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LA LUCHA DE CLASES
Una historia política y filosófica
E L V I E J O TO P O
© 2013, Gius. Laterza & Figli
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pedía a cientos o miles de activistas de la CGIL, el sindicato acusado
de un radicalismo inadmisible (Turone 1973, p. 259). No era, ni
mucho menos, una práctica propia de un país poco desarrollado. Al
contrario, el modelo era Estados Unidos, donde desde hacía tiempo
existían los yellow-dog contracts, merced a los cuales, al ser contrata-
dos, los obreros y empleados se comprometían (eran obligados a
comprometerse) a no afiliarse a ningún sindicato. ¿Realmente había
cesado la lucha de clases, o lo que había cesado en gran medida era
la libertad sindical, como confirmación de la lucha de clases?
Los años siguientes fueron los del «milagro económico». Pero vea-
mos lo que sucedía en 1969 en el país-guía de Occidente, dando la
palabra a una revista estadounidense de difusión internacional (Se-
lecciones del Reader’s Digest), dedicada a la propaganda del American
Way of Life. «Hambre en América» era el título, de por sí elocuente,
de un artículo que proseguía así:
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En los años siguientes, dejando atrás sus fantásticas afirmaciones-
previsiones de mediados del siglo XX, Dahrendorf (1988, p. 122) to-
maba nota de que en Estados Unidos se producía «un aumento del
porcentaje de pobres (a menudo en activo)». La observación más in-
teresante e inquietante se encerraba en un paréntesis de apariencia
trivial: ¡ni siquiera el puesto de trabajo evitaba el riesgo de pobreza!
La figura del working poor, tan olvidada, volvía a ser de actualidad, y
con esta figura asomaba el fantasma de una lucha de clases, que pa-
recía exorcizado de una vez por todas. Sin embargo, en este mismo
periodo de tiempo, un ilustre filósofo, Jürgen Habermas (1986, p.
1012), volvía a defender las posiciones abandonadas por el ilustre
sociólogo. Sí, para confutar a Marx y su teoría del conflicto y la lucha
de clases no había más que mirar alrededor y ver «la pacificación del
conflicto de clases, obra del estado social» que «en los países occiden-
tales» se había desarrollado «a partir de 1945» gracias al «reformis-
mo basado en el instrumental de la política económica keynesiana».
Salta de inmediato a la vista una primera inexactitud: este plantea-
miento, si acaso, podía ser válido para Europa Occidental, pero no
para Estados Unidos, donde el estado social nunca tuvo mucho
arraigo, como confirma el panorama angustioso que acabamos de
ver.
Pero no es este el aspecto esencial. La tesis de Habermas se carac-
teriza sobre todo por la falta de una pregunta que, sin embargo, ten-
dría que haber sido obvia: ¿el estado del bienestar fue el colofón
inevitable de una tendencia intrínseca del capitalismo o, por el con-
trario, el fruto de una movilización social y política de las clases subal-
ternas, y en última instancia de una lucha de clases? Si el filósofo
alemán se hubiera hecho esta pregunta quizá habría evitado dar por
descontada la permanencia del estado social, cuya precariedad y cuyo
progresivo desmantelamiento están hoy a la vista de todos. Quién
sabe si mientras tanto Habermas, que hoy está considerado el here-
dero de la Escuela de Fráncfort, ha abrigado alguna duda. En Occi-
dente el estado social no tomó forma en EEUU sino en Europa,
donde el movimiento sindical y obrero estaba tradicionalmente más
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arraigado, y tomó forma durante los años en que este movimiento
era más fuerte que nunca, a causa del descrédito que las dos guerras
mundiales, la Gran Depresión y el fascismo habían proyectado sobre
el capitalismo. Pues bien, ¿todo esto es la confutación o la confirma-
ción de la teoría marxiana de la lucha de clases?
El filósofo alemán señaló el año 1945 como punto de partida de
la construcción del estado social en Occidente y el debilitamiento y
la desaparición de la lucha de clases. El año anterior, durante una
visita a Estados Unidos, el sociólogo sueco Gunnar Myrdal (1944,
p. 1) había llegado a una rotunda conclusión: «La segregación se
está volviendo tan completa que un blanco del Sur solo ve a un ne-
gro como sirviente y en situaciones parecidas, formalizadas y nor-
malizadas, propias de las relaciones entre castas». Dos décadas
después, la relación siervo-amo entre negros y blancos todavía dis-
taba mucho de haber desaparecido: «En los años sesenta el gobierno
usó como conejillos de Indias a más de 400 hombres de color de
Alabama. Estaban enfermos de sífilis y no los curaron porque las
autoridades querían estudiar los efectos de la enfermedad sobre “una
muestra de la población”» (R. E. 1997). Las décadas que van desde
el fin de la segunda guerra mundial hasta la «pacificación del con-
flicto de clase» son al mismo tiempo el periodo histórico en que es-
talló la revolución anticolonial. Los pueblos de Asia, África y
América Latina se sacudieron el yugo colonial o semicolonial, mien-
tras en Estados Unidos arreciaba la lucha de los afroamericanos por
poner fin al régimen de segregación y discriminación racial que se-
guía oprimiéndoles, humillándoles y relegándoles a los segmentos
inferiores del mercado del trabajo e incluso tratándoles como cone-
jillos de Indias. Esta gigantesca ola revolucionaria, que modificó
profundamente la división del trabajo a escala internacional y en el
país-faro de Occidente, ¿tiene algo que ver con la lucha de clases?
¿O la lucha de clases solo es el conflicto que enfrenta en un país ais-
lado a los proletarios con los capitalistas, al trabajo dependiente con
la gran burguesía?
Esta última es claramente la opinión de un historiador inglés fa-
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moso en nuestros días, Niall Ferguson: en la gran crisis histórica de
la primera mitad del siglo XX la «lucha de clases», o mejor dicho «las
presuntas hostilidades entre proletariado y burguesía», tuvieron un
papel muy modesto; en cambio fue decisiva la que Hermann Göring,
volviendo la mirada sobre todo al choque entre el Tercer Reich y la
Unión Soviética, llamó la «gran guerra racial» (infra, cap. VI, § 8).
El intento de la Alemania nazi de reducir a los eslavos a la condición
de esclavos negros al servicio de la raza de los señores, y la resistencia
épica de pueblos enteros a esta guerra de sometimiento colonial y es-
clavización sustancial, en suma, la «gran guerra racial» fomentada
por el Tercer Reich, ¿no tiene nada que ver con la lucha de clases?
No cabe duda: para Dahrendorf, Habermas y Ferguson (pero
también, como veremos, para prestigiosos autores de orientación
marxista y posmarxista), la lucha de clases remite exclusivamente al
conflicto entre proletariado y burguesía, es más, al conflicto entre
proletariado y burguesía cuando se agudiza y las dos partes son cons-
cientes de él. Pero ¿era esta la visión de Marx y Engels? Como es sabi-
do, después de evocar el «fantasma del comunismo» que «recorre
Europa» y aún antes de analizar la «lucha de clases (Klassenkampf)
en desarrollo» entre proletariado y burguesía, el Manifiesto del partido
comunista empieza enunciando una tesis que se haría famosísima y
estaría muy presente en los movimientos revolucionarios de los siglos
XIX y XX: «Hasta nuestros días, la historia de la Humanidad ha sido
una historia de luchas de clases» (Klassenkämpfe) (MEW, 4; 462 y
475). El paso del singular al plural da a entender claramente que la
lucha de clases entre el proletariado y la burguesía es solo una de
ellas, y que las luchas de clases, puesto que recorren en profundidad
la historia universal, no son una característica exclusiva de la sociedad
burguesa e industrial. Por si hubiera dudas, varias páginas después el
Manifiesto insiste: «Hasta hoy en día la historia de todas las socieda-
des existentes ha sido una constante sucesión de antagonismos de
clases, que revisten diversas modalidades según las épocas» (MEW,
4; 480). De modo que no solo se declinan en plural las «luchas de
clases», sino también las «modalidades» que revisten en las distintas
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épocas históricas, en las distintas sociedades, en las distintas situa-
ciones concretas que se presentan. Pero ¿cuáles son las múltiples lu-
chas de clases o las múltiples configuraciones de la lucha de clases?
Para responder a esta pregunta es preciso reconstruir en el plano
filológico y lógico el significado de una teoría y los cambios y las os-
cilaciones que ha experimentado. Pero no basta con la historia del
texto, hay que repasar también la historia real. Se impone una relec-
tura doble, de carácter histórico-teórico: por un lado es preciso arro-
jar luz sobre la teoría de la lucha de clases enunciada por Marx y
Engels, encuadrándola en la historia de la evolución de los dos filó-
sofos y militantes revolucionarios y de su participación activa en las
luchas políticas de su tiempo; por otro es preciso verificar si dicha
historia es capaz de explicar la historia mundial, intensa y atormen-
tada, que arranca del Manifiesto del partido comunista.
La primera relectura, por lo tanto, aborda el tema de la lucha de
clases en «Marx y Engels». Pero ¿es legítimo establecer una conexión
tan estrecha entre los dos? Aclaro rápidamente los motivos de mi
planteamiento. En el ámbito de una división del trabajo y un reparto
de tareas pensado y acordado entre ambos, los dos autores del Ma-
nifiesto del partido comunista y de otras obras no menos importantes
mantienen una relación de constante colaboración y asimilación re-
cíproca de su pensamiento. Por lo menos en lo referente al plano más
estrechamente relacionado con la política y la lucha de clases, se
consideran miembros o dirigentes de un solo «partido». En una carta
a Engels del 8 de octubre de 1858, después de plantear un impor-
tante problema teórico y político (¿puede producirse en Europa una
revolución anticapitalista mientras el capitalismo sigue en fase ascen-
dente en la mayor parte del mundo?), Marx exclama: «¡He aquí un
asunto difícil para nosotros!» (MEW, 29; 360). Quien debe responder
no es un intelectual individual, aunque sea genial, sino el grupo di-
rigente de un partido político en formación. En efecto, los adeptos
de este «partido» hablan de «Marx y Engels» como una fraternidad
intelectual y política indisoluble, como un grupo dirigente de partido
que piensa y actúa al unísono. De la misma opinión son también sus
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adversarios, empezando por Mijaíl A. Bakunin, que también junta
repetidamente en su crítica a «Marx y Engels» o a «los señores Marx
y Engels», o fustiga al «señor Engels» como alter ego de Marx (en En-
zensberger 1977, pp. 401, 356 y 354). Otros adversarios ponen en
guardia contra «la camarilla de Marx y Engels» o ironizan sobre el
«señor Engels, primer ministro de Marx» o sobre «Marx y su primer
ministro» (en Enzensberger 1977, pp. 167, 296 y 312). Tan estrecho
es el vínculo entre los dos grandes intelectuales y militantes revolu-
cionarios que a veces se habla de «Marx y Engels» en singular, como
si se tratase de un solo autor y una sola persona: el primero lo señala
en una carta al segundo del 1 de agosto de 1856 (MEW, 29; 68).
Es evidente que se trata de dos individualidades, y las diferencias
que subsisten inevitablemente entre dos personalidades distintas
deben tenerse en cuenta y, llegado el caso, destacarse; pero sin crear
por ello una especie de escisión póstuma en un «partido» o en un
grupo dirigente de partido, que supo afrontar unido los innumera-
bles desafíos de su tiempo. Así pues, ¿qué entienden Marx y Engels
por lucha de clases?
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la burguesía. Pero ¿se agota con esto la lucha por la «emancipación
humana», por la «emancipación universal»?
Poco antes de hacer el llamamiento final a la «revolución comu-
nista» y al derrocamiento «por la violencia de todo el orden social
existente», el Manifiesto del partido comunista también invoca la «li-
beración nacional» de Polonia (MEW, 4; 492-493). Aquí aparece
una consigna nueva. Engels, desde sus primeros escritos e interven-
ciones, se pronuncia por la «liberación de Irlanda» (MEW, 4; 443) o
por la «conquista de la independencia nacional» (MEW, 2; 485) em-
prendida por un pueblo que sufre una «opresión de cinco siglos»
(MEW, 1; 479). A su vez, después de haber reclamado ya a finales de
1847 la «liberación» de las «naciones oprimidas», Marx no se cansa
de llamar a la lucha por «la emancipación nacional de Irlanda» (MEW,
4; 416 y 32; 669).
Veamos: la revolución radical invocada por Marx y Engels no solo
propugna la liberación/emancipación de la clase oprimida (el prole-
tariado), sino también la liberación/emancipación de las naciones
oprimidas. Después de mencionar rápidamente el problema de la «li-
beración nacional» de Polonia, el Manifiesto termina con la exhorta-
ción: «¡Proletarios de todos los países, uníos!». Este famosísimo
llamamiento también es la conclusión del Manifiesto inaugural de la
Asociación Internacional de los Trabajadores fundada en 1864. Pero
en este texto se dedica un amplio espacio a una «política exterior»
que impida «el asesinato de la heroica Polonia», de Irlanda y de otras
naciones oprimidas, se comprometa con la abolición de la esclavitud
de los negros en Estados Unidos y acabe con las «guerras de filibus-
teros» del «Occidente europeo» en las colonias (MEW, 16; 13).
La lucha por la emancipación de las naciones oprimidas no es
menos importante que la lucha por la emancipación del proletariado.
Las dos luchas se siguen y promueven con la misma pasión. En
agosto de 1844 Marx escribe a Feuerbach:
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y la nobleza de ánimo (Adel) de esta gente destruida por la
fatiga […]. En todo caso, es entre estos «bárbaros» de nuestra
sociedad civilizada donde la historia prepara las fuerzas prác-
ticas para la emancipación del hombre (MEW, 27; 426).1
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gonistas serían, por un lado, los obreros ingleses, y por otro la nación
irlandesa como tal. Los primeros están llamados a apoyar la «lucha
nacional irlandesa» y distanciarse de la política que aplican los «aris-
tócratas y capitalistas» ingleses «contra Irlanda» en conjunto. Dura y
despiadada es la opresión ejercida por las clases dominantes inglesas,
pero por suerte se puede contar con el «carácter revolucionario de
los irlandeses» (MEW, 32; 667-669), una vez más considerados en
conjunto. El llamamiento es a aplicar en primer lugar este arrojo re-
volucionario a la lucha de liberación nacional. Se invita a la nación
oprimida a luchar partiendo de una base nacional lo más amplia po-
sible, mientras que en la nación opresora la tarea del proletariado
consiste en acrecentar el antagonismo con la clase dominante, pro-
moviendo así su propia emancipación «humana» a la vez que contri-
buye a la emancipación nacional de la nación oprimida.
Marx y Engels no llegan sin oscilaciones a esta plataforma teórica:
«se puede decir que Irlanda es la primera colonia inglesa», le escribe
el segundo al primero en una carta de mayo de 1856 (MEW, 29; 56).
Esto nos transporta al mundo colonial, fuera de Europa, y sobre todo
a la India, a la que tres años antes Marx llamaba «la Irlanda de
Oriente» (MEW, 9; 127 y MEGA, I, 12; 166). A la situación trágica
de la India remite ya la Miseria de la filosofía, que llama la atención
sobre una realidad generalmente obviada por los economistas burgue-
ses, empeñados en demostrar la capacidad del capitalismo de mejo-
rar la condición de la clase obrera. Estos economistas no mencionan
a «los millones de obreros que han tenido que morir en las Indias
Orientales para deparar al millón y medio de obreros, que trabajan
en Inglaterra en la misma industria, tres años de prosperidad sobre
diez» (MEW, 4; 123-124). Aquí la confrontación es entre unos obre-
ros y otros, y es una confrontación que pone en evidencia la diversidad
de las condiciones entre metrópoli capitalista y colonias. Veamos
ahora el panorama que presenta un artículo de Marx de julio de 1853.
Después de describir la trágica situación de la India y las nuevas in-
quietudes que la agitan tras el encuentro-choque con la cultura euro-
pea (representada por los colonizadores ingleses), el texto prosigue así:
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Los indios no cosecharán los frutos de los elementos de una socie-
dad nueva que ha sembrado entre ellos la burguesía británica hasta
que en la propia Inglaterra el proletariado industrial no derribe a
las clases dominantes, o hasta que los propios hindúes sean lo bas-
tante fuertes como para sacudirse el yugo del dominio inglés
(MEW, 9; 224 y MEGA, I, 12; 251).
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Se podría llegar a una conclusión desconcertante: mientras Marx
y Engels, por un lado, insisten en el hecho de que «toda sociedad»,
en el transcurso de su desarrollo, está marcada por la lucha de clases
y de que «todas las luchas de la historia» son luchas de clases, por
otro solo recurrirían a su teoría de un modo ocasional e intermitente.
¿El asunto se plantea realmente en estos términos? Conviene partir
del testimonio (verano de 1872) del socialista francés Charles Lon-
guet, quien, después de honrar a los «mártires» de la Comuna de
París, sigue hablando desde el «templo del materialismo histórico»,
la casa de Marx (una casa que conoce bien, porque es yerno del gran
filósofo revolucionario):
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lleva luto y su cruz polaca sobre una escarapela verde» (MEW, 31;
392). El símbolo de la lucha de liberación nacional del pueblo polaco
(la cruz) se junta así con el verde de la causa irlandesa. Al recibir la
carta de su amigo, Engels le contesta inmediatamente, el 29 de no-
viembre: «No hace falta que te diga que en mi casa también predomi-
nan el negro y el verde» (MEW, 31; 396), los colores que simbolizan
el luto infligido por el verdugo británico al movimiento de liberación
nacional del pueblo irlandés.
Los dos filósofos y militantes revolucionarios comparan a las vícti-
mas de Manchester con John Brown, el abolicionista que había in-
citado a la rebelión a los esclavos del sur de Estados Unidos y luego
había afrontado valientemente el patíbulo (MEW, 31; 387 y 16;
439). Esta comparación de los independistas irlandeses con el cam-
peón del abolicionismo confirma la pasión con que Marx y Engels
siguen los «movimientos de las nacionalidades oprimidas» y el papel
central que a su juicio desempeñan estos movimientos en el proceso
de emancipación de la humanidad.
No solo la hostilidad, también la indiferencia con las naciones
oprimidas merece una dura condena política y moral. El Manifiesto
inaugural acusa a «las clases superiores de Europa» occidental y en
particular de Inglaterra por su política antiobrera, por supuesto, pero
también por su apoyo a los secesionistas sudistas de Estados Unidos
y por «la aprobación vergonzosa, la simpatía irónica y la indiferencia
idiota» con que observan la tragedia de la nación polaca (MEW, 16;
13). Cuando afecta un aire de superioridad ante esta tragedia, Pie-
rre-Joseph Proudhon, a juicio de Marx, da muestras de «cinismo»,
un cinismo nada inteligente (infra, cap. IV, § 1).
Entonces, ¿el interés por la «política exterior» no tiene nada que
ver con la lucha de clases, o más bien es una distracción de ella? En
realidad, según el testimonio de Longuet, la simpatía apasionada por
los «movimientos de las nacionalidades oprimidas» arde en el «templo
del materialismo histórico», en el templo de la doctrina que lee la
historia como historia de la lucha de clases. Ya en julio de 1848, el
mismo año en que se publicó el Manifiesto del partido comunista, En-
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gels evocaba e invocaba una «política internacional de la democracia»
revolucionaria (MEW, 5; 156). Dieciséis años después, la Asociación
Internacional de los Trabajadores, en el momento de su fundación,
afirma en la pluma de Marx que es necesaria una «economía política
de la clase obrera» pero que no basta con eso; es preciso enseñar «a
los trabajadores el deber de iniciarse en los misterios de la política
internacional, de vigilar la actividad diplomática de sus gobiernos
respectivos, de combatirla, en caso necesario, por todos los medios
de que dispongan»; tienen que darse cuenta de que la lucha por una
«política exterior» de apoyo a las naciones oprimidas forma parte de
la «lucha general por la emancipación de la clase obrera» (MEW, 16;
11 y 13). ¿Cómo explicar esta afirmación tan rotunda?
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Junto a la «liberación» o a la «emancipación económica del pro-
letariado», Marx y Engels, como sabemos, reivindican la «liberación»
o la «emancipación» de las «naciones oprimidas». ¿Es lucha de clases
la que aspira a la liberación/emancipación de las clases explotadas
pero no la que se propone conseguir la liberación/emancipación de
las naciones explotadas (y oprimidas)? ¿Es lucha de clases la que tiene
por protagonista a una clase que ha conseguido la emancipación po-
lítica pero no la económica y social, y en cambio no sería lucha de
clases la de una nación que aún no ha logrado la misma emancipa-
ción política?
Al no haber conseguido la emancipación económica y social, el
proletariado está sometido a la «esclavitud moderna». Es una expre-
sión que de inmediato trae a la mente la esclavitud propiamente
dicha. Y de nuevo surge una pregunta: ¿es lucha de clases la que tiene
por protagonistas a aquellos que está sometidos a la «esclavitud eman-
cipada» o a la «esclavitud asalariada», a la «esclavitud indirecta de los
blancos en Inglaterra», y no la lucha cuyos protagonistas están some-
tidos a la «esclavitud real», a la «esclavitud directa de los negros al
otro lado del Atlántico» (MEW, 2; 129; MEW, 17; 342 y MEW, 15;
317)? ¿Es lucha de clases aquella cuyo sujeto denominan los Grun-
drisse, con una expresión insólita, «obrero libre» (G, 497), y no la lu-
cha cuyos sujetos, por decirlo con palabras de La ideología alemana,
son los esclavos «negros protagonistas de la revolución de Haití» y
los esclavos «negros fugitivos de todas las colonias» (MEW, 3; 290)?
Veamos en qué términos condena Marx la sociedad burguesa.
Demos primero la palabra a Miseria de la filosofía: «Los pueblos mo-
dernos solo han sabido enmascarar la esclavitud en su propio país y
la han impuesto sin máscara en el Nuevo Mundo» (MEW, 4; 132).
Varios años después, teniendo presente, en particular, el dominio co-
lonial impuesto por Gran Bretaña a la India, Marx insiste: «La civili-
zación burguesa se quita el velo y su profunda hipocresía y la barbarie
inherente que la sustenta se revelan ante nosotros en cuanto volvemos
la mirada de las metrópolis, donde asume formas respetables, a las
colonias, donde se muestra desnuda» (MEW, 9; 225, MEGA, I, 12;
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252). ¿Es lucha de clases solo la que cuestiona la esclavitud enmas-
carada y la barbarie camuflada y adornada? Creo que sería absurdo
responder afirmativamente a esta pregunta y no aplicar la categoría
de lucha de clases justamente allí donde la explotación y la opresión
son más abiertas y brutales.
Pero volvamos al testimonio de Longuet. Después de hablar del
interés y la pasión de Marx (su suegro) por los «movimientos de las
nacionalidades oprimidas», prosigue: «Su filosofía no era una casuís-
tica; nunca se habría refugiado en sofismas ambiguos tratándose de
la teoría clara y abierta de la lucha de clases» (en Erzensberger 1977,
pp. 328-329). Hace una clara conexión entre las luchas nacionales y
la lucha de clases. ¿Es correcta esta lectura? En 1849, cuando escribe
Trabajo asalariado y capital, Marx se pregunta acerca de las «relaciones
económicas que forman la base material de las actuales luchas de
clase y nacionales» (Klassenkämpfe und Nationalkämpfe) y expresa su
deseo de «seguir la lucha de clases (den Klassenkampf ) en su historia
diaria» (MEW, 6; 397). A juzgar por este fragmento, se diría que las
«luchas nacionales» deben subsumirse en la categoría de «lucha de
clases» entendida en sentido amplio. Puede ser oportuno, entonces,
el cotejo con otro fragmento, contenido en la antes citada carta de
abril de 1870, donde Marx hace un análisis profundo de la situación
irlandesa. Leamos la conclusión:
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en la situación concreta de la infeliz isla explotada y oprimida desde
hace siglos por Gran Bretaña se presenta bajo el aspecto de «cuestión
nacional». Por si alguien no ha acabado de entenderlo, Marx rema-
cha: nunca se debe perder de vista el «significado social de la cuestión
irlandesa» (MEW, 32; 669-670); no se puede entender la species se-
parándola del genus. Lo mismo se puede decir del fragmento de Tra-
bajo asalariado y capital que habla de «luchas de clases y nacionales»:
lucha de clases es el genus que, en determinadas circunstancias, asume
la forma específica de «lucha nacional».
Si las clases y la lucha de clases se constituyen y desarrollan sobre
la «base material» de la producción y distribución de los recursos y
los medios que aseguran la vida, sobre la base de las «relaciones so-
ciales vitales» y de las «reales relaciones de vida» (MEW, 23; 393 n.),
es evidente que la «división del trabajo» debe tenerse en cuenta no
solo a escala nacional sino también internacional, sin perder de vista
nunca «el mercado mundial» (MEW, 27; 454).
A los pueblos privados de su independencia, y sobre todo a los
pueblos sometidos al dominio y el saqueo colonial, el orden existente
les reserva una división del trabajo especialmente odiosa. En las co-
lonias –observa Marx en el verano de 1853 refiriéndose a la India–
el capitalismo arrastra a «pueblos enteros a través de la sangre y la
suciedad, la miseria y el embrutecimiento» (MEW, 9; 224 y MEGA,
I, 12; 251). Sabemos que Irlanda también es una «colonia» y en ella
–observa Engels– no hay rastro de la «llamada libertad de los ciuda-
danos ingleses»; «en ningún país he visto tantos policías» (MEW, 29;
56). Para ser exactos –señala Marx en un artículo de enero de 1859–
se trata de una opresión que revela tendencias genocidas: «En Irlanda
los terratenientes [ingleses] se han aliado para una diabólica guerra
de exterminio contra los campesinos pobres [irlandeses] o, por usar
su lenguaje, se han aliado para realizar un experimento económico,
el de “despejar” la tierra de bocas inútiles» (MEW, 12; 671). Es preci-
so tomar conciencia de la diferencia específica que, con respecto a la
metrópoli capitalista, caracteriza la cuestión social y la lucha de clases
en las colonias: en ellas la división internacional del trabajo trans-
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forma a los pueblos sometidos en una masa de siervos o esclavos sobre
la que de hecho se puede ejercer un poder de vida y muerte. En se-
gundo lugar, el que padece esta situación es el pueblo en conjunto,
la nación como tal. Por lo tanto: una cosa es Inglaterra, el país que
«domina el mercado mundial», que impone «la esclavitud de Irlanda»
y es la «nación dominante», y otra cosa es Irlanda, reducida a «simple
pasto, que proporciona al mercado inglés carne y lana al precio más
bajo posible» y cuya población sufre un fuerte descenso «por la ex-
propiación y la emigración forzosa» (MEW, 32; 667-669).
Quizá ahora resulte más claro el significado de la expresión utili-
zada por el Manifiesto del partido comunista: «luchas de clases» (Klas-
senkämpfe). El plural no es para denotar la repetición de lo idéntico,
la reproducción continua en la misma forma de la misma lucha de
clases; no, el plural se refiere a las configuraciones múltiples que
puede asumir la lucha de clases.
Podemos concluir con esta consideración: Marx no define de un
modo claro y terminante la relación entre lucha de clases y lucha na-
cional, cuestión social y cuestión nacional, y solo a veces llega a la
formulación más madura que distingue implícitamente entre genus
y species. Pero el interés y la pasión con que sigue los «movimientos
de las nacionalidades oprimidas» no expresan una desviación de la
lucha de clases y la cuestión social, sino un esfuerzo por conocer sus
manifestaciones concretas. Las naciones oprimidas están llamadas a
ser las protagonistas de la segunda gran lucha de clases por la eman-
cipación.
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la opresión ejercida por el varón entre las cuatro paredes domésticas
(MEW, 21; 158). Estoy citando de un texto (El origen de la familia,
la propiedad privada y el estado) que Engels publicó en 1884. Es ver-
dad que Marx había muerto hacía un año, pero ya entre 1845 y
1846, en La ideología alemana, texto al que Engels se remite explíci-
tamente, observa que en la familia patriarcal «la esposa y los hijos
son los esclavos del hombre» (MEW, 3; 32). A su vez, el Manifiesto,
que no se cansa de reprochar a la burguesía la reducción del proletario
a máquina e instrumento de trabajo, señala que «para el burgués su
propia mujer es un simple instrumento de producción»; pues bien,
«se trata justamente de abolir la posición de las mujeres como meros
instrumentos de producción» (MEW, 4; 478-479). La categoría uti-
lizada para definir la condición del obrero en la fábrica capitalista
también se utiliza para definir la condición de la mujer en el ámbito
de la familia patriarcal.
Visto en conjunto, el sistema capitalista se presenta como una se-
rie de relaciones más o menos serviles impuestas por un pueblo a
otro pueblo a escala internacional, por una clase a otra en el ámbito
de un país y por el hombre a la mujer en el ámbito de la misma clase.
Se comprende entonces la tesis que formula Engels remitiéndose a
François-Marie-Charles Fourier y que también defiende Marx, la
tesis de que la emancipación femenina es «la medida de la emanci-
pación universal» (MEW, 20; 242 y 32; 583). Para bien y para mal,
la relación hombre/mujer es una suerte de microcosmos que refleja
el ordenamiento social: en la Rusia ampliamente premoderna, some-
tidos a una implacable opresión de sus amos, los campesinos –ob-
serva Marx– son capaces, a su vez, de dar «horribles palizas mortales
a sus mujeres» (MEW, 32; 437). Veamos ahora la fábrica capitalista:
aunque el poder despótico del patrono sojuzga a todos los obreros,
lo hace de un modo especialmente humillante con las mujeres: «su
fábrica es al mismo tiempo su harén» (MEW, 2; 373).
No es difícil encontrar en la cultura de la época voces que denun-
cian el carácter opresor de la condición femenina. En 1790 Condor-
cet (1968, vol. 10, p. 121) dice que la exclusión de la mujer de los
27
derechos políticos es un «acto de tiranía». Al año siguiente la Decla-
ración de los derechos de la mujer y la ciudadana, escrita por Olympia
de Gouges, llama la atención en su artículo 4 sobre la «tiranía perpe-
tua» impuesta por el hombre a la mujer. En Inglaterra, más de medio
siglo después, J. S. Mill habla de «esclavitud de la mujer», «tiranía
doméstica» y «servidumbre real» (actual bondage) sancionada por la
ley (1963-1991, pp. 264. 288 y 323 = Mill 1926, pp. 18, 68 y 139).
Pero ¿cuáles son las causas de esta opresión y de la insensibilidad
general frente a ella? Condorcet (1968, vol. 10, p. 121) condena «el
poder de la costumbre» que ofusca el sentido de la justicia incluso
en los «hombres ilustrados». De un modo parecido argumenta Mill
(1963-1991, pp. 263-264 = Mill 1926, pp. 15, 17 y 19), quien re-
mite al conjunto de «costumbres», «prejuicios» y «supersticiones» que
es preciso superar o neutralizar con «una sana psicología». Aunque
se hace referencia a las relaciones sociales, solo se trata de las «rela-
ciones sociales de ambos sexos», que sancionan la esclavitud o sumi-
sión de la mujer a causa de la «inferioridad de su fuerza muscular» y
de la vigencia en este ámbito de la «ley del más fuerte».
No se indaga la relación entre la condición de la mujer y las otras
formas de opresión. Es más, a ojos de Mill (1963-1991, pp. 264-265
= Mill 1926, p. 19) la relación hombre/mujer es una especie de isla
en la que aún se mantiene la lógica del sometimiento, que ya ha que-
dado muy atrás en otros ámbitos: «Vivimos, o viven por lo menos
una o dos de las naciones más avanzadas del mundo, en un estado
en que la ley del más fuerte parece totalmente abolida, y se diría que
ya no sirve de norma a los asuntos de los hombres». En cambio, desde
el punto de vista de Marx y Engels, la relación entre la metrópoli ca-
pitalista (las «naciones más avanzadas del mundo») y las colonias es,
más que nunca, una relación de dominio y sometimiento; y en la
propia metrópoli capitalista la coacción económica (no ya jurídica)
sigue presidiendo las relaciones entre capital y trabajo.
Si acaso es Mary Wollstonecraft (2008, p. 30) quien une la de-
nuncia de la «dependencia servil» que se reserva a la mujer con el
cuestionamiento del orden social. El dominio machista parece propio
28
del antiguo régimen. Mientras que los campeones de la lucha por la
abolición de la esclavitud denuncian la «aristocracia de la epidermis»
o la «nobleza de la piel» (Losurdo 2005, cap. 5, § 6), la militante fe-
minista critica lo que a su juicio se configura como el poder aristo-
crático de los varones; la denuncia de este poder va unida a la
condena de las «riquezas» hereditarias y de los «honores hereditarios»,
a la condena de las «absurdas distinciones de estamento». En todo
caso, «las mujeres no se liberarán» de verdad «hasta que los estamen-
tos no se mezclen» y «no se establezca más igualdad en toda la socie-
dad» (Wollstonecraft 2008, pp. 109 y 139). Otras veces parece que
la feminista y jacobina inglesa cuestiona la propia sociedad capitalista.
Sí, las mujeres deberían «tener representantes en vez de ser goberna-
das sin ninguna voz en las deliberaciones del gobierno». Pero no hay
que perder de vista que en Inglaterra también los obreros están pri-
vados de derechos políticos:
29
cierto modo precursora de Marx y Engels, quienes establecieron un
nexo entre división del trabajo en el ámbito de la familia y división
del trabajo en el ámbito de la sociedad. El segundo, en particular,
formula la tesis de que «la familia nuclear moderna se basa en la es-
clavitud doméstica, abierta o disimulada, de la mujer»; en todo caso,
«el varón es el burgués, mientras que la mujer representa al proleta-
riado» (MEW, 21; 75).
Entre los contemporáneos de Marx y Engels, quien hace un análi-
sis que podría parecerse al suyo no es J. S. Mill sino Nietzsche, aun-
que con un juicio de valor opuesto. El crítico implacable de la revolu-
ción como tal, incluida la revolución feminista, compara la condición
de la mujer con la de los «miserables de los estamentos inferiores»,
los «esclavos del trabajo (Arbeitssklaven) o los presos» (Genealogía de
la moral, III, 18) e indirectamente junta el movimiento feminista
con el movimiento obrero y el movimiento abolicionista: los tres bus-
can afanosamente, para denunciarlas con indignación, las distintas
«formas de esclavitud y servidumbre», como si constatarlas no fuese
la confirmación de que la esclavitud es «el fundamento de toda civi-
lización superior» (Más allá del bien y del mal, 239).
Evidentemente, el motivo del nexo entre sometimiento de la
mujer y opresión social en general está desarrollado de un modo más
amplio y orgánico en Engels, remitiéndose siempre a La ideología
alemana que escribió con Marx y permaneció inédita mucho tiempo:
«la primera opresión de clase coincide con la del sexo femenino por
el sexo masculino». Es una larga historia que aún no ha terminado:
30
5. Las luchas de clases de las clases explotadoras
31
guesías de los países capitalistas puede desembocar en una «guerra
industrial de exterminio entre las naciones» (MEW, 4; 471 y 485).
Probablemente se hace aquí referencia a las guerras de la época na-
poleónica, cuyos principales protagonistas fueron dos países, Ingla-
terra y Francia, que habían dejado atrás el antiguo régimen y se
enfrentaban en varios continentes por el control del mercado mun-
dial. Pero, mientras traza el balance histórico del pasado, el «exter-
minio» en que desemboca la lucha de clases entre las burguesías
capitalistas nos hace pensar en la carnicería de la primera guerra mun-
dial, que estallaría más de sesenta años después de la publicación del
Manifiesto.
32
saludada por altos representantes de la clase dominante inglesa como
un regalo de la Providencia tendente a diezmar a un pueblo bárbaro
y porfiado); la contribución de Inglaterra y Rusia al aplastamiento
del movimiento revolucionario, con lo que Europa ha recaído «en
su antigua esclavitud doble, la esclavitud anglorrusa», ratificando así
«el sojuzgamiento y la explotación comercial de las clases burguesas
de las naciones europeas por el déspota del mercado mundial, Ingla-
terra». El mundo ha visto ya «desarrollarse la lucha de clases en 1848
con expresiones políticas colosales», nada ha permanecido ajeno «a
la lucha de clases y la revolución europea» (MEW, 6; 397-398). En
vez de presentarse con aspecto inmediatamente económico, la lucha
de clases ha asumido las formas políticas más variadas (levantamien-
tos obreros y populares, insurrecciones nacionales, represión desenca-
denada por la reacción interna e internacional con medidas militares
y económicas) pero, lejos de aplacarse, se ha enconado.
El segundo balance lo leemos en Las luchas de clases en Francia. Es-
tamos en 1850 y a juicio de Marx la crisis todavía no ha terminado,
es más, podría abrir unas perspectivas revolucionarias grandiosas:
33
terreno nacional y a conquistar el terreno europeo, el único en que
podrá llevarse a cabo la revolución social del siglo XIX (MEW, 7;
33-34).
34
En tal caso la intervención contrarrevolucionaria apuntaría contra
Inglaterra, donde el peso de la clase obrera resulta amenazador
desde el punto de vista de las potencias decididas a mantener a toda
costa el orden existente. Durante la «guerra mundial», es decir, el
nuevo entramado de guerras y revoluciones resultante, se crearían las
condiciones favorables para un acontecimiento que marcaría un hito
en la historia mundial: «El proletariado se verá empujado a la cabeza
del pueblo que domina el mercado mundial, a la cabeza de Inglaterra.
La revolución que allí encontrará no ya su conclusión, sino el co-
mienzo de su organización, no será una revolución de corto aliento»
(MEW, 7; 79). En su momento, la intervención de las potencias feu-
dales contra la Francia revolucionaria había estimulado la radicaliza-
ción jacobina, había favorecido el acceso al poder de un estamento
político e ideológico desligado orgánicamente de la burguesía y que
incluso, como subraya La ideología alemana, fue asimilado tarde y
con dificultad por esta (infra, cap. VIII, § 2). La posible intervención
contra una Inglaterra sumida en una crisis revolucionaria podría de-
sencadenar también un proceso parecido, y en tal caso los socialistas
serían los llamados a dirigir el esfuerzo de defender al mismo tiempo
las conquistas sociales y la independencia nacional.
Si la inspiración a veces onírica del panorama descrito por Marx
en 1850 es evidente, por otro lado es innegable su clarividencia casi
profética. Durante las grandes crisis históricas, en las que se entrela-
zan conflictos internos e internacionales, la lucha de clases se agudiza
y se convierte en lucha revolucionaria en un país sumido en una crisis
nacional sin precedentes. Se trata de un escenario evocado también
por el último Engels. Este, en una carta a August Bebel del 13 de oc-
tubre de 1891, habla del agravamiento de las amenazas de guerra.
¿Qué sucedería si Alemania, que cuenta con el partido socialista más
fuerte, fuera atacada por la Rusia zarista (apoyada por sus aliados oc-
cidentales) y viera amenazada su propia «existencia nacional»? «Podría
ocurrir que, ante la cobardía de los burgueses y los junkers, que solo
quieren salvar sus propiedades, nosotros fuéramos el único real y
enérgico partido de la guerra. Naturalmente, también podría ocurrir
35
que llegáramos al gobierno y repitiéramos 1794, para rechazar a los
rusos y sus aliados» (MEW, 38; 176).
Es un pasaje al que en 1914 se remitirá la socialdemocracia ale-
mana para justificar su apoyo a la guerra imperialista: ¡curiosa extra-
polación, que indirectamente compara la Alemania de Guillermo II
con la Francia de Robespierre! Lo cierto es que un aspecto esencial
del siglo XX es la proliferación de movimientos de liberación nacional
que acaban siendo dirigidos por partidos comunistas o de inspiración
comunista. Y el desarrollo de estos movimientos está jalonado, jus-
tamente, por dos guerras mundiales, en las que el aspecto de la in-
tervención contrarrevolucionaria está muy presente: a la intervención
de los aliados contra la Rusia soviética le siguió, más de veinte años
después, la agresión de la Alemania hitleriana, que pretendió liquidar
el movimiento socialista y edificar en el Este su imperio colonial, con
el resultado de que la derrota de este proyecto provocó a escala pla-
netaria una gigantesca ola de revoluciones anticoloniales. Y de nuevo,
por volver al lenguaje de Marx, vemos «desarrollarse la lucha de clases
[…] con expresiones políticas colosales» y la «guerra de clases» con-
vertirse en «guerra mundial».
36
en la utilizada varios años antes a propósito del levantamiento de los
obreros parisinos, de la «insurrección de junio» de 1848: «el aconte-
cimiento más colosal (kolossalstes Ereignis) de la historia de las guerras
civiles europeas» (MEW, 8; 121).
El capital hace un paralelo sobre todo entre la Guerra de Secesión
y la lucha (en Inglaterra y Francia) contra unas condiciones de trabajo
que de hecho obligan a los obreros a «trabajar a muerte». Si la abo-
lición de la esclavitud negra es el resultado de la «guerra civil norte-
americana», asimismo «la limitación y regulación legal de la jornada
de trabajo se ha arrancado a la fuerza con una guerra civil semisecu-
lar» (MEW, 23; 270 n., 271 y 312-313). Si en Estados Unidos el de-
creto de emancipación prohíbe la compraventa de esclavos negros,
en Europa la regulación legislativa del horario de trabajo impide a
los obreros «venderse a sí mismos y a su prole para la muerte y la es-
clavitud mediante un contrato voluntario con el capital» (MEW, 23;
320). Si al otro lado del Atlántico, tras la elección de Lincoln, ta-
chado de abolicionista, se produce la secesión de los estados esclavis-
tas, los capitalistas ingleses reaccionan a la reducción y regulación del
horario de trabajo con una «Proslavery Rebellion en miniatura», con
una agitación para mantener en su pureza la esclavitud asalariada
(MEW, 23; 302 y 305).
En ambos casos estamos ante una lucha de clases sostenida al
mismo tiempo desde arriba y desde abajo; en Estados Unidos, sobre
todo en la última fase del conflicto, las filas del ejército de la Unión
engrosaron con la afluencia de esclavos o ex esclavos, que abandona-
ron a sus amos actuales o antiguos para contribuir a la derrota de la
secesión esclavista, mientras que en Inglaterra la agitación obrera era
de vieja data; en los dos países la burguesía reformadora desempeñó
un papel importante. Estamos ante una lucha de clases emancipa-
dora, que no se presenta en estado puro, como choque entre explo-
tadores y explotados, opresores y oprimidos.
Por supuesto, el carácter «impuro» de la Guerra de Secesión era
más marcado y evidente, no solo porque quienes se enfrentaban no
eran (por lo menos a primera vista) una clase dominante y una clase
37
oprimida. Además, lo que inspiraba al Norte no era, ni mucho me-
nos, el puro afán abolicionista: el propio Lincoln aseguraba que los
estados esclavistas dispuestos a dar muestras de lealtad nacional ten-
drían garantizado el tranquilo disfrute del autogobierno (y de la pro-
piedad privada del ganado humano). Para justificar su simpatía por
el Sur, sectores importantes de la burguesía inglesa se basaban en esto
y argumentaban: la Unión combate en primer lugar por los aranceles
aduaneros proteccionistas (necesarios para el fomento de una indus-
tria autónoma) y en defensa de la integridad territorial (y del vasto
mercado nacional que necesitaba la burguesía estadounidense). De
un modo parecido razonaban personalidades significativas del mo-
vimiento socialista (infra, cap. IV, § 2): ¿estaba justificado un baño
de sangre solo para apoyar a la burguesía industrial del Norte contra
la aristocracia terrateniente del Sur, es decir, para sustituir una clase
explotadora por otra e imponer la generalización de la esclavitud asa-
lariada después de acabar con la esclavitud clásica? La jugada parecía
aún más fútil si se tenía en cuenta que las condiciones materiales de
los esclavos asalariados no eran mejores que las de los esclavos pro-
piamente dichos. Para colmo, estaba la hipocresía que la clase obrera
inglesa afeaba a los abolicionistas ingleses: estos se enternecían con
los esclavos negros de allende el Atlántico, pero permanecían impa-
sibles ante la tragedia de los esclavos blancos en su propia casa.
De los límites del abolicionismo inglés era bien consciente Marx,
que en El capital expresaba todo su desprecio hacia una figura em-
blemática como la duquesa de Southerland: la aristócrata recibía en
Londres «con gran pompa a la señora Beecher Stowe, abolicionista
militante y autora de La cabaña del tío Tom, haciendo ostentación
de su simpatía por los esclavos negros de la república americana», pe-
ro al mismo tiempo era despiadada con sus propios «esclavos», «sis-
temáticamente expulsados» de sus tierras, condenados a morir de
inanición, a veces barridos junto con las aldeas donde habitaban y
así «exterminados» (MEW, 23; 758-759 y n. 218).
Sin embargo, desde su primer artículo en el New York Daily Tribu-
ne –publicado el 11 de octubre de 1861– Marx rechazaba claramente
38
los argumentos que hemos visto antes: es verdad, Lincoln había ase-
gurado que solo quería preservar la integridad territorial de Estados
Unidos, pero «el Sur, por su parte, ha desatado una guerra procla-
mando claramente que la “peculiar institución” era el único y prin-
cipal objetivo de la rebelión». Por otro lado, la constitución de la
Confederación «había reconocido por primera vez la esclavitud como
una cosa buena en sí y por sí, un baluarte de civilización y una ins-
titución divina. Si el Norte declaraba que luchaba por la Unión, el
Sur se vanagloriaba de rebelarse por la supremacía de la esclavitud»
(MEW, 15; 305). Por lo tanto, la apuesta era clara: se trataba de de-
fender o liquidar la «esclavocracia sudista» (MEW, 15; 309).
Como vemos, se trata de una sorprendente inversión de posiciones.
Quienes recurrían a una crítica de la ideología (de tipo economicista
y reduccionista) eran los sectores prosudistas de la clase dominante
inglesa (generalmente proclive a exaltar la pureza de los valores espi-
rituales), mientras que quien subrayaba el significado y el valor abo-
licionista de la guerra del Norte era Marx, el gran y agudo crítico de
la ideología. ¿Por qué motivo? Trataré de explicar por qué Marx veía
la guerra de la Unión para acabar con la secesión esclavista como una
lucha de clases gigantesca y emancipadora:
a) Era preciso vencer a una sociedad dominada por «una oli-
garquía» y «donde todo el trabajo productivo se endosa a los niggers»
(MEW, 30; 287). Como se ha observado acertadamente, «durante
gran parte de la historia humana la expresión “trabajo libre” fue un
oxímoron» (Drescher 1999, p. 401) y lo era ostensiblemente en los
años previos a la Guerra de Secesión, en el Sur de Estados Unidos,
donde, como decía Tocqueville (1951, vol. 1.1, pp. 392 y 362), «el
trabajo se confundía con la idea de esclavitud». Romper con esta tra-
dición significaba conferir dignidad a la idea misma de trabajo y co-
sechar una importante victoria ideológica; la «guerra abolicionista»
de la Unión contra los estados esclavistas y secesionistas del Sur, al
emancipar el trabajo «en piel negra» de la esclavitud propiamente
dicha, crearía condiciones más favorables para la emancipación del
«trabajo en piel blanca» (MEW, 15; 312 y 23; 318). Ya que además
39
«la rebelión de los dueños de esclavos sonaría como rebato para la
cruzada general de la propiedad contra el trabajo» (MEW, 16; 18-
19). Con esta observación Marx daba en la diana. En plena Guerra
de Secesión, uno de los más insignes teóricos del Sur, George Fitz-
hugh, sin dejar de legitimar y considerar necesaria y beneficiosa la
esclavización de los negros, criticaba la idea de «confinar a esta raza
la justificación de la esclavitud». Y en Europa, recogiendo estos mo-
tivos y colocándolos en el ámbito de una acabada filosofía de la his-
toria, Nietzsche ensalzaba como fundamento imprescindible de la
civilización la esclavitud como tal, no necesariamente la racial (Lo-
surdo 2002, cap. 12, § 8).
b) Cuando afirmaba que la institución de la esclavitud estaba
llamada a regular la relación entre capital y trabajo como tal, Fitz-
hugh probablemente pensaba en las expediciones de los «filibusteros»
que partían del Sur para exportar la esclavitud a países de Centro-
américa, esas expediciones que, en palabras de Marx, estaban dirigi-
das «explícitamente a la conquista de nuevos territorios para extender
la esclavitud y el poder de los esclavistas» (MEW, 15; 334). En efecto,
durante los años anteriores a la Guerra de Secesión, William Walker
había partido del Sur con un pequeño ejército de aventureros. Se
proponía conquistar Nicaragua para reintroducir allí la esclavitud
negra, reabrir el comercio de esclavos e imponer el trabajo forzado a
los propios nicaragüenses (Slotkin 1994, pp. 245-261). Se com-
prende entonces el mensaje de felicitación escrito por Marx en enero
de 1865 y enviado por la Internacional a Lincoln como motivo de
su reelección: «Desde el inicio de la titánica batalla que se libraba en
América, los obreros de Europa han sentido instintivamente que los
destinos de su clase estaban unidos a la bandera estrellada [de la
Unión]», se han dado cuenta de que «en la grandiosa guerra de la otra
orilla del Atlántico estaban en juego, además de sus esperanzas en el
futuro, las conquistas obtenidas en el pasado» (MEW, 16; 18-19).
c) Con la abolición de la esclavitud negra, la Guerra de Sece-
sión se saldaba con la emancipación, siquiera muy parcial, de una
«raza» o una nacionalidad oprimida. También desde este punto de
40
vista se configuraba como una gran lucha de clases. En la etapa final
de su existencia, la Confederación se vio obligada a desistir de su ac-
titud inicial y a «tratar a los soldados negros como prisioneros de
guerra» en vez de pasarlos por las armas como esclavos rebeldes y bár-
baros excluidos del jus publicum europaeum (MEW, 30; 433-434).
Marx destacaba también que con la abolición de la esclavitud en Es-
tados Unidos Washington estaba en condiciones de reconocer «la in-
dependencia de las repúblicas negras de Liberia y Haití» (MEW, 15;
526). Especialmente significativo era el reconocimiento de Haití, el
país nacido a raíz de la gran revolución de esclavos negros guiada por
Toussaint Louverture y sometido durante mucho tiempo a aisla-
miento diplomático y estrangulamiento económico por parte de Es-
tados Unidos y Occidente.
Por todos estos motivos Marx consideraba la Guerra de Secesión
uno de los más importantes capítulos de la lucha de clases de su
tiempo. La pretensión de los dueños de esclavos de igualar trabajo y
esclavitud, la «cruzada general de la propiedad contra el trabajo», su-
fría una derrota cuyo significado traspasaba las fronteras de Estados
Unidos y de la propia «raza» negra.
Lamentablemente, la derrota de la contrarrevolución esclavista
era solo parcial y no se hicieron esperar los intentos de revancha tras
el estandarte de la White supremacy, pero eso era para Marx la prueba
de que la gigantesca lucha desencadenada entre 1861 y 1865 distaba
mucho de haber terminado.
41
imparable ascensión de Occidente. Por decirlo con las palabras en-
tusiastas de Alexis de Tocqueville al principio de la primera Guerra
del Opio (1951, vol. 6.1, p. 58), se trata de aclarar la «multitud de
acontecimientos de la misma naturaleza que empujan gradualmente
a la raza europea fuera de sus confines y someten sucesivamente a las
otras razas a su imperio o su influencia», los motivos del «sojuzga-
miento de las cuatro partes del mundo por la quinta». Pues bien, ¿a
qué se debía esa marcha triunfal? En segundo lugar, es preciso expli-
car la diferencia entre el desarrollo político de Francia y el de Ingla-
terra y Estados Unidos. En el primer país, después de la revolución,
hubo una contrarrevolución que a su vez allanó el camino a otra re-
volución. Se sucedieron los regímenes políticos: monarquía absoluta,
monarquía constitucional, terror jacobino, dictadura militar, impe-
rio, república democrática, bonapartismo… sin que se vislumbrara
el final de las convulsiones y la llegada de un régimen ordenado de
libertades y gobierno de la ley. Es más, bien mirado, aparte de breves
intervalos, el poder absoluto parecía un destino o una maldición:
después de la monarquía de derecho divino, el terror jacobino que a
su vez allanó el camino a la dictadura bonapartista. ¡Cómo contrasta
todo esto vivamente con la evolución gradual y constructiva de los
otros dos países, donde predominaban la paz y el gobierno de la ley!
¿Cuáles son los motivos de la interminable crisis histórica que devo-
raba a Francia? En tercer lugar: mientras Occidente desplegaba su
expansión colonial, observaba angustiado la irrupción en su interior
de unos movimientos de masas insólitos que, primero con el jacobi-
nismo y luego con el socialismo, parecían dispuestos a atacar las bases
mismas de la civilización. ¿Qué estaba pasando?
Veamos ahora a grandes rasgos a qué paradigmas recurrió con más
frecuencia la cultura de la época para enfrentar estos tres grandes
retos teóricos y políticos. En 1883, el mismo año en que murió Marx,
se publicó en Austria un libro de Ludwig Gumplowicz que, ya en el
título (Der Rassenkampf, La lucha de las razas), se contraponía a la
tesis de la lucha de clases como clave de lectura de la historia. Tres
décadas antes de Gumplowicz, en Francia, Arthur de Gobineau em-
42
pezó a dar a la imprenta su Ensayo sobre la desigualdad de las razas
humanas, una obra cuyo título también lo decía todo. Y en el mismo
periodo de tiempo, en Inglaterra argumentaba del mismo modo Ben-
jamin Disraeli, quien enunció la tesis de que la raza es «la clave de la
historia», «todo es raza y no hay otra verdad» y lo que define y cons-
tituye una raza «es una sola cosa: la sangre». Todo el ciclo histórico
que va del descubrimiento y la conquista de América hasta las guerras
del opio y la ascensión triunfal del imperio británico ilustraba de un
modo ejemplar el carácter decisivo del factor racial. Solo así se podía
comprender que, pese a su reducido número, los conquistadores es-
pañoles lograran triunfar en América y los ingleses en China.
El paradigma racial o etnológico-racial puede presentarse de forma
más suave y hacer referencia en primer lugar a lo que, con el lenguaje
de nuestros días, se llamaría el «choque de civilizaciones». Evidente-
mente, las civilizaciones tienen una existencia real y no pueden con-
fundirse con «razas», pero cuando, en vez de entenderlas partiendo
de situaciones y conflictos determinados históricamente, se conside-
ran expresiones de un espíritu o un alma eternos, se corre el riesgo
del desliz naturalista. Todas las civilizaciones que Tocqueville com-
para con la occidental, o «mundo cristiano», aparecen con un valor
incomparablemente inferior e inmóviles en el tiempo, y destinadas
por la Providencia a sucumbir: llegados a este extremo, se advierte
claramente la tendencia a abandonar el terreno de la historia. El desliz
naturalista es imparable cuando se empieza a hablar de «tribus semi-
civilizadas» y «salvajes»:
43
portados allí huyen a los bosques, se casan con las hijas de los «salva-
jes» aborígenes y de este «cruce» se genera una «raza de mestizos»
muy peligrosa para el orden social y racial imperante (Tocqueville
1951, vol. 4.1, pp. 271-272).
Doce años después de Marx muere Engels. Estamos en 1895, el
año en que Gustave Le Bon publica La psicología de las multitudes.
La tesis central del libro es conocida: la larga crisis que va de 1789 a
1871, desde el estallido de la gran revolución hasta la Comuna de
París, es en última instancia fruto de la insania mental. Ahí es nada:
la cultura burguesa del siglo XIX afronta el segundo reto teórico y po-
lítico (la diferencia entre la evolución de Francia y la de Inglaterra y
Estados Unidos) recurriendo al paradigma psicopatológico. En el
país del interminable ciclo revolucionario ataca un «virus de una es-
pecie nueva y desconocida» que ha afectado a las facultades mentales
de generaciones de intelectuales y agitadores políticos: he aquí la opi-
nión de Tocqueville, así como la de Hippolyte Taine y del propio Le
Bon.
Pero ¿por qué ataca este virus en unos países y no en otros? Toc-
queville lamenta que los franceses carezcan de la moralidad firme,
el robusto sentido práctico y el amor a la libertad y la dignidad in-
dividual de que hacen gala los anglosajones y, particularmente, los
estadounidenses. Los franceses sucumben con frecuencia al delirio
de las abstracciones ideológicas y muestran una tendencia morbosa
a la igualdad e incluso a la homologación; tienen «miedo al aisla-
miento» y abrigan el «deseo de estar en la muchedumbre», se sienten
miembros de una «nación que marcha con el mismo paso y en for-
mación»; consideran la libertad «la menos importante de sus pro-
piedades, por lo que están dispuestos a ofrecerla, junto con la razón,
en los momentos de peligro». Es difícil imaginar que estas caracte-
rísticas puedan disiparse algún día, pues estamos en presencia de
«un pueblo tan inmóvil en sus instintos principales que puede re-
conocerse incluso en los retratos que se hicieron de él hace dos mil
o tres mil años».
Como se ve, el paradigma psicopatológico tiende a mezclarse con
44
el etnológico o etnológico-racial. Lo mismo se puede decir de Taine
y Le Bon (1980, pp. 63 y 79). Este último, al explicar la insania, los
delirios y las convulsiones de la Francia revolucionaria, alude sí a la
morbosa «psicología de las multitudes», pero concretamente a la mor-
bosa psicología de las multitudes «latinas», carentes de «ese senti-
miento de independencia individual que por el contrario es tan po-
deroso entre los anglosajones».
Son estereotipos que alcanzan una difusión aún más amplia al
otro lado del canal de la Mancha y se manifiestan también en John
Stuart Mill, quien compara la libertad ordenada y el desarrollo eco-
nómico del mundo anglosajón con la «sumisión», la «resignación» y
el estatismo de las «naciones continentales» europeas, que además
están «gangrenadas por la burocracia» y la envidiosa manía igualitaria.
En el liberal inglés también se advierte, aunque sin tanto descaro na-
turalista, el entramado de paradigma psicopatológico (que achaca
una crisis histórica prolongada a una psique enferma) y paradigma
etnológico (que atribuye esta psique enferma a determinados pue-
blos).
En Tocqueville el desliz naturalista del paradigma psicopatológico
es más patente. Muerto en 1859, no vive la Guerra de Secesión, pero
la siente acercarse. ¿Cuáles son las causas del cataclismo que está a
punto de estallar? El fanatismo ideológico, que ha tenido efectos tan
devastadores en el país de la ilustración radical y el jacobinismo, está
ausente al otro lado del Atlántico. Entonces, ¿cuál es la causa de la
guerra civil que ya se vislumbra? El liberal francés no tiene la menor
duda: es la «rápida introducción en Estados Unidos de hombres aje-
nos a la raza inglesa» y la llegada de «tantos elementos extraños» que
alteran de un modo desastroso «la naturaleza» (le naturel) y «la eco-
nomía y la salud» del «cuerpo social» originario.
Por último, para explicar la irrupción de las clases subalternas en
la escena de la historia y la aparición del movimiento jacobino-so-
cialista, la cultura del siglo XIX por un lado recurre al entramado que
ya conocemos de paradigma psicopatológico y paradigma etnológico:
según Tocqueville el socialismo es la «enfermedad natural» de los
45
franceses, y este es también el punto de vista de Le Bon.2 Por otro
lado, se recurre al programa racial para tachar de salvajes y bárbaras
a las clases subalternas que se rebelan contra el orden existente. Se
estaría produciendo una «nueva invasión de los bárbaros», que esta
vez vienen de dentro más que de fuera del mundo civilizado. Sí –es-
cribe Nietzsche (1988, vol. 1, p. 117) comentando y condenando la
Comuna de París–, ha surgido «un estamento bárbaro de esclavos»
que amenaza con infligir a la civilización una horrible destrucción.
O por decirlo esta vez con palabras de Jeremy Bentham (1838-1843,
vol. 1, p. 309), no se puede esperar nada bueno de ese «salvaje» que
es el pobre.
Como vemos, los paradigmas de la cultura burguesa, sobre todo
en la segunda mitad del siglo XIX (tras el fracaso de la revolución del
48 Hegel ya era un «perro muerto»), dejan poco margen a la historia.
Así es como se explican ciertos infortunios notorios: Tocqueville
compara Estados Unidos con una Francia incapaz de acabar con el
poder absoluto. Estamos en los años anteriores a la Guerra de Sece-
sión, y el país donde sigue viva y vital la esclavitud negra es ensalzado
como un campeón de la causa de la libertad, mientras que el país
que ha abolido la esclavitud en sus colonias varias décadas antes en-
carna la sordera a la causa de la libertad.
Marx y Engels elaboraron la teoría de la lucha de clases en polé-
mica con los paradigmas que acabamos de ver.
46
rreno del análisis histórico y social, Marx no solo ridiculiza la voz de
alarma sobre la «nueva invasión de los bárbaros», sino que la vuelve
contra quienes la han lanzado: es justamente de estos «bárbaros» de
quienes cabe esperar la tan necesaria emancipación. El «estamento
bárbaro de esclavos» contra la que pone en guardia Nietzsche (y la
cultura de la época) es la clase obrera que, rompiendo las cadenas de
la «esclavitud moderna» que la oprime, contribuirá decisivamente a
forjar una sociedad que no esté basada en la explotación y la opresión.
El paradigma racial y el del choque de civilizaciones no resisten el
análisis histórico-social, que pone al descubierto la endeblez del lí-
mite entre civilización y barbarie. Esto vale no solo para las relaciones
de clase dentro de la metrópoli capitalista. Esta pretende exportar la
civilización al mundo colonial, cuando en realidad es justamente allí
donde se aprecia con claridad «la barbarie intrínseca de la civilización
burguesa» (supra, cap. I, § 3); durante la «guerra civilizadora» que es
(para la ideología dominante en Occidente e incluso para Tocqueville
y J. S. Mill) la guerra del opio, si acaso se puede decir que China, «el
semibárbaro», es la que hace gala de respeto a los «principios de la
ley moral» (MEW, 13; 516 y MEW, 12; 552). En todo caso, la ex-
pansión colonial no es el triunfo, consagrado por la Providencia, de
la civilización superior y la «raza europea» sobre la que fantasea (entre
otros) Tocqueville; es más bien un momento esencial de la construc-
ción burguesa del mercado mundial, un proceso que se ha llevado a
cabo «chorreando sangre y lodo por todos los poros». Con su lucha
de clases, la burguesía occidental impuso una división internacional
del trabajo basada en la esclavización de los negros y la expropiación,
deportación e incluso aniquilación de los amerindios (MEW, 23; 788
y 779). A todo esto daría una respuesta la lucha de clases de los pue-
blos oprimidos.
En su interpretación de la gran crisis histórica iniciada en 1789,
Marx también hace desde el principio un análisis en el que no tienen
cabida ni la raza, ni las características tópicas atribuidas a tal o cual
pueblo, ni la locura. En 1850 publica Las luchas de clases en Francia
de 1848 a 1850. La metodología enunciada tan claramente en el tí-
47
tulo también es el hilo conductor del libro publicado dos años des-
pués, El 18 de Brumario de Luis Bonaparte: se trata de explicar por
qué la crisis revolucionaria, después de haber implicado de una u
otra forma a «todas las clases y todos los partidos», desemboca en la
dictadura de Bonaparte, ese «jefe del subproletariado» y «príncipe
subproletario» (MEW, 8; 123, 161 y 169). La contraposición entre
Inglaterra y Estados Unidos y una Francia que supuestamente pade-
cería una sordera incurable al valor de la libertad carece de sentido.
El primero de estos países se distingue por la «prisa indecorosa» con
que reconoce, antes que ningún otro, a la Francia surgida del golpe
de estado de Luis Bonaparte, «divinizado» hasta la saciedad por la
prensa conservadora (MEW, 17; 278). En cuanto a la república nor-
teamericana, incluso si se hace abstracción de la esclavitud negra, es
preciso tener en cuenta que al otro lado del Atlántico «los conflictos
de clases solo se han desarrollado de un modo incompleto; de vez en
cuando las colisiones de clases se camuflan con la emigración al Oeste
de la superpoblación proletaria» (MEW, 7; 288), una emigración que
implica la expropiación y deportación de los indígenas y por lo tanto
una dictadura feroz contra ellos.
El distanciamiento de los paradigmas naturalistas es un momento
esencial en el proceso de elaboración de la teoría de la lucha de clases.
Ya en sus escritos juveniles Engels acusa a Thomas Carlyle, ese «par-
tidario del germanismo», de caer en una condena «exagerada y unila-
teral del carácter nacional de los irlandeses». En vez de llamar la
atención sobre la «vergonzosa opresión que ejercen los ingleses sobre
este pueblo», el gran escritor comete la torpeza de tildar a los habitan-
tes de la infeliz y sometida isla de «latinos» y «celtas», miembros de
una «raza deshumanizada», netamente inferior a la «germánica» o «sa-
jona», a la que también pertenecerían los ingleses (MEW, 2; 295, 321
y 483-484). En este marco debe situarse también la crítica de Marx
a la ideología dominante que pretende atribuir la tragedia de un
pueblo a los «defectos innatos de la raza celta» (MEW, 9; 158 y 160
y MEGA, I, 12; 195 y 196); cuando lo que está en cuestión no es la
presunta «naturaleza de los irlandeses» sino el «mal gobierno britá-
48
nico» y, por ende, la responsabilidad de las clases dominantes (MEW,
13; 493).
Son los años en que los irlandeses, que en Gran Bretaña ocupan
los segmentos inferiores del mercado del trabajo, aparecen a los ojos
de Carlyle (1983, pp. 463-465) no solo como «latinos» y «celtas»,
sino peor aún, como «negros», miembros de una raza cuya esclavitud
justifica el escritor británico, con la vista puesta sobre todo en Estados
Unidos. Lamentablemente se trata de una opinión compartida por
los obreros ingleses, quienes –observa Marx en 1870– tienden a adop-
tar frente a los irlandeses una actitud parecida a la que, en el Sur de
Estados Unidos, exhiben los blancos pobres contra los niggers, contra
los negros a quienes desprecian y odian (MEW, 32; 669). Sin em-
bargo todo esto tiene poco que ver con una «raza». En una sociedad
como la del Sur de Estados Unidos, donde, incluso tras la abolición
formal de la institución de la esclavitud, la oligarquía dominante
ostenta con orgullo su otium y endosa «todo el trabajo productivo»
a los negros, la arrogancia social se expresa como arrogancia racial y
el desprecio por el «trabajo productivo» es al mismo tiempo desprecio
por la raza servil o semiservil obligada a desempeñarlo.
Además de Carlyle, la polémica de los dos filósofos y militantes
revolucionarios apunta a François Guizot quien, tras la rebelión
obrera de junio de 1848, a semejanza de Tocqueville y probablemente
en su estela, compara Inglaterra con Francia: la primera sabe com-
paginar el amor a la libertad con un fuerte sentido práctico, mientras
la segunda está poseída por una agitación fanática y sin sentido del
límite. Así que –ironiza Marx– todo se explicaría recurriendo a la
«inteligencia superior de los ingleses». La lucha de clases, el conflicto
social que siempre está determinado históricamente, ha cedido el
puesto a una naturaleza mítica, más o menos eterna, de pueblos con
distinto grado de sentido práctico y sentido de la realidad. Quien ar-
gumenta así se olvida del radicalismo y la guerra civil que caracterizan
la primera revolución inglesa, la revolución puritana. Aunque Guizot
atribuye esta revolución a la irrupción de unos «fanáticos» y «malva-
dos» que no se conforman con la «libertad moderada» (MEW, 7;
49
210). El paradigma etnológico, que se ceba en los franceses, da paso
aquí al paradigma psicopatológico, que va a la caza de fanáticos y lo-
cos en todas las latitudes. Sea como fuere, se abandona el terreno de
la «comprensión histórica» (MEW, 7; 207). Marx y Engels encuen-
tran tan ridículo este modo de argumentar, que tal forma de aferrarse
al paradigma etnológico y psicopatológico es para ellos la demostra-
ción de una pérdida de «capacidad de la burguesía»: aterrorizada por
el fantasma de la revolución proletaria, es ya incapaz de leer el con-
flicto social en términos históricos (MEW, 7; 212 y 255).
De un modo directo o indirecto, la polémica de los teóricos de la
lucha de clases acaba implicando a no pocos de los grandes autores
del siglo XIX. Según Tocqueville (1951, vol. 13.2, p. 337 y vol. 2.2,
p. 337), el vehículo de la «enfermedad de la revolución francesa» y
del «virus de una especie nueva y desconocida» es «una raza nueva
de revolucionarios»: «siempre estamos en presencia de los mismos
hombres, aunque las circunstancias sean distintas». Da la impresión
de que en 1851 el liberal francés responde a Engels cuando este iro-
niza sobre la «superstición» que «reduce la revolución a la maldad de
un puñado de agitadores» (MEW, 8; 5 y MEGA, I, 11; 3).
Mientras que los liberales del siglo XIX, cuando denuncian el es-
tallido de la locura revolucionaria, se ensañan especialmente con
Francia, Nietzsche, al comprobar la larga duración del ciclo revolu-
cionario, invita a un definitivo ajuste de cuentas con «el mundo de
manicomio de milenios enteros» y con las «enfermedades mentales»
que se recrudecen a partir del «cristianismo» (El Anticristo, 38). Aun-
que Nietzsche radicaliza al máximo el paradigma psicopatológico,
reconoce la deuda contraída con la tradición y declara que ha «pasado
por la escuela de Tocqueville y Taine» (cf. Losurdo 2002, cap. 28, §
2). En la vertiente contraria, Engels se burla de «Taine y Tocqueville
divinizados por el filisteo» (MEW, 37; 154).
Los exponentes de la cultura dominante en el siglo XIX, de todos
modos, están de acuerdo en que la Francia del largo ciclo revolucio-
nario es el ejemplo más claro del horror al que puede conducir la
locura revolucionaria. En cambio, en 1885 Engels afirma que Francia
50
«es el país donde las luchas de clases de la historia se llevaron, más
que en ningún otro lugar, hasta sus últimas consecuencias» (MEW,
21; 248). Marx, por su parte, expresa todo su desprecio por el para-
digma psicopatológico señalando (en 1867) que es la Rusia autocráti-
ca y feudal la que lo agita: Nicolás I explica la propagación por
Europa de la crisis revolucionaria de 1848 en términos de «peste fran-
cesa», «delirio» revolucionario francés y metástasis del «tumor cance-
roso de una filosofía vergonzosa» que ataca las «partes sanas del
cuerpo social europeo» (MEW, 16; 201).
51
en Irlanda, colonia de la Inglaterra protestante y anglicana. Al igual
que en Polonia, aquí el movimiento de lucha contra la opresión na-
cional se nutre de motivos religiosos y esgrime consignas religiosas
(católicas). En este segundo caso es John Locke (1977, p. 112) quien
empuña el pathos de la Ilustración para denostar a los rebeldes, expre-
sión del «mundo ignorante y fanático» del papismo y engañados «por
los hábiles manejos de su clero»; quienes les alientan son los «curas»
que, «para asegurarse el dominio, han dispensado a la razón de ejercer
función alguna en el ámbito de la religión» (Locke 1979, p. 414).
No puede haber tolerancia con los papistas: además de adherirse a
un poder extranjero y hostil, se nutren de «opiniones peligrosas que
son absolutamente destructivas para todos los gobiernos, excepto el
del papa»; «el magistrado debe reprimir a todo aquel que difunda o
haga pública alguna de ellas» (Locke 1977, p. 111). En ambos casos
la supuesta lucha contra el oscurantismo clerical es al mismo tiempo
represión de las aspiraciones nacionales del pueblo polaco y del irlan-
dés. Proudhon se puede considerar un heredero de esta Ilustración,
pues su postura de librepensador es inseparable del escarnecimiento
de los movimientos independentistas, para quienes la defensa de la
identidad (y la liberación) nacional también pasa por la defensa de
la identidad religiosa.
Bien distinta es la actitud de Marx y Engels: en ellos, desde el
principio, el compromiso con la lucha por la emancipación de las
clases subalternas, a menudo paralizadas o idiotizadas por el «opio»
religioso, se entrelaza con el apoyo a movimientos independentistas
que empiezan a tomar conciencia de la cuestión nacional justamente
a través de la religión. Para los irlandeses –señala el joven Engels– los
«intrusos protestantes» son lo mismo que los «terratenientes» y for-
man parte de la maquinaria que oprime al pueblo, invadido y some-
tido a la «más brutal explotación» (MEW, 2; 485). Si hurgamos bajo
la superficie del enfrentamiento religioso entre católicos y protestan-
tes (anglicanos), aparece en enfrentamientos entre braceros irlandeses,
a menudo expropiados de sus tierras, y colonos ingleses expropiado-
res; aparece la realidad de la lucha de clases en su plasmación con-
52
creta. La religión puede ser un sentimiento muy intenso que des-
pliega su gran eficacia en la evolución histórica y política, pero no es
la causa primaria del conflicto.
En lo que respecta a Polonia, justo después de la rebelión (rápi-
damente reprimida) de enero de 1863, al repasar la historia del país
desmembrado y oprimido, Marx (1961, p. 108) señala que la Rusia
zarista no ha dudado en tomar como pretexto «la privación de dere-
chos políticos a los disidentes (no católicos)» para legitimar su polí-
tica de intervención y expansionismo en perjuicio de Polonia. Es un
tema desarrollado posteriormente por Engels. En la época del primer
reparto del país –observa– se había formado una «“opinión pública”
ilustrada en Europa (…) bajo la poderosa influencia de Diderot, Vol-
taire, Rousseau y los demás escritores franceses del siglo XVIII». Pues
bien, en su avance expansionista la Rusia zarista supo aprovecharse
de esta situación; aunque estaba desatando una feroz persecución
contra los judíos, «pronto cayó sobre Polonia en nombre de la tole-
rancia religiosa» y de los derechos de los ortodoxos, oprimidos por un
país y un gobierno católico y oscurantista. Para ello Rusia pudo contar
con el respaldo o la benevolencia de los philosophes:
53
ocuparse del asunto. Manda primero a Engels y luego a Ludwig Ku-
gelmann una foto de su hija Jenny y en la carta que la acompaña ex-
plica: la cruz que lleva colgada es «la cruz de la insurrección polaca
de 1864» (MEW, 32; 247 y 590). En casa del gran filósofo, revolu-
cionario y fustigador del «opio del pueblo», no se duda en expresar
solidaridad con la lucha de liberación de un pueblo oprimido exhi-
biendo también sus símbolos religiosos.
La atención prestada al significado concreto que asume la religión
en una situación histórica concreta y en el ámbito de un conflicto
determinado es una constante del pensamiento de los dos grandes
revolucionarios. Con motivo de la Guerra de Secesión, Marx destaca
calurosamente el papel de vanguardia que desempeñan los abolicio-
nistas cristianos, como William L. Garrison y Wendell Phillips. Este
último, en particular, «desde hace treinta años, jugándose la vida,
hace de la emancipación de los esclavos su grito de batalla, impasible
ante la ironía de la prensa, los rabiosos alborotos de los reventadores
a sueldo, los argumentos conciliadores de los amigos solícitos». Sí,
no duda en criticar al propio presidente Abraham Lincoln, a quien
reprocha que confíe más en las negociaciones por las alturas con los
dirigentes de los estados fronterizos entre el Norte y el Sur, indecisos
sobre la posición a adoptar, que en la movilización por debajo de los
negros decididos a romper las cadenas de la esclavitud. «Lincoln hace
una guerra política»: tal es la denuncia de Phillips quien, por el con-
trario, aspira a transformar la exhibición de fuerza militar entre las
dos secciones de la Unión en una suerte de revolución abolicionista,
en la revolución abolicionista que también propugna Marx (MEW,
15; 530-531).
