Está en la página 1de 11

Aquí no piensa nadie

Fue en los tiempos del César,


cuando la gloriosa Roma era igual al mundo;
y La Garulla, aún longeva, era igual a la nada.
Todo comenzó como un cuento memorable…

Todos poseían ojos de mosca: grandes e inmóviles. Desde el bebé que es

paseado en un coche maltrecho bajo un sol sin brillo sin gracia sin ser sol

cabalmente, hasta el anciano que aduras penas logra incorporarse después de

un merecido y ya tan acostumbrado descanso en la banqueta, y reanuda

desganadamente lo que va hacer su última marcha, en la que no hay retorno ni

fatiga.

Ella impávida en apariencia, sin embargo, la confusión era el verdadero

sentimiento que se acogía. Evocó en ese preciso instante la primera vez que

escuchó de aquel pueblo enigmático. No es enigmático, es maldito. Así le

respondió su abuelo, tosiendo secamente en su último lecho. ¿Y cómo se

llama? La Garulla, así tiene por nombre.

Estaba allí, y si lo podía creer. Es más, le pareció, después de acostumbrarse a

las miradas negras, que los lentes oscuros les daban a esas personas un aire

elegante y jocoso. Asentaba ya su alma en aquella tierra árida, en donde los

pensamientos abundaban al igual que el polvo en la atmósfera por cada

pisada. En el mundo el polvo no se oye, allí sí. En La Garulla ni el silencio se

callaba nada.
Imaginen un mundo en que todos puedan escuchar el pensamiento de los

otros, imaginen un país una patria en que todos sus habitantes puedan

escuchar el pensamiento de los otros, imaginen una ciudad en que todos

sus ciudadanos puedan escuchar el pensamiento de los otros. Y para no

sonar muy repetitivo, piensen ahora en un pueblo tan pequeño y

mediocre para distinguirse de entre los millones que existe en el mundo,

piensen ahora en un pueblo sin producción ni turismo para importarle a

su nación, piensen ahora en un pueblo tan insignificante que parece

aislarse de su ciudad para no afear su paisaje moderno. Plasmen en su

mente a un poblado que oye las exclamaciones de menosprecio de su

ciudad, que oye los sarcasmos de su país, que oye la congoja del mundo

por sus hijos, que oye, ensordecedoramente, el aclamar del firmamento

por un minuto de calma. Esa es La Garulla.

Era como una estrella de la música, nadie perdía oportunidad alguna para

cruzarse en su camino, saludarla cortésmente y, porque no, descansar sus

oídos en el blanco de su mente. Porque ya sabrán de antemano queridos

oyentes, que la Garulla es el pueblo que escucha el pensamiento del mundo.

Y cuando digo del mundo, realmente abarca todo ser viviente sobre la tierra. El

murmullo quejoso de una flor a causa de la fuerza infame de algún rayo solar;

el llanto del hombre-tronco milenario, que observa cómo se despega su corteza

muerta quitándole grosor y orgullo. Había también una lista interminable de

recuerdos felices, tristes, desdichados, penosos, ostentosos, morbosos, y en

fin, todos los existentes y por haber.

Los miles de encuentros de los pobladores con la joven, aparte de ser fortuitos,

eran accidentales y casi inevitables. Porque sabrán queridos oyentes, que no


solo la habilidad de sus habitantes por oír los pensamientos le da una fama

envidiable a La Garulla, sino, aunque en menor grado, su afinidad fascinante

con una cajita de mondadientes: Pequeña muy pequeña, y punzante en sus

flancos. Esto debido al aire comprimido en ella y que forma enredaderas

huracanadas; luego, después de que las enredaderas hayan alcanzado una

altitud enorme y estén inclinadas horizontalmente, sale disparadas, llevándose

también las memorias dichosas, como flechas fulminantes. Transcurrieron

algunos atardeceres flameantes, avistados con llamas negruzcas más que

cobrizas. Los rumores que fueron tornándose más firmes e irrefutables

respecto a la reencarnación bíblica en una dama de rostro puro y cándido, y de

figura algo mal contorneada pero esbelta: daban un destello de amanecida en

la eterna pernocta de los moradores. Sus ruegos inacabables, sus lágrimas que

eran utilizadas en épocas de sequías y sus sueños desbordantes, se habían

materializado en una salvadora.

