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A pesar de que no existe una definición exacta acerca de cuándo un texto es considerado literario, se
pueden dar dos características fundamentales de los mismos:
Su carácter ficcional.
Se hace un uso estético del lenguaje.
El concepto de ficción
El término ficción (que proviene del verbo latino fingere) significa originalmente “representar”. Son
ficciones todos aquellos discursos en los que se simulan acciones o acontecimientos imaginarios, producto
de la invención o recreación de un autor. Con el nombre de no- ficción, en cambio, se designa el discurso
que presenta situaciones reales, efectivamente ocurridas.
Los géneros literarios son, entonces, ficciones. Leamos la siguiente poesía:
La situación que presenta la obra es absolutamente verosímil, es decir, posible o creíble. Pero, al margen
del origen de la anécdota de la poesía (un episodio real o inventado), el universo que presenta es totalmente
fabulado, es producto de la invención del autor.
El pacto de ficción
El que produce literatura ofrece un mundo imaginario y el lector lo recibe como tal. De allí que no sería
necesario pedirle al autor precisiones sobre el episodio (en qué calle vivía la costurera, cómo era el nombre
de su novio, si hay testigos de lo que cuenta, etc.) o sorprenderse porque sucedan cosas que sobrepasen los
límites de lo posible (aparición de fantasmas, ángeles, desaparición de ciudades en un instante, etc.). Entre el
autor y los lectores se establece un pacto también imaginario, los lectores aceptamos que todo es una
invención. Salvo que el lector rompa ese acuerdo (¡Esto es absurdo, disparatado!) la literatura sigue
funcionando.
Empieza una discusión cualquiera en una casa cualquiera pues llega un esposo cualquiera y busca la sartén
ya que él es quien sabe hacer las comidas de sartén y ésta no aparece. Crece la discusión; llegan parientes.
Se oye un ruido. Sigue la discusión. Se busca una segunda sartén que acaso existió alguna vez. El ruido
aumenta. Tac, tac, tac. No se concluye de esclarecer qué ha pasado con la sartén, que además no era vieja; se
escuchan imputaciones recíprocas, se intercambian hipótesis; se examinan rincones de la cocina por donde
no suele andar la escoba. Tac, tac, tac. Al fin, se aclara el misterio: lo que venía cayendo escalón por escalón
era la
sartén. Ahora sólo falta la explicación del misterio: el niño, de cinco años, la había llevado hasta la azotea,
sin pensar que correspondiera restituirla a la cocina; al alejarse por ser llamado de pronto por la madre,
después de haber estado sentado en el primer escalón de la escalera,
la sartén quedó allí. Cuando trascendió el clima agrio de la discusión conyugal, la sartén para hacer quedar
bien al niño, culpable de todo el ingrato episodio, se desliza escalones abajo y su insólita presencia a la
entrada de la cocina calma la discordia.
Nadie supo que no fue la casualidad, sino la sartén. Y si es verdad que puede haberle costado poco por haber
sido dejada muy al borde del escalón, no debe menospreciarse su mérito.
Verosimilitud
En la vida social usamos la lengua para, entre otros fines, informar, expresar, ordenar, convencer. En el
discurso literario (la poesía, el cuento, la novela, el drama, etc.), en cambio, la situación es diferente.
Por ejemplo: Reconocer el uso del término “corazón” en cada uno de los fragmentos que siguen
El corazón es una víscera torácica, hueca y muscular, de forma cónica. Es el órgano principal de la
circulación de la sangre. El corazón humano está dividido en cuatro cavidades: dos aurículas y dos
ventrículos.
Xanit Hospital Internacional: Área del Corazón. Nuestra Área del corazón se caracteriza por dar una
respuesta a cualquier enfermedad cardiovascular en unidades específicas y cuenta con la
colaboración del Dr. Shäfers, uno de los líderes más reconocidos internacionalmente en Cirugía
cardiaca.
Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza
Corazón coraza - Mario Benedetti
La literatura pone en un primer plano la lengua: las palabras elegidas y su combinación. Si el poema de
Benedetti se enunciara de otra forma (por ejemplo decir, “Te tengo y no te tengo”), se perderían
precisamente esas elecciones y combinaciones, es decir, la manera particular en que el autor produjo esos
enunciados.
