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¡Tenés una mente primitiva!

Apenas me soltó la frase, que advertí que tenía


guardada desde mucho tiempo atrás, di por cerrada la discusión. No sé por qué motivo la
sentí como la peor de las ofensas, sabiendo que estábamos acostumbrados a hablarnos con
cierta franqueza, con códigos que nunca rompimos. Me miró más con sorpresa que con
indignación; un inesperado rubor en sus mejillas me mostraba la irrupción de lo novedoso.
A pesar de que trató de calmarme (él sabía por mis gestos el carácter de mis sentimientos),
le empujé el brazo con el que trató de generar contacto, la primera vez suavemente, la
segunda con la fuerza que generó nuestro distanciamiento. Pude ver de reojo el giro de su
mano pivoteando en la muñeca dibujando un semicírculo que no me produjo
arrepentimiento ni reflexión. Escuché la puteada entre sus dientes como el único recurso
que pudo imaginar para una reconciliación que pretendía inmediata.

¡Tenés una mente primitiva! Creo que me sirvió como excusa para alejarlo. Pero
era cierto, tengo una mente primitiva. Me asusto cuando escucho los truenos y cierro
enseguida todas las ventanas; hago los cuernitos con los dedos si escucho algún comentario
que puede devenir en una realidad no deseada; veo coincidencias en los números de las
patentes de los autos con los días del mes y los relaciono con algún evento pasado y cruzo
las escaleras por debajo, tratando de contener mi temor, con el solo fin de demostrarme que
nada de eso me da miedo. Vivimos renovando los dioses objeto de culto.

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