¡¡Ah, si hubieran más como ella!! Así de altas y únicas eran las exclamaciones

incandescentes de los pobladores que aplacaban, en algo, el frío metálico de

sus cuerpos corroídos. Ella, y lo siento si exaspero sus ánimos con los símiles

que propongo, pero créanme que es pleno necesario para su entera

compresión. Como decía, ella era como el empozado de las gotas de vino

dejadas por la despistada boca del ahogado en sed; y después de que las

energías recobradas se han disipado nuevamente, recuerda, intuitivamente,

ese sorbo olvidado en el fondo de su bota. Entonces dejará de ser, incoloro,

isobaro e insensible, por el mágico roce de sus labios con el llanto de la uvas

finas.
Su nueva agenda se hallaba acopada hasta los dos próximos siglos y, tal vez,

hasta un poco más. Cada día, al levantarse, asimilaba la idea caritativa y

resignaba su voluntad a las peticiones de los habitantes de La Garulla. Cada

mañana, cada tarde y cada noche, debía pasarla en una morada distinta y

acogedora. En cada una de ellas, era empalagada con las mayores atenciones

inimaginables. Por decirle queridos oyentes, que incluso el aroma que se

aproximaba a su diminuta y respingada nariz debía, antes, pasar por una

prueba exquisita, casi igual que hecha por un perfumista parisense. Pero debo

aclarar que el susodicho ejemplo, solo era un minúsculo bocado de la inmensa

cena de las complacencias servida para ella: Y después que se había

acomodado plácidamente en el mejor mueble de la casa, el de madera caoba,

relleno de blandas fibras de algodón puro y revestido en terciopelos; y después

que en la mesa de la estancia yacían los más apetitosos postres y bebidas,

como por ejemplo, la taza de té Assam importados de la India por traficantes de

exóticas, y servidos en una pulcrísima porcelana china con adornos de

dragones coloridos y campos de trigo, y ello acompañado de Fairy Cokes, tarta

de manzana, hombres de jengibres y otros dulces ingleses, que en conjunto

exponían un juego de formas tanto inequívocas como inexactas y de colores

chispeantes, produciendo un desequilibrio en la insulina de los ojos; y después

de deleitar sus oídos con la orquesta del poblado que interpretaba,

majestuosamente, las más renombradas sinfonías de todos los tiempos; y

después de lograr la postura idónea, la cual pasaré a detallar para satisfacer la

meticulosa imaginación de la que estoy seguro todos ustedes poseen: su

quijada levemente inclinada a la diestra del auditorio familiar, sus manos

rosadas, tersas, libres y tibias sobres sus muslos descansados, sus piernas
cruzadas a la altura de sus flacos tobillos, y sus pies: el derecho, firme e

inmutable; y el zurdo, remarcando sutilmente su borde en el suelo de mayólica;

y después que su santa voluntad lo desee y disponga, al fin podían despojarse

de los lentes, aunque con un escepticismo renuente y anhelando un sueño

constante: El de no oír un solo pensamiento.

“La ceremonia vislumbrante”. Era el evento solemne en que todos corroboran la

mudez de los ojos de la joven. Lentamente, muy lentamente acercaban sus

ojos, que presentaban tintes angustiosos por el temor de escuchar un mínimo

susurro de aquellos bombones cafés de su rostro. Más tarde, dilatando al

extremo las pupilas, se aproximaba tan cerca, que podían percibir el hálito

gasificado de la joven. Por último, retiraban las gafas de sus ojos con una

pereza irritante y, al fin, vislumbraban de aquel fondo castaño, la ausencia total

del habla humana. Sus ojos eran el igual de dos lentes de una misma cámara

que filmaba en ordinaria a las demás, no obstante, su memoria se configuraba

vacía. Entonces, ahora sí, el éxtasis dichoso se despilfarraba a semejanza del

río que ha sido detenido, desde tiempos inmemoriales, por infranqueables

muros; y que el día de hoy es liberado para fertilizar los campos baldíos con

sus aguas pacíficas.

Reían, cantaban y se postraban frente al fenómeno divino. Luego las vivas

eufóricas producían un raspado en sus gargantas que refrenaban sus ímpetus.

Asumían que el silencio también es una forma de encomio.

En el turno de las jóvenes castas, su único deber era el de acompañarlas por

los verduzcos prados, los cuales llenaban el panorama de las fueras de la

Garulla cientos de miles de millas. Había también colinas que daban la


impresión de ser chinchones en la cabeza de un ogro de dimensiones

descomunales. De lo que sí estaban seguros los pobladores, es que La Garulla

era la oreja de un Dios parlanchín. Escuchó con cierta incredulidad las

maravillosas historias que contaban las doncellas con voz quedita, y que en

fragmentos precisos se tornaba solemne.

Allá a lo lejos, en donde las estrellas descienden convirtiendo a los ojos

que las avistan en faroles de un destello interminable, existe un desierto

hecho de agua. Uno mira y remira, y se aturde en averiguar cuál es el

verdadero cielo. Si en el que se dibujan las gaviotas, o en el que las

sirenas deambulan… En una ocasión, ya muchos siglos atrás, asomo por

el pueblo un forastero de barba prolongada, ojos saltones y con una voz

grave y áspera y relato a detalle a los viejos de ahora, y que antes fueron

los jóvenes prestos para zacear su memoria de aventuras fantásticas, su

magnífica historia. Las peripecias afrontadas en el mundo de los árboles

monumentales, las enredaderas que colgaban de las nubes, y en donde la

calma tétrica solo es la infamia engañosa de una muerte frenética o una

locura irremediable.