La función estética se manifiesta, entonces, en el modo en que se aprovechan todas las posibilidades de la
lengua: sonoras, sintácticas, gráficas, etc. (por ejemplo, las reiteraciones de sonidos, la disposición de las
palabras en la página, etc.).
La literatura, entonces, se construye a partir de otros discursos. No representa directamente la realidad sino
aquellos discursos sociales (históricos, políticos, literarios) que la circundan y atraviesan. A partir de ellos,
el discurso literario se construye y se propone como una ficción y como un objeto estético.
Callado, al oscurecer,
me llamó el enterrador;
nunca más he vuelto a ver
a la que murió de amor.
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con
un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó
el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral;
pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor
agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el
tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres
fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla.
Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un
nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta
desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de
ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed
lo devoraba.
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no
sintió nada en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la
honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz
sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse,
un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y
comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú
corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos
dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al
sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre
cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes
manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-
Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se
arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio
de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente,
cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan
fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro
también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se
precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de
muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y
de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed
disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la
mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en
Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en
el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister
Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también.
Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en
penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia
el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el
borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el
tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y
nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un
viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
-Un jueves...
Y cesó de respirar.
FIN
Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/quiroga/a_la_deriva.htm
Para comparar con la obra: https://www.youtube.com/watch?v=OtP4WwJHuy0
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-
Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco
metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al
declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus
ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando
el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes
sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio.
Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su
banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta
de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados,
Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho
más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño,
libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin
esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron
cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo
mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las
enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma,
aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para
siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita
su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí
un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar
detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba
los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo
por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y
limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del
primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor,
sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de
vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como
todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para
siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos
mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos.
Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido.
No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra
todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro.
Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando
afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero
no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de
nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se
agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de
sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera
esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se
cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener
más limpios a los muchachos.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían
con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada
acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de
los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini,
bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor
indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia
podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto
el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo
a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una
persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual,
atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a
crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les
daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados
frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche,
resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún
escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como
el que has tenido tú!
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo
hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene
la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus
bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los
matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más
efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche
pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente,
pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que
matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la
cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de
conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro
idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad
reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos
de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las
quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija
escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco,
comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales,
quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no
ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón
de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el
equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No
apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de
sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a
montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los
ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero
sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si
fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había
desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras
Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible
presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un
mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y
respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso,
conteniéndola:
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo
largo de él con un ronco suspiro.
HISTORIA CLÍNICA
Capítulo 6 - "Horacio Quiroga: La muerte lo eligió a él, y él eligió cuándo" Publicado el 19 dic. 2012
Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=KCZv81bHRZQ
Pablo Neruda, seudónimo de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, fue un poeta chileno, considerado
entre los mejores y más influyentes artistas de su siglo; «el más grande poeta del siglo XX en cualquier
idioma», según Gabriel García Márquez.
Fecha de nacimiento: 12 de julio de 1904, Parral, Chile
Fecha de la muerte: 23 de septiembre de 1973, Santiago de Chile, Chile
(…)
ustedes cuando aman
exigen bienestar
una cama de cedro
y un colchón especial
nosotros cuando amamos
es fácil de arreglar
con sábanas qué bueno
sin sábanas da igual.
te quiero en mi paraíso
es decir que en mi país
la gente viva feliz
aunque no tenga permiso
No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo
pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.
Compañera
usted sabe
puede contar
conmigo,
no hasta dos
o hasta diez
sino contar
conmigo
si alguna vez
advierte
que la miro a los ojos
y una veta de amor
reconoce en los míos
no alerte sus fusiles
ni piense qué delirio
a pesar de la veta
o tal vez porque existe
usted puede contar
conmigo
si otras veces
me encuentra
huraño sin motivo
no piense qué flojera
igual puede contar
conmigo
es tan lindo
saber que usted existe
uno se siente vivo
y cuando digo esto
quiero decir contar
aunque sea hasta dos
aunque sea hasta cinco
no ya para que acuda
presurosa en mi auxilio
sino para saber
a ciencia cierta
que usted sabe que puede
contar conmigo.
