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¿Cómo atrapar el Amor Sin morir en el

intento?

CLAUDIA MAESTRE
Copyright © 2016 Claudia Maestre.

Todos los derechos reservados.

ISBN: 9798577678630
¡ADVERTENCIA!

Esta no es una historia con pretensiones de un nobel, ni nada por el estilo.

Es más bien una historia sencilla y breve que quise contar, así que la puedes
leer muy rápido; en lo que dura el ciclo de la lavadora, mientras calientas
algo en el micro, o mientras esperas a que la mascarilla haga efecto.
SINOPSIS

Perdona si el título te ha hecho creer que esto es un manual. No,


definitivamente no lo es. No hay un paso a paso ni una lista con hacks para
triunfar en el amor.

Pero tal vez ayude la historia que te voy a contar:

Resulta que ella no quería enamorarse otra vez y él definitivamente no creía


en el amor. De hecho, todo empieza siendo un simple juego sin que los dos
tengan intensiones de que se convierta en algo más.

Entonces… ¿Cómo podría salir victorioso un sentimiento tan intenso, si


para ambos el amor es una causa perdida?
1
Son las tres de la mañana de un espectacular lunes en una estupenda
ciudad. Miro cada segundo el reloj despertador con la esperanza de que
pronto sean las seis. En verdad, estoy sentada en mi cama (o mi colchón
provisionalmente acomodado en el piso) con las rodillas abrazadas viendo
el aparatito mover las agujas.
¡Rayos! Pareciera que no quiere darse prisa, justo hoy que tanto necesito
que amanezca. ¿La razón? Oh, Dios, la mejor de todas. ¡Es mi primer día de
trabajo!
Sí, sigo sin poder creerlo. Al fin conseguí empleo en este lugar. No es el
mejor de los cargos, ni el más remunerado, pero es un empleo y nos servirá
a mi hermana y a mí para salir adelante aquí.
Así es, tengo una hermana. Vivimos solas en Chicago desde hace casi un
año, en un piso rentado.
Siento un movimiento a mi lado y una patada se estrella en mi espalda.
Eso hace que me voltee y le lance una almohada al oso perezoso karateka
que duerme conmigo. Como siempre, ni se inmuta. Mi hermana sigue
durmiendo como un tronco.
Vuelvo ansiosamente a mi posición inicial esperando fervientemente que
haya pasado mágicamente el tiempo y ya sea la hora deseada.
Pff, no. Son las tres y un minuto. Empiezo a mover los pies sobre el piso
frio y tarareo una vieja canción, muy pero muy bajito. Un susurro casi
inaudible.
—¿Podrías callarte? No me dejas dormir.
¿Cómo es posible? Un golpe no la despierta, pero un susurro sí. Se
incorpora fregándose los ojos y bostezando.
—¿Por qué te levantaste tan temprano? No te vas hasta las ocho —dice,
medio dormida.
Me giro hacia ella con los ojos muy abiertos.
—En realidad, no he dormido nada.
Me mira con una expresión atónita. Cualquier rastro de sueño se esfumó.
—¿Enloqueciste, verdad? No tenías que hacer eso, para algo está el
despertador.
—Lo sé, pero no pude evitarlo —me defiendo— es que estoy tan
emocionada.
Mi hermana se levanta y camina hacia el interruptor para encender la
luz.
—Bueno, eso te dará tiempo para escoger el atuendo adecuado.
La luz blanca que baña la habitación en ese momento nos deja a ambas
con los ojos entrecerrados. El dolor en los ojos solo dura un instante.
—De hecho, ya lo preparé anoche.
Savannah se queda con la mano en el interruptor y lentamente mira hacia
el vestido color lila que dejé pulcramente acomodado sobre nuestro único
sillón, en medio de la habitación.
—De acuerdo. Haré café.
Por suerte tenemos algunas cosas. Una de ellas y que no puede faltar es
una cafetera. Todo el piso se ve enorme ante la escasez de enseres, pero es
que aún no tenemos muchas cosas. Savannah vuelve al cabo de unos
minutos con dos humeantes y deliciosas tazas de café. Se acomoda a mi
lado y empieza a recorrer la estancia con la mirada.
—Lo primero que compraré con mi primera paga será otro colchón.
Odio dormir contigo.
Ella se echa a reír y le da un sorbo a su café.
—¿Qué estarán haciendo ellos? —pregunta, rompiendo el silencio de la
madrugada. Yo sé perfectamente de quiénes habla, pero en este momento no
me apetece traerlos a mi vida, así que le doy una respuesta que lo deja claro.
—Cualquier cosa, menos pensando en nosotras. Ya nos dejaron eso
claro, nuestros padres nos excluyeron de sus planes.
Apuro mi café y empiezo a hablar con ella de los planes que tengo para
nosotras.
—También repondré tu caballete y te compraré pinturas. Y lienzos.
Recuerdo el destartalado caballete que conserva.
—Hablas como si fueses a ganar millones.
Me levanto y comienzo a recoger algunas cosas que aún permanecen
regadas por el piso. A falta de mesas y más sillas, el único lugar en el que
las cosas encuentran acomodo es el piso.
Por un momento fugaz y molesto, una imagen de mi madre
reprendiéndonos por el desorden me sorprende. Desecho el espejismo
inmediatamente y me giro hacia mi hermana.
—No serán millones, no ahora, pero pronto ganaré más de lo que crees y
te callarás y terminarás tu carrera. Serás una artista reconocida y luego me
mantendrás.
Ambas nos reímos y nos quedamos hablando un rato más hasta que, sin
verlo venir, la alarma empieza a sonar avisándome que la hora tan ansiada
ya está aquí. Empiezo a quitarme el pijama y me voy al baño. Después de
una rápida ducha regreso a la habitación y mi hermana me tiene preparado
un tazón con cereal, nuestro rico y nutritivo desayuno desde hace varias
semanas. Le doy una sonrisa al tiempo que escuchamos el timbre.
Seguramente -y porque es la única persona que conocíamos aquí y a quien
esperamos a esta hora- es Gregory.
Savannah sale de la habitación y deja la puerta abierta, en ese momento
entra Armando ronroneando y desperezándose. Mi gato hermoso y
esponjoso se llama Armando. Savannah lo odia y lo insulta cada vez que
puede. Desde la habitación escucho a Gregory cuando saluda muy
entusiasta.
—¡Hola Sabrina, buenos días!
—Soy Savannah —le aclara mi hermana.
Ah ¿No lo había mencionado? Mi hermana y yo somos gemelas. Pero yo
soy la mayor, aclaro. Un minuto cuenta para definir quién de las dos es la
hermana mayor, aunque a ella no le parezca.
—Pasa, Gregory. Ya casi estoy lista —le grito desde la habitación.
Hoy nuestro buen amigo Gregory Johnson me llevará hasta el Museo de
Arte Universal de Chicago, donde he conseguido el puesto de asistente del
asistente del jefe de relaciones públicas. Vaya, cada vez que lo pienso me
siento la más subordinada de los empleados.
En fin, el lugar es enorme. Maravilloso, me encantó desde la primera vez
que lo vi por internet cuándo encontré la oferta de trabajo.
Rápidamente acomodo mi bonito vestido que llega dos dedos antes de la
rodilla, sujeto mi cabello negro con algunas horquillas y paso una suave
línea negra sobre la línea de mis pestañas, haciendo que el verde de mis
ojos resalte fantásticamente. Voy hasta una de las cajas que aún están
empacadas y saco un hermoso par de tacones Michael Kors mientras los
miro compasivamente. Suspiro y le doy un beso a cada uno.
Son tan pocas las cosas de valor que conservo.
Armando camina hasta mí y lo hace recostándose a mi espalda, como
tratando de alentarme. O eso es lo que quiero creer.
—Lo sé —le digo— tú si me entiendes. Pero no te preocupes, saldremos
de esta pronto.
Como es de esperarse, me ignora y sale de la habitación.
—¡Aléjate de mí! —escucho a mi hermana gritar. Seguro el pobre
Armando ha ido a consolarla a ella también y como siempre, Savannah le
grita y lo ahuyenta.
Salimos del edificio a las siete de la mañana, el trayecto hasta el museo
lo hago llena de nervios y secándome las manos. Gregory trata de
tranquilizarme diciendo que todo saldrá estupendamente. Dejé a mi
hermana sola en casa (bueno, no tan sola, Armando está con ella) y voy
camino a hacer algo que nunca en mi vida he hecho; trabajar.
Aun me resulta increíble que me hayan seleccionado, teniendo en cuenta
que no tengo experiencia en nada y que hasta antes de que me contrataran,
los museos me parecían realmente aburridos. En la escuela siempre me
quedaba escondida mientras los demás hacían el recorrido.
El auto de Gregory se detiene frente a la hermosa construcción de quince
pisos y yo lanzo un suspiro esperanzador y tembloroso. Son las siete
cuarenta. Soy muy puntual, a pesar de todo.
—Todo irá de maravilla —me alienta mi amigo— avísame a qué horas
sales y te recojo.
—Te llamaré en cuanto salga —le contesto.
Esto solo será por hoy y mañana, odio pedir aventones. En cuanto pueda
sacar el poco dinero que nos queda en la cuenta, tomo el metro. Por suerte
hemos pagado meses adelantados de arriendo con la mayor parte del dinero
que teníamos. Nuestros ahorros habían quedado en la comida y la vivienda
en esta ciudad. Sin contar las innumerables entrevistas a las que había
asistido y en las que amablemente me habían dicho que no. Bueno, no tan
amables todas.
Camino hasta la entrada de personal que me indicaron el día que vine a
firmar el contrato y le sonrío al guardia de seguridad.
—Hola —saludo al hombre— mi nombre es Sabrina Prescot, soy la
nueva asistente de la señora Lissa Goddard.
Eso suena provisionalmente bien.
—Ella aún no ha llegado, pero puedes seguir.
Me devuelve la sonrisa y me indica dónde está su oficina. Hay que subir
hasta la última planta, que es donde está el área administrativa. Cuando
llego al último piso camino a través de un largo y amplio pasillo con varias
puertas a cada lado. Llego hasta la puerta número cinco del lado izquierdo,
tal como me indicó el guardia, y me planto frente a ella esperando a mi jefa.
Como no sé qué hacer con mis manos, empiezo a sobarme los nudillos y
pasarme de un lado a otro mi cartera mientras espero. Después de unos
minutos escucho unos pasos firmes que se aproximan. No son tacones, así
que tal vez no sea ella. Pero la curiosidad hace que me gire lentamente y me
encuentre de frente con algo que definitivamente no me esperaba en este
lugar.
Hacia mí camina un hombre alto, rubio, de hombros anchos y una
sonrisa adornando una preciosa boca.
Dios
—Buenos días —me dice, mientras yo busco las palabras en algún lugar
de mi cerebro. Estoy segura que hace un rato sabía hablar, lo juro.
—Hola —logro contestar.
Puedo decir, sin lugar a dudas, que ese hombre rompe todos los
esquemas de belleza masculina. Me mira un rato, sin abandonar esa sonrisa
y espera que yo diga algo más. Y me gustaría, en serio, pero es que mi
cerebro se ha quedado estacionado entre sus ojos azules y su cabello
pulcramente peinado.
—¿Esperas a alguien? —su voz es profunda y suave al mismo tiempo.
Toda la estancia se ha llenado de su perfume y yo hago un esfuerzo
monumental por recordarme lo descortés que es que alguien te hable y tú no
le contestes.
—Soy Sabrina Prescot, la nueva asistente de la señora Lissa Goddard. La
asistente del jefe de relaciones públicas. Estoy esperándola.
—Ah. ¿Y el jefe de relaciones públicas?
—Yo… aun no lo conozco.
—¿No?
Es demasiada su sorpresa.
—No, aún no. Pero me imagino que hoy habré de hacerlo. Aunque
seguramente es un hombre muy ocupado, por eso necesita que su asistente
tenga un asistente a su vez.
Por alguna extraña razón tengo una estúpida risa nerviosa adueñándose
de mí. Él me mira divertido y se cambia de mano el portafolio que hasta
ahora observo. Tiende hacia mí la mano que acaba de liberar y recibo el
apretón firme.
—Mucho gusto entonces, Sabrina. Jacob Drummond, jefe de relaciones
públicas.
Mientras asiento como una boba me doy cuenta de lo probable que es mi
despido sin haber empezado a trabajar. De hecho, ¿Por qué tenía que haber
hecho ese comentario a una persona que acababa de abordarme en el
trabajo?
Menuda tonta.
—Si Lissa no llega aún ¿qué te parece si la esperas en mi oficina? de
paso puedo hacerte una corta entrevista, ya que no he tenido la oportunidad.
Vuelvo a asentir y camino delante de él, una vez que abre la puerta de su
espectacular oficina y me invita a entrar.
El lugar es hermoso, en palabras resumidas. Hay una sola ventana detrás
del escritorio, es enorme y enteramente de cristal, dando una plácida vista al
exterior. Todo huele a él, definitivamente. Y es tan cautivador, que para
cualquier mujer sería imposible resistir un suspiro.
—Siéntate —me invita. Tomo asiento en uno de los sofás frente al
escritorio acristalado. Camina a través de la oficina y va hasta uno de los
estantes a la derecha. Ya que me da la espalda, aprovecho para ver por un
fugaz momento el trasero estupendo que tiene. ¿Lo había dicho? ¿No?
¡Pues tiene un trasero espectacular!
—Sabrina María de los Ángeles Prescot Sullivan —sostiene en sus
manos un iPad.
Que alguien diga mi nombre completo hace que me hormiguee la nuca.
Sí, ese es mi nombre.
—Sí, culpable.
Otra vez saca a relucir su hermosa sonrisa y se sienta delante de mí, al
otro lado del escritorio.
—Qué bonito nombre.
—Sí, lo es —no puedo evitar rodar los ojos y me arrepiento en el acto
por mi descortesía. Él se da cuenta de mi sarcasmo y suelta una carcajada
fresca y relajada. Al sentarse se afloja algunos botones de su chaqueta y la
camisa ajustada debajo no hace más que embobarme más.
—Lo digo en serio. ¿Por qué no te gusta?
—Es una larga historia que involucra a mis antepasados.
—De acuerdo —dice mientras vuelve al iPad— estudiaste gestión de
marketing en la universidad Pennsylvania, tienes veinticinco años y cero
años de experiencia en éste y cualquier otro campo laboral.
La manera como pronuncia las últimas palabras hace que mi corazón
modifique su ritmo. ¿Y si decide que no debí haber sido contratada? Bueno,
ya firmé, así que puedo respirar. Oh, espera. El contrato mencionaba una
especie de semanas de prueba.
Ay, no.
Una secuencia de eventos desagradables ruedan por mi mente, haciendo
que se me apriete la garganta y me esfuerce por no empezar a llorar.
—Bueno, creo que esta es una excelente oportunidad para ti. Espero que
disfrutes trabajar con nosotros.
A veces me sorprende lo dramática que puedo llegar a ser.
—Estoy segura que sí —ya me he relajado significativamente. Por su
parte, el adorable y sexi jefe de mi jefe se levanta de la silla y camina hasta
quedar delante de mí, recostado sobre el escritorio.
—¿Por qué trabajar en el museo?
Tengo dos opciones: una, decir que me parece una maravillosa
oportunidad para desarrollarme como profesional, conocer un poco más de
ese apasionante mundo del arte y las antigüedades. O dos; mencionarle que
había sido mi opción número “no me acuerdo” y que estaba terriblemente
desesperada por conseguir empleo para mantenernos a mí y a mi hermana.
Creo que una combinación estratégica de ambas estará bien.
—Me parece un lugar increíble para fortalecer mi crecimiento
profesional y personal.
Sí, eso está bien por ahora.
—¿Ya conociste a Lissa?
Sí, una mujer bastante particular. Particularmente odiosa.
—Sí. Me hizo la entrevista el día que vine a firmar el contrato. Aun no
puedo dar ningún concepto de ella, ya que no la conozco a fondo.
Levanta una ceja y me apunta con el índice. Sus labios dibujan una
sonrisa otra vez.
—Diste una opinión de mí sin conocerme. ¿Cómo respondes a eso?
—Bueno, solo digamos que uno presume cosas…
Hmm… es un buen momento para que se derrumbe el edificio.
No tan dramático como lo imagino, algo interrumpe esta inusual
entrevista antes de que diga algo peor y termine yéndome por la puerta de
atrás.
—Buenos días —dice la mujer a quien inmediatamente reconozco.
—Hola, Lissa —responde Jacob— justo estábamos hablando de ti.
Mi nueva jefa atraviesa la oficina y sin mirarme saluda con un sonoro
beso en la mejilla al atractivo hombre frente a mí. Una cierta incomodidad
me embarga y me siento obligada mirar a otra parte.
—¿Ah, sí? —dice ella, mirándome ahora y levantando una ceja delgada
color marrón. Si me lo preguntara, le diría que es un tono demasiado fuerte
para el rubio claro de su cabello.
—Sí —responde él— Sabrina estaba esperándote.
Se aleja de nosotras mientras se quita la chaqueta del todo y la cuelga en
el perchero detrás del escritorio. Lissa lo sigue a todos lados con la mirada.
Después me mira a mí y finge una expresión amable.
¿Qué le pasa?
—Sabrina, ve a mi oficina y trae una carpeta verde que está encima de
mi escritorio, una memoria USB que está en la segunda gaveta del lado
izquierdo, un bolígrafo negro, un rotulador y un block de notas que está en
el archivador. Hay trabajo que hacer y debemos empezar ya mismo.
Todo aquello sale disparado de su boca con una rapidez que me
desconcierta. No repite lo que acaba de decir y yo salgo dando tumbos
mentalmente tratando de rescatar las cosas que mencionó.
¿Qué rayos le pasa? En serio. En la entrevista fue tajante y creo haber
interpretado eso como profesionalismo, pero hoy se siente como otra cosa.
Hago lo posible por alejar de mi mente cualquier pensamiento impuro y
grosero respecto a ella, después de todo es mi jefa.
Espera, no está mal si odio a mi jefe siempre y cuando no se lo diga.
Llego a la oficina que ahora está abierta y entro tratando de ubicar lo
primero que recuerdo. Una vez adentro me doy cuenta de lo incómodo y
pequeño que es el lugar. Tiene una pequeña ventana que da a la calle. Un
escritorio de madera con dos sillas, un archivador, un diminuto cesto para la
basura en una esquina y una computadora sobre el escritorio.
Una sensación de tristeza me sobreviene cuando caigo en cuenta que
seguramente compartiré ese escritorio con ella. Cuando veo la carpeta
empiezo a recordar las otras cosas.
Las gavetas están con seguro y por más que busco alrededor no
encuentro ninguna llave. Tomo las otras cosas que pidió y vuelvo a la
oficina del señor Drummond.
Hmm… el señor Drummond
Me permito fantasear por una milésima de segundo con ese apellido tan
imponente.
Antes de entrar a la oficina escucho algo que me hace detener el paso y
no, no es fisgonear. Solo espero el momento adecuado en que la
conversación se detenga y pueda entrar sin sentir que interrumpo.
—Sabes que no la necesito —dice Lissa.
—Sí la necesitas —responde el señor Drummond, con una voz suave y
conciliadora.
Espera ¿entonces está así conmigo porque no quiere una asistente?
—El trabajo ha aumentado y necesitas ayuda, Lissa. Deberías estar
agradecida porque el museo te esté dando una ayuda. Muchas personas en
tu lugar darían lo que fuera porque les dieran un asistente.
Es verdad.
—Dejemos esto así —concluye ella—pero sabes que no la necesito.
Reacciono inmediatamente y hago pasos fuertes para simular que apenas
me estoy acercando.
—Permiso —digo al entrar— traje todo lo que me pediste, excepto la
memoria USB, ya que el escritorio está con llave.
Cruza los brazos y me mira como si hubiera hecho la estupidez más
grande del planeta.
—¿Y no se te ocurrió preguntar si necesitabas una llave antes de salir a
buscar las cosas?
Paciencia, ven a mí.
—Lo siento. Como no lo mencionaste, creí que no era necesario.
—Lissa, por favor —mi salvador sale a rescatarme cuando mi adorable
jefa está a punto de discutirme lo que acabo de decirle. Ella suelta sus
brazos y suspira fuertemente. Va hasta el bolso que había dejado sobre el
escritorio del señor Drummond y saca un manojo de llaves. Me indica cuál
es la que necesito y me ordena volver rápido para empezar a trabajar.
A pesar de que las pocas horas que llevo en este lugar han sido todo lo
contrario a lo que me esperaba, recuerdo lo feliz que estaba hacía unas
horas por ser éste mi primer día de trabajo y decido que haré mi mejor
esfuerzo por ser eficiente y proactiva. Tal y como lo sugirió la orientadora
profesional cuando estaba por graduarme de la universidad.
La mañana se va en una intensa reunión para terminar de coordinar las
presentaciones que hacen falta de la denominada “Semana multicultural”.
El señor Drummond luce concentrado y activo en todo momento.
Cuando digo que nunca en mi vida había visto en persona a un hombre tan
atractivo, lo digo en serio. Muy en serio.
Por su parte, Lissa me dice qué anotar y no me deja opinar. Nunca. A
pesar de que se me ocurren muchas ideas, busco decir algo y ella me lanza
una mirada que me hace retroceder mentalmente y resumirme al block de
notas.
Antes de darme cuenta se hacen las doce del mediodía y ellos dan por
terminada esta sesión de la reunión. Lissa se va a toda prisa y yo me quedo
en la oficina comiendo un delicioso sándwich de jamón que mi hermana me
preparó. Ahora mismo no hay dinero para salir a comer a la calle.
Oh, Dios, espero que esto acabe pronto.
Termino pronto mi sándwich y decido recorrer un poco el lugar. La
verdad es que no había investigado mucho acerca del museo, a pesar de que
debí haberlo hecho. De los quince pisos que tiene el edificio, once son
espacios abiertos al público y los restantes están dedicados a la
administración, bodegas y restauración. Cada piso tiene una clasificación
especial, un tema en dedicación, lo que hace que te sientas en varias épocas
y rincones del mundo al mismo tiempo.
El diseño es espectacular, por fuera se observa como dos asombrosas
figuras ovaladas gigantes, cuyo extremo superior es un corte en diagonal,
donde ambas figuras se encuentran y se cruzan al mismo tiempo. La
estructura tiene una asombrosa combinación entre lo futurista y lo barroco.
Quien haya hecho esto (y, definitivamente lo debo averiguar) ha hecho un
excelente trabajo. El edificio en sí es una obra de arte. Bueno, no por nada
le dicen a ésta la ciudad de los rascacielos.
Me animo a bajar hasta la primera planta para echar un vistazo, tal vez
con el aliciente de que es mi lugar de trabajo, pueda interesarme un poco
más.
No tengo guía, así que me dedicaré solo a observar y leer placas.
El primer piso es la sala “Antiquis”, lo dice una reluciente inscripción
metálica en la entrada. Al pasar el umbral me encuentro con una dedicatoria
en una lámina, igualmente brillante que reza:
“En estas figuras reposa el paso de nuestra historia”
En memoria de Julius y Enna Drummond.
Pensaré que tienen algo que ver con Jacob.
Sigo adelante y me dejo impresionar por la vista. Todo está pulcramente
ordenado, el piso reluce y el ambiente tiene un aroma especial. Algo como
laca y madera. Se ve tan inmaculado el recinto, que incluso pienso si debo
entrar con zapatos. A mi hermana le encantaría estar aquí. Me prometo
traerla pronto.
Lo primero en que me fijo es un enorme cuadro con figuras de animales.
Los colores son en tonos muy claros y los dibujos un poco confusos y,
como diría Savannah; abstractos. Sigo avanzando por la sala cuando me
topo con un pilar que sostiene un hermoso jarrón dorado. Después del
jarrón hay otro cuadro, un poco más pequeño que el anterior, con dos
mujeres bordando y un bello paisaje detrás.
Todo el piso está dedicado a las antigüedades, y paso toda la hora de mi
descanso admirando las obras. Si hace algunos años me hubieran dicho que
estaría haciendo justamente esto, ahora, me habría reído en la cara de quien
lo dijera. Ni yo misma me lo puedo creer.
De hecho, me emociona la idea de seguir con mi recorrido el resto de la
semana, ya que quedan muchas salas por recorrer, aunque me encantaría
tener un guía.
Antes de las dos de la tarde estoy de vuelta en la oficina. Sentada del
otro lado del escritorio, ojeando los apuntes que tomé en la reunión. Una
sonrisa de satisfacción se me escapa al sentirme ilusionada ante esta nueva
etapa de mi vida y lo que significaría para mi futuro.
La puerta de la oficina está abierta y frente a ella veo pasar la espléndida
silueta de Jacob Drummond y su elegante caminar. El perfume se queda
vagando en el ambiente, llenando el entorno de él. ¡Oh Dios!
Me cuestiono en voz baja cuándo fue la última vez que vi un hombre tan
hermoso.
¡Ah, sí! Hace dos fines de semana, a Leo DiCaprio, en una de las tantas
repeticiones de Titanic. Amo esa película.
Las dos de la tarde llegan al compás de un taconeo firme y rápido.
“Es ella”
Me susurra mi subconsciente, con una voz espeluznante que me recuerda
a Mab, de Merlin. Sin poder evitarlo me tenso y enfoco mi mirada en la
libreta. Decido memorizarlo todo, por si me pregunta algo de la reunión.
Entra a la oficina y cierra la puerta, me siento muy incómoda
compartiendo tan poco espacio con ella. Tiene un aura increíblemente
pesada.
No es una mujer fea, de hecho es muy atractiva; tiene el cabello rubio
recogido en un perfecto moño francés, las uñas van sin esmalte pero están
increíblemente cuidadas. Sus labios son delgados y los ojos cafés. Y, con
algo de envidia debo admitir que tiene un cutis de porcelana. Debe traer a
los hombres babeando por ella.
Va hasta el escritorio y abre una gaveta sacando un cigarrillo. Lo
enciende y se planta en la ventana. A pesar de que tiene la cortesía de echar
el humo hacia afuera, el viento no coopera y lo trae de vuelta. Siendo un
espacio tan diminuto, debería preguntarme si me molesta que encienda su
cigarrillo. Aunque claramente no le importe.
—¿Para cuándo quedó programada la reunión con la agencia de
publicidad? —pregunta después de expulsar una enorme bocanada, que al
final se instala en mi precioso vestido. Ahogo una tos y le respondo:
—Este jueves, a las cuatro, en Darkmoon art.
—Bien. Hay una agenda de contactos en el ordenador, haz una copia y
tenla siempre a la mano. Todo lo que anotaste por la mañana pásalo a un
archivo digital y se lo copias a Jacob. Debes hacerlo así con cada reunión
que hagamos. Todo lo que se organice debe estar digitalizado y ordenado
por fechas y tema. Anótalo todo.
No hay amabilidad en sus palabras, solo una ametralladora verbal que
espera que grabe cada palabra. Me apresuro a anotar todo para hacerlo
luego.
—Siempre debes estar presentable —me mira de reojo y siento como la
rabia va creciendo dentro de mí. Más le vale que no se atreva a insultar mi
hermoso vestido Chanel, o juro que la lanzaré por la ventana. —Mantente
así. Luces bien —lo dice con un dejo de amargura que me complace. Sonrío
interiormente y me doy un punto.
Para torturarla un poco más, solo por el placer que acabo de descubrir
que me produce, cruzo como puedo las piernas y le dejo ver mis tacones. Sé
perfectamente que los reconoce, más aun cuando los observa y lanza la
colilla al cesto de la basura. ¡Oh, sí!
Cuando termina de darme la inducción que asumo fue esta, son las cinco
de la tarde. Hora de marcharnos.
—Espera aquí un momento —me dice, mientras se levanta y sale de la
oficina. La mano me duele de tanto escribir. No recuerdo cuando fue la
última vez que anoté tantas cosas, ni siquiera en la universidad lo hice. Y en
la escuela, solía pagar a mi hermana para tomara las notas por mí. Ahora lo
estoy pagando caro.
Empiezo a recoger mis cosas mientras espero. Debo llamar a Gregory
para que venga a recogerme, espero que no esté ocupado.
—Toma esto, será tuyo mientras trabajes aquí.
Me entrega una caja con un ordenador portátil y un teléfono celular.
—Ya está programado, así que puedes empezar a organizar lo que has
hecho el día de hoy.
—Gracias, lo traeré todo mañana.
—Es para que lo hagas ahora.
Me dice, mientras levanta una ceja.
—Pero puedo hacerlo desde mi casa, de todas formas estará todo listo
mañana. Lo puedo enviar a tu correo y al de Jacob.
—El señor Drummond, para ti. Y no, no quiero que lo hagas luego. Tu
trabajo compromete el mío, recuérdalo. Yo nunca dejo las cosas para
después. Si no puedes con esto es mejor que lo digas ahora.
Sus palabras son un reto, una clara invitación a salir corriendo y darme
por vencida. Tal vez en otra ocasión lo hubiera hecho, cuando dependía de
mis padres y creía que la vida era fácil y estaba a mi orden. Pero ahora es
diferente, en este momento soy bastante consciente de mi situación y de lo
mucho que hay que esforzarse en la vida para conseguir lo que se quiere.
No importa si tengo por jefa a una perra desalmada. Ahora me replanteo si
le llueven los hombres, seguro es una soltera amargada que no tiene quien
la abrace por las noches.
—Será el señor Drummond. Me iré a casa cuando termine de pasar los
archivos.
Puedo ver mi cara en una figura diminuta reflejada en su pupila, su
expresión delata que no se esperaba mi respuesta. Así que asumo que
mañana lo tendré peor, pero francamente no me importa.
—Bien —sonríe— yo por mi parte ya cumplí con mi trabajo, ahora me
voy. Tienes una copia de la llave de la oficina en el escritorio. Cierra bien
cuando te vayas.
—De acuerdo.
Sale de la oficina, sus pasos se alejan a través del pasillo y el silencio
empieza a reinar. Los murmullos que antes se escuchaban de las otras
oficinas han cesado, la puerta de la oficina del señor Drummond está
cerrada. Me pregunto si aún estará ahí o se habrá ido.
Me siento de mi lado del escritorio con la puerta abierta y empiezo a
teclear.
Momento, en mi pensamiento no tengo por qué llamarlo necesariamente
señor Drummond.
Empiezo a tararear y canturrear con su nombre
—Jacob, Jacob, Jacob, Jacob, tararán, Jacob, Jacob.
—¿Sí?
La voz en la puerta me deja fría, con los ojos abiertos como platos,
desorbitados. Mis manos se quedan congeladas en el teclado y mi
respiración se detiene. Volteo lentamente y lo encuentro asomado con el
ceño fruncido y algo divertido. Pestañeo un par de veces mientras invento
qué decir.
—Uh, buscaba su correo electrónico para enviarle el acta de la reunión
de esta mañana… —rápido cerebro, dame algo más— y… me preguntaba si
comenzaría con su nombre de pila.
Por un instante parece desconcertado o incrédulo, no sabría definirlo.
—Bueno, puede que sí. En cualquier caso, debe estar guardado en tu
cuenta corporativa. Pero por si no, toma.
Me tiende su tarjeta y la recibo con una mano temblorosa. Aún con los
resquicios de la pena que acabo de pasar.
—¿Por qué no te has ido aún? —pregunta.
“Porque la tirana que acabo de descubrir como jefa me hizo quedar a
terminar un trabajo, que bien podría hacer en la comodidad de mi piso sin
amoblar”
Decido que esa no es la respuesta más acertada.
—Terminaré algunas cosas, no quiero dejar trabajo sin hacer.
—Wow, cuánta eficiencia —contesta. En ese momento mi móvil suena y
como lo tengo sobre el escritorio veo la fotografía de quien llama. Es
Gregory. El señor Drummond ve la imagen al mismo tiempo y me da una
mirada que, sinceramente, no sé cómo interpretar. Me da una sonrisa cortés
y se aleja de la puerta. Tomo el aparato y contesto.
—Hola, Greg.
—Hola, Sabrina. No me habías llamado, así que me preguntaba si ya
estarías en tu apartamento o aún no y necesitas que te recoja.
—Aún estoy en el museo, y creo que demoraré. Debo terminar algo que
me dejó mi jefa. No quisiera molestarte, tal vez quieras irte ya a tu casa.
—No me molestas. Sólo dime a qué horas podrías estar saliendo y pasaré
por ti.
—Oh, gracias. Trataré de no tardarme.
—Estaré cerca mientras te espero.
Dios, ese chico es un amor
—Eres un amor, Gregory.
—Lo sé —bromea. Colgamos y yo me dedico a lo mío.
Una hora más tarde estoy en el asiento copiloto del spark de mi amigo.
Estoy muerta, pero feliz. Gregory me pregunta por mi día y se lo cuento
todo, con cada detalle. Inmediatamente concuerda conmigo y mi tesis
acerca de la improbable vida amorosa de mi jefa. Para él, a ella le hacen
falta unas buenas noches calientes. Me pregunta que si puedo presentársela
y lo pienso por un momento.
—Dudo que dirija su interés a cualquier cosa que tenga que ver conmigo
y no sea un aliciente para provocar mi renuncia o mi despido.
—¿Crees que no puedo interesarle? —me mira con indignación fingida.
Gregory es un hombre que no pasa desapercibido. Tiene la piel morena,
tersa y cremosa. Las horas que pasa en el gimnasio quedan perfectamente
expuestas en sus bíceps, y esa sonrisa que derrite a millones de mujeres.
Digamos que sabe lo que tiene y no se molesta en ser modesto. Y como
persona, es simplemente genial. Nos conocemos desde Upenn, estudiamos
lo mismo y desde entonces hemos sido grandes amigos, aunque todavía no
sepa diferenciar a la primera entre mi hermana y yo. Y no lo culpo, muy
pocas personas lo hacen. Para ser exactos, solo tres; mi mamá, mi papá y mi
tía Carlee.
—No te preocupes, cuando necesite que la distraigas, te aviso. Lo
prometo.
Mi amigo suelta una sonora y profunda carcajada que resuena por todo el
espacio que nos rodea, gira el volante y se adentra en la avenida que llega
hasta mi casa. Ya quiero llegar y despotricar de Lissa Goddard con el humor
negro de mi hermana.
2
Toda la mañana se va en organizar ideas que sé muy bien que no
utilizaré. Tiro el lápiz a la pared más cercana y me paso las manos por el
cabello. La frustración aparece de nuevo. ¿A dónde se fue mi ingenio?
¿Dónde diablos están esas ideas que tanto me atormentaban hace unos días?
Me rasco la cabeza con desesperación y enfado.
Por un momento observo un punto invisible y me planteo levantarme de
la cama, salir del apartamento y buscar soluciones afuera. Me doy una
ducha rápida, me calzo un par de tenis y cierro tras de mí la puerta del
apartamento. Mi teléfono suena y reconozco por el tono de quién se trata
antes de mirar la pantalla.
—Tengo tus cuadros, los llevaré la otra semana —contesto a toda prisa,
sabiendo cuánto le molesta a Alfred que le hable de esa forma.
—Oye, hola, primero que todo —sonrío imaginándolo del otro lado,
quitándose los lentes y frunciendo el ceño— y ya sé cuándo traerás los
cuadros, lo dijiste la semana pasada. Solo llamo para saber cómo estás.
—Estoy bien. ¿Qué tal tú? —me preparo mentalmente para escuchar a
mi hermano hablar sobre su trabajo, su esposa, su tarjeta de crédito, su
trabajo, su trabajo, y al final, su trabajo.
—Bien, dentro de todo. ¿Puedes creer que le dieron una asistente? —oh,
dios. Aquí va. Empezará a hablarme de esa mujer otra vez.
—No me dig… —antes de que termine y sin siquiera escucharme, me
interrumpe. Como siempre.
—Una asistente para ella sola, y yo que tengo mil cosas por hacer, no
tengo a nadie—. Salgo a la calle, conecto los auriculares y empiezo a
caminar observando cualquier cosa.
—Tienes a esos dos; al pelirrojo y el otro, no sé cómo se llama.
—Frank y Boris tienen su propio trabajo, yo necesito alguien a quién
darle órdenes, alguien que vaya anotando las cosas en cuanto se me
ocurren, que tenga mis archivos al día y me pregunte en todo momento si
quiero un café.
No puedo evitar reírme ante las ocurrencias de mi hermano mayor.
Desde que trabaja en el museo de Arte Universal de Chicago quiere
renunciar, pero eso es algo que no veremos, ya que ama el caos que le
ofrece ese lugar.
—Entonces dilo en la próxima junta que hagan —ofrezco, al tiempo que
me fijo en una librería que está al otro lado de la calle. Llevo mi cámara
conmigo, con la esperanza de fotografiar cualquier cosa que me resulte
inspiradora.
—No, no lo haré, no me harán caso.
—Entonces no te quejes.
—Debo hacerlo, debo explotar de alguna manera. Debo liberarme y tú
eres el único que me escucha. Ni siquiera en mi casa puedo decir lo que
siento.
¡Ay, Dios, no! Ya viene la parte de Angie.
Ruedo los ojos y sigo caminando y fotografiando cosas, más al azar que
con un interés determinado.
—Con mi esposa no me puedo quejar, ella cree que contarle mis
problemas del trabajo es echarle la culpa. Y sus problemas siempre son más
grandes que los míos. Lo que a mí me pasa es nada, comparado con lo que a
ella le ocurre. A veces me siento tan solo.
—Relájate, ¿sí? sal un momento, toma aire fresco, y vuelve al trabajo a
desarrollar esas brillantes ideas que tienes para seguir haciendo de ese
museo el mejor de la ciudad. Tú eres el genio que mantiene el éxito de ese
lugar —no es por halagarlo simplemente. En realidad él es todo lo que
estoy diciéndole.
—Sí, claro. ¿Y tú dónde estás? Escucho ruido.
—En la calle. Busco inspiración.
—¿Qué ha pasado? Nunca has tenido un bloqueo mental. Siempre tienes
algo novedoso y creativo entre esa maraña de pelos.
Mentalmente me pregunto otra vez qué es lo que me ocurre, pero, como
esperaba, no tengo ni la menor idea.
—No lo sé, creo que dedicaré mi día a investigarlo.
Nos despedimos y guardo los auriculares, estoy dispuesto a recibir todo
lo que el ambiente y la naturaleza me ofrezcan. Sigo fotografiando cosas sin
mucho ánimo; edificios, parejas, casas, incluso el asfalto.
Después de tres cafés y una mente saturada de imágenes
momentáneamente sin significado, decido que es hora de irme a casa. Tal
vez viendo lo mismo desde otra perspectiva me ayude.
Me devuelvo haciendo un recorrido diferente esta vez, cruzo dos calles
más y llego a la entrada de mi edificio. Tomo el ascensor y voy hasta el piso
siete, abro la puerta de mi apartamento y me dirijo directamente al
escritorio para guardar las fotografías que saqué.
Todo está igual en mi cerebro, nada cambia viendo las imágenes en la
pantalla.
Decido echar un último vistazo a los cuadros que llevaré al museo la
próxima semana. Viéndolos con detenimiento, mi musa parece haber
empezado a abandonarme a partir de ellos. Hay algo en esos lienzos que no
conecta conmigo, pero no sé exactamente qué es. Sin embargo, Alfred los
aprobó, así que se van.
Una pequeña sensación incomoda empieza a instalarse en mi pecho.
¿Será que hasta aquí llegó mi talento? Sacudo los pensamientos y decido
distraerme.
Después de una larga ducha, un almuerzo lento y sin hambre decido
hacer algo que no me gusta del todo; obligarme a sacar ideas.
Los cuadros que llevaré al museo serán para la semana multicultural,
unas fotografías y algunos dibujos de la ciudad serán el trabajo que
expondré. A Alfred le gustaron y su equipo los aprobó, pero no acaban de
convencerme a mí. Me siento inconforme.
Entre trazos forzados lo único que consigo es enojarme otra vez y lanzar
un bufido de frustración, sabía que no debía hacerlo. Por un momento la
música me relaja, pero no me da lo que busco, no lo siento.
Estoy feliz con mi carrera, decidí dedicarme al arte y es de lo que vivo.
Presento mis obras en varias galerías y a las personas les gusta. El museo en
el que trabaja mi hermano ha decidido desde hace algunos meses solicitar
mi trabajo, siempre llama la atención. No soy el gran pintor o fotógrafo
reconocido, pero construyo esa meta. Y justo ahora me sucede esto.
Amo lo que hago, tanto la fotografía como la pintura. Nunca he
disfrutado tanto algo como eso, pasar horas y horas dejando mi percepción
del mundo sobre un lienzo, o capturarlo en una fotografía.
Es solo que ahora, mi musa ha decidido irse de vacaciones, o eso creo.
Espero que sea temporal. Odiaría tener que vivir esclavizado en una oficina.
Sin más qué exigirme a mí mismo, excusándome con la noche que
abraza la ciudad, me voy a la cama buscando sueños amables y versátiles.
3
Llego a la oficina a la misma hora de ayer. Lissa no ha llegado aún,
gracias al cielo. Tuve mucho entretenimiento ayer con Savannah,
planteándonos divertidas formas de averiguar la vida de mi jefa, y
procurarle un marido en caso de que le haga falta.
La oficina parece un diminuto desorden –como si pudiera ser posible- así
que decido reacomodar las cosas. No tanto como para que Lissa eche de
menos algo, pero sí algunas cosas que se encuentran absurdamente
revueltas en un lugar tan pequeño.
Escucho una puerta abrirse y veo al señor Drummond de pie en el
umbral. Lleva un traje gris que reviste a la perfección su figura.
Añádanle a eso una sonrisa encantadora y un cabello húmedo ¿Ya lo
tienen? ¿No es lo más encantador que puede sorprenderles por la mañana?
—¡Hola, Sabrina! ¿Cómo estás hoy? veo que llegas temprano, eso me
gusta.
Recuerda mi nombre y… le gusta algo de mí.
Mi pensamiento ilusionado se esfuma con la realidad de que son dos
cosas totalmente insignificantes. Bueno, al menos sabe cómo me llamo.
—¡Buenos días, Sr. Drummond! Estoy muy bien, gracias ¿Qué tal usted?
—Estupendo. Y, por favor, llámame Jacob.
Rápidamente imagino a Lissa Goddard frente a mí, con sus enormes ojos
abiertos repitiéndome una y otra vez; ¡Sr. Drummond, para ti! Así que
fulmino cualquier intención de llamarle por su nombre de pila, por mucho
que me tiente.
—Creo que optaré por la formalidad por ahora —trato de sonar
convencida, así que acompaño mi respuesta con una reluciente sonrisa que
parece dar resultado.
—De acuerdo.
Entra en el diminuto espacio, se sienta sobre el escritorio y me observa
mientras me he quedado con un archivador en la mano. Siento la oficina
mucho más pequeña estando él dentro. Es un aura fuerte y envolvente. Mis
ojos recorren su rostro por un instante, es absolutamente atractivo, no hay
duda.
¿Qué? Necesitaba corroborarlo.
—¿Qué tal estuvo tu primer día?
Trata de ser amigable y me enternece. Bueno, más allá de ternura, me
hace sentir ligeramente halagada. Un hombre de aspecto encantador parece
estar interesado en cómo me fue en mi primer día de trabajo.
Cuando estoy abriendo la boca para darle un breve relato algo
maquillado acerca de mi día anterior, la figura absolutamente real de mi jefa
se aparece en la puerta, como por arte de magia. Inmediatamente resumo
todo en un rápido “maravilloso” y me escabullo en mi entretenida labor con
el estante a mi lado.
—Jacob ¿qué haces por aquí? en mi oficina, digo. Nunca vienes.
Parece algo molesta. ¡Oh, novedad! pero me hace pensar que se debe al
hecho de haber encontrado a su jefe sentado tranquilamente sobre su
escritorio, donde empezábamos a disfrutar lo que estoy segura que se
convertiría en una interesante conversación. La odio inmediatamente por
arruinarme el momento.
—Vine a saludar. Quería saber qué tal le había ido a Sabrina en su
primer día de trabajo —contesta él, con total naturalidad. Al fin y al cabo él
es el jefe.
—Oh, ya veo. Bueno, en cuanto a eso, le faltan muchísimas cosas por
aprender. Necesito que tome el ritmo rápido. Las cosas aquí se mueven con
prisa y de manera eficaz —ante esto último me mira y yo asiento sin saber
qué más hacer. Me mira de arriba abajo. He vuelto con mis Kors y un
vestido azul claro, recatado y relativamente ajustado. Sé que lo aprueba,
pero obviamente no me lo dirá.
—Bien —Jacob se levanta y me dirige una sonrisa— creo que nos
veremos después, es hora de empezar a trabajar. Lissa, asegúrate de
conseguir las tarifas que se van a manejar la próxima semana. Te veo en mi
oficina cuando las tengas.
—Por supuesto —responde ella, con una sonrisa que declara la
inmediatez con la que tendrá lista su orden.
—Ve a la oficina de Jeremiah Stanford, dile que me envíe la tabla de
tarifas para los eventos de la próxima semana. Necesito esos datos en físico,
firmados y por correo electrónico, así que ve.
Dentro de los archivos que estaban en el ordenador, se encontraba una
lista completa de los departamentos en la administración, sus encargados y
extensiones. Jeremiah Stanford hace parte del área de contraloría, ellos
deciden los precios que deben manejarse, que son en realidad unas cuotas
muy mínimas, ya que la mayor parte del dinero con que se mantiene el
museo, es la financiación por parte de las empresas de la familia
Drummond; los fundadores del mismo, algún aporte gubernamental y
donaciones. Igualmente, éste es uno de los museos más importantes y más
grandes del país. Tiene un fabuloso restaurante y, como ya lo he
mencionado, unas instalaciones fantásticas, las cuales pienso seguir
recorriendo en cuanto pueda.
—Buenos días —Saludo al entrar.
La oficina es amplia y ventilada, hay dos personas tecleando
frenéticamente. Una de ellas, la mujer, levanta la cabeza y me observa
detrás de sus lentes transparentes.
—Buen día. ¿En qué puedo ayudarle? —sigue recorriendo el teclado con
los dedos, para mi asombro.
—Gracias, busco al señor Stanford. Jeremiah Stanford.
Pongo todo el dulce que puedo en mi voz.
—Lo encuentras en esa oficina, linda —la mujer baja la cabeza y
continúa con su importantísimo oficio en el ordenador, después de
señalarme una puerta doble color marrón, al lado derecho.
Le doy las gracias y sigo. Al llegar toco suavemente y espero la
respuesta. Desde adentro escucho un apurado “ya voy”. La puerta se abre y
tengo delante de mí a un joven, apuesto y sonriente. Lleva una corbata floja
y la camisa mal puesta. Se queda sujetando la puerta y rápidamente me
presento. Solo menciono el nombre de Lissa y ya sabe a qué vengo.
—Pasa. Siéntate y regálame un segundo, por favor —es amable. Su
oficina es amplia y fresca. Nada como imaginaba que sería la oficina de un
contralor. Y, de hecho, demasiado joven para lo que esperaba.
—Tu jefa es algo exigente con estas cosas. Bueno, con todo. A veces me
da la impresión de que es ella la jefa y no Jacob —abre el ordenador sobre
el escritorio y me sonríe desde atrás de la pantalla. Le ofrezco una sonrisa
amable y me siento en la silla que me ofrece. Decido no hacer ningún
comentario, dada mi experiencia el día de ayer.
—Y… ¿Has trabajado antes en un museo?
La pregunta obligada.
—No, es la primera vez.
—¿Y qué tal te ha parecido? —teclea frenéticamente y hace cuentas en
una calculadora.
—Bueno, apenas es mi segundo día —sonrío— pero me gusta el
ambiente. Por lo que he podido observar, todo se mueve deprisa.
—Sí, así es. Cada rincón de este sitio es un compromiso. Todo debe
moverse a la perfección. Te doy la bienvenida por mi parte, y espero que lo
disfrutes —estira la mano y recoge las hojas que salen de una pequeña
impresora a su lado. Los revisa, firma, encarpeta y me los entrega. —Ya los
he enviado por correo. Cualquier cosa que necesites; a la orden.
Me levanto y se apresura a abrirme la puerta.
—Y si en algún momento quieres respirar lejos de Lissa, este también
puede ser tu lugar.
Me guiña un ojo y vuelve a sonreír.
—Muchas gracias, Señor Stanford —ahogo oportunamente una sonrisa,
aunque él la percibe.
—Jeremiah está bien. Que tengas un buen día, Sabrina.
Después de lo que escucho me doy cuenta de que mi jefa está precedida
por su fama. Ahora puedo decir que no es impresión mía y que no se debe
únicamente a que no me quiere como su asistente.
A mi regreso, Lissa está observando el estante en el que antes me
encontraba poniendo algo de orden.
—¿Qué hiciste?
Su pregunta me hace detener con la carpeta sobre mi pecho.
—Ordené un poco —me defiendo, con la voz más baja de lo que
quisiera.
—Yo tengo mi orden. No me gusta que alteren mi espacio.
—Lo siento.
—¿Por qué tardaste tanto?
Me escruta con una mirada que no descifro muy bien, pero que de todas
formas me molesta.
—El señor Stanford estaba imprimiendo los documentos —le paso la
carpeta suavemente sobre el escritorio, como temiendo que se abalance
sobre mí. Ella los toma y los ojea dando un suspiro pesado. Hmm… cada
vez me convenzo más de ciertas carencias sexuales en su vida.
—Por supuesto, es Jeremiah. Todo a última hora —revisa las hojas con
afán.
—Mientras estoy con Jacob, revisa un material que te acabo de enviar,
espero que estés estrechamente relacionada con el museo, esta es tu vida de
ahora en adelante. Debes conocer todo acerca de él. Si no conoces lo que
vendes, estás perdida.
Suena como uno de mis antiguos profesores.
—Claro.
He decidido que usaré la menor cantidad de palabras a la hora de darle
respuestas. Veremos si así me va mejor. Sale de la oficina y me quedo
pensando en la realidad de sus palabras, a mí no me cuesta admitir cuando
tiene la razón. Por lo menos no mentalmente.
Abro mi ordenador y encuentro diez correos electrónicos, todos de ella.
Cada uno contiene enormes extensiones de letras en tamaño imposible y
ridículamente pequeños. Rápidamente me arrepiento de haber pensado
cualquier cosa positiva de esa endiablada mujer. ¿Es broma? Pretende que
lea y seguramente me aprenda todo eso. Doy un bufido exagerado y sollozo
teatralmente.
Bien, qué más da, a empezar.
A medida que avanzo, después de poner algo de zoom, por supuesto, me
entero de que este museo fue construido por la familia del señor
Drummond, cuando recién llegaron al país. Empezó siendo solo una galería
de antigüedades, pero desde entonces ha tenido tanto éxito y concurrencia,
que su crecimiento no ha parado. Ha sido remodelado una vez, y su mayor
éxito se debe a sus interesantes exposiciones y a la oportunidad que ofrece a
los diferentes artistas para exponer aquí sus trabajos. Cantantes, grupos de
danza, pintores, fotógrafos y una variedad de coleccionistas y demás.
Encuentro todo esto interesante, a decir verdad. Aumentan mis ganas de
recorrer este lugar.
Entre hojas y hojas electrónicas llegan las doce y me encuentro más
interesada de lo que hubiera creído. Lissa estuvo entrando y saliendo de la
oficina, dijo que me dejaría para que me pusiera al tanto mientras ella
continuaba su trabajo con el señor Drummond y ya me adelantaría después.
Almuerzo otra vez un exquisito sándwich de jamón.
Yu-ju.
Después de lavarme los dientes voy directamente a la segunda sala:
Modernismo. Definitivamente no hay ninguna relación con la sala anterior,
las obras aquí son muy diferentes. ¡Incluso hay música para elegir! Esta
vez, para mi gran sorpresa, recorro en dos horas varias salas, cada vez más
interesada y encantada.
¡Esto me empieza a fascinar!
4
Después de unos días completamente insustanciales llega el momento de
llevar los cuadros al museo. Siempre deben estar un día antes, para evitar
contratiempos. Al llegar saludo como de costumbre a las personas que
conozco. Busco a mi hermano en su oficina, y lo saludo. Lo encuentro,
como siempre, corriendo de un lado a otro y desesperado por alguna cosa.
Le hago señas y me dice mientras sostiene el teléfono que nos vemos en el
restaurante, en cuanto se desocupe. Comer aquí es un verdadero lujo, y
pasar tiempo con mi hermano no es tan malo.
Decido, como siempre, recorrer el museo. Este lugar, en particular, me
genera cierta paz. Probablemente me saque de mi particular bloqueo. Una
de mis salas favoritas es “Vita”. Por alguna razón, suelo perderme horas
enteras entre los cuadros coloridos y la música especial que ofrece esa
sección. De hecho, el solo nombre me resulta inspirador.
Camino por el lugar con cierta familiaridad, han cambiado algunas
obras, pero la sensación es la misma. El ambiente es el mismo. La
variabilidad de sensaciones es reconfortante. La sala es amplia y dividida
por una especie de pasillos, da la impresión de ser un pequeño laberinto.
Otorgo un crédito especial al diseñador de este espacio, la verdad es que
el titulo le viene estupendo, y el interior hace mucha alusión al mismo.
Compleja, fascinante, entretenida, así es “la vida”
Me detengo en una fotografía que me ha llamado la atención. Es una
mujer africana, sonriendo abiertamente mientras sostiene un bebé en
brazos; él se aferra a ella y le besa el hombro.
No sé si son los colores, el paisaje, o la expresión tan fresca y natural de
la mujer, pero me hace sentir tan pleno esa imagen…
De pronto veo una silueta a lo lejos, en otro cubículo dentro de la sala.
Me parece extraño que a esta hora haya alguien por aquí, generalmente no
hay nadie a la hora del almuerzo.
Sin moverme de mi lugar, asomo un poco la cabeza y veo a una mujer
frente a un cuadro. Está de perfil, observa detenidamente la obra mientras
se da suaves golpecitos con lo que parece ser un lápiz, en la barbilla. Parece
increíblemente concentrada.
Después de un momento avanza hacia otro de los cuadros en la misma
fila, y lo observa con igual detenimiento. No sabría decir por qué, pero
encuentro un poco divertida su manera de observar el cuadro. Como si
tratara de encontrar algo más profundo de lo que a primera vista se podría
percibir.
En ese preciso instante mi teléfono vibra. Lo reviso y encuentro un
mensaje de mi hermano; está en el restaurante y me espera. Guardo el
aparato en mi bolsillo y me devuelvo sin que la mujer me advierta.
—Todo ha estado movido —dice mi hermano, mientras disfrutamos un
delicioso cassoulet. Una de las razones por las que este restaurante es tan
famoso, es por la creativa idea de ofrecer comida internacional, y hacerte
sentir como si estuvieses en el país del cual estás disfrutando la
gastronomía.
—Puedo imaginarlo.
—Siempre que se inicia una temporada esto es la locura. Tus cuadros
van a gustar mucho. A mí me han agradado, estarás en la cima antes de
darte cuenta.
—Eres optimista.
—No lo hago para complacerte, sabes que no soy ningún zalamero. En
serio eres bueno. ¿Ya se te pasó tu bloqueo de artista?
—Digamos que estoy trabajando en eso.
—Bien, espero que tengas resultados rápido. Necesito que prepares algo
para el próximo mes. Tengo algunas ideas que me gustaría plantear y estoy
más que seguro que harías algo muy bueno allí.
—¿De qué se trata, exactamente? Esto está delicioso.
—Sí, amo la comida de este lugar. Aún no lo tengo estructurado, ya
sabes, pero pronto te contaré. Mientras tanto, ocúpate de tu creatividad. No
sé, vete de viaje, ve al cine, haz algo.
—De acuerdo.
El resto de la comida transcurre en las conversaciones de siempre.
Creería que no tengo que ahondar en la interminable secuencia que mi
hermano suele imponer.

