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El fin de su

en el mar y, por tanto, a la

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

 
Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

 
[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]


 

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

 
 

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina


en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,


que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.
Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su
veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus


De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

 
En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

 
Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no
importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]
 

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  
[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a
principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

 
 

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

 
Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza


que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,


y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)


uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.
Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]


 

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,


una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,


me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

 
[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]
 

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

 
Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

 
 

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.


Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!


Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

 
Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

 
En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]
 

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo


y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

Encontramos aquí, cuando menos, un par de conexiones que no están implícitas en la primera


figura, pero que el poeta fuerza: del globo terráqueo del geógrafo a la lágrima y de la lágrima
al diluvio.

Por otro lado, algunos de los efectos más acertados y característicos se obtienen a través
de palabras cortas y contrastes súbitos:

en torno al hueso

un brazalete de cabello rubio

[John Donne, «The Relic» (« La reliquia»)]

donde el efecto más potente se consigue por el repentino contraste de asociaciones de


«cabello rubio» y de «hueso».

Este tobogán de imágenes y asociaciones multiplicadas es una forma de expresión


característica de algunos de los dramaturgos de la época que Donne conocía: por no hablar de
Shakespeare, es frecuente en Middleton, Webster y Tourneur, y es una de las fuentes de la
vitalidad del lenguaje de todos ellos.  

Johnson, que al parecer acuñó el término «poetas metafísicos» teniendo en mente sobre todo


a Donne, a Cleveland y a Cowley, afirma que en el caso de todos estos poetas «las ideas más
heterogéneas se enyugan con violencia».
[Aunque el término «metafísico» aplicado a la poesía ya se usaba a mediados del XVII, el
doctor Samuel Johnson (1709-1784) fue el primero en acuñar la expresión «poetas
metafísicos» —en el capítulo dedicado a Cowley en Vidas de los poetas, 1781— como una
categoría crítica, en su caso algo despectiva, como queriendo dar a entender que se trataba de
una poesía decadente y de mal gusto.]

La fuerza de la impugnación recae en la conjunción fallida, en el hecho de que, con frecuencia,


las ideas sean uncidas pero no articuladas. Si nos propusiéramos juzgar los estilos poéticos por
sus excesos, habría, solo en Cleveland, suficientes ejemplos para justificar la condena de
Johnson.
[John Cleveland (1613-1658), poeta carolino, autor de una vasta obra de sátira política.]

Sin embargo, cierto grado de heterogeneidad en el material que la mente del poeta reúne es
omnipresente en la poesía. Para ilustrar este hecho, no es preciso que seleccionemos un verso
como:

Notre âme est un trois-mâts cherchant son Icarie,

[‘Nuestra alma es un bergantín en busca de su Icaria’, Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»),


parte II.]

dado que podemos encontrarlo ejemplificado en algunos de los mejores versos del propio
Johnson en «La vanidad de los deseos humanos»:

El fin de su caída fue una costa despoblada,

una fortaleza nimia y una mano incierta,

dejó un nombre ante el que el mundo se arredraba,

para orientar una moral, o aderezar una leyenda…

[Samuel Johnson, «The Vanity of Human Wishes» (« La vanidad de los deseos humanos»)]

donde el efecto se debe al contraste de ideas, diferente en grado pero idéntico en principio, a
aquel que Johnson suavemente reprendió. Y en uno de los más bellos poemas de la época (un
poema que no podía haberse escrito más que entonces), «Las exequias», del obispo King, la
comparación ampliada se usa con absoluto acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en
el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura del viaje, su impaciencia por volver a ver a su
esposa muerta:

Espérame allí, porque, sin falta,


habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,

cual compartido misterio,


hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.

Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.
Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad
musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:


que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

 
 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.


Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]

El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)
Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente
similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!


¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

 
Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!

Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?
Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

 
 

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y
más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado
un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642), acompañante de
lord Herbert en sus viajes europeos gracias a su condición de políglota. Perteneciente a la
generación de Ben Jonson —a los llamados cavalier poets por su apoyo a Carlos I durante la
Guerra Civil—, es autor de una obra escasa y fragmentaria, en su mayoría poemas ligeros pero
musicalmente apreciables como «A Dialogue Betwixt Time and a Pilgrim» (« Diálogo entre el
tiempo y un peregrino») o «Pure Simple Love» (« Puro y simple amor»).]

Pero la función de una antología como esta no es la de la admirable edición de los poetas
carolinos del profesor Saintsbury, ni la del Oxford Book of English Verse.
[George Saintsbury (1845-1933) fue un notabilísimo estudioso de las literaturas inglesa y
francesa, profesor de retórica y literatura en Edimburgo, donde empezó a trabajar en su
monumental antología de los poetas carolinos: Minor Poets of the Caroline Period (Poetas
menores del periodo carolino; publicada en tres volúmenes, Oxford, Clarendon Press, 1903-
1921) y que despertó el interés de T. S. Eliot por los metafísicos. En la literatura y la historia
británicas, se llama «edad carolina» a la que tuvo lugar bajo el reinado de Carlos I (1625-1649).
Algunos de los poetas menores que T.S. Eliot conoció gracias al trabajo de Saintsbury son
Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), Thomas Stanley (1625-1678) y William
Chamberlayne (1619-1679). ¶ El Oxford Book of English Verse, 1250-1900 (Libro de Oxford de
verso inglés, Arthur Quiller-Couch, ed.; Oxford, Oxford University Press, 1900) es una de las
antologías poéticas más populares de Inglaterra.]

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así llamados metafísicos conformaron una escuela (hoy en día hablaríamos
de un «movimiento») y hasta qué punto esa supuesta escuela o movimiento constituye una
digresión de la corriente principal. No solo es extremadamente difícil definir la poesía
metafísica, sino también decidir qué poetas la practican y en qué poemas. La poesía de Donne
(de quien Marvell y el obispo King, más que el resto de los autores, estuvieron muy cerca) es
tardoisabelina, y su sensibilidad muy cercana a la de Chapman.
[Henry King, obispo de Chichester (1592-1669), es, como se ha adelantado en la nota anterior,
uno de los poetas carolinos menores, autor, principalmente, de un poema memorable sobre la
muerte de su esposa, «The Exequy» (« Las exequias»), que T.S. Eliot comenta más adelante. ¶
George Chapman (c. 1559-1634), poeta y dramaturgo, contemporáneo de Shakespeare y
recordado sobre todo por su —todavía hoy— popular traducción de los poemas homéricos.]

La poesía «cortés» deriva de Jonson —quien se permitió toda clase de préstamos del latín— y


expira en el siguiente siglo con el sentimiento y donaire de Prior.  

[Matthew Prior (1664-1721), versátil y prolífico poeta, considerablemente influyente a


principios del siglo XVIII. Se le recuerda sobre todo por sus poemas largos y filosóficos,
como «Alma, or The Progress of the Mind» (‘Alma o el progreso de la mente’)]

Finalmente, nos topamos con la poesía devocional de Herbert, Vaughan y Crashaw (evocada


mucho después por Christina Rossetti y Francis Thomson); Crashaw, en ocasiones más
profundo y menos sectario que el resto, tiene cualidades que, más que al periodo isabelino,
nos remiten a los primitivos italianos. Es difícil encontrar un uso preciso de la metáfora, el símil
u otra figura retórica que sea común a todos estos poetas y al mismo tiempo suficientemente
importante como elemento estilístico para singularizarlos como grupo.

Donne —y a menudo también Cowley— utiliza un recurso que en algunas ocasiones se


considera típicamente «metafísico»: el despliegue (en contraste con la condensación) de una
figura discursiva hasta los últimos confines a los que la inventiva puede llevarla.