[…] He aquí el relato de cómo todo estaba en suspenso, todo tranquilo, todo inmóvil, todo apacible,
todo silencioso, todo vacío, en el cielo, en la tierra. He aquí la primera historia, la primera descripción. No
había un solo hombre, un solo animal, pájaro, pez, cangrejo, madera, piedra, caverna, barranca, hierba,
selva. Sólo el cielo existía. La faz de la tierra no aparecía; sólo existían la mar limitada, todo el espacio del
cielo. No había nada reunido, junto. Todo era invisible, todo estaba inmóvil en el cielo. No existía nada
edificado. Solamente el agua limitada, solamente la mar tranquila, sola, limitada. Nada existía. Solamente la
inmovilidad, el silencio, en las tinieblas, en la noche. Sólo los Constructores, los Formadores, los
Dominadores, los Poderosos del Cielo, los Procreadores, los Engendradores, estaban sobre el agua.
[…]Entonces celebraron consejo sobre el alba de la vida, cómo se haría la germinación, cómo se
haría el alba, quién sostendría, nutriría. […] Primero nacieron la tierra, los montes, las llanuras; se pusieron
en camino las aguas; los arroyos caminaron entre los montes; así tuvo lugar la puesta en marcha de las aguas
cuando aparecieron las grandes montañas.
[…]Entonces los Procreadores, los Engendradores, dijeron: “¿No habrá más que silencio,
inmovilidad, al pie de los árboles, de los bejucos? Bueno es, pues, que haya guardianes”; al instante
nacieron los venados, los pájaros. “Tú, venado, sobre el camino de los arroyos, en las barrancas, dormirás;
aquí vivirás, en las hierbas, en las malezas; en las selvas, fecundarás; sobre cuatro pies irás, vivirás”. Fue
hecho como fue dicho. “Pájaros, anidaréis sobre los árboles, sobre los bejucos moraréis; engendraréis, os
multiplicaréis sobre las ramas de los árboles, sobre las ramas de los bejucos”. Así los Procreadores, los
Engendradores, dieron sus casas a los animales de la tierra. Estando pues todos terminados, venados,
pájaros, les fue dicho: “Hablad, gritad; podéis gorjear, gritar. Que cada uno haga oír su lenguaje según su
clan, según su manera […] En adelante decid nuestros nombres, alabadnos, a nosotros vuestras madres, a
nosotros vuestros padres.” Pero no pudieron hablar como hombres: solamente cacarearon, solamente
mugieron, solamente graznaron; no se manifestó ninguna forma de lenguaje.
Cuando los Constructores, los Formadores, oyeron sus palabras impotentes, se dijeron unos a otros:
“No han podido decir nuestros nombres, de nosotros los Constructores, los Formadores”. “No está bien”.
[…]
Enseguida fueron ensayados seres construidos, seres formados por los Constructores, los
Formadores, los Procreadores, los Engendradores. “¿Cómo ser invocados, conmemorados, en la superficie
de la tierra? Ya hemos ensayado con nuestra primera construcción, nuestra formación, sin que por ella pueda
hacerse nuestra adoración, nuestra manifestación. […] Probemos, pues, a hacer obedientes, respetuosos
sostenes, nutridores”, dijeron. Entonces fue la construcción, la formación. De fierra hicieron la carne. Vieron
que aquello no estaba bien, sino que se caía, se amontonaba, se ablandaba, se mojaba, se cambiaba en tierra,
se fundía; la cabeza no se movía; el rostro quedábase vuelto a un solo lado; la vista estaba velada; no podían
mirar detrás de ellos; al principio hablaron, pero sin sensatez. En seguida, aquello se licuó, no se sostuvo en
pie. Entonces los Constructores, los Formadores, dijeron otra vez: “Mientras más se trabaja, menos puede él
andar y engendrar”. “Que se celebre, pues, consejo sobre eso”, dijeron. Al instante deshicieron, destruyeron
una vez más, su construcción, su formación, y después dijeron: “¿Cómo haremos para que nos nazcan
adoradores, invocadores?” […]
Al instante fueron hechos los seres construidos de madera; los hombres se produjeron, los hombres
hablaron; existió la humanidad en la superficie de la tierra. Vivieron, engendraron, hicieron hijas, hicieron
hijos. No tenían ni ingenio ni sabiduría, ningún recuerdo de sus Constructores, de sus Formadores; andaban,
caminaban sin objeto. No se acordaban de los Espíritus del Cielo; por eso decayeron. […]
Los Constructores, los Formadores se congregaron, llegaron, vinieron a celebrar consejo en las
tinieblas, en la noche. Entonces aquí buscaron, discutieron, meditaron, deliberaron. Así vinieron, a celebrar
Consejo: consiguieron, encontraron, lo que debía entrar en la carne del hombre. […]
En Casas sobre Pirámides, así llamadas, nacían las mazorcas amarillas, las mazorcas blancas. He
aquí que se conseguía al fin la sustancia que debía entrar en la carne del hombre construido, del hombre
formado: esto fue su sangre: esto se volvió la sangre del hombre: esta mazorca entró en fin en el hombre por
los Procreadores, los Engendradores. […] El alimento se introdujo en la carne, hizo nacer la gordura, la
grasa, se volvió la esencia de los brazos. Tales fueron nuestros primeros padres, tales fueron los cuatro
hombres construidos: ese único alimento entró en su carne.
