. Pues la modernidad no sustituye nada, no
disuelve los arcaísmos, cohabita con ellos. Los roles se enturbian
y comienzan (tímidamente) a intercambiarse; ahora la batalla se
desarrolla con igualdad de armas, y después, simultáneamente,
la mujer sigue siendo el ser a quien el exterior atemoriza, pues,
para ella específicamente, es el teatro de una brutalidad de mil
formas. Están los que silban, los entrometidos que cortan el
paso, los indespegables que siguen a cinco pasos, los sobones
que roban y se vengan de la inaccesibilidad de los cuerpos me­
diante manoseos furtivos, están los especialistas en tetas y los
pellizcadores de culos, los que surgen en las calles oscuras, los que
se acercan a hablar ,al oído y los que se cuelgan del brazo, los
pillos del metro en las horas punta, o los emboscados en el ascen­
sor en las horas tardías, en suma, existe la virtualidad omnipre­
sente y polimorfa de la agresión.3
3. Muy lejos de disminuir bajo el efecto de un progreso ineluctable
dicha violencia es actualmente más cotidiana, rabiosa y enloquecida en la
misma medida que las mujeres se liberan. La emancipación femenina no
liquida la agresión, le añade la odiosa dimensión del resentimiento. Atacar
Y esa violencia ordinaria impide toda espontaneidad en los
encuentros. Para entrar en contacto con una mujer, debo abor­
darla, es decir, utilizar los mismos caminos que la brutalidad
agresiva. Por consiguiente, debo elegir un momento, un lugar,
y palabras que impidan toda ambigüedad, para que mi voluntad
de establecer una relación no se confunda con un ataque. No debo
cuidarme de mi propia violencia sino de la que el Otro verosímil­
mente me supone. Así que el comienzo no sólo es un problema
de invención o de iniciativa, sino un problema de oportunidad;
comenzar, para un hombre, es esperar el instante en que no
da miedo.
Timidez de las primeras palabras; en ese momento crucial
del examen, no se tolera ningún paso en falso. Ahora bien, la
timidez es precisamente el estado en que el lenguaje se me escapa,
se embala o se bloquea, y dice al Otro lo contrario de lo que yo
quería hacerle oír. En el pánico, son mis propias palabras las
que me hacen daño, que hablan mal dé mí. Yo quisiera ofrecerme,
hacer circular mi imagen, y sólo produzco, bajó el dominio de
una fuerza indominable, un simulacro, una copia grosera, una
calumnia. El ser que aparece no soy yo, es un estúpido y quedo
como borrado por ese usurpador. Mi torpeza me difama, callo
precisamente porque el Otro me juzga, pierdo mis medios cuando
es absolutamente preciso que los movilice, cedo a los esteretotipos
como a una especie de vértigo, y me hundo en la estupidez por
la misma violencia que mi deseo tiene a escapar de ella. En
suma, no tengo peor enemigo que mi propia boca. Entonces, claro
está, imagino una seducción a boca cerrada, una ceremonia muda
tan ritualizada como el cortejo animal que no suprime la elección
pero que desplaza sus criterios! la manera que tengo de perma­
necer de modo estúpido en situación de examen ya no me re­
duce a la soledad. Liberado de las palabras, no evito la evalua-