***

Es el primer día de exposición de mis cuadros, siento la misma ansiedad


de siempre. Me froto las manos, las paso por mi cabello, tamborileo con los
dedos y trato de deshacer el nudo en mi garganta. Ese nudo que va bajando
lentamente hasta instalarse en mi estómago y hace que no me preocupe por
comer en un largo rato.
Esta colección, como ya he dicho antes, no me ha resultado del todo
especial, sin embargo, me he esforzado y espero lo mejor para ella. Lleva
por título “libertad” y deseo que transmita eso. Tanto en las fotografías
como en las pinturas, busqué materializar todo aquello que me lleva a
pensar en ser libre, uniéndolo además con la temática de la semana en el
museo.
La presentación estará a cargo de algún orador del museo, seguramente
Drummond. Yo tendré una breve intervención, para la que he preparado un
corto discurso.
Escucho mi nombre y paso a la pequeña tarima dispuesta en la sala.
Recito las palabras que he preparado y doy a todos la bienvenida. Algunas
personas ya me conocen y me saludan afectuosamente. Me agrada encontrar
gente a la que le gusta lo que hago.
Los invito amablemente a disfrutar de las obras y me doy al público,
tanto como lo requieran. Camino de un lado a otro, observo las expresiones
de todos, busco aprobación en sus miradas y las encuentro. Me siento
satisfecho, medianamente. La otra parte aún está inconforme. Definiré ese
sentimiento como “honestidad del artista”, por no encontrarle algún termino
definitivo. Es una cuestión conmigo mismo.
—¡Dylan! —Me giro y encuentro la reluciente sonrisa de Sarah Mayer.
Desde hace varios meses la encuentro en cada presentación que hago,
compra mis cuadros y me coquetea sin reparos.
—Sarah, qué gusto verte —es una mujer muy atractiva. Pero hay algo en
ella que no acaba de convencerme. Tal vez sea esa puerilidad en sus
palabras la que me impide mantener una conversación con ella. Sin
embargo, aprecio el gran empeño que pone en promocionarme e interesarse
en mis obras.
—Como siempre, te superaste. Esto es encantador y ya me llevo tres
cuadros.
—Me alegra que te guste, gracias.
Me abraza y deja en mi mandíbula un esponjoso beso.
—Algunos amigos han venido conmigo y quieren conocerte. Están
maravillados con tu trabajo.
Interesado en su ofrecimiento me dejo conducir a través de la sala, con
sus brazos rodeando el mío. Llegamos hasta un grupo de tres hombres y tres
mujeres. Ellos, probablemente ronden los cincuenta años, y ellas unos
veinte años más jóvenes. Sarah hace las presentaciones mientras activo mi
modo social, en el que tanto he trabajado estos años, y que con cierta
dificultad he logrado moldear.
Son hombres de negocios, y sus acompañantes las afamadas esposas
florero.
—He quedado gratamente sorprendido con su trabajo, Sr. Cox, me
agrada la manera como ha capturado tantas sensaciones juntas.
—Muchas gracias, de verdad. Siempre es bueno encontrar personas que
perciban lo que deseo transmitirles.
Los demás se unen a la conversación que surge sobre el arte y las
distintas formas de representarlo. La sala está concurrida y eso me llena de
emoción. Hay muchos rostros asintiendo y aprobando mis obras, o al menos
eso es lo que interpreto. Decido quedarme un rato más en el grupo, pero de
pronto veo algo que llama mi atención; la chica de ayer está cruzando la
entrada.
Va acompañada de Jacob Drummond y su asistente; la mujer que tanto
odia mi hermano. Descarto cualquier interés en los otros dos y la sigo a ella
con la mirada. Camina de un lado a otro después de quedarse sola, observa
someramente algunos cuadros hasta que se detiene en uno.
Está de espaldas a mí, así que no puedo medir su reacción. Excusándome
con los demás y zafándome delicadamente del agarre de Sarah decido
acercarme.
—¿Qué opinas de esa fotografía? —trato de dejar un tono libre de
pretensiones. Ella se da la vuelta y una bonita mirada verde, que me
recuerda las esmeraldas, cae sobre mí. Es un rostro muy agradable de ver.
—No está mal —se gira y sigue contemplando la imagen. Su respuesta
tiene un peso inesperado en mí. Es la fotografía que más me ha gustado,
dentro de todo.
—No lo está —le acompaño. Hace varios gestos mientras observa. Me
sitúo a su lado y me detengo a pensar qué la hace decir eso. En este
momento me sobrecoge la incómoda sensación que antes he descrito, la de
desasosiego con esta colección.
—Es una bonita fotografía, no digo que no —su voz interrumpe mi
momentánea cavilación— pero no me produce nada. Es decir, la veo, sé que
es bonita, sus colores son vivos y atrae, pero no me hace ir más allá de lo
que veo.
Se gira y me enfrenta, ofreciéndome una sonrisa.
—Yo no soy una gran admiradora del arte, de hecho vengo a sumergirme
en este ambiente hace poco, pero sí sé cuándo algo me resulta inspirador o
me gusta hasta hacerme enloquecer, y esto parece no tener ese efecto en mí.
—¿Y los demás, qué opinas de ellos?
—No los he visto aún todos —se gira lentamente dando un amplio
vistazo al resto de los cuadros que dejan verse en medio de la multitud —
seguramente habrá alguno que realmente me impacte.
Antes de que pueda decir algo, la figura del jefe de relaciones públicas
del museo está ante mí.
—¡Cox! Nunca defraudas —Su gesto es amable y sincero.
—Hola, Jacob —le tiendo la mano y sonrío a su asistente. La mujer me
devuelve una media sonrisa y empieza a teclear en un iPad.
—Tu colección está espectacular. Me encanta todo lo que veo.
Instintivamente me giro hacia la chica de ojos verdes y la encuentro con
los ojos muy abiertos, mirando en mi dirección.
—Sabrina —la asistente de Jacob se gira hacia ella— encárgate de esto.
—le entrega el dispositivo que manipulaba hace un momento.
¿Ella es la nueva asistente de la que hablaba mi hermano?
La chica, que ahora sé su nombre, toma el aparato y me mira algo
incómoda. En menos de nada Lissa Goddard trae dos fotógrafos y las
cámaras nos bombardean. Jacob y yo posamos junto a algunas
personalidades que han venido. Ese hombre es un imán para la gente. En
algunas ocasiones tantas personas cerca me incomodan, pero, como dice mi
hermano:
“Soy del público, vivo de él, y a él me debo”
Repitiéndome ese mantra hablo de mis cuadros, estrecho manos, y veo a
Sabrina enfrascarse en el aparato en sus manos.
5
Si debiera dar declaraciones, diría que soy la persona más fuera de lugar
e inoportuna de toda la vía láctea, con un magnetismo inexplicable para las
situaciones incómodas. Ahora mismo me escudo en el iPad que me ha
dejado Lissa para chequear las redes sociales y actualizar cualquier cosa
acerca del evento. Paso el dedo por la pantalla sin fijarme en nada en
particular.
¡Muero de la pena!
Insulté su obra, en su propia cara. Pero no tengo la culpa, no sabía quién
era él. Solo estaba enterada de que era un artista local el autor de esta
colección, pero no tenía idea de cómo lucía. Y no, no me había dado tiempo
de consultarlo en internet ya que he tenido toda la semana ocupada entre los
documentos del museo, Lissa, entrevistas, rollos con la agencia de
publicidad… en fin.
Ahora mismo deambulo por la sala, pensando en cómo debe sentirse por
mi culpa. Enojado, seguro. Le dirá algo a Lissa, o a Jacob, y estoy fuera.
Veo una actualización en la pantalla y la abro; alguien comenta lo
fabulosa que están las obras en exposición de Dylan Cox y me siento con el
deber moral de darle “Me gusta” y decir que son de lo mejor. Aunque
interiormente sigo teniendo el mismo concepto.
Me atrevo a voltear y los veo entretenidos tomándose fotografías. El
señor Drummond es un auténtico hombre de flashes y sociedad. Sonríe a
todos con esa frescura y simpatía, que casi me da envidia. Las mujeres se
arriman mucho a él, y no veo que haga mucho por apartarlas.
El otro hombre no se ve mal, tampoco. Lleva una chaqueta casual color
negro, jeans y una camiseta blanca debajo, con un par de tenis. Luce fresco,
como deduzco que debe lucir un artista. Mi hermana se mueve en ese
ambiente, así que la tomo a ella como referencia. A veces se pasa de
desaliñada, me cuesta un trabajo enorme hacer que se arregle y que se
maquille. En resumen, el hombre no está nada mal…
¿Por qué mis pensamientos están tomando esa dirección?
Mentalmente me reprendo y me concentro. Aunque al mismo tiempo me
digo que no he hecho más que calificar su apariencia.
Exacto.
Complacida con mis tontas discusiones mentales, camino por el resto de
la sala, atendiendo en todo momento las redes, que no paran de elogiar la
presentación y con ella, el museo.
Yo me divierto dando clics aquí y allá, comentando y fotografiando.
Dos horas más tarde, después de una rápida comida y muchos saludos y
fotografías, estamos de vuelta en la oficina. Lissa no se ve afectada por el
día, pero yo, en cambio, estoy que me tiro sobre el escritorio y que me
despierten mañana. Me duelen los pies y no estoy segura de que mi
expresión sea tan dulce como lo necesito.
Me sorprende mi jefa, se mueve de aquí para allá y no se ve agotada ni
un solo segundo. Afortunadamente ya estamos por salir. Estos días he
tomado el metro unas cuántas ocasiones, ya que Gregory insiste en
transportarme para que no me quede sin un centavo de lo último que
teníamos ahorrado.
—Mañana seguirá la exposición de Cox, hasta finalizar el programa de
la semana. Asegúrate de difundirlo. No tienes que estar todo el tiempo ahí,
también te necesito en los teatros y las dos exposiciones de Rutto y
Marengo.
—Está bien.
Espero que salga a flote algún comentario con respecto a lo que le dije al
tal Cox, pero no sucede. Parece que no le dijo nada. Me contento con que
así sea y recojo mis cosas. Quiero una ducha tibia y un masaje en los pies.
La ducha es posible, pero el masaje es un sueño. Sería demasiado triste
tener que hacérmelo yo misma.
Tomo el ascensor y llego hasta la planta baja, camino hasta la salida de
personal cuando una voz llega desde atrás y me sorprende antes de que
pueda atravesar la puerta. Me giro para encontrarme a Jeremiah Stanford, el
contralor.
—¡Hey! Hola —me saluda efusivamente.
—Señor Stanford —le devuelvo el saludo. Va despeinado otra vez, se ha
quitado la chaqueta y sujeta un maletín.
—Por favor, deja de decirme señor Stanford. No soy un señor. Puedes
decirme Jeremiah.
—Bueno, es que no me parece muy apropiado.
—Si yo no lo consintiera, sería inapropiado. ¿No crees?
—Está bien.
—¿En qué te devuelves?
—Tomo el metro.
Salimos a la calle y la ciudad me recibe con su afán habitual. Los autos
llevan prisa, las personas también. El ambiente se torna urgido de llevar a
todos a casa.
—Puedo llevarte, si quieres.
Jeremiah está delante de mí, con las llaves en la mano.
—No te preocupes, el metro está bien para mí —espero no sonar grosera,
pero la verdad prefiero el transporte público en estos momentos.
—Oh, vamos, déjame llevarte. Es más seguro —aunque su insistencia es
amigable, debo declinar.
—No me ha pasado nada, nunca, tomando el metro. Además, en cierto
modo disfruto el recorrido.
—Bien. Por lo menos déjame llevarte hasta la estación. No pretenderás
irte sola.
—Me voy andando.
—Te acompaño.
La estación está a unas calles, y debo decir que sí me ha dado un poquito
de miedo algunas veces, pero no lo admitiré. No sé por qué me está
pareciendo algo rara su insistencia en acompañarme, pero no en un mal
sentido.
—¡Por Dios! No te estoy pidiendo que me vendas tu alma —levanta los
brazos y sonríe.
Espero no equivocarme si acepto.
—Está bien. —Digo con cautela— Rogaré porque mi cuerpo aparezca
en un lugar decente y no haya a la vista periódicos amarillistas.
Suelta una carcajada y me mira de soslayo, mientras nos encaminamos
hacia la estación.
—¿Crees que te asesinaré o algo así?
—No, solo bromeo.
Un pequeño pero confortable silencio se instala entre los dos, hasta que
él lo interrumpe haciéndome una pregunta:
—¿Qué tal vas con Lissa?
—Bien —siento que debo escoger muy bien mis palabras. No quiero ser
víctima de mi recién descubierto síndrome. —Es una mujer estricta y
organizada, así que todo debe marchar conforme ella lo planifica. Digamos
que trato de seguir su ritmo.
Bien.
Después de medir mi respuesta parece satisfecho con lo que le he dicho.
—¿Por qué siento que te guardas algunas cosas con respecto a eso?
O tal vez no.
Opto por reírme y desviar el tema.
—¿Eres de aquí?
—Sí —responde, cambiando de mano su maletín mientras doblamos una
esquina. — ¿Y tú?
—Filadelfia.
—Wow ¿y qué haces de este lado?
Ante esa pregunta mi mente viaja a otro lugar. Sé que me apago por un
momento y no lo puedo evitar. Forzando una sonrisa, de esas que tengo a la
mano siempre, le respondo con una resumida variación de los hechos.
—Necesitábamos un lugar diferente.
—¿Necesitábamos?
—Sí. Mi hermana y yo —mi cara cambia totalmente cuándo me
encuentro en un tema más cómodo. Él se da cuenta, lo sé, porque centra la
conversación cuidadosamente en algo más cómodo.
—Ah, así que tienes una hermana.
—Ajá, es mi gemela.
—¡¿En serio?! —parece fascinado con el hecho de que yo tenga una
gemela. Me pregunto si es en serio o solo está siendo exageradamente
amable.
—Sí, es muy común, ¿sabes? hay millones de personas en el mundo que
nacen con un gemelo.
—Lo sé, pero nunca deja de ser divertido ver a dos personas
completamente idénticas.
Solo espero que no haga la pregun…
—¿Y cuál de las dos es la malvada?
Ahí está.
—No lo sé, aun no lo descubrimos.
—¿Y se leen los pensamientos entre ustedes y todo eso? —ahora bromea
sin parar. Avanzamos por la calle mientras nuestra relajada conversación es
ambientada por el ruido de los autos y cláxones.
—No, no pudimos desarrollar esa habilidad. Aunque es bastante fácil
darse cuenta de lo que está pensando. En especial si algo no le agrada.
—¿Aparte de la apariencia física, tienen mucho en común?
—No en realidad. Somos muy diferentes. A ella le encanta dibujar, y
toca el violín estupendamente. Es muy buena en eso. Empezó a estudiar
arte, pero por ciertas circunstancias no ha podido seguir. Aunque a veces
pienso que no necesita eso, lo de ella es innato. Tiene esa gran sensibilidad
artística que yo definitivamente no tengo. Hoy, por ejemplo, le dije a Dylan
Cox que su obra no era inspiradora.
Jeremiah se ríe y me mira con asombro divertido.
—¿En serio le dijiste eso? —sigue riendo y mostrando una dentadura
algo dispareja pero reluciente.
—Sí. Bueno, yo no sabía quién era él y solo dije lo que pensaba en ese
momento. Lo hice sin ninguna mala intención, lo juro. Espero por tu bien
que no le digas nada a nadie.
Falsamente lo amenazo con mi índice, mientras él hace una promesa con
la mano que sostiene la chaqueta. Sin darme cuenta llegamos a la estación,
el trayecto fue ameno y relajante. Por un momento olvidé el terrible
cansancio.
—Fue muy entretenido hablar contigo. Eres muy divertida. Espero que
podamos ser buenos amigos.
—Yo también lo espero.
Le tiendo la mano y nos despedimos.
El trayecto lo hago medio dormida y rezo para no pasarme de estación.
Al llegar a casa siento el familiar y delicioso olor de la salsa para pastas que
prepara Savannah. Llegar y encontrar comida caliente después de un arduo
día de trabajo, es una especie de nirvana. Voy directamente a la cocina y
abrazo a mi hermana por la espalda, dejándole un ruidoso beso en la
mejilla. Sé que odia los abrazos y los besos.
—Ya casi está la cena —vierte cosas en una cacerola y revuelve. —hay
tiempo para que te des una ducha. Por la cara que traes pareces un zombi.
Los gestos de mi hermana son más profundos, muchos no lo ven, pero
yo sí. Hay algo en su mirada y en su voz que me hace pensar que algo le
ocurre. Sé que no me equivoco.
—¿Qué te ocurre?
Sigue revolviendo la mezcla espesa y burbujeante. Abre la boca unos
centímetros y la vuelve a cerrar. Recuesto mi cadera en el borde de la barra
y la miro. Una invitación silenciosa a que me cuente lo que pasa.
—Nunca imaginé que esto haría parte de nuestras vidas. Jamás nos vi
así, menos a ti.
Su voz sale débil, no me mira.
—El mundo es un lugar extraño, ¿No es lo que dices? —trato de ponerle
humor a mis palabras, pero sé que necesitaré más que eso. —Tú y yo somos
excepcionales, recuérdalo. Nada va a derrumbarnos, mírame a mí. ¡Tengo
un empleo! ¿Puedes creerlo? Yo, un empleo y parece que lo hago bien.
Mi Hermana se ríe y me mira tratando de ponerle ánimo a su gesto, pero
ya se asoman unas lágrimas que hacen brillar el verde de sus ojos. Aparece
un nudo en mi garganta y lanzo una pequeña exhalación para apartar el
llanto.
—Savannah Maria de la Caridad, como tu hermana mayor te ordeno que
dejes de llorar y sirvas esa pasta. —finjo voz autoritaria, sé que le molesta
que diga su nombre completo y, sobre todo, que diga que soy su hermana
mayor.
—Tenemos las misma edad, tonta —me lanza una toalla y sé que está de
vuelta mi amargada hermana. Prefiero esa y no la sensible. Me parte el
corazón verla llorar.
—Sí, pero yo nací primero. Acepta que conocí el mundo antes que tú.
Mientras busca alguna otra cosa para lanzarme, me escabullo y voy por
mi ansiada ducha. En el camino encuentro a mi precioso Armando, lo
levanto y le digo cuánto lo extrañé. Él hace lo de siempre; pone cara de
aburrido y salta. Sé que irá tras mi hermana, ya espero su grito. Odia al
pobre, no sé cómo no lo ha lanzado por la ventana. Él, en cambio, parece
adorarla más que a mí.
Ya en la ducha me dejo caer el agua tibia y es como si volviera a vivir.
Pienso en todo mi día y saco la conclusión de que cada vez me gusta más
ese ambiente.
Se siente tan bien ganar tu propio dinero, ser útil.
Por mucho que he intentado acercarme a Lissa, sigue siendo una
desalmada sin compasión. Todo me lo lanza desde lejos y con
ametralladora, pero ya he ido aprendiendo a tomar su ritmo. He aprendido
muchas cosas acerca del museo y su funcionamiento. Además de adquirir
experiencia en mi campo, me gusta cómo se mueve todo alrededor del señor
Drummond.
Hmmm… el señor Drummond.
Una nube empieza a formarse en mi mente y se disuelve antes de que
pueda llegar a convertirse en otra cosa. Pensar en él me hace llegar
inmediatamente al fotógrafo-pintor.
Al salir de la ducha y ponerme un delicioso pijama le cuento todo a mi
hermana, mientras nos acomodamos en el suelo para comer. Se queda con
el tenedor en la boca y me mira justo como se debe mirar a alguien que ha
metido la pata hasta donde ya no se ve.
Yo había optado por no darle importancia, pero al ver su rostro sé que el
tipo no debe haberse sentido muy bien.
—¿Cómo se te ocurre hacer eso? —me espeta.
—¿Cuántas veces debo insistir en que yo no sabía quién era él? Solo se
acercó a mí y me preguntó qué me parecía, yo le dije lo que pensaba y ya.
—Ese pobre hombre debe haberse ido a su casa con el corazón roto.
Seguro estará comiéndose un tarro de helado y viendo alguna peli llorona.
—¿Tú no tienes solidaridad de artista? pareciera que te burlas de él.
—No, solo planteo la situación más probable. Eso es lo que haría yo si
alguien me dice una cosa como esa.
Nos reímos un rato y terminamos nuestra cena. Contemplo mi entorno y
visualizo las posibles compras futuras. Este lugar necesita por lo menos una
mesa y sillas. También cosas para la cocina, camas, algún sofá. Un par de
alfombras, cuadros…
—¡Hey! —Savannah está delante de mí chasqueando los dedos— ¿En
qué piensas? Estoy hablándote y te quedas con cara de boba y no me
respondes.
—Lo siento, estaba redecorando este lugar mentalmente. ¿Qué me
decías?
—Que parece que conseguí empleo.
Eso me toma por sorpresa.
—¿De verdad? ¿Dónde?
—En una galería en El Loop. Cavallaro´s Gallery, se llama. Necesitaban
una restauradora y quieren que vaya mañana.
—¿Así de fácil? ¿Y eso cuándo pasó?
—No fue fácil, no tengo nada firmado. Pero dijeron que si sabía lo
necesario entonces estaba contratada. No es la gran cosa, según parece, pero
me sonó bien y puedo ayudar con los gastos. Con las dos trabajando será
más fácil ¿No crees?
No quiero presiones para ella, pero entiendo perfectamente que debe
hacer su camino y la apoyo.
—Claro que sí. Me alegro mucho y espero que todo salga estupendo.
Sabes que cuentas conmigo para lo que quieras. ¿Lo sabes, verdad?
—Sí, lo sé.
Terminamos nuestra cena y me levanto, recogiendo los platos los llevo a
la cocina, donde los lavo a la velocidad de la luz y vuelvo con mi hermana.
—¡Vamos! —le digo, mientras la tomo del brazo— hay que buscar la
ropa adecuada para tu entrevista. Y no te atrevas a negarte, jovencita.
Empieza a protestar y decir que no lo necesita, pero me esfuerzo en
recordarle la importancia de usar la vestimenta correcta para causar una
buena impresión en una entrevista de trabajo, sea cual sea el empleo.
6
Llego a mi apartamento con los ánimos revueltos. Empiezo a
desvestirme desde la entrada hasta llegar a la habitación usando sólo mi
ropa interior. Fue un día verdaderamente agotador, pero fructífero. Todo
salió mucho mejor de lo esperado, salvo… ese pequeño detalle que no había
previsto, bajo ninguna circunstancia; la chica de ayer.
No sé a ciencia cierta cómo me siento. ¿Enojado porque no le gustó?
¿Triste porque la desencantó mi trabajo? ¿O feliz por todo eso?
Voy hasta la cocina y saco del refrigerador una lata de soda. Camino de
un lado a otro repasando mentalmente la exposición y pensando en lo que
viene a continuación: el paso a la galería, las ventas, y los nuevos trabajos.
Nuevos trabajos. Mierda. Debo ponerme en marcha.
Si tan sencillo como decirlo fuera ejecutarlo…
Termino la soda y voy hasta mi habitación. Recojo algunos lápices y me
instalo frente al caballete, contemplando a través del enorme cristal la
ciudad que brilla más allá de la ventana.
Me esforcé por conseguir un lugar que me diera la posibilidad de
contemplar la ciudad en su mejor esplendor a cualquier hora del día. Así
que tengo un piso con un gran ventanal acristalado, que me ofrece el paisaje
más encantador a toda hora.
De noche, las luces visten las calles y parecen pequeños botones
relucientes, en medio de una negrura ruidosa y afanada. De día, el sol se
refleja en los incontables rascacielos que inundan la vista.
Sí, es muy hermoso. Soy un hombre de ciudad, lo admito, pero no me
limito a eso. También me gusta el ambiente rural de vez en cuando, los
suburbios pueden resultar tranquilos y por qué no, acogedores, pero no me
invitan a quedarme en ellos mucho tiempo.
Por las noches, cuando mi mente se queda vagando en horas muertas,
como esta, suelo sentarme frente al cristal e imaginarme la vida de las
personas que seguramente transitan allá abajo. Inventarles destinos,
pensamientos, deseos, me hace querer llevar eso a los lienzos.
Hoy, sin embargo, eso no sucede.
No sé cuánto tiempo pasa mientras estoy allí, de pie, con un lápiz en la
mano, esperando que llegue la chispa.
Me siento estúpido.
Miro la superficie blanca y no hay nada. Mi mente no reproduce nada.
Una frase llega a mi mente en el menor descuido de mi interés por
presionar una idea: “no está mal”
—Ella dijo que no estaba mal.
Lo repito en voz alta, como si buscara un trasfondo en eso, como si no
me lo creyera por completo y necesitara exprimirlo un poco más en mi
cerebro.
A falta de mayores contribuciones por parte de mi encaprichada mente,
decido perder esta batalla e irme a dormir. Tal vez sueñe algo importante.

***

La mañana me toma por sorpresa con un intenso rayo de luz atravesando


mis parpados.
Olvidé cerrar la ventana, ahora sufro las consecuencias.
Me debato entre salir a correr un rato y hacer algo de ejercicio, o
quedarme en la cama esperando hasta tener el ánimo suficiente para
levantarme.
Opto por la opción más saludable; ejercitarme.
Salgo del edificio trotando, mientras mis audífonos me traen a Queen. La
próxima semana los cuadros estarán en la galería, verificaré las ventas y
prepararé nuevos proyectos. No es que contemple esto solo como un
negocio, pero, si voy a vivir de ello será mejor que lo organice muy bien. Y
a decir verdad, creo que es lo único que tengo organizado en toda mi vida.
A mis treinta años, no está mal.
Después de muchas canciones y una maratón de abdominales y
estiramientos, considero descansar. Estoy completamente exhausto.
Mi teléfono suena y contesto jadeando.
—Wow, ¿Interrumpo? —Es mi hermano, no hablamos mucho ayer.
—No, no es lo que crees. Si estuviera con una mujer en este momento, lo
último que quisiera sería escuchar tu voz, por ende, no te contestaría.
—Estuviste muy bien ayer, te felicito. Drummond está muy contento
contigo. Tienes varias ventas aseguradas.
—Sí, lo sé.
Me tiendo en el césped, mientras acabo mi botella de agua y escucho a
Alfred.
—¿Recuerdas que te había dicho que preparas algo?
—Ajá.
—Bueno, hazlo. Ya coordiné mi idea.
—¿De qué se trata?
—Del día de los enamorados —hay un triunfo en su voz, que no
concuerda con la persona que habla conmigo.
—¿Bromeas? ¿Qué crees que puedo aportar yo en un evento en el que
estoy vetado de por vida?
—Nadie está vetado en el amor. Menos el arte, Dylan. Es el momento
perfecto, harás algo que enloquecerá a la gente, ganarás un mercado que no
te has planteado y como siempre, lo harás de corazón, aprovechando la
ocasión.
Estoy seguro que ese no es mi hermano.
—Este no es Alfred Cox. ¿Quién eres y dónde tienes a mi hermano?
Él hombre al que no reconozco se ríe como un lunático y me explica,
entusiasmado:
—Ya lo sé, mis ideas son brillantes. Deberías pagarme. Es más, yo seré
tu manager.
—Me pregunto si en ese museo tu solo sales con tus disparates y la gente
dice ¡Sí!
—No, no solo salgo con mis disparates. Los convenzo de que será un
éxito, de que tú atraes personas a las exposiciones y, como en efecto ocurre,
las aceptan. Por algo soy el director de eventos. Yo veo a las personas a los
ojos y sé lo que quieren. Por eso te digo, que si los románticos quieren
cursilerías, es porque están dispuestos a pagar por ello.
Me paso una mano por la cara, intentando convencerme de sus palabras.
La verdad es que tiene razón. Si por algo está en ese lugar es porque todas
sus ideas son un acierto, jamás lo dejarán irse. El problema es que el amor y
yo estamos tan cerca como el mar y las estrellas.
—Entiendo tu punto, pero no sé si sea el hombre que buscas. He
escuchado que las cosas del amor deben salir del corazón.
—Bueno, tienes tres meses para encontrar el amor. Ve a París, a Italia,
Venecia, llena tu apartamento de rosas, compra globos de corazones, haz lo
quieras, pero no vengas a mí sin una bonita colección para entonces.
—Alfred, esto no funciona así, sabes. No me puedo programar para que
salga lo que tú quieres.
Lanza un bufido.
—Solo te doy ideas, para que tu creatividad salga a flote.
Miro el paisaje a mi alrededor. Él tiene buenas intenciones, siempre ha
sido así. Tal vez funcione.
—No prometo nada. Me pondré a ello y veremos qué resulta ¿estás de
acuerdo?
—Estoy bien con eso —sé que sonríe del otro lado— sé que lo harás y
será grandioso.
—Sí, seguro —le digo, sin mucho ánimo.
—Te amo. ¿Eso te sirve?
—Deja de decirme esas cosas.
—Es en serio, te amo, hermano.
—¿Qué te pasó ahora?
—Vi una película que se trataba sobre un hombre que moría sin decirle a
sus seres queridos que los amaba y fue triste.
—Ya decía yo…
—Tengo que dejarte, algunas personas trabajamos duro para ganar
nuestro dinero.
—¿Qué insinúas?
—Nada, adiós.
Cierra de golpe la llamada y me deja con la palabra en la boca. Alfred
Cox es un hombre estrictamente organizado. Cinco años mayor que yo, un
padre excelente y me da la impresión de que es un buen esposo; ama a
Angie, o eso parece. Pero sinceramente nunca lo he visto abordar temas tan
románticos, ni siquiera en San Valentín. Es una de esas personas que te
aman, pero no suelen decirlo a los cuatro vientos.
Bueno, me imagino que esto es lo que causa en él la presión del trabajo.
Decido desayunar algo afuera y voy hasta una cafetería a dos manzanas
de mi edificio. No sé por qué me estoy arrepintiendo de haber aceptado la
propuesta de mi hermano. Tal vez sea porque:
-No he tenido una experiencia en el amor.
-La única chica que habría podido considerar como “alguien
sucintamente estable” dijo que soy el peor de los hombres y que no merezco
ser amado por una mujer.
-Y, sinceramente, no creo que lo que haya sentido por alguna mujer sea
amor realmente. No se sintió como otras personas lo describen, no tuve esas
dichosas mariposas en el estómago.
En este caso, creo que voy a tener que explorar algunos horizontes
vírgenes de mi creatividad. Presiento que será una empresa complicada.
Tras un desayuno a base café y huevos decido que es hora de volver a
casa; ya tengo un tema en qué trabajar.
7
Estoy increíblemente ansiosa por la entrevista de mi hermana. Pasé gran
parte de la noche escogiendo lo que iba a usar, y otra gran parte de mi
mañana antes de venir al trabajo se fue en perseguirla por todo el
apartamento con un amenazador rímel y un polvo compacto. Mis
argumentos para convencerla de usar maquillaje no parecen ser muy
sólidos, ella siempre encuentra la manera de rehusarse. Sin embargo, esta
vez se dejó hacer solo porque le dije que eso podría aumentar las
probabilidades de un sí definitivo.
No es que en realidad necesite maquillaje, pero de vez en cuando no
viene mal realzar tus atributos. Y ya que tenemos el mismo rostro, sé
perfectamente qué lugares hay qué acentuar.
Esta mañana avanza a mi favor, hago un recorrido por las salas en
exposición tomando algunas fotografías y compartiendo eventos en las
redes en compañía de mi jefa y el encantador señor D.
Qué atrevida, yo lo llamo señor D.
Bueno, no importa, en mi cabeza puedo hacer lo que se me antoje. Como
por ejemplo, imaginar que me invita a salir y yo me hago de rogar, pero
luego acepto y vamos a un carísimo restaurante de la ciudad donde lo
conocen y siempre tiene un reservado. Después de una cena maravillosa
vamos a un hotel y se convierte en el mejor amante que he tenido en mi
vida.
—A las dos nos reunimos con el departamento de eventos, así que las
espero en la sala de reuniones.
El objeto de mis bajos pensamientos abre la puerta de entrada a las
oficinas y la sostiene para que Lissa y yo entremos.
—No te preocupes, allí estaré —responde Lissa, al tiempo que anota
cosas en su iPad.
Camino detrás de ella y al llegar a la oficina me indica todo lo que debo
preparar para la reunión y, viendo todo lo que tengo por hacer, si me queda
algo de tiempo, puedo almorzar.
Cuando pienso que tomará su cartera y saldrá volando a comer, se sienta
tras el escritorio y saca un lánguido sándwich, el cual empieza a comer sin
muchas ganas. No sé si soy la única persona a quien le ha pasado; pero
cuando veo a alguien tan estrictamente hermético, haciendo algo tan
cotidiano como comer, tengo la necesidad de saber si lo hará como el resto
de las personas, o por el contrario lo manejará con el mismo rigor con que
acostumbramos a verlos.
Como es de esperarse, me ve y detiene su actividad.
—¿Qué? —espeta.
Recuerdo que me he quedado viéndola como una idiota y sacudo la
cabeza maquinando alguna cosa para responder.
—Quería saber si puedo hacer el trabajo aquí mismo o debo ir a otro
lugar.
Mientras mastica piensa su respuesta.
—Te puedes quedar.
Me quedo delante del escritorio y empiezo a trabajar en lo que me
indicó. Prácticamente es organizar los temas a tratar por nuestro
departamento y coordinar las reuniones que se deriven de la reunión.
—Estaré fuera de la ciudad unos días. Jacob y yo viajaremos a Nueva
York para la convención Arte y Creativos. Deberás comprar los tiquetes. Tú
te quedarás a cargo aquí.
Genial. Magnífico. Espléndido. Y todos los sinónimos que pueda haber
para describir esta sensación de alivio y libertad.
—¿Con qué fechas debo comprarlos? —Trato de disimular la felicidad
en mi voz, y juro que hago mi mayor esfuerzo.
—Aún no está definido, te avisaré. Todo depende de cuándo decida
Jacob que nos vayamos. Te agradeceré que mantengas todo en orden,
espero encontrar todo como lo dejo.
Decido no enfadarme ante su absurda observación.
Almorzar en la oficina se ha vuelto un hábito que no me incomoda, así
que no me privo de hacerlo con ella aquí. Saco mi súper sándwich mega
recargado de pollo y pepinillos y lo devoro decentemente ante la mirada
asombrada de Lissa, que, aunque trate, no puede disimular. Nada que ver
con su escuálido emparedado.
Quince minutos antes de las dos de la tarde estoy lista para la reunión.
Tengo todo perfectamente organizado y solo falta que den inicio al evento.
Jacob ya está en la sala de reuniones cuando Lissa y yo entramos,
tomamos asiento a su lado y en poco tiempo empieza la reunión. En el otro
extremo de la mesa está un sonriente Jeremiah en su modo contralor. Me
dirige una sonrisa y yo la devuelvo con toda la cordialidad que amerita el
caso.
Me pregunta por mi día y le digo que todo ha marchado muy bien, pero
antes de seguir con cualquier conversación, una voz cortante me
interrumpe.
—No olvides anotar todo.
Lissa revisa unos papeles mientras lanza la sentencia. No necesito
meditar mucho para darme cuenta de que tampoco está contenta con que
hable con Jeremiah.
En serio, ¿Qué trae esa mujer?
Desde el otro lado, Jeremiah me hace un gesto de haberme metido en
problemas y desvío la mirada atrapando entre mis labios una risa.
Luego de la lectura del acta anterior empieza el debate de temas nuevos,
y entre ellos, una propuesta por parte del director de eventos que hace a
Jacob asentir antes de terminar de exponerla. Habla acerca de un especial
del día de los enamorados.
Según él, atraerá a muchas personas y con el tiempo suficiente será algo
impresionante.
Debo decir, sinceramente, que no me esperaba algo así en un museo,
pero en vista de la evidente aprobación del señor Drummond, no dudo que
será un éxito.
Sin mucha ceremonia me entero de que el director de eventos es
hermano de Dylan Cox. Y con esto concluyo en mi cabeza el asunto Cox.
—¿Qué les parece si nos reunimos el próximo martes para hablar de
presupuestos? —pregunta Alfred, mirando hacia Jacob y Jeremiah.
—No, no podré. La próxima semana Sabrina y yo estaremos en Nueva
York para Arte y Creativos.
Espera, no escuché bien. Repitan eso.
Estaba muy atenta a la conversación y me detengo en esa última frase.
Al mismo tiempo, como en una película de terror, giro mi cabeza
lentamente para encontrarme con el rostro disimuladamente iracundo de
Lissa Goddard. Trata de disimular la rabia, pero yo veo el sentimiento
demasiado evidente. Sus labios están firmes y arrastra el índice sobre la
madera pulida.
Los demás en la sala parecen estar un poco extrañados y uno de ellos, no
tengo idea quién es, se aventura a preguntar lo que todos quieren saber.
—¿No irás con Lissa, como siempre?
El señor Drummond sonríe con frescura y mira a Lissa, quien le
devuelve el gesto, de una manera incomoda y forzada.
—No, esta vez no. Tendremos mucho movimiento en el museo en estos
días, y necesito que se quede a cargo alguien que conozca a la perfección el
manejo. Sabrina ha avanzado mucho, pero necesita un poco más. Lissa es
mi mano derecha, y ¿quién mejor que ella para reemplazarme mientras me
ausento?
Suena razonable, sí. Podría empezar a desglosar los aciertos en esa
decisión, pero la mirada amenazadora de Lissa está sobre mí, haciendo que
sienta la piel de mi rostro calentarse y una sensación de incomodidad me
abraza por completo.
Todos parecen satisfechos con la explicación y la reunión se da por
terminada. Me levanto a toda prisa y salgo de la sala como puedo.
Antes de poder escapar, a unos cuantos metros de la oficina escucho
unos pasos que conozco a la perfección.
¿Conocen esa parte de la película donde la chica se está bañando y el
tiburón va hacia ella, empieza la melodía que te hace saber que acabará mal
para la mujer y habrá sangre por todas partes? Bueno, yo soy la inocente en
traje de baño.
Sé lo que vendrá, me doy la vuelta y espero que se desate el huracán.
Lissa entra a la oficina y se sienta en el borde de su escritorio. Cruza los
brazos sobre el pecho y me mira sin expresión alguna en su rostro. No me
dejo intimidar, la miro directamente a los ojos y espero a que diga algo.
Después de un largo, absurdo, e incómodo momento, descruza los brazos
y sonríe. No sé cómo interpretar ese gesto, la verdad.
—Aprovecha lo que están brindándote, niña.
No respondo, no estoy obligada a hacerlo, a pesar de que no sé
exactamente qué quiere decir, o no quiero interpretarlo. Damos por
terminada la conversación y recojo mis cosas. Antes de irme paso a la
oficina del señor Drummond y me pone al corriente del viaje.
Apartando cualquier sensación de culpa, me emociono y preparo mi
viaje.
***

El vuelo: fenomenal.
La compañía: más allá de estupenda.
En la recepción del Four Seasons, aguardo pacientemente a que la
sonriente recepcionista nos anuncie que ha habido un error con las reservas
y mi jefe y yo debemos quedarnos en la misma habitación. Donde,
curiosamente, solo hay una cama y han agotado todas las auxiliares.
—Aquí están sus llaves. Bienvenidos al Four Seasons y que disfruten su
estadía. El botones los llevará a sus habitaciones.
“Sus habitaciones” suena a que mi fantasía no se hizo realidad…
Bueno, no importa.
Caminamos a través del elegante pasillo hasta las habitaciones. No me
desgastaré describiendo lo hermosa que es, basta con resumir que este hotel
es fabuloso, para saber que todo dentro de él exhuma elegancia y placer
visual.
Inmediatamente nos instalamos, pasamos al restaurante donde
apresuramos el almuerzo más costoso de mi vida y vamos directamente a
los salones donde ya tiene lugar una de las actividades programadas. Todos,
como era de esperarse, conocen a Jacob Drummond, lo saludan
efusivamente y él se encarga, emocionado, de presentarme y relacionarme
con todos.
Me sorprende que me anuncie directamente como su asistente, y la gran
mayoría pregunta por Lissa. A lo que él responde sin muchas largas que
está cubriéndolo en el museo.
La convención va de publicistas, diseñadores y expertos en marketing.
Me siento en mi lugar, todo me encanta y me amoldo gustosamente.
Serán cuatro días de mucho provecho, de eso estoy segura.
Me siento como pez en el agua.
Por la noche, terminada la última conferencia del día, el señor
Drummond y yo nos despedimos, me voy hasta mi habitación y llamo a mi
hermana. ¿Adivinen qué? ¡Consiguió el empleo! Ha estado tan ocupada que
poco hemos hablado, ya que llega muerta del trabajo y solo quiere dormir.
De todas formas, me siento muy feliz por ella.
—Hola, Sav. Te extraño. ¿Qué haces? ¿Cómo está Armando?
—Hola, yo no te extraño. Estoy comiendo y adelantando trabajo. Y no sé
de qué Armando me hablas.
Escucho mucho ruido del otro lado y su boca llena. El miedo de que algo
pudo haberle pasado a mi gato se disipa ante la confianza que me da saber
que mi hermana no haría ninguna cosa que pudiera hacerme daño.
—Cuídalo, por favor. Ya bastante tiene con quedarse solito todos los
días.
—En serio, no sé de quién me hablas.
—Tonta.
Se ríe y sigue trasteando cosas.
—¿Por qué estás llevando trabajo a casa? ¿Qué trabajo?
—Un cuadro que llevaron esta mañana. Está muy deteriorado, y tengo
mucho interés en terminarlo pronto. Me ha emocionado. Además, hay
mucho acumulado allí y poco personal. No me importa hacerlo.
—Lo sé. Amas esas cosas.
—¿Y tú? ¿Te diviertes con tu candente jefe?
—Bueno, digamos que solo está en el modo jefe, y la diversión ha sido
de otra manera. Esto es espectacular, Sav —me muevo hacia la ventana que
da a la ciudad. Y siento cómo la emoción va bullendo dentro de mí. — Es
magnífico, hay tantas personas que tengo como referencia en el mundo de
la publicidad, los he conocido a todos. Jacob me ha presentado con todos
sus colegas, hay tantas cosas de las que absorbo todo lo que puedo. No te
imaginas.
—No, no me lo imagino. Odiaría estar entre tanta gente. Creo que no
soportaría dos minutos.
—Lo sé. Pero yo estoy encantada.
Cuando quiero seguir detallando cosas que mi hermana solo escuchará
por cortesía, dos golpes en la puerta me callan de repente.
—Espera un segundo, alguien llama a la puerta.
Estoy algo desconcertada, ya que no he pedido nada a la habitación. Con
el teléfono aun en la oreja me pongo un poco de puntitas y observo a través
de la mirilla.
Mis ojos se abren escandalosamente al ver del otro lado a un hombre en
camiseta y jeans al que reconozco como Jacob Drummond.
—¿Quién es? —mi hermana me habla desde el otro lado.
—No me lo vas a creer.
—¿Qué?
—Mi jefe. Del otro lado. Seximente vestido, esperando que yo abra la
puerta —hablo como si el hecho fuera un sueño, una ilusión que debo
pronunciar en voz alta para creérmela.
—Pues abre, entonces ¿No?
—Te hablo después —es lo único que puedo decir. Corto la llamada y
doy vueltas por todas partes buscando la blusa y que ya me había quitado.
Un instante después abro la puerta y encuentro a mi jefe apoyado al
marco, sonriendo y guardando su teléfono móvil en el bolsillo de sus jeans.
Sí, mencionaré que se ve exquisitamente sexy.
—Supongo que no te habías dormido.
—No, no señor. Estaba hablando con mi hermana. No tengo sueño, en
realidad.
—Quería saber si te gustaría salir un rato.
¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
—Sí, claro.
Espera, esto no era lo que había planeado. Se supone que debía decir que
no y… ¡Al diablo!
—Perfecto. Estaré en el lobby. Y no me digas señor.
—De acuerdo.
Se da la vuelta y camina hasta el ascensor sin mirar atrás. Yo, mientras
tanto, me giro y empiezo a correr hasta encontrar algo que combine con su
atuendo. Elijo jeans ajustados, converse, camiseta sin mangas y una
chaqueta. Me suelto el cabello y retoco mi maquillaje.
—Me parezco a Savannah —le digo a mi reflejo. Quiero decir, que más
allá del físico, he imitado su estilo.
Evitaré planificar los sucesos a continuación.
Bajo hasta la primera planta y lo ubico inmediatamente en el lobby. Las
personas alrededor lo observan y las mujeres no disimulan. Me acerco hacia
él con toda la naturalidad que puedo manejar en este momento. Cuando me
sonríe y me invita a la calle, sonrío en respuesta y miro a las demás
destilando un poco de triunfo sobre ellas.
Caminamos tranquilamente por la calle hasta llegar a un restaurante
llamado Sweet Flavor, donde comemos una deliciosa tarta de arándanos.
Si, a esta hora de la noche. Un poco de dulce hará fluir las cosas…
—Te desenvuelves muy bien. Maurice McLoud estuvo viéndote largo
rato, creo que llamaste su atención.
Mi corazón se detiene ante esa mención. Está hablando del CEO de una
de las compañías más grandes del país. Él se da cuenta de mi gesto y sonríe,
apuntándome con el tenedor.
—Espero que no nos abandones ahora que te he dicho eso.
—Claro que no. Todavía.
Reímos tontamente por un momento y volvemos a nuestros platos.
Mientras juego con un poco de mermelada sobre el borde de la vajilla,
pienso en lo mucho que había fantaseado con esto, pero no logro sentirme
como lo esperaba. Tal vez sea por la misma emoción que anula cualquier
sentimiento al mismo tiempo.
—¿Y… tu novio no se molesta por este viaje? —pregunta, con un tono
muy natural. Me debato entre fingir que tengo novio o decir la verdad.
—No tengo novio.
Parece extrañado. Frunce el ceño y me mira con desconfianza. Dando
muestras evidentes de no creerme.
—Mientes. ¿Cómo una chica tan bonita no tiene novio?
—Bueno, tenía hasta hace poco… pero las cosas no funcionaron.
El recuerdo me hace detenerme un momento en ese lugar al que siempre
llego, pero del que definitivamente no hablaré con Jacob Drummond en este
momento.
—Entiendo.
Termina su postre y paga la cuenta.
Feliz de la vida abandono el restaurante acompañada de mi galante jefe y
caminamos por el boulevard, en definitivas intenciones de perder el tiempo
un rato antes de volver al hotel.
Llegamos hasta un pequeño parque y nos dejamos caer sobre una silla de
madera. Alrededor las personas caminan centradas en sus cosas, como si
fuese cualquier hora del día. Una pareja bastante joven se sienta delante de
nosotros. Están de lo más cariñosos mientras mi jefe y yo empezamos una
nueva plática y yo me centro en su rostro tratando de obviar la incomodidad
que me generan las personas al frente, ya que no dejan de demostrarnos lo
mucho que se quieren y se desean.
—Gracias por el postre —le digo.
—De nada, gracias a ti por aceptar.
Se remueve un tanto incómodo, incluso cruza y descruza las piernas
como tratando de liberar tensión. Después de un momento me mira a la
cara, bastante cerca, lo suficiente como para que la luz artificial me permita
detallar su hermoso rostro.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Oh, pero claro que puedes.
—Sí, claro. Por supuesto.
Una pequeña emoción se instala en mi vientre. Controlo mi respiración y
ofrezco toda la serenidad que me puedo permitir.
—¿Cómo le dirías a alguien que te gusta… eso: que te gusta?
Oh, Dioooooos.
—Pues, así; le diría que me gusta. A veces no son necesarias tantas
palabras.
—Pero ¿Y si tienes un temor muy grande al rechazo? de pronto ves a esa
persona un poco difícil de alcanzar —habla con algo de nerviosismo, mi
corazón late desbocado y quiero encontrar las palabras adecuadas para
llevarlo al lugar indicado— no llevas mucho de conocerle, además de todo,
pero el solo hecho de ver su cara hace que todo tu día sea diferente.
—Wow, esas son palabras hermosas. Muy hermosas, de verdad. Solo di
eso un par de veces y la tendrás donde quieras.
El impulso de sus palabras me hace acercarme a él y cerrar el espacio
entre nosotros ofreciéndole un beso. Como toda romántica ridícula cierro
los ojos, y una milésima de segundo después los abro al ver que mi gesto no
tiene respuesta. Al separar mis parpados me encuentro con unos ojos muy
abiertos cubriendo los míos.
Suelta un suspiro como si algo pesado se liberara de él y me separa
delicadamente por los hombros. Empiezo a sentir un fuego aterrador en la
nuca.
—Gracias por eso, pero creo que jamás me va a gustar besar a una mujer.
¡¿Qué?!
¡¿Qué?!
¡¿Qué?!
Mi cerebro no lo procesa, la información solo está dando vueltas en mis
oídos sin saber qué hacer. Él se da cuenta de mi gesto y se apresura a
disculparse.
—Creo que has malinterpretado lo que dije, yo no… hablaba de ti.
Aunque sus palabras tratan de ser suaves no pueden deshacer el
monumental desastre que acabo de hacer.
Ni siquiera tengo tiempo para contemplar opciones. No sé si correr calle
abajo, lanzarme de frente a un auto o inventarme algún desmayo a ver
dónde despierto. Siento que mi cara empieza a arder y me tapo los ojos
dramáticamente. Lo siento, en este momento necesito como mínimo una
combustión espontánea.
—¡Ay Dios! Moriré esta noche y será de vergüenza. Esto no puede estar
pasando. Señor, permite que al menos deje un bonito y joven cadáver.
Llamaré a mi hermana para despedirme. ¿Y ahora quién cuidará al pobre de
Armando?
Gracias a un tenso nerviosismo las palabras salen de mi boca, como
impulsadas por una metralla. Jamás en mi vida había pasado por una
situación tan vergonzosa. ¡Nunca!
El drama que hago en este momento es el crudo producto de mi desatino
y no es para menos.
En un momento en el que interiormente hiperventilo, Jacob me aprieta la
mano suavemente y trata de hacerme ver que le resta importancia a lo
sucedido.
—Oye, cálmate, ¿sí? no es para tanto… ¿Quién es Armando?
—Mi gato —contesto en un sollozo estúpido y ridículo.
La escena empieza a tener el menor de los sentidos; él me sujeta la mano
mientras mi cara arde y estoy segura de que ha enrojecido al punto de poder
confundirse con la luz del semáforo.
Mientras busco un escape visual que me dé el aliento para asumir con
madurez lo que acabo de hacer, veo en su rostro una risa que puja por
explotar en su cara.
—¡No te atrevas a reírte de mí! —le doy un golpe en el hombro,
zafándome de su agarre y, como respuesta, el hombre al que últimamente he
considerado como el más varonil y maduro, empieza a reírse fresca y
descontroladamente de mí.
En mi cara.
¿Qué he hecho para merecer esto?
Su risa es contagiosa, ya que no es lo suficientemente malintencionada
como para enojarme seriamente y termino riendo con él.
No tengo idea de cuánto tiempo pasa hasta que acabamos abrazando
nuestros estómagos y totalmente descompuestos sobre la silla de madera.
—Será mejor que volvamos al hotel —propongo, al recuperar el aliento.
—Sí, creo que sí. Vamos.
Se levanta siendo otra vez el galán que por naturaleza es y me tiende una
mano, que, gustosa y tranquila acepto.
Al recomponerme, de pie, observo al frente y descubro que durante toda
la velada hemos sido el espectáculo de la pareja frente a nosotros.
¿Esto podría haber salido mejor?
8
Esto definitivamente no es lo mío. No tengo idea de cómo funciona el
romanticismo y me siento incluso ridículo por eso. He hecho algunas
pruebas y nada me satisface, todo lo encuentro demasiado cliché. Siento
que a nadie le va a gustar.
Guardo el último lienzo del día de hoy y se me ocurre descansar un
momento. Aunque nadie lo crea, esto es agotador si lo presionas.
Una idea da vueltas en mi cabeza. A pesar de saber perfectamente que es
una idea terrible, me lanzo a ella sacando mi teléfono móvil.
Suena una, dos, tres y cuatro veces.
—Pff —suelto un bufido— de pronto el destino me quiere hacer desistir
—me digo a mi mismo, tratando de convencerme de no volver a marcar.
Otra vez; una, dos, y tres veces. Justo al cuarto repique, cuando estoy por
colgar la llamada, una voz profunda y melosa me responde del otro lado.
—¿Sí?
Respiro profundo y pongo la mejor de mis voces, una cordial y
amigable.
—Hola, Julianne. ¿Cómo estás? soy Dylan.
—Ah, hola —su tono cambia y siento el odio cruzando la línea, mientras
atraviesa sin piedad mi oído.
—Hola —repito.
—¿Qué estará pasando en tu vida que me has llamado? — ¿debo
mencionar que está molesta?
—Oh, por favor. No digas eso. Te llamo porque no he dejado de pensar
en ti y quería saber cómo estabas —caigo en el tono bajo y meloso que
alguna vez le gustó, esperando que surja el efecto que busco.
—Imagino que sí.
—Es en serio. Me siento muy mal por no haberte llamado en todo este
tiempo y la verdad es que no te lo mereces. Eres una chica genial, Julianne.
En verdad paso los mejores momentos contigo.
Me arrepentiré de esto después. Lo sé.
—No dudo que sea todo lo que dices, pero no suenas sincero. ¿Por qué
me estás llamando? debes estar detrás de algo…
—Por favor, no pienses tan mal de mí. Solo quería verte. Es todo. Salir
un momento, tomar algo. Lo que tú prefieras.
Hay un pequeño silencio del otro lado, espero que al final acepte.
—Está bien —dice después de un largo rato— ¿A dónde me vas llevar?
—Estaba pensando en Caroline ´s. ¿Qué opinas?
—Bien.
—¿Te recojo a las ocho?
—No. Te veré allá.
—De acuerdo. Estoy feliz de verte.
—Y yo a ti. Hasta entonces.
Corta la llamada con una voz melosa y suave. Julianne es una mujer muy
atractiva, teníamos una buena relación hasta que me dijo algo más allá de
un “me gustas mucho”
Para mí, esas frases desencadenan la monotonía y me alejan de
inmediato. Es una mujer inteligente, como siempre me han gustado, pero en
la misma medida; melosa, y en exceso romántica. Con sus regalos envueltos
en papeles brillantes y cenas con rosas rojas como centro de mesa.
Justo lo que necesito en este momento.
Instintivamente me siento una basura por utilizarla de esta manera, pero
creo convencernos a ambos más adelante si le digo que en realidad es mi
musa.
Las ocho de la noche caen sobre mí con el movimiento nervioso de una
llama débil sobre la mesa, en el elegante restaurante Caroline ‘s. El viento
que llega a través de las ventanas hace que el pequeño fuego baile delante
de mí, ofreciéndome un espectáculo diminuto y decadente, a fin de
entretenerme hasta la llegada de mi acompañante.
El mesero llega una vez más a mi mesa y me pregunta si ordenaré.
—Espero a alguien —insisto.
—De acuerdo, señor.
Se retira con la cortesía habitual de un mesero insistente en un caro y
fino restaurante. Pasan los primeros quince minutos de la hora en punto y le
concedo la demora por causarme intriga.
Se va el otro cuarto tras un vaso de whisky y me preocupo por ella
levemente; media hora después de lo indicado era su habitual.
Faltando veinte minutos para las nueve saco el teléfono móvil y decido
llamar.
Timbra hasta enviarme al buzón y pienso que debe tener problemas con
el tráfico.
En el momento menos imaginado llega a mi mente un pensamiento que
me ilustra en luces neón una frase contundente:
Ella no vendrá.
¿La razón? La última vez que quedamos en vernos, ella me había citado
en este mismo lugar.
Y nunca aparecí.
Me paso las manos por la cara ante la revelación y suspiro sintiéndome
como el más grande de los idiotas y como si fuera poco, llega a mi móvil un
mensaje que lo confirma.
“Me aseguré de que estuvieras allí y muy complacida te hago pasar lo
mismo que tú me hiciste pasar a mí. Disfruta tu velada”
Julianne.
Entonces así se siente.
He sido una basura, al parecer.
Llamo al mesero que ha estado haciéndome rondas toda la noche y le
pido la cuenta. Parece aliviado de saber que pagaré. Sorteo algunas
personas de camino a la salida, cuando estoy a punto de cruzar el umbral,
un cuerpo choca contra el mío. Me alejo un poco pidiendo disculpas y
descubro a la encantadora señorita del museo.
—¡Hey! —la saludo.
—Hola. —Parece un poco nerviosa cuando enfrentamos nuestros rostros.
—Tú… por aquí.
Mientras se recompone me tiende la mano y sonríe. Lleva el cabello
recogido en una cola de caballo y luce muy elegante.
—Sí. Qué casualidad.
Recuerdo fugazmente nuestro encuentro anterior y ella parece captarlo.
Se gira hasta enfocarse en las personas que están detrás de ella y descubro,
para mi sorpresa, una copia de ella y un joven moreno. No puedo evitar
detener mis ojos en su gemela. Son idénticas.
—Ella es mi hermana Savannah —dice, de pronto. Como explicándome.
—Mucho gusto —tiendo mi mano a la joven, quien me devuelve un
apretón firme y una sonrisa cordial que se queda solo en sus labios —soy
Dylan Cox —y de pronto veo una mirada diferente. Una especie de
reconocimiento, que de inmediato se traslada a su hermana y muere en una
finiquitada presentación.
—Y este es nuestro amigo Gregory.
—Encantado, amigo Gregory —el chico sonríe y estrecha mi mano.
Por un instante nos quedamos detenidos en un momento incómodo y sin
mucho sentido, se me ocurre seguir mi camino y dejarles hacer el suyo.
—Me gustó verte. Creo que pasaré mañana por el museo, necesito la
opinión de un experto para algo en lo que estoy trabajando.
Abre la boca y la vuelve a cerrar sin decir nada, pues ya he cruzado el
umbral y detengo un taxi.

