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SANACIÓN INTERIOR

DEL SACERDOTE

Mons. ALFONSO URIBE JARAMILLO

Conferencia en el Retiro mundial de Sacerdotes – Roma –


Octubre de 1984

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Palabra de Dios en el Evangelio Según San Juan

“Yo os aseguro que llorareis y os lamentareis, y el mundo se alegrará. Estaréis


tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer cuando da a luz, está
triste, porque le ha llegado su hora, pero cuando el niño le ha nacido, ya no se
acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo.
También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro
corazón y nadie os podrá quitar vuestra alegría. Aquel día no me preguntaréis
nada. Yo os aseguro: Lo que pidáis al Padre en m nombre, os lo dará. Hasta
ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro
gozo sea colmado” (16, 20-25).

Señor Jesús: creemos que Tú estás aquí en medio de nosotros porque nos hemos
reunido en tu nombre y tú siempre cumples tus promesas.

Nos has traído aquí para sanarnos interiormente del pecado y de todas las heridas
que hemos recibido en nuestro interior a lo largo de nuestra vida. También ahora
nos dices como a tus primeros Sacerdotes. Estaréis tristes pero vuestra tristeza se
convertirá en gozo. Te pedimos que tu promesa se cumpla hoy y durante estos
días en todos y en cada uno de nosotros.

Envíanos tu Espíritu de Amor para que sane todas las heridas interiores y nos de
él corazón nuevo que Él nos anunció por medio del profeta Ezequiel (36, 26). Pon
tus palabras en tus labios y en el corazón de mis hermanos sacerdotes.

Gracias por todo lo que nos ha dado y por todo lo que vas a darnos a lo largo de
este Retiro.

Que tu Madre Santísima que es nuestra Madre espiritual ruegue ahora y siempre
por nosotros sus hijos.

I- Demos comienzo a esta reflexión con las palabras de S. Pedro: “Ceñíos


los lomos de vuestro espíritu, sed sobrios, poned toda vuestra esperanza en la
gracia que se os procurará mediante la Revelación de Jesucristo. Como hijos
obedientes, no os amoldéis ala apetencias de antes, del tiempo de vuestra
ignorancia, más bien, así como el que os ha llamado es Santo, así también
vosotros sed dantos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: seréis
santos, porque Santo soy yo” (I Pe. 1,13-17).

S. Pablo en 2 Corintios nos traza el ideal que debeos procurar vivir en el


ejercicio de nuestro Sacerdocio Ministerial: “Como cooperadores suyos que
somos no recibáis en vano la gracia de Dios. Nos presentamos en todo como
Ministros de Dios: con mucha constancia en tribulaciones; en fatigas, desvelos,
ayunos; en pureza, ciencia, paciencia, bondad; en Espíritu Santo, en caridad
sincera, en la palabra de verdad, en el poder de Dios” (II Cor. 6, 1-8)

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Pedro puede hablar con tanto énfasis de La Santidad en toda la conducta
porque recibió la plenitud del Espíritu Santo en Pentecostés (Hch. 2,4) y porque
sabía que este Espíritu de DIOS que ha sido derramado sobre toda carne (Hch.
2,17) es el Santificador de la Iglesia y puede renovar a todo el que lo reciba y se
abra a su acción divina.

Pablo llenó a cabalidad este programa de perfección como Ministro de


Cristo porque desde su conversión oyó de Ananías estas palabras: “Me ha
enviado a tí el Señor Jesús, el que se le apareció en el camino por donde venias,
para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo. (Hch. 9,17).

He aquí nuestra gran necesidad, hermanos sacerdotes: “llenarnos del


Espíritu Santo, recibir su poder para poder ser siempre sus testigos y serlo en
todas partes (Hch. 1,8) y entregarnos sin reservas a su acción renovadora y
santificadora”.

Él nos ha traído aquí y este es el don que quiere regalarnos en este


encuentro. Vivimos un momento privilegiado del Espíritu, dijo Pablo VI (Ev. N.
Nro. 75) y lo estamos viviendo en Roma en estos días de gracia. Aquí el Señor
nos dice en este retiro: “Santificaos y sed santos, pues Yo soy Santo” (LEV. 11,
44).