El gran antagonista del abolicionismo cristiano es John C. Cal-
houn, quien clama contra los «fanáticos rabiosos que consideran la
esclavitud un pecado y, por este motivo, creen que es su supremo de-
ber destruirla, aunque ello supusiera destruir la Constitución de la
Unión». Para ellos la abolición es una «obligación de conciencia»,
solo así piensan que podrán liberarse de la sensación angustiosa de
ser cómplices de ese «pecado» imperdonable que sería la esclavitud,
54
contra la que lanzan una «cruzada» en toda regla, «una cruzada gene-
ralizada» (Losurdo 2005, cap. V, § 11). A pesar de su odio o quizá,
precisamente, gracias a él, Calhoun está en lo cierto: no le faltan tin-
tes fundamentalistas al abolicionismo cristiano, frente al cual el gran
teórico del Sur esclavista adopta una actitud laica, a su manera «ilus-
trada». Pese a todo Marx se pronuncia a favor de Garrison y Phillips,
es más, los elogia como adalides de la causa de la libertad. En la gi-
gantesca lucha de clases que se desarrolla en vísperas y en el transcurso
de la Guerra de Secesión, el abolicionismo cristiano, a menudo con
resonancias fundamentalistas, es el que encarna la resistencia contra
la «cruzada generalizada de la propiedad contra el trabajo», el que
encarna la causa revolucionaria de la emancipación del trabajo.
No solo como militantes llamados a tomar posiciones sobre los
conflictos de sus contemporáneos, también como historiadores que
analizan conflictos que ya han quedado atrás, incluso en épocas re-
motas, Marx y Engels se cuidan mucho de condenar sin distinciones
los movimientos inspirados de alguna manera por la religión. En su
momento, la sublevación de España contra el ejército napoleónico
había reprobado, junto con la ocupación militar, la tradición cultural
del país invasor; por lo tanto había censurado la Ilustración y la re-
volución francesa, y frente a estas ideas más o menos «satánicas» se
había encomendado a la religión de los antepasados y a la Santa Fe.
Pero esto no fue óbice para que Marx emitiera en 1854 un juicio
equilibrado, el de que en la época napoleónica «todas las guerras de
independencia sostenidas contra Francia tienen en común el sello de
una regeneración unido al de la reacción» (MEW, 10; 444). La «re-
generación» se encarna en la lucha de masas por la independencia
nacional, mientras que la «reacción» es la ideología oscurantista que
inspira esta lucha.
Justo después del fracaso de la revolución de 1848, sin dejarse lle-
var por el desánimo y el escapismo, Engels se dedica a repasar la «tra-
dición revolucionaria» alemana (MEW, 7; 329) y escribe un libro
sobre la Guerra de los Campesinos, la gran rebelión antifeudal que
había estallado más de tres siglos antes, en la estela de la Reforma
55
protestante y agitando consignas tomadas del Antiguo y el Nuevo
Testamento.
Más tarde, en 1895, es decir, ya al final de su vida, Engels no duda
en comparar la irresistible ascensión del socialismo con el triunfo que
en su día cosechó el cristianismo pese a la gran persecución de Dio-
cleciano y gracias a la conversión de Constantino (MEW, 22; 526-
527). Es una posición significativa, pues coincide con el periodo en
que Nietzsche equipara y condena al cristianismo y al socialismo
en nombre, primero, de la Ilustración propiamente dicha, y luego, en
la última etapa de su evolución, en nombre de la «nueva Ilustración»
(Losurdo 2002, caps. 7-8 y cap. 28, § 4).
Vale la pena recordar, por último, que ya en sus comienzos Marx
polemiza con Gustav Hugo quien, dándoselas de «escéptico com-
pleto» aún más consecuente que los «otros ilustrados», ridiculiza el
ideal de la emancipación de los esclavos (MEW, 1; 79-80), no pocas
veces profesado, como hemos visto, por los abolicionistas cristianos.
En conclusión: para Marx y Engels la religión se configura como
«opio del pueblo» en la medida en que pretende trascender el con-
flicto; entonces obstaculiza la toma de conciencia revolucionaria y
acaba manteniendo las cadenas de la opresión. Pero puede ocurrir
que la religión sea el terreno abonado para una básica toma de con-
ciencia del conflicto, de la lucha de clases en sus distintos aspectos.
Es lo que ocurre, en particular, con la cuestión nacional. En este caso
la representación religiosa, que explica el conflicto partiendo de la
contraposición entre católicos irlandeses y protestantes ingleses, o
entre católicos polacos y ortodoxos rusos, es mucho menos idealista
y mucho menos mistificadora que la visión según la cual en Irlanda
y Polonia se enfrentan las ideas ilustradas por un lado y el oscuran-
tismo por otro.
Esta «ilustración» tan ponderada por Federico II (y en parte por
D’Alembert), así como por Hugo, Calhoun y Nietzsche, que trans-
figura la dominación vistiéndola con los ropajes de la razón ilus-
trada, bien podría llamarse ilustración de corte; entonces no
conviene perder nunca de vista que en Marx y Engels la crítica de
56
la religión no puede separarse de la crítica de la ilustración de corte.
57
lejos de expresar una superación real del conflicto social, es la expre-
sión inmadura y a menudo mistificadora de ese mismo conflicto. Es-
tamos en presencia de una actitud espiritual que tiende a manifestarse
regularmente cada vez que refluyen o se disipan las esperanzas puestas
en la política o en el cambio político. Fue lo que sucedió en los años
posteriores a 1789, cuando parecía que la extrema complejidad del
proceso revolucionario había ridiculizado definitivamente el entu-
siasmo suscitado en la cultura alemana por la caída del antiguo régi-
men en Francia. En 1803 Friedrich Schiller había cantado: «¡Solo en
los montes hay libertad!»; solo donde la naturaleza todavía no está
contaminada por el hombre, «el mundo es perfecto»; por eso solo se
puede considerar feliz quien vive «en el silencio del campo», recos-
tado, con abandono infantil, «en el pecho de la naturaleza», o quien
vive «en la celda pacífica del convento», donde tampoco asoma «la
triste figura de la humanidad», es decir, donde también está lejos del
ruido efímero de los desórdenes histórico-políticos. Contra Schiller
y su «invocación a la naturaleza» había polemizado Hegel quien, re-
chazando la huida consoladora (en la naturaleza o en la religión) de
las contradicciones y los conflictos del mundo político, había afir-
mado: «Lo que es producto de la razón humana debería tener por lo
menos la misma dignidad que lo que es producto de la naturaleza»;
en este sentido, «el chiste berlinés más vulgar» no es menos digno de
admiración que un magnífico espectáculo natural (en Losurdo
1997a, cap. X, § 5).
Es una lección que debió de influir profundamente en Marx. Se-
gún el autorizado testimonio de Paul Lafargue (yerno del filósofo,
pues se había casado con su hija Laura), le gustaba repetir «el dicho
de Hegel, el maestro de filosofía de su juventud: “Hasta el pensa-
miento criminal de un malhechor es más grandioso y sublime que
las maravillas del cielo”» (Enzensberger 1977, p. 246). A su vez En-
gels, en una carta de 1893, escribe: «La naturaleza es grandiosa, y
siempre he vuelto a ella con placer para distraerme del movimiento
de la historia; sin embargo la historia me parece más grandiosa que
la naturaleza». Si acaso, el contacto con la naturaleza debe servir para
58
recobrar fuerzas y volver con ímpetu renovado a observar el mundo
histórico y político y a participar en la edificación de una sociedad
basada en la solidaridad y la conciencia de la humanidad común, y
no en la explotación y la opresión; en la formación, por tanto, «de
algo nunca alcanzado en la historia de nuestra tierra» (MEW, 39; 63).
Hemos visto a Marx ironizar sobre la «presunta naturaleza» en la
que cree encontrar la salvación el filisteo disgustado por los aconte-
ceres históricos y políticos. Esta «naturaleza» es «presunta» por par-
tida doble. En primer lugar, porque no se libra de la contaminación
política y social, puesto que los ambientes conservadores remiten a
ella cuando denuncian la agitación insensata de la ciudad. En se-
gundo lugar –observa La ideología alemana–, en el planeta habitado
por el hombre, la «naturaleza anterior a la historia humana», que se
contrapone justamente a esa historia humana, «hoy no existe en nin-
guna parte, salvo, quizá, en alguna isla coralina australiana de nueva
formación» (MEW, 3; 44). El campo en donde buscan refugio Schi-
ller, Daumer y Feuerbach tiene tras de sí una historia larga y ator-
mentada y una gigantesca revolución, la revolución neolítica, que
introdujo la agricultura, la zootecnia y la domesticación de los ani-
males: en realidad todo lo que en nuestros días se ensalza como natu-
raleza eterna, como el reino del orden y la regularidad contrapuesto
a la lucha de clases, a las agitaciones y convulsiones del mundo his-
tórico y político, es el resultado de una gran perturbación histórica.
Ni siquiera las montañas se han librado de la «triste figura de la
humanidad», como pretendía Schiller. Baste pensar en los pastos y
el ganado, que remiten a la historia recién mencionada; además, para
llegar a esas alturas de difícil acceso hay que recurrir a lo que ha pro-
ducido el trabajo humano, empezando por la ropa que debe prote-
gernos del frío y la intemperie. La «naturaleza» evocada y soñada por
Schiller, Daumer y Feuerbach no es más que «la expresión ideal de
un deseo piadoso en materia de relaciones humanas», la proyección
fantástica de las «ideas» que querrían «ver realizadas en la sociedad
humana» (MEW, 3; 461 y 463); una naturaleza, por tanto, en la que
no existiría esa «escisión entre la vida y la felicidad» que se lamenta
59
en la sociedad humana. En realidad –por continuar citando La ideo-
logía alemana–, «con mucha más razón pudo Hobbes demostrar a
partir de la naturaleza su Bellum omnium contra omnes y Hegel […]
ver en la naturaleza la escisión» (MEW, 3; 460). Lo único que puede
superar la «escisión entre la vida y la felicidad» es la acción política,
la lucha de clases.
60
real» por partida doble. En primer lugar, con su búsqueda despiadada
del beneficio máximo y con sus crisis periódicas, produce una enor-
me disipación de esa «fuerza natural» que es la «fuerza de trabajo hu-
mana», sacrificada sin escrúpulos ya en los niños, obligados a morir
de cansancio y privaciones. Se podría decir que el primer libro de El
capital es en gran parte el análisis crítico del «constante rito sacrificial
en perjuicio de la clase obrera» y del «derroche más desenfrenado de
sus energías [naturales] laborales» (MEW, 23; 511).
Pero eso no es todo. El capital también subraya que «todos los
progresos de la agricultura capitalista» son «progresos no solo del arte
de despojar al obrero, sino también del arte de despojar al suelo»,
con la consiguiente «ruina de las fuentes duraderas» de su fertilidad
(MEW, 23; 529). En todo caso, si la idea de propiedad privada en
que se basa la sociedad burguesa se aplica a la relación entre el hom-
bre y la naturaleza, resulta aún más devastadora. Cuanto más absoluta
es esa idea más graves son las consecuencias para la naturaleza: en el
Sur de Estados Unidos la sociedad esclavista también se distingue
por su «explotación brutal del suelo» (MEW, 25; 632). En el caso de
Irlanda: «La enfermedad de la patata fue una consecuencia del ago-
tamiento del suelo, un producto del dominio inglés» y de la política
de saqueo colonial que llevaba a cabo el gobierno de Londres (MEW,
16; 551).
Se puede sacar una conclusión de carácter general: «Ni siquiera
toda una sociedad, una nación, es más, ni siquiera todas las socieda-
des de una misma época tomadas en conjunto, son propietarias de
la tierra. Solo son sus poseedoras o sus usufructuarias, y tienen el
deber de legársela mejorada, como boni patres familias, a las genera-
ciones venideras». En el futuro, «desde el punto de vista de una for-
mación económica más elevada de la sociedad, la propiedad privada
del globo terráqueo por individuos particulares», por una nación o
incluso por la humanidad entera tomada en un periodo de tiempo,
parecerá «tan absurda como la posesión de un hombre por otro»
(MEW, 25; 784).
Se comprende entonces la advertencia de Engels en la Dialéctica
61
de la naturaleza: «Nosotros no dominamos la naturaleza como un
conquistador que ha dominado a un pueblo extranjero; no la domi-
namos como ajenos a ella, sino que formamos parte de ella con nues-
tra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, y vivimos en su seno»
(MEW, 20; 453). Para conservar una naturaleza que permita la con-
tinuación y el desarrollo de la historia humana es preciso afrontar y
resolver el conflicto político-social, mientras que el religioso «culto a
la naturaleza» recomienda evadirse de él. El llamamiento a buscar en
la naturaleza un lugar trascendente ajeno a las disonancias y contra-
dicciones de la sociedad es la expresión, distorsionadora y mistifica-
dora, de ese mismo conflicto que en vano trata de apartar.
Pero hagamos un intento de tomarnos en serio el llamamiento.
De entrada hay que tener en cuenta que el obrero «ni siquiera tiene
la posibilidad de ver la naturaleza, pues vive en una gran ciudad y
trabaja muchas horas» (MEW, 2; 454). Por otro lado, la «naturaleza»
que se ve en los «barrios obreros» y en los «barrios pobres» de los cen-
tros urbanos brinda un espectáculo desolador, ya que fueron edifi-
cados «sin preocuparse lo más mínimo por la ventilación, pues solo
se tuvo en cuenta la ganancia (Gewinn) que podía obtener el cons-
tructor» y en ellos reina la «cochambre absoluta» y «una suciedad y
un hedor espantosos» (MEW, 2; 294-295 y 266-267). Engels, con
uno de los primeros análisis de la cuestión ecológica y ambiental, se-
ñala que la lógica del beneficio explica la contaminación de la atmós-
fera (habla de una ciudad «envuelta en una nube gris de humo de
carbón») y de los cursos de agua («un riachuelo maloliente, negro
como la pez», «una agua negruzca, de la que no se puede decir si es
un arroyo o una larga serie de lodazales fétidos») (MEW, 2; 272 y
274).
Un texto que he citado a menudo es de 1845. Dos años antes,
Herbert Spencer (1981, p. 244) había ironizado así: si se atribuye al
estado la tarea de intervenir contra los residuos contaminantes de las
industrias, ¿por qué negarle entonces la competencia de la «salud
espiritual de la nación»? Varias décadas después, el liberal inglés re-
flexiona y se ve obligado a abordar él también el problema de la con-
62
taminación del aire, con observaciones que suenan muy modernas
sobre el aire viciado que a veces se tiene que respirar en los trenes
(Spencer 1978, vol. 2, pp. 99-100). Pero en el escenario solo siguen
apareciendo individuos, y el problema se aborda sin que haya nin-
guna referencia a las fábricas y los lugares de producción, ni tampoco
a los ríos, los lagos y el medio natural. El conflicto estalla cuando el
caballero o, mejor dicho, «unos hombres que se consideran caballeros
fuman en lugares distintos de los reservados a los fumadores». Siguen
ausentes, más que nunca, las clases y la lucha de clases.
63
la cursiva usada aquí pretendo destacar un asunto preliminar: es evi-
dente que la vida se caracteriza por un sinfín de conflictos que esta-
llan entre los individuos por las razones más variadas, pero aquí se
trata de analizar los conflictos cuyos protagonistas no son individuos
aislados sino sujetos sociales que, de un modo directo o indirecto, in-
mediato o mediato, enlazan con el ordenamiento social, con una ar-
ticulación esencial de la división del trabajo y del ordenamiento social.
Así es como se define el objeto de la teoría marxiana de las «luchas
de clases». Estamos en presencia de una categoría general, de un
genus, que puede subsumir species muy diferentes. Se puede intentar
una clasificación, aunque no a partir de la historia universal sino,
evidentemente, del tiempo histórico en el que se sitúan los autores
del Manifiesto del partido comunista. De entrada se impone una pri-
mera distinción. Por un lado están los conflictos que enfrentan entre
sí a las clases explotadoras: las luchas de clases entre burgueses de los
distintos países, primero rebelados contra la aristocracia terrateniente
y el antiguo régimen, más tarde ellos mismos enzarzados en una dis-
puta más o menos enconada que puede desembocar en una guerra.
Por otro lado tenemos las luchas de emancipación, que son luchas
de clase desde el punto de vista tanto de los sujetos sociales que as-
piran a ella como de los sujetos sociales dispuestos a ponerle trabas
o impedirla. Aquí se puede hacer otra distinción, más exactamente
una tripartición: la lucha cuyos protagonistas son los pueblos en con-
diciones coloniales, semicoloniales o de origen colonial; la lucha pro-
tagonizada por la clase obrera en la metrópoli capitalista (en la que
se centra la reflexión de Marx y Engels); y la lucha de las mujeres
contra la «esclavitud doméstica». Cada una de estas tres luchas pone
en cuestión la división del trabajo vigente a escala internacional, na-
cional y familiar. «Relación de coerción» (Zwangsverhältniß) es lo que
subsiste en la sociedad burguesa entre capital y trabajo (MEGA, II,
4.1; 93), pero se puede hacer la misma consideración acerca de las
otras dos relaciones. Las tres luchas de emancipación ponen en cues-
tión las tres «relaciones de coerción» fundamentales que constituyen
el sistema capitalista en conjunto.
64
Benedetto Croce (1973, p. XIV) no tiene en cuenta nada de esto
cuando, en septiembre de 1917, refiriéndose al recrudecimiento de
la guerra, declara: «Hoy parece que el concepto de poderío y de lucha,
que Marx había trasladado de los estados a las clases sociales, ha
vuelto de las clases a los estados». Es cierto que en la fase inicial de
unión sagrada y patriótica, no pocos intelectuales europeos experi-
mentaron y teorizaron el gigantesco conflicto como la demostración
de la crisis del materialismo histórico, o como el «instrumento para
abolir la lucha de clases» (Mosse 1990, p. 73). Sin embargo, apenas
unas semanas después de que Croce declarase la muerte de la lucha
de clases, en Roma estallaron la revolución de octubre y la subleva-
ción de las masas populares contra la guerra y contra las clases privi-
legiadas que dirigían el país y el ejército. Pero no solo por esto se
puede decir que el pulso terrible entre las grandes potencias iniciado
en 1914 distaba mucho de significar el final o la suspensión de la
lucha de clases.
De entrada conviene recordar la observación de un eminente his-
toriador contemporáneo, Arno Mayer: ninguna guerra se había invo-
cado tan ardientemente como «profilaxis», como «instrumento de
política interior», como tabla de salvación para un orden político y
social que se sentía cada vez más amenazado por el avance del movi-
miento obrero y socialista. Por poner un ejemplo de una personalidad
próxima a Croce, diez años antes del estallido de la guerra, Vilfredo
Pareto la invocaba y anhelaba para que conjurase el socialismo «por
lo menos durante medio siglo». En semejantes términos, el almirante
alemán Alfred von Tirpitz motivaba su política de rearme naval, entre
otras cosas, en la necesidad de hallar un antídoto para la «difusión
del marxismo y del radicalismo político entre las masas». Por no ha-
blar de la convicción, muy extendida entre las clases dominantes y
sus ideólogos, de que solo el expansionismo colonial lograría desac-
tivar en la metrópoli la cuestión social y debilitar o acorralar el mo-
vimiento socialista (Losurdo 1996, cap. III, § 3).
Bien mirada, la primera guerra mundial no solo es la expresión
de la lucha de clases, sino que además lo es por partida triple, pues
65
comprende: a) la lucha por la hegemonía entre las burguesías capi-
talistas de las grandes potencias; b) el conflicto social de la metrópoli,
que la clase dominante espera neutralizar y desviar mediante una de-
mostración de fuerza en el plano internacional y mediante la conquis-
ta colonial; c) la opresión y explotación de los pueblos en condiciones
coloniales y semicoloniales para los que, por decirlo con palabras de
Marx a propósito de Irlanda, la «cuestión social» se plantea como
«cuestión nacional».
En el ámbito de cada país la clase dominante aprovechó la ocasión
para recomendar e imponer la paz social y la unidad nacional, truncar
las huelgas y alargar el horario de trabajo. Pero este comportamiento
lo que denotaba no era el fin de la lucha de clases, sino que la bur-
guesía había tomado la delantera en ella, hasta que, con el agrava-
miento de los sacrificios impuestos por la guerra y la pérdida de
eficacia de la retórica patriotera, la lucha de clases del proletariado
acabó por prevalecer, incluso en forma revolucionaria.
A la luz de estas consideraciones solo puede arrancar una sonrisa
la «síntesis» de Karl Popper (1974, vol. 2, p. 44), quien demuestra
de esta guisa su tesis de que el fascismo y el comunismo tienen en
común un padre malvado, obviamente alemán: «El ala izquierda [re-
presentada por Marx] sustituye la guerra de las naciones, que aparece
en el esquema historicista de Hegel, por la guerra de las clases; la ex-
trema derecha la sustituye por la guerra de las razas». En realidad el
conflicto social y de clase está bien presente en Hegel, que se refiere
a él continuamente para explicar, por ejemplo, la caída de la monar-
quía en la antigua Roma, derrocada por una aristocracia decidida a
reforzar su dominio sobre la plebe, o para arrojar luz sobre el modo
en que la monarquía absoluta de la edad moderna fue cercenando
poco a poco el poder y los privilegios de una aristocracia feudal afe-
rrada tenazmente a sus privilegios y a la servidumbre y la explotación
impuestos a la masa de los campesinos. Por otro lado, para Hegel la
aparición del estado representativo moderno a raíz de la revolución
francesa no supone ni mucho menos el fin del conflicto social: el
proletario despedido o inhabilitado para el trabajo o el pobre en peli-
66
gro de muerte por inanición se hallan en una condición similar a la
del esclavo y tienen, por lo tanto, pleno derecho a rebelarse (Losurdo
1992, cap. VII pássim). Por otro lado, las «guerras de las naciones»
(una realidad que estaba y está a la vista de todos) están bien presentes
en Marx y Engels: si condenan el capitalismo es, entre otras cosas,
porque en su interior se gesta «la guerra industrial de aniquilación
entre las naciones» y porque sostiene «guerras de filibusteros» contra
los pueblos coloniales, los cuales responden con legítimas guerras de
resistencia y liberación nacional.
En cuanto a la «guerra de razas», Marx y Engels, desde luego,
rechazan la lectura de la historia en clave racial. Con ello se ven obli-
gados a polemizar no con esa fantasmagórica «extrema derecha» hege-
liana fabulada por Popper –él mismo imbuido, en cierto modo, del
paradigma etnológico y la ideología de guerra de los aliados, que
señalan exclusivamente a Alemania como fuente de todo mal–, sino
con personalidades y órganos de prensa de Estados Unidos y de la
Inglaterra liberal. Y entonces lo que a primera vista parecía una «gue-
rra de razas» se revela como una lucha de clases. Por ejemplo, es evi-
dente que en los Estados Unidos de la esclavitud negra y la white
supremacy el destino de los afroamericanos está marcado, ante todo,
por la pertenencia a una «raza». Así las cosas, plantear la cuestión «ra-
cial» (o nacional) no significa dejar a un lado el conflicto social sino,
muy al contrario, afrontarlo en sus términos concretos y peculiares.
Solo si tenemos esto en cuenta podemos comprender el siglo XX,
un siglo que, como veremos, está marcado por las épicas luchas de
clases y de resistencia nacional que se oponen a los intentos de Tercer
Reich y el imperio del Sol Naciente de restaurar la tradición colo-
nialista e incluso esclavista, respectivamente, en Europa del Este y en
Asia.
En una palabra, lo que no comprenden ni Croce, ni Popper, ni
Ferguson es el papel que desempeña la lucha de clases en unas con-
tradicciones, disputas y demostraciones de fuerza que a primera vista
tienen un carácter puramente nacional y racial. Ninguno de los tres
comprende que la teoría de la lucha de clases de Marx y Engels es
67
una teoría general del conflicto social, aunque no esté expuesta de
un modo orgánico y sistemático. Podemos hacer una comparación:
Carl von Clausewitz, atesorando él también la extraordinaria ola cul-
tural que vio florecer la filosofía clásica alemana, escribió su famosí-
simo ensayo Sobre la guerra, que abarca los más variados conflictos
armados interpretándolos como continuación de la política por otros
medios; Marx y Engels, por su parte, compusieron idealmente un
tratado Sobre el conflicto social y político que, elevándose a un nivel
superior de generalización y abstracción, a partir de la división del
trabajo en clases antagonistas y de la lucha de clases, lee en clave uni-
taria las distintas formas del conflicto social, incluidas las guerras y
los distintos tipos de guerra. Pero de inmediato conviene añadir algo:
mientras que Clausewitz asume una actitud aparentemente objetiva,
los dos filósofos y militantes revolucionarios declaran de un modo
explícito que no quieren situarse por encima del conflicto para limi-
tarse a verlo con distanciamiento, sino comprometerse activamente
a transformar el mundo en una dirección bien determinada.
68
II
69
poder». Ya esto debilita los privilegios y el dominio de la aristocracia.
Además de la propiedad en todas sus formas, los propios «trabajos
de la inteligencia» son «fuentes de poder y de riqueza», de modo que
«los descubrimientos en las artes» y los «perfeccionamientos en el co-
mercio y en la industria» son «nuevos elementos de igualdad entre
los hombres». Parece como si todos los factores del mundo moderno
se hubieran puesto de acuerdo para «empobrecer a los ricos y enri-
quecer a los pobres». En conclusión: hay una tendencia irresistible a
la «nivelación universal» (nivellement universel), una tendencia que
no se puede detener ni frenar, ya que «los ricos […] están dispersos
e impotentes» y son incapaces de oponer una resistencia eficaz. No
cabe duda, hay una voluntad superior que dirige todo esto: «El desa-
rrollo gradual de la igualdad de condiciones es un hecho providen-
cial, pues tiene sus principales características: es universal, duradero,
se sustrae todos los días al poder humano; todos los acontecimientos,
así como todos los hombres, contribuyen a su desarrollo» (Tocque-
ville 1951, vol. 1.1, pp. 3-4 y vol. 1.2, p. 259).
Los fragmentos que acabo de citar están sacados del primer y el se-
gundo libro de La democracia en América, por lo que nos remiten res-
pectivamente a 1835 y 1840. En los años siguientes, volviendo la
mirada hacia Francia e Inglaterra, Tocqueville (1951, vol. 3.2, pp.
105-106), traza un panorama bien distinto: «la igualdad extiende pro-
gresivamente su dominio por doquier, salvo en la industria, que cada
día se organiza más de una forma aristocrática» y jerárquica; una re-
lación de «estrecha dependencia» ata al obrero asalariado al dador de
trabajo. En lo que respecta a las relaciones de poder y el reparto de la
riqueza social, estamos muy lejos de la igualdad: «las fuerzas organi-
zadas de una multitud producen a beneficio de uno solo». En una pa-
labra, «Aquí el esclavo, allí el amo, allí la riqueza de algunos, aquí la
miseria de la mayoría»; las «guerras serviles» acechan (Tocqueville
1951, vol. 5.2, pp. 80-82 y vol. 3.2, p. 727). La realidad de las clases
sociales, que antes no existía, de unas clases sociales dispuestas a pre-
sentar batalla, hace su ruda aparición. Pero ahora lo que sanciona una
voluntad superior ya no es la igualdad sino la desigualdad, como lee-
70
mos en la polémica contra «las teorías económicas y políticas» que
tendían a hacer creer «que las miserias humanas eran obra de las leyes
y no de la Providencia, y que se podría suprimir la pobreza cambiando
de base la sociedad» (Tocqueville 1951, vol. 12, pp. 92-94 y 84).
Sin embargo, cuando en febrero de 1848 Tocqueville entrega a la
imprenta la duodécima edición de La democracia en América (1951,
vol. 1.1, p. XLIII) reitera el punto de vista expresado «quince años»
antes sobre el carácter irresistible y providencial de la marcha hacia
la igualdad en Estados Unidos y Occidente en conjunto. Pero ¿cómo
es posible compaginar la tesis del empobrecimiento de los ricos y el
enriquecimiento de los pobres con la advertencia contra una polari-
zación social tan acentuada que amenaza con desencadenar «guerras
serviles»? El caso es que el liberal francés rehúsa cuestionar la idea de
que en Occidente se está produciendo una «nivelación universal». La
realidad de las clases y de la lucha de clases, primero ignorada y luego
admitida con reservas, ahora, de alguna manera, se suprime. Pero
esta supresión, claramente estimulada por la preocupación política
de moderar y contener el resentimiento de las clases subalternas,
suena a confirmación involuntaria.
Otro que subestima el poder persistente de la riqueza a pesar de
la caída del antiguo régimen es J. S. Mill (1946, p. 138), quien en
1861 expresa una preocupación que hoy puede parecer bien extraña:
teme que con la extensión del sufragio las «clases obreras», mucho
más numerosas en Inglaterra (y Europa) que en Estados Unidos (por
entonces todavía poco industrializado) se alcen con la mayoría elec-
toral y la utilicen para «transferir a los pobres la influencia de clase
que hoy pertenece solo a los ricos». El «gobierno de la mayoría nu-
mérica» acabaría siendo un «gobierno de clase», en el sentido de que
instauraría el «despotismo colectivo», es decir, el poder irresistible de
la «mayoría de los pobres» sobre «una minoría que podemos llamar
de los ricos». Para conjurar este peligro Mill recomienda que se re-
curra al voto plural a favor de las personas más inteligentes o que en
la vida desempeñan tareas más importantes, como los empresarios.
Así los ricos podrían mantener su presencia, siquiera exigua, en los
71
órganos representativos. El liberal inglés llega a la misma conclusión
que Tocqueville: el rico está es una situación de aislamiento e impo-
tencia. Por lo tanto la lucha de clases del proletariado es superflua o
solo puede acarrear desastres.
Tocqueville (1951, vol. 9, pp. 243-244), mientras profetiza una
«nivelación universal» en Occidente (cayendo en flagrantes contra-
dicciones), por otro lado advierte el abismo que se está abriendo entre
Occidente y el resto del mundo. El que «varios millones de hombres»,
los occidentales, se hayan convertido en «los dominadores de toda
su especie», es un hecho que estaba «claramente previsto en los de-
signios de la Providencia». De un modo análogo, J. S. Mill (1946,
p. 291), mientras por un lado pone en guardia contra un proceso de
democratización cuyo avance impetuoso en Occidente condena a los
ricos al aislamiento y la impotencia, por otro celebra el «despotismo
vigoroso» que ejercen Occidente y sus clases dominantes a escala in-
ternacional. Lejos de ser algo negativo, esta relación de desigualdad
extrema debe extenderse hasta abarcar todo el globo; el «despotismo
directo de los pueblos adelantados» sobre los atrasados ya es «la con-
dición ordinaria», pero debe convertirse en «general».
La relación de desigualdad extrema que se instaura a escala inter-
nacional no se limita al poder político y militar. Tocqueville (1951,
vol. 1.1, p.3) escribe: «El descubrimiento de América abre mil cami-
nos nuevos a la fortuna y brinda poder y riqueza al oscuro aventure-
ro». Con este aliciente algunos ciudadanos franceses pueden decidirse
a emigrar a las colonias y en particular a Argelia: «Para hacer que va-
yan habitantes a ese país es preciso, en primer lugar, darles grandes
posibilidades de hacer fortuna», hay que reservarles «las tierras más
fértiles, las mejor regadas» (Tocqueville 1951, vol. 3.1, pp. 259 y
321-322). De este modo la expansión colonial por América y Argelia
estimula una prodigiosa movilidad vertical que pone la riqueza al al-
cance de individuos de extracción popular, lo que confirma el proceso
de «nivelación universal». Pero esto es solo una cara de la moneda: el
propio liberal francés reconoce que a causa del proceso de coloniza-
ción, en Argelia la población árabe «se muere literalmente de ham-
72
bre» y en América los indios están a punto de ser borrados de la faz
de la tierra (Tocqueville 1951, vol. 15.1, pp. 224-225 y vol. 1.1, pp.
339 y 355). De modo que el enriquecimiento de los «aventureros» y
colonos, si bien atenúa las desigualdades en la metrópoli o dentro de
la comunidad blanca, abre un abismo cada vez más hondo entre los
conquistadores y los pueblos sometidos. Al adoptar constante y ex-
clusivamente el punto de vista del «mundo cristiano», es decir, de Oc-
cidente, Tocqueville no advierte la relación que existe entre estos
aspectos contradictorios del mismo fenómeno, o por lo menos los
soslaya para mantenerse firme en su visión de una marcha imparable
de la igualdad de condiciones y la extinción no solo de las «castas»,
sino de las propias «clases».
Se puede decir que el Manifiesto del partido comunista replica a
los dos autores liberales cuando afirma: «La moderna sociedad bur-
guesa, que ha salido de las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido
las contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas cla-
ses, las viejas condiciones de opresión, las viejas luchas por otras nue-
vas» (MEW, 4; 463). Sí, con el acceso de las masas populares al
derecho al voto y el fin de la discriminación censitaria, la riqueza
pierde su significado político inmediato, pero justo a partir de este
momento puede celebrar su triunfo: la miseria masiva atañe a una
esfera privada en la que no tiene derecho a inmiscuirse el poder pú-
blico. Es un triunfo que la burguesía capitalista también puede cele-
brar a escala internacional, impulsando el expansionismo colonial y
esclavizando y diezmando poblaciones enteras.
Como prueba de la tendencia irresistible a la «nivelación social»
y la igualdad entre el «labriego» y el «noble», Tocqueville (1951,
vol. 1.1, p. 3) afirma que «la prensa brinda los mismos recursos a
su inteligencia». Muy distinta es la argumentación de La ideología
alemana: «La clase que posee los medios de producción material
tiene al mismo tiempo a su disposición los medios de producción
intelectual, por lo que, hablando en términos generales, las ideas
de quienes carecen de los medios de producción intelectual están
sometidas a ella» (MEW, 3; 46).
73
En conclusión: la revolución burguesa, lejos de ser sinónimo de
«nivelación social», no hace más que agravar las desigualdades en va-
rios niveles. En el plano internacional genera lo que en nuestros días
se ha llamado great divergence, la «gran divergencia» o gran separación
que abre un abismo entre el próspero Occidente y el resto del planeta
(Pomeranz 2004). China, con una larga historia a la espalda y una
posición eminente en el desarrollo de la civilización humana durante
siglos o incluso milenios, podía presumir aún en 1820 de tener el
32,4 % del producto interior bruto mundial, mientras «la esperanza
de vida china (y por lo tanto la nutrición) se situaba en niveles ingle-
ses (y por lo tanto por encima de la media europea) hasta finales del
siglo XVIII»; en el momento de su fundación, la República Popular
China era el país más pobre, o de los más pobres, del globo. No muy
distinta es la historia de la India, que también en 1820 contribuía
en un 15 % al PIB mundial, antes de sumirse también ella en una
miseria desesperada (Davis 2001, p. 299). Es un proceso que se
puede entender a partir de Marx (y del capítulo del Capital dedicado
a la «acumulación originaria»), pero que está mucho más allá del ho-
rizonte de Tocqueville, quien tiende a hacer una descripción apolo-
gética del mundo en el que vive.
Por consiguiente la sociedad burguesa, lejos de haber acabado con
la lucha de clases mediante la «nivelación universal», agudiza a nivel
nacional e internacional unas desigualdades que solo se pueden com-
batir con la lucha de clases.
2. ¿Obsolescencia de la guerra?
74
revolución de julio, cuando parecía superado el antagonismo entre
Francia e Inglaterra y se consolidaba la pax britannica, renació esta
esperanza. En este contexto debe situarse la tesis de Tocqueville
(1951, vol. 1.2, pp. 270 ss.) de que en la sociedad democrática mo-
derna no hay una base objetiva para la guerra, aunque haya que tener
en cuenta la ambición de ciertos militares de origen social modesto
y ansiosos de hacer carrera distinguiéndose en los campos de batalla.
Otros autores, más que al régimen representativo, vinculan el idea
de la paz perpetua al desarrollo de la sociedad industrial y comercial:
el mercado mundial borraría poco a poco las fronteras estatales y na-
cionales y uniría a los pueblos con lazos cada vez más estrechos y a la
postre indisolubles de intereses comunes, respeto recíproco y amistad.
Así es como argumentan Benjamin Constant y sobre todo Spencer.
En algunos pasajes el Manifiesto del partido comunista acusa la in-
fluencia de este último planteamiento: «El aislamiento nacional y los
antagonismos entre los pueblos desaparecen día a día con el desarro-
llo de la burguesía, la libertad de comercio y el mercado mundial,
con la uniformidad de la producción industrial y las condiciones de
existencia que le corresponden». Se diría que asistimos a un debili-
tamiento del fenómeno de la guerra en virtud del desarrollo capita-
lista, sin que haya que esperar al comunismo, pues «al mismo tiempo
que el antagonismo de las clases en el interior de las naciones, desa-
parecerá la hostilidad de las naciones entre sí» (MEW, 4; 479). Pero
por otro lado este mismo Manifiesto, como sabemos, rechaza la visión
armoniosa de lo que hoy llamaríamos proceso de globalización.
Una oscilación parecida atraviesa el discurso pronunciado por
Marx en Bruselas en enero de 1848: el libre cambio derriba «los
pocos obstáculos nacionales que frenan todavía la marcha del capi-
tal», «disuelve las antiguas nacionalidades» y solo deja sitio para «el
antagonismo entre la burguesía y el proletariado» que prepara el te-
rreno para la «revolución social» (MEW, 4; 455 y 457-458). Pero en
este mismo discurso afirma que el libre cambio también acentúa las
contradicciones a escala internacional:
75
Hemos mostrado en qué consiste la fraternidad que genera el libre
cambio entre las clases sociales de una misma nación. La fraterni-
dad que establecería el libre cambio entre las naciones de la tierra
no sería mucho más fraternal. Designar con el nombre de frater-
nidad universal la explotación en su vertiente internacional es una
idea que solo podía nacer en el seno de la burguesía (MEW, 4;
456).
76
todo caso, el periodo histórico comprendido entre el ascenso de Ho-
landa (el primer país que se sacude el yugo del antiguo régimen) y el
de la Inglaterra liberal (e imperial) dista mucho de ser el preludio de
la paz perpetua.
Para arrancar para siempre las raíces de la guerra no basta con que
una clase explotadora sustituya a otra, como ocurrió con la revolu-
ción burguesa. Lo que hace falta es que se elimine por completo el
sistema de explotación y opresión, tanto en el plano interior como
en el mundial. Por eso, en un texto escrito por Marx en julio de 1870,
la Asociación Internacional de los Trabajadores toma posición ante
la guerra franco-alemana recién estallada y llama a luchar por «una
nueva sociedad cuyo principio internacional será la paz, puesto que
cada uno de los pueblos tendrá el mismo soberano: el trabajo»
(MEW, 17; 7).
Es un análisis casi contemporáneo del de J. S. Mill (1946, p. 288),
quien en cambio celebra el imperio inglés como «un paso hacia la
paz universal y hacia la cooperación y la comprensión general entre
los pueblos». Para demostrar esta tesis aduce un argumento singular:
la gigantesca «federación» (aunque «desigual») que es el imperio in-
glés, encarna la causa de la «libertad» y la «moral internacional» en
un grado tal «que ningún otro gran pueblo puede concebir ni alcan-
zar»; por consiguiente, a las poblaciones atrasadas les interesa formar
parte del imperio, entre otras cosas para no «ser absorbidas por un es-
tado extranjero y convertirse así en una nueva fuerza agresiva en
poder de alguna potencia rival». El homenaje a la «paz universal» no
consigue ocultar la realidad de las guerras coloniales, capaces de «ab-
sorber» colonias, ni la rivalidad precursora de otras guerras de mayor
alcance entre Gran Bretaña, enaltecida como encarnación de la causa
de la paz, y «alguna potencia rival» a la que se atribuye la intención
alarmante de aumentar su «fuerza agresiva».
Mientras J. S. Mill trata de demostrar la extinción de la guerra
partiendo de la disputa imperialista que en realidad la prepara, Toc-
queville, ya en el título del capítulo central del segundo libro de La
democracia en América, afirma que «las grandes revoluciones escasea-
77
rán». En realidad, el siglo y medio que ha transcurrido aproximada-
mente desde estas previsiones es quizá el periodo más lleno de guerras
y revoluciones de toda la historia universal. Y ahora leamos a Marx.
Varios años después de la publicación del texto antes citado, en una
carta del 28 de diciembre de 1846, partiendo del «conflicto entre las
fuerzas productivas ya conquistadas por los hombres y sus relaciones
sociales, que ya no corresponden a estas fuerzas productivas», evoca
las «guerras terribles que se avecinan entre las clases dentro de cada
nación y entre distintas naciones» (MEW, 27; 460). Poco después el
Manifiesto del partido comunista ve perfilarse en el horizonte revolu-
ciones proletarias (o «revoluciones burguesas» que pueden transfor-
marse en proletarias), «revoluciones agrarias» y de «liberación
nacional» (MEW, 4; 492-493) contra un orden que rebosa violencia
no solo por estar basado en la opresión social y nacional, sino tam-
bién porque amenaza con desembocar en un choque catastrófico
entre las burguesías capitalistas. No cabe duda de que, a partir de la
teoría de la lucha de clases, Marx supo presagiar de alguna manera
las perturbaciones del siglo XX.
78
Estamos a mediados del siglo XIX. Teniendo en cuenta los acon-
tecimientos posteriores, podemos hacer una comparación con otros
autores que quizá resulte aún más significativa. Si el Manifiesto del
partido comunista habla de «lucha de clases», Nietzsche (1988, vol.
12, p. 493) también ve el despliegue en la historia de la «lucha de es-
tamentos y de clases» (Stände- und Classenkampf ). Si los autores del
Manifiesto comparan y equiparan repetidamente la esclavitud mo-
derna y asalariada con la esclavitud negra, también Nietzsche y, al
otro lado del Atlántico, los ideólogos de Sur esclavista, razonan de
un modo parecido, pero en este caso para demostrar la inanidad del
proyecto abolicionista. Si a juicio de Marx y Engels la sociedad capi-
talista ha sustituido la servidumbre de la gleba medieval –que en su
día había suplantado a la esclavitud propiamente dicha de la anti-
güedad clásica– por la esclavitud moderna, a juicio de Nietzsche en
Europa y de los ideólogos del Sur en Estados Unidos, el someti-
miento servil al trabajo es un fundamento esencial e imprescindible
de la civilización. Por decirlo con las palabras del más ilustre, quizá,
de estos ideólogos estadounidenses, John C. Calhoun (1992, pp.
474-475):
79
trabajo» y «explotación» son expresiones de una tendencia general e
inevitable de la realidad natural y social, son ley de vida. En cambio
para Marx y Engels la esclavitud es superable en todas sus formas y
además estas formas no son equivalentes. Ya en un escrito juvenil (La
sagrada familia) reprochan a los jacobinos el haber confundido la
«esclavitud real» (wirkliches Sklaventum) del mundo antiguo con
la «esclavitud emancipada» (emanzipiertes Sklaventum) del mundo
moderno (MEW, 2; 129). El adjetivo, por supuesto, no anula el sus-
tantivo, pero tampoco es una nulidad carente de significado. Luego
hemos visto que en Miseria de la filosofía se denuncia la esclavitud,
enmascarada en cierto modo, que impera en Europa. La «máscara»
a la que se hace referencia es como la «apariencia» (Schein) de la lógica
de Hegel (1969-1979, vol. 6, pp. 17-24) que expresa un nivel de rea-
lidad, aunque muy superficial.
Se comprende entonces que cuando estalló la Guerra de Secesión
los dos filósofos y militantes revolucionarios no dudaran en ponerse
de parte de la Unión. Desde el inicio de las hostilidades la instan a
desencadenar contra el Sur una guerra revolucionaria por la abolición
de la esclavitud negra, pese a que en el Norte tenía plena vigencia la
esclavitud a la que estaban sometidos los trabajadores asalariados,
la que varios años después El capital, haciéndose eco del Congreso
Obrero General de Baltimore, llama «esclavitud capitalista» (MEW,
23; 318). Pero la «esclavitud indirecta (indirekte Sklaverei) de los blan-
cos de Inglaterra» no es lo mismo que la «esclavitud directa (direkte
Sklaverei) de los negros al otro lado del Atlántico» (MEW, 15; 317);
el «trabajo coercitivo directo» al que está sometido el esclavo no puede
equipararse con la coerción económica indirecta que oprime al obrero
asalariado, que formalmente es un «obrero libre» (G, 156 y 497). Es
más, mientras en Estados Unidos se extiende la guerra civil y en Eu-
ropa no faltan los simpatizantes del Sur, parece que Marx quiere evitar
cualquier equívoco y, poniendo sordina a su tradicional denuncia de
la «esclavitud indirecta» propia del sistema capitalista, hace continuos
llamamientos a luchar por la defensa del «sistema de trabajo libre»
contra el «sistema de la esclavitud» (MEW, 15; 340 y 346).
80
Ciertamente –observa Engels en 1885– con el final de la Guerra
de Secesión se intenta sustituir la «esclavitud declarada de los negros»
(abolida formalmente) por la «esclavitud camuflada (verdeckte Skla-
verei) de los culíes indios y chinos» (MEW, 4; 132 n.). De modo que
al abordar el asunto de la esclavitud que acecha al mundo del trabajo
con distintas formas e intensidades, se hace una doble diferenciación:
por un lado se distingue entre la «esclavitud declarada» y la «esclavi-
tud camuflada», la primera impuesta a los negros y la segunda a los
indios y los chinos, pero en todo caso a poblaciones colonizadas o
de origen colonial; en cambio, en la metrópoli capitalista la lucha
por la reducción y la regulación del horario de trabajo ha atenuado,
o parece capaz de hacerlo, lo que tiene de esclavista la condición
obrera.
Vemos, pues, que en Nietzsche (y en Calhoun) podemos encon-
trar algunas de las ideas centrales de Marx, pero en este último aná-
lisis del conflicto entre capital y trabajo es la historia de la progresiva
emancipación del trabajo la que tiene lugar, y puede lograrse, siquiera
parcialmente, con la lucha de clases ya en el ámbito de la sociedad
existente. En el primero, por el contrario, el conflicto se reduce de
forma esquemática y a veces en un sentido fuertemente naturalista,
al margen de una dialéctica histórica concreta, al eterno antagonismo
entre señores y esclavos. Por lo tanto, la lucha de clases de los que es-
tán sometidos a la esclavitud en su forma antigua o moderna, abierta
o camuflada, la rebelión de «una ralea bárbara de esclavos» no puede
conseguir ninguna emancipación real y solo puede acarrear la catás-
trofe de la civilización.
81
vida más plenas y satisfactorias incluso para los antiguos señores.
Veamos en primer lugar lo que ocurre con las fuerzas productivas.
La revolución socialista, al acabar con las crisis de sobreproducción
que caracterizan la sociedad burguesa, fomenta las fuerzas producti-
vas: el proletariado es el primer y más inmediato beneficiario de la
superación de un sistema que pretende transformarlo en un «esclavo
ascético pero productivo» (MEW, 1 Ergbd.; 549), pero no es el único
que sale ganando con el aumento global de la riqueza social.
Es importante sobre todo lo que ocurre en el plano intelectual y
moral. Los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 destacan el
hecho de que el sistema capitalista implica la deshumanización de
los propios explotadores del trabajo obrero:
82
obrero –que «para el burgués es menos que un hombre» y es explo-
tado y «usado como puro y simple material, como cosa»–, atañen a
la sociedad capitalista en conjunto: «los hombres consideran que los
otros solo son objetos utilizables» (MEW, 2; 352, 286 y 257). No se
libra nadie, ni siquiera el burgués.
No es una tesis que corresponda exclusivamente al periodo juve-
nil. Cuando El capital describe el horror de la acumulación capitalista
originaria, invita a «ver qué hace el burgués de sí mismo y del obrero
cuando sin ningún miramiento puede moldear el mundo a su ima-
gen y semejanza» (MEW, 23; 779 n.). El patrono capitalista «está
arraigado en un proceso de alienación en el que se halla completa-
mente a sus anchas, mientras que el obrero, al ser su víctima, lo en-
frenta desde el principio en una relación de rebelión, lo experimenta
como un proceso de reducción a la esclavitud» (Knechtungsproceß)
(MEGA, II, 4.1; 65). Sucede que una vez conseguida la victoria, la
«rebelión» obrera también libra de la alienación al propio amo capi-
talista.
El razonamiento también vale para las reformas concretas impues-
tas por la lucha de la clase obrera en el ámbito de la sociedad bur-
guesa. En ciertos aspectos, la reducción del horario de trabajo podría
ser beneficiosa para los mismos que se empeñan en impedirla. Lea-
mos El capital:
83
mismo «un capitalista». En concreto, sugiere que los burgueses más
clarividentes podrían estar interesados en una transformación de la
sociedad que vaya más allá del plano propiamente intelectual y mo-
ral. Piénsese en las consecuencias que ha tenido en Inglaterra la te-
rrible degradación de los barrios obreros y populares. Son auténticos
guetos: se trata de «esconder a los señores ricos, a las damas ricas, de
estómago fuerte y nervios débiles, la miseria y la suciedad que cons-
tituyen el complemento de su riqueza y su lujo». Sin embargo, por
hábil que sea «este urbanismo hipócrita», este «ordenamiento urba-
nístico tan pudoroso» (MEW, 2; 279-280), no consigue ocultar el
afeamiento del paisaje urbano, que sigue siendo un puñetazo en los
ojos de todos.
Los barrios-guetos obreros y populares también son repugnantes
por sus condiciones higiénicas, no solo por la miseria, por lo que
están expuestos a las epidemias. En Manchester, con la propagación
del cólera, «una ola de terror cundió entre la burguesía de la ciudad.
De repente la gente se acordó de las insalubres moradas de los pobres,
y tembló al darse cuenta de que cada uno de esos míseros barrios se
convertiría en un foco de infección desde donde la enfermedad se ex-
tendería desastrosamente en todas direcciones, hasta las casas de las
personas pudientes» (MEW, 2; 295). Aunque quienes pagan sus con-
secuencias más graves son los obreros hacinados y confinados en fá-
bricas y barrios malsanos, la lógica desencadenada por el beneficio
capitalista provoca una devastación general.
Esto también se puede aplicar a otros aspectos de la vida social.
Nadie debería permanecer insensible a la polarización de riqueza y
pobreza propia de la sociedad burguesa, puesto que engendra «la gue-
rra social, la guerra de todos contra todos» y una inseguridad gene-
ralizada que de hecho coloca «la casa de cada individuo en estado de
sitio» (MEW, 2; 257). En este caso el orden social también tiene con-
secuencias negativas para la propia clase dominante.
Por otro lado, ¿hasta qué punto se puede considerar culpable a
cada miembro de la burguesía capitalista? Después de llamar la aten-
ción sobre las consecuencias ruinosas para el proletariado del afán
84
ilimitado de «beneficio» («muerte prematura», «tortura del trabajo
excesivo», etc.), El capital siente la necesidad de añadir:
85
bros de la clase explotadora y del pueblo opresor más propensos al
estudio teórico y la reflexión moral están llamados de algún modo a
tener en cuenta los graves inconvenientes prácticos y la devastación
general causados por el sistema social, aunque en el plano material
inmediato se beneficien de él. Ser comunistas significa, ciertamente,
fomentar la lucha de clases de los oprimidos (a escala internacional,
nacional y familiar), pero también haber desarrollado esta capacidad
de ver las cosas en conjunto. En este sentido el joven Engels afirma
que «el comunismo está por encima de la oposición entre proleta-
riado y burguesía» y en esto se distingue del «cartismo, que tiene un
carácter exclusivamente proletario» y por lo tanto arrastra residuos
de gremialismo (MEW, 2; 506).
86
quinas» que podemos leer en El capital son, justamente, la historia y
la crítica del uso capitalista de la ciencia (MEW, 23; 382 y 465). En
1854 Engels declara su intención de atenerse al «principio» de que
«la ciencia militar, lo mismo que las matemáticas y la geografía, no
tiene ninguna opinión política particular» (MEW, 28; 602). Cuando
se expresa así, por supuesto, no ignora que la «ciencia militar» desem-
peña un papel esencial en la lucha de clases, ya se trate de guerras
entre burguesías capitalistas rivales, guerras civiles o guerras colonia-
les. En todo caso, los que son capaces de analizar y sopesar la lógica,
la coherencia interna y la eficacia de las ciencias son los mismos que
condenan su utilización al servicio del capitalismo y el colonialismo
(o de otras causas).
Es un planteamiento que no vale solo para las ciencias aplicadas.
Como se desprende con claridad de la crítica de Marx y Engels a lo
que he llamado «Ilustración de corte», ellos son conscientes de que
se puede recurrir a la razón y a las luces de la razón para legitimar el
dominio y la opresión; pero si se quiere poner en evidencia y refutar
este proceder, es preciso recurrir nuevamente, de un modo más
articulado y convincente, a la razón y a las luces de la razón. Estamos,
pues, en presencia de una crítica a la Ilustración muy distinta de la
que en nuestros días ha encontrado expresión en Hans Georg Gada-
mer. Escribe este autor: «También la Ilustración tiene su prejuicio
fundamental y constitutivo: este prejuicio que está en la base de la
Ilustración es el prejuicio contra los prejuicios en general, y por tanto
el despojo de la tradición» (Gadamer 1983, p. 317). Pero entonces
está equiparando dos actitudes muy distintas. Cuando el «prejuicio»
ilustrado se remite a la razón y se somete a su control, es capaz de
cuestionarse a sí mismo; no así el prejuicio antiilustrado. La razón
puede comprender lo que hay de irracional en el prejuicio y lo que
hay de prejuicio en las formas histórica y socialmente determinadas
que asume cada vez la propia razón; el prejuicio es incapaz de una
operación semejante, puesto que rehúsa someterse y someter la tradi-
ción a la autoridad de la razón.
Si para Gadamer todo conocimiento supone un prejuicio, para
87
Nietzsche todo está profundamente marcado por el conflicto: no hay
expresión cultural que pueda alardear de autonomía, por relativa y
parcial que sea. Tomemos la ciencia física: querer leer en la naturaleza
regularidad, normas, igualdades, la presunta «regularidad de la natu-
raleza», es como proclamar la presunta «igualdad ante la ley» (que
preside el ordenamiento jurídico establecido tras la caída del antiguo
régimen). He aquí «una graciosa reticencia con la que se enmascara
una vez más […] la hostilidad de los plebeyos contra todo lo privi-
legiado y soberano»; en última instancia, gritar, como los físicos,
«¡vivan las leyes de la naturaleza!» es solo otro modo de gritar, como
los anarquistas, «Ni dieu, ni maître»; sí, la modernidad y su querida
razón se caracterizan por la «resistencia contra toda pretensión espe-
cial, contra todo derecho especial y contra todo privilegio» (Más allá
del bien y del mal, 22 y 202).
La lectura en clave aristocrática de la argumentación filosófica y
científica no es tan nueva como pueda parecer a primera vista. Eche-
mos un vistazo a la tradición de pensamiento que tiene Marx a su
espalda. Kant (1900, vol. 3, pp. 28-29) ya señala que la «rigurosa
universalidad» propia de la razón excluye de entrada «cualquier ex-
cepción». Hegel, a su vez, afirma que la filosofía «como ciencia de la
razón, por el modo universal de su ser y según su naturaleza, es cien-
cia para todos» (en Hoffmeister 1936, p. 242). Nietzsche concuerda
con esta tesis, si bien con un juicio de valor distinto y contrario. No
se equivoca al señalar que el «silogismo» de Sócrates solo es una regla
formal del razonamiento, que no persigue objetivos políticos espe-
ciales; en realidad, en el recurso al «silogismo», al razonamiento ló-
gico-racional que todos los hombres pueden compartir y que por
tanto se distingue bien de la revelación esotérica y aristocrática de
una verdad sapiencial, hay mortíferas «cuchilladas» plebeyas (Cre-
púsculo de los ídolos, El problema Sócrates, 7). Es decir, el «silogismo»
o razonamiento lógico-racional no es más puro políticamente que el
razonamiento sapiencial. La comparación entre estos dos tipos de ra-
zonamiento da el mismo resultado que el que daba antes la compara-
ción entre los dos tipos distintos de «prejuicio» (ilustrado y antiilus-
88
trado): el razonamiento lógico-racional es capaz de confutarse a sí
mismo e incluir lo que pueda haber de válido en el otro tipo de ra-
zonamiento; el razonamiento sapiencial es incapaz de semejante
operación. Por algo, para medirse polémicamente con Sócrates,
Nietzsche cae en una contradicción realizativa: trata de demostrar el
carácter beneficioso del privilegio aristocrático recurriendo a la argu-
mentación lógica, que por definición sitúa a todos los interlocutores
en el mismo plano y excluye cualquier privilegio; valiéndose de argu-
mentos lógico-racionales, el campeón del «radicalismo aristocrático»
desacredita, de alguna manera, el razonamiento sapiencial y acaba
asestando él también esas «cuchilladas» plebeyas que censura en Só-
crates.
Si Nietzsche incurre en una estridente contradicción realizativa,
¿cómo pueden conjugar Marx y Engels el pathos de la lucha de clases
con el pathos de la razón y la ciencia? La razón se puede utilizar para
legitimar el privilegio, el dominio, la opresión; sin embargo, tal como
reconoce el propio Nietzsche, tiene una tendencia intrínseca a pro-
clamar relaciones de igualdad y por lo tanto a deslegitimar el privi-
legio, el dominio, la opresión. Hay una tendencia convergente entre
lucha de clases emancipadora y razón.
Además, la lucha de clases, lejos de ser el eterno enfrentamiento
de señores y esclavos del que hablan Nietzsche y Calhoun, experi-
menta incesantes evoluciones y cambios que dan lugar a lo que po-
dríamos llamar procesos de objetivación. «El arte y el epos griego»,
claramente «ligados a ciertas formas del desarrollo social, […] siguen
suscitando en nosotros un goce estético y constituyen en cierto sen-
tido una norma y un modelo inalcanzables» (MEW, 13; 641). Atrás
quedaron los conflictos políticos y sociales que inspiraron esas gran-
des obras; no solo permanece, inalterable, el goce estético, sino que
participan o tienden a participar de él hombres y mujeres de la más
variada extracción social o adscripción política. Se ha producido una
objetivación.
Esto no solo ocurre con el arte. La visión tolemaica del universo
fue confutada y derrotada tras una dura polémica ideológica; sin em-
89
bargo, los herederos de quienes, hace varios siglos, condenaron a Ga-
lileo, han acabado asumiendo el heliocentrismo. Esta consideración
acerca de la visión tolemaica puede extenderse tranquilamente a la
llamada «donación de Constantino», el presunto testamento del em-
perador romano que legitimaba el poder temporal de la Iglesia cató-
lica. Hoy no la toman en serio ni siquiera aquellos que siguen siendo
más fieles que nunca a dicha Iglesia. Algo parecido se podría argu-
mentar con el silogismo socrático y la ciencia física criticados por
Nietzsche. Hoy en día un movimiento político o un gobierno, por muy
grande que sea su espíritu aristocrático y su admiración por el filósofo
del «radicalismo aristocrático», puede que afecte su aire de superio-
ridad frente al espíritu plebeyo del silogismo, pero difícilmente repu-
diará la ciencia física tachándola de anarquista. Podríamos sintetizar
así el punto de vista de Marx: todo está expuesto al conflicto, pero
no con las mismas modalidades y en todo caso no con modalidades
invariables en el tiempo.
Pero para comprender cuán distinta era la manera en que conce-
bían el nexo entre razón y poder el campeón del «radicalismo aristo-
crático» y el teórico de la lucha de clases emancipadora es preciso
profundizar un poco más. Mucho más allá de la razón, el primero se
propone cuestionar el concepto de hombre como tal. No hay, ni pue-
de haber, comunidad del concepto y de la razón porque no hay, ni
puede haber, comunidad humana propiamente dicha. En Nietzsche
la condena al espíritu plebeyo tanto de la ciencia lógica como de la
ciencia física va a la par con la desconstrucción nominalista del con-
cepto universal de hombre, con la crítica de la «exangüe entidad abs-
tracta “hombre”», esa «pálida ficción universal» (Aurora, 105), con
la tesis de que «los más no son ninguna persona», no se pueden sub-
sumir en la categoría de hombre o individuo, dado que «se trata de
portadores, instrumentos de transmisión», exactamente igual que los
esclavos aristotélicos (Nietzsche 1988, vol. 12, p. 492). Para Marx,
por el contrario, el pathos de la comunidad del concepto y la razón
va a la par con el pathos de la comunidad humana, que es el motivo
inspirador de la lucha de clases emancipadora.
90
Los que han leído en Nietzsche una crítica del dominio más radi-
cal que la de Marx (en particular Michel Foucault) argumentan de
un modo equivocado y engañoso. Según ellos Marx se habría que-
dado a mitad de camino, como lo demostraría su pleitesía a la razón
y la ciencia. En realidad, en el teórico del radicalismo aristocrático la
imposibilidad de trascender el conflicto (ni siquiera parcialmente y
pasado un tiempo) mediante la razón obedece en última instancia al
insalvable surco naturalista que lacera irremediablemente la comu-
nidad humana en señores y esclavos, bien nacidos y mal nacidos.
La actitud de Marx y Engels ante la relación entre lucha de clases
y razón resulta aún más persuasiva si echamos un vistazo a la historia
del movimiento político que se ha inspirado en ellos. En el transcurso
de esta historia, el horror por la carnicería de la primera guerra mun-
dial y la necesidad de romper radicalmente con el pasado generaron
una suerte de espontáneo foucaltismo ante litteram que se dedicó a
la caza de relaciones de poder en todos los ámbitos, para desenmas-
cararlas y condenarlas. El resultado dista de ser positivo. La identifi-
cación inmediata de razón con dominio favoreció la aparición de una
hermenéutica de la sospecha universal y redujo ampliamente el espa-
cio de la comunicación intersubjetiva: toda proposición se leyó ha-
ciendo abstracción de su base argumental y su estructura lógica,
como expresión de la lucha de clases. Además, la construcción de la
sociedad poscapitalista tropezaba con una «microfísica del poder»
que denunciaba la aparición de nuevas formas de poder y dominio
en la reglamentación de cualquier relación o institución, en el orde-
namiento jurídico como tal. Esta actitud sustancialmente anarquista
abría un enorme espacio vacío y sin reglas que solo se podía llenar
con la violencia inmediata y la prolongación indefinida de la violen-
cia inmediata propia de la revolución.
91
III
1. ¿Redistribución o reconocimiento?
92
los nexos entre el movimiento feminista y el movimiento obrero.
Aunque quisiéramos centrar nuestra atención en este último, es
difícil entender su lucha tenaz por acabar con la discriminación cen-
sitaria si la única referencia es el paradigma de la redistribución. Este
paradigma tampoco resulta muy útil cuando analizamos la solidari-
dad de la Asociación Internacional de los Trabajadores con la causa
de la emancipación de los esclavos afroamericanos y con la lucha de
Lincoln contra el Sur esclavista. El bloqueo naval impuesto por el
Norte al Sur secesionista impedía la exportación de algodón a Ingla-
terra: la consecuencia fue una grave crisis de la industria textil britá-
nica, con despidos masivos y reducción de la jornada de trabajo y de
los ya magros salarios. Sin embargo Marx señalaba y celebraba como
expresión de una conciencia de clase madura la actitud de los obreros
ingleses que, sin dejar de enfrentarse a las medidas tomadas por los
industriales textiles, siguieron apoyando por encima de todo la lucha
de la Unión por liquidar la sublevación esclavista y se movilizaron
masivamente para impedir que el gobierno inglés apoyara a la Confe-
deración secesionista en el plano militar, o aunque solo fuera en el
diplomático.
En realidad el paradigma de la redistribución tampoco puede ex-
plicar adecuadamente la lucha obrera en la fábrica. Más allá de los sa-
larios bajos o de hambre, el Manifiesto del partido comunista denuncia
el «despotismo» del patrono (MEW, 4; 469). Y cuando al final de este
texto se llama a los obreros a romper las «cadenas», estas cadenas son
en primer lugar las de la «esclavitud» impuesta por la sociedad burguesa
(MEW, 4; 493 y 473). Estamos en presencia de una lucha que reivin-
dica la libertad en la fábrica y fuera de ella: baste pensar en la agitación
clandestina contra las leyes antisocialistas promulgadas por Bismarck,
criticado a pesar de haber sido un promotor del estado social.
Nada convencido del paradigma de la redistribución, me tropiezo
con un texto del joven Engels utilizado por Marx como borrador pa-
ra la redacción del Manifiesto del partido comunista. Sí, Principios del
comunismo, al que me estoy refiriendo, sugiere un paradigma alter-
nativo:
93
Al esclavo lo venden de una vez, mientras que el proletario debe
venderse a sí mismo día tras día, hora tras hora. El esclavo parti-
cular, propiedad de un solo amo, tiene asegurada su existencia, por
miserable que sea, ya que al amo le interesa. En cambio el prole-
tario particular, que es propiedad, se podría decir, de toda la clase
burguesa, y cuyo trabajo solo es comprado si alguien lo necesita,
no tiene la existencia asegurada […]. Al esclavo se le trata como
una cosa, no como un miembro de la sociedad civil. El proletario
es reconocido (anerkannt) como persona, como miembro de la so-
ciedad civil. Por lo tanto, aunque el esclavo puede tener una exis-
tencia mejor que el proletario, este pertenece a una etapa superior
de desarrollo de la sociedad y ocupa un escalón más alto que el es-
clavo (MEW, 4; 366).
94
duros sacrificios materiales para contribuir a romper las cadenas de
los esclavos afroamericanos durante la Guerra de Secesión, la deter-
minación de abolir, junto con la esclavitud propiamente dicha, la lla-
mada «esclavitud moderna» y asalariada, la lucha diaria contra el
«despotismo» patronal en la fábrica y la legislación liberticida de Bis-
marck: nada de esto ha existido según una interpretación que se dis-
tingue más por la pasión política e ideológica (estamos en los años
de la guerra fría) que por el rigor filológico y filosófico.
95
de beneficio». Y dirigiéndose a los esclavos, el filósofo francés se había
expresado así:
Amigos míos, aunque no soy del mismo color que vosotros, siem-
pre os he considerado mis hermanos. La naturaleza os ha formado
para tener el mismo espíritu, la misma razón, las mismas virtudes
que los blancos. Hablo de los blancos de Europa, porque en lo que
respecta a los blancos de las colonias, no os hago la injuria de com-
pararlos con vosotros […]. Si alguien fuera en busca de un hombre
en las islas de América, ciertamente no hallaría ninguno entre los
de carne blanca (Condorcet 1968, vol. 7, p. 63).
96
una actitud hacia el nuevo proletariado industrial bastante más
dura que la que generalmente se tenía en la primera mitad del siglo
XVII, y que en nuestros días solo tiene parangón con el comporta-
miento de los colonizadores blancos más abyectos hacia los traba-
jadores de color (Tawney 1975, p. 513).
97
34 y 67) recrimina a la sociedad de su tiempo que considere y trate
a las mujeres como «esclavas» a quienes no les está permitido «respirar
el aire regenerador y penetrante de la libertad» o, peor aún, como
«graciosos animales domésticos»; es más, la cultura dominante llega
a discutir acerca de un «ánimo femenino» como se discute acerca del
«alma de los animales». Pues bien, «ha llegado la hora de recuperar
la dignidad perdida», de considerar a las mujeres «criaturas raciona-
les» y «parte de la especie humana». (Wollstonecraft 2008, pp. 67 y
110). También en el año 1792 se expresa en el mismo sentido femi-
nista el francés Pierre Manuel: «Hubo un tiempo en que la sociedad
humana y machista se preguntó si las mujeres tenían alma», alma
humana (en Soprani 1988, p. 99). Y otra vez, de estas palabras indig-
nadas, se desprende una demanda de reconocimiento. Casi un siglo
después es la propia hija de Marx, Eleanor, que milita al mismo
tiempo en el movimiento obrero y en el feminista, quien denuncia
que en la sociedad burguesa se les niegan a las mujeres, lo mismo que
a los obreros, «los derechos que les competen como seres humanos»
(Marx-Aveling, Aveling 1983, p. 21). La lucha por el reconocimiento
distaba mucho de haber concluido.
El llamamiento general de Marx y Engels tiene un enorme eco
por una razón bien sencilla: los dos pensadores revolucionarios han
sabido captar y elaborar en el plano teórico y político una demanda
de reconocimiento muy extendida. El punto de partida se puede si-
tuar en la hegeliana Fenomenología del espíritu y en la dialéctica del
siervo y el amo que se plantea en ella. Más allá de las referencias ex-
plícitas a este texto, que tuvo que dejar una huella profunda en la
formación intelectual sobre todo de Marx, su influencia se nota ya
en el lenguaje. Los Manuscritos económicos y filosóficos subrayan que,
«con un aparente reconocimiento del hombre» (Anerkennung des
Menschen), la economía política, la sociedad burguesa, «es más bien
la consecuente realización de la negación del hombre» (MEW, 1
Ergbd.; 530-531). Con la caída del antiguo régimen no se produjo
el Anerkennung, el «reconocimiento» que reclama esa especie de es-
clavo moderno que es el obrero asalariado. Y esto vale también para
98
los demás protagonistas de las luchas de clases y para el reconoci-
miento. Podemos comprender entonces los términos en que el Ma-
nifiesto se refiere a los burgueses, que se erigen en adalides de la
«persona» y su dignidad: «Por persona no entendéis sino al burgués,
al propietario burgués» (MEW, 4; 477).
99
hombre o una clase entera de hombres pueden pensar, sentir y vivir
de un modo humano». Por lo tanto «los obreros deben tratar de salir
de esta condición que les degrada a animales (vertierend), deben con-
quistar una posición mejor y más humana». Esto solo se puede lograr
con la lucha de clases: «El obrero solo puede salvar su humanidad
con el odio y la rebelión contra la burguesía» (MEW, 2; 430). Para
el proletario, «luchar contra la burguesía» significa, en última instan-
cia, «luchar por su humanidad» (MEW, 2; 347). Los dos pensadores
revolucionarios todavía no se conocen, pero ya hablan el mismo
idioma, el idioma que enlaza el pathos del hombre con la enérgica
vindicación del reconocimiento.
Se comprenderá entonces que el joven Marx acuse a la sociedad
de su tiempo como negación del «humanismo positivo» (positiver Hu-
manismus), del «humanismo cabal» (vollendeter Humanismus) (MEW,
1 Ergbd.; 583 y 536) y el «humanismo real» (realer Humanismus)
(MEW, 2; 7). Formula su programa revolucionario enunciando el
«imperativo categórico de echar por tierra todas aquellas relaciones
en que el hombre es un ser degradado, sojuzgado, abandonado y des-
preciable» (MEW, 1; 385). Hay que acabar con un orden social en
que el hombre está «bajo el dominio de relaciones y elementos in-
humanos» y no logra ser todavía «un real ente genérico» (MEW, 1;
360). Para Louis Althusser estas formulaciones son ingenuidades
ideológicas, felizmente superadas por el Marx maduro, más o menos
a partir de 1845, cuando se produjo la «ruptura epistemológica» y la
retórica humanista, ayuna de la lucha de clases, habría dado paso al
materialismo histórico o, mejor dicho, a la ciencia de la historia.
Es una interpretación que, en el plano filosófico, adolece de con-
fundir la lucha por el reconocimiento y por la inclusión real del es-
clavo o semiesclavo en la categoría de hombre con un humanismo
edificante, que desconoce o aparta el conflicto social. En realidad
hemos visto cómo el joven Engels invita al obrero a «salvar su huma-
nidad» mediante la «rebelión contra la burguesía», es decir, no con
llamamientos morales genéricos e indefinidos sino con una concre-
ción política, con el cuestionamiento de un sistema social bien defi-
100
nido. Y La ideología alemana se burla de Max Stirner, quien había
dicho que «los negros protagonistas de la revolución de Haití y los
negros cimarrones de todas las colonias no querían liberarse a sí mis-
mos, sino “al hombre”» (MEW, 3; 290). El «humanismo» solo es
«real» cuando sabe delimitar y concretar la universalidad en luchas
determinadas. A Ruge, que ensalza la revolución de 1848 como «la
más humana en sus principios», Engels le objeta que lo es porque
«esos principios han nacido del encubrimiento de intereses opuestos»,
del conflicto entre el proletariado y la burguesía capitalista; por otro
lado, repetir (en septiembre del mismo año) «visiones filantrópicas y
frases sentimentales sobre la fraternidad» solo sirve para embellecer
«el canibalismo de los crueles vencedores de las jornadas de junio en
París» y los antagonismos que siguen estallando (MEW, 5; 358). En
Marx y Engels el reclamo al concepto universal de hombre y a la lu-
cha por el reconocimiento va a la par con la crítica al humanismo
edificante.
La tesis de Althusser tampoco convence en el plano más estricta-
mente filológico. La presunta retórica «humanista» sigue resonando
con fuerza en el discurso sobre el libre cambio que pronuncia Marx
en Bruselas a comienzos de 1848 y que condena el capitalismo por-
que quiere reducir al mínimo los costos «para mantener esa máquina
que se llama obrero» (MEW, 4; 450). A su vez el Manifiesto del parti-
do comunista llama a echar por tierra un sistema, el capitalista, que
desconoce la dignidad humana de la gran mayoría de la población:
se acusa a unas relaciones socioeconómicas que implican la «trans-
formación en máquina» de los proletarios (MEW, 4; 477), degrada-
dos desde la niñez a «simples artículos de comercio e instrumentos
de trabajo» (MEW, 4; 478), a «mero accesorio de la máquina» (MEW,
4; 468), a apéndice «dependiente e impersonal» del capital «indepen-
diente y personal» (MEW, 4; 476).
Cierto es que el Manifiesto, según el filósofo francés, corresponde
a las «obras de maduración teórica» y no a las «obras de la madurez»
plena (Althusser 1967, pp. 17-18). Veamos ahora en qué términos
censura el sistema capitalista en 1865 Salario, precio y ganancia:
101
El tiempo es el espacio en que se desarrolla el hombre. Un hombre
que no dispone de ningún tiempo libre, que durante toda su vida,
salvo en las pausas puramente físicas del sueño, las comidas, etc.,
está absorbido por su trabajo para el capitalista, es menos que una
bestia de carga. Físicamente destrozado y espiritualmente embru-
tecido, es una simple máquina para producir riqueza ajena (MEW,
16; 144).
102
mínimo por la «atrofia moral» y la «esterilidad intelectual» consi-
guientes (MEW, 23; 262 y 421-422). La sociedad burguesa gusta de
alabarse a sí misma como «un verdadero Edén de los derechos innatos
del hombre», cuando realmente en su ámbito el «trabajo humano», es
más, «el hombre como tal […] desempeña una función miserable»
(MEW, 23; 189 y 59). En cuanto pasamos de la esfera de la circula-
ción a la de la producción nos percatamos de que, lejos de ser recono-
cido en su dignidad de hombre, el obrero asalariado «lleva al mercado
su propia piel y solo le cabe esperar que… se la curtan» (MEW, 23;
191). Si Engels, al escribir La situación de la clase obrera en Inglaterra,
denuncia, como hemos visto, «el comercio indirecto de carne hu-
mana» que ejercen los capitalistas, El capital llama la atención sobre
el «tráfico de carne humana», semejante al de los esclavos negros, que
se sigue practicando en Inglaterra, el país modélico, en aquel momen-
to, del desarrollo capitalista y la tradición liberal (MEW, 23; 283).