***

Es una tarde un poco fría y transcurre tan lenta como es posible. Llego a
las puertas del gran edificio y me planteo si debo preguntar por Sabrina o
espero algún casual encuentro dentro de esta visita advertida.
A todas estas, ni siquiera sé por qué estoy aquí, o porqué le dije eso.
Asumiré que estaba siendo víctima de un eventual piloto automático.
Deambulo por algunas salas después de saludar al guardia de seguridad y
pasados varios minutos me doy cuenta que mi esperado evento fortuito no
llegará, tal parece. Pregunto por ella al guardia, quien le avisa de mi
presencia a través del interno y me sugiere esperar en la sala contigua.
Diez minutos más tarde siento los tacones venir desde afuera, resuenan
por toda la habitación y aparece delante de mí la morena de ojos verdes que
recuerdo.
—No creí que fuera en serio —me dice al estrechar la mano.
—Soy un hombre de palabra, qué puedo decir.
Sonríe y dos hoyuelos se dibujan en su rostro. Tiene una mirada
increíblemente expresiva.
—¿Vas a vengarte de mí? porque te advierto que hay muchos guardias y
cámaras en este lugar. Además de que grito como soprano.
—Siempre puedo sacarte del edificio con alguna excusa en la que cruces
esa puerta encantada y de mi brazo. Así la policía verá que no te presioné.
La risa que sale de ella es fresca y abandonada.
>>Pero no te preocupes por eso, mis planes asesinos no los traje
conmigo, los dejé en la otra agenda. Vine por otra cosa, pero tiene que ver
con lo del otro día.
—Lo sabía.
—Es menos dramático de lo que sea que te estés imaginando.
—Yo —vuelve a parecer apenada, incluso veo un pequeño rubor en sus
mejillas— lo siento. En serio que no quise ofenderte, es solo que a veces no
controlo lo que sale de mi boca y… por otro lado no sabía quién eras tú.
—¿O sea que si lo hubieras sabido me habrías mentido?
—No, tampoco. Quiero decir, que habría dicho lo que pienso con un
poco más de tacto. Creo.
No parece muy convencida de sus propias palabras.
—No suelo hacer estas cosas, pero me gustaría mostrarte algo de lo que
estoy preparando, como te comenté. A ver qué opinas. Por alguna razón me
interesa tu opinión.
—¿Y dónde está? —se muestra interesada.
—Tomé algunas fotografías —señalo mi mochila y le muestro el iPad
que llevo conmigo— ¿Qué te parece si tomamos algo?
—No voy a caer —contesta, recordándome la broma de hace un
momento.
—No tienes de qué preocuparte, ya te dije que hoy no tengo planes de
venganza.
—No salgo con extraños —cruza los brazos sobre su pecho y levanta
una ceja.
—En ese caso —estiro mi mano hacia ella— soy Dylan Cox, el pobre
intento de artista al que le debes una disculpa por haber maltratado su obra
en plena exposición. Justo cuando buscaba una oportunidad en esta ciudad
tan grande y en la que abundan artistas reconocidos que pueden ser
escogidos antes que él.
—Vaya, qué conmovida estoy.
Me encojo de hombros y finjo cara de víctima.
—Deja de hacer eso. Es más, ya no me siento culpable por nada.
—De acuerdo, no insistiré. Pero en verdad me hubiera gustado saber tu
opinión, en serio.
Ajusto mi chaqueta y me doy la vuelta dispuesto a marcharme. Cuando
estoy por salir de la sala, su voz viene desde atrás y detiene mi próximo
paso.
—Está bien. Dame unos minutos.
Sonrío en su dirección y le hago una venia cuando pasa delante de mí.
Cuando la veo de vuelta estamos afuera del edificio, viene abrigada y
aún parece dudar de mis intenciones, por la expresión que no abandona su
rostro.
—¿A dónde quieres ir?
Mira a todas partes y se detiene en un pequeño restaurante justo al frente
del museo, pasando la calle.
—Allí.
Niego con la cabeza y nos encaminamos al bistró.
Después de entrar, ella va directamente a la barra. El lugar es una viva
explicación de la palabra comodidad. Tiene impreso en el ambiente el
aroma exquisito de la tranquilidad y al mismo tiempo el movimiento.
Vino tinto para ambos y una conversación de mi parte intentando hacerla
sentir más cómoda.
—Nunca hubiera imaginado que tienes una gemela.
Da un trago a su bebida y se reacomoda en el asiento.
—La tengo, sí… —responde como si no quisiera más detalles.
—Y ella acostumbra a tratar a las personas como lo haces tú.
—No, ella suele decir lo que piensa sin mucho reparo.
—¡Oh, vaya!
—¿Y dónde están las fotografías? —Parece un tanto desesperada por
irse.
Doy otro trago a mi copa y le muestro el empobrecido catálogo que llevo
hasta ahora. Ella parece abandonar la prisa que hasta hace poco traía y
observa detenidamente las fotografías. Sinceramente no tengo mucha fe en
el proyecto, sumado a los pocos eventos que me han inspirado –por así
decirlo- hacen de esta, la peor de todas las ideas que he desarrollado.
—Debo decir… —empieza y sé que tata de adornar lo que va responder.
—Sin consideraciones.
—Es muy simple —dice de golpe. —Yo no me quedaría mucho tiempo
observando ese cuadro. No pagaría por ello, de hecho.
Deja el iPad delante de mí y pasa las fotografías. Lentamente, como si
tratara de hacerme ver lo que siente. Aunque no acaba de gustarme aún el
trabajo, me ha herido minúsculamente escucharlo en voz alta.
—Bueno, estoy buscando algo que refleje lo que es el amor. En el
entendimiento de las personas comunes, las que están enamoradas.
—Entonces deberías mostrarles lo que en verdad es —pone la copa vacía
delante de ella, haciendo un pequeño chasquido con la lengua—. Eso que
nadie te dice cuando estás empezando a sentir mariposas en el estómago,
cuando no quieres pasar un minuto lejos de esa persona. Nadie te advierte
sobre lo que viene después —se ríe frescamente y niega con la cabeza.
Como burlándose— nadie te dice en lo que te estás embarcando.
Pienso un momento en sus palabras y me intriga el pequeño dejo de
amargura que hay en sus palabras. No preguntaré, pero me quedo
encontrándole un sentido muy coherente a lo que acaba de decir.
—Si expongo eso tal vez no le agrade a las personas.
—¿Entonces tu arte es únicamente para agradar a los demás?
Parece un poco decepcionada y tengo la urgente necesidad de aclarar lo
que acabo de decir.
—No es eso precisamente. Quiero decir que si la temática es el amor,
hablar de lo mal que puede ir a continuación de las mariposas y los
corazones, no es precisamente romántico.
No se ve complacida con lo que digo. Mira la copa de vino que el
mesero dejó hace un momento delante de ella y golpea suavemente el
cristal con la uña. Vuelve a ver el iPad y ojea una vez más las fotografías.
Sus ojos esmeralda se mueven de un lado a otro y, al final, se detienen sobre
la fotografía de una pareja en el parque. El hombre y la mujer se dan un
beso tierno y parecen querer fusionarse en un abrazo, el uno con el otro. El
sol se está poniendo al lado de ellos y el lago refleja los rayos débiles
haciendo que mágicamente las cosas brillen alrededor.
—¿Qué es precisamente romántico para ti?
Me he quedado tan absorto en la fotografía que el sonido de su voz me
saca de manera abrupta de mis pensamientos sobre imagen. ¿Qué es para mí
el romanticismo? Por favor, eso no existe en mi diccionario.
—No lo sé. Creo que tengo muy poca experiencia al respecto.
—Entonces, querido amigo —se levanta como un resorte de la silla y se
ajusta la bufanda— tienes mucho que practicar.
—¿Insinúas que debo enamorarme a propósito?
—Dudo que funcione de esa forma, pero siempre puedes intentarlo. Sin
embargo, en mi escaso conocimiento al respecto, también, creo que la idea
de lo romántico es muy relativo. Más bien subjetivo. Piensa en eso y haz tu
tarea.
Dejo suficiente dinero sobre la barra y la sigo afuera del local.
—Déjame llevarte a tu casa.
—No. No es necesario.
—Por favor, es lo menos que puedo hacer por mi asesora de proyectos.
—No. Y no soy tu asesora de proyectos.
—Bueno, ¿Qué te parece si consideras el empleo?
—De ninguna manera. Además, ya tengo un empleo.
—¿Siendo la asistente del asistente?
Me arrepiento interiormente de mis palabras pero no pude detenerlas. He
estado caminando tras ella por toda la calle. Al escuchar lo que digo se
detiene en seco y me enfrenta.
—Sí. Siendo la asistente del asistente. No me molesta para nada.
No parece molesta, en realidad.
—Que tengas un buen resto de día. —Se gira y se despide con la mano,
sin mirar atrás. La dejo seguir su camino pero antes grito desde donde
estoy:
—Nos vemos en la próxima muestra.
Levanta la mano sin hacer ningún gesto en particular. No sé si es un sí o
un no. Me quedo un momento de pie en el mismo lugar. Sostengo el iPad en
la mano y borro las fotografías que le mostré hace un momento.
Con la imagen de su figura alejándose por la calle me dispongo a
desglosar esa frase con la que dio por concluido nuestro encuentro:
¿Qué es precisamente romántico para ti?
9
Al llegar a casa encuentro a mi hermana ataviada entre un overol
manchado de pintura, el cabello suelto por partes y botecitos de pintura por
todos lados.
—Así que ahora eres adicta a traerte el trabajo a casa —le doy un beso
ruidoso y observo lo que hace mientras me desvisto.
—No me gusta dejar las cosas en “continuará” —responde con un pincel
en la boca. Mientras esparce algo de pintura sobre la paleta.
—¿Qué se supone que estás haciendo?
—Restauro el cuerpo de Evarista de Mashionti. Así estaba ayer por la
mañana —me muestra una fotografía donde se puede ver el cuadro
terriblemente deteriorado. Al compáralo con el que tengo en frente puedo
darme cuenta del impresionante trabajo que ha hecho.
—Wow, eres buena, chica.
Ella se limita a lo de siempre; media sonrisa y sigue en lo que está.
—En la cocina hay comida.
—¿No cenarás conmigo?
—Dame un minuto. ¿Por qué llegas a esta hora?
Después de darme una ducha rápida y besar a mi hermoso y escurridizo
Armando, entro a la cocina mientras le cuento mis últimos momentos antes
de tomar el metro a casa. Savannah parece incrédula ante la historia que,
contada en voz alta, parece inventada.
—Sé que es todo un disparate, pero no sé qué le pasa a ese tipo.
Mi hermana levanta las cejas y sonríe hacia mí.
—Le gustas, seguramente.
—Claro que no.
Nos sentamos en el piso mientras devoramos una de las suculentas
especialidades de mi hermana; puré de patatas.
—Evarista nos ve con desdén —mi hermana gira la cabeza y mira el
cuadro detrás de ella, la mujer adornada con alhajas tiene un aire de
superioridad que llega hasta nosotras— se burla de nuestra cena sin mesa de
comedor, ni finísimos tenedores.
—Pues que se aguante —responde mi hermana y se vuelve hacia mí —
por ahora no puede hacer mucho sin medio cuerpo.
Tras una noche de risas y mucho cansancio, amanezco completamente
renovada y lista para enfrentar un agitado día laboral. El museo está repleto
de personas esta mañana y mi jefa no ha parado de darme órdenes. Desde el
viaje a Nueva York, Jacob y yo nos hemos vuelto muy amigos. El asunto
vergonzoso quedó atrás, convirtiéndose en una broma entre los dos de vez
en cuando. Lissa por su parte se limita a darme miradas reprobadoras cada
vez que me escucha llamarlo por su nombre de pila y me encarga todo tipo
de tareas.
—¡Sabrina!
Desde un lado del pasillo hacia las oficinas una voz familiar detiene mi
decidido andar. Es Jeremiah Stanford.
—¡Hola! —como siempre, trae una sonrisa entusiasta colgada en el
rostro.
—¿Cómo estás?
—Estoy muy bien, gracias por preguntar. Camino a la oficina.
—Estupendo. ¿Qué harás a la hora del almuerzo?
—Pues… supongo que almorzaré.
Sonríe una vez más.
—Acepta una invitación a comer, entonces. Aquí mismo.
Su mirada hace que no pueda rechazar la invitación.
—De acuerdo.
—Paso por tu oficina a las doce.
—A las doce.
Sigo mi camino y encuentro a mi jefa hablando por teléfono. Me pasa un
papel con algunas anotaciones y sin esperar más, me dispongo a trabajar.
A las doce en punto estoy lista. Jeremiah está afuera de la oficina
esperándome y juntos nos encaminamos al restaurante del museo. Un lugar
lujoso, sofisticado y muy exclusivo. Los empleados no suelen comer aquí.
Solo quienes se lo pueden permitir.
Ordenamos y nos relajamos mientras llegan los pedidos.
—¿Y qué tal tu viaje con Jacob? —su pregunta carece de cualquier
interés personal. Se escucha más bien amigable.
—Bien, conocí a muchas personas.
—Eso es un bonus, aunque imagino que los días siguientes no habrán
ido tan fenomenales. De hecho, esperaba que aparecieras en el diario esta
semana —levanta los brazos y extiende las palmas barriendo el aire delante
de él—“Empleada del Museo de Arte Universal de Chicago muere a manos
de su celosa jefa”.
No puedo evitar reírme de la ocurrencia.
—Sí, yo también me esperaba algo así. Pero ya ves, no ha ocurrido nada.
—Todavía —dice él, levantando las cejas y golpeando el cristal de la
mesa con el dedo índice. Se le ve preocupado, algo distinto sutilmente.
—¿Qué ocurre? Te ves, no sé… diferente.
—No —se apresura— no me pasa nada.
Después de una breve pausa decide que la mentira no va a funcionar. Me
he quedado viéndolo directamente a los ojos.
—Si vamos a ser amigos lo último que debes hacer es tratar de
ocultarme las cosas. No soy tan tonta.
—Perdona, no es eso lo que quiero que pienses —se pasa un mano por el
cabello y con gesto distraído se acaricia las manos.
—Lissa y yo salimos.
Parece un niño. Su mirada traviesa esconde un hombre sensible y
seguramente cariñoso. Juega con las manos y espera mi respuesta.
La noticia me cae como lo que es: una gran e inesperada sorpresa. Trato
de no abrir mucho los ojos, pero mis parpados han cobrado vida propia. Eso
no me lo había imaginado.
Nunca.
Ni en mil años.
—O más bien, ya no. O sí, creo. La verdad es que no sé —parece
confundido y desesperado.
—¿Salen o no?
—No lo sé. Me dijo que quiere un tiempo. Y eso es un final, lo sé.
—Bueno, no necesariamente tiene que serlo —me siento en la
obligación de consolarlo. — Tal vez solo es eso; tiempo.
Se ve afectado. De manera fugaz pienso que la quiere. Alguien como él,
quiere a alguien como ella.
—No. Es definitivo, cada vez me convenzo más. No soy la persona que
encaja en su forma de vida.
Las últimas palabras salen de su boca tan triste, que parecen una
exhalación directa de su corazón. Me apena y me siento en la obligación de
ofrecer mi ayuda, aunque sé que terminaré arrepintiéndome más temprano
que tarde.
—Relájate —tomo su mano y le doy un suave apretón— tal vez llevas
las cosas más allá de lo que en realidad pueden ser. Cuenta conmigo para lo
que necesites.
—Ayúdame a saber si aún siente algo por mí —dice tan rápido como sus
propias palabras se lo permiten. Lo sabía, ya me arrepentí.
—Bueno, yo hablaba de cosas menos arriesgadas. ¿Cómo crees que voy
a saber eso? a penas y me da la hora, a regañadientes, por si no lo has
notado.
—Tú eres mujer, las mujeres cotillean. Se comentan esas cosas.
—Sí, pero estamos hablando de Lissa Goddard. Ella no es alguien que
me incluya en su intimidad. No cotillea. Es tan absurdo lo que pides, que ni
si quiera tiene sentido pensarlo dos veces.
—Por favor —vuelve a poner esos ojos de cachorrito, los que
seguramente habrán conquistado a mi jefa.
—No.
—Haré lo que tú me pidas. Solo échame una mano.
Lo pienso… lo pienso… lo pienso.
—No.
—Lo que tú quieras, en serio —hace una pausa mientras adopta un aire
serio—. No quiero perderla. Pero no me deja ir más allá de donde ella
quiere. Siempre tiene esa barrera que la separa de los demás. Necesito saber
qué piensa realmente de mí, porque sé que solo me deja saber lo que le
parece que debo conocer. Y sé también que ese tiempo es por algo. Lo que
no logro identificar es, si es bueno o malo. Y no me lo dirá de buenas a
primeras.
Wow, ese es un hombre al que definitivamente nunca he visto. En ningún
momento de mi vida.
—Te lo cobraré cuando me plazca. Cuando lo necesite y no podrás
negarte ni poner excusas.
Su expresión vuelve a ser la risueña y encantadora de siempre. El
abatido hombre se ha esfumado.
—¡Sabía que eras la indicada!
—¿Planeaste todo esto?
—Digamos que… más o menos. Confié en que eras tú, desde que te vi.
Tienes un aura especial.
—Sí, claro.
El mesero llega con nuestra orden. Disfrutamos un delicioso almuerzo y
nos adentramos cómodamente en ese plácido ambiente familiar de la
amistad naciente. Esa que surge sin protocolo y solo se desliza entre
nuestros corazones sin hacer mucho ruido.
Mientras ideo un plan para el -visto desde este punto- ridículo cometido
que me he fijado, mi teléfono celular suena y sin mucha expectativa
contesto:
—¿Diga?
—Hola, asesora personal.
No puede ser.
—Por Dios. ¿Me acosas?
—Claro que no. Solo te estoy llamando.
—¿Cómo es que conseguiste mi número?
—Las personas tienen formas de conseguir las cosas.
—Me das miedo.
—No tienes que temer. Soy un tipo de lo más normal.
—Los psicópatas suelen ser tipos de lo más normal.
Su risa del otro lado es fresca, pero no deja de alertarme el interés.
—Ya te he dicho que no tienes que temer. Quiero hacerte una invitación.
En plan de trabajo, claro.
—¿Ah sí?
—Si. ¿Estás libre este sábado?
—No trabajo los sábados.
No responde, sé que espera que diga algo más.
—¿De qué se trata? —claudico al fin.
—Nos vemos en el Seventh Cloud Café, a las diez.
Cuelga y acto seguido observo el teléfono, como esperando una
explicación por parte del artefacto.

***
—Esto es estúpido —me digo a mí misma frente al espejo, mientras
ajusto un corbatín, a juego con una camisa beige de manga corta.
Sí, me preparo para ir al café Seventh Cloud.
—¿Y qué se supone que harán? —pregunta mi hermana, recostada en la
pared de la habitación, mientras me observa caminar de un lado a otro.
—No lo sé. Solo dijo que nos veríamos allí.
—Ya…
A través del espejo la veo dirigirme una mirada burlona.
—No me mires así.
Como si no supiera de lo que hablo, Savannah hace un gesto inocente y
se encoge de hombros.
—¿Pero, cómo te estoy mirando?
—No sé, así —imito su gesto.
—Solo pienso que el tipo está loco. Y tiene una forma muy particular de
llamar tu atención.
—No está llamando mi atención —esquivo a Armando mientras voy por
una liga para sujetarme el cabello— solo necesita un poco de ayuda con su
trabajo. Y, viéndolo desde mi perspectiva, eso es algo que beneficiará al
museo cuando llegue la hora de la exposición y, por ende, es un beneficio
para mi trabajo.
—Acabas de sacar toda esa conclusión en este momento ¿Verdad? —
entrecierra los ojos.
—Sí —me doy la vuelta rápidamente y termino de arreglarme.
—¿Qué esperas de esto?
Justo cuando estoy tomando mis llaves mi hermana me detiene con la
pregunta, haciendo que mi mente se detenga y espere atenta mi respuesta.
—Nada —la respuesta es sincera— en verdad no espero nada— y creo
que es la primera vez, desde que me relaciono con hombres, que no espero
nada.
—De acuerdo. Entonces, vete. Yo me quedaré arreglando este lugar y
haciendo algo de trabajo.
—Está bien. Vigila a Armando, le dejé comida afuera.
—No lo haré.
—Sí lo harás —cierro la puerta detrás de mí y camino hasta el ascensor.
10
Sentado a la mesa que he elegido espero tranquilamente su llegada. Un
pensamiento de mi última cita frustrada flashea mi mente y ruego a mi
ángel guardián –si tengo uno- que no me ocurra una segunda vez.
Por alguna razón a la que no encuentro fundamento, sé que vendrá. O
eso quiero creer.
Mis ideas se materializan cuando veo su figura aparecer delante de mí.
Tan agraciada y simpática como la recuerdo.
—Llegas quince minutos tarde.
—Dijiste a las diez, nunca mencionaste que fuera a las en punto.
—Creí que lo asumirías. Está bien, no importa. Toma asiento.
Cruza los brazos sobre su pecho y levanta una ceja. Tardo un segundo en
captar la razón del gesto y me levanto de la silla.
—¡Oh, claro! ¿Pero, dónde están tus modales, hombre? —Voy hasta ella
y retiro la silla. Espero hasta que está cómoda y vuelvo a mi lugar.
—¿Es un buen momento para que me digas qué hago aquí?
—Por supuesto —respondo— el día de hoy vamos a buscar enamorados.
—¿Qué? —su gesto es justo el que esperaba.
—Así. Tal como lo escuchas —mientras dejo algunos lápices y un
pequeño block sobre la mesa, le cuento mi plan. — Estaremos aquí viendo
cómo se manifiesta cupido y entonces lo transformaré, o mejor dicho, lo
representaré.
—Ajá. ¿Y en qué parte súper especial intervengo yo?
En ese momento se acerca una joven con la carta de bebidas y postres,
para tomar nuestras órdenes.
—Tú, mi querida, me ayudarás a darle sentido a todo eso. Serás el ojo
agudo que vea lo que yo no.
—De acuerdo —no está convencida, después de una breve pausa
continúa.
—¿Te das cuenta de que esto no tiene el menor sentido, verdad?
—Sí.
—¿Entonces por qué estás tan decidido?
—Porque es lo que me ha provocado. No tengo ni la menor idea de
cómo funciona esto del amor, así que decidí hacer trabajo de campo con
alguien que parece saber perfectamente de qué se trata.
—No lo sé perfectamente —se defiende— solo hablo por lo que he
vivido y lo que he visto.
—Has vivido muchos eventos amorosos, entonces. ¿Te has enamorado
muchas veces?
Abre la boca para responder, pero inmediatamente la cierra y parece
meditar su respuesta. En ese preciso instante llega nuestra orden humeante.
El aroma de las bebidas invade el ambiente y dejo que los exquisitos
vapores aromaticen el lapsus en que Sabrina considera lo que va a decir.
Toma la taza caliente y da un delicado sorbo. Siento, por su gesto, que he
sido muy imprudente al hacer el comentario.
Idiota.
—Creo que he tenido muchos problemas creyendo que sé a qué me
refiero cuando hablo del amor.
La curiosidad se despierta en mí y sin dedicar mucha atención a lo que
hago, empiezo a trazar algunas líneas en la hoja mientras la escucho.
—En este momento de mi vida ni siquiera sé si en verdad he estado
enamorada.
Esta última frase se escapa en un aire ausente, como si no me lo dijera a
mí directamente. Sigo haciendo trazos y me imagino a una joven muchacha
de ojos verdes abrazando una fotografía, suspirando esperanzada, víctima
de un enamoramiento adolescente.
—Pero —se anima a sí misma y es como si se convirtiera otra vez en la
chica que ha llegado antes— tal vez te pueda ayudar descubriendo algunos
rostros de gente enamorada.
—Sí, es eso lo que creo. ¿Y cómo luce uno de esos rarísimos
especímenes? —mi mano sigue animada sobre el papel. Tanto, que no me
molesto en prestar mayor atención a lo que hago.
—Bueno —mira a nuestro alrededor y detiene su mirada en un punto
más allá de mi hombro derecho— por ejemplo aquél par.
Disimuladamente giro la cabeza y descubro una pareja joven que apenas
y cruza palabras entre sí.
—¿Qué con ellos?
—Míralos, son novios, se dieron un beso hace unos segundos.
—No lucen muy enamorados.
—No, la verdad no.
La chica le ofrece al joven una media sonrisa y le limpia la comisura de
los labios. Luego toma una galleta y la come desviando la mirada hacia la
calle.
—Creo que se acostumbraron a estar enamorados —prosigue.
—¿Cómo está eso? —vuelvo a las hojas en mis manos y paso a un folio
nuevo.
—Puede que no sea como lo pienso, pero esa es la impresión que me dan
—un nuevo sorbo al café mocaccino moja sus labios. Con una delicadeza
que me divierte, los seca y continúa:
—Se me ocurre que son de esas personas que tuvieron un comienzo
fantástico. Ya sabes; cine, flores, chocolates, en fin. Y luego, una vez se
vieron enamorados, detuvieron el romanticismo, la conquista y se
acomodaron allí. Se están conformando con saber que sienten algo, pero no
se molestan en animarlo.
Mientras la escucho imagino lo que siente.
Hago trazos retratando someramente a nuestra pareja. Encuentro lo que
dice totalmente interesante, aunque ella parezca no acabar de convencerse
de sus propias palabras.
Dejo el lápiz y acabo de un trago el capuccino.
—¿Esto era todo? —pregunta, mientras me observa devolver todo a la
mochila.
—Creo que tengo suficiente material para algunas cuantas cosas. Sin
embargo no es todo. Ahora quiero conocer un poco más a mi asesora.
—Ya que soy tu asesora, ¿cuánto vas a pagarme?
—¿Cuánto vale una hora de tu trabajo?
—¿En este momento de mi vida? Mucho.
—¿Acaso quieres hacer una fortuna y retirarte joven?
Se ríe frescamente y empieza a jugar con la servilleta.
—No tanto eso. Quiero ayudar a mi hermana con su carrera y construir
un futuro estable y sólido para las dos.
Una ligera preocupación de saberla sola en el mundo me hacer inquirir
algo más sobre su vida.
—¿Y tus padres?
—Ellos… —en el último momento decide no seguir— otro día te
contaré. No arruinemos mi segundo primer día de trabajo.
—¿El segundo?
—Sí. Ser la asistente de Lissa Goddard es mi primer empleo —lo dice
con tanto triunfo, que hasta yo me siento emocionado.
—¡Vaya! Qué bien. Eso está bien. No te preocupes, en verdad voy a
pagarte. Solo no pidas muchos permisos ni armes un sindicato.
—De acuerdo, puedo hacer eso. ¿Y qué horario tendré?
—Bien, en vista de que tienes otro empleo, algo más formal y que soy
una persona excesivamente considerada, solo te llamaré cuando lo requiera
y no interrumpiré tu horario en el museo. Espero que no hayas firmado
ninguna cláusula de exclusividad. De ahora en adelante, cambia tu política
de no trabajar los sábados.
—Ya te odio.
—Eso significa que soy un buen jefe.
El tiempo que transcurre a continuación es una entretenida tertulia de
vivencias y temas actuales sobre lo que dos desconocidos deciden hablar
para romper el hielo. Al cabo de dos cafés más decide que es hora de irse,
alegando que su hermana la espera. Por ser su primer día, le concedo el
privilegio de abandonar temprano su puesto.
—Saluda de mi parte a tu gemela.
—Seguro —sonríe y desaparece dentro del taxi.
En mi pecho se construye, inesperado, un sentimiento que reconozco de
algunos días pasados, cuando las ideas explotaban repentinamente en mi
cabeza y debía correr a liberarlas.
Lo siento gratamente; la inspiración ha llegado.
En mi lugar perfecto; la sala de mi apartamento, desato mis ánimos y me
entrego entusiasta al placer que me consume desde que tengo memoria: el
arte.
Algunas veces es la fotografía y otras, la pintura.
En momentos que no puedo prever ni planear, un lienzo vacío me seduce
y me atrapa. Me hipnotiza y sin que pueda objetar, me ase y caigo.
No puedo, siquiera, decir cuánto tiempo paso frente a un caballete,
llenando la tela con formas que saltan enloquecidas en mi cerebro, que
bailan delante de mis ojos y luchan, ruegan porque las libere.
Así me ocurre ahora.
Tengo en mi mente la nítida imagen del Seventh Cloud.
La Pareja que antes hemos visto se dibuja sin esfuerzo y dejo en sus
miradas el aire ausente que recuerdo. Rememoro las palabras de Sabrina y
me concentro más en el dibujo, trato de que todos vean lo que busco
decirles, eso que ahora se aclara en mi mente.
Cuando siento que estoy satisfecho con lo que he logrado -aun no
habiendo terminado, por supuesto- decido parar.
11
—Es otra fuente de ingresos, es todo —mi hermana y mi gran amigo
Gregory están delante de mí sosteniendo sus bebidas, mientras me
interrogan acerca de la cita de esta mañana y me esfuerzo por hacerles
entender que solo ha sido trabajo.
—Claro, trabajo.
—Basta los dos. Ya les he contado todo con lujo de detalle, y los únicos
que pueden encontrar algo malicioso en la escena son ustedes dos.
La música es buena, el pub está medianamente lleno. Es un sábado ideal;
luces, buena bebida, buena compañía, ningún gasto a la vista, ya que todo
está yendo por cuenta de Greg. Pero los dos no han hecho más que inventar
disparates acerca de Dylan y su –según ellos- pretexto para salir conmigo.
Ya no sé de qué otra manera hacerles ver que no hay nada más allí.
—Está bien, dejémoslo ahí por un rato —dice mi amigo, al tiempo que
levanta la mano para llamar al mesero y ordenar nuevamente.
—Qué considerado, gracias —exagero un gesto de agradecimiento en su
dirección.
—Ahora quiero saber cómo va lo de tu jefa. ¿Aún está haciéndole falta
un revolcón? —levanta las cejas sugerentemente haciéndome reír de
inmediato.
—Pues… —inmediatamente recuerdo la confesión de Jeremiah y me
debato mentalmente entre contarles o no. Al final, apelando a mi siempre
oportuna habilidad para acomodar las cosas, decido contar a medias lo que
sé— digamos que no parece ser ese exactamente el problema.
Ambos me miran esperando que cuente más. Saben que sé mucho más
de lo que acabo de decir.
Parágrafo: ya no tengo esa tal habilidad que he mencionado
anteriormente.
—Cuéntalo todo —mi hermana me apunta con la pajita de su Bloody.
Suelto un bufido y bajo la cabeza, no se siente bien revelar secretos
ajenos. —Al parecer, sale con alguien del museo.
—¡Oh Dios! No inventes —Sav no lo puede creer— ¿Y tú como lo
supiste?
—Resulta que tengo encomendada la misión de saber si ella aún está
interesada en él.
—Qué tarea tan encantadora.
—Sabrina —Gregory planta ante mí una de sus caras de incertidumbre—
¿Te has dado cuenta de que a ti te pasan las cosas más inusuales de todo el
mundo?
—Sí, definitivamente algún día escribiré un best seller con mi vida. Pero
antes debo saber cómo sacarle información a la hermética Goddard.
—Bien, eso es sencillo —dice mi amigo— dale celos.
—¿De qué hablas? No haré eso.
—Entonces fracasa en tu misión —se encoje de hombros y mira
descaradamente el trasero de una chica que pasa a su lado, coqueteándole.
—Tampoco fracasaré, debe haber otra forma.
—Seguro la hay —vuelve a centrar su atención en nosotras, mientras las
luces azuladas se reflejan intensas en su rostro, haciendo que los ojos le
brillen— Es más, el lunes llega a su oficina, te plantas frente a ella y le
preguntas si aún le gusta su amante. Sencillo.
Medito la alternativa que Greg me ofrece. No parece una mala idea,
salvo que puedo terminar siendo una víctima mortal de una doblemente
celosa jefa, quizá.
—Piénsalo, Ángeles, es la forma más efectiva de saber si a una persona
le gusta otra.
—No me digas Ángeles —le lanzo unas gotas de lo que queda en mi
vaso a mi hermana. Sabe que no me gusta que me llamen de esa forma.
—Aunque no negaré que parecen tener razón, sería echarme a la fiera
encima. Si de por sí ya tiene celos profesionales, ¿se imaginan que además
tenga celos amorosos? me asesinaría sin contemplaciones.
—Si, después aparecería tu hermana gemela en busca de venganza —
Gregory levanta teatralmente el cabello de Savannah, haciendo gestos
graciosos.
—Está bien, pero necesito un plan de escape, por si las cosas no resultan.
—Siempre puedes decir que tienes pareja. Soy un buen pretexto.
—De acuerdo, creo que es suficiente trabajo por hoy. Quiero bailar,
bailemos los tres. Te envidiarán.
Me levanto de la silla y los arrastro a la pista. Usualmente mi hermana
no baila, pero siempre hago mis mejores esfuerzos por hacerla cambiar de
opinión.
En la pista bailamos según nuestro propio ritmo. La gente nos mira
extrañada y nosotros obviamos sus miradas. Quiero sentir que soy libre y
feliz, porque lo soy. Ahora lo soy.
Algunos chicos se acercan y miran a Gregory con admiración, o envidia,
según sea el caso. No cualquiera tiene un par de gemelas, a pesar de que
tenemos perfectamente definida nuestra amistad.
Al acabar la canción somos risas y saltos. Un chico alto y rubio se acerca
a mi hermana y la toma del brazo, sonriendo. Aunque el gesto no es brusco
veo la mirada de mi hermana y sé que no le ha gustado. Me detengo un
poco y observo su reacción. Gregory no se ha dado cuenta y decido seguir
saltando, sin perder de vista a mi hermana.
El chico insiste y ella está empezando a ponerse nerviosa, de inmediato
me acerco y la tomo del brazo. La música está muy alta, cualquier palabra
se perdería en el aire.
En el justo momento que el chico me mira molesto, Gregory se da la
vuelta y nos observa. Acerco a Savannah hasta nosotros y nos alejamos del
hombre, quien pierde su mirada entre la multitud que se aglomera delante
de él.
Savannah está nerviosa, así que la abrazo y trato de contagiarla
nuevamente del ánimo fiestero.
—Estamos bien, ¿verdad? —le digo sobre el ruido. Dentro mi corazón se
encoge, sé perfectamente qué pensamientos cruzan por su mente.

***

Me recibe un lunes perfectamente laborioso; tal como lo es un lunes de


diciembre en el museo más importante de la ciudad. Hoy hay
presentaciones hasta decir basta. Un especial navideño abre la temporada,
un concierto a favor de una fundación benéfica y la exposición de más de
cincuenta obras de arte navideñas. Me gusta este ambiente. Me gusta el qué
hacer, desde que tengo qué hacer.
Hoy pondré en marcha mi tarea suicida, espero que resulte.
—¡Sabrina!
Mi nuevo gran amigo Jacob Drummond, atraviesa la puerta de la sala de
exposición, llevando sobre su rostro una magnífica sonrisa y un cabello
mejor que el mío.
—Jacob, ¿qué tal tu fin de semana?
—No podría haber ido mejor —me da un beso en la mejilla y mira
alrededor. Parece satisfecho con lo que se ha organizado.
—¿Te gusta?
—Me encanta. Hay que empezar a hablar de esto ya mismo. Etiquétame.
—Por supuesto —le digo, entusiasmada.
Siento unos tacones firmes venir desde atrás. Les dejaré adivinar quién
es.
—Jacob, ¿cómo estás?
Se saludan de la forma habitual y, como es de esperarse, me da una
mirada calificadora y luego se gira para seguir en lo que ha estado antes. Sé
que no habrá queja, estoy reluciente. Casi destello al sonreír.
Aun no tengo un plan milimétricamente elaborado, creo que apelaré a la
improvisación, en cuanto tenga una oportunidad.
—Sabrina, necesito que vayas con Jeremiah y le entregues esto —Oh,
Dios. Mi suerte no puede ir mejor. Jacob me pasa una memoria USB y
diligentemente me encamino hacia las oficinas. No sin antes dejar entre los
tres una encantadora sonrisa, que me haga ver demasiado entusiasmada por
ir a ver a Jeremiah. Rápidamente mido la reacción de Lissa, pero ella ha
girado su rostro hacia otro lado.
—Por supuesto. Encantada.
Dios, esto me saldrá caro. Muy caro. Ni siquiera sé por qué lo estoy
haciendo.
Salgo de la sala de exposición y me encamino a las oficinas. Golpeo un
par de veces al llegar y tengo frente a mí a Jeremiah.
—¿Tan pronto me tienes noticias?
—No, aun no. Solo vine a traer esto —le entrego la memoria y empiezo
a dar vueltas dentro de la oficina.
—¿Qué haces?
—Quemo tiempo.
—¿Para qué?
—Tendrá sus frutos, créeme. Es más, dame tu número de teléfono —
intercambiamos números y me burlo de la cara de confusión de Jeremiah.
—¿Qué estas planeando? —su voz es la perfecta descripción de
desconcierto e incertidumbre.
—Nada de lo que tengas que preocuparte. Vuelve a lo tuyo.
Espanto el aire con las manos mientras observo los cuadros en la oficina.
Por el ambiente que hay aquí dentro siento que es un hombre sin
complicaciones y fresco. Dentro de mí, sigue sin encajar una relación entre
él y Lissa Goddard.
—Dime que esto no acabará peor de lo que está. Ya me estoy
arrepintiendo.
—Nada de eso. Ya me involucré y estoy dando lo mejor de mí por este
proyecto. De hecho, con las cosas que se me están ocurriendo en este
momento, sabrás definitivamente si esa mujer está interesada en ti, sí o no.
Además estoy arriesgando mi vida, así que valora eso, ¿bueno?
Suena como si lo estuviese regañando y debe ser porque medianamente
lo estoy haciendo. Tengo una seria tendencia a tomarme muy personal
algunas cosas.
—Está bien, pero recuerda que lo que quiero es acercarla, no hacerla
salir corriendo.
—Descuida, en mis escasos ratos libres soy asistente personal de cupido.
Nada que no pueda manejar.
Cuando siento que ha transcurrido el tiempo suficiente como para que
Lissa se cuestione mi demora, decido salir de la oficina y reunirme con mis
jefes nuevamente en la sala de exposición.
Alegremente cruzo la puerta de entrada y vuelvo con ellos.
—¿Por qué tardaste tanto?
Esperen, eso no vino de quien yo esperaba.
—Disculpa, Jacob, me entretuve sin querer con Jeremiah —lo digo tan
directamente como para que Lissa me oiga, pero no hay reacción de su
parte.
Oh, no. Esto romperá el corazón de alguien.
—Está bien —mi apuesto jefe entrecierra los ojos y se da la vuelta.
Sigue hablando de la exposición y acordamos algunos detalles de lo que
seguirá en el día.
Más tarde, mientras celebro alegremente que puedo permitirme un
almuerzo fuera del museo –y no es que no me guste lo que mi hermana
prepara- saco mi móvil para hacer una llamada que ansío terriblemente. Mi
corazón me suplica escuchar su voz. Marco el número y doy un brinco
emocional cuando se abre la llamada. Su voz es toda la tranquilidad y
alegría que conozco desde que era niña.
—¡Princesa!
—¡Hola, tía!
—¡Cuánto gusto escucharte, amor! ¿Por qué no me habían llamado?
¿Dónde estás? ¿Y tu hermana?
—Estamos bien, tía. Quería llamarte cuando tuviera cosas completas qué
contarte —cruzo un par de calles y me acomodo en un pequeño restaurante.
Ojeo la carta y ordeno una hamburguesa. Sí, mi cuerpo quiere comida
grasosa. Algún día pagaré por eso.
—Me alegra que me llames, después de todo lo que ocurrió tu pa…
—No, tía —la detengo antes de que siga. Puedo imaginarme lo que
vendrá— por favor no sigas con ellos. No ahora. Quiero contarte que tengo
empleo.
—¿En serio?
Está tan sorprendida como imaginé que lo estaría.
—Sí, de hecho son dos empleos.
—No puedo creerlo.
—Sí, Savannah también ha conseguido empleo. Es restauradora en una
galería de arte. Yo trabajo en un museo.
—¿Tú? ¿En un museo? Pero, si te parecen de lo más aburrido, cielo.
Parece más algo de tu hermana.
—Lo sé, pero estoy en un área más a mi gusto, para resumir.
Rápidamente le cuento como llegué al museo y un pequeño bosquejo de
mi reciente nueva contratación. Escucho música al fondo. Debe estar en
alguna de sus sesiones de relajación, el sonido de olas y gaviotas me hace
añorar los días que mi hermana y yo pasábamos en su casa.
La orden llega y sin colgar la llamada, me entrego a los placeres
deliciosos de una comida poco saludable, pero en extremo adictiva.
—¿Dónde están viviendo?
—Luego te daré la dirección.
—No les diré, cariño.
—Tía, te conozco. Sé que lo harás. Por ahora dejaremos así. Ya después
te enviaré la dirección para que nos visites. Tengo que dejarte, debo
apresurarme con mi almuerzo y volver al trabajo.
—Te amo, lo sabes. Dile a tu hermana que me llame. Las amo a las dos,
pequeña. No hagan las cosas a la ligera, sobre todo tú.
—Descuida, soy todo un adulto.
—Los adultos también cometen errores.
Su voz tiene el toque suficiente de amabilidad como para que no me
enoje con ella, ni mal interprete sus consejos.
—Te amo, tía. Te llamaré después.
12
Hoy es un buen día para seguir con mi plan. Definitivamente ha sido la
mejor idea que he tenido en mucho, mucho tiempo. Dentro de un par de
días será navidad y no estará bien llamar a Sabrina para entonces.
Decido enviarle un mensaje de texto.
Al poco tiempo llega su respuesta y sonrío al encontrarla un poco
irreverente, aunque pretenda ser cortés. Odia esto de trabajar los sábados,
en serio.
La he citado en el parque Long Breath. Es un sitio muy bonito, suelo
llegar hasta aquí cuando salgo a correr o cuando quiero bellos paisajes en
mis fotografías.
Casualmente llegamos al mismo tiempo esta vez. Baja del taxi y me ve
de inmediato. Tiene un aspecto fresco y desenfadado que no he visto tan
vivamente en las otras ocasiones.
—Hola, has mejorado tu puntualidad.
—¿Qué tal, no podías llamar más temprano?
—Lo pensé, pero luego tendría que verte con ojeras y todo eso, así que
decidí darte tu tiempo para que te arreglaras.
—Qué amable.
El sarcasmo en su voz me resulta divertido. Sin perder mucho tiempo
caminamos hasta la cafetería donde suelo desayunar cuando estoy por aquí.
—¿Qué habrá esta vez?
—Pues, lo mismo de la ocasión anterior. Dejaremos que todo fluya y que
tú lo encamines. No te lo creas tanto, pero tienes cierta habilidad para
conducir mis pensamientos por un buen camino.
—Wow, soy tu musa.
—No, no lo eres. Digamos que tú sabes cómo estimular a mi musa. Eso
es todo.
—Bien, no lo discutiré.
La veo disfrutar sin complicaciones un tazón de frutas y un par de
tostadas con huevos revueltos. Tiene una forma curiosa de cubrir por
completo el pan con mantequilla, como si tratara de sepultar la pobre
tostada, borrando cualquier evidencia de lo que alguna vez pudiera haber
sido.
—¿Quieres un poco de tostada con tu mantequilla?
Por un momento parece avergonzada, pero de inmediato adopta su aire
de suficiencia y me responde:
—No. De hecho quiero más mantequilla.
Sonrío y dejo que el vapor que emana de la taza de café se esparza entre
los dos. Su compañía es agradable, una mujer muy natural, sin prisas ni
conversaciones vacías.
Al acabar nuestro desayuno llegamos hasta el césped y nos tendemos en
él. La mañana está un poco fría, pero no nos impide disfrutar del paisaje.
Alrededor hay muy pocas personas y las que están no hacen nada
particularmente romántico. Los minutos empiezan a transcurrir sin nada qué
ofrecerme.
—¿Qué tal estuvo tu semana? —Por el momento parecía estar lejos,
mentalmente.
—Bien, el museo está demasiado activo. No es que me moleste,
obviamente, pero hay mucho por hacer.
—Sí, he visto algunas cosas en las redes. Cualquiera pensaría que
duermes con el móvil en la mano.
—Mantener a tus seguidores actualizados es vital —la expresión de su
rostro me deja muy claro que esa afirmación es, de hecho, una convicción.
—Estás dándome ideas… —en su rostro se dibuja una media sonrisa.
—¿Qué, ahora seré tu relaciones públicas? ¿Más dinero para mí?
—Puede que sí…
—Bien —considera la propuesta y asiente —será algo en lo que
trabajaré al llegar a casa.
—Te lo agradeceré, la verdad es que no le presto la atención que debería,
pero no estoy del todo fuera.
—Hoy en día no puedes dejar que la tecnología te atropelle, Dylan.
—Qué bonito.
—¿Qué cosa? Es una frase de cajón.
—No, no la frase. Es la primera vez que dices mi nombre. Se escucha
bien.
Un incómodo y raro ambiente nos envuelve. ¿Por qué rayos la veo
distinta? Sí, es bonita, pero antes no la había visto como hoy; tan fresca y
natural. Y no es que nos hayamos visto mucho…
Enfócate, Dylan.
Desvío la mirada mientras fotografío algunas cosas alrededor. Una
mujer, a unos cuantos metros de nosotros, sostiene una acalorada discusión
por teléfono. Sabrina persigue mi mirada y encuentra a la mujer, quien en
este momento sacude su mano izquierda fervientemente y luego la pasa por
su cabello.
La palabra “te amo” sale de su boca más fuerte de lo quizás ella hubiera
deseado.
Sin privarme del momento, decido fotografiarla.
—¿Somos como una especie de paparazzi de gente no famosa? —
susurra.
—Sí —respondo— es solo que no vamos a chismear sobre sus vidas.
Solo son un recurso.
—¿Y qué planeas hacer con todo esto?
—¿Por qué susurras? Estamos a metros de ella.
—Estoy metiéndome en el papel.
—¿El de paparazzi?
—Más o menos. Pero dime —ha dejado el tono bajo y su voz es el vivo
interés— ¿qué harás?
Sin dejar de ver a la mujer de cabello rizado, ajusto la lentilla y
disimuladamente sigo con mi entusiasmado momento.
—Ya lo verás. Todavía no lo sé, a ciencia cierta, pero algo saldrá. Estoy
entusiasmado, te lo aseguro.
—No me queda duda.
Me quita la mirada y vuelve a la mujer, quien ahora limpia lágrimas de
su rostro y ha colgado la llamada, al parecer.
—¿Qué habrá pasado?
El tono de su voz es suave y compasivo, como si de veras se preocupara
por aquella mujer.
—No lo sé. Seguramente termina con su novio.
—Sí, eso parece un poco obvio. Pero me pregunto por lo que hay más
allá. ¿Qué los habrá llevado hasta allí?
—Tal vez el amor se acabó —propongo.
—O tal vez… han llegado a ese punto del amor en que debes
demostrarte que realmente amas a la otra persona.
—¿Lo crees?
—Sí.
—¿Y no se lo pueden demostrar de otra forma? No sé, algo más alegre.
Se supone que el amor es divertido y feliz.
—Puede que no. En alguna parte de la biblia dice que el amor es sufrido.
Tal vez estemos ante la manifestación del amor en pleno sufrimiento.
Sigo entusiasmado con mis fotografías. La mujer se ha levantado del
césped y ha vuelto a marcar, definitivamente no le importa que los demás le
observen, ya que no somos los únicos que presencian la escena. Pero pocos
son los que mantienen un verdadero interés.
Después de insistir varias veces se da por vencida y observa el móvil con
impotencia. La pena cubre su mirada. Recoge una bolsa del suelo y camina
hasta la calle. Desaparece segundos después en el tráfico al otro lado.
—¿La volveremos a ver?
—No lo sé. Es una ciudad muy grande.
De pronto se gira y me enfrenta, el brillo de sus ojos es tanto, que me
pregunto qué saldrá de su boca.
—¿Y si la seguimos?
—No creo que sea buena idea.
—Aguafiestas.
Cubro el lente de la cámara y la devuelvo a su estuche. Con todo el
cuidado y la parsimonia que se merece.
—Parece un ritual lo que estás haciendo.
Levanto la mirada y la encuentro observando atentamente mis acciones.
He traído en esta ocasión mi Nikon D7000, una de mis favoritas, por no
decir que es la mejor.
—Si la tuvieras en tus manos —digo sin apartar los ojos de mi preciado
tesoro— me entenderías. Es una joya; dieciséis megapíxeles que
inmortalizan todo lo que veo y en alta definición.
—Habrán cosas que no siempre puedas capturar en una fotografía.
—¿Cómo qué?
—Tal vez sentimientos demasiado profundos, emociones sinceras…
—Pues, es ahí cuando entra a jugar su papel el dibujante. Y para tu
información, sí se puede. De lo contrario no habrías dicho lo que dijiste
acerca de mis cuadros.
En esta última frase, se va un pequeño y diminuto dejo de reproche,
aunque no lo hubiese pretendido.
—Está bien, está bien. Ya lo entendí… cambiemos de tema. ¿Tienes
novia? —suelta de repente
—No, Sabrina, no tengo. ¿Y tú?
—No, tampoco tengo novia. No me gustan las mujeres.
—Muy graciosa.
Deja salir una risa fresca que torna el ambiente un poco cálido. O al
menos eso siento.
—No, no tengo novio.
—¿Una chica tan bonita no tiene novio?
—¡Aw! ¡Qué adorable! ¿Te parezco linda?
—No te lo creas, lo he dicho por cortesía.
No es del todo cierta mi respuesta. Ella entorna los ojos y luego desvía la
mirada hacia otro lugar; donde el césped es más tupido y el sol se derrama
sobre la amontonada hierba.
—He decidido no tener novio. Me quedaré soltera y viviré con mi gato.
—Bueno, mira el lado positivo, ya tienes el gato.
—Sí, Armando es el único que me entiende. O al menos eso quiero creer.
La verdad es que prefiere a mi hermana aunque ella lo odie.
—¿Llamaste a tu gato Armando?
—Sí, es el nombre de un galán de telenovela que me gustaba.
—Ya veo por qué no te quiere. Pero, volviendo al tema de tus novios,
¿por qué has dicho eso?
—Porque es verdad. Me rindo en esto de ser la mujer ideal de alguien.
Estoy harta de eso.
Por alguna razón que no logro explicar, por más que busco y me devano
los sesos, deseo seguir escuchándola. No sé si más tarde me arrepentiré, si
estoy construyendo mi propia tumba emocional, pero es la primera vez que
estoy interesado en escuchar las quejas de una mujer. Es posible que esto
del día de los enamorados me esté afectando demasiado.
—Una mujer como tú parece poder conseguir al hombre que quisiera.
—Oh sí. Pero resulta que no soy la mujer que el que quiero, quiere. O
algo así. Siempre caigo en manos del menos indicado. Mi vida amorosa ha
sido un largo recorrido de malas experiencias y desatinos. Siempre creo que
estoy haciéndolo bien, cuando es todo lo contrario. Me enamoro de quien
no debo, entrego mi corazón en menos de nada y termino llorando y
comiendo helado, jurándome a mí misma no volver a caer.
>>Parece fácil decir que no volverás a ilusionarte cuando estás en ese
tormentoso momento de la decepción, cuando la rabia recorre tu cuerpo
entero y tu mente solo te manda mensajes de desamor, pero no es tan
sencillo como parece. En menos de nada estaba otra vez viendo al chico
perfecto. He necesitado mucho para darme cuenta que soy una gran
estúpida y que el amor no se hizo para mí.
Una culpa irreconocible salta en mi mente. Siento que soy muchas veces
ese hombre del que habla. Ese que no valora a una mujer entregada. Será
mejor que no ahonde en esta conversación, no quiero dañar la amistad que
estamos construyendo. En sus ojos hay mucho dolor, eso es palpable.
Mecánicamente tomo mi cámara del estuche y empiezo a fotografiarla,
para ofrecer otro ambiente.
—¿Qué haces?
Pone su mano delante de su rostro, pero es demasiado tarde, el lente ha
sido más rápido. Una mirada triste se ha apoderado de su semblante, su
rostro perdió lamentablemente el brillo que traía esta mañana. Es momento
de arrepentirme de haberme entrometido.
—Tú también eres mi conejillo de indias.
—No. Eso no.
—Vamos, es divertido —no dejo de fotografiarla. Al final deja de
resistirse.
—¿Qué hago, entonces?
—Nada, solo sé tú misma.
—¿En serio? ¿No puedes decir algo mejor?
—Pero eso es lo que necesito.
—¿Y qué parte del experimento soy esta vez? —sigo fotografiando
mientras hace gestos, aunque no se ha ido ese aire melancólico de su rostro.
—No tienes nombre —disparo una vez más y capturo sus ojos. Son
asombrosamente verdes. Como… esmeraldas. Unas distintas, unas que no
he visto aún, pero sé que son esmeraldas. Resaltan en su piel blanca y sus
cejas oscuras.
—Creo que por hoy está bien. No te abrumaré más.
Devuelvo la cámara a su lugar y recojo el pequeño morral.
Me levanto y le tiendo la mano. Ella la recibe e incorporándose, sin
soltarla, la estrecha.
—Ha sido un placer. Aun no puedo creer que en serio me pagues por
esto. Y además tendré un aumento de sueldo por hacerte publicidad. Esto es
increíble.
—Sí, lo sé. Soy alguien muy generoso.
—No es generosidad, estoy ganando lo que me pagarás.
—Espero que hagas una gran labor.
—No te molestes en dudarlo —sonríe.
—Nos veremos luego.
Sonrío, complacido, mientras cierro la puerta del taxi en que se marcha.
Y así, termina otro extraño día de trabajo. Debe ser lo más absurdo que
he hecho en mi vida. Sin embargo, tiene sus frutos. Lo tomaré como una
inversión a futuro.
Vuelvo a casa y me doy manos a la obra. Paso horas detallando los
cuadros anteriores y planificando lo que haré con las fotografías que he
obtenido hoy. Tengo una muy mala costumbre de iniciar varias cosas al
tiempo.
Reviso en el ordenador las fotografías, me gusta lo que he logrado. Me
siento satisfecho y emocionado. Las repaso una y otra vez y, al cabo de
unos segundos me doy cuenta de que estoy dando vueltas a una misma
fotografía.
Sus ojos son llamativos, hay algo en ese verde magnético que
imposibilita desviar la mirada a otro lado. Por lo menos ahora me resulta
así. Recuerdo la forma tan determinada como hablaba de no volver a
meterse en temas de amor, que me siento raramente triste y, como he dicho
antes; culpable. Tal vez he causado ese sentimiento en algunas de las
mujeres con quienes he estado.
Sacudo el pensamiento de mi cabeza. No puede ser que esté pensando
estas cosas.
Me levanto del escritorio y voy hasta la ventana, donde trato de
perderme en la vista maravillosa que posa bajo el edificio.
Sin embargo, como si de algunas manos invisibles se tratara, giro la
cabeza y recorro la pantalla con la vista, una vez más.
No puedo dejar de verla.
13
No acostumbro a maldecir, pero ¡Maldición! ¿Por qué tenía que salir con
esas cosas? a él no le interesa mi vida personal.
¿O sí?
Pues me ha preguntado y yo respondí. Ya está. Lo dejaré ahí.
Regreso a casa y mi hermana no está. Lo último que me dijo es que
trabajaría hasta tarde. La llamo para saber que está bien.
No tengo nada qué hacer, así que utilizo mi adorado sábado, o lo que
queda de él en uno de mis pasatiempos favoritos: redes sociales.
Ver amigos que solo existen virtualmente me hace pensar en lo mucho
que he cambiado. Leo sobre lo felices que son sus vidas, otros con graves
problemas existenciales, contiendas amorosas, en fin. Tengo toda una tarde
para empaparme de trivialidades ajenas. Preparo una gran taza de café y me
tiendo en mi súper sofá de pocos dólares. Armando se acomoda a mi lado y
ronronea, buscando caricias.
—¿Ahora si me buscas, verdad? Solo porque ella no está. Date cuenta,
querido, ella no te quiere. ¿No ves lo evidente que es?
Como suele ser, no hace más que estirarse perezosamente y acomodarse
más a mi tacto.
—Sí, yo sé que no te importa. Recuerda que eres mío, yo te bauticé.
Aun lo recuerdo, fue totalmente traumático. Terminé con rasguños en
todo el cuerpo. Mi hermana y yo éramos muy jóvenes, no sabíamos a qué se
refería la gente cuando hablaba de “bautizar un gato”. Vaya que me quedó
claro.
Sin embargo, terminó bautizado con nombre y apellido.
En retrospectiva, creo que me odia por eso.
Sintiéndome culpable y en busca de una disculpa. Le ofrezco un paseo.
—¿Qué te parece si salimos un rato?
Sin darle tiempo a que me haga alguna cara de desprecio, doy un salto
del sofá, dejando en el ordenador a mis ciber amigos y sus interesantísimas
vidas expuestas.
Para ser amante de las redes sociales no debería decir esas cosas.
Me visto para la ocasión; abrigada y casual. Para mi Armando, una
pajarita negra.
Le envío un mensaje a mi hermana y la pongo al tanto de mi salida, por
si regresa antes.
Esta no es una ciudad donde puedas caminar tranquilamente por ciertos
lugares, pero aprovecho los sitios más transitados para deambular,
sosteniendo en mis brazos a mi dulce felino.
Resulta que la caminata no es lo mío, así que me quedo en el primer
parque que encuentro.
Las personas ya están muy sumergidas en ese ambiente festivo rojo y
verde. Hay familias paseando tranquilamente un sábado por la tarde y yo
me pregunto ¿por qué todo no siguió como antes? ¿Quién se divierte
escribiendo nuestra historia?
—Hicimos lo mejor —le digo a Armando, quien extrañamente se ha
quedado quieto en mis brazos. — ¿Extrañas la antigua casa? —Mi gato
prefiere perseguir con la mirada una pelota que rueda entre los pies de un
par de niños —no deberías. No hay nada que extrañar de ese lugar. Aquí,
con Sav y conmigo tienes todo lo que necesitas.
—¿Desde cuando hablas sola?
Una voz desde atrás me sorprende y me hace dar un brinco. Armando
salta de mis brazos y se estira.
—Gregory. ¿Me estás siguiendo?
—No, solo iba a visitarlas y al pasar por aquí te he visto.
—Sí, salí a dar un paseo pero creo que no puedo avanzar mucho a pie.
—Es cierto, tu casa está allá —señala con el dedo el edificio donde vivo.
—Savannah no está en casa. ¿Qué te parece si nos quedamos aquí un
rato y esperamos a que ella llegue?
Mi amigo toma asiento a mi lado.
—Quieres mucho a ese animal —Greg señala con el mentón en
dirección a mi gato, al tiempo que apoya los codos en las rodillas.
—Necesito derramar todo el amor que tengo.
Su gesto es compasivo, sin querer pronuncié las mismas palabras de
aquella vez.
—Cuando rezo -porque mi mamá insiste en que debo hacerlo- le pido a
Dios por ti y por tu hermana. Mereces cosas buenas, mereces a alguien que
te quiera y te valore.
El recuerdo intenta hacerme daño, pero suspiro, en aras de echarlo lejos,
de desecharlo.
Al final me vence y sollozo. Estúpida de mí.
—Le volvería a partir la cara —el odio en su voz es rotundo. Greg es
dulce, pero si lo hacen enfadar…
—No hace falta —la voz me sale muy nasal— seguro le quedó claro.
Pero también sirvió para aclararme las cosas a mí.
Gregory no parece convencido de mis palabras, pero lo deja ahí. Mi
mirada ha de haberlo dicho todo.
Disfrutamos un resto de tarde tranquilo. Después volvemos a casa y en
compañía de mi hermana hacemos fin de semana excesivamente relajado.

***

¡Es navidad! La ciudad está loca. La prisa es dueña de la vida de todos.