El Espíritu Santo nos ha traído aquí para regalarnos un encuentro especial


con Cristo, el Señor de nuestras vidas. “Un encuentro personal, vivo, de ojos
abiertos y corazón palpitante con el Resucitado, según las lapidarias palabras de
S.S Juan Pablo II en Santo Domingo

II- Se me ha señalado como tema para esta reflexión. “La sanación de las
heridas de la vida”, ya que las heridas que hemos heredado o que hemos
recibido a lo largo de nuestra existencia dificultan nuestra vida cristiana y, por lo
mismo, también nuestro crecimiento en la santidad. Estas heridas nos llevan a
cometer acciones y a tener actitudes pecaminosas que perjudican el ejemplo de
Santidad que como Sacerdotes estamos especialmente obligados a dar a los
demás. Felizmente, Cristo que rompió las cadenas del pecado, de la enfermedad y
de la muerte puede curarnos de todas estas heridas y liberarnos para que
podamos conseguir la bondad y la entrega total por amor al servicio de los demás.

Mi experiencia personal con el campo de la Renovación Espiritual a lo largo


de tres lustros me ha permitido descubrir progresivamente, entre otros grandes
beneficios y frutos, este de la sanación interior que el Señor está efectuando en
muchos corazones heridos.

La Pastoral Sacerdotal experimenta un gran cambio y se enriquece


extraordinariamente cuando, por la acción renovadora del Espíritu Santo
empezamos a profundizar en estos dos grandes verdades: a) Qué Jesús es el
Salvador de todo el hombre y de todos los hombres, y b) que Él es el mismo ayer,
hoy y siempre” (Hch. 13, 8).
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Mientras vivamos, al menos en la práctica, con la idea de que a Jesús sólo
le interesa una parte de nuestro ser y no tengamos la fuerza del Espíritu Santo
que nos permita ser testigos de la resurrección de Jesús y de su constante acción
en nosotros por medio de su Espíritu, realizaremos un ministerio muy pobre y
limitado.

Como Pastores del pueblo de Dios debemos estar convencidos que la


eficacia de nuestro ministerio dependerá fundamentalmente de nuestra santidad
personal. Las palabras del Señor: “El que permanece en Mí como yo en él, ese da
mucho fruto, porque separados de mí nada podéis hacer” (jn. 15,5) debe ser la
primera norma de pastoral en todos los tiempos y para todos los sacerdotes.

Pero nos encontramos diariamente con el hecho de que a pesar de estar


convencidos de esta verdad y del deseo sincero de conseguir la santidad no la
alcanzamos por varias razones, una de las cuales es frecuentemente la falta de
Sanación interior.

Somos sacerdotes heridos profundamente en nuestro interior, y llenos de


resentimientos que nos impiden experimentar el amor esponsal de Cristo Y ser
canales de ese amor para un mundo que tanto lo necesita.

Para que un corazón sacerdotal pueda recibir el amor del Espíritu y pueda
comunicarlo a sus hermanos requiere recibir mediante un proceso de sanidad
interior la desintoxicación del odio que ha ido acumulando.

Nuestra santidad es el fruto del Amor del Espíritu y de su crecimiento en


nosotros, pero para lograr esto se requiere tienen un corazón sano.

También a los Sacerdotes de este siglo XX, lo mismo que a los primeros
consagrados por Jesús, el miedo nos acosa frecuentemente y nos impide confiar
más en su poder y en su amor y disfrutar con plena alegría interior de su presencia
amorosa en nuestras vidas y en nuestro ministerio.

Es el miedo el que nos impide dar nuestro si total Cristo y decidirnos por la
santidad que él nos exige. Esta santidad no crece son en un corazón sano y libre
de temores infundados.

Muchos padecemos complejos de diversa índole que alejan más y más de


nosotros el ideal de la Santidad y nos inmovilizan o dificultan el seguimiento
generoso del Señor que nos invita a estar con Él y a caminar con El. En una
palabra nos falta esa libertad interior que nos ha conseguido Cristo y que realiza
en nosotros su Espíritu. “Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu
del Señor, allí está la libertad” (II Cor. 3,17).