La crítica de los procesos de deshumanización propios del capita-
lismo resuena con más fuerza cuando Marx habla de la suerte reserva-
da a los pueblos colonizados: con «la aurora de la era de la producción
capitalista» África se convierte en un «coto de caza para los mercade-
res de pieles negras» (MEW, 23; 779). Vayamos ahora a Asia y al im-
perio colonial holandés: aquí funciona «el sistema de robo de hombres
en las Célebes para proveer de esclavos a Java», con «ladrones de hom-
bres» (Menschenstehler) «adiestrados para tal fin» (MEW, 23; 780).
Todavía a mediados del siglo XIX vemos que en Estados Unidos el
esclavo negro está tan deshumanizado por sus amos que se convierte
en una simple «propiedad» como las demás, un «ganado humano» o
un «bien mueble de color negro» (black chatel) (MEW, 15; 333; 23;
282; 30; 290). La reducción a mercancía es tan completa que algunos
estados se especializan en la «cría de negros» (Negerzucht) (MEW, 23;
467) o –Marx recoge la expresión inglesa– breeding of slaves (MEW,
30; 290); renunciando a los «artículos de exportación» tradicionales,
estos estados «crían esclavos» en calidad de mercancías «de exporta-
ción» (MEW, 15; 336). Por otro lado, la ley de devolución de esclavos
fugitivos convierte a los propios ciudadanos del Norte en «cazadores
103
de esclavos» (MEW, 15; 333). El «ganado humano» doméstico con-
vertido en caza: un paso más en el proceso de deshumanización.
Como vemos, también en los escritos de madurez de Marx es
frecuente el motivo crítico que reprocha a la sociedad burguesa la
reducción de la gran mayoría de la humanidad a «máquinas», «ins-
trumentos de trabajo», «mercancía» que se puede «derrochar» tran-
quilamente, «artículos de comercio» y «de exportación», «bien mue-
ble», ganado de cría, caza, piel que se caza y piel que se curte.
La denuncia del antihumanismo del sistema capitalista no ha de-
saparecido, ni puede desaparecer, porque está en el centro del pensa-
miento marxiano: la comparación, tan importante para él, entre
esclavitud moderna y esclavitud antigua, entre esclavitud asalariada
y esclavitud colonial, señala la permanencia en el ámbito del capita-
lismo del proceso de cosificación que se expresa con toda su crudeza
en relación con el esclavo propiamente dicho. El análisis científico y
la condena moral están fuertemente entrelazados, y este nexo es el
único que puede explicar la llamada a la revolución. Por verídica e
implacable que sea, la mera descripción de la sociedad existente no
puede estimular la acción para derribarla, si no es mediante la con-
dena moral; y si esta condena es tan fuerte, se debe a que el orden
sociopolítico analizado y reprobado es culpable no solo, y no tanto,
de cometer ciertas injusticias, sino de despreciar la dignidad hu-
mana de toda una clase social y de los pueblos colonizados en con-
junto, que en última instancia constituyen la gran mayoría de la
humanidad.
Partiendo de este hecho, la realización de un orden nuevo pasa a
ser un «imperativo categórico», tanto en los escritos juveniles como
en los de madurez. Si las Tesis sobre Feuerbach terminan criticando a
los filósofos que se muestran incapaces de «transformar» un mundo
en que se sojuzga y humilla al hombre, El capital es una «Crítica de
la economía política» –como reza el subtítulo– también en el plano
moral: se critica al «economista político» no solo por sus errores teó-
ricos sino también por su «estoica imperturbabilidad», es decir,
por su incapacidad de indignación moral ante las tragedias causadas
104
por la sociedad burguesa (MEW, 23; 756); en el mismo contexto
debe situarse la denuncia de los «fariseos de la “economía política”»
(MEW, 23; 313). En una palabra, ¡es difícil imaginar un texto tan
cargado de indignación moral como el primer libro de El capital ! La
continuidad en la evolución de Marx es evidente, y lo que Althusser
describe como ruptura epistemológica solo es el paso a un plano en
el que la condena moral de los procesos de cosificación propios de la
sociedad burguesa y de su antihumanismo se expresa de un modo
más sintético y elíptico.
Ciertamente, el filósofo francés admite que también puede haber
un «humanismo revolucionario» (Althusser, Balibar 1968, p. 150),
pero sobre este aspecto es muy dubitativo, con lo que dificulta la
comprensión de la lucha de clases como luchas por el reconoci-
miento; sí, lucha por el reconocimiento es la lucha de clases de los
esclavos (y de los pueblos coloniales o de origen colonial) que son el
sujeto social expuesto a la deshumanización más explícita y radical;
lucha por el reconocimiento es también la lucha de clases cuyos pro-
tagonistas son los proletarios de la metrópoli capitalista, ellos mismos
considerados por la ideología dominante meros instrumentos de tra-
bajo o «máquinas bípedas»; y lucha por el reconocimiento es, por úl-
timo, la lucha de clases de las mujeres que cuestionan, combaten y
liquidan la esclavitud doméstica a la que las somete la familia pa-
triarcal.
Vemos, pues, hasta qué punto es inadecuada y engañosa la lectura
meramente economicista de la teoría marxiana del conflicto. ¿Cuál
es la apuesta de la lucha de clases? Los pueblos sojuzgados, el prole-
tariado y las clases subalternas, las mujeres sometidas a la esclavitud
doméstica, estos sujetos tan distintos entre sí, pueden plantear las
reivindicaciones más variadas: liberación nacional, abolición de la
esclavitud propiamente dicha y conquista de las formas más ele-
mentales de libertad, mejores condiciones de vida y de trabajo, trans-
formación de las relaciones de propiedad y producción, y el fin de la
segregación doméstica. Tan distintos como los sujetos son los conte-
nidos de la lucha de clases, pero siempre podemos hallar un mínimo
105
común denominador: en el plano económico-político es el objetivo
de modificar la división del trabajo (en el ámbito internacional, en
el de la fábrica y en el de la familia); en el plano político-moral es el
objetivo de superar los procesos de deshumanización y cosificación
que caracterizan a la sociedad capitalista: el objetivo del reconoci-
miento.
106
como esclavos mediante un «contrato voluntario con el capital»
(supra cap. I, § 7). La lógica esclavista del contrato solo se puede fre-
nar con la lucha de clases, la acción sindical y política de la clase
obrera y la intervención del estado apremiado por la clase obrera.
En el bando contrario, los capitalistas tachan de violación de la
libertad de contrato los intentos de regular el horario y las modali-
dades de trabajo, ya vengan de arriba (mediante la legislación estatal)
o de abajo (mediante la acción sindical). Sí, en aquellos años se apela
al contrato y al libre curso, sin interferencias, del mercado de trabajo
para reclamar la prohibición de las coaliciones y organizaciones sin-
dicales, esos «monopolios ampliados», según la definición de Adam
Smith (1977, p. 62; libro I, cap. VII), que ponen trabas a la libre
contratación individual de los términos del trabajo a realizar. Desde
el punto de vista de Burke (1826, vol. 7, p. 380) solo se puede con-
siderar realmente libre y válido el contrato estipulado al margen de
cualquier combination or collusion (son evidentes la alusión y el res-
paldo a las Combination Laws, que en estos años prohíben y castigan
las coaliciones obreras).
Es un motivo ideológico que goza de gran vitalidad: el Sherman
Antitrust Act, promulgado en 1890, se aplica ante todo, y con mucha
eficacia, contra los obreros, culpables de reunirse en «monopolios»
sindicales, poco respetuosos de la iniciativa y la libertad individual.
En cambio, durante mucho tiempo se consideraron perfectamente
legales los contratos mediante los cuales, en el momento de la firma,
los obreros y empleados se comprometían (se veían obligados a com-
prometerse) a no afiliarse a ninguna organización sindical: desde el
punto de vista del legislador y de la ideología dominante, a pesar de
todo, se respetaban las cláusulas del contrato, las reglas del mercado
y la libertad individual (Losurdo 2005, cap. VI, § 10).
Como prueba de su escasa utilidad para la lucha de emancipación
de la clase obrera, echemos un vistazo a la historia del paradigma
contractualista. Hugo Grocio recurre a él para explicar y justificar la
institución de la esclavitud: el prisionero de guerra que está a merced
del vencedor o el miserable que está a punto de morir de inanición
107
se comprometen a servir ininterrumpidamente a un amo; ambos, en
virtud de un contrato implícito o explícito, se venden a cambio de
la subsistencia. La referencia al contrato sirve, pues, para legitimar la
esclavitud. En un teórico del contractualismo como John Locke se
puede leer que los dueños de plantaciones de las Indias Occidentales
poseen «esclavos o caballos» mediante una «compra» regular, es decir,
«gracias al contrato y al dinero» (pagado) (Losurdo 2005, cap. II, §
3). Todavía a mediados del siglo XIX argumentan del mismo modo
los propietarios de esclavos del Sur de Estados Unidos. Es algo sobre
lo que Marx, indignado, llama la atención en El capital: «El propie-
tario de esclavos compra a su obrero como compra su caballo»
(MEW, 23; 281), una vez más merced a un contrato regular.
Además de legitimar la esclavitud propiamente dicha, el para-
digma contractualista se esgrimió para impugnar la lucha contra las
relaciones de trabajo más o menos serviles. En Francia Sieyès propuso
transformar la «esclavitud de la necesidad», que afecta a los pobres y
miserables, en «contrato servil» (engageance serve), en una «esclavitud
sancionada por ley», según el modelo adoptado en América por los
siervos blancos por contrato, los indentured servants, de hecho se-
miesclavos que a menudo eran objeto de compraventa (como los es-
clavos negros propiamente dichos). Se podría objetar que este siervo
«pierde una parte de su libertad», pero Sieyès replica de inmediato
(1985, pp. 76, 89 y 196): «Es más exacto decir que, en el momento
en que contrata, lejos de ver menoscabada su libertad, la ejerce del
modo que mejor le conviene; porque todo compromiso es un in-
tercambio en el que cada cual ama más lo que recibe que lo que da».
Cierto es que mientras dura el contrato el siervo no puede ejercer la
libertad que ha cedido, pero es una regla general que la libertad de
un individuo «no se extiende nunca hasta el extremo de perjudicar a
los demás». En cierto sentido, el autor francés acaba teniendo razón
en el plano histórico. Tras la abolición de la esclavitud en sus colonias,
Inglaterra se dedicó a sustituir a los negros trayendo siervos contra-
tados de África y Asia; fue entonces cuando aparecieron los culíes in-
dios y chinos, sometidos a una esclavitud o semiesclavitud por
108
mucho que estuviera legitimada y suavizada por el «contrato».
Como vemos, la idea de contrato puede invocarse y se ha invo-
cado históricamente para legitimar las relaciones sociales más varia-
das, incluso las más liberticidas. Este formalismo se intenta remediar
señalando que no todo puede ser objeto de contratación y compra-
venta. En palabras de Kant (1900, vol. 19, pp. 547 y 545), «todo
pacto de sumisión servil es en sí mismo írrito y nulo; un hombre solo
puede alquilar su trabajo» y solo puede hacerlo asumiendo a la vez
«el deber imprescriptible» de salvaguardar «su propia determinación
humana frente al género» (humano). Quedan excluidas, por tanto,
la esclavitud y la semiesclavitud más o menos disimuladas, cualquier
relación social que «degrade la humanidad». «La personalidad no es
alienable», de modo que es inadmisible una relación social en la que
el siervo «es cosa, no persona (est res, non persona)». Son «inalienables»
–proclama a su vez la hegeliana Filosofía del derecho (§ 66)– «los bienes,
o mejor dicho las determinaciones sustanciales» que «constituyen mi
persona más propia y la esencia universal de mi conciencia propia».
Thomas Hill Green (1973, p. 367), un hegeliano de izquierda,
toma ejemplo de esta tradición y esta lección en su polémica con los
liberales de su tiempo, que condenaban la reglamentación estatal del
horario de trabajo en las fábricas o del trabajo de las mujeres y los
niños en nombre de la «libertad de contrato» y de una libertad en-
tendida exclusivamente como no interferencia del poder político en
la esfera privada. Green es plenamente consciente de esta campaña
ideológica, en la que han intervenido sucesivamente Herbert Spencer,
Lord Acton, etc.:
109
Condenamos la esclavitud incluso cuando es por consentimiento
voluntario de la persona esclavizada. Un contrato en virtud del
cual alguien consiente, por determinados motivos, ser esclavo de
otro, lo consideraremos vacío. He aquí, pues, una limitación de la
libertad de contrato que todos reconocemos como justa. No es vá-
lido ningún contrato en cuyo ámbito se trate a unas personas hu-
manas, voluntaria o involuntariamente, como mercancías (Green
1973, pp. 372-373).
110
5. Las insuficiencias del paradigma iusnaturalista
111
Es significativo sobre todo lo que sucede en Francia. Quien se
opone a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano es
sobre todo Pierre-Victor Malouet, propietario de plantaciones y es-
clavos que después encabezaría (con el club Massiac) la lucha contra
los planes abolicionistas. Cuando toma la palabra en la Asamblea
Nacional, el 2 de agosto de 1789, pone en guardia contra el efecto
incendiario que tendría la proclamación de los derechos humanos
sobre la «multitud inmensa de hombres sin propiedades» en ardua
lucha por la «subsistencia», propensos a soliviantarse con el «espec-
táculo del lujo y la opulencia» (en Fauré 1988, p. 162). No hay nin-
guna referencia a los esclavos. En otras palabras, para Malouet está
fuera de discusión que los esclavos negros no pueden incluirse entre
los titulares de derechos humanos; el peligro es que tales derechos
los reclame el pueblo humilde de París, no el ganado humano de
Santo Domingo.
La segunda crisis grave del paradigma iusnaturalista la provoca el
movimiento feminista, que empieza a tomar cuerpo en Francia alen-
tado por el derrocamiento del antiguo régimen: declinando en fe-
menino los derechos del hombre y el ciudadano proclamados por la
revolución francesa, Olympia de Gouges redacta en 1791, el mismo
año de la rebelión de los esclavos negros en Santo Domingo, la De-
claración de los derechos de la mujer y de la ciudadana. De nuevo nos
enfrentamos a un problema conocido: ¿debe incluirse a la mujer entre
los titulares de derechos naturales e inalienables? En este caso la res-
puesta también dista mucho de ser evidente, como lo demuestra el
trágico fin de Gouges, guillotinada en 1793, cuando quien tenía el
poder era Robespierre, un convencido partidario del paradigma ius-
naturalista. Por otro lado, el dirigente jacobino no tuvo inconve-
niente en apelar a dicho paradigma cuando, aun antes de sancionar
la abolición de la esclavitud negra, proclamó «los derechos políticos
de los hombres de color» y exigió que en ellos se respetaran también
los «derechos de la humanidad» (Robespierre 1950-1967, vol. 7, pp.
366 y 728).
Mucho más allá de este caso ejemplar, en la tradición liberal la ex-
112
clusión de la mujer de los derechos políticos se consideró algo obvio
durante mucho tiempo, por tratarse de quien está a cargo del niño y
del menor: en ambos casos se trataba de aceptar serenamente la falta
de la madurez necesaria para la participación en la vida política. Esto,
para Marx y Engels, confirma que la tradición iusnaturalista, con su
proclamación de los derechos naturales e inalienables, no es el instru-
mento adecuado para poner realmente en entredicho la esclavitud
negra, la esclavitud asalariada y la esclavitud doméstica de la mujer,
superando su condición de «simple instrumento de producción».
Por último, el tercer momento de crisis del modelo iusnaturalista
fue la irrupción del movimiento obrero en la escena de la historia.
Marx se detiene extensamente en la ley francesa de junio de 1791
que prohíbe las coaliciones obreras como «atentado contra la libertad
y la Declaración de los derechos del hombre». El relator, Isaac R. G. Le
Chapelier, reconoce que los obreros se hallan de hecho en «esa de-
pendencia absoluta causada por la privación de los medios de sub-
sistencia necesarios, y que es casi la dependencia de la esclavitud»,
pero aun así considera que es prioritaria la tutela del derecho del
hombre a la libertad del trabajo que los nacientes sindicatos obreros
pretenderían conculcar (MEW, 23; 769-770). Más que nunca queda
en evidencia un fenómeno contradictorio, el hecho de que clases so-
ciales enfrentadas agiten la bandera iusnaturalista. Las masas popu-
lares reivindican el derecho a la vida que, según Robespierre
(1950-1967, vol. 8, p. 90 y vol. 9, p. 112) es el primero de los «dere-
chos imprescriptibles del hombre». Corresponde al poder político
garantizar que prevalezca sobre las relaciones de propiedad; pero de
inmediato las clases acomodadas consideran que esta intervención es
una vulneración intolerable del derecho natural al disfrute sin corta-
pisas de la propiedad. Esta postura explica el balance que se hace en
La sagrada familia: «El reconocimiento de los derechos del hombre
por el estado moderno no tiene un significado distinto que el reco-
nocimiento de la esclavitud por el estado antiguo» (MEW, 2; 120).
O bien, por citar esta vez La cuestión judía, «la aplicación práctica
del derecho del hombre a la libertad es el derecho del hombre a la
113
propiedad privada» y esta, a su vez, es «el derecho del hombre» a dis-
frutar de su «propio patrimonio» y disponer de él «sin atender a los
demás hombres» (por ejemplo, a los esclavos, o también a los semies-
clavos, cuya existencia se ve obligado a reconocer el propio Le Cha-
pelier) (MEW, 1; 364).
En conclusión: lo mismo que el paradigma contractualista, el
iusnaturalista adolece de un doble formalismo. La categoría de los
derechos del hombre puede subsumir contenidos distintos y contra-
dictorios entre sí: derecho del propietario a disfrutar y disponer a su
antojo de su propiedad; o bien, por el contrario, derecho a la vida y
a una existencia digna, garantizado mediante la intervención del
poder político sobre las relaciones de propiedad, es decir, mediante
una intervención que es una clara vulneración de los derechos hu-
manos desde el punto de vista del propietario. Pero el formalismo
más grave es el segundo, el que concierne a la figura del titular de los
derechos humanos: ¿quiénes son los sujetos sociales realmente com-
prendidos en esta figura? Locke, representante destacado del con-
tractualismo, no pone objeción alguna ante la figura del esclavo
negro, que es objeto y no sujeto del contrato; Grocio, máximo repre-
sentante del iusnaturalismo, tampoco cuestiona la figura del esclavo
negro, que no está incluido entre los titulares de derechos inaliena-
bles, es más, puede ser el objeto del derecho inalienable a la propie-
dad y al disfrute ilimitado de la propiedad, derecho que tienen los
ciudadanos libres.
Un ejemplo tomado de la historia puede ilustrar este asunto. En
los Estados Unidos de América recién constituidos tras una rebelión
inspirada en motivos ideológicos tomados tanto del contractualismo
como del iusnaturalismo, Virginia y otros estados premiaban con tie-
rras y esclavos a los veteranos de la guerra de independencia (Losurdo
2005, cap. II, § 6).
El esclavo, como no estaba incluido entre los firmantes del con-
trato ni entre los titulares de derechos inalienables, no podía apelar
al contractualismo ni al iusnaturalismo en su aspiración a la libertad.
En otras palabras, tanto el paradigma contractualista como el para-
114
digma iusnaturalista adolecen de dar por supuesto lo esencial, de dar
por supuesto lo que, por el contrario, es el resultado de una lucha
prolongada y a veces tan enconada que asume la forma de lucha
armada: este «presupuesto» es el reconocimiento mutuo de los fir-
mantes del contrato o los titulares de derechos inalienables o, mejor
dicho, de quienes se reconocen mutuamente como firmantes del con-
trato o como titulares de derechos inalienables.
115
de la dialéctica del siervo y el amo: «Se reconocen como reconocién-
dose mutuamente». O, por dar ahora la palabra a la Enciclopedia (§
431 Z): «Solo soy realmente libre cuando el otro también es libre y
yo le reconozco como libre» (Hegel 1969-1979, vol. 3, p. 147 y vol.
10, p. 220).
Para comprender la amplitud de la presencia en Marx del motivo
de la lucha por el reconocimiento es preciso tener en cuenta que
Hegel desarrolla dicho motivo recurriendo a dos lenguajes distintos.
El primero ya lo hemos visto; ahora debemos indagar el segundo,
que es más elíptico y arranca de una importante distinción formulada
en la Ciencia de la lógica. Hay que distinguir entre «juicio negativo
simple», que en relación con un sujeto niega un predicado determi-
nado y limitado (esta rosa no es roja), y «juicio negativo infinito»,
que, en vez de uno o varios predicados concretos, niega el sujeto
como tal (esta no es una rosa). Es decir: si el juicio negativo infinito
niega el género (la rosa como tal), el juicio negativo simple solo niega
la especie, la determinación específica (el color rojo de la rosa). Esta
distinción lógica también nos puede ayudar en el análisis de las rela-
ciones sociales. Una cosa es –subraya Hegel– la «controversia civil»
que interviene, por ejemplo, en la disputa entre los herederos de una
propiedad determinada a la hora de repartirla o asignarla. Quien se
dirige a un tribunal por haber sufrido un atropello es víctima de un
juicio negativo simple: en su caso se ha vulnerado «solo este derecho
particular» y no «el derecho como tal», no la «capacidad jurídica de
una persona determinada». Una cosa muy distinta es el derecho
penal, que es la esfera de aplicación de un juicio negativo infinito: el
delito propiamente dicho niega también lo universal, la «capacidad
jurídica» de la víctima, que no es reconocida como sujeto titular de
derechos y en última instancia tampoco es subsumida en la categoría
de hombre. El género negado en el juicio negativo infinito que es
propio del delito es el género «hombre», mientras que en el juicio
negativo simple de la controversia civil lo que se pone en discusión
es la especie, y la determinación específica con arreglo a la cual se
reconoce que una persona es propietaria de algo. Pero el delito, al no
116
subsumir a la víctima en el género «hombre», suprime el reconoci-
miento del otro.
Según Hegel, también contra el esclavo se pronuncia un «juicio
negativo infinito», pero un «juicio negativo infinito» pleno, de una
«infinidad» totalmente adecuada al concepto: la negación del reco-
nocimiento ha alcanzado su ápice. Por eso la esclavitud puede con-
siderarse el «delito absoluto», un delito que en cierto sentido es
incluso peor que el asesinato. En este último caso, aunque la negación
del reconocimiento y del concepto universal de hombre tiene un re-
sultado fatal, se consuma en un instante. La esclavitud, en cambio,
es una negación del reconocimiento y una cosificación transformadas
en una práctica cotidiana, ininterrumpida. Por su parte, el ham-
briento en peligro de muerte por inanición y reducido a una condi-
ción de «carencia total de derechos» puede compararse con el esclavo.
Él también padece un juicio negativo infinito, que liquida o hace
imposible el reconocimiento. No se trata de casos aislados o indivi-
duales. Contra quienes viven en condiciones de indigencia extrema
«se pronuncia el juicio [negativo] infinito del delito»; en última ins-
tancia, ya no se les reconoce como sujetos titulares de derechos, ya
no se les reconoce como hombres (cf. Losurdo 1992, cap. VII, §§ 5
y 7).
Es el propio Hegel quien reúne los dos lenguajes. Después de ob-
servar que para orientarse correctamente en el debate sobre la escla-
vitud ante todo es preciso tomar conciencia de la ilegalidad o
«injusticia absoluta» que se comete contra el esclavo, la Filosofía del
derecho (§ 57 A) remite, por un lado, a las páginas de la Fenomeno-
logía y de la Enciclopedia sobre la lucha por el reconocimiento, y por
otro subraya que la institución de la esclavitud está en contradicción
con el «concepto del hombre como espíritu» y que «el hombre en sí
y por sí no está destinado (bestimmt) a la esclavitud». Pathos del con-
cepto universal de hombre y lucha por el reconocimiento, unidos.
Los dos lenguajes mencionados aquí aparecen en el joven Marx.
Veamos primero La cuestión judía, que critica a la sociedad civil-bur-
guesa en estos términos: en su ámbito el individuo «considera a los
117
otros hombres como medio», pero con ello «él mismo se rebaja a ins-
trumento de los demás» (MEW, 1; 355). Ya sabemos cómo describe
la hegeliana Enciclopedia la lucha por el reconocimiento: «Solo soy
realmente libre cuando el otro también es libre y yo le reconozco
como libre»; con las palabras del joven Marx, solo dejo de ser «ins-
trumento de los demás» y soy reconocido como hombre y hombre
libre cuando renuncio a degradar a los otros hombres a simple «me-
dio». En este mismo contexto podemos situar la tesis, varias veces
enunciada tanto por Marx como por Engels, de que la alienación y
la cosificación impuestas por la burguesía al proletariado acaban afec-
tando a la propia clase dominante (supra, cap. II, § 4). Es el mismo
punto de vista de La sagrada familia, aunque aquí se recurre al se-
gundo tipo de lenguaje cuando se dice que la consigna de la égalité
es «la expresión francesa para indicar la unidad esencial de los hom-
bres (menschliche Wesenseinheit), la conciencia genérica y el compor-
tamiento genérico (Gattungsbewusstsein und Gattungsverhalten) del
hombre, la identidad práctica del hombre con el hombre, es decir, la
relación social o humana del hombre con el hombre» (MEW, 2; 41).
La exaltación del género humano y de su unidad es la condena de la
falta de reconocimiento que padece una enorme masa de hombres
en la sociedad burguesa.
En conclusión: lo esencial del paradigma del reconocimiento es
el hecho de que no da por supuesto el sujeto del que parten acrítica-
mente, como si fuese un dato inmediato e incontrovertible, los pa-
radigmas del contrato y de los derechos del hombre. Se puede hacer
la misma consideración a propósito de los paradigmas de la «praxis»
y la «acción comunicativa», planteados en nuestros días, respectiva-
mente, por Arendt y Habermas. También en este caso se desconoce
lo esencial: la determinación del sujeto que se considera firmante del
contrato o titular de los derechos del hombre, o bien partícipe de la
praxis o la acción comunicativa, ha estado en el centro de luchas se-
culares contra cláusulas de exclusión en perjuicio de los pueblos co-
lonizados, las clases subalternas o las mujeres. La eliminación de las
cláusulas de exclusión fue el fruto de un atormentado proceso histó-
118
rico y una lucha prolongada por el reconocimiento. El conflicto so-
cial es a la vez una lucha por el reconocimiento; la teoría general del
conflicto social es a la vez una teoría general de la lucha por el reco-
nocimiento.
119
El objetivo del salario es menos importante que la asociación sin-
dical o el partido político obrero, y no solo porque con ellos se con-
fiere regularidad y profundidad estratégica a la lucha por el salario.
La primera gran victoria cosechada por los obreros es el hecho mismo
de asociarse.
En su consolidación intervienen luego la organización de la lucha
y la lucha misma. Muchos años después, en dos cartas a Eduard
Bernstein y Laura Lafargue, respectivamente del 22 y el 29 de agosto
de 1889, Engels habla de una huelga organizada por los obreros even-
tuales del puerto londinense y explica los motivos de su entusiasmo:
Son los más pobres de todos los miserables de East End, los más de-
pravados procedentes de todos los oficios, el estrato social inmediata-
mente anterior al subproletariado. El hecho de que estos pobres seres,
hambrientos y abatidos, que todas las mañanas se afanan por ser ad-
mitidos en el trabajo, se unan para resistir y declaren una huelga de
cuarenta mil o cincuenta mil personas, involucrando de hecho en la
huelga todas las actividades de East End que de alguna manera tienen
que ver con la navegación, que resistan más de una semana y siembren
angustia en las ricas y poderosas sociedades portuarias: todo esto es un
despertar que me alegro de haber vivido (MEW, 37; 260-261 y 266).
120
Primero la asociación de los miembros de la clase «oprimida y ca-
lumniada», luego la organización para la lucha de clases y por último
la lucha de clases como tal: estas jugadas preliminares ya han cam-
biado radicalmente el panorama. La miseria sigue ahí, las condiciones
materiales de vida aún no han mejorado, pero los «bárbaros» y los
«salvajes» han dejado de ser tales porque se han reconocido recípro-
camente como miembros de una clase explotada y oprimida, llamada
a lograr la emancipación con la lucha.
121
Marx y Engels en 1875 con motivo de otra manifestación de solida-
ridad con Polonia: «Nadie puede someter impunemente a un pue-
blo». Piénsese en las consecuencias que tuvo para Prusia-Alemania,
uno de sus protagonistas, el desmembramiento del desdichado país:
«Nos hemos concitado enemigos en todas partes y nos hemos car-
gado de deudas e impuestos para mantener masas desmesuradas de
soldados que también están obligados a prestar servicio para someter
a los obreros alemanes» (MEW, 18; 573).
Esta dialéctica se aplica también a otras áreas geográficas y otras
situaciones políticas. En 1869 Engels observa: «El ejemplo de la his-
toria irlandesa muestra la desgracia que es para un pueblo el haber
sometido a otro pueblo» (MEW, 32; 378). Este también es un hilo
conductor del análisis que hace Marx de la cuestión irlandesa. La in-
capacidad de la clase obrera inglesa para solidarizarse con un pueblo
oprimido refuerza el dominio de la aristocracia y la burguesía en la
propia Inglaterra: «El pueblo que somete a otro pueblo forja sus pro-
pias cadenas», la «esclavización de Irlanda» impide la «emancipación
de la clase obrera inglesa» y el «gran ejército permanente» creado para
controlar y acallar a la isla rebelde es también una amenaza para el
proletariado de la nación dominante e incluso para el conjunto de la
sociedad inglesa (MEW, 16; 417).
Por último. La dialéctica aquí mencionada queda plasmada en
una página célebre de El capital. El opio, llegado de Oriente, irrumpe
en Londres y otras ciudades industriales. Sirve para camuflar el hambre
de las familias obreras, para calmar los gritos de los niños hambrien-
tos, a veces es incluso el instrumento de un «infanticidio encubierto»;
los lactantes «se acartonan como viejecitos y se arrugan como moni-
tos». Tomando estos detalles escalofriantes de los propios informes
oficiales, Marx comenta: «así es como la India y China se vengan de
Inglaterra» (MEW, 23; 779 y 421). En virtud de una suerte de ley
de transfusión, la falta de reconocimiento del pueblo chino acaba te-
niendo consecuencias en el país responsable de la opresión colonial
y las guerras del opio.
Bien mirado, es la historia de Occidente en conjunto la que puede
122
leerse a la luz del principio de que un pueblo que oprime a otro no
es libre: el XX es el siglo en que el dominio totalitario y las prácticas
genocidas que marcan profundamente la tradición colonial irrumpen
en el propio continente de donde han salido, con el intento de Hitler
de crear un imperio continental en Europa oriental sometiendo, diez-
mando y esclavizando a los «indígenas» que lo habitan.
123
IV
124
2). Lejos de compartir esta interpretación de Marx, Proudhon parece
en ocasiones fascinado por Luis Bonaparte, al extremo de que des-
pués del golpe de estado le escribe a un amigo y anota en su diario:
«Tengo motivos para creer que en el Elíseo estoy muy bien conside-
rado […]. Aprovechando esta circunstancia, cuento con volver a
enarbolar dentro de dos o tres meses la bandera de la república social,
ni más ni menos. La ocasión es magnífica, el éxito casi seguro»; «se
rumorea que el Elíseo ha expresado más de una vez el deseo de diri-
girse a mí, y que ha costado mucho disuadirlo» (en Albertini 1968,
pp. 50-51). Duro el juicio de Marx, quien denuncia los dos «opro-
bios» de Proudhon, «su libro sobre el golpe de estado, en el que co-
quetea con L. Bonaparte y trata de hacerle aceptable para los obreros
franceses, y su obra contra Polonia en la que, para mayor gloria del
zar, exhibe un cinismo propio de un cretino» (MEW, 16; 31). En
todo caso, el autor francés, que tuvo el mérito de poner en cuestión
la propiedad privada burguesa, ejerce una función antipedagógica al
predicar o sugerir a la clase obrera «la abstención del movimiento
político», de la lucha contra el bonapartismo en el plano interno y
contra la opresión nacional en el plano internacional, por no hablar
de la lucha por la emancipación femenina (MEW, 33; 329). La lec-
tura binaria del conflicto social que ve una sola contradicción (la que
enfrenta a ricos y pobres) impide comprender otros movimientos de
emancipación cuya base social no está formada exclusivamente por
pobres. El interés por la cuestión social en Francia acabó recluyéndola
en el más mezquino corporativismo.
Si Proudhon crea ilusiones sobre Luis Bonaparte, Lassalle hace
otro tanto con Bismarck, al que espera ganar para su causa. Cuando
Lassalle (1987, p. 221) polemiza contra la visión del estado como
«guardián nocturno» de la propiedad y el orden público, indiferente
a las desesperadas condiciones de vida y trabajo de la clase obrera,
censura en primer lugar o exclusivamente a la burguesía liberal. No
anda errado Marx cuando le reprocha que promueva una «alianza
con los adversarios absolutistas y feudales contra la burguesía»
(MEW, 19; 23), coqueteando con alguien que poco después promul-
125
garía una implacable legislación antisocialista (y antiobrera).
Se pueden repetir las mismas consideraciones que con Proudhon:
también en el caso del gran intelectual y carismático agitador alemán,
su compromiso con la cuestión social, concretamente su intento de
arrancarle al poder alguna graciosa concesión en favor del estado so-
cial, le lleva a desatender otros frentes de la lucha de clases y a tener
una visión mediocremente economicista de la propia lucha de la clase
obrera. Como veremos enseguida, Lassalle no comprende la impor-
tancia histórica de la lucha por la abolición de la esclavitud negra en
Estados Unidos. En lo que respecta a Francia, tampoco son muy ati-
nadas sus declaraciones sobre el golpe de estado de Luis Bonaparte.
Cuando se hizo con el poder, Bonaparte suprimió la discriminación
censitaria, ya liquidada por la revolución de febrero de 1848 pero
reintroducida por la burguesía liberal con la ley del 30 de mayo de
1850. En las condiciones de la dictadura bonapartista, la vuelta al
sufragio universal (masculino) solo significaba que las masas popu-
lares más pobres podían participar en la aclamación plebiscitaria del
líder. Pero Lassalle (1987, p. 225) no argumenta así. Según él, Bo-
naparte no había acabado con la república, sino solo con «la república
burguesa, que quería imprimir también al estado republicano el sello
de la burguesía, del dominio del capital».
En otros países surgen tendencias semejantes a las que hemos ob-
servado en Francia y Alemania. Engels critica a los intelectuales y cír-
culos rusos que contraponen positivamente su país (donde persisten
formas de propiedad común) a Francia e Inglaterra (donde la pro-
piedad privada burguesa y la polarización social capitalista son ya
omnipresentes). Es una corriente de pensamiento que argumenta así:
126
No es ajeno a esta visión Alexandr I. Herzen, para quien «puede
que en Rusia exista el problema político, pero el “social” ya está com-
pletamente resuelto» (MEW, 22; 422). Estamos en presencia de una
corriente populista que, como observa Engels, «presenta a los cam-
pesinos rusos como los auténticos portadores del socialismo, como
los comunistas natos, en contraste con los obreros del Occidente eu-
ropeo marchito y decrépito», capaces de asimilar el socialismo solo
superficialmente y «con enorme esfuerzo». Después «esta idea pasó
de Herzen a Bakunin y de Bakunin a Tkachov», quien afirma que el
pueblo ruso es «comunista por instinto y tradición» (MEW, 18; 562).
Claramente se subestima la tarea de liquidar un antiguo régimen que
se distingue por la opresión, no solo de la clase obrera, sino también
de las naciones y las mujeres. Una vez más la lucha de clases sufre
una grave mutilación, esta vez a cambio de un débil compromiso a
favor de las clases subalternas.
2. «Socialismo imperial»
127
árabes con una guerra brutal y a veces genocida.1
Más tarde, el socialismo utópico reacciona por lo general con su-
ficiencia o recelo ante el movimiento abolicionista. Después de la re-
volución de febrero de 1848, Victor Schoelcher y el nuevo gobierno
deciden abolir definitivamente la esclavitud negra en las colonias
francesas, reintroducida casi medio siglo antes por Napoleón, que
casi había anulado los resultados de la revolución negra de Santo Do-
mingo guiada por Toussaint Louverture y de la ley de emancipación
de los negros promulgada por la Convención jacobina. Pues bien,
Étienne Cabet, exponente insigne del socialismo utópico francés,
critica a Schoelcher por centrarse en un objetivo limitado, el de la
emancipación de los esclavos negros, en vez de consagrarse a la eman-
cipación universal del trabajo (Drescher 1999, p. 193, n. 58). En re-
lación con Estados Unidos y el estallido de la Guerra de Secesión,
no es muy distinta la argumentación de Lassalle, por lo menos a juz-
gar por una carta de Marx a Engels del 30 de julio de 1862 en la que
critica «las viejas y mohosas tonterías» de Lassalle, para quien el gi-
gantesco enfrentamiento que estaba produciéndose en Estados Uni-
dos sería «algo completamente desprovisto de interés»: en vez de
plantear «ideas» positivas de transformación de la sociedad, «los yan-
quis» se limitarían a agitar «una idea negativa», la de «libertad indi-
vidual» (MEW, 30; 258). Para los dos exponentes socialistas citados,
consagrarse a la abolición de la esclavitud en las colonias o en la repú-
blica norteamericana desviaba la atención de la cuestión social, que
seguía candente en la metrópoli capitalista.
Del acontecimiento épico que es para Marx la Guerra de Secesión
solo encontramos en Lassalle menciones distraídas y simplistas. Por
culpa del bloqueo impuesto por la Unión al Sur secesionista y la con-
siguiente escasez de algodón para la industria textil inglesa, en parti-
cular la del Lancashire, cunde el desempleo entre los obreros ingleses,
que corren el riesgo de «tener que emigrar a las colonias»; es «una de
128
las guerras más sanguinarias y horribles que la historia haya presen-
ciado jamás». No hay la menor alusión al contencioso de la guerra
civil. Peor aún: en vez de la institución de la esclavitud, lo que se
condena es el «federalismo» y el autogobierno concedidos a los esta-
dos, causante de la «exacerbación de los intereses particulares» y el
«odio» recíproco de los partidos enfrentados, colocados así en el mis-
mo plano (Lassalle 1987, pp. 280 y 310).
Las limitaciones economicistas y corporativistas que se aprecian
en este o aquel representante del movimiento obrero y socialista no
son ajenas a la iniciativa de las clases dominantes, cuya eficacia, sin
embargo, subestiman Marx y Engels. Después de incluir a la «Joven
Inglaterra» en el «espectáculo» del «socialismo feudal» escenificado
por los «aristócratas», el Manifiesto del partido comunista concluye:
«Pero cada vez que les seguía, el pueblo veía impresos en sus nalgas
los viejos blasones feudales y se apartaba estallando en ruidosas e irre-
verentes carcajadas» (MEW, 4; 482-483). En realidad las cosas fueron
bastante distintas. El miembro más importante, históricamente, de
la Joven Inglaterra fue Disraeli. En él (y en la organización, a la que
se sumó en un momento dado) se aprecian, sin duda, elementos de
transfiguración del antiguo régimen; pero Disraeli se puede consi-
derar el inventor de un «socialismo» que podríamos llamar «impe-
rial», más que «feudal». Este socialismo, lejos de merecer la lúcida
burla de las clases populares, más de una vez las sedujo y engatusó.
En los mismos años en que La sagrada familia y La ideología ale-
mana proclaman el antagonismo irreductible entre proletariado y
burguesía, Disraeli publica una novela que en cierto modo se ocupa
de los mismos asuntos. En ella un agitador cartista cuestiona dura-
mente el orden establecido y denuncia la realidad de las «dos nacio-
nes» («los ricos y los pobres») que desgarran Inglaterra. Desde el
Manifiesto del partido comunista los «cartistas» forman parte de los
«partidos obreros ya constituidos» (MEW, 4; 492) y el agitador en
cuestión hace gala de la conciencia revolucionaria que Marx y Engels
atribuyen al proletariado. Es interesante ver la respuesta de Disraeli
(1988, pp. 65-66 y 422): no tiene sentido hablar de «dos naciones»,
129
pues un vínculo de «hermandad» unifica «al privilegiado y próspero
pueblo inglés». La palabra clave es la que he resaltado en cursiva: la
aristocracia inglesa pone sordina a la arrogancia de casta e incluso de
raza que había ostentado tradicionalmente en su relación con las cla-
ses populares; pero ahora es la «hermanada» comunidad nacional
inglesa en conjunto la que se comporta con supremo desdén aristo-
crático con las demás naciones y sobre todo con los pueblos colonia-
les. En otras palabras, en vez de desaparecer, el estigma racial que
gravitaba tradicionalmente sobre las clases populares se ha despla-
zado. No es de extrañar que Disraeli, protagonista del segundo Re-
form Act (con la ampliación por primera vez de los derechos políticos
más allá del círculo aristocrático y burgués) y de una serie de reformas
sociales, sea al mismo tiempo el campeón del imperialismo y del de-
recho de las razas «superiores» a someter a las «inferiores». Es así como
el estadista inglés se propone desactivar la cuestión social y la lucha
de clases en su país: «Afirmo con confianza que la gran mayoría de
los obreros de Inglaterra […] son esencialmente ingleses. Están a fa-
vor de mantener el Reino y el Imperio, y orgullosos de ser súbditos
de nuestro Soberano y miembros de dicho Imperio». Son los años
en que en Francia, según la observación de Marx, Proudhon desem-
peña el papel de «socialista del Imperio»; del Segundo Imperio, por
más señas (MEW, 32; 443).
Surge entonces un movimiento político nuevo: a finales del siglo
XIX un observador alemán, refiriéndose no solo a Disraeli sino tam-
bién a Napoleón III y a Bismarck, habla de «política social imperia-
lista» o «socialismo imperial» (Imperialsozialismus) (Adler 1897, pp.
43-44). El nexo entre cuestión colonial y cuestión social en la me-
trópoli capitalista que ya pusiera Marx en evidencia se reconoce y se
coloca en el centro de un proyecto político nuevo, que propone una
especie de trueque: a cambio de unas reformas sociales limitadas de
las clases dominantes, las masas populares y el proletariado deben
mostrar lealtad patriótica y apoyar la expansión colonial.
130
3. ¿«Clase contra clase» a escala planetaria?
Es verdad, también hay que tener en cuenta a los otros sujetos so-
ciales, pero la burguesía capitalista, un puñado de explotadores, está
cada vez más aislada. Las perspectivas de la revolución son claramente
prometedoras: los proletarios –se lee ya en La ideología alemana–
131
constituyen «una clase que forma la mayoría de todos los miembros
de la sociedad» (MEW, 3; 69). Por otro lado, añade el Manifiesto, «el
progreso de la industria arroja a las filas del proletariado a sectores
enteros de la clase dominante» (MEW, 4; 471).
En los textos (juveniles) citados hasta ahora, la nueva revolución
(llamada a emancipar, más allá del proletariado, a toda la humani-
dad) arranca, en última instancia, de una sola contradicción, la que
enfrenta a la burguesía con la clase obrera; y esta nueva revolución
es ineluctable a causa del progresivo e imparable crecimiento de las
filas obreras y afines.
No hay diferencias relevantes entre unos países y otros; es más,
las propias fronteras nacionales están perdiendo importancia. Es una
visión que encuentra su expresión más elocuente en un discurso pro-
nunciado por Engels el 9 de diciembre de 1847 con motivo de una
manifestación celebrada en Londres por la independencia de Polonia:
en Inglaterra, «a causa de la industria moderna de las máquinas, todas
las clases oprimidas están fundidas en una sola gran clase con intere-
ses comunes, en la clase del proletariado», unidas más que nunca de-
bido a «la nivelación de las condiciones de vida de todos los obreros».
«En el otro bando todas las clases de los opresores se han unido a su
vez en una sola clase, la burguesía. De este modo la lucha se ha sim-
plificado y podrá decidirse con un solo golpe enérgico.» En el ámbito
internacional «la condición de todos los obreros es ya idéntica o cada
vez más idéntica», de modo que en todos los países «los obreros tie-
nen el mismo interés, derrocar a la burguesía, la clase que les oprime».
Por consiguiente: «Dado que la condición de los obreros de todos
los países es la misma, dado que sus intereses son los mismos, y sus
enemigos son los mismos, también tienen que luchar juntos, tienen
que oponer a la hermandad de los burgueses de todas las naciones la
hermandad de los obreros de todas las naciones» (MEW, 4; 417-
418). Además de girar todo alrededor de una sola contradicción, se
diría que la política, las peculiaridades nacionales y los factores ideo-
lógicos no desempeñan ningún papel.
La lectura binaria del conflicto social no aparece en Engels ni se
132
limita exclusivamente al periodo juvenil. Baste pensar en un famosí-
simo pasaje del primer libro de El capital:
133
países burgueses y a «todas las facciones de las clases dominantes»
(MEW, 23; 302). Es una observación de 1867. Tres años después es-
talla la guerra franco-prusiana: una de sus consecuencias es la Co-
muna de París, aplastada gracias, entre otras cosas, al entendimiento
entre los antiguos enemigos; pero es un entendimiento que da paso
rápidamente al odio chovinista, destinado a desembocar en la «guerra
industrial de aniquilamiento entre las naciones», la primera guerra
mundial. En el fragor de la lucha contra esta carnicería estallará la
primera revolución que invoca a Marx y Engels, y en la estela de esta
revolución se desarrollará un movimiento anticolonialista de dimen-
siones planetarias, que denunciará la «explotación de una nación por
otra», al decir del Manifiesto y otros textos contemporáneos, pero
que está ausente por completo en 1871, debido a la indignación cau-
sada por la colaboración francoalemana en la represión de la Comuna
de París y al regocijo casi general de la burguesía internacional por la
matanza perpetrada en dicha ocasión.
También en otras circunstancias surge la tendencia a leer el pro-
ceso revolucionario con la lógica binaria de la «clase contra clase». A
finales de los años 1850, mientras en Rusia cunde la agitación cam-
pesina que poco después obligará al zar Alejandro II a abolir la ser-
vidumbre de la gleba, en Estados Unidos cada vez son más claros los
signos premonitorios de la guerra civil que se aproxima. En la noche
del 16 al 17 de octubre de 1859, John Brown, ferviente abolicionista
del Norte, irrumpe en Virginia encabezando un intento desesperado
y fracasado de sublevar a los esclavos del Sur. El 11 de enero del año
siguiente Marx le escribe a Engels:
134
Estas líneas evocan una revolución a escala casi planetaria prota-
gonizada por los esclavos negros en Estados Unidos, los siervos de la
gleba en Rusia y los esclavos asalariados, es decir, los obreros, en
Inglaterra; en los tres casos se trataría de revoluciones desde abajo y
luchas de clases directamente enfrentadas a sus explotadores y opre-
sores.
Huelga decir que hay una clara divergencia entre las expectativas
de Marx y el desarrollo de los acontecimientos. En Inglaterra, a pesar
de que el bloqueo naval impuesto por la Unión a los estados escla-
vistas provocó una grave crisis, sobre todo de la industria textil, los
obreros condenados al desempleo no se dejaron arrastrar por sectores
de la clase dominante que querían inducirles a manifestarse contra
Lincoln (y a favor de la guerra contra la Unión). Marx les reconoce
este mérito; al mismo tiempo, ante la falta de un estallido revolucio-
nario, su reacción es de contrariedad e incluso de desdén. En una
carta a Engels del 17 de noviembre de 1862 se burla por un lado de
«los burgueses y aristócratas por su entusiasmo por la esclavitud in
its direct form» y por otro de «los obreros [ingleses] por su naturaleza
cristiana de esclavos» (MEW, 30; 301).
No se produce ninguna revolución de esclavos inducida por la de
los esclavos negros en la otra orilla del Atlántico; y en realidad, esta
última tampoco se lleva a cabo. El valor y la dignidad con que Brown
enfrenta el juicio y la horca provocan una fuerte conmoción en la
comunidad blanca y fortalecen al partido abolicionista, pero no
desencadenan la revolución de los esclavos de Virginia del Sur, como
esperaba Brown, y con él los dos filósofos y militantes revolucionarios
que siguen con ansiedad los acontecimientos desde Europa. No solo
no se produce la anhelada revolución desde abajo de los esclavos ne-
gros, sino que durante mucho tiempo tampoco habrá sitio para su
participación en el conflicto promovido desde arriba. Caerá en saco
roto la propuesta de «armamento general de los esclavos como me-
dida bélica» que hacen los oficiales (blancos) más radicales y es aplau-
dida por Marx (MEW, 15; 419). Con grave contrariedad de los dos
filósofos y militantes revolucionarios, durante gran parte de su desa-
135
rrollo la guerra civil estadounidense tuvo la apariencia de una guerra
convencional entre estados, con ejércitos tradicionales en ambos ban-
dos. Solo hacia el final la Unión alistó a negros libres y esclavos negros
que, en su huida del Sur y de sus amos, iban al encuentro del ejército
del Norte que avanzaba. En conjunto puede decirse que la Guerra
de Secesión desembocó en una especie de revolución abolicionista,
pero dirigida sobre todo desde arriba y cuyos protagonistas fueron
blancos, encabezados por los hombres de estado y los generales del
Norte industrializado. Marx y Engels tienen razón cuando aborrecen
este resultado. La revolución desde arriba resulta incompleta: acaba
con la esclavitud pero no emancipa realmente a los negros, que tras
un breve paréntesis de democracia interracial son sometidos a un
régimen de white supremacy terrorista. Como vemos, la esperanza en
un levantamiento general de los esclavos negros, los siervos de la gleba
y los esclavos asalariados ofusca la capacidad de previsión histórica.
Esta capacidad recupera su lucidez cuando se aparta de la lectura
binaria del conflicto social. Varios meses antes del intento desespe-
rado de Brown, a principios de 1859, Marx publica un artículo sobre
la evolución de los acontecimientos en Rusia, que acaba de encajar
una derrota en Crimea (contra Francia e Inglaterra) y que, con Ale-
jandro II, se dispone a abolir dos años después la servidumbre de la
gleba. No por eso se atenúa la tensión social. Al contrario, «las rebe-
liones de los siervos de la gleba» se han convertido en «una epidemia»
y según las propias estadísticas oficiales del Ministerio del Interior,
todos los años son asesinados cerca de sesenta nobles. Los siervos de
la gleba estaban tan decididos, que acariciaban la idea de aprovechar
el avance de las tropas francobritánicas para desencadenar una su-
blevación general (MEW, 12; 681-682). En este caso la revolución
no llegaría de la mano de una sublevación general de pobres contra
ricos, sino de la combinación de la guerra internacional con el con-
flicto social interno de Rusia: esto nos lleva a pensar en octubre de
1917.
136
4. Lógica binaria y «evidencia» de la explotación
137
suprimir todas las condiciones de vida inhumanas de la sociedad
actual, que se condensan en su situación […]. No se trata de saber
lo que tal o cual proletario, o incluso todo el proletariado, se repre-
senta momentáneamente como fin. Se trata de saber qué es y lo que
se verá obligado históricamente a hacer de acuerdo con este ser
suyo (MEW, 2; 38).
138
conflictos «favorecen de varias maneras el proceso de desarrollo del
proletariado»: es decir, que el nacimiento y el desarrollo de la con-
ciencia revolucionaria están basados en muchos conflictos, y no
puede deducirse únicamente del antagonismo entre clase obrera y
burguesía (MEW, 4; 471).
La conciencia revolucionaria, por lo tanto, no surge de una su-
puesta evidencia empírica, sino que presupone la comprensión de
unas relaciones políticas y sociales que van mucho más allá del con-
flicto entre burguesía y proletariado. Ahora la conciencia revolucio-
naria se configura como el producto de la acción directa o indirecta
de múltiples sujetos y conflictos sociales: las facciones de la burguesía
en lucha por el poder dentro de un país; la lucha por la hegemonía
entre burguesías de varios países en el plano internacional; el prole-
tariado, que adquiere autonomía ideológica y política, resistiendo la
influencia y los halagos no solo de la nueva clase dominante sino
también de la vieja aristocracia terrateniente, que, como sabemos,
trata de seducirlo con el canto de sirena del «socialismo feudal».
Más tortuoso aún es el proceso de adquisición de la conciencia
de clase porque, a falta de «coaliciones» sólidas y estables (muy difí-
ciles de crear y mantener en pie), los obreros, incluidos los de la «gran
industria», son «una muchedumbre de personas que se desconocen
entre sí», «una masa dispersa» y «fragmentada por la competencia»
(MEW, 4; 180 y 470). No solo es competencia o conflicto entre in-
dividuos. Más tarde Engels señala que en Inglaterra los obreros cua-
lificados miran y «tratan con desprecio» a los obreros sin cualificación
(MEW, 37; 261). La competencia puede llegar a ser muy dura, como
las «auténticas batallas» que entablan «todas las mañanas» los obreros
portuarios de Londres cuando esperan a ser contratados para un tra-
bajo temporal y esporádico (MEW, 37; 260 y 266).
Se podría decir que el protagonista de estas batallas es el subpro-
letariado, más que el proletariado propiamente dicho. En realidad,
Engels habla de «pobres diablos» que están «en el límite» entre estas
dos clases (MEW, 36; 441). Y es un límite muy lábil. Bien mirada,
la categoría de «subproletariado» o «proletariado andrajoso» (Lum-
139
penproletariat) sugiere una función política variable, más que una
condición social bien definida. Según los casos puede ponerse al ser-
vicio del bloque dominante o, con menos frecuencia, dejarse arrastrar
por el movimiento revolucionario. A los blancos que en Estados Uni-
dos se ponen del lado de la oligarquía esclavista se les califica de mob
y white trash, «chusma» y «basura blanca», en última instancia de
subproletariado (MEW, 30; 185-86 y 287), no por su condición so-
cial (que es modesta pero no está ni mucho menos en el límite de la
subsistencia), sino por su posición política.
Más tarde, en 1870, Engels señala el «subproletariado de las ciu-
dades» (junto con los «pequeñoburgueses», «pequeños campesinos»
y «braceros») como uno de los posibles aliados del proletariado, que
sigue siendo una minoría del conjunto de la población y por lo tanto
solo puede aspirar a la conquista del poder si con una acción política
adecuada consigue aislar a la clase dominante (MEW, 16; 398). Se ve
claramente que la madurez política y la política de alianzas han reem-
plazado al papel determinante de la evidencia sensible inmediata y de
la lectura binaria del conflicto social y el proceso revolucionario.
140
He destacado en cursiva la expresión que resumidamente establece
«en una palabra» una correspondencia entre las «luchas de clases» (en
plural) y la lucha (en singular) entre «opresores y oprimidos». ¿Es co-
rrecta esta síntesis? Dicho de otro modo: ¿la fórmula que acabamos
de ver consigue sintetizar realmente la visión de la historia, la política
y las «luchas de clases» que tienen los autores del Manifiesto del par-
tido comunista?
En primer lugar conviene señalar que en Marx y Engels los con-
flictos entre las clases explotadoras son la regla, no la excepción.
Explican la revolución francesa partiendo, en primer lugar, de la
contradicción entre aristocracia feudal y burguesía industrial. Aun-
que la segunda, antes de 1789, no formaba parte del bloque domi-
nante en sentido estricto, difícilmente puede ser incluida en las filas
de los «oprimidos», pues además de disfrutar de una riqueza cre-
ciente y un incipiente prestigio social, en la fábrica ejerce ya el poder
sobre una clase explotada y oprimida, y en las colonias no duda en
recurrir a prácticas genocidas. Si luego, cruzando el Atlántico, nos
ocupamos de la «revolución burguesa» en América, vemos que entre
sus protagonistas destacan por su papel decisivo los dueños de es-
clavos y sobre todo quienes, desobedeciendo al gobierno de Londres,
están decididos a expandirse al otro lado de los Allegheny e imprimir
una fuerte aceleración al proceso de expropiación, deportación y ex-
terminio de los pieles rojas. Los protagonistas de esta rebelión, que
no tienen nada de «oprimidos», son a veces «opresores» más feroces
que la clase dominante a la que han derrocado. La lucha de clases
que, según la lectura de Marx y Engels, preside las dos revoluciones
aquí mencionadas, no coincide de ninguna manera con una lucha
entre «opresores y oprimidos». Lo mismo se puede decir del hundi-
miento o el ocaso del antiguo régimen en la Italia y la Alemania del
siglo XIX.
Aunque se quisiera prestar atención únicamente a las luchas de
clases de carácter emancipador, el panorama no cambia. La burgue-
sía, si bien por un lado explota y oprime a los obreros, cuando enca-
beza la revolución contra el antiguo régimen desempeña un papel
141
fundamental en la lucha contra los «opresores» del momento. Las lu-
chas por la emancipación de una nación oprimida, o de la mujer,
cuentan con la participación de estratos sociales que no pueden sub-
sumirse unívocamente en la categoría de «oprimidos». Por su parte,
la lucha de la clase obrera a veces puede contar con el apoyo del sub-
proletariado, y más a menudo tiene que enfrentarse a su hostilidad,
de modo que el subproletariado puede ser aliado de los oprimidos
o, con más frecuencia, de los opresores.
La ambigüedad tampoco desaparece si centramos nuestra atención
de un modo exclusivo en el proletariado propiamente dicho: explo-
tado en la fábrica, el obrero (por ejemplo, el inglés) puede ver con
indiferencia el sometimiento de Irlanda o la India o incluso simpa-
tizar con él, y en este sentido ser cómplice de los opresores. Tomemos
ahora al obrero irlandés o indio, este último doblemente oprimido,
como miembro de una clase explotada y al mismo tiempo de una
nación oprimida. Pese a todo, es el «burgués» en el ámbito de la fami-
lia, y la representante del proletariado por estar sometida a «esclavitud
doméstica» es la mujer. Tomemos entonces a una mujer, obrera e ir-
landesa, tres veces oprimida, en el ámbito de la familia, en la fábrica
y como perteneciente a una nación oprimida: por lo menos en el ám-
bito de la familia patriarcal ella también es partícipe de la «explota-
ción de los hijos por sus padres» mencionada en el Manifiesto y con
la que están dispuestos a acabar los comunistas (MEW, 4; 478). En
otras palabras, cada individuo (e incluso cada grupo) está situado en
un conjunto contradictorio de relaciones sociales, y cada una de ellas
le va asignando papeles distintos. El sistema capitalista mundial, lejos
de basarse en una sola «relación de coerción», es un entramado de
«relaciones de coerción» múltiples y contradictorias. Lo que decide
la colocación de un individuo (o de un grupo) en el campo de los
«oprimidos» o el de los «opresores» es, por un lado, la jerarquización
de estas relaciones sociales con arreglo a su relevancia política y social
en una situación concreta y determinada, y por otro la opción polí-
tica del individuo (o del grupo).
142
6. ¿Exportar la revolución?
143
todos los demás países y, en última instancia, en todo el planeta. No
es de extrañar, entonces, que ante la represión de la burguesía francesa
contra los obreros sublevados en junio de 1848 y de los imperios aus-
tríaco y ruso contra los movimientos nacionales de Hungría, Polonia
e Italia, La lucha de clases en Francia extraiga la lección de que la re-
volución proletaria «se verá obligada a abandonar inmediatamente
el terreno nacional y a conquistar el terreno europeo» (supra, cap. I.,
§ 6). Aquí parece que la lucha de clases del proletariado consiste en
la exportación de la revolución. De este modo se resuelve la dificultad
teórica antes mencionada: tomando en consideración el panorama
internacional global, aunque hayan conquistado el poder en un país
(aislado y rodeado), los proletarios siguen siendo los «oprimidos» que
deben enfrentarse al ejército mucho más poderoso de los «opresores».
También en 1850, haciéndose ilusiones sobre la inminencia de una
nueva ola revolucionaria, Marx y Engels explican así los motivos de
la Liga de los Comunistas:
144
rriendo los establos de Augias alemanes» (MEW, 3; 179). En térmi-
nos más enfáticos se expresa La sagrada familia, que retrata a Napo-
león como la última expresión del «terrorismo revolucionario»;
Napoleón «perfeccionó el terrorismo [jacobino] poniendo en lugar
de la revolución permanente la guerra permanente»: aunque sea con
una forma nueva, la lucha de clases antifeudal y la liquidación del
antiguo régimen continúan, e incluso adquieren una dimensión eu-
ropea (MEW, 2; 130). También aquí se concibe la revolución bur-
guesa con una lógica binaria, como si su único motor fuese la
contradicción entre burguesía y aristocracia feudal, y como si el ex-
pansionismo napoleónico no hubiese provocado profundas contra-
dicciones nacionales. Y Marx, por lo menos en sus escritos juveniles,
tiende a imaginar en estos términos la revolución socialista. A finales
de 1847 se dirige así a los cartistas:
145
V
146
nacionales de ciertos pueblos, manipuladas por Metternich y Nico-
lás I, no solo les proporcionan la masa de maniobra para liquidar la
revolución en Viena y Budapest, sino que refuerzan el expansionismo
de la Rusia zarista, baluarte de la reacción europea.
Pues bien, ¿cómo afrontar esta situación? A primeros de noviem-
bre de 1848 Marx compara la tragedia que se está produciendo en
Europa central y oriental en perjuicio del movimiento democrático
con la que pocos meses antes se había abatido contra el proletariado
parisino: «En París la guardia móvil, en Viena los “croatas”, en ambos
casos los lazzaroni, subproletariado armado y pagado contra el pro-
letariado trabajador y pensante» (MEW, 5; 457). A las naciones esla-
vas que se dejan reclutar por el imperio austrohúngaro se las compara
con el subproletariado, con una clase que por lo general se pone al
servicio de la reacción, aunque a veces el movimiento revolucionario
consigue ponerla de su parte. No se trata, pues, de reconocer en abs-
tracto el derecho de las naciones a la autodeterminación. Eso está
fuera de discusión. El problema es que en una situación concreta y
determinada, el derecho de algunas naciones a la autodeterminación,
debido a la iniciativa y la habilidad política del poder imperial, puede
chocar con el derecho de otras naciones y con el movimiento global
de lucha contra el antiguo régimen y el absolutismo monárquico, y
por la realización de la democracia en el plano interno e internacio-
nal. La consabida lógica binaria queda fuera de juego.
En febrero de 1849 Engels consideró que podía dominar teóri-
camente esta compleja situación tachando de «nacioncillas» (Natiön-
chen) eslavas que «nunca tuvieron historia» a los pueblos «contra-
rrevolucionarios» en lucha contra «la alianza de los pueblos revo-
lucionarios». A ratos se reconoce el carácter contingente del conflicto
creado: «¡Qué bonito sería que los croatas, los pandures y los cosacos
formasen la vanguardia de la democracia europea!». Por desgracia,
para que esto suceda habrá que «esperar» mucho tiempo, demasiado;
sin embargo, es un escenario que no puede descartarse de antemano.
Otras veces, en cambio, Engels no solo invoca el «terror más deci-
dido» revolucionario contra las aspiraciones independentistas o se-
147
cesionistas de estos pueblos «contrarrevolucionarios», sino que los
condena severamente (MEW, 6; 271, 274-75 y 286).
El lenguaje, que a veces es incluso repugnante, no debe hacernos
perder de vista el problema teórico y político ante el que nos hallamos
y que el propio Engels afronta con más madurez que en otras oca-
siones. Podemos partir de un escrito de 1866. La Asociación Interna-
cional del Trabajo, creada dos años antes, reivindica la independencia
de Polonia. Pero –objetan los seguidores de Proudhon–, así se desvía
la atención de la cuestión social y además se desempolvan lemas pro-
pios de la propaganda de Napoleón III. Quien, para llevar adelante
sus planes expansionistas, se declara dispuesto a apoyar la lucha de
liberación de las «nacionalidades» oprimidas. Tratando de desmar-
carse por un lado del nihilismo nacional prudoniano y por otro de
la agitación bonapartista, Engels responde a esta objeción distin-
guiendo entre «naciones» y «nacionalidades»: es preciso apoyar la
lucha por la independencia de naciones como la polaca o la irlandesa.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que no hay nación donde no
existan «nacionalidades» o restos de «nacionalidades» distintas: pién-
sese en los alemanes alsacianos o en los «habitantes celtas de Bretaña»
en el caso de Francia, y en los grupos étnicos de habla francesa en el
caso de Bélgica y Suiza. Por consiguiente siempre hay un margen
más o menos amplio para las maniobras de desestabilización o des-
membramiento con que el zarismo y el bonapartismo tratan de pro-
mover su expansionismo y hegemonismo (MEW, 16; 153-59). Para
derrotar estas maniobras, observa Engels en un escrito de 1852, es
preciso atenerse a una regla. No se puede calificar de nación a los gru-
pos que no tengan una lengua propia y que «carezcan de las condi-
ciones básicas de una existencia nacional: una población consistente
y la continuidad del territorio» (MEW, 8; 81 y MEGA, I, 11; 65).
La dicotomía naciones/nacionalidades sustituye a la dicotomía
naciones con historia/«nacioncillas» sin historia. No es que el panora-
ma se haya aclarado mucho. Pero sí destaca cuál es el asunto teórico
y político planteado: defender el principio de autodeterminación no
implica necesariamente respaldar la agitación de las «nacioncillas» o
148
las «nacionalidades». Justamente las páginas más discutibles o total-
mente inaceptables de Engels son las que plantean un problema de
mucha actualidad: no hay más que ver el sinfín de movimientos sepa-
ratistas fomentados y apoyados instrumentalmente por grandes po-
tencias que, por otro lado, ejercen una opresión nacional en gran
escala (infra, cap. VI, § 3). Puede ocurrir incluso que el reconoci-
miento de la autodeterminación de un pueblo fortalezca al enemigo
principal del movimiento de liberación de los pueblos oprimidos en
conjunto: no debe perderse de vista el conflicto de libertades que
puede crearse. En otras palabras: debe rechazarse la mutilación de las
luchas de clases, pero eso no significa pasar por alto que una situación
histórica (y sobre todo una gran crisis histórica) puede obligar a esta-
blecer una jerarquía de luchas de clases.
El error de Engels es que a veces recurre a formulaciones que im-
plican el desplazamiento –o dan la impresión del desplazamiento–
de la historia a la naturaleza. Pero hay pocas dudas sobre la inspira-
ción de fondo. En 1848, como confirmación del papel decisivo de
la historia, Engels compara Provenza con Polonia. Con su cultura y
su «hermosa lengua», la primera estuvo en vanguardia durante
mucho tiempo, pero luego acabó sufriendo «la aniquilación completa
de su nacionalidad» y la asimilación total a Francia. En el plano his-
tórico y social se produce incluso un vuelco: Provenza acaba siendo
un reducto «de la oposición a las clases progresistas de toda Francia»
y una «plaza fuerte de la contrarrevolución». Lo contrario que el des-
tino de Polonia, que durante mucho tiempo fue la encarnación del
antiguo régimen y de la opresión ejercida por una reducida aristo-
cracia sobre la enorme masa de los siervos de la gleba. Pero ahora, al
impulsar la lucha contra la opresión nacional y promover una «revo-
lución agraria democrática» en la que participa generosamente por
lo menos una parte de la nobleza, Polonia puede ser la vanguardia
revolucionaria de los pueblos eslavos, ya que además es la antagonista
por excelencia del baluarte de la reacción que es la Rusia zarista
(MEW, 5; 354-355).
Pero tampoco Rusia permanece inmóvil en el tiempo. En 1875
149
Engels escribe esperanzado sobre la agitación social que está propa-
gándose por el inmenso país:
Desde hace siglos la gran masa del pueblo ruso, formado por cam-
pesinos, vegetaba de generación en generación en una especie de
degradación carente de historia (geschichtslose Versumpfung) y los
únicos cambios que interrumpían esta monotonía eran rebeliones
esporádicas e infructuosas seguidas de nuevas opresiones de la no-
bleza y el gobierno, cuando el propio gobierno, en 1861, puso fin
a esta falta de historia (Geschichtslosigkeit) con la abolición, ya ina-
plazable, de la servidumbre de la gleba y la supresión de las corvées
[…]. Las propias condiciones en que se encuentra hoy el campe-
sino ruso le empujan a moverse (MEW, 18; 586).
150
2. Emancipación de los esclavos y «gobierno despótico»
151
hablar. No menos de doscientos periódicos han sido cerrados o des-
truidos por la chusma» (MEW, 15; 456). De nuevo la lógica binaria:
desconocidos y excluidos todos los otros aspectos del conflicto, se
comparan los regímenes políticos del Sur y el Norte, que aparece
como más dictatorial por tratar de neutralizar a quienes abogan por
la capitulación con los secesionistas o al lo menos por pactar con
ellos. En respuesta, Marx señala que, mucho antes de que estallara la
guerra, en todos los rincones del país se respiraba un clima de insana
violencia contra los abolicionistas, y que un líder como Wendell Phi-
llips llevaba «treinta años» no solo soportando los insultos y las ame-
nazas de los «hampones pagados», sino también arriesgando «su
propia vida» (MEW, 15; 530). De modo que, aun centrándose ex-
clusivamente en la comunidad blanca, tampoco puede decirse que
los secesionistas sean los campeones de la libertad.
Por supuesto, la abstracción de la suerte de los negros, de la escla-
vitud que padecen, es evidente y arbitraria. Marx no considera «for-
males» ni «abstractos» el autogobierno y la libertad de prensa, y a
ambos les dedica páginas importantes. Pero en una situación concreta
y determinada es preciso escoger: ¿esclavitud perpetua de los negros
o limitación parcial y momentánea del principio del autogobierno y
de la libertad de prensa? Las dos opciones son dolorosas, pero no en
la misma medida: la abolición de la esclavitud es la tarea más impor-
tante y prioritaria. De ahí el firme respaldo a Lincoln, a pesar de que
este suspende el habeas corpus e impone el alistamiento obligatorio,
reprimiendo con mano dura la resistencia y la rebelión contra esta
medida de movilización de la población masculina adulta.
Es más, para Marx y Engels la Unión debe dar muestras de fir-
meza jacobina, debe recurrir a «métodos revolucionarios» en la guerra
contra la secesión esclavista (MEW, 30; 270). Sin paliativos es la con-
dena de las vacilaciones: «¡Qué cobardía en el gobierno y el Congreso!
Tienen miedo del alistamiento […], de todo lo que es necesario»
(MEW, 30; 255). Lamentablemente «el partido cansado de la guerra
está creciendo», lo que entorpece la solución de «un asunto de im-
portancia tan desmesurada»; «aumentan día a día los signos de aba-
152
timiento moral, y la incapacidad de vencer es cada vez mayor. ¿Dón-
de está el partido cuya victoria y cuyo avènement serían sinónimo de
continuación de la guerra à outrance y por todos los medios?» (MEW,
30; 294 y 328). En conjunto –escribe Engels a Marx el 15 de no-
viembre de 1862– parece que la Unión no sabe cómo enfrentar el
«gran dilema histórico» ante el que se encuentra (MEW, 30; 298).
Más tarde se vuelve más equilibrado el juicio sobre Lincoln, que
da muestras de una energía insospechada, hasta el extremo de que
sus adversarios, proclives a pactar con el Sur esclavista, le acusan de
recurrir a métodos jacobinos, imponiendo «gobiernos militares» y
«tribunales militares» e interpretando «la palabra “ley”» como la «vo-
luntad del presidente» y el habeas corpus como el «poder presidencial
de meter en la cárcel a cualquiera y por el tiempo que le plazca» (en
Schlesinger jr. 1973, pp. 915-921). Pese a todo, en el conflicto con-
creto de libertades que se ha planteado, quien encarna la causa de la
libertad es Lincoln, no sus adversarios.
Marx no es el primero que pone en entredicho la lectura binaria
del conflicto social y plantea el problema del conflicto de libertades.
A finales del siglo XVIII, Adam Smith (1982, pp. 452-453 y 182)
había observado: es más fácil suprimir la esclavitud con un «gobierno
despótico» que con un «gobierno libre» (pero con sus organismos re-
presentativos reservados exclusivamente a los propietarios blancos).
En tal caso la condición de los esclavos negros es desesperada: «Todas
las leyes las hacen sus amos, y estos no dejarán pasar ninguna medida
que les perjudique». Por lo tanto: «La libertad del hombre libre es la
causa de la gran opresión de los esclavos […]. Y como estos constitu-
yen la parte más numerosa de la población, ninguna persona provista
de humanidad deseará la libertad en un país donde se haya estable-
cido esta institución». De un modo parecido había argumentado
Hegel (1919-1920, pp. 918 y 902-903 = Hegel 1963, vol. 4, pp. 195
y 176-177) acerca de la servidumbre de la gleba: para abolirla es pre-
ciso que se «vulneren despóticamente los derechos privados» de los
señores feudales y se atente contra la «libertad de los barones», que
conlleva la «servidumbre absoluta» de la «nación» e impide la «libe-
153
ración de los siervos de la gleba». Podemos situar en esta línea de
pensamiento el modo de argumentar del Manifiesto del partido co-
munista, que exige «una violación despótica del derecho de propiedad
y de las relaciones burguesas de producción» para acabar con el «des-
potismo» del patrono y con la esclavitud asalariada (MEW, 4; 481 y
469).
En realidad no se trata de escoger entre «libertad» y «despotismo»,
como parece desprenderse de algunos razonamientos de Smith, sino
de comprender el conflicto de libertades; en lo que respecta a la si-
tuación descrita por el gran economista, la lucha por la libertad pa-
saba por una lucha sin cuartel contra los dueños de esclavos y los
organismos representativos «libres» monopolizados por ellos.
154
además de la esclavitud antigua, la esclavitud negra y colonial.
La expansión colonial dista mucho de ser una marcha triunfal de
la civilización y el progreso, como fantasea la cultura de la época.
Son reveladoras las páginas que dedica Marx en los años cincuenta a
la conquista de Asia. Bajo la onda de choque «del vapor y el libre
cambio made in England», más aún que de los «militares británicos»,
es decir, de la violencia militar directa, las tradicionales «comunidades
familiares […] basadas en la industria casera» y «autosuficientes» en-
tran en una crisis irremediable: «un sinfín de laboriosas comunidades
sociales, patriarcales e inofensivas» son «arrojadas a un mar de desdi-
chas, y se priva a sus miembros de las formas tradicionales de civili-
zación y los medios hereditarios de existencia» (MEW, 9; 132 y
MEGA, I, 12; 172-73). No cabe duda: «cuando los devastadores
efectos de la industria inglesa se contemplan en relación con la India,
un país tan grande como toda Europa, resultan palpables y abruma-
dores» (MEW, 9; 225 y MEGA, I, 12; 252). En Asia hay un atraso
espantoso. También en China «la población se sume masivamente
en la pobreza» (MEW, 7; 222). Cada vez es más patente lo que en
nuestros días se ha llamado «la gran divergencia».
La tragedia de los pueblos afectados por la colonización va mucho
más allá del empeoramiento de las condiciones materiales de vida:
155
algunas declaraciones que dan que pensar: «¿Puede la humanidad
cumplir su destino (destiny) sin una profunda revolución en las
relaciones sociales de Asia?». Pues bien, aunque sus motivaciones sean
egoístas e incluso viles, la Inglaterra conquistadora hará en la India
«la más grandiosa y, a decir verdad, la única revolución social que Asia
haya conocido jamás» (MEW, 9; 132 e MEGA, I, 12; 172-73). Por
lo tanto: «La India no podía evitar el destino (fate) de ser conquista-
da» (MEW, 9; 220 y MEGA I, 12; 248). En el plano de la filosofía
de la historia, se reconoce así cierta legitimidad a la conquista y al
dominio ingleses.