Ellas también le comentaban los cuchicheos melódicos de parte de las flores,

acentuadas al pie de las colinas. Entre la diversidad de voces: los lirios, los

más bellos y presuntuosos, pregonaban ser capaces de embellecer al mundo

ellos solos; los girasoles, siempre radiantes y elocuentes, conquistaban a su

abeja persuadiéndola al decirle que eran astros amarrados a la tierra; las rosas,

reinas indiscutibles del amor y la amistad, fastuosas y pomposas, de sus

pétalos solo se oía poesía y del dolor producido por sus espinas, ni la más leve

queja: el tributo por someterla entre los dedos ufanos, era plenamente
compensatorio. De las faltantes como los jazmines, lilas, tulipanes, margarita y

todas las demás, no se les podían distinguir, individualmente, por el timbre en

común y su acento extranjero. Solo cuando la lluvia las bañaban, dialogaban

en el mismo idioma.

En el turno de los jóvenes coquetos y aduladores, ya su compañía era

celosamente resguardada por el varón que la invitaba un café o una función de

cine. Cada muchachito sentía una satisfacción morbosa por verla a los ojos, y

contemplar su semblante invariable ante el bombardeo de sus confesiones

eróticas. Ella era un poco más que una meretriz. Una meretriz, ya sin tener la

facultad de oír el pensamiento de los hombres, interpreta cada mirada, mueca

o manoseo de un hombre, como una frase de encamada o un discurso

explicativo de la lascivia desbordante que provocaba en él. Con las meretrices

no había que suprimir los deseos, ímpetus ni pensamientos, al igual que con

ella.

En el turno de los ancianos, su labor se reducía a la pacificadora de almas. Los

mismos que ya estaban próximos al silencio perpetuo, pero que antes debían

preparar sus oídos para la insonoridad adormecedora. Horas y horas fijos,

aunque el mayor tiempo parpadeantes, sus ojos cansados de ver, y anhelando

la vaciedad plena.

Fue en el momento del día en que las nubes se tornaban grises al igual que las

montañas, y que en ellas se evidenciaban la fascinante obstinación por

conservar el blanquecino de su esencia, en que sintió el peso de la galaxia

recaer sobre su pecho. La ligereza de su cabeza hecha de plumas, se hacía

más liviana aún. Sus pies sujetos a su cama por sabanas invisibles, se
petrificaban inevitablemente. Fue entonces que decidió concluir, sin antes

haberlo meditado cientos de veces, la desventura de los de La Garulla: aquella

maldición de una edad remota. Porque sabrán queridos oyentes, que La

Garulla no siempre padeció de tan increíble mal. Fue en los tiempos del César,

cuando la gloriosa Roma era igual al mundo, y La Garulla, aún longeva, era

igual a la nada. Todo comenzó como un cuento memorable…

Pasaban por allí un aglomerado de húngaros y gitanos. Errabundos en tierras

firmes, y en aguas que los desdeñaban. Estropeando con sus pisadas

profundas, los verdes prados que siempre estuvieron allí. Pero entre ellos

había una, ni muy alta ni muy rubia, ni muy bella ni muy fea, una dama

acompañada de una infanta con verdadero rostro angelical. Mezclándose las

dos, entre las danzas sensuales y los sonidos de la alhajas. Nadie intuía que

ella era una bruja, de esas que proferían hechizos certeros; y que su hija

poseía el don ancestral y más difícil de poseer: oír los pensamientos. Solo iban

a estar lo que durara sus huellas, en aquel gras verde olvido.

Cuando comenzó la búsqueda nadie lo tomó enserio; es más, algunos le

ofrecieron sus hijos para acallar sus gritos frenéticos de auxilio. Ella no se iba

resignar a perder a una hija con tal gracia irrepetible. Además, su educación de

hechicera le costó tal paciencia, que había visto morir muchas estrellas de

noche. Ya agotadas todos las posibilidades sobre la tierra, solo La Garulla

quedaba por inspeccionar. Al avanzar, su intuición iba sobrecogiéndola

totalmente; y cuando se hallaba a solo una colina, no le quedaba duda.