Y yo estoy en el museo, intentando trabajar a toda marcha para llegar
pronto a casa. Gregory nos ha invitado a pasar este día con él y sus padres.
Sav no trabaja hoy, así que está en casa terminando el postre que
llevaremos. Corro de un lado a otro con tal de tener absolutamente todo
listo y no demorar.
—Sabrina, termina de enviar la nueva programación para que hagan la
publicidad. Si pasa de hoy ya no estará lista.
—Sí, claro. Ya estoy por terminarlo —Lissa también tiene afán. Bueno,
eso es algo habitual. Pero hoy parece tener más prisa, también.
—Actualiza la agenda de Jacob, toma el último archivo que envié a tu
correo.
—Ya lo hice.
—Revisa que todo esté actualizado en la plataforma virtual, llama a
Miller and Partners y avísales de la nueva reunión, revisa que todo esté en
orden en la sala diez y después puedes irte.
Como siempre, todo lo demanda sin hacer pausa. Puede que me haya
acostumbrado, pero no deja de ser molesto algunas veces.
Respirando profundo y mandando lejos mis ganas de tirarla por la
primera ventana que me encuentre, hago todo lo que hace falta dentro de la
oficina y voy hasta la sala diez, donde a esta hora tiene lugar un bonito
recital navideño.
La música solo se siente dentro de la sala, ya que las paredes están
insonorizadas. Entro y con dificultad me abro lugar entre la multitud. Está
realmente concurrido el sitio, repleto totalmente.
Hay un hermoso coro entonando villancicos, padres con sus hijos y gente
sonriendo. Me contagian su alegría y tomo fotografías con mi celular. Jacob
está apresurado por irse, se nota en la manera tan insistente en que da la
mano a los asistentes y se encamina a la salida, pero una multitud alocada
por el sexi relacionista público impide la huida. Me encuentra con la mirada
e interpreto una rápida llamada de auxilio.
Solo por verlo sufrir un par de segundos, me limito a sonreír y saludarlo
con la mano. Aguanto las ganas de reírme cuando lo veo saludar a una
persona más y abrirme los ojos, suplicante.
Debido a que yo también llevo prisa por salir, me apiado y camino
apresurada hasta él.
—Jacob, qué pena que te interrumpa, te necesitan urgente en tu oficina.
Pongo un gran gesto de circunstancias y lo encamino a la salida.
—Te debo una —me susurra, mientras se va feliz.
—Me debes muchas.
Debo regresar a la sala para culminar mi labor, esperando llevarle a Lissa
algo que la deje conforme –si es que lo hay.
Mi vida nunca había tenido un desequilibrio tan estrepitoso. Algo tan
desestabilizador emocionalmente como lo que presencio a continuación.
Por un momento lo dudo. Trato de creer que no es él, que ese no es su
rostro, que estoy confundida y que no es otra cosa que una jugarreta, sucia y
perversa de mi mente.
No, no es una broma.
Levanta en brazos una pequeña niña y la llena de besos. A su lado, una
mujer bastante joven sonríe y los fotografía. Lucen felices. Exageradamente
felices.
La niña lo abraza con ternura y lo invita a ver el coro una y otra vez.
Soy una completa idiota por quedarme viendo la escena, pero así
funciona el cerebro cuando quiere hacértelo pasar mal.
Por un momento he olvidado qué estoy haciendo en ese lugar. Doy una
vuelta absurda en el mismo puesto y con gran dificultad termino de
fotografiar algunas cosas. Él sigue encantado con la niña. La mujer a su
lado los abraza.
Desbordan una felicidad que me molesta.
No sé qué siento, no logro definirlo. Me digo una y otra vez que soy un
adulto, que estas cosas hay que asumirlas con madurez y la frialdad
necesaria para evitar cualquier signo de dolor.
¡Bobadas!
Me encamino hacia ellos con decisión, sin embargo, el mismo espíritu
endemoniado que me impulsa a lanzarme hacia la feliz familia, me detiene
en seco un par de metros antes. Alguna fuerza extraña del destino hace que
él se gire, me encuentre con la mirada y se congele por un momento.
En esta etapa de mi vida, yo decidiré hacia donde avanza mi destino, y él
no está incluido.
Me doy la vuelta rápidamente y en menos de nada estoy fuera de la sala,
fuera de la multitud y lejos de cualquier contacto con ellos.
—Ya revisé todo —mi voz no es la misma que yo recuerdo. Estoy un
poco agitada, pero no quiero preguntas. Aunque no creo que Lissa las haga.
—Bien —hay cierta cautela en su mirada cuando voltea hacia mí— ya te
puedes ir —sé que quiere preguntar qué me ocurre, pero no lo hará. Mejor
así.
—Feliz navidad, Lissa.
—Igual —la confusión marcando su voz.
Es la primera vez que le hablo así. Pero necesito salir de este lugar,
necesito estar fuera.
Salgo del edificio tan rápido como puedo. Esta vez no iré hasta la
estación del metro, tomaré un taxi.
Es navidad, el tráfico es un caos y todos llevan prisa. Siento la absurda
necesidad de voltear cada vez, por si al verme ha decidido seguirme.
Cuando por fin un taxi se detiene delante de mí, abro la puerta como si el
fin del mundo estuviera a mi acecho. Doy la dirección al taxista y me
tranquilizo en el asiento trasero. El hombre me mira desde el retrovisor.
—¿Está bien, señorita?
Suena preocupado, debo estar dando un buen espectáculo. Tengo miedo
de que mi voz suene desesperada o muy temblorosa, así que solo gesticulo
un asentimiento y sonrío lo mejor que puedo.
El camino de vuelta a casa se hace largo. Toda una secuencia de
imágenes se cruza por mi mente y cierro los ojos con la esperanza de
echarlas fuera. No necesito esos pensamientos ahora, no necesito sus rostros
en mi cabeza, ni esa bonita felicidad que he dejado atrás, en el museo.
El auto se detiene en la acera, entrego el dinero al taxista y justo cuando
estoy por bajar, el hombre vuelve a dirigirse a mí, con unas palabras que
retumban en mi corazón.
—Cualquier cosa que hoy esté empañando su felicidad, échelas fuera,
señorita. No se permita estar triste el día de hoy.
—Gracias. Feliz navidad.
—Feliz navidad.
Sonríe y se marcha. Me repito un par de veces lo que acaba de decirme y
guardo la compostura para no preocupar a mi hermana. El ambiente afuera
está agitado y festivo, como suelen ser las navidades.
Al abrir la puerta, el olor de una deliciosa tarta de naranjas me recibe de
frente. Savannah corre de un lado a otro, con la nariz y las mejillas
empolvadas de harina.
—Menos mal regresas, necesito tu ayuda para empacar la tarta, ya casi
está. Además hice una crema de ciruelas, espero que les guste.
Crema de ciruelas, tarta de naranjas, no es bueno ahora mismo para mi
ánimo.
—¡Qué bien! Huele delicioso, eres todo lo que yo no soy en la cocina.
Trato de imprimir todo el entusiasmo que tenía esta mañana, antes de
salir de casa. Ese con el que esperaba volver esta tarde.
—¿Y a ti qué te pasa?
Se para en seco y espera mi respuesta. Ella me conoce muy bien y ambas
sabemos que cualquier mentira que salga de mi boca, será tiempo perdido y
un empujón innecesario a la desconfianza.
—Lo vi hoy. Con su hija y su mujer. Estaban viendo el coro navideño en
el museo.
Sabe de quién hablo, su rostro cambia y su expresión se ensombrece.
Creo que así debo verme yo.
—¿Te vio?
—Sí. O eso creo. Me fui de inmediato. No lo soporté.
Para cuando quiero darme cuenta, mis lágrimas ya están corriendo
desesperadas por mis mejillas. Ver a mi padre con su otra familia no es algo
que alegre mi navidad. No lo resisto, creí que sería más fácil.
Esperaba que ocurriera de otra manera, donde yo iba a poder verlo sin
que nada dentro mi ser tuviera que sentir el hecho de que había preferido
estar lejos de nosotras.
No puedo, mi corazón sigue siendo igual de sensible, débil y malcriado.
Lloro sin consuelo, no quiero hacerlo, pero tampoco puedo evitarlo. Me
lleno de rabia al ver lo tonta que soy y mi hermana, aunque se esfuerce, no
puede impedir que aquello la afecte también.
—No debí haberte dicho nada.
—Tarde o temprano lo sabría.
El bowl que trae en las manos se queda en una mesa, mientras se quita el
delantal y se limpia los restos de harina del rostro.
Es un momento en el que no hay palabras preparadas. Desde que
decidimos hacer nuestra vida por cuenta propia, no habíamos sabido nada
de nuestros padres. Debo confesar que yo fui la de la idea; en un momento
de rabia y una enorme tristeza decidí que mi hermana y yo debíamos salir
de aquél lugar inmediatamente. Aunque ha resultado más difícil de lo que
me imaginaba.
Ganar el dinero con el que tienes que vivir, después de haberlo tenido
todo, es duro. Hoy es la primera vez que veo el rostro de papá, después de
aquella desagradable noche:
Llegué a casa y mis padres estaban discutiendo muy fuerte. Sav estaba
en la habitación y los escuchaba claramente. Ellos casi nunca discutían y
cuando lo hacían, nunca era tan dramático. No quise involucrarme, subí
hasta la habitación y me desconcertó ver a mi hermana llorar
desconsoladamente. Ella nunca se dejaba amedrentar por una discusión de
ellos. Le pregunté qué pasaba, porqué lloraba de esa forma, pero no decía
nada. Bajé hasta la primera planta, bajaron la voz en cuanto me vieron
aparecer frente a ellos.
Pregunté qué ocurría, porqué estaba así Savannah y se quedaron en
silencio.
Cuando mi madre abrió la boca, lo hizo para decir las palabras que me
harían dejar de creer en estúpidos cuentos de hadas.
Dijo que eso no podía seguir, que estaba abrumada por tener que vivir
una vida que no quería. Que nos amaba a mi hermana y a mí, pero que no
podía soportar más. Ella quería hacer su vida, al igual que mi padre lo
estaba haciendo. Él ya tenía otra familia y ella no quería seguir con aquella
farsa de matrimonio.
Sé que eso debe ser común; que las familias se rompan y cada quien lo
entiende a la perfección. Pero no creo que sea igual cuando vives en una
familia aparentemente perfecta, sin problemas mayores.
Todo lo que mi madre decía en ese momento sonaba demasiado irreal, ni
siquiera estaba creyendo sus palabras, pero el rostro de mi papá no hacía
más que confirmar lo que ella decía. ¿Qué era eso de que él ya tenía otra
familia?
Cuando has crecido creyendo que eres el centro de la vida de tus padres,
que tienes la mejor familia del mundo, y que nada puede acabar con eso, el
día que acaba, tengas los años que tengas, será el día más devastador de
toda tu existencia.
Cuando la burbuja se revienta y debajo solo te espera un montón de
rocas filosas, tus pensamientos son otros. No vuelves a ser el mismo.
Subí a la habitación nuevamente, mi hermana lo sabía todo. Recogí
algunas cosas, incluyendo a Armando y las empaqué. No sé qué esperaba
que sucediera, solo quería estar lejos de ellos y llevarme a Sav conmigo.
Fuimos hasta un hotel y pasamos allí la noche. Me dormí pensando que
todo era una pesadilla y que despertaría nuevamente en mi cama, en mi
casa, con mi madre llamándonos a desayunar, como siempre.
Pero no fue así y entendí que definitivamente no teníamos lugar en sus
vidas. Sav lo pasó muy mal, ella siempre fue un poco más sensible, aunque
la mayor parte del tiempo no lo demuestre. Parece muy fuerte, como si nada
le afectara, pero yo la conozco muy bien. Sé que eso la destrozó y tampoco
ha sido igual desde entonces…
En la vida de mi hermana han pasado cosas muy desafortunadas, tal vez
por eso la veo tan frágil y siento desde el fondo de mi corazón, esa
necesidad tan urgente de cuidar de ella.
La única comunicación que hemos mantenido con alguien de la familia
ha sido con mi tía Carlee y le rogué que no mencionara a mis padres cuando
habláramos.
Habíamos vivido de nuestros ahorros durante todo este tiempo y lo
confieso, no sentí el peso de apropiarte de tus gastos hasta que todo se
acabó y tuve que conseguir empleo.
De esa forma llegamos hasta aquí, donde estoy ahora mismo, llorando y
maldiciendo por haber tenido que ver algo que no quería.
—Iré a ver la tarta.
Sav se levanta y va hasta la cocina. No escucho sollozos de su parte y me
siento fatal, lo está obviando y será peor, lo sé.
Todo lo que pensé para esta noche está perdido. Entro a la habitación y
me desvisto pesadamente, tengo los ojos hinchados. Armando se cruza
delante de mí y me agacho para tomarlo entre mis brazos.
—¿Cómo no lo vimos antes? Debió haber cosas muy obvias, pero
estábamos tan distraídos siendo inocentes, que no nos dimos cuenta.
Me gusta creer que me escucha, siempre ha sido una especie de
confidente, después de mi hermana.
—¿Te vas a quedar ahí, hablándole a ese gato y llorando como si el
mundo se estuviera acabando?
Savannah entra a la habitación y pone los brazos en jarras.
—No tengo la culpa, no controlo mis emociones. Todo esto me duele, es
importante.
—Solo porque tú quieres que lo sea. Oye, esta es nuestra vida ahora. Él
tiene la suya, mamá también ha de tenerla. Tú decidiste que nosotros
haríamos nuestro propio camino y yo te apoyé, no me hagas creer ahora que
tomé la decisión incorrecta.
Es como tener una conversación con mi otro yo.
—Creo que tienes razón —paso una mano por mi rostro, limpiando las
lágrimas que se escurren sin mi permiso.
—Vístete, recoge tus cosas con la misma decisión que lo hiciste aquella
noche y vamos a casa de Gregory. No me quedaré aquí llorando y
comiéndome sola la tarta y la crema.
Se da la vuelta y sale de la habitación.
¿Qué espero?
Sorbiendo por la nariz, me encamino al baño y me doy una rápida ducha,
dejando que todas las cosas que pueden amargar mi noche se vayan por el
desagüe. Mi hermana tiene razón, si ellos decidieron hacerse una nueva
vida, ¿por qué a mí me va a quedar difícil?
—Estoy lista.
Llevo un vestido amarillo y he ocultado mis grandes ojeras con
suficiente base y corrector. Mi hermana me acompaña con otro vestido
corto negro y tomamos un taxi hasta la casa de Gregory. Sus padres, a
quienes ya conocemos, nos reciben con calurosos abrazos y nos invitan a la
mesa, puesto que hemos llegado en el justo momento en que todos estaban
por dar las gracias.
Gregory tiene una familia muy numerosa y todos se ven muy unidos. La
madre de Greg, Meryl, lo trata como si aún fuera un niño; arreglando su
cabello y limpiando sus mejillas. Su hermanita pequeña, Bethany, no deja
de vernos a Sav y a mí. No puede creer que seamos idénticas.
La cena es deliciosa, la noche transcurre divertida y amena. Algunos
recuerdos flashean fugazmente, pero los aparto con la misma rapidez en que
llegan a mi memoria.
Cuando todos alaban la deliciosa crema de ciruelas de mi hermana
recibo una llamada de mi tía Carlee. Por un momento pienso que ella ya lo
sabe, pero mi angustia se disipa cuando encuentro su tono alegre
deseándonos a mi hermana y a mí una feliz navidad.
No he guardado por completo el móvil en el bolsillo cuando vuelve a
vibrar, tengo un mensaje de texto.
Para mi sorpresa, me descubro levemente emocionada al ver la firma.
Feliz Navidad, empleada/colaboradora.
Dylan.
Sonrío y devuelvo los deseos. Al levantar la vista encuentro un par de
ojos verdes mirándome, inquisidores.
Le saco la lengua y me uno a la conversación sobre algún equipo de
básquet del que no tengo ni la más remota idea.
14
—¿Por qué no puedo ver? Siempre me dejas ver tus trabajos.
—Ya te dije que no, Alfred. Déjame en paz.
—Estoy jugándome mi puesto con esta propuesta, lo mínimo que puedes
hacer es dejarme supervisarlo.
—Tú dijiste que confiabas en mí, así que demuestra que en realidad lo
crees.
Mi hermano ha estado insistiendo todo el rato en que le deje ver cómo va
el trabajo, después de haberle dicho que he estado entregado juiciosamente
a la próxima presentación, quiere supervisar –como siempre- cada detalle.
—Confío en ti, por supuesto, pero quiero ver cómo vas.
Me pasa una cerveza y nos sentamos en la misma mesa de siempre, en el
mismo bar de siempre. Después de haber pasado la navidad juntos, haber
visto a mis padres y soportar los tortuosos interrogatorios de parte de mis
tías, creo que merezco un respiro.
—Todo marcha bien, no te preocupes.
—¿Y se puede saber cómo saliste de tu atasco artístico?
Inmediatamente pienso en ella.
—He tenido ayuda.
—¿Así? ¿Mágicamente?
—Sí —medito un momento en lo curioso del caso, parece irreal, pero
cierto— mágicamente.
—Me intrigas, ¿de qué se trata?
—No lo entenderías.
—¡Oh, vamos! Dime.
—No. Deja de fastidiar. Sé buen chico y acaba tu cerveza.
—De acuerdo. Pero sabes que seguiré presionándote.
—Y yo ignorándote.
Acabamos las cervezas casi al mismo tiempo, las mesas alrededor están
llenas y la gente exhala festividad por cada poro de su cuerpo. Una rubia de
grandes pechos, en una de las mesas más cercanas a la nuestra, sonríe en mi
dirección y guiña un ojo. Va acompañada de otras dos mujeres, igualmente
atractivas.
—¿Podrás con las tres?
Volteo hacia Alfred, quien no ha perdido pista de lo que hacen las tres
mujeres. Me limito a ladear una sonrisa y pedir otras cervezas.
—Ya es hora de que te organices —sentencia.
—No, gracias, prefiero vivir.
—Eres un bastardo.
—Tengo el mejor ejemplo, sentado justo a mi lado.
—Te pasas.
—¿Qué quieres que haga? Te la pasas quejándote de tu matrimonio, de
tu esposa. Ya estoy terriblemente asustado de ese mundo tenebroso y
despiadado del que tanto me hablas y que de ninguna manera quiero
conocer.
—Algún día caerás. Una mujer pondrá sus bonitas manos sobre ti y te
enamorará. Te hará creer que todo es maravilloso y tierno y después,
cuando estés perdidamente enamorado, babeando por ella, revelará su
verdadera forma. Todo serán quejas, tu dinero desaparecerá como por arte
de magia. Y no habrá todo ese sexo alocado que te prometió. Es más,
celebra cada vez que haya sexo, porque no sabrás si será la última vez que
lo tengas.
—De eso hablo. Ya retrocedí mil millones de pasos hacia el altar.
—¿Y sabes que es lo peor de todo eso?
—¡Oh, Dios! ¿Hay algo peor?
—Que no te darás cuenta de ninguno de sus movimientos. Para cuando
los descubras, ya será demasiado tarde, porque estarás dentro.
Dramáticamente abre los ojos y aleja el rostro. Solo le falta alumbrar su
barbilla con una linterna.
—Que Dios se apiade de nuestras almas.
Reímos un rato al paso de la cerveza. Después de un momento de
trivialidades, Alfred vuelve a ser el hombre serio y ejecutivo que suele ser.
—Hace unos días quería comentarte que me llegó una convocatoria de la
Academia de Bellas Artes de Múnich, por si conocía algún licenciado en
Artes gráficas interesado en participar.
—Y tú fuiste un buen hermano y dijiste que sí.
—Te inscribí.
—Vaya, gracias.
—Son procesos largos, pero debes estar atento. De pasar exitosamente,
tendrías que radicarte en Alemania.
—No me supone un problema.
—Bien, te deseo muchos éxitos.
Mientras doy un trago final a mi cerveza, veo una silueta acercarse y la
reconozco de inmediato.
—¿Dónde has estado?
Su dentadura perfecta reluce entre unos labios carnosos y llenos de
brillo. Reconozco tan bien esos labios rojos.
—Trabajando, ya sabes.
Sin ningún miramiento, Abril me saluda presionando un beso sobre mi
boca.
—Hola —saluda a mi hermano.
—Qué tal, mucho gusto.
—¿Te tomas algo? —le ofrezco.
—Lo que estés tomando.
—Bien, creo que es mi hora. Nos vemos luego, Dylan.
Mi hermano se ha escabullido y me quedo con Abril. Es una mujer que
definitivamente sabe cómo atraer a un hombre. Físicamente es capaz de
lograr que cualquier persona, hombre o mujer, se gire para verla.
Hace algunas semanas que no la veía, así que esta noche se asegura de
hacerme recordarla, centímetro a centímetro, bajo la luz intensa de su
apartamento.
Una mujer es algo que me enloquece y ella lo sabe muy bien. Sabe cómo
enredarme entre sus piernas y tenerlo todo de mí, allí, en su cama espaciosa
y sus sábanas de seda. Se divierte con mi cuerpo y me deja hacerlo con el
suyo, me hace perder la cordura y no controlo mis impulsos cuando estoy
con ella.
No tiene vergüenza, no tiene pena de dejarme verla tan expuesta como
puede estarlo, fuera de cualquier atavío. Es perfectamente consciente del
efecto que tiene sobre los hombres y lo usa descaradamente a su favor.
Aunque sería yo un perfecto mentiroso si digo que no disfruto con sus
juegos.
—Bésame fuerte —me pide, y cumplo su orden sin la menor objeción.
Sus labios son hábiles, sus manos se mueven con destreza y su boca dice las
palabras adecuadas para subirme a la cima y dejarme caer desde allá.
De madrugada, cuando yacemos agotados, la luz de la ciudad se filtra a
través de los cristales. El cabello revuelto de quien fuera ahora mismo mi
amante se ha enredado entre mis manos y me muevo lentamente para
apartarlo.
—No tienes que quedarte, si no quieres. Lo sabes.
Se gira, quedando frente a mí. Sus labios están hinchados y sus senos
apuntan turgentes hacia mí, presionados por sus antebrazos.
—Lo sé.
—Fue bueno verte. Delicioso.
—Lo mismo digo.
—Podrías decir algo más compuesto. No me enojaría.
Sonrío y empiezo a vestirme.
—En serio me gustó verte.
—Uff, qué esfuerzo. Recuéstate, por favor, no sea que te desmayes.
Mientras termino de ajustar mi camiseta, la veo encender un cigarro.
—Creí que habías dejado ese hábito.
—Estoy tan cerca de dejarlo, como tú de casarte.
Sonrío y recojo mi chaqueta del piso.
—Dame un beso antes de irte.
Me acerco hasta ella y suavemente planto un beso en su frente.
—Que termines de pasar un buen día.
Se tumba nuevamente en la cama, dejándome una vista rápida de su
trasero. Es hora de volver a casa y lo hago con retazos mentales de la noche
que acabo de pasar. El sol sale pronto, una buena taza de café y estoy en el
gimnasio haciendo algo por mi salud física. Después de una agotadora
sesión de abdominales para finalizar, escucho mí teléfono sonar. Al ver la
pantalla descubro a Sabrina.
—Hola, súbdita —empiezo a tener cierto gusto por fastidiarla. Aunque
no sé qué tan contraproducente puede llegar a ser eso.
—Hola, no soy tu súbdita. Te llamaba para informarte que tienes páginas
en todas las redes sociales y en muy poco tiempo estás sumando muchos
seguidores.
—Vaya, pero qué eficiente. Creo que ha sido acertado contratarte.
Consideraré alguna bonificación, en algún momento de nuestra prospera
relación laboral.
—Sí, claro —la imagino rodando los ojos—. También quiero decirte que
una mujer llamada Sarah Mayer te sigue en todas partes y ha dejado
mensajes en cada una de las páginas.
—Sí, sé quién es.
—Qué bueno, porque de ella te encargarás tú. ¿Cómo vas con lo otro?
Escucho muchas voces del otro lado, debe estar en el museo.
—Bien, pensando en la próxima fase del experimento.
—Por favor, ponte creativo.
—Lo haré.
—Bien, tengo que dejarte. Debo atender asuntos aquí. Hasta la próxima.
—Adiós.
Cuelgo y de inmediato pienso en mi próxima acción. La idea de todo
esto ha sido encontrar las manifestaciones del amor en los lugares clichés y
he tenido sorpresas agradables, hallando las cosas que menos me espero.
Creo que será buena idea husmear en uno de los lugares más clichés de
todos los tiempos.
15
Después de colgar la llamada con Dylan camino hacia la oficina. Estoy
contenta con mi avance en este lugar. Hasta ahora puedo decir que me
siento nadando en aguas claras, me siento cómoda y segura en todo lo que
hago. Me anticipo a las solicitudes de Lissa y, prácticamente estoy al mando
en muchas ocasiones. Faltan menos de tres días para que se acabe el año y
el trabajo no cesa. Este lugar se mueve a toda hora.
En los últimos dos días he estado juiciosa creando la imagen de Dylan y
he descubierto que en realidad son muchas las personas que admiran su
trabajo. En especial esa tal Sarah Mayer.
Una ligera, ligerísima y casi imperceptible sensación de incomodidad se
instala en mi mente al recordar los mensajes tan aduladores que dejó en los
perfiles.
Pero, por otro lado, he tenido la oportunidad de ver que ejerce gran
influencia sobre muchas personas en el medio.
Mi agenda se ha estado ocupando sin pretenderlo. Y uno de los asuntos
que cobra gran importancia es el de Jeremiah, quien no ha dejado de
acosarme con preguntas. Me apena pensar que pasará el año nuevo con esa
incertidumbre, puesto que he hecho de todo y Lissa no reacciona. O por lo
menos no ha hecho nada que me demuestre el mayor interés en él.
Se me ocurre un siguiente plan, algo más arriesgado, y que posiblemente
me condene, pero no puedo con la cara de desespero del pobre hombre.
Le hago varias llamadas perdidas a Jeremiah y espero que me llame de
vuelta.
—Hey, ¿tienes noticias para mí?
—Aun no, pero te necesito para mi siguiente jugada. Envíame una
fotografía tuya por mensaje y asegúrate de llamarme en cuanto te dé la
señal.
Veo a Lissa dirigirse a la oficina y apresuro la llamada.
—¿Cómo sabré cuál es la señal?
—Envíame la fotografía y espera que te avise. Debes devolverme la
llamada en el acto ¿de acuerdo?
—Está bien.
Cuelgo y casi de inmediato recibo lo que solicité. Una selfie muy casual
y divertida. En seguida la uso para su perfil de contacto y camino hacia la
oficina. Lissa está frente al ordenador, tecleando a toda velocidad. Me
siento delante de ella y me aseguro de dejar el móvil donde pueda ver la
pantalla.
—Desde la primera semana del próximo año debemos empezar con la
promoción del especial de febrero. Hay que reunirse con el departamento de
eventos, llama a Alfred para agendar eso.
—Ya lo hice, será esta misma semana, en la sala de juntas.
¡Ja! No te esperabas eso.
—Bien.
Parece minúsculamente relajada, cosa que me desconcierta. Es hora de
actuar.
Recojo mi móvil y rápidamente dejo una llamada perdida a Jeremiah,
pongo nuevamente el móvil sobre la mesa intencionadamente en su ángulo
de visión y me distraigo en mi ordenador. En menos de nada la fotografía de
Jeremiah salta en la pantalla y la melodía de Firework se esparce por la
oficina. Me doy cuenta que lo ha visto, pero no hace nada más que volver
los ojos a la pantalla y seguir tecleando.
—Disculpa.
Sonrío y salgo de la oficina, simulando demasiado interés en mi llamada.
—¿Qué ocurre? —Jeremiah está del otro lado de la línea, angustiado y
desconcertado.
—Nada, que nos veremos para almorzar. Pasarás por mí a la oficina.
Mi voz es lo suficientemente baja como para que no pueda oírme Lissa.
—Pero…
—De acuerdo, a esa hora está perfecto —como si nada, ignorando a mi
interlocutor, entro nuevamente y me planto frente a ella— te veo aquí,
entonces. Adiós.
Como si hiciera falta sonrío, complacida, y vuelvo a mi trabajo. Creo
que me he jugado mi carta maestra. Pero su rostro está tan impasible que
me aterra pensar que no ha surgido el efecto que buscaba.
Me apena mucho más pensar que el pobre hombre no está siendo
correspondido. Incluso me planteo una posibilidad macabra: ¿qué tal si todo
es un invento de Jeremiah?
Oh, Dios. Eso sería terrible. Cada vez cobra más fuerza la idea,
seguramente por eso ella no ha reaccionado de ninguna forma en particular.
Quién sabe qué clase de hombre es Jeremiah y qué pretende sacar de todo
esto.
Oh, no, debí haberlo imaginado.
Sin dejar que cunda el pánico, trato de serenarme y no adelantarme a
acontecimientos que, hasta ahora, solo existen en mi mente.
Definitivamente, dejaré el drama para después.
Son las doce en punto, cierro el programa y recojo mi cartera. En la
entrada aparece un muy arreglado Jeremiah Stanford, sonriendo
tímidamente.
—Lissa —saluda a mi jefa.
—Hola —contesta ella, sin levantar la cabeza de la pantalla.
—¿Lista? —me tiende la mano.
—Sí.
Salimos de la oficina alegremente, pero Jeremiah guarda cierta tensión
que no es muy usual en él. Es más del tipo siempre risas y mirada pícara.
—¿Y?
—¿Qué? —respondo, mientras ocupamos una de las mesas próximas a la
salida.
—¿Qué pasó? ¿Qué ha habido?
—Nada, esto es parte del plan.
—Oh, ya veo.
El mesero se acerca y ordenamos. Elijo una ensalada y me planteo un
pequeño interrogatorio para mi acompañante, acerca de su relación.
—¿Cómo es que tú y Lissa terminaron enredados?
Levanta las cejas y pone cara de nostalgia.
Tendrás que ser convincente, chico.
—Me gustó desde la primera vez que la vi y no ha dejado de ser así ni un
solo instante. Es una mujer difícil, pero me tiene loco. Tanto como para
hacer lo que estoy haciendo ahora mismo.
Sonríe con desgana, para sí mismo y lo aliento a seguir con un
asentimiento.
—Al principio no fue fácil, es una mujer muy estricta y todo debe ser
como ella quiere. Las cosas en su vida siempre están controladas y medidas
y yo no soy así.
—¿Siendo el contralor de este lugar? eso no encaja.
—Es distinto, mi vida profesional es organizada, pero me gusta que el
ámbito personal se maneje libremente, sin cosas complejas ni parámetros.
Eso es lo que ella no comparte.
Abatido y frustrado, mi enamorado amigo deja caer los brazos y se pasa
una mano por el cabello.
—Empezamos a hablar en una de las fiestas para los empleados y desde
ese momento nos veíamos con frecuencia, hasta que de pronto ya no quería
verme todo el tiempo, estaba más irritable… no sé qué ocurre, la verdad.
—Bien, creo que no te torturo más. Sin embargo, démosle algo de
tiempo.
—Justo lo que ella pidió; tiempo.
—Sí, a veces es necesario.
El pedido llega y nos lanzamos a la comida. No me había dado cuenta,
pero estoy hambrienta. A penas estamos empezando nuestro almuerzo,
cuando el móvil de Jeremiah empieza a sonar.
—¿Sí? —contesta, sin retirarse de la mesa— Estoy almorzando, iré en
una hora. ¿No puede esperar? Está bien, voy para allá.
Me mira con gesto de disculpa.
—Es mi secretaria, dice que me solicitan urgente en la oficina. No
entiendo por qué hay personas que no respetan los horarios. Discúlpame,
dejaré todo pago, espero volver en seguida.
—Descuida y espero que no sea nada malo.
Sonríe y desaparece entre los arbustos que rodean el hermoso y
espectacular restaurante del museo. Por los siguientes minutos decido
esperar, sin embargo, mi acompañante no llega y empiezo a comer.
Minutos más tarde decido dejarle un mensaje en su teléfono y avisarle
que me he marchado.
Al regresar a la oficina veo a Lissa escasamente y, después de un rato,
Jacob me avisa que mi jefa se ha marchado porque no se sentía bien. Cosa
que me parece muy extraña, puesto que la he visto estar en el trabajo, aun
con resfriados. En fin, decido tomar el mando una vez más y seguir con mis
cosas.
Sobre las cuatro de la tarde estoy organizando una de las exposiciones
para mañana. Esta área en sí no me compete, pero me han pedido el favor
de ayudar y me dispongo encantada. Será una muestra de la obra de Flavio
Josefo. No sé mucho al respecto, pero ha tenido muy buena acogida la
promoción de esta exhibición. Razón más que suficiente para que pronto
me empape de ello y tenga algo para decir, en caso de que me pregunten.
Todo en este lugar se mueve con una prisa que no da tiempo para
detenerse a hacer grandes meditaciones, el quehacer es constante. Estamos
a menos de dos días para el año nuevo y la gente insiste en visitarnos.
Claro, vacaciones. Lo olvidaba.
Finalizo mi jornada sabiendo un poco más acerca de Antigüedades
Judías, con ganas de profundizar en el estudio de las religiones, algún día de
mi vida en el que no esté ocupada atendiendo un museo.
Saldré de compras con mi hermana, la noche es el único momento que
tengo para hacerlo, así que nos encontraremos en un centro comercial con
Gregory e iniciaremos el maravilloso -para mí- y tortuoso -para ellos- ritual
de visitar todas las tiendas hasta encontrar algo que me agrade.
—Te advierto que tengo trabajo qué hacer, así que no esperes que recorra
una y otra vez cada establecimiento de este lugar, buscando algo que no
sabes qué es y que sin embargo quieres obligarme a usar, para luego decir
que estaba mejor el que habías visto en otro lugar.
—Sav, relájate —pongo mis manos sobre sus hombros y retiro un
brillante mechón de cabello que se ha escurrido sobre su rostro. —Algún
día te interesarás por estas cosas. Eres mujer y como tal, en algún punto de
tu vida te va a preocupar cómo te ves, o cómo quieres que alguien más te
vea. Tómalo como un entrenamiento y aprovecha que estoy cerca de ti para
ayudarte a escoger los atuendos que mejor te van.
Greg nos mira divertido. Aunque en el fondo sabe lo que le espera,
cargando bolsas de un lado a otro.
—Deja de reírte —le lanza mi hermana— tú también tienes tu parte.
Y así, con mi gemela refunfuñona y nuestro amigo, empezamos el
recorrido por los diferentes almacenes.
Cuando creo que ya no aparecerá mágicamente una tienda más, cuando
he revisado una y otra vez los mismos almacenes y he comprobado que el
rostro de mi hermana va a explotar y Gregory se lanzará por el balcón a la
primera oportunidad, decido que es hora de ir a comer.
—Jamás, nunca en mi vida volveré a salir de compras contigo.
Mi pobre hermana masajea su pie derecho y me mira con odio.
—No es para tanto, me preocupo por tu ropa. Eres una artista, en algún
momento serás famosa y debes tener un estilo qué proyectar.
—Seré una artista y marcaré mi propio estilo. No lo voy a buscar en un
almacén y no será de Channel o Dior, o lo que sea.
—Eso déjamelo a mí.
—¿Pueden parar? Tengo hambre.
Greg lanza un sollozo y rueda las bolsas sobre la mesa. Estamos en la
plazoleta de comidas esperando una pizza. Una deliciosa y repleta de grasa.
Mientras pasa el tiempo antes de que llegue nuestra orden, recuerdo que
no he vuelto a saber de Jeremiah y decido llamarle.
Suena dos veces y la llamada se abre, una mujer es quien responde al
otro lado. Reconozco la voz de inmediato.
—Así que ahora haces de Celestina.
“Oh, rayos”
—Uh…
No sé qué decir.
—Estuviste muy, pero muy cerca de hacer que me lanzara sobre ti.
Está enfadada, lo escucho en su voz. Debo tener una expresión muy
evidente, puesto que mi hermana se ha quedado viéndome y levanta las
cejas, inquiriendo.
—Lissa, yo…—me corta antes de que pueda seguir.
—Gracias.
Su agradecimiento me desconcierta, la línea se queda vacía por un
momento.
—De nada.
Cierra la llamada, sin más. Me quedo mirando el teléfono como si
viniera alguna especie de continuación.
—¿Y entonces? ¿Esa cara de boba a qué se debe? oí el nombre de tu
jefa. ¿Te despidieron?
Greg, que hasta entonces se mantenía intercambiando sonrisas con una
chica a dos mesas de la nuestra, se gira al escuchar la última palabra y
repite, asombrado, la pregunta.
—¿Te despidieron?
—¡No! —Lo digo tan rotundo como puedo, Dios no los escuche—
solo… olvídenlo. Pero no me han despedido, creo.
Antes de poder seguir con cualquier interrogatorio, llega a nosotros una
generosa rueda de queso y champiñones. Perdemos cualquier interés en la
vida de los otros y nos damos al delicioso placer de la comida.
16
Ante mí se manifiestan un par de ojos esmeralda, centelleando
desconcierto. Una parte de las personas alrededor pululan sin ningún interés
en particular y otras, aguardan a que empiece la función.
Sabrina se mantiene de brazos cruzados, me mira con los ojos
entrecerrados y hace un gracioso gesto con los labios fruncidos.
—¿Ahora qué planeas? ¿Qué se te ocurrió esta vez?
—La mejor de todas las ideas.
—Esperaba todo, menos una película.
—¿Por qué no? Es el lugar perfecto. ¡Observa cuántos adolecentes
enamorados! ¡Mira, allá hay un par!
—Me siento ridícula.
—Tú solo relájate y disfruta.
—¡Ay, por favor! ¿No tienes algo mejor?
—¿Qué? es un recurso que nunca falla.
—¿Lo usas muy a menudo? —levanta una ceja y me mira con cierto
recelo.
—No suelo necesitar muchos recursos, pero digamos que sirve en los
momentos adecuados.
Nos encaminamos a la sala número seis, cargando palomitas y sodas. No
le he dicho tampoco qué película veremos y, aunque ni en mil años sería mi
género, he escogido la película más empalagosa de toda la cartelera.
—¿Besos color rosa?
Su mirada divertida me hace remorder la conciencia. Estoy traicionando
mis principios.
—Sí, estoy tocando fondo. Creo que amo mi profesión. Esto lo
comprueba.
—Hasta yo pienso que esto es demasiado.
—Sacaré provecho, esa es mi meta.
—¿Y si no es así?
Nos acomodamos en los respectivos asientos y vemos pasar los anuncios
publicitarios.
—Por lo menos habremos pasado un buen rato. No eres tan mala
compañía, al final.
Me devuelve una mirada que no sé descifrar. Las luces que llegan de la
enorme pantalla se proyectan en su rostro, y las mejillas se tornan de un
rojo curioso. Mi respiración cambia y no lo noto hasta que su voz irrumpe
en medio del silencio extraño en que nos hemos envuelto, uno que ha
anulado las voces mecánicas del auditorio.
—¿Y dónde están tus herramientas?
Toco con el dedo índice mi sien y lanzo en mi boca un puñado de
palomitas.
La película empieza y la sala se sume en un silencio expectante.
Mágicamente los murmullos han cesado y solo se escucha el bajo sonido
que anuncia el comienzo de la película. El lugar está repleto.
Debo confesar que no traigo la mejor de las disposiciones, pero trataré
de prestar atención por lo menos la mitad de la película.
En medio de un paisaje boscoso aparece la figura frágil de Mila Kunis,
llorando desconsoladamente. Las escenas siguientes son una compilación
de discusiones, cama, risas, cama, parques, cama… en fin. Tanto bombón
me empalaga.
Recorro la sala y descubro los rostros de las mujeres, empapados. Lloran
a la par de Kunis.
La luz de la pantalla se refleja dramáticamente en sus rostros, algunas
incluso están hipando. Se me ocurre bromear al respecto, pero al girarme
descubro una barbilla temblorosa a mi lado.
Una especie de ternura me recorre de inmediato y siento la profunda
necesidad de consolarla. Se ve tan afectada. Divertidamente afectada. Le
ofrezco un pañuelo y a cambio sacude un par de espesas y empapadas
pestañas negras. Una pequeña risa se me escapa y me golpea el hombro
mientras seca su rostro.
—¿Ves? Te dije que sería divertido.
Susurro en su oreja y por un leve momento noto un pequeño temblor en
su cuerpo ante el contacto.
¿Está pasando algo aquí?
Más de lo necesario -creo- impregno mi olfato con el suave aroma que
emana de su piel. Algo entre vainilla y… ¿lavanda?
La esencia es virginal y sumamente suave. Inhalo descaradamente el
dulce aroma de su cuello, sintiendo cómo se le erizan los vellos al contacto.
Ella no hace el menor esfuerzo por apartarme, pero no está bien que intente
algo más.
Espanto pensamientos estúpidos y me dedico a la otra mitad de la
película.
Mila se reencuentra por enésima vez con el amor de su vida y se casan.
Fin.
Las luces se encienden, las personas se organizan para salir y yo me
desperezo. Consulto el reloj y encuentro las diez de la noche.
—¿Dónde quieres comer? —pregunto mientras salimos de la atestada
sala.
—No lo sé, creo que quiero helado.
Aun solloza.
—Sí, es lo mejor para la gente deprimida.
—Estas cosas me impactan realmente. ¿Viste su rostro cuando él le dijo
que no había otra mujer en el mundo que le inspirara todo tipo de
sensaciones al mismo tiempo?
Sus ojos brillan acompañando la frase. Dentro, muy dentro de mí, algo
me impulsa a decirle que luce hermosa. Así, con los ojos enrojecidos y las
pestañas mojadas.
Creo que no debo fastidiar con estas cosas.
—¿Eso pasó?
—¡Claro que sí! ¿Dónde estabas?
—Ahí, a tu lado.
—Es evidente que no prestaste la más mínima atención. ¿Qué se supone
que has aprendido?
Pone cara de indignación, mientras deja sus brazos en jarra.
—Para tu información, he obtenido mucho.
—¿Ah sí? ¿Cómo qué?
—Pues bien, resulta que había una docena de adolescentes y solteras a tu
lado. Pero claro, no los viste porque estabas ocupada llorando.
Cuando va a discutir la tomo del brazo y caminamos hasta la salida.
—Te llevaré a comer el mejor helado de tu vida.
—¿En serio?
—Sí, me lo agradecerás.
—¿Cómo sabes valorar un helado? No tienes cara de que te guste.
—No tengo cara de muchas cosas y aun así las hago. —levanto una ceja
sugerente en su dirección— y las disfruto.
A veces parece tan inocente. En especial cuando se sorprende ante
comentarios como esos. Abre los ojos y se sonroja.
Vuelvo a sentir esa extraña sensación, esa necesidad de decirle que
incluso con expresiones como esa luce hermosa.
Llegamos hasta Doomy, una especie de resto-bar, donde he encontrado
los mejores helados de todo Chicago.
—Date gusto.
Delante de nosotros han puesto el helado más suculento de todos. Lo
escogí personalmente.
—Wow, se ve demasiado bonito como para comerlo.
En este momento, en este preciso momento perfecto y tenue como está,
da la impresión de ser una niña. Una inofensiva y tierna niña, frente a su
primer dulce oficial.
—Sería una pena que lo dejaras ahí.
—Por supuesto que no lo dejaré ahí —empieza a comerlo y no puedo
evitar quedarme viendo su boca mientras encierra la cuchara. Algunos
pensamientos nada desagradables se instalan en mi mente y los sacudo, en
el afán de concentrarme y no incomodarla.
—No sé mucho de mi jefe ¿qué me contarás?
—¿Qué quieres saber?
—No sé, lo que sientas que debo saber. Recuerda que la gente me hará
preguntas y no estaría bien si digo que no conozco a la persona para la que
trabajo. Es el momento perfecto para que confieses si tienes algún negocio
del que deba estar enterada. No quiero verme envuelta en escándalos más
adelante.
Reímos a la par y empiezo a comer mi helado, pensando en el resumen
más conveniente y simplificado.
—Mi nombre es Dylan Simon Cox Baldwin, tengo treinta años y soy
artista. O eso intento. Amo la fotografía, la pintura, el comic, correr. Tengo
un hermano al que ya conoces, y mis padres viven en Texas. Vivo solo, no
tengo mascotas, me gusta la música en general, pero prefiero ritmos que
incluyan mucha batería o mucha cuerda. Intento cocinar de vez en cuando;
es otra de las cosas que me gusta. Y… adoro la soledad.
Me mira directamente a los ojos, mientras sostiene la cuchada repleta de
helado a medio camino. Es la primera vez en mi vida que doy tanta
información a una mujer. Tal vez sea porque no estamos en ningún tipo de
ligue de fin de semana, de lo contrario me habría encargado de que se
conformara con saber mi nombre y mi edad.
—Eres el hombre perfecto para mi hermana.
Hay algo en su voz que me hace pensar en que no está del todo de
acuerdo con esa afirmación.
—Son iguales, creo que fueron hechos con los mismos ingredientes y
bajo la misma luna.
—Creo que soy mayor que ustedes. No pudo haber sido la misma luna.
—Ahí está —señala un punto invisible con la mano, como si una
obviedad se instalara en medio de los dos— Seguramente fue una especie
de posicionamiento especial de planos temporales, en donde ustedes debían
coincidir.
—Eso tiene tanta lógica…
Me divierten sus ocurrencias.
—¿Ves? Eres igual a ella, todo tiene que ser lógico y todo tiene que estar
comprobado y fundamentado. No dan lugar a la imaginación, no entiendo
cómo tienen esa sensibilidad artística. No lo comprendo, en serio.
—Bueno, será por obra del mismo acto que describiste. ¿No crees?
—Sí, dame la razón.
La gente en nuestro entorno ha desaparecido, solo está ella delante de mí
y yo delante de ella. No quiero que sea diferente ahora mismo, a decir
verdad.
—Eso quiere decir que también fui hecho bajo tu misma luna
—No, yo no entro ahí. El mío fue otro momento. Yo soy mayor que ella.
—Siempre hay un gemelo mayor.
—Por favor, repite eso frente a Savannah.
—He escuchado esas cosas. Incluso gemelos que nacen en año nuevo y
quedan registrados en fechas diferentes.
—Empiezas a agradarme.
—¿Antes no te agradaba? —baja la mirada y revuelve la cuchara en la
copa. —Ahora háblame de ti. Merezco saber a quién he contratado.
—Soy Sabrina, tengo veinticinco, vengo de Pennsylvania y soy
profesional en gestión de marketing.
—¿Sólo Sabrina?
Suspira pesadamente y retira un mechón de cabello de su rostro, que
hasta ahora se mantenía en una perfecta cola de caballo.
—Sabrina María de los Ángeles Prescot Sullivan. Ni se te ocurra
repetirlo o morirás.
—Vaya, qué nombre más bonito.
En verdad me gusta.
—No finjas, farsante.
—No finjo, me agrada. Suena muy bien… ¿Dónde viven tus padres? —
Cuando veo que parece ser un tema espinoso recuerdo sus palabras la
última vez que toqué el tema— dijiste que otro día me contarías. ¿Este te
parece un buen día o dejamos así?
—Ellos tienen sus vidas aparte. Mi hermana y yo salimos de casa
después de enterarnos de que todo estaba siendo una gran mentira y no
hemos vuelto a saber de ellos. Hasta hace poco, vi a mi papá en el museo.
Estaba con su familia, la que ya tenía aun viviendo con nosotras y de la que
no sabíamos nada.
Sus ojos se han humedecido. El verde que tanto me gusta ver brillar se
ha opacado y me entristece saber que yo lo he causado. Intento desviar el
sentido de la conversación, pero ella continúa y opto por no interrumpirla.
—Es triste, sí, porque nunca esperas que tu mundo cambie de un
momento a otro. Siempre escuchas que estas cosas pasan, pero nunca
esperas que te ocurra a ti. Y debe ser algo muy común, pero no deja de ser
doloroso.
Después de una pausa, finaliza:
—No sé si alguna vez quiera volver a estar cerca de ellos. Si Sav quiere
hacerlo, creo que está en todo su derecho. Pero yo no estoy segura. No
ahora mismo.
—Suena repetitivo mi consejo, pero en estos casos es mejor darle tiempo
al tiempo. No te presiones. Ni dejes que eso se apodere de tu vida.
—Eso intento —de una manera que definiré como “optimista” adorna su
rostro con una hermosa sonrisa y termina lo que queda del helado. —Creo
que es hora de irnos. Cada vez tienes menos tiempo para la gran
presentación. Debo confesar que estoy genuinamente intrigada por el
trabajo final.
—Espero que te agrade. Me deprimiré si no es así.
—Podrás venir aquí mismo y comer otro de estos deliciosos helados.
Caminamos tranquilamente hacia la salida. El frío es inclemente y las
personas aún caminan por la calle sin temores nocturnos que les aborden.
Me gusta este ambiente.
—¿Dónde pasarán año nuevo tú y tu hermana?
—No lo sé. Tal vez vayamos con Gregory y su familia, pero aún no está
decidido. ¿Y tú? ¿Visitarás a tus padres?
—Estaremos en casa de mi hermano. Suele ser así todos los años.
En este preciso instante somos presa de un silencio denso e incómodo.
Hoy ha habido algo más en esta reunión, la he visto más allá de lo que
pretendo… y me ha gustado.
La noche y el frio hacen que su piel tome un tono pálido, como la nieve,
más bien. Sus mejillas adoptan un oscuro color rosa, como… sus labios.
Aparta la mirada cuando busco ese verde que me resulta tan magnético.
Creo que no estamos siendo indiferentes ninguno de los dos. Está
incomoda, abraza su cuerpo y entiendo que no podemos permanecer aquí
afuera. Detengo un taxi que se aproxima y se encamina a él cuando éste se
detiene frente a nosotros.
No quiero que se vaya.
Abro la puerta para ella y con un ademán la invito a entrar. Ella pasa
delante de mí, mientras vuelve el rostro para enfrentarme. Estira su mano,
en un gesto de despedida y me ofrece esa sonrisa tímida y coqueta al mismo
tiempo.
No es así como quiero despedirme ahora mismo.
Alcanzo su mano y traigo su cuerpo hacia mí. Dejo que mis emociones -
cualesquiera que sean ahora mismo- se apoderen del momento y me
permito, sin abusar, dejar un beso en su mejilla.
Bueno, tal vez se ha ido un milímetro más allá. Algo un poco más
próximo a la comisura de sus labios.
17
¿Alguien puede decirme qué pasa aquí?
Estoy… confundida. ¿De qué va todo esto? ¿Por qué me siento así? él…
¡No! estoy confundiendo las cosas otra vez. Esta vez no es así, nadie está
ligándome. Pero se sintió tan bien… ¡Ay Dios! Será mejor que me calme.
Tengo una seria y recurrente tendencia a creer cosas que no son.
—¿Estás bien?
Delante de mí, mi hermana sacude la mano y me obligo a despejar mi
mente de inmediato.
—Sí.
Bajo la cabeza y me concentro en la tortilla de huevos con tomate que
tengo delante.
Siento la mirada de Savannah sobre mí y sé de inmediato que quiere
saber más.
—No —me rindo— creo que tengo algo. Pero no sé qué es.
—Habla.
—Creo que le gusto a Dylan.
—Y… ¿cuál es la novedad?
—¿Cómo que cuál es la novedad? ¡Pues esa! además, no estoy
completamente segura, solo es una teoría.
—No es ninguna teoría, tonta. Eso ha sido lo más evidente que he visto
en los últimos tiempos.
—No es cierto.
—Lo es. ¿Cuál es el problema?
—Que no…
En ese momento me interrumpe el sonido del teléfono celular. Mi tía
Carlee sonríe en la fotografía y agradezco lo oportuna que puede llegar a
ser. Contesto la llamada y de inmediato le paso el aparato a mi hermana.
Como si de un resorte se tratara; me levanto de la silla y tomo una rápida
ducha.
El camino al trabajo es un pasaje de dudas y pensamientos confusos. No
quiero tomar esto como algo que no es, pero mi corazón está en ese modo
otra vez; interpretando señales a su antojo.
Lissa no está cuando llego. Jacob tampoco. Aprovecho el tiempo antes
de que todo empiece para organizar la oficina y un poco mis pensamientos.
Hoy acaba el año. Hoy se va una época de mi vida y comienza otra. Creo
que las cosas irán bien; tengo empleo, mi hermana también, estoy feliz y
creo que estoy madurando. Por otro lado, hice una buena obra y ayudé a
Jeremiah con Lissa. Me rio internamente mientras imagino su cara, aunque
creo que será algo incómodo después ver a mi jefa y compartir entre los tres
este pequeño secreto, por así decirlo.
Puntualmente me refiero a nuestra estrategia para llamar la atención de
ella.
En medio de mis labores en el museo, recuerdo una vez más a Dylan
cayendo en cuenta de mis tareas como relacionista pública y me doy a la
tarea de promocionar su imagen.
Ahí está otra vez esa mujer; Sarah Mayer, dejando mensajes demasiado
empalagosos. De hecho, una pequeña, diminuta, casi imperceptible
punzadita se deposita en mi estómago y la desecho de mala gana.
Hoy trabajaré hasta mediodía, así que pronto estoy en casa y ayudo a mi
hermana con la cena. Esta vez hemos decidido quedarnos en casa y celebrar
solo los tres: ella, Armando y yo. Nos excusamos con Greg y su mamá,
pero Sav insistió en que lo tomáramos como algo especial, aunque en el
fondo sé que busca evitar las reuniones sociales.
Esta vez será diferente, ha dicho. Estará reunida la familia completa: ella
y yo.
Después de cenar disponemos un par de copas y algo de vino.
—¿Y las uvas? —pregunta.
—No hay uvas. Pediremos nuestros deseos con esta deliciosa bebida,
repleta de licor.
—Estás loca.
Ambas reímos y nos sentamos en el piso. Tomo en mis brazos a
Armando y sirvo las primeras copas.
—Primero tú —invito.
—¿Qué quieres que haga?
—Pide un deseo ¿qué más?
—Pues… deseo que el año que empieza sea provechoso para las dos.
—¿En serio? ¿Nada más?
—Oye, son doce, así que se irán poniendo mejor a medida que el alcohol
empiece a tener efecto.
—Está bien, brindo por eso. Yo pediré que Armando me quiera un poco
más.
Mientras niega con la cabeza, mi hermana sirve las nuevas bebidas y
hacemos otro par de ridículas peticiones. A medida que avanzan los deseos
siento la cabeza empezar a moverse. Faltan dos para cada una.
—Te toca —mi voz ya no es la de hace un rato. Armando saltó de mis
brazos en algún momento.
—Creo… que… pediré que me aumenten el sueldo. —su voz tampoco
es la misma. Sus parpados se mueven pesadamente y… espera… ¿Ella está
abrazando a mi gato?
—Savannah, tienes a Armando en tus manos —creo decirlo como una
persona normal, pero ha de haber salido más lento y enredado de lo que yo
creo.
—¿Ah sí? —examina detenidamente al gato, como comprobando mis
palabras. —Creo que se merece algo de mi parte. Una pequeña atención,
pero no te acostumbres.
—Me sodilari… solizari… so-li-da-ri-za-ré contigo, así que pido que te
aumenten el sueldo.
Rompemos en una estrepitosa carcajada que termina por llevarnos a dar
vueltas en el suelo. El maquillaje se ha corrido, nuestros vestidos no lucen
ya tan bonitos y ni qué decir del peinado, pero me siento de maravilla.
Tal vez sea el licor. Quién sabe.
—Tu último deseo, Sav. Piénsalo bien, porque es el úúúúúltimo.
Después de pensarlo un rato, levanta la copa y la sostiene a la altura del
rostro.
—Deseo… que seas muy feliz por el resto de tu vida. Que sigas siendo
mi hermana, siempre.
No necesito estar ebria para que sus palabras me enternezcan y
conmuevan. Empiezo a llorar sin medida y la abrazo hasta que me siento
satisfecha. O hasta que me pide que la suelte.
—Eres tonta, cómo vas a desaprovechar tu último deseo —siento la
lengua terriblemente abultada. Como si me hubiera picado una abeja. Las
palabras salen lentas, perezosas.
—Es mi deseo y hago con él lo que se me dé la gana. Ahora tú.
—¿Puedo pedir lo mismo para ti?
—No.
—Pero…
—Que no. Anda, que ya tengo sueño y ganas de vomitar.
—Está bien. Deseo…
—Por favor, sé un poco egoísta.
—Bien.
Me detengo momentáneamente en el líquido transparente, viendo las
figuras distorsionadas a través de él.
—Deseo encontrar el amor de mi vida. Por lo menos antes de los treinta.
No quiero quedarme como la tía Carlee.
—Amén.
Tomamos el último trago y siento que ya no me cabe una gota más.
Savannah se queda dormida de inmediato, no se molesta en desvestirse y a
duras penas se ha quitado los zapatos. Yo, por mi parte, lucho por
levantarme y caminar hasta la ducha. Todo me da vueltas y la sensación es
peor después de haber estado sentada por tanto tiempo. Mi teléfono
empieza a sonar y no me molesto en ver quién es.
—Feliz año nuevo, quien quiera que seas.
—Hola, Sabrina. Feliz año nuevo. ¿Estás bien?
—¿Dylan?
—Sí.
Su voz está un poco cautelosa y, en contra de mi voluntad, siento una
leve emoción al escucharlo.
—Estoy bien, solo… levemente afectada por algo de licor.
—¿Dónde estás?
—En casa.
—Qué bueno.
—Sí, qué bueno.
Este, justo este es el momento que mi estómago escoge para devolverme
absolutamente todo lo que he cenado. Nunca he sido buena con el alcohol.
Dejo de escuchar a Dylan para aferrarme al sanitario como si mi vida
dependiera de ello. Parte de mi cabello queda empapado asquerosamente.
No sé qué tan necesario sea mencionar que vacío mi estómago hasta quedar
completamente laxa y temblorosa.
Recupero un poco la estabilidad y recojo el teléfono que ha quedado
tirado en el piso. Me doy cuenta que la llamada aún está abierta.
¡Rayos!
—Ah… ¿hola? —las manos me tiemblan al igual que la voz.
—Wow, aun vives.
—Tonto.
Debió haber escuchado todo. ¡Todo!
—¿Te sientes mejor?
—Un poco.
—Será mejor que descanses. Me aseguraré de que estés bien mañana.
—¿Qué?
—Lo que te dije. Adiós.
Cuelga y me quedo viendo la pantalla. No entiendo nada. Como puedo,
con las fuerzas que me da no sé quién, me levanto y me lavo los dientes.
Caigo en la cama y no recuerdo nada más.