una mujer no es una actitud instintiva y salvaje del primate, es la reacción


de un propietario ante la abolición de la esclavitud. La nostalgia de
un poder caduco dirige el recurso a la fuerza. Todo hombre qiie hoy pega
a una mujer, o le silba, o la insulta o la agarra afirma, al mismo tiempo,
sü pertenencia al Ku-K3ux-K3an de la masculinidad destronada.
dón, simplemente estoy prevenido contra el desfallecimiento.
Sueño, en sumaren una historia sin palabras; como la costumbre
campesina del marakrbimge.*
«Las jóvenes se reúnen y pasean por las plazas o las calles.
Los muchachos han abandonado las tabernas y sus partidas de
cartas... Buscan con la mirada la Maraichine que pasa y que les
gusta. Las chicas, esperando con impaciencia el asalto que están
a punto de sufrir, siguen paseando, charlando entre ellas... Los
maraíchins las siguen un instante o, a veces, saliendo de una
esquina, las alcanzan corriendo.
»Entonces comienza el ataque. Cuando uno de ellos ha hecho
su elección, aborda vivamente a la joven, tirando fuertemente
de un botón; otras veces, el primer ataque consiste en ponerle
la mano sobre el hombro izquierdo y pasarle después el brazo en
torno al cuello. Luego intenta apoderarse del paraguas.
»Si la joven es condescendiente, lo deja coger por la parte
superior del mango, sin soltarlo por su parte.» *
En todos estos minuciosos gestos no hay nada abandonado
al azar, nada, tampoco, confiado al lenguaje, como si el desorden
y el riesgo debieran introducirse forzosamente en el encuentro
con las palabras. Se eligen sin hablarse; el cuerpo o el nombre
sirve de pasaporte seductivo. El rito protege a los seres de su
propia timidez; el silencio les salva de la estupidez.
La ciudad nos ha despojado de esa liturgia, pero, curiosa­
mente, en la actualidad el ritual amoroso del campo sobrevive
en el ligue homosexual. Idéntica rapidez de rapiña, idéntico mu­
tismo en las maniobras de aproximación y de asalto, idéntico
formalismo finalmente. La innoble policía heterosexual ha recha­
zado a los que medicaliza bajo el nombre de invertidos en un
ghetto erótico, y sólo ha dado como decorado a sus encuentros
la penumbra de los lugares clandestinos. Pero como esa repre­
sión ha tenido por efecto acelerar los contactos, son a veces los
normales, los mayoritarioe» quienes imaginan como un privilegio
los escondites de los pederastas. Estos saben dónde ir para gozar.
* De mardchin, campesino de la Vendée. (N. del TV)
4. Citado en Jean-Louís Flandrin, Les Amours paysatines, colL «Archi
ves», Gallimard-JuUiard, 1975, p. 195.
Y en los lugares opacos, la seducción es transparente; cuando es
preciso disimular los comportamientos a las personas decentes,
no hay por qué preocuparse por adoptar entre sí precauciones
simuladoras. Cuando se está condenado a los amores furtivos, se
reducen al mínimo los preliminares verbales. En la oscuridad
represiva, los cuerpos se tocan antes de que los tipos se hablen,
y la solidaridad minoritaria establece un vínculo suficientemente
fuerte como para evitar las palabras.
Pero ¿es posible pertenecer a los dos mundos al mismo tiem­
po, compartir la normalidad triunfante con los perseguidores y la
connivencia silenciosa con los perseguidos? No, claro está, los
ritos del ligue homosexual están prohibidos a la heterosexualidad,
pues ésta aparece consagrada a lo natural, que constituye su legi­
timidad y su martirio. Al residir en todas partes, no se instala ni
se afirma en ningún lugar preciso. Como se le conceden todas las
formas, no tiene derecho a la seguridad de un formalismo. Len­
guaje reinante, no puede, salvo en sueños, escapar al lenguaje.
La palabra es su destino.
Aún sin salir de las palabras, actualmente es posible esquivar
la violencia cortés del intercambio verbal practicando la seducción
|>or correspondencia. Ha aparecido un nuevo espacio donde afir­
mar su singularidad, asomarse al exterior, emparejarse, el anuncio.
En ese mercado paralelo no es el silencio lo que destrona la
palabra y asume los comienzos, es la escritura.
Al precio, afirmarán los nostálgicos, del azar, de la sorpresa,
de lo nunca visto, en suma, del Encuentro. En la vida el Otro
hace nacer la pasión, en el anuncio el deseo preludia necesaria­
mente el contacto. Un deseo explicitado que pretende lo racional,
lo objetivo, lo hecho a medida. Un ansia cibernetizada que pro­
grama su pareja. Al azar de los seres que se descubren parece
suceder la ordenación de los cuerpos complementarios. Lo que
desaparece con esas combinaciones calibradas es el traumatismo
del asombro. El Otro ya no debe ser otro, puesto que el anuncio,
como una oferta de trabajo, lo selecciona a partir de unos crite­
rios de conformidad. Alteridad de abstenerse. Final de lo nove­
lesco, el anuncio amplía al mercado seductivo los métodos de
investigación típicos del mercado de trabajo.
Bonito y conmovedor alegato, pero que peca de sustentarse
en un mito, el Encuentro no existe. Hay tanta precaución, reten­
ción e inquieta suspicacia en el intercambio visual y verbal como
en el anuncio más maniáticamente detallado. Conviene terminar
con el prejuicio secular que convierte a la palabra en el lugar
de lo imprevisible. El recurso a la escritura no significa el paso de
la espontaneidad a la previsión, es un intento por arrancar la
seducción al orden seductivo. Este condena los tímidos a la sole­
dad, y he ahí que éstos rechazan la condena y no cumplen la pena.
Se convierten en anunciantes, exactamente igual a como Rousseau
se convirtió en gran escritor, para restablecer sus derechos, para
ofrecer de sí mismos una imagen más justa, más halagadora, más
rentable.
«La decisión que he tomado de escribir y de ocultarme es
exactamente la que me convenía. Estando yo presente, jamás hu­
biera sabido lo que yo valía.» s
Del mismo modo no es la alergia al Otro lo que crea los
anunciantes, sino la desconfianza en sí mismo. No es el deseo de
racionalizar los encuentros sino la obstinada voluntad de hacerlos
posibles hacia y contra la palabra. Sustituyen la estrategia del
asalto por la de la ausencia. El ligue pluraliza sus métodos. Uno
ya no se oculta por razón de exclusión; ahora ya se puede gustar
ocultándose.
Ya que, pese al ínfimo espacio que se le concede, los anuncios
ligan. Los de Libération, al menos, que causaron sensación en la
medida que fueron los primeros en rechazar la práctica niveladora
de la abreviación, y dan a los autores la libertad de componer
un texto. Existía un léxico militar del asedio, carga, conquista. Es
un léxico literario el que se debe aplicar al «Cbéri je t’aime»
semanal de Libé; el arte del estilo junto al arte de la guerra. En
esa cita de todos los deseos, en esa feria de las manías, en ese
festival de creencias y de ideologías diversas, una preocupación
común, la de seducir en cuatro palabras. Lirismo del revolucio­
nario que espera unas «grandes pasiones que sacudan el cuerpo
y desmoronen la sociedad»; autoironía del falócrata que «busca
joven que lance gritos melodiosos en el momento dd orgasmo»;
humor dd marica pornógrafo «en estado de carencia (afectiva)
que busca señores de cuarenta años o más para recibir su dosis
de amor vital. Cantidad indispensable, tres inyecciones por noche.
Jeringa preferentemente muy larga y muy gruesa. Serán bienve­
nidos todos los socorristas eventuales». Broma graciosa dd an­
tiguo catecúmeno: «desearía conocer monja no demasiado mís­
tica para aplacar antiguos fantasmas sexuales».
Esos anuncios, perfectamente representativos, no son unos
mensajes codificados sino unos billetes galantes dirigidos a un
destinatario desconocido, unas botellas lanzadas al mar menos
preocupadas de transportar un contenido preciso que de encontrar
alguien que las recoja, unas solicitudes en traje de etiqueta.
También en este caso incluso el deseo más francamente expresado
debe gustar (y no únicamente convenir) para ser recibido. Y por
idéntico motivo, las primeras palabras deben sorprender, pues la
competencia reína entre esos anuncios yuxtapuestos, de la misma
manera a como reina en el mundo, en la escena de la palabra
y de la mirada. Entonces, ¿nada nuevo bajo d ríelo seductivo?
Sí, ahora los comienzos son más fáciles y están dotados de un
poder mayor. Comenzar no es únicamente inventar, no es única­
mente tomar la iniciativa, es también crear. El mensaje está ani­
mado por una fuerza virtual de engendrar. En lugar de mañifes*
tarse meramente disponible, uno se convierte en d instigador de
sus propias sorpresas, provoca el acontecimiento sin saber en
qué consistirá, se proporciona d lujo increíble de citarse con un
interlocutor sin rostro.
Es preciso, en efecto, defender Id paradoja de que los men­
sajes contienen hijo y no únicamente miseria. Aunque los anun­
cios sean tristes, aunque representen a veces el último recurso
contra la depresión y la muerte, aparecen también como d lugar
de una nueva fuerza. Hay un lado hospicio de los corazones soli­
tarios, ejército Je salvación del ligue que tiende a hacer creer que
únicamente utilizan d anundo los desesperados de la seducdón
real. Pero también hay otra cosa; contra la tiranía ocular, y la
parálisis de las primeras palabras, un espacio móvil, un rechazo
práctico a resignarse a la inmovilidad; en d llamamiento deses­
petado percibimos también una búsqueda positiva del asombro,
un deseo de ligar al desconocido, una afirmación jubilosa: no
existe la fatalidad de la exclusión, no raiste la fatalidad del
fracaso o de la estupidez, Y aunque yo me haya quedado sin
voz ante el paso del Otro, el no-encuentro no es totalmente
irremediable, me queda la frágil posibilidad de la escritura. Todo
lo que la mirada no ha dejado decir se invierte en el anuncio;
ahora ya se liga con mentalidad casera, «busco para relación,
afecto y proyectos diversos, una señorita de unos veinte años
a quien un miércoles por la tarde en Versailles pregunté el
camino».