Entonces tuvieron apariencia humana, y hombres fueron; hablaron, dijeron, vieron, oyeron,
anduvieron, asieron: hombres buenos, hermosos; su apariencia; rostros de varones. La memoria fue, existió.
Vieron; al instante su mirada se elevó. Todo lo vieron, conocieron todo el mundo entero; cuando miraban, en
el mismo instante su vista miraba alrededor, lo veía todo, en la bóveda del cielo, en la superficie de la tierra.
Veían todo lo escondido sin antes moverse. Cuando miraban el mundo veían, igualmente, todo lo que existe
en él. Numerosos eran sus conocimientos. Su pensamiento iba más allá de la madera, la piedra, los lagos, los
mares, los montes, los valles. Vieron en seguida el mundo entero, y después dieron gracias a los
Constructores, a Los Formadores. “Verdaderamente dos veces gracias, tres veces gracias. Nacimos, tuvimos
una boca, tuvimos una cara, hablamos, oímos, meditamos, nos movemos: bien sabemos, conocemos lejos,
cerca. Vemos lo grande, lo pequeño, en el cielo, en la tierra. ¡Gracias damos a vosotros!”
Los de lo Construido. Los de lo Formado, no escucharon esto con placer. “No está bien lo que dicen
nuestros construidos, nuestros formados. Lo conocen todo, lo grande, lo pequeño”, dijeron. Por lo tanto,
celebraron consejo Los Procreadores, los Engendrados. “¿Cómo obraremos ahora para con ellos? ¡Que sus
miradas no lleguen sino a poca distancia! ¡Que no vean más que un poco la faz de la tierra! ¡No está bien lo
que dicen. ¿No se llaman solamente Construidos, Formados? Solamente deshagamos un poco lo que
quisimos que fuesen: no está bien lo que decimos, ¿Se igualarían a aquellos que los han hecho, a aquellos
cuya ciencia se extiende a lo lejos, a aquellos que todo lo ven?” Así hablaron cuando rehicieron el ser de su
construcción, de su formación. Los ojos se turbaron; no vieron más que lo próximo, esto sólo fue claro. Así
fue perdida la Sabiduría y toda la Ciencia de los cuatro hombres, su principio, su comienzo. […]
El “Popol Vuh” es una cosmogonía. Está compuesto de una serie de relatos que tratan de explicar el origen
del mundo, de la civilización, de diversos fenómenos que ocurren en la naturaleza. Es una recopilación de
narraciones míticas, legendarias e históricas del pueblo quiché, el pueblo maya guatemalteco con mayor
cantidad de población. El libro, de gran valor histórico y espiritual, ha sido llamado Libro Sagrado o
la Biblia de los mayas quiché.
Para ver, escuchar y comparar con la obra:
https://www.youtube.com/watch?v=TDt9rQrGp1I
La trajo el temporal.
Llegó desde el norte, cortando viento, en el carro del viejo Matías. La vi llegar y se me aflojaron las piernas.
Tenía una vincha roja y el pelo revuelto por las ráfagas de viento arenoso.
El tiempo nos andaba maltratando. Una semana atrás la tormenta se había visto venir, porque estaba oscuro
el sur y en el cielo corrían los flecos de las nubes blancas colas de yegua, y en el mar saltaban como locas las
toninas: la tormenta vino, y se quedó.
Era noviembre. Las hembras de los tiburones se arrimaban a parir a la costa. Refregaban los vientres contra
la arena del fondo del mar.