Así, Cowley desarrolla la tópica comparación del mundo con un tablero de ajedrez a lo largo de
extensas estrofas (« Al destino») y Donne, con más gracia, en «Una despedida», juega con la
comparación entre dos amantes y los brazos de un compás. Sea como fuere, por doquier
encontramos, en vez de la mera explicación del contenido de una comparación, un desarrollo a
través de rápidas asociaciones que requiere una considerable agilidad por parte del lector. 

Un hábil dibujante en una esfera

siguiendo sus modelos va a trazar

una Europa y un África y un Asia,

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo, un universo

acaba por surgir a imagen tuya,

hasta que al fin tu llanto que se mezcla

con el mío copioso anega el mundo

y disuelve mi cielo a fuerza de agua.

[Se trata de la segunda estrofa del poema de Donne «A Valediction: of Weeping» (‘ Una
despedida: del llanto’)]

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,


y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.

Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.
Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,
sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.

La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,


Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a Country Churchyard» (« Elegía escrita en un
cementerio rural»)]
El segundo efecto de la influencia de Milton y Dryden se desprende del primero y tardó por
tanto más tiempo en manifestarse.

La edad sentimental comenzó a principios del siglo XVIII y perduró. Los poetas se revolvieron
contra lo racionalizado y lo descriptivo; pensaban y sentían impulsiva y desequilibradamente;
reverberaban. En uno o dos pasajes de «El triunfo de la vida», de Shelley, y en el segundo
Hiperión hay rastros de una lucha en favor de la unificación de sensibilidad,
[El segundo Hiperión es The Fall of Hyperion (La caída de Hiperión) de John Keats, escrito en
1819 y publicado en 1856.]

pero Keats y Shelley murieron y Tennyson y Browning rumiaron.

Tras esta breve exposición de una teoría demasiado escueta, quizá, para resultar convincente,
deberíamos preguntarnos cuál habría sido el destino de los «metafísicos» si la corriente
poética hubiera emanado directamente de ellos, del mismo modo que remontó hacia ellos. No
serían, ciertamente, clasificados como metafísicos. Los posibles intereses de un poeta son
innumerables; cuanto más inteligente, mejor; y si es más inteligente tendrá, con toda
probabilidad, más intereses: nuestra única exigencia es que los convierta en poesía y que no se
limite a meditar poéticamente sobre ellos.

Cuando se incorpora a la poesía, la teoría filosófica queda establecida y el asunto de su


veracidad deja de importar, al tiempo que queda probada de otro modo. Los poetas en
cuestión tienen, como todos, diversos defectos, pero se entregaron a la tarea de encontrar el
equivalente verbal de distintos estados mentales y sentimentales.

Y ello significa tanto que fueron más maduros cuanto que se aguantan mejor que otros poetas
posteriores de no menor destreza literaria. No es condición imprescindible que los poetas se
interesen por la filosofía o por cualquier otro tema. Solo podemos decir que todo indica
que, en el estado presente de nuestra civilización, los poetas deben ser difíciles.

Nuestra civilización encierra una gran complejidad y diversidad, que aprovechadas por una


sensibilidad refinada, debe producir resultados diversos y complejos.

El poeta ha de volverse más y más abarcador, más alusivo, más indirecto, para conseguir
amoldar por la fuerza, dislocándola si es preciso, la lengua a su significado. (Un planteamiento
brillante y extremo de esta perspectiva, con la cual no es imperativo identificarse, es el del
señor Jean Epstein en La Poésie d’aujourd-hui.)

Lo que obtendremos se parece mucho al concepto: será, de hecho, un método curiosamente


similar al de los «poetas metafísicos», similar incluso en su empleo de palabras oscuras y
fraseo simple. 
[T.S. Eliot habla aquí de «concepto», en inglés conceit, de difícil traducción: viene del italiano
concetto, referido sobre todo a Petrarca. Al igual que el término wit (clásica e
insatisfactoriamente traducido por ‘ingenio’, como se verá más adelante), el conceit es uno de
los rasgos fundamentales de la poesía metafísica —para algunos críticos se origina incluso en
los isabelinos— y consiste en la extremada elaboración metafórica de las imágenes poéticas.
Nótese, por otra parte, cómo se parece lo que T.S. Eliot trata de definir aquí con lo que estaba
a punto de llevar a cabo en La tierra baldía.]
 