Los DOS SUEÑOS D EL AMOR

El ligue está incesantemente obsesionado por el vértigo de su


propia superación. Dado que convierte a la sexualidad en ansiosa
de sí misma, ,que sumerge el deseo en la incertidumbre de su
destino y al individuo en k inquietud de su imagen, la seducción
imagina, a cambio, un espacio seguro en el que el Otro estaría
siempre a su disposición, pues habría abandonado su poder de
decir no, en el que la satisfacción ya no fuera la baza de una
batalla, en el que lo genital no se negociara, en el que, en suma,
ya no hubiera que pasar el examen para llegar al goce.
Pero, por otra parte, la maniobra amorosa supone una plani­
ficación minuciosa, todo un ceremonial rígido bajo el aspecto de
la improvisación; engendra el contra-fantasma de una transparen­
cia instantánea, un resorte que divulga las afinidades, un con­
tacto verídico que cortodrcuita los códigos, una relación cuyo
desarrollo frustra todo programa; En suma, dos postulados ins­
piran al amor sus espejismos contradictorios, un deseo de institu­
ción para conjurar el azar, poner fin al riesgo de exclusión, pre­
venirse para siempre jamás de la soledad y del rechazo y un deseo
de aventura, para escapar al ritual en la evidencia del encuentro.
No es difícil encontrar en nuestro texto la huella de esa
doble obsesión. La escapada novelesca y el republicanismo de la
voluptuosidad han podido servir de referencias inconfesadas a
alguna de nuestras críticas. Pero sería ridículo elevar al rango de
soluciones del amor unos sueños de aventura y de institución. Hay
que protegerse de la tentación terapéutica. La seducción no es la
enfermedad de que pretendemos curar a las relaciones afectivas
para devolverlas a su verdad. Ni la utopía comunitaria —casa
de libertinaje, amor de grupo, prostitución gratuita y recíproca—
ni el romanticismo incorregible del flechazo acabarán con los
comercios y regateos amorosos. La fluidez de los intercambios
siempre estará templada por el imperialismo de los individuos.
No se puede salvar al amor de las exclusiones que practica, de
los compromisos que establece con el mundo, de las heridas que
le amenazan y de la incertidumbre que le impregna. Lo que no
significa, evidentemente, que no sea posible un mayor bienestar,
que ninguna transformación afecte el teatro pulsional y sentimen­
tal, pero los cambios perceptibles (pluralización de los criterios,
aparición del deseo femenino,4 final del antiguo ceremonial, mul­
tiplicidad de los ligues para evitar el Ligue) no son unos síntomas
de agonía; no estamos presenciando las convulsiones del viejo
mundo, el amor no está a punto de abandonar los malos lugares
transaccionales para ocupar finalmente un espacio inocente, no
somos portadores de ninguna buena nueva, no existe un más allá
de la seducción.

6. Desde que las mujeres aceden masivamente a la igualdad seducti­


va, rechazan todos los comportamientos unidos a su sujeción, en el terre­
no de la agresión y de la violación. Pero tampoco pueden prescindir del
negocio y del regateo amoroso; nadie está a salvo actualmente del deber
de gustar, de elegir y de ser elegido. No existe la autenticidad del encuen­
tro (a menos de denominar homenaje las miradas de los que gustan, y vio­
lación las de los que son demasiado feos o demasiado incanjeables para
poder impresionar). Si existe efecto de feminidad posible a ese nivel, no se
manifiesta en la abolición de la relación seductiva, sino en una mutación
radical de las maniobras del ligue, en la suavización, la sutilidad, la reci­
procidad de las aproximaciones; cambio discreto y sostenido y, sin em­
bargo, de mayor importancia para nosotros que las fantasías aparatosas
de elecciones sin motivación, de un azar objetivo que excluiría cualquier
desigualdad.
Hace unos cuantos años las autoridades decretaron que
todas las personas feas debieran llevar unas máscaras para
salir a la calle y deambular por los lugares públicos. Como
nadie deseaba confesarse poco agraciado, casi todo el mundo
siguió viviendo con la cara al descubierto, y el Estado se vio
obligado a nombrar unos inspectores que perseguían a los
infractores y les imponían pesadas multas. Muy pronto la venta
de las capuchas (no se distribuían gratis) conoció un auge pro­
digioso y la mitad de la población comenzó a vivir enmascarada
durante el día. Poco después otra ley acudió a reforzar la pri­
mera: los feos no sólo tenían que cubrirse al salir de su casa
sino que debían seguir cubiertos en su s lugares de trabajo a
fin de no infligir a su s compañeros con su desgracia. Entonces
la fabricación se diversificó, salieron al mercado capuchas de
todas clases, de todas calidades, de todos precios y algunos,
por coquetería, llegaban a cambiársela varias veces al día. Final­
mente este verano una tercera ley ha venido a agravar la
situación; ahora deben llevar máscara todos aquellos a quienes
la enfermedad, el cansancio o las contrariedades alteran la fiso­
nomía y les hace poner mala cara. La ley, sin embargo, es
oscura en un punto, no dice a partir de qué grado de alteración
de la piel se debe ocultar la cara. En cierto modo, deja al
individuo dueño de su decisión; cada uno de nosotros debe
decidir cada mañana ante el espejo si está suficientemente
guapo y preparado para salir con la cara al aire. A y del despis­
tado, pues si los ciudadanos no saben determinar exactamente
la calidad de su cara, el Estado lo sabe con un saber infalible
y su s funcionarios hacen pagar muy caras las exhibiciones Injus­
tificadas; multas al principio, prisión después, y para los rein­
cidentes, incisión con navaja en las mejillas, la boca, la nariz,
los ojos. Hasta el punto de que, pese al calor y a la incomo­
didad de las cogullas, casi todos vivim os disfrazados. Una
pléyade de espías y de confidentes, también enmascarados, se
ha infiltrado entre nosotros.
Parece, además, que hay otros decretos en preparación; en
fecha próxima se hará obligatorio el uso de la cogulla durante
todo el día, se realizarán controles inesperados a cualquier hora
del día y de la noche, se murmura incluso que el Estado también
quiere modificar la silueta de los ciudadanos y que elabora unas
capuchas que ocultarán los cuerpos.
Conclusión
La carga del desorden ligero
«No se encuentra nada en la Samaritaine.»