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Nuestra santidad empieza por la liberación del pecado y de todas aquellas
ataduras que él ha dejado en nosotros. Empieza con la sanación del pecado y de
todas las heridas que él nos ha causado en nuestro interior.

El Sacerdote americano John Powell S. J. describe en su libro “He Tuched


Me” su experiencia cuando recibió la gracia del encuentro personal con Jesús y
empezó a crecer en oración y en unión con El.

“En los días siguientes, escribe, empecé a orar con una intensidad nueva.
Durante todo el día invitaba a Jesús para que entrase a todas las habitaciones de
mi casa. Le dije que estaba listo a admitir mi bancarrota, mi impotencia para dirigir
mi vida y para encontrar paz y gozo. Invité constantemente al Espíritu Santo para
que derrumbase los muros y destruyese las barricadas que había levantado. Pedí
a este Espíritu Santo que me librase el hábito de la rivalidad, de la insaciable
hambre de buen éxito y de la necesidad de alabanza y de adulación. Lo que
sucedió casi inmediatamente, sólo puede compararse con una primavera. Fue
como si hubiese salido de un largo y frio invierno. Mi corazón y mi alma habían
sufrido todas las arideces, la oscuridad y la desnudez de la naturaleza en invierno.
Ahora en esta primavera del Espíritu parecía que las venas de mi alma se
deshelasen y que la sangre empezaba de nuevo a correr a través de mi alma.
Empezaron aparecer nuevo follaje y nueva hermosura en mí y en torno a mí. Fue
como si hubiese unos anteojos nuevos para poder ver todo aquello que había
permanecido oscuro hasta entonces. Con la visión de la fe el mundo aparece
amable y maravilloso. Es el universo de Dios. Los demás ya no parecen
amenazantes. En verdad son mis hermanos y hermanas porque Dios es nuestro
Padre y Jesús es nuestro hermano” (Pág. 53).

Sin ninguna duda nuestro salador y liberador Jesús quiere en ese Retiro
sacamos del invierno en que tal vez hemos estado sumidos y regalamos una
primavera espiritual que nos permita disfrutar en plenitud de su amor y abrirnos
generosamente a la acción santificadora de su divino Espíritu.

El, que quiere sanar nuestro interior enfermo y nuestros corazones


enfermos para que veamos la santidad como la gran meta de nuestra vida y como
la constante exigencia de nuestro Sacerdocio Ministerial.

III-Frente a la innegable, pero desconocida realidad de nuestro mundo


interior enfermo que dificulta nuestra santidad personal y el logro mejor de un
Ministerio de santificación, nos encontramos con la maravillosa realidad de la
sanidad interior que nos ofrece Jesús y que realza en nosotros por su espíritu
cuando creemos en ella y la pedimos con humildad y con fe.

Jesús tomó este nombre porque vino para salvar al pueblo de sus pecados
(Mt. 1,21).Con razón el Bautista lo Señaló con estas palabras: “he aquí el Cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1,29), y sabemos como con sacrificio
redentor nos compró y “su Sangre nos purifico de todo pecado” (I Jn. 1,7).

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La liberación que realiza Jesús en los hombres es la de pecado y la de
todas las secuelas que el pecado ha dejado en todo el ámbito de la persona
humana.

En el Cap. 61 de Isaías halamos el pasaje que un día leerá Jesús en la


Sinagoga de Nazaret, terminada la cual dirá “hoy se ha cumplido esta Escritura
que acabáis de oír” (LC. 4,21). “E Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que
me ha ungido Yahveh, me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, a
vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos
la libertad; a pregonar año de gracia de Yahveh para consolar a los que lloran,
para darles diadema en vez de ceniza; aceite de gozo en vez de vestido de luto,
alabanza en vez de espíritu abatido” (Is. 61,1-4)

Pudiéramos decir que este es el texto clásico para mostrar la Sanación de


las heridas interiores que realiza el Señor. “Médico de almas y de cuerpos”, como
la llama con razón la Liturgia de las Horas. El Salmo 147 nos dice que el Señor:
“Sana a los de roto corazón y venda sus heridas”:

Jesús es el Buen Samaritano que vino al encuentro del hombre herido y


despojado para compadecerse de él, curar las heridas de su cuerpo y de su
espíritu y prodigarle ahora en su Iglesia todos los cuidados que requiere para
conseguir su salvación integral (Cfr. 10, 31 y ss.)