Justamente, cuando ya se disponía a escalar la empinada elevación avistó, en

lo más alto, el rostro de su hija bañado en un miel transparente y diluyente, y

resoplando de pavor. Le habían despojado de su don. Ahora solo era una niña
aterrada aclamando el consuelo de su madre. Resumiré la parte de la historia,

la cual ya habrán anticipado queridos oyentes, para después; pasaré a

describir el monumental sentimiento de odio y venganza que se asentó en alma

de la hechicera.

Era como si Atila hubiera despertado de un sueño premonitorio y ya se

preparase para arrasar ciudades, naciones e imperios con una barbarie

extrema, y con una espada capaz de partir el mundo en dos partes

simétricamente iguales; era como si Goliat hubiera sobrevivido al certero

golde del rey David, y aumentado de tamaño cien veces, se dispusiera a

levantar la montaña del Everest para lanzará al más pequeño de los

hormigueros. Su afrenta era tan inmensurable, que ni siquiera una

plegaria de Dios, en persona, podía aplacar sus ansias irrefrenables por

desencadenar un dolor perpetuo. Solo un parpadeo basto. La maldición

ya era realidad y eternidad.

Era ella la descendiente de aquella hechicera que maldijo a La Garulla; y,

después de treinta generaciones, iba liberarlos de su constante martirio. Pero

no solo iba darles esa calma interna con la que nace todo hombre por derecho,

no queridos oyentes, su generosidad iba más allá. Tenían planeado

obsequiarles lo más preciado; ello a modo de reembolso por una deuda pagada

extensamente de más.

Se abrían arrojados muchos almanaques con fechas resaltadas o simplemente

con los números que velozmente representa los días, la verdad es que no

evocó el tiempo volado. Cuando un viajero extraviado, se deslumbró por los

prados de extensiones infinitos y exóticas flores, jamás vistas por sus ojos.
Llevaba a cuesta una mochila tan grande, que al abrirla se podía ver,

enteramente, su carpa armada, su fogata humeante que casi ya se consumía y

las ciento cincuenta linterna con la misma luz fosforescente. Sus zapatillas eran

de esas chillonas al nadar, pero al plantarse con una sutileza artística sobre los

cimientos arenosos y movedizos de La Garulla, ni una señal de su presencia se

advirtió ni para él ni para nadie. Así fue desde su primera pisada hasta la mil

novecientos setenta y dos, con la que puso fin a su visita fugaz. Lo que vivió allí

nunca abandonaría su memoria, como la de ningún extranjero que haya

visitado La Garulla antes de Eva, y después de ella. Estaban mudos. Estaban

realizando señas torpes y confusas; parecían jugar a la ligas pero sin ligas.

Estaban sordos por sus orejas tapiadas. Los animales ni en conjunto producían

sonido onomatopéyico posible. Las flores inventaron un nuevo idioma con sus

fragancias, para así, no gastar el color de sus pétalos, que se observaban de

un pigmento más concentrado y bello por la mudez. Los objetos caían por una

brisa colada en el vacío; resbalan de las manos temblorosas por la

remembranza de un eco; quebrados por la imitación burda de una articulación;

y desaparecían sin ánimo de apelación: La Garulla se había transformado en la

parte del universo en donde los dioses y los astros reposan a placer. Los

sonidos del mundo no penetraban allí, al igual que La Garulla se desprendía

del mundo.

Y por ese motivo, hasta el fin de nuestros días, el amo y señor del pueblo La

Garulla es el silencio. Ahora ella yacía hecha de un material tan delicado y

reluciente, que con un solo latido se convertiría en un soplo en la oreja.

Felizmente, ya todos poseían corazones discretos.


Concluyendo, les diré queridos oyentes que todo esto me parece inverosímil e

imperdonable. Al morir Eva, salvadora y patrona de La Garulla, jamás ser

nacido en esta parte de la Vía Láctea había nacido con el paradigmático don de

leer los pensamientos; y ahora resulta que todos ustedes pueden profanar la

intimidad de mi mente. Pues no lo admito, pero si me resigno. Han escuchado

con suma claridad y atención la historia de mi abuela y de su gracia compasiva;

les he compartido mi evocación favorita en las veces que me sentía abatido.

Agonizó ahora, en los instantes en que el alba no es alba, y la mañana no es

renovación. Yo moriré en poco o en mucho. Yo soy el hechicero que ha nacido

con el don de ser oídos por los demás sin emitir discurso, protesta, oración,

frase, palabra, sílaba, contracción o ruido cualquiera. Pero cuando muera, ya

nadie habrá como yo, ya no escucharan nada, y la calma monótona y

exasperante se adentrará dentro de ustedes ahogándolos y acompañándolo

hasta sus criptas. Entonces todos los seres del planeta, después de una

solemne peregrinación y ante torrentes infames y nubes negras de rencor,

exclamarán coléricos y frustrados en una sola garganta sin eco del cielo: ¡Aquí

no piensa nadie!

También podría gustarte