Ô géraniums diaphanes, guerroyeurs sortilèges,

Sacrilèges monomanes!

Emballages, dévergondages, douches! Ô pressoirs

Des vendanges des grands soirs!

Layettes aux abois,

Thyrses au fond des bois!

Transfusions, représailles,

Relevailles, compresses et l’éternelle potion,

Angelus! n’en pouvoir plus

De débâcles nuptiales! de débâcles nuptiales!

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

 
El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se lamente aussi…

Jules Laforgue, «Sur une défunte» (« Acerca de una difunta»), Derniers vers (Últimos versos,
1890).

‘Ella está lejos y llora

lo mismo que el fuerte viento.’

En muchos de sus poemas, Jules Laforgue y Tristan Corbière están más cerca de la «escuela de
Donne» que cualquier poeta inglés moderno.
[Tanto Tristan Corbière (1845-1875) como, sobre todo, Jules Laforgue (1860-1887) fueron dos
poetas fundacionales en la vocación de T.S. Eliot, quien los descubrió en el famoso libro del
poeta y crítico francés Arthur Symons (1865-1945) The Symbolist Movement in Literature (El
movimiento simbolista en la literatura, 1899), que el joven poeta leyó en la segunda edición de
1908. Corbière, autor de Les amours jaunes (Los amores amarillos, 1873), fue descubierto por
Paul Verlaine, que lo incluyó en su ensayo Los poetas malditos, 1884. Laforgue, autor de Les
Complaintes (Las lamentaciones, 1885) y L’Imitation de NotreDame de la Lune (La imitación de
Nuestra Señora de la Luna, 1886), descubrió a T. S. Eliot una nueva dicción poética derivada del
verso libre —un verso que no responde a una medida fija, aunque sí a una nueva estructura
prosódica— y un uso genuino de las imágenes y las ideas, hasta el punto de considerarlo el
único metafísico del XIX. Para más información, véanse el prólogo, «El rey del bosque»]

Pero hay poetas más clásicos que ellos que poseen la misma cualidad esencial de transmutar
ideas en sensaciones, de transformar una observación en un estado de ánimo.

Pour l’enfant, amoureux de cartes et d’estampes,

L’univers est égal à son vaste appétit.

Ah! que le monde est grand à la clarté des lampes!


Aux yeux du souvenir que le monde est petit!

[Baudelaire, «Le Voyage» (« El viaje»). ‘Para el niño que adora los mapas y grabados / el
universo iguala a su enorme avidez. / ¡Ah qué grande es el mundo a la luz de las velas! / ¡Qué
pequeño es el mundo cuando mira el recuerdo!’]

En la literatura francesa, el gran maestro del siglo XVII —Racine— y el gran maestro del XIX —
Baudelaire— tienen en cierto sentido más similitudes entre sí que con cualquier otro poeta.

Los dos grandes maestros de la dicción son también los más grandes psicólogos, los más
grandes exploradores del alma. Resulta interesante especular si no es desafortunado que dos
de los más grandes maestros de la dicción inglesa, Milton y Dryden, triunfen con un
deslumbrante desconocimiento del alma.

Si Inglaterra hubiera continuado produciendo poetas como Milton y Dryden, quizá no


importaría mucho, pero tal como están las cosas es una lástima que la poesía inglesa haya
quedado de tal manera incompleta.

Aquellos que objetan la «artificialidad» de Milton o Dryden nos piden en ocasiones que
«busquemos en nuestros corazones y después escribamos». Pero eso no es buscar con
suficiente profundidad: Racine o Donne buscaron en lugares mucho más profundos que sus
corazones.