Cuando la tormenta daba tregua, en esos días, los caballos percherones metían las lanchas más allá de la
rompiente y los pescadores salían mar adentro. Pero el mar estaba muy picado. Giraban los molinetes y las
redes subían hechas un revoltijo de algas y porquerías y con unos pocos tiburones muertos o moribundos. Se
perdía el tiempo desenredando y zurciendo los trasmallos. De golpe cambiaba el viento, acometía
brutalmente por el este o por el sur, se carbonizaba el cielo, las olas barrían la cubierta: había que poner proa
a la costa.
Tres días antes de que ella llegara, una lancha se había dado vuelta, traicionada por la ventolera. La marea se
había llevado a un pescador. No lo había devuelto.
Estábamos hablando de ese hombre, el Calabrés, y yo estaba de espaldas, inclinado contra el mostrador.
Entonces me di vuelta, como llamado, y la vi.
2
Esa noche contemplamos juntos, contra la ventana abierta de mi casa, los fogonazos de los relámpagos
iluminando el rancherío. Esperamos juntos los truenos, la reventazón de la lluvia.
—¿Te cocinás?
—Alguna cosa me hago, sí. Papas, pescado…
Acodado en la ventana, solo, yo pasaba las noches acariciando la botella de ginebra y esperando que
vinieran el sueño o los enfermos. Mi consultorio, piso de tierra y farol a querosén, consistía en una cama
turca y un estetoscopio, un par de jeringas, vendas, agujas, hilo de coser y las muestras gratis de remedios
que Carrizo me mandaba, de vez en cuando, desde Buenos Aires.
Con eso, y con dos años de facultad, me las arreglaba para zurcir hombres y pelear contra las fiebres.
En mis noches de aburrimiento yo sin querer deseaba alguna desgracia, para no sentirme del todo inútil.
Radio, no escuchaba, porque allá en la costa corría el peligro o la tentación de encontrarme con alguna
emisora de mi país.
—No vi ninguna mujer en el pueblito éste. ¿También de eso te retiraste?
Yo dormía solo en mi cama para faquires. Los elásticos del colchón habían atravesado la malla y las puntas
de las espirales de alambre asomaban peligrosamente. Había que dormir acurrucado para no ensartarse.
—Sí —le dije, haciéndome el gracioso—. Para mí se acabó la clandestinidad. Ya no tengo encuentros
clandestinos ni con mujeres casadas.
Nos callamos.
Fumé un cigarrillo, dos.
Al fin, le pregunté para qué había venido. Me dijo que necesitaba un pasaporte.
—¿Todavía los hacés?
—¿Pensás volver?
Le dije que estando como estaban las cosas, eso era una estupidez. Que no existía el heroísmo inútil.
—Es cosa mía —me dijo—. Te pregunté si todavía los hacés.
—Si precisás.
—¿Cuánto te lleva?
—Para los demás —le dije—, un día. Para vos, una semana.
Se rio.
Esa noche cociné con ganas por primera vez. Hice para Flavia una corvina a las brasas. Ella preparó una
salsa con lo poco que había.
Afuera llovía a cántaros.
3
Nos habíamos conocido cuando el estado de sitio. Teníamos que caminar abrazados y besarnos si se
acercaba cualquier bulto de uniforme. Los primeros besos fueron por razones de seguridad. Los siguientes,
por las ganas que nos teníamos.
En aquel tiempo las calles de la ciudad estaban vacías.
Los torturados y los moribundos se decían sus nombres y se rozaban las puntas de los dedos.
Flavia y yo nos encontrábamos en un lugar distinto cada vez, desesperados de pánico por los minutos de
atraso.
Abrazados, escuchábamos las sirenas de los patrulleros y los sonidos del paso de la noche hacia el alba. No
dormíamos nunca. Desde afuera llegaban el canto del gallo, la voz del botellero, el barullo de las latas de
basura, y entonces desayunar juntos era muy importante.
Nunca nos dijimos la palabra amor. Eso se deslizaba de contrabando, cuando decíamos: «Llueve», o
decíamos: «Me siento bien», pero yo habría sido capaz de romperle a balazos la memoria para que no
recordara nada de ningún otro hombre.
—Alguna vez —decíamos— cuando cambien las cosas.
—Vamos a tener una casa.
—Sería lindo.
Por unas noches pudimos pensar, mareados, que se luchaba para eso. Que para que eso fuera posible se
jugaba la gente.
