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Al recopilar estos poemas de la obra de una generación más frecuentemente citada que leída y

más frecuentemente leída que provechosamente estudiada, el profesor Grierson ha prestado


un servicio notable.
[T.S. Eliot se refiere a la antología comentada que sir Herbert Grierson (1866-1960), una de las
máximas autoridades en la poesía del XVII en general y en Donne en particular, había
publicado aquel mismo año: The Metaphysical Lyrics and Poems of the Seventeenth Century
(Las canciones y poemas metafísicos del siglo XVII; Oxford, Clarendon Press, 1921)]

 Ciertamente, el lector encontrará en esta selección muchos poemas ya recogidos en otras


antologías, al tiempo que descubrirá otros, como los de Aurelian Townshend o los de lord
Herbert de Cherbury.
[Edward Herbert (1583-1648) era entonces uno de los metafísicos menos conocidos, a quien
Grierson rescató del olvido. Herbert, hermano mayor de otro poeta, favorito de T.S. Eliot,
George Herbert, fue un destacado personaje de la corte de Carlos I, siendo protagonista de
varias aventuras militares y diplomáticas. En 1629 fue nombrado lord Herbert de
Cherbury, nombre por el que desde entonces se le conoce en la historia de la
literatura. Escribió, además de poesía, obras históricas y filosóficas. Entre sus poemas más
recordados se encuentran «Elegy over a Tomb» (« Elegía ante una tumba») y «The Thought» («
El pensamiento»). Poco se sabe de Aurelian Townshend (c. 1582-c. 1642),

El libro de Grierson es en sí mismo una obra crítica —a la vez que una provocación de orden
crítico— y, en nuestra opinión, ha acertado al incluir tantos poemas de Donne, fácilmente
accesibles (aunque no en demasiadas ediciones), como pruebas en el juicio de la «poesía
metafísica». El apelativo se ha empleado durante mucho tiempo lo mismo como una injuria
que como una etiqueta de regusto ameno y pintoresco.

La cuestión es si los así

y a hacer de aquella nada todo el mundo.

Otro tanto sucede en cada lágrima

que derramas, un mundo,

, diferente en grado pero idéntico en principio, a aquel que Johnson suavemente reprendió. Y
en uno de los más bellos poemas de la época (un poema que no podía haberse escrito más que
entonces), «Las exequias», del obispo King, la comparación ampliada se usa con absoluto
acierto: la idea y el símil se funden en el pasaje en el que el obispo ilustra, acudiendo a la figura
del viaje, su impaciencia por volver a ver a su esposa muerta:

 
Espérame allí, porque, sin falta,

habré de encontrarte en ese Valle hueco.

Ya estoy en mi camino,

y voy detrás de ti con la presteza

que me da el deseo o mi congoja.

Cada minuto es un corto grado,

y cada hora un paso hacia ti.

Acudo por las noches al descanso,

a la mañana, luego de ocho horas de viaje,

levántome más cerca del Oeste de mi Vida

que al exhalar el sueño su viento que adormece. …

¡Pero escucha! Mi pulso como un suave tambor

toca mi acercamiento, te dice que ya voy.

Y no importa lo lenta que mi marcha sea,

me sentaré al final junto a ti.

[Henry King, «The Exequy» (« Las exequias»)]

(En los últimos versos hay una sensación de terror a la que más tarde acudiría a menudo uno
de los admiradores del obispo King: Edgar Allan Poe.) Y de nuevo, quizá podríamos
simplemente tomar algunas cuartetas de la oda de lord Herbert, que nos parece que podrían
reconocerse de inmediato como pertenecientes a la escuela metafísica:

Así, cuando hayamos de irnos

para ya no ser más ni tú, ni yo,


cual compartido misterio,

hemos de ser ambos, y sin embargo uno.

Esto dijo, alzando la vista,

y los ojos, que su hermosura coronaban,

brillaron como dos astros que, habiendo caído,

miran de nuevo al cielo, buscando su lugar.

Y cuando una paz silenciosa

e inmóvil aferró su encalmado sentido

habríase pensado que un influjo

el arrobado espíritu de esos ojos poseyó.

[Edward, lord Herbert of Cherbury, «An Ode upon a Question Moved, Whether Love should
Continue for Ever» (‘ Una oda sobre la cuestión pospuesta sobre si el amor debe durar para
siempre’). «Encalmado» —becalmed, en inglés— alude a la falta de viento en el mar y, por
tanto, a la inmovilidad de los barcos, lo que da sentido al uso posterior de «influjo», ‘el flujo de
la marea’. A pesar de que, en inglés moderno, influence haya perdido esa connotación, ese era
su sentido original, puesto que proviene del latín influere, ‘fluir’.]

No hay nada en estos versos (con la posible excepción de las estrellas, un símil en principio
incomprensible, pero bello y justificado) que se ajuste a las observaciones generales sobre los
poetas metafísicos que Johnson hiciera en su ensayo sobre Cowley.

