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SAN AGUSTÍN:
«Obispo de Hipona, Padre y Doctor de la Iglesia. En medio de otros afanes persiguió incansablemente
la verdad hasta que dio con ella, encarnada en Cristo. Su excepcional legado es insuperable».

Le guió siempre una sed insaciable por la verdad, y no admitió cualquiera. Es uno de los
grandes Padres de la Iglesia; ha dejado tal estela en ella con su vida y con su ingente
obra, que continúa siendo inigualado. Es un referente que hallan en la intersección de un
mismo camino Oriente y Occidente. Nació en Tagaste el 13 de noviembre de 354. Tenía
un hermano y una hermana. Educado en la fe por su madre santa Mónica, hasta sus 32
años no se convirtió. Antes de cumplir los 17 había emprendido un sendero peligroso que
marcó varias décadas de su vida. Engendró un hijo en una relación irregular, defendió las
herejías maniqueas, y se aferró a las glorias de este mundo. Su madre jamás claudicó, y
al final obtuvo para él la gracia de la santidad. En las emblemáticas y profundas
Confesiones de Agustín se detecta la grandeza de alma y la pureza de corazón que tenía,
así como el alcance de su conversión que le confirió una extraordinaria sensibilidad para
reflexionar en su pasado confrontándolo con la nueva visión de la vida y del mundo que le
dio la fe. Veía el equívoco de ciertos castigos o tácticas pedagógicas recibidas en sus
años de formación que luego se tornaron sombríos para su acontecer porque, al menos
en su caso, surtieron un efecto contrario al perseguido.

Cuando partió a Cartago a finales del año 370 ya era un experto conocedor del latín. En
su nuevo destino, la ambición y la vanidad estimularon más si cabe sus afanes por el
estudio, y destacó en la retórica y en otras disciplinas. Allí se apasionó por el Hortensius
de Cicerón que comenzó a abrir un sendero de luz en su búsqueda de la verdad. Fue
también una época en la que cedió las puertas de su corazón a otras pasiones. Al tiempo
que leía y estudiaba con denuedo formándose en la filosofía, las perniciosas compañías le
iban conduciendo al abismo. Una de las preocupaciones que le acuciaban es el conocido
«problema del mal», y entre la influencia maniquea y la oscuridad en la que malvivía no
pudo hallar la respuesta óptima a esta antigua cuestión. No obstante le convenía
mantenerse vinculado a esta corriente errónea por distintos motivos en parte relacionados
también con su futuro profesional, pero también le permitía justificar la vida irregular que
llevaba siguiendo las reglas del placer. Tras la muerte de su padre enfermó, y temiendo
seguir sus pasos pensó en hacerse católico; hasta recibió instrucción para ello. Pero en
cuanto sanó, se involucró con los maniqueos y prosiguió dando tumbos. Durante nueve
años rigió la Escuela de Gramática y retórica que abrió en Tagaste y después retornó a
Cartago. En el 383 se estableció en Roma temporalmente; el maniqueísmo, que no colmó
sus aspiraciones dejándole insatisfecho, había quedado atrás.

De allí se trasladó a Milán para ocuparse de la cátedra de retórica que había obtenido.
Era el lugar elegido por la providencia para dar respuesta a la insistente súplica de su
madre por su conversión. Un prelado le aseguró: «es imposible que se pierda el hijo de
tantas lágrimas»; le creyó a pies juntillas. Agustín fue fiel a la mujer con la que convivía
hasta el año 385. Luego se desembarazó de ella. Al no querer desposarse con él, antes
de marcharse a África su compañera dejó bajo su custodia al hijo común, Adeodato,
nacido en el 372. Cuando conoció a san Ambrosio se suscitó en su corazón una profunda
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admiración por la sabiduría y rigor del obispo, y poco a poco fue adentrándose en el
misterio del amor de Dios. Pese a todo, la virtud de la castidad se le resistía, y no
terminaba de dar el paso hacia su conversión. Trataba de dilatarlo, diciendo: «Lo haré
pronto, poco a poco; dame más tiempo». Al conocer la vida de san Antonio vio que no
tenía sentido demorar su respuesta a Cristo: «¿Qué estamos haciendo? –le decía a su
estimado Alipio–. Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda
nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado.
Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido,
cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él».

Releyó con otra óptica el Nuevo Testamento, particularmente las cartas paulinas, y en
doloroso e intenso debate interior rogaba la gracia de la conversión y su perdón. Un día
oyó la voz de un niño que decía en una casa contigua: «toma y lee, toma y lee».
Interpretando que debía acudir al Evangelio, lo abrió y leyó el pasaje de Rom 13,13-14.
Instantáneamente se disiparon todas las tinieblas y se dio de bruces con esa verdad tan
ansiada que había perseguido; comprendió que era Cristo. Después, henchido de amor,
diría a ese Dios al que ya había entrañado: «Demasiado tarde, demasiado tarde empecé
a amarte […]. Me llamaste a gritos y acabaste por vencer mi sordera». El año 387 fueron
bautizados Alipio, Agustín y su hijo Adeodato, que murió más tarde.

Tras la muerte de Mónica, que supuso un duro golpe para él, el santo vivió en África tres
años entregado a la oración, al ayuno y la vida de penitencia, estado que mantuvo hasta
el final. Fue ordenado sacerdote el año 391, y en el 395 lo designaron obispo de Hipona.
Fundó un monasterio dedicado a los varones y otro a las mujeres. Predicaba y escribía
defendiendo con bravura la fe católica. Humilde y desprendido, con toda sencillez
reconocía que no era fácil la misión: «Continuamente predicar, discutir, reprender,
edificar, estar a disposición de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme
fatiga». Fue azote de los herejes y dio una inmensa gloria a la Iglesia en sus treinta y
cuatro años como prelado. Ha dejado un legado excepcional e insuperable con obras
como Sobre la Ciudad de Dios y las Retractationes, entre otras. Poco antes de morir,
estalló la guerra en el norte de África y atravesó momentos difíciles. Llegado el fin,
escribió: «Quien ama a Cristo, no puede tener miedo de encontrarse con Él». Falleció el
28 de agosto del 430. El 20 de septiembre de 1295 Bonifacio XIII lo proclamó Doctor
de la Iglesia.

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