***

Un increíble aroma a cebolla y ajos me despierta lentamente. Mi


hermana no está en la habitación y por el movimiento que escucho al fondo
asumo que está en la cocina. Salgo de la cama perezosamente y camino con
ánimo somnoliento hasta donde los deliciosos vapores me llevan. Lo que
encuentro no es lo que esperaba y termina por espabilarme súbitamente.
—¿Qué haces aquí?
—Te dije que me aseguraría de que hoy estuvieras bien. ¿Sabes todo lo
que escuché anoche? ¿O más bien hoy en la madrugada? ¡Jesús!
—Me contó cosas horribles, Ángeles.
Mientras Dylan revuelve algo sobre la estufa, mi hermana pica verduras
en el otro extremo. Mis emociones se revuelven, inquietas y caprichosas, a
merced de las circunstancias.
Está demasiado casual, demasiado relajado y… atractivo. ¿A quién
engaño? Es un hombre bastante atractivo. Tiene el cabello semi largo, lo
suficiente para que pueda recoger algunas hebras en una liga y luce
estupendo.
Esto no está pasando.
Creo que todo está siendo culpa de la sugestión. Si, ese beso sin mayor
intención está afectándome. Sumando el hecho de que llevo mucho tiempo
sin tener pareja y de que el último hombre al que estaba viendo como
prospecto resultó ser muy gay.
—Tu hermana es muy talentosa.
Su voz interrumpe mis meditaciones y hace que mire instintivamente a
Savannah, quien me mira de forma divertida y vuelve a lo suyo.
—Sí, lo es. Es maravillosa.
—He podido comprobarlo —dice, mientras me ofrece un poco de lo que
cocina.
—Hmm… Está exquisito.
En verdad lo está. Mi estómago lo aprueba y pide más.
—¿Hace cuánto llegaste?
—Hace más o menos una hora. No contestabas tu celular y al final lo
hizo tu hermana. Me dio la dirección y… aquí estoy. Estaba preocupado por
ti, en serio.
—Lo aprecio.
—Luces bien.
Oh, virgen. Lentamente bajo la mirada a mi suéter de snoopy y considero
lo horrible que debo verme. Mi cabello debe estar aún más terrible. Ahora
entiendo la mirada de mi hermana.
—Gracias.
Doy la vuelta y regreso a la habitación. Lo menos que puedo hacer es
ponerme decente. Opto por darme una ducha.
Al regresar, la mesa está servida. El aroma invade la estancia y me siento
más hambrienta que nunca. Mientras comemos, no paro de hablarle a Dylan
de los espectaculares trabajos de mi hermana y ella, como siempre, se
oculta entre su modestia.
—Tienes muchísimo talento. Eres una restauradora excelente.
—Y no solo eso, tiene una creatividad sorprendente. Dibuja fantástico.
Es la mejor. Incluso mejor que tú.
—No lo dudo. Eres genial, Savannah.
—Gracias.
—¿Les gustaría salir a dar un paseo? —propone Dylan.
—Sí —contesta mi hermana, sin darme tiempo de contrariar el
ofrecimiento— en seguida estamos listas.
Con un ánimo que desconozco en mi gemela, se viste y dispone todo
para la salida.
Este nuevo año está demasiado cambiado.
Salimos del edificio y escogemos la posible ruta a seguir, cuando
Savannah se detiene en seco, antes de abandonar la acera.
—¿Saben qué? Justo acabo de recordar que debo terminar una obra para
mañana. ¡Qué pena no poder acompañarlos!
—Sav…
—Diviértanse.
Y así, develo tanto entusiasmo.
Se pierde al subir las escaleras y me muero de la vergüenza. Esto es
demasiado conveniente.
—¿Vamos?
Dylan me tiende la mano y la acepto con cierta reticencia, no me siento
muy cómoda, después de todo.
—¿Qué haremos? ¿Trabajar?
Trato de ser la misma de siempre. No debo dejar que mis emociones
controlen todo lo que hago, menos cuando tales emociones son infundadas
por supuestos, que solo transitan en mi cabeza.
—No precisamente. Pero puede que saquemos algún provecho. Quién
sabe.
—De acuerdo. ¿A dónde iremos?
—Conozco un lugar que te encantará. Se llama La Fuente de Balcozzoni.
—¿Y qué hay de especial allí?
—Ya lo verás.
—¿Cómo sabes que me gustará?
Se detiene mientras tomamos un taxi y me mira como si me estuviera
dejando adivinar algo.
—He tenido tiempo para conocerte. Lamento que no te des cuenta.
Me deja pensando en lo poco observadora que soy, o en lo predecible
que puedo resultar.
Hacemos el trayecto bromeando sobre la noche anterior y mi episodio en
el baño. Exagera sobre mis arcadas y me siento apenada.
—Relájate —me dice, al tiempo que pasa su pulgar sobre mi mejilla—
no es nada del otro mundo.
El contacto sobre mi piel hace que mi cuerpo interprete el gesto como
algo íntimo y me estremezco levemente. Es más psicológico que físico.
Llegamos hasta un parque y sé que lo he visto algunas veces.
—Ya conozco este lugar.
—¿Segura? —me toma de la mano y caminamos por el asfalto que rodea
el césped.
—Sí. He pasado por aquí algunas veces.
—Hmm… ven.
Caminamos más allá de donde siempre había visto. Empezamos a
recorrer un paraje distinto. Hay personas recostadas en el césped,
descansando y luciendo contagiosamente relajados. Seguimos caminando,
adentrándonos en el lugar. Todo alrededor empieza a tener un ambiente
diferente, más encerrado y menos convencional.
—¿A dónde me llevas?
—¿Vas a confiar en mí alguna vez en tu vida?
—Nunca se sabe contigo.
—Solo ven ¿sí?
—De acuerdo.
Reanudamos el camino y me convenzo de que no hay nada malo en todo
esto.
—¡Aquí lo tienes!
Mis ojos se posan sobre una maravillosa y casi irreal escena. Creo que
no puedo abrirlos más, o se saldrán de mi rostro.
—Es la fuente más grande que he visto en toda mi vida.
Estoy boquiabierta ante semejante espectáculo: una fuente enorme, en
una maravillosa coreografía acuática multicolor. Parece un gran arcoíris en
movimiento, danzando, sin salirse de la estructura que le rodea.
—Siempre me ha gustado este lugar.
Me giro y veo en su rostro una pequeña sonrisa. Vuelvo a la fuente y me
pierdo otra vez en el baile de colores delante de mí.
—Es hermoso.
Camino hacia ella como si me halara una especie de cuerda invisible.
—Nunca se apaga.
La tarde muere y las sombras de la noche se abrazan con los colores de
la fuente y algunos faroles que empiezan a encenderse a nuestro alrededor.
El paisaje es tan surreal que su propia incongruencia con la ocasión me
desprende del encanto.
—¿Por qué estamos aquí?
—Porque quería que vinieras aquí. Conmigo.
—¿Para qué? Ah, claro. El proyecto.
—No. Quería tener un bonito lugar donde darte esto.
—Qué cos…
Y sin más, sin que pudiera advertirlo en mil millones de años, su rostro
está sobre el mío. Me besa sin prisas; pausado y preciso. Sus labios se
sienten demasiado bien, demasiado suaves y no puedo evitar seguir el beso.
De hecho, no quiero evitarlo.
Dylan es más alto que yo. Mucho más alto. Por lo que siento que su
cuerpo me cobija por completo, sus manos no han bajado de mi mandíbula
y las mías se han quedado aferradas a sus antebrazos.
Siento su lengua rosar mis labios y no impido su paso. Creo que mi
cerebro ha decidido dejar pasar cualquier objeción y disfrutar el instante.
Después de un momento interrumpo el beso y bajo la mirada.
¿Qué se supone que acabo de hacer?
—¿Qué crees que haces? —Mi tono es un poco acusador.
—Lo que he querido hacer hace tiempo.
—Dylan…
—Sabrina. Me gustas, es todo. Es obvio, lo sabes.
—No es obvio.
De inmediato vienen a mi mente las palabras de mi hermana. Miro a mi
alrededor y nada ha cambiado. Todo sigue tan mágico como antes.
—Lo es. No hay nada que pueda hacer para negarlo y no quiero hacerlo.
Creo que no hay nada de malo en eso. Y me has hecho creer en este
momento, que no te soy realmente indiferente.
Creo que no hay razón para negarlo.
—No, no me eres indiferente. Pero no me beso con cualquier hombre
que me llama la atención.
—¿Soy cualquier hombre?
—Eres… tú.
—¿Y quién soy?
—¿Mi jefe?
—No has firmado nada.
Estoy demasiado confundida para empezar a dar explicaciones.
—¿Qué tal si me dejas seguir en lo que estaba? —ahí está otra vez esa
sonrisa pícara, incitándome y haciéndome desear todo tipo de cosas.
¿Tengo algún motivo para rechazarlo? Ahora no pienso en eso. Ahora
mismo soy de sus labios, sus manos suaves y el ocaso que se tiende entre
nosotros y el resto de personas que nos ignoran al pasar. No sé qué habrá
mañana, no sé qué piense yo de esto en un par de días, pero ahora mismo
construiré el recuerdo.
No puede ser tan malo.
18
Si esto me mandará al infierno, he de confesar que me iré feliz. O por lo
menos muy satisfecho.
Imaginar besar a Sabrina es totalmente diferente a la experiencia vivida.
No hay comparación.
Sujeto el pincel y dejo que las figuras se dibujen libremente sobre el
lienzo, no hay presión, no hay fuerza que me haga presionar los detalles. Se
siente tan bien.
Observo al rededor y me satisfice de inmediato ver mis ideas
materializadas. Falta muy poco para la exposición y mi colección está casi
completa.
Es de noche, las personas duermen y yo solo pienso en seguir aquí de
pie; mirando el pincel acariciar la blanca superficie, llenando de color todo
a su paso. Y, por qué no, pensando en ella.
A veces se me da por pensar más allá las cosas, ¿Qué tal si se enamora?
Susurra una voz en mi interior.
—No, no lo hará. No hay nada en mí que la pueda llevar a eso. —Me
digo en voz alta, convenciendo a mis demonios internos de que esto es solo
algo sin trascendencia, los dos lo hemos dejado en claro. Ella no espera
nada de mí, y yo no voy a ofrecer nada que no pueda dar. Fin de la historia.
Que me guste no quiere decir que esté enamorado de ella, son dos
conceptos muy diferentes.
Me concentro en ese mantra, mientras sigo dejando que mi musa se
exprese. Sé cómo acabará esta noche, sé que terminaré odiándome y no
estaré de humor por la mañana. Siempre que hago estas introspecciones es
así. Me detengo a pensar en lo egoísta que soy, en las veces que me han
ofrecido amor y yo lo he rechazado porque no me complace o no me atrae
una relación monótona y termino diciéndome que moriré solo. Rodeado de
botes de pintura y fotografías.
Mientras tanto, me conformo con amores pasajeros, de esos que no
duran más de una noche. Que son tan lentos mientras la oscuridad los
abrace, tan deliciosos mientras están en vivo, mientras no se involucran con
el resto de mi vida. Puede que algún día me arrepienta de lo que digo ahora,
pero así es como pienso en este preciso instante.
Sin pretenderlo, mis ojos van a la fotografía que he dejado como fondo
de pantalla de mi ordenador. Ojos verdes me miran cuestionando mis
reflexiones.
Las ideas acaban sometiéndome una vez más. La emoción de la nueva
presentación bulle libremente y parte de mí no quiere admitir por entero que
todo esto no ha sido más que una excusa para verla.
De esta forma se me ocurre citarla nuevamente y jugar a ser personas
inocentes haciendo cosas sin trascendencia.
A las cuatro de la tarde estoy bajo el letrero de Navy Pier limpiando el
cristal del reloj de pulso y mirando a todos lados. En medio de la multitud
surge un cuerpo delicado que reconozco de inmediato.
Sabrina luce maravillosa, con un par de jeans desgastados y una blusa
verde que combina arrebatadoramente con sus ojos. Sobre la blusa, un
abrigo negro. Debo mencionarle en algún momento cuánto me gusta su
mirada.
—Eres el rey de los clichés —su saludo es familiar y fresco, aunque
detrás de aquella cordial familiaridad, se esconde una minúscula muestra de
nerviosismo.
—¿No te gusta? —le ofrezco con la mano una invitación al puerto.
Aprieto su mano un poco más fuerte de lo necesario y ella devuelve el
gesto.
En el fondo deseé que así fuera, cada vez necesito más su contacto, pero
solo es algo físico. Estoy seguro.
—Me parece absolutamente encantador —sonríe para mí.
—Qué bien, porque hoy el trabajo lo harás tú.
—¿De qué hablas?
Nos detenemos frente a una pequeña tienda donde compramos algodón
de azúcar. Los ojos se le iluminan y se relame sin molestarse en ocultar la
fascinación.
—Me encanta cuando haces eso.
Sin darme cuenta paso un dedo por su labio inferior, enrojecido por el
colorante.
—¿Qué?
—Dejar ver tu niña interior. Esa expresión tan genuina, de gusto… no he
visto a muchos adultos hacer cosas así y que se vean tan reales.
Una risa corta e inocente se escapa de ella, me da la ligera impresión de
que no recibe muy a menudo este tipo de comentarios.
—¿Qué quieres decir con que yo haré el trabajo? —mientras tomamos
asiento bajo un árbol, cerca de la tienda, mira con cautela el estuche de la
cámara fotográfica.
—Sí —golpeo con el índice el estuche— justamente lo que estás
imaginando.
—No sé quién te dijo que soy buena fotografiando cosas, pero quien
haya sido, te dijo una monumental mentira.
—Nadie me dijo nada.
Le ofrezco la cámara. La toma con cautela y me devuelve una mirada
divertida.
—¿Cuál es el propósito?
—Quiero ver a través de tus ojos. Esta es una forma interesante de
hacerlo.
—¿Qué debo buscar?
—Lo que te guste, lo que te llame la atención. Quiero ver a través de tus
fotografías lo que es romántico para ti. Donde ves tú una expresión de amor,
que yo no veo.
Lo toma como un reto, lo veo en su expresión y ese aire de suficiencia
con que se apodera de la cámara y mira a su alrededor. Me pregunta cómo
debe hacerlo y no me privo de arrimarme a su cuerpo –más de lo necesario-
para mostrarle algunos detalles meramente técnicos.
Su piel tiene un olor particular, ese dulce y suave que me hipnotiza.
Suspiro en su cuello y me complace enormemente ver cómo reacciona.
Nada me detiene para lo que hago a continuación: retiro un poco el cuello
del abrigo y planto un beso intencionadamente húmedo entre el hombro y
su cuello, en esa extensión de piel tan sensual.
Responde con un suspiro, bajo e intenso, con algún gemido camuflado.
Me siento complacido, adoro sus reacciones.
—Creo que ya tengo lo que necesito. —Se levanta con ánimo y recorre
el lugar con la mirada. Presiento que busca su objetivo.
—Adelante. Te asistiré en lo que necesites.
Mientras se deja llevar por la emoción, la observo y me convenzo cada
vez más de lo hermosa que es. De vez en cuando hace pausas y me mira.
No sé qué clase de cosas interpretará de mis miradas, pero busco no ir más
allá de sus pretensiones.
O de las mías.
Sin embargo no puedo negar que me gusta mucho y que me sorprende
cada vez mi instinto, ese que me lleva a desearla sin control.
La veo dirigirse junto una embarcación que se detiene cerca de nosotros.
El pequeño barco lleva por nombre “Victoria” y la pintura se muestra vieja
y sin brillo. De la nave baja una pareja, ella lleva en la mano un modesto
ramo de flores que tuvieron un tiempo mejor. Él sonríe y la besa en cada
escalón. Sabrina los fotografía, y ellos, al darse cuenta, posan con diversión.
—Me gustan —la felicidad de aquél par es contagiosa. La gente se reúne
alrededor y les aplaude. Debe haber algunos familiares o amigos, porque
lanzan puñados de arroz.
—¿Cuánto les durará la felicidad? —le digo tan bajo como puedo, para
que solo lo escuche ella.
—¿Tienes que arruinarlo?
Pone los ojos en blanco y no puedo evitar reírme. Lo he hecho adrede.
—Les durará todo lo que tenga que durarles. Déjalos en paz.
—Luego dices que yo soy el de los clichés. Fotografiando recién
casados. Qué original.
Me declaro un aficionado a molestarla.
—Tú dijiste que lo que yo quisiera. Así que no te metas.
Ignorándome y dejándome atrás, se mezcla entre la multitud que pulula
alegremente por el lugar.
La alcanzo varios metros más allá, admirando la rueda de la fortuna.
—¿Quieres subir?
—No lo sé.
—Eso debe ser un sí. Vamos.
El clima nos ha hecho una pequeña concesión y el frío no azota como en
otros tiempos, haciendo que el muelle pueda ofrecer todo su atractivo a los
visitantes que llegan a él con la ilusión de recorrer cada rincón.
Verlos a todos desde arriba es una experiencia majestuosa. Me encantan
las alturas.
Las personas que han subido aguardan ansiosas a que empiece el
espectáculo.
—¿Te digo algo? Creo que tengo algo de vértigo.
Sabrina se estremece a mi lado, paso mi brazo derecho por su hombro y
la sujeto con firmeza.
—No tienes nada de qué preocuparte.
Debajo de mi abrazo, la hermosa morena que me acompaña aprieta mi
torso y sujeta la cámara que cuelga de su cuello.
Cuando la rueda se pone en marcha le doy un beso tranquilizador. Siento
su cuerpo tensionarse y hago todo lo posible por serenarla.
—No me sueltes.
La súplica circunstancial y pasajera resuena más allá y me niego a pensar
que tenga segundas intenciones.
Recorremos un poco más el lugar, haciendo visitas cortas a lugares
asombrosos, como El Museo de Cristal. Aunque Sabrina insiste en que está
al límite de los museos, se maravilla con el hermoso paisaje allí dentro; una
vegetación admirable.
La tarde no ha sido suficiente para disfrutar completamente de cada
rincón.
—Estoy a esto —entrecierra el pulgar y el índice— de sufrir un colapso
diabético. No recuerdo la última vez que comí tantos dulces.
—No fueron tantos…
Reviso someramente las últimas fotografías que tomó. Hay capturas de
todo, cualquier cosa. Incluso un hombre mirando un plato de comida.
—¿Y esto qué podrá ser? —pregunto, mostrándole la imagen.
—Un hombre enamorado de su comida.
—¿Es en serio?
—¿Acaso no ves el brillo en sus ojos?
Termino obviando su burla y paso a las otras fotografías.
—¿Te gustan los mariscos?
—¡Amo los mariscos! —su respuesta salta antes de que yo pueda
terminar la frase.
—Lástima que estés tan saciada de dulces…
—Siempre tengo espacio para más —afirma.
—Qué bueno saber eso.
Un tono sugerente y ronco sale de mi boca y no lo evito. Como esperaba,
se sonroja.
—Vamos, Bubba Gump nos espera.
Acepta mi mano cuando se la ofrezco. Caminamos hasta el restaurante
dentro del muelle, uno de los mejores. El frío sigue en esta pequeña tregua,
poniendo el toque necesario para que los abrazos se hagan oportunos.
Solo pequeñas muestras de interés, nada demasiado fuerte, que pueda
prestarse a confusiones.

***

—¿Qué opinas de esta?


Sabrina sujeta el iPad delante de mí, pregunta qué fotografía quiero
escoger para una de las redes en donde me ha creado un perfil.
—Hmm… creo que esta —señalo una donde no se ve mucho mi rostro,
no me gusta tanta exposición.
—No, esa no —refuta. Por quinta vez en lo que llevamos reunidos
termina escogiendo lo que a ella le gusta. Sus labios me provocan todo el
tiempo y sin preguntarle me lanzo a ellos. Cuando se separa de mí está
sonrojada.
—¿Qué tal estuvo el trabajo?
—¿En verdad quieres saber eso o solo lo preguntas para hacer
conversación?
—Un poco de los dos —me mira sin creer una sola palabra de lo que
digo. —Está bien, solo para hacer conversación.
—En ese caso, fue de maravilla. No me dio tiempo de almorzar, había
tanta gente que no sabía por dónde caminar.
—Vaya. Siendo así lo de tu almuerzo, ¿qué te parece si te preparo algo
de comer?
—¿Aquí?
El aire bohemio del bar, cerca de su trabajo, se ha vuelto familiar. Algo
cercano a los dos, un espacio donde convergen tantas almas, que resulta
imposible no sentirse identificado con cada persona.
—No, mi apartamento está cerca.
Entrecierra los ojos y me mira de soslayo.
—¿Qué?
—Se supone que no llevas mujeres a tu apartamento.
—Bueno, hoy llevaré una. Hoy te llevaré a ti.
—¿Y mañana? —Su pregunta es capciosa.
—Si ha de haber un mañana, entonces espero que también haya una tú.
Cierra el programa y se levanta. Pago las bebidas y en menos de nada
estoy abriendo la puerta de mi apartamento.
—¡Por Dios! —Tiene los ojos abiertos de par en par. — ¡Qué desorden!
—Todo está ordenado —me defiendo.
—¿Ah sí?
—Sí. Todo está en el lugar exacto para mí.
—Esa es tu excusa.
Camina entre los botes y caballetes que están -estratégicamente-
dispuestos por toda la sala de estar.
—No es mi excusa, es mi orden. Todo está tal cual lo necesito. No hay
un espacio que no tenga medido.
Su escrutinio se acaba cuando llega a la ventana. Mi ventana.
La noche ya ha caído y entonces ella hace su magia; a través del nítido
cristal se dispone la ciudad en un enorme telón de pequeños puntos
inmóviles. Observo a Sabrina desde atrás y ahí me doy cuenta lo mucho que
su figura complementa esa vista.
—Es hermoso —me dice.
—Lo es —contesto, repasando con mis ojos su silueta, envuelta
decentemente en un ajustado vestido negro. Camino hasta ella, ha puesto
una mano sobre el cristal y dibuja con el índice una figura imaginaria. Sus
ojos están perdidos en la vista. Y la entiendo perfectamente.
Detrás de ella, sin hacer mucho ruido, tomo su cintura con una mano
mientras con la otra hago caer su cabello por toda la espalda. Se tensa y me
ocupo de hacerla sentir confiada; repartiendo pequeños besos en su cuello.
El reflejo delante de mí, me muestra una mirada ansiosa y juvenil. Sus
pupilas empiezan a dilatarse y silenciosamente voy pidiendo permiso para
recorrer cada parte de su hermosa figura, esa que antes no he tenido.
Cuando bajo la mano para acariciar sus muslos, ella me detiene. Su
respiración está más fuerte, pero es su nerviosismo lo que me hace
preguntarle:
― ¿Qué pasa?
Cierra la boca y baja la cabeza. Si definitivamente no quiere, no iré más
allá. Pero estoy rogando porque no se detenga. Mi cuerpo ya está
mostrándole cuánto la deseo.
En lugar de responderme, se da la vuelta y queda frente a mí. La
adicción que representan sus labios me hacen acercarme una vez más y
besarla como si no pudiera hacer otra cosa.
Me encanta su sabor, me enloquecen sus gemidos suaves e incluso la
forma en la que abre los ojos lentamente después de cada beso.
No puedo dejar de olerla, de tocarla, de besarla.
Siento que quiere seguir, pero se cohíbe.
Le doy un beso en la punta de la nariz y otro en la frente. Después me
agacho y le quito los tacones, besando el empeine de cada pie cuando
termino. Sin embargo, me quedo allí abajo. Sus piernas son tan blancas, que
el vestido negro es un contraste brusco.
Paso mis manos por sus muslos y me encanta lo que percibo; una
suavidad exquisita, firme y deliciosa. Con sus ojos atentos a mis
movimientos, saco la lengua y la paso por la cara interna.
Por primera vez escucho que gime con más fuerza.
Y me encanta.
Buscando más muestras de placer por su parte, aprieto su piel y beso
cada pedacito. Cierro los ojos porque necesito que las sensaciones se filtren
en mí con la fuerza que percibo.
Quiero subir más, quiero verla desnuda, quiero apreciarla completamente
y sin obstrucciones, así que meto mis manos debajo del vestido y la
descubro lentamente.
Su ropa interior negra me seduce, tanto como el resto de su apariencia.
Cuando meto el índice en la cinturilla, me toma la mano y hace que me
levante. Esta vez es ella quien busca un beso y le doy todo lo que deseo en
este instante.
Nos besamos con más fuerza, con más energía. La quietud de antes se ha
esfumado y ahora el animal que suele caminar enjaulado de un lado a otro,
se asoma, pasando la lengua entre los dientes.
Sabrina deja que la cargue y ya lleve a mi habitación. En el camino le
aprieto las nalgas y muerdo uno de sus pechos.
Quiero probar todo de ella.
Quiero escucharla gemir y pedir.
Atrapo sus labios una vez más y recorro con mi lengua cada centímetro,
bebiéndome sus besos y los gemidos que van aumentando su intensidad
poco a poco.
Mis manos suben y bajan, ahora están en sus pechos. Los aprieto y bajo
la cabeza para morderlos, encantado con la firmeza que encuentra mi boca.
Sé que debo parecer un animal ahora mismo, pasando mi nariz por su
cuello y mordiendo su piel, pero es lo que provoca en mí.
Me quito la camiseta y me deshago de su vestido.
Mi pene se remueve una vez más, exigiéndome que lo libere.
Cuando siento sus manos en mi pecho, la tomo y beso su palma. Muerdo
suavemente sus dedos y vuelvo a dejar la en el lugar que estaba.
Los labios se Sabrina se estiran en una sonrisa cuando le digo que me
gusta el color de sus pezones.
Como si alguien hubiese mezclado el rosa perfecto y lo hubiese puesto
sobre su cuerpo.
Algo dentro de mí me pide ser cauteloso, pero la otra parte, la salvaje,
me dice que me lance y tome todo de ella como lo hago siempre.
Pero sus ojos brillantes me hacen detener. Tal vez el frenesí me lleve
lejos de ella, así que decido hago una breve pausa y termino de desvestirla
como siento que debo hacerlo: lento.
Meto la punta de los dedos en el borde y bajo suavemente.
Me gusta la sensación cremosa contra mis nudillos, su piel es preciosa.
Como ella.
Sé que tiene algo de pena cuando cierra un poco las piernas y no me
permite observarla como quiero.
―Abre las piernas ―susurro sobre su boca.
Niega con la cabeza, con una sonrisa en los labios, mientras estira las
manos y se dirige a mi pene.
―No te dejaré tocarme si no las abres.
―No es justo ―se queja, intentando soltarse.
Con una sola de mis manos sujeto las suyas y le muerdo el labio inferior
cuando vuelve a hacer un puchero.
―Primero desnúdate ―dice.
Me separo y hago lo que me pide. Su cara me sube el ego cuando me
quito los boxers y me planto frente a ella.
Abre la boca y deja un “o” que me hace reír.
―Ahora, exijo mi recompensa.
―Está bien…
Separa las piernas y mi pene se sacude cuando espero pacientemente a
que abra las piernas completamente.
―Wow ―levanto una ceja y me paso la lengua por los dientes.
Un punto pequeño y brillante me sorprende, justo en su clítoris.
Despego mis ojos de semejante maravilla, solo para verla sonrojarse.
―No fui una adolescente muy ortodoxa…
―Me fascina ―dijo embobado.
El piercing brilla sutilmente, es pequeño pero tremendamente erótico.
Me excita, me gusta.
Sin esperar una invitación, me dejo caer entre sus piernas y arrastro la
lengua justo en la mitad, sintiendo la piedrita en el camino.
Me enloquece su sabor, me pone cada vez más duro y necesito liberarme
con urgencia.
Sabrina gime para mí, sin controlarse.
―Me voy a correr ―gime.
Acto seguido, siento su placer esparcirse en mis labios y lo recibo
encantado.
Dejo que me aferre a ella, que hale mi cabello y me diga cuánto le
encanta.
Después de ponerme un preservativo bajo la mirada para ver desaparecer
mi pene dentro de ella, decorado por el punto brillante que se mueve a
nuestro ritmo.
La sensación me abruma, aprieto las sábanas mientras me siento cada
vez más extasiado.
Empiezo a olvidarme de la suavidad y me pierdo en el placer, besando a
Sabrina con rudeza.
A ella parece gustarle, porque se incorpora un poco para observar la
unión de nuestros cuerpos.
Cuando aumento el ritmo, echa la cabeza hacia atrás y me pide que
muerda su cuello.
Quiero pensar que ha sido casualidad, porque me encanta hacer eso
mientras me muevo dentro.
Me aseguro de que ha tenido otro orgasmo y entonces me permito
correrme.
No puedo evitar que un jadeo se mezcle con el de ella, porque lo que
acabo de sentir me ha hecho cerrar los ojos y apretar los dientes.
Eso ha sido alucinante.

***
Son las seis de la mañana, menos de tres semanas me separan de la
exposición “El día de los enamorados” reviso mi colección una y otra vez,
corrigiendo detalles que antes no he advertido, cuando mi teléfono celular
empieza a sonar. Odio las interrupciones, pero la insistencia me hace
detenerme y contestar la llamada.
—¿El señor Dylan Cox?
—Sí.
Una voz suave y con acento marcado me saluda del otro lado.
—¿Cómo está? Soy Anna Gormovic, de la Academia de Bellas Artes de
Múnich. En este momento estoy enviando a su correo electrónico un
formulario para iniciar el proceso de selección. Debe diligenciarlo en su
totalidad y enviarlo en un plazo máximo de cuatro horas.
—De acuerdo. En seguida estoy en ello. Muchas gracias, señorita
Gormovic.
—Le deseo éxitos.
—Muchas gracias, otra vez.
Cuelgo y termino mi tarea sobre el lienzo. Esta oportunidad en Múnich
sería fenomenal, es un lugar con mucho campo. Sería maravilloso si resulta,
así que pongo todo mi empeño en hacer llegar el formulario resuelto
pulcramente y en menos tiempo del solicitado.
Tal vez eso les agrade.
En seguida recibo una respuesta automática informando que lo han
recibido. Vuelvo a mis labores en la sala de estar y me detengo en una de
las obras que hice hace varios días. Hay algo en la mujer que ya no me
agrada mucho, tal vez sea el tono de su piel… lo corregiré de inmediato.
Espera, su cabello está muy ondulado, tal vez deba alaciarlo. Me llama
más la atención así.
La pintura se esparce sobre la tela, me concentro en el rostro; sigo
encontrando detalles que ya no me parecen tan atractivos. Creo que debo
acentuar más las cejas, y sus labios están muy delgados. Corregiré eso
también.
¿Qué tal si pongo un poco más de pestañas? No estaría mal.
Ambiento mi espacio con un ingrediente especial: música.
Dejo que la melodía me guíe, que se adentre en mis sentidos y me ayude
a enfocarme más en lo que quiero lograr. El rostro de la mujer empieza a
agradarme más, solté más su cabello y definí más los rasgos. El cabello
negro tiene un mejor efecto, los labios gruesos le dan un mejor toque y su
mirada, viendo más allá del espectador, es lo que más me gusta. Es una
especie de mona lisa, no sé si sonríe o está triste.
Aún falta algo.
Lo veo de cerca una vez más, tratando de encontrar ese detalle que no
descifro todavía.
Empiezo a jugar con el color de sus ojos, pondré un poco más de verde
aquí. Eso es. Ahora les daré más luz, definiré la pupila y…
¿Sabrina?
Me alejo del caballete, observo la pintura desde otro ángulo y me
sorprendo a mí mismo. Es ella. ¿Qué se supone que estoy haciendo?
¡Demonios! Debo estar afectado de alguna manera.
19
—¿Estás prestándome atención?
—¿Perdón? ¿Qué dices?
—Sabrina —Jacob me mira con la diversión brillando en sus ojos—
dime que no he estado siendo ignorado todo este tiempo.
—No, claro que no. Hablabas de… Dark Moon y…
—No te esfuerces —suelta las hojas que trae en las manos, pero no está
enfadado. —Creo que te estamos sobrecargando estos últimos días.
—No, para nada. Es que tenía la mente en otra cosa —otra cosa de
cabello lacio y una boca que hace maravillas, sin mencionar sus dedos que
no solo sirven para pintar…
—¿Y esa otra cosa tiene nombre?
Jacob y yo hemos llegado a ser muy buenos amigos, pero no me siento
cómoda en este momento para decirle lo que me pasa.
—Luego te contaré.
—De acuerdo. Por lo menos ya sé que hay un “alguien”
—No es nada —me lo repito a cada rato, buscando convencerme.
—Sí, tu cara me deja claro eso.
—Sigamos ¿quieres?
—Está bien, pero no te enojes.
Mientras seguimos la reunión, Lissa está en una de las salas siguiendo
una nueva exposición, Jacob y yo revisamos la agenda de esta semana y
repasamos una vez más los detalles de la que se espera, sea una de las
mejores temporadas. El catorce de febrero.
Trato de no pensar en el asunto, pero me resulta imposible. Llego por la
noche a casa y mi hermana no está. Últimamente llega bastante tarde, me
dice que tiene mucho trabajo y que están con poco personal. Solo le pido
que tenga mucho cuidado. Gregory me dice que debo dejar de preocuparme
tanto por ella, pero no puedo evitarlo.
Me desvisto y caigo sobre la cama, pensando en lo único que me ha
tenido desvelada estos días: Dylan Cox.
No puedo dejar que se adueñe de mi cerebro, no esta vez. No voy a caer
en ese círculo vicioso una vez más, ya sé quién es él y no es la persona que
busco. Así que solo me relajaré y disfrutaré, tal y como me aconsejó.
Pedí encontrar el amor de mi vida este año, aunque solo fuera un simple
deseo, guardo una minúscula, medio invisible esperanza de lograrlo.
Me duele un poco pensar que no será él, porque creo que en verdad me
gusta.
Será mejor que me repita todas las mañanas que él no está interesado en
enamorarse de nadie, o acabaré en el mismo lugar de siempre. Con el
corazón roto y llorando porque fui la única con sentimientos dentro de una
relación.
—¿Por qué siempre tiene que ser así?
Mi hermana ha regresado, ella sabe todo hasta ahora. Es una cosa difícil
ocultarle algo.
—Porque somos seres humanos tontos y con ideas ridículas implantadas.
—Todo es culpa de la televisión y los escritores. Si no se pasaran la vida
inventando historias, no creeríamos en ellas. Y no esperaríamos nada de las
personas.
—No puedo decir nada, no espero mucho de nadie.
—¿Estoy incluida?
—Claro que no.
Empieza a lavar sus manos llenas de pintura.
—¿Te ayudo con algo?
—¿En la cocina?
—Puedo disponer los utensilios que usarás… y lavar platos.
—Eso estará bien.
—Enséñame a cocinar.
Se gira y me mira como si le hubiera dicho que el gato me habló.
—¿Te sientes bien?
Finge medirme la presión y tomar la temperatura.
—Mejor que nunca.
—Estás enamorada.
—No fastidies. No estoy enamorada de nadie, ya me preparé
mentalmente.
—Sí, claro. Como digas.
Nos damos a la tarea de preparar una cazuela de pollo con crema. A Sav
se le da muy bien la cocina, lo aprendió de la tía Carlee; experta cocinera y
alfarera.
—Oye, Sav, por cierto, no me has dicho cómo es tu jefe.
—No lo conozco.
—¿Cómo es eso?
—Es un hombre muy ocupado, según me ha dicho Hans, su encargado.
—¿Y nunca se ha aparecido por tu trabajo?
—No. Nunca. Solo llama por teléfono a Hans y aprueba las
contrataciones que él hace. No vive aquí, nadie pregunta por él.
—Qué misterioso ¿no crees?
—¿Por qué misterioso? Hay gente que quiere tener su vida fuera del
alcance de los demás. No me parece nada misterioso.
—Claro que sí. ¿Qué tal que sea un hombre que esté metido en negocios
turbios?
—No lo creo.
—¿Y cuántos años tiene? ¿Es viejo?
—Creo que no. Angeles, nadie en la galería pregunta por él, solo sé lo
que medio suele decir Hans.
Me indica cómo picar las verduras y me pongo en ello.
—¿Y qué suele decir ese tal Hans?
—Que el señor Cavallaro es muy hermético y no tengo porqué molestar
con preguntas tontas.
—¿Me estás diciendo tonta?
—Sí.
—Te odio.
—No es cierto, me amas.
Le lanzo unas cascaras de tomate y empezamos una estúpida guerra en la
cocina, que acaba con nuestro cabello lleno de restos de tomate y pimentón.
Mi hermana es divertida, cuando quiere serlo. Y, aunque me parece
demasiado extraño ese tal señor Cavallaro, decido no molestarla más. Otro
día me dedico a eso.
Llego al trabajo muy temprano por la mañana, tengo algunos pendientes
y quiero organizarlos antes de que empiece a moverse el museo. Saludo a
todas las personas que conozco a mi paso, incluyendo a un muy contento
Jeremiah.
—Hola, hada madrina.
—Hola, tú.
—Luces radiante esta mañana —sonríe y me pasa un café.
—Gracias, tú te ves… entusiasmado.
—Tienes mucho que ver en eso.
—No me cuentes más.
Cuando quiero iniciar una plática mañanera con mi buen amigo
Jeremiah, una voz firme y definitivamente conocida, me sorprende desde
atrás.
—Sabrina.
Me giro de inmediato y saludo a mi jefa.
—¿Sí, Lissa?
—Nos reunimos esta mañana con el departamento de eventos a las ocho,
en la sala de reuniones principal.
—Claro.
Asiento sin molestia, ya me acostumbré a su tono autoritario.
—¿Siempre es así contigo?
Jeremiah parece embobado cuando de ella se trata.
—Y me encanta. —Suspira y me deja pensando una cantidad de cosas
demasiado pervertidas para considerar decirlas en voz alta.
—Dejemos así por ahora ¿quieres? Gracias por el café, me gustaría
quedarme charlando contigo, pero tu dómina ya me ha dado una orden.
Sonríe y se da la vuelta. Quiero creer que no va pensando en las cosas
que yo acabo de imaginarme. Aunque creo que no hay otra posibilidad.
Lissa no ha mencionado el asunto y, sinceramente, lo agradezco. No me
sentiría cómoda hablando con ella al respecto, no después de la llamada por
teléfono. Ella por su parte sigue igual, como si yo no hubiera intervenido en
su vida de ninguna manera. No me molesta, solo quiero resaltar esa forma
tan profesional que tiene de separar su vida personal de la laboral.
Ojalá yo pudiera hacer lo mismo.
De camino a la oficina encuentro a Jacob en el pasillo, está como
siempre reluciente y demasiado atractivo. Una sonrisa galante adorna su
rostro y sé que ha tenido una mañana fantástica.
Tampoco quiero detalles.
—Hola, bonita mujer.
—Hola, hombre simpático.
—Te ves muy bien.
—Gracias, tú igual.
—Estoy yendo a la sala de reuniones. Las espero a ti y a Lissa allá.
Lleva prisa, camina con una mano en el bolsillo de su pantalón y la otra
en su parte del cuerpo extra; el móvil. Organizo todo lo necesario para la
reunión y espero a mi jefa. En menos de cinco minutos está de vuelta, luce
impecable –como siempre- y me indica que vayamos de inmediato a la
reunión.
Hacemos el camino en silencio, organizo en mi cabeza que las próximas
dos o tres horas estarán llenas de ideas revueltas y planes a futuro,
presupuestos y demás.
Al ingresar me doy cuenta que hay más personas de las acostumbradas.
Recorro con la vista a los asistentes y me detengo en uno especial.
Mi corazón salta sin mi permiso, él me ve y sonríe en mi dirección.
¡Dios, está guapísimo! Imágenes de mis últimas noches se proyectan en mi
cabeza. Sus ojos, su piel, su cabello…
¡Un momento, es suficiente!
Sacudo la cabeza y sonrío cortésmente de vuelta. Me ubico al lado de
Lissa y espero que empiece la reunión, fijando la mirada en el block de
notas que tengo delante. La reunión la inicia Jacob, como siempre, con un
protocolo entusiasmado y profesional. Hoy se definirán las fechas de
exposición para cada artista participante, entre esos Dylan. Interiormente
me obligo a no dirigirle la mirada, pero es tan difícil, que caigo al menor
intento.
No puedo decir que es algo nuevo para mí, me refiero a estar atraída por
un hombre, pero debo admitir que cada cosa que él hace, me provoca más y
más. Como por ejemplo, lo que acabo de descubrir en mi móvil:
Dylan:
*¿Ya te lo dijeron hoy?*
Yo:
*¿Qué cosa?
Dylan:
*Que estás hermosa*
Una mujer quiere ser fuerte e insensible, pero entonces el chico que le
gusta le dice que está hermosa y se vuelve risas bobas.
Después de regocijarse con mi reacción se reacomoda y presta atención a
su hermano Alfred, quien habla de lo importante que será esta actividad
para ellos como artistas.
El museo está muy comprometido con los artistas independientes, ha
hecho mucho por ellos; dándoles un espacio para mostrar su trabajo, a
cambio de publicitarse él mismo. Digamos que es un ganar-ganar.
Es una de las cosas que me gustan de este lugar.
La otra, en este preciso momento, está sentada varios lugares después de
mí, mirándome de vez en cuando con malicia y diversión.
—¿Cómo van con sus respectivos proyectos, a propósito? —pregunta
Jacob.
Una chica a la que he visto varias veces, levanta la mano y le responde
que todo va viento en popa, que de hecho ya le falta muy poco. Así, todos
van dando su opinión, hasta llegar a Dylan.
—Muy bien, sigo perfeccionando detalles.
No dice nada más. No lo necesita.
Su hermano actúa como si no lo conociera. Muy profesional. Yo por
dentro quiero lanzarme sobre él, pero creo que eso no sería nada decoroso.
No, no lo sería. Mejor suspiro y sigo anotando cosas en la libreta.
Mi teléfono vuelve a vibrar y sonrío. Imagino que es Dylan, otra vez,
pero la vibración se prolonga, por lo que debe ser una llamada. Miro la
pantalla y encuentro un número desconocido. No puedo abandonar la
reunión, así que rechazo la llamada. Llamaré después.
La reunión acaba justo a la hora del almuerzo, ha sido agotador pero
todo está organizado y dispuesto. Solo falta esperar el gran día. Se prevé
mucha concurrencia, ya que desde ahora está teniendo buena acogida en el
público. Las personas están a la expectativa. ¡Qué emocionante!
Desde la sala de reuniones hay que bajar varios pisos hasta las plantas
principales, así que me apresuro a tomar el ascensor. Camino a toda prisa,
solo para que se cierre en mis narices. Jacob y Lissa bajaron ya, Dylan se ha
quedado hablando con su hermano, así que me planto delante de las puertas
metálicas esperando mi turno.
Algunas personas se ubican a mi alrededor, esperando también. Siento a
alguien detrás de mí, su aliento me rosa el cuello y me giro, molesta.
Sí, es él.
Me vuelvo, ignorándole. El estúpido ascensor tarda una eternidad, quiero
bajar pronto y nada coopera. Me iré por las escaleras.
Todo maravilloso, hasta que siento pasos detrás de mí. Obviamente sé
que es él.
—¿Por qué me sigues?
Me giro y lo encuentro acomodando su bufanda, mirándome como si no
supiera de qué le hablo.
—No la sigo, señorita. Solo estoy tomando las escaleras como segunda
opción, ya que el ascensor parece tener problemas.
—No es cierto.
—¿Qué le hace pensar eso?
Quiero discutir, pero tomo su juego y sigo bajando como si nada. Son
varios pisos, así que el recorrido se tarda un poco. En ese lapso solo pueden
pasar dos cosas: que nos sigamos ignorando, o que nos dé un ataque
frenético y efusivo y dejemos que la pasión dirija el mom…
Dos brazos me sujetan y me lanzan a una pared. Su cuerpo me cubre y
no estoy interesada en apartarlo. Disfruto los besos, las caricias apresuradas
y el olor de su piel. Ruego porque no haya cámaras en este lugar, porque de
lo contrario verán mi vestido recogido en mi cintura y mis manos en todas
las partes de su cuerpo que puedo alcanzar.
Seguramente me iré al infierno de los museos por esto.
La boca de Dylan me vuelve loca. Sus labios se mueven tan bien, que me
siento incluso atrevida deseándolos en todo momento, en todas partes.
Me gustan sus manos, también. Como ahora, que mete las manos debajo
de mi ropa interior y aprieta mi piel.
―Me pones tan caliente ―susurra en mi oreja.
―Y tú a mí.
Siento su pene justo sobre mi entrepierna, empujando, endurecido. Bajo
la mano y lo acaricio, mientras me siento segura entre sus brazos.
― ¿Qué tal si alguien viene? ―digo entusiasmada.
―Sería terrible.
Habla sin dejar de besarme.
Ninguno de los dos quiere parar. Sus ojos claros se estrellan con los mío
y no dejamos de vernos mientras hace a un lado mi ropa interior y mete uno
de sus dedos dentro de mí.
Gimo contra su boca, mientras él saca la lengua y lame mi labio inferior.
Dylan es un hombre muy particular; luce fresco y relajado a simple vista,
pero en cuanto saca las garras, es completamente explosivo y salvaje.
Siento que es demasiado intenso. La forma en la que me hace sentir no
se parece a nada que haya sentido antes.
Mueve sus dedos dentro de mí y me hace gritar, así que tiene que tapar
mi boca con un beso.
Siento una risa que hace vibrar su garganta y me deshago en sus manos.
Cómo me gusta…
Cuando saca su dedo de mi vagina, me mira con una sonrisa y lo lame.
Mis músculos se contraen porque es lo más erótico que he visto.
Las piernas me duelen, aunque él me sujeta. Mientras lo beso, agarrando
su cabello y sin poder creer que estamos teniendo sexo en un pasillo, saca
su pene y después de enfundarlo empieza a penetrarme.
El calor me inunda, la dulce sensación me impulsa a gritar, pero me
contengo.
Subo y bajo sobre Dylan mientras él me mira como si no quisiera dejar
una parte de mí intacta.
Es tan hermoso, que no quiero dejar de verlo.
Pronto recuerdo que estamos en un sitio muy expuesto y como si él
también lo tuviera presente, acelera los movimientos y después de un
momento nos dejamos ir.
Tan liberador es, que sonreímos al mismo tiempo como tontos.
El beso que me da al final no se queda solo en mis labios y hace que mi
corazón se estremezca.
20
—¿Y? ¿Qué tal está?
El rostro de Sabrina en este momento es algo que guardaré en mi
memoria por el resto de mi vida. Bajo la cabeza hacia el plato,
delicadamente servido. Enrollo otro poco de pasta en el tenedor, con
movimientos intencionadamente lentos, bajo el ojo escrutador y ansioso de
una persona que presenta su opera prima culinaria.
El plato no está tan mal, pero la haré sufrir hasta donde pueda. Su
hermana me sigue el juego y hace lo mismo con su plato.
—Bueno…
Corto la pasta y llevo a mi boca. Mastico exageradamente lento y miro a
Savannah.
—¿Entonces? Me voy a la horca o puedo seguir intentándolo.
Otra de las personas que nos acompaña es su amigo Gregory, quien no se
ha atrevido a probar la pasta, torturándola adrede.
—Si supieran cuánto los odio, a los tres, en este momento…
—No está mal —empiezo a comer animadamente— podías haber sido
un poco más generosa con el ajo y menos con la sal, claro.
Los otros dos se ríen y asienten.
—Es cierto, Ángeles —interviene su amigo— creo que te pasaste un
pelín. Pero tienes futuro. Pasaste la prueba, se lo diré a mi madre.
—Mejor esperemos hasta terminar…
Savannah y Sabrina son gemelas idénticas, pero cada vez que están
juntas se me hacen tan claras sus diferencias. Una es todo lo opuesto a la
otra, aunque físicamente sea difícil distinguirlas a la primera. Sabrina es
extrovertida, dulce, divertida, sociable, carismática… mientras que su
hermana es más sobria, divertida a su modo, introvertida…
—Por lo menos a Armando le gusta.
Todos fijamos la vista en el gato, quien revuelve las tiras de espagueti
con la pata y al final, opta por irse y abandonar el tazón.
—¿Qué te hizo creer que el gato se comería eso? —pregunta Savannah.
—No lo sé, para mí quedaron bien.
Se sienta a la mesa y sonríe, haciendo pucheros y comiendo sus pastas.
—Bueno, al menos se pueden comer.
La cena transcurre en medio de un ambiente juvenil y fresco, de esos en
que pocas cosas te importan y tus prioridades son otras.
—¿En qué piensas?
Mis pensamientos son interrumpidos por la voz melódica y suave de
Sabrina. Trae un delicado vestido sin mangas, el cabello suelto extendido a
lo largo de su espalda, y la mirada más suave que he visto jamás.
El viento frío ha dado a sus mejillas un toque rosa muy particular, la
punta de su nariz se enrojece también y no puedo evitar pasar mi pulgar
sobre ella. Cada vez hace algo que me invita a conocer un poco más acerca
de su personalidad, de sus gustos, sus deseos, sus miedos. No sé qué fuerza
esté obrando sobre mí, pero debo admitir que Sabrina tiene un efecto que
ninguna otra mujer ha tenido.
Tal vez sea su espontaneidad, o la forma en que afronta la vida y sus
propios retos. También puede ser esa manera que tiene de mirarme; como si
estuviera complacida con lo que soy.
Me apena no ser lo que busque. Me apena ser el hombre que figura en su
mente como “no tocar” a pesar de que se ha arriesgado a acercarse mí.
¿Estaré haciendo bien?
—Me pregunto si estoy haciendo bien —contesto.
—Específicamente ¿a qué te refieres?
Se acomoda a mi lado mientras extiende una manta sobre sus piernas.
—No te tapes. Me gustan tus piernas. —Obediente, retira la cobija y
mueve las piernas, sacudiéndolas como si fuera una pequeña— preferiría
algo más sexi.
A continuación, dobla una pierna mientras la otra permanece extendida,
dejándome ver una piel tersa y endiabladamente provocativa.
—Así está mejor.
—Entonces, ¿qué quieres decir con eso?
—Que si no te molestará estar perdiendo el tiempo conmigo.
Pareciera reflexionar un momento en mis palabras. Dentro de mí, tengo
algún tipo de temor por su respuesta.
—Ahora mismo no siento que me moleste. Tal vez mas tarde, cuando
esté arrepintiéndome de todo esto, puede que me moleste. Ahora solo están
pensando mis hormonas, así que no hay mucha esperanza para mi cerebro.
—¿Quieres decir que solo te importa mi físico? Me hieres, yo creí que
iba más allá.
—Tú no vas más allá —sus palabras son un rezo a mis convicciones.
Esas de las que ahora no estoy tan seguro.
—Es cierto, pero eso no quiere decir que no pueda haber algo más de mí
que te llame la atención.
Pasa las manos por la cobija, haciendo figuras invisibles.
—No quiero ponerme a pensar en qué otras cosas me gustan de ti —
levanta la vista y sus ojos están vidriosos— no quiero acabar como siempre,
haciéndome ideas falsas, animando sofismas autodestructivos. Seré la única
afectada.
—Yo no…
Me interrumpe levantando una mano y tomándome por la barbilla.
—Lo que sea que vayas a decir, no lo digas. Mientras menos cosas digas,
mejor.
En contra de lo que siento ahora mismo decido hacerle caso. Tal vez sea
lo mejor. Puede ser posible que esté confundido, es la primera vez que me
acerco tan íntimamente a una mujer. Espiritualmente hablando.
Las palabras cesan en medio de un beso profundo, uno que siento que
necesito.
Nada puede resultar más gratificante que eso.