Podemos comprender esta actitud teniendo en cuenta el conflicto
de libertades. A falta de un sujeto revolucionario, en una colonia an-
clada en un sistema de castas que divide a los habitantes de un modo
transversal y permanente, con una rigidez de tipo racial que impide
la formación de una conciencia y una identidad nacional, y aún me-
nos la idea de la unidad del género humano, el único estímulo para
la salida de una situación intolerable llega aparentemente de fuera.
Si el dominio colonial, por un lado, pisotea el principio del autogo-
bierno y conlleva elevados costes sociales y humanos, por otro pone
objetivamente en entredicho el sistema de castas e introduce los pri-
meros elementos de movilidad social, sentando las bases para trans-
formaciones posteriores y más radicales. En realidad, la legitimación
del papel de Inglaterra es parcial y problemática: «el periodo histórico
burgués», al fomentar (en el plano material y en el espiritual) el mer-
cado mundial y «el intercambio de todos con todos, basado en la de-
pendencia mutua de los hombres» y «el desarrollo de las fuerzas
productivas humanas», crea las condiciones para la «gran revolución
social» llamada a crear el «mundo nuevo» (MEW, 9; 226 y MEGA,
I, 12; 248). Aunque el dominio colonial es la negación de la sociedad
de castas, en el plano de la filosofía de la historia la única justificación
de esta negación impuesta desde fuera es que estimula la negación
de la negación, con la superación, por tanto, del «periodo histórico
burgués» (y del dominio colonial). Queda clara, no obstante, la pre-
ferencia de Marx por una solución distinta del conflicto de libertades:
156
una revolución proletaria en Inglaterra o el desarrollo de un movi-
miento de liberación nacional en la India (MEW, 9; 224 y MEGA,
I, 12; 251).
Significativamente, un artículo dedicado al otro gran país asiático
y publicado en el New York Daily Tribune el 5 de junio de 1857 tiene
resonancias muy distintas. En este caso se hace un elogio claro y sin
reservas de la «guerra nacional y popular» de China contra la «política
artera del gobierno de Londres». Para eludir el «peligro mortal que
acecha a la vieja China» su pueblo combate con «fanatismo» y sin
respetar las reglas. Pero «en vez de escandalizarnos por las crueldades
de los chinos (como suele hacer la caballeresca prensa británica), ha-
ríamos mejor en reconocer que se trata de una guerra pro aris et focis,
una guerra popular por la supervivencia de la nación china» (MEW,
12; 213-215). El intento británico de someter China no tiene nin-
guna legitimidad. El país puede librarse del «destino de ser conquista-
do» que, según el análisis realizado cuatro años antes, parecía
inexorable en el caso de la India. En China no hay ningún sistema
de castas que impida el desarrollo de un poderoso movimiento de
resistencia y liberación nacional.
Mientras tanto en la India también ha estallado una «guerra in-
surreccional». Los cipayos rebeldes, ciertamente, han cometido crí-
menes horribles, pero Inglaterra ha respondido con crímenes aún
peores: «la tortura es una institución orgánica de la política finan-
ciera» del gobierno británico, «la violación, la matanza de niños, el
incendio de aldeas, son distracciones caprichosas» de los «oficiales y
funcionarios ingleses», que no se privan de arrogarse y ejercer «po-
deres ilimitados de vida y muerte» (MEW, 12; 285-286).
Marx ya ha sacado una conclusión de carácter general. Sí, la po-
tencia colonial es el país más avanzado; sin embargo, aunque el con-
flicto de libertades todavía subsiste, si se reconsidera mejor o a la luz
de la nueva situación, ya no favorece a Inglaterra, que debería ser
obligada por «la presión general del mundo civilizado a abandonar
el cultivo forzoso del opio en la India y la propaganda armada a favor
de su consumo en China» (MEW, 12; 549).
157
En los años inmediatamente posteriores estalla la crisis que desem-
boca en la Guerra de Secesión. Las investigaciones emprendidas en-
tonces por Marx dan resultados que arrojan una nueva luz sobre la
historia del colonialismo en general. En su momento, el 15 de febre-
ro de 1849 se había publicado un artículo de Engels en la Neue Rhei-
nische Zeitung dirigida por Marx que interpretaba así la guerra
desencadenada poco antes por Estados Unidos contra México: gra-
cias al «valor de los voluntarios estadounidenses» «la espléndida Ca-
lifornia les ha sido arrebatada a los indolentes mexicanos, que no
sabían qué hacer con ella»; «los enérgicos yanquis», aprovechando las
nuevas y gigantescas conquistas, dan un nuevo impulso a la produc-
ción y circulación de la riqueza, al «comercio mundial», a la difusión
de la «civilización» (Zivilisation). El autor del artículo había acallado
las objeciones de carácter moral o jurídico de un modo bastante
expeditivo: aunque México había sido víctima de una agresión, esta
era un «hecho histórico universal» de un alcance enorme y positivo
(MEW, 6; 273-275). Es una lectura toscamente binaria que se limita
a confrontar el distinto grado de desarrollo de la economía y el régi-
men representativo en México y Estados Unidos ¡para acabar cele-
brando la guerra de Estados Unidos como sinónimo de exportación
de la «civilización» y de la revolución antifeudal! Ignorando la cir-
cunstancia de que la esclavitud se había abolido en el país vencido,
pero no en el vencedor. Este último, embriagado por el triunfo mili-
tar, enarbolaba la bandera (claramente colonialista) del «destino ma-
nifiesto», de la misión providencial que impulsaba a Estados Unidos
a dominar y controlar todo el continente americano. Los estudios de
Marx emprendidos en vísperas y durante la Guerra de Secesión reve-
laban otros detalles: Estados Unidos reintrodujo la esclavitud en el
Tejas conquistado a México, y los estados del Sur de Estados Unidos
aspiraban a crear en Centroamérica una especie de imperio colonial
y esclavista.
El primer libro de El capital, publicado poco después del fin de la
Guerra de Secesión, hace una descripción memorable de los horrores
de la «acumulación originaria» y la expansión colonial de Occidente:
158
es un implícito y renovado llamamiento a los partidos obreros para
que hagan oídos sordos definitivamente a los cantos de sirena del
«socialismo imperial».
159
cional, que a veces (como en Polonia) consiguen formar un frente
de lucha tan amplio que incluye incluso a la nobleza, y a un gobierno
burgués (el de Lincoln) dedicado a reprimir por la fuerza de las armas
la secesión esclavista.
Por otro lado, la «lucha nacional irlandesa» y la «emancipación
nacional de Irlanda», al secar una fuente esencial de la «riqueza mate-
rial» y la «fuerza moral» de las clases dominantes inglesas, hacen una
gran contribución internacionalista a la «emancipación de la clase
obrera» inglesa (MEW, 32; 667-668). Lo mismo que la lucha de cla-
ses, el internacionalismo puede presentarse de muchas formas.
Un «internacionalismo» que no tuviese en cuenta esta diversidad
de formas sería ingenuo y peligroso. En vísperas de la revolución de
1848, Engels se mofa en estos términos de Louis Blanc, quien, pa-
sando de puntillas por el imperio napoleónico y sus prácticas colo-
niales y semicoloniales, define a su pueblo como la encarnación
misma del cosmopolitismo: «los demócratas de las otras naciones [...]
no se conforman con la garantía que dan los franceses, de que ellos
ya son cosmopolitas; dicha garantía equivale a pedir que todos los
demás se hagan franceses» (MEW, 4; 428). Más adelante tacha a
Blanc de ser un «demócrata imperial» que pretende dárselas de revo-
lucionario (MEW, 31; 212-213). Si el supuesto cosmopolitismo o
internacionalismo elude la cuestión nacional y la tarea, realmente in-
ternacionalista, de apoyar a las naciones oprimidas, cae fácilmente
en un chovinismo acrítico y exaltado.
Este es también el punto de vista de Marx, quien, después de bur-
larse del «cinismo propio de un cretino» con que Proudhon se refiere
a la aspiración polaca de sacudirse el yugo ruso, liquida como «stirne-
rismo prudonianizado» la tesis de que «toda nacionalidad y las pro-
pias naciones» son «prejuicios anticuados» (préjugés surannés). Es una
carta a Engels del 20 de junio de 1866, que prosigue así:
160
entendían las nueve décimas partes de los presentes. Más adelante
insinué que Lafargue, sin darse cuenta, entiende por negación de
la nacionalidad su absorción por la modélica nación francesa
(MEW, 31; 228-229).
Esto nos recuerda la ironía con que Engels, casi veinte años antes,
se refería a las declamaciones cosmopolitas e internacionalistas de
Blanc. Engels también evoluciona. En un texto de 1866 critica que los
ilustrados franceses se hubieran dejado embaucar por la política de Ca-
talina II y del zarismo en general. Rusia se erigía en protectora de los
ortodoxos de Polonia. Los ortodoxos eran sobre todo siervos de la gle-
ba, de modo que Rusia, junto con la bandera de la «tolerancia religio-
sa», no dudaba en enarbolar también la de la revolución social;
intervenía en el país codiciado «en nombre del derecho a la revolución,
armando a los siervos de la gleba contra sus señores»: he aquí un «mo-
delo de guerra de clases» o «guerra de clase contra clase» (MEW, 16;
161-162). Como vemos, si desdeña o suprime la cuestión nacional, la
consigna más revolucionaria e internacionalista, lanzada por el propio
Marx en Miseria de la filosofía (supra, cap. IV, § 3) puede servir para
legitimar el chovinismo y el expansionismo. El análisis de Engels es
atinado. Solo cabe añadir que la actitud de Federico II de Prusia era
semejante a la de Catalina II. Dirigiéndose a los philosophes, el primero
justificaba así su campaña contra Polonia: «los amos ejercen allí la ti-
ranía más cruel sobre los esclavos» (en Diaz 1962, p. 493, n. 1).
El análisis de la evolución de Engels pone en evidencia un detalle
interesante: quien durante algún tiempo había sido el teórico, a veces
tosco, de la exportación de la revolución, luego se convirtió en su
crítico más radical. En 1870 Engels sitúa el comienzo de la revolu-
ción burguesa en Prusia no ya en la llegada de las tropas napoleónicas
sino, por el contrario, ¡en el movimiento de reformas que surge en el
ámbito de la lucha de resistencia nacional contra Napoleón! (MEW,
7; 539). Ha habido una inversión de posiciones con respecto a La
sagrada familia y La ideología alemana, escritas con Marx en sus años
juveniles.
161
El último Engels reflexiona profundamente sobre esta temática.
En una carta a Karl Kautsky del 7 de febrero de 1882 leemos: «Un
movimiento internacional del proletariado solo es posible entre na-
ciones independientes», así como «una cooperación internacional
solo es posible entre iguales» (MEW, 35; 270). Es una tesis reafir-
mada con fuerza diez años después: «Una sincera colaboración in-
ternacional de las naciones europeas solo es posible cuando cada
nación sea completamente autónoma en su territorio nacional». «El
proletariado polaco», poniéndose al frente de la lucha por la inde-
pendencia nacional, también desempeña un papel internacionalista,
pues sienta las bases de una cooperación que de lo contrario sería im-
posible (MEW, 4; 588). Sí, repite Engels dos años antes de su muerte,
«sin la restitución de la autonomía y la libertad a todas las naciones
europeas» no es posible «la unión internacional del proletariado»
(MEW, 4; 590).
El peligro chovinista no está en las naciones que luchan obstina-
damente por su liberación:
162
5. Movimiento obrero y «socialismo imperial»
163
en el joven Engels, para quien el proletario es ajeno a los «prejuicios
nacionales» de las clases dominantes.
Muy distinto de las esperanzas iniciales es el panorama descrito
por el mismo Engels en una carta a Kautsky del 12 de septiembre de
1882. El gobierno de Londres y las clases dominantes son partidarios
de cooptar a los colonos blancos de ultramar: «Todos los territorios
ocupados por población europea, Canadá, El Cabo, Australia, serán
independientes», no así los territorios habitados por los «indígenas»,
que seguirán oprimidos y explotados. Pues bien, lamentablemente
esta política cuenta con el respaldo de los obreros ingleses, que «tam-
bién se benefician del monopolio de Inglaterra en las colonias y en
el mercado mundial» y no están por la labor de criticar el colonia-
lismo. La única ayuda que pueden esperar los pueblos de color, ade-
más de su propia lucha, es la de un proletariado que sepa resistir las
lisonjas del expansionismo colonial. ¿Cuál ha de ser concretamente
su actitud?
164
«socialismo imperial» en las filas de la clase obrera. La respuesta a
esta grave mutilación de la lucha de clases es el reto que se propone
Lenin.
165
VI
166
Ludwig Gumplowicz (1883, p. 249), teórico y apologista de la «lucha
racial», no consideran ni tratan como hombres a «los hombres de la
jungla y los hotentotes», sino como «seres» (Geschöpfe) a los que se pue-
de exterminar como «la caza del bosque».
Aun así, para Bernstein los «atropellos» del colonialismo cuentan
menos que la «ventaja» obtenida gracias a él. Si Lassalle reducía la
lucha de clases a conseguir un estado social rudimentario, sin siquiera
democracia política, los laboristas ingleses primero y Bernstein des-
pués la reducen a conseguir una democracia política que trata de
arrancar reformas sociales más o menos significativas, pero legitima
el expansionismo colonial e incluso se beneficia de él. El «socialismo
imperial» está avanzando claramente en el seno del partido socialista
más prestigioso de su tiempo.
Es este el marco histórico que debemos tener en cuenta para en-
tender ¿Qué hacer?, el texto de Lenin que no por casualidad ve la luz
dos años después del artículo de Bernstein citado. Dos años han
transcurrido también desde la expedición internacional promovida
por las grandes potencias para aplastar la rebelión de los bóxers: la
violencia colonialista –observa Lenin en diciembre de 1900– se ha
abatido también «sobre los chinos inermes, ahogados y fusilados, sin
detenerse ante el exterminio de mujeres y niños, por no hablar del
saqueo de palacios, casas y comercios». Los soldados rusos y los in-
vasores en general se han lanzado «como bestias feroces, incendian-
do pueblos enteros, ahogando en el Amur, fusilando y pasando por
la bayoneta a los habitantes indefensos, a sus mujeres y a sus niños».
Y sin embargo las clases dominantes, las «gacetas mercenarias» y, en
última instancia, una amplia por no decir amplísima opinión pública
han festejado esta infamia como «misión civilizadora» (LO, 4; 407 y
409). Es una maniobra dirigida también a «corromper la conciencia
política de las masas populares». Para «eliminar el descontento del
pueblo» se intenta desviarlo «del gobierno para endosárselo a otro».
No es una operación difícil:
167
sensacionalista arremete contra los judíos, como si el obrero judío
no sufriese, con el yugo del capital y del gobierno policial, lo mis-
mo que el obrero ruso. Hoy en la prensa se ha desencadenado una
campaña contra los chinos, se alzan voces contra la barbarie de la
raza amarilla acusándola de ser hostil a la civilización, se habla de
la misión civilizadora de Rusia, del entusiasmo con que van al com-
bate los soldados rusos, etc., etc. Arrastrándose delante del gobier-
no y la bolsa del capital, los periodistas se desviven por inocular al
pueblo el odio contra China (LO, 4; 411).
168
diarla o cuestionarla explícitamente en los años posteriores: tan clara
resultaba para ellos «la abstracción de toda humanidad, incluso de la
apariencia de humanidad» en las condiciones de vida del proletariado
que, gracias a la «visión de la posición de esta clase», individuos ajenos
socialmente a ella podían compartir su indignación y su lucha (supra,
cap. IV, § 4). El auge del «socialismo imperial», por un lado, acaba
llamando la atención, sin proponérselo, sobre otro sujeto revolucio-
nario, los pueblos coloniales oprimidos y obligados a pagar el precio
de esa política de cooptación de la clase obrera que aplica la burguesía
en la metrópoli capitalista; por otro lado este auge echa por tierra la
ingenua epistemología sensista que atribuía a la percepción empírica
inmediata un carácter instructivo en sí mismo. La nueva situación
obliga a hacer un análisis racional de todos los nexos políticos y so-
ciales a escala nacional e internacional como condición para la for-
mación de la conciencia y para la participación en la lucha de clases
desde posiciones revolucionarias.
Más allá de la cuestión colonial, las contradicciones interimperia-
listas apuntaban en la misma dirección. Ya Engels, en una carta a
August Bebel del 15 de febrero de 1886, había observado que en In-
glaterra «la masa de los obreros auténticos» tiende a alinearse con los
Kampfzöllern, es decir, con quienes, en nombre del fair trade y de la
lucha contra la competencia desleal reprochada a otros países [y en
primer lugar a Alemania], pretenden blindar la industria inglesa con
el proteccionismo aduanero (MEW, 36; 444-445). La competencia
cada vez más dura entre las grandes potencias capitalistas tendía a
implicar a la propia clase obrera. El fenómeno estaba destinado a
agravarse en los años posteriores. En los borradores de su ensayo so-
bre el imperialismo, Lenin tomaba del libro de un historiador alemán
una noticia que le dejaba horrorizado y amargado: «En agosto de
1893, en Aigues Mortes, unos obreros franceses apalearon hasta la
muerte a sus competidores italianos» (LO, 39; 652). El proceso de ad-
quisición de conciencia de clase estaba cada vez más erizado de obstá-
culos. A la nueva situación política, que obligaba a prestar especial
atención a los efectos devastadores del imperialismo, le correspondía
169
una nueva epistemología, con el abandono de la plataforma sensista
que quizá, en los jóvenes Marx y Engels, fuera fruto de la influencia
de Feuerbach. Ahora podemos entender ¿Qué hacer?:
170
5; 423); en lo que respecta a Rusia, el partido revolucionario se ca-
racteriza por la «denuncia política de la autocracia en todos sus as-
pectos» (LO, 5; 370).
La explotación del obrero en la fábrica es solo un elemento del
orden político-social por derribar. No se debe perder de vista la opre-
sión de las minorías nacionales (y en particular de los judíos, en el
caso de Rusia), ni el expansionismo imperialista dirigido a someter
cada vez más pueblos. El partido revolucionario debe ser capaz de
promover una investigación y una agitación «sobre la política interior
y exterior de nuestro gobierno, sobre la evolución económica de
Rusia y Europa», no debe desperdiciar ninguna ocasión «de expli-
carles a todos la importancia histórica mundial de la lucha emanci-
padora del proletariado». Y también son partes esenciales de esa lucha
la emancipación de la mujer y la de los esclavos de las colonias, de-
gradados por la burguesía liberal a la condición racial de bárbaros y
por tanto excluidos de la civilización y destinados a sufrir la opresión
de los superhombres blancos y occidentales. En este sentido se con-
trapone el «tribuno popular» revolucionario al «secretario de una
trade-union cualquiera» reformista (LO, 5; 390-391) que a menudo
–observa luego el ensayo sobre el imperialismo, citando la observa-
ción de Engels que conocemos– se comporta como el puntal de una
clase dominante y el exponente acrítico de «una nación que explota
al mundo entero» (LO, 22; 283).
171
tanto promover a una personalidad o una línea política como si fuera
un producto de consumo, un «chocolate», por ejemplo. Esto es bien
conocido. Menos conocida es la consideración posterior del psicólogo
de las masas. Según él las masas, por definición, eran incapaces de
argumentar lógicamente; pero este dato, que podría parecer un in-
conveniente, en realidad contribuía a la solución del problema: «El
tipo de héroe amado por las masas tendrá siempre la estructura de
un César. Su penacho seduce. Su autoridad impone respeto y su sable
da miedo» (Le Bon 1980, pp. 80 y 160). Es decir, que las masas se
controlan en el plano propagandístico recurriendo a las técnicas de se-
ducción propias de la publicidad comercial, pero, en el plano de los
contenidos, entusiasmándolas con empresas militares y bélicas.
La plataforma de Lenin se contrapone a la de Le Bon en ambos
planos. Para contrarrestar y neutralizar la máquina de entonteci-
miento masivo teorizada por el psicólogo de las masas, ¿Qué hacer?
apela a la inteligencia crítica de los obreros de vanguardia, invitán-
doles a no dejarse engatusar por el «chocolate» que les ofrece la clase
dominante. Y la primera demostración de autonomía de juicio es la
capacidad de resistir a la seducción del «penacho» de «un César».
Hay que oponerse a las expediciones coloniales y a los peligros de las
guerras que amenazan a la propia metrópoli capitalista: «Las poten-
cias europeas que se han abalanzado sobre China ya empiezan a pe-
lear por el reparto del botín, y nadie es capaz de predecir cómo
acabarán estas peleas» (LO, 4; 411).
Parece infundada, por lo tanto, la acusación que suele hacérsele a
Lenin de haber militarizado la vida política: el «sable» del César evo-
cado por Le Bon también pretende imponer la «autoridad» y «dar
miedo» dentro del país; con su rechazo a la visión economicista de
la lucha de clases, ¿Qué hacer? destaca la importancia de la lucha po-
lítica por la democracia. En el teórico de la psicología de las masas
resurge el tema, profundamente arraigado en la tradición liberal, de
la «muchedumbre niña», llamada a seguir a su «César» en las aventu-
ras bélicas que asoman en el horizonte; con la mirada puesta también
en las expediciones coloniales y los peligros de guerra entre las gran-
172
des potencias, Lenin acusa a los tradeunionistas (para quienes las
masas populares solo pueden interesarse por las reivindicaciones eco-
nómicas) de tratar a los obreros «como si fueran niños» (LO, 5; 400).
Si el partido bolchevique logra conquistar el poder es por ser el
único partido socialista que está a la altura del estado de excepción
que, después de haber sido peculiar de la Rusia zarista, se generaliza
a escala europea e incluso planetaria con el estallido de la primera
guerra mundial. No cabe duda: estamos en presencia de un partido
organizado de tal modo que puede pasar, si es necesario, del «arma
crítica» a la «crítica armada», según la fórmula del joven Marx
(MEW, 1; 385). Pero quienes pretenden liquidar el partido leninista
como una máquina dedicada exclusivamente a organizar la violencia
deberían reflexionar sobre el reconocimiento involuntario a este par-
tido que se puede leer en un autor nada sospechoso. Ernst Nolte, el
patriarca del revisionismo histórico, describe así el modo en que los
bolcheviques se enfrentan a las tropas escogidas de Lavr G. Kornílov,
cabecilla de un intento de golpe de estado a favor del zar (y apoyado
por el Occidente liberal) en septiembre de 1917:
173
centrarse exclusivamente en la «concreción» del aumento salarial o
la mejora de las condiciones de trabajo, cierra los ojos ante la opresión
de los pueblos coloniales, es más, no pocas veces acaba compartiendo
la arrogancia chovinista de la burguesía de la metrópoli capitalista y
sigue dando muestras de subordinación en el transcurso de la lucha
por la hegemonía entre las grandes potencias y en la propia guerra
imperialista. La cacareada «concreción» acaba revelándose como una
abstracción espantosa que a veces conlleva el sacrificio de la propia
vida de las masas populares en aras de los intereses y las ambiciones
de la clase dominante.
Cuando Lenin critica el tradeunionismo, sus adversarios le acusan
una y otra vez de alejarse «de la posición clasista, camuflando los an-
tagonismos de clase y colocando en primer plano el descontento co-
mún contra el gobierno» (LO, 5; 401); se tacha su insistencia en las
categorías de «nación» y «pueblo» (o «población»), de ser ajenas al
marxismo y al «punto de vista de la lucha de clases» (LO, 20; 393 y
nota). Sin embargo, para el revolucionario ruso es evidente que no se
puede avanzar hacia la «meta de clase» del proletariado «sin defender
la igualdad de las distintas naciones» (LO, 20; 394). Lo que define la
conciencia de clase revolucionaria es precisamente la atención pres-
tada a todas las relaciones de coerción que constituyen el sistema
capitalista e imperialista.
174
tes y Lenin, en su llamamiento a transformar la guerra imperialista
en revolución o en guerra civil revolucionaria, no oculta su desprecio
por la retórica patriotera de muchos socialistas para justificar la car-
nicería que se está perpetrando. Pero esto, al gran revolucionario, no
le impide subrayar «la enorme importancia de la cuestión nacional»
en el siglo que está dando sus primeros pasos (LO, 21; 90). Aún antes
del estallido de la guerra y en el transcurso de la misma, Lenin señala
con precisión los epicentros del choque planetario sobre la cuestión
nacional que asoma en el horizonte: son «Europa oriental» y «Asia»,
o bien «Europa oriental» por un lado y «las colonias y las semicolo-
nias» por otro (LO, 20; 414 y 23; 36). El primer epicentro nos lleva
a pensar en la disolución del imperio zarista, el intento hitleriano de
crear en el Este las «Indias alemanas» y por último la desaparición de
la Unión Soviética. El segundo epicentro nos trae a la mente los mo-
vimientos de liberación nacional en China, la India, Vietnam, etc.
Los dos epicentros, por supuesto, no coinciden con toda el área
de crisis. En octubre de 1916, mientras el ejército de Guillermo II
está a las puertas de París, Lenin, por un lado, insiste en el carácter
imperialista del conflicto mundial, y por otro llama la atención sobre
un posible vuelco de la situación: si el conflicto terminase «con vic-
torias de tipo napoleónico y con el sometimiento de una serie de
estados nacionales capaces de tener vida autónoma […], entonces
podría estallar en Europa una gran guerra nacional» (LO, 22; 308).
Esta situación se produce en gran parte del continente europeo entre
1939 y 1945: la victoria de tipo napoleónico cosechada por Hitler
provoca una «gran guerra nacional» en la propia Francia.
Por último, Lenin llama la atención sobre la opresión nacional que,
ya en tiempo de paz, puede existir en la propia metrópoli capitalista;
como prueba de la «enorme importancia de la cuestión nacional»
menciona a los «verdugos de los negros» que hacen de las suyas en la
democrática república norteamericana (LO, 21; 90). En el transcurso
del siglo XX la white supremacy será el motivo de duras luchas a escala
planetaria y también en Estados Unidos, Suráfrica, etc.
En conjunto, no cabe pensar en una salida revolucionaria de la
175
gran crisis histórica que se aproxima sin tener en cuenta la cuestión
nacional. En julio de 1916 Lenin se burla de quienes van en busca
de la lucha de clases y la revolución en estado puro:
Creer que la revolución social sea imaginable sin las insurrecciones
de las pequeñas naciones en las colonias y en Europa […] significa
renegar de la revolución social. […] Quien esté esperando una re-
volución social «pura» no la verá nunca. Es un revolucionario de
boquilla que no comprende la verdadera revolución (LO, 22; 353).
176
pero no a los «checos» ni a los «eslavos del sur» (y a los croatas), por
entonces «avanzadillas del zarismo», (en julio de 1916) prosigue así:
177
pular «en su beneficio» «los movimientos de las nacionalidades pe-
queñas» (LO, 22; 340 nota). También el imperialismo, cabría añadir.
La historia del siglo XX lo demuestra sobradamente. Estamos a prin-
cipios de siglo: ¿conque Colombia se resiste a conceder o ceder a Es-
tados Unidos la franja de territorio necesaria para construir el canal
que comunique el Atlántico con el Pacífico, sancionando el avance
imperial de la república norteamericana? Esta no se deja estorbar por
el derecho «formal». Se crea un país nuevo de la nada: lograda la «in-
dependencia», Panamá acepta sin rechistar todo lo que le pide Was-
hington. En 1960, tras la independencia del Congo, se produce un
intento de secesión de Katanga (una región rica en minerales), apoya-
do por la antigua potencia colonial (Bélgica) y el conjunto de Occi-
dente. Varios años después, Estados Unidos acompaña los bombar-
deos terroristas de Vietnam y Laos con el aliento y el respaldo a tal o
cual movimiento separatista, a tal o cual «nacionalidad pequeña». Se
podría hacer una larga lista hasta llegar a nuestros días.
Entre 1914 y 1918, a la vez que hace un llamamiento para trans-
formar la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria, Lenin
pone en guardia contra la posible reaparición de la guerra nacional
en la propia metrópoli capitalista, una guerra nacional que podría
estar protagonizada por la Francia capitalista y colonialista. No cabe
duda: ya en el plano intelectual se le pide al «tribuno popular» un
esfuerzo terrible. En un escrito del 14 de junio de 1920 Lenin resume
así la actitud que debe asumir la lucha de clases revolucionaria: tiene
que guiarse por el «análisis concreto de la situación concreta, que es
la esencia misma, el alma viva del marxismo» (LO, 31; 135). ¡La rup-
tura con la idea de la evidencia inmediata de la explotación y la opre-
sión no puede ser más clara! La conciencia de que una situación
histórica determinada es el resultado de un entramado de contradic-
ciones y luchas de clases a escala nacional e internacional, distinta en
cada ocasión, ha barrido cualquier vestigio de inmediatez.
A la luz de todo esto, la afirmación de que «el efecto teórico dura-
dero del leninismo ha sido un espantoso empobrecimiento del cam-
po de la diversidad marxista» (Laclau, Mouffe 2011, p. 23) resulta
178
cuando menos equívoca. Parece como si la huida de la historia grande
y terrible del siglo XX anduviera buscando un chivo expiatorio. Por
lo menos en el caso de Lenin, su gran mérito teórico es haber supe-
rado definitivamente la lectura binaria de la lucha de clases y haber
roto con la epistemología sensista de los primeros escritos de Marx y
Engels. Justamente por eso es capaz de prever con pasmosa lucidez
los acontecimientos del siglo XX, un siglo que no se puede entender
sin la lección, epistemológica aun antes que política, del gran revo-
lucionario ruso. Cabe destacar un aspecto más: latente en los autores
del Manifiesto del partido comunista, ahora se torna patente la visión
trágica del proceso histórico y de la propia lucha de clases. Hay tra-
gedia (en el sentido filosófico de la palabra) cuando el enfrentamiento
no es entre el fuero y el desafuero, sino entre dos fueros, aunque dis-
tintos entre sí y a veces claramente distintos. Las reivindicaciones na-
cionales de los checos o de otras nacionalidades pueden perder su
legitimidad, no porque en sí mismas carezcan de fundamento, sino
porque han sido captadas por una realidad más poderosa que es una
amenaza mucho más grave para la libertad y la emancipación de las
naciones.
Todo esto debe tenerlo en cuenta el «tribuno popular», convertido
en protagonista de una lucha de clases que cambia continuamente
de forma. La meta del universal (la edificación de una sociedad por
fin libre de toda forma de explotación y dominio) se concreta en un
compromiso cada vez más definido, que señala y se opone a la guerra,
al fascismo, al expansionismo colonial y a la opresión nacional.
179
orientación socialista, Lenin encuentra un terreno abonado para su
consigna de transformar la guerra imperialista (en nombre de la «de-
fensa de la patria») en guerra civil revolucionaria (llamada a derribar
en cada país a la burguesía capitalista responsable o corresponsable
de esa horrible carnicería). Solo que, en un momento en que la revo-
lución, con las esperanzas creadas por la revolución de octubre, pa-
rece destinada a propagarse por Europa y el mundo, esta consigna
tiende a perder toda determinación histórica y a ser interpretada
como si hubiera empezado una nueva era caracterizada por la irrele-
vancia sustancial de las fronteras estatales y nacionales, y la propia
idea de nación fuera ya una antigualla, incluso retrógrada.
La Plataforma aprobada (4 de marzo de 1919) por el I Congreso
de la Tercera Internacional (comunista) invita a «subordinar los in-
tereses llamados nacionales a los de la revolución mundial» (Agosti
1974-1979, vol. 1.1, p. 30). La palabra que he destacado en cursiva
es reveladora: no hay intereses nacionales reales. El Manifiesto de la
Internacional Comunista al proletariado de todo el mundo (6 de marzo
de 1919), que no en vano es obra de Trotski (cf. Agosti 1974-1979,
vol. 1.1, p. 13), dibuja un panorama elocuente: la humanidad corre
el peligro de caer bajo el yugo de una «camarilla mundial» capaz de
controlar todo el globo terráqueo con un «ejército “internacional”»
y una «armada “internacional”». A todo esto se le contrapone un
frente internacional igual de compacto, «una revolución proletaria
que libera las fuerzas productivas de todos los países de las ataduras
de los estados nacionales». Sí, el «estado nacional» que «después de
haber dado un fuerte impulso al desarrollo del capitalismo es ahora
demasiado estrecho para la expansión de las fuerzas productivas»,
está muerto o agonizando. Por otro lado, «los pequeños estados atra-
pados en medio de las grandes potencias de Europa y el mundo» solo
pueden sobrevivir gracias al «enfrentamiento constante entre los dos
campos imperialistas». Con el triunfo de los aliados este enfrenta-
miento ha desaparecido y el campo imperialista se ha unificado;
frente a él se está constituyendo el campo proletario (Agosti 1974-
1979, vol. 1.1, pp. 61-63). Vuelve claramente la lectura binaria del
180
conflicto social a escala planetaria que hemos visto en algunas páginas
de Marx y Engels.
Se comprenderán entonces las propuestas que, en vísperas del II
Congreso de la Internacional Comunista, hace Tujachevski, coman-
dante del Ejército Rojo, en una carta a Zinóviev: hay que estar pre-
parados «para la próxima guerra civil, para el momento de un ataque
mundial de todas las fuerzas armadas del proletariado contra el arma-
do mundo capitalista»; debido a «la inevitabilidad de la guerra civil
mundial en el futuro próximo» es preciso crear un estado mayor ge-
neral, con composición y competencias que excedan ampliamente el
marco nacional ruso. Y el maximalista italiano Giacinto Menotti Se-
rrati, en la misma línea, ve próximo el día en que «el Ejército Rojo
proletario estará formado no solo por proletarios rusos, sino por pro-
letarios de todo el mundo» (Carr 1964, p. 995). El objetivo final es
la creación de la república soviética internacional. Una de las resolu-
ciones aprobadas por el II Congreso afirma: «La Internacional Co-
munista proclama la causa de la Rusia soviética como su propia causa.
El proletariado internacional no envainará la espada hasta que la
Rusia soviética sea un eslabón en una federación mundial de repú-
blicas soviéticas» (Carr 1964, p. 975).
Es un momento en que todas las miradas están puestas en la gue-
rra contra Polonia: «En la sala del Congreso había un gran mapa en
el que se marcaban todos los días los movimientos de nuestros ejér-
citos. Y cada mañana los delegados se agolpaban frente al mapa con
un interés que les cortaba el aliento». Así se expresa Zinóviev, presi-
dente del Congreso (Carr 1964, p. 973). Los delegados tenían la im-
presión de asistir al desarrollo prometedor de la guerra civil mundial,
de un pulso entre clases enfrentadas que ya no tenía fronteras estatales
ni nacionales. Pero no tardaban en percatarse de la persistencia y vi-
talidad de esas fronteras: el Ejército Rojo avanzaba sobre Varsovia en
una guerra provocada, ciertamente, por el gobierno reaccionario de
Józef Piłsudski, pero que en el bando soviético estaba pasando de gue-
rra de defensa nacional a guerra revolucionaria para acabar con el ca-
pitalismo también en Polonia; sin embargo, el avance se detenía e
181
incluso se invertía en una retirada precipitada debido, entre otras
cosas, a la activa participación en la batalla de los obreros polacos,
movidos por un fuerte patriotismo.
Cierto es que, derrotada en Varsovia, la revolución había cose-
chado su primera victoria el año anterior en Budapest. Pero conviene
examinar lo que sucede en Hungría. En marzo de 1919 Béla Kun
llega al poder merced a un amplio acuerdo nacional que abarca tam-
bién a la burguesía y se apoya en los comunistas como única fuerza
capaz de salvar la integridad territorial del país, amenazada por las
maniobras de los aliados, que pretenden crear un cordón sanitario
alrededor de la Rusia soviética y de paso dan rienda suelta a las aspi-
raciones expansionistas de Checoslovaquia y Rumanía (Kolko 1994,
p. 159); se ha señalado acertadamente que «esta revolución pacífica
fue el fruto de un orgullo nacional herido» (Mayer 1967, p. 554).
En vísperas de la llegada al poder de Béla Kun, Alexander Garbai,
uno de los dirigentes del Partido Socialista, declara: «En París se ha
firmado una paz imperialista […]. Del Oeste solo podemos esperar
una paz impuesta […]. Los aliados nos han obligado a seguir un nue-
vo curso, que gracias al Este nos garantizará lo que el Oeste nos ha
negado». El mismo Béla Kun ve una «fase nacional» de la revolución
húngara previa a la «revolución social» propiamente dicha (en Mayer
1967, pp. 551-552 y 540). En una palabra: las derrotas y victorias
que menciona la Internacional Comunista no se pueden entender
sin el papel que desempeña en cada ocasión la cuestión nacional.
Es más, mirándolo bien, la cuestión nacional también hizo sentir
su presencia en la propia revolución de octubre, es decir, en la revo-
lución que había estallado en el marco de la lucha contra el chovi-
nismo y la retórica patriotera, en el marco de la transformación de la
guerra imperialista en guerra civil revolucionaria. Entre febrero y oc-
tubre de 1917 Stalin (1971-1973, vol. 3, pp. 127 y 269 = Stalin
1952-1956, vol. 3, pp. 161 y 324) presentaba la revolución proletaria
preconizada por él como el instrumento necesario no solo para edi-
ficar un nuevo orden social, sino también para reafirmar la indepen-
dencia nacional de Rusia. Los aliados trataban de obligarla por todos
182
los medios a seguir combatiendo y desangrándose, con la intención
de transformarla «en una colonia de Inglaterra, Estados Unidos y
Francia»; peor aún, se comportaban en Rusia como si estuvieran en
«África central». Los mencheviques que se plegaban a la imposición
imperialista propiciaban la «venta gradual de Rusia a los capitalistas
extranjeros», llevaban al país «a la ruina» y por lo tanto eran autén-
ticos «traidores» a la nación. Frente a todo esto, la revolución proleta-
ria pendiente no solo promovía la emancipación de las clases populares,
sino que «despejaba el camino a la liberación efectiva de Rusia» (Sta-
lin 1971-1973, vol. 3, pp. 197 y 175-178 = Stalin 1952-1956, vol.
3, pp. 243 y 220-222). Más tarde la contrarrevolución desencade-
nada por los blancos, apoyados o espoleados por los aliados, era de-
rrotada gracias al llamamiento al pueblo ruso de los bolcheviques
(con la intervención destacada de Karl B. Radek) para aprestarse a
una «lucha de liberación nacional contra la invasión extranjera» y
contra unas potencias imperialistas que pretendían transformar Rusia
en una «colonia» de Occidente. Fue este el motivo de que Alekséi A.
Brusílov diera su apoyo al nuevo poder revolucionario. El brillante
general de origen nobiliario, el único o de los pocos que habían te-
nido una actuación meritoria durante la primera guerra mundial,
motivaba así su decisión: «A menudo mi sentido del deber hacia la
nación me ha obligado a ir contra mis inclinaciones sociales natura-
les» (Figes 2000, pp. 840 y 837).
Los bolcheviques, con la revolución de octubre y su posterior de-
fensa, protegen a la nación rusa de la amenaza de disgregación y bal-
canización a raíz de la derrota bélica y la caída del antiguo régimen.
Este hecho no le pasa inadvertido a Gramsci (1987, pp. 56-58 y 60):
el 7 de junio de 1919 rinde homenaje a Lenin como «el estadista más
grande de la Europa contemporánea» y a los bolcheviques como «una
aristocracia de estadistas que no posee ninguna otra nación». Han
sido capaces de acabar con el «tenebroso abismo de miseria, barbarie,
anarquía y disolución» abierto «por una guerra larga y desastrosa»,
salvando a la nación, «al inmenso pueblo ruso», y de este modo han
logrado «soldar la doctrina comunista con la conciencia colectiva del
183
pueblo ruso». Los bolcheviques, en una relación de discontinuidad
pero también de continuidad con la historia de Rusia, expresan una
«conciencia de clase» pero al mismo tiempo son capaces de «ganar
para el nuevo estado a la mayoría leal del pueblo ruso», de construir
«el estado de todo el pueblo ruso». El imperialismo no se resigna y
persiste en su política de agresión, pero «todo el pueblo ruso se ha
alzado en pie […]. Todo él se ha armado para su Valmy». El Partido
Comunista, imbuido de una «conciencia de clase», de hecho está lla-
mado a dirigir la lucha por la independencia nacional, imitando así
a los jacobinos.
184
En este segundo caso, más que con la expropiación y la deporta-
ción de nativos, la lucha de clases dentro de la comunidad blanca se
desactiva con la esclavización de los afroamericanos (y de otras po-
blaciones de Centroamérica, consideradas bárbaras).
Hasta este momento se trata de procesos en cierto modo «espon-
táneos». Cuando el conflicto social en Europa se recrudece, aparecen
teorías que de un modo explícito exigen la anexión de tierras en las
colonias para dárselas a los pobres de la metrópoli capitalista. En
1868, en Francia, precisamente el país donde el largo ciclo revolu-
cionario había desembocado en la aparición de un movimiento so-
cialista, Ernest Renan critica a la revolución francesa por haber
detenido «el desarrollo de las colonias […] obstruyendo así la única
vía de escape que tienen los estados modernos para eludir los pro-
blemas del socialismo». Es una tesis reafirmada tres años después, en
los meses inmediatamente posteriores a la Comuna de París: «La co-
lonización en gran escala es una necesidad política de primer orden.
Una nación que no coloniza está condenada irrevocablemente al
socialismo, a la guerra entre el rico y el pobre». Es preciso poner a
trabajar a los pueblos «de raza inferior» «en beneficio de la raza con-
quistadora». Está claro: «Una raza de amos y de soldados es la raza
europea. Reducid a esta noble raza a trabajar en el ergástulo como
negros y chinos, y se rebelará» (Renan 1947, vol. 1, pp. 12 y 390).
Un par de décadas después Theodor Herzl recomienda la coloni-
zación de Palestina y el sionismo, entre otras cosas, como antídoto
contra el movimiento revolucionario que está cobrando fuerza en la
metrópoli capitalista: es preciso desviar a «un proletariado que da
miedo» hacia un territorio que «requiere hombres que lo cultiven».
La metrópoli europea, a la vez que se libera de «un excedente de pro-
letarios desesperados», puede exportar la civilización al mundo co-
lonial:
185
que nosotros estamos enfrentados a los revolucionarios en todas
partes, y lograremos apartar a los jóvenes intelectuales judíos y a
los obreros judíos del socialismo y el nihilismo en la medida en
que proclamemos un ideal popular más puro (Herzl 1984-1985,
vol. 2, pp. 657 y 713).
186
imperialismo inglés. El obrero de Londres sabe que Egipto y El
Cabo y la India y Canadá y Australia contribuyeron y contribuyen
a elevar su bienestar, y sobre todo a propagarlo entre un número
cada vez mayor de obreros ingleses y ciudadanos ingleses (Corra-
dini 1980, p. 243).
187
«pueblos oprimidos» como cabales sujetos revolucionarios. Esta for-
mulación, que indudablemente es una novedad con respecto a Marx
y Engels, no supone una renuncia a la perspectiva de la lucha de cla-
ses y el internacionalismo, sino un esfuerzo por hacerse eco de la con-
figuración peculiar y determinada que han asumido tanto la primera
como el segundo.
188
señor: obligado a desnudarse y salir corriendo, acaba descuartizado
por la jauría de perros de caza lanzada en su persecución; «para asistir
al castigo ejemplar se había convocado a la servidumbre, y delante
de todos a la madre del chico culpable». La primera guerra mundial
vuelve a poner en evidencia la falta de reconocimiento, con los nobles
oficiales que ejercen de hecho un poder diario sobre la vida y la
muerte de sus siervos-soldados. La caída del antiguo régimen es el
momento de una venganza anhelada e incubada durante siglos. Con
una significativa autocrítica lo reconoce el príncipe G. E. Lvov: «la
venganza de los siervos de la gleba» es un arreglo de cuentas con quie-
nes durante siglos se han negado a «tratar a los campesinos como
personas en vez de como perros» (Figes 2000, p. 448), o piezas de
caza, como en el episodio que cuenta Dostoievski.
Pero tampoco era un problema exclusivo del campo. Ya en 1895
Lenin promovía así la agitación en las fábricas rusas: «Corresponde
a los obreros demostrar que se consideran tan seres humanos como
sus patronos y que no van a dejar que les traten como bestias carentes
de habla» (LO, 2; 41). Eminentes historiadores de nuestros días con-
firman la justeza de este planteamiento:
[En la Rusia zarista] los empleados pedían al amo un trato más res-
petuoso, insistiendo en el uso del «usted» en vez del «tú», en el que
apreciaban un residuo del antiguo sistema de la servidumbre de la
gleba. Querían ser tratados «como ciudadanos». Y a menudo era
justamente la cuestión del respeto a la dignidad humana, más que
las reivindicaciones salariales, lo que provocaba agitaciones y ma-
nifestaciones obreras (Figes 2000, p. 156).
189
nar carne de cañón para los designios imperialistas de Londres y
París, y de tratarla como si fuera «África central». Este modo de ar-
gumentar, que salía al paso de un hábil cálculo político, ponía en evi-
dencia un aspecto real del proceso en desarrollo: la crisis declarada
con la catástrofe de la primera guerra mundial y la caída del antiguo
régimen ponía en peligro la existencia misma del país, expulsado
idealmente del área de la civilización auténtica. Esto agravaba aún
más el problema del reconocimiento. Sin la doble lucha por el reco-
nocimiento no se pueden entender la revolución de octubre ni las
formas que asumió:
190
pocas naciones selectas» de basar su «bienestar» y su preponderancia
en el saqueo y el sometimiento del resto de la humanidad (LO, 26;
403); se consideran «naciones modélicas» y se reservan «el privilegio
exclusivo de formación del estado» (LO, 20; 417). Lamentablemente,
«los europeos suelen olvidar que los pueblos coloniales también son
naciones» (LO, 23; 61).
Esta carga discriminatoria y muchas veces claramente racista se
pone de manifiesto con especial crudeza y claridad con motivo de
las guerras coloniales. En estos conflictos «han perdido la vida cientos
de miles de hombres pertenecientes a los pueblos que someten los
europeos», pero «han muerto pocos europeos». Pero entonces –pro-
sigue con sarcasmo el gran revolucionario– «¿se puede hablar de gue-
rras? No, propiamente hablando ni siquiera son guerras, así que se
pueden olvidar». Las guerras coloniales no se consideran guerras por
una razón muy sencilla: quienes las sufren son bárbaros que «ni si-
quiera merecen el apelativo de pueblos (¿acaso son pueblos los asiá-
ticos o los africanos?)» y que, en última instancia, son excluidos de
la propia comunidad humana (LO, 24; 417). Se comprende entonces
que la revolución de octubre diera un fuerte impulso al movimiento
anticolonialista. Los habitantes de Asia y África, «cientos de millones
de seres humanos», al rebelarse contra el yugo de la metrópoli capi-
talista, «han recordado su voluntad de ser hombres y no esclavos»
(LO, 33; 316 y 318).
Estamos ante una revolución que se despliega a escala planetaria
y durante un largo periodo de tiempo. Puede ser interesante ver, en
las zonas liberadas de China, lo que le contestan los soldados del Ejér-
cito Rojo a Edgar Snow cuando este les pregunta sobre los motivos
de su adhesión a la lucha armada promovida por el Partido Comu-
nista, primero contra los señores locales y luego contra los invasores
japoneses:
191
como en los distritos blancos, donde los pobres son esclavos de los
terratenientes y del Kuomintang (Snow 1967, p. 74).
192
tras tratan de huir de sus perseguidores, los jefes del Ejército Rojo
piensan en el modo de incluirlos, por lo menos parcialmente, en el
amplio frente unido que se impone: ahora es preciso enfrentarse al
nuevo enemigo que ha irrumpido y cada vez se configura más clara-
mente como el enemigo principal. Sí, observa Mao el 27 de di-
ciembre de 1935 (1969-1975, vol. 1, pp. 168 y 179), «cuando la
crisis de la nación alcanza un punto crucial» y corre el peligro de ser
esclavizada por el imperialismo japonés, hay que enfrentarse en pri-
mer lugar a los invasores y los colaboracionistas, pasando de la «re-
volución agraria» a la «revolución nacional» y transformando la
«república de los obreros y los campesinos en república popular». El
gobierno de las zonas controladas por el Partido Comunista Chino
«no representa únicamente a los obreros y los campesinos, sino a toda
la nación», y el propio Partido Comunista «expresa los intereses de
toda la nación, y no solo de los obreros y los campesinos».
Basándose en esta plataforma, el Partido Comunista apoya o pro-
mueve el «movimiento del 9 de diciembre de 1935» cuya consigna
es: «¡Alto a la guerra civil, unirse para resistir la agresión extranjera!».
Pero ¿no se abandona así la lucha de clases y se da la espalda a la con-
signa («transformación de la guerra imperialista en guerra civil revo-
lucionaria») de la revolución de octubre y la Tercera Internacional?
Se ha producido un cambio radical, y ahora la lucha de clases revo-
lucionaria consiste en la resistencia al intento del imperialismo japo-
nés de esclavizar a toda la nación china. Los promotores de la guerra
civil, que eran los paladines de la revolución en la Rusia del primer
conflicto mundial, ahora, en la China que ya sufre la arremetida del
que será el segundo conflicto mundial, se han convertido en paladi-
nes de la reacción y el imperialismo. Por lo tanto: «Nuestra consigna
es combatir en defensa de la patria contra los agresores. Para nosotros
el derrotismo es un crimen» (Mao Zedong 1969-1975, vol. 2, p.
204).
La plataforma política que hemos mencionado es clara. Pero en
el plano propiamente teórico no faltan las vacilaciones. En el mismo
escrito (del 5 de noviembre de 1938), por un lado se llama a «subor-
193
dinar la lucha de clases a la actual lucha nacional contra Japón» y por
otro se afirma: «en la lucha nacional, la lucha de clases asume la forma
de lucha nacional; y de este modo se pone de manifiesto la identidad
entre ambas luchas» (Mao Zedong 1969-1975, vol. 2, p. 223). Esta
segunda formulación, que da el título al apartado aquí citado del tex-
to de Mao y a este apartado de mi libro, es más rigurosa: no es que
«en la fase de la revolución democrática» y nacional «la lucha entre
el trabajo y el capital tiene sus límites» (Mao Zedong 1969-1975,
vol. 1, p. 180). No, es que la opresión del imperialismo japonés no
hace distinciones de clase ni de sexo; pretende reducir a toda la na-
ción china (no solo al proletariado) a una condición de esclavitud o
semiesclavitud. Tampoco las mujeres se libran: obligadas a prostituir-
se con los militares japoneses necesitados de «solazarse», pasan a ser
«mujeres de solaz», sometidas a esclavitud sexual. Así las cosas, la
lucha contra el imperialismo del Sol Naciente es el modo concreto
en que, en una situación determinada, se manifiesta y estalla princi-
palmente la lucha entre trabajo y capital.
Esto nos remite al análisis de Marx sobre Irlanda: la apropiación
de la tierra por los colonos ingleses y la consiguiente condena del
pueblo irlandés a la deportación y el hambre hacen que «la cuestión
de la tierra» (y de su posesión), y por lo tanto la «cuestión nacional»,
se configure como «la forma exclusiva de la cuestión social». Natu-
ralmente, lo mismo que la identidad de «cuestión nacional» y «cues-
tión social», la «identidad entre la lucha nacional y la lucha de clases»
es parcial, y no solo por estar limitada en el tiempo. El propio Mao
llama la atención sobre las tensiones entre las clases y entre los par-
tidos que forman el frente unido antijaponés. Aun así, después de la
invasión japonesa a gran escala, en China la lucha de clases y la resis-
tencia nacional tienden a ser lo mismo.
¿Centrarse en las tareas nacionales significa dar la espalda al in-
ternacionalismo? ¡Ni mucho menos! Combatir y derrotar al impe-
rialismo japonés es el modo concreto en que los revolucionarios
chinos pueden contribuir a la causa de la revolución y la emancipa-
ción del mundo:
194
En la guerra de liberación nacional, el patriotismo es por tanto una
aplicación del internacionalismo […]. Todas estas acciones patrió-
ticas son justas, no son en absoluto contrarias al internacionalismo
sino, justamente, su aplicación en China […]. Separar el contenido
del internacionalismo de su forma nacional es propio de quienes
no entienden nada del internacionalismo (Mao Zedong 1969-
1975, vol. 2, pp. 205 y 218).
195
clases» sociales; sin la «adquisición de nuevas tierras» ni siquiera el
mayor «desarrollo económico» sería capaz de alcanzar su objetivo,
que ante todo requiere desactivar el conflicto social y la lucha de cla-
ses en la madre patria y metrópoli capitalista. «[Antes] en el campo
no podía haber cuestión social» porque aún no se había producido
la «separación entre trabajadores asalariados y empleador» (Hitler
1939, pp. 255 y 348); y solo es posible suprimir esta separación con
una expansión colonial y territorial que permita convertir a los pro-
letarios en agricultores y terratenientes. Se trata de escoger entre «po-
lítica de la tierra y las colonias y política comercial»; para devolver la
salud al organismo social hay que reducir la importancia de «la indus-
tria y el comercio»; inspirándose en el modelo norteamericano, es
preciso aplicar «una sana política de la tierra mediante la adquisición
de nuevos territorios en la propia Europa» (Hitler 1939, pp. 151-
153).
Antes incluso de la conquista del poder, los nazis se sirven princi-
palmente dela revista Volk und Raum para difundir la tesis de que la
expansión de Alemania hacia el este también servirá para lograr la
«desproletarización» (Entproletarisierung) del pueblo alemán (en Hil-
debrand 1969, p. 164). Más tarde, en plena guerra contra la Unión
Soviética, el Tercer Reich teoriza, con Heinrich Himmler, el «socia-
lismo de la buena sangre» que debería garantizar la tierra y la seguri-
dad social a los colonos germánicos y arios merced a una reducción
en número y esclavización de los «indígenas» (en Aly 2005, pp. 28-
29). El «imperialismo social», que se había asomado claramente por
primera vez con Disraeli y después había expresado con gran eficacia
Rhodes, llega a su apogeo.
Ahora podemos comprender el significado del Tercer Reich. En
1935 la Internacional Comunista ya lo ha comprendido: el fascismo
(del Tercer Reich y del Imperio del Sol Naciente) se propone «escla-
vizar a los pueblos débiles», desencadenar una «guerra imperialista
de rapiña» contra la Unión Soviética y «esclavizar» China (Dimitrov
1976, pp. 96 y 144). En nuestros días se ha señalado acertadamente
que «la guerra de Hitler por el Lebensraum fue la mayor guerra colo-
196
nial de la historia» (Olusoga, Erichsen 2011, p. 327); es una guerra
que pretende reducir pueblos enteros a una masa de esclavos o semi-
esclavos al servicio de la presunta raza de los señores. El 27 de enero
de 1932, en un discurso a los industriales de Düsseldorf (y de Ale-
mania) que se granjeó definitivamente su respaldo para alcanzar el
poder, Hitler (1965, pp. 75-77) aclara su visión de la historia y la
política. Durante todo el siglo XIX «los pueblos blancos» habían al-
canzado una posición de dominio indiscutible, que se inició con la
conquista de América y prosperó gracias al «sentimiento señorial
absoluto e innato de la raza blanca». El bolchevismo, al poner en
cuestión el sistema colonial y provocar o agravar la «confusión del
pensamiento blanco europeo», es un peligro mortal para la civiliza-
ción. Si se quiere conjurar esta amenaza hay que ratificar «la convic-
ción de la superioridad y por lo tanto del derecho [superior] de la
raza blanca», defender «la posición de dominio de la raza blanca sobre
el resto del mundo»: he aquí, claramente enunciado, un programa
de contrarrevolución colonialista y esclavista. Si se quiere afianzar el
dominio planetario de la raza blanca hay que aprender la lección que
nos da la historia del expansionismo colonial de Occidente: no vacilar
en recurrir a «la falta de escrúpulos más brutal», se impone «el ejer-
cicio de un derecho señorial (Herrenrecht) sumamente brutal». ¿Qué
es este «derecho señorial sumamente brutal» sino una sustancial es-
clavitud? En julio de 1942 Hitler da las siguientes instrucciones para
la colonización de la Unión Soviética y Europa oriental:
197
ven) ante los cuales la «raza de los señores» (Herrenrasse) nunca debe
perder su «aura señorial» (Herrentum), y con los que de ningún modo
debe mezclarse o confundirse. «Si no colmamos nuestros campos de
trabajo de esclavos –en esta sala puedo definir las cosas con clari-
dad–, de obreros-esclavos que construyan nuestras ciudades, nuestros
pueblos, nuestras granjas, sin reparar en pérdidas», el plan de colo-
nización y germanización de los territorios conquistados en Europa
oriental no podrá llevarse a cabo. El Tercer Reich se propone ejercer
una trata de esclavos en mucho menos tiempo y por lo tanto con
métodos más brutales que la trata de esclavos propiamente dicha
(Mazower 2009, pp. 309 y 299).
Este plan, que implica la reducción a condiciones de esclavitud o
semiesclavitud no solo del proletariado sino de naciones enteras, es
a lo que se enfrenta el nuevo poder soviético. Se perfila ya en el ho-
rizonte la «Gran Guerra Patriótica» que alcanza su momento más
crucial y más épico en Stalingrado. La lucha de un pueblo entero por
zafarse del destino de esclavización al que ha sido condenado bien
puede llamarse lucha de clases; pero es una lucha de clases que asume
la forma de guerra de resistencia nacional y anticolonial.
Lo mismo se puede decir de un país como Polonia. Como en la
Unión Soviética, aquí el Tercer Reich también se propone liquidar
en bloque a la intelectualidad, a los sectores sociales capaces de orga-
nizar la vida social y política, de mantener viva la conciencia nacional
y la continuidad histórica de la nación; de este modo los países so-
metidos, las nuevas colonias, podrán proporcionar fuerza de trabajo
en gran cantidad sin que nadie entorpezca ese proceso. En la URSS
un elemento de la intelectualidad por aniquilar son los comunistas,
mientras que en Polonia el clero católico desempeña una función es-
pecial; y los dos países tienen en común la presencia de judíos, que
según Hitler son intelectuales incurablemente subversivos, de modo
que con ellos la única solución es la «final». Son estas las condiciones
para crear en Europa central y oriental las Indias alemanas, una re-
serva inagotable de tierra, materias primas y esclavos al servicio de la
raza de los señores. La lucha contra este imperio, basado en una di-
198
visión internacional del trabajo que prevé la vuelta a la esclavitud
apenas disimulada, la lucha contra esta contrarrevolución colonialista
y esclavista, es una lucha de clases por excelencia.
Muy distinta es la argumentación del historiador inglés a quien
ya conocemos y que refuta a Marx en estos términos: el XX no fue
«el siglo de la lucha de clases», el Tercer Reich desencadenó la guerra
en el este como «gran guerra racial» (por usar la expresión de Göring),
de modo que «las divisiones étnicas» resultaron «más importantes
que las presuntas hostilidades entre proletariado y burguesía» (Fer-
guson 2006, pp. XXXVII y XLII). No cabe duda, también Himmler
(1974, p. 201) describe y celebra la campaña contra la URSS como
«una lucha de razas primitiva, originaria, natural». A su vez, Hitler,
aunque acaba aliándose con los «amarillos» japoneses, pretende ser
el adalid de la raza blanca. Hasta el extremo de que la España con-
quistada por Franco es para él una España que vuelve a estar «en
manos blancas», a pesar de que a la victoria hayan contribuido de
manera importante las tropas coloniales marroquíes (Hitler 1965, p.
753). Pero, si esta clave de lectura es válida, deberíamos leer como
enfrentamientos exclusivamente étnicos o raciales todos los conflictos
internacionales, desde las guerras coloniales hasta las guerras mun-
diales, desde la guerra de la independencia de Estados Unidos hasta
las guerras italianas del Risorgimento. En 1883, con la publicación
de La lucha de razas, Gumplowicz se contrapone a Marx y a la teoría
de la lucha de clases; de un modo parecido argumenta uno de los
historiadores más aplaudidos de nuestro tiempo.
199
1935 por la Internacional Comunista, trata de aislar a las potencias
imperialistas a la ofensiva, las que, por haber llegado tarde a la cita
colonial, aspiran a remediar el retraso recurriendo a un suplemento
de brutalidad y sometiendo e incluso esclavizando pueblos de antigua
civilización. Pero esta política de frente unido, que aparentemente
no cuestiona el capitalismo como tal ni el imperialismo como tal, es
para Trotski «el rechazo de la lucha de clases» (1988, p. 903 = Trotski
1968, p. 185). Del mismo modo argumentan sus seguidores en Chi-
na, que acusan a Mao y a los comunistas chinos de haber «abando-
nado sus posiciones de clase». La denuncia se encuentra en una carta
enviada al grande y respetado escritor Lu Xun (2007, pp. 193 y 196),
quien sin embargo contesta airado que quiere seguir al lado de quie-
nes «combaten y vierten su sangre por la existencia de los chinos de
hoy». Es una visión que poco después halla su consagración en la fór-
mula de Mao de la identidad entre lucha nacional y lucha de clases
en la China de su tiempo.
Es un debate que continúa en nuestros días. Son a su manera re-
veladoras las palabras con que el más acreditado biógrafo de Trotski
describe y comenta la fundación de la Cuarta Internacional, el año
anterior al estallido de la segunda guerra mundial:
200
de recuperar, radicalizar y extender el área de aplicación de la tradi-
ción colonial, se propagó una gigantesca oleada de revoluciones anti-
coloniales que alteró radicalmente la configuración del planeta. Lo
que ocurre es que Trotski –observa su biógrafo– concebía la segunda
guerra mundial «por analogía con la primera» y la agitación generada
por la nueva conflagración bélica por analogía con octubre de 1917
(Broué 1991, p. 727). Y así se llega al meollo del asunto, o por lo
menos se roza: la agitación revolucionaria prevista por Trotski se pro-
dujo, pero no de la forma que él imaginaba; la lucha de clases se desa-
tó, pero no como en las décadas anteriores.
En realidad se produjo un verdadero viraje: en 1917 los bolche-
viques llegaron al poder en Rusia enarbolando la consigna de la trans-
formación de la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria;
pero en las décadas siguientes lograron conservarlo, primero promo-
viendo el proceso de consolidación industrial y militar del país, y
luego fomentando y dirigiendo la guerra de resistencia nacional. En
países como Yugoslavia, Albania y China (y más tarde Vietnam,
Cuba, etc.) los partidos comunistas llegan al poder poniéndose al
frente de la lucha de resistencia y de liberación nacional. La revolu-
ción desde abajo se combina con la revolución desde arriba en un
país como la India, donde es el mismo poder colonial, muy debi-
litado a causa de la nueva constelación internacional, el que abdica
para evitar, entre otras cosas, revoluciones desde abajo mucho más
radicales. Esta agitación acaba extendiéndose también a Estados Uni-
dos: la caída del antiguo régimen basado en la jerarquía racial y la
white supremacy no se entendería sin la oleada que, al barrer los pue-
blos coloniales, alcanza también a los propios afroamericanos.
También en algunos países capitalistas más o menos desarrollados,
como Francia y Grecia, la revolución se configura como guerra de
liberación nacional con la participación masiva y, en el segundo caso,
con la dirección del Partido Comunista, que parece a punto de con-
quistar el poder y emprender transformaciones de tipo socialista.
En los países del Eje sigue siendo válida la consigna de la trans-
formación de la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria,
201
pero esta transformación se produce en la medida en que los elemen-
tos más avanzados, como en Alemania y en Italia, se unen a los mo-
vimientos de resistencia y liberación nacional en la Unión Soviética,
Yugoslavia, Albania, Grecia, etc. Es decir, que con una inversión ra-
dical respecto al primer conflicto mundial, en el transcurso del segun-
do el compromiso revolucionario y la lucha de clases revolucionaria
implican, de una u otra forma, el respaldo a movimientos de resis-
tencia y liberación nacional.
El caso de Italia reviste un interés especial. Mussolini, después de
entrar en la guerra agitando consignas claramente imperialistas (la
conquista de un lugar al sol, el regreso del imperio «en las colinas fa-
tales de Roma», etc.), en el momento de su caída deja al país no solo
postrado y destrozado, sino también controlado en gran parte por
un ejército de ocupación que tiende a tratar a su antiguo aliado como
un pueblo colonial. Es reveladora la anotación de Goebbels en su
diario (1992, pp. 1951-1952) del 11 de septiembre de 1943: «A
causa de su infidelidad y su traición, los italianos han perdido el dere-
cho a tener un estado nacional de tipo moderno. Tienen que ser casti-
gados severísimamente, como impone la ley de la historia». En efecto,
a ojos de algunos cabecillas nazis, los italianos son «negroides» con
quienes conviene evitar la contaminación sexual y a quienes, termina-
da la guerra, habrá que usar «como trabajadores al servicio de los ale-
manes» (Schreiber 2000, pp. 22-24).
Hasta el antiguo aliado acaba teniendo que luchar contra el peli-
gro de sometimiento colonial al Tercer Reich. El Partido Comunista
encabeza la lucha de liberación nacional y de este modo consigue
realizar importantes transformaciones políticas y sociales, extender
capilarmente su influencia y encarnar durante algún tiempo, para
una amplia opinión pública internacional, la lección gramsciana de
la lucha por la hegemonía.
En conclusión: la previsión que hiciera Trotski en 1938, lejos de que-
dar desmentida, obtuvo la más clamorosa confirmación histórica. Las
décadas siguientes, en materia de revoluciones y luchas de clases, son
de las más intensas de la historia mundial; pero debido a las formas im-
202
previstas e inéditas que asumieron las luchas de clases y las revoluciones,
muchos no las percibieron. Como sucede a veces, la espesura del bosque
impidió la visión de los árboles tan buscados y anhelados.
10. Del partido bolchevique mundial a la disolución de la Internacional
203
teoría. Al principio, y durante algún tiempo, los congresos de la In-
ternacional se suceden con rapidez, a un ritmo casi anual: 1919 el pri-
mero, 1920 el segundo, 1921 el tercero, 1922 el cuarto, 1924 el quinto.
Luego se van espaciando: 1928 el sexto y 1935 el séptimo y último. Es
fácil de entender que el VII Congreso sea también el último. Está
centrado en la cuestión nacional, como se desprende claramente del
informe de Dimitrov (1976, pp. 153-154), quien hace un llama-
miento a acabar de una vez con un internacionalismo que no sabe
«adaptarse» y «echar raíces profundas en la tierra natal», que incluso
cae en el «nihilismo nacional» y es completamente incapaz de ponerse
a la cabeza de una lucha por la «salvación de la nación». No en vano
el VII Congreso se celebra mientras en China el Partido Comunista
llama a superar la guerra civil y a la unidad nacional, y mientras el
ascenso de Hitler hace prever un recrudecimiento de la cuestión na-
cional en la propia Europa.
Ahora está claro que en las distintas situaciones nacionales el con-
flicto social puede presentar muchas caras y en cada ocasión se crea
una amalgama peculiar de contradicciones en las que intervienen los
más variados sujetos sociales. Por eso es cada vez más inadecuado el
instrumento organizativo tradicional (la Internacional), en el que se
ha reconocido durante mucho tiempo el movimiento obrero.
Esta tradición es hija, en mayor o menor medida, de la visión que
ya conocemos: la revolución socialista como resultado de una con-
tradicción única, la que enfrenta en el plano mundial a dos bloques
homogéneos, la burguesía y el proletariado; esta visión tiene su ex-
presión más concentrada en la Tercera Internacional, que tiende a
presentarse como un «partido bolchevique mundial», férreamente
organizado y centralizado por encima de las fronteras nacionales y
estatales. Una vez superada esta visión, la disolución de la Tercera In-
ternacional es una consecuencia ineludible. No obedece únicamente
a un cálculo político, que también existe (la intención de consolidar
la coalición antifascista fomentando en cada país la formación de
frentes populares con la participación de los partidos comunistas,
ahora menos sospechosos de ser simples peones de Moscú); lo más
204
importante es que se ha tomado conciencia de la dialéctica concreta
del proceso revolucionario.
Es un hecho: ninguna Internacional ha hecho nunca una revolu-
ción. Veamos el caso de la Asociación Internacional de los Trabaja-
dores fundada por Marx en 1864: seis años después, durante la guerra
franco-prusiana, hace un llamamiento a los «obreros franceses» para
que no se hagan ilusiones revolucionarias, tengan en cuenta las rela-
ciones de fuerza reales y, sobre todo, no se dejen «desviar por los re-
cuerdos nacionales de 1792» (MEW, 17; 277-278). Teniendo en
cuenta los acontecimientos posteriores, esta advertencia parece razo-
nable. No obstante, el movimiento que desemboca en la Comuna
de París se rige por una dialéctica autónoma, en la que se combinan
la contradicción burguesía/proletariado con la crisis nacional provo-
cada por la incapacidad de la burguesía francesa para hacer frente a
los planes expansionistas prusianos.
La revolución de octubre estalla tras la denuncia de la «traición»
de la Segunda Internacional. Tres años después Lenin hace un ba-
lance histórico y teórico que pone en evidencia un aspecto esencial:
una situación revolucionaria presupone la existencia de contradic-
ciones tan variadas y agudas que provocan «una crisis de toda la na-
ción (que afecta a explotados y explotadores)» (LO, 31; 74). Es decir,
si los bolcheviques ganaron fue, en definitiva, porque eran la única
fuerza política capaz de dar una respuesta al marasmo económico,
político y social causado por la guerra y el hundimiento del antiguo
régimen.
La Tercera Internacional, fundada en 1919 con el propósito decla-
rado de propagar la revolución rusa por Occidente, nunca llega a
estar a la altura de su programa. Sí, una gigantesca oleada revolucio-
naria se desata a raíz de la derrota infligida al plan hitleriano de crear
las «Indias alemanas» en Europa oriental y se propaga a escala plane-
taria acabando con el sistema colonial; pero esta oleada es posterior
a la disolución de la Tercera Internacional decidida por Stalin en
1943 y se nutre de revoluciones en las que, contrariamente a las ex-
pectativas de 1919, el conflicto social es inseparable del conflicto na-
205
cional.
Digamos por último, y de pasada, que la Cuarta Internacional es
una réplica en forma de farsa de la tragedia de la Tercera. Al respecto
cabe reflexionar sobre una formulación del Marx más maduro. Según
él, la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de
producción, al agudizarse, no da lugar a una sola revolución sino a
«una época de revolución social» (MEW, 13; 9): en esta época se
desarrollan procesos revolucionarios diversos y peculiares, cada uno
de los cuales solo puede explicarse a partir de una constelación na-
cional específica y un entramado de contradicciones que varía según
los casos. Esto vale para la revolución burguesa. Según el Manifiesto
la revolución burguesa estalla cuando «las relaciones feudales de pro-
piedad» entran en contradicción con «las fuerzas productivas ya desa-
rrolladas» (MEW, 4; 467). Si aplicamos esta ley histórica país por
país, vemos que en ningún caso encontramos una revolución bur-
guesa «pura». En Francia, donde el capitalismo está poco desarrollado
y en 1850, como reconoce el propio Marx, todavía predomina la
agricultura (MEW, 7; 79), a la rebelión del Tercer Estado en 1789 le
precede la fronda antiabsolutista y profeudal de los parlamentos (una
institución típica del antiguo régimen) y le sigue una irrupción ma-
siva en la escena política de masas populares que logran objetivos
muy avanzados (abolición de la esclavitud negra en Santo Domingo,
introducción de la escuela obligatoria en la metrópoli, etc.), en duro
enfrentamiento con la burguesía. En varios países el derrocamiento
del antiguo régimen pasa por una revolución nacional, como el
Risorgimento italiano o la revolución burguesa alemana que, según
el análisis de Engels antes mencionado, empieza en los años 1808-
1813 a raíz de la lucha contra la ocupación napoleónica, impuesta
por un país donde poco antes había estallado una revolución. No
menos impura es la revolución en los dos países clásicos de la tradi-
ción liberal. No hay motivo para que la revolución anticapitalista
tenga que caracterizarse por una pureza mayor.
Para concluir podríamos decir que el modelo organizativo de la
Internacional resultó inadecuado porque solía referirse a una lucha
206
de clases pura, algo muy infrecuente, y por lo general obedecía a la
expectativa de una revolución socialista pura, que no se produjo ni
se producirá nunca. Esto no significa que ya no sea necesaria la soli-
daridad internacionalista entre quienes, de una u otra forma, padecen
un sistema basado en la explotación, la opresión y la ley del más fuer-
te; quedan por ver las formas concretas que puede asumir esta soli-
daridad.
207
VII
208
Esto significa que las medidas tomadas por el poder soviético
para mejorar la eficiencia en el trabajo no han dado grandes resul-
tados. Sin embargo, un obrero belga que también simpatiza con la
revolución y se encuentra en la capital rusa, N. Lazarevich, las critica
desde el principio: denuncia la intensificación de los ritmos de tra-
bajo, que para él solo son sinónimo de explotación, y llama a la lu-
cha de clases y a la huelga, lo que le vale ser expulsado del país
(Flores 1990, p. 42).
Para el obrero occidental que ha llegado a la Rusia soviética con
la intención de colaborar en la construcción de la nueva sociedad, la
llegada al poder de los bolcheviques (sin duda fuertemente influidos
por la clase obrera) no introduce ningún cambio en las formas de la
lucha de clases. De un modo muy distinto argumenta Lenin, quien
a partir de octubre de 1919 subraya varias veces: «La lucha de clases
continúa, solo ha cambiado sus formas» (LO, 30; 47; LO, 31; 278).
No se debe perder de vista «la diferencia esencial entre la lucha de
clases del proletariado en un estado» capitalista «y la lucha económica
del proletariado de un estado que no reconoce la propiedad privada
sobre la tierra y sobre la mayoría de las grandes fábricas y donde el
poder político está en manos del proletariado» (LO, 33; 167).
Lazarevich no está aislado. Mantiene una relación de afinidad
ideológica y amistad con un ferviente católico francés, Pierre Pascal,
quien interpreta y saluda así a la revolución bolchevique, de la que
es testigo:
209
De inmediato salta a la vista que en este caso la miseria generali-
zada se valora como una condición de plenitud espiritual y no como
una emergencia dolorosa. Se comprende que Pascal no sienta nin-
guna necesidad de relanzar la producción. Incluso se muestra receloso
ante los intentos de poner orden en las fábricas y critica a quienes
predican «la admiración por los jefes, la obediencia, la disciplina, vir-
tudes todas ellas que están demasiado enquistadas en el pueblo y son
un obstáculo para la revolución» (en Flores 1990, pp. 42-43). Total-
mente contraria es la orientación de Lenin. En octubre de 1920 de-
clara: «Queremos que Rusia deje de ser un país miserable y pobre y
se convierta en un país rico», por lo que se impone «un trabajo or-
ganizado», «un trabajo consciente y disciplinado», para asimilar y
poner en práctica «las últimas conquistas de la técnica» (LO, 31; pp.
283-284). La lucha de clases, con las nuevas formas que asume, re-
quiere que se ponga fin a la situación de miseria y devastación para
mejorar las condiciones de vida del pueblo, para consolidar la base
social de consenso del poder soviético y no exponerlo, indefenso, a
la presión económica y militar del imperialismo.
210
se puede resolver como es debido sin el desarrollo de las fuerzas pro-
ductivas. Más de quince años después, recordando sus experiencias
de gobernante, Trotski (1988, p. 838 = Trotski 1968, p. 134) escri-
biría: «La auténtica emancipación de la mujer es imposible en el pla-
no de la “miseria socializada”». La lucha de clases para reorganizar y
relanzar el aparato productivo es también una lucha por la emanci-
pación de la mujer (y para garantizar el derecho a la vida de los «vie-
jos» y los «enfermos»). Ya lo dice El capital: «el reino de la necesidad»
es tanto más imperioso y coactivo, y tiene consecuencias más nega-
tivas en la vida (también espiritual) de los hombres y las mujeres,
cuanto menos desarrolladas están las fuerzas productivas y la riqueza
social (MEW, 25; 828).