M ao T s e -tung
¿Qué queda, actualmente, del siglo xix? ¿Qué hemos con­
servado del ideal ascético que el capitalismo conquistador con­
vertía en su razón de existir? ¿Qué resta, en una palabra, de la
figura austera, ahorrativa y familiar del Burgués? Nada, a pri­
mera vista, puesto que la moral moderna se caracteriza por su
encarnizamiento en perseguir los menores residuos de puritanis­
mo, multiplica las necesidades y los gastos, y mantiene con la
policía médica que condenaba los masturbadores a la locura, los
solteros a la neurosis, los sodomitas a la basura, una relación
de estupor horrorizado. La era de la congelación victoriana apa­
rece como la Edad Media de nuestra modernidad permisiva y
sexológica. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas.
Los años 1850 celebran las bodas del orden médico y del
orden represivo. El positivismo triunfante anuncia una buena
nueva —«Dios ha muerto»— acompañada inmediatamente de
una corrección tranquilizadora, «la moral está a salvo». A poco
que lo pensemos, la moral sale del hundimiento religioso no sólo
indemne, sino reforzada. La medicina endurece la represión se­
xual con una crueldad tanto más implacable cuanto se pretende
científica. Al lado de la minuciosa prevención de las desviaciones,
las condenas en bloque de la Iglesia pecan de dulzura y compla­
cencia. En suma, Dostoievski se había equivocado del todo; si
Dios no existe, ya nada está permitido y la descristianización
no provoca la inmoralidad o la anarquía, sino su contrario, el
Terror.1
Si la medicina reina en el siglo xrx, es porque sabe asustar a
los mismos que se ríen de los curas. En materia de culpabiliza-
ción y de terror, el clero debe confesarse derrotado; sus delirios
antisexuales sólo son chiquilladas comparadas con las frías des­
cripciones de los doctores. Después del trabajo de zapa de la
Ilustración ya nadie cree en las marmitas de Belcebú, en las
parrillas y en los diablos de cola puntiaguda, pero ¿quién puede
dejar de creer, cuando la objetividad suplanta el oscurantismo,
en las consecuencias desastrosas de la incontinencia sexual? Al
tratar los efectos orgánicos del libertinaje, la amenaza médica es
con mucho más terrorífica que la amenaza religiosa, lo que ahora
arriesga el libertino ya no son las torturas eternas en el más allá
sino, exactamente, el infierno aquí, en su cuerpo. Al somati-
zarse, la justicia se ejerce sin demoras; la masturbación, por
ejemplo, es mucho peor qué un pecado mortal, puesto que, según
nos dicen los buenos doctores, deteriora el propio organismo y
reduce al sujeto que la practica a la imbecilidad, la tuberculosis,
la locura, la impotencia, la ceguera, la postración y la muerte.
Así, pues, el orden terapéutico se presenta como una empresa
de beneficencia que sólo practica la represión del deseo para ase­
gurar, la salvación física de los individuos.
Actualmente el discurso médico ha dejado de hablar el len­
guaje de la represión. Las ciencias clínicas y humanas ya no sirven
de base a la coerción. Por el contrario, la violencia represiva se
convierte ahora en el aval de la actitud terapéutica. Los antiguos
valores de la renuncia han muerto, pero, incluso moribundos,
siguen obsesionando al orden médico como su justificación y su
coartada. Los doctores Victorianos habían asumido un glorioso
mandato revolucionario, salvar la humanidad del poder de los
sacerdotes; de lo que ahora quieren curarnos los médicos es del
1. John Stuart Mili: «Hasta los individuos más previsores deben ad
mitir que esta religión sin teología {el positivismo) no puede ser acusada
de relajación en el campo de las obligaciones. Muy. al contrario, las lleva
á la exasperación». (Citado en Thomas Szasz, Fabriquer la folie, Payot,
1976, p. 178.)
puritanismo y de su grisáceo cortejo de rechazos, inhibiciones,
bloqueos e ignorancias. Curar y progresar siguen estando a la
orden del día pero ya no se trata de curar al hombre de la
animalidad, enseñándole a dominar su deseo y a enrarecer su
expresión. No es tanto el individuo; quien está enfermo del sexo
como el sexo enfermo de la censura; el ideal de la expansión
sucede al del ascetismo.2 El modelo termodinámico que asimilaba
el gasto pulsional a la degradación de la energía ha sido refutado,
lo que significa, en pocas palabras, que la libido no es nociva.
Por consiguiente, la moral moderna abandona el orden familiar
que debía proteger a los individuos, de las divagaciones y las
devastaciones. de su propio deseo, Y lo sustituye con un orden
genital cuya misión hedonista es la de sustraer los seres a los
peligros que la continencia, la inmadurez, el infantilismo, las fija­
ciones perversas, etc., hacen pesar sobre su felicidad erótica. El
orden ya.no actúa con el discurso imperativo de la ley ni con el
discurso objetivo de la clínica, indica: a los individuos los caminos
de la plenitud con un afecto enteramente maternal.

2. A primera vista, la inflexión permisiva del poder médico es el


tiro de gracia asestado a los confesores, la última y decisiva carga dada
contra el oscurantismo religioso. Los doctores ya no son los nuevos
sacerdotes, totalmente ocupados en poner el orden, la precisión, las dife-
rendas y singularidades en el confuso terreno del pecado, legado por sus
predecesores. Pero dicha mutación tal vez sólo sea, en el fondo, un cambio
de Iglesia, el buen uso protestante del cuerpo que suplanta el pecado
católico de la carne; el dispositivo erótico céntrado en tomo a la prohi­
bición y a la transgresión con primacía oficial de la reproducción, desmoro­
nándose en favor de una ética productivista del placer, de un movimiento
de la moral calvinista al terreno de Eros; definición de una nueva positi­
vidad en términos de rechazo y de expansión, preocupación por el buen
rendimiento hedonista del cuerpo, nuevá libido funcional que planifica
y pacifica el organismo y traslada a las partes genitales el milenarismo
de los antiguos ideales revolucionarios. Pero esta loca esperanza en los
poderes de la copulación, este escandinavismo pulsional, que cree canalizar
toda violencia y toda crueldad a través de una buena sexualidad, cono­
cerá pronto, ya está conociendo, su propia desesperación, ni los nazis ni
los stalinistas eran unos inhibidos sexuales; una vida erótica normal es
totalmente compatible con la más abyecta de las violencias. Y la idea de
inhibición es una idea no sólo estúpida sino opresiva, pues supone, en
contrapartida, el modelo totalitario de un goce como es debido.
Esa mutación se inserta en una estrategia mucho más general
de control y de integración, una nueva situación que afecta, ca­
rente de prioridad, todos los terrenos que el naciente capitalismo
entregaba a la exclusión. El New Deal rooseveltiano era el ins­
tante-pivote cuando el Capital modificaba sus estructuras para
absorber la presión obrera en lugar de combatirla, y para conver­
tir el antagonismo de clase en el mismo motor de su expansión.
Al concepto de una clase obrera enteramente al margen del sis­
tema y únicamente opuesta a él, sucede la institución de una
dase obrera en y a favor del desarrollo. De igual manera, el new
deal libidinal quiere acabar con la incompatibilidad dd sistema
y de las pulsiones, asumir la sexualidad, no marginalizar el deseo
(con todos los peligros de retorno incontrolable que supone la
práctica de exdusión), sino acogerle y aseptizarle, asignándole su
lugar, su norma, y su régimen energético, llevarle a abandonar
todo lo que escapa al imperialismo de su propio código —tal es
d mandato del orden genital.
Así, pues, el orden se ha convertido en una instancia suave
que repudia la autoridad y prefiere sustituirla con el enguaje de la
solicitud. Pero no hay que confundir esa generosidad con una
liberación. El sistema genital inaugura un tipo de coerdón carita­
tiva que engendra una miseria y una culpabilidad de las que se
esfuerza después en liberar a los seres. Las estadísticas que difun­
de, d papel de intimidación que asigna a los grandes números,
suscitan una nueva oleada de culpables, no los infractores, sino
las minoritarios. Ya no es Dios, ni siquiera la denda, quienes
dictan la ley, es el comportamiento sexual de la mayoría. El mo­
delo de orgasmo, por su parte, impuesto con una fuerza y una
intensidad increíbles, engendra, a su vez, nuevos miserables, todos
aquellos (o todas aquellas) que no pueden reconocer en su sexua­
lidad los signos sagrados dd trance, y a los que dicha carencia
remite despiadadamente a su mediocridad libidinal. La norma
orgástica fabrica la humanidad degradada que constituye su clien­
tela.3 El infierno ya no es la transgresión (ha desaparecido la ley
3. Lo demuestta un artículo aparecido en el diario oficial de una gran
universidad americana: «Cuándo podemos estar seguros de alcanzar el or­
gasmo» (The Daily Cdifornian, 19 d e . enero de 1977). Se trata de una
trascendente); tampoco es el exceso (no hay justicia inmanente,
ninguna enfermedad castiga la lubricidad); el infierno es ser dis­
tinto. En efecto, el orden normalizador sólo autoriza dos viven­
cias de la diferencia, la mala consciencia y la carencia. Mi especifi­
cidad es todo lo que me separa de los demás, todo lo que me
impide asimismo alcanzar el auténtico desarrollo. El puritanismo
quería proteger a los individuos contra su deseo; el ideal de la
plenitud toma el relevo para proteger al deseo contra su propia
diversidad.
Por consiguiente, en cierto modo, es evidente que la moral mo­
derna ha enterrado el siglo xix; el capitalismo contemporáneo se