S.S. Juan n Pablo II en su Carta Apostólica Salvifici Doloris nos ha descrito


muy bien este amor redentor de Jesús: “En su actividad mecánica en medio de
Israel, Cristo se acercó incesantemente al mundo del sufrimiento. “Pasó haciendo
el bien”; y este obrar suyo se dirigía, ante todo, la los enfermos y a quienes
esperaban ayuda. Curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a
los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra,
del demonio y de diversas disminuciones físicas: tres veces devolvió la vida a los
muertos. Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma”
(N. 16).

Conoce muy poco a Dios quien no ha profundizado y no cree en su infinito


amor al hombre: “Así amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito para que
todo el que crea en El no perezca, sin que tenga vida eterna” (Jn. 3,16). “Y
conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento” (Ef. 3,19) “y que nos
amó y se entregó a si mismo por nosotros” (Gal 2,20).

No hay dolor humano que sea ajeno al amor redentor de Cristo. El, como
escribe S. Mateo citando a Isaías: “Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras
enfermedades (8, 17) Solamente el amor Sacerdotal de Cristo podía y puede
llegar a todo el mundo enfermo de nuestras emociones para sanarlo y restaurarlo.

Y la razón de esto es muy clara. El pecado que es desamor, nos ha herido


terriblemente en toda nuestra persona y estas heridas solamente pueden ser

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curadas por el amor que abrasa el corazón de Cristo. Sólo el amor sana lo que
hirió el pecado.

Los sacerdotes podemos tener varios impedimentos que no nos permiten


abrirnos plenamente a la acción santificadora del Espíritu Santo. Estos son
principalmente: el odio o el resentimiento que hemos ido acumulando desde el
principio de la existencia, el miedo, el complejo de inferioridad y el de culpa.

Mientras estemos enfermos interiormente por cualquiera de estas heridas o


por varias de ellas no podremos abrirnos plenamente el amor de Dios que realizar
la santidad en nosotros. San Pablo ha escrito con gran visión a los Efesios que EL
Padre nos ha elegido en Cristo para ser santos e inmaculados en su presencia, en
el amor” (Ef. 1,4).

Ahora bien, en El Evangelio, especialmente en el según San Juan,


encontramos las manifestaciones de la acción sanadora de Cristo en estas áreas
interiores. Será muy benéfico para nosotros y para nuestra pastoral descubrir con
la luz del Espíritu Santo la riqueza de Sanación interior que encierra el ministerio
de Jesús, tal como aparece en los evangelios.

Empecemos por la Sanación del odio y de los resentimientos. El capítulo


IV de S. Juan nos describe la manera admirable como Jesús, a través de un
diálogo de salvación como son todos los suyos. Sana tan profundamente el odio
racial de la Samaritana, que ésta termina dejando su cántaro a los pies de Jesús
y corre a la ciudad para decir a la gente: “Venid a ver a un hombre que me ha
dicho todo lo que he hecho” (4, 29) “Muchos samaritanos creyeron en Jesús por
las palabras de esta mujer” (V. 39).

Como Cambiaría nuestro mundo, enfermo de odio, si nosotros los


sacerdotes nos sanáramos interiormente en el encuentro amoroso con Cristo y
enseñáramos a los demás a dialogar con El. Esa debe ser nuestra mejor pastoral.
Una pastoral de amor que nos sane y que sane a la humanidad que está cada día
más enferma de odio y sed de venganza. Y porque Jesús sabe, mejor que nadie,
que solamente el amor puede sanar interiormente nos impuso como una de las
primeras exigencias del Reino “amar a los enemigos” (MT. 5,44) y puso como
distintivo de sus discípulos: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”
(Jn. 15,22). Y para que podamos cumplir su ley de amor nos da su Espíritu “que
derrama el amor en nuestros corazones“(Rom 5,5).

En nuestra búsqueda de la Santidad acerquémonos a Jesús para que nos


desintoxique el odio y sane las heridas que hemos recibido, con la efusión de s
Espíritu de Amor, que cambie nuestro corazón de piedra por el de carne conforme
a lo que ha prometido por medio del profeta Ezequiel (36,26) .Sólo Él puede
darnos ese corazón nuevo que tanto necesitamos. Para empezar a renovarnos
necesitamos estrenar corazón.