Buena parte del efecto que produce estriba en la riqueza de asociación a un tiempo prestada e
inducida por la palabra «encalmado».

De todos modos, el significado es nítido, y el lenguaje, sencillo y elegante. Hay que señalar que
el lenguaje de estos poetas es, usualmente, simple y puro. En los poemas de George Herbert,
esa simplicidad se lleva al extremo: una simplicidad, por cierto, emulada sin éxito por
numerosos poetas modernos.
Por el contrario, la estructura de las oraciones está con frecuencia lejos de ser simple, algo que
no es un vicio, sino más bien el resultado de la fidelidad al sentido y a la sensibilidad. El efecto,
cuando se alcanza, es mucho menos artificial que el de las odas de Gray.

Y esa fidelidad, al tiempo que varía las reflexiones y sentimientos, aporta variedad


musical. Dudo que, en el siglo XVIII, puedan encontrarse dos poemas nominalmente del mismo
metro y sin embargo tan disímiles como «Coy Mistress», de Marvell, y «Saint Teresa», de
Crashaw: uno produce un efecto de enorme dinamismo gracias al uso de sílabas cortas y el
otro de solemnidad eclesiástica mediante el uso de sílabas largas:

[El poema de Andrew Marvell se titula en realidad «To his Coy Mistress» (‘ A su recatada
amante’) y el de Crashaw, «A Hymn to the Name and Honour of the Admirable Saint Teresa» (‘
Himno al nombre y honor de la admirable santa Teresa’)]

Amor, tú eres el único señor absoluto

de la vida y la muerte.

[Se trata del primer verso y el hemistiquio del segundo del ‘Himno a santa Teresa’ de
Crashaw.]

Si un crítico tan perspicaz y lúcido (aunque tan limitado) como Johnson no consiguió definir la
poesía metafísica a partir de sus yerros, vale la pena inquirir si no acertaríamos más aplicando
el método contrario: asumiendo que los poetas del siglo XVII —hasta la Revolución—
constituyeron una prolongación normal y natural de la época precedente y, sin prejuzgarles
demasiado con el adjetivo «metafísicos», considerar si sus méritos no fueron algo
permanentemente valioso que, si bien desapareció más tarde, no debería haber desaparecido.
Johnson, quizá por casualidad, atinó a señalar una de sus peculiaridades al observar que «sus
tentativas fueron siempre analíticas». En cambio, no habría compartido la idea de que, tras la
disociación, volvieron a ensamblar el material en una nueva unidad. Es verdad que la poesía
dramática de los isabelinos tardíos y de los primeros jacobinos evidencia cierto grado de
desarrollo en la sensibilidad que no se encuentra en la prosa de entonces, por muy buena que
sea a menudo. Si exceptuamos a Marlowe, hombre de prodigiosa inteligencia, parece cuando
menos una teoría plausible decir que aquellos dramaturgos estuvieron directa o
indirectamente influidos por Montaigne. Aunque también exceptuemos a Jonson y Chapman,
no podemos dejar de notar que fueron notables eruditos que notablemente incorporaron su
erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se vio directa y novedosamente alterado por sus
reflexiones y lecturas. En Chapman, sobre todo, hay una aprehensión directamente sensual del
pensamiento o una recreación del pensamiento por medio del sentimiento, que es idéntica a
la que encontramos en Donne:

 
… en esto solo, toda la disciplina

de maneras y de hombría se contiene:

que el hombre se una al Universo

en su vaivén, y se haga (acorde en todo)

uno con la totalidad y como ella gire,

en vez de arrancar al todo su mísera parte,

y devolverlo a la estrechez y a la nada, al desear

que el Universo entero se sujete, en él,

a uno de sus desechos.

Considerar, en cambio, a la gran Necesidad.

[George Chapman, The Revenge of Bussy D’Ambois (La venganza de Bussy d’Ambois, 1613),
IV.]

Comparemos lo anterior con un pasaje moderno:

No, al empezar la lucha en sus entrañas

comienza a valer algo. Dios se inclina

en la altura, Satán le está mirando

desde abajo a sus pies, tiran de él

que está en medio, y el alma se despierta

y crece. ¡La batalla va a durar

tanto como su vida!

[Robert Browning, «Bishop Blougram’s Apology» (« La apología del obispo Blougram»)]


 

Quizá resulte menos apropiado, aunque muy tentador, dado que a ambos poetas les preocupa
la perpetuación del amor a través de la descendencia, comparar con las estrofas arriba citadas
de la oda de lord Herbert las siguientes de Tennyson:

Uno paseaba entre esposa e hija,

y mesurado el paso, firme y sosegado,

de tanto en tanto grave sonreía.

Y la prudente cónyuge se reclinaba

sobre su hombro; franca, gentil, honrada,

la rosa de la feminidad lucía.

Y de su amor doble segura,

aquella niña paseaba, recatada;

sobre la senda su mirada pura.

Y aquellos tres de tal modo se unían,

que cual delante de memoriosa llama

mi gélido corazón latía.