mujer que no sabe si el placer que siente merece la prestigiosa etiqueta


orgástica, si tiene el derecho de_ bautizar de ese modo su goce, y esta
incertidumbre les atormenta a ella y a su pareja hasta el punto de
confiar a su consejero sexual su desconcierto y su angustia. ¿Qué hacer?
El terrorismo sexológico se manifiesta cumplidamente en esa pregunta;
pronto, después de cada relación, será necesario telefonear al médico,
o bien grabar la sesión, y pasarle la cinta, para saber si ha habido o no
orgasmo. ¿Para cuándo las patentes de éxtasis sexual conferidas únicamen­
te por los gineco-sexólogos que puedan acreditar siete años de estudios más
cuatro años de especialización?
En cuanto al artículo en sí, tiende únicamente a aliviar la angustia
de la «paciente»; cada orgasmo, afirma, es diferente del anterior, cada
mujer, además, puede tener su propia manera de gozar. ¿Para qué, en
suma, polarizarse en el trance final? Sigue siendo la mejor manera de no
conseguirlo; es preciso dejar de buscar para, acaso, encontrar. Ante tal
desbordamiento de liberalidad, frente a esta medicina cool, desculpabi-
lizadora, comprensiva, etc., una única observación: es precisamente su
indefinibilidad lo que hace que el orgasmo resulte terrorífico. Se finge
abrirlo a la diversidad de las experiencias carnales, pero mantener la
misma palabra para la multiplicidad de los placeres equivale a catalogar­
los sobre un patrón único, al mismo tiempo que se le irrealiza. Resultado,
el orgasmo acumula dos intimidaciones. Tiene el poder jerarquizante de
la Norma y la fuerza imprevisible de la Gracia. El éxtasis es obligatorio
y, a la vez, jamás seguro. Se trata de una referencia tanto más feroz en la
medida en que es imprecisa, una obsesión no satisfactible porque jamás
podemos estar seguros de haber satisfecho sus exigencias; el liberalismo
new-look de la sexología agrava la violencia médica puesto que nos fija
un ideal y nos retira toda seguridad de alcanzarlo, puesto que nos obliga
a obedecer una conminación pura, un orden previamente vaciado de todo
contenido, el orgasmo.
deshace de la moral burguesa que había legitimado su aparición
y facilitado su triunfo, Pero, para justificar esa liquidación, enar-
bola los mismos estandartes que el puritanismo; al igual que el
orden moralizador, el orden normalizador habla de progreso, y
habla de medicina. La continuidad léxica es más reveladora que la
metamorfosis de Jos contenidos. La necesidad de saneamiento
y de purificación inoculada al amor, el optimismo histórico de
la innovación y de la marcha lineal hacia un mayor bienestar, cons­
tituyen el triunfo semántico del siglo xix. Todos somos hijos de
Auguste Comte y de la reina Victoria; el afecto ha pasado defini­
tivamente bajo jurisdicdón médica y su historia es ascendente.4
¿Cómo se identifica al totalitarismo terapéutico? Porque ex­
plica todo sufrimiento como un síntoma de enfermedad. Porque
sustenta evidentemente la percepdón patológica del dolor. Por la
reconfortante certidumbre que nos ofrece al decirnos que si esta­
mos mal es en relación a un modelo de salud cuya ausencia y la
nostalgia consiguiente expresa nuestro malestar. La asundón mé­
dica del sufrimiento prescribe necesariamente a las pulsiones unas
satisfacdones sanas, es decir, claras y reproductibles. Esta es la
realidad del querer-sanar que nos inculca el orden terapéutico;
querer un código para su deseo, un código que le arrancara sus
propios vagabundeos asegurándole unas alegrías reconocibles, unas
intensidades familiares y accesibles. Tal vez no esté en la natura­
leza de las pulsiones perseguir un fin determinado; si la energía
libidinal asume tan apasionadamente la finalidad, si se refiere de
manera tan devota a una medida de goce, es con el fin de escapar
a lo nuevo; sólo hay código libidinal para que nada le suceda al
deseo, para que todo esté previsto, conforme, inteligible. Pues en
la tnismá medida en que el acontedmiento desordena las catego­
rías que le acogen, altera los modelos que querrían absorberle y
darle un nombre, su irmpdón es indiscerniblemente goce y sufri­
miento. Y esa ambivalenda resulta intolerable al hedonismo mé­
4. «La policía médica se sitúa casi invariablemente en el siglo xix
del lado que se ha convenido en denominar la izquierda. Está enteramente
animada por el ideal progresista de la Ciencia, heredera directa de la
Ilustración y del Jacobinismo.» (Jean Borie, Le Célibataire franfais, Sa-
gittaire, 1976, p. 104.) .
dico; no se puede sufrir la intensidad, afirma; si se sufre, es que
se está enfermo. Lo insoportable se. cuida. El nihilismo terapéu­
tico ve las experiencias dolorosas en que se aventura la libido
como unas playas pantanosas en las que se hunde. Así, pues, un
deseo medicalizado es un deseo alucinado por el miedo a lo nue­
vo, el rechazo del acontecimiento, el odio a cualquier pasividad.
La vanguardia erótica sigue rindiendo vasallaje a la medicina;
la puesta en discusión de la ortodoxia heterosexual y genital se
efectúa casi siempre en términos terapéuticos, en nombre de otra
buena naturaleza, el polimorfismo del deseo. El libertinaje avan­
zado y la sexología punta crean un nuevo ideal sanitario en el que
se apoyan los activistas del goce para tratar a los demás de inhi­
bidos, de plebeyos de Eros, de ganapanes de la bragueta. Posee­
mos todas las manías, todas las perversiones inventariadas, afir­
man; por consiguiente, hay que recorrerlas un poco a la manera
como un turista recorre, los países más exóticos a fin de aplastar
después a sus amigos con la variedad de sus experiencias. Al lado
de una violencia que dirige contra los hombres su propia preten­
sión al dominio, se encuentra en los libros de Sylvia Bourdon y de
Xaviera Hollander la molesta autosatisfacción de matrícula de
honor en sexo. Es como si ahora fuéramos colegiales las veinticua­
tro horas del día y la compulsión de clasificación no perdonara
ni a la vida erótica. El desprecio mostrado hacia la Escuela corre
paralelo a la difusión y generalización del modelo escolar; el obje­
tivo de una vida sexual intensa es poder decir: «yo soy el mejor»,
y el primer lugar ya no se obtiene únicamente por la cantidad de
las conquistas (como en la época del donjuanismo) sino mediante
la multiplicidad de los erotismos practicados. Un indicio, la recien­
te aparición de una gastronomía libidinal que distribuye dos o tres
estrellas a la pareja según las especialidades que exhibe.
Todos los libertinos, militantes del deseo, espíritus abiertos,
vanguardistas del Kama-Sutra, todos los atletas de la cama redon­
da, decathletas de la libido, despredadores de las pequeñas ale­
grías, todos esos últimos idealistas del amor, se afirman libres,
muy liberados, comprometidos en una sexualidad sin fronteras, y
sin embargo, no se diferendan en nada de los curas y los santurro­
nes que tanto condenan; siguen creyendo en la verdad del deseo,
de su deseo. Siguen teniendo un dios tiránico ante el que se pros­