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Otro gran obstáculo para llegar a la Santidad es el miedo que hemos ido
acumulando y que llega hasta impedir nuestro acercamiento a Jesús y l apertura a
su acción salvífica.

En el cántico de Zacarías encontramos estas palabras: Recordando el


juramento que juró a nuestro padre Abraham, de concedernos que libres de
manos enemigas, podamos serle sin temo r en santidad y justica” (LC. 1, 73-76).
Con razón dedica Jesús gran parte DE Ministerio Salvífico a la libración del miedo
en sus distintas manifestaciones.

En el Cap. 3 de San Juan vemos como Nicodemo, el que busca a Jesús de


noche por miedo a los judíos, recibe una sanación tan radical que en el Cap. VII
vemos como defiende a Jesús en pleno Sanedrín (v. 50) y después de la muerte
del Señor pide autorización a Pilato ara retirar de la Cruz su cuerpo.
Y cuánto hace Jesús para quitar el miedo de sus Apóstoles “Soy yo. No
tengáis miedo” (Jn. 6,20) les dijo un día y lo mismo tiene que decirnos ahora y
frecuentemente a sus sacerdotes. “No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro
Padre le ha parecido bien daros el Reino” (Lc. 12,32), son las mismas palabras
que hoy nos dice para alentarnos. “Por qué estás con tanto miedo? Cómo no
tenéis fe? Tuvo que decirles un día cuando ellos atemorizados lo desierta y le
dicen “Sálvanos que perecemos “(Mt. 8,25).

Antes de la pasión consuelo y anima a sus apóstoles con estas palabras:


“También vosotros estáis tristes ahora, pero volverá a veros y se alegrará vuestro
corazón y nadie os podrá quitar vuestra alegría “(Jn. 17,22) Y el día de su
Resurrección cuando se les aparece Jesús lo primero que hace es sanar su miedo
para que puedan disfrutar del gozo que el Resucitado va a comunicarles al
llenarlos de su Espíritu

Dos veces les dice: “La paz sea con vosotros” (Jn. 20, 19-21).

La preocupación que tiene hoy Jesús con nosotros, sus Sacerdotes, es la


misma. Quiere sanar nuestros temores, desea regalarnos s paz, alejar el
desaliento, tranquilizarnos cuando estamos despavoridos e inseguros. En una
palabra nos ofrece el amor de su corazón sacerdotal como el gran remedio para
sanar nuestros temores infundidos, ya que como escribió S. Juan en su Primera
Carta: “No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor,
porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor”
(I. Jn. 4,18).

Con frecuencia hallamos en los evangelios pasajes preciosos e los cuales


aparece el amor compasivo y misericordioso del Señor que no solamente perdona
el pecado, sino que también sana las heridas y complejos que ha dejado en las
personas.

En el Cap. XV de S. Lucas vemos la bondad infinita de nuestro Padre, rico


y pródigo en misericordia, que no sólo perdona de corazón a su hijo sino que sana
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sus heridas al “correr, echarse a su cuello y besarlo efusivamente” (Lc. 15, 20).
Así sanado podría el hijo prodigo disfrutar de la fiesta de perdón amoroso que
celebró enseguida su Padre (LC. 15,23)

Con idéntica bondad sana la confusión de la Adúltera a quien dice:


“Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más” (Jn. 8,11). Y este evangelio
según San Juan al que bien podemos llamar de la Sanación interior, termina con
la descripción de la liberación del complejo de culpa que realiza Jesús en la
persona de Pedro.

Este Apóstol negó tres veces a su Maestro junto a una hoguera en la casa
del Pontífice. Ya había sido perdonado cuando lloró amargamente su pecado,
Pero ahora recibe de su Señor la Sanación del complejo de culpa cuando junto a
otra hoguera tres veces puede decir a Cristo que lo ama y que lo ama más que los
otros.

Así perdonado y sanado, podrá cumplir su misión y como vicario


apacentara las ovejas y los corderos del Buen Pastor (S. J. 21, 15 y Sig.)