Bien distinta, y contraria, es la visión de Pascal, un ferviente cris-
tiano para quien la lucha de clases revolucionaria es el desquite de
los humildes y los marginados. Pero también es la visión del obrero
belga Lazarevich, y en el fondo la de no pocos seguidores o simpati-
zantes del bolchevismo, que están bien alejados del cristianismo pero
no acaban de reconocerse en las medidas con que el nuevo poder
trata de reorganizar y relanzar el aparato industrial. No es, por tanto,
un contraste entre devotos y enemigos del fetiche de la riqueza, ni
entre quienes son sordos y quienes son sensibles a los valores espiri-
tuales; tampoco es un contraste entre ateos y cristianos. No, el enfren-
tamiento, en realidad, es entre marxistas y populistas. Los segundos
condenan la riqueza y el «lujo» como tales por ser el estilo de vida de
las clases habituadas al derroche y la depravación.
Por eso se centran exclusivamente en el problema del reparto de
la riqueza, desdeñando por completo el objetivo (esencial para Marx
y Engels) del desarrollo de las fuerzas productivas: en este caso la
lucha de clases revolucionaria significa lograr la igualdad (por abajo)
y prestar poca atención a la búsqueda de bienestar. Esta versión del
populismo puede ejercer una fuerza de atracción que va mucho más
allá de los círculos cristianos. Según el Manifiesto del partido comu-
nista, no hay «nada más fácil que dar una mano de barniz socialista
al ascetismo cristiano»; no en vano «los primeros movimientos del
211
proletariado» se caracterizan muchas veces por reivindicaciones de
«un ascetismo general y un tosco igualitarismo» (MEW, 4; 484 y
489).
En realidad el fenómeno que estamos analizando tiene una exten-
sión espacial y temporal muy superior a la que sugieren Marx y En-
gels. Las grandes revoluciones populares, las sublevaciones masivas
de las clases subalternas, tienden a estimular el populismo espontáneo
e ingenuo, que anhela y celebra el desquite de quienes ocupan el úl-
timo peldaño de la escala social, el desquite de los pobres y de los
«pobres de espíritu». En la Francia de 1789, aun antes de la toma de
la Bastilla, ya a partir de la reunión de los Estados Generales y la agi-
tación del Tercer Estado, se despierta «en el ánimo popular el antiguo
milenarismo, la espera anhelante de la venganza de los pobres y la
felicidad de los humillados, que impregnaría profundamente la men-
talidad revolucionaria» (Furet, Richet 1980, p. 85). En la Rusia de
febrero de 1917 los círculos cristianos celebran la caída del zarismo
como la derrota del «mal», del «pecado» que «había roto al pueblo
dividiéndolo en ricos y pobres»; la nueva sociedad «se organizaría
con arreglo a actitudes más cristianas». Surgiría «una nueva comuni-
dad espiritual, por encima de cualquier distinción de clase o de par-
tido», una comunidad en la que se disiparían todas las expresiones
de la anterior opulencia, viciosa y disoluta: entre otras cosas, ya no
habría lugar para los alcohólicos (Figer 2000, p. 434). Vemos cómo
el «tosco igualitarismo» se combina con el «ascetismo general» y obli-
gatorio; pero no muy distintas son las esperanzas que pone Pascal en
la revolución de octubre.
Los bolcheviques no son inmunes a esta visión del mundo ni a
este estado de ánimo. La catástrofe causada por la guerra mundial y
la posterior guerra civil acarrea una crisis de proporciones espantosas,
también en el plano económico. La moneda, en la práctica, deja de
existir en la economía soviética; la vivienda, el transporte, la educa-
ción y la comida en el trabajo son gratuitos, los salarios se pagan en
especie, todo naturalmente en un nivel muy bajo y, en el mejor de
los casos, de miseria digna. Pero esta situación, que al principio se
212
experimenta con zozobra y angustia, acaba transfigurándose: es la
anhelada desaparición del dinero (símbolo de la polarización social
y la riqueza disoluta), es el fin de la auri sacra fames, es la llegada del
comunismo, aunque sea un «comunismo de guerra» con todas las li-
mitaciones que imponen las circunstancias (Carr 1964, pp. 668-
670).
En 1936-37 Trotski (1988, p. 854 = 1968, p. 150) recordará crí-
ticamente «las tendencias ascéticas de la época de la guerra civil» que
cundieron entre los comunistas. Pero será un militante de base quien
describirá con más eficacia, en los años cuarenta, el clima espiritual
que reinaba en el periodo inmediatamente posterior a la revolución
de octubre, el clima surgido del horror de una guerra desatada por
los imperialistas en su disputa por el saqueo de las colonias, la con-
quista de los mercados y las materias primas y la búsqueda capitalista
del beneficio a cualquier precio:
213
a veinte millones de hombres y lisiar a sesenta en una guerra [que
se acerca].
Pero, por muy «justo», por muy útil, por muy humano que sea es-
te uso del oro […], ahora hay que ahorrar oro en la RSFSR [Rusia
soviética], venderlo lo más caro posible y servirse de él para com-
prar al mejor precio posible. El que vive entre lobos aprende a au-
llar (LO, 33; 96).
214
sima del comercio entre la ciudad y el campo, muy anterior a la toma
del poder por los bolcheviques, con el descenso de la producción
agrícola y el acaparamiento de los escasos recursos alimentarios dis-
ponibles, la supervivencia de los habitantes de las ciudades y los sol-
dados pasa por tomar medidas muy radicales, compartidas en gran
medida por los distintos partidos en conflicto, incluyendo los de ideo-
logía liberal (Losurdo 2008, p. 98). Sin embargo, ¿qué tienen de co-
munista la miseria generalizada y desesperada y las requisas que
recurren directa o indirectamente a la fuerza de las armas? Sí, han
desaparecido el interés personal y el cálculo mercantil, pero ¿basta
con eso para llamar comunista a una medida claramente dictada por
la guerra y a la que también recurren países de orientación ideal y
política bien distinta? ¿O acaso la transfiguración populista del «as-
cetismo universal» y del «tosco igualitarismo» asoma aquí en el pro-
pio planteamiento de Lenin?
215
y sufrimiento. El capitalismo no podría hacer en Rusia sin demora
lo que podrá hacer el colectivismo. Hoy haría mucho menos, por-
que no tardaría en ponerse en contra a un proletariado descon-
tento, frenético, incapaz de soportar en beneficio de otros las penas
y amarguras que acarrearía la mala situación económica […]. El
sufrimiento que seguirá a la paz solo podrá ser soportado si los pro-
letarios sienten que corresponde a su voluntad, a su tenacidad en
el trabajo, suprimirlo lo antes posible.
216
dumbre capitalista que había desaparecido por completo en la época
del comunismo de guerra».
Incluso personalidades alejadas del movimiento comunista temen
que el país nacido con la revolución de octubre pierda su idealismo.
Como el gran escritor austriaco Joseph Roth, que visita el país de los
sóviets entre septiembre de 1926 y enero de 1927 y denuncia la
«americanización» en curso: «Se desprecia a Estados Unidos, es decir,
al gran capitalismo sin alma, al país donde el oro es Dios. Pero se ad-
mira a Estados Unidos, es decir, el progreso, la plancha eléctrica, la
higiene y los acueductos». En conclusión: «Esta es una Rusia moder-
na, técnicamente avanzada, con ambiciones estadounidenses. Esta
ya no es Rusia». También aquí interviene el «vacío espiritual» (en
Flores 1990, pp. 28-29 y 53).
Superadas las primeras incertidumbres y vacilaciones, Lenin em-
pieza a criticar duramente la transfiguración del «colectivismo de la
miseria, del sufrimiento». La economía basada en el trueque, que ca-
racterizaba al llamado comunismo de guerra, es ahora sinónimo de
atraso no solo en el plano económico sino también en el espiritual:
mantener en pie «la falta de intercambios entre la agricultura y la in-
dustria, la falta de vínculos y contactos entre ellas» también significa
privar al enorme campo ruso del «vínculo material con la civilización,
con el capitalismo, con la gran industria, con la gran ciudad», signi-
fica eternizar en estos territorios «el patriarcado, la semibarbarie y la
barbarie auténtica». «El capitalismo es un mal comparado con el so-
cialismo», desde luego, pero por otro lado «el capitalismo es un bien
comparado con el periodo medieval, comparado con la pequeña pro-
ducción, comparado con el burocratismo que está ligado a la disper-
sión de los pequeños productores» (LO, 32; 329-331). Con respecto
a una sociedad premoderna y semifeudal, el capitalismo también es
un progreso en el plano espiritual. Aunque no se dice explícitamente,
ahora, en vez de interpretar y criticar el «comunismo de guerra» como
un intento precipitado de construir una sociedad poscapitalista, se
ve como una recaída objetiva en un estado social precapitalista. Re-
caída causada ante todo por la guerra mundial y la guerra civil, como
217
Lenin no se cansa de precisar; pero esta recaída había experimentado
una transfiguración, y no solo por quienes habían saludado la revo-
lución de octubre desde posiciones próximas al pauperismo cristiano.
Había sido un proceso y una ilusión óptica no muy distintos de
los que se habían producido en Occidente, donde eminentes inte-
lectuales, ante la movilización total de la población y los recursos
económicos para una dirección centralizada de la guerra, se habían
felicitado por la llegada de un salvador «socialismo de guerra» (o «so-
cialismo de estado y de nación», según la definición de Croce), que
resolvería para siempre la cuestión social y la resolvería de un modo
ordenado y orgánico (Losurdo 1991, cap. 1, § 1). Pero, mirándolo
bien, este supuesto régimen social nuevo no era más que el viejo ca-
pitalismo al que se habían añadido la recluta y la disciplina terrorista
de guerra. A la ilusión óptica del «comunismo de guerra en Rusia» le
corresponde en Occidente la ilusión óptica (y manipulación ideoló-
gica) del «socialismo de guerra», o «de estado y de nación».
Una vez emprendido el camino de la NEP, Lenin arregla cuentas
con el populismo: «Es preciso desarrollar el comercio de todas las
maneras y a toda costa, sin tener miedo del capitalismo […]. Hay
que usar todos los medios para estimular el intercambio entre la in-
dustria y la agricultura» (LO, 32; 332-333). Lo mismo que el «co-
munismo de guerra» tiene poco que ver con la construcción de una
sociedad poscapitalista, el desinterés por una economía mercantil, más
que al socialismo y al marxismo, remite al «estado de ánimo patriarcal,
viejo ruso, semiaristocrático, semicampesino, donde es innato el des-
dén instintivo e inconsciente por el comercio» (LO, 33; 97).
Sin embargo, aunque con aspectos variables, el populismo en
Rusia es duro de pelar. En 1935 Bujarin critica la extraña noción de
lucha de clases que induce a desatender el desarrollo de las fuerzas
productivas y a sospechar de la riqueza e incluso del bienestar eco-
nómico como tal:
218
acumular. Se ha creado una situación en la que el campesino tiene
miedo de hacerse un tejado de chapa por temor a que le declaren
kulak, y si compra una máquina procura que los comunistas no se
enteren. La técnica avanzada se ha vuelto clandestina (Bujarin
1969b, p. 167).
219
pobres. Los cristianos, o algunos de ellos, necesitan que haya miseria
para gozar del sentimiento de nobleza moral que da ayudar a los po-
bres. Pero la seriedad de la ayuda a los pobres se mide con la contri-
bución a la superación de la pobreza como tal (Losurdo 1992, cap.
X, § 2).
Los comunistas también pueden olvidar el carácter «condicio-
nado» del precepto revolucionario que les induce a dar voz a los ex-
plotados y los pobres; los comunistas también pueden tender a
idealizar la miseria o por lo menos la escasez como premisa necesaria
para hacer gala de su rigor revolucionario. Y Stalin se ve obligado a
destacar un aspecto central: «Sería estúpido pensar que el socialismo
puede construirse sobre la base de la miseria y las privaciones, sobre
la base de reducir las necesidades personales y bajar el tenor de vida
de los hombres al nivel de los pobres»; el socialismo, por el contrario,
«solo puede construirse sobre la base de un desarrollo impetuoso de
las fuerzas productivas de la sociedad» y «sobre la base de una vida
acomodada de los trabajadores», es más, de «una vida acomodada y
civilizada para todos los miembros de la sociedad» (Stalin 1971-
1973, vol. 13, pp. 319 y 317 = Stalin 1952, pp. 577 y 575). En esto,
por lo menos, está en plena consonancia con Trotski (1988, p. 817
= Trotski 1968, p. 111) quien, remitiendo a Marx, insiste de un mo-
do todavía más enfático sobre la importancia de aumentar la riqueza
material: «En el terreno de la “miseria socializada”, la lucha por lo
necesario amenaza con resucitar “todas las antiguallas” y las resucita
parcialmente a cada paso».
La aparición de formas cambiantes de populismo no es un fenó-
meno exclusivo de la Rusia soviética. Veamos el caso de China: el
Gran Salto Adelante de 1958-59 y la Revolución Cultural desenca-
denada en 1966 se proponen, gracias a una movilización de masas
sin precedentes, imprimir una aceleración prodigiosa al desarrollo de
la economía para que China pueda quemar etapas y alcanzar en tiem-
po récord a los países industriales más avanzados. Aunque esta pers-
pectiva está en las antípodas del populismo, este acaba haciendo
aparición de un modo subordinado. Con motivo del Gran Salto Ade-
220
lante, sobre todo, la transfiguración en clave moral de la pobreza
digna y generalizada pretende favorecer la movilización marcial e
«igualitaria» de la población, de un ejército del trabajo capaz de obrar
el milagro. En segundo lugar, el fracaso del intento sumamente am-
bicioso (asombroso, en realidad) de colmar el retraso con Occidente
en tiempo récord se afronta con la propaganda (populista) de un so-
cialismo entendido como «colectivismo de la miseria, del sufrimien-
to», lo que equivale a obviar el gran tema marxiano que considera
condenadas por la historia las relaciones capitalistas de producción,
por haberse convertido en un obstáculo para el desarrollo de las fuer-
zas productivas.
El populismo, en cambio, se presenta de una forma más clara y
precisa en la polémica internacional del Partido Comunista Chino,
en particular, contra el dirigente soviético Jruschov, acusándole de
patrocinar un «comunismo gulash» centrado en el bienestar material
y en el «modo de vida burgués» y alejado de las tareas y los ideales de
transformación revolucionaria del mundo (PCC 1970, pp. 517-
518).
221
sociedad. Ya en este nivel se puede advertir una novedad importante:
la acción desde abajo, que también se impone, puede contar con el
respaldo del muevo poder político, y en este sentido la lucha de clases
desde abajo se combina con la lucha de clases desde arriba. Falta aún
la respuesta a la pregunta crucial: ¿cómo se manifiesta la lucha de
clases en las fábricas y los lugares de trabajo y producción de la ciu-
dad, donde ya se ha llevado a cabo la transformación en sentido so-
cialista de las relaciones de propiedad?
En lo más recio de la guerra civil y la intervención contrarrevolu-
cionaria existe un amplio acuerdo sobre el hecho de que la partici-
pación en la lucha de clases revolucionaria consiste, por un lado, en
la defensa armada de la Rusia soviética, y por otro en el esfuerzo pro-
ductivo para sostener la defensa armada. Al decir de Lenin, los co-
munistas se ponen al frente de la lucha de clases revolucionaria
haciendo gala, «no solo en el frente sino también en la retaguardia»,
de «heroísmo» y «abnegación» (LO, 30; 177).
Tras la derrota de los ejércitos contrarrevolucionarios apoyados
por los aliados, el esfuerzo debe centrarse en una labor de recons-
trucción económica que es de largo aliento, ya sin el acicate inme-
diato de las necesidades de la guerra y la salvación militar de la
revolución. Ahora lo que mina la resistencia y la existencia misma
de la Rusia soviética no son los ejércitos contrarrevolucionarios, sino
las dificultades para atender las necesidades elementales y cotidianas
de una población extenuada; para el dirigente soviético debería ser
obvio que satisfacer estas necesidades, proporcionando así al nuevo
régimen una amplia base social de consenso, es una forma de parti-
cipación concreta en la lucha de clases revolucionaria. En realidad,
el paso de la poesía a la prosa, de arrostrar la muerte en el campo de
batalla (y solidarizarse con los héroes del frente) a arrostrar el can-
sancio y la monotonía cotidianos de los lugares de producción y tra-
bajo, no es fácil y genera malestar y desencanto.
Lenin debe emprender una batalla que es política y a la vez peda-
gógica para convencer a sus colaboradores y camaradas de partido,
en particular a los jóvenes, de que es preciso dejar atrás el romanti-
222
cismo revolucionario y tener una visión menos emocionante pero
más concreta de la lucha de clases. Octubre de 1920: «El pueblo pasa
hambre, en las fábricas y los talleres hay hambre», hay que remediar
esta situación (LO, 31; 282). Ocho de marzo de 1921: hay que cen-
trarse en el problema «del deterioro de los medios de producción, el
descenso de la productividad, la falta de mano de obra, etc.» (LO,
32; 160). Octubre de 1921: «el despertar de la vida económica», «el
aumento de la productividad», es algo «absolutamente necesario»
(LO, 33; 78).
Para alcanzar estos objetivos no hay que dudar en tomar ejemplo
de los países más avanzados del Occidente capitalista, para aprender
no solo la ciencia y la técnica, sino lo que hoy llamaríamos la gestión;
sí, es necesario asimilar críticamente incluso el taylorismo. El mismo
que, en los años anteriores a la primera guerra mundial, había mere-
cido el calificativo de «sistema “científico” para exprimir el sudor»
del «esclavo asalariado» (LO, 18; 573). Sin embargo, incluso en esta
fase Lenin se preocupa de hacer las distinciones oportunas: el capi-
talismo, como se basa en la «competencia», tiene que «estar inven-
tando siempre nuevos medios de reducir los costes de producción»;
por desgracia «el dominio del capital transforma estos nuevos medios
en instrumentos para oprimir aún más al obrero» (LO, 20; 141).
Pero es en los años siguientes, ante la necesidad de construir la nueva
sociedad, cuando la distinción entre ciencia y uso capitalista de la
ciencia se torna más clara, también en relación con el taylorismo:
223
racionales, la implantación de los mejores sistemas de contabilidad
y control, etc. La república soviética debe hacer un esfuerzo por
asimilar las conquistas valiosas de la ciencia y la técnica en este
campo. La posibilidad de hacer realidad el socialismo dependerá
justamente de nuestra capacidad de combinar el poder soviético y
la organización administrativa soviética con los progresos más re-
cientes del capitalismo (LO, 27; 231).
224
debe preocuparse por «consolidar la unidad social», por la «paz civil»,
pero «eso no significa en absoluto que cese la lucha de clases», sino
que se presenta «de otra forma»:
225
ble; también ella puede o debería despertar el entusiasmo revolu-
cionario.
Desde Francia, en cambio, Simone Weil argumenta de un modo
bien distinto cuando en 1932 llega a la conclusión de que Rusia ha
adoptado como modelo Estados Unidos, la eficiencia, el producti-
vismo, el taylorismo, la sumisión del obrero a la producción. La lucha
de clases se ha olvidado:
El hecho de que Stalin, sobre este asunto que está en el centro del
conflicto entre capital y trabajo, haya abandonado el punto de vista
de Marx y se haya dejado seducir por el sistema capitalista en su for-
ma más perfecta, demuestra que la URSS todavía dista mucho de
poseer una cultura obrera (Weil 1989-1991, vol. 1; pp. 106-107).
226
nirnos como país socialista» (Guevara 1969, pp. 1345, 1375 y 1373).
227
La Rusia soviética se sitúa en ese segundo grupo de naciones, o
corre el riesgo de que la empujen a él. Después de sufrir las graves am-
putaciones territoriales impuestas por la Alemania de Guillermo II,
tiene que enfrentarse a la intervención de los aliados. Aunque los bol-
cheviques logran consolidar el poder y estabilizar la situación dentro
del país, el marco internacional sigue siendo muy poco tranquiliza-
dor. El tratado de Versalles pone fin a la primera guerra mundial,
pero no acalla las voces, procedentes de distintos ángulos, que evocan
el peligro de una nueva conflagración no menos ruinosa que la pri-
mera. El propio Lenin pone en guardia repetidamente contra este
peligro. Es un motivo más para intensificar la lucha contra el pri-
mer tipo de desigualdad, ya que Rusia tiene un retraso considerable
en el plano económico y tecnológico con respecto a los países más
avanzados. Desgraciadamente, en estos países no ha vencido la re-
volución:
Debemos recordar que ahora toda la técnica avanzada, toda la in-
dustria desarrollada pertenecen a los capitalistas, que luchan contra
nosotros.
Debemos recordar que o somos capaces de tensar al máximo todas
nuestras fuerzas en el trabajo diario, o nos espera inevitablemente
la ruina. Todo el mundo, dada la situación actual, se desarrolla más
deprisa que nosotros. El mundo capitalista, al desarrollarse, dirige
todas sus fuerzas contra nosotros. ¡Estos son los términos del pro-
blema! Por eso debemos prestar una atención especial a esta lucha
(LO, 33; 58).
228
ellos avanzan». La separación sigue igual, así como los riesgos que
implica. En estas condiciones «el problema del ritmo de desarrollo,
o sea, el problema de la rapidez de nuestro desarrollo, adquiere una
importancia excepcional»; «nuestro desarrollo económico tiene que
ser más rápido». Es el motivo que después se convierte en el hilo con-
ductor del planteamiento de Stalin.
Una de las tareas más urgentes es la electrificación del gran país
euroasiático. Bien puede Arendt (1983, p. 67) ironizar sobre la «cu-
riosa fórmula» («Electrificación más sóviets») con que Lenin sintetiza
«la esencia y los fines de la revolución de octubre»: según ella es una
consigna que, al callar sobre la «edificación del socialismo», expresa
«una separación, totalmente ajena al marxismo, entre economía y
política». Pero ningún estadista serio y responsable se tomaría en serio
esta lección de escolástica doctrinaria. No, desde luego, Lenin y los
bolcheviques: ellos tenían que enfrentarse a la invasión de las poten-
cias contrarrevolucionarias e, incluso después de derrotarla, sabían
de sobra que el peligro no había desaparecido. De modo que la elec-
trificación era un asunto de vida o muerte.
Por lo demás, estamos en presencia de un problema que, con for-
mas distintas, siempre se plantea en los países que están inmersos en
un proceso revolucionario y se encuentran fuera o en los márgenes
del Occidente más avanzado. En los años sesenta del siglo pasado,
en Cuba, el Che Guevara (1969, p. 1420) observa:
Por lo tanto «hay que dar el gran salto técnico para ir disminu-
yendo la diferencia que hoy existe entre los países más desarrollados
y nosotros», para adquirir «la tecnología de los países adelantados».
Sí, es preciso «empezar una nueva etapa de auténtica división inter-
229
nacional del trabajo basada, no en la historia de lo que hasta hoy se
ha hecho, sino en la historia futura de lo que se puede hacer» (Gue-
vara 1969, pp. 1429, 1425 y 1424); se impone un nuevo orden in-
ternacional que permita el desarrollo conjunto de la humanidad,
evitando la esclavización de colonias y semicolonias.
Las dos luchas de clase contra los dos tipos distintos de desigual-
dad están en cierto modo vinculadas. Gracias a la electrificación de
la Rusia soviética se puede superar o atenuar el aislamiento del campo
sin electrificar respecto de la ciudad y reducir la separación entre
mundo urbano y mundo rural (LO, 31; 275). Al mismo tiempo, la
electrificación y el desarrollo técnico y científico en conjunto reducen
la desproporción en las relaciones de fuerza militares a escala inter-
nacional y dificultan o impiden el sometimiento colonial y la autén-
tica esclavización que intenta más tarde el Tercer Reich; es decir,
dificultan o impiden la agudización extrema de la desigualdad en el
ámbito de la división internacional del trabajo. Como vemos, con el
permiso de Arendt, en ambos frentes la unidad de economía y polí-
tica es muy clara.
Hasta aquí las dos luchas contra las dos desigualdades van a la par.
Por otro lado, en cambio, intervienen inevitablemente un desfase y
una contradicción: la limitación de una desigualdad puede suponer
una agudización momentánea de la otra. Si, como escribe Lenin
entre agosto y septiembre de 1922, es una tarea prioritaria de la Rusia
soviética asimilar «todo lo que hay de realmente valioso en la ciencia
europea y estadounidense» (LO, 33; 335), no cabe duda de que esta
operación resulta bastante más fácil si el país parte de niveles altos
de desarrollo económico, intelectual y tecnológico; es decir, se trata
de una operación que, mientras permite a las regiones más avanzadas
de Rusia acortar distancias con Occidente, agranda su ventaja con
respecto a las regiones más atrasadas del país euroasiático.
Y eso no es todo. En octubre de 1921 Lenin señalaba que el poder
soviético se veía obligado a pagar a los «especialistas» un sueldo «ex-
cepcionalmente elevado, de “burgueses”» (LO, 33; 72). Era el precio
a pagar para disponer de técnicos cualificados que debían imprimir
230
una aceleración al desarrollo de Rusia y reducir así la desigualdad
con los países más avanzados. La otra cara de esta política tendente
a la igualdad en el plano internacional era la agudización de la desi-
gualdad salarial dentro del país. Se podía poner el acento en la lucha
contra esta última renunciando a la contribución tan costosa de los
«especialistas», pero el resultado sería agravar el atraso económico y
tecnológico, y la consiguiente desigualdad con respecto a los países
más avanzados en lo tecnológico (y potencialmente hostiles). Con el
fin de reducir este primer tipo de desigualdad, había que hacer un
esfuerzo para atraer a Rusia capitales extranjeros y así introducir «ins-
talaciones equipadas con la última palabra de la técnica», acercarse
progresivamente «a los trust modernos más avanzados de los otros
países» para acabar alcanzándoles tarde o temprano. Pero los capitales
extranjeros que se trataba de atraer garantizándoles la «concesión» de
tal o cual recurso natural, pretendían obtener «beneficios ilimitados»
(LO, 32; 166). Aunque era ineludible, la adquisición de la tecnología
más avanzada tenía unos costos políticos y sociales (además de eco-
nómicos) muy considerables.
En nuestros días, lejos de desaparecer, este problema se ha agra-
vado enormemente. Un prestigioso diario estadounidense informa
del plan ejecutado por Washington a partir de 2006: en el ámbito
de la política de estrangulamiento de Cuba, busca la «defección» de
los médicos de la isla rebelde que están haciendo una labor tan me-
ritoria en Haití y otras partes del mundo, pero pueden ser atraídos
con los honorarios mucho más elevados que podrían percibir en Es-
tados Unidos (Archibold 2011). O pensemos en China. A partir de
1978 y de la política de reformas y apertura promovida por Deng
Xiaoping, unos dos millones de estudiantes o licenciados han conti-
nuado sus investigaciones en el extranjero; solo un tercio ha regresado
a la patria. En los últimos años el porcentaje ha aumentado mucho
y sigue creciendo gracias a la política de fortísimos incentivos mate-
riales aplicada por las autoridades gubernativas del país asiático. Sin
duda el reclamo patriótico también estimula el regreso al país de ori-
gen, pero este reclamo es tanto más fuerte cuanto más concreta sea
231
la posibilidad de participar en el progreso de un país y un pueblo
que a pasos de gigante colman el desfase con los mayores avances tec-
nológicos e industriales y que gracias a ello recuperan la autoestima.
Una vez más se pone en evidencia el carácter ineludible de la lucha
contra las relaciones de desigualdad vigentes a escala internacional.
No es de extrañar que este problema se plantee con especial fuerza
en China, un país de civilización antiquísima que, por haber faltado
en su día a la cita con la revolución industrial, sufrió la opresión co-
lonial impuesta por Occidente. En una conversación del 10 de oc-
tubre de 1978, Deng Xiaoping (1992-1995, vol. 2, p. 143) llama la
atención sobre el hecho de que se está ampliando la brecha tecnoló-
gica con los países más avanzados; estos se desarrollan «con una ve-
locidad enorme» mientras que China no consigue mantener el paso.
Y diez años después: «la alta tecnología está avanzando a un ritmo
enorme»; existe el riesgo de que «la brecha de China con respecto a
los demás países aumente aún más» (Deng Xiaoping 1992-1995, vol.
3, p. 273).
Si el gran país asiático hubiera faltado a la cita con la nueva revo-
lución tecnológica, se habría condenado a un atraso permanente y
se habría encontrado en una situación de debilidad y desigualdad pa-
recida a la que la había entregado inerme a las guerras del opio y a
los abusos del capitalismo y el colonialismo occidentales.
Pero esta política de rápido desarrollo económico y tecnológico,
esta carrera en pos de Occidente, ¿no acabaría por favorecer a las re-
giones (costeras) que gozaban de una situación geográfica mejor y
disponían por lo menos de las modestas infraestructuras, mal que
bien dejadas en herencia por el dominio colonial o semicolonial? La
distribución más o menos igualitaria de la miseria cedería el paso a
un proceso de desarrollo con ritmos inevitablemente desiguales. Vol-
vía a presentarse el problema que acabamos de ver aparecer inmedia-
tamente después de la revolución de octubre: ¿el objetivo de la lucha
de clases revolucionaria era crear una sociedad donde, con la desapa-
rición de «los ricos», solo hubiera sitio para los «pobres y paupérri-
mos», o debía fomentar un desarrollo de las fuerzas productivas y la
232
riqueza social, para acabar de una vez por todas con la miseria y la
penuria, elevando drásticamente el nivel de vida de las masas popu-
lares? Por otro lado, ¿hasta qué punto se puede considerar igualitaria
una sociedad donde solo hay sitio para «pobres y paupérrimos»?
233
rante un tiempo largo e indefinido. El Gran Salto Adelante y la Re-
volución Cultural no tenían en cuenta el proceso de secularización:
no se puede llamar siempre y eternamente a la movilización, a la ab-
negación, al espíritu de renuncia y sacrificio, al heroísmo de las ma-
sas. Debido también a la situación internacional desfavorable y hostil
(al embargo implacable que desde el principio aplicaron Estados Uni-
dos y Occidente se sumaba la ruptura con la URSS y los demás países
socialistas), el resultado del Gran Salto Adelante y la Revolución Cul-
tural fue negativo y trágico. Se produjo una desaceleración más o
menos fuerte del desarrollo económico que acabó agravando las dos
desigualdades. No solo se acentuaba el atraso de China con respecto
a los países más avanzados, sino que también, en el plano interno, el
igualitarismo sinceramente proclamado y anhelado se convertía en
su contrario. Cuando la miseria alcanza cierto nivel, puede acarrear
el peligro de la muerte por inanición. En tal caso, el trozo de pan
que garantiza la supervivencia a los más afortunados, por pequeño que
sea, crea una desigualdad absoluta, la desigualdad entre la vida y la
muerte. Mientras impone un ascetismo doloroso para todos, la socie-
dad soñada por el populismo (no solo cristiano), donde «ya no hay
ricos, solo pobres y paupérrimos», es incapaz de mantener la promesa
de igualdad, dado que la reducida desigualdad cuantitativa acaba
convirtiéndose en una desigualdad cualitativa absoluta.
Mao Zedong se vio obligado a tener en cuenta todo esto. En una
conversación de mayo de 1974 con el ex primer ministro inglés Ed-
ward Heath trazó un balance amargo y cargado de acentos autocrí-
ticos. Esta fue su respuesta cuando su interlocutor le comentó que
cometer errores es el destino de todos los grandes estadistas: «Mis
errores son más serios. Ochocientos millones de hombres necesitan
comer y, además, la industria china está subdesarrollada. No puedo
vanagloriarme mucho sobre China. Vuestro país está desarrollado y
el nuestro subdesarrollado» (Mao Zedong 1998, p. 457). No se había
reducido en lo más mínimo la desigualdad en el plano internacional;
y, como revela la referencia al problema de la alimentación, la desi-
gualdad en el plano interno no solo no se había resuelto sino que se
234
había agravado, dado que, pese a la equidad de la distribución, la
inanición y la muerte por inanición introducían un elemento de desi-
gualdad absoluta.
Se puede comprender entonces el giro radical de Deng Xiaoping
(1992-1995, vol. 3, p. 122): los marxistas debían convencerse de
«que la pobreza no es socialismo y el socialismo significa eliminación
de la miseria; no se puede decir que se está edificando el socialismo
si no se desarrollan las fuerzas productivas y no se eleva el nivel de
vida del pueblo». Por consiguiente, «¡hacerse rico es glorioso!»: eso
proclamaba Deng Xiaoping repitiendo, probablemente sin saberlo,
la consigna con la que más de medio siglo antes Bujarin había tratado
de superar el atraso de la agricultura soviética, estimulando el interés
de los campesinos.
Ante un problema semejante pero de mayor envergadura se en-
contraba cerca de sesenta años después el nuevo dirigente chino, que
en 1986 explicaba el significado de su lema en una entrevista con un
periodista de televisión estadounidense. Se trataba de acabar con la
visión, reprochada a la derrotada «banda de los cuatro», de que «el
comunismo pobre era preferible al capitalismo rico». En realidad,
según al definición de Marx (Crítica del programa de Gotha), co-
munista es la sociedad que se rige por el principio «de cada cual según
su capacidad, a cada cual según su necesidad». Por lo tanto, presu-
pone un enorme desarrollo de las fuerzas productivas y de la riqueza
social; de modo que hablar de «comunismo pobre» o de «socialismo
pobre» (dado que el socialismo es la etapa previa al comunismo) es
una contradicción en los términos. Pero Deng Xiaoping (1992-1995,
vol. 3, pp. 174-175), como seguidor de los «principios del marxismo»
y del «comunismo», se preocupaba de distinguir el significado que
podía tener su lema en sistemas sociales distintos. Al contrario que
en el capitalismo, en el socialismo «la riqueza pertenece al pueblo» y
la «prosperidad» es «para todo el pueblo»: «Permitimos a algunas per-
sonas y algunas regiones que prosperen las primeras para alcanzar
antes la meta de la prosperidad común. Por eso nuestra política no lle-
vará a la polarización, a la situación en que los ricos se vuelven cada
235
vez más ricos y los pobres cada vez más pobres». Sobre estos aspectos
insistía con fuerza una y otra vez: había que esforzarse para asegurar
«el bienestar y la felicidad del pueblo», para que «nuestro pueblo ten-
ga una vida discretamente confortable», para «elevar el nivel de vida
del pueblo» y «la renta del pueblo», para alcanzar la «prosperidad
común». Por supuesto, en un país-continente como China no podían
acceder a la «prosperidad común» todos a la vez. Las primeras en al-
canzar el objetivo serían las regiones costeras, que luego serían capaces
y tendrían la obligación de «dar una ayuda mayor» a las regiones del
interior (Deng Xiaoping 1992-1995, vol. 3, pp. 33, 115, 122, 145
y 271-272).
Desde el punto de vista de Deng Xiaoping (1992-1995, vol. 3,
pp. 119 y 175), el impulso que él había dado a China era la «segunda
revolución» o una nueva fase de la revolución, pero para sus adversa-
rios en el país y para buena parte de los marxistas occidentales en
realidad se trataba de una contrarrevolución burguesa y capitalista.
¿Cómo explicar estas dos lecturas opuestas?
236
VIII
Después de la revolución
Las ambigüedades de la lucha de clases
237
capitales de otros países. En el campo, aunque los pequeños campe-
sinos han reemplazado a la gran propiedad feudal, en conjunto la
presunta revolución socialista «ha consolidado la propiedad privada
de los medios de producción y la producción de mercancías». Puede
que los pequeños campesinos emprendan el camino de la coopera-
ción, pero no hay que olvidar que la propiedad cooperativa no es
más que «una nueva forma de capitalismo». Sí, el nuevo poder sovié-
tico podría proceder a la nacionalización de toda la economía, pero
hay que tener en cuenta que la «economía estatal todavía no es el so-
cialismo», pues seguirían existiendo el mercado y la producción mer-
cantil, y aun en el caso de que ambos desaparecieran, está por ver si
se ha realizado la «fundación de una producción socialista» auténtica.
La liquidación de una determinada forma de capitalismo no significa
en sí misma la liquidación del capitalismo como tal: el nuevo poder
«puede anular muchas formas de propiedad capitalista» sin por ello
dejar atrás realmente el viejo sistema social. Como se ve, el listón que
debe superar el nuevo régimen para poder llamarse socialista se coloca
cada vez más alto, de modo que el régimen, cualesquiera que sean
sus esfuerzos y los resultados obtenidos, por definición sigue sin ser
socialista.
El socialismo del que se habla aquí es como la cosa en sí kantiana.
Al estar contrapuesta al mundo fenoménico (el mundo que solo es
accesible al conocimiento humano), la cosa en sí, según el análisis de
Hegel, está definida de tal modo que resulta inalcanzable e impen-
sable; del mismo modo, el socialismo de Kautsky (y de muchos otros
autores que argumentan como él), ya por su configuración etérea y
enrarecida, es inalcanzable e irrealizable. Las innumerables propo-
siciones que demuestran con elocuencia la imposibilidad de conocer
la cosa en sí, o la falta de construcción del socialismo, tras un análisis
más atento se revelan como vanas tautologías. Pese a su actitud de
paladín de la ortodoxia, Kautsky no pone en cuestión el «ascetismo
general» ni el «tosco igualitarismo» duramente criticados por el Ma-
nifiesto del partido comunista y que caracterizan a la Rusia soviética
del momento. En cambio denuncia la aparición e imposición de una
238
nueva clase explotadora en el país gobernado por los bolcheviques:
«El lugar de quienes hasta el momento eran capitalistas, ahora con-
vertidos en proletarios, ha sido ocupado por intelectuales o proleta-
rios ahora convertidos en capitalistas» (Kautsky 1977, pp. 113 y
119-122). La revolución de octubre acaba de producirse: el fantasma
de la llegada al poder de una nueva clase explotadora acompaña a la
Rusia soviética desde su nacimiento.
Lenin responde a tomas de posición como la que acabamos de
ver. En un artículo publicado en Pravda del 7 de noviembre de 1919
destaca: la transición del capitalismo al comunismo «no puede dejar
de reunir los rasgos o las propiedades de ambas formaciones de la
economía social», y abarca «toda una época histórica» (LO, 30; 88).
Para Kautsky, en cambio, la persistencia de las relaciones sociales bur-
guesas es la demostración o la confirmación de que el poder en Rusia
sigue teniéndolo una clase, una nueva clase explotadora. El dirigente
soviético replica: escandalizarse por la presencia de relaciones sociales
heterogéneas durante la transición es escandalizarse por el hecho de
que la conquista del poder no significa el cese de la lucha de clases.
Está claro: «Son rasgos comunes a los demócratas pequeñoburgueses
la aversión a la lucha de clases, los sueños sobre la posibilidad de pres-
cindir de ella, la aspiración a atenuar, conciliar y limar sus agudas
aristas. Por eso, los demócratas de esta especie no quieren reconocer
la necesidad de todo un período histórico de transición del capita-
lismo al comunismo» (LO, 30; 89).
Pero ¿cómo se manifestaba en esa situación determinada la lucha
de clases? Ya en 1920, ante los intentos de los dirigentes soviéticos
de poner orden en el aparato productivo y revitalizarlo volviendo a
introducir en las fábricas el principio de la competencia, los círculos
reacios al golpe de timón respondían denunciando la llegada al poder
de los «especialistas burgueses», o de «una nueva burguesía» (Figes
2000, pp. 878-880). Para Lenin, en cambio, las medidas para relan-
zar el aparato productivo y consolidar la base social de consenso del
poder revolucionario recurriendo a «especialistas burgueses», a la
NEP y al «capitalismo de estado», eran las formas concretas de lucha
239
de clases del proletariado en la nueva situación. Para los opositores
dentro del propio partido bolchevique, la vuelta al capitalismo, si-
quiera en forma reducida, era la demostración de que el proletariado
había perdido o estaba perdiendo la lucha de clases y la burguesía,
vieja o nueva, había reconquistado o estaba reconquistando el poder.
Lenin lo advierte con preocupación: «Se piensa que [con la NEP] se
pasa del comunismo en general al sistema burgués en general» (LO,
32; 322). Los gritos de triunfo que se alzaban en el otro bando re-
forzaban la amarga convicción de los bolcheviques decepcionados.
Para los mencheviques –observa Lenin, indignado– la NEP es la ad-
misión del «fracaso del comunismo». Sí, «el leitmotiv de los menche-
viques y menchevizantes es: “Los bolcheviques han dado marcha
atrás, hacia el capitalismo; esa será su tumba. ¡Pese a todo, la revolu-
ción, incluida la revolución de octubre, ha sido una revolución bur-
guesa!”» (LO, 33; 12 y 9). De este modo argumentaba un frente
bastante amplio. No faltaban reacciones claramente grotescas. Lenin
contaba, esta vez divertido, que algunos «cadetes» (liberales) rusos
derrotados y exiliados llamaban a apoyar a la Rusia soviética, que se
encaminaba «hacia el común poder burgués» (LO, 33; 260).
En otras revoluciones encabezadas por partidos comunistas hubo
réplicas del debate que acabamos de ver. Los dirigentes de estos par-
tidos, frente a las voces de alarma o de triunfo por la «restauración
burguesa», se vieron obligados a reconsiderar la teoría marxiana de
la lucha de clases y del dominio de clase. El resultado son reflexiones
a veces de gran interés, que además de ayudarnos a comprender un
capítulo de extraordinaria importancia de la historia contemporánea,
pueden arrojar nueva luz sobre los textos de Marx y Engels.
240
tra en Rusia señales de decadencia. En enero de 1919 es un dirigente
sindical quien da la alarma:
241
Ese es el gobierno: «Pero, a menos que sean unos insensatos, los hom-
bres ricos que tienen intendentes examinan con atención y severidad
si los intendentes cumplen con su deber». Constant declara explíci-
tamente que la riqueza es y debe ser el árbitro del poder político y
que la esencia misma de la libertad moderna reside en este hecho,
reconocido e innegable, de que el gobierno dependa de los propieta-
rios: «El crédito no tenía la misma influencia entre los antiguos; sus
gobiernos eran más fuertes que los particulares; los particulares son
más fuertes que los poderes públicos en nuestros días; la riqueza es
un poder más disponible a cada instante, más aplicable a todos los
intereses, y por consiguiente mucho más real y mejor obedecida»
(Constant 1980, pp. 511-512 = Constant 1970, pp. 235-236). Pero
a partir del Manifiesto del partido comunista y de los primeros intentos
del proletariado por organizarse como clase, el panorama cambia. En
1864 es la propia Asociación Internacional de los Trabajadores la que
reconoce a la clase obrera inglesa el mérito de haber impedido que el
bloque social dominante en Inglaterra sacara adelante su plan de in-
tervenir al lado del Sur secesionista y esclavista. Ya no hay una iden-
tificación inmediata de la clase social dominante con la línea política
del gobierno.
La tendencia del estamento político y gubernamental a adquirir
mayor autonomía, tal como se observa en algunas situaciones histó-
ricas, refuta definitivamente la visión mecánica de la relación entre
economía y política. ¿Qué clase social ejerce el poder en el periodo
de la monarquía absoluta? No es la aristocracia feudal, que incluso
ve con desagrado y creciente aprensión la aparición y el desarrollo
de la burguesía; pero esta última tampoco ejerce el poder político, y
en cierta etapa de su desarrollo soporta cada vez peor las trabas que
le impone el absolutismo monárquico, hasta que finalmente se decide
a derrocarlo. Desde sus primeros escritos Marx insiste en la ambi-
güedad social de la monarquía absoluta, que caracteriza una situación
de equilibrio inestable entre la aristocracia feudal (decadente) y la
burguesía (ascendente) (MEW, 4; 346). Más adelante Engels defini-
ría a «la monarquía absoluta como el compromiso espontáneo entre
242
nobleza y burguesía» (MEW, 37; 154). El encargado de vigilar el
equilibrio inestable y consagrar el compromiso precario es un poder
que, durante toda una etapa histórica, no se identifica con ninguna
de las dos clases competidoras y luego antagonistas.
Un fenómeno parecido se produce en varias crisis históricas más
o menos agudas. ¿Qué clase social ejerce el poder en Francia durante
el periodo de mayor radicalización revolucionaria? La ideología ale-
mana observa que solo a través de un proceso complejo y contradic-
torio la burguesía «absorbe primeramente las ramas de trabajo que
pertenecen directamente al estado, y luego todos los estamentos más
o menos ideológicos» (MEW, 3; 53). Mirándolo bien, el que ejerce
el poder político en los años de Robespierre y del Terror jacobino no
es propiamente una clase social, sino un estamento ideológico y polí-
tico que, por una serie de circunstancias (la agitación generalizada
posterior a la caída del antiguo régimen, a la que se suma el estado
de excepción provocado la invasión de las potencias contrarrevolu-
cionarias y la guerra civil), ha adquirido en cierta medida una confi-
guración autónoma. Se comprende entonces el fastidio de Engels
cuando, varias décadas después, comenta un ensayo de Kautsky sobre
la revolución francesa. Después de criticar «las misteriosas alusiones
a los nuevos modos de producción», hace al autor esta significativa
recomendación: «Yo hablaría mucho menos del nuevo modo de pro-
ducción. Una distancia abismal lo separa siempre de los hechos que
mencionas, y presentado de esta forma directa aparece como una
pura abstracción que en vez de aclarar la cosa, la oscurece». Al hablar
del paso del antiguo régimen a la sociedad burguesa el tono es «ab-
soluto, cuando se impone la máxima relatividad». Lejos de ser la ex-
presión orgánica de la burguesía y del modo burgués de producción,
el Terror jacobino, por un lado, es «una medida de guerra», y por
otro acusa la presión desde abajo para aplicar en sentido plebeyo «la
igualdad y la fraternidad» proclamadas en 1789. En conclusión: el
dominio y la «orgía burguesa» solo empiezan después del Termidor,
posibilitado por la victoria del ejército francés y el fin de una situación
internacional que hacía necesario el Terror (MEW, 37; 155-156).
243
La ideología alemana se propone sacar conclusiones generales del
análisis del jacobinismo: hay una división del trabajo dentro de la
burguesía entre sectores directamente implicados en la actividad eco-
nómica y estamentos ideológicos y políticos, y esta división puede
convertirse en «escisión», una escisión que en ciertas circunstancias
se desarrolla «hasta crear entre las partes cierta oposición y cierta hos-
tilidad» (MEW, 3; 46-47).
El fenómeno que acabamos de analizar no se agota con la caída
del jacobinismo. Al Termidor le siguió, cinco años después, el 18 de
Brumario. Pues bien, ¿de qué clase social es expresión Napoleón I?
Leamos la respuesta de La sagrada familia:
244
políticos (y militares) vuelve a ponerse de manifiesto durante la crisis
revolucionaria que desemboca en la dictadura de Napoleón III. Se-
gún el análisis de Marx, el aparato militar creado por la burguesía
para combatir a los obreros acaba engullendo a toda la sociedad y a
la propia clase dominante: con la represión del motín obrero de ju-
nio, el general Jean-Baptiste Cavaignac (respetado por la burguesía
liberal) ejerce «la dictadura de la burguesía mediante la espada», que
sin embargo acaba convirtiéndose en la «dictadura de la espada sobre
la sociedad civil» e incluso sobre la propia burguesía (MEW, 7; 40).
Al respecto, Tocqueville se puede considerar una figura emblemá-
tica. Cuando se condensan los nubarrones que anuncian la tormenta
de junio de 1848, expresa la opinión de que «la guardia nacional y
el ejército serán esta vez implacables». Tras el estallido de la insurrec-
ción obrera, el liberal francés no solo es partidario de otorgar poderes
de estado de sitio a Cavaignac, sino que recomienda fusilar en el acto
a cualquier plebeyo sorprendido «en actitud de defensa». La represión
sangrienta no basta para calmar su angustia; de ahí su invocación a
una «reacción enérgica y definitiva a favor del orden» para acabar
con el caos revolucionario y anárquico; no hay que conformarse con
«paliativos», es preciso barrer no solo a la Montaña sino a «todas las
colinas circundantes» sin vacilar ante «un remedio […] heroico».
Clara y apasionada es su toma de posición a favor de la «dictadura
de la burguesía mediante la espada», pero es el propio Tocqueville
quien añade: «Francia pertenece a quien restablecerá el orden» y pon-
drá fin a las «locuras de 1848». Sin saberlo, evoca la figura de Napo-
león III, que transforma la «dictadura de la burguesía mediante la
espada» en la «dictadura de la espada sobre la sociedad civil», conde-
nando al propio Tocqueville y al conjunto de la burguesía liberal a la
impotencia y el exilio interior (Losurdo 2005, cap. X, § 1).
La misma dialéctica parece a punto de repetirse tras la feroz re-
presión que se abate en 1871 contra la Comuna de París. Marx es-
cribe:
245
entre los obreros franceses y quienes se apropian del producto de
su trabajo. La mano dura de la soldadesca mercenaria podrá man-
tener durante algún tiempo a las dos clases unidas bajo la misma
opresión; pero la batalla entre ellos tendrá que estallar nuevamente
en proporciones cada vez mayores (MEW, 17; 361).
246
la distinción entre cesarismo regresivo y cesarismo progresivo que
hace Gramsci, y que en las distintas situaciones históricas el carácter
progresivo o regresivo está más o menos acentuado.
247
político. En Inglaterra las cosas son distintas, pues en última instancia
es la aristocracia la encargada de «dirigir el estado y la sociedad», aun-
que ahora ya «en interés de la burguesía»; en el ámbito de una socie-
dad que ya es plenamente capitalista, aunque la burguesía es la clase
dominante en el sentido estricto, ha delegado en la aristocracia las
funciones de gobierno. En el caso de Inglaterra se puede hablar de
variante del proceso de autonomización de los estamentos ideológico
y políticos (y militares), en el sentido de que estos, aunque se remitan
a la aristocracia, se desligan de su clase de origen para constituir el
estamento gubernamental de un estado burgués.
Es una práctica a la que recurre pocos años después la propia bur-
guesía alemana. Con la fundación del Segundo Reich y el fuerte desa-
rrollo industrial consiguiente se produce una división del trabajo que
Gramsci (1975, p. 2032) sintetiza así: «La burguesía obtiene el go-
bierno económico-industrial, pero las viejas clases feudales perma-
necen como el estamento gubernamental del estado político con
amplios privilegios corporativos en el ejército, en la administración
y sobre la tierra»; de alguna manera «se convierten en los “intelec-
tuales” de la burguesía, con un determinado temperamento dado por
el origen de casta y por la tradición». A este respecto, un ilustre his-
toriador contemporáneo ha hablado de «persistencia del antiguo ré-
gimen» en Inglaterra, Alemania y el conjunto de Europa hasta la
primera guerra mundial (Mayer 1982). A mí me parece más precisa
y persuasiva la explicación de Engels y de Gramsci: el antiguo régi-
men ya ha quedado atrás, pero la burguesía dominante sigue enco-
mendando a estamentos salidos de él funciones importantes y a
menudo con un significado que no tenían antes. Esto explica que en
un país altamente desarrollado como Inglaterra todavía hoy existan
instituciones como la Cámara de los Lores y la Corona.
El recurso de una clase social a estamentos ideológicos que en
cierto modo son ajenos a ella también puede ser una medida progre-
sista. Es significativo el análisis que hace Marx del periodo que pre-
cede en Prusia (y concretamente en las provincias renanas) al estallido
de la revolución del 48:
248
La burguesía, aún demasiado débil para tomar medidas concretas,
se vio obligada a echar mano del ejército teórico dirigido por los
discípulos de Hegel contra la religión, las ideas y la política del
viejo mundo. En ningún periodo anterior la crítica filosófica fue
tan audaz, tan poderosa y tan popular como en los primeros ocho
años del dominio de Federico Guillermo IV […]. La filosofía debía
su poder, durante este periodo, exclusivamente a la debilidad prác-
tica de la burguesía; dado que los burgueses no eran capaces de
asaltar en la realidad las instituciones decrépitas, tuvieron que dejar
la dirección (Vorrang) a los audaces idealistas que daban el asalto
en el terreno del pensamiento (MEW, 12; 684).
249
quienes quizá se les podrían encomendar funciones «delegadas».
En realidad es un panorama que ya se presenta indirectamente en
un texto muy anterior. Si el Manifiesto del partido comunista, por un
lado, invita a «centralizar todos los instrumentos de producción en
manos del estado, es decir, del proletariado organizado como clase
dominante», por otro sugiere una línea más cauta: conviene promo-
ver «las empresas fabriles pertenecientes al estado y los instrumentos
de producción [del estado]». Se diría que la nacionalización aquí
mencionada no es completa, ya que además nos encontramos con
una precisión: por lo menos «al principio» las medidas tomadas por
el poder revolucionario «parecen de poco alcance y de gran precarie-
dad en términos económicos». También salta a la vista una consigna
no menos significativa: «Confiscación de la propiedad de todos los
emigrados [políticos] y sediciosos» (MEW, 4; 481). Más que una dis-
posición general de carácter económico, la expropiación de la bur-
guesía parece una medida parcial dictada, al menos en parte, por las
circunstancias políticas. De nuevo nos encontramos ante un pano-
rama que, incluso después de la revolución anticapitalista, tiene
prevista la permanencia parcial de grandes riquezas burguesas o de
origen burgués.
De todos modos es probable que, remitiéndose al fragmento antes
citado de Engels, Lenin fuerce su significado. Pero antes veamos cuál
es la evolución que está detrás de la toma de posición del dirigente
soviético.
250
dinero […]. El “arte” que poseen para la administración estatal, mi-
litar y económica les da una enorme superioridad» (LO, 30; 96).
El plan de expropiación parece destinado a seguir hasta el final,
pero surge una duda: ¿se puede prescindir del «arte» monopolizado
sustancialmente por las clases expropiables? Meses después, el 29 de
marzo de 1920, Lenin se dirige en estos términos a los delegados al
IX Congreso del partido bolchevique:
251
vique a abrir los ojos sobre la «desproporción entre nuestras “fuer-
zas” económicas y las políticas». ¿Entonces? En la edificación del
sistema socialista hay que saber utilizar a ciertos miembros de la bur-
guesía capitalista. Como ellos no van a colaborar por un simple im-
pulso altruista, se impone «la necesidad de un tipo especial de
“indemnización” que los obreros deben proponer a los capitalistas
más cultos, dotados y capacitados desde el punto de vista organiza-
tivo, que estén dispuestos a ponerse al servicio del poder soviético y
contribuir sinceramente a organizar la gran producción “de es-
tado”». Sí, hay que aplicar «métodos de compromiso o de indem-
nización con los capitalistas cultos que son favorables al “capitalismo
de estado”» y pueden ser «útiles para el proletariado como organi-
zadores inteligentes y expertos de las empresas más grandes, que ase-
guren el abastecimiento de productos a decenas de millones de
personas» (LO, 32; 318-319). En respaldo de este razonamiento
Lenin remite a Marx y, concretamente, al fragmento de Engels que
hemos visto.
Se ha ido mucho más lejos de la distinción entre «estado», o poder
político, y «administración». Ya no se trata solo de emplear, retribu-
yéndoles adecuadamente, especialistas burgueses para encomendarles
tareas administrativas o burocráticas más o menos importantes; se
trata, por el contrario, de llegar a un compromiso con capitalistas
que siguen siendo tales, que no renuncian a su propiedad. «¿Es posi-
ble la combinación, la unión, la coexistencia del estado soviético, de
la dictadura del proletariado, con el capitalismo de estado? Natural-
mente, es posible» (LO, 32; 324). Hay que tener presente que aquí
por «capitalismo de estado» no se entienden unos medios de produc-
ción nacionalizados y bajo el control del estado. No, «capitalismo de
estado» es sinónimo de «capitalismo controlado y regularizado por
el estado proletario» (LO, 32; 433). Es decir, nos hallamos en pre-
sencia de la propiedad capitalista privada, que rebrota con la NEP,
aunque en medida limitada; pero hay que tener en cuenta que «ca-
pitalismo de estado en una sociedad donde el poder pertenece al ca-
pital, y capitalismo de estado en un estado proletario, son dos
252
conceptos distintos» (LO, 32; 466). Una vez hecha esta distinción,
es preciso «atraer al capital extranjero», además de al nacional, evi-
dentemente «sin darle el poder» (LO, 32; 165). Si esta línea de re-
nuncia a la nacionalización y estatización integral de los medios de
producción vale para la industria, con más motivo puede y debe valer
para la agricultura. En octubre de 1921 Lenin resume así el trayecto
recorrido:
253
sino también en la organización de la vida económica y el desarrollo
de las fuerzas productivas.
254
nen que ser capaces de aprender en el plano económico de la clase a
la que han desposeído. Mao da una explicación más amplia de su vi-
sión en un discurso del 18 de enero de 1957:
255
1967, p. 284). En el largo intervalo transcurrido desde 1928, los in-
tentos de nacionalización total de la economía abarcan un periodo
bastante limitado.
Como sabemos, también la NEP en su momento fue interpre-
tada, sobre todo en Occidente, como una vuelta disimulada al capi-
talismo. Pero hay tres testigos de excepción que argumentan de un
modo distinto. El primero es Gramsci, que estuvo en Moscú de mayo
de 1922 a diciembre de 1923 y varios años después hizo este balance:
la realidad de la URSS nos pone en presencia de un fenómeno
«nunca visto en la historia». Una clase «dominante» en lo político se
encuentra, «en conjunto», «en unas condiciones de vida inferiores a
las de determinados elementos y sectores de la clase dominada y so-
metida». Las masas populares que siguen pasando trabajos están
desorientados ante el espectáculo del «nepman con su abrigo de pieles
y todos los bienes de la tierra a su disposición»; sin embargo, esto no
debe ser motivo de escándalo o de repulsa, pues el proletariado, lo
mismo que no puede conquistar el poder, tampoco puede mante-
nerlo sin sacrificar sus intereses particulares e inmediatos a «los inte-
reses generales y permanentes de la clase» (Gramsci 1971, pp.
129-130).
Los otros dos testimonios excepcionales simpatizan menos con el
país visitado, pero en lo fundamental coinciden con el dirigente co-
munista italiano. Me refiero al escritor austríaco Joseph Roth, que
visita Moscú entre septiembre de 1926 y enero de 1927 y, en una
crónica para Frankfurter Zeitung, escribe: «Si bien es cierto que el
proletariado es la clase dominante, también lo es que la nueva
burguesía es la clase del bienestar. El proletariado posee todas las ins-
tituciones del estado. La burguesía posee todas las instituciones de
la vida cómoda» (en Flores 1990, p. 52). Por último Benjamin (2007,
pp. 40-41) resume así sus impresiones en 1927:
256
cada poder es una entidad calculable […]. El estado soviético ha
interrumpido esta ósmosis de dinero y poder. El partido, eviden-
temente, se reserva el poder para sí, pero el dinero se lo deja al
hombre de la NEP.
257
fin al absentismo y la anarquía en los lugares de trabajo, o el obrero
belga Lazarevich, decidido a oponerse con la huelga a la intensifica-
ción de los ritmos (y la «explotación» que conlleva)? ¿Es el dirigente
soviético, que recurre a los «especialistas burgueses» (garantizándoles
retribuciones muy altas) y a los capitalistas dispuestos a colaborar
con el poder soviético para desarrollar las fuerzas productivas y supe-
rar el primer tipo de desigualdad, o son los obreros indignados por
la permanencia del segundo tipo de desigualdad y por la «restaura-
ción del capitalismo»? Aunque solo quisiéramos confrontar obreros:
quienes promueven la causa de la emancipación ¿son aquellos que,
estimulados por los incentivos materiales y morales, se suman al mo-
vimiento estajanovista para el desarrollo de la producción (y de la ri-
queza social), o los que se oponen a todo eso?
Cuando todavía no ha desaparecido el comunismo de guerra –es-
tamos entre marzo y abril de 1920– Lenin llama la atención sobre la
paradoja que se ha creado en la Rusia soviética: «La clase obrera se
ha convertido en la clase que tiene el poder estatal y se ve obligada a
hacer grandes sacrificios, a morir de hambre y a padecerla». Vive en
condiciones económicas peores que las de los campesinos, que han
obtenido grandes ventajas de la nueva situación: «por primera vez se
han alimentado mejor que durante cientos de años en la Rusia za-
rista» (LO, 30; 417). La paradoja se agudiza y se vuelve incluso insul-
tante con la introducción de la NEP: la que entonces vive en
condiciones mucho mejores que la clase dominante en lo político es
una clase, o sectores de ella, que ha sido desposeída por explotadora.
La tolerancia con los nuevos ricos, pese a la persistente miseria
proletaria, crea en la Rusia soviética una sensación generalizada e in-
tensa de «traición»: «En 1921-1922 decenas de miles de obreros bol-
cheviques rompieron el carné disgustados por la NEP; la habían
rebautizado Nueva Extorsión al Proletariado» (Figes 2000, p. 926).
También se sale del partido la «Oposición Obrera». No es una mera
crisis política, es una crisis existencial devastadora. En 1927 Benja-
min (2007, p. 59) observa: «El “alto” que ha dado el partido en deter-
minado momento al comunismo de guerra con la NEP, ha provocado
258
un contragolpe espantoso, que ha aniquilado literalmente a muchos
militantes del movimiento».
Esta actitud no se limita ni mucho menos a la Rusia soviética,
pues quizá sus exponentes más apasionados o más patéticos son mi-
litantes e incluso dirigentes comunistas de Occidente. Lenin se refiere
a ellos con sarcasmo:
259
lugar, es evidente que el poder soviético no puede mantenerse si no
resuelve el problema de la miseria desesperada y el hambre que azota
al pueblo ruso. Para reactivar la producción agrícola hay que hacer
concesiones generosas a los campesinos, y escandalizarse por eso «sig-
nifica poner los intereses corporativos de los obreros por encima de
los intereses de clase; significa sacrificar los intereses de toda la clase
obrera a los intereses de la ventaja inmediata, momentánea, parcial,
de los obreros, sacrificar su dictadura» (LO, 32; 321). Para reactivar
la producción industrial se imponen concesiones aún más generosas
a los especialistas burgueses y al capital ruso e internacional dispuesto
a colaborar con la NEP. Lo que más desorienta es la apertura al ca-
pital extranjero, al que se garantizan unas ganancias excepcionales,
ya que se tiene absoluta necesidad de su tecnología avanzada; pero
no es la protesta contra esta política, sino esta política, la que es «un
aspecto de la lucha, la continuación de la lucha de clases con otra
forma» (LO, 32; 326).
Veamos ahora la situación en las fábricas. En la segunda mitad de
los años veinte Pierre Pascal, a quien ya conocemos, se queja de que
«desde un punto de vista material se está avanzando hacia la ameri-
canización» (entendida como el culto idólatra al desarrollo económi-
co y tecnológico); es cierto que ha habido algunos progresos
económicos, pero «a costa de una explotación formidable de la clase
obrera» (en Flores 1990, p. 53). Lenin, entre 1920 y 1921, argumen-
ta justo al revés. Invita a los sindicatos a liberarse «cada vez más de la
mezquindad corporativa»: la suya tiene que ser «una labor de media-
ción» para «contribuir a la conciliación más rápida y menos penosa
posible» de los conflictos que surgen inevitablemente (LO, 32; 226
y LO, 33; 168), sin perder de vista nunca la meta del desarrollo de
las fuerzas productivas, el único que puede garantizar una mejora
sensible de las condiciones de vida de las masas populares y al mismo
tiempo fortalecer al poder soviético. Para ser claros:
260
estos el objetivo más importante que debe perseguir la revolución
es una mejora en el interior del país, mejora que no impresiona, que
no salta a la vista, no se ve a primera vista, una mejora del trabajo,
de su organización y sus resultados (LO, 33; 27).
261
en el «momento “catártico” […] el punto de partida de toda filosofía
de la praxis» y de la teoría revolucionaria (Gramsci 1975, p. 1244).
¿Cómo interpretar esta declaración sibilina y asombrosa? Durante
mucho tiempo, en la cultura europea, la revolución y los movimien-
tos revolucionarios se han desacreditado como expresiones de envi-
dia, rencor, resentimiento; baste pensar en autores como Constant,
Taine y, sobre todo, Nietzsche. La reflexión que acabamos de ver re-
futa este tópico: en la Rusia de la NEP el proletario que no logra su-
perar la envidia por el «nepman con su abrigo de pieles y todos los
bienes de la tierra a su disposición» es incapaz de contribuir a la edi-
ficación de la nueva sociedad, a la que sin embargo aspira. La tesis
de Gramsci, de carácter general, no por casualidad llega a su madurez
mientras en Alemania el nazismo atiza el resentimiento y la envidia
de los sectores populares más atrasados contra los intelectuales, sobre
todo los revolucionarios, y encauza contra los judíos la frustración
de las masas empobrecidas por la guerra y la crisis económica. Con-
trariamente a lo que afirman Constant, Taine y Nietzsche, el movi-
miento revolucionario solo se desarrolla y madura si consigue
expresar un «momento catártico».
Es interesante señalar que, a miles de kilómetros de distancia de
Europa, otro gran dirigente comunista se mueve a tientas hacia la
misma adquisición teórica. En 1929 Mao Zedong (1969-1975, vol.
1, p. 115) emprende una lucha contra el «igualitarismo absoluto»:
con su mezquindad, su carga de envidia y, podría decirse, incluso de
resentimiento (cuando se acuartela el Ejército Rojo, «se pretende que
cada cual tenga asignado el mismo espacio, y si el mando dispone de
un local un poco más grande, llueven los insultos»), es la expresión
de unas relaciones sociales estrechas, el «producto de la economía ar-
tesanal y de la pequeña economía campesina», y obstaculiza e impide
la formación del bloque social destinado a derrocar el antiguo régi-
men. El éxito de una revolución implica necesariamente la consoli-
dación de la unidad entre quienes son las víctimas más directas de la
explotación y la opresión, así como una política de alianzas capaz de
aislar al poder. Esto solo es posible si se olvidan o contienen las pe-
262
queñas mezquindades individuales y la envidia, el rencor y el resen-
timiento hacia los sectores sociales contiguos o inmediatamente su-
periores, que también son el blanco de esos estados de ánimo.
En verdad, el «momento catártico» desempeña una función esen-
cial en el proceso de formación de la conciencia de clase. El mismo
año en que desarrolla la reflexión sobre la NEP que ya conocemos,
1926, Gramsci (1971, p. 145) escribe:
263
tivo. Si en el primer frente se trata de agudizar el antagonismo de
clase del proletariado, en el segundo frente se trata de aumentar su
capacidad de mediación con clases o sectores sociales que viven en
condiciones materiales mejores que las suyas. O por usar el lenguaje
de Gramsci (1975, pp. 2288 y 1244), podríamos decir que ahora la
conciencia de clase se expresa por un lado como «espíritu de esci-
sión», que a una clase subalterna le permite alcanzar su «autonomía
íntegra», y por el otro como «catarsis», gracias a la cual una clase antes
subalterna puede dar «el paso del momento económico (o egoísta-
personal) al momento ético-político» y convertirse así en una clase
dirigente.
264
clase bajo el régimen del feudalismo y de la monarquía absoluta; en
la segunda, ya constituida como clase, derrocó el feudalismo y la mo-
narquía para trasformar la sociedad en una sociedad burguesa. La
primera de estas fases fue más larga y requirió mayores esfuerzos»
(MEW, 4; 180-181). Por consiguiente, la burguesía fue durante mu-
cho tiempo una clase solo en sí, antes de ser una clase también para
sí, es decir, antes de adquirir una conciencia de clase desarrollada y
ser capaz de definir y promover en la práctica sus intereses de clase.
En el proletariado el proceso de formación de la conciencia de
clase se ve obstaculizado y puede ser interrumpido o rechazado tanto
por la competencia que subsiste objetivamente entre los obreros
como a causa de la iniciativa política e ideológica de la clase domi-
nante. Algo parecido se puede decir de la burguesía, después de una
revolución que ha liquidado de un modo más o menos radical su
poder político y la ha desacreditado en el plano ideológico.
Veamos lo que ocurre en la República Popular China. Como se
desprende de la observación que hemos visto de Mao, para quien no
es conveniente llevar a cabo la expropiación económica de la bur-
guesía, esta clase no desaparece con la llegada al poder del Partido
Comunista. En octubre de 1978, cuando plantea su política de refor-
ma y apertura, Deng Xiaoping advierte: «No debemos permitir que
se forme una nueva burguesía». Este objetivo no está en contradic-
ción con la tolerancia que se tiene con ciertos capitalistas. Como
pocos meses después explica el nuevo líder chino, «la lucha contra
estos individuos es diferente de la lucha de una clase contra otra que
se desarrolló en el pasado (estos individuos no pueden formar una
clase cohesionada y declarada)». Naturalmente, no faltan residuos de
la vieja lucha de clases, pero en conjunto, con la consolidación de la
revolución y del poder del Partido Comunista, se ha creado una si-
tuación nueva (Deng Xiaoping 1992-1995, vol. 2, pp. 144 y 178).
«¿Existe la posibilidad de que surja una nueva burguesía? Puede for-
marse un puñado de elementos burgueses, pero no formarán una cla-
se», ya que existe «un aparato estatal» que es «poderoso» y capaz de
controlarlos. Es significativo el precedente histórico al que se remite
265
el dirigente chino en agosto de 1985. «Quizá Lenin tuvo una idea
feliz cuando adoptó la Nueva Política Económica» (Deng Xiaoping
1992-1995, vol. 3, pp. 142-143). Esto nos conduce a una situación
en que la burguesía, o ciertos elementos burgueses, siguen desempe-
ñando o, mejor dicho, vuelven a desempeñar (después de la fase del
«comunismo de guerra») una función económica más o menos des-
tacada, aunque se les haya despojado de la posibilidad de desempeñar
una función política.
El poder político no es lo único que obstaculiza el paso de la bur-
guesía de clase en sí a clase para sí. Hemos visto cómo Marx elogia
la nobleza de ánimo de los aristócratas polacos que, dejando a un
lado sus intereses de clase, se dejan guiar por el interés nacional. Sobre
todo en los momentos de crisis histórica más o menos aguda, se ve
claramente que un individuo está colocado en medio no de una, sino
de múltiples contradicciones. Da que pensar la acusación de Marx a
la burguesía francesa que en 1871, en vez de enfrentarse al invasor
prusiano, ataca a la Comuna de París: «En este conflicto entre el
deber nacional y el interés de clase, el gobierno de la defensa nacional
no dudó un instante en convertirse en el gobierno de la traición na-
cional» (MEW, 17; 319). Como revela la propia indignación que
tiñe este texto, no es una elección descontada. El noble polaco, sin
duda, también está preocupado por la agitación de los campesinos
que pone en cuestión su condición y sus privilegios sociales, pero no
puede pasar por alto el hecho de que el desmembramiento y some-
timiento de su país le priva de su identidad nacional y en todo caso
le condena a la subordinación política, cultural y, en ciertos aspectos,
también social con respecto a la potencia dominante. Podríamos re-
sumir diciendo que, en esta situación concreta, el noble polaco se ve
obligado a elegir entre identidad social e identidad nacional. En el
transcurso de la revolución rusa se encontró ante el mismo dilema,
como sabemos, el general de origen aristocrático (Brusílov) cuando
se unió al nuevo poder soviético movido por su «sentido del deber
hacia la nación», que los bolcheviques estaban salvando de la balca-
nización y el sojuzgamiento.
266
En una escala mucho más amplia, esta clase de situaciones tam-
bién se produjeron durante la revolución china, dirigida por un par-
tido comunista que encabezó la guerra de resistencia contra el
imperialismo japonés, una lucha para salvar a la nación china en con-
junto (incluyendo a las clases dominantes y explotadoras) de la escla-
vización a la que la había destinado el imperio del Sol Naciente. Es
probable que la lealtad patriótica siga dictando la actitud de los ca-
pitalistas viejos y nuevos, que se dan cuenta sin dificultad del apoyo
prestado por Washington a los movimientos separatistas de todo tipo
que pueden surgir o ser creados e instigados en este país-continente
que siempre ha sido multiétnico y multicultural.
Por último, no debe perderse de vista el proceso descrito lúcida-
mente en el Manifiesto del partido comunista. Releamos un pasaje ce-
lebérrimo: cuando la crisis arrecia y el orden constituido está a punto
de derrumbarse (o eso parece), «una pequeña fracción de esa clase
[dominante] reniega de ella y se adhiere a la clase revolucionaria, a
la clase en cuyas manos está el porvenir». Estamos en presencia de
un cambio de bando que no está motivado ni siquiera por una preo-
cupación nacional, pues se explica principalmente por la adhesión
intelectual y emotiva al partido o al movimiento que parece encarnar
el futuro inminente e ineluctable. Como protagonistas de este cam-
bio de bando, Marx y Engels señalan a los estamentos intelectuales,
a los ideólogos «que han llegado a comprender teóricamente el con-
junto del movimiento histórico» (MEW, 4; 471-472), pero puede
ocurrir, e históricamente ha ocurrido, con sectores sociales muy dis-
tintos y también con exponentes y sectores de la burguesía capitalista.
En los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial,
gracias al reconocimiento y la admiración por el papel de la URSS y
los partidos comunistas en la resistencia y la lucha contra la barbarie
nazifascista, el marxismo y el comunismo desplegaron una capacidad
de atracción que iba más allá de las clases populares. El proceso in-
verso se dio en torno a 1989, cuando cundió de forma masiva y abru-
madora la tendencia a dar la espalda a la que Estados Unidos y
Occidente no se cansaban de calificar como wrong side of history, co-
267
rriente política destinada a fenecer o a acabar en el basurero de la
historia. Este último proceso todavía está en curso, pero no tiene mu-
cha fuerza en un país que en 1949 había salido del siglo de la humi-
llación colonialista e imperialista y que hoy, tras varias décadas de
impetuoso desarrollo económico, parece destinado a tener un peso
cada vez mayor en el concierto internacional. Son circunstancias que
fortalecen la lealtad patriótica de los burgueses y capitalistas, quienes
de todos modos, por razones objetivas, tienen grandes dificultades
para constituirse como clase para sí.
Vincular mecánicamente la conciencia de clase con la situación
social objetiva es simplista. La polémica entre Jruschov y Chu Enlai
durante los años de dura confrontación entre la Unión Soviética y
China tiene un valor emblemático. Cuando el primero alardeó or-
gullosamente de sus orígenes humildes echándole en cara al segundo
su extracción aristocrática, este, al parecer, le replicó: «Los dos hemos
traicionado a nuestra clase de origen». En efecto, hay que tener en
cuenta la «traición», el cambio de bando; y en una crisis histórica tan
grave que supone un peligro mortal para una nación, esta «traición»
o cambio de bando tiende a ser un fenómeno más o menos amplio
y duradero.
Una crisis nacional, evidentemente, también influye en la forma-
ción de la conciencia de clase proletaria. El proletariado puede ser
arrastrado a posiciones chovinistas y apoyar la guerra colonialista e
imperialista; en este caso deja de ser una clase para sí y se convierte
en un simple apéndice de la burguesía: es lo que, en la etapa más ma-
dura de su evolución, Marx y Engels se ven obligados a reconocer
dolorosamente en relación con Inglaterra. Pero también en el caso
de una guerra de resistencia y liberación nacional, si por un lado el
proletariado debe participar en ella activamente y cuando es posible
situarse en vanguardia, por otro no debe perder su autonomía fun-
diéndose con la burguesía. En noviembre de 1938, después de pro-
clamar «la identidad entre la lucha nacional y la lucha de clases»,
Mao Zedong (1969-1975, vol. 2, pp. 223-224), a continuación, cri-
tica la consigna «todo a través del frente unido». En la lucha de cla-
268
ses que es al mismo tiempo lucha nacional, el proletariado organizado
en el Partido Comunista, además de la conciencia y la identidad na-
cional, debe salvaguardar la conciencia y la identidad de clase, pero
solo podrá hacerlo si liquida cualquier forma de nihilismo nacional.