ternan; tienen fe en un valor por antonomasia, llámese el cuerpo,
la acumulación, el exceso o la fiesta... mediante el cual pueden
aleccionar a los ignorantes y proponer a la humanidad enferma,
en cuanto happy few, unos remedios que la curarán de su in­
validez.
Esta es la esencia del orden, no un contenido especial, sino la
obligación de vernos bien como médicos bien como enfermos, el
hecho de no poder escapar a la alternativa terapéutica. Existe una
competencia de instituciones en el mercádo médico, pero un con­
senso acerca de la necesidad de la asistencia, la necesidad de sanar.
El orden ha dejado de dar órdenes, despacha recetas.
Como el poder ha ganado en complejidad, como ya no es total­
mente previsible ni completamente localizado, hoy se le denomina
sistema. Este término mágico contiene todos los sortilegios de una
providencia invertida. Denominar al orden sistema significa conce­
derle una omnisciencia y una lógica implacable, significa suponer­
le el dominio de todos los acontecimientos que se desarrollan en
él. Pero también significa reproducir, en el seno de una realidad
nueva, la antiquísima antinomia del poder y de sus dominados;
«ellos», los detentores o los secuaces del sistema, de los que nunca
se acaba de decir quiénes son, ni dónde están los despachos que
les albergan, pero de los que se da por supuesto, tras ese anonima­
to, que no tienen nada en común con «nosotros».
Ahora bien, si el poder no es emplazable no se debe a que haya
entrado en la clandestinidad, junto a unos individuos (en la tras­
tienda) o más allá (en una invisible trascendencia), sino precisa­
mente a que resulta imposible para cualquiera prescindir del
orden, descargarlo en una instancia exterior. Lo que yo sé del sis­
tema es lo que me dicta mi propia paranoia. El orden amoroso no
es otra cosa que la relación de intimidación recíproca que rige las
diferencias. El terrorismo es consustancial a los mismos que lo
sufren, puesto que sólo tienen una salida para salvar su propia
piel, avergonzar a los demás de sus lagunas y de su fragilidad.
Por una extraña inversión, el goce, lejos de ser la experiencia de
un desasimiento, se convierte en la baza de una encarnizada com­
petición por el dominio.
Y es allí donde las minorías constituyen un escándalo. En lug
de jugar el juego, han desplazado el sentido de la batalla. Pues el
orden sólo admite y solicita las contestaciones serias, las que, para
justificar su combate, aportan la prueba de su aptitud en susti­
tuir la autoridad o la norma que las gobierna. Ahora bien, la rei­
vindicación minoritaria es frívola, puesto que se enfrenta a un
sistema sin presentar candidatura a su sucesión, acelera la deca­
dencia de la norma, pero afirma simultáneamente su reticencia
a instalar algo en su lugar, y especialmente la singularidad (eró­
tica, cultural, social) que defiende. Cualquier disidencia se vive
como minoría cuando su finalidad ya no es ocupar sino vaciar el
centro. Conviene distinguir la afirmación minoritaria (que desti­
tuye un orden sin pretender sustituirlo) de la herejía (que se
afirma más ortodoxa que la ortodoxia que recusa).
No puede existir un orden minoritario, es una contradicción
lógica; las minorías son el deseo viviente de una heterodoxia gene­
ralizada. En el terreno amoroso, los grupos marginales (homose­
xuales, lesbianas, travestís, sadomasoquistas, pederastas...) aban­
donan la actitud crítica que, en una primera fase, había presidido
su constitución, protestar contra el aplastamiento, la persecución,
o incluso la disimetría inherente a la relación de tolerancia (la des­
viación soporta la norma; la norma tolera la desviación), ya no es
reclamar el derrocamiento de la sexualidad mayoritaria. Es posi­
ble afirmarse sin establecer, al mismo hiempo, una nueva medi­
cina, es posible expresar una salud que no suponga automática­
mente que los demás están enfermos. Al orden le gusta ser desa­
fiado, las minorías le abandonan. El Padre nos ha modelado de
manera que deseemos su muerte para sustituirle ventajosamente,
las minorías son huérfanas.
En el espacio de coexistencia que construyen las sexualidades
al margen del estatuto, el erotismo dominante puede reaparecer,
pero desposeído de su posición hegemónica, despojado de su sobe­
ranía y de su arrogancia. Las perversiones no destruyen, destitu­
yen, proclaman el futuro minoritario de la heterosexualidad. Una
vez desembarazada de su pretensión de representar lo universal, no
hay gran inconveniente en que ésta siga siendo numéricamente
mayoritaria; ya no se presenta como norma sino en d modo menor
de una singularidad más .entre otras.
Un espacio colectivo se alza contra d orden que quería borrar­
lo, pero d territorio así reconstituido no tiene nada en común
con una vanguardia. El grupo que se congrega en él no tiene una
cita con la historia, no prepara ni espera d momento en que
pasará a ser mayoritario. La afirmadón inmediata de la diferencia
no está subordinada a la conquista lejana de la norma; d presente
se emancipa de su colonización mediante d futuro. En suma, las
minorías abandonan d valor religioso de la esperanza, pero, al
dejar de esperar, no cesan de emprender.
Para d orden, no existe minoría, sólo existen unas desigual­
dades o unos individuos. En otras palabras, el orden trata la dife­
rencia bien jerarquizándola, bien induyéndola en un índice alfa­
bético dd individuo que la lleva, reduciéndola a un rasgo de ca­
rácter. Desde ese punto de vista, las mujeres son la minoría ejem­
plar, puesto que sufren simultáneamente ambas formas de perse­
cución insidiosa. Por una parté, acceden a la identidad bajo el sig­
nó de la carencia, son menos que d hombre, y esta disminudón
marca todos los aspectos de su existenda, nada de lo femenino
escapa al descrédito viril. Por otra parte, atomizadas, disudtas en
cuanto criaturas «pedales, sofa inexorablemente requeridas a
individualizar sus problemas, vivir sus dificultades o su malestar
eventual como unas desgracias privadas. Víctimas a un tiempo de
la opresión y de la solidtud. Del poder (falocéntrico) y de su in­
terpretación (psicologizante). Y esto es lo que d orden no perdona
a las mujeres, haber desprivatizado su desasosiego y su deseo,
haber suscitado unas comunidades ahí donde nuestras evidendas
sólo querían ver unos individuos. ¿En nombre de qué tantos gru­
pos, tantos vínculos colectivos, tanta efervescenda minoritaria?
¿Con qué intención? En nombre del rechazo a asumir d destino
individual que el orden impone a sus súbditos (las minorías son
fundamentalmente unos seres en hudga de individualización). Con
la intendón, después, de afirmar una singularidad que no se
condbe a sí misma como una desviadón respecto a uña norma,
ni como una norma injustamente alejada dd centro por una auto­
ridad usurpadora, sino fundamentalmente como una diferencia
que se codea con otras diferencias sin pretender englobarlas, clasi­
ficarlas, o abolirías.