Pero era una tregua. Pronto supimos, ella y yo, que antes nos íbamos a olvidar o a morir.
4
El cielo amaneció limpio y azul.
Al atardecer vimos, a lo lejos, puntitos que crecían, las lanchas de los pescadores. Volvían con las bodegas
repletas de tiburones.
Yo conocía esa agonía horrible. Los tiburones, estrangulados por las agallas, se revolvían contra las redes y
lanzaban mordiscones ciegos antes de caer amontonados.
5
—Aquí nadie va a encontrarte. Quedate. Hasta que las cosas cambien.
—¿Cambian solas, las cosas?
—¿Qué vas a hacer? ¿La revolución?
—Yo soy una hormiguita. Las hormiguitas no hacemos cosas tan enormes como la revolución o la guerra.
Llevamos hojitas o mensajes. Ayudamos un poco.
—Hojitas, puede ser. Algunas plantas quedaron.
—Y alguna gente.
—Sí: los viejos, los milicos, los presos y los locos.
—No es tan así.
—No querés que sea tan así.
—Estuve mucho tiempo afuera. Lejos. Y ahora… ahora estoy casi de vuelta. Cerquita, enfrente. ¿Sabés lo
que siento? Lo que sienten los bebitos cuando se miran el dedo gordo del pie y descubren el mundo.
—A la realidad se le importa el pito lo que sientas.
—Y entonces, ¿nos vamos a quedar llorando en los rincones?
—Seis por siete te da cuarenta y dos, en vez de noventa y cuatro, y te ponés furiosa: ¿quién es el hijo de puta
que anda cambiando los números?
—Pero… ¿me querés decir con qué se voltea una dictadura? ¿Con flechitas de papel?
—Ah, sí. La heroína solitaria busca la muerte. No; no es machismo pequeño-burgués. Es hembrismo.
—¿Y lo tuyo? Peor. Es egoísmo.
—O cobardía. Decilo.
—No, no.
—Decime maula. Decime desertor.
—No entendés, Flaco.
—Sos vos la que no entendés.
—¿Por qué reaccionás así?
—¿Y vos?
—Ya sé que no necesitás probarte nada. No seas bobo.
—Y sin embargo, me dijiste que…
—Y vos también me dijiste. ¿Vamos a volver a empezar? Tá. Yo estuve mal.
—Perdoname.
—Sería una estupidez pelearnos en estos pocos días que…
—Sí. En estos pocos días.
—Flaco.
—¿Qué?
—¿Sabés una cosa, Flaco? Estamos todos guachos.
—Sí.
—Todos. Guachos.
—Sí. Pero yo te quiero.
6
Íbamos a visitar al Capitán.
En tierra estaba como de paso, el Capitán. Su verdadera residencia era el mar, la lancha Forajida que se
perdía lejos del horizonte en los días buenos.
Había levantado una toldería entre los robles, para los días malos, y allí se echaba a matear a la sombra,
rodeado por sus perros flacos y las gallinas y los chanchos criados a la buena de Dios.
El Capitán tenía músculos hasta en las cejas.
Nunca había escuchado un pronóstico del tiempo ni consultado una carta de navegación, pero conocía como
nadie el mar aquel.
A veces, al atardecer, yo me iba a la playa para verlo llegar. Lo veía de pie en la proa, con las piernas
abiertas y los puños en la cintura, acercándose a la costa, y le adivinaba la voz dando órdenes al timonel. El
Capitán se iba arrimando, al borde de la ola brava; la montaba cuando él quería, cabalgaba sobre ella, la
domaba; se hacía llevar suavecito hasta la costa.
El Capitán hacía lo suyo, y lo hacía bien, y amaba lo que hacía y lo que había hecho. Me gustaba escucharlo.
Si un norte se te ha perdido, por el sur anda escondido. El Capitán me enseñó a presentir los cambios de
viento. También me enseñó por qué los tiburones, que no tienen marcha atrás ni otro olfato que el de la
sangre, se enredan en los trasmallos, y cómo las corvinas negras comen mejillones en el fondo del mar, boca
abajo, escupiendo las cáscaras, y cómo hacen el amor las ballenas en los helados mares del sur y asoman a la
superficie con las colas enroscadas.