Es preciso buscar en el córtex cerebral, en el sistema nervioso y en el tracto digestivo.

¿No deberíamos concluir, por tanto, que Donne, Crashaw, Vaughan, Herbert y lord Herbert,
Marvell, King y el mejor Cowley pertenecen a la misma corriente de la poesía inglesa, y que sus
defectos tendrían que ser condenados atendiendo a ese patrón, en vez de mimarlos con afecto
de anticuario?

Se les ha elogiado con frecuencia, en términos que son limitaciones implícitas, por ser
«metafísicos» o «ingeniosos», «extravagantes» u «oscuros», a pesar de que, en el mejor de los
casos, no poseen estos atributos ni más ni menos que otros poetas serios.

Por otro lado, no deberíamos rechazar la crítica de Johnson —alguien con quien resulta
peligroso disentir— sin haberla comprendido a fondo, sin haber asimilado el canon del gusto
johnsoniano.

Al leer el celebrado pasaje de su ensayo sobre Cowley, deberíamos recordar que, cuando habla
de «ingenio», claramente se refiere a algo mucho más importante de lo que la palabra significa
hoy en día;
[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar fielmente la expresión inglesa, para emplearla aquí sería preciso insuflar en ella un
sentido distinto al que tiene en Gracián. El wit de Dryden y los metafísicos, por otra parte, no
coincide con el ingenio español barroco. Me parece que la poesía de Pedro Salinas ofrece,
dentro de nuestra literatura, el tipo de ingenio más cercano al wit; no creo imposible que los
metafísicos —concretamente Donne— ejerzan una influencia real sobre el poeta español».
Jaime Gil de Biedma, nota a la traducción de T. S. Eliot, Función de la poesía, función de la
crítica, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 120.]

ante su crítica a la versificación de los «metafísicos», debemos recordar en qué estricta


disciplina se había formado, y también lo magníficamente formado que estaba; debemos
recordar que Johnson ataca más a los mayores infractores: Cowley y Cleveland. Sería
provechoso —aunque tarea ingente— desechar la clasificación de Johnson (dado que no ha
habido ninguna otra desde entonces) y mostrar a estos poetas en todas sus diferencias de tipo
y de grado, partiendo de la música imponente de Donne hasta el tenue y agradable tintineo de
Aurelian Townshend —cuyo «Diálogo entre el Tiempo y un peregrino» es una de las pocas
omisiones que pueden lamentarse en la excelente antología del profesor Grierson. [1921]

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House

e enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el otro de solemnidad eclesiástica


mediante el uso de sílabas largas:
[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se

m’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]

importante de lo que la palabra significa hoy en día;


[Wit, la palabra inglesa a la que se refiere Eliot, poseía ciertamente, en el inglés del siglo XVII,
muchas connotaciones, que se han perdido hoy, al igual que su supuesto equivalente español:
‘ingenio’. Sobre este asunto, Blanca y Maurice Molho escriben, en su antología de los poetas
metafísicos: «Wit significa en inglés sutileza, ingenio, destreza. Designará también la agudeza,
el juego de palabras, el concetto (concepto). Pero ninguna de estas expresiones abarca el
alcance intelectual del wit, que se convierte para esas inteligencias del siglo XVII en el
instrumento privilegiado del espíritu, en un puñal siempre afilado que desgarra las tinieblas de
la torpeza humana», Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII (Barcelona, Barral, 1970). La cita
es de la reedición en Barcelona, Acantilado, 2000, p. 14. En su espléndida traducción de
Función de la poesía, función de la crítica, publicada en Barcelona en 1955 por Seix Barral,
Jaime Gil de Biedma escribía, acerca de este término, la siguiente nota: «Confieso no haber
encontrado equivalente español. Una traducción lejana sería “arte de ingenio” pero, aparte de
no reflejar

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