Cuando decreta lo noble y lo innoble, los empareja con el


signo de igualdad; donde asoma un ridículo, revela una emoción;
afirma esencial el detalle, y denomina terror al gusto por la ver­
dad. El desorden tiene una primera cara que es el catálogo, la
equidad brutal de todos los valores, la unión de fragmentos qué
sólo tienen en común unas relaciones de diferencia sin relación
con una totalidad original perdida ni con una totalidad resultante
futura. El catálogo es la figura moderna del amor, la equiparación
absoluta de todas sus formas; esta coexistencia no es simple, puede
resultar incluso insoportable si la referimos a nuestra costumbre
secular de jerarquizar. Significa fundamentalmente que ahora ya
podemos conferir rango de dignidad amorosa tanto a los vínculos
más etéreos como a las relaciones más sórdidas y bautizar con la
palabra de eróticos tanto a idilios humildes como a intensos aco­
plamientos. Significa también que ya no existen tonterías o preocu­
paciones mezquinas de las que debiéramos avergonzarnos, pues
todos somos con igual derecho un pueblo llano del amor y unos
grandes señores libertinos tan llenos de tacto como empantanados
en nuestros problemas. Si ya no existe unidad del tiempo amoroso,
ni progreso, ni vanguardias sexuales, si ningún individuo represen­
ta de manera privilegiada la humanidad sentimental, es porque el
propio amor se convierte en una ficción de la misma manera a
como lo son sus sucesivas máscaras; pero para una de esas másca­
ras es igualmente auténtica e igualmente ficticia respecto a un
futuro que no favorece ninguna de ellas y que las visita a todas.
Ahora entramos en la época de las sexualidades exclusivas que no
se excluyen. Cada posición erótica (fidelidad/inconstancia, activo/
pasivo) se convierte en una diversión respecto a su contra­
riarse pasa de la pareja al mariposeo, de la timidez a la iniciativa,
no como de lo bueno a lo mejor sino como de una excepción a
otra, nada domina sobre nada, ninguna forma de sufrimiento o de
felicidad prevalece. (Tal vez pronto sea imaginable la indiferencia-
ción del libertinaje y de la castidad.) Pues en esta nueva igualdad
pulsional, faltan tanto los bloqueos como las «tendencias desvia­
das respecto al objetivo», tanto las perversiones como los rechazos,
tanto el centro como el objetivo han desaparecido, la reticencia
equivale a la realización, el arte de vivir se convierte en el arte
de acumular las reglas de vida, de abarcar la pluralidad de las cos­
tumbres. El desorden nos libera del monoteísmo coercitivo de Eros
y abre las puertas a todo el pequeño pueblo erótico, faunos, sáti­
ros, enanos, brujas, que ese monarca mantenía prisioneros; acto de
paganismo total que ya no recita el ateísmo codificado del «Ni
Dios ni Amo» sino que manifiesta: «Mil Dioses, mil amantes, mil
pasiones» a fin de que ninguna de ellas domine especialmente.
Se ha pretendido entender por liberación sexual, durante mu­
cho tiempo, el desarrollo de nuevas formas de amor emancipadas
de vínculos perversos, monetarios, degradados, transparencia rea­
lizada del deseo y de la satisfacción; hoy se puede entender en un
sentido menos especulativo como la yuxtaposición de todos los
acordes sentimentales, acogida de las diversidades afectuosas, em­
plazamiento de una red de compatibilidad de todos los erotismos.
Dado que expone las determinaciones del orden en el espacio de la
nomenclatura, el desorden rompe las últimas esperanzas revo­
lucionarias que se habían podido situar en el amor, prohíbe que
se le cargue con un mensaje o que se atribuya a los transportes
voluptuosos otro sentido que el de manifestar la exuberancia de
la vida. En contra de la bonita coherencia de las utopías genita­
les, restituye la temporalidad salvaje de las manías, el anti-calenda-
rio de las pulsiones, la suave sinrazón de los caprichos.
El desorden, sin embargo, es ligero en todos los sentidos de
la palabra; a saber, frívolo, con poco peso, embrionario, no anun­
cia la aurora de un nuevo mundo sino la mañana de una fina alte­
ración de éste; no es la anarquía que precede otra ley y menos
aún la consoladora crisis que tartamudearía un nuevo universo. No
tiene objetivo, ya no dice «es preciso» y se contenta con desesta­
bilizar la larga serie de procesos de dominación que han impues­
to el estado instituido, basta con que parezca frágil, estrecho, vano.
No mata el orden, se limita a permitir que sus ultimátums cesen
de legislar, y que su dominio disminuya; ataca no tanto los con­
tenidos (tal tipo de sexualidad, de goce) como las relaciones je­
rárquicas entre los contenidos, o el propio juego del código amo­
roso, impidiendo de este modo que las diferencias sean vividas
como disidencias o, peor aún, como ideales. Pues si ahora conviene
emprender una lucha en el terreno amoroso sólo puede ser una
lucha por la coexistencia; no hacerse militante de ningún camino
del deseo en especial, combatir para que todas las figuras del
eros puedan jugar simultáneamente en un espacio no discrimi­
nante. No es mi lubricidad, mis gustos, mis fantasías lo que quiero
ver reinar, sino que quiero poder reunirme con las personas que
los comparten, quiero, por consiguiente, que tengan su sitio en la
sociedad en la que vivo de la misma manera que aceptaré a mi
lado otras sexualidades divergentes de la mía. Se han acabado las
apologías de la buena genitalidad, las condenas de las desviaciones
en nombre del falo, del orgasmo, seamos conjuntamente diferen­
tes, que los incompatibles confraternicen. Unos slogans, pero
en la medida en que todos son contradictorios, basta de combates
ejemplares de valor pedagógico, de letanías de sexualidades libres
y gratuitas, reembolsadas por la Seguridad Social.
El desorden también es ligero en tanto que no desafía el orden
sino que «lo ocupa», le priva de su seriedad libidinal, fluidifica sus
instituciones. Lo es, asimismo, en la medida en que no es triun­
fante sino cínico, parasita el «sistema», aprovecha los pocos pla­
ceres que permite sin sufrir sus inconvenientes, utiliza sus reglas
para desarreglarse, pasa por unos compromisos que no le cuestan
nada, y transforma la deseada deserción en un fenómeno complejo,
formado tanto de compromisos como de rupturas, en el que ascien­
den a la superficie los diablillos ahuyentados por la norma, mien­
tras que del cielo caen a la tierra duramente las grandes divini­
dades y los arquetipos amorosos. Llanto de los reyes destrona­
dos, gritos de alegría de los clandestinos que acceden a la luz,
auténtica innovación horizontal cuyas consecuencias finales toda-
vías son imprevisibles. No olvidemos que: la nueva discontinuidad
libidinal que asoma tímidamente en nuestra época no es revolucio­
naria, se opone sin oponerse a sí misma (sin prefigurar otro or­
den, otra positividad), no es sustentadora de poder puesto que los
neutraliza todos. El desorden no es otra cosa que el movimiento
del orden en trance de desorganizarse (y de recomponerse), la
ávida voluntad de no perder nada, la posibilidad de que todo
constituya un acóntetímiento incluido lo más bajo y lo más insigni­
ficante. «Al rio seí riada cierto, todo resulta permitido» (Nietz-
sche), la corrosión de las estructuras reinantes multiplica las pe­
queñas alternativas é impide simultáneamente que cualquier alter­
nativa sea la última y la razón de existencia de las demás.
Queda, sin embargo, un último ídolo ante el cual seguimos
prbsternándonos, el famoso polimorfismo perverso, la idea según
la cual nosotros poseemos el catálogo de todos los erotismos, por­
que se nos ha conferido el mandato de desarrollarlos uno tras uno.
¡Como si uno contuviera en sí mismo todos los acontecimientos
sensuales que se puedan conocer, como si la lista de las ocurrencias
«perversas* estuviera cerrada y concluida de antemano! Yo no
quiero ser polimorfo, yo quiero únicamente ser maleable, abierto
a las singularidades ajenas sin pretender de entrada recuperar­
las por cuenta propia. Las relaciones entré sexualidades no son de
imitación sino de interferencia, de recíproca fecundación por tras­
lado; no existe una innata programación erótica para todos. Los
pequeños trucos del otro me repelen tanto como me tientan, sus
invenciones son unas sorpresas que me revelan y me turban, hay
que imaginar las contigüidades eróticas recorridas por rechazos y
atracciones indiscernibles.
Por dicho motivo no hay que despreciar los territorios amoro­
sos ya que son el primer paso hada la liquidación del Imperio
genital a partir de afinidades minúsculas e irreprimibles. Pero, por
otra parte» la pasión minoritaria es una pasión que la satisfacción
realiza y que, tan pronto como se constituye, alcanza siempre
su objeto. Resultaría completamente anodino y chovinista que
detrási de cada minoría, y como a pesar suyo, el movimiento sobe­
rano velara para relevarla y prohibir su encierro y su reclusión
en sí misma. ¿Qué pretende cada minoría en su programa? El fin
de su situación marginal, el reconocimiento del libre ejercicio de
su especificidad. ¿Qué la anima? La imposibilidad de doblegarse a
la ley dominante, la voluntad de tener un lugar, el derecho a la
existencia. Pero cada una de las minorías pretende para sí esa
plaza; eso constituye un gesto ejemplar que adquiere una dimen­
sión cacofónica en la que las sexualidades se entrechocan, se en­
frentan, se interrogan en una transfusión ilimitada. La diáspora
libidinal es una exigencia tan desmesurada que no sólo obliga a
todo el paisaje amoroso a modificarse sino a cada provincia a reor­
ganizarse en función de todas las demás. El catálogo suscita simul­
táneamente la seguridad y el desequilibrio, la distinción de las ca­
tegorías y la mezcla de los géneros. El orden separa y desune bajo
el centralismo del código; el desorden comienza cuando se reúnen
los que la sociedad había separado. Pero esta cohabitación prepara
después la contaminación. El mestizaje es la tercera cara del de­
sorden cuando el mosaico y sus fisuras sustituyen al Imperio y
sus fronteras de modo que el desarreglo sólo tiene efecto a partir
de sus espantadas y de sus patinazos. Tres movimientos, pues,
inextricablemente unidos en una batalla de la que no nos dice si
pronto veremos su desenlace; unidad hetero-genital del orden, plu­
ralidades libertinas de las minorías, circulación y división del de­
sorden. Predominio de un centro, pureza de la diferencias, caos de
lo indiferenciado, nuestra modernidad combina estos tres postula­
dos a partir de unos azares que no cesan de variar.
Unos cortocircuitos eróticos emergen y alteran desde dentro
las clasificaciones adquiridas, amenazando los conservadurismos,
desmontando los corporativismos locales, llevando los espacios a
codearse, a que se abran las vecindades, las conexiones, los desga­
rramientos.5 La mediocre llanura de las emociones codificadas se
doblega, se vacía, cuelga, se escinde, se cubre de afluyentes, todas
las energéticas amorosas escapan a su propietario legal, a los ejér­
citos que las mantienen cerradas. El mismo no cesa de extenderse,