Había andado por el mundo el Capitán. Escucharlo era como emprender un largo viaje al revés, desde el
destino hasta el puerto de partida, y por el camino aparecían el misterio y la locura y la alegría del mar y
alguna vez, rara vez, también el mudo dolor. Las historias más antiguas eran las más divertidas y yo me
imaginaba que en los años mozos, antes de las heridas de las que poco hablaba, el Capitán había sabido ser
feliz hasta en los velorios.
A la toldería del Capitán llegaban, mientras charlábamos, el rumor de una sierra sinfín y los mugidos de las
vacas en el tambo y también los martillazos del zapatero ablandando cueros sobre la plancha de hierro que
sostenía en las rodillas.
Me hablaba de mi ciudad, que la conocía bien. Conocía el puerto, mejor dicho, y la bahía, pero sobre todo
los callejones del bajo y los bares. Me preguntaba por ciertos cafetines y recovas y yo le decía que habían
desparecido y él se callaba y escupía tabaco.
—A estos tiempos de ahora, yo no les creo —decía el Capitán.
Una vez me dijo:
—Cuando las paredes duran menos que los hombres, las cosas no andan bien. En tu país las cosas no andan
bien.
También hablaba del pasado de aquel pueblito de pescadores, que había conocido sus épocas de gloria
cuando el hígado del tiburón valía su peso en oro y los marineros pasaban las noches de temporal con una
puta francesa en cada rodilla y algún enano abanicando y los guitarreros cantando coplas de amor.
A Flavio la miró, desde el pique, con desconfianza.
Frunció el ceño y le habló bajito, para que no oyera.
—Cuando este hombre vino aquí —le mintió, señalándome— él mismo mató al caballo que lo trajo. Lo
mató de un tiro.
7
En plena noche, nos despertaron los golpes y los gritos. Por poco o me voltean la puerta.
Nos fuimos volando, con Flavia, a lo del manco Justino. Agarré lo que pude.
Años atrás, un tiburón tigre había arrancado el brazo de Justino. El tiburón se le había dado vuelta cuando él
lo estaba desenredando. Yo a Justino lo conocía poco, pero eso se sabía.
En el rancho, se tambaleó el farol a querosén.
La mujer del manco aullaba con las piernas abiertas. Tenía los muslos hinchados y violetas. En la piel tirante
se veía una selva de venitas.
Un perro vino a esconderse bajo la cama y lo saqué a patadas.
Me eché con alma y vida sobre el vientre de la mujer. Ella aullaba como una bestia, aullaba y puteaba, no
doy más, me duele, carajo, me muero, hirviendo de sudor, y ya la cabecita había asomado entre las piernas
pero no salía, no salía nunca, y yo hacía fuerza con todo el cuerpo y en eso la mujer pegó un manotazo a un
travesaño de palo, que casi se vino el techo abajo, y lanzó un grito largo y filoso.
Flavia estaba a mi lado.
Me quedé paralizado. La chiquilina había salido con dos vueltas de cordón enroscadas al cuello. Tenía la
cara morada, pura hinchazón, sin rasgos, y estaba toda aceitosa y envuelta en mierda verde y sangre y tenía
el dolor en la cara. No se le veían las facciones pero se le veía el dolor en la cara, y creo que yo pensé:
«Pobrecita», pensé: «Ya, tan temprano».
Yo temblaba de la cabeza a los pies. Quise agarrarla. Me faltaban manos. Se resbaló.
Fue Flavia la que desenroscó el cordón. Yo atiné, no sé cómo, a atarle un par de nudos bien fuertes, con un
piolín cualquiera, y con una yilé corté el cordón de un tajo.
Y esperé.
Flavia la tenía en el aire, agarrada por los tobillos.
Le pegué un golpecito en la espalda.
Pasaban los segundos.
Nada.
Y esperamos.
Creo que el manco estaba en la puerta, de rodillas, rezando. La mujer gemía, se quejaba con un hilo de voz.
Estaba lejos. Y nosotros esperando, con la gurisa cabeza abajo, y nada.
Volví a golpearle la espalda.
Me mareaba aquel dolor inmundo y dulzón.
Entonces de golpe, Flavia le abrazó la cabeza y se la llevó a la boca y la besó violentamente. Aspiró y volvió
a aspirar y a escupir costras y flemas y baba blanca. Y por fin la gurisa lloró. Había nacido. Estaba viva.
Me la dio y la lavé. Entró la gente. Flavia y yo salimos.