Este mismo S. Pedro que conoce tan profundamente el poder Sanador de


Cristo escribió en su Primera Carta: “Confiadle todas vuestras tribulaciones, pues
El cuida de vosotros” (5,7).

Hermanos Sacerdotes: Nuestras vidas cambian profunda y radicalmente


cuando por acción del divino Espíritu tenemos el encuentro Personal con el Señor
resucitado y nos entregamos con fe a su plena acción salvadora.

Lo que hizo ayer en este campo de la sanidad interior, lo hace ahora con
nosotros porque Él es el mismo y cumple la promesa de estar siempre con
nosotros.

Si recibimos el “Espíritu de gracia y de oración” que nos ha prometido el


Padre por medio del Profeta Zacarías (12.10) y por l llegamos a ser hombres de
oración que como María escojamos la mejor parte y pasemos mucho tiempo a los
pies del Señor para escuchar su palabra (Lc. 10,38), El ira realizando un
maravilloso proceso de sanción interior y nuestro corazón, sin heridas, podrá
recibir todo el amor de su Espíritu para ser santos y ser canales DE santidad para
muchos.’

Llevemos como el mejor regalo de este regalo de este Retira Sacerdotal la


promesa que un día el Señor hizo a Israel y que, hoy, la repite a cada uno de
nosotros: “He aquí que yo les aporto su alivio y su medicina. Los curaré y les
descubriré una corona de paz y de seguridad (Jer. 33,6).

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Oración

Señor Jesús ¡estamos delante de ti, Nuestro Señor y Salvador con todas
nuestras heridas interiores, pero con una gran fe en tu poder, en tu amor y en tu
fidelidad. Sabemos y creemos que Tú tomaste nuestras flaquezas y cargaste con
nuestras enfermedades. (Mt. 8,17).

Somos los heridos que hoy acudimos con confianza a tu Amor de buen
Samaritano para que tengas compasión de nosotros, vendes nuestras heridas y
eches en ellas el vino y el aceite de tu Amor que todo lo sana. Haz que siempre te
busquemos en la oración personal, litúrgica y comunitaria para que en un diálogo
amoroso contigo avance siempre en nosotros el proceso de Santidad interior. Pero
que sea principalmente en el Sacramento de la reconciliación y en tu Eucaristía
donde busquemos y hallemos esta sanación que tanto necesitamos.

Que el Amor de tu Espíritu sane todas las heridas que el desamor ha


causado en nuestro interior. Sana nuestros corazones rotos para que puedan
abrirse con alegría a la acción santificadora de tu Espíritu.

Y termino con la preciosa oración de San Columbano:

“Señor, tú mismo eres esa fuente que hemos de anhelar cada vez más,
aunque no cesemos de beber de ella. Cristo Señor, danos siempre esa agua,
para que haya también en nosotros un surtidor de agua viva que salta hasta la
vida eterna. Es verdad que pido grandes cosas, ¿quién lo puede ignorar? Pero tú
eres el Rey de la gloria, y sabes dar cosas excelentes y tus promesas son
magníficas. No hay ser que te aventaje. Y te diste a nosotros; y te diste por
nosotros.

Por eso te pedimos que vayamos ahondando en el conocimiento de lo que


tiene que constituir nuestro amor. No pedimos que nos des cosas distintas de ti.
Porque tú eres todo lo nuestro: Nuestra vida, nuestra luz, nuestra salvación,
nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro Dios. Infunde en nuestros corazones,
Jesús querido, el soplo de tu Espíritu e inflama nuestras almas en tu amor, de
modo que cada uno de nosotros pueda decir con verdad: Muéstrame al amado de
mi alma, porque estoy herido de amor.

Que no falten en mí esas heridas, Señor. Dichosa el alma que está así
herida de amor. Esa va en busca de la fuente. Esa va a beber. Y por, más que
bebe, siempre tiene sed. Siempre sobre con ansia, porque siempre bebe con sed.
Y así siempre va buscando con amor, porque halla la salud en las mismas heridas.
Que se digne dejar impresas en lo más íntimo de nuestras almas esas saludables
heridas el compasivo y bienhechor médico de nuestras almas, nuestro Dios y
Señor Jesucristo, que es Uno con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los
siglos. Amén.

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