En conclusión: si en los años anteriores al octubre bolchevique
Lenin se ve en la necesidad de señalar que ir en pos de la lucha de
clases y la revolución en estado puro no lleva a ningún lado, tras la
victoria de las revoluciones de inspiración marxista el movimiento
comunista también se ve impelido a aclararse a sí mismo que no es
menos inútil ir en pos de un poder proletario (o popular) en estado
puro. De esto se desprenden varias adquisiciones teóricas importan-
tes: Lenin distingue entre estado y administración, entre clase domi-
nante y clase delegada; posteriormente Gramsci reflexiona sobre el
fenómeno, inédito en la historia, de que la clase dominante en lo po-
lítico puede no ser la clase privilegiada en lo económico, analiza el
cesarismo y el proceso de autonomización del estamento político e
ideológico en una sociedad poscapitalista y destaca el papel de la
«catarsis» en una conciencia revolucionaria de clase madura; Mao
llama a no confundir expropiación política con expropiación econó-
mica de las clases explotadoras; y Deng Xiaoping aplica la distinción
entre clase en sí y clase para sí también a la burguesía privada del po-
der político.
En teoría, estas distinciones y reflexiones habrían tenido que acon-
sejar cautela a la hora de evaluar la sociedad posrevolucionaria. Pero
¿qué sucede en realidad? Si tomamos los primeros quince años poste-
riores a la revolución de octubre, vemos que se suceden tres modelos
sociales sensiblemente distintos: el «colectivismo de la miseria, del
sufrimiento» (Gramsci) o la «miseria socializada» (Trotski) propios
del llamado comunismo de guerra; la NEP con el recurso a un área
de capitalismo restringida y controlada desde arriba para reconstruir
y relanzar el sistema productivo; y la combinación de una agricultura
colectivizada con una industria aún más nacionalizada. Ninguno de
estos tres modelos acalla realmente la tesis de la aparición de una
nueva clase explotadora. ¿Cómo explicar el recurso constante y ge-
269
neralizado a la categoría de la traición? O, planteando de otro modo
la pregunta, ¿cómo explicar la afanosa búsqueda de una sociedad libre
de cualquier contaminación burguesa?
270
IX
Después de la revolución
Los límites de la lucha de clases al descubierto
271
Contrariamente a las ideologías naturalistas, es preciso remitir a
la historia y a la actividad del hombre, pero a la historia en conjunto,
a toda la actividad, incluida la «actividad anterior», desplegada por los
hombres en el plano económico, social, político e ideológico. Por de-
cirlo en palabras de El 18 Brumario de Luis Bonaparte: «Los hombres
hacen su propia historia, pero no la hacen a su antojo, en circuns-
tancias escogidas por ellos mismos» (MEW, 8; 115).
Hay que tener en cuenta, por otro lado, que con su insistencia en
la praxis y la transformación del mundo, el pensamiento revolucio-
nario está expuesto a lo que podríamos llamar el idealismo de la pra-
xis. Pensemos en Fichte, que traza un paralelo entre su Doctrina de
la ciencia y la enérgica acción de la Francia revolucionaria: «Así como
esa nación libera al hombre de las cadenas externas, mi sistema le li-
bera de las ataduras de las cosas en sí, de las influencias externas» (en
Losurdo 1997a, cap. IV, § 1). Es bien conocido el pathos con que
Fichte habla del hacer del hombre: se diría que ante él se abre un
campo ilimitado. Un punto de vista criticado por Hegel (1919-1920,
p. 926 = Hegel 1963, vol. 4, p. 205): en su descripción de la revolu-
ción francesa como una «espléndida aurora» a partir de la cual, con
una novedad sin precedentes en la historia, «el hombre se basa en su
cabeza, es decir, en el pensamiento, y construye la realidad de acuerdo
con él», hay sin duda un altísimo reconocimiento, pero también un
distanciamiento; mientras tanto se ha puesto en evidencia la resisten-
cia con que tropiezan los planes de rehacer ex novo la realidad social
y lograr así, por primera y única vez, «la verdadera conciliación de la
divinidad con el mundo».
Se podría decir que la presencia de Fichte y la de Hegel coexisten,
en un entramado a veces contradictorio, en Marx y Engels (y en la
teoría dela lucha de clases que formulan). Los dos filósofos y mili-
tantes revolucionarios se forman en unos años en que, por un lado,
todavía se oyen los ecos de la revolución francesa y, por otro, ya se
aprecian signos premonitorios de la revolución que en 1848 barrería
la Europa continental. Una revolución que, como esperaban los dos
jóvenes revolucionarios, además de las viejas relaciones feudales aca-
272
baría poniendo en cuestión el orden burgués. Situados entre estas
dos gigantescas olas de perturbaciones históricas que sacuden el mun-
do en sus cimientos y abren un horizonte ilimitado a la transforma-
ción revolucionaria impulsada por la lucha de clases, se comprende
que los dos filósofos y militantes revolucionarios tiendan a caer tam-
bién ellos en el idealismo de la praxis. En el futuro comunista ima-
ginado por Marx y Engels, junto al antagonismo de las clases,
también desaparecerían el mercado, la nación, la religión, el estado
y quizá incluso la norma jurídica como tal, ya superflua a causa de
un desarrollo tan prodigioso de las fuerzas productivas que permitiría
la libre satisfacción de todas las necesidades, con la superación de la
difícil tarea que supone distribuir los recursos. En otras palabras, es
como si desaparecieran los «vínculos de las cosas en sí». No es de ex-
trañar que el tema de la extinción del estado se asome ya en Fichte
(Losurdo 1997a, cap. III, § 2).
A medida que asimila la lección de Hegel sobre los límites de la
praxis revolucionaria, Marx va haciendo una descripción menos enfá-
tica del futuro comunista, y así unas veces habla de «extinción del
estado» como tal y otras de «extinción del estado en el actual sentido
político». También matiza el ideal del internacionalismo, que en vez
de la desaparición de las naciones supone una relación de nuevo tipo
entre ellas, basada en la igualdad y el respeto recíproco (Losurdo
1997b, cap. V, §§ 2 y 7). Pero son precisiones episódicas, que no
cuestionan realmente el idealismo de la praxis.
Es significativo que, al esbozar un balance teórico del movimiento
comunista, uno de los más grandes filósofos salidos de él sienta la
necesidad de construir una ontología del ser social. Advierte sobre el
doble peligro de idealismo histórico: «el ser social, o no se ha distin-
guido del ser en general, o se ha visto como algo radicalmente dis-
tinto que ya no tiene carácter de ser» (Lukács 1976-1981, p. 3). El
primer tipo de idealismo aquí mencionado es el naturalismo, con el
que polemiza la teoría de la lucha de clases. El pensamiento revolu-
cionario está expuesto al segundo tipo de idealismo histórico, al idea-
lismo de la praxis: el mercado, la nación, la religión y el estado
273
tienden a perder «el carácter de ser», modelados fácil e ilimitadamen-
te por la acción política y la lucha de clases.
274
neos» y en parte sabiamente espoleados, habían desembocado en un
horror sin precedentes. Había una necesidad imperiosa de acabar con
todo eso, y entonces surgió en ciertos sectores del movimiento co-
munista un internacionalismo irreal que tendía a liquidar, como sim-
ples prejuicios, las distintas identidades nacionales.
La disputa por la conquista de las colonias, de los mercados y de
las materias primas, el afán de ganancias, en definitiva, la auri sacra
fames, habían sido las causantes de la catástrofe. En 1918 el joven
Bloch (1971, p. 298) resumía así las expectativas mesiánicas de su
tiempo: los sóviets llevarían a cabo «la transformación del poder en
amor» y crearían un mundo libre para siempre de la «economía pri-
vada», de la «economía del dinero» y, con ella, «de la moral mercantil
que consagra todo lo peor que hay en el hombre». La trágica expe-
riencia del primer conflicto mundial reforzaba de un modo muy
claro la tendencia al idealismo de la praxis; la propia conciencia moral
imponía negar el carácter de ser social al estado, a la nación, al mer-
cado, a todas las estructuras y las relaciones que se consideraban res-
ponsables de la infamia consumada entre 1914 y 1918, una infamia
que amenazaba con repetirse (y de hecho se repetiría) en breve.
A la luz de todo esto, la advertencia que hace Lukács de no perder
de vista la objetividad del ser social tiene un cariz autocrítico. En sus
años de juventud (1922) él tampoco la tuvo en cuenta cuando escri-
bió: «El núcleo del ser se ha revelado como acontecer social, el ser
puede aparecer como producto, hasta ahora inconsciente, de la acti-
vidad humana, y esta puede a su vez aparecer como el elemento de-
terminante de la transformación del ser» (Lukács 1988, p. 26).
Asoma aquí el idealismo de la praxis, aunque la lucha de clase del
proletariado ha sustituido al intento de liberarse de las «ataduras de
las cosas en sí».
El idealismo de la praxis es duro de pelar. Todavía en 1936-37
Trotski se aferra nuevamente al pronóstico de política-ficción que ya
hemos visto en Lenin: «La generación que ha conquistado el poder,
la vieja guardia, empieza la liquidación del estado; la generación si-
guiente acabará esta tarea». Pero en el horizonte de la Rusia soviética
275
no asoma nada que pueda avalar esta perspectiva. En lo referente al
dinero, no hay rastro de su «progresiva desaparición», es más, no ha
perdido en absoluto «su poder mágico»; además de la «constricción
estatal», tampoco la «constricción monetaria» presenta grietas. Por
lo tanto, se mantienen bien firmes las características centrales de una
«sociedad dividida en clases, que solo puede determinar las relaciones
entre los hombres con la ayuda de fetiches religiosos o laicos, colo-
cando estos fetiches bajo la protección del más temible de ellos, el
estado, con un gran cuchillo entre los dientes» (Trotski 1988, pp.
853 y 757-758 = Trotski 1968, pp. 148 y 61). Las «ataduras de las
cosas en sí» fichteanas siguen siendo gruesas y resistentes. Lo único
que se puede hacer es colocar en la diana de la lucha de clases a la
«burocracia» enquistada en el poder, que pone trabas a la realización
del programa originario.
276
entre la praxis y la teoría, pero es la praxis la que se muestra más lúci-
da. La praxis, la lucha de clases revolucionaria, evita que un país ya
postrado caiga en una guerra de todos contra todos, en un ciclo in-
terminable de balcanización y fragmentación anárquica, de violencias
y venganzas privadas; por consiguiente, evita la permanencia de un
poder más o menos feudal en tal o cual zona de un país de dimensio-
nes continentales, y el estancamiento o el fracaso de la construcción
del orden nuevo.
En un importante artículo (Más vale menos, pero mejor), que con-
firma su grandeza de estadista y se publicó en Pravda el 4 de marzo
de 1923, Lenin lanza consignas muy significativas: «mejorar nuestro
aparato estatal», comprometerse seriamente en la «edificación del es-
tado», «construir un aparato [estatal] verdaderamente nuevo que me-
rezca realmente el nombre de socialista, de soviético» (una tarea de
largo aliento que requiere «muchos, muchísimos años»), perfeccionar
el «trabajo administrativo» y hacer todo esto sin dudar en aprender
de «los mejores modelos de Europa occidental» (LO, 33; 445-450).
De nuevo, la praxis aquí invocada y parcialmente aplicada está más
que nunca en contradicción con la teoría y es mucho más madura
que ella. Quizá aparezcan también los primeros y vagos elementos
de revisión teórica: además de omitirse o postergarse a un futuro
remoto la meta de la extinción del estado, empieza a haber conciencia
de que descuidar la edificación de un estado nuevo supone, en última
instancia, prolongar la supervivencia del viejo aparato estatal zarista:
«Debemos eliminar todo rastro de la herencia, aún considerable, que
la Rusia zarista y su aparato burocrático y capitalista han dejado a
nuestro aparato» (LO, 33; 458). De todos modos, no se cuestiona la
teoría de la extinción del estado como meta lejana de la lucha de cla-
ses revolucionaria.
Sin embargo, en La ideología alemana (y en otros textos de Marx
y Engels) se puede leer que el estado es también la «forma de organi-
zación» mediante la cual los individuos de la clase dominante se
garantizan recíprocamente sus intereses (MEW, 3; 62). No se com-
prende, entonces, por qué esta función tendría que ser superflua con
277
otra «clase dominante» u otra sociedad, formada también por indivi-
duos entre quienes, evidentemente, seguiría existiendo la posibilidad
y la realidad de desavenencias, tensiones y conflictos. Las primeras
dudas sobre la extinción del estado se formulan mientras la guerra
civil entre los bolcheviques (en parte latente y en parte declarada) y
el Gran Terror ponen trágicamente en evidencia la falta de una
«forma de organización» gracias a la cual los miembros del partido y
de la sociedad puedan garantizarse recíprocamente sus intereses. Sta-
lin, expresándose con cautela y a sabiendas de que se mueve en un
terreno minado, cuando enumera en 1938 las funciones del estado
socialista, además de las tradicionales de la defensa contra el enemigo
de clase en el plano interior e internacional, teoriza una «tercera fun-
ción, el trabajo de organización económica y el trabajo cultural y
educativo de los órganos de nuestro estado», un trabajo cuyo fin es
«desarrollar los embriones de la economía nueva, socialista, y reedu-
car a los hombres en el espíritu del socialismo». No anda descami-
nado el gran jurista Hans Kelsen cuando destaca de inmediato «el
cambio radical con respecto a la doctrina desarrollada por Marx y
Engels» (Losurdo 2008, pp. 68 y 122). Pero es un cambio que en
cierto modo se oculta a sí mismo, por lo que no produce un verda-
dero vuelco. Como no se cuestiona explícitamente la tesis de la extin-
ción del estado, se sigue eludiendo la pregunta sobre los mecanismos
jurídicos e institucionales capaces de asegurar la garantía reciproca
entre los individuos. En la historia del «socialismo real» el problema
del imperio de la ley, de la rule of law, solo empieza a plantearse
mucho más tarde, con la llegada de Deng Xiaoping (1992-1995, vol.
3, pp. 166-167) a la dirección de China después de la Revolución
Cultural, también ella convencida del carácter «formal» y poco sig-
nificativo de una norma jurídica destinada a desaparecer junto con
el estado.
En segundo lugar, la revolución de octubre y la lucha de clases del
proletariado ruso y mundial habrían tenido que generar un proceso
al término del cual ya no quedaría sitio para las identidades y fron-
teras nacionales. Sobre este aspecto la contradicción entre teoría y
278
praxis es anterior a la conquista del poder por los bolcheviques. «Los
obreros no tienen patria», proclama el Manifiesto del partido comu-
nista (MEW, 4; 479); pero luego son sus propios autores quienes se
identifican con las luchas nacionales de los pueblos oprimidos y las
colocan en el centro de la agitación de la Asociación Internacional
de los Trabajadores. En el plano más propiamente teórico es Marx
quien subraya que, en un país como Irlanda, la «cuestión social» se
configura como «cuestión nacional». Después de octubre de 1917,
en un momento en que la ola revolucionaria parece a punto de exten-
derse por Europa (y el mundo entero), cuando asume el cargo de
comisario del pueblo para los Asuntos Exteriores, Trotski resume grá-
ficamente la perspectiva que parece asomarse en el horizonte: «Emi-
tiré algunas proclamas revolucionarias a los pueblos del mundo,
luego echaré el cierre» (en Carr 1964, p. 814). Cuando existiera una
humanidad unificada a escala planetaria, el primer ministerio super-
fluo sería el que normalmente se ocupa de las relaciones entre estados.
No es distinta la actitud de Lenin quien, en la clausura del I Congreso
de la Internacional Comunista, declara: «La victoria de la revolución
proletaria en todo el mundo está asegurada. Se acerca la hora de la
fundación de la república mundial de los sóviets» (LO, 28; 479). Va-
rios meses después, el 4 de enero de 1920, el dirigente soviético des-
taca que el problema de «establecer hoy la frontera entre los estados»
debe abordarse «provisionalmente, ya que aspiramos a su abolición
completa»; la lucha de clases revolucionaria, llevada hasta el final,
desembocaría en la «república federativa soviética mundial» (LO, 30;
261 y 265).
Sin embargo, Lenin no tardará en pulsar las cuerdas patrióticas,
movido por las necesidades concretas de la lucha de clases para la
edificación de la Rusia soviética y la edificación de la nueva sociedad.
Al rechazar indirectamente las acusaciones de traición nacional lan-
zadas contra los bolcheviques por los partidarios de continuar la gue-
rra a ultranza, en octubre de 1921 observa que con Brest-Litovsk
«Rusia, aunque mutilada, pudo salirse de la guerra imperialista, y
salió menos mutilada que si hubiera continuado» (LO, 33; 47). Va-
279
rios meses después (marzo de 1922) el dirigente soviético hace este
llamamiento a sus colaboradores y seguidores para que sean prácticos:
«El campesino dirá: “Sois muy buena gente, defendisteis nuestra pa-
tria, por eso os obedecimos; pero si no sabéis administrar, marchaos”»
(LO, 33; 264). En cuanto a Stalin, él ya dirige la lucha por la paz in-
mediata y por la revolución con consignas nacionales, denunciando
como expresión de arrogancia imperial y neocolonial la pretensión
de los aliados de obligar a Rusia a seguir en guerra. Y sin embargo,
no sin cierto estupor, en 1929 Stalin (1971-1973, vol. 11, p. 308)
llama la atención sobre un fenómeno en gran parte insospechado por
los protagonistas de la revolución de octubre: ¡«la estabilidad de las
naciones tiene una fuerza colosal»!
Más importantes todavía que estos reconocimientos teóricos in-
directos de la idea de nación y de patria son los resultados de la acción
gubernamental. En 1927 Benjamin (2007, p. 44) pone en evidencia
«el fuerte sentimiento nacional que ha inculcado el bolchevismo a
todos los rusos sin distinción». Más elocuente aún es la conclusión
a la que llega Trotski (1988, pp. 856 y 862-863 = Trotski 1968, pp.
151 y 156) diez años después: en la URSS cunde un «nuevo patrio-
tismo soviético», un sentimiento «sin duda muy profundo, sincero y
dinámico», ya que además no implica la opresión de las «nacionali-
dades atrasadas» no rusas, sino el respeto a las mismas y su participa-
ción en los «beneficios» del desarrollo económico y cultural del país.
El «patriotismo soviético» (en realidad, sobre todo ruso) desem-
peña un papel decisivo en la derrota infligida por la URSS al proyecto
hitleriano de colonización y esclavización de los pueblos de Europa
oriental. En pocas palabras: la lucha de clases revolucionaria que, a
partir de la conquista del poder, habría tenido que desencadenar un
proceso destinado a desembocar en la extinción del estado y la nación,
genera en realidad una «aristocracia de estadistas» y un patriotismo
que salvan al estado y a la nación de una catástrofe de proporciones
monstruosas.
Y eso no es todo. Junto a las identidades nacionales, las lingüísticas
también estaban destinadas a desaparecer cuando se formara una co-
280
munidad mundial unificada también en el plano lingüístico, una vez
superadas las viejas culturas y las viejas lenguas que llevaban el estig-
ma de una sociedad dividida en clases y por lo tanto no podían sobre-
vivir a la caída del capitalismo: no eran pocos los que argumentaban
así en la Rusia soviética. En este caso el contraste entre teoría y praxis
era especialmente llamativo. Recién conquistado el poder, los bol-
cheviques lanzaron una campaña de alfabetización masiva, que im-
plicaba la difusión del ruso entre grandes masas hasta entonces
incapaces de leer y escribir. Esto tuvo una relevancia especial en el
caso de las minorías nacionales. En 1936-1937 Trotski (1988, p. 863
= Trotski 1968, p. 157), hacía un balance elocuente:
281
ta, sobre todo, que es un «medio de comunicación entre los hombres»
(Stalin 1968, pp. 21 y 23). La ampliación indebida del ámbito de la
lucha de clases compromete la comunicación intersubjetiva y liquida
la dimensión de la universalidad, que es propia de la marxiana lucha
de clases como lucha por el reconocimiento.
Vemos que la praxis adquiere lucidez en un plazo bastante corto,
pero la necesaria operación de adaptar la teoría a la praxis tropieza
con grandes dificultades y conlleva contradicciones y divisiones a
menudo trágicas.
282
zas productivas». Lo que distingue al socialismo no es la planificación
como tal, que es un instrumento utilizado a veces por los propios
países capitalistas; el mercado es un instrumento al que también
puede recurrir un país de orientación socialista.
Hasta aquí nos hemos enfrentado al problema de la adaptación
de la teoría a la práctica. Pero ahora se plantea también el problema
contrario. Marx conoce demasiado bien el mundo de la economía
para ignorar que sin competencia no es posible impulsar el desarrollo
de las fuerzas productivas. La Crítica del programa de Gotha explica
que el socialismo se basa en la retribución del trabajo realizado, que
sin embargo es «desigual» por definición (MEW, 19; 20-21). Pero
en la Rusia soviética la praxis no logra adaptarse a la teoría, o lo hace
con mucha dificultad: el horror de la primera guerra mundial y el
marasmo económico acentuado por la posterior guerra civil han crea-
do un ambiente favorable a la propagación de una idea populista del
socialismo (criticada en el Manifiesto del partido comunista) que pro-
fesa el «tosco igualitarismo» basado en el «ascetismo general» y obli-
gatorio.
Lenin no tarda en darse cuenta de la necesidad de imprimir un
giro a la economía, pero no hace el balance teórico correspondiente.
Aunque es significativa la autocrítica que leemos en Con motivo del
cuarto aniversario de la revolución:
283
En el campo económico no se puede confiar durante mucho
tiempo en el entusiasmo de unas masas organizadas militarmente, y
tarde o temprano hay que recurrir al «interés personal». Desgracia-
damente, esta importante adquisición teórica es neutralizada por la
utilización persistente del lenguaje militar: es preciso renunciar al
«sistema del “asalto”», a la «ofensiva», para acabar «retirándose» como
si esta retirada fuese un ardid táctico de breve duración (LO, 33; 76
y 254-255).
Durante mucho, demasiado tiempo, los países de orientación so-
cialista siguieron encomendando su desarrollo económico al entu-
siasmo revolucionario y al fervor patriótico. Pero son estados de
ánimo que requieren una intensidad emotiva especial, de modo que,
por definición, no pueden ser permanentes. El emplazamiento al es-
píritu de sacrificio e incluso al heroísmo puede ser la excepción, pero
ya no la regla. Se podría decir, con Bertolt Brecht: «Felices los pueblos
que no necesitan héroes». Los héroes son necesarios para pasar del
estado de excepción a la normalidad, y solo son héroes en la medida
en que garantizan el paso a la normalidad; es decir, en la medida en
que son capaces de volverse superfluos. Sería un «comunismo» bien
extraño el que implicase una continuación indefinida, o casi, del es-
píritu de sacrificio y de renuncia.
Históricamente, a medida que se iba apagando el entusiasmo
revolucionario y el fervor patriótico, reaparecían cada vez con más
gravedad los problemas que habían surgido justo después del triunfo
de la revolución de octubre. Perduraba la anarquía en los puestos de
trabajo, abandonados tranquilamente por sus ocupantes; o, aunque
estuvieran presentes físicamente, se diría que estaban en huelga tole-
rada de brazos caídos; tal era la impresión que tenían, entre perplejas
y admiradas, las delegaciones obreras y sindicales que visitaban la
Unión Soviética en los últimos años.
Es un problema general en la historia de todo el «campo socialis-
ta». Todavía en la China que empieza a dejar atrás el maoísmo, en el
sector público siguen vigentes unas costumbres que describe así un
periodista occidental: «Hasta el último dependiente […], si quiere,
284
puede decidir no hacer absolutamente nada, quedarse en casa uno,
dos años, y seguir cobrando el sueldo a final de mes» (Sisci 1994, p.
102). Vayamos ahora a Cuba. En octubre de 1964 el Che Guevara
(1969, p. 1364) se ve obligado a comentar: «Vemos todavía el proble-
ma del absentismo». Esta formulación es errónea o ilusoria, pues da
a entender que el problema está en vías de solución. En realidad, con
el paso de los años, la llamada a la conciencia revolucionaria encuen-
tra un eco cada vez más débil. Cuba ha intentado tenazmente no te-
ner que recurrir al mercado y a los incentivos materiales, a causa de
los elementos de desigualdad que introducen en la retribución del
trabajo, pero al final ha tenido que plegarse a la realidad. Raúl Castro
ha hecho un llamamiento a sus compatriotas a «borrar para siempre
la noción de que Cuba es el único país del mundo donde se puede
vivir sin trabajar» (en Livi 2010).
El verdadero viraje se produce con la llegada a la dirección china
de Deng Xiaoping, quien traza un balance juicioso: «La iniciativa no
se puede estimular sin instrumentos económicos. Un pequeño nú-
mero de personas avanzadas puede responder al llamamiento moral,
pero solo se puede recurrir a este expediente durante un breve perio-
do» (en Vogel 2011, p. 243). En la historia del socialismo es a partir
de este momento cuando se toma nota de la apreciación que hace
La ideología alemana del mercado (y la competencia) como motor
de las fuerzas productivas: «con la competencia universal» y el mer-
cado, la gran industria «obligó a todos los individuos a tensar al má-
ximo sus energías» (MEW, 3; 60). En términos filosóficos: el
descubrimiento de la objetividad del ser social ha sido especialmente
arduo en el campo económico. Durante demasiado tiempo, atrin-
cherándose en una actitud idealista, el movimiento comunista ha re-
sistido antes de rendirse a la evidencia de que, por victoriosa que sea
la lucha de clases revolucionaria, no tiene nada que ver con la crea-
ción ex nihilo del «hombre nuevo», movido únicamente por ideales
nobles y completamente desprendido.
285
5. «Campo socialista» y «lucha de clases»
286
atrasado en comparación con el país A, pero grande y avanzado en
comparación con el país C. Puede suceder, entonces, que el país B,
mientras se queja del chovinismo de gran nación del país A, se dé
aires de gran nación frente al país C» (Renmin Ribao 1971, p. 37).
Aunque se razona en términos generales, no es difícil entender que
detrás de B se oculta Yugoslavia que, si por un lado se quejaba con
razón del chovinismo y la prepotencia de la Unión Soviética (A), por
otro revelaba ambiciones hegemónicas sobre Albania (C). Este aná-
lisis nos pone en presencia de conflictos a veces enconados, pero que
no pueden atribuirse a una lucha entre clases enfrentadas por el poder
en los distintos países.
En años posteriores asistimos, por el contrario, a un cambio radi-
cal de perspectiva, una vez consumada la ruptura, también organi-
zativa, del movimiento comunista internacional. Veamos lo que dice
el Partido Comunista Chino de Yugoslavia en 1963: en este país
existe «un sistema de explotación feroz» y «la dictadura de la burgue-
sía burocrática y cómplice». Al año siguiente la polémica apunta
directamente a la Unión Soviética: aquí ha surgido «una nueva bur-
guesía» una vez que Jruschov «ha restaurado y desarrollado el sistema
de explotación» (PCC 1970, pp. 174 y 512). En estas posturas el as-
pecto esencial no es el endurecimiento exterior de la polémica, sino
el nuevo enfoque filosófico, pues ahora los conflictos persistentes
entre países que se dicen socialistas se explican con el argumento de
que en algunos de ellos, en realidad, se ha producido una restauración
capitalista. El choque entre China y la URSS se configura como una
lucha de clases a escala internacional, que enfrenta a un país domi-
nado por la burguesía con otro dirigido por el proletariado. Este
enfoque parece más acorde con el materialismo histórico, pues hace
intervenir a las clases sociales en el análisis de la situación internacio-
nal; en realidad, es otra caída en el idealismo de la praxis, en la idea
de que, a consecuencia de la lucha de clases revolucionaria, la obje-
tividad material de los intereses nacionales desaparece. Esta visión
vuelve a suprimir las contradicciones nacionales, con una recaída,
por lo tanto, en una visión utópica e idealista del socialismo.
287
6. Contradicciones de clase «y no de clase»
288
Pues bien, cuando en 1937 Mao (1969-1975, vol. 1, p. 315) pu-
blica Sobre la práctica, considera que la verdad brota «en el proceso
de la práctica social (en el proceso de la producción material, la lucha
de clases y la experimentación científica)». Claramente, el ámbito de
la lucha de clases no es ilimitado. De él sobresale la ciencia, acerca
de la cual resuena un pathos que trae a la memoria el que hemos visto
en Marx: «El saber es ciencia, y esta no admite la mínima deshones-
tidad o presunción; en cambio, exige todo lo contrario: honradez y
modestia» (1969-1975, vol. 1, p. 318). Tampoco la producción ma-
terial se ventila en la lucha de clases: la producción material y la «ex-
perimentación científica» son dos formas de práctica social junto a
la lucha de clases, aunque esta última influye poderosamente en ellas.
Para Mao esta es la ocasión de delimitar el ámbito de la lucha de
clases: «El desarrollo del conocimiento humano también está lleno
de contradicciones y luchas». Estas contradicciones y luchas influyen,
evidentemente, en la lucha de clases, y pueden ser influidas por ella,
pero no hay ninguna identidad. Como los socialistas de inspiración
marxista, los seguidores del ludismo también eran una expresión del
proletariado, pero al dedicarse a la «destrucción de las máquinas»
revelaban que se habían quedado en la fase de la percepción, no ha-
bían ido más allá en el proceso de conocimiento del sistema social
que causaba sus sufrimientos; a diferencia de los marxistas, no habían
entendido la diferencia entre la máquina y el uso capitalista de la má-
quina. También se habían quedado en la percepción los movimientos
nacionales que en China luchaban contra la invasión, desencade-
nando «luchas indiscriminadas contra los extranjeros» como tales, en
vez de contra el imperialismo (Mao Zedong 1969-1975, vol. 1, pp.
326 y 319).
En sí mismas, las contradicciones del proceso cognitivo no son
de clase, puesto que –tal como se señala en el célebre ensayo de 1956
Sobre la justa resolución de las contradicciones en el seno del pueblo– se-
guirán existiendo con el comunismo, incluso después de la desapa-
rición de las clases y las luchas de clases: «nunca acabarán» la lucha
entre lo verdadero y lo falso, como tampoco la lucha entre lo viejo y
289
lo nuevo, que solo puede ser obstaculizado, este último, «por falta
de discernimiento» (Mao Zedong 1979, pp. 568 y 567).
El conocimiento de la nueva situación creada con la victoria de
revoluciones anticapitalistas y antiimperialistas en varios países tam-
bién es un proceso lleno de contradicciones, que sin embargo no son
de clase, a juzgar por un texto de 1956:
290
oriental. Deng Xiaoping (1992-1995, vol. 2, p. 196 y vol. 3, pp.
166-167), rompiendo con la Revolución Cultural (saludada por
cierta extrema izquierda occidental como el inicio o posible inicio
de la extinción del estado), emplazaba a ampliar y mejorar el «sis-
tema legal» y a instaurar el «gobierno de la ley» en el partido y «en
el conjunto de la sociedad» como condiciones para un desarrollo
real de la «democracia». El socialismo, lo mismo que no significaba
la extinción del estado, tampoco implicaba la desaparición del mer-
cado ni la fusión en una comunidad sin tensiones ni conflictos de
los países consagrados a la construcción de un nuevo ordenamiento
social.
En las entrevistas concedidas poco antes de su muerte (1980),
Tito reconocía que lo que determinó la ruptura con la URSS de Sta-
lin en 1948 había sido la cuestión nacional, y que la contraposición
de la autogestión socialista yugoslava a la planificación estatal sovié-
tica solo había servido para legitimar y ennoblecer la actitud desa-
fiante de Belgrado (Žižek 2012, p. 95). Más tarde, cuando Deng se
reunió con Gorbachov en Pekín el 16 de mayo de 1989, se pregun-
taba sobre los motivos de la ruptura entre ambos países y ambos par-
tidos. Había que remontarse a la actitud de la URSS en Yalta junto
con las otras grandes potencias, a los «acuerdos secretos de división
entre sus esferas de influencia, muy perjudiciales para China». En
conjunto, el peso de la cuestión nacional había sido decisivo:
291
para China la situación tampoco estaba libre de peligros, como lo
demuestra el «incidente» de la plaza Tienanmen.
Demos un salto de tres años. En un balance crítico y autocrítico,
Fidel Castro llegaba a la conclusión: «los socialistas cometimos un
error al infravalorar la fuerza del nacionalismo y la religión» (en
Schlesinger jr. 1992, p. 25). La religión puede tener un papel esencial
en la construcción de la identidad nacional: era un motivo más para
poner en duda la tesis de la desaparición inevitable de la religión tras
la victoria de la clase proletaria.
Las que he mencionado aquí son muestras de una reconsideración
teórica tardía e incompleta. El idealismo de la praxis y la atribución
a la lucha de clases de un poder soberano de remodelación (e incluso
de supresión) del ser social del estado, la nación, la religión, el mer-
cado, etc. contribuyeron de un modo esencial a la derrota encajada
por el proyecto socialista entre 1989 y 1991. Esta visión actuó, en
situaciones difíciles y trágicas, como una especie de droga, estimu-
lando con expectativas enfáticas la lucha por la transformación social.
Pero la exaltación da paso al agotamiento. Y de agotamiento era en
Europa oriental la situación del socialismo real en vísperas de su de-
rrumbe.
292
X
293
maba: «Hemos liberado a estos países demasiado deprisa y de un
modo demasiado simplista»; es como «abandonar una guardería in-
fantil a su suerte». Había que remediar esa ligereza: «No debemos
tener miedo de hacer guerras por la paz. En las actuales circunstancias
es inevitable. Es triste, pero debemos hacerlo si queremos salvar el
mundo». Pero ¿quién es el «nosotros» al que se refiere Popper? La
Cruzada se pregonaba en nombre de los «estados civilizados», o de
los «estados del mundo civilizado». ¿Y quiénes eran? Estaba clarísimo,
se trataba de «Occidente», cuyos confines geográficos y políticos no
se concretaban nunca, pero aún así decidía soberanamente quién era
«civilizado» y quién no. A través de una serie de guerras, el Occidente
capitalista y liberal estaba llamado a implantar la pax civilitatis (Pop-
per 1992a y 1992b). Era explícita la rehabilitación del colonialismo
y las guerras coloniales, cuya actualidad se reivindicaba.
Por si hubiera alguna duda, el suplemento dominical del New York
Times del 18 de abril de 1993 titulaba: «¡Por fin vuelve el colonia-
lismo, ya era hora!». Era la síntesis del pensamiento de un historiador
inglés de mucho éxito mediático y aclamado exponente de la ideo-
logía dominante, Paul Johnson. Johnson daba la bienvenida al «re-
greso altruista del colonialismo», para el que no había alternativas
«en muchísimos países del tercer mundo»: «es una cuestión moral;
el mundo civilizado tiene la misión de ir a gobernar estos lugares de-
samparados». A decir verdad, no se trataba de intervenir solo en paí-
ses que Washington consideraba incapaces de gobernarse por sí solos,
sino también en aquellos que, al gobernarse, mostraban tendencias
«extremistas»: por ejemplo, Reagan había hecho bien invadiendo en
1983 la pequeña e indefensa isla caribeña de Granada y derrocando
su gobierno (Johnson 1993, pp. 22 y 43-44).
Lo que llama más la atención en estos razonamientos es la rehabi-
litación de categorías que, después de la trágica experiencia del nazismo
y el fascismo, parecían enterradas bajo el descrédito general. Tenía ra-
zón otro ilustre historiador inglés, cantor apasionado del imperio bri-
tánico y del estadounidense, cuando pocos años después observaba
que «el verdadero momento de viraje histórico» no fue el atentado te-
294
rrorista del 11 de septiembre de 2001, sino «la caída del muro de Ber-
lín» en 1989, que creó las condiciones para el relanzamiento de los
proyectos coloniales e imperiales (Ferguson 2005, p. 27).
El principio del derrumbe del «campo socialista» en Europa orien-
tal coincidía con un acontecimiento que la cultura dominante casi
ha logrado borrar. A finales de 1989 se produjo la invasión de Pana-
má, precedida de intensos bombardeos desencadenados sin declara-
ción de guerra, sin previo aviso y sin autorización del Consejo de
Seguridad de la ONU: unos barrios densamente poblados fueron
sorprendidos en plena noche por las bombas y las llamas. Cientos o,
más probablemente, miles fueron los muertos, casi todos «civiles po-
bres de piel oscura»; por lo menos 15.000 quedaron a la intemperie:
como observaba un investigador estadounidense, era «el episodio más
sangriento» de la historia del pequeño país (Buckley 1991, pp. 240
y 264). Sea como fuere, gracias a él Estados Unidos se desembarazaba
del dictador y narcotraficante que él mismo había aupado al poder,
pero que mientras tanto se había insubordinado.
Tres años después estalló la primera guerra del Golfo. En Italia, el
director de un periódico considerado de «centroizquierda» explicaba
los motivos: quienes habían decidido «castigar severamente a Sadam
Hussein» habían sido «todas las potencias industriales», firmemente
decididas a mantener bajo el precio del petróleo, «truncando la posi-
bilidad de otra crisis petrolera que frenaría el impulso expansivo del
capitalismo occidental» (Scalfari 1992). Otro periodista del mismo
órgano de prensa aclaraba críticamente: el castigo se había aplicado
sin muchas contemplaciones, ya que Estados Unidos no había duda-
do en «exterminar a los iraquíes fugitivos o desarmados» (Bocca
1992).
Volvía la doctrina Monroe, doctrina clásica de la edad del colo-
nialismo y el imperialismo que la revolución cubana había puesto en
entredicho. «En Moscú pediré la cabeza de Castro», titulaba en el
verano de 1991 un diario italiano al anunciar el encuentro entre un
triunfante Bush sr. y un Gorbachov políticamente agonizante. El ar-
tículo explicaba: «Sobre Castro, el presidente ha sido muy claro: [...]
295
“Su presencia a ochenta millas de nuestras costas es intolerable”» (Ca-
retto 1991).
En este clima político e ideológico, hasta la categoría de imperia-
lismo experimentaba un nuevo y fascinante rejuvenecimiento: «Solo
el imperialismo occidental –aunque a pocos les guste llamarlo por
su nombre– puede unir ahora al continente europeo y salvar los
Balcanes del caos» (Kaplan 1999). Un par de años después los tér-
minos eran más precisos, y el imperialismo ya no era «occidental»
sino inequívocamente estadounidense; Foreign Affairs, una revista
próxima al Departamento de Estado, proclamaba ya en el título de
la página que introducía el número de la revista y luego en el artículo
de apertura que «la lógica del imperialismo» o «del neoimperialismo
es demasiado perentoria para que Bush [jr.] pueda resistirse a él» (Ma-
llaby 2002). No eran voces aisladas, sino un coro que comparaba con
admiración al imperio estadounidense con el romano, que incluso
invocaba la creación de un «Colonial Office» siguiendo el modelo
del imperio británico y que, mirando a Washington, aclamaba al
«poder imperial más magnánimo que haya existido jamás» (Ferguson
2005, pp. 4-6).
Era el poder destinado a hacer que se respetaran los derechos hu-
manos en todo el mundo. El siglo XX terminaba como había empe-
zado. Después de independizarse de España, Cuba, obligada por
Washington, había incluido en su Constitución la llamada Enmienda
Platt, que reconocía a Estados Unidos el derecho a intervenir mili-
tarmente en la isla cada vez que, a su juicio, peligraran el tranquilo
disfrute de la propiedad, la libertad y, en última instancia, los dere-
chos humanos. Pues bien, en el apogeo del «momento unipolar» era
como si la presunta «nación elegida» por Dios para guiar al mundo
pretendiese aplicar la Enmienda Platt a todo el planeta. Fuera de
juego quedaba la Organización de las Naciones Unidas, que se había
formado y ampliado poco a poco mientras estaba en curso una re-
volución anticolonial de dimensiones planetarias y por consiguiente,
pese a todas sus limitaciones, proclama en su estatuto el principio de
la igualdad entre las naciones. La ONU había quedado fuera de juego
296
no solo porque Estados Unidos se arrogara el derecho soberano a
desencadenar expediciones punitivas sin autorización del Consejo de
Seguridad (como ocurrió en 1999 contra Yugoslavia y en 2003 con-
tra Irak). Más importante era el hecho de que este presunto derecho
soberano podía ejercerse, y del modo más devastador, incluso sin re-
currir a la guerra propiamente dicha.
En junio de 1996 el director del Center for Economic and Social
Rights ponía en evidencia lo que había supuesto para el pueblo iraquí
el «castigo colectivo» impuesto mediante el embargo: ya entonces
«más de 500.000 niños iraquíes» habían «muerto de hambre y en-
fermedades» y muchos otros estaban a punto de correr la misma
suerte. En conjunto, estaban afectados de un modo devastador «los
derechos humanos de 21 millones de iraquíes». Tres años después,
un artículo de Foreign Affairs trazaba un balance escalofriante: tras
la caída del «socialismo real», en un mundo unificado bajo la hege-
monía estadounidense, el embargo era el arma de destrucción masiva
por excelencia; impuesto oficialmente para evitar que Sadam pudiera
hacerse con las fantasmagóricas armas de destrucción masiva, el em-
bargo de Irak, «en los años posteriores a la guerra fría ha causado más
muertes que todas las armas de destrucción masiva a lo largo de la
historia». Es como si el país árabe, criminalizado a partir de una acu-
sación que, como se vio después, era completamente infundada, hu-
biese sufrido a la vez el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki,
los ataques con gas mostaza del ejército de Guillermo II y de Benito
Mussolini, y más aún (Losurdo 2007, cap. I, § 5). La amenaza del
arma económica de destrucción masiva no se cernía solo sobre pe-
queños países. A principios de los noventa, un diario italiano relataba
así un debate en el Consejo de Seguridad de la ONU: «China se ha
opuesto a las sanciones contra Libia y las tres potencias occidentales
han amenazado con represalias comerciales» (Caretto 1992). Estas
represalias podían ser tan devastadoras –subrayaba a finales de esa
década un ilustre politólogo estadounidense– que podían considerar-
se el equivalente comercial del «arma nuclear» (infra, cap. XI, § 6).
El historiador más afamado y casi oficial de Occidente no se de-
297
jaba impresionar por estos detalles. Después de deshacerse en elogios
al imperio «liberal» y al imperialismo «liberal», invitaba a los dirigen-
tes de Washington a transitar sin complejos y del modo más expedito
el recorrido imperial por el que Estados Unidos ya se había encami-
nado en el momento de su fundación: «no hay imperialistas más se-
guros de sí mismos que los Padres Fundadores» de Estados Unidos
(Ferguson 2005, p. 33). Una vez más la exaltación del colonialismo
y el imperialismo era explícita y descarada, como si el «imperialismo»
de los Padres Fundadores, su actitud frente a los pueblos coloniales,
no hubiera significado la expropiación, la deportación y la aniquila-
ción de los pieles rojas y la persistente esclavización de los negros.
En el plano de las relaciones internacionales es indudable el sig-
nificado reaccionario del viraje producido entre los años 1989 y
1991. Justamente en 1991, año de la caída de la URSS y de la pri-
mera guerra del Golfo, una prestigiosa revista inglesa (International
Affairs) publicaba en el número de julio un artículo de Barry G.
Buzan (1991, p. 451) que terminaba anunciando con entusiasmo la
buena nueva: «Occidente ha triunfado tanto sobre el comunismo
como sobre el tercermundismo». La segunda victoria no era menos
importante que la primera: «Hoy el centro tiene la posición más do-
minante y la periferia la posición más subordinada que se ha cono-
cido desde el inicio de la descolonización»; se podía considerar
felizmente archivado el capítulo de la historia de las revoluciones an-
ticoloniales. Varios años después, desde posiciones opuestas, un emi-
nente historiador observaba preocupado que el fin del colonialismo
clásico estuvo acompañado «por la creación del aparato de fuerza oc-
cidental más amplio y potencialmente destructivo que ha habido
nunca en el mundo» (Arrighi 1996, p. 41).
Ningún país, por grande que fuese, estaba a salvo de este inaudito
«aparato de fuerza». Recientemente un investigador que fue consejero
de Dick Cheney ha revelado que a principios de los años noventa,
como eran «invulnerables», las fuerzas navales y aéreas estadouniden-
ses violaban «con impunidad» y sin escrúpulos «el espacio aéreo y las
aguas territoriales de China» (Friedberg 2009, pp. 20-21). Se aplicaba
298
claramente la ley del más fuerte; pero la ideología lo transfiguraba (y
transfigura) como un acontecimiento salvífico: por fin había caído
el principio, estrecho y provinciano, de la inviolabilidad de la sobera-
nía estatal (y del derecho de los países, grandes o pequeños, a que se
reconozca esa inviolabilidad). Pero si se examinan con atención los
argumentos que exaltan el presunto acontecimiento salvífico, reapa-
recen los tópicos de una tradición infausta.
¿Puede esgrimirse la universalidad de los derechos humanos para
desconocer las fronteras nacionales y declarar trasnochado el princi-
pio del respeto a la soberanía nacional? En Foreign Affairs se puede
leer: «En virtud de esta visión, la soberanía se torna más absoluta pa-
ra Estados Unidos, pero más condicionada para los países que desa-
fían las normas de comportamiento en el plano interior e internacional
impuestas por Washington» (Ikenberry 2002, p. 44). Es evidente que
las grandes potencias occidentales, al arrogarse el derecho a declarar
superada la soberanía de los estados, se atribuyen una soberanía am-
pliada que ejercen mucho más allá de su territorio nacional. Se repro-
duce así, casi sin cambios, la dicotomía que caracterizó la expansión
colonial e imperial, durante la cual sus protagonistas siempre se ne-
garon a reconocer como estados soberanos a los países que iban so-
metiendo o transformando en protectorados.
¿Nos aseguran que el nuevo colonialismo es «altruista» y de signo
humanitario? Esto no es nada nuevo: baste pensar en el tema del
«fardo del hombre blanco» tan grato a Kipling; solo quienes están
animados por un espíritu altruista y humanitario pueden cargar con
un fardo tan pesado. El universalismo imperial que propaga la «civi-
lización» por todo el mundo se presenta hoy como un universalismo
que propaga los derechos humanos y obliga a respetarlos en todos
los rincones del planeta; arrogarse el derecho a definir el límite entre
civilización y barbarie, o entre respeto y violación de normas univer-
sales, significa atribuirse de hecho una soberanía universal.
Sin embargo, el mismo año en que el suplemento dominical del
New York Times celebraba el carácter «altruista» del revival colonialista
auspiciado por él, un general italiano de los alpini (y docente e in-
299
vestigador de geopolítica), haciendo gala de campechanía marcial, se
expresaba con más rudeza. Después de destacar que la tendencia a la
«recolonización» era un elemento del «nuevo orden internacional»,
añadía: «De hecho, el único límite con que tropieza esta tendencia
es que a Occidente no le conviene implicarse en una crisis cuya ges-
tión sería demasiado costosa, sin obtener ningún beneficio concreto»
(Jean 1993, p. 264).
El «beneficio concreto» es evidente. Tampoco hace falta establecer
una correspondencia biunívoca entre cada operación bélica y el bene-
ficio obtenido cada vez. Lo que cuenta es la situación global: el me-
ro hecho de arrogarse el derecho a la intervención militar en ciertos
países (que suelen tener recursos energéticos y estar situados en áreas
geopolíticas cruciales) significa condicionar sus relaciones interna-
cionales en beneficio de las grandes potencias, que de hecho son las
que ejercen la soberanía.
Si la reacción posterior a 1989 no logró todos los objetivos que se
había marcado fue debido a los procesos económicos y políticos que
escaparon del control occidental. Pensemos, ante todo, en el extraor-
dinario desarrollo económico y tecnológico de China. O pensemos
en Rusia. En 1994 un prestigioso intelectual, que hasta el vuelco de
1989 había sido un intrépido disidente enfrentado al régimen comu-
nista, comprobaba que su país soportaba de hecho una «democracia
colonial» (Zinóviev 1994, p. 11). Solo más adelante Rusia logró re-
cuperar el control sobre su inmenso patrimonio energético, después
de la llegada al poder de fuerzas y personalidades políticas odiadas
en Washington y Bruselas. También merece gran atención el fracaso
del intento de someter a Cuba y aplicarle la doctrina Monroe, una
doctrina rechazada por un número creciente de países latinoameri-
canos. Tampoco puede perderse de vista la resistencia a la ocupación
militar de Irak y Afganistán. Todos estos procesos y movimientos,
que la burguesía triunfante de los años noventa no se esperaba, en-
lazan directa o indirectamente con el permanente impulso anticolo-
nialista y antiimperialista generado por la revolución de octubre. Es
así como va mermando el poder de coacción de Estados Unidos y
300
Occidente, que ahora, además, tienen que lidiar con una gravísima
crisis económica. No obstante, las ambiciones neocoloniales siguen
ahí. Y contra ellas, así como contra el colonialismo clásico, surge una
lucha nacional que es a la vez una lucha de clases, sobre cuyas formas
me centraré en el siguiente capítulo.
301
después de la guerra, en Rusia ha habido menos nacimientos que
muertes» (Cucurnia 1993); la esperanza de vida bajó claramente (seis
años para los hombres) (Goldstien 2011, p. 25).
Los grupos más débiles fueron los más afectados, como se des-
prende de este dramático testimonio, que esta vez no se refiere a los
viejos sino a los besprizórniki, los niños abandonados. Son
302
No cabe duda, el vuelco de 1989 barría de Europa oriental los de-
rechos económicos y sociales que hasta entonces había tenido la po-
blación, hasta el extremo de ridiculizarlos. Por ejemplo, el artículo
24 de la Declaración universal de los derechos humanos aprobada
por la ONU en 1948 reconoce el «derecho al descanso y al disfrute
del tiempo libre». Pues bien, en Rusia los «nuevos ricos» gracias a la
«privatización» ostentaban una «riqueza agresiva» en las localidades
turísticas vedadas a los trabajadores que antes tenían derecho a vaca-
ciones gratuitas o semigratuitas (Franceschini 1991a).
Esta polarización social extrema era el resultado de una lucha de
clases tan agresiva y carente de escrúpulos por parte de los nuevos
privilegiados, que hace pensar en la «acumulación originaria» men-
cionada en El capital a propósito de la Inglaterra recién salida de la
Revolución Gloriosa: «Las tierras de dominio público fueron entre-
gadas, vendidas a precios irrisorios o incluso anexionadas a fincas pri-
vadas. Todo esto ocurrió sin que se guardaran unas mínimas formas
legales». De ahí surgieron «los actuales dominios principescos que
posee la oligarquía inglesa» (MEW, 23; 751-752)… o rusa. Con su
teoría de la lucha de clases, Marx revelaba su punzante actualidad
justo cuando se le liquidaba como a un perro muerto.
3. Emancipación y desemancipación
303
nia en Oslo en una carta al International Herald Tribune: su país es-
taba decidido a adherirse a la OTAN y la UE para reafirmar «nuestras
raíces europeas y nuestros vínculos culturales nórdicos» (Krastins
2000). Había intención de cortar los puentes con Asia y con la bar-
barie. O sea, que la democracia en las relaciones internacionales co-
sechaba un éxito en Europa oriental, pero en el marco de un bloque
mundial de signo contrario: Occidente proclamaba su preponderan-
cia, cuestionaba los resultados de las revoluciones anticoloniales y
ejercía su derecho soberano a intervenir militarmente en cualquier
rincón del planeta con guerras en las que participaban países recién
liberados, sí, de la Monroe impuesta por la URSS en Europa oriental,
pero dispuestos a contribuir a la imposición de la Monroe estadou-
nidense y occidental a escala planetaria.
Más complicado era el panorama de los derechos políticos y civi-
les. Conviene hacer una aclaración previa: en la URSS y Europa
oriental la mejora de la situación referente a estos derechos había em-
pezado mucho antes de 1989 e incluso de la llegada al poder de Gor-
bachov. Se inició con el final de la fase más aguda de la guerra fría,
de esa fase caracterizada por una fuerte represión también en Occi-
dente (recordemos el macartismo en Estados Unidos, la ilegalización
de los comunistas en Alemania occidental, etc., por no hablar de la
imposición de feroces dictaduras militares, sobre todo en el tercer
mundo, a menudo aupadas y bendecidas por Washington). El fin de
la guerra fría creaba una situación nueva y más propicia, pero sería
absurdo atribuir el mérito exclusivo a quienes, por tener responsabi-
lidad en el desencadenamiento de la guerra fría, habían contribuido
(directamente en el área controlada por ellos e indirectamente en el
área enemiga) a la grave limitación o a la supresión de los derechos
políticos y civiles. Hecha esta salvedad, no cabe duda de que en Eu-
ropa oriental el vuelco de 1989-1991 permitió que millones de per-
sonas accedieran a derechos políticos esenciales que antes les eran
negados. Solo que este acceso se producía en un momento en que el
peso de la riqueza en las campañas electorales era tal, que en Estados
Unidos el acceso a la política quedaba limitado «a los candidatos que
304
tienen fortunas personales o reciben dinero de los comités de acción
política», en última instancia de los lobbies (Schlesinger jr. 1991, p.
377). De modo que, en lo referente a los derechos políticos, el proce-
so de emancipación en Europa oriental se insertaba en un proceso
global de signo contrario en el que, debido al triunfo de la burguesía
a escala internacional, la discriminación censitaria tradicional, que
había salido por la puerta, volvía a entrar en cierto modo por la ven-
tana.
En el caso de los derechos civiles, y siempre teniendo en cuenta la
situación general, el balance es positivo. Solo que, en la onda de los
cambios profundos producidos en Europa oriental, en Occidente se
debilitaba el movimiento sindical y en la fábrica se reforzaba clara-
mente el poder de la burguesía. Y no se puede evaluar adecuadamente
la situación de los derechos civiles prestando atención únicamente a
la esfera de la circulación, sin tener en cuenta la de la producción.
Marx llamó la atención sobre este particular en un célebre pasaje de
Miseria de la filosofía:
305
acentuado) le correspondió el terror ejercido por el estado sobre la
sociedad civil. Todo esto se acabó con el vuelco de 1989-1991. Chi-
na, en cambio, intentaba acabar con la anarquía en la fábrica me-
diante el «socialismo de mercado» y las reformas introducidas a partir
de 1980. Pero no era una operación sencilla. Todavía en 1994, el pe-
riodista e investigador antes citado hablaba de la dificultad para li-
brarse de la herencia de la época maoísta, en la que un trabajador
dependiente podía «decidir no hacer absolutamente nada» y seguir
«cobrando el sueldo a final de mes». Pues bien, ese mismo año un
prestigioso diario italiano describía así la situación creada en la in-
dustria automovilística de Turín:
306
su juicio ruinosa, de la «revolución marxista rusa». A decir verdad, el
patriarca del neoliberalismo proponía liquidar no solo el legado de
octubre de 1917, sino también el de junio de 1848: había que acabar
de una vez, en todos los rincones del mundo, con «la democracia so-
cial o “totalitaria”» (Hayek 1969, p. 76). Pero este programa se consa-
gró definitivamente en el trienio 1989-91. En estos años el neolibe-
ralismo, en su versión más radical, entraba triunfalmente en Moscú.
En vísperas de la caída de la URSS, O. Bogomólov, miembro desta-
cado de los economistas «reformadores» rusos, hacía referencia al Oc-
cidente capitalista, que para él era un modelo de sociedad o más bien
la «sociedad normal», para expresar todo su desprecio hacia quienes
todavía se empeñaban en hablar, por ejemplo, del derecho a la salud
o a la educación: «En una sociedad normal esta esfera [la del merca-
do] lo incluye todo […]. Entre nosotros, en cambio, los servicios de
salud y la enseñanza no son categorías de mercado». Y por si fuera
poco: «Necesitamos una medicina normal basada en el seguro [indi-
vidual]. Una medicina gratuita es un engaño» (en Berelowitch 1993,
p. 37). Para salir de la barbarie y ser admitidos en el club de los países
auténticamente civilizados, en el plano internacional había que in-
gresar en la OTAN y participar en sus guerras neocoloniales, y en el
plano interior emprender la liquidación del estado social.
307
esperar a que se consolidara el poder bolchevique para que se pro-
dujera una estabilización precaria y parcial. Evidentemente, este
ciclo histórico y político puede suscitar rechazo. Pero, con indepen-
dencia de los juicios de valor, es un hecho que la revolución de
1917 fue la que acabó con el antiguo régimen (en el sentido estricto
del término). Esta revolución también contribuyó a liquidar los
restos del antiguo régimen que persistían en Occidente, donde to-
davía existía la discriminación censitaria (en la propia Inglaterra la
Cámara de los Lores era un reducto de la aristocracia y la gran bur-
guesía) y la discriminación de las mujeres (excluidas de los derechos
políticos).
El mundo nuevo que surge en particular de la revolución de oc-
tubre resulta aún más evidente si tenemos en cuenta a los pueblos
coloniales y de origen colonial. De acuerdo con la reconstrucción de
un historiador eminente, es así como Jorge V, después de ser coro-
nado en Londres en 1910, protagoniza un año después en la India
la ceremonia que le eleva a la dignidad de emperador:
308
con el antiguo régimen que el gobierno de Londres mantiene en pie
y sustenta en las colonias.
Si este es el panorama del país-guía (en decadencia), veamos el
panorama del país-guía (en ascenso) del mundo capitalista. En esta
misma época, en el Sur de Estados Unidos, ya no existe la institución
de la esclavitud, pero los «viejos lores del Sur», los «señores barones»
de los que hablaba Marx (MEW, 31; 128), siguen ejerciendo un
poder absoluto sobre los negros. A estos no solo se les priva de los
derechos políticos, sino también de los civiles. Están expuestos a un
régimen de white supremacy terrorista que a veces les condena a ser
linchados, a una lenta e interminable tortura y agonía que es al mis-
mo tiempo un espectáculo de masas para una muchedumbre (de
hombres, mujeres y niños de la comunidad blanca) festiva y entu-
siasta.
Este es el mundo que pone en entredicho la revolución de octu-
bre. De modo que lo que se derrumba entre 1989 y 1991 no es el
«viejo régimen» ni el «viejo orden»; los depuestos son los herederos
o los epígonos del nuevo régimen o del nuevo orden revolucionario,
que sin embargo no ha sabido superar la fase de la precariedad. Una
revolución solo se puede considerar establemente victoriosa cuando
la clase que la protagoniza, después de pasar por un periodo más o
menos prolongado de conflictos y contradicciones, tanteos y errores,
logra expresar su dominio de una forma política duradera. Es un pro-
ceso de aprendizaje que va de 1789 a 1871 para la burguesía francesa,
la cual –señala acertadamente Gramsci– solo después de esta fecha,
al instaurar la república parlamentaria basada en el sufragio universal
(masculino), encuentra la forma política de su dominio. Un dominio
que puede ser duradero, en una sociedad moderna, siempre que sepa
combinar hegemonía y coerción, y reserve el momento de la coerción
y la dictadura a las situaciones de crisis aguda.
Por circunstancias objetivas y responsabilidades subjetivas, la re-
volución iniciada en 1917 no fue capaz de dar este resultado. En un
país como Rusia, al romper las cadenas del antiguo régimen, el nuevo
orden hizo una labor gigantesca de difusión de la instrucción y la
309
cultura, y promovió una extraordinaria movilidad social, sentando
las bases de una sociedad civil que se volvió cada vez más madura y
exigente, hasta que ya no podía reconocerse en un ordenamiento fo-
silizado. En este sentido, lo ocurrido entre 1989 y 1991 es el fruto a
la vez del éxito y la derrota del proyecto comunista.
Para entender esta dialéctica compleja y paradójica conviene tener
en cuenta una página escrita por Hegel en Jena a principios del siglo
XIX, mientras por un lado todavía está reciente el recuerdo del Ter-
midor, y por otro resultan cada vez más claras sus implicaciones po-
líticas e históricas: Napoleón, ya cónsul vitalicio, en 1804 está a
punto de convertirse en emperador de los franceses, lo que práctica-
mente equipara a Francia con los países adversarios y enemigos, y
con el propio mundo del antiguo régimen. Pues bien, ¿qué actitud
adoptar ante este viraje? Se puede condenar como «traición» a los
ideales revolucionarios o se puede celebrar como liberación del Terror
jacobino y, de acuerdo con esta celebración, calificar de locura san-
guinaria el periodo iniciado en 1789 (con la toma de la Bastilla) o
en 1792 (con la llegada al poder de los jacobinos). Hegel sigue un
derrotero distinto. Por un lado considera que el Terror jacobino fue
legítimo y necesario: «En la revolución francesa un poder terrible
conservó el estado, el todo en general. Este poder no es despotismo
sino tiranía, pura dominación despiadada; pero es necesaria y justa
en la medida en que constituye y conserva el estado como este indivi-
duo real». Por otro lado el filósofo reconoce la legitimidad y necesi-
dad del Termidor: al haberse superado el estado de excepción, «la
tiranía» se vuelve «superflua» y tiene que dar paso al «dominio de
la ley». Robespierre no se da cuenta de esto y es derrocado: «Su fuerza
le abandonó al abandonarle la necesidad, y así fue derrocado violen-
tamente». Los antagonistas de esta lucha son la encarnación de dos
momentos distintos «de la necesidad» (Hegel 1969, pp. 246-248 = He-
gel 1971, pp. 185-187).
Con este gran precedente teórico, la burguesía de Occidente (y
de Europa oriental) podría festejar 1989 sin demonizar la revolución
bolchevique ni transfigurar el mundo que esta había cuestionado.
310
Pero es una operación demasiado sofisticada para la consabida lógica
binaria, que sigue siendo útil, o más bien indispensable, para atacar
la legitimidad de la revolución china y las revoluciones anticoloniales.
De modo que, a partir de la configuración de 1989 como annus mi-
rabilis (Dahrendorf ) o, en última instancia, como plenitudo tempo-
rum (Fukuyama), la ideología dominante procede a la liquidación
no solo de 1917 sino de un ciclo histórico mucho más largo. Según
Dahrendorf (1990, pp. 7, 25, 62 y 26), hay que acabar no solo con
Marx, cuyas enseñanzas «hicieron agua en 1989, si no mucho antes»,
sino también con Hegel y Rousseau; por el contrario, es preciso inspi-
rarse en Burke, teórico de la «sociedad abierta» y enemigo inflexible
de la revolución francesa. Y así, después de haber caracterizado como
«viejo régimen» el mundo que se derrumbó en Europa oriental a par-
tir de 1989, Dahrendorf acaba presentándose como paladín, justa-
mente, del ancien régime.
311
al Termidor, la dictadura militar y luego el imperio, con un empera-
dor-caudillo que conquista inmensos territorios y los reparte entre
parientes y amigos con arreglo a una noción patrimonial del estado
que además de conculcar cualquier principio democrático, se diría
que reproduce los peores rasgos del antiguo régimen. Es más: los re-
volucionarios franceses, al acabar con el absolutismo monárquico y
el feudalismo, aseguraron que su propósito era arrancar las raíces de
la guerra para instaurar la paz perpetua; sin embargo, al decir de En-
gels, con el «despotismo napoleónico» «la paz perpetua prometida se
convirtió en una guerra de conquista interminable» (MEW, 20; 239).
Así pues, en 1814 son completamente irreconocibles los proyectos y
las esperanzas que habían inspirado 1789; al final de la primera etapa
de una gran crisis histórica, la vuelta de los Borbones instaura un ré-
gimen más liberal, sin duda, que el Terror, la dictadura militar y el
imperio guerrero y expansionista posteriores a los entusiasmos revo-
lucionarios. Algo parecido podría decirse, por ejemplo, de la primera
revolución inglesa, que desembocó en la dictadura militar de Crom-
well, vinculada a la personalidad excepcional de su fundador e inca-
paz de sobrevivir a su desaparición.
Pese a todo, es correcto aplicar la categoría de restauración a la
vuelta de los Borbones y los Estuardo, quienes trataron de sofocar lo
nuevo que estaba abriéndose camino con dificultad entre intentos,
errores, callejones sin salida, contradicciones, retrocesos y deforma-
ciones de todo tipo. No hay razón para no hacerlo con los cambios
producidos en el Este europeo, por muy implacable que sea el análisis
que podemos y debemos hacer de los regímenes que cayeron entre
1989 y 1991. Sobre todo teniendo en cuenta que en el propio Oc-
cidente capitalista, la crisis y posterior caída del «socialismo real» fa-
cilitaron la eliminación de los derechos económicos y sociales del
catálogo de los derechos humanos.
Llegamos a las mismas conclusiones si analizamos la situación in-
ternacional. En vísperas de la revolución de octubre el planeta era
una suerte de propiedad privada en poder de un puñado de potencias
capitalistas, lo que provocó una ola de revoluciones anticoloniales.
312
Pero, también a este nivel, tras la caída del antiguo régimen se llegó
a una situación de punto muerto. En realidad, la situación nacional
tuvo un papel decisivo en la disolución del «campo socialista» y del
propio país salido de la revolución de octubre. Sus protagonistas esta-
ban convencidos de que, con el capitalismo, también desaparecerían
los conflictos, las tensiones e incluso las identidades nacionales. Pero
echemos un vistazo a los momentos más graves de crisis y descrédito
del campo socialista. 1948: ruptura entre la URSS y Yugoslavia. 1956:
invasión de Hungría. 1968: invasión de Checoslovaquia. 1969: inci-
dentes sangrientos en la frontera entre URSS y China; la guerra evita-
da a duras penas entre dos países que se decían socialistas se convirtió
en una trágica realidad diez años después con la prueba de fuerza
entre Vietnam y Camboya primero y entre China y Vietnam des-
pués. 1981: ley marcial en Polonia para prevenir una posible inter-
vención «fraterna» de la URSS y frenar un movimiento de oposición
que basaba su gran popularidad, entre otras cosas, en la defensa de
la identidad nacional pisoteada por el Gran Hermano. Estas crisis,
aun siendo muy diferentes entre sí, tienen en común la centralidad
de la cuestión nacional. No en vano la disolución del campo socialista
empezó en la periferia del «imperio», en países que soportaban mal
la imposición de la soberanía limitada; también dentro de la URSS,
aun antes del oscuro golpe de agosto de 1991, el embate decisivo pa-
ra el hundimiento final fue la agitación de los países bálticos, a los
que se había «exportado» el socialismo en 1939-1940. En cierto sen-
tido, la cuestión nacional, que favoreció poderosamente la victoria
de la revolución de octubre, marcó también el final del ciclo histórico
abierto con ella. También en este caso el elemento de la restauración
es evidente, como lo confirma la rehabilitación, a veces explícita, del
colonialismo (e incluso del imperialismo).
Se puede hacer una comparación con las otras grandes revolucio-
nes que han jalonado la historia moderna y contemporánea. En In-
glaterra, tras la muerte de Cromwell y la efímera sucesión de su hijo
Ricardo en el cargo de Lord Protector de la República, el jefe del ejér-
cito escocés George Monk marcha sobre Londres y convoca una
313
nueva Cámara que sanciona el regreso de los Estuardo. En 1814 Na-
poleón, superviviente de la desastrosa campaña de Rusia y la derrota
de Leipzig, ante la amenaza de una formidable coalición enemiga y
la creciente desafección del pueblo francés, se ve obligado a abdicar
y sufrir el regreso de los Borbones. Entre 1989 y 1991 se consuma la
disolución de la URSS y del poder y el ordenamiento salidos de la
revolución de octubre. A pesar de las grandes diferencias entre las
tres revoluciones mencionadas, las crisis en que desembocan tienen
varios aspectos en común: a) agotada su fase hegemónica, las tres tie-
nen que hacer frente a graves problemas de política internacional
(respectivamente: la insurrección irlandesa y escocesa, la rebelión de
las naciones que pone en peligro a la Grande nation y la doctrina y/o
la práctica de la soberanía limitada); b) en el plano interno tienen
que enfrentarse, por un lado, a la oposición de los partidarios del an-
tiguo régimen derrocado, y por otro a un número creciente de de-
cepcionados del nuevo régimen, que se retraen, disgustados, de la
actividad política o, peor aún, denuncian el abandono de los proyec-
tos e ideales originarios o la traición a los mismos. De este modo el
nuevo ordenamiento no consigue estabilizarse, al carecer de un prin-
cipio de legitimación y quedar como suspendido en el vacío; c) el
punto muerto en la búsqueda de estabilización y de un principio de
legitimación desemboca en una vuelta (siquiera parcial) al antiguo
régimen. Una vuelta promovida o por lo menos aceptada por una
fracción más o menos amplia del grupo dirigente salido de la revolu-
ción: es el caso de la cámara convocada por el general Monk en la
Inglaterra de 1660, del senado conservador, el ministro Talleyrand y
el mariscal Marmont en la Francia de 1814, y de Gorbachov y Yeltsin
en la Unión Soviética de 1989-1991.
En los tres casos, el punto muerto del nuevo ordenamiento pro-
picia la vuelta al poder de las viejas clases dominantes.
314
XI
315
debe ser obra de la propia clase obrera», que recurre para ello a la
lucha de clases: esto es lo que piensan Marx y la Asociación Interna-
cional de los Trabajadores. También en este caso la respuesta de
Arendt es clara: «Quienes abrieron el camino nunca fueron los opri-
midos y excluidos en primera persona, sino quienes no estaban
oprimidos ni degradados, pero no podían soportar que otros lo es-
tuvieran» (Arendt 1972, pp. 204 = Arendt 1985, p. 258). Al eman-
ciparse a sí mismos merced a la lucha de clases, los explotados
obtienen un resultado positivo para la sociedad en conjunto. Y de
nuevo Arendt (1972, p. 123 = Arendt 1985, p. 182) contradice cla-
ramente a Marx: «Como bien sabemos, han sido muy pocas las re-
beliones de esclavos y las insurrecciones de desheredados y oprimidos,
y las pocas veces que han ocurrido» ha sido «una pesadilla para
todos». Pasa por alto la gran insurrección de los esclavos negros diri-
gida por Toussaint Louverture, que desencadenó un proceso impa-
rable de aboliciones de la esclavitud.
Es indudable el radicalismo de Arendt quien, en su intento de
deslegitimar la categoría de «explotación», entra en contradicción,
sin saberlo, con una larga tradición de pensamiento. En Marx «ex-
plotación» significa apropiación de «plustrabajo» por la clase propie-
taria de los medios de producción. Pues bien, en El espíritu de las
leyes (libro VII, 1), Montesquieu dice que el «trabajo ajeno» (travail
d’autrui) es la fuente del lujo de las clases superiores. No es ni mucho
menos un caso aislado. En el gran crítico de la revolución francesa,
Taine (1986, p. 430) podemos leer esta síntesis fulgurante del anti-
guo régimen: la que trabaja es «una clase que, atada a la gleba, sufre
el hambre de sesenta generaciones para alimentar a las otras clases»,
las clases superiores. Pero, como sabemos, la categoría de «plustra-
bajo» también está presente en autores como Calhoun y Nietzsche;
el segundo no tiene inconveniente en reconocer la realidad y a su jui-
cio la necesidad de la «explotación» (supra, cap. II, § 3).
En su afán por conjurar la sospecha de «explotación» en un sis-
tema sociopolítico que en aquel momento pasaba por apuros en el
propio continente americano, Arendt ni siquiera se mide realmente
316
con Marx. Este cita la corvée como prueba de que el «plustrabajo» y
la «explotación» también pueden asumir una evidencia sensible: des-
pués de labrar su propia tierra, el campesino está obligado a trabajar
la tierra del señor feudal; en este caso la distancia espacial entre los
lotes de tierra ya pone en evidencia la diferencia entre «trabajo ne-
cesario» y «plustrabajo» (MEW, 23; 251). El trabajo forzoso en las
colonias también pone en evidencia sensible la realidad del plustra-
bajo (en este caso el de los indígenas al servicio de los señores colo-
niales, en vez de feudales). También es revelador el hecho de que en
Inglaterra, un estado «dominado por los capitalistas y los terrate-
nientes», se sienta la necesidad de promulgar una ley para limitar la
jornada de trabajo y así salvar «la energía vital de la nación» (clara-
mente amenazada por el afán desmedido de plustrabajo y plusvalía
o, dicho de otro modo, por una explotación desenfrenada) (MEW,
23; 253).
Bien distinta es la argumentación de Arendt (1983, pp. 63 y 122-
123): la interpretación de «las necesidades imperiosas de la pobreza
masiva en términos políticos» y «la transformación de la cuestión so-
cial en fuerza política» que hace Marx con su teoría de la explotación
y la lucha de clases han sido funestas. En realidad «se ha debido úni-
camente a la aparición de la tecnología, y no a las ideas políticas mo-
dernas como tales, la negación de la antigua y terrible verdad de que
solo la violencia y el dominio sobre los hombres pueden liberar a
unos cuantos».
Por lo menos hasta «la aparición de la tecnología», la miseria ma-
siva debería ponerse en el haber de la naturaleza madrastra. Pero esta
tesis ignora que en las repetidas crisis de sobreproducción que carac-
terizan y afectan al capitalismo, «se destruye regularmente gran parte
no solo de los productos acabados, sino incluso de las fuerzas pro-
ductivas ya creadas» (MEW, 4; 468). Esta afirmación no puede ser
más actual, dada la crisis estallada en 2008 pero que ya se menciona
en un texto (el Manifiesto del partido comunista) publicado 160 años
antes de esta fecha. Se trata de un sistema social en el que, además
de unas relaciones injustas de distribución, hay una destrucción re-
317
petida de riqueza social. Y el desarrollo de la tecnología no puede
hacer nada contra esa destrucción.
En todo caso, si la tecnología es la solución de la cuestión social,
¿cómo explicar que en los años en que Arendt formula su tesis, según
una revista nada sospechosa, en Washington (en el país de tecnología
más avanzada) «el 70 % de los ingresados en el hospital pediátrico
padecen desnutrición» (supra, Introducción)? Por lo menos en este
caso habría que reconocer la realidad de la explotación y el carácter
necesario y beneficioso de la lucha de clases. No es así como argu-
menta Arendt, que no se libra nunca de la «pesadilla» de la lucha de
clases y atribuye a la tecnología un valor beneficioso y resolutivo al
margen de la política y la acción política. Este es el aspecto en el que
la discrepancia entre Arendt y Marx es mayor.
Marx se muestra aún más entusiasmado con el efecto prodigioso
de emancipación que pueden tener los avances de la técnica, esa «ca-
pacidad científica objetivada». Pero este resultado no se puede dar por
descontado. Mientras «la ciencia» siga estando «cautiva al servicio del
capital» (G, 594 y MEW, 23; 382), el desarrollo tecnológico no será
sinónimo de riqueza social. El capital, que como reza el subtítulo es
una «crítica de la economía política», también es una crítica de la visión
unilateral y milagrera del desarrollo tecnológico que tienen los econo-
mistas políticos burgueses (y que Arendt acoge y radicaliza). La historia
real demuestra que dicho desarrollo, en el ámbito de la sociedad ca-
pitalista, puede tener consecuencias catastróficas para las clases subal-
ternas: «La prosperidad de la industria mecánica de lana, con la
transformación progresiva de las tierras labrantías en pasto para las ove-
jas, provocó la expulsión en masa de los braceros del campo, conver-
tidos en “sobrantes”» (MEW, 23; 467). Es el momento trágico en que,
según la expresión de Tomás Moro recogida por Marx, con la industria
mecánica de la lana «las ovejas devoran a los hombres» (supra, cap. III,
§ 3). Más de dos siglos después, durante la revolución industrial, «las
máquinas permiten prescindir de la fuerza muscular» y es entonces
cuando interviene «el trabajo de las mujeres y los niños», «la primera
palabra de la aplicación capitalista de la maquinaria» (MEW, 23; 416).