Estábamos exhaustos y atontados. Nos fuimos a sentar a la arenera, junto al mar, y sin decirnos nada nos
preguntábamos: «¿Cómo fue?», «¿cómo fue?»
Y yo confesé:
—Nunca había estado. No sabía cómo era. Para mí fue la primera vez.
Y ella dijo:
—Yo tampoco.
Apoyó la cabeza contra mi pecho. Sentí la presión de sus dedos hundiéndose en mi espalda. Adiviné que
tenía lágrimas presas entre las pestañas.
Después, al rato, preguntó, o se preguntó:
—¿Cómo será, tener un hijo? Un hijo de una.
Y dijo:
—Yo nunca voy a tener.
Y después vino un marinero, de parte del manco, a preguntar a Flavia cuál era su nombre. Precisaban el
nombre para el bautismo.
—Mariana —dijo Flavia.
Me sorprendí. No dije nada.
El marinero nos dejó una botella de grapa. Bebí del pico. Flavia también.
—Siempre quise llamarme así —me dijo.
Y yo recordé que ése era el nombre que figuraba en el pasaporte que estaba haciendo —lento, lento— para
que ella se fuera.
8
Sumergí las fotos en té, para envejecerlas. Borré letra por letra, con unos ácidos franceses que tenía
guardados. Pasé disán sobre la huella digital y después goma de pan y goma de tinta. Alisé las hojas con la
plancha tibia. El pasaporte quedó desnudo. Lo fui vistiendo, de a poquito. Calqué sellos y firmas. Después
froté las hojas con las uñas.
9
Se acercaba el fin de año. Flavia llevaba un mes allí. La luna nació con los cuernos para arriba.
Lejos, no tan lejos, alguien se emputecía, alguien se rompía, alguien se volvía loco de soledad o de hambre.
Se apretaba un botón: la máquina zumbaba, crepitaba, abría las mandíbulas de acero. Un hombre conseguía
ver a su hijo preso después de mucho tiempo, a través de una reja, y lo reconocía solamente por los zapatos
marrones que él le había regalado.
—Deciles a esos perros que se callen.
Flavia era culpable de comer caliente dos veces al día y tener abrigo en invierno, y libertad, y me dijo:
—Deciles a esos perros que se callen. Si se callan, me quedo.
10
Nos dormimos tarde y me desperté solo. Me serví ginebra. La mano me temblaba. Apreté el vaso. Lo
estrujé. Lo rompí. La mano me sangró.
11
Como al mes, llegó Carrizo. Le costó decírmelo. No quise detalles. No quise guardar de ella la memoria de
una muerte repugnante. Así que me negué a saber si la habían asfixiado con una bolsa de plástico o en la
pileta de agua y mierda o si le habían reventado el hígado a patadas.
Pensé en lo poco que le había durado la alegría de llamarse Mariana.
12
Decidí irme con Carrizo, al amanecer.
El viejo Matías, que era baqueano, nos preparó los caballos. Él nos iba a acompañar.
Me esperaron al otro lado del arroyo. Yo fui a despedirme del Capitán.
—¿No me va a dejar darle un abrazo?
El Capitán estaba de espaldas. Oyó mis explicaciones. Abrió la ventana, investigó el cielo, olió la brisa. Era
buen día para navegar.
Calentó agua, parsimonioso, para el mate. No decía nada y seguía dándome la espalda. Yo tosí.
—Andate —me dijo, ronco, por fin—. Andate de una vez.
—Te vamos a quemar la casa —me dijo— y todo lo tuyo.
Monté y me quedé esperando, sin decidirme.
Entones él salió y pegó un rebencazo en el anca del caballo.
13
Íbamos al trote largo y pensé en ese cuerpo tierno y violento. Me perseguiría hasta el final, pensé. Cuando
abra la puerta voy a querer encontrar algún mensaje de ella, y cuando me desplome para dormir en algún
suelo o cama voy a escuchar y contar los pasos en la escalera, uno por uno, o el crujido del ascensor, piso
por piso, no por miedo a los milicos sino por las ganas locas de que ella esté viva y vuelva. La confundiré
con otras. Le buscaré el nombre y la voz y la cara. Le sentiré el olor en la calle. Me voy a emborrachar y no
me servirá de nada, pensé y supe, como no sea con saliva o lágrimas de esa mujer.
Eduardo Galeano | Del libro «Contraseña», publicado en 1985, Ediciones del Sol.