5. Por ejemplo, yo no poseo obligatoriamente la pasión por el excre­


mento. Puede gustarme beber ocasionalmente la orina de mi compañera
o recibir sus pedos en mi boca sin ir más allá. No existe una identidad
perversa, ni una delimitación estricta de los caprichos amorosos; puedo
flirtear con la coprofagia sin ser por ello necesariamente comedor de
mierda; las manías voluptuosas son unos territorios abiertos que no perte­
necen a nadie y que cada cual ocupa o atraviesa a su capricho. Exigir
de las personas que lleguen «hasta el final de sus deseos» equivale, bajo
capa de liberación, a pretender que asuman el contenido estereotipado de
la perversión tal como lo han definido veinte siglos de cristianismo y
cincuenta años de psicoanálisis.
de hacerse incomprensible, de disimularse en unas formas que pa­
recen contradecirle; y cuanto más diversamente se encarna más
credibilidad pierde la misma noción de ideal amoroso; la apro­
ximación de todos los deseos tiende ahora a sustituir los antiguos
modelos.
Los inoculadores de desorden se multiplican, saqueando los
grandes sueños modernos de curación y de salvación. Ha comen­
zado un combate entre su turbulencia y la pasión médica por el
orden. En realidad, todavía no hemos visto nada.
Cuento del rábano rosa y de la raja roja . . . . 7

I. A r it m é t ic a s m a s c u l i n a s ........................................................... 13

Placeres visibles o E l contrato del orgasmo . . . . 15

Los avatares del portador de obelisco . . . . 17


Unas emociones estrechamente vigiladas . . . 26
La novela canónica del orgasm o ............................. 39
El prepucio-rey......................................................... 43
La excepción, única ley posible del amor . . . 50

Pornogrial o L a república de los testículos . . . . 58

El señuelo de lo que-queda-por-ver . . . . 63
Los órganos sin cuerpo........................................... 66
El an ti-re la to ......................................................... 69
Miserable m i l a g r o .................................................. 72
Imponer la m u j e r .................................................. 74
¡Conóceme!................................................................. 81
Prostitución I : Un equilibrio por sustracción . . . 95

El cu erp o-clien te.................................................. 98


El cuerpo p r o stitu id o ........................................... 107
El p o l v o .................................................................118

II. La fó r m u la : «Te a m o » ................................................. 133

La voluptuosidad r i d i c u l a ....................................135
La a le r g ia .................................................................139
El tumulto.................................................................143
¿De qué sientes m iedo?........................................... 146
El disimulo.................................................................149
La catástrofe del f a n ta s m a ....................................151
Parejas p o líg a m a s.................................................. 153
La consumación del modelo conyugal . . . . 156

III. G oce de la m u je r ............................................ 163

IV. L as e q u iv a l e n c ia s n e u t r a l iz a d a s . . . . 185

Prostitución I I : L a revuelta o E l fin de las religiones


g e n i t a l e s .................................................................187

Mil y tres razones actuales de ser cliente . . . 187


Las rameras, suspenso en revolución . . . . 191
Sobre la palabra «puta» . . . . . ..195
Las mercaderes del templo . . . . . . 202
Marx y Ulla: el trabajo a secas . . . ..206
La política de la claridad . . . . . . 210
Los cuerpos inciertos . . . . . . . 218
El coitus reservatus 222

Placeres del d iferir.................................................. 224


La desinversión de lo genital . . . . . . 228
El esquife peniano en el río Amor . . . . 232
Un Moisés sin tierra........................................... .... . 238
Los diez vagabundeos de los sexos . . . . 247

La inocencia amorosa contra la disciplina genital . . 261

V. P o l ít ic a s d e la s e d u c c ió n .................................... 297

Don Juan el anti-ligue . . . . ! . . 299


La tiranía de la mirada . . . . . . . 302
Escuchad vuestro deseo o El racismo a flor de piel . 309
Contra Don J u a n .................................... 312
El rollo antiguo y los nuevos . . . .• . • 314
¿Por dónde empezar? , . . . . .. - 318
Los dos sueños del am or........................................... 327

C o n c l u s ió n : L a c a r g a d e l d e s o r d e n l i g e r .o 331

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