318
Son muy reveladores dos ejemplos aducidos por El capital. Vea-
mos el que está tomado de Estados Unidos, a finales del siglo XVIII,
tras la introducción de la desmotadora de algodón: «Antes de esta
invención un negro conseguía a duras penas desmotar una libra de
fibra de algodón en una jornada laboral, por término medio. Gracias
a la cotton gin una vieja negra pudo desmotar fácilmente cincuenta
libras de algodón diarias, y las mejoras posteriores ha aumentado bas-
tante el rendimiento de la máquina» (MEW, 15; 349). El poder
emancipador de este avance tecnológico es evidente, pero ¿qué ocu-
rrió en realidad?
319
bernador general confirmaba en 1834-35: «semejante miseria di-
fícilmente tiene paralelo en la historia del comercio. Los huesos de
los tejedores de algodón blanquean en las llanuras indias» (MEW,
23; 454-455).
320
la materia prima hecha de madera y metales que a la de cuerpo y es-
píritu» (G, 599). Miseria de la filosofía describe de un modo gráfico
las consecuencias de la introducción de las máquinas con la consi-
guiente simplificación y parcelación del trabajo: «El capital se con-
centró, el hombre fue despedazado» (MEW, 4; 155). El Manifiesto
del partido comunista trata de comprender los motivos del ludismo y
de dirigir la furia de sus seguidores hacia el verdadero blanco («las
relaciones burguesas de producción») y no hacia las máquinas como
tales, dando madurez a la lucha de clases que, con su espontaneidad,
puede dar palos de ciego (MEW, 4; 470).
Si por un lado el ludismo es rechazable –observa El capital–, por
otro es necesario criticar el «optimismo económico» de la economía
política burguesa (y de Arendt), distinguiendo entre las máquinas,
capaces de hacer más llevadero el trabajo físico, y el «uso capitalista
de las máquinas» que puede abatirse sobre el obrero «como el más
terribles de los flagelos», aumentando «las penalidades de los obreros
suplantados por las máquinas» o, cuando no les despiden, dejándolos
«lisiados por la división del trabajo» (MEW, 23; 464-465).
Hay un aspecto del análisis de Marx que merece una reflexión es-
pecial. Como ponen en evidencia sobre todo las «crisis comerciales»
repetidas, «la creciente celeridad de las máquinas» y su «incesante y
cada vez más rápido perfeccionamiento» implican «el aumento del
trabajo requerido en una unidad de tiempo» y hacen que sea «cada
vez más oscilante el salario de los obreros» y «cada vez más precaria
su existencia en conjunto» (MEW, 4; 468 y 470). Esto nos lleva in-
mediatamente a la época actual, pues se comprueba que el prodigioso
desarrollo tecnológico dista mucho de obrar los milagros que se le
atribuyen; antes al contrario, puede ir acompañado de una creciente
inseguridad y precariedad del puesto de trabajo, con un descenso del
nivel de vida y la reaparición de la figura del working poor, con la cre-
ciente polarización entre riqueza y pobreza, con la progresiva concen-
tración del poder económico y político en manos de una oligarquía
que ni siquiera tiene sentido del pudor. Además de impedir el reco-
nocimiento de las víctimas del pasado, la recomendación de la tec-
321
nología como única solución de la cuestión social es una burla para
las víctimas del presente.
Un par de consideraciones más. Tengamos en cuenta la fecha del
texto en que Arendt contrapone positivamente la tecnología a la
lucha política y social, a la lucha de clases. Estamos en 1963. Unos
veinte años después, la noche del 2 al 3 de diciembre de 1984, se
produce la catástrofe ecológica más espantosa de la historia humana
(con la muerte de miles y miles de personas). La causante es la Union
Carbide, una multinacional de fertilizantes e insecticidas agrícolas
radicada en Estados Unidos que usa tecnología muy avanzada; pero
la tragedia se produce en Bhopal, en la India. Incluso desde el punto
de vista ecológico (que enlaza claramente con la cuestión social a es-
cala nacional e internacional), se impone hacer una clara distinción
entre máquinas y «uso capitalista de las máquinas».
Por último: En el plano internacional el desarrollo tecnológico y
la Revolution in Military Affairs (RMA) refuerza en Estados Unidos
y Occidente la tentación de aplicar la ley del más fuerte para someter
a los países incapaces de oponer resistencia a su enorme poderío mi-
litar. Lo único que puede contrarrestarlo es la lucha política, la lucha
de clases. ¡Es curioso ver cómo Arendt, la teórica apasionada de la
praxis aristotélica y la acción intersubjetiva, propone que la praxis y
la acción se aparten en los momentos cruciales para que la tecnología
pueda desplegar tranquilamente sus efectos beneficiosos!
322
ya no es ruinosa como en Arendt, simplemente se ha vuelto anti-
cuada y superflua; si a ella la atormentaba la «pesadilla» de la lucha
de clases, Habermas piensa que se puede dormir tranquilo (por lo
menos en Occidente).
Se podría decir que el filósofo alemán no tuvo mucha suerte. Plan-
teaba su tesis tranquilizadora en los años en que Dahrendorf llamaba
la atención sobre la figura del working poor, que hacía su infausto re-
greso incluso en los países capitalistas más desarrollados coincidiendo
con un mayor enriquecimiento de la aristocracia financiera. En Es-
tados Unidos los pobres viejos y nuevos se hacinaban cada vez más
en las cárceles, hecho agravado por una legislación cada vez más in-
flexible con los delitos menores cometidos por miembros de las clases
subalternas. En 1991 un cáustico observador francés hacía esta com-
paración entre república norteamericana y república surafricana (que
todavía era segregacionista y estaba dominada por la minoría blanca):
Con una mirada retrospectiva quizá se pueda decir que fue el ocaso
323
del socialismo lo que desinhibió al capitalismo e hizo que sus ideó-
logos pasaran de las frases bonitas a la retórica de la dureza. La
competencia de los sistemas ha quedado atrás, y el capitalismo ha
considerado que ya no debe preocuparse de su aceptación (Jessen
2011).
324
pendencia política real? No hay rastro de todo esto en Habermas,
quien del dato por él mencionado saca una conclusión única y uní-
voca: la progresiva erosión de la soberanía estatal, la constelación pos-
nacional que se perfila en el horizonte. Y así, una vez más se suprimen
los conflictos tanto anteriores como posteriores a una determinada
situación político-social. Esta constelación posnacional cuya llegada
se proclama es la otra cara (la internacional) de la supuesta «pacifi-
cación».
A mediados de los años ochenta, con su tesis sobre la «pacifica-
ción» en Europa occidental, Habermas cree haber confutado la teoría
marxiana de la lucha de clases. Pero veamos cuál es el clima que se
respira en 1864, cuando se funda la Asociación Internacional de los
Trabajadores. En su Manifiesto inaugural Marx traza un panorama
desolador:
325
no suprimen los conflictos que anteceden y suceden a la llamada «pa-
cificación». Lo que explica el abatimiento de la clase obrera inglesa,
que acaba aceptando su «nulidad política», es «la derrota de las clases
trabajadoras del continente», la «fuerza bruta» que ha arremetido
contra ellos tras el fracaso de la revolución de 1848 y ha obligado a
los elementos de vanguardia, a los «hijos más avanzados del trabajo»,
a buscar refugio al otro lado de Atlántico (MEW, 16; 10). Natural-
mente, también hay que tener en cuenta el expansionismo colonial,
que mitiga el conflicto social en la metrópoli pero agudiza el conflicto
nacional (y social) en las colonias, como lo demuestra la rebelión de
los cipayos que estalló en la India varios años antes de la fundación
de la Internacional Obrera.
Muy distinto es el razonamiento de Habermas. Él sitúa el inicio
de la «pacificación» a partir de 1945. Acaba de concluir una de las
luchas de clases más grandes de la historia universal. El intento del
Tercer Reich de resucitar la tradición colonial y radicalizarla hasta el
extremo de imponer una nueva forma de esclavitud en Europa orien-
tal ha sufrido una rotunda derrota. En el otro lado, el prestigio y la
influencia de la URSS y del movimiento comunista internacional
son mayores que nunca. En estas condiciones, mientras en el este y
el sur del planeta se propaga la revolución anticolonialista, en Europa
occidental (pero no en Estados Unidos, donde el movimiento obrero
siempre ha tenido un papel limitado) la lucha por la edificación del
estado social alcanza éxitos importantes. Estos procesos están rela-
cionados entre sí, como lo confirma el respaldo de los movimientos
que luchan por el estado social en Europa occidental a los movimien-
tos de liberación nacional. ¡Es muy problemático describir todo esto
como el principio del fin de la lucha de clases!
Aunque Estados Unidos carece hoy de un verdadero estado social,
y pese a la crisis económica, aquí también se ha producido el fenó-
meno de la «pacificación». Los obreros que padecen una situación
de desempleo y precariedad, más que a la clase dominante, echan la
culpa a la competencia desleal de China y otros países emergentes o
del tercer mundo. La «pacificación» está garantizada, ¡pero tampoco
326
en este caso es un fenómeno nuevo! Ya hemos visto que, al decir de
Engels, en Inglaterra «la masa de los obreros auténticos», pasando
por alto a su propia burguesía, tendía a echar la culpa a los compe-
tidores en el mercado internacional, a quienes acusaba de competen-
cia desleal y vulneración del fair trade, abogando por el proteccionismo
aduanero (supra, cap. VI, § 1). Varios decenios después Oswald Spen-
gler (1933, pp. 120-121) invitaba a los obreros alemanes y occiden-
tales a considerar acabada la «lucha de clases» para dar paso a la «lucha
de razas». Según el teórico alemán, angustiado por la «decadencia de
Occidente», la Unión Soviética, imponiendo salarios de hambre a
sus obreros y manteniendo artificialmente bajo el precio de sus mer-
cancías, ponía en peligro «la existencia de la clase obrera blanca».
También en este caso la «pacificación» en el ámbito de Occidente y
de la raza blanca estaba en función de una despiadada «lucha de
razas» dirigida a mantener en pie una división internacional del tra-
bajo favorable a las potencias coloniales e imperiales; en realidad, una
lucha de clases de signo conservador o reaccionario. En nuestros días
el fair trade es la consigna lanzada por Washington y a menudo re-
petida por los obreros estadounidenses, perfectamente «pacificados»
dentro de Estados Unidos pero más agresivos que nunca, ante todo,
frente China, contra la que invocan una guerra comercial. Pero ¿es
lícito separar la «pacificación» del conflicto, o son dos caras de la
misma moneda? El Manifiesto del partido comunista ya señala que la
adquisición de la conciencia de clase proletaria se ve obstaculizada por
la «competencia» que existe en su seno, azuzada por la burguesía.
3. ¿Cambio de paradigma?
327
distribución de los recursos, sino el reconocimiento (supra, cap. III,
§ 1)? En realidad, hemos visto que en los tres frentes (emancipación
de la clase obrera, de las naciones oprimidas y de las mujeres) la lucha
de clases marxiana ha rechazado esta distinción.
La lucha por el reconocimiento siempre está presente. También
lo está en la denuncia de la política guerrera que el movimiento so-
cialista reprocha al sistema capitalista (e imperialista). Es significativo
el modo en que argumenta Gramsci. Estamos en Italia, en un país
arrastrado por sus dirigentes al primer conflicto mundial a pesar de
la oposición de amplios sectores de orientación católica o socialista,
y que es arrastrado cuando ya está claro para todos el precio enorme
de vidas humanas que se va a pagar. Se comprende entonces la con-
clusión de Gramsci (1980, p. 175; Gramsci 1987, p. 520): la clase
dominante, que siempre ha tratado a las clases populares como una
muchedumbre infantil y por tanto incapaz de entender y querer en
el plano político, las sacrifica tranquilamente en el altar de sus planes
imperiales. De modo que la lucha por el reconocimiento está más
vigente que nunca; el «pueblo trabajador» no puede permanecer en
la condición de «presa buena para todos» y simple «material humano»
a disposición de las elites, de «material en bruto para la historia de
las clases privilegiadas». Los comunistas deben evitar la repetición
de la enorme tragedia consumada entre 1914 y 1918.
En la estela de la revolución de octubre se propaga la ola planetaria
de lucha por el reconocimiento que es la revolución anticolonial.
¿Qué decir de los treinta años transcurridos desde el final de la se-
gunda guerra mundial hasta mediados de los años setenta, es decir,
los treinta años de expansión del estado social, que se ha considerado
la época por excelencia de la lucha por la redistribución? Apenas di-
rigimos la mirada fuera de Occidente, vemos que es el periodo en
que han tenido lugar algunas de las luchas por el reconocimiento
más memorables de la historia mundial.
En 1949 Mao Zedong (1988, pp. 87-88) solemnizaba la con-
quista del poder proclamando: «La nuestra ya no volverá a ser una
nación sometida al insulto y la humillación. Nos hemos puesto en
328
pie […]. La era en la que el pueblo chino se consideraba incivilizado
ha terminado». La revolución china llegaba a su apogeo, mientras
empezaba a cobrar fuerza la revolución argelina. A este respecto
Fanon (1967, pp. 91 y 53) observaba: «El colonizado […] no tomó
las armas solo porque se moría de hambre y asistía a la disgregación
de su sociedad, sino también porque el colono le consideraba una
bestia, le trataba como a una bestia»; para librarse de «su complejo
de inferioridad» el colonizado entabla una lucha que «le rehabilita
ante sí mismo».
Estamos en 1961. La revolución vietnamita entraba en su etapa
más dura: después de vencer a Francia, se enfrentaba a la potencia
mundial más poderosa. El líder y maestro de esta lucha de liberación
seguía siendo Ho Chi Min, quien en 1960, con motivo de su setenta
cumpleaños, describía así su trayectoria intelectual y política: «Al
principio lo que me empujó a creer en Lenin y la Tercera Interna-
cional fue el patriotismo, no el comunismo». Los que le convencieron
fueron ante todo los llamamientos y los documentos que apoyaban
y fomentaban la lucha de liberación de los pueblos colonizados, pro-
clamando su derecho a formar estados nacionales independientes:
«Las tesis de Lenin [sobre la cuestión nacional y colonial] despertaban
en mí una gran conmoción, un gran entusiasmo, una gran fe, y me
ayudaban a ver claramente los problemas. Mi alegría era tan grande
que se me saltaban las lágrimas» (en Lacouture 1967, pp. 39-40).
No cabe duda: estamos en presencia de tres luchas épicas de libe-
ración nacional que al mismo tiempo son conscientes de ser tres lu-
chas épicas por el reconocimiento. Todo sucede fuera de Occidente,
pero no deja de guardar relación con él. La revolución anticolonial
también ejerce su influencia dentro de Estados Unidos, alentando
a los afroamericanos en su lucha contra la segregación, la discrimi-
nación y la persistencia del régimen de white supremacy. En segundo
lugar, los pueblos coloniales oprimidos y rebeldes se hacen presentes
en el propio territorio metropolitano de un país como Francia, la
potencia colonial que les oprime y humilla. Por otro lado, en la re-
pública norteamericana –observa en 1948 Palmiro Togliatti (1974-
329
1984, p. 382)– la discriminación racial no afecta solo a los negros
sino también «a otros pueblos, entre los que están los italianos, con-
siderados de clase inferior». En general, después de haber enarbolado
durante decenios la bandera de la lucha por el reconocimiento para
promover su emancipación, las clases subalternas de la metrópoli ca-
pitalista difícilmente pueden hacer oídos sordos a la reivindicación
de reconocimiento que hacen los pueblos colonizados o de origen
colonial. En 1954, polemizando con Norberto Bobbio, Togliatti
(1974.1984, p. 866) contrapone la carga universalista del movimiento
comunista a las persistentes cláusulas de exclusión propias del mundo
burgués: «¿Cuándo y en qué medida se aplicaron a los pueblos colo-
niales esos principios liberales en los que decía basarse el estado inglés,
modelo, creo, de régimen liberal perfecto para quienes razonan como
Bobbio?». La verdad es que «la doctrina liberal […] se basa en una
bárbara discriminación entre las criaturas humanas».
El paradigma de la lucha por el reconocimiento tampoco actúa
solamente a la hora de expresar solidaridad con los pueblos coloniales
o de origen colonial. Es interesante ver cómo motiva en 1940 Ernest
Bevin, ministro del Trabajo, la necesidad de crear el estado social en
Gran Bretaña: «Se impone ahora una gran remodelación de valores;
hay que acabar con la idea de que quienes producen o transforman
son inferiores y deben aceptar una condición inferior a la del espe-
culador» (en Hennessy 1993, p. 69). ¡El estado social no se reivindica
únicamente en nombre de la redistribución!
La persistente adhesión (directa o indirecta) al paradigma de la
lucha por el reconocimiento facilita el apoyo al movimiento de eman-
cipación de la mujer, al considerar que también es una lucha por el
reconocimiento. A comienzos del periodo 1945-1975 un dirigente
comunista de gran prestigio internacional hizo esta declaración: «La
emancipación de la mujer debe ser uno de los problemas centrales
de la renovación del estado italiano y de la sociedad italiana», hay
que abolir «la legislación que sanciona la inferioridad de la mujer».
Los «derechos del hombre» no bastan, es preciso ir más allá y tener
«la capacidad y el valor de llegar a la proclamación de los derechos
330
de la mujer». No se trata solo de mejorar sus condiciones materiales
de vida, sino también de respetar su «dignidad» (Togliatti 1974-
1984, pp. 146 y 151). Estamos en 1945. En los años siguientes el
movimiento feminista experimentará un fuerte desarrollo; queda pa-
tente el carácter engañoso de la contraposición entre paradigma del
reconocimiento y paradigma de la redistribución.
Si en Occidente la dimensión de la lucha por el reconocimiento
no se redujo ni siquiera en los treinta años en que la construcción
del estado social estuvo a la orden del día, la lucha por la redistribu-
ción es más actual que nunca después de que estallara la crisis econó-
mica en 2008. En realidad, los dos paradigmas están estrechamente
entrelazados. El desempleado y el working poor protestan no solo por
los duros sacrificios que deben hacer, sino también porque sienten
como un insulto y una humillación las penosas condiciones de vida
que les impone una sociedad tan rica y opulenta en otros aspectos.
Es una sensación de ninguneo agravada por la creciente riqueza de
quienes están llamados a ocupar importantes cargos políticos. Los
dos paradigmas también están presentes en la lucha por la emanci-
pación de la mujer. Aunque en Occidente ha obtenido resultados
importantes (puestos en entredicho por la crisis, que afecta ante todo
al empleo femenino), en otras culturas se encuentra en una fase
menos avanzada o solo en sus inicios.
Por último. El vínculo entre la lucha por el reconocimiento y la
lucha por la redistribución de los recursos, presente en la lucha contra
el neocolonialismo de las supuestas «naciones elegidas» que controlan
los centros de poder económico internacional y pretenden ser las úni-
cas que ejercen una soberanía real, queda bien patente en una reali-
dad como la palestina. Se expropia a los «indígenas» de su tierra y se
les condena a la miseria y la marginación. Al mismo tiempo sufren
un ninguneo doble: no se les considera dignos de constituirse en un
estado nacional independiente ni de ser ciudadanos del estado que,
al anexionarse su territorio, les impide constituirse en un estado na-
cional independiente.
331
4. La fragmentación de las luchas de clases
332
envolver fácilmente en una niebla mistificadora la violencia que
ejerce sobre el país oprimido y agredido.
Pero esta no es la única causa de la fragmentación de la lucha de
clases. Echemos un vistazo a su tercer frente, es decir, al movimiento
de emancipación femenina. El movimiento obrero reclamó durante
mucho tiempo la extensión de los derechos políticos a las mujeres
como parte integrante del proyecto de derrocamiento o superación
del antiguo régimen capitalista. En 1887 Eleanor Marx, cuando
aborda junto con su marido Edward Aveling la «cuestión femenina»
y reclama los derechos políticos para las mujeres, además de comparar
la «opresión» y la «humillación» de las mujeres con las que sufren los
obreros, añade que «las relaciones entre hombres y mujeres» son la
expresión más clara y repugnante de la «cruel bancarrota moral» de
la sociedad capitalista como tal (Marx-Aveling, Aveling 1983, pp. 16
y 13). En la misma época hay exponentes o ideólogos de las clases
dominantes que sopesan el sufragio femenino desde una perspectiva
política y social completamente distinta, e incluso opuesta. El sufra-
gio femenino, sugiere un autor francés, podría ser «la mayor reserva
conservadora». Sí, tanto en Europa como en Estados Unidos se in-
voca a menudo el voto de las mujeres como contrapeso de la temida
influencia política de las masas populares debido a la relajación de la
discriminación censitaria (Losurdo 1993, cap. 6, § 3). En otras pa-
labras, vemos que el poder dominante usa la lucha de clases y por el
reconocimiento protagonizada por las mujeres para neutralizar o
combatir la lucha de clases y por el reconocimiento promovida por
las clases populares. También se puede crear otra situación: a comien-
zos del siglo XX, en un país como Gran Bretaña, no faltaron las mu-
jeres que apoyaron con entusiasmo el expansionismo colonial y
asumieron el papel de «Cruzadas del Imperio», ni faltaron feministas
que reivindicaron la emancipación de las mujeres en nombre del
lugar que les correspondía, justamente, en la construcción del Im-
perio (Callaway, Helly 1992 y Burton 1992). En este caso el movi-
miento de emancipación de las mujeres choca con el movimiento de
emancipación de los pueblos colonizados.
333
Todas estas contradicciones, que reflejan una compleja situación
objetiva (cuando no son el resultado de los manejos del poder), solo
en ocasiones especiales, gracias a convincentes síntesis teóricas o a la
influencia de grandes revolucionarios o de proyectos revolucionarios
maduros, se resuelven y desembocan en la unidad, no sin oscilaciones
y dificultades de todo tipo. Durante la primera guerra mundial,
Lenin, por un lado, emplaza al proletariado de Occidente a levantarse
contra la burguesía y transformar la guerra imperialista en guerra
civil revolucionaria, y por otro saluda las luchas y las guerras de libe-
ración nacional de los «pueblos coloniales» y los «países oprimidos»
en general, y llama la atención sobre la permanente condición de «es-
clava doméstica» a la que está sometida la mujer (LO, 23; 31 y 70),
excluida de los derechos políticos junto con los «pobres» y «el estrato
inferior propiamente proletario» (LO, 25; 433 y LO, 22; 282). En
este caso sí convergen los tres frentes de la lucha de clases.
Con cerca de un decenio de diferencia, a partir de las áreas rurales,
Mao (1969-1975, vol. 1, pp. 41-43) promueve una revolución que,
en el ámbito de una profunda renovación nacional y social de China,
también cuestiona «el poder marital», la otra «gruesa cuerda» que lle-
van las mujeres al cuello además de las que estrangulan al conjunto
del pueblo chino. Otras veces la unificación de los frentes de la lucha
de clases resulta más difícil. Ciertamente, también para Frantz Fanon
«la libertad del pueblo argelino se identifica […] con la liberación
de la mujer, con su ingreso en la historia». No es una mera declara-
ción de principios. Con su participación activa en la guerrilla, la mu-
jer deja de ser una «menor», pues esta participación cuestiona la
segregación sexual y el «tabú de la virginidad»; en todo caso, «el viejo
miedo a la deshonra resulta completamente absurdo comparado con
la inmensa tragedia del pueblo» (Fanon 2007, pp. 94-96). Pero no
conviene perder de vista otro aspecto de la cuestión:
334
paces de evocar con más o menos fuerza una realidad nacional,
centran al máximo sus esfuerzos en el uso del pañuelo, entendido
en este caso como símbolo de la condición de la mujer argelina
[…]. La agresividad del ocupante, y por lo tanto sus esperanzas,
se multiplican a punto de desvanecerse con cada rostro descubierto
[…]. Con cada pañuelo quitado, es como si la sociedad argelina
aceptara ingresar en la escuela del amo y cambiar sus costumbres
bajo la dirección y con el patrocinio del ocupante (Fanon 2007,
pp. 40 y 44-45).
335
entre la lucha anticapitalista en la metrópoli, en los países más in-
dustrializados, y la lucha que se ven obligadas a entablar las antiguas
colonias contra el neocolonialismo y la política de las cañoneras o de
abierta agresión de las grandes potencias que no están dispuestas a
renunciar al dominio o la hegemonía. Es una separación explícita-
mente teorizada por un ilustre filósofo que no ahorra ironía al criticar
una tendencia que considera completamente engañosa: la lucha de
clases ya no tendría como protagonistas a «los capitalistas y el prole-
tariado en cada país» sino que se desarrollaría en un marco interna-
cional, enfrentando países en vez de clases sociales; de este modo la
marxiana «crítica del capitalismo como tal» se reduce, deformada, a
una «crítica del “imperialismo”» que pierde de vista lo esencial, es
decir, las relaciones capitalistas de producción (Žižek 2007, pp. 2 y
5). ¿Están justificadas esta ironía y esta polémica? Bien podrían ha-
berse dirigido contra Marx, en vista de la atención que presta a la
cuestión nacional; da que pensar, sobre todo, su afirmación de que
en un país como Irlanda la «cuestión social» se presenta como «cues-
tión nacional».
Según Žižek, en el siglo XX el rebelde por excelencia es Mao, pero
ya hemos visto que él proclamó con más claridad que ningún otro
«la identidad entre la lucha nacional y la lucha de clases». Cierto, lo
dijo cuando China se enfrentaba al imperialismo japonés que pre-
tendía esclavizarla (al igual que en Europa el imperialismo alemán
pretendía hacer lo mismo con los eslavos, y en particular con la
Unión Soviética). Pero la afirmación anterior es mucho más que una
táctica sugerida por el fervor patriótico. En 1963, refiriéndose a la
lucha de los afroamericanos por los derechos civiles y políticos, el di-
rigente chino señala: «en última instancia, la lucha nacional es una
cuestión de lucha de clases». Es un punto de vista reafirmado cinco
años después: «La discriminación racial en Estados Unidos es un pro-
ducto del sistema colonialista-imperialista. La contradicción entre
las amplias masas del pueblo negro y la camarilla dirigente de Estados
Unidos es una contradicción de clase» (Mao Zedong 1998, pp. 379
y 439). Cuando hablamos de afroamericanos nos movemos entro de
336
un solo país, pero ¿sería distinta la conclusión si analizamos la opre-
sión que padece no ya un pueblo de origen colonial, sino un pueblo
colonial en sentido estricto?
Para aclarar la cuestión conviene reflexionar sobre un capítulo de
historia que también apasiona al filósofo que acabo de mencionar.
Me refiero a la gran revolución (y a la gran lucha de clases) de los es-
clavos negros de Santo Domingo-Haití. Según Žižek (2010, p. 159)
solo tras la muerte de Jean-Jacques Dessalines en 1806 esta revolu-
ción vuelve a caer «en una nueva forma de dominio jerárquico». Pues
bien, centrémonos en el periodo anterior: los esclavos negros de
Santo Domingo no se levantan contra el capitalismo como tal, sino
contra el sistema esclavista que la metrópoli capitalista reserva a los
pueblos coloniales. Es decir, que desde el principio la revolución
negra tiene un componente de liberación nacional. La revolución di-
rigida por Toussaint Louverture no libera de las cadenas de la escla-
vitud a una clase subalterna, sino al pueblo negro en general.
El componente de liberación nacional es aún más patente en la
segunda etapa de la revolución. El poderoso ejército enviado por Na-
poleón al mando de Charles Leclerc (su cuñado) se propone restable-
cer a la vez el dominio colonial de Francia y la esclavitud de los
negros, y es derrotado por unos revolucionarios que se presentan
como «el Ejército de los Incas» o «el Ejército Indígena» y gritan:
«¡Maldito sea el nombre de Francia! ¡Odio eterno a Francia!» (Dubois
2004, p. 299). La independencia de facto reclama ahora el reconoci-
miento de iure y Santo Domingo pasa a llamarse Haití, un nombre
que remite significativamente a la época precolombina. En otras pa-
labras, los revolucionarios negros se identifican con las primeras víc-
timas del expansionismo colonial de Occidente, se proponen
«conectar su lucha por librarse de la esclavitud con las primeras ba-
tallas de los pueblos indígenas contra los invasores españoles» (Du-
bois 2004, p. 299; Dubois 2012, p. 18).
En conclusión: la revolución antiesclavista es a la vez una revolu-
ción anticolonialista y acaba configurándose como una guerra de re-
sistencia y liberación nacional. Sería claramente absurdo decir que
337
la primera etapa de este proceso fue una lucha de clases revolucionaria
y no considerar válida esta caracterización para la segunda etapa; sería
bastante singular considerar que la lucha por abolir la esclavitud y el
dominio colonial fue una lucha de clases revolucionaria, pero no lo
fue la resistencia armada para impedir la restauración de ambas cosas.
En las dos etapas la cuestión nacional es esencial, y las dos son elogia-
das por Žižek, pese a que ironiza sobre la tendencia a reducir la lucha
de clases anticapitalista a lucha anticolonialista y antiimperialista.
En el siglo XX tiene lugar un acontecimiento que podría compa-
rarse con el de Santo Domingo-Haití. Su lugar simbólico es Stalin-
grado, la batalla que desbarata el plan hitleriano de colonizar y
esclavizar a pueblos enteros de Europa oriental. No es de extrañar que
los dos acontecimientos aquí comparados estimulen procesos ideoló-
gicos similares. La contrarrevolución colonialista y esclavista de Na-
poleón siente la necesidad de acabar con el concepto universal de
hombre que los esclavos de Santo Domingo han querido ver en la
Declaración de los Derechos del Hombre de 1789. Cuando Napoleón
afirma: «Estoy a favor de los blancos porque soy blanco; no tengo otro
motivo, y este es el bueno» (en Dubois 2004, p. 261), parece estar re-
plicando a Toussaint Louverture, quien como hemos visto proclamó
el principio de que un hombre, cualquiera que sea el color de su piel,
no puede «ser propiedad de su semejante» (supra, cap. III, § 2). Al
pathos universalista aún más acentuado que resuena en la revolución
de octubre y en su llamamiento a los esclavos de las colonias para que
rompan sus cadenas, le responde la teorización del Under Man/Un-
termensch, del «subhumano», una categoría que después de haber sido
teorizada por el autor estadounidense Lothrop Stoddard sobre todo
contra los negros, inspira la campaña hitleriana de colonización de
Europa oriental y esclavización de los eslavos, y también inspira el ex-
terminio de los judíos, tachados, junto a los bolcheviques, de ideólo-
gos e instigadores de la pérfida rebelión de las «razas inferiores»1.
338
Se suele comparar la invasión napoleónica de Rusia con la inva-
sión hitleriana de la Unión Soviética. Pero sería mucho más intere-
sante comparar la segunda con la expedición contra Santo Domingo
lanzada por Napoleón, pues en ambos casos lo que está en juego es
el futuro del sistema colonial y de la institución de la esclavitud (más
o menos camuflada); en ambos casos se trata de una lucha de clases
que es a la vez una guerra de resistencia y liberación nacional.
¿Debemos ver la presencia de la lucha nacional como un elemento
contaminante de la lucha de clases? Se trata de un problema y un de-
bate que atraviesan profundamente la historia del movimiento de
inspiración socialista y comunista. Marx y Engels lamentan que los
obreros ingleses se preocupen de mejorar sus condiciones de vida y
conquistar derechos políticos, pero no presten ninguna atención a la
lucha por la independencia de Irlanda, Polonia o la India. Más tarde,
cuando Lenin polemiza con el tradeunionismo y sostiene que los
movimientos de liberación nacional son componentes esenciales de
la conciencia revolucionaria de clase, también es acusado de apartarse
del punto de vista clasista y ahogar la causa de la emancipación del
proletariado en un bodrio indiferenciado e insípido (supra, cap. VI,
§ 2). Demos un salto de varios decenios. En 1963, remitiéndose a
Lenin, el Partido Comunista Chino afirma: «En el mundo actual la
cuestión nacional es una cuestión de lucha de clases»; «el punto de
vista marxista-leninista» exige una «clara demarcación» entre «nacio-
nes oprimidas» e imperialismo (PCC 1970, p. 238). Es una polémica
contra los comunistas soviéticos, quienes a su vez acusan a los comu-
nistas chinos de olvidarse de la lucha de clases del proletariado en la
metrópoli capitalista.
El peligro de la fragmentación de las luchas de clases siempre está
al acecho. Ciertamente, en 1963 era difícil asumir la actitud que
Lenin tachó en su día de tradeunionismo y considerar que las revo-
luciones anticoloniales de Vietnam, Argelia y América Latina eran
ajenas a la lucha de clases. El panorama mundial actual parece más
favorable a un renacer del tradeunionismo. ¿Debemos situar en este
contexto la posición de Žižek? En realidad, en una situación de crisis
339
teórica del marxismo se advierte la tendencia a esquivar el reto im-
plícito en la difícil lectura del entramado de contradicciones, la ten-
dencia, que podríamos llamar populista, a replegarse en la lectura
binaria del conflicto.
340
Según Thomas Jefferson, hay que condenar a la «inanición», después
de aislarlos diplomáticamente, a quienes han osado desafiar y alterar
el orden internacional. Francia, con su negativa a reconocer la inde-
pendencia de Haití, esgrime la amenaza de otra intervención militar.
Esto induce a los dirigentes del país caribeño a aceptar en 1825 un
acuerdo que resultará catastrófico: a cambio de que el gobierno de
París reconozca la independencia, se comprometen a indemnizar a
los colonos expropiados y privados de su ganado humano (los escla-
vos negros). El resultado es que Haití se endeuda cada vez más. En
1898 la mitad del presupuesto estatal se destina a pagar al país acree-
dor, y en 1914 este porcentaje asciende nada menos que al 80 %
(Dubois 2012, pp. 7-8). La espiral de la creciente dependencia eco-
nómica malogra cada vez más la independencia política formal. No
cabe duda: la revolución de Santo Domingo, victoriosa en lo militar,
encaja una derrota en lo económico. El pueblo y el país que habían
vencido al ejército de Napoleón son incapaces de alterar la división
internacional del trabajo impuesta por el sistema colonialista. Las
consecuencias son graves, y no solo porque en el país empeoran las
condiciones de vida de las masas populares; en el plano internacional
el país surgido de la revolución de los esclavos ha perdido su prestigio,
para tranquilidad del régimen de white supremacy vigente en el Sur
de Estados Unidos y, en definitiva, a escala mundial.
Una réplica de esta situación se produce en el siglo XX, en dos eta-
pas. Veamos la primera: justo después de octubre de 1917 Herbert
Hoover, por entonces alto funcionario del gobierno de Wilson y fu-
turo presidente de Estados Unidos, blande claramente la amenaza de
«hambre absoluta» y «muerte por inanición» no solo contra la Rusia
soviética sino también contra los pueblos propensos a dejarse conta-
giar por la revolución bolchevique. Todos ellos se enfrentan a una
dura alternativa que Gramsci resume así ya en el título de un artículo
publicado en el Avanti! del 16 de diciembre de 1918: O la borsa o la
vita, o l’ordine borghese o la fame (La bolsa o la vida, el orden burgués
o el hambre). Y ahora echemos un vistazo a la segunda etapa. En
mayo de 1947 el Plan Marshall coloca al país que ha salido exangüe
341
del conflicto mundial, hasta entonces aliado de Estados Unidos, ante
una disyuntiva que resume así un historiador estadounidense: si no
quieren renunciar a los créditos y a los intercambios comerciales que
necesitan urgentemente, «los sóviets tienen que abrir su economía a
las inversiones occidentales, sus mercados a los productos occiden-
tales, sus cartillas de ahorro a los administradores occidentales», tie-
nen que «aceptar la penetración económica y mediática» de los países
que se disponen a fundar la OTAN (Ambrose 1997, p. 10). Es el chan-
taje que ya conocemos: la bolsa o la vida, el orden burgués o el hambre.
Es evidente que la lucha económica desempeñó un papel nada des-
deñable en la derrota final sufrida por la revolución de octubre en
Europa oriental.
La revolución china, después de una intervención militar limitada
de Estados Unidos durante la guerra civil que asoló el gran país asiá-
tico, tuvo que hacer frente a una ofensiva desencadenada, sobre todo,
en el frente económico. Los representantes del gobierno de Truman
hablan claro: hay que conseguir que China «sufra la plaga» de «un
nivel de vida general en torno o por debajo del de subsistencia», el
«atraso económico» y el «atraso cultural»; «toda la estructura social
tiene que pagar un precio alto y muy prolongado» para crear, en últi-
ma instancia, «un estado de caos», una «situación económica catas-
trófica» que «lleve al desastre» y el «colapso». En la Casa Blanca los
presidentes se suceden pero el embargo se mantiene e incluye medi-
cinas, tractores y fertilizantes. A principios de los años sesenta un co-
laborador del gobierno de Kennedy, Walt W. Rostow, señala que
gracias a esta política el desarrollo económico de China se ha retra-
sado por lo menos «decenas de años». Ni siquiera en vísperas del in-
greso de China en la Organización Mundial de Comercio cesó la
amenaza de guerra económica. No sin complacencia, un ilustre po-
litólogo estadounidense, Edward Luttwak, observa: «Con una me-
táfora se podría afirmar que el bloqueo de las importaciones chinas
es el arma nuclear que América apunta hacia China».2
2. Para Bolívar y Jefferson, cf. Losurdo 2005, cap. V, § 8; para la guerra económica
342
7. «Anexión política» y «anexión económica»
contra la Rusia soviética y la República Popular China, cf. Losurdo 2008, pp.
196-197 y 288-289.
343
tras que a la «dependencia material» con «independencia personal»
le corresponde la «anexión económica» con independencia nacional
formal.
El fenómeno del que estamos hablando no se puede considerar
superado en nuestro periodo histórico. Gracias a su fuerza económica
y tecnológica, las grandes potencias capitalistas, haciendo uso de la
guerra económica o de la guerra propiamente dicha, son capaces de
destruir países del tercer mundo sin sufrir bajas, como en la época
clásica del colonialismo e incluso en una desproporción aún mayor.
Por lo tanto, todavía hoy la «cuestión social» puede presentarse en
cierta medida como «cuestión nacional» y puede existir en cierto
modo una «identidad entre la lucha nacional y la lucha de clases» (al
decir, respectivamente, de Marx y Mao).
El movimiento anticolonialista, en sus momentos de mayor fuerza
y madurez, ha sido plenamente consciente de que su lucha por la
emancipación tenía también una dimensión económica. El 16 de
septiembre de 1949, en vísperas de la conquista del poder, Mao Ze-
dong (1969-1975, vol. 4, p. 467) habla de la pretensión de Washing-
ton de que China «se acostumbre a vivir de la harina estadounidense»
para acabar «convirtiéndose en una colonia estadounidense»; la lucha
por el desarrollo de la producción es, por tanto, una prolongación
de la lucha contra el dominio colonial o semicolonial. Cuatro décadas
después Deng Xiaoping (1992-1995, vol. 3, p. 202) insiste al res-
pecto: «para conseguir una independencia política genuina, un país
tiene que salir de la pobreza».
A miles de kilómetros de distancia, en Cuba, con un razona-
miento parecido, el Che (1969, pp. 883 y 1429) llama en los años
sesenta a estar vigilantes frente a «la agresión económica» e invita a
los países recién independizados a «sacudirse no solo el yugo político
sino también el yugo económico imperialista». En la misma época,
poco antes de la victoria de la revolución argelina, Fanon se plantea
el problema del paso de la fase político-militar a la fase político-eco-
nómica en una lucha de liberación nacional. Para dar concreción y
solidez a la independencia conquistada gracias a la lucha armada, el
344
país recién independizado tiene que salir del subdesarrollo. La tena-
cidad en el trabajo y en la producción ocupa el puesto del valor en
la batalla; la figura del trabajador más o menos cualificado sucede a la
del guerrillero. Cuando la potencia colonial se ve obligada a capitular
es como si les dijera a los revolucionarios: ¿no queríais la independen-
cia? Pues tomadla, y reventad. Entonces «la apoteosis de la inde-
pendencia se transforma en maldición de la independencia». Es a
este nuevo reto, que ya no es militar, al que hay que saber responder:
«Hacen falta capitales, técnicos, ingenieros, mecánicos, etc.» (Fanon
1967, pp. 56 y 58).
En cierto modo, el estancamiento de muchos países africanos que
no lograron pasar de la fase militar a la fase económica de la revolu-
ción, y por otro lado el viraje producido en revoluciones anticolo-
niales como la china y la vietnamita, era previsible. Estamos en 1961.
Este mismo año otro eminente teórico de la revolución anticolonia-
lista dedicaba a Toussaint Louverture un libro que es también un
balance de la revolución protagonizada por el jacobino negro. Des-
pués de la victoria militar tuvo el mérito de plantearse el problema
de la edificación económica; a tal fin estimuló la cultura del trabajo
y la productividad y trató de utilizar también a los técnicos y expertos
blancos del bando enemigo vencido. Exactamente lo mismo que años
después haría Lenin en el periodo de la NEP, implantando en los lu-
gares de trabajo «la disciplina más rigurosa» y recurriendo a «especia-
listas burgueses» (Césaire 1961, p. 242).
Las comparaciones siempre son problemáticas, y el propio autor
citado llama la atención sobre las limitaciones de la actitud militarista
del líder de los esclavos negros cuando llega al poder. Lo importante
de esta comparación es la conciencia del paso que tarde o temprano
hay que dar en toda revolución anticolonial, o en toda revolución
que cuestione la división internacional del trabajo impuesta por el
capitalismo y el imperialismo. Veamos ahora cuál fue la tragedia de
la revolución dirigida por Toussaint Louverture: por haber recurrido
a especialistas y técnicos de raza blanca, Louverture fue acusado de
traición y su línea política sufrió una dura derrota. Las consecuencias
345
fueron muy graves. Santo Domingo era una isla muy rica gracias al
azúcar producido en plantaciones de gran tamaño y notable eficien-
cia, que se exportaba. Pero la riqueza producida por los esclavos se la
embolsaban sus amos. ¿Podían los antiguos esclavos hacer que si-
guiera funcionando, esta vez en su beneficio, la avanzada estructura
económica que habían heredado gracias a la revolución? Lo que ocu-
rrió en realidad fue que al sistema esclavista y al dominio colonial les
sucedió una agricultura atrasada de subsistencia. La isla se sumió en
la miseria generalizada, y hoy en día es uno de los países más pobres
del planeta. Después del acuerdo entre Haití y Francia un autor fran-
cés comentaba entusiasmado: la potencia colonial de antaño había
restablecido su dominio sin recurrir a la guerra, pero valiéndose con
más eficacia aún del instrumento económico (Dubois 2012, p. 102).
Más adelante Haití se zafó en gran medida del control francés, pero
solo porque la más cercana y poderosa república estadounidense su-
cedió al país europeo.
Puede ser interesante, llegados a este punto, hacer una reflexión
sobre la historia del tercer mundo en general. En la conferencia ce-
lebrada en 1955 en Bandung, después de saludar con entusiasmo los
primeros resultados importantes de la revolución anticolonial todavía
en pleno desarrollo, el dirigente indonesio Ahmed Sukarno hizo un
llamamiento a los países recién independizados para que se liberaran
también del «control económico» ejercido por las viejas potencias
coloniales. Al año siguiente el ghanés Kwame Nkrumah publicó un
libro para demostrar que «un estado en poder del neocolonialismo
no es dueño de su destino» (en Prashad 2009, pp. 57-58 y 192).
Vemos cómo se extiende a escala planetaria una dialéctica que ya
se había manifestado en algunos países y con especial claridad en Es-
tados Unidos, donde, tras la abolición de la esclavitud, los negros
trataron de consolidar o hacer efectiva la emancipación accediendo
a la propiedad de la tierra. El fracaso de este intento, que la elite
blanca obstaculizó por todos los medios, condenó a los afroamerica-
nos a la segregación en los segmentos inferiores del mercado del tra-
bajo y a la supeditación económica y social hasta nuestros días. Tras
346
la victoria de la Unión, lograda con la contribución de muchos es-
clavos alistados en su ejército, vino la derrota económica y social de
esos mismos esclavos. Basten estos ejemplos para demostrar que la
lucha de clases se produce tanto en la fase militar de las luchas de
emancipación como en su fase económica.
Hoy en día, en los países capitalistas avanzados, incluso la cultura
influida por Marx se resiste a subsumir en la categoría de lucha de
clases emancipadora la lucha por sacudirse la «anexión política»
(Lenin) o el «yugo político» (Che Guevara), y por rechazar la agresión
militar; y de entrada niega que la resistencia a la anexión «económica»
(Lenin), al «yugo económico imperialista» y a la «agresión económi-
ca» (Che Guevara) deba interpretarse en términos de lucha de clases.
Por suerte esta actitud no deja de tener sus oscilaciones e incohe-
rencias. Žižek expresa su desdén por la supuesta degeneración de la
lucha de clases en lucha contra el imperialismo, pero en sus momen-
tos políticos más acertados acaba cuestionando sus propias premisas
teóricas. Con una referencia transparente a la política israelí en Pa-
lestina, Žižek (2012, p. 97) denuncia las «apropiaciones colonialistas
de tierras». En este caso lo que se critica es la «anexión política» im-
puesta con la fuerza militar. Pero ahí no queda la cosa. Sobre el Chile
de Salvador Allende, el filósofo recuerda la orden de Kissinger a la
CIA: «Hay que hacer chillar a la economía» y señala que esta política
se sigue aplicando contra la Venezuela de Chávez (Žižek 2011, p.
130; Žižek 2012, p. 85). El tono es de dura condena, una condena
claramente dirigida contra el imperialismo, analizado y criticado por
su política de agresión económica, antes incluso que militar. Por
mucho que se niegue la cuestión nacional, el comportamiento de-
nunciado va dirigido contra Palestina, Chile y Venezuela, y aunque
perjudica especialmente a las clases subalternas, afecta a la nación co-
mo tal, así que resulta poco creíble y poco eficaz una lucha de clases
que desconozca este hecho.
Pero, con el peligro del chovinismo siempre al acecho, ¿es lícito
todavía hablar de cuestión nacional y, en ciertas circunstancias, rela-
cionarla e incluso identificarla con la lucha de clases? En 1916, mien-
347
tras arreciaba la carnicería imperialista perpetrada «en defensa de la
patria», Lenin no dudaba en afirmar: «En una guerra efectivamente
nacional, las palabras “defensa de la patria” no son ningún engaño y
nosotros no somos contrarios a este tipo de guerra» (LO, 23; 28).
Era un señalamiento muy oportuno que tendría una repercusión
esencial en las luchas de resistencia y de liberación nacional contra
el Tercer Reich y contra el dominio colonial en general. En el bando
contrario, quienes, anclados en el recuerdo de la primera guerra mun-
dial, se burlaban de la «defensa de la patria» y tenían una actitud de-
rrotista, acababan haciendo el juego al Tercer Reich o al Imperio del
Sol Naciente. Es un claro ejemplo de que sustituir el «análisis con-
creto de la situación concreta» por el fácil juego de las analogías solo
lleva al desastre.
Por otro lado, no hay categoría ni consigna que no acuse las con-
taminaciones de las luchas políticas y sociales. ¿Acaso permanece in-
maculado el término «democracia»? «Demócrata» se llamaba el
partido estadounidense que durante mucho tiempo defendió la ins-
titución de la esclavitud y luego la white supremacy. Lo mismo se
puede decir de palabras que a primera vista parecerían inequívoca-
mente de izquierda: revolución, socialismo, clase obrera. Sin em-
bargo, en 1933 nos tropezamos con la «revolución» del «Partido
Nacional-socialista de los Obreros Alemanes» dirigido por Adolf Hit-
ler. Las afinidades lingüísticas no implican necesariamente afinidades
político-ideológicas; más allá de una visión superficial, estas afinida-
des pueden incluso denotar el antagonismo, la lucha encarnizada por
interpretar en una u otra dirección unas consignas que, en una si-
tuación histórica, han calado entre la gente.
348
pletado el proceso de reunificación nacional y recuperación de la in-
tegridad territorial y tiene que mantenerse alerta ante los planes de
desmembramiento ideados por Occidente, que apoya y alienta todos
los movimientos secesionistas (en el Tíbet, Xinjiang, Mongolia In-
terior y otros lugares). Además, blanco de una despiadada guerra
económica, la República Popular China, excluida durante mucho
tiempo de la Organización de las Naciones Unidas, sigue expuesta
al peligro de una agresión militar. Y sobre todo es un país pobre que,
de acuerdo con las palabras de Mao del 16 de septiembre de 1949,
corre el riesgo de depender de la «harina estadounidense» y «conver-
tirse en una colonia estadounidense». Hasta finales de los años cin-
cuenta el dirigente revolucionario chino no revisa su tesis de la
identidad o, por lo menos, de la convergencia sustancial entre lucha
de clases y lucha nacional en China. El panorama cambia claramente
con el Gran Salto Adelante y sobre todo con la Revolución Cultural,
cuando resuena la consigna: «uno se divide en dos»; el frente unido
antiimperialista se rompe y el blanco de la lucha de clases se busca
ante todo en el interior. Pero, como sabemos, en mayo de 1974 el
propio Mao muestra su decepción por los resultados en su conversa-
ción con Heath. Al reconocer que no ha conseguido resolver el pro-
blema de la alimentación, quizá pensara en el peligro mencionado
casi un cuarto de siglo antes de que China se convirtiera en una co-
lonia del país capaz de suministrar la «harina» necesaria para su super-
vivencia.
La tesis de la convergencia sustancial entre lucha de clases y lucha
nacional vuelve a la palestra con la llegada al poder de Deng Xiao-
ping. Su política de reformas y apertura se ha interpretado a menudo
como la homologación de China con Occidente y la instauración de
una especie de calma chicha en la escena mundial. Pero es una inter-
pretación superficial. En ciertos aspectos esta política es un intento
de esquivar las formas más devastadoras de la guerra económica, que
no remite. Mientras sigue cerniéndose la amenaza de un ataque «nu-
clear» en forma comercial, asistimos a un juego sutil: Estados Unidos
espera tener a su disposición un inmenso país suministrador de fuerza
349
de trabajo barata y productos de bajo contenido tecnológico a precios
tirados, mientras que China aspira a acceder a la tecnología avanzada
cuyo monopolio, después de la crisis y el derrumbe de la URSS y el
campo socialista, está en manos de Occidente. Así podría eliminar
la brecha que la separa con los países capitalistas más avanzados y li-
quidar la primera desigualdad. Pero este proyecto es difícil de realizar,
porque Estados Unidos, en particular, trata de someter al gran país
asiático a una especie de embargo tecnológico. Pues bien, ¿en qué fa-
se de esta pugna nos encontramos?
En los últimos años del siglo XX Huntington (1997, p. 340) ob-
servaba: si la industrialización y la modernización del gran país asiá-
tico tienen éxito, «la transformación de China en gran potencia
superará con creces cualquier otro fenómeno producido en la segun-
da mitad del segundo milenio». Unos tres lustros después ya no cabía
duda: mientras tanto China había ingresado en la Organización
Mundial del Comercio y Estados Unidos ya no podía esgrimir la
amenaza de un ataque «nuclear» en forma comercial. De modo que,
refiriéndose también a las grandes transformaciones sociales de Asia,
en nuestros días Ferguson (2011, p. 322) concluye: «Lo que estamos
viviendo hoy es el fin de quinientos años de predominio occidental».
Los dos autores mencionados recurren a la misma datación enfática.
Si retrocedemos cinco siglos nos encontramos con el descubrimiento-
conquista de América y el inicio de la que Halford J. Mackinder
(1904, pp. 421-422), uno de los padres de la geopolítica, llamó «la
época colombina» del descubrimiento y la «apropiación política» del
mundo por Occidente, que se expande triunfalmente tropezando
con «una resistencia casi desdeñable».
El fin de la «época colombina» es a la vez el principio del fin de la
«gran divergencia» que ha abierto un profundo abismo entre Occi-
dente y el resto del mundo, ha propiciado el enorme poderío militar
del primero y ha estimulado la arrogancia cultural y a menudo tam-
bién racial de un puñado de países con un desarrollo tecnológico y
económico avanzado. Existe ahora la posibilidad de un cambio radi-
cal en la división internacional del trabajo; y una vez más el enfren-
350
tamiento en el plano político, diplomático y económico en torno a
la división internacional del trabajo impuesta por el capitalismo y el
imperialismo es en sí mismo una lucha de clases, que trata de im-
pulsar o frenar un proceso de emancipación de dimensiones planeta-
rias. Ya hemos visto que según el criterio de Marx y Engels el intento
de superar la división patriarcal del trabajo en el ámbito familiar
forma parte del proceso de emancipación (y de la lucha de clases);
¡sería muy extraño que el intento de acabar con la división del trabajo
a escala internacional, impuesta por la fuerza de las armas a lo largo
de la «época colombina», se considerase ajeno al proceso de emanci-
pación (y a la lucha de clases)!
En todo caso, la disminución de la desigualdad global, la que se
manifiesta a escala planetaria, tiene un enorme relieve histórico, ya
que merced a dicha desigualdad se ha creado una terrible y persistente
relación de dominio. Ya Adam Smith (1977, p. 618; libro IV, cap.
VII; cf. Arrighi 2008, pp. 11 y 15) observaba que en la época del
descubrimiento-conquista de América (cuando empezó la «época co-
lombina») «la superioridad de fuerzas era tan grande a favor de los
europeos, que pudieron cometer impunemente toda suerte de injus-
ticias en esos países lejanos». Mucho tiempo después, Hitler (1965,
pp. 75 y 77) les hablaba así a los industriales que estaban a punto de
auparle al poder:
351
defensa de la que hoy llamamos «desigualdad global», Hitler estaba
dispuesto a desencadenar una de las luchas de clases reaccionarias más
feroces de la historia universal. Esto, para el marxismo o posmarxismo
de inspiración tradeunionista/populista, es como si no existiera. Pro-
clama su intención de luchar contra la desigualdad siempre que no se
trate de «desigualdad global», la que está más preñada de violencia y
la que abre un abismo más profundo entre los hombres.
352
El régimen soviético, en su primer periodo, tuvo indudablemente
un carácter mucho más igualitario y menos burocrático que hoy.
Pero su igualdad fue la de la miseria común. Los recursos del país
eran tan pocos que ningún sector privilegiado, siquiera relativa-
mente, podía descollar de la masa. El salario «igualitario», al su-
primir el estímulo individual, fue un obstáculo para el desarrollo
de las fuerzas productivas. La economía soviética tenía que salir un
poco de su indigencia para que pudiera producirse en ella la acu-
mulación de esas materias grasas que son los privilegios (Trotski
1988, p. 810 = Trotski 1968, p. 104).
353
al mar y limítrofes con países estancados en lo económico. Muy dis-
tinta es la situación de Occidente: no pocos observadores, refirién-
dose a esta región del mundo, hablan de la vuelta de una miseria que
parecía erradicada e irrumpe en una sociedad donde la opulencia se
concentra en un círculo cada vez más reducido. Sobre China, en
cambio, se puede hablar de la vuelta del bienestar o de una condición
de vida digna, aunque es un proceso lleno de contradicciones. Los
dos trenes de la metáfora, con velocidades distintas, avanzan hacia la
misma meta.
A diferencia de Estados Unidos y Europa occidental, donde la
aparición o el agravamiento de la segunda gran divergencia y el des-
mantelamiento del estado social estuvieron precedidos de una cam-
paña ideológica que, más allá de cualquier cálculo económico, con
Hayek borraba los derechos económicos y sociales de la lista de los
derechos, en China ha tenido lugar un proceso ideológico y político
completamente distinto. Deng Xiaoping, lejos de cuestionar los de-
rechos económicos y sociales, los colocó en el centro de su viraje de
1979. Criticó el viejo modelo porque, al ser incapaz de desarrollar
las fuerzas productivas y superar así la situación de penuria, era in-
capaz de garantizar realmente el derecho a la vida y a una vida digna,
los derechos económicos de los ciudadanos del país más poblado del
mundo. Se imponía un cambio de rumbo. Había que convencerse
de que «la pobreza no es socialismo y el socialismo significa elimi-
nación de la miseria» y obtención de la «prosperidad común», el
«bienestar» y la «felicidad del pueblo» en conjunto (supra, cap. VII,
§ 6). Sobre esta base se mantenía la oposición al capitalismo, que
«solo puede enriquecer a menos del 10 % de la población china y
nunca puede enriquecer al restante más del 90 %». Había que per-
severar en la línea trazada en 1949, pero sin volver a caer en el popu-
lismo que considera a la riqueza una posible fuente de contaminación
de la pureza revolucionaria y, al suprimir todo incentivo material, de
hecho premiaba la dejadez en el trabajo: «Si adoptamos el socialismo
y aplicamos el principio [marxiano] de la distribución, remunerando
a cada cual según su trabajo, no habrá una disparidad excesiva en la
354
riqueza»; al igual que en la NEP soviética (mencionada explícita-
mente), la propiedad pública estaría acompañada de una propiedad
privada, pero bajo la dirección de la primera (Deng Xiaoping 1992-
1995, vol. 3, pp. 73, 143 y 145).
Ahora empieza a perfilarse con claridad la lucha ideológica y po-
lítica que impuso el nuevo rumbo en China: por un lado los que
abogan por la distribución igualitaria de la penuria, proclives a la
transfiguración populista de esta condición como sinónimo de exce-
lencia política y moral; por otro los que abogan una prosperidad que
sea común, ciertamente, pero lograda mediante la emulación de los
individuos y las empresas, el mercado y la combinación de industria
pública y privada, manteniendo la función dirigente del sector estatal
y público de la economía (y del poder político). Como revela tam-
bién la referencia de Deng Xiaoping a la experiencia de la NEP sovié-
tica, no es un debate nuevo en la historia de los países de orientación
socialista. Aunque con un radicalismo inédito, se vuelve a plantear
un viejo problema: ¿apostarlo todo por el «ascetismo general» y el
«tosco igualitarismo» (ridiculizados en el Manifiesto del partido co-
munista) o tomarse en serio el cometido que le corresponde a un
partido comunista en el poder, también según el Manifiesto, el de
«aumentar con la mayor rapidez posible la suma de las fuerzas pro-
ductivas»?
La China de hoy, después de más de tres décadas de prodigioso
desarrollo económico que, entre contradicciones y conflictos de todo
tipo, ha logrado librar a cientos de millones de personas de la miseria,
de la desigualdad cualitativa absoluta o del peligro de caer en ella, se
esfuerza por atacar también las distintas manifestaciones de desigual-
dad cuantitativa. En los últimos años el Tíbet, Mongolia Interior y
otras regiones han podido ostentar una tasa de crecimiento superior,
a veces netamente superior, a la media nacional; lo mismo se puede
decir de la enorme megalópolis de Chongqing y de una gran ciudad
como Chengdu, que distan unos 1.500 kilómetros de las regiones
orientales y costeras, las más desarrolladas, y parecen lanzadas en su
furiosa persecución. De modo que en el país-continente se reducen
355
las diferencias regionales y lo hacen en el contexto de un proceso ace-
lerado de desarrollo económico; estas diferencias, por el contrario,
se agravan en Europa (y dentro de algunos países, como Italia) y lo
hacen en el contexto de un proceso de estancamiento o recesión.
Pese a todo, en China sigue aumentando la brecha entre la ciudad
(que atrae a las fuerzas más jóvenes y emprendedoras) y el campo,
pero esta tendencia se ha frenado en cierto modo gracias al rápido
proceso de urbanización: los pasajeros del tren (urbano) superveloz
son cada vez más numerosos, pero no faltan los esfuerzos por au-
mentar la velocidad del tren (rural) relativamente más lento. En las
propias áreas urbanas el acceso al bienestar y a veces a la riqueza o
incluso a la opulencia dista de ser homogéneo, pero con el rápido
aumento de los niveles salariales y la introducción de los primeros
elementos de estado social se consigue frenar o disminuir estas desi-
gualdades y distorsiones. En conjunto, la diferencia en la velocidad
con que se va dejando atrás la miseria y se accede a las comodidades
de la vida moderna no puede describirse correctamente con la cate-
goría de «gran divergencia». Además, en la sociedad existe la con-
ciencia de que los obstáculos persistentes en el camino que lleva a la
«prosperidad común», que impiden el pleno disfrute de los derechos
económicos y sociales, deben removerse lo antes posible: también en
el plano ideológico hay una clara divergencia con el neoliberalismo,
que fomenta y legitima tanto la primera como la segunda «gran di-
vergencia».
356
desorbitados para las oficinas, demasiada letra pequeña en los con-
tratos, demasiados impuestos especiales; el trabajo también es exce-
sivamente caro» (en Deng Xiaoping 1992-1995, vol. 3, p. 173). Estas
quejas se renuevan cada vez que el gobierno chino aprueba normas
a favor de la clase obrera o que intentan contener su explotación.
Hoy en día, ante el rápido aumento de los salarios y la introducción
de normas más estrictas en el plano ambiental y ecológico, las mul-
tinacionales responden deslocalizando sus instalaciones en países más
atrasados y acomodaticios, y a veces incluso regresando al país de ori-
gen, sobre todo en el caso de Estados Unidos, donde mientras tanto
los costes laborales han disminuido sensiblemente. Se comprende
que en una primera fase, para superar la penuria y la correspondiente
situación de desigualdad cualitativa absoluta, los dirigentes de Pekín
se preocuparan ante todo por consolidar la base industrial y tecno-
lógica.
No se detiene aquí el condicionamiento internacional de la polí-
tica económica adoptada por China, un condicionamiento que siem-
pre pasan por alto los secuaces del idealismo de la praxis. Veamos
cuál era la situación en la segunda mitad de los años noventa. Ya co-
nocemos la amenaza repetida de Washington de cerrar el mercado
estadounidense a las mercancías chinas, recurriendo a una medida
que hasta hace poco era el equivalente comercial del recurso al «arma
nuclear». China podía tratar de protegerse incorporándose a la
OMC, la Organización Mundial de Comercio. Pero esta y las demás
organizaciones económicas dominadas por Estados Unidos presio-
naban para que se desmantelaran rápida y masivamente las industrias
estatales, sin reparar en costes sociales, es decir, en el aumento del
paro y la pérdida de beneficios sociales (guarderías, asistencia sanita-
ria, etc.), que en China estaban vinculadas tradicionalmente al tra-
bajo en una fábrica del estado (Stern 1994; Manning 1996). Otras
veces las intervenciones de Washington eran más directas. La propia
prensa estadounidense recogía las advertencias del embajador de Es-
tados Unidos en Pekín sobre las «consecuencias negativas» de la per-
sistencia de un amplio sector de economía estatal y colectiva y la
357
«falta de compromiso a favor del mercado». Se consideraba preocu-
pante e inaceptable una política que en vez de cerrar las empresas esta-
tales con pérdidas, intentaba «hacerlas más competitivas». Y suscitaba
verdadera indignación la «estrategia» basada en la «pretensión» de que
los «inversores extranjeros» colaborasen «con los jefes del partido co-
munista para introducir tecnología moderna y técnicas de gestión en
las industrias estatales chinas» (Bowring 1995; Tyler 1995).
Mientras tanto China fue admitida en la Organización Mundial
de Comercio. Gracias a esta admisión y al prodigioso desarrollo eco-
nómico del gran país asiático se neutralizó el «arma nuclear» comer-
cial. Pero no por ello se vació el arsenal de armas comerciales de
Washington: si China quisiera ser reconocida como país con econo-
mía de mercado (lo que en cierto modo es una garantía contra la
amenaza proteccionista), y sobre todo si quiere aflojar el embargo
tecnológico al que sigue sometida, debe hacer concesiones en la di-
rección que ya sabemos. También sabemos que, como los demás paí-
ses con una revolución anticapitalista y anticolonialista a las espaldas,
China tiene que hacer frente a dos desigualdades, la global, vigente
a escala internacional, y la interna. Pues bien, es como si Washington
les dijera a los dirigentes de Pekín: si queréis remover los obstáculos
que impiden superar el primer tipo de desigualdad (con la anulación
de normas que impiden u obstaculizan el acceso a la tecnología más
avanzada), tenéis que hacer concesiones que de hecho agravan el se-
gundo tipo de desigualdad (desmantelar el sector estatal, lo que ante
todo reduciría la capacidad de intervenir a favor de las regiones
menos desarrolladas y dificultaría la lucha contra las desigualdades
regionales).
En teoría China podría librarse de estas presiones y estos condi-
cionamientos optando por un desarrollo más o menos autárquico.
En realidad, la recuperación del atraso económico y tecnológico –ex-
plica ya el Manifiesto del partido comunista– no se puede lograr aislán-
dose de un proceso que está en marcha a escala mundial, merced al
cual «las antiguas industrias nacionales» son suplantadas por «nuevas
industrias, cuya introducción se convierte en una cuestión vital para
358
todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no elaboran las
materias primas locales sino materias primas procedentes de las regio-
nes más apartadas, y cuyos productos no solo se consumen en el pro-
pio país, sino en todo el mundo» (MEW, 4; 466). En otras palabras,
el desarrollo que debe promover un país donde ha habido una revo-
lución anticapitalista y anticolonial no se puede planear haciendo
abstracción de un mercado mundial que todavía está controlado en
gran medida por la burguesía. No hay alternativa real a la opción de
bailar con lobos.
Se puede sacar una conclusión: para comprender correctamente
cómo se plantea la lucha de clases en China hay que tener en cuenta
el papel de la burguesía occidental, y sobre todo el de la estadouni-
dense. La ofensiva desencadenada por ella no apunta únicamente al
sector estatal de la economía y, en general, al papel directivo del poder
político sobre la economía. Hay una ofensiva político-ideológica que
pretende demonizar a Mao sacando de contexto y poniendo por de-
lante sus años de gobierno más desafortunados. De un líder político
que murió en 1976, gobernó toda China a partir de 1948 y zonas
más o menos extensas del inmenso país a partir de 1928 solo se
toman en consideración los años del Gran Salto Adelante y de la Re-
volución Cultural. De esta forma se deja a un lado lo esencial: «las
conquistas sociales de la era de Mao» fueron «extraordinarias» toma-
das en conjunto; acarrearon una clara mejora de las condiciones eco-
nómicas, sociales y culturales y un fuerte aumento de la «esperanza
de vida» del pueblo chino. Sin estas premisas no se puede entender
el prodigioso desarrollo económico que más tarde libró a millones
de personas del hambre e incluso de la muerte por inanición (Arrighi
2008, pp. 406-407).
En segundo lugar, los ideólogos de Occidente ocultan el hecho
de que el Gran Salto Adelante fue en muchos aspectos un intento
desesperado de hacer frente a un embargo devastador. En parte se
puede decir lo mismo de la Revolución Cultural, también caracteri-
zada por la ilusión de promover un desarrollo económico rapidísimo
recurriendo a la movilización masiva y a los métodos empleados con
359
éxito en la lucha militar. Todo ello con la esperanza de acabar para
siempre con los estragos de la «guerra económica», tras la cual se ba-
rruntaba la amenaza de una guerra aún más total. Basándose en estas
dos perturbaciones, los corresponsables de una tragedia o quizá sus
responsables principales se erigen en jueces y dictan sentencia: a Mao,
el protagonista de una épica lucha de liberación nacional que de-
rrota el plan colonialista y esclavista ejecutado por los imitadores
asiáticos del Tercer Reich, ¡le colocan en el mismo plano que a Hitler!
Es una operación que trata de minar el amor propio tanto de los
miembros del partido comunista como de los ciudadanos de la Repú-
blica Popular China, en el marco de una cruzada que pretende im-
poner a Pekín el poder de la gran riqueza para liquidar una anomalía
considerada intolerable. La combinación de presión económica y
presión político-ideológica es la principal lucha de clases que se desa-
rrolla en China y alrededor de China.
Para darse cuenta de esto basta una consideración elemental: el
gran desarrollo industrial y tecnológico y la salida de la «miseria» de
«más de 600 millones de personas» (Goldstein 2011, p. 31), o según
otros cálculos de «660 millones de personas» (Roach 2012), nunca
habrían sido posibles si no se hubiera derrotado el plan de regime
change urdido por Estados Unidos, que de haber tenido éxito cerraría
el camino a las medidas posteriores que se imponen en la lucha con-
tra las dos desigualdades, e incluso pondría en peligro los resultados
ya conseguidos.
Tampoco se puede olvidar la burguesía interna, en rápido creci-
miento, con la que chocan a menudo los obreros que luchan por sa-
larios más altos y mejores condiciones de trabajo y de vida y han
conseguido y están consiguiendo importantes resultados. Pero estas
luchas no pretenden derrocar ni cuestionar el poder político, al con-
trario, muchas veces piden su ayuda para doblegar la arrogancia y la
resistencia de un patrono o un capo local.
Es una actitud que a menudo sorprende al marxista occidental,
que anima a los obreros chinos a rechazar cualquier compromiso con
el poder estatal en su lucha sindical y cree que así es radical e incluso
360
revolucionario. En realidad a quien recuerda es al obrero belga Laza-
revich, que en la Rusia soviética devastada por la guerra mundial y
la guerra civil no dudaba en denunciar como sinónimo de explota-
ción cualquier intento del poder soviético de reorganizar el aparato
industrial y económico (supra, cap. VII, § 1). Obviamente, la situa-
ción en la China de hoy es muy diferente. Pero los obreros chinos,
que en muchos casos son miembros del partido comunista y como
tales, además de luchar por un salario más alto, se preocupan de pro-
mover el desarrollo tecnológico de las fábricas donde trabajan y de
la nación a la que pertenecen, quizá hayan aprendido algo, directa o
indirectamente, del ¿Qué hacer?: Lenin reprocha al «secretario de una
trade-union cualquiera» corporativo el haber perdido de vista la lucha
por la emancipación en sus distintos aspectos nacionales e interna-
cionales, convirtiéndose así en el puntal de «una nación que explota
todo el mundo» (entonces era Inglaterra). Muy distinta es la actitud
del revolucionario «tribuno popular», que debe sopesar las relaciones
políticas y sociales a escala nacional e internacional. El obrero chino,
a poco que sea consciente de que el desarrollo tecnológico de su país
dificulta la «anexión económica» (Lenin) o la «agresión económica»
y el «yugo económico» (Che Guevara) impuestos por el imperialismo
a los países rebeldes, se parece mucho más al «tribuno popular» (pro-
tagonista de la lucha de clases revolucionaria) que al marxista occi-
dental, preocupado solo por el salario. A diferencia de su supuesto
defensor, ese obrero intuye de algún modo que los principales anta-
gonistas de la lucha de clases en China y alrededor de China son la
burguesía estadounidense y occidental por un lado, y por otro un
sector político revolucionario que ha alcanzado autonomía pero, a
diferencia de lo ocurrido en Europa oriental, sigue teniendo mucho
prestigio porque encarna con coherencia la causa de la emancipación
nacional.
Nadie puede prever el resultado de esta lucha. Tampoco los capi-
talistas chinos, obligados a lidiar con una política que Mao describió
en su momento como expropiación política total pero expropiación
económica solo parcial de la burguesía. La expropiación política, en
361
este caso, no es solo la imposibilidad de transformar el poder econó-
mico en poder político. En realidad, el propio poder económico de
la burguesía es el que sufre fuertes condicionamientos políticos. Basta
con entrar en una fábrica china de propiedad privada para darse
cuenta de la influencia que ejercen allí el partido comunista y los
obreros comunistas organizados: procuran que los dueños inviertan
una parte considerable de los beneficios en el desarrollo tecnológico
de la empresa, para acelerar el desarrollo de las fuerzas productivas y
la modernización del país, reduciendo o suprimiendo así el primer
tipo de desigualdad; o les invitan a dedicar parte de los beneficios a
iniciativas de tipo social. Luego está el hecho de que las empresas pri-
vadas son muy dependientes del crédito otorgado por un sistema
bancario controlado por el estado. Por todo ello se puede decir que
incluso en las empresas privadas hay una suerte de contrapoder que
contrarresta y limita el poder de la propiedad privada. Los capitalistas
chinos que no se adecuan a esta situación se van del país, pero tienen
dificultades para transferir su riqueza.
Tampoco el partido comunista puede prever cuál va a ser el re-
sultado de esta lucha. Es consciente de la necesidad de avanzar por
la vía de la democratización, a pesar de que la amenaza militar se
mantiene y, en ciertos aspectos, se agrava. Pero la democracia a la
que aspira Pekín, a pesar de no tener rasgos muy marcados, es distinta
de la que invoca Occidente, que por democracia entiende, en última
instancia, el hecho de que la burguesía china pueda transformar fi-
nalmente el poder económico en poder político. Por otro lado hay
que tener en cuenta que dentro del Partido Comunista Chino se en-
frentan, al parecer, una corriente meramente nacional, que una vez
alcanzados los objetivos nacionales (modernización, recuperación de
la integridad territorial y renacimiento de China) considera que el
proceso revolucionario ha llegado a su fin, y una corriente con metas
más ambiciosas que remiten a la historia y al legado ideal del movi-
miento comunista.
De todos modos una cosa está clara. Con su desarrollo, que en
buena medida sigue dirigido por el poder político que trata de subor-
362
dinar a los intereses generales el consabido afán de lucro de los sec-
tores privados de la economía, China es un país que cuestiona más
que ningún otro la división internacional del trabajo impuesta por
el colonialismo y el imperialismo, y promueve el fin de la época co-
lombina, un hecho de alcance histórico enorme y progresista.
363
XII
364
una locución que requeriría no pocas aclaraciones», resume en estos
términos cómo entiende esta categoría:
Esta formulación tan clara puede servir para aclarar a su vez, por
contraste, la idea de Marx y Engels. Según Weil solo se puede hablar
de lucha de clases cuando por un lado tenemos a los ricos y poderosos
y por el otro a los humildes y pobres. La causa de la justicia y la
emancipación siempre estaría representada por quienes están despro-
vistos de poder y de bienes materiales; solo hay lucha de clases a partir
de la oposición. Mientras que en Marx y Engels es la condición or-
dinaria del proceso histórico y social, en Weil la lucha de clases es un
momento moralmente privilegiado en la historia y la vida de los
hombres.
La filósofa francesa entiende la lucha de clases como un impera-
tivo moral: impone acabar con unas relaciones sociales que implican
«machacar la dignidad humana». Este significado está bien presente
también en los autores del Manifiesto del partido comunista: los «pro-
letarios de todos los países» que deben unirse en la lucha son los in-
térpretes del «imperativo categórico de echar por tierra todas aquellas
relaciones» que degradan y humillan al hombre (supra, cap. III, § 3).
Pero no hay que olvidar que lucha de clases es también la que está
dirigida a perpetuar la explotación y la opresión, y es también la ma-
tanza con que la clase dominante reprime en Francia la rebelión
obrera de junio de 1848: la lucha de clases entendida como «guerra
civil más o menos latente» y, según el Manifiesto, destinada a con-
vertirse tarde o temprano en una «revolución abierta» (MEW, 4;
473), llegaba al punto de ruptura pero se saldaba, de momento, con
365
el triunfo de la burguesía. A diferencia de Weil, en Marx y Engels la
lucha de clases no implica necesariamente un juicio de valor posi-
tivo.