***

Falta poco para el catorce de febrero, empiezo a sentir ansiedad. Sabrina


está haciendo una excelente labor con mi imagen y ha logrado que me
involucre por completo en las redes sociales, incluso me presiona para que
me apersone de algunas cosas.
Tiene una creatividad asombrosa.
Dentro de cinco minutos tengo una entrevista con la academia de Bellas
Artes de Múnich. Estoy bastante ansioso, según me dijeron en la llamada,
estoy compitiendo con dos personas más, de todas las que se presentaron.
Procuro estar pulcro y reluciente, necesito causar la mejor impresión.
Me sitúo frente al ordenador y paso las manos por mi cabello.
La pantalla se abre y tengo del otro lado el rostro de un hombre mayor y
dos mujeres más.
Iniciamos hablando de mis estudios, el trabajo que tengo actualmente y
mi desempeño en el idioma alemán. Solo asienten y anotan, asienten y
anotan. Preguntan acerca de mi experiencia, aunque estoy completamente
seguro que toda esa información ya la han corroborado. Al final, después de
muchas preguntas y respuestas, quedan en llamarme nuevamente si lo creen
conveniente.
Espero de todo corazón que sí lo crean.
Me levanto de la silla exhalando un pesado suspiro, miro todo a mi
alrededor y me imagino fuera de este lugar. Una sensación vacía me
sobrecoge inesperadamente.
¿Y ella?
No he pensado en no volver a ver a Sabrina, no lo he imaginado siquiera
y hacerlo me golpea fuerte. Muy en contra de todo lo que creía.
Creo que debo poner un poco más de distancia.
Mi teléfono celular suena al ritmo de AC/DC en mi bolsillo.
—Abril. —Parece más una pregunta que un saludo.
—¿Esperabas a alguien más? —ronronea
“Sí…”
—No. ¿Cómo estás?
—Pensando en ti. ¿Qué estás haciendo ahora mismo?
—Uh… nada en especial.
—¿Qué te parece si nos vemos?
“Distancia. Abril me puede ayudar”
—Me parece bien.
Quedamos en un bar, cerca de su casa. Ella es una fanática de los
preámbulos.
Verla tan seductora como siempre no tiene el mismo efecto en mí y lo
compruebo cuando al saludarme deja un beso en mis labios y no siento ese
deseo de devolverlo.
—Estás raro… —entrecierra los ojos y sonríe, confundida.
—Estoy normal, soy el mismo.
—No, a mí no me engañas.
Ordenamos lo mismo de siempre y el ambiente pareciera confabularse
para correr en la misma secuencia de siempre, pero hay algo en mí que no
resulta del todo cómodo.
—Me enteré que tendrás una exposición en el museo de Arte Universal.
¿El día de los enamorados? —pone cara de desconcierto, mientras mastica
la ciruela de su bebida. —No sé quién eres, de verdad. Te desconozco.
Mientras me quedo callado, sin saber qué responder a eso, Abril me
estudia; escruta mi rostro en busca de respuestas.
—No sé a qué te refieres. No hay nada diferente.
—Ajá…
El ruido de las conversaciones ajenas rebota entre los dos. El ambiente
me resulta algo cómodo y al mismo tiempo no. Sabrina no sale de mi
cabeza, es lo único en que he estado pensando.
—¿Cómo van tus negocios? —pregunto.
—Dylan ¿Hace cuánto nos conocemos?
—Hace varios años.
—¿Y cuándo me habías preguntado por mis negocios?
—Algunas veces, creo.
—¡Ni una sola vez! —No está enfada, al contrario; sonríe como si me
hubiera pillado en alguna travesura.
—No es cierto.
—Dylan, te conozco. Algo te pasa. No solo me acuesto contigo y ya.
También te observo y sé cosas de ti. A diferencia tuya.
“¿Qué puedo responder a eso?”
—Es una mujer —afirma, rotunda e indiscutible. — ¿Quién es?
Las figuras que he estado haciendo sobre la mesa, con el agua que
escurre del vaso, se van desvaneciendo, como mis intenciones de seguir
negando algo que cada día se vuelve más real en mi vida.
—Se llama Sabrina. La conocí por casualidad, trabaja en el museo.
—¿Es bonita?
—Es… hermosa.
Siento mi corazón emocionarse, es la primera vez que hablo de ella.
—¿Más bonita que yo?
—Creo que sí.
—¡Uff! Eso dolió —pone su mano en el pecho, del lado del corazón,
fingiendo dolor.
—No sé qué ha hecho con mi vida, pero no la quiero fuera de ella. Me
interesa lo que le ocurre, saber quién es. Quiero tenerla cerca en todo
momento y… cuidarla.
Mientras digo en voz alta todo lo que se me pasa por la cabeza tantas
veces y que no digo por temor a las consecuencias, la imagino, y mi deseo
de tenerla en frente se hace cada vez más pesado.
—Quiero ser el hombre que la haga volver a creer en el amor. Que la
haga vivirlo, más bien.
—Entonces díselo. Hazlo por ella. Has perdido la cabeza y mereces ser
feliz a causa de ello. Estás tan enamorado que hasta me conmueven tus
palabras, sabía que este día llegaría y me alegra poder ser testigo. Ahora
creo en Dios.
—No sé qué hacer. Tengo miedo de que solo sea algo pasajero y termine
lastimándola.
—El amor cura las heridas que él mismo causa y si no las cura, entonces
no es amor.
—¡Wow! ¿De dónde salió eso?
—De una solterona de treinta y tres años, que sueña con conocer a su
príncipe azul y que ha visto demasiadas comedias románticas.
Por primera vez en nuestra vida en común, hablamos sin tocarnos,
charlamos como lo que somos; dos buenos amigos.
—No haces nada aquí, vete con la chica… ¿Sabrina? Y dile todo lo que
acabas de decirme a mí. No soy yo quien debe escuchar esa declaración, es
ella. Díselo, sin miedo. Lo peor que puede pasar es que ella no sienta lo
mismo, cosa te vendría muy bien para que sepas lo que se siente.
Se levanta y deja dinero sobre la mesa. Se despide con un rápido beso en
la mejilla, y una sonrisa estirando sus labios rojos.
Creo que ya no estoy tan seguro de mí mismo como creía. De hecho,
pienso que soy tan vulnerable que mis propios miedos podrían terminar
consumiéndome en el menor descuido.
¿Esto en verdad es el amor?
21
Mientras camino hacia mi oficina, saludando a mi paso algunos
compañeros que cruzan conmigo la entrada de personal, hago cuentas
mentales con mi próximo sueldo.
Ya hemos acondicionado nuestro apartamento y por lo menos ya se
admiten visitas. Me siento cada vez más cerca de la realización personal.
Pero qué bajas expectativas tengo…
Llego hasta mi oficina –se siente bien decirle mía- y me instalo
alegremente.
Reviso mi móvil y veo otra vez el número telefónico del otro día.
Cuando intenté devolver la llamada, nadie respondió. Tal vez se habrían
equivocado, así que lo olvido.
Después de varias horas de arduo trabajo frente a mi ordenador, decido
recorrer algunas salas para actualizar nuestras redes sociales. Me detengo en
una que me llama la atención, donde ahora mismo instalan una exposición
de Rodin.
Camino hacia las esculturas, embelesada ante la pulcritud de los
elementos. “Las puertas del infierno” es una obra que me inquieta a primera
vista. Me pregunto qué habrá del otro lado. ¿Qué creería Rodin que hay tras
esas puertas? Tal vez pensaba en su infierno particular, al que realmente le
tememos y no necesariamente debe incluir llamas y cuernos.
Tres operarios mueven hacia uno de los extremos una figura compuesta
por dos cuerpos unidos en un beso. Me acerco a ellos y observo con qué
cuidado depositan a los amantes en su lugar. Frente a ellos se levanta un
letrero que reza “la eterna primavera”
—Ese es el mejor para mí.
Giro la cabeza y uno de los operarios limpia cuidadosamente la pierna
del hombre de mármol. Parece tan satisfecho con lo que hace, que da la
impresión de ser él el dueño de tan tierna creación.
—¿Por qué lo dice?
—Porque me parece que es algo sincero, algo que no se puede ocultar.
¿Se ven felices, no?
Observo el abrazo de la pareja, la posesión que tiene él sobre ella, como
si la reclamara y ella se entregara felizmente.
—Eso creo.
Se quita el guante que recubre su mano y la tiende hacia mí.
—Mauricio —sonríe cálidamente y devuelvo el saludo, presentándome.
—Mucho gusto, Mauricio, soy Sabrina.
Continuamos recorriendo la sala, mientras él y sus compañeros terminan
de ubicar las esculturas en la sala. La exposición estará lista para recibir al
público mañana por la mañana, así que desde ya estoy posteando sobre ello.
Mauricio es muy gentil y me sorprende cuánto conoce de este artista.
—Estudio arquitectura, pero me encanta todo esto —extiende los brazos
y con una gran sonrisa me muestra lo satisfecho que se siente entre todas las
esculturas y la vida en el museo.
—Puedo verlo.
—Mientras tanto me ayudo con este empleo, algún día dejaré de cargar a
estos amigos de piedra y construiré los edificios donde pasarán sus días.
Lo dice con tanta ilusión, que no puedo evitar contagiarme de su ánimo y
reír con él.
—Sabrina. —la voz firme de Lissa llama súbitamente mi atención desde
la puerta, al no haber muchas personas, hace eco en el salón y se siente la
demanda en el tono. Me siento regañada, mucho más cuando veo su gesto
firme y los labios tensos.
—Disculpa, mi jefa me necesita.
Camino en su dirección y por dentro me hierve la sangre, creo que la
paciencia es algo que no se debe retar. ¿Qué necesidad tiene de hablarme
así?
Respiro profundo, recuerdo que no debo apresurar mi vejez, ni arrugas ni
nada de eso y sonrío como si no pasara nada. Creo que eso explotará algún
día y espero que no haya muchas personas alrededor.
—¿Sí?
—Ven conmigo a la oficina de Jacob.
Siento que estoy en problemas, usualmente es menos despiadada, hoy
está siendo una completa…
¡Incluso estoy caminando detrás de ella!
Subimos hasta la oficina de Jacob y en todo el camino voy devanándome
los sesos ¿Y ahora qué hice?
Abro los ojos como plato, un pensamiento fulmina mi tranquilidad y
tengo la impresión de que un paro cardiorrespiratorio se avecina.
¡Oh, Dios, no!
Han visto las cámaras, tienen registros. Las escaleras. Dylan. Estoy a
punto de echarme a llorar ¡¿Qué hice?!
Al entrar, mi apuesto jefe me recibe con una sonrisa, Lissa se sienta en
una de las sillas a su lado y me ofrece asiento.
—Sabrina, la razón por la que te requiero es porque…
—Jacob, yo te lo puedo explicar —lo interrumpo antes de que siga.
—¿Qué? —Jacob frunce el ceño.
—¿Qué? —Lissa, desde el otro lado.
Su rostro confundido me hace replantear mis planes inmediatos de una
confesión atropellada y unas cuantas disculpas.
—¿Qué? —Complemento yo— ¿Qué vas a decirme?
—¿Qué me explicarás?
—Nada, olvídalo. —Resto importancia al asunto, batiendo el aire con las
manos y adoptando una postura más serena e interesada.
—Bueno, la razón por la que te hago venir es la siguiente: hace varios
meses me ofrecieron la gerencia general del museo y como te imaginarás,
acepté. En dos días seré oficialmente el nuevo gerente general del Museo
De Arte Universal de Chicago.
Desde ese momento acordamos que Lissa ocuparía mi cargo, y es por
eso que le contratamos una asistente; o sea tú.
“Wow, eso quiere decir que ahora seré una Lissa”
—Te has desempeñado muy bien, has demostrado que puedes mantener
ese cargo, incluso estás en condiciones de hacer más. Te felicito.
—Gracias, Jacob. Realmente te felicito a ti también. No tenía ni idea. Y
a ti también, Lissa —giro hacia ella y le extiendo una sonrisa— me alegro
mucho por los dos, ¡Incluso por mí!
Jacob sonríe ampliamente.
—Gracias, pero no es esa la gran noticia.
—¿Entonces?
—Tú serás la nueva jefe de relaciones públicas del museo.
Mi cerebro no lo procesa, me quedo sin habla y por poco no respiro. ¿Es
una broma? Me esperaba todo, menos eso. No entiendo nada, miro a Lissa y
su rostro está inexpresivo. ¿Qué se supone que debo decir? ¿Aceptar?
¿Rechazarlo? ¡Dios!
—Yo… pero, no dijiste que Lissa…
—Fue ella quien dijo que tú eras la indicada para ese puesto.
Ahora sí colapsé mentalmente.
—Lissa cree que reúnes todo lo necesario y yo la respaldo. Ya te has
quedado a cargo y cada día haces cosas increíbles. Toda la junta está de
acuerdo ¿Y tú?
Un millón de emociones se desencadenan en mi interior. No sé cómo
actuar frente a esta situación, no sé cuál es la primera palabra que debe salir
de mi boca.
—Me toman por sorpresa. Por supuesto que estoy de acuerdo.
Las manos me sudan y la emoción llega al punto de convertirse en un
pesado nudo en mi estómago.
—Bien, en ese caso hay que conseguir pronto tu asistente. Lissa no
estará más en el museo.
—¿Cómo? —No puedo ocultar la sorpresa en mi voz.
—Tengo otra propuesta. —Aclara ella.
—Además de eso, se va a casar.
—¡¿Qué?! —lo admito, salió más alto de lo que hubiera querido.
—¿Por qué lo dices así? ¿No puedo?
—No, no. Nada de eso. Es que, bueno… es mucha información en un
solo instante. ¡Felicidades!
—¡Debemos celebrar esto! Obviamente no ahora y no aquí. Estamos en
horario laboral. Salgamos esta noche.
Salgo del edificio unos minutos más tarde de lo habitual, tengo un nudo
en el estómago y sonrío como tonta. Acordamos encontrarnos el sábado por
la noche en uno de los mejores bares de la ciudad. Llevaré a mi hermana,
Lissa irá con su futuro esposo y Jacob llevará a su pareja.
Sé que sueno calmada y serena, pero en realidad estoy eufórica y
felizmente alterada. Tanto, que no me fijo en que alguien me sigue, hasta
que estoy a unos metros de la estación. Estoy asustada y camino de prisa,
pero la persona que me sigue es más rápida y me enfrenta repentinamente.
Voy a gritar; dispongo mi garganta y todos los nervios que recorren mi
cuerpo, pero inmediatamente veo de quién se trata. Cierro la boca y
contrario a seguir asustada, me siento impresionada. No sé en qué sentido,
solo sé que me afecta en este instante.
—Por favor, no te vayas.
—¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
Tiende sus manos hacia mí y por instinto retiro las mías y me alejo de él.
—Hija, escúchame.
—No me llames hija, no soy eso para ti.
—Por favor, Sabrina, escúchame. Necesito hablarles.
—Aléjate de mí, porqué crees que soy Sabrina —recuerdo ese tonto
juego en que mi hermana y yo los confundíamos y muchas veces no sabían
distinguir entre ella y yo. Sonríe con melancolía y me ofrece un rostro triste
y desesperado.
—Porque me ves de esa forma. Igual a como me viste aquella vez.
Su voz se quiebra y lo veo llorar como nunca en mi vida he visto llorar a
un hombre. Quiero ser inquebrantable, no dejarme afectar al verlo, intento
con todas mis fuerzas endurecer mi corazón y mostrarle que ya no hace
parte de mi vida, ni él ni su historia, ni mi madre.
—¿Qué quieres?
—Que me escuches.
Trago el nudo que se construye en mi pecho, me aclaro la garganta y
respiro profundo. Algunas personas a nuestro alrededor pasan y nos dirigen
una mirada disimulada. La noche cae sobre nosotros y una lluvia inesperada
sorprende la ciudad.
¿Podría ser más cliché?
Las gotas resbalan sobre mi rostro y considero la ocasión de mezclarlas
con las lágrimas que exigen salir, pero no me quiero permitir eso. No quiero
dejarle ver lo que siento.
—Te diría que hablaras, pero la verdad es que no tengo ganas de
escucharte. Nada de lo que tengas para decir va a hacerme verte de otra
manera. Estamos en el lugar que tú y ella nos quisieron poner: lejos. No
estamos interrumpiendo sus vidas, ¿por qué vienes tú a hacerlo en las
nuestras?
Ya no hay nada que ocultar, lloro sin importarme la escena que me rodea,
las gotas me salpican en la cara y molestan, pero no más que la idea de
remover cosas que decidí dejar en el pasado.
Da un paso hacia mí y retrocedo, no quiero tenerlo cerca.
—Por favor, amor. Dame una oportunidad, dime dónde está tu hermana.
Quiero hablar con ustedes. —Lo veo tragar con dificultad, mientras abre y
cierra los puños.
Las personas llevan prisa, la noche se ha adueñado por completo del
espacio y dejamos de ser el centro de atracción para convertirnos en dos
almas empapadas y lamentables. No estaría bien si elijo por Savannah esta
vez, no sé qué piensa realmente. Creo que ella personalmente debe decidir
si está en la misma posición mía.
Pero siempre que haya la manera de evitarle dolor, yo quiero intentarla.
Pasa el tiempo, mi ropa está empapada, él también. Suplica en silencio y
con palabras que le duelen.
Tengo que ser una tonta flexible, porque de lo contrario no claudicaría
tan fácil.
—Será difícil conseguir un taxi en estas condiciones —no soy yo la que
habla, es mi lado maduro y razonable, carente de emociones y expectativas,
ese que piensa en los demás y deja de lado sus propios deseos.
—Tengo mi auto aquí cerca —su voz esperanzada me hace sentir cruel.
Espanto los pensamientos y asiento, con la mirada fija más allá de él.
—Espero aquí.
No me importa el agua realmente, ni el hecho de que el frío me haga
temblar y la ropa se pegue a mi cuerpo provocando que me estremezca
contra el helado contacto, me importa lo que sea de mí al acabar la noche, o
de Sav. ¿Será mejor o peor?
Mientras atiendo estos pensamientos, mecánicamente dirijo a mi padre
hacia nuestro apartamento, reconociendo las calles en medio del fuerte
aguacero. Él no dice nada, se mantiene callado y lo prefiero así.
Subimos las escaleras en silencio, solo se siente el chapoteo diminuto de
nuestros pasos. Abro la puerta y siento ruido al interior, mi hermana ha de
estar en casa.
No digo nada, dejo que cualquiera que sea la impresión, sea entre ellos
dos, sin mi intervención. Lo mira, sorprendida, y luego me escruta sin decir
palabra alguna. Me aparto y le dejo entrar.
—¿Qué hace aquí? ¿Por qué está aquí?
Está enojada, dolida, molesta y todos los adjetivos que puedan seguir.
Voy hasta la habitación y traigo un par de toallas, mientras mi hermana me
sigue detrás, preguntando porqué lo he traído. No se dirige a él, a pesar de
que las preguntas son más para él que para mí.
—Quiere hablar contigo —la detengo suavemente mientras seco mi
cabello.
—Con las dos.
Por poco me había olvidado de donde estaba. De pie, tímidamente
sosteniendo la toalla que le entrego.
—No quiero hablar con él. No tengo nada que decirle, ni él a mí.
—Sav, por favor. Acabemos con esto, ¿sí? —me siento agotada, tomo su
mano y la aprieto con fuerza, sé lo frágil que es en realidad mi hermana, lo
sensible que puede resultar para muchas cosas, gracias a sus viejas heridas,
así que mi mejor forma de evitar que tenga un bache emocional más, es
tomando mi papel de hermana mayor y resolver este asunto de una vez por
todas.
Tal vez obviar ciertos asuntos, por más pequeños que sean en nuestras
vidas, puede resultar más contaminante que algo aparentemente
monumental y de mayor importancia. Cualquiera que sea el caso.
—Creo que no podemos seguir echando tierra sobre esto, si aún hay
temas qué tratar.
Mi gesto de vuelta es la invitación evidente a su participación, a que diga
todo eso que tiene para decir.
—Yo… quiero pedirles disculpas. Louisa y yo no hicimos las cosas
como debíamos. —La voz es temblorosa, irreconocible —Quiero que
sepan, desde un principio, que ustedes dos son lo más grande en mi vida.
Que mi alma no ha descansado desde que salieron así de casa y no he
parado un día de tratar de encontrarlas.
—Ese día en el museo te veías demasiado feliz, no parecía que
estuvieras pensando en nosotras —no puedo evitar el filo en mi voz. Llora
sin molestarse en limpiar sus lágrimas, suspira y después de un breve
silencio, continúa:
—Ustedes llegaron en un momento de nuestras vidas en que habíamos
decidido no seguir. Éramos jóvenes y buscábamos otras cosas. Aun así,
decidimos estar juntos por ustedes y confieso que me enamoré de ambas
incluso desde antes de que nacieran. Pero es complicado tratar de explicar
cómo tu vida se afecta si estás al lado de alguien a quien ya no amas.
—Hubiera sido mejor haberlo hecho desde un principio y no fingir que
todo estaba bien.
—Eso es algo de lo que nos dimos cuenta cuando ya era muy tarde,
amor.
>>Savannah; tu madre y yo, a pesar de todo, siempre les procuramos lo
mejor, las amamos como a nada en el mundo, pero las cosas se salieron de
control en el peor de los momentos.
Las palabras de mi padre reconstruyen en mi memoria aquella noche y
no puedo pensar en otra cosa que no sea en eso. Estoy en medio de mi
raciocinio y mis emociones. Entre la consideración y el dolor.
—No sé qué esperas —Sav ha empezado a llorar, se limpia las lágrimas
con el dorso y mira hacia un punto lejos.
—Que no me odien, ni a su madre. Que no me saquen de sus vidas.
Las últimas palabras me duelen, verlo llorar así me duele más. Nunca he
visto a mi padre de esa forma y la imagen del hombre amoroso y juguetón
vuelven a mi corazón. Mi hermana se ha echado a llorar en el sofá, me
siento en un drama cinematográfico, y ruego porque alguien diga “corten”.
Cruzo los brazos sobre mi pecho, mi teléfono empieza a sonar dentro de
mi bolso, que yace tirado sobre el piso, con algunas gotas de agua
resbalando sobre él.
Ignoro el sonido insistente y miro con pesar a mi hermana. Sus lágrimas
llaman las mías y exhalo pesadamente. Me siento a su lado y acaricio su
cabello. En un fuerte abrazo le hago saber que no está sola.
—No haremos nada con lo que tú no estés de acuerdo —le digo.
—No te odio, pero tampoco sé cómo me siento hacia ustedes. No
pretendas que haga como si nada, mis heridas están abiertas. Tú decides si
quieres esperar a que sanen —papá asiente y vuelvo a mi hermana.
—Solo si ustedes lo quieren así —responde él.
Nuestra noche termina en silencio, después de verlo marchar, justo
cuando la lluvia ha cesado y la ciudad vuelve a su actividad nocturna.
Cuando no hay más que las sombras sigilosas de Armando en medio del
apartamento, sé que Savannah está despierta. Debe estar mirando el techo y
jugando en su mente con figuras familiares, lavando su dolor y purgándolo
de alguna forma.
—¿Estás bien?
—No sé.
—Te diré algo que te hará sentir mejor.
—¿Qué?
—Vas a salir el sábado conmigo.
—¿A dónde?
—A celebrar.
—¿A celebrar qué?
—Que seré la nueva jefe de relaciones públicas del museo.
Se gira sobre su cama y me mira desde el otro lado, enciende la pequeña
lámpara que nos separa y la veo abrir la boca, incrédula.
—¡No inventes!
Así termina realmente la noche. Con una buena noticia y la historia de
por medio, aunque al final, cuando el sueño me ha vencido, escucho un
débil sollozo camuflarse en la habitación. A pesar de saber que es ella,
decido no interrumpir. Algunas veces soy consciente de que hay cosas que
quieres hacer tú solo.
Llorar es una de ellas.
22
Estuve llamando a Sabrina por la noche y no respondió. Después de una
lluvia tan fuerte, temí que estuviera aun en la calle. Después me envió un
mensaje diciendo que estaba bien y que hoy me llamaría.
No esperé y fui yo quien la contactó.
Debo estar perdiendo la cabeza, pero no es que me incomode mucho,
según veo. Dijo que tenía cosas que contarme, así que nos veremos a
mediodía, hemos quedado para almorzar. Estoy ansioso, no puedo evitarlo.
La veo llegar al café, tan delicada y llamativa como siempre, que siento
celos de los hombres que se giran para verla. Pero sé que viene por mí, a
verme a mí. Así que me adelanto a ella y la envuelvo en el abrazo más
necesitado y el beso más apremiante que he dado jamás.
—¡Vaya! Cuánta euforia.
—¿Tiene algo de malo?
—No, para nada. Recíbeme así cuantas veces quieras.
—¿Qué es eso que tenías que decirme?
Me cuenta con un entusiasmo contagioso que la han ascendido, no lo
puede creer y está alucinando, según sus propias palabras. En ese momento
me planteo contarle lo de Múnich, pero me contengo. No sería buena idea
opacar su momento. Después de eso y de recibir nuestras órdenes, me
cuenta acerca de un reencuentro con su padre. Sus pestañas se humedecen y
le tiendo un pañuelo. Le digo lo que pienso, mientras intento llegar al punto
que más me ha mantenido en vilo las últimas noches.
—Sabrina, hay algo de lo que quiero hablarte. —Sus ojos se vuelven
curiosos. Hay nervios, puedo verlo. En el último momento la fuerza que me
motivaba desaparece, dejándome con las palabras revueltas y la mente en
blanco.
—¿Sí? —me insta.
—Ya tengo lista la exposición —no se me ocurrió algo mejor. Aunque
no es mentira, tampoco.
—Ah… —eso es un “Ah” decepcionado.
—Sí… pero no te lo mostraré aun.
—Bien… tendrás que hacerlo en algún momento.
—Desde luego. Me siento muy feliz por ti, de verdad y espero que las
cosas con tu familia se resuelvan de la mejor manera.
Almorzamos disfrutando el momento, como si estuviésemos
acostumbrados a la compañía del otro.
Con ese pensamiento me devuelvo a mi apartamento, ideando la forma
oportuna y exacta de decirle lo que siento.
Aunque propiamente no sé de qué se trata, he llegado a pensar que es
amor, puesto que se ha convertido en la esencia que llena todos mis
espacios. Suena cursi, demasiado, pero no por eso deja de ser real.
Mientras Matt Simons se esparce en mi apartamento con catch & release
recuerdo la primera vez que me interesé por una mujer. Tenía ocho y creí
ver un ángel cuando mi profesora de biología cruzó la puerta del salón de
clases. Su cabello brillaba cada vez que lo sacudía sobre su hombro. Me
miraba con ternura y me encantaba que acariciara mi rostro. Esperaba con
ansias sus clases, me arreglaba y usaba el perfume de mi papá solo para que
a ella le agradara, sin saber que una mujer de treinta y cuatro jamás se
fijaría en un chico de ocho. Aun así, me arriesgué un día y llevé una rosa.
Sonrió, me dio un beso en la frente y me dijo que era el niño más tierno
que jamás había visto. Ese día, al salir de clases, conocí a su esposo. Sentí
un devastador golpe en el pecho y lloré con desconsuelo en mi habitación,
bajo las burlas de mi hermano.
Hoy me río ante el recuerdo. No puedo creer que haya tenido que vivir
eso.
En medio de mi caos personal, magnificado en el lugar donde vivo, me
doy a la tarea de poner algo de orden; puede que lo necesite. Recopilo
ordenadamente los cuadros terminados y observo cada uno de ellos con
especial detenimiento. Es la primera vez que me siento tan completo al
terminar una obra. La plenitud es algo que no tiene precio y me doy cuenta
que todo esto se debe únicamente a ella.
En horas que dedico a reflexiones espontáneas, como esta, me pregunto
si todas las historias de amor que se han escrito, serán ciertas algún día.
Si todos los escritores relatan amores imposibles, que al final se hacen
reales, con la inocente esperanza de que algún día, en algún lugar del
mundo, esa historia viva y se cuente el tan esperado final feliz.
Yo nunca he visto a una mujer como un objeto, ni más faltaba, pero
tampoco me he sentido deseoso de ir más allá. O me había sentido.
Estoy confundido. Me rasco la cabeza y me pregunto qué tan inmaduro
soy. Si aún tengo ocho años, si no soy capaz de afrontar las cosas con la
madurez que se requiere…
Recojo algunos botes de pintura que están por acabarse y los dejo en el
estante que he dispuesto para ello. Al final, tengo la sala de estar despejada
y todos los caballetes cubiertos, ubicados en fila en un extremo de la pared.
Esperan ansiosos poder ver la luz.
Alguien llama a la puerta, usualmente no recibo visitas, a menos que
sean mis padres –quienes siempre avisan antes de venir- o…
—¡Dylan! Soy yo.
Mi hermano.
—Ya voy —cubro muy bien los cuadros y abro la puerta.
—¿Qué tanto hacías? —su cara me dice que trae problemas. Y sé muy
bien de qué tipo.
—Estaba ordenando —se gira de repente y me mira abriendo
exageradamente los ojos.
—¿Qué rayos te pasa?
—Nada —me encojo de hombros y sigo a través del pasillo que conduce
hasta el interior.
—Tú no ordenas nada. Nunca lo has hecho y nunca lo harás.
Sigue sin dar crédito a mis palabras, pero sus dudas se aclaran cuando
observa la pulcritud que rodea la estancia. Abre la boca con asombro y
balbucea hasta asentir.
—Esto tiene que saberlo mi madre. Tomaré fotografías —saca su
teléfono celular y empieza a fotografiar el apartamento, mientras estoy en la
cocina preparando algo de comer para los dos. Esto irá de largo, así que
mejor me preparo con buena comida y algunas cervezas.
—Ten —extiendo una plato con dos emparedados y una botella.
—Gracias, tengo mucha hambre.
—Lo sé.
—Tengo problemas.
—También lo sé —mis palabras se van en un suspiro, mientras lo
escucho empezar el sermón.
—No sé qué pasa, hermano. No he dejado de quererla, porque la quiero.
Pero no tengo deseos de estar cerca. Tú no me entiendes, pero me ayuda el
simple hecho de que me escuches.
En pocas ocasiones he visto a mi hermano tan afectado. Casi siempre
solo es un lunático neurótico que quiere tener el control sobre todo y que
todo lo desespera.
—Cada vez son más los problemas, discutimos por cualquier cosa —
abandona momentáneamente el sándwich para sujetar su rostro con la
palma de las manos— ¡Es abrumador! Llegar a casa ya no es un placer,
siempre está molesta y cuando le pregunto qué le pasa: ¡nada!
Pobre… parece metido en un gran lío.
—No sé muy bien cómo vaya la cosa, Fred, pero si ha dicho nada, es
porque seguro le pasa algo… y debe ser importante —resopla y vuelve a la
comida, dando mordidas desanimadas.
>> Habla con ella, deja a los niños con alguien y salgan un momento.
Creo que deben oxigenarse, estoy seguro que lo que les falta es tiempo a
solas.
—Hace mucho que habíamos planeado unas vacaciones. Incluso
pensamos dejar a los niños con su hermana.
—¿Y qué pasó?
—Estuve muy ocupado con el trabajo. En ese momento empezaba la
temporada de…
—Ahí está —lo interrumpo— tu trabajo, otra vez.
—Oye, si no trabajo, no hay dinero. Si no hay dinero, no hay nada.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste vacaciones?
Mira un punto fijo en la habitación, mientras trata de encontrar la
respuesta a mi pregunta.
—No lo recuerdo. Pero creo que las he tenido.
—Seguramente…
Terminamos la comida en silencio, pasará aquí la noche. No lo animo a
volver a casa, porque tal vez este tiempo le haga falta. Él y Angie se aman,
me consta. Pero creo que no han tenido tiempo para recordárselo el uno al
otro.
Vemos alguna película de acción –sus favoritas- y nos tendemos en el
sofá, dispuestos a gastar la noche en medio de bebidas y plática.
—¿No los puedo ver? —dice, señalando con el dedo la fila de caballetes
cubiertos, al fondo de la estancia.
—No. Aún no. Los verás el día de la exposición —respondo,
completamente satisfecho.
—¿Qué hiciste?
—Ya lo verás.
—¿Te han llamado de Múnich?
—Sí.
—¿Y?
—Hay que esperar.
—De acuerdo.
La habitación ha sido rodeada de ese ambiente tan íntimo y natural que
rodea algo tan personal, como lo es tu propio espacio. Mi mente juega con
las imágenes tranquilas y cotidianas de la mujer que se ha metido en mi
interior. Me pregunto qué estará haciendo, si acaso piensa en mí, y con qué
cosas soñará esta noche. Al mismo tiempo, entre mis fantasías acerca de la
mujer de mirada esmeralda y la mediana crisis matrimonial de mi hermano,
me surge una duda.
—¿Cómo sabes que estás enamorado de tu esposa?
Alfred, que tenía la mirada fija en la ventana de cristal, rompe el
contacto y me mira de frente. Da un trago a su cerveza y se escurre en el
sofá, dejando sus largas piernas desparramadas sobre el piso.
—Creo que el hecho de temerle al día en que no esté con ella es
suficiente —no sé en qué cosas esté pensando ahora mismo, pero su mirada
es diferente cuando retoma la respuesta.
>>Amo que sea la madre de mis hijos. Por más que contemplo a veces la
idea de irme de su lado, no llego a tomarlo en serio una vez que vuelvo a
pensar en ella. A veces siento que nuestro matrimonio ha llegado a su fin,
que no hay un paso más qué dar y que ese es el fin de nuestra historia, pero
en seguida pienso en todo lo que he logrado gracias a ella. En todos los
cambios que han habido en mi vida y todo se debe a que lo hice por ella,
porque quería verla feliz y eso me hizo feliz a mí.
—Entonces no sé qué haces aquí.
Acaba de un trago la cerveza y se pone de pie como si algo lo hubiera
impulsado.
—Tienes razón. Gracias por la comida, tengo una esposa a la qué hacerle
el amor. ¡Ábreme la puerta!
Y así, mi impulsivo hermano sale de mi apartamento y me conformo con
saber que irá a su casa e intentará arreglar las cosas. No es necesario entrar
en más detalles, ni que me los cuente.
Por mi parte, vuelvo a mi habitación y tras darme una ducha fría me tiro
en la cama, dispuesto a dormir.
Pero no caigo rendido inmediatamente. En lugar de eso, doy vueltas
entre las sábanas persiguiendo su olor. Toda ella está aquí, su aroma está en
cada centímetro y me gusta. Cierro los ojos recordando sus gemidos, las
cosas que me dice mientras está perdida en el placer, lo mucho que repite lo
que bien que se siente mientras la acaricio.
Sabrina me encanta.
23
Tengo un día de no creer, no asimilo lo que pasa a mi alrededor incluso
cuando llevo toda la mañana recibiendo instrucciones de mi nuevo cargo.
¡Que alguien me despierte! O no, mejor no.
Alucino, miro a mi jefe, luego todo alrededor y no puedo creer que esta
oficina ahora es mía.
—Sé que no tengo que mencionarlo, pero es vital que mantengas buena
relación con el público —la voz de Jacob resuena en la estancia y me
devuelve a donde estoy.
—Sí, claro.
—Siempre debes darte a las personas, hazlos sentir parte de todo.
—Por supuesto —convengo.
Me mira desde el otro lado del amplio sofá, como si mi cara fuera un
pacífico recuerdo suyo.
—Sé que harás grandes cosas aquí. Te lo mereces. Y por otro lado, tú y
Dylan hacen buena pareja.
Abro los ojos dramáticamente y trato con todas mis fuerzas de no
demostrar que me sorprende.
Al final no resulta como yo espero.
—Yo… ¿Tú cómo sabes?
Sonríe, cómplice y se cruza de piernas, de una forma tan elegante que
causa admiración.
—Bueno, hay cosas de las que uno se entera. Me hiere que no me
contaras de primera mano, pero te doy crédito por mantener tu intimidad de
esa forma. Lástima que a veces algunas cosas se escapen de nuestro control
—arruga la nariz y se divierte viendo como cada vez más mi rostro cambia
de color— Pero no te preocupes. Me agradas demasiado como para
recriminártelo.
Mi cara arde hasta que casi siento que explotaré. De la manera más
infantil cubro mi rostro y agacho la cabeza.
Para dejarlo más humillante, Jacob se levanta y acaricia mi cabello,
haciendo su mejor interpretación de hombre adulto consolando a una
pequeña.
—Ya, ya. Todos hacemos nuestras travesuras de vez en cuando. Es más,
yo no quería enterarme. Fue por casualidad.
Recogiendo dignidad de algún lugar cuya existencia no puedo
comprobar, levanto el rostro y arreglo mi cabello. Decido afrontarlo como
la mujer sensata y madura que soy. Lo veo recomponerse y mirarme de
frente:
—Si te sirve de algo, defiendo a capa y espada ese tipo de travesuras.
Una sonrisa maquiavélica y descarada surca su rostro. No deja de
burlarse de mí, pero, aprovechando nuestra buena relación, me relajo y dejo
la pena.
—Solo asegúrate de hacerme tu padrino de bodas. Creo que después de
todo me lo merezco.
—Lo haría encantada, cariño. Pero creo que no me casaré.
—Claro que lo harás.
Suspiro, entre frustrada y melancólica, y vuelvo a las notas en el iPad.
—Más bien, hazme tu madrina cuando te cases tú. Y avisa con tiempo,
debo estar inmejorable para ese día.
—No hablemos de boda, mejor.
Evade el asunto levantándose del sofá y me echo a reír. Pienso en las
mujeres que se lamentarán alrededor del mundo, sabiendo que a Jacob
Drummond le gustan los hombres.
Nuestro episodio de Nueva York pasó a ser una broma entre los dos.
Haciendo que al final nos tomáramos más aprecio del que hubiéramos
planeado.
Pienso en los cambios que vendrán a mi vida de ahora en adelante y me
aventuro a soñar. ¡Tendré un asistente, incluso! ¿Quién me lo iba a decir?
Suspiro y sonrío mirando a través de la ventana que cubre toda una pared
en la oficina de Jacob. Bueno, mi oficina ahora. Las personas abajo
caminan y me pregunto vagamente cuántas de esas mentes que recorren el
pavimento estarán celebrando algún acontecimiento importante en sus
vidas.
Jacob se ha ido porque tenía un asunto importante que atender. Mientras
tanto, me ha pedido que vaya acomodando las cosas según me parezca.
Empiezo moviendo algunas carpetas sobre el escritorio y sin darme
cuenta, termino rodando sofás y estantes. La verdad es que no lo había
planeado, pero me gana la emoción.
—¿Tienes mucho afán, eh?
Me giro cuando escucho la voz firme de Lissa, es instintivo, parece. Está
vestida impoluta, como siempre. Rígidamente peinada y su maquillaje
parece recién aplicado. Siempre tiene ese aspecto serio y firme.
—No… bueno, Jacob me dijo que podía… —me interrumpe de golpe,
mientras se adentra en la habitación. Su perfume invade el lugar y recuerdo
las fuertes fragancias que suele usar mi madre.
Lissa me recuerda algunas veces a mamá.
Mira despectivamente todo alrededor y no puedo evitar preguntarme si
es que todo le fastidia, en todo momento. Juego con mis manos mientras
espero algún comentario de su parte.
Al ver que no lo hace, de momento, reanudo mis labores, no sin antes
darle una sonrisa cortés e inocente. Lo juro, es inocente.
—¿Por qué nunca me dices nada por cómo te trato? —antes de
responder, pienso que puede ser algún tipo de pregunta capciosa.
—Porque no quiero perder mi empleo.
—Muy sincera.
Se sienta sobre el escritorio y toma un portarretratos que guarda la
imagen de Jacob y su abuela paterna. Distraída, me acerco hasta ella y me
muestro atenta a su visita. Su extraña visita de preguntas y comentarios
repentinos.
—No necesitaba a nadie, en realidad. Pero llegaste tú y tu sonrisita y
ojos verdes que a todos encantaron y lograste hacerte un lugar.
No sé si me regaña, o me halaga.
—Yo solo me animé en lo que hacía.
—Sí —suelta la fotografía y se detiene delante de mí, cruzando los
brazos y mirándome como si tuviera la culpa de sus desgracias —Me di
cuenta. Por eso te ganaste esto. No dejes de hacer las cosas como las haces.
Suelta los brazos y camina hacia la entrada. Pienso que eso fue todo y
suelto el aire que no me había dado cuenta que estaba reteniendo.
—Y… —me sorprende una última vez— Gracias por haberte interesado
en mi relación. Casi te arranco la cabeza, pero Jeremiah me explicó todo a
tiempo —levanta el dedo índice y hace un suave giro alrededor de la oficina
— Creo que con esto queda saldada mi deuda.
Sale antes de que pueda decir algo. Interpreto sus palabras como un
gesto amable y me convenzo de que esa es la bonita mujer de la que se
enamoró mi amigo. Son dos personas totalmente opuestas y aun así se
quieren.
¡Qué raro es el amor!

***

Las cosas con papá han pasado a una especie de período de prueba. Por
lo menos de mi parte.
Él nunca fue un padre descuidado, mentiría si dijera que así fue, así que
no me extraña que llame cada minuto y vaya a casa muy seguido.
Mi hermana no le habla y yo libro enormes batallas internas mientras
tomo un camino decisivo en esta extraña e incómoda situación.
No puedo negar que me enternecen sus actos, siempre tuve a mi papá en
un concepto de hombre tierno, amoroso y leal.
Lo idealicé como el hombre perfecto.
Tal vez por eso me duele tanto la situación en que estamos. Por eso me
afecta tanto que todo haya sido una mentira. Que a esta edad me haya
tenido que enterar, de una forma muy brusca, que todo fue una ilusión.
Sin embargo, él asegura que su amor no es una ilusión, que no ha dejado
de ser nuestro padre y que no dejará de serlo nunca.
Soy una sensiblera, bajo la guardia y pienso mejor las cosas. Con calma
y serenidad. Extraño mi familia y tras horas y horas de meditación, llegué a
la conclusión de que si aún hay algo que pueda rescatarse, es mejor hacerlo
ahora y no lamentarse después, cuando ya todo esté perdido.
Aunque no es fácil… no puedo decir que todo será como antes.
Ha decido llevarnos a comer. Mi hermana se mantiene muy reservada y
ninguno la obliga a comportarse diferente. Por lo menos vino con nosotros.
Lo mira pocas veces y contesta con gestos y sonidos casi inaudibles.
De momento solo yo he preguntado por su familia -con un dejo de
amargura que creo que es evidente- y me ha contado pocas cosas. Como por
ejemplo, que su otra hija se llama Laura y que tiene cinco años. Su mujer se
llama Victoria y es doctora. Me detengo cuando siento que la cortesía se
convierte en molestia.
Por ahora, ese es un progreso.
Mi hermana lo mira fríamente y me duele ver el dolor en los ojos de
ambos. Pero no intervengo, a menos que llegue a considerarlo oportuno. No
me sentiría bien moldeando los sentimientos de ella, no creo que se buena
idea.
Él hace lo que puede, no nos presiona, pero tampoco ha desaparecido.
Nos dice que no vive aquí, que solo está de vacaciones, pero que estará todo
el tiempo que sea necesario para recuperarnos.
Sinceramente, no sé cuánto tiempo vaya a ser eso.
Después de una tarde extraña y reconfortante al mismo tiempo,
volvemos a casa. Me permito recibir un abrazo de papá y el contacto me
lleva a lugares que había querido olvidar: mi infancia, mi adolescencia y
algo de los últimos momentos que compartimos los cuatro. Mi hermana
entra al apartamento sin despedirse y mi padre me pide abrazarla por él. Le
prometo que lo haré y quedamos en volver a vernos.
Después del trabajo, me encuentro con Dylan. Mi corazón salta al verlo
fuera del museo, con las manos en los bolsillos del abrigo y el cabello
escapando del diminuto recogido en su cabeza. Me gusta más de lo que
quiero admitir.
Me recibe con un beso que estremece cada fibra de mi ser. De esos besos
que te hacen cerrar los ojos y creer que no hay un mundo más allá de los
labios que acarician los tuyos. No me importa si alguien nos ve y al parecer
a él tampoco, porque permanecemos un instante sin separarnos, presos en el
momento.
—¿Qué tal ha ido tu día?
—Bien —digo, mientras me dejo tomar de la mano y caminar hasta la
otra acera— nerviosa, ansiosa, expectante… ¿Qué más puedo decir?
—Hay muchos adjetivos que se ajustan a eso que describes; emocionada,
deseosa, excitada.
—Bueno, todo eso. ¿A dónde vamos?
—Hay un lugar al que quiero llevarte —rápidamente llegamos a la
estación del metro y no me dice a dónde vamos. En el trayecto no para de
darme besos y decirme cualquier ocurrencia. Cuando bajamos, me dice que
no me moleste, pero que en serio quiere mostrarme algo.
No entiendo sus palabras hasta que estamos frente al edificio Legend and
Art Museum.
—No me odies por traerte a la competencia.
Pongo los ojos en blanco mientras cruzamos la entrada, donde al parecer
lo conocen muy bien. Sonríen a su paso y él -pocas veces dado a la gente-
los saluda y les sonríe de vuelta.
—Este es uno de los museos que más me gustan en la ciudad. Después
de… —me mira con cautela, sin disimular la sonrisa que lo envuelve.
—No tienes que ser condescendiente —me hace gracia su explicación.
El lugar es muy hermoso, ahora que trabajo en el gremio, me vuelvo más
observadora y crítica. No hay nada que desagrade, al contrario, es bastante
grande y muy bien organizado. Sin embargo, debo decir que el nuestro lo
supera.
¿Qué? Es cierto.
—Mira esto —me hala del brazo y entramos con prisa a una sala, cuyo
nombre no alcanzo a ver.
—Si tuvieras algo de calma…
Me detengo en seco cuando voy a replicarle algo más. Una hermosa
estatua de cristal me cierra la boca de repente.
—Esta es la colección de un artista ruso. Maksim Semiónov. La
colección lleva por nombre “Ángeles”
Voltea y me mira, expectante. Las esculturas miden unos dos metros y
son de una belleza celestial. Parecen gigantes entre nosotros. Me siento
como una simple mortal, al lado de aquella majestuosidad. La sala está
concurrida y las demás personas parecen estar bajo el mismo
encantamiento. Todos miran embelesados las figuras transparentes.
—¡Qué hermoso!
—Como tú —le oigo decir, pero estoy demasiado embobada como para
pedirle que lo repita. Hay una docena de figuras en el lugar y cada una tiene
magia propia, digna de admiración.
—Irreal… —es lo único que sale de mi boca.
—Cuando supe que estaban aquí las esculturas, vine a verlas de
inmediato. Las había seguido desde que me enteré que estaban en
exposición en su ciudad natal. Planeaba ir a verlas allá, pero por suerte han
venido ellas primero. Casi no tengo palabras para describir lo que me
producen, pero están llenas de un misticismo que atrapa a cualquiera.
—Ya lo creo —concuerdo.
—Míralas. Mira esa, por ejemplo —señala una a mi derecha. No sé si es
hombre o mujer -se supone que los ángeles no tiene sexo- tiene los brazos
extendidos a lo largo. Sonríe enigmáticamente, algo dulce y misterioso al
mismo tiempo, por lo que puedo percibir. Y lleva el cabello rodeando su
fino rostro. Nos mira desde su altura; sublime, inalcanzable.
—Me da la impresión de que es un ser superior. Me gusta.
—Es la que más me gusta —dice, mirando más allá de la escultura— es
tan perfecta, que me da miedo acercarme. Siento que mi presencia no es
digna de ella. No tan cerca. Su rostro es tierno, pero al mismo tiempo firme.
Se ve frágil y a la vez inquebrantable. A pesar de que me gusta mucho, que
es la que más llama mi atención, temo acercarme y dañarla de alguna
manera.
Pareciera estar hablando de algo más. Pero me limito a guardar sus
palabras en el entorno que ahora nos envuelve. Disfrutando de una de las
tantas expresiones de la belleza.
Gastamos el tiempo que resta antes de irnos caminando en algunas de las
salas. Pero siempre deteniendo nuestra atención en los Ángeles.
Cuando salimos, la brisa fría me cubre el rostro y tiemblo ante el
contacto, me aferro al brazo de Dylan y él se gira para cubrirme con un
abrazo que se cala en mi corazón. Riega pequeños besos a lo largo de mi
cuello, provocando que mi piel se erice y la sangre se caliente.
—¿Vamos a tu casa? —pregunto.
—No, iremos a otro lugar. Te encantará —baja la cabeza hasta dejar su
boca en mi oreja, acariciando el lóbulo con su aliento tibio. — Te lo
garantizo.
Y así, sin necesitar de más, me convence y me dejo guiar hasta donde
sea que haya planeado.
¿Me pregunto cuándo lamentaré todo esto?
24
Todo lo que tengo para decir no puede ser expresado con palabras. No es
posible.
Por esa razón utilizo mis manos, mis labios y de vez en cuando alguna
mirada que le haga hacerse una idea de lo mucho que ella ha llegado a
significar en mi vida.
Me tomo mi tiempo para adorarla, allí, tendida sobre la cama, en medio
de sábanas blancas haciendo contraste perfecto con su cabello oscuro.
Dedico especial atención a cada centímetro de su piel. Toda ella es una
obra de arte.
Me gusta cómo me mira, como me toca y cómo suspira cada vez que
hago algo que le gusta.
Lamo sus pezones y los succiono, después vuelvo a sus labios y los
muerdo hasta hacerla gritar.
No puedo evitarlo.
Mis manos se pierden sobre ella, quieren tocarlo todo, quieren apretarla
una y otra vez.
Dejo sus manos sobre su cabeza cuando empiezo a lamer sus pechos y su
cuello.
Entonces se suelta, se incorpora y hace que me tumbe de espaldas.
Decide tomar mi pene e introducirlo ella misma.
La sensación es enloquecedora. El calor de su cuerpo me quema y me
enciende. La tomo por la cintura mientras ella sube y baja sobre mí,
jadeando y con los ojos entrecerrados.
Cada vez que dice mi nombre me excito. Es como si aclarara que soy yo
quien está haciendo que se corra y necesitara decirlo en voz alta.
Me besa mientras su orgasmo nos baña a los dos.
Cuando nuestros cuerpos están tan laxos que vuelven imposible
cualquier acción física, reposamos en la cama disfrutando del silencio,
levemente alterado por las respiraciones.
Busco la manera oportuna de vaciar mi angustia; esos sentimientos
contradictorios que llevan semanas haciendo caos en mi mente,
irrumpiendo en mis pensamientos para revolverme todo y hacerme ilusionar
con cosas que desconozco.
—Sabrina ¿qué piensas de mí?
—¿En qué sentido? —su voz suena ahogada, ya que tiene parte del
rostro contra mi pecho.
—En todos los sentidos.
—Bueno… —se levanta, dejándome una perfecta vista de su cuerpo
desnudo. — Eres un hombre talentoso.
—No disfraces nada. Di lo que piensas sin temerle a las consecuencias,
quiero escuchar lo que piensas de verdad.
Suspira y sé que prepara lo que dirá.
—En ese caso… pienso que eres un hombre dedicado a ti mismo, en la
medida que lo necesitas y lo quieres. Vives para ti, para ser feliz y vivir
haciendo lo que te gusta. No te interesan los compromisos sentimentales,
por eso no te casarás. Te gusta pasarla bien con una mujer y sabes tratarla.
Eres divertido, atractivo y… sexi. Pero no crees en el amor y esas boberías.
Eso no es lo tuyo.
Hay rencor en su voz, lo sé. Se siente el disgusto. Aunque confieso que
me duele, no puedo quejarme, yo mismo labré ese concepto. Yo mismo me
puse en ese lugar y no tengo ni la más mínima idea de cómo lograré salir de
allí.
Tal vez sea mejor no embarcarme en eso.
—¿Y tú? —Se recompone y me habla desde la distancia que han puesto
sus palabras—. ¿Qué piensas de mí?
Lo pienso un momento, pero no porque no sepa qué decir, sino porque
no sé si será buena idea decir lo que siento realmente.
Después de un instante en el que Sabrina se mueve para alcanzar su ropa,
hablo.
—Pienso que eres inteligente y valiente. Una mujer hermosa por dentro
y por fuera… La única que ha logrado meterse en mi vida, tan profundo,
que no hay noche en la que antes de cerrar los ojos no te imagine. Me haces
desearte a cada instante y buscar cualquier excusa para verte y hacerte
sonreír. Porque ver tu rostro mientras ríes me ha dado más felicidad que
muchas de las cosas que antes creía me hacían feliz.
>>Pienso que eres una especie de mujer mágica, que sin mucho esfuerzo
ha logrado que no me afecte la belleza de otras mujeres, porque ahora mi
definición de belleza eres tú.
>>Me río de mí mismo cuando pienso en cosas absurdas como el amor y
peor aun cuando yo mismo creo estar enamorado. Tengo la certeza de que
en mi vida no habrá nunca otra mujer que tenga el impacto que tú has
tenido, porque te has metido en cada fibra y has dejado tu molde en ella.
No me doy cuenta de lo nervioso que estoy, hasta que el temblor en mi
mano me hace ser consciente de ello. Veo que no dice nada. Solo me mira,
expectante, impresionada.
Sigo, a falta de cualquier comentario y para no perder el impulso.
—Tengo miedo de no ser lo que esperas, pero más miedo me da el no
decirte lo que siento y que sepas que causas tantas cosas en mí.
>>Me siento decepcionado porque represento muchas cosas que te han
lastimado y estás en todo el derecho de guardar tu corazón a causa de ello.
Pero seré inmensamente feliz si al menos me dejas intentar entrar en él.
Sé… sé que esa puerta está cerrada, pero encontraré la manera de entrar y
hacer que nunca te arrepientas de ello.
Este es el momento en que, habiéndolo dicho todo, me siento estúpido.
Desnudo y estúpido. Pero no me arrepiento de ninguna palabra, a pesar de
que no era eso lo que había planeado decir.
La mujer a quien acabo de exponerle mi alma permanece inmóvil
delante de mí, con los labios entreabiertos y la mirada estupefacta.
Antes de que piense que en serio ha enmudecido, abre completamente la
boca y frunce el ceño, desviando la mirada hacia sus manos, que se aferran
y juegan con la ropa.
—¿Por qué estás diciendo todo eso? ¿Es alguna broma?
—Por Dios, Sabrina. Nunca en mi vida haría una broma como esa.
—Yo… —está nerviosa. ¡Demonios!
—No tienes que decir nada, si no quieres.
—No es eso —su pecho sube y baja con cierta irregularidad, pero sin
alterarse— Trato de creer que no me lo he imaginado. ¿Es tu primera
declaración de amor?
—Y me encantaría ser tomado en serio.
No aguanto más tiempo las ganas urgentes que tengo de besarla. Así que
con un solo movimiento la tengo sobre mí, adorando con mi boca la suya.
—¿Me dirás que sí?
—No lo sé. Tal vez… lo piense.
—¿Tengo que dedicarte canciones?
—Sí.
—¿Escribirte cartas?
—También.
—¿Darte chocolates, rosas y recordar fechas?
—Chocolate blanco, orquídeas y jamás, jamás olvides una fecha.
—Eso ya es un sí, entonces.
—Eso es un…
Sin darle tiempo de decir algo más, volvemos a adueñarnos del cuerpo
del otro. Voy descubriendo, para mi deleite y asombro, que cada día me
convierto en un ser adicto a ella.

***

Tras dejar a Sabrina en su apartamento, vuelvo a mi casa con una extraña


sensación hinchando mi pecho. Siento que he hecho una gran hazaña y no
es para menos.
Recibo una notificación en mi celular, tengo un correo electrónico.
Me doy una rápida ducha y deambulo un momento por mi habitación. El
sol asoma por la ventana iluminando todo a su paso. Comparo la escena con
mi estado emocional y hay mucha similitud. Sonrío y me voy al ordenador.
El mail es de Múnich. Leo las letras concisas y resumidas, donde me
indican que tengo una última entrevista en dos días.
Rápidamente recuerdo que no le he dicho nada a Sabrina, así que será
mejor que pronto lo haga.
Me emociona la idea de esta propuesta. De ser positiva, estaría ante un
mundo totalmente nuevo, experiencias diferentes y un gran campo para
darme a conocer. Algo así sería genial.
Pero… ¿Y ella?
No había pensado en eso.
De todas formas creo que será mejor esperar. Al menos hasta que haya
una información concreta.
Diversas sensaciones fluyen en mi interior; siento ansiedad, expectativa
y sobre todo ganas de volver a verla. A pesar de que acabo de pasar la
noche a su lado.
No sé cuál es el manual de las relaciones, ni qué debe hacerse en qué
medida. Creo que simplemente dejaré que las cosas transcurran
naturalmente, tal y como lo han hecho desde el principio.
Con ese pensamiento, adentrándome en estos nuevos lares, decido
continuar con algunos trabajos que había dejado de lado antes de aquella
llamada de mi hermano, para avisarme su genial idea del día de los
enamorados.
El siguiente día lo paso con Sabrina. Pareciera ser la primera vez que la
veo, incluso sonrío al encontrarla esperando fuera de su trabajo, ansiosa y
con una felicidad en su rostro que me hace sentir el hombre más afortunado
de la tierra.
—Bonita de ojos verdes.
—Hola, artista.
Sus labios me quitan la sed que traía de ellos. Es como si no pudiera
estar un solo segundo sin besarla.
—¿Qué se supone que hagamos aparte de tener sexo? —pregunto,
interrumpiendo el beso.
—Ya no tenemos sexo —me da un golpe en el hombro— ahora hacemos
el amor. Somos novios, así que hagamos cosas de novios.
—Vayamos al cine, a comer helado, tiremos monedas en una fuente y
declaremos nuestro amor a la naturaleza, mientras admiramos las palomas.
—Ya me empalagaste —hace un divertido gesto de asco— mejor solo el
helado.
—¿Y luego pregunto por tu día?
—No quiero saber nada de mi día, precisamente. A cambio puedes
abrazarme y hacerme feliz. Físicamente, si no es mucha molestia.
—Eres insaciable —afirmo.
Y con una sonrisa maliciosa nos encaminamos a la heladería que antes
hemos ido. Las ocurrencias de Sabrina son algo que mantienen mi atención
en ella.
Logra la manera perfecta de incluirse en mis días, de hacer que cada
minuto a su lado sea una experiencia que quiera repetir.
Y cada vez que puedo, se lo digo.
—¿Repites?
—Solo cuando algo es muy bueno…
Todo con el índice la fotografía del helado que tomó la primera vez.
Extiendo la carta en su dirección.
—Hablo del helado.
—Ah, sí. Eso también.
—¿Qué cosa no repetirías en tu vida?
Esta vez nos sentamos en una de las últimas mesas, la que da a la calle
con una vista clara, dejando ver algunos edificios con hermosos jardines
exteriores.
—Un examen de física que hice en la secundaria, la primera vez que
tragué agua de la piscina, cacahuates picantes, personas…
Eso último me causa curiosidad.
—¿Personas?
Se revuelve un poco incómoda, pero le hago saber que estoy dispuesto a
escuchar, si quiere hablar.
—Antes de que ocurriera toda esta turbulencia familiar en mi vida, salía
con alguien.
Un mesero con el cabello teñido, joven y risueño, se planta en nuestra
mesa.
—¿Ya decidieron qué van a ordenar?
—Mi vida, por ahora.
Ante mi broma, Sabrina sonríe y le da la orden al chico, que tampoco
oculta su diversión.
Al poco tiempo vuelve con las dos copas de helado y una sonrisa
demasiado amplia para mi compañera.
Es muy joven, pero no me hace tanta gracia el coqueteo.
—Le caes sorprendentemente bien…
—¿Celoso? ¿Desde ya?
—No… solo estoy haciendo un comentario —meto una cucharada de
helado en mi boca y le sonrío. Su gesto de vuelta es una de esas miradas
que tanto me hipnotizan.
—Continúa, no creas que lo he olvidado.
—Hmm… Sí. Decía que salía con alguien. De ese tipo de relaciones
donde todos tus amigos dicen que hacen una pareja genial y tú sueñas con
una bonita boda en el jardín, niños, asado todos los fines de semana…
bueno, justo de ese modo.
Imaginarla con otro hombre no me hace bien.
—¿Y qué pasó?
—Que yo fui la única que imaginó todo eso —suspira, hace una pausa y
mira a través de la ventana. Como si más allá del cristal se estuvieran
proyectando sus recuerdos. —Solo estuvimos ocho meses juntos, pero
durante ese tiempo formé una idea equivocada de sus sentimientos hacia
mí. Siempre estuve mal interpretando las cosas y lo que más me resulta
irrisorio, es que él no fue la única persona con la que me ocurrió.
—¿Con quién más? —empieza a enfadarme la idea de alguien
despreciándola.
—Parejas anteriores, pero no tan significativas…
—¿Él es significativo? —las ganas de comer se me van poco a poco, ¿en
verdad estoy celoso?
—Él es alguien con quien durante mucho tiempo creí tener una relación.
Dejó de ser significativo hace mucho tiempo. Ahora es solo mi referencia
de palabras como “Sofisma” “Espejismo”
—¿Cómo terminaron las cosas?
—Gregory era su amigo, hasta que lo vimos besando a otra chica. Fue
hasta donde él estaba y lo confrontó. Se fueron a los golpes. Más bien,
Gregory le rompió la nariz y él trató de defenderse. Cuando le pedí
explicaciones, dijo que no éramos “nada serio” que no sabía en qué
momento yo había desviado las cosas. ¿Y sabes qué es lo peor de todo?
—¿Qué?
—Que tenía toda la razón. Él nunca me dijo nada que pudiera demostrar
que sentía algo más por mí. Pero tardé en descubrir que ese es mi pequeño
gran problema: tiendo a magnificar las pequeñas muestras de interés.
Creyendo que son algo más…
Me molesta pensar que esté creyendo que conmigo puede ser igual, pero
ya me he propuesto demostrarle que estoy siendo sincero.
—Es un idiota y todos los demás. No te merecían. Me alegra saber que
ahora estás para mí y eres solo mía.
Me sorprendo yo mismo con esas palabras, con esa posesividad y más
aún, con lo real que las siento.
25
Había estado buscando el regalo perfecto, pero nada de lo que se me
ocurría me agradaba del todo. Intenté preguntarle a mi hermano -sin
levantar sospechas- pero al final desistí de la idea.
¿Qué podría regalarle por su ascenso?
Entonces lo vi y supe que era justo lo que quería darle. Ni siquiera tuve
que pensarlo dos veces; estaba delante de mis ojos y no me importó el
dinero que salió de mi bolsillo.
No tenía pensado verla tan pronto, pero justo después del almuerzo
empiezo a esperar como un tonto la hora de su salida.
Me desconozco totalmente mientras espero frente a la salida a que
aparezca.
¿Qué pensará cuando me vea?
Que estoy siendo demasiado intenso, seguramente.
Sacudo la cabeza y estoy a punto de darme la vuelta, cuando atrapo sus
ojos viéndome del otro lado de la puerta.
Viene hablando con alguien, pero hace a un lado a la otra persona
cuando me ve.
Me siento nervioso, como si fuese la primera vez que la veo.
Y acabamos de almorzar hace unas horas.
—Hey —su sonrisa es hermosa cuando se acerca.
—Hola.
No sé qué otra cosa decir: ¿Que la extrañé las horas que estuvimos
separados? ¿Que quiero volver a besarla? ¿Que me gusta el tinte de sus
mejillas cada vez que sonríe?
—Quería saber si te gustaría dar un paseo…
Hace frio y a pesar de la duda en su rostro, asiente.
—¿Con este frio?
—Ajá.
Suelta una carcajada y mi pecho vibra, deseando más de esa frescura.
Mientras caminamos y ella me habla sobre las cosas en su trabajo, no
dejo de pensar en lo mucho que me gusta.
No puedo creer que en tan poco tiempo, Sabrina haya hecho lo que
ninguna otra mujer había hecho antes: tenerme todo el día pensando en ella,
deseándola y buscando cualquier pretexto para verla.
Toco el bolsillo de mi chaqueta y me pregunto cuál será el mejor
momento.
Seguimos caminando, hasta que no resisto un paso más sin darle un
beso. Estiro mi mano y la atraigo hacia mí, haciendo que la sorpresa se
refleje en su cara.
Antes de que acerque mis labios, ella me besa y rodea mi cuello con sus
manos.
¡Qué sensación tan deliciosa!
Sus labios son mi anhelo, lo que quiero seguir probando y de lo que no
me canso.
―Me gustan las cosas espontáneas que haces ―me confiesa― me gusta
cómo me haces sentir.
Lo ultimo lo dice bajito, como si fuese para ella, pero yo me bebo esas
palabras una a una, sintiendo que al mismo tiempo son más de lo que podría
desear.
Entonces creo que es el momento perfecto…
Abrazando su cintura con un brazo, meto la mano al bolsillo y saco la
pequeña caja.
―Tengo algo para ti ―le digo, con los labios pegados a su oreja.
―¿Ah, sí? ¿Qué cosa?
No sé qué esperaba, pero cuando pongo la caja delante de sus ojos se
queda quieta.
―Felicidades por tu ascenso ―sonrío, al ver que no dice nada.
Como si se estuviera acercando a algo peligroso, rosa la superficie con
cautela, intercambiando algunas miradas conmigo.
Cuando la abre, se queda asombrada.
—Esto es exactamente lo que veo cada vez que te miro a los ojos —digo
con sinceridad.
Sabrina toma el colgante y lo acaricia con suavidad.
La gente pasa a nuestro alrededor sin fijarse en nosotros, mientras que
para mí solo existimos ella y yo justo ahora.
―Dylan… es hermoso. ―Me gusta la emoción en su voz― Gracias…
no debiste.
Le pongo el collar y ella lo oculta con el cuello de su abrigo.
Es plateado, delicado, pero la gema que cuelga al final es tan bella, que
no puedo dejar de pensar que justo así lucen sus ojos. Y justo así brillan
cada vez que la hago reír, cada vez que me dice cómo la hago sentir.
―¿En serio así se ven mis ojos? ―me pregunta, dejando que una sonrisa
adorne sus labios.
―Así se ven para mí, no sé cómo se vean para los demás.
Me mira sin decir nada, la sonrisa se ha esfumado y es la seriedad que
adopta la que hace que me preocupe levemente.
26
Mi cabeza da vueltas, pero de una forma diferente… algo para lo que no
tengo nombre.
Es la primera vez que alguien me dice algo así. Y no han tenido que ser
muchas palabras, pero la forma en la que se han calado en mi corazón han
marcado la diferencia.
Me gusta.
Dylan me gusta y me emociona al mismo tiempo.
¿Estará bien dejarme ir de esta manera?
Mientras acaricio su cabello, intento buscar en sus ojos algo que me haga
retroceder, pero no lo encuentro.
Tal vez sea porque en el fondo no quiero.
―¿En qué piensas? ―me pregunta.
―En ti.
Sonríe y los hoyuelos en su mejilla me gustan, combinan con él.
―¿Y qué cosa pervertida se te ocurre?
Sonrío cuando la picardía en sus ojos brilla acompañando sus palabras.
Me acerco al oído y le susurro, mientras disimuladamente me pego a su
pelvis.
―En que podrías dibujarme usando solo el colgante, mientras poso en tu
sofá.
Dylan sonríe y me aprieta contra él.
―Creo que eso es un mal presagio… ¿Y si en lugar de dibujarte
tenemos sexo?
Suelto una carcajada y lo traigo hacia mí por las solapas, antes de
responder:
―Eso también es un buen plan.
―Hacerte el amor siempre será el mejor plan de todos ―me dice, con el
rostro completamente serio.
Definitivamente no quiero que acabe la noche. No quiero que llegue el
día siguiente y deseo con todas mis fuerzas seguir aquí, extender las horas y
dejarme consentir todo el tiempo.
Las manos de Dylan se sienten tan bien sobre mí… su boca no solo me
besa, sino que me dice cosas que hacen que mi piel se erice y que mi mente
se deshaga de todas las ideas que tan solo semanas antes me llenaban de
temores.
Me da miedo al mismo tiempo, pero no puedo controlar la emoción.
No puedo evitar sentir… no sé qué tan mal esté eso.
Cuando llego a casa, acaricio el colgante y me siento como una tonta
sonriendo frente al espejo.
27
Esta vez la entrevista inicia con un formalismo sorprendente, pero
cómodo. Dos hombres del otro lado de la pantalla me saludan con un
semblante firme. Preguntan por mi interés en su institución y qué tanto sé
de ella. Digo lo que sé, procurando demostrar una actitud profesional y
natural, sin caer en indiferencia.
Algunas veces el error en las entrevistas está en no saber calibrar estos
detalles.
Tengo deseos de ganar esto y no pierdo tiempo en hacérselos saber. Al
final, sin miramientos ni demoras pronuncian las palabras que hará que mi
rostro se quede en un momentáneo asombro y retenga el aire,
inconscientemente.
—Muchas gracias, Señor Cox. Está usted contratado.
Recupero la voz y me deshago en un suspiro y una inevitable sonrisa.
—¡Muchas gracias a ustedes por elegirme! Esto es… ¡Fantástico!
—Esperamos que esta oportunidad sea de mucho provecho para usted y
para la institución. Será un período de mucho esfuerzo, pero también de
muchas oportunidades, no dude eso.
—Ninguna duda, señor. Muchas gracias por la oportunidad y por la
confianza en mí.
—Lo esperamos en la academia la próxima semana —sentencia el
hombre mayor.
—¿La otra semana? —no quiero parecer dubitativo, pero no puedo
evitarlo.
—Sí, el curso para el que fue escogido se abrirá en un mes, así que
necesita ponerse al tanto cuanto antes. Necesitamos que esté aquí para que
conozca a fondo la institución y para firmar el contrato. Por la vivienda no
tendrá que preocuparse, es por parte de la Academia, sin embargo creo que
es muy importante que conozca la zona.
—Claro, por supuesto —mi mente va demasiado deprisa.
—¿Conoce usted Alemania, señor Cox?
—Sí, señor. He tenido la oportunidad de viajar. Un país maravilloso.
Los dos sonríen y terminan la entrevista informándome que alguien me
contactará más tarde para darme los detalles del viaje.
Mientras cierro el ordenador solo puedo pensar en una cosa. Ella.
Me siento feliz, tengo la oportunidad de mi vida a menos de una firma y
del otro lado la posibilidad de ser feliz, al lado de la mujer que ha
conseguido mi corazón. Esto es extraño, justo hoy. ¡Justo hoy!
Caricaturesco.
¿De qué manera se tratan estas cosas?
Suspiro, paso las manos por mi rostro, me peino el cabello con los dedos
y vuelvo a suspirar. No quiero arrepentirme de nada. No voy a hacerlo.
Paso horas dándole vueltas al asunto, incluso siento que estoy dándole
una magnitud exagerada, pero es que ya no se trata solo de mí.
En el bistró frente a su trabajo, Sabrina me cuenta como están yendo sus
días de relacionista público del museo. De cómo han ido las cosas con su
padre y de lo terca que sigue siendo su hermana, pero que sin embargo las
cosas están mejorando.
Me dice cuán intrigada está por ver la colección que presentaré el día
catorce y de lo grande que será el evento.
Siento una punzada enorme que me desgarra por dentro. No estaré allí
ese día.
Trago el nudo que crece en mi garganta y no me esfuerzo por disimular
las emociones que me produce el momento.
—Y… ¿Qué te pasa? —su rostro cambia y me suelta una mirada
inquisitiva y tierna. ¿Cómo rayos haré esto?
—Hay algo de lo que quiero hablarte.
—¿Sí?
—Antes que nada, quiero disculparme por no haberlo mencionado antes,
pero…
—Ay no. ¿Qué pasó?
—Me iré a Alemania —mis manos se aferran a la mesa, miro a las
personas dentro del restaurante y me pregunto en qué momento me volví
tan sentimental.
—¡Qué genial! ¿Este fin de semana?
—Por largo tiempo. Meses. Conseguí un empleo en la Academia de
Bellas Artes de Múnich.
Su rostro cambia lentamente, de efusivo a…
—¿Por qué haces esto?
—Sabrina, yo…
― ¿Es en serio?
Creo que mi cara le ha confirmado que sí.
Por un momento no dice nada.
Se recuesta en la silla y mira hacia la calle. Después exhala lentamente y
niega con la cabeza. No me gusta su silencio. Me siento incómodo y
molesto por verla así.
No entiendo qué me pasa. Suelo estar tan tranquilo y controlado… pero
desde Sabrina todo en mi interior es un caos, todo se ha vuelto desconocido,
una novedad.
Cuando habla, lo hace con un tono tan bajo que me hace sentir
miserable.
—¿Para qué empezaste todo esto si te ibas a ir?
—No sabía que iba a irme. Más bien, no sabía que me iban a escoger.
—Esa no es una buena excusa —sus ojos están húmedos, su voz suena
quebrada y me siento fatal.
—Esto fue demasiado rápido, creo. No planeé nada de esto. Pero te juro
que no quiero que cambie.
—Me estás diciendo que te irás y hace un par de días me dijiste que…
Se levanta y sale del lugar sin que pueda detenerla. Dejo dinero sobre la
mesa y voy tras ella. La gente nos mira y no me importa en lo absoluto.
—Sabrina, espera.
—¡¿Qué?! —se gira de repente y la fuerza de su voz me paraliza— ¿Qué
vas a seguir diciéndome? —inquiere en un tono tan ronco, que más
pareciera un susurro— ¿Que no era tu intención? ¿Que lo lamentas? ¿Qué
se supone que fue todo eso de la otra noche?
Suelta el aire por completo y deja que la rabia salga de su cuerpo.
Camina hasta una de las sillas en la acera, suelta su bolso y se amarra el
abrigo. Es de noche y empieza a hacer frío. Voy a su lado y me siento, sin
quitar mis ojos de su rostro.
—Perdón por el drama, Dylan. A veces no me doy cuenta hasta dónde
llevo las cosas. Creo que ya te lo había mencionado antes.
—Si esto no fuera realmente importante, no lo habría aceptado.
—Claro. Me imagino. Siempre me pasa, ¿Sabes? Tengo ese extraño e
inoportuno don para los desaciertos. Es increíble, pero cierto. Algo así
como un súper poder que no sirve para nada. Pero no te preocupes, no eres
tú, es esa extraña forma en la que ocurre mi vida.
Poco a poco me siento más mal de lo que me sentía al principio.
—Había pensado en que podrías venir conmigo. Pero no quiero ser
egoísta, no quiero arrebatarte esta oportunidad que tienes ahora. Y quisiera
quedarme, pero…
—Jamás permitiría que dejaras algo tan importante —interrumpe y seca
una lagrima que resbala por su mejilla.
Me quedo con las ganas de besarla, mientras la veo levantarse con
decisión y alisar su abrigo. Así, haciendo como si nada estuviera pasando.
Quiero decirle que me deje estar con ella más tiempo, que no quiero
verla irse, pero ya es tarde. Se ha marchado y no quiere que insista.
28
El vidrio de la ventana refleja mi rostro contraído y me disgusto por eso.
Siendo consciente que es una excusa barata para distraerme de lo que en
realidad está pesándome en el corazón.
¿Qué clase de tonta soy? debo ser una muy especial, una de esas que no
aprende ni porque un camión de experiencias la arroye tres veces al día.
Con algunos monosílabos y gestos le doy las indicaciones al taxista,
quien hace lo posible por no interrumpir mi meditación amarga.
Cuando llego a casa, mi gato sale despavorido y es la primera vez que no
me importa que huya de mí.
—Sí, vete. Es lo mejor que sabes hacer —le digo, pero me arrepiento en
el acto. El pobre Armando no tiene la culpa.
—¿Y a ti qué rayos te pasa?
Mi hermana sostiene un libro en las manos y me mira como si hubiera
perdido la razón.
Aunque ella no tiene la culpa, la miro con algo que pudiera parecerse a
una respuesta grosera y en menos de nada me tiro a la cama.
Savannah no me sigue. Se queda en la sala y yo lucho por retener las
lágrimas que se avecinan.
—No voy a llorar —me digo. Pero parece la orden inmediata para que
mis ojos se empañen y mi desconsuelo se apodere de mí.
Me doy la vuelta sobre la cama, arrugando las sábanas en el movimiento.
Lloro hasta que empiezo a hipar y la nariz se congestiona. ¿Por qué no me
hice caso antes? ¿Qué más tengo que esperar para entender que yo no hago
parte de la lista de los elegidos? Esos que están destinados a tener una feliz
vida en pareja. Yo no tengo otra mitad.
Mi teléfono vibra en el bolsillo, lo saco y veo en la pantalla el rostro de
Dylan. Estúpido y sonriente.
No contesto. No tengo que escuchar nada de lo que tenga para decir, no
se quedará y eso es todo lo que hay que saber.
Aún estoy usando el abrigo, tengo los zapatos puestos y el cabello
revuelto. Necesito una ducha.
Al salir del cuarto de baño, me quedo en la habitación terminando de
llorar, creo que habrá lágrimas hasta más tarde, en contra de mis mejores
deseos. Sigo escuchando ruidos afuera y me siento mal por haber sido
grosera con mi hermana.
—Sav.
—¿Qué? —creo que está enfadada.
—¿Estás enfadada?
Mi voz sale demasiado nasal, tanto como para que me arrepienta de
haber hablado.
—No.
—Si lo estás.
—Entonces para qué preguntas.
Empieza a revolver un frasco con pintura, sin dirigirme la mirada.
—Porque es más fácil si tú lo admites.
Me voy hasta la silla del comedor, subo las piernas y las abrazo, mirando
descuidadamente el lienzo sobre el que trabaja.
—¿Qué es lo que tienes? —vaya si está enfadada, ni si quiera se gira
para hablarme y sigue dando pincelazos sobre la tela.
—Dylan se va a otro país. Tiene un trabajo allá y se irá.
Sorbiendo por la nariz, recuerdo sus palabras y me siento peor. Vuelvo a
llorar y agacho la cabeza. Mi hermana ha sido testigo de todos mis líos
amorosos y siempre termina diciéndome lo mismo. Esta vez no será
diferente, o por lo menos no lo espero distinto.
—¿Cómo que se irá? ¿Y tú? ¿Y la exposición?
—No sé, no me interesa.
—Sí te interesa, te importa mucho y por eso estás llorando.
Miro los rostros avejentados en el lienzo y decido no discutir algo tan
obvio.
—Me gusta, me gusta mucho. Me dejé llevar por sus palabras… incluso
por esa tonta idea de no llevar las cosas a ningún lado.
—Ay, Ángeles…
—Te juro que no quiero llorar. Pero no sé qué me pasa.
—Que estás colgada por él.
—No. —Digo anímicamente— sólo me gusta. Pero…
—¿Pero qué?
Hay veces, momentos como estos, en los que veo a mi hermana, mayor
que yo. Creo que nos turnamos en esto, algunas veces yo necesito la dureza
de su espíritu.
—Tengo… tenía la esperanza de que esta vez fuera diferente. ¡Mierda!
Sueno como una de esas personas que esperan el día en que la cosa que
nunca va a cambiar, mágicamente cambie.
—Sí, lo haces. Pero es la primera vez que te escucho tan afectada. No sé,
es… diferente.
Vuelve a su dibujo, mientras yo repito inconscientemente en mi cabeza,
la escena que viví horas antes, sin ánimo de hacer otra cosa que lamentar mi
suerte.
—Me caían bien ustedes dos como pareja. Incluso se veían bonitos.
—¿Empezarás a torturarme?
—Puede que sí…
—Eres mala.
—Gracias, es natural, no lo finjo.
—Me iré a dormir. Pero antes le pediré disculpas a mi bebé.
—Es lo mínimo que puedes hacer.
Me levanto de la silla, llamando a Armando mientras me siento culpable
por haberlo tratado mal. Si antes no me quería, ahora me odiará.
—Ven, bonito. Mami tiene disculpas para ti.
Aparece en medio de algunas cajas de pintura que mi hermana tiene en
el piso, lo levanto y empiezo a besarlo. Pareciera saber que busco
redimirme, porque se deja hacer y logro que no escape de mis caricias.
Por la noche sueño con alemanes autoritarios, pintores demasiado
realistas y una vieja señora de los gatos sentada del otro lado de la ventana.
Me mira y se ríe de mí. Me angustia, me deprime y me despierto gritando al
darme cuenta que la imagen arrugada y despeinada, es mi reflejo.
No quiero pensar en Dylan, pero anulando la opinión de mi buen juicio,
pienso en él hasta encontrarme llorando otra vez. ¿Por qué el cerebro
escoge los peores momentos para hacerme recordar su rostro, sus palabras?
Es algo que nunca entenderé.
***

Hoy tendremos la despedida de Lissa, se irá como administradora de una


de las tiendas de moda más grandes en la ciudad ¿Quién lo diría? Yo no. No
me la imagino… aunque, por otro lado se necesita a alguien muy frío para
cuestiones de reducir gastos…
En fin, distribuyo mi mañana en Kleenex, administrar redes e invitar a
las personas a la mejor temporada de este mes.
¡Sí! ¡No se pierdan la espectacular exposición del día de los
enamorados!
Jacob está al tanto de todo y me acompaña durante todo el día, aunque
sortea su apretada agenda ahora como gerente.
He retocado mi maquillaje cientos de veces. Llamé a mi tía Carlee solo
para escuchar su risa animada y le pedí a Gregory que me llevara gomitas al
trabajo.
—¿Y qué tal si lo tuyo son las mujeres?
Mi amigo, mi buen amigo Greg y sus soluciones… lo miro con cara de
consternación, recordando que a él la compañía nunca le falta.
—No, no me van. Me dedicaré a pensar en mi trabajo. Tal vez ese sea el
mensaje que debo captar.
Terminamos nuestros almuerzos en el restaurante Patty´s, una bonita
cafetería cerca del museo. Greg debe volver a su trabajo y yo debo estar
decente para la despedida de mi ex jefa.
—Llámame si me necesitas. Sabes que estoy para ti, siempre que lo
necesites.
—Excepto cuando estás con alguna chica.
—Podemos negociarlo.
Sonríe y me deja en la entrada del museo.
Son las cinco de la tarde cuando Jacob pasa por mi oficina –ahora, con
toda propiedad “mi oficina”- y me dice que ya es hora de irnos al
restaurante donde despediremos a Lissa. Termino de ordenar mi escritorio,
recojo algunas cosas y tomo mi bolsa.
Resulta que me han designado algunas palabras. Y aunque mi cerebro
me grita algunas frases nada decorosas, apelo al siempre oportuno sentido
común y armo un discurso complaciente, pero sincero.
Ejem, ejem.
—Lissa —la atención de todos los presentes recae sobre mí —eres una
mujer con un espíritu realmente imponente. Como jefe eres… especial. No
olvido que gracias a ti estoy en este lugar y quiero decirte “gracias” esta es
una oportunidad que creí que tendría dentro de mucho, mucho tiempo, pero
has hecho posible que se volviera realidad antes de lo esperado.
Deseo, en verdad, que en esta nueva etapa de tu vida, logres todas las
cosas que te has propuesto, y que aunque te cueste creerlo, puedes contar
conmigo para lo que necesites. En serio.
Es la primera vez en la historia que veo una sonrisa de esa mujer hacia
mí. Incluso pienso retratarla, pero sería muy ridículo. Da las gracias, en
medio de los aplausos y escuchamos las palabras del resto de los asistentes.
Jeremiah la abraza libremente, mientras ella devuelve los gestos no tan
efusivamente como él. Pero se nota que lo ama.
¿Quién soy yo para hablar de eso?
En medio de la cena salen los típicos, pero divertidos chistes de oficina,
que ahora sirven para recordase que son un grupo muy cómodo y amigable.
Ahora me siento parte de ellos, más de lo que antes me sentía.
El resto de la noche es una rutina con muchos asuntos un poco
insignificantes. Duermo muy poco, con una angustia que me deprime.
Por la mañana mientras hago un recorrido por el museo, me encuentro
con Alfred Cox, tan ocupado como siempre.
—Hola, Sabrina. Felicidades por tu ascenso. No había tenido tiempo de
decírtelo.
No sé si Dylan le habrá contado algo de nosotros, así que no me molesto
en hacer ninguna mención.
—Gracias. ¿Listo para el gran día?
—No te imaginas cuánto —a pesar de que trata de mostrarse
entusiasmado, su rostro delata una gran inconformidad.
—Pero… —Lo invito a decir la frase completa.
Suelta el aire en una mueca y deja los brazos en jarra. Se quita los lentes
y niega con la cabeza.
—Es mi hermano. Dylan.
Escucho su nombre y siento un vacío en el estómago. Intento desviar la
conversación, pero no es posible.
—Retirará varios cuadros de su colección para el evento.
¡¿Qué?!
—¿Cómo? —En realidad me toma por sorpresa.
—Sí. Solo presentará cinco fotografías, que estarán en la misma
exposición de Ethan McLoud.
—No entiendo.
—Al parecer se llevará el resto de los cuadros que había preparado. Es
que, salió una gran oportunidad fuera del país y se va esta misma semana.
Me alegro por él, mi hermano se lo merece. Así que ya organicé todo para
acomodar la exposición, perdona que no lo haya comentado antes, pero es
que no había tenido nada de tiempo. Tú y Drummond me querrán matar, por
lo que ya habían anunciado, pero esto fue algo de verdad, de última hora.
—No te preocupes, no habíamos entrado en detalles. Pero mucha gente
espera a Dylan.
—Lo sé. Y tengo miedo de que se sientan decepcionados, pero te
aseguro que mi hermano es muy bueno. Y según me dijo, es por una buena
causa.
—Seguro —en este momento mi cabeza está en otro lugar y solo quiero
salir de allí.
—Aquí es donde entras tú: desvía la atención de la gente hacia el resto
del programa.
Tengo ganas de mandarlo a…
—¿Tú manejas sus redes, verdad? —Dice de pronto, como si se acordara
repentinamente— mejor aún, diles que está en medio de algo grande y que
luego los sorprenderá. Él me dijo que eras muy buena en eso y he podido
comprobarlo. ¿Cómo es que terminaron tan cercanos?
No tengo ganas de responderle y para mi fortuna Jacob aparece en la
sala, llevándoselo lejos de mí. La cabeza me da vueltas ¿Cómo pudo
hacerme esto? ¿Cómo pudo hacerlo?
Tengo rabia, quiero llorar y decir muchas groserías, pero no sería
conveniente hacerlo en este momento. Y para completar ¿Yo tengo que salir
a excusarlo? ¿Todavía cree que voy a seguir con esta estupidez? ¡Me
importa un pepino su imagen!