[Alfred Tennyson, «The Two Voices» (« Las dos voces»)]

La diferencia entre estos poetas no es simplemente de grado, sino que tiene que ver con algo
que ocurrió en la mentalidad inglesa entre la época de Donne y de lord Herbert de Cherbury y
la época de Tennyson y Browning.
Es la diferencia que media entre el poeta intelectual y el poeta reflexivo.

Tennyson y Browning son poetas y piensan, pero no sienten sus pensamientos tan
inmediatamente como el perfume de una rosa.

Para Donne, un pensamiento era una experiencia: modificaba su sensibilidad. Cuando la mente
de un poeta está adecuadamente pertrechada para el trabajo, a menudo amalgama
experiencias dispares: la experiencia humana es, por lo común, caótica, irregular,
fragmentaria: tan pronto uno se enamora como lee a Spinoza, aunque estas experiencias no
tengan nada que ver entre sí ni con el ruido de la máquina de escribir o el olor de la comida, en
la mente del poeta están siempre conformando nuevas unidades.

Podríamos expresar la diferencia mediante la siguiente teoría: los poetas del siglo XVII,


sucesores de los dramaturgos del XVI, poseían un mecanismo sensible capaz de devorar
cualquier clase de experiencia.

Son tan simples, artificiales, difíciles o fantásticos como lo fueron sus predecesores, ni más ni
menos que Dante, Guido Cavalcanti, Guinicelli o Cino.
[Son los llamados stilnovisti, poetas del grupo de Dante, quien en el canto XXVII del Purgatorio
reconoce a Guido Guinicelli (c. 1230-1276) como su padre literario. A Guido de Cavalcanti (c.
1255-1300) le dedicó la Vita nuova. Y Cino da Pistoia (c. 1255-1337) le dedicó varios sonetos a
Dante.]

En el siglo XVII tuvo lugar una disociación de la sensibilidad de la que jamás nos hemos
recuperado. 
[«Disociación de la sensibilidad» es una de las fórmulas críticas de T.S. Eliot que mayor fortuna
tuvo en su tiempo, al igual que las nociones de «correlato objetivo» o «imaginación auditiva».]

Y esa disociación, como es natural, se vio agravada por la influencia de los dos poetas más
poderosos del siglo, Milton y Dryden.
[T.S. Eliot dedicó especial esfuerzo a rescatar a John Dryden (1631-1700) del olvido al que le
había condenado el gusto y la crítica del XIX. Poeta y dramaturgo de la Restauración, para T.S.
Eliot era, en muchos aspectos, superior a Milton. Le consideraba un virtuoso de la técnica,
capaz de utilizar cualquier material, por poco poético que en principio fuera, para sus poemas.
Creía que su mejor pieza teatral era All for Love (Todo por el amor, 1677) y sentía especial
predilección por su elegía «To the memory of Mr. Oldham» (« A la memoria del Sr. Oldham»).
En un ensayo que le dedicó en 1921, incluido en Ensayos selectos, afirmaba: «Es el sucesor de
Jonson y por tanto descendiente de Marlowe. Es el antepasado de casi todo lo bueno que hay
en la poesía del siglo XVIII», T.S. Eliot, «John Dryden», Selected Essays (Ensayos selectos;
Londres, Faber & Faber, 1999, p. 305).]

Cada uno de ellos cumplió determinadas funciones poéticas tan extraordinariamente bien que
la magnitud de algunos efectos ocultó la ausencia de otros.
La lengua avanzó y en ciertos aspectos se perfeccionó: los mejores poemas de Collins, Gray,
Johnson e incluso Goldsmith satisfacen algunas de nuestras más puntillosas exigencias mejor
que los de Donne, Marvell o King. 
[El novelista irlandés Oliver Goldsmith (1730-1774) perteneció al grupo de Samuel Johnson.
Como poeta es conocido sobre todo por la obra The Deserted Village (El pueblo fantasma,
1770).]

Pero mientras la lengua se refinaba, la sensibilidad se hacía más tosca. El sentir y la sensibilidad


expresados en «The Country Churchyard» —por no hablar de Tennyson o de Browning— son
mucho más toscos que en «Coy Mistress».
[Se refiere al poema de ay «Elegy Written in a

Jules Laforgue, «Ô géraniums diaphanes…», Derniers vers (Últimos versos, 1890).

‘¡Oh, geranios diáfanos, belicosos hechizos,

sacrilegios monomaníacos!

Envoltorios,

duchas, lagares de las vendimias

de las grandes noches! ¡Acorralada ropita,

Tirsos en lo profundo de los bosques!

¡Transfusiones y represalias, misas

de parida, compresas y pócima eterna,

Ángelus! ¡No poder más de debacles nupciales,

de debacles nupciales!’

El mismo poeta puede escribir también, simplemente:

Elle est bien loin, elle pleure,

Le grand vent se la

Eliot, T.S.. La aventura sin fin. Penguin Random House


 

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