Aunque solo nos ocupáramos de las luchas de clases emancipado-
ras, tampoco coinciden en absoluto con «la lucha de los que obede-
cen contra los que mandan», al decir de Weil. Las víctimas de la
opresión nacional y de la «esclavitud doméstica» impuesta a las mu-
jeres no son solo miembros de las clases subordinadas, de modo que
los sujetos de las luchas de liberación nacional o por la emancipación
femenina no son exclusivamente «los que obedecen».
Limitémonos ahora al conflicto entre capital y trabajo. Ni siquiera
en este caso funciona el esquema de Weil. Echemos un vistazo a las
luchas de clases más enconadas que conocieron Marx y Engels: en
junio de 1848 quienes aseguraron la victoria de la burguesía fueron
los lazzaroni subproletarios, que no tenían riqueza ni poder pero eran
proclives a ponerse al servicio de quienes sí los tenían. En cuanto a
la agitación que en Inglaterra se saldó con la reglamentación legisla-
tiva de la jornada de trabajo, esta reforma era «el resultado de una
lucha multisecular entre capitalista y obrero», el resultado de una
«guerra civil», de «una guerra civil de larga duración y más o menos
velada entre la clase de los capitalistas y la clase de los obreros»
(MEW, 23; 286, 312 y 316). El conflicto a veces había estado pró-
ximo al punto de ruptura; había habido momentos en que «el anta-
gonismo entre las clases había alcanzado una dureza increíble»
(MEW, 23; 309). No obstante, mientras que en Francia la lucha de
clases había provocado la revolución de junio de 1848, en Inglaterra
el poder político había respondido al peligro de una revolución pro-
letaria desde abajo con una reforma desde arriba. Pero el enfrenta-
miento no se había producido únicamente entre proletarios y
capitalistas. También los sectores más clarividentes de las clases do-
minantes y un gobierno al que sus adversarios tachaban nada menos
que de jacobino, habían propiciado el cambio (MEW, 23; 253 y
301).
Ni siquiera en la Comuna de París se enfrentaron exclusivamente
366
«los que obedecían» y «los que mandaban». Según Marx, en ella in-
fluyeron mucho «los recuerdos nacionales de 1792», la indignación
por la incapacidad de gobierno francés para contener el avance del
ejército prusiano, un gobierno al que se reprochaba su debilidad y
su impotencia. Estos recuerdos y este sentimiento ampliaban la base
social de la rebelión más allá de las clases populares en sentido estricto
(supra, cap. VI, § 10).
Es sobre todo la crisis histórica declarada al otro lado del Atlántico
lo que revela con especial claridad hasta qué punto es improcedente
el esquema de Weil. Me refiero a la Guerra de Secesión. En el campo
de batalla no se enfrentaban los poderosos y los humildes, los ricos y
los pobres, sino dos ejércitos regulares. Es uno de los motivos por el
que personalidades y sectores significativos del movimiento obrero
y de tendencia más o menos socialista reaccionaron con frialdad y
petulancia ante el gigantesco combate que se desarrollaba en Estados
Unidos, ya que además Lincoln, al principio, no declaró que iba a
liquidar la esclavitud, sino solo la secesión. Sin embargo Marx supo
ver desde el principio que el Sur era el campeón declarado de la causa
del trabajo esclavo y el Norte el campeón más o menos consciente
de la causa del trabajo «libre». De un modo completamente inespe-
rado, la lucha de clases por la emancipación del trabajo se materiali-
zaba en un ejército regular, disciplinado y fuertemente armado. En
1867, cuando publicó el primer libro de El capital, Marx afirmó que
la Guerra de Secesión era «el único acontecimiento grandioso de la
historia de nuestros días», con una formulación que trae a la memoria
la definición de la rebelión obrera de junio de 1848 como «el acon-
tecimiento más colosal de la historia de las guerras civiles europeas»
(supra, cap. I, § 7). He aquí dos etapas cruciales en la historia de la
lucha de clases del siglo XIX: las formas de la lucha de clases podían
ser tan distintas que el protagonista del proceso de emancipación po-
dían ser los obreros harapientos y enfermos de junio de 1848 o el
formidable ejército a las órdenes de Lincoln.
Cierto es que, en su avance hacia el Sur, las filas del ejército unio-
nista se engrosaron con esclavos o ex esclavos que dejaban a sus amos
367
para contribuir a la derrota de la secesión esclavista; sí, era un ejército
apoyado, también desde fuera de Estados Unidos, por los obreros
más conscientes de lo que estaba en juego: la libertad del trabajo o la
esclavitud declarada. Pero no dejaba de ser un ejército regular, que
por primera vez en la historia aplicaba sistemáticamente la tecnología
industrial a las operaciones militares; un ejército que ejercía su poder
de un modo imperioso. Cuando Lincoln, decidido a vencer al Sur,
imponía el alistamiento obligatorio, los inmigrantes pobres de Nueva
York, sobre todo irlandeses, se rebelaban, y entonces un cuerpo de
ejército marchaba sobre la ciudad y sofocaba la revuelta con mano
dura (Losurdo 1996, cap. II, § 5). Marx, que siempre había elogiado
la lucha de liberación del pueblo irlandés, no dudaba en este caso en
denostar al «populacho irlandés» (MEW, 15; 565). La clase obrera
europea debía identificarse con el ejército de la Unión y no con esos
inmigrantes llegados de la isla oprimida por el colonialismo británico;
por lo menos en este caso, los humildes y los pobres formaban parte
de la reacción, y quienes de hecho promovían la emancipación no
eran los que obedecían, por usar el lenguaje de Weil, sino los que
mandaban.
Dados los presupuestos teóricos de Weil, se comprenden sus in-
certidumbres y vacilaciones ante las grandes luchas políticas y grandes
luchas de clases del siglo XX. Un texto, que presumiblemente es pocos
meses posterior a la llegada al poder de Hitler, expresa inquietud por
las consecuencias que esto podría tener en el plano internacional:
«Defender las conquistas de Octubre contra el capitalismo extranjero
sería un aspecto no de la lucha entre naciones sino de la lucha entre
clases» (Weil 1989-1991, vol. 1, p. 237). Como vemos, el enfrenta-
miento entre la Rusia soviética y la Alemania nazi se subsume aquí
en la categoría de lucha de clases (entre proletariado y burguesía).
Pero un texto contemporáneo llega a conclusiones opuestas. Cuando
la filósofa alemana plantea la hipótesis de un ataque contra la URSS
impulsado por «una fracción de la burguesía alemana», se preocupa
de aclarar enseguida: la fracción más agresiva de la burguesía alemana
planea el ataque «para saciar su apetito imperialista y no, como creen
368
los estalinistas e incluso los trotskistas, para aniquilar a un enemigo
de clase» (Weil 1989-1991, vol. 1, p. 258). La categoría de lucha de
clases podía tener sentido en la etapa inmediatamente posterior a oc-
tubre de 1917, cuando los bolcheviques, a punto de perder el poder
también en Rusia, estaban amenazados por el «llamado bloque anti-
soviético de todos los estados capitalistas». En esta etapa todavía era
válido en cierto modo el esquema de los humildes contra los podero-
sos, de los que obedecen contra los que mandan, de los pobres contra
los ricos. Pero luego, como lo demuestra «el acercamiento franco-
ruso», el poder soviético se consolidó y se convirtió en un estado co-
mo los demás, «una potencia como las demás» (Weil 1989-1991,
vol. 1, pp. 312-313 y 258), por lo que no tenía sentido hablar de lu-
cha de clases tratándose de un choque entre poderes constituidos. Si
el Tercer Reich pretendía someter a Rusia, ¿dónde estaba el conflicto
entre proletariado y burguesía, dónde la lucha de clases?
Varios años después estalla la guerra civil española. Superando
perplejidades y vacilaciones, la filósofa decide ir al frente y luchar en
defensa de la república. Parece que la lucha de clases está de vuelta:
el gobierno legítimo encarna las razones de los obreros y los campe-
sinos y tiene que enfrentarse a la rebelión de las clases propietarias,
apoyadas por el poderoso aparato militar nazi y fascista. Pero no tar-
dan en aparecer el desencanto y la decisión de volver a Francia. No
es de extrañar. Al fin y al cabo los que se enfrentan son dos ejércitos
y dos aparatos de poder. Además, el mismo horrible «olor a guerra
civil, a sangre y a terror», hasta a violencia sádica, emana de los dos
bandos (Weil 1960, p. 221). Y por encima de todo, la guerra civil se
inserta en un pulso a escala internacional: en apoyo de los franquistas
han intervenido Italia y Alemania, mientras que el gobierno repu-
blicano de Madrid cuenta con el apoyo de la Unión Soviética. Si ya
es difícil diferenciar las facciones opuestas de la guerra civil española,
resulta imposible hacerlo cuando intervienen las grandes potencias.
«Dada la circulación internacional del capital», no se comprenden
«los antagonismos entre las naciones» y menos aún «la oposición en-
tre fascismo y comunismo»: «no existen dos naciones estructural-
369
mente más parecidas entre sí que Alemania y Rusia, aunque se ame-
nacen mutuamente» (Weil 1989-1991, vol. 3, pp. 52-55). No se pue-
de hablar de lucha de clases, porque a los humildes, a «los que no
mandan», no se les ve por ningún lado.
En realidad, veamos en qué términos se expresa un capitán del
ejército franquista, Gonzalo de Aguilera. Según él las masas espa-
ñolas:
son como animales […]. No sirven para nada, como no sea para ser
esclavos, y solo son felices si se les usa como esclavos […]. Cuando
la guerra termine, destruiremos las alcantarillas. En España el per-
fecto control de la natalidad es el que Dios quiso que tuviéramos.
Las alcantarillas son un lujo que se reservará a quienes lo merezcan,
a los jefes de España, no a la masa de esclavos (Preston 1999, p.
167).
370
1991, vol. 1, p. 292). El pulso de las grandes potencias por la
hegemonía no acabó en 1918, y ya se despliega en el plano económi-
co antes de desencadenarse en los campos de batalla. Es una situación
que azota duramente a las masas populares:
371
ferencias entre los países según su mayor o menor tendencia a trans-
formar a sus habitantes en «carne de cañón», todos ellos, a juicio de
Weil, son prácticamente iguales cuando recurren a la «carne de tra-
bajo». La URSS no es ninguna excepción. Es más:
372
loga de Hitler sobre Europa central […]. El hitlerismo consiste
justamente en la aplicación por Alemania de los métodos de con-
quista y la dominación colonial al continente europeo y, en gene-
ral, a los países de raza blanca (Weil 1960, pp. 367-368).
373
si carecieran del primer elemento de la dignidad humana, la razón;
solo estos seres, en realidad, son capaces de decir la verdad. Todos
los demás mienten (Weil 1957, p. 255).
374
dinación total del obrero a la empresa y a quienes la dirigen se basa
en la estructura de la fábrica, no en el régimen de la propiedad»; «la
supresión de la propiedad privada no bastaría para que el trabajo de
las minas y las fábricas dejara de pesar como una esclavitud sobre
quienes están sujetos a él» (Weil 1989-1991, vol. 2, pp. 33 y 38).
Es inevitable ya la ruptura con Marx, acusado de haber creado
«una religión de las fuerzas productivas» no muy distinta de la bur-
guesa, de esa religión «en cuyo nombre generaciones de empresarios
han aplastado a las masas trabajadoras sin el menor remordimiento»;
para Marx «la tarea de las revoluciones consiste esencialmente en la
emancipación, no de los hombres, sino de las fuerzas productivas»
(Weil 1989-1991, vol. 2, pp. 336 y 34).
En realidad hemos visto que Marx configura la lucha de clases
como lucha por el reconocimiento dirigida contra un sistema polí-
tico-social que deshumaniza y cosifica a una enorme masa de indi-
viduos concretos, y denuncia la producción capitalista como
«dilapidadora de hombres», responsable de un «“derroche” de vida hu-
mana digno de Timur-Tamerlán» e incluso de un «constante rito sa-
crificial en perjuicio de la clase obrera» (supra, cap. III, § 3 y cap. I,
§ 12). Mientras subsista el capitalismo «todos los medios para incre-
mentar la fuerza productiva social del trabajo se aplican a expensas
del obrero individual (individueller Arbeiter), todos los medios para
desarrollar la producción se transforman en medios de dominación
y explotación del productor», una vez más individual (MEW, 23;
674). Lo que no capta Weil es que, debido a la unidad entre hombre
y naturaleza y al papel decisivo del conocimiento en el desarrollo de
las fuerzas productivas, la dilapidación y el derroche de vidas huma-
nas son al mismo tiempo la dilapidación y el derroche de la riqueza
material. La destrucción capitalista de las fuerzas productivas y la
destrucción capitalista de los recursos humanos están estrechamente
relacionadas, en realidad son todo uno. «La mayor fuerza productiva»
es el proletariado, la «propia clase revolucionaria» (MEW, 4; 181);
obligar a los obreros a una muerte precoz por la sobrecarga de trabajo
y una vida de penalidades significa también cercenar la riqueza social.
375
Para «disponer de material humano aprovechable siempre a su dis-
posición» el capitalismo condena a «una parte de la clase obrera a un
ocio forzoso». Es el ejército industrial de reserva que, con su com-
petencia, permite obligar a la parte ocupada de la clase obrera a una
sobrecarga de trabajo (MEW, 23; 661 y 665). Y una vez más, tanto
el «ocio forzoso» como la sobrecarga de trabajo humillan y degradan
a individuos concretos, a hombres de carne y hueso, a la vez que di-
sipan y destruyen recursos materiales. Es un proceso que se ma-
nifiesta a escala aún mayor durante las repetidas crisis de sobrepro-
ducción.
La filósofa francesa reconoce en cierto modo la incongruencia de
su crítica cuando observa que «abundan en Marx las fórmulas vigo-
rosas concernientes a la sumisión del trabajo vivo al trabajo muerto»,
de los individuos concretos a las exigencias de la acumulación capi-
talista (Weil 1989-1991, vol. 2, pp. 32-33). En realidad, la materia
de la discrepancia es otra. Marx tuvo históricamente razón al criticar
el ensañamiento del ludismo contra la fábrica moderna como tal. En
primer lugar, esta puede recurrir a obreros libres o esclavos, como
ocurrió en la Alemania hitleriana y en su imperio. La derrota del Ter-
cer Reich no significó el fin de la fábrica moderna, pero salvó a una
enorme masa de hombres de la esclavización a la que estaban desti-
nados. En segundo lugar, es evidente que en el propio ámbito del ca-
pitalismo, además de malograr la reintroducción de la esclavitud, la
lucha de clases y la acción política pueden mejorar el ambiente de
trabajo y reducir la duración de la jornada, amén de contener el «des-
potismo» que se menciona en el Manifiesto del partido comunista. En
tercer lugar, por duro que sea el trabajo dentro de la fábrica moderna,
el panorama puede ser aún peor si fuera de su recinto lo único que
le espera al obrero es una condición de miseria y degradación; es
decir, si el aumento de la productividad en la fábrica moderna sirve
exclusivamente para llenar los bolsillos de un puñado de explotado-
res. Por los tres motivos mencionados la lucha de clases y la acción
política son decisivas y pueden producir cambios radicales. Podemos
concluir con Marx: «El uso actual de las máquinas atañe a las rela-
376
ciones de nuestro régimen económico actual, pero el modo en que
se emplean las máquinas es algo completamente distinto de las má-
quinas en sí mismas. La pólvora sigue siendo pólvora ya se use para
herir a un hombre o para curar sus heridas» (MEW, 27; 456). La ad-
quisición de una conciencia de clase madura presupone la superación
del ludismo: no se trata de oponerse a la máquina y a la industria
moderna, sino al uso capitalista de ambas.
Para Weil, en cambio, el blanco de la lucha de clases auténtica es
la industria moderna, que conlleva inevitablemente «la subordinación
total del obrero»; la lucha por la libertad tiene que dirigirse contra
las «grandes fábricas» que «solo pueden fabricar esclavos». Los segui-
dores del ludismo, que según el punto de vista de Arendt eran locos
y criminales porque obstaculizaban la única solución posible de la
cuestión social y de la miseria, se convierten ahora en santos y már-
tires en el calendario de las luchas por la libertad y la emancipación
confeccionado idealmente por Weil. Si Arendt huye de la lucha de
clases como de una «pesadilla», Weil la abraza calurosamente, pero
la interpreta en clave ludista y la desvía hacia una meta quijotesca.
Marx, criticando a Sismondi, observa que es inane querer «man-
tener por la fuerza métodos obsoletos de cultivo de la tierra» y «des-
terrar la ciencia de la industria como antaño Platón expulsó a los
poetas de su república»: en realidad, «en la sociedad está teniendo
lugar una revolución silenciosa de la que no es posible zafarse»
(MEW, 8; 544). En un mundo donde el conocimiento ha llegado a
ser la fuerza productiva por excelencia (G, 594), el desarrollo de la
ciencia, de la tecnología y de métodos de producción que las incor-
poran en mayor o menor medida es un destino del que solo se podría
huir con una mutilación catastrófica, realizada quién sabe cómo, de
las capacidades intelectuales humanas.
Cabe añadir que, en un mundo que dista mucho de estar unifi-
cado, donde estallan con frecuencia conflictos internacionales, para
un país poco desarrollado renunciar a la industria moderna significa
exponerse a peligros muy graves. La propia Weil lo señala cuando
analiza la situación internacional entre las dos guerras mundiales. El
377
populista puede pasar de puntillas por todo esto y considerar que
solo la contradicción dentro de cada país entre «los que obedecen y
los que mandan» tiene relevancia moral. Pero si un país poco desa-
rrollado, desdeñando la tarea de fomentar la industria moderna, la
ciencia y la tecnología, se entrega de hecho a la ley y al dominio del
más fuerte, también asume una actitud bien problemática en el plano
moral.
En los años de entreguerras, mientras por un lado Weil reconocía
que la Rusia soviética corría el peligro de convertirse en una colonia,
por otro criticaba el culto al productivismo en un país que intentaba
librarse del atraso y la penuria y al mismo tiempo defender y conso-
lidar su independencia. Hoy en día tampoco hay consonancia entre
el populismo y la lucha que emprenden los países menos avanzados
contra la penuria y la dependencia neocolonial. En 2006 el vicepre-
sidente de Bolivia (Álvaro García Linera) expresó unos sentimientos
muy extendidos en América Latina (y en el tercer mundo en general)
cuando destacó la necesidad de realizar «el desmantelamiento pro-
gresivo de la dependencia económica colonial» y lanzó la consigna:
«industrialización o muerte» (Stefanoni 2006). El lema «patria o
muerte» que cierra a veces los discursos de Fidel Castro (1969, p. 145)
y los discursos y las cartas del Che (1969, pp. 1418-1419 y 1448-1454)
se ha convertido en «industrialización o muerte». La segunda formu-
lación es solo una aclaración de la primera. Si la primera expresa la
identidad, en una situación determinada, entre cuestión social y cues-
tión nacional (Marx) o entre lucha de clases y lucha nacional (Mao),
la segunda expresa la conciencia de que la independencia política re-
sulta frágil e incluso ilusoria si no se apoya en la independencia eco-
nómica (y tecnológica), la conciencia de que liquidar la «anexión
política» no significa automáticamente superar la «anexión econó-
mica» (Lenin). Y sin este paso no puede decirse que se haya consti-
tuido el estado nacional, como lo demuestran en nuestros días las
guerras que padecen países incapaces de oponer una resistencia real
a las grandes potencias occidentales.
378
4. El populismo como añoranza de la «plenitud originaria»
379
En este contexto podemos situar, por un lado, un movimiento
masivo como el ludismo, y por otro a un eminente contemporáneo
de Marx, a quien este critica diciendo que «se refugia en el pasado,
se convierte en un laudator temporis acti» (MEW, 26; 3; 50). Me re-
fiero a Sismondi: huido con su familia de la Francia revolucionaria
y por lo tanto escéptico sobre los proyectos de transformación polí-
tico-social radical, se compadece con los sufrimientos del pueblo y
para evitarlos o aliviarlos aparentemente sugiere poner un freno al
desarrollo industrial. A su entender, la introducción de maquinaria
nueva y más potente implica un «incremento de la productividad»,
pero acaba destruyendo el equilibrio anterior sin que se obtenga nin-
guna ventaja real y duradera. Es un panorama desolador: los «viejos
telares se perderán» y con ellos desaparecerá el mundo de los humil-
des, caracterizado sin duda por la modestia de las condiciones de vida
e incluso por la penuria, pero ennoblecido por su serenidad y digni-
dad (Sismondi 1975, pp. 208-209).
Nos encontramos aquí con la primera forma de populismo, que
Marx fustiga con sarcasmo: la «plenitud originaria» es un mero pro-
ducto de la imaginación y de la remoción de penalidades y sufrimien-
tos a veces más graves que los que se pretenden evitar. Si volvemos la
mirada al pasado no nos encontramos con una espiritualidad más
viva, sino con un mundo en el que la lucha diaria por la supervivencia
la hace incluso imposible; no nos encontramos con unas relaciones
personales e intersubjetivas más ricas, sino con una pobreza mucho
mayor; es más, en realidad la figura del sujeto, del individuo, aún no
había aparecido realmente.
En la medida en que hace suyos los sufrimientos de los humildes,
víctimas de la revolución industrial, esta primera forma de populismo
expresa, siquiera de un modo inmaduro, una protesta legítima y res-
petable. Pero puede asumir una configuración muy distinta y más
instrumental cuando recurren a ella quienes se proponen neutralizar,
suavizar o desviar la protesta de las clases subalternas. En este caso,
quizá nadie ha criticado tan duramente como Marx el tópico que le
hace decir, por ejemplo, a Mandeville (1988, pp. 311-316 = Man-
380
deville 1974, pp. 116-119) que «el más grande de los reyes» podría
envidiar «la placentera […] serenidad de espíritu» del «campesino
más humilde e ignorante» y «la calma y la tranquilidad de su alma».
El campesino que vive constantemente al borde de la inanición de-
bería conformarse con su condición e incluso aferrarse a ella como
un bien y un privilegio exclusivo. El mundo «placentero» ante el que
aparentemente se extasiaba Mandeville es el «idiotismo de la vida
rural» en el Manifiesto del partido comunista (MEW, 4; 466), que no
promete nada bueno. Más tarde Marx explica así el gran apoyo que
tuvo Luis Napoleón en el mundo campesino, un mundo que no ad-
mite «riqueza de relaciones sociales» y reduce al máximo el «contacto
con la sociedad»; todo ello deja inermes a los campesinos ante las
maniobras del aventurero y dictador bonapartista (MEW, 8; 198).
Y quizá nadie esté más en las antípodas de Tocqueville (1951, vol.
16, p. 121), quien describe así la condición del pobre en el antiguo
régimen: su suerte, caracterizada por deseos «limitados» y una tran-
quila indiferencia ante «un futuro que no le pertenecía», «era menos
digna de compasión que la de los hombres del pueblo de nuestros
días»; los pobres del antiguo régimen, acostumbrados desde siempre
a su condición, «gozaban de esa suerte de felicidad vegetativa cuyo
encanto le cuesta comprender al hombre civilizado, tanto como negar
su existencia». Llama la atención la palabra que he destacado en cur-
siva: es la misma que usa Marx para describir la «vida sin dignidad,
estancada, vegetativa» propia de la sociedad de castas india y que en
última instancia es indigna de un ser humano.
La visión de Mandeville y Tocqueville, según la cual la penuria
económica o material va unida a la riqueza espiritual o, en todo caso,
a la «serenidad» o a alguna forma de «felicidad», es pura mistificación.
La meta de la lucha de clases, además de una distribución más justa
de la renta, debe ser la superación de la miseria material –que tam-
bién es sinónimo de pobreza de relaciones sociales y por lo tanto de
pobreza espiritual– ante todo merced a un modo distinto de produc-
ción y a un desarrollo de las fuerzas productivas.
Marx contradice también otro lugar común de la retórica propia
381
de esta primera forma de populismo, tan aficionado a contraponer
la plácida serenidad de una pequeña comunidad de aldea a los tu-
multos del mundo político y de la historia universal. Es una retórica
que en Alemania se había propagado desde la época de la revolución
francesa y de la reacción contra ella. Hegel (1969-1979, vol. 13, p.
340), en la Estética, había observado que el reducido círculo social
propio de un pueblecito, si por un lado puede estimular una actitud
de «obtuso filisteo», tampoco protege de «los mayores acontecimien-
tos mundiales», de los grandes trastornos históricos. Marx va más
allá, como vemos en su observación de que es justamente «el idio-
tismo de la vida rural» lo que propicia esa catástrofe que es el régimen
bonapartista francés, con su secuela de dictadura militar implacable
en el interior y sangrientas aventuras bélicas en el exterior.
El populismo no mantiene nunca sus promesas. Sin embargo, a
lo largo de la historia acaban presentándose situaciones que favorecen
su reaparición. Pensemos en el periodo entre las dos guerras mundia-
les, ambas caracterizadas por la aplicación en gran escala de la ciencia
y la tecnología a unas carnicerías colosales. Es el momento en que la
Gran Depresión sucede a las expectativas de crecimiento ininterrum-
pido de la riqueza social. La única solución que se perfila es el «key-
nesismo» militar, como lo demuestra en particular el caso de la
Alemania hitleriana: el desarrollo de las fuerzas productivas en fun-
ción de otra enorme destrucción de recursos materiales y vidas hu-
manas. En este clima espiritual, que encuentra su expresión más alta
en Simone Weil, no podía dejar de reaparecer la añoranza de la mítica
«plenitud originaria».
Pasemos a nuestros días, al mundo posterior a la derrota del pro-
yecto revolucionario, el mundo en el que se desvanecen las esperanzas
de una regeneración total. A medida que la gran industria somete a
su control las áreas agrícolas y arruina el artesanado y la industria do-
méstica tradicional, a medida que se acentúan las alteraciones de la
globalización, mayor es el margen para la añoranza y la transfigura-
ción de las relaciones sociales que van quedando atrás. En el pasado,
por lo menos –así se argumenta y a menudo se fabula– había vínculos
382
comunitarios y valores compartidos, un mundo sin lacerar por la cri-
sis, un mundo que aún tenía sentido. Pensemos en un autor como
Pier Paolo Pasolini (1981, p. 277) y su denuncia del «genocidio» co-
metido por el desarrollo industrial y neocapitalista, pese al aumento
sensible de la esperanza de vida, con su «supresión de grandes zonas
de la propia sociedad», es decir, de culturas y formas de vida amplia-
mente difundidas. Y la tentación populista cobra fuerza con la apa-
rición o el agravamiento de la crisis ecológica.
383
que carecería de impulsos simpatéticos y solo estaría interesado por
el cálculo y el pensamiento calculador, y por ello ha dejado un rastro
de dominio, destrucción y muerte en la historia del mundo (Losurdo
2010, cap. II, § 7 y cap. IV, § 8).
Por último, el populismo de transfiguración de los oprimidos se
presenta con una tercera variante que no señala el lugar de la exce-
lencia moral en la «mendicidad» ensalzada por Weil ni en la «hin-
duidad» o la «negritud» proclamadas respectivamente por Gandhi y
Senghor, sino en la «diferencia de género» y en una figura social dis-
tinta, víctima de la opresión. La mujer, por ser generatriz de la vida,
estaría más próxima a la naturaleza y más alejada del artificio y la fal-
sedad, como antítesis de la cultura de la violencia y el dominio hoy
encarnada por la humanidad masculina.
Los protagonistas de los movimientos de emancipación social, na-
cional y sexual, en su afán de librarse de la autofobia y sacudirse las
injurias que tradicionalmente han padecido, a menudo tienden a re-
petir ciertos estereotipos de la cultura conservadora y reaccionaria,
aunque invirtiendo el juicio de valor para revolverlos contra los opre-
sores. Durante siglos se ha justificado la discriminación de las clases
subalternas, los pueblos coloniales y las mujeres por su supuesta in-
capacidad de elevarse realmente sobre el estado natural, de argumen-
tar en términos rigurosa o abstractamente lógicos, por su falta de
valor y espíritu guerrero, por su tendencia a dejarse guiar por los sen-
timientos y la emotividad. La inversión del juicio de valor no añade
credibilidad a los estereotipos tradicionales. Es una forma de protesta
comprensible y legítima, sin duda, y constituye un momento de la
lucha por la emancipación. Pero se recurre a una ideología que puede
utilizarse también en sentido conservador.
Esto se puede apreciar fácilmente cuando interviene la tercera va-
riante del populismo. En mayo de 1846 Marx y Engels se sienten
obligados a replicar a Hermann Kriege. Este predica el «comunismo»
entendido como superación del «reino del odio» basado en el culto
al lucro, la fría insensibilidad hacia las necesidades y penas del pró-
jimo, el atropello. Hay que ir hacia el «reino del amor» que «rehúye
384
el tintineo del dinero» y funda una comunidad vivificada por el calor
de los sentimientos y el amor al prójimo. Pues bien, las protagonistas
de esta transformación solo pueden ser las mujeres, que deben «volver
la espalda a la vieja política» y «dar la primera bendición al reino de la
felicidad». Los dos filósofos y militantes revolucionarios se burlan de
esta efusión sentimental cuyo único contenido es «la hipócrita y con-
fusa captatio benevolentiae de la mujer» (MEW, 4; 4-6). La ideología
duramente criticada en este escrito se presenta dos años después, de
forma parecida, en otro autor, Daumer, al que hemos visto recomen-
dando la paz y la felicidad de la naturaleza frente al tumulto y las
destrucciones de la revolución de 1848 (supra, cap. I, § 11). En Dau-
mer la mujer ocupa a veces el lugar de la naturaleza:
385
subalterna que se le impone (MEW, 7; 201-203). Podríamos decir
que Marx y Engels contraponen el feminismo entendido como lucha
de clases por la emancipación a este feminismo como populismo edi-
ficante.
En 1938, cerca de un siglo después de Kriege y Daumer, Virginia
Woolf (1992, p. 25) escribe:
386
mujer alemana». Mientras la matanza alcanzaba niveles cada vez más
horribles, ella sacrificaba a «hijos y maridos» y se quejaba de no «tener
bastantes para sacrificarlos».
Aunque Marx no se expresa concretamente sobre el asunto que
estamos tratando, en más de una ocasión destaca la importancia de
la división del trabajo. Miseria de la filosofía se identifica plenamente
con la tesis de Adam Smith (1977, p. 19, cap. I, 2):
387
judías ante las persecuciones de los cruzados cristianos, decididos a
convertirlas junto con sus hijos (Losurdo 2007, cap. I, § 10). La
misma que había dado a luz una vida, la apagaba.
En todo caso, la división tradicional del trabajo está llegando a su
fin, como lo demuestra, entre otras cosas, la presencia creciente de
las mujeres en las fuerzas armadas y a veces incluso en los cuerpos
escogidos. En cuanto a la visión del mundo, es probable que la dis-
tancia que separa a la soldada del soldado sea menor que la que separa
a ambos de quienes ejercen, por ejemplo, una profesión liberal. Esto
confirma una vez más la tesis de Smith y Marx sobre la centralidad
de la división del trabajo y por lo tanto, a juicio de Marx, sobre la
centralidad de la división en clases y de la lucha de clases.
Cada una de estas tres variantes de la segunda forma de populismo
es un obstáculo o impedimento para la unidad de las luchas de clases.
Con un discurso que ensalza a los humildes como encarnación ex-
clusiva de la excelencia moral es muy difícil aglutinar el amplio blo-
que social que se necesita para llevar adelante la lucha por la
emancipación de las naciones oprimidas y de la mujer y, en realidad,
la propia revolución anticapitalista. Situar el lugar de la excelencia
moral en los pueblos oprimidos y solo en ellos dificulta la llamada a
la solidaridad de las clases subalternas de las naciones que oprimen;
y si el elegido es un solo pueblo oprimido, también es difícil la soli-
daridad entre pueblos oprimidos. Del mismo modo, la transfigura-
ción de la mujer como encarnación perpetua de la excelencia moral
puede provocar una contradicción de fondo y permanente con el
sexo masculino, lo cual debilitaría todas las formas de lucha de clases.
Cabe añadir que las tres variantes de la segunda forma de populismo
distraen la atención de la verdadera causa de la explotación, la opre-
sión y de la guerra.
388
ténticos, son en cualquier situación y circunstancia los únicos agentes
de un cambio social moralmente significativo y relevante. El popu-
lismo se entrelaza con la lectura binaria del conflicto social.
Podemos analizar la dialéctica que hay detrás de este entrelaza-
miento a partir de Proudhon. A la vez que denuncia las consecuencias
devastadoras para los pobres del robo de la propiedad perpetrado por
un reducido círculo de ricos, Proudhon tacha de «pornocracia» el
movimiento feminista en sus albores. Lo que motiva esta postura no
es la sexofobia y ni siquiera, en primer lugar, el culto al poder pa-
triarcal en el ámbito de la familia (aunque este aspecto, desde luego,
tampoco está ausente). La verdadera explicación es otra. En el ámbito
del movimiento feminista que empieza a cobrar forma tienen un pro-
tagonismo destacado mujeres que no son, ni mucho menos, de ex-
tracción popular. Esto no tiene nada de extraño. Sabemos, por Adam
Smith (1977, p. 782; libro V, cap. I, parte III, art. 3) que las masas
populares, obligadas al ahorro más estricto y a una rígida división
del trabajo en el ámbito de la familia, suelen tener una «moral aus-
tera» en el terreno sexual, mientras que la «moral liberal» suele ex-
presarse en las clases más o menos pudientes; la crítica de la «moral
austera», que incluye la consagración del poder patriarcal del varón,
encuentra un terreno abonado allí donde arraiga la «moral liberal».
De modo que en la Europa occidental de la época se desarrollan dos
contradicciones sociales distintas, la que enfrenta al proletariado con
la burguesía capitalista y la que el movimiento feminista pone en evi-
dencia. Los sujetos de estos dos conflictos son distintos. A juicio de
Marx se trata de dos manifestaciones de las «luchas de clases» que no
pueden reducirse fácilmente a una sola para que confluyan en un
bloque político y social unitario: una mujer burguesa puede com-
prometerse a favor de la emancipación femenina, de modo que en la
contradicción hombre/mujer está en el bando de las oprimidas,
mientras que en la contradicción burguesía/proletariado forma parte
de los opresores (debido a su situación social). Con la denuncia del
movimiento feminista como pornocracia, Proudhon se quita de en-
cima estos problemas y se atiene al esquema populista que enfrenta
389
a humildes con poderosos, a oprimidos con opresores.
Si ahora, desviando la atención de los países más desarrollados de
Europa occidental, volvemos la vista hacia el Este, hacia Polonia,
vemos que surge con fuerza la tercera contradicción, la nacional. Ya
sabemos que Marx elogia la participación de la nobleza y de sus ele-
mentos más avanzados en la lucha de liberación nacional (manifes-
tación, a su vez, de la lucha de clases, que en este caso va dirigida
contra la aristocracia rusa, pilar del antiguo régimen y del expansio-
nismo imperial). Pero Proudhon no argumenta así. Al contrario, él
se mofa de las aspiraciones nacionales de los pueblos oprimidos,
meras expresiones, a su juicio, del apego oscurantista a unos viejos
prejuicios. En Polonia la lucha por la independencia y la resurrección
nacional está protagonizada por un frente muy amplio, que va
mucho más allá de los sectores humildes. No es de extrañar, puesto
que la nación entera está oprimida. Pero esto escandaliza al populista,
inclinado a pensar que la única contradicción real es la que enfrenta
a pobres y ricos, al «pueblo» humilde e incorrupto por un lado y los
grandes y poderosos (burgueses y nobles) por otro. De ahí la actitud
burlona y sarcástica de Proudhon con los movimientos nacionales.
La propiedad es un robo: tal es el hilo conductor del libro más fa-
moso del autor francés; una sola raya separa a toda la humanidad en
propietarios y no propietarios, ladrones y despojados, ricos y parias;
para el populista esta es la única contradicción importante. El popu-
lismo revela así otra de sus características: también es una huida de
la complejidad.
390
en las filas de la Tercera Internacional. Esta expectativa también obe-
dece a una lectura binaria del conflicto, aunque la parte oprimida,
en este caso, sean un estado (o más bien una gran potencia, la Rusia
soviética) y unos partidos fuertemente organizados y jerarquizados.
Cuando no interviene el elemento del estado y el partido tenemos,
por así decirlo, el populismo puro: los protagonistas de la lucha ne-
cesaria son los que están despojados no solo de riqueza, sino también
de cualquier forma de poder.
En el siglo XX, con la llegada del Tercer Reich, Weil se da cuenta
de lo que se está tramando: no es solo una guerra expansionista a
gran escala, sino también una guerra que pretende transformar la
Rusia soviética en una colonia. Las contradicciones que se están acu-
mulando son múltiples y explosivas, pero la filósofa francesa solo
considera moral y políticamente significativa una de ellas:
391
He destacado en cursiva los pasajes que con claridad e incluso con
ingenuidad expresan el punto de vista de Weil sobre la lucha de cla-
ses, la única que puede considerarse auténtica: en ella el abrazo
universal de los humildes se enfrenta al abrazo universal de los pode-
rosos.
Varias décadas después un intelectual marxista de gran prestigio
comenta así lo que sucede en Hungría en 1956:
392
(Castoriadis 2006, p. 212). En la categoría de lucha de clases no se
incluyen las gigantescas luchas que impidieron al Tercer Reich y al
Imperio del Sol Naciente reducir a la esclavitud a pueblos enteros,
no se incluyen los movimientos anticoloniales, que siguen muy vivos
a mediados del siglo XX, así como terriblemente vivo es el dominio
colonial en Asia, África y Oriente Próximo. En esta última región,
coincidiendo con la revolución húngara, se produce la intervención
militar anglo-franco-israelí contra la revolución nacional egipcia (y
argelina). Para Castoriadis (2006, p. 118), en cambio, el panorama
mundial es homogéneo: «Los obreros sufren, en medidas y formas
semejantes, la misma explotación, la misma opresión». Todos pueden
y deben inspirarse en la revolución húngara: «Sus enseñanzas valen
para los obreros rusos, checos o yugoslavos, como mañana valdrán
para los obreros chinos. Y valen asimismo para los obreros franceses,
ingleses o estadounidenses». Es interesante, sobre todo, la referencia
a los obreros chinos, que deberían sublevarse contra los dirigentes de
las fábricas nacionalizadas justo cuando su país está sometido a un
devastador embargo económico y a una amenaza militar que no ex-
cluye el uso del arma atómica.
Casi medio siglo después alcanzan una gran repercusión entre la
izquierda dos libros escritos a cuatro manos en los que podemos leer
la tesis de que en el mundo actual una burguesía sustancialmente
unificada se enfrentaría a una «multitud» también unificada por la
desaparición de las barreras estatales y nacionales (Hardt, Negri 2002
y 2004). Al mencionar fugazmente la cuestión palestina los dos au-
tores escriben: «De la India a Argelia, de Cuba a Vietnam, el estado
es el regalo envenenado de la liberación nacional». Sí, los palestinos
pueden contar con la simpatía de los autores, pero cuando se hayan
«institucionalizado» ya no les tendrán «a su lado». Porque «en cuanto
la nación empieza a formarse y se convierte en un estado soberano
desaparecen sus funciones progresistas» (Hardt, Negri 2002, pp. 133
y 112). Si aplicamos este criterio y retrocedemos en el tiempo queda
deslegitimada la épica lucha con que los antiguos esclavos de Santo
Domingo-Haití, después de crear su propio estado nacional, impiden
393
que el ejército napoleónico restablezca el dominio colonial y la ins-
titución de la esclavitud. Y sobre todo quedan deslegitimadas las lu-
chas de clases con que en nuestros días las antiguas colonias tratan
de dar una concreción económica a la independencia política dura-
mente conquistada. Es decir, que para Hardt y Negri solo se puede
simpatizar con los vietnamitas, los palestinos y otros pueblos mien-
tras están oprimidos y humillados; ¡solo se puede apoyar una lucha
de liberación nacional en la medida en que continue derrotada!
Y una manifestación más de populismo: la excelencia moral reside
en el oprimido que se rebela y en el que ayuda al oprimido y rebelde;
pero este último, una vez conquistado el poder, deja de ser oprimido
y rebelde y pierde su excelencia moral. Y el que solo ayudando al
oprimido y rebelde puede gozar de su excelencia moral también se
encuentra en graves apuros. Es la dialéctica que analizara Hegel a
propósito del mandamiento cristiano que impone socorrer a los po-
bres y que presupone claramente la permanencia de la pobreza. En
este mismo contexto podemos situar a un autor que se remite a Marx,
hace profesión de espíritu revolucionario y recomienda explícita-
mente la renuncia al poder para dedicarse, en cambio, a transformar
el mundo «sin tomar el poder» (Holloway 2004). Así los humildes y
oprimidos no corren el riesgo de cambiar de naturaleza y perder su
excelencia moral. El culto al rebelde se configura como la exaltación
de su incapacidad para realizar y gobernar un nuevo orden político-
social.
Por último, a la luz de estas consideraciones podemos entender la
emoción con que Žižek (2012, p. 89) habla de la «formulación sen-
cilla y conmovedora» de Weil, según la cual solo los mendigos y los
desamparados pueden decir la verdad mientras que todos los demás
mienten y no pueden dejar de hacerlo. Cabe preguntarse: ¿quién dirá
la verdad cuando se alcance la meta por la que luchan todos los críti-
cos del capitalismo y el neoliberalismo, cuando ya no exista la mendi-
cidad? Y, en lo que respecta al presente, ¿quién ha dado autorización
para hablar en nombre de los mendigos a quienes no son mendigos?
El planteamiento de Hardt y Negri no consigue en absoluto arro-
394
jar luz sobre el siglo XX, el siglo que vio entrar en crisis el colonialismo
y la derrota del intento hitleriano de revitalizar el sistema colonialista
(y esclavista), en la estela de las luchas memorables emprendidas por
los movimientos de liberación nacional. ¿La arroja, al menos, sobre
el presente? En realidad, si las clases dominantes están unificadas a
escala planetaria, ¿cómo explicar la interminable tragedia de Pales-
tina, que no afecta a una «multitud» sino a un pueblo en conjunto?
¿Y cómo explicar las guerras repetidas que desencadenan Occidente
y su país-guía y que, aunque se abaten sobre países pequeños e inde-
fensos, a veces provocan la irritación de grandes potencias como
Rusia y China? En la época de la guerra contra Yugoslavia, uno de
los dos autores antes mencionados escribió:
395
los países a quienes, incluso con independencia de la ONU, corres-
pondería el deber de intervenir militarmente allí donde considerasen
que se vulneran los derechos humanos, gozan de una soberanía
monstruosamente ilimitada; la superación de la soberanía estatal,
sobre la que tanto insiste Imperio, se ha convertido en todo lo con-
trario; el populismo, que considera una contaminación la constitu-
ción como estado de un movimiento de liberación nacional, acaba
contaminándose desmesuradamente con su apoyo a las intervencio-
nes militares del estado más poderoso del mundo.
396
La izquierda tradicional ha hecho mal en no tener en cuenta los
movimientos sociales que se desarrollan fuera de las fábricas y las
minas (Harvey 2011b, p. 40).
397
que «las crónicas rebeliones que han estallado en China durante los
últimos diez años […] se han condensado ahora en una sola, una gi-
gantesca revolución», que hará sentir su influencia mucho más allá de
Asia. Esta revolución tiene, sin duda, «causas sociales» internas, pero
también la mueve un impulso nacional, ya que es el fruto de la hu-
millación, la sangría económica y la ruina general que asuelan una
nación entera a partir de la primera guerra del opio (MEW, 9; 95-
96 y MEGA, I, 12; 147-148). Cabe hacerse una pregunta: ¿todo esto
es ajeno a la lucha de clases, o constituye uno de los capítulos más
importantes de la lucha de clases del siglo XIX?
No menos revelador es el silencio, en la lista que estamos exami-
nando, sobre la rebelión de los cipayos indios en 1857, una rebelión
que según un historiador indio fue «una gigantesca lucha de clases»
y a la vez una gran revolución anticolonial. Esta «guerra patriótica
además de guerra civil y de clases» fue al principio una guerra de
campesinos contra el dominio colonial y «los grandes príncipes y
grandes mercaderes probritánicos», se prolongó mucho más allá de
1857, a veces siguió el modelo, teorizado más tarde por Mao, del
campo que cerca la ciudad, y el pueblo indio pagó un precio de más
de diez millones de muertos (Misra 2008, pp. 1866, 1874-1875 y
1897). ¿Es la «identidad entre la lucha nacional y la lucha de clases»,
que según Mao tiende a verificarse en las revoluciones anticoloniales,
lo que explica el silencio?
Todavía más radicalmente selectiva, en la lista anterior, es la lec-
tura de las luchas de clases y los movimientos revolucionarios en el
siglo XX. De 1917 y la revolución de octubre se salta medio siglo para
llegar a 1967-69. ¿Y Stalingrado? Sin duda fue una gran lucha la que
se desarrolló en Seattle entre 1918 y 1919, con cien mil obreros huel-
guistas contra los salarios de hambre, la anulación de las libertades
sindicales impuesta por la guerra imperialista y, en definitiva, contra
el capitalismo; pero sería muy extraño que no hablásemos de lucha
de clases a propósito de la épica resistencia de decenas y decenas de
millones de personas, de un pueblo entero que con las armas en la
mano rechaza al ejército más poderoso del mundo y su intento de
398
esclavizarlo. ¿Y cómo valorar las insurrecciones contra la ocupación
nazi que se sucedieron en varios países europeos, y las revoluciones
en el mundo colonial o semicolonial, que se prolongaron después de
la derrota nazi e impusieron cambios de una radicalidad sin prece-
dentes en el orden mundial? A juzgar por los silencios del estudioso
inglés, cualquiera diría que con la lucha de clases poco o nada tuvie-
ron que ver las guerras de resistencia y liberación nacional, ni las in-
surrecciones y revoluciones anticoloniales.
El resultado de este enfoque es paradójico. Es como si la lucha de
clases interviniese exclusivamente con motivo de sucesos aislados,
cuando, bien deslindados, se enfrentan directamente explotados y
explotadores, oprimidos y opresores. Es decir, que la teoría de Marx
y Engels solo se aplica y se considera digna de aplicación en relación
con una microhistoria reducida, la única realmente significativa desde
el punto de vista de la emancipación de los explotados y oprimidos,
mientras que todo lo demás queda degradado a macrohistoria pro-
fana, ajena e indiferente a la historia sagrada de la salvación o de la
causa de la emancipación.
En realidad, cuando Marx habla de la historia como historia de
la lucha de clases, interpreta en esta clave no solo las huelgas y los
conflictos sociales de cada día, sino también y sobre todo las grandes
crisis, los grandes vuelcos históricos que se producen ante la mirada
de todos: la lucha de clases es una macrohistoria exotérica, no la mi-
crohistoria esotérica a la que muchas veces es reducida. Estamos cla-
ramente ante un dilema: o es válida la teoría de las «luchas de clases»
enunciada por el Manifiesto del partido comunista, y entonces hay
que saber leer en esta clave la historia en general, empezando por los
acontecimientos decisivos de los siglos XIX y XX, o, si dichos aconte-
cimientos no tienen nada que ver con la lucha de clases, hay que des-
pedirse de esta teoría.
Pasemos ahora a las asombrosas presencias en la lista de los «mo-
vimientos revolucionarios» y luchas de clases de carácter revolucio-
nario confeccionada por Harvey. En ella, junto a «Leningrado en
1917», destaca también «Praga en 1989». En otra ocasión el autor
399
escribe: «Durante siglos el principio de igualdad inspiró las luchas po-
líticas y los movimientos revolucionarios, desde la toma de la Bastilla
hasta la plaza Tienanmen»; por lo menos a partir de 1789 «el iguali-
tarismo radical» no ha cesado de generar esperanzas, agitaciones, re-
beliones y revoluciones (Harvey 2011a, pp. 232-233). ¡Así, directa o
indirectamente, en nombre del «igualitarismo radical», se juntan acon-
tecimientos como Petrogrado o «Leningrado en 1917», «Praga en
1989» y la «plaza Tienanmen»! ¿De modo que, en una línea de con-
tinuidad con los protagonistas de la revolución de octubre, debemos
colocar a Václav Havel y a los dirigentes estudiantiles que se fueron
de China para encontrar su nueva patria en Estados Unidos? Todos
ellos habrían considerado o considerarían un insulto semejante asi-
milación. Pero olvidemos eso. ¿Debemos considerar a estas persona-
lidades representantes del «igualitarismo» e incluso del «igualitarismo
radical»? Por lo menos en lo que respecta a las relaciones internacio-
nales, son los paladines de la supremacía de Occidente, al que atribu-
yen el derecho (y a veces el deber) de intervenir militarmente en
cualquier rincón del mundo, con independencia de las resoluciones
del Consejo de Seguridad de la ONU. Aunque solo tomáramos en
consideración las relaciones sociales dentro de un país, no cabe duda
de que Havel y la mayoría de los emigrados de China se reconocen
en el neoliberalismo. De haber triunfado, los motines de la plaza Tie-
nanmen probablemente habrían llevado al poder a un Yeltsin chino:
¡es bien difícil imaginar una revolución igualitaria en el gran país asiá-
tico justo cuando el Occidente capitalista triunfaba en Europa oriental
y América Latina (recordemos la derrota sandinista en Nicaragua),
los partidos comunistas de todo el mundo se apresuraban, uno tras
otro, a cambiar de nombre y el poder de Estados Unidos y la influen-
cia y el prestigio del Consenso de Washington eran tan indiscutibles
e indiscutidos que inspiraban la idea del «fin de la historia»! Se puede
creer en todos estos milagros a condición de ser populistas, o sea, a
condición de renunciar al análisis laico de las clases y la lucha de clases
(en el plano interno e internacional) para sustituirlo por la creencia
mitológica en el valor siempre salvífico del «pueblo» y las «masas».
400
A veces parece como si el marxismo del final del siglo XX y los co-
mienzos del XXI fuera el heredero de la cultura del 68, que agitó su
consigna de «¡Prohibido prohibir!» y también trató de llevar a su
molino el lema con que Mao desencadenó la Revolución Cultural:
«¡Es justo rebelarse!». En realidad, la rebelión «justa» tenía unos lí-
mites muy precisos y era inconcebible que cuestionara la revolución
que había dado origen a la República Popular China. El propio Mao
movilizó al ejército para acabar con una situación que parecía a punto
de degenerar en una guerra de todos contra todos y en una anarquía
disolvente. Pero eso no le preocupaba mucho a la cultura del 68:
desde su punto de vista la lucha de clases progresista o revolucionaria
coincidía con la rebelión desde abajo contra cualquier poder consti-
tuido, que era en sí mismo sinónimo de opresión.
Si se parte de esta premisa no es difícil juntar la «plaza Tienan-
men» con la toma de la Bastilla y los acontecimientos de 1989-1991
en Europa oriental, la «Segunda Restauración» de la que habla Ba-
diou (2006, p. 39), con la revolución de octubre. Entonces debería-
mos incluir en la lista de las revoluciones y sublevaciones populares
la Vandea y, en el siglo XX, el motín de Kronstadt contra los bolche-
viques, así como las endémicas sublevaciones de los campesinos con-
tra el nuevo poder central instalado en Moscú. Es más, si queremos
ser coherentes hasta el final, en esta lista tampoco deberían faltar las
agitaciones y revueltas que estallaron en los años en que la Unión So-
viética tuvo que enfrentarse a la agresión de la Alemania hitleriana.
El populismo, al dar un carácter absoluto a la contradicción masa/po-
der y condenar al poder como tal, es incapaz de trazar una línea de
demarcación entre revolución y contrarrevolución.
Quizá sería preferible aprender la lección del viejo Hegel (1956,
p. 699; cf. Losurdo 1997a, cap. VII, § 11) quien, con la mirada
puesta en las agitaciones sanfedistas y antisemitas de su tiempo, ob-
servaba que a veces «la valentía no consiste en atacar a los gobiernos,
sino en defenderlos». El rebelde populista que considere a Hegel poco
revolucionario siempre podría tener en cuenta la advertencia de
Gramsci (1975, pp. 2108-2109 y 326-327) contra las frases de « “re-
401
beldismo”, “subversivismo”, “antiestatismo” primitivo y elemental»,
expresiones que en última instancia reflejan un «apoliticismo» sus-
tancial.
402
naturaleza tanto tiempo vilipendiada mientras que ahora, invirtiendo
el juicio de valor tradicional, habría que reconocer y exaltar su supe-
rioridad moral. De lo que se trata es de analizar y cuestionar una
división del trabajo determinada históricamente, que implica res-
pectivamente la dominación colonial o semicolonial y la esclavitud
o la segregación doméstica.
Conviene hacer algunas observaciones más sobre la primera va-
riante del populismo de transfiguración de los oprimidos, la variante
propensa a transfigurar las clases subalternas. En sus escritos juveni-
les, replicando a quienes meten miedo con la nueva invasión de los
bárbaros, Marx y Engels tienden a atribuir al proletariado la capaci-
dad de adquirir fácilmente una conciencia revolucionaria madura,
una suerte de inmunidad frente a los «prejuicios nacionales» y la tos-
quedad y el odio chovinista, así como una nobleza de ánimo de las
que carecerían las clases propietarias. Sin embargo, ya desde el prin-
cipio prevalece claramente la atención prestada al análisis histórico y
social: también se habla de «nobleza de ánimo» a propósito de la no-
bleza polaca que sacrifica sus intereses de clase o de linaje a la causa
de la liberación nacional, y en la vertiente opuesta tampoco se oculta
la depravación del subproletariado, una clase a la que individuos y
sectores de la clase obrera corren el riesgo constante de ser arrojados
por el sistema capitalista.
Si acaso, se puede sorprender un residuo de populismo en la idea
de que en la sociedad comunista el estado estaría destinado a extin-
guirse. Ya he señalado la falta de realismo de esta expectativa. Ahora
se puede añadir otra consideración: no se comprende por qué debería
ser un avance la absorción del estado en la sociedad civil. Histórica-
mente, medidas tan distintas como la enseñanza obligatoria en Oc-
cidente, la prohibición del sati (el suicidio «voluntario» de las viudas)
en la India o la integración escolar en el Sur de Estados Unidos, fue-
ron una imposición del estado a la sociedad civil. Hoy en día, en
ciertos países islámicos, es más fácil que la emancipación de la mujer
sea promovida por el estado que por la sociedad civil. Cierto es que
cuando Marx y Engels hablan de la absorción del estado en la socie-
403
dad civil están pensando en una sociedad liberada del antagonismo
de clases. No obstante, en su discurso se aprecia cierta idealización
de la sociedad civil (concebida como opuesta al poder) y, en este sen-
tido, un residuo de populismo.
Es este residuo de populismo lo que explica la lectura binaria
del conflicto en la que a veces caen los dos filósofos y militantes re-
volucionarios. Cuando Marx y Engels analizan un acontecimiento
histórico (por ejemplo, la lucha por la reducción de la jornada la-
boral o la Guerra de Secesión), llaman repetidamente la atención sobre
sus contradicciones y sobre el papel, a veces progresista, que desem-
peña el estado e incluso el estado burgués. Estamos, por tanto, en
las antípodas del populismo. Sin embargo, al hablar de la Comuna
de París, Marx enfrenta la «contraorganización internacional del
trabajo» a la «conspiración cosmopolita del capital». Y el Manifiesto,
sobre todo, reduce expeditivamente la lucha de clases a la lucha
entre «opresores y oprimidos». Si tomamos al pie de la letra esta
fórmula panfletaria, está claro que no andamos muy lejos de la vi-
sión (populista) de Weil, que concibe la historia como «lucha de
los que obedecen contra los que mandan». En realidad, teniendo
en cuenta la visión de fondo y la elaboración global de Marx y En-
gels, resulta más convincente una interpretación distinta. Podemos
decir que en las épicas luchas de clases libradas en Valmy, Puerto
Príncipe, París (en junio de 1848), Gettysburg o Stalingrado se en-
frentaron opresores y oprimidos. Pero esto solo es cierto en última
instancia, es decir, teniendo en cuenta la absoluta centralidad y ur-
gencia de lo que se juega en cada caso (la suerte del antiguo régi-
men, de la esclavitud negra en Santo Domingo, de la esclavitud
asalariada en Francia, de la esclavitud negra en Estados Unidos y
de la nueva esclavitud colonial que el Tercer Reich estaba decidido
a imponer contra los eslavos); todas las otras contradicciones, todas
las otras relaciones de coerción, en ese momento histórico, pasaban
a un segundo plano.
404
10. «Wall Street» y «War Street»
Hoy en día incluso los magnates del capital y las finanzas se ven
obligados de vez en cuando a releer a Marx, de primera o de segunda
mano: ¿acaso hay autores que puedan explicar mejor que él la crisis
económica que estalló en 2008? Desde la ventana de su despacho,
estos magnates echan un vistazo a las manifestaciones inéditas e in-
quietantes que se convocan de vez en cuando. Son manifestaciones
que invitan a ocupar Wall Street y culpan al 1 % de los privilegiados
que ejercen el poder y se enriquecen a expensas del 99 % restante de
la población. ¡Como ha cambiado el clima ideológico y político com-
parado con el triunfal anuncio del «fin de la historia» que resonaba
hace veinte años! Parece que con la historia también ha vuelto la
lucha de clases. Pero si los manifestantes se quedaran en denunciar
las graves consecuencias de la crisis económica, más que asistir a la
vuelta de la marxiana lucha de clases, asistiríamos a su permanente y
eficaz mutilación por la clase y la ideología dominante.
Si los magnates siguen leyendo, quizá sientan un escalofrío cuando
tropiecen con el análisis de las crisis de sobreproducción relativa. Son
la prueba del ocaso al que está destinado el sistema social que des-
truye una y otra vez una cantidad enorme de riqueza social y obliga
al desempleo, la precariedad, el «despotismo» en el lugar de trabajo
(mencionado en el Manifiesto del partido comunista) y la miseria de
una masa ingente de personas, que se sienten rechazadas en su lucha
por el reconocimiento y soportan dolorosamente su condición sa-
biendo que con unas relaciones políticas y sociales distintas, la ciencia
y la tecnología actuales serían capaces de dar un fuerte impulso al
desarrollo de las fuerzas productivas y de la riqueza social. Solo que
en Occidente no hay partidos capaces de expresar de un modo orga-
nizado el creciente descontento de la masa: tampoco hay motivo para
que los magnates estén especialmente angustiados.
Quizá un motivo de especial preocupación sean algunos de los
carteles exhibidos por los manifestantes, que gritan su rabia no solo
contra Wall Street sino también contra War Street: el barrio financiero
405
se identifica al mismo tiempo como el barrio de la guerra y del com-
plejo militar-industrial. Parece que empieza a haber conciencia de la
relación entre capitalismo e imperialismo. Las guerras desencadena-
das por Estados Unidos y Occidente, aunque se centren en áreas de
gran importancia geopolítica y geoeconómica y se salden con la ins-
talación de nuevas bases militares y la reactivación del mercado del
armamento, se nos presentan como operaciones humanitarias. Pero
veamos el balance que hace un autor por encima de toda sospecha
de la operación humanitaria en Libia: «Hoy sabemos que la guerra
causó por lo menos 30.000 muertos, frente a las 300 víctimas de la
represión inicial» de Gadafi (Todorov 2012). La aplastante superio-
ridad del aparato mediático de Occidente permite, con eficacia men-
guante, manipular la opinión pública, pero empieza a abrirse camino
la conciencia de que tanto la verdad como su ocultamiento tienen
que ver con la lucha de clases, con sus múltiples formas y su entrela-
zamiento.
Estas múltiples formas y su entrelazamiento acaban saliendo a la
luz, aunque nos limitemos al conflicto social en la metrópoli capita-
lista. De inmediato tropezamos con la masa creciente de migrantes.
Llegados de los países más pobres del mundo, son el resultado de la
primera «gran divergencia» impuesta por el capitalismo y el colonia-
lismo occidental al resto del mundo, de la «desigualdad global»; y
llegan a la metrópoli capitalista justo cuando en ella se agudiza la se-
gunda «gran divergencia», la creciente polarización social entre un
círculo privilegiado cada vez más reducido y el resto de la población.
En estas circunstancias se comprende que los migrantes reciban un
trato similar al de los niggers en los Estados Unidos de la white supre-
macy. A menudo han dejado atrás unos países (o regiones) donde el
colonialismo clásico les ha condenado a la expropiación y la margi-
nación, como en Palestina; países que recientemente han sufrido gue-
rras desencadenadas por Occidente o que, al no haber logrado pasar
de la fase político-militar a la fase político-económica de la revolución
anticolonial, todavía están sumidos en el subdesarrollo, la penuria y
su secuela de guerras civiles. Cuando llegan a Occidente, estos mi-
406
grantes llevan consigo su historia y su cultura, una cultura que a me-
nudo (como en el caso de la condición de la mujer) provoca graves
conflictos. ¿Cómo organizar a esta masa tan heterogénea en un blo-
que unitario de mujeres y hombres capaz de sostener una lucha de
clases eficaz contra el capitalismo y sus distintas manifestaciones
(desde la polarización social hasta la política de guerra)?
A las dificultades objetivas se suma la iniciativa política e ideoló-
gica de la clase dominante. Sobre todo en Estados Unidos, siguiendo
una tradición consolidada y aplicando una técnica de probada efica-
cia, dicha clase procura externalizar el conflicto social, desviando el
descontento creciente de las masas populares hacia países emergentes
y en especial hacia China que, después de haberse sacudido el «siglo
de las humillaciones» y la terrible miseria masiva que siguió a las gue-
rras del opio, cuestiona hoy la «época colombina» y el medio milenio
de supremacía occidental.
Por lo tanto, la organización de los trabajadores dependientes en
una lucha de clases coherente dentro de la metrópoli capitalista re-
quiere una capacidad para orientarse en medio de las múltiples
contradicciones y luchas de clases que atraviesan el mundo contem-
poráneo. Más que nunca se impone una nueva lectura de la teoría
marxiana de las «luchas de clases» (en plural). Solo así podremos rea-
propiarnos de un instrumento esencial tanto para la comprensión
del proceso histórico como para el impulso de las luchas de emanci-
pación.
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Índice de nombres
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Buzan, B. G. 298 255, 257, 265, 266, 269, 278, 282,
285, 291, 344, 349, 354-7
Cabet, E. 128 Dessalines, J.-J. 337
Calhoun, J. C. 54-6, 79, 81, 89, 316 Diaz, F. 161
Callaway, H. 333 Diderot, D. 53
Caretto, E. 296, 297 Dimitrov, G. 196, 204
Carlyle, Th. 48, 49, 138 Diocleciano, emperador romano 56
Carr, E. H. 181, 213, 241, 279 Disraeli, B. 43, 46, 129, 130, 196,
Castoriadis, C. 392, 293 332
Castro, F. 292, 378 Dostoievski, F. 188, 189
Castro, R. 285 Drescher, S. 39, 128
Catalina II, emperatriz de Rusia 53, Dubois, L. 95, 337, 338, 341, 346
161 Duverger, M. 301
Cavaignac, L.-E. 245
Cervantes, M. de 57 Yeltsin, B. N. 314
Césaire, A. 345
Chávez Frías, H. R. 347 Engels, F. 6, 11-3, 15-21, 23, 25, 27,
Cheney, R. B., llamado Dick 298 28, 30, 35-1, 44, 46, 48, 50, 52-8,
Chiang Kaishek 192 60-4, 67-1, 76, 79-81, 83, 85-2, 89,
Chu Enlai 268 91-3, 95-1, 98-101, 103, 106, 110-
Cicerón 57 1, 113, 115, 118-122, 126-3, 131-1,
Clausewitz, C. P. G. von 68 134-2, 138-41, 144, 146-50, 152-2,
Condorcet, M.-J.-A. 27, 28, 95, 96 158, 160-4, 166, 168-71, 176, 179,
Constant, B. 75, 241, 242, 262 180, 186-1, 195, 206, 211-1, 216,
Corradini, E. 186, 187 240, 242-1, 247-50, 252, 254, 261,
Constantino, emperador romano 90 263, 267-1, 272-2, 277-1, 312, 325,
Croce, B. 65, 67, 218 332, 339, 343, 351, 365-1, 384-2,
Cromwell, O. 312, 313 399, 402-2, 412, 418
Cromwell, R. 313 Enzensberger, H. M. 13, 20, 31, 58
Cucurnia, F. 302 Erichsen, C. W. 196
Dahrendorf, R. 7-9, 11, 307, 311, Esquilo 57
323
D’Alembert, J.-B. 51, 56 Fanon, F. 329, 334-1, 344
Dante 57 Fauré, Ch.112
Daumer, G. F. 57, 59, 285, 386 Federico II, rey de Prusia 51, 56, 161
Davis, M. 74, 227, 397 Federico Guillermo IV, rey de Pru-
De Gennaro, R. 306 sia, 249
Degras, J. 203 Ferguson, N. 11, 199, 295-1, 298,
Deng Xiaoping 231, 232, 235, 236, 350
426
Feuerbach, L. A. von 16, 57, 59, Habermas, J. 9, 11, 118, 322-5, 364
104, 170 Hardinge, Ch., Lord 308
Fichte, J. G. 272-1 Hardt, M. 393-2
Figes, O. 183, 189, 213, 239, 258 Harvey, D. 396-1, 399, 400
Fitzhugh, G. 40 Havel, V. 400
Flores, M. 208, 210, 217, 256, 260 Hayek, F. A. von 306-1, 354
Foucault, M. 86, 91 Heath, E. 234, 249
Fourier, F.-M.-Ch. 27, 127 Hegel, G. W. F. 46, 58, 60, 66, 80,
Franceschini, E. 301, 303 88, 115-2, 121, 219, 238, 249, 272-
Franco, F. 199 1, 310-1, 382, 394, 401, 415
Fraser, N. 92, 327 Helly, D. O. 333
Friedberg, A. L. 298 Hennessy, P. 330
Fukuyama, F. 293, 311 Herzen, A. I. 127
Furet, F. 209 Herzl, Th. 185-1
Hildebrand, K. 196
Gadamer, H. G. 87 Hill Green, Th. 109
Gandhi, M. 383-1 Himmelfarb, G. 106
Garbai, A. 182 Himmler, H. 196-1, 199
Garrison, W. L. 54-1 Hitler, A. 123, 175, 195-4, 204,
Gadafi, M. al- 406 348, 351-1, 360, 368, 370, 372-2
Gobineau, A. de 42, 46 Hobbes, Th. 60
Goebbels, J. 202 Ho Chi Min 329
Goldstein, A. 360 Hoffmeister, J. 88
Gorbachov, M. S. 291, 295, 304, Holloway, J. 394
314 Hoover, H. 341
Göring, H. 11, 199 Hugo, G. 56
Gouges, O. de 28, 112 Huntington, S. P. 332, 350
Gramsci, A. 144, 183, 215-1, 247- Hussein, S. 295
1, 256, 261-3, 269, 276, 309, 328, Ikenberry, G. J. 299
341, 401 Jardin, A. 128
Grocio, U. 107, 111, 114 Jean, C. 245, 300
Guerrera, F. 352 Jefferson, Th. 111, 341-1
Guevara, E., llamado Che 226-1, Jessen, J. 324
229, 230, 285, 347, 361 Johnson, P. 294
Guillermo II, emperador de Alema- Jorge V, rey de Gran Bretaña e Ir-
nia 175, 228, 297 landa 308
Guillemin, H. 97 Jruschov, N. S. 221, 268, 287
Guizot, F. 49 Judt, T. 307
Gumplowicz, L. 42, 167, 199
427
Kant, I. 74, 88, 109 215, 218, 220, 245, 254, 272-1,
Kaplan, R. D. 296 278, 297, 333, 338, 342-1, 268,
Kautsky, K. 162, 164, 237-2, 243 384, 388, 401
Kelsen, H. 278 Louverture, T. 41, 95, 128, 316,
Kennedy, J. F. 342 337-1, 345, 397
Kipling, J. R. 299 Lukács, G. 273, 275
Kissinger, H. A. 347 Luttwak, E. 342
Kolko, G. 182 Luxemburg, R. 176
Kornílov, L. G. 173 Lu Xun 200
Krastins, V. 304 Lvov, G. E. 189
Kriege, H. 384, 386
Kugelmann, L. 54 Mackinder, H. 350
Kun, B. 182, 392 Madison, J. 111
Mallaby, S. 296
Laclau, E. 178 Malouet, P.-V. 112
Lacouture, J. 329 Mandeville, B. de. 380-1
Lafargue, L. 120 Manning, R. A. 357
Lafargue, P. 58, 160-1 Manuel, P. 98
Lassalle, F. 125-1, 128-1, 167 Mahoma 386
Lazarevich, N. 209, 211, 258 Mao Zedong 192-3, 226, 233-1,
Le Bon, G. 44-2, 171-1, 179 254-1, 262, 268, 286, 289-1, 328,
Le Chapelier, I. R. G. 114 226, 344, 397
Leclerc, Ch. 337 Marat, J.-P. 97
Lenin, seud. de V. I. Uliánov 143, Marmont, A. F. L. V. de 314
165-4, 171-1, 174-5, 183, 186-2, Martinetti, C. 301
190, 205, 208-2, 213-2, 217-1, Marx, K. 9, 11-69, 74-81, 85-95,
221-4, 227-3, 239-2, 249-53, 257- 98-122, 125, 127-36, 141-47, 150-
4, 266, 269, 274-1, 277, 279, 283, 63, 168, 170, 173, 176, 179-80,
286, 288, 329, 334, 339, 343-1, 184, 187, 194, 199, 205-1, 211-1,
347-1, 361, 378, 396 215-1, 220, 226, 235 240-2, 245-5,
Lincoln, A. 37-40, 54, 93, 135, 151- 248-1, 252, 254, 259, 261,263,
3, 160, 177, 367-1 266-2, 271-3, 277-2, 283, 289, 293,
Linera, G. 378 303, 305 309, 311, 315-3, 320-2,
Liu Shaochi 233 325, 332-1, 336, 339, 343-1, 347,
Livi, R. 285 351, 364-4, 372, 375-82, 384-91,
Locke, J. 52, 108, 114 394, 397, 399, 402-3, 409, 412,
Longuet, Ch. 20, 21, 24, 31 Marx-Aveling, E. 98, 333
Losurdo, D. 29, 40, 46, 50, 55-1, Mayer, A. J. 65, 182, 248
58, 65, 79, 97, 107-1, 114, 117, Mazie, D. M. 8
428
Mazower, M. 198 Piper, E. 197
Menotti Serrati, G. 181 Platón 377
Metternich, K. W. von 146-1 Pomeranz, K. 74, 227
Mill, J. S. 28, 30, 45-2, 71-1 Popper, K. R. 66-1, 294
Misra, A. 398 Prashad, V. 346
Molnár, M. 19 Preston, P. 370
Monk, G. 313-1 Proudhon, P.-J. 21, 52, 124-3, 130,
Montesquieu, Ch.-L. de Secondat, 148, 160, 311, 389, 390
barón de La Bréde y de 316
Moro, T. 102, 318 Radek, K. B. 183
Mosse, G. L. 65 Reagan, R. W. 294
Mouffe, Ch. 178 Reich, R. B. 352
Mussolini, B. 202, 297, 335 Renan, E. 185
Myrdal, G. 10 Rhodes, C. 186, 195-1
Richet, D. 212
Naím, M. 302 Roach, S. 360
Napoleón I Bonaparte, emperador Robespierre, M. de 36, 97, 112-1,
de los franceses 128, 145, 161, 244, 243, 310
310, 314, 337-41 Rodinson, M. 386
Napoleón III Bonaparte (Luis Carlos Roosevelt, F. D. 306
Napoleón), emperador de los france- Rostow, W. W. 342
ses 130, 148, 245-1, 381 Roth, J. 217, 256
Negri, A. 393-1 Rousseau, J.-J. 53, 311
Nicolás I, zar de Rusia 51, 147 Rowan, C. T. 8
Nietzsche, F. 30, 40, 46-1, 50, 56, Ruge, A. 76, 101
79, 81, 86, 89, 90-1, 119, 262, 316
Nkrumah, K. 346 Saint-Simon, C.-H. de Rouvroy,
Noah, T. 352 conde de 127
Nolte, E. 173,190 Scalfari, E. 295
Schiller, J. C. F. von. 58-1
Olusoga, D. 196 Schlesinger, A. M. jr. 153, 292, 305
Owen, R. 320 Schoelcher, V. 128
Schreiber, G. 202
Pareto, V. 65, 179 Senghor, L. 383-1
Pascal, P. 209-3, 216, 260 Sieyès, E.-J. 97, 108
Pasolini, P. P. 383 Sisci, F. 285
Pelletier, M. 208 Sismondi, J. Ch. L. S. de 377, 380
Phillips, W. 54-1, 152 Slotkin, R. 40
Piłsudski, J. 181 Smith, A. 107, 153-1, 177, 351,
429
287-3, Togliatti, P. 329-2
Snow, E. 191, 255 Trotski, L. D. 144, 180, 200-2, 211,
Sócrates 88-1 213, 216, 220, 257, 269, 275-1,
Soprani, A. 98 279, 280-1, 352-1
Spencer, H. 62, 75-1, 109 Truman, H. S. 342
Spengler, O. 327 Tujachevski, M. N. 181
Stalin, seud. de I. V. Dzhugashvili Tucholsky, K. 386
182-1, 189, 205, 219-1, 225-1, 229, Turone, S. 8
280-2, 291 Tyler, P. E. 358
Stefanoni, P. 378
Stern, E. 357 Vogel, E. V. 285
Stirner, M. 101 Voltaire, seud. de F.-M. Arouet. 53
Stoddard, L. 338
Sukarno, A. 346 Walker, W. 40, 184
Wallace, M. 356
Taine, H. 44-1, 50, 262, 316 Weil, S. 226, 364-79, 382-2, 391-1,
Talleyrand-Périgord, Ch.-M. de 314 394, 404
Tawney, R. H. 97 Wilson, T. W. 341
Thurow, L. 302 Wollstonecraft, M. 28-1, 97-1
Timur (Tamerlán) 102, 375 Woolf, V. 386
Tirpitz, A. von 65
Tito, seud. de. J. Broz 291 Zasúlich, V. 150
Tkachov, P. 127 Zinóviev, A. 300
Tocqueville, A. de 39, 42-5, 49-1, Zinóviev, G. E. 181
69-6, 77, 128, 245, 381 Žižek, S. 291, 336-3, 347, 394
Todorov, T. 406
430
Índice
Introducción 7
¿Vuelve la lucha de clases?
431
zada de reconocimiento - 3. «Humanismo positivo» y crítica de
los procesos de cosificación - 4. Paradigma del contrato y justifica-
ción del orden existente - 5. Las insuficiencias del paradigma
iusnauralista - 6. Hegel, Marx y el paradigma de la lucha por el
reconocimiento - 7. Lucha por el reconocimiento y conquista de la
autoestima - 8. La lucha por el reconocimiento, de los individuos
a los pueblos
432
VII. Lenin 1919: «La lucha de clases ha cambiado sus formas» 208
1. Lenin, el obrero belga y el católico francés - 2. «Ascetismo gene-
ral» y «tosco igualitarismo» - 3. «Colectivismo de la miseria, del
sufrimiento» - 4. Una inédita lucha de clases desde arriba - 5. La
lucha de clases y las dos desigualdades - 6. Desigualdad cuantita-
tiva y cualitativa
433
populismo - 6. Las luchas de emancipación entre victoria militar
y derrota económica - 7. «Anexión política» y «anexión económica»
- 8. China y el fin de la «época colombina» - 9. Occidente, China
y las dos grandes divergencias - 10. China y la lucha de clases
Bibliografía 409
434