***

—Piensa que también está en juego la imagen del museo —La voz de mi
hermana retumba en la habitación, distorsionada por la cantidad exagerada
de galletas que hay en su boca. Con el fin de quitar estrés de mi cabeza y
pensar las cosas con serenidad, hago lo mismo y lleno mi boca con mini
galletas. Pareciera algo tonto, pero hacemos el mismo gesto de aprobación
cuando probamos esas estúpidas galletas.
—Eso es lo que me hace detenerme en mis planes. Quiera o no. Tengo
que distraer a la gente. Y hacerlos ver que todo estará genial.
—Bien, aclarado ese punto, me voy a dar una ducha, antes de que se
seque la pintura.
La veo entrar al baño y me quedo viendo el vaso de leche, donde algunas
migajas aun flotan en la superficie.
Saco mi iPad y tecleo alegres invitaciones al magno evento, que tendrá
lugar mañana. Toda la semana la publicidad me ha estado hartando de
mensajes y sugerencias de cómo pasar de forma increíble esta fecha. Casi
voy a vomitar.
Hoy es el día, el maravilloso catorce de febrero. La gente parece
contagiada por ese espíritu de San Valentín, parecido a la navidad. Corren
de tienda en tienda buscando el mejor regalo para su pareja. Y yo, mastico
amargamente una almendra, mientras los fulmino a todos con la mirada.
¡Váyanse a otro lado con sus dulces vidas enamoradas, no se crucen en mi
camino!
Y lo mejor del día, debo dar el discurso de apertura.
De camino a la sala “Magnum”, donde tendrá inicio la exposición, me
encuentro a Jacob, quien me mira y de inmediato comprende que no me
sienta bien lo que tengo que enfrentar. Sin embargo no hay vuelta atrás y
como nueva jefe de relaciones públicas no me quedaría nada bien delegar a
alguien más esta función.
Hay muchas personas. Demasiadas. Y siento algo de nervios al dirigirme
a ellos.
—Relájate —pido consejo al mejor de todos— imagina que todos son
tus amigos y que los conoces desde hace mucho.
—Claro —respondo, no muy convencida.
—¿Preparaste algo?
—¡Ay, Dios! No.
—Mucho mejor, probarás una vez más tu habilidad para improvisar.
—¡Jacob!
—Todo saldrá bien, despreocúpate.
Recuerdo las clases de protocolo en la universidad y algunos de los
consejos que suele darme Jacob. Levanto los hombros, recuerdo que luzco
bien y sonrío. Doy un rápido vistazo a mi vestido azul celeste y mis recién
comprados Prada. Recordar que luzco bien me hace sentir más confiada.
Suena superficial, pero no deja de ser cierto.
Las personas entran ordenadamente a la sala, su amplitud permite que
todos se acomoden sin dificultad, sin embargo hay tantas personas, que
difícilmente hay sitio para uno más.
—Buenas tardes a todos. Es para el Museo de Arte universal de Chicago,
un verdadero placer ofrecerles una vez más, las mejores presentaciones para
la temporada.
Las palabras fluyen sin dificultad, me concentro en que todos son mis
vecinos.
>> ¿Se han preguntado ustedes qué es el amor? ¿Qué es eso que los
desvela muchas veces, que los hace sentir millones de sensaciones y
ninguna logra definirse en concreto? Hemos dispuesto para ustedes, las
obras de los mejores artistas de la ciudad, artistas de ustedes, para que lo
descubran. Siéntanse libres de dejar que su imaginación vuele a los lugares
con los que sueña su corazón, con esas ideas color rosa que guardan en sus
mentes. Siéntanse con el derecho de admirar cómo otras personas ven el
amor y crean en que tal vez así lo viven ellos.
Manifiesten eso cuando salgan de aquí, vivan el amor y no
desaprovechen cualquier ocasión para decirle a sus parejas cuánto las aman
y dejen que ese sentimiento reine en sus vidas.
¡Sean todos bienvenidos!
Aplausos, sonrisas, saludos a personas que no conozco pero que pronto
se convertirán en amistades y empiezo el recorrido con ellos. Sé que sus
cuadros están allí, en especial por la pequeña multitud que se amontona
frente a ellos, pero no quiero verlos.
—Dylan es un gran amigo mío —esa voz…
—¿Es verdad que no vendrá? —pregunta un joven, con algo de
decepción en su voz.
—Claro que sí, pero…
—No estará acompañándonos —interrumpo. Sutilmente, claro— ha
debido salir de viaje inesperadamente, pero les manda grandes saludos a sus
admiradores y espera poder seguir cautivándolos con sus futuros proyectos.
Ahora mismo, está en curso de uno muy especial.
La mujer a quien reconozco de inmediato, me mira como si me estuviera
metiendo en lo que no me importa. Pero, me importa, es mi exposición.
Bueno, hablo por el gran sentido de pertenencia que tengo con mi
trabajo.
Sarah Mayer, la intensa mujer que veo en cada “me gusta” de las
publicaciones que hago –hacía- para Dylan, pareciera ser su representante,
hablando de sus trabajos, en especial de este. De lo mucho que trabajó para
lograr semejante obra. Por cierto, la curiosidad me gana y me detengo a ver
las fotografías.
Lo que me impacta y me afecta no son las imágenes en sí, sino los
recuerdos que me unen a ellas.
La mujer que tenía la discusión en el parque, por teléfono.
La pareja que luce descuidada, en una cafetería demasiado romántica
para ellos.
Un par de chicos dándose un beso en la sala de cine.
Una mujer susurrando algo al oído de un hombre a su lado, mientras
caminan.
Y una pareja más, sonriéndole a la cámara, mientras sostienen un
pequeño cartel que dice “recién casados”
Las fotografías son geniales, de hecho llaman mucho la atención, el
trabajo es excelente. Pero yo me encargo, obstinadamente, de imprimir lo
personal en ellas. De recordar cada escena completamente y de vivir en mi
interior los momentos que seguían.
No es bueno que siga aquí. Será mejor seguir caminando. A pesar de eso,
siento los ojos de todas las personas en esas imágenes seguir mis pasos.
Instintivamente me vuelvo y los observo, como queriendo obligarlos
mentalmente a dejar de verme.
En definitiva, he enloquecido.
Para cuando termina la inauguración, el museo está a reventar. Me siento
satisfecha. Tomo un taxi hasta mi apartamento y me detengo en la entrada.
Hay un sobre en el piso. Un sobre liso y solitario. Al principio dudo si
recogerlo o no. Pero me gana la curiosidad y al abrirlo me llevo una gran
sorpresa.
Escrita a mano, con una caligrafía demasiado elegante para ser cierta,
hay una carta para mí.
Sabrina.
Hermosa morena de ojos verdes. Sé que justo ahora no soy la persona
más grata para ti. Y cuánto lo lamento. Creerás que me he burlado, que te
hice perder el tiempo, pero no es así.
Ahora mismo, probablemente mientras lees esto, yo estoy en un avión
rumbo a Múnich. Puede que esté excediendo mis pretensiones si te pido que
no me saques de tu corazón, pero me arriesgaré; por favor, no cambies lo
que sientes por mí.
No sé qué espero con esto, pero no podía simplemente irme y no decirte
algo más.
Quisiera decirte que trates de encontrar a otra persona que te haga feliz,
pero no tienes idea de la cantidad de sensaciones desagradables que eso me
produce.
Me siento egoísta, pero no puedo simplemente pensar que no habrá más.
El tiempo que estaré aquí será mucho, según me han dicho. Y tengo
entendido que esas cosas afectan una relación, pero se me ha ocurrido –
aquí, en mi ingenuidad- que tal vez eso no sea un impedimento para
nosotros.
Creo que pido demasiado.
Solo… no pienses que para mí está siendo fácil alejarme de tus besos.
De ti.
Te dejo una carta, porque aunque no te lo parezca, me gustan estos
métodos. Tengo mis cosas tradicionales.
Si la idea de tener una relación a distancia te parece tan ridículamente
propicia, como a mí, házmelo saber. Me hará enormemente feliz saber que
te intereso tanto como para esperarme.
Dylan.
Para cuando termino de leer la carta, tengo los ojos empañados y las
lágrimas caen sin miramientos por mi rostro.
¿Por qué me pasan estas cosas a mí? ¿Por qué no puede ser tan sencillo
como lo ha sido para otras personas?
En medio de mi debate sentimental, advierto la presencia de mi hermana
detrás de mí, en el pasillo. Sostiene su mochila y me mira con
preocupación. Últimamente he tenido tantos vuelcos emocionales que mi
vida parece una novela.
—Me dejó una carta —la voz me sale con dificultad, hipando y ahogada
por el llanto.
—Ya veo —dice con cautela— ¿Qué te dice?
No tengo ánimos ni fuerza para leerla en voz alta. Así que solo la
extiendo y abro la puerta. Al entrar, el ambiente cálido me hace sentir que
he llegado a mi hogar. El corazón me late tan rápido, que incluso siento la
presión en el pecho.
—¿Qué harás?
Lo único que puedo hacer es encogerme de hombros y sacar una patética
sonrisa llena de lágrimas. ¿Qué voy a hacer?
—¿Si digo que sí, me garantizaré un triunfo al final?
—Eso no lo sé, Ángeles.
—¿Por qué esto me está afectando tanto? Si programé mi cerebro antes
de que todo comenzara.
—Porque tu cerebro no es quien lo controla. Lo hace el corazón y eso no
se programa.
—¿Y si digo que sí y no resulta?
—No lo sabrás hasta…
—Será otro fracaso que no quiero sumar a mi vida —la interrumpo, en
medio de un lamentable y estúpido llanto que no deja de fastidiarme. —
Estoy harta de estas cosas, estoy aburrida de equivocarme una y otra vez.
Me molesta ser tan ilusa. ¡Lo odio!
—Qué tal si esta vez sí es.
—¿Y si encuentra a alguien más allá? ¿Qué tal que solo esté dejándose
llevar por una emoción diferente? Él no cree en esto, Sav. Tal vez somos
dos personas que pasaron mucho tiempo juntas, jugando un tonto juego al
que no debían.
Tomo la carta y me voy a la habitación, la leo otra vez y al final decido
dejarla en la mesa de noche.
En medio de una madrugada agitada gracias a un sueño demasiado
inquietante, me despierto con una idea.
Decido anotarla al respaldo de la carta que me envió Dylan.
Intento dormir asegurándome que es la mejor decisión.
29
Cualquiera que camine a través de estos pasillos, puede sentir sin mayor
esfuerzo cómo la historia se cuenta en cada paso. ¡Cuántos años, cuántas
vivencias! Es un lugar mágico, histórico.
Las personas parecieran notarlo, porque el ambiente aquí dentro es
demasiado surreal.
Jamás me habría imaginado que yo haría parte de este lugar. Siento que
ofendo a los grandes y respetados artistas con mi sola presencia. Así que me
obligo a dar lo mejor de mí, hasta el final.
A mi lado, el profesor Amadeus Krakauer me da un pequeño recorrido,
mencionando que al principio no estaba de acuerdo con que me eligieran,
pues él prefiere seguir con la tradición y escoger solo artistas que estén a la
altura.
Procuro no mostrar mi incomodidad, sin embargo lo nota y una risa
profunda y burlona sale de sus pulmones.
—No se preocupe, Cox. Yo mismo me aseguré de la investigación y me
agradó su trabajo —vuelve hacia mí su rostro lleno de diversión y me relajo
un poco, aunque los nervios no me abandonan del todo.
—Muchas gracias, en realidad me siento sorprendido. Es un verdadero
honor hacer parte de esta institución.
—Sí, por supuesto. Pero concéntrese en demostrar eso durante su
estancia aquí. Nos preocupamos por seleccionar estudiantes que en verdad
demuestren tener vocación, que estén dispuestos a darlo todo por el
aprendizaje. Disciplinados, ordenados y sobre todo talentosos.
A medida que avanzamos, pienso en el compromiso que requiere esta
oportunidad, y lo lejos que estaré de casa… de Sabrina.
De inmediato mi mente vuela a momentos previos, donde le escribía
despidiéndome, y deseando con todas mis fuerzas que decidiera secundar
mis ideas y probar algo en lo que jamás hubiera creído:
Una relación a distancia.
Mientras doblamos una esquina, nos adentramos en una estancia
totalmente diferente. El cristal sobre nuestras cabezas expone un cielo
despejado y reluciente, el alma de la academia se vive de forma diferente en
esta sección y en cada extremo se percibe un espíritu entusiasta y positivo.
Cada joven contando sus sueños.
Recuerdo mis días de estudiante, creía que no eran necesarias las
técnicas y que solo bastaba tener talento. Adoro esa ignorancia que nos hace
capaces de conseguir lo que nos proponemos.
—Espero que se sienta cómodo y no dude en contar conmigo para lo que
necesite.
Su rostro es amable, me inspira confianza.
—Muchas gracias, Sr. Krakauer.
Entramos a una sala amplia, repleta de personas caminando de un lado a
otro. Alguien avisa que en cinco minutos tendrá lugar la reunión con el
director Alois Maschwitz y pareciera que activan una orden simultánea;
todos se ubican en sus lugares, alrededor de una mesa en el centro de la
sala.
Krakauer me señala una silla y me invita a tomar asiento, las personas
alrededor me miran como si fuera un raro espécimen, algo que jamás habían
visto.
Debe ser porque nunca me habían visto…
Un minuto más tarde, el director Mashcwitz deja saber cuán imponente
es, al entrar en la sala y hacer que todos le dirijan miradas atentas. El
formalismo es absoluto, pero cómodo. Como es de esperarse me dan la
bienvenida, y me presentan a mis compañeros de trabajo, todos son mucho
mayores, excepto una mujer a mi derecha. Parece más o menos de mi edad,
se ve bastante joven.
Me presento, miro a los ojos a todos y trato de no sentirme incómodo.
Más tarde llego al apartamento que han dispuesto para mí, cerca de la
academia. Reviso mi teléfono esperando tener noticias de Sabrina, pero
tengo que obligarme a no desalentarme cuando no veo ninguna señal de
ella. No sé en qué pensaba cuando le escribí, sabiendo lo mucho que ya la
lastimé, creerá que lo hice adrede. Sin embargo, guardo la esperanza de que
crea en mis palabras y se dé cuenta de lo mucho que deseo que esté en mi
vida.
¿Qué tal si encuentro la manera de hacérselo saber?
Voy hasta las cajas que aun reposan empacadas a mitad de la sala de
estar. El apartamento está cómodamente amoblado, así que no tengo que
pensar en eso. Tengo ideas lloviendo en mi mente, no pierdo tiempo y las
anoto.
Ahora soy un hombre con grandes ocupaciones, soy el responsable de
una clase y mi tiempo estará absorbido en su mayoría por estudiantes y
deberes.
Por suerte, no tengo problemas pasando las noches de largo, así que
cuando termino de revisar mi jornada en la academia, empiezo con mi
proyecto personal.
Espero que tenga el resultado que busco.
30
Ese número otra vez. ¿Quién es y qué quiere?
Decido devolver la llamada, esperando igualmente que nadie conteste.
Para mi sorpresa, la llamada se abre y escucho una voz que duda del otro
lado.
—¿Sabrina?
—Sí… —la duda pasa a mi voz.
—Soy… Liam.
Que el mundo se detenga. ¡¿Qué?!
—¿Qué quieres? ¿Cómo conseguiste mi número?
—Preciosa, no cuelgues, por favor. Necesito hablarte. Lo he estado
intentando, pero no contestas.
La imagen viva e hiriente de mi “ex – nada” aparece en mi mente.
Trayéndome sin perder detalle cada momento.
—¿Qué quieres?
—Solo hablarte. Pedirte perdón; fui un idiota y tú no te merecías nada de
lo que te hice. Creo que me di cuenta muy tarde de cuántas cosas siento por
ti y nunca te dije.
De todas las cosas sin sentido y absurdas que podía esperar en mi vida;
esta ni siquiera estaba en la lista. No asimilo el momento que estoy
viviendo, pero, para mi sorpresa, no tengo el más mínimo interés en él. Ni
si quiera escuchar su voz me produce anhelo, o algo parecido.
—¿Por qué sales con esto ahora?
Hay un silencio del otro lado. Se me ocurre que está planeando su
respuesta.
—Desapareciste de repente. No supe más de ti.
—¿Tenía que quedarme a ver cómo me pasabas mujeres por la cara? O
no, espera, tenía que tomarme las cosas en serio. Cuando nunca lo fueron.
—Sé que estás dolida. Pero creo que debemos considerar todo lo que
pasamos juntos.
—Ahora que lo pienso, no pasamos nada juntos. Tenías razón, todo
siempre ocurrió solo en mi cabeza —me rio irónicamente ante el recuerdo
— tengo mucha imaginación…
Algo en su voz no acaba de convencerme. Es como si la vida me
estuviera dando una oportunidad. Una de decirle en la cara todas las cosas
que cuando quise, no pude, porque estaba ocupada llorando como estúpida.
Por un estúpido.
—¿Puedo verte? Estoy en Chicago, me hospedo cerca a tu trabajo…
—¿Cómo sabes que estoy en Chicago y dónde trabajo? Y te pregunté
cómo conseguiste mi número.
—No fue fácil, pero tampoco difícil. Y no te enfades, por favor —esto si
es nuevo, me habla en un tono bajo y casi humillado— lo hice por ti.
—Liam, no hay nada que me intere…
—Por favor. Concédeme esto. Sé que no tengo el más mínimo derecho
de hacerlo, de pedirte nada, pero si no fuera tan importante, te juro que no
insistiría.
Estas últimas palabras suenan convincentes, mas no sinceras. Tamborileo
los dedos sobre el escritorio, mientras sopeso ideas.
—Apareces así, de repente…
—Te busqué muchas veces, para que habláramos. Pero parecía que te
hubiera tragado la tierra. No me atreví a preguntar a Gregory…
—En este momento no puedo darte una respuesta, estoy algo ocupada.
Te llamaré si decido verte.
Cuelgo la llamada y no atiendo la siguiente vez que vuelve a marcar. Mi
trabajo insiste frente a la pantalla, mi ordenador está saturado de correos
electrónicos por responder y tengo un par de reuniones qué atender. Lo
último que necesito ahora mismo es a Liam Barnes.
En cuanto tengo el más mínimo espacio conmigo misma, a solas con mis
pensamientos, un dolor en el pecho me recuerda que soy infeliz. Una
punzada atenazadora se hunde en mi estómago y me hace recordar a Dylan.
¿Por qué está siendo todo tan complicado? ¿Por qué no me llama?
Miles de imágenes de mujeres coquetas, desfilando delante de él, se
disparan en mi mente. Es un hombre demasiado atractivo como para
pretender que no llama la atención, que las mujeres no irán tras él.
Una fugaz escena de infidelidad se reproduce sin poder evitarlo. Me
oprime el pecho y gimo, apretando los puños. No quiero eso y sinceramente
no espero eso de Dylan, por muy coqueto que sea. Siempre ha sido muy
honesto.
Rasco el escritorio con las uñas, estoy nerviosa y necesito con urgencia
aclarar mi mente.
Tomo mi móvil y selecciono el número de Dylan. Su sonrisa cubre la
pantalla y el pulgar tiembla sobre el ícono para marcar. Cuando estoy por
presionarlo, cuando ya lo he decidido y toda mi fuerza se desemboca en
ello; una llamada al interno me sorprende, haciendo que de inmediato
cambie de parecer.
Tal vez sea una señal.
—Hola, nena.
—Papá… qué sorpresa.
—Quería invitarlas a salir hoy. ¿Están disponibles?
La voz baja y considerada de papá hace que no tenga muchas negativas
hacia él. Menos cuando estamos intentando arreglar las cosas.
—Le preguntaré a Savannah. Tengo algunas cosas por hacer, así que no
puedo prometerte nada.
—Entiendo.
—En cualquier caso, te llamaré.
—Esperaré tu llamada. Te amo.
Quiero decirle que yo también, pero lo que me queda de orgullo, -un
orgullo inútil, por cierto- me lo impide.
—Ok. Hasta entonces.
Cuelgo y me olvido de mis planes de hablar con Dylan Cox. Reviso las
redes sociales y posteo algunas cosas. Fotografías de sus trabajos, que
guardo en el iPad.
No sé por qué lo sigo haciendo.
A las seis salgo del museo, con la cabeza revuelta y unas ganas de
deprimirme sola, imposibles de evadir.
31
Estar frente a cincuenta pares de ojos que siguen cada uno de mis
movimientos no es nada cómodo. No había pensado en esa parte; en que los
asistentes estarán a la expectativa de lo que digo y hago, una vez logre
llamar su atención.
Me agrada la idea de que mis estudiantes hayan pasado por un filtro y
que en realidad están los que aprecian y merecen el lugar.
La mayoría son jóvenes, ávidos de aprendizaje y conocimiento, hombres
y mujeres que empiezan a soñar con ser grandes artistas.
Miro las caras de todos y me detengo en los rostros de las mujeres,
buscando uno que sé que no estará. Alguna vez había escuchado, que
cuando una mujer te gusta, sueles compararla con el resto. Solo para
comprobar que ninguna se parece a ella.
Es el primer día de abril, hoy comienza el segundo período académico.
No he sabido nada de Sabrina, salvo lo poco que logro obtener de mi
hermano. Y eso se resume al ámbito laboral. No he querido decirle nada de
nosotros, salvo que la contraté para que administrara mis redes sociales, con
una excusa barata de que me había gustado cómo lo llevaba con el museo.
Ojalá todavía haya un “nosotros”
Volviendo a la clase, empiezo haciendo preguntas generales, como ¿qué
saben del arte? ¿Quién es su artista favorito? ¿En qué época les habría
gustado vivir? eso nos lleva a una larga conversación, viajando por
América, Asia, recorriendo Europa y volviendo a nuestros lugares en el
auditorio. El eco de las voces simula una obra de teatro y poco a poco me
descubro encantado con esta vida. Sin embargo, al llegar a casa, -“mi nuevo
hogar”- extraño dolorosamente una voz aterciopelada y una piel suave.
¿Qué has hecho conmigo, Ángeles?
Suspiro, calando en el aire mi pesar. Sostengo un par de pinceles y
rescato los cuadros que traje de Chicago, los que me hubiera gustado que
ella viera.
Ubico los lienzos sobre muebles y mesas, mientras sigo cultivando ideas.
Abro una caja de pinturas, dispongo todos los materiales y busco en mi
ordenador algunas fotografías que conservo.
La estancia se llena de recuerdos almacenados en el disco duro. Toco la
pantalla y sigo con el índice el contorno de sus labios, sus ojos y algunos
mechones de cabello que, desobedientes y atrevidos, caen sobre su rostro.
Empiezo por armarme de sus recuerdos, mientras dibujo en mi mente las
ansias con que espero volver a verla.

***

Pasos firmes retumban desde un extremo, tacones que agujerean el


silencio en el que se halla inmersa la biblioteca. Me obligo a seguir con la
lectura, pero es tan insoportable el ruido, que no puedo evitar cerrar el libro.
Antes de poder mover la cabeza hacia el origen de tan incómodo ruido a
la hora de leer, un par de piernas largas envueltas en una falda gris se
plantan delante de mí. Recorro con la mirada el cuerpo femenino, hasta
llegar al rostro de la mujer.
La he visto antes.
—Profesor Cox —saluda, moviendo la boca más de lo que debería.
—Buenas tardes.
—Lo estaba buscando. Soy Aliza Bennet.
Me levanto y respondo cortésmente el saludo. Ella es…
—Soy la directora de la división de Escultura.
—Encantado.
—Igualmente. No hemos tenido tiempo de presentarnos formalmente —
baja la voz, atendiendo la orden de hacer silencio.
—Tiene razón —no sé si lo que me incomoda es su presencia, o el hecho
de que interrumpió mi lectura y las personas alrededor nos miran enojados.
Recojo el libro y la invito fuera de la sala. No sin antes devolverlo a la
bibliotecaria, que me reprende con la mirada. Por suerte, aún tengo ese
gesto de chico bueno, así que me gano su perdón y una sonrisa de su parte.
—Viene de Chicago ¿cierto?
—Sí, señora.
—Por favor, no me digas señora. Soy Aliza.
—De acuerdo, Aliza.
—Lo estaba buscando para ponerlo al tanto de un nuevo proyecto que
acabamos de empezar para este periodo. Usted hace parte del departamento
de Arte Gráfico, así que le corresponde. La idea es ofrecer para el final del
curso una presentación en conjunto con mi departamento. Usted escogerá a
los mejores de su clase y yo a los mejores de mi sección. Se les dará la
oportunidad de presentar una colección con un mínimo de obras, que luego
estableceremos y se darán a conocer en museos y galerías.
—Qué bien. Suena estupendo.
—Sí. Fue una idea que tuve hace mucho tiempo, pero que no se había
podido llevar a cabo.
Tomamos asiento en la cafetería. Un amplio y legendario recinto, con
columnas de madera y metal, una fusión exquisita entre la vanguardia y el
tradicionalismo.
—¿Le gusta?
—Mucho —asiento. Mientras vuelvo a mi deleite con la estructura.
—Fue un trabajo de Wolfgang Graninger, uno de los mejores arquitectos
que ha formado esta institución. Su trabajo es hermoso, reconocido a nivel
mundial.
—Sí, lo he escuchado. Y no lo dudo, es muy bueno.
—¿Qué tal le ha parecido la ciudad?
—Aún no he salido. Ya la conocía de antes, pero ahora hay muchas
cosas diferentes. Creo que no tendré mucho tiempo para explorarla a fondo.
El trabajo está ocupando casi todo mi tiempo.
—Ya lo creo. Sin embargo, debemos reunirnos algunas veces, ya sabe,
por lo del proyecto que le comento. Necesitamos reunirnos con todos los
profesores a cargo.
Respondo con entusiasmo y me muestro interesado en el tema. En un
momento de la conversación -que básicamente ha pasado a ser un
monólogo con unas escuetas intervenciones por mi parte- me doy cuenta de
que las personas a nuestro alrededor no dejan de mirar a la señora -señorita-
Bennet. Una mujer de cabello castaño, labios gruesos y ojos claros. Sus
facciones son afiladas y cada gesto suyo transpira un coqueteo descarado,
demasiado evidente como para poder obviarlo.
—Me imagino que extraña su país.
Casi de inmediato se proyectan en mi mente las imágenes Sabrina. Es
ella a quien extraño.
El dolor en el pecho es casi palpable.
—Mucho, la verdad.
—Hoy es sábado. Después de las tres no habrá nada para hacer aquí. ¿Le
gustaría dar un paseo? refrescará sus recuerdos de Múnich.
No, no quiero salir con usted…
—Me encantaría, pero tengo algunas cosas en qué trabajar. Podemos
dejarlo para otro día.
—De acuerdo —creo que no he sido bueno con la excusa, su rostro
evidencia la incredulidad.
—Espero que logremos grandes cosas —su acento inglés marca el
alemán, convirtiéndolo en una mezcla de sonidos fuertes y estirados. No
suena mal, a decir verdad— y, por cierto, me gusta su trabajo.
Poniendo ritmo a sus caderas abandona el lugar, halando con el vaivén
las miradas encantadas de todos. Me pregunto si he cambiado para bien y la
respuesta me llega instantáneamente en forma de latido.
Un par de ojos verdes se me revuelven en mi cabeza y me hacen
suspirar.

***

La pintura se impregna en la tela blanca, mis ojos siguen cada


centímetro, desde mi cerebro se dicta la orden que, en secuencia, siguen las
manos. No me molesto en ver qué hora es, ni cuánto tiempo llevo aquí, de
pie frente al caballete.
Solo sé que no quiero parar, que no quiero dejar escapar un solo detalle y
que tal vez necesito este momento para terminar de convencerme de que
esto no es un arrebato ni un capricho.
Restos de pintura se secan sobre mi piel y cada color aloja una idea en
mi mente. Es como si de un guion se tratara, tengo la urgente necesidad de
plasmarlo entre una lluvia de imágenes que se han manifestado
intangiblemente.
Lo peor de todo, -ya que esto es absolutamente demencial- es que tengo
una gran ilusión.
Me he armado de una esperanza sin igual, que me hace creer que podré
convencer a Sabrina de cuánto la… amo.
El lunes por la mañana, terminada la clase y habiendo conocido mejor a
mis estudiantes, cierro el ordenador y me dirijo a la sala de maestros a
repasar mi próxima clase. Entre archivo y archivo llega la noche y con ella
me encamino al apartamento.
Estoy a punto de volverme loco. Ha pasado una semana y no sé nada de
Sabrina. He tratado con todas mis fuerzas de estar calmado y no
presionarla. Incluso he probado mi auto control; no la he llamado.
No quiero que tome una decisión sobre la presión, quiero que lo haga
plenamente convencida.
Sea cual sea la decisión.
Un pensamiento fatalista y alarmante me hace detener en el camino.
¿Y si ni siquiera ha visto la carta?
¿Por qué se me ocurrió que sería una buena opción? ¿Qué tal que la haya
encontrado alguien más? Tal vez por eso no me ha llamado, cree que me fui
sin despedirme de ella y ahora me odia más de lo que ya lo hacía.
Paso las manos por mi cabello y trato de calmarme. Estoy demasiado
afectado.
Deslizo el pulgar por la pantalla del teléfono celular y marco el número
de mi hermano.
—Hola, Alfred —escucho un murmullo del otro lado, algo ininteligible
— ¿Qué haces?
—¿Tú que crees que puedo hacer a las dos de la mañana? ¡DORMIR!
El grito es tan fuerte, que separo de un tirón el teléfono de la oreja. Es
cierto, allá es de madrugada.
—Bueno… no te enojes. Es que me hacías falta y decidí llamarte.
—¿Acaso necesitas dinero? —escucho movimiento de trastos al otro
lado.
—Claro que no. ¿No puedo llamarte para decirte que me haces falta?
—No. Tú no eres de esos.
—Pues te extraño y quería aprovechar que estoy desocupado para
llamarte —una voz del otro lado le pide que salga de la habitación. Su
esposa.
—¿Qué, ahora tienes muchas ocupaciones?
Las calles tienen otro ritmo por la noche. Son más secretas, misteriosas y
mágicas. Las personas caminan más lento, se detienen a mirar cosas,
ignoran a los demás y disfrutan el paso. Me siento en una silla, en una
pequeña plaza, bajo una lámpara.
—Siempre he tenido muchas ocupaciones. ¿Cómo está todo, has hablado
con mamá y papá?
—Sí. Mamá quiere ir a verte. Dice que tiene que asegurarse de que estás
bien y que no te falta nada. No dejarás nunca de ser un mimado niñito de
mamá.
Sonrío al imaginar a mi madre diciendo esas cosas. También la extraño.
—¿Y cómo van las cosas con Angie?
—Mucho mejor. Creo que tenías razón con eso de dedicarnos tiempo.
—Me alegro mucho. Y… ¿qué tal va el trabajo, cómo están las cosas en
el museo? —trato de no ser tan evidente al preguntar por Sabrina. Mi
hermano solo sabe que la había contratado temporalmente. Y no fui muy
específico en la información.
—Tú quieres preguntar directamente por Sabrina. ¿Tanto te gusta?
Me quedo sin tener qué decir. Al final suspiro y es como si no necesitara
argumentar nada más.
—La vi hace dos días. Tuvimos una reunión, para los proyectos de mitad
de año. Está haciendo un trabajo muy bueno, Drummond le ha enseñado
bien. Es muy buena. ¿Son novios?
—No. No lo sé.
—¿Cómo no lo sabes? Esas cosas se saben, Dylan.
—Pues, yo no. Es complicado.
—¿Y es que estás preso allá? ¿Ella no puede ir a verte?
—Es diferente…
—Porque quieren —sentencia, como si fuera algo demasiado sencillo
como para discutirlo.
—Hasta hora voy entendiendo estas cosas, hermano. Pero es más difícil
que solo un vuelo.
¿Cómo explicarle que estoy luchando por borrar esa imagen de hombre
prohibido para ella? Cómo le digo a mi hermano, que trato de hacerle ver a
la mujer que amo, que no soy ya todo eso que dije que era y que en verdad
la quiero. Pero necesito mucho más que palabras para lograr eso…
32
Savannah me mira con la diversión saltando en sus ojos. Me ha dado una
idea y aun la medito. No sé si será buena o mala.
—Es la mejor de todas las ideas.
—Puede que tengas razón… sería una excelente forma de probarlo.
—Excelente y definitiva —afirma Sav.
Me propone aceptar la cita de Liam. Aunque no me apetece realmente
verlo y mucho menos revivir nada con él, mi imparcial y siempre racional
hermana, insiste en que decirle una y otra vez que no, no lo alejará. Debo
hacerle ver que no tiene ninguna oportunidad conmigo, si es eso lo que en
realidad busca.
—Debemos planearlo muy bien.
—Déjamelo a mí.
Sale de la habitación, batiendo su largo cabello y dejándome con las
manos llenas de pinceles. Estamos poniendo un poco de orden al apretado
apartamento.
Hemos tenido la oportunidad de adquirir mesas y sillas, así que el
espacio que antes parecía enorme, ahora se ha reducido a un incómodo
laberinto, por el cual es hasta difícil transitar.
Armando camina recostándose a los muebles, haciendo que la cola,
esponjosa y larga, se vea en cada cruce. Lo llamo y se va.
Típico.
Le conté a mi hermana acerca de la llamada y las otras tantas que he
rechazado. Y su respuesta fue un plan en el que dejaré la evidencia
necesaria de que sigue siendo un idiota.
Lo citaré, pero en mi lugar irá ella.
Dejo los pinceles en la mesa de madera color vino y me tiro sobre el sofá
más cercano. Tomo mi móvil y veo unas diez veces más las fotos de Dylan.
¿No quiere hablar conmigo? ¿Por qué no me llama?
¿Por qué no lo llamo?
—Porque tengo un miedo irracional a la decepción —tal vez decirlo en
voz alta me haga sentirme diferente. Puede que lo sienta como algo
absurdo.
Mi hermana regresa con una caja llena de pequeños tarritos brillantes.
Empieza a sacarlos y a ubicarlos meticulosamente sobre un estante. Una
pregunta empieza a darme vueltas en la cabeza, pero dudo al hacerla.
—Sav…
—¿Qué?
Mantiene su concentración en las etiquetas de los frascos. Muerdo mi
labio, esperando pronunciar las palabras adecuadas.
—¿Te gustaría enamorarte?
Mi hermana jamás ha tenido un novio. Nunca ha estado enamorada, pero
no se debe a los motivos particulares de alguien que rechaza el amor. Ella
lleva algo más profundo y doloroso. Tanto, que me arrepiento de tocar el
tema y trato de distraerla al instante.
Demasiado tarde. Ya he removido asuntos que mejor hubiese dejado
enterrados.
Deja uno de los frascos en la caja y su mirada se vuelve ausente, está
lejos de aquí.
—Olvídalo. Perdóname.
—No sé si algún día me pase. Pero si depende de mi intención de
hacerlo, de encontrarlo, no va a pasar. Jamás en la vida.
La sentencia es definitiva. Me reprendo mentalmente y hago todo por
volver a ponerla de buen ánimo.
La convenzo de fraguar nuestro plan y prepararnos para una cena con
papá. Hace mala cara, pero acepta a regañadientes.
En nuestra velada papá nos pregunta por nuestros empleos y la mayor
parte del tiempo hablo yo, diciendo cosas muy vagas y poco específicas.
Savannah se limita a comer y mirar a través del cristal, en el lujoso
restaurante Boissieu.
El lugar me gusta, se ajusta a nuestros fines, los de mi hermana y yo.
Miro las mesas alrededor y le doy un golpecito a mi hermana, para que me
dé su opinión.
—Es perfecto —dice.
Papá nos mira como si supiera que estamos tramando algo. Corta una
pequeña porción de carne y entrecierra los ojos. Ese gesto tan cotidiano me
devuelve al pasado, cuando no pasábamos de ser un par de niñas traviesas
que jugaban con el mundo. Donde no había mayor preocupación que
despertar más temprano para tener más tiempo para jugar.
Él no perdía tiempo en complacernos. Siempre estaba para nosotras,
siempre era juguetón y nunca nos negaba nada.
En qué momento…
Mis pensamientos se interrumpen cuando van hacia otra parte, esa que
duele y no quiero revivir.
—Savy, tienes el cabello mucho más largo. Casi no te gustaba usarlo así.
Siempre lo preferiste más corto.
Savannah apenas lo mira. Es incómodo pero no intercedo.
—Sí. Pues… ahora lo uso así.
Papá se alegra al ver que al menos le ha contestado. Sonríe y me muero
por dentro. No sirvo para ser mala. Pero sé que mi hermana no lo está
siendo porque quiere, sino porque su dolor aún no ha mermado y nadie
podrá hacerlo de buenas a primeras.
Terminamos la cena sin muchos avances, pero un poco más cerca de
donde estábamos hace unos días. Papá nos lleva a casa y se asegura de que
estamos seguras.
En la puerta, cuando está por marcharse, me toma de la mano y mira
hacia el fondo:
—Dale un beso a tu hermana por mí.
—¿Por qué no se lo das tú mismo? —pregunto con suavidad.
—Porque apenas llegamos se fue a su habitación.
—No puedes esperar que las cosas se arreglen de un día para otro.
—No lo pretendo, amor. Les daré todo el tiempo que necesiten. Solo…
no me quieran fuera.
Mascullo algo y bajo la vista. Tantas emociones me pasan factura de
cuando en cuando.
—Hay algo más… —me acaricia la mejilla y no puedo evitar
sensibilizarme ante el tacto — ¿Qué le ocurre a mi princesa?
—Nada.
—¿Sabes que no eres la mejor mentirosa, verdad?
—No papá, en serio —no puedo con esto— no me pasa nada.
Sueno tan insegura, que es como si estuviera admitiendo a gritos que
algo me ocurre.
—No sé cómo decirlo…
—¿Quieres hablarlo?
—No ahora mismo… —no cuando estoy por echarme a llorar— creo
que después.
—Está bien.
Me abraza y devuelvo el gesto. Se siente bien este momento en que mis
fragmentos se unen. Sin embargo, hace falta uno esencial, uno muy grande.
El silencio que empieza a abordarnos es interrumpido de repente por el
sonido de su celular. Rechaza la llamada, pero por su expresión imagino
que es su mujer.
—Creo que ya se te acabó el permiso.
No puedo evitar la crudeza. No cuando en otro momento este tiempo con
nosotras era nuestro.
No permito que el momento en general se arruine y me despido.

***

Termino de ajustar el brazalete en la muñeca de Savannah y retrocedo


unos pasos para admirar mi obra.
—Dios… soy yo.
Admiro mi representación en el cuerpo de mi hermana. ¡Está idéntica a
mí! ¡Idéntica, idéntica!
Lleva uno de mis vestidos favoritos; negro, cuatro dedos encima de la
rodilla, de tirantes delgadas. Recogí su cabello en una cola de caballo y los
ojos ahumados, haciendo que el verde, que suele ser más opaco que el mío,
resalte sobre su piel clara.
—Tienes que ser una actriz estupenda —le digo, al tiempo que aplico un
poco de polvo sobre su nariz.
—No te preocupes, el plan fue mío, así que sé perfectamente lo que
tengo que hacer.
—Tienes que tener mis gestos y hacer mis ademanes.
En ese momento, hace una perfecta imitación de mi cara cuando algo me
agrada mucho. O cuando me molesta algo.
—¿Así me veo?
—Exactamente así.
—¿Están seguras de esto? Yo puedo aparecer delante de ese idiota y
recordarle por qué dejamos de ser amigos.
—Greg, no hace falta. Este plan es genial y nadie saldrá herido.
—No sé por qué estoy participando.
—Porque haces parte de la historia —lo digo como si fuera algo
demasiado evidente.
Gregory se cruza de brazos y niega con la cabeza. Mi hermana se
recompone, pasando las manos por el vestido y el cabello.
Salimos del apartamento. Savannah llega al restaurante Boissieu en un
taxi, mientras Greg y yo aparcamos delante del local el spark de él.
Cité a Liam en este mismo restaurante, nos pareció el lugar ideal.
¿El objetivo? Comprobar que no tiene ni la más remota idea de quién
soy y que por lo tanto, no merece la pena ningún intento por creerle lo
contrario.
No lo quiero en mi vida insistiendo estúpidamente.
Greg y yo nos ubicamos en una mesa cercana a la de ellos, donde
tenemos una vista espectacular de ambos. Se me ha dado bien usar lentes
transparentes y soltarme el cabello. Visto totalmente diferente a lo habitual
y procuramos lo mismo con Gregory, para evitar cualquier percance.
Veo con total asombro como Liam recibe a mi hermana, emocionado
(aparentemente) y como se deshace en halagos para ella.
Para mí.
Escucho todo lo que dicen, así que no me pierdo de nada. Menos cuando
pregunta por mi hermana Nataly. ¡Mi hermana Nataly! Casi me caigo de la
silla, la copa con agua que tengo en las manos se sacude un poco y las gotas
caen en el finísimo mantel color beige.
Mi hermana disimula muy bien la indignación, porque sonríe con total
hipocresía y le dice que está de maravilla.
Ellos se han visto una gran cantidad de veces, así que sabe perfectamente
que tengo una gemela.
—Creo que ya debemos ordenar —Gregory, a mi lado, mirando con
desprecio a Liam y con preocupación a mi hermana, sujeta la carta y hace
muecas.
—Debemos estar atentos —susurro.
—Podemos estar atentos mientras comemos. Tengo hambre y sería
demasiado sospechoso que estuviéramos en este restaurante, sin comer.
En su susurro se evidencia la molestia, pero sé que terminará totalmente
absorto en la conversación.
Decido hacerle caso sin perder de vista la otra conversación.
Escuchamos atentamente cuando habla de mi lugar en el museo:
—Vi que trabajas en el Museo, me alegré mucho por ti.
—Sí, ha sido toda una experiencia —contesta con naturalidad mi
hermana, a quien desconozco por completo en este momento.
—Estuve muy preocupado por ti. Temía haberte hecho daño, sé lo
enamorada que estabas.
Baja la cabeza y busca la mano de Sav. Ella la retira para tomar la copa.
—Lo estuve, sí…
—Quiero que sepas, que siempre sentí cosas por ti.
No me digas.
—Pero por alguna razón, no sé, tal vez por miedo, no te lo dije.
—¿Por eso me fuiste infiel?
Gregory abre los ojos con asombro. Yo igualo su gesto y no aguanto las
ganas de reírme. Lo que más me impresiona es que en el rostro de Liam no
se refleja ningún sentimiento de culpa. Solo un mal fingido arrepentimiento
que no pasa desapercibido para mi hermana.
—No sé qué me pasó —se excusa, incómodo y algo molesto— ella me
envolvió de tal manera, que no pude ver con claridad lo que estaba pasando.
—Ese día no parecía que estuvieras tan ciego, Liam.
Me sorprende la naturalidad con la que actúa Savannah. Corta una
porción de la carne que han traído para ella y le ofrece dulces sonrisas,
contrastando dramáticamente con la dureza de sus palabras.
Él se queda sin saber qué decir por un momento. Abre la boca y la cierra
un par de veces, después se concentra en su plato y empieza a comer.
Contrariado y confuso, ¿qué será eso tan extraño que le resulta en mi
actitud?
—Esto es por lo que amo a tu hermana.
Gregory empieza a divertirse. Ya era hora.
—Ella es buena —le digo.
—Ahora las voy entendiendo. Ya las he aprendido a diferenciar.
—Te has tardado, amigo. Desde…
Mi conversación se interrumpe por las palabras que escucho al fondo.
—Quiero recuperarte, nena. Te amo. Eres la mujer de mi vida.
Me quedo con la boca abierta, a medio llenar con la cuchara. Greg y yo
esperamos el siguiente paso de mi hermana.
—Me tomas por sorpresa, Liam.
Savannah se hace la sorprendida. Incluso pone una mano en su pecho y
suspira. ¡Vaya teatrito!
Y… ahí está. Liam saca a relucir esa sonrisa que utilizaba –y que,
evidentemente sigue utilizando- cuando quería acercarse a una mujer. La
cosa es que está hablando con la mujer equivocada, una que no se detiene
ante bobadas como esas.
Me sorprende y me complace darme cuenta que su artimaña ya no me
produce otra cosa que no sea risa.
Gregory niega una vez más y se burla de él.
—Sé que te puede parecer muy repentino…
—Bastante —interrumpe Sav. Dejando una sutil evidencia de su
personalidad.
—Pero quiero que nos demos una oportunidad.
Miro de soslayo a Greg, quien me devuelve la mirada poniendo los ojos
en blanco.
Me pregunto, ¿una oportunidad para qué?
—Liam, me ha alegrado verte otra vez, pero no puedes pretender que
simplemente olvide lo que pasó y ya.
Mi hermana ladea el rostro y me pregunto si yo en realidad hablo así.
Le hago la pregunta a Gregory en voz baja y él asiente.
Me acomodo los lentes y volvemos hacia nuestro show particular.
—Creo que tengo derecho a dudar un poco —continúa Sav— necesito
algo de tiempo.
—Puedes tomarte el tiempo que necesites, linda. Solo piensa que
podemos continuar donde estábamos.
Tengo unas ganas locas de decirle que lo último que vivimos fue un
drama en donde mi mejor amigo lo golpeaba, porque lo descubrimos
siéndome infiel.
Veo a mi hermana recomponerse y tomar con calma un trago de agua.
—No creo que sea lo más oportuno continuar donde estábamos. Ya que
besabas a una mujer que, de hecho, no tenía para nada buena reputación. Es
más, me atrevo a decir que era una zorra.
Los tres nos quedamos atónitos. Gregory casi escupe el vino y yo
reprimo una gran carcajada. Liam se sonroja escandalosamente y mi
hermana sigue como si nada.
Si lo de antes fue una prueba sutil de su personalidad, esto fue una
declaración con luces de neón en una gran valla publicitaria.
—Creo que no dije las palabras adecuadas —se disculpa él.
—No te preocupes, lo importante es que entendí tu punto.
La suavidad en la voz de Savannah es desconcertante, pero no lo parece
para él.
—Estás hermosa —otro agotado y lavado recurso— no has cambiado
nada. Me encantan tus ojos. Siempre recuerdo tu mirada y lo mucho que me
gusta.
—Gracias.
—No creo que tú no me recuerdes.
Vuelve a hacer eso de ladear el rostro y ahora me parece demasiado
patético.
—Claro que te recuerdo. Paso horas pensando en ti, en especial la vez
que estuvimos en aquella cabaña…
¿Qué cabaña?
—Claro… la cabaña.
Ya sé por dónde va esto… en especial cuando veo el rostro confundido y
perdido de Liam.
—¿Lo recuerdas? Acabábamos de cumplir dos meses.
Savannah sacude las pestañas y se arrima un poco más a la mesa.
—Por supuesto —hasta pena me da, el pobre.
—Son cosas que una mujer jamás olvida.
Gregory me cuestiona con la mirada y le hago gesto de no tener idea de a
qué se refiere.
—Esas son las cosas que debes recordar —la anima.
—Sí… tal vez lo empiece a ver así.
—Y… ¿Qué tal te va en el museo?
—Oh, estupendo. Me encanta. Ya sabes, siempre me ha gustado ese
mundo…
—Sí, lo sé.
—Las estatuas, las adoro. Las obras de arte… la música étnica, reliquias
ancestrales. Pasar horas y horas deambulando entre salas solitarias,
admirando objetos…
—Te fascina todo eso. También lo recuerdo.
La sonrisa de Liam se expande hasta el punto de casi cubrir gran parte de
su rostro. Está cómodo con la conversación y Savannah no aparenta lo
contrario. Terminan sus platos y nosotros apuramos lo que queda de los
nuestros. El camarero se acerca a ellos y retira los platos, al tiempo que una
joven hace lo mismo en nuestra mesa. Entregan la carta de postres y
Gregory se escandaliza con los precios.
—¡Jesus! Son más caros que la comida.
—No te quejes, yo estoy pagando.
—Ni lo pienses, no dejaré que pagues.
Cuando abro la boca para contestar, responde con una sonrisa brillante:
—Está bien. Tú pagas.
Quiero iniciar una discusión sobre su caballerosidad y los modales, pero
recuerdo por qué estamos ahí y me concentro.
Liam se ha acercado más a mi hermana, deja su silla muy próxima a la
de Sav y le dice cómo debe probar las fresas con chocolate.
¿Necesita alguien que le expliquen eso?
Oh, esperen. Eso es un truco de seducción. Claro, ya lo entiendo…
—Tienes unos labios preciosos.
Savannah sonríe. El extiende una fresa cubierta hasta la mitad con
chocolate, la encamina a sus labios, pero mi hermana se la quita de las
manos y la come por sí sola.
—¿Por qué no me dejas intentarlo?
—No, lo prefiero así —arruga la nariz y se mete otra fresa a la boca.
—Y dime, Liam ¿Por qué decidiste venir hasta esta ciudad, sin saber si
yo te recibiría o no? ¿Qué estás haciendo en estos días?
—Ahora mismo estoy trabajando con mi padre —pareciera no estar muy
contento con eso— pero pronto me independizaré.
—¿O sea que estamos comiendo con el dinero de tu papá?
Hasta a mí me da vergüenza. Si no se da cuenta que esa definitivamente
no soy yo, no sé qué lo hará reaccionar.
Sav lo mira como si nada, comiendo inocentemente otra fresa, mientras
Liam se encoge en su asiento. Se aleja de ella y la mira a los ojos. Creo que
ya se ha caído nuestra obra.
—Yo…
Casi no escucho lo que dice, menos con los murmullos de las demás
personas, en especial de mi acompañante.
—¿Sí?
Sav lo anima, como si no hubiera dicho absolutamente nada.
—Solo estoy haciendo algo de experiencia. Tengo contactos, así que
pronto despegaré. Me imagino que tú también has tenido la oportunidad de
conocer a muchas personas.
Ajá…
Los ojos de mi hermana se iluminan y el sentido empieza a cobrar vida
en esta reunión.
—Claro. He conocido una gran cantidad de personas. Influyentes y
acaudaladas personas, deseosas de hacer negocios.
El ánimo vuelve repentinamente a Liam, como si lo hubieran pinchado
con un alfiler.
—Genial. Yo tengo muchas ideas, ¿Sabes?
El postre pasó a segundo plano. Las ideas empiezan a ser expuestas en
una rápida conversación donde él es la estrella principal. Mi hermana
simula escucharlo y hace una breve y fugaz mirada hacia nosotros. Greg
está al tanto de todo y mira a Liam con desprecio. Yo no paro de reír
interiormente. Basura.
—… Y solo es cuestión de hacer una buena inversión y contratar
personas idóneas para cada cargo. Es una ganancia asegurada.
Dicho esto, se recuesta y sonríe con suficiencia. Como si acabara de
concretar el negocio de su vida. Para este momento ya hemos acabado el
postre en las dos mesas y no hay razón para quedarse.
Mi hermana hace ademán de levantarse y Liam llama por la cuenta.
Nosotros salimos con la rapidez suficiente como para que no se detenga
a vernos. Esperamos a que salgan y nos quedamos en la acera, simulando
esperar un taxi.
—Liam Barnes —Savannah se detiene frente a él, cruza los brazos,
haciendo que sus pechos se eleven— nunca, ni por un momento me caíste
bien. Jamás entendí cómo mi hermana se pudo meter con un tipo como tú.
Liam retrocede un poco y frunce el ceño ante el desconcierto.
—Eres terrible, patético, aburrido, simple y sobre todo eso; estúpido.
Eres demasiado estúpido.
Sin esperar ninguna señal, camino hacia ellos y me detengo delante.
Liam me mira, y no comprende muy bien lo que ocurre.
—¿Sabrina? ¿Qué clase de broma es esta?
—No es ninguna broma, Liam
Gregory no aparta la mirada de su antiguo amigo. Se incorpora, dejando
entre los dos su notable estatura, a modo de advertencia.
—Es lo mejor que podía hacer para devolverte por donde viniste. Por lo
menos en cuanto a tus intenciones se refiere.
—Esto no es justo —respira de forma agitada y pestañea varias veces—
¿Qué clase de tontería es esta?
—La respuesta a lo que buscas. No fuiste capaz de darte cuenta, en
ningún momento, que la persona con la que hablabas no era yo.
—Tienes una gemela, esto le puede pasar a cualquiera.
—Sí. Exacto. Precisamente porque tú eres cualquier persona para mí.
—Sabrina, espera. Podemos hablar, déjame hablar contigo.
—No tengo nada qué hablar contigo. Y menos tengo intereses de ser un
puente para ti. Me alegra saber que estás tan lejos de mi vida como lo
quiero. Y por cierto, su nombre es Savannah.
Señalo a mi hermana y hago un gesto para que nos marchemos.
Camino al estacionamiento, escucho que Liam vuelve a llamarme, pero
lo ignoro y sigo mi camino, tal como he aprendido a hacer con muchas
cosas en mi vida.
Al final, esto no hubiera sido realmente necesario, pero resultó
demasiado divertido como para rechazarlo.
Hacemos el camino a casa riéndonos de todo esto. Recordando cada
frase en la conversación y felicitando a mi hermana por el gran talento que
hasta ahora descubrimos.
El teléfono de mi hermana y el mío suenan al mismo tiempo, un mensaje
de papá nos envía abrazos y pregunta si queremos pizza.
Mi hermana me mira, esperando alguna respuesta y no puedo evitar
lanzar un sí desenfrenado.
Siento que me he quitado un peso de encima. Un peso muerto e
innecesario.
33
Estoy completamente loco y lo peor es que estoy siendo feliz con eso. La
música resuena a un nivel prudente dentro del cómodo apartamento de un
profesor de temporada en la Academia de Bellas artes de Múnich.
Me he unido -sin saberlo ni planearlo- a la lista de los chicos juiciosos y
bien portados.
Incluso hago planes… ¡Hago planes!
Imagino la vida con alguien y me duele el alma cuando intento pensar en
que no pueda estar.
Livin´ On A Prayer salta entre las paredes y me hace pensar en lo
posibles que pueden ser las cosas si las hacemos con el corazón.
Lo sé, es lo más cursi que he dicho. Pero creo firmemente que eso es
posible, no necesariamente tendría que referirme a temas amorosos.
Mi clase está por empezar ahora, organizo pinceles y paletas, tal como
suelo hacerlo en casa, hasta que poco a poco llegan mis estudiantes.
Cada vez me emociona más este mundo, cada vez tengo algo nuevo por
compartir con mis alumnos, aunque no sé qué tanto quieran ellos compartir
conmigo.
Algunas veces me da la impresión de que no estamos sintonizados, sin
embargo me reprendo diciendo que no son más que simples conjeturas.
La clase de hoy es una de las que más me gusta y que he denominado
como “muestrario” la pequeña recreación de una exposición. Simular que
cada estudiante está ante su propia exposición y el auditorio es su público
hambriento de arte, hambriento de sus obras.
Hoy es el turno de Bernadette Schreiber, una de mis mejores alumnas.
De pie, frente a sus asistentes, presenta con mucha timidez “la soledad
como antídoto para la felicidad”
Sus cuadros con llamativos. Complejos y llamativos. Siempre tiene esa
forma complicada de hacer que algo se vea muy interesante, pero es
realmente buena. Hemos determinado que ese es su estilo, que solo debe
perfeccionarlo y apropiarse de él, si es ese camino el que en realidad desea
tomar.
Su exposición se basa en tres acuarelas, en un juego de colores fríos, y
una particularidad en cada pieza: una chica con el mismo atuendo en tres
escenarios distintos.
—Bienvenidos a “la soledad como antídoto para la felicidad” —
empieza, detrás de esa timidez que no he logrado disipar en ella — espero
que disfruten una obra en la que he querido plasmar la perspectiva de una
persona que ama y atesora su propia compañía.
Aparentemente todo va normal, hasta que alguien, desde el fondo de la
clase, la llama cobarde.
La clase enmudece y Bernadette espera pacientemente a que su
“detractor” argumente su ofensa, justo cuando me dispongo a decir algo al
respecto.
Mi intervención queda anulada por la convicción en las palabras de
Jordan Bauman.
—Te da miedo salir a la calle y encontrarte a alguien que te revuelque la
vida. Te asusta la idea de que alguna persona consuma tu corazón y te
entregue de vuelta una vida con sentido. Eres una cobarde, Bernadette.
Todos nos pasmamos al mismo tiempo. Aquél insulto resulta tan poético,
que hay que pensárselo dos veces antes de responder. La clase gira
lentamente hacia Bernadette, quien permanece sin expresión alguna, al lado
de sus cuadros.
—Eso es lo que tú piensas, pero no estoy de acuerdo —su voz no es tan
tímida como hacía un rato. Más bien ha sonado retadora. Como si esta no
fuera la primera discusión de estos dos.
La clase gira hacia Jordan, como si estuviésemos en mitad de un torneo
de tenis.
—No te conviene estar de acuerdo, más bien.
La mirada del chico es una historia para contar. Cruzo los brazos y dejo
que el agua corra, a ver hasta dónde llega. Creo que todos estamos de
acuerdo con eso.
—Lo que me conviene o no, es asunto mío.
—¿Así le respondes a tus admiradores?
—Así le respondo a la gente que merece ese tipo de respuestas.
—Creí que en vez de atacarme, defenderías tu obra. Anda —señala con
el mentón, mientras se queda de pie, frente a ella— justifica tu cobardía.
En este punto, el rostro que habitualmente es pálido, toma un color
escarlata y la furia que nunca vemos en Bernadette, estalla sin precedentes:
—La felicidad no es una obligación, ni es tan sencillo como lo quieren
hacer creer. ¿Qué tal si solo hay gente que está conforme con estar solo?
¿Quién dijo que estar solo es malo? ¿Sólo porque gente fantasiosa llena el
mundo de bombones y estupideces debemos obligarnos a buscar
“felicidad”? No lo creo y es un estúpido el que lo crea así.
Satisfecha con su respuesta, Bernadette quita visiblemente la tensión de
su cuerpo. Jordan permanece delante de ella, mirándola desde arriba, como
si conociera totalmente las cosas que pasan por la mente de ella. Como si no
hubiera más personas en la sala.
La clase está a la expectativa, debo decir que me resulta demasiado
interesante y que me complace la forma en que mis estudiantes me
sorprenden. Me siento afortunado.
Jordan Baja el rostro, hasta quedar separado de ella por unos escasos
centímetros. Cualquier movimiento mayor, haría que sus caras se tocaran.
—¿Eso es lo que te dices todas las noches, antes de dormirte? ¿Con eso
matas tus propios deseos? Co-bar-de.
La extraña, pero igualmente entretenida discusión, termina con el sonido
metálico de la puerta al salir Jordan del auditorio. Un silencio sepulcral se
apodera de la clase y debo darla por terminada. Me siento mal, ahora. Creo
que no debí dejar que llegara tan lejos, pero si lo detenía, tal vez esos dos
no hubieran tenido un poco de lo que necesitaban.
Aunque eso significara una evidente discusión muy íntima.
Los demás estudiantes salen a toda prisa, mientras camino hasta
Bernadette, que recoge sus cuadros con el rostro caído.
—Debo pedir disculpas, debí paparlo a tiempo. Déjalos ahí —detengo su
mano cuando está por bajar la primera pieza— quisiera fotografiarlos, si no
te molesta.
—No, profesor, no me molesta.
Dios, no. Está a punto de llorar.
—Hablaré con él —trato de sonar convincente. Cualquier cosa para
evitar que llore.
—No tiene nada qué reclamarle, profesor Cox. No ha dicho nada que no
sea cierto.
Ahora llora, limpiando con timidez las lágrimas que van cayendo sobre
sus mejillas. Saco un pañuelo y se lo ofrezco. Me enternece la dulzura con
que lo rechaza, diciendo que no es para tanto.
—Él no estaba en mis planes, ¿sabe? Nada de esto estaba en mis planes.
Yo solo quería venir aquí y estudiar, ser alguien y seguir con mi vida. —
insisto con el pañuelo, al encontrarla hipando y con la cara roja— Ni
siquiera sé por qué le estoy contando esto…
—¿Porque no puedes seguir guardándolo para ti sola? —intento ser
amable.
—Bueno, ya no es para mí sola. Ahora toda la clase lo sabe. Usted lo
sabe.
—No creo que ellos sean el problema, ni yo tampoco. —Recojo el
maletín deportivo que con frecuencia llevo y rechazo el pañuelo cuando
intenta devolverlo — No soy el más indicado para estas cosas y no tengo
muchas bases para decirte esto, pero, no dejes ir a la persona que se
preocupa por tu felicidad. No todos quieren hacerte sonreír todos los días,
no todos se preocupan sinceramente porque todos tus días sean un motivo
de felicidad. No dejes ir eso.
Las palabras que pronuncio quedan dando vueltas en mi mente. Porque
hoy son para mí, una convicción.
Bernadette respira profundo, alisa su camisa y salimos de la sala,
llevando en el ambiente un aire cómodo y sereno.
—A mí me gustaron tus cuadros.
—Gracias, profesor.
Cuando estamos por salir, alguien espera a Bernadette. Y su mirada me
pregunta, sin necesitarlo, si debe ir con él.
Sonrío a los chicos y sigo mi camino, dejando detrás de mí a dos jóvenes
con los sentimientos demasiado revueltos como para pensar en
consecuencias. ¿Qué puede ser lo peor? Que se den cuenta que no pueden
vivir el uno sin el otro.
34
Miro la carta sobre el escritorio, la leo una y otra vez, como lo he estado
haciendo los últimos cuatro meses. Parezco la magdalena de alguna
telenovela muy vieja. Me he dado tiempo para descubrir si lo que siento es
sincero, o solo pasajero.
Una lágrima se me escapa al admitir que es más real que yo misma.
¿Qué estará haciendo? Me pregunto, mientras seco la lágrima y trato de
concentrarme en el documento que tengo en frente. Me urge terminar de
coordinar el programa de mitad de año.
Recibo un mensaje de papá donde me dice que hoy llega a la ciudad y
que quiere vernos.
—Sabrina —Candy, mi asistente, mi eficiente y pelirroja asistente, me
llama desde la puerta de entrada.
—¿Sí?
—De Eventos han confirmado la última presentación de la temporada, la
que estaba pendiente.
—Perfecto, justamente estaba en eso. Ya mismo la incluyo en el
programa.
—No te preocupes, ya lo hice.
—-¡Vaya! Gracias. ¿De quién es?
—Un grupo extranjero. Ya lo tengo programado.
—Gracias, Candy. Eres genial.
Sonríe y desaparece. Candy es muy eficiente, muy simpática y me
agrada. Siempre tiene todo antes de que se lo pida. He hecho lo posible por
tener toda mi concentración en el trabajo y ha tenido sus frutos. Aunque el
precio sea noches enteras de tonto llanto y horas tras horas de atormentar a
mi hermana con reflexiones y quejas.
Durante este tiempo había guardado la esperanza de que alguien tocase
la puerta de mi casa y al abrir, me sorprendiera su figura apoyada en el
marco.
Sí… veo demasiadas películas románticas.
Siento un perfume particular adueñarse del ambiente, unos pasos
sigilosos y su voz profunda retumba en la oficina:
—Buen día, dulce.
—Hola, tú.
—¿Cómo estás hoy?
—Bien —pongo mi mejor sonrisa y le doy un beso en la mejilla a Jacob.
—¿Lista para irnos a almorzar?
—Si. Dame un segundo.
Guardo el móvil en el bolso, paso las manos por mi cabello suelto y
reviso que el maquillaje siga en su lugar.
Jacob luce igual de asombroso, nunca hay algo fuera de lugar en su
aspecto.
Ha sido mi amigo y confidente, más porque se da cuenta de lo que me
pasa que porque se lo cuente de buenas a primeras.
Tiene una extraña habilidad para descifrar lo que me pasa.
Y sí, lo sabe todo con respecto a Dylan.
—Creo que deberías dejar ya la inseguridad. No entiendo cómo es que
una mujer tan bonita como tú, deje pasar una oportunidad. Debes tener
millones de hombres detrás de ti.
—Esta conversación ya la he tenido antes y me aburre repetirla. Creo
que nadie nunca lo entenderá. No soy yo, es el mundo el que conspira en mi
contra. Me hace ilusionarme con cosas inalcanzables y después, de la
manera más cruel me avienta desde lo alto.
Si Dylan aun estuviera interesado en mí, ya me habría buscado.
—¿Y si está esperando tu respuesta? Nunca lo llamaste —Sus ojos
persiguen los míos, mientras con una destreza indescriptible toma varios
trocitos de aceitunas de su plato y se las lleva a la boca.
—Se me dio por creer en el destino. Por esperar que las cosas vinieran a
mí sin forzarlas —mi voz se parte un poco, la realidad y la estupidez me
golpean sin compasión— ya es hora de que me deje de bobadas.
—Opino lo mismo. Estás desperdiciando tiempo, valioso y hermoso
tiempo que podrías aprovechar en los pasillos escondidos de algún museo
de la ciudad.
Sus labios forman una sonrisa burlona, mientras el rubor se extiende por
mi rostro y le lanzo una de las verduras diminutas que quedan en el plato.
—Eres un sucio bastardo —ríe libremente.
—Lo sé. Ya me lo han dicho en repetidas ocasiones.
—Ojalá nunca cambies.
—Ojalá, tú sí.
Terminamos nuestro almuerzo hablando del trabajo, su vida como
gerente general, mi relación con mi padre y las vacaciones que piensa
tomar.
A las cinco y treinta me despido de Candy y recojo a mi padre en el
aeropuerto. Durante el camino de vuelta le pregunto por Laura y lo escucho
contarme de sus experiencias en la escuela. Es una niña muy inteligente y
hemos planteado reunirnos en algún momento. Aunque por ahora solo es
una idea… no es que haga mucho por hacerla realidad.
Estaciono el auto y subimos al piso. Oh, ¿No lo había mencionado?
¡Tengo un auto! Sí, mi sueldo ya me da para eso. Insistí en que Savannah
tuviera uno, pero prefirió una motocicleta. Me da pavor cada vez que sale,
en algún momento la haré cambiar de idea y tendrá un medio de transporte
más seguro.
Nuestra situación ha mejorado considerablemente, pero me enfoco en
ahorrar lo suficiente para ambas.
—Espero que Savannah no se moleste al verme —papá sonríe con
tristeza.
—No te preocupes, ella no se molesta— intento que mi tono sea amable.
Se acomoda los lentes y sonríe. Se ve mayor, mucho mayor desde la
última vez. No hemos hablado con mi madre en ningún momento.
Armando nos recibe con un ronroneo y una caricia a los pies. Obvio, no
a mí, a papá. Él lo levanta y lo acaricia, tratándolo como si fuera un bebé.
—A Laura no le gustan las mascotas. Le dan miedo —comenta— yo
quería que tuviera una, pero no resiste estar cerca. Piensa que le harán daño.
Creo que en eso se parece a Savannah.
En el preciso instante, la invocada entra al apartamento y me fulmina
con la mirada. No le ha gustado para nada la comparación.
—Sav no le tiene miedo a las mascotas. Solo no le cae bien Armando —
trato de suavizar las cosas.
—Hola a todos —saluda mi hermana.
—Hola, hija.
Papá aun le habla como si temiera cualquier reacción de su parte. Como
si en todo momento esperara un ataque de parte de Sav, o algo así.
Esa noche decidimos quedarnos en casa y preparar comida juntos, este
tiempo familiar es algo que me reconforta y me alegra. Hacemos pastas y
postre. Ya he mejorado en esto de la cocina, pero aun así insisten en que me
limite a lavar los platos.
Nos pasamos a un apartamento en el mismo edificio, con una habitación
extra. Para que Sav la convirtiera en su taller y dejara de utilizar la sala de
estar.
Dos días después estoy programando la publicidad para el mes de julio.
Candy ya ha contactado a los diseñadores y hemos aprobado las propuestas.
Sigo sin enterarme de quién es la última presentación, leo acerca de una
exposición de arte contemporáneo y Candy asegura que ya está todo
milimétricamente organizado.
Siempre llega muy temprano, se va tarde y pocas veces la he visto salir a
almorzar. Encima de eso, vive con su novio.
Muero lentamente.
Siempre está radiante, luce más joven que yo, a pesar de ser tres años
mayor. Ocupa la oficina ampliada que compartí con Lissa y se ocupa de
todos mis asuntos en la oficina. Es una chica muy sencilla, siempre
entusiasta y carismática.
—El señor Alfred quiere reunirse contigo, dice que ultimarán detalles.
—Sí, claro. Dile que venga ahora mismo, si le parece.
Termino de decirlo, cuando veo al hermano de Dylan entrar a mi oficina.
Lo invito a tomar asiento y no puedo evitar pensar en su hermano en cuanto
veo los rasgos parecidos. Mi corazón se encoge.
—Hola, Sabrina. ¿Qué tal tu día?
—Bien. Agitado, pero bien.
—Me alegro. Ya está todo organizado, las fechas y los montajes. A partir
del próximo lunes empiezan las instalaciones.
—Sí, ya hemos empezado con la promoción. Tu departamento es muy
organizado. Muchas gracias por tu apoyo, son geniales.
Me responde con una sonrisa, mientras cruza una pierna sobre la otra.
—De nada. En realidad no lo hacemos solos. Ustedes son la otra mitad…
¿Qué tal tus cosas? Escuché que tu hermana es artista, ¿no le interesa
exponer con nosotros su trabajo?
—Ahora mismo está enfocada en su trabajo en la galería. Pero le
comentaré. Quién te dijo que…
—Te ves diferente estos días. ¿Te pasa algo? —parece extrañamente
interesado…
—¿Por qué la pregunta?
—No lo tomes a mal, pero te he visto desde que llegaste a este lugar y
antes tenías un aura distinta. Más entusiasta… no lo sé —dice con
indiferencia— es como si algo no estuviera igual.
Bajo la cabeza y empiezo a rayar una hoja sobre el escritorio. ¿Qué tanto
sabe él?
—Algunas cosas no salen como queremos. No puedes tenerlo todo como
quieres.
—Tienes razón… —mira más allá de mí. Detrás de la enorme ventana de
cristal a mis espaldas— esas son cosas que no podemos manejar, a veces.
Sonrío y opto por no escarbar más en el asunto.
—Espero lo mejor de este medio año. Grandes sorpresas se llevará
nuestro público. ¡Estarán encantados!
Se levanta con ánimo y sale de la oficina, dedicándome una sonrisa
alegre y contagiosa.
Un pensamiento que lleva varias noches instalado en mi cabeza empieza
a rondar en la soledad de mi oficina. Miro el reloj de mesa y me pregunto si
será una buena idea.
Tic tac, tic tac… las agujas siguen en su ritmo constante.
Golpeo con la punta de los dedos la superficie de manera y me muerdo el
labio hasta que la presión me lastima.
Tal vez no pierda nada con intentarlo. Es posible que los demás tengan
razón y esté dilatando innecesariamente algo que no debería.
Tomo mi teléfono, vuelvo a ver el reloj y calculo que deben ser las nueve
de la noche en Múnich.
Primer tono… ¿Qué voy a decir?
Segundo tono… Cuánto tiempo sin escuchar su voz.
Tercer tono… ¿Aún estará interesado en mí?
Cuarto tono… No contesta.
Cuelgo cuando va a saltar al buzón. ¿Estará durmiendo? Usualmente se
va a dormir entrada la madrugada. Aunque, con lo de su nueva faceta,
puede que tenga otros hábitos.
Una vocecilla en mi oído me susurra palabras que no deseo escuchar.
¿Qué tal si está con alguien? Seguramente ya tiene compañía y por eso
no se ha puesto en contacto contigo.
Niego con la cabeza. No quiero inseguridades, insistiré una vez más.
Presiono la pantalla y su fotografía aparece en grande.
Se ve tan sexy.
Escucho dos tonos y en un impulso salido de algún lugar recóndito
dentro de mis temores, cuelgo. Dejo el aparato en el escritorio, como si de
él emanara fuego.
La valentía ha quedado resumida a un simple suspiro quejumbroso. Esta
debe ser una señal. El destino estará evitándome otro fracaso amoroso.
Cualquiera pensaría que desde la primera vez que me pasó, tendría
suficiente para aprender, pero no.
Lo volví a hacer.
Una y otra vez.
Recuerdo mi primera relación, a los dieciséis. Si es que se puede llamar
relación.
Aún estaba en la secundaria, recién empezaba a mezclarme con chicos y
mis amigas, todas, tenían novio. Me gustaba un chico; Thomas. Él era dos
años mayor que yo, tenía el cabello negro y una mirada demasiado pícara
para alguien de su edad. Me sonrió un par de veces y eso bastó para
flecharme por completo. Llegué al punto ridículo de anotar su nombre en
mi diario.
Thomas me buscaba cuando quería y yo me conformaba con sus
patéticas muestras de afecto. Me moría por un beso suyo, mientras él se
divertía viéndome la cara. Terminamos porque… él me terminó.
Llegué a casa con los ojos rojos de tanto llorar. Mi hermana me consoló,
dijo que él era un idiota y que yo era demasiado valiosa para perder el
tiempo con tipos babosos.
Tiempo después, ella ya me decía que la idiota era yo y que perdía
tiempo valioso por gusto. Aun así, a pesar de que me lo repetía una y otra
vez, seguía metiendo las patas y seguía comportándome como una tonta.
Creyendo en promesas falsas.
Hubo muchos Thomas en mi vida. Muchos hombres que llegaron a
ilusionarme y después, cuando ya era muy tarde y me hallaba metida de
cabeza, descubría que la única enamorada era yo. La única tonta que sentía
mariposas en el estómago, que guardaba fotografías debajo de la almohada,
que se le hacía un nudo en el estómago y le temblaban las piernas…
Después de tantas desilusiones, de tantos desencantos, opté por creer que
esto no era para mí. Que no era buena haciendo ese tipo de elecciones.
Y justo aparece Dylan.
Con sus palabras dulces, sus bromas y su aire atractivo que me
enloquece.
Tengo tanto miedo. Mi corazón no soportaría un golpe más. Tal vez no
soy ese tipo de mujer que tiene un “felices por siempre” aunque mi mente
obstinada y estúpida se empeñe en hacerme creer lo contrario a veces.
Resoplo, me tiro en el sofá de cuero de la oficina y me torturo en una
especie de harakiri emocional, escuchando desde el iPad a Beyoncé,
mientras figura en su canción cómo serían las cosas si fuera un chico.

***

Cosas extrañas y confusas manipulan mis días.


Giro la llave del auto y me encamino al trabajo, no sin antes darle un
beso a Armando y prometerle que volveré temprano a casa.
Aunque para él, eso y nada es lo mismo.
A veces se me da por cantar, pero procuro hacerlo cuando estoy sola y
segura de que nadie me escucha.
Ese es el mejor momento.
De vuelta al trabajo, en medio de un tráfico fluido y rítmico, le hago los
coros a Miley Cyrus en we can’t stop. Eso me anima.
Una señora de avanzada edad me mira horrorizada cuando me detengo
en el semáforo. Bajo la voz y finjo ser una persona cuerda.
Llego al museo con paso decidido, me encuentro a Jeremiah de camino a
mi oficina y cortésmente le pregunto por su futura esposa.
—¿En serio quieres saber de ella?
—No tanto. Solo lo hago para parecer una persona educada —bromeo.
—Está muy bien. Le diré que preguntaste por ella.
—Por favor —sostengo el vaso de café que extiende en mi dirección.
—¿Y tú? ¿Qué tal estás?
—Divinamente. Ve a mi oficina un día de estos, hay que hablar. Puedo
ofrecerte galletas.
Me despido y continúo mi recorrido hasta la oficina de Candy. ¿Qué
creen? Ya está allí.
—Hola, Candy.
Sonríe y me mira con agrado. Me gusta su actitud.
—Hola Sabrina —teclea un sinfín de cosas en el ordenador. Siempre
tiene muchas ocupaciones. ¡Cómo la entiendo!
—Llegas muy temprano.
—¿Está mal?
—No, claro que no. — ¿Debería decir eso, siendo su jefe?— era solo
una observación, una simple e intrascendente observación. No le des
importancia.
—De acuerdo —sonríe nuevamente— ayer te fuiste muy pronto, quería
decirte que llamaron preguntando por ti.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Preguntaron por ti y dije que te habías ido. Cuando quise tomar los
datos me colgaron.
—¿Quedó registrado el número? —pregunto con recelo.
—No. Llamaban de un número privado.
—Qué extraño.
Reviso mi teléfono, esperando tener alguna llamada perdida, pero no hay
nada. Solo para agotar posibilidades.
—Bien —respondo, mostrando indiferencia hacia el asunto— si vuelven
a llamar, me buscas o tomas el mensaje.
—Claro.
—¿Podrías pasarme la programación ahora? Me gustaría revisarla.
—Claro, en seguida.
Me encamino a mi oficina, tarareando la canción de Miley que cantaba
antes.
En menos de quince minutos tengo a Candy en mi oficina con lo que le
pedí. Sin embargo, hace falta la última presentación.
—Candy, hace falta un dato…
—Sí —me corta, antes de que siga— es que hubo un cambio de último
momento, pero ya estoy cuadrándolo todo.
—¿Un cambio? —esto me inquieta. —Candy, no podemos permitirnos
cambios a estas alturas. ¿Ya Alfred lo sabe? —escucho una voz masculina
del otro lado.
—Hola, Sabrina —la voz del hermano de Dylan me sorprende— yo fui
quien le avisó a Candy. No te preocupes, es un detalle menor, sin mucha
importancia. Tu asistente ya está encargándose de todo, no te afanes.
—¿Cómo que no me afane?
Estos dos están muy raros. No me gustan estas cosas, sin embargo, sé
perfectamente que Alfred Cox es un maniático del orden y la logística, así
que eso me da un poco de tranquilidad. Si él dice que ya se está encargando,
lo que menos haré será preocuparme.
Aunque eso no significa que no esté al pendiente.
A las dos de la tarde tengo una reunión con la gerencia general. De la
que salgo bien librada, ya que es la reunión mensual de costos y gastos. Mi
departamento es muy eficiente y controlado.
¡Menos mal solo tengo a Candy a cargo! Jeremiah puede ser muy gruñón
cuando de presupuesto y recorte se trata.
Después del trabajo vamos con papá. Decide que es un buen momento
para una salida los tres y ninguna de las dos objeta.
Me doy cuenta de que poco a poco va sanando una herida, que al
principio parecía imposible de cerrar.
35
No pude responder su llamada. No la encontré cuando llamé a su trabajo.
No quise llamarla de vuelta a su teléfono, porque no quiero arruinar mis
planes. Solo quería escuchar su voz, me hubiera conformado con eso.
—Profesor Cox, ¿Le pasa algo?
La voz baja y firme de Aliza Bennet me saca de súbito de mis
pensamientos.
—No.
Tanto ella como el resto de los asistentes a la reunión se quedan
mirándome, interrogantes y ansiosos. Poco a poco, a medida que voy
haciéndome consciente de la situación, me acomodo en el asiento y ordeno
los papeles delante de mí.
Al parecer, mi pequeño desvío mental ha quedado en evidencia.
—Pensaba en… que sería mejor si primero se exponen las esculturas —
no tengo mucha idea de lo que hablo, pero veo que prestan atención— así,
dejamos las fotografías y los cuadros para el final. Si les parece, claro.
Analizan mis palabras y algunos asienten, mostrando aprobación. Aliza
me mira sin parpadear, pero después parece estar de acuerdo con el resto.
—Está bien —concuerda el profesor Wilhert, sentenciando el final de la
reunión— ya con esto podemos dar por terminado el asunto.
Los demás se ponen de pie, a la par del señor Von Kleis. Yo me demoro
un poco organizando -ahora en serio- los documentos en mi lado de la
mesa.
Un nudo en el estómago presagia las horas que me siguen. Esto no
podría estar saliendo mejor.
En la entrada de la academia, me dispongo a caminar hasta el
apartamento, imaginando horas felices, cuando una voz bastante familiar
me detiene.
—Al principio no parecías tan interesado en el asunto.
Aliza Bennet sonríe con intriga y cruza los brazos sobre su pecho,
haciendo que el busto se levante y se una.
—Es que no había organizado muy bien mis ideas —resoplo y sonrío
con inocencia.
Esa mujer no ha dejado de perseguirme un solo día desde que me habló
la primera vez. He tratado de ser muy claro con respecto al hecho –
demasiado evidente- de que no estoy interesado en ella. Sin embargo,
parece que el mensaje no llega como quiero.
—¿Por qué será que no te creo? —avanza un par de pasos más hacia mí,
dirigiéndome miradas ardientes y seductoras. Ya deja de ser una sorpresa
para mí el hecho de que no me afecte.
—Tal vez porque no le complace mi respuesta. ¿Esperaba algo diferente,
señorita Bennet?
—¿Qué quieres decir? —levanta las cejas, fingiendo sorpresa— Y deja
de decirme señorita Bennet.
—No digo nada que no esté claro. Y prefiero ese formalismo.
—Así que pones distancia
He empezado a hacer mi camino, mientras ella avanza a mi lado. Sus
tacones resuenan en el asfalto y su perfume se apodera del entorno. Como
una especie de aura que la rodea. Un halo arrebatador y poderoso, atractivo
de maneras infernales, pero que no surge el efecto deseado sobre mí.
Aliza es ese tipo de mujer que llama la atención de hombres y mujeres,
que con solo levantar una ceja tiene a todo un auditorio pendiente de sus
movimientos.
Mas no a mí.
En otra época, cuando aún no estaba bajo los efectos de este poderoso e
inexplicable narcótico que es el amor, habría seguido su juego. Encantado y
completamente maravillado me habría dejado seducir y habríamos
terminado quién sabe dónde.
Pero esta vez es diferente. En esta ocasión no me interesa en lo más
mínimo. Porque como he dicho antes, la comparo con el objeto de mis
deseos y las diferencias son muchas…
—¿No te gustan las mujeres?
Su pregunta me divierte, estoy a punto de decirle que no, pero ella
misma se responde en el acto.
—Te gustan, profesor Cox… —su voz es queda y pausada— y puedo
adivinar que me rechazas a causa de una. ¿La dejaste en Estados Unidos?
—Sí. Allí está.
—¿Te espera? ¿En estos días la gente aún tiene amores de lejos?
La luz blanca se derrama sobre el tablón, nuestras sombras se proyectan
alargadas y vacías en un extremo y me planteo un solo interrogante después
de sus preguntas:
¿Me espera?
—En estos días hay gente que aún cree en el amor.
—¿La amas? —pregunta, interesada y cautelosa.
Como respuesta hago un gesto con la cabeza, invitándola a entrar.
Hemos llegado a mi apartamento.
La puerta abre después de un único “clic”, el olor a pintura y plástico nos
da la bienvenida. Después de abrir la puerta por completo, enciendo la luz y
la invito a pasar.
—Qué se supone que…
La forma en que sus cejas se disparan y su boca se abre, me complacen.
Creo que lo que está delante de sus ojos responde cualquier pregunta que
tenga.
—Estás loco.
Camina unos pasos delante, contemplando con sorpresa la respuesta por
la que me he decantado.
—Eres la primera en ver esto.
No puedo evitar el orgullo en mi voz. Camino hasta quedar a su lado.
—Jamás había visto algo así. En verdad perdiste la cabeza.
Sonrío satisfecho. Me complace que así sea.
Una risa amarga brota de su garganta, sus manos van a cada extremo de
sus caderas y me mira con compasión.
—Esa chica es muy afortunada. Y tú ya no saldrás de esta. Creo que
mejor me voy. No me humillaré más tiempo.
No está molesta, solo es consciente del montón de verdades que afloran
en esta habitación. Y que son incontenibles.
—Quédate a tomar algo conmigo y tal vez te cuente sobre mi vida.
Puede que seamos buenos amigos.
—Hmmm… no me gusta ser amiga de los hombres con los que quiero
acostarme.
—Cuando te cuente mi gran historia de amor, te aseguro que se te irán
las ganas.
Se ríe, dejando expuesta esa mujer sencilla que en el fondo es.
—Dame una cerveza y cuéntame acerca de esos impactantes ojos verdes
—señala una fotografía que se extiende sobre una de las mesas.
36
Son las tres de la tarde, me planto delante del multitudinario auditorio
principal y les doy la bienvenida a los invitados. La temporada de medio
año es una de las más importantes para el museo; son vacaciones.
Abrimos la temporada con un especial de Giorgio Malatesta, un artista
conceptual italiano que actualmente mueve multitudes con sus obras. Las
ideas de este hombre son siempre innovadoras y muy llamativas. Utiliza la
cotidianidad como medio de expresión, y el resultado es sencillamente
asombroso.
El público lo recibe con aplausos y gestos de aprobación. Les encanta.
Primero tendremos la semana del conceptualismo, después algo de arte
clásico, la tercera fase estará dedicada al vanguardismo y por ultimo hemos
organizado un especial que recopilará las principales manifestaciones de
arte universal.
Para ello hemos establecido una logística extremadamente detallada,
invitando a las organizaciones, entidades y personalidades más destacadas
de la ciudad. La idea es incentivar los fondos subsidiados, que, aunque no
son todo el capital, son de mucha ayuda para el museo.
Estoy demasiado nerviosa, cada día que pasa siento la tensión más
abrumadora, a pesar de que Candy está en todo momento conmigo y ha
estado totalmente al mando de la promoción. Yo no he parado un solo día,
mi número de contactos ha aumentado considerablemente.
He tenido más reuniones que tiempo para respirar y gracias al cielo
recibo las oportunas asesorías de Jacob.
He tratado de que mi padre y mi hermana me acompañen algunos días. Y
me alegra ver que poco a poco –muy poco a poco- la relación mejora.
Réplicas de “la expulsión de los demonios de Arezzo” y “la
desesperación” de Giotto di Bondone, abren la segunda semana.
Las personas responden estupendamente a nuestra invitación y asisten
encantados a todas horas. Es como si se tratase de una cuestión personal, así
que me enorgullezco de cada visitante. Me preocupo porque cada uno se
sienta complacido y por cada comentario positivo que recibimos.
Mi hermana en definitiva está en su mundo. No deja de maravillarse por
cada cuadro o escultura que ve.
Ella está de feria y ahora puedo decir que la entiendo.
Inevitablemente cada cosa me hace recordar a Dylan. Y trago con
dificultad el nudo que va creciendo en mi garganta cuando escucho a
alguien nombrarlo.
Todos lo esperan y me torturo diciéndoles que en esta ocasión no estará
con nosotros.
En medio de la tercera semana estoy a poco de sufrir un colapso
nervioso, hay tanta gente que siento una carga jamás experimentada y la
paranoia me azota sin cesar.
¡Todo debe marchar de maravilla!
El tiempo que tengo para detenerme es muy poco, casi nulo. Como
deprisa y paso la mayor parte del tiempo en el museo.
—¡Animo! —Jacob Drummond sostiene una copa de vino delante de mí
— todavía falta lo mejor. La última semana es crucial, te las verás con todos
los ricos renombrados del país.
Hago un mohín y él se burla.
Suelta una de esas risas frescas que me hacen creer que mis problemas
son del tamaño de una hormiga.
—Descuida —se acerca a mí y pasa su mano sobre mi cabello. Tiene esa
extraña manía de acariciarme la cabeza como si fuera un cachorro —estaré
a tu lado en todo momento.
—Gracias. Eres un santo.
—No ofendas a los santos.
Nos reímos y salimos de su oficina, necesito lo que queda de la noche
para descansar y serenarme.

***

Tras una impresionante demostración de arte, música y danza en


cualquiera de sus manifestaciones, el museo se encuentra dispuesto para sus
visitantes en todo su esplendor.
He tardado dos horas en la peluquería esperando que me atiendan. Otras
dos horas preparando mi maquillaje y un par más midiéndome media
docena de vestidos.
Debo estar despampanante.
Savannah y papá me acompañarán esta noche. Así que lucho con ambos
para que se queden quietos y no salgan corriendo a desvestirse.
Por lo visto, mi hermana le heredó ese aire despreocupado a mi padre.
Odian vestirse de gala.
—Una camisa estará bien, nena.
Pongo los ojos en blanco y me planto delante de papá acomodando la
pajarita que acaba de desarreglar.
Me pongo de puntillas para peinarle el cabello. Las hebras negras
relucen y se sienten demasiado suaves al tacto. Tiene algunas mechas grises
a los lados, volviendo su semblante formal y simpático.
Mientras estoy frente a él me doy cuenta del gran parecido que tenemos.
Aunque sus ojos son de un color diferente; una mezcla entre gris y café, la
complexión de su rostro se asemeja mucho a la de mi hermana y la mía. Y
su mirada tiene esa vivacidad que algunas veces se puede distinguir en
nosotras.
Me siento un poco nostálgica.
—Las amo tanto —dice de repente, y mis ojos se inundan.
Mi hermana sigue acomodando su zapato, de espaldas a nosotros. Mi
padre va hasta ella y se arrodilla delante. No impido que las lágrimas corran
por mi rostro al ver el abrazo que los une.
—Quiero que me perdones, princesa. Eres mi nena, son mis niñas —me
mira desde donde se encuentra y mi hermana deja que la abrace.
Debo confesar, con las manos temblorosas y un nudo en el estómago,
que estando de pie frente al espejo, viendo mi vestido largo y los ojos
ahumados, me siento ansiosa y terriblemente nerviosa. Una sedosa y
elegante extensión de tela en tono champagne recubre mi cuerpo, con una
delicada abertura en la pierna derecha. Extiendo mi cabello libremente en
ondas sueltas y acaricio los pendientes que brillan sobre mis hombros.
Mi hermana ha aceptado a pesar de sus berrinches, usar un vestido largo
color petróleo que resalta su hermosa figura. ¡Luce fabulosa!
Mientras entramos al museo, mi padre presume nos presume, sonriendo
ampliamente y afianzando su agarre en torno a nosotras.
La situación me divierte mucho.
—¡Wow! Sabrina, estás hermosísima.
La sonrisa de Jacob es amplia. Me sostiene de la mano mientras me hace
girar, admirando la obra en la que he invertido tanto tiempo.
Me siento complacida.
Todos mis compañeros ya están en el lugar. Toda la decoración refleja
sin perder detalle cada espacio del edificio. Lámparas que cuelgan del
techo, luces asombrosas y mesas cubiertas con finos manteles. Nos
encontramos en la sala principal, que a su vez se conecta con los otros
salones, donde tienen lugar las diferentes exposiciones de la noche. Cada
entrada está cubierta por telones que serán descubiertos al final de mi
discurso, para que los invitados accedan a los espacios libremente.
Las manos me sudan, un vacío demasiado fuerte para soportarlo se
instala en mi estómago y siento nauseas.
—No voy a poder hacerlo —tomo la mano de Savannah y la aprieto
tanto como puedo.
—Relájate y suéltame o perderé la movilidad.
Mi padre ha entablado conversación con Jacob y Jeremiah.
—Mejor voy por una copa.
—No te demores —le imploro— necesito fortalecer mi confianza y tú
eres indispensable para ese papel.
Sav rueda los ojos pero hace caso, vuelve en seguida con dos copas.
Tomo la mía de golpe me doy ánimos.
—¿Necesitas un masaje?
—Creo que sí.
—Lástima, porque no veo a nadie que pueda dártelo.
En menos tiempo del que me esperaba, Jacob me avisa que debemos
empezar. Todos los invitados ya han llegado y el anfitrión –o sea yo- debe
iniciar la ceremonia.
Me aliento pensando en las horas que pasé estudiando el discurso que me
ayudó a preparar Jacob. En lo mucho que avanzará mi carrera si esta noche
resulta ser un éxito. Y en lo gratificante que será saber que lo he hecho bien
y que el museo tendrá sus excelentes subvenciones una vez más.
—Muy buenas noches a todos —buen comienzo, ahora debo evitar que
las próximas palabras salgan igual de temblorosas.
>>Es para el Museo de Arte Universal de Chicago un verdadero placer
contar con la valiosa presencia de cada uno de ustedes en esta noche.
Ustedes, que aprecian de formas infinitas y genuinas la expresión del
hombre, las ideas materializadas que transitan en sus mentes a diario. Eso
es arte. Es vida. Y es nuestro deber preservarlo para que generación tras
generación, pueda disfrutar de cada maravilla que brota de las mentes
inquietas y vivaces del artista.
Gracias a todos ustedes, que hacen posible que la historia se pueda
contar.
Esperamos que disfruten esta noche.
Es de ustedes y para ustedes.
Gracias.
Los aplausos estallan en el recinto y me siento eufórica. Una alegría
inmensa me invade por completo. Paso la vista sobre todos y descubro el
rostro orgulloso de mi familia. Al mismo tiempo una punzada nerviosa se
dispara.
Se supone que los telones debían estar abajo para este momento.
Las personas no lo saben, por supuesto, pero yo sí. Esa era la idea, y aún
están cubriendo los accesos.
¡¿Qué rayos?!
Siento el pánico ascender en mi cuerpo. ¡Esto no puede estar pasando!
Las personas poco a poco dejan de aplaudir y yo sigo en la improvisada
tarima frente a ellos.
Creo que voy a vomitar.
Mi respiración se incrementa y busco ayuda en Candy, Jacob,
Jeremiah… ¡Incluso Lissa! Que ha venido.
Sonrío, nerviosa y trato de calmarme.
¿Por qué no bajan las cortinas?
Un error de logística sería imperdonable.
¿Por qué los demás no hacen nada?
¡Dios, voy a desvanecerme aquí mismo!
El silencio cae sobre la sala y mi cerebro rápidamente empieza a trabajar.
Levanto el micrófono y me sorprendo estrepitosamente cuando la voz
que retumba en las paredes no es la mía.
—Un día escuché un consejo —mi cuerpo, paralizado y estático no
consigue reaccionar.
>>“Hazte amigo de tu imaginación, conquista a tu musa y deja que haga
con tu mente lo que bien le parezca”
Delante de mí, envuelto en un esmoquin oscuro y tendiéndome la mano,
está él. La tomo sin dar crédito a lo que veo. Sin tener la menor idea de lo
que pasa y sin saber en qué planeta me encuentro.
>>Nunca creí que tales palabras fueran en un sentido tan estricto y
literal.
En ese momento las cortinas caen y todos los accesos quedan
descubiertos. Sus ojos no se apartan de los míos, mientras me pierdo en la
escena irreal que tengo alrededor.
Los aplausos que se reanudan se pierden en medio de mi sorpresa.
Colgados en plataformas de formas diversas, expuestos al público sin
ningún miramiento, se encuentran diferentes cuadros, donde reconozco mi
rostro sin equivocación.
Las personas parecen deleitarse con el inesperado acontecimiento.
Mientras yo me siento flotando y no encuentro manera de mover mis pies.
—¿Qué?… ¿Tú?
—Tal vez no sea bueno con las palabras, así que déjame mostrarte en
qué he pensado desde que estás en mi vida.
Camino de su mano, mientras las personas sonríen encantadas a mi
alrededor. Fotografías mías de las que jamás tuve conciencia. Dibujos de
mis ojos, mis manos.
Siento las lágrimas picar, no voy a llorar, no llorar…
¡Demasiado tarde!
Corren libremente sobre mi rostro. Siento su mano en mi piel, secando
con delicadeza las gotas en mis mejillas.
¿Estoy soñando?
37
Ni yo mismo puedo creer lo que estoy haciendo, pero estoy
absolutamente convencido de que es lo que quiero. Absolutamente.
Su rostro incrédulo y sorprendido no tiene precio. Jamás imaginé que se
sentiría de esta forma. Ni con todas las horas que pasé planeando esto, ni
con todas las veces que lo soñé.
Las personas parecen divertidas e igualmente encantadas con la
exposición, pero ellos no alcanzan a imaginar cuán grande es esto para mí.
Y espero, en lo más profundo de mi alma, que sea lo mismo para ella.
No pregunto, no hablo. Solo la observo contemplar mi declaración.
Se ve a sí misma en cada lienzo, en cada fotografía y ruego porque
lleguen hasta ella todos los pensamientos que me invadían cuando la
recordaba. Los demás se adelantan, curiosos, a observar los retratos,
mientras asienten y comentan, mirando de vuelta a Sabrina.
Antes de que pueda abrir la boca y preguntarle aquello que me ha
torturado incansablemente, se gira y su mirada abrasa todo sobre mí:
—¿Todo esto lo hiciste tú?
—Todos y cada uno. Esto es en lo que he estado pensando cada día. Lo
que ha invadido mi vida y que no quiero que salga.
—Creí que te habías olvidado de mí.
—Qué curioso. Yo creí lo mismo.
—Jamás podría dejarte fuera de mis pensamientos —su voz es un
susurro suave que acaricia mis oídos. Las ganas de besarla dominan mi
mente y no quiero esperar.
—¿Esto no te deja claro que estoy loco por ti?
Sonríe y aparta tiernamente un mechón de su rostro.
El público espera, ansioso y envuelto una expectativa novelesca, que la
respuesta sea la que tanto anhela mi corazón.
Reafirma su postura y levanta los hombros, mirándome con cautela.
—¿Cómo se llama la exposición?
El murmullo de asombro entre los asistentes sale al unísono. Pero en mí,
brota una sonrisa confiada y segura.
—Cómo atrapar el amor, sin morir en el intento.
Flashes se disparan desde varios extremos del recinto. Sabrina se gira y
acaricia uno de los cuadros; es una fotografía de ella en el parque. Su
mirada se refleja triste mientras me hablaba acerca de no estar hecha para el
amor.
Me quedo de pie, con las manos en los bolsillos balanceando mi peso de
un pie a otro.
Por ratos siento que hago el ridículo, pero la valentía de hombre
enamorado me libera de culpas.
—¿Y cómo se logra una hazaña como esa?
Camina distraída, de una fotografía a otra. Disfrutando del momento en
que se encuentra. Después de todo, se lo merece.
—Desentendiéndose del amor completamente. Hay que erradicar de la
mente “la persona ideal”. Creo que es necesario exorcizar el alma, sacar
cualquier espíritu que aliente un sentimiento tan arrasador como ese.
Víctima de mis inventos, una sensación nerviosa me sobrecoge, pero
levanto la cabeza y miro a los ojos de la mujer que amo.
>>No se debe esperar un ser amado, no se tiene que planear enamorarse
de alguien. Hay que olvidar que eso existe. Para que cuando llegue, se
adueñe completamente de tu vida. Se instale irremediablemente en ti y te
sorprenda de formas impensables.
>>Descubrirás encantado, que cuando estás enamorado el mundo tiene
otro significado, porque ahora tu mundo es esa persona a la que amas.
¿Cómo describo la escena a continuación?
Creo que estará bien decir que mi súplica tiene al fin su recompensa. Sus
brazos me rodean y me declaro un hombre feliz cuando tengo sobre mí sus
labios. Los que tanto he anhelado y por los que noches enteras he
extrañado.
Olvido el mundo alrededor. Solo existe ella y su apremiante abrazo.
¡Es como si volviera a la vida!
La velada se sume en saludos y presentaciones. La gente parece
maravillada con lo acontecido y yo me regocijo en mi logro personal. Lo
que tanto ansiaba.
—Así que tú eres el causante de sus malos ratos.
Un hombre de mediana edad, extraña e inquietantemente parecido a
Sabrina me tiende la mano. Nos presentamos formalmente y aguardo con
paciencia cualquier sermón de su parte.
—Espero que sepas que es mi tesoro. Y que ya me grabé tu nombre y tu
rostro.
Sonríe, pero algo en el tono de su voz me hace pensar que no fue del
todo una broma. Tengo ganas de decir algunas cosas, pero el hecho de verlo
aquí, ahora, me hace caer en cuenta de que tal vez reprocharle el
sufrimiento que le ha causado a su hija no es lo mejor.
—¿Cómo pasó todo esto?
Por enésima vez en lo que va de la noche, beso sus manos y sonrío como
tonto.
—Bueno, inicié toda una cruzada… y mi hermano tuvo mucho que ver
—alcanzo un par de copas de champaña y le ofrezco una— y tu asistente
estuvo encantada en colaborar.
—¡Candy!
—Ella. Es un amor.
Busco a la menuda mujer con la mirada y le sonrío, levantando la copa
en su dirección. Responde con una sonrisa satisfecha a los dos.
—Jamás lo esperé de ti.
—¿Después de todo esto, sigo siendo un mal hombre para ti? Creo que
empezaré a desmontar.
—No lo digo en ese sentido —pone los ojos en blanco y acaricia mi
mejilla. Su tacto es suave y delicado— hablo de que me sorprendiste
enormemente. Nunca habían hecho algo así por mí. Y creí que no eras de
esos.
En vista de lo mucho que hace falta que le aclare cuánto la amo, cuento
los minutos hasta que termina la celebración para salir de allí.
—¡Dylan!
Unas uñas largas y escandalosamente rojas se aferran a mi brazo.
—Sarah —veo a Sabrina entornar los ojos hacia ella y fulminarla con la
mirada. La situación me divierte— qué gusto verte.
—Lo mismo digo, amor. Te luciste.
Mira de soslayo a Sabrina y vuelve su atención sobre mí. Hablando de lo
mucho que me extraña la ciudad.
>> ¿Has venido para quedarte?
Veo que el rostro de Sabrina cambia y se interesa por mi respuesta.
—Estamos en contacto.
La evado con un beso en la mejilla y salimos con demasiada urgencia del
lugar.
—Creo que estamos siendo demasiado evidentes.
—¿Me hablarás a mí de evidencia? Creo que he hecho el acto más
público de toda mi vida.
Subimos a un taxi y no paro de besarla.
Cuando estamos en mi apartamento, no sé ni siquiera por dónde
empezar. Está preciosa y tengo tanta hambre de ella que no seré capaz de
controlarme.
—Vas a arruinar mi vestido —sé que es una queja, pero no da muestras
de que le importe.
—¿Nos detenemos para quitártelo adecuadamente?
—Ni se te ocurra.
Sonrío mientras dejo que me desvista. Los botones de mi camisa salen
volando, algo acaba de rasgarse y siento que tendré un orgasmo justo
cuando tengo sus pechos entre mis manos.
Me gustaría decir que avanzamos hasta la habitación y lo hacemos
lentamente… pero no ocurre así.
Ella misma gira y termina de quitarse el vestido. Desabrocho mis
pantalones y me excito todavía más viendo su trasero.
Quiero bajar y morderlo, pero estoy a punto de correrme. Solo con verla,
con olerla e imaginar cómo se sentirá estar dentro de ella nuevamente.
Pego mi cuerpo al de ella mientras entro lentamente, escuchando sus
jadeos. Sintiendo su interior tibio y oliendo su piel. Lamo su cuello y giro
su rostro para besarla.
Me encanta su boca.
Exhalo una frase sobre su cabeza cuando me he vaciado por completo:
—Te amo toda.
—¿Me amas toda?
—Sí. Porque si dijera que te amo mucho no estaría conforme. Mucho
sería solo parte del todo y con respecto a ti… me siento completo.
—Yo también te amo. Más de lo que puedo admitir.
—¿Tanto como para esperarme cada fin de semana?
—Te arruinarás.
—Tú lo vales.
La risa que sale de su garganta hace que se estremezcan sus pechos.
—En ese caso… puedo visitarte de vez en cuando.
Se hace un cómodo silencio mientras hago que gire y la aprieto contra
mi cuerpo.
—Tengo una noticia para ti.
—¿Cuál?
—En dos meses se inaugurará aquí una sede que pertenece a la
Academia.
—Mientes.
—No. No iban a dejarme venir. Pero hice contactos y logré que me
dejaran de este lado.
—¿Eres un hombre de contactos?
—Lo soy. Puedo ser un buen chico cuando quiero.
—¿Y quién es ese poderoso contacto?
—Una amiga. Aliza Bennet.
—¿Es bonita?
—Es muy sexi.
Hace un tierno mohín y levanta las cejas.
>>Y aun así tú pasaste por encima de ella y de cualquier otra.
Jamás había hablado tan en serio en mi vida. Nunca alguien se había
hecho tan indispensable y la sensación es una completa novedad.
Me gusta esto de estar enamorado, me gusta cómo el cosmos ha
dispuesto que una persona sea el centro de mi vida. Y que me alegre el
simple hecho de hacerla feliz.
A la mañana siguiente, envuelto en un delicioso aroma que brota de la
cocina, camino somnoliento hasta donde los vapores me llevan. Una vista
demasiado irreal y fantasiosa me despierta del todo. La mujer que ha vuelto
mi vida de cabeza está en mi cocina, lidiando con un sartén y algunas
verduras.
—Eso huele demasiado bien.
Me acerco a ella por detrás y la cubro con un abrazo demasiado urgido,
demasiado necesitado y repleto de todo lo que ella provoca en mí.
—Necesito saber que en realidad estás aquí —susurro contra su cabello,
inhalando el fresco perfume que emana.
—Estamos aquí. Y no sabes cuánto me ha costado creérmelo.
Se gira, dejando su rostro delante del mío, dejándome absorber toda su
belleza.
—Tengo una pregunta que hacerte…
—Adelante —responde, girándose para atender el sartén.
—¿Qué pensaste cuando leíste la carta que te dejé?
—Te odié, te amé… y tomé una decisión.
—¿Qué decisión?
Apaga la estufa y sale de la cocina. Sin decir nada, voy hasta ella y la
encuentro hurgando en su cartera. Saca un papel complejamente doblado, al
mejor estilo origami.
—Desenvuélvelo. Con mucho cuidado, es muy importante para mí.
Cuando lo abro, descubro mi letra y la lluvia de emociones dejé en esa
carta aquella noche.
—Dale la vuelta —se acerca a mí y planta un beso en mi hombro
desnudo.
Giro la hoja y encuentro una frase que me estremece hasta la última
fibra.
“Eres lo único que quiero en mi vida”
—¿Por qué no me dijiste esto hace tiempo?
—Porque tenía muchos miedos —baja la voz y me siento culpable. Creo
que entiendo perfectamente su posición.
—Ahora no tienes que temer nada. Creo que debe haberte quedado muy
claro cuánto te amo.
—Es la forma más original en la que he visto que alguien le declara su
amor a otra persona.
—Me gusta hacer las cosas bien.
—Si fuéramos una comedia romántica, ¿qué canción empezaría a sonar
ahora mismo, mientras nos besamos apasionadamente?
—Hmm… creo que mi buen amigo Bon Jovi ambientaría la ocasión.
—¿Ah sí?
—Sí. Sonaría “Thank you for loving me” sería más que adecuada.
—Concuerdo contigo.
—¿Y en qué otras cosas estamos tan de acuerdo?
—En que el desayuno puede esperar y debemos reponer todos estos
meses sin sexo.
No sé qué se siente mejor: ¿Amar y ser correspondido? ¿Este y cualquier
otro beso de Sabrina? ¿La dicha que siento al tenerla cerca?
Si pudieran estar en mis zapatos en este momento, envidiarían mi
felicidad. No podría culparlos, no tengo nada con qué comparar lo que
siento.
Sabrina llegó a mi vida de forma inesperada, pero el peso que fue
dejando en cada paso dejó una huella difícil de ignorar.
Me gusta darme cuenta de que ella siente eso mismo por mí. No solo me
lo dice, no solo le muestro con palabras lo que causa en mi vida.
Todo el caos que ha hecho en mi cabeza, ahora lo transformo en arte.
¿Saben qué es lo más gratificante?
Las sonrisas que obtengo cada vez que le muestro el efecto que tiene ella
en mi vida.
EPÍLOGO
Sabrina se esconde detrás de la cabina opuesta a la mesa número doce,
en el bistró Soul cerca al Museo De Arte Universal de Chicago. Hacía unos
minutos, ella y su hermana gemela esperaban a Dylan, pero él no sabía que
estarían las dos. De hecho, la presencia de Savannah es solo una jugarreta
inocente que Sabrina planeó hacerle a Dylan y que se le ocurrió algunos
minutos antes de salir de casa.
Savannah estuvo encantada de ayudar, y recordando su faceta de actriz,
adoptó sin perder detalle el estilo de su hermana.
Sabrina se ha excusado con el pretexto de ir al servicio, y a la vuelta,
quien ha ocupado su lugar, como si nada, ha sido su hermana Savannah.
—Entonces, ¿por qué crees que será mejor si organizas la exposición
para el jueves? —Savannah continúa la conversación que tenían su hermana
y Dylan antes.
Dylan, levanta la vista de la revista que tiene sobre la mesa y la mira de
frente. Savannah no se inmuta y le sonríe, como si nada.
—Porque el viernes quiero que sea solo para los dos.
Sonríe y besa su mano. Toma un sorbo de su café y señala algunas cosas
de la revista.
—¿Te gusta este cuadro? —pregunta Dylan, ofreciendo la revista a
Savannah.
—Sí, aunque no lo colgaría en mi casa.
Dylan sonríe y continúa ojeando.
—¿Por qué no te gusta?
—Porque… es demasiado aburrido.
—Sí. Es aburrido —concuerda él — ¿Nos vamos?
—Ah… sí. —la respuesta de Savannah sale un poco más indecisa de lo
que hubiera deseado.
Del otro lado de la cabina, Sabrina se pregunta en qué momento Dylan
se dará cuenta de que esa no es ella. Hasta ahora parece no haber ninguna
señal.
Dylan se levanta y tiende la mano, invitando a su novia a salir del lugar.
El nerviosismo está por apoderarse de Savannah, pero hace todo por
controlarse, sabe que su hermana detendrá las cosas en algún momento.
Por su parte, Sabrina se detiene detrás de la puerta principal y hace señas
al administrador de no hacer ninguna revelación a Dylan.
En la acera, Dylan se detiene frente a Savannah, la toma de las manos y
baja la cabeza, dejando el rostro muy cerca del de ella. Sabrina está a punto
de saltar, sintiéndose víctima de su propio invento.
Savannah piensa en desviar las cosas, haciendo una pregunta que dé algo
de tiempo a su hermana, antes de que a Dylan se le ocurra besarla, o algo
más…
—¿Qué tanto de amas? —pregunta, rogando porque su hermana
aparezca. Se supone que ya debía estar afuera.
Sabrina aguarda detrás de la puerta, inquieta y curiosa.
Dylan rodea los hombros de Savannah, mirando tiernamente el par de
ojos verdes.
—Mucho. Jamás creí que llegaría a amarte tanto. Has tenido una forma
muy particular de hacerte querer… Eres la mejor cuñada del mundo entero.
La abraza fuerte y planta un beso sonoro en su frente.
En ese momento, Sabrina sale sonriendo, satisfecha
Savannah sonríe y mira con sorna a su hermana, mientras Dylan se burla
de ambas.
—¿Desde cuándo supiste que no era yo?
—Desde que volviste a la mesa.
—¿En serio? ¿Cómo te diste cuenta?
—Ella no huele como tú.
—Pero si usamos el mismo perfume.
—Ese no es el aroma que tengo presente. Hablo de tu olor particular, el
que te pertenece a ti y solo a ti. El verde de sus ojos es muy diferente al
tuyo, su voz no suena igual para mí y tú me miras de una forma que me
enloquece.
La abraza, apropiándose de cada suspiro, de cada exhalación y cada beso
de sus labios.
—Además, tú nunca me dirías que algo es aburrido y ya. Empezarías una
cátedra de por qué no te gusta el cuadro y tratarías de convencerme de que
no es bueno.
Sabrina sonríe y deja que Dylan le tome la cara entre las manos.
—¿No lo has entendido todavía? —Susurra— para mí, eres única.
Tal vez es la forma en la que combina sus palabras con su mirada, pero
en el pecho de Sabrina saltan emociones que antes no tenían vida.
Tal vez, después de todo, esta es la primera vez que se enamora de
verdad.
FIN.

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