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Friedrich Hölderlin: divina locura

Carlos Javier González Serrano / 1 julio, 2014

Poeta inmortal, símbolo de la más alta cultura alemana del XIX y


contemporáneo de Hegel, Schiller o Schelling, Hölderlin vivió recluido los
últimos treinta y seis años de su vida víctima de una prolífica locura
Friedrich Hölderlin (1770-1843) es considerado, no sin razón, uno de los poetas cuyas ideas, a caballo
entre el Romanticismo y el Clasicismo, más hondo calaron en la tradición filosófica y literaria que le
siguió. Aunque su obra no solo se compone de poesía, podemos afirmar que todo cuanto escribió se
encuentra repleto de una fuerza poética en la que los conceptos de tiempo, belleza y espíritu cobran una
especial importancia.

Hay un olvido de toda existencia, un callar de nuestro ser, que es como si lo hubiéramos encontrado todo.

Con apenas catorce años es enviado por su familia al seminario de Denkendorf para estudiar Teología,
con la esperanza de que dedique su vida al servicio divino. Será allí donde comience a redactar sus
primeros poemas y donde, además, descubre los libros de Schiller y Klopstock. Paulatinamente, a través
de tan egregias lecturas, encontrará su auténtica vocación.

Y es que, como escribía en uno de sus ensayos (“El punto de vista desde el cual tenemos
que contemplar la Antigüedad”), parece que no tenemos otra elección que aceptar
aquello que somos si no queremos ultrajarnos, falsear nuestro más íntimo yo. A este
respecto, caben dos opciones: “ser oprimido por lo adoptado y positivo o, con brutal
arrogancia, ponerse a sí mismo, como fuerza viviente, frente a todo lo aprendido, dado,
positivo”.

Hölderlin culmina sus estudios teologales en 1793, aunque nunca ejercerá el ministerio
sagrado. Al menos, el que se podría esperar de él… Sus contactos con las esferas
superiores será muy distinto del dictado por la ortodoxia. “Ser uno con todo, esa es la
vida de la divinidad, ese es el cielo del hombre”, escribía Hölderlin en los primeros
compases de su Hiperión.
La plenitud del mundo infinitamente vivo nutre y sacia con embriaguez mi indigente
ser.

Cuando, algunos años antes, en 1788, es trasladado al seminario de Tübingen, y tras sus
primeras experiencias amorosas (con Louise Nast y Elisa Lebret, esta última hija de uno
de sus profesores), funda junto a su colega Neuffer la “Liga de los Poetas”, mientras
afianza su relación con dos futuros gigantes del pensamiento alemán: Hegel y Schelling.

Por aquel entonces, nuestro protagonista tiene puesta toda su atención en Kant
y Rousseau, la Revolución francesa y los antiguos griegos. Como explica Felipe
Martínez Marzoa, por lo que toca al desarrollo de la filosofía, “Hölderlin no va a la cola
de Schelling y Hegel”, como podría pensarse en un primer momento, “más bien va por
delante de ellos; pero ya está dicho que Hölderlin no será filósofo, sino poeta”. De él
diría más tarde Luis Cernuda: “Hölderlin, con fidelidad admirable, no fue sino aquello a
que su destino le llamaba: un poeta. Pero ahí nadie le ha superado en su país, ni en otro
país cualquiera”.
¿Qué sería la vida sin esperanza? Una chispa que salta del carbón y se extingue, o como
cuando se escucha en la estación desapacible una ráfaga de viento que silba un instante
y luego se calma, ¿eso seríamos nosotros?

En 1795, reunidos bajo la inspiración del propio Hölderlin -a quien acompañan Hegel y
Schelling-, se forja un importante texto: el conocido como “El más antiguo programa de
sistema del idealismo alemán”, en el que descubrimos las aspiraciones de tres mentes
brillantes pero, más aún, de tres almas en busca de sentido. Esta llamativa tríada se
pregunta en el programa: “¿Cómo tiene que estar constituido un mundo para una
esencia moral?”, y responde, casi airada: “Solo lo que es objeto de la libertad se llama
idea. ¡Tenemos que ir más allá del Estado! Pues todo Estado tiene que tratar a hombres
libres como engranaje mecánico; y esto no debe hacerlo; por lo tanto, debe cesar”. Más
tarde, en su Hiperión, Hölderlin escribiría: “No sabe cuánto peca el que quiere hacer del
Estado una escuela de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado
su cielo, lo ha convertido en su infierno”.

En el texto, además, se da un papel fundamental a la poesía, ensalzada como “maestra


de la humanidad” y como el único arte que sobrevivirá a las demás. “El filósofo
-concluyen- tiene que poseer tanta fuerza estética como el poeta” con el fin de constituir
una “mitología de la Razón” para que, al fin, “ninguna fuerza sea ya oprimida”:
“¡entonces reinará universal libertad e igualdad de los espíritus!”.
Hay un dios en nosotros que dirige el destino como si fuera un arroyuelo, y todas las
cosas son su elemento.

Hölderlin mantendrá siempre, en todas sus obras, una curiosa relación con la palabra, en
ocasiones incapaz de mostrar el fondo último de la realidad pero, a la vez, verdadero
instrumento del que hizo su profesión. Los escritos del poeta suponen el desarrollo,
como apunta José Ignacio Eguizábal en Hölderlin no estaba loco (La Isla de Siltolá,
2013), “del Uno y Todo”. El proyecto de Hölderlin parece claro: “ser uno con todo lo
viviente, volver, en un feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza”. Una
concepción a la que Hegel atribuiría también suma importancia en sus escritos de
juventud: “la conexión de lo infinito y de lo finito es, sin duda, un misterio sagrado,
porque esa conexión es la vida misma”.
En Hiperión, tal vez su obra más conocida, Hölderlin aclara a qué se refiere con la
palabra “Todo”: “Su nombre es belleza”, es decir, la esencia de la belleza, de donde
nace toda auténtica filosofía. Pero el Todo, a la vez, es “Una única, eterna y ardiente
vida”. Una vida que nunca dudará en ensalzar incluso en los momentos más difíciles de
su existencia. Y es que parece haber en nosotros una extraña ambición “irresistible a ser
Todo, que, como el Titán del Etna, brota enojada desde las profundidades de nuestro
ser”.
¡Qué cerca piensa el hombre en su juventud que está la meta! Esta es la más bella de
todas las ilusiones con que la naturaleza ayuda a la debilidad de nuestro ser.

Cuando Hegel publica en 1807 su Fenomenología del espíritu, se produce la ruptura


definitiva entre el filósofo y Hölderlin. Si Hegel consideraba que debía “contribuir a que
la filosofía se aproxime a la forma de la ciencia, a la meta en que puede dejar de
llamarse amor por el saber para llegar a ser saber real”, por su parte, nuestro poeta sigue
haciendo uso de un concepto de filosofía muy cercano al entusiasmo y la inspiración, a
lo sagrado, una actitud que Hegel no dudaría en tratar con cierto desprecio y bellaquería
en el prólogo de su Fenomenología.
Muy al contrario, Hölderlin confesará que es esa ciencia tan ansiada por Hegel la que,
en algún momento de su juventud, persiguió “a través de las sombras” con la esperanza
de ver confirmadas sus “alegrías más puras”. Pero, nada más lejos de la realidad, fue la
propia ciencia y la ambición por saber “la que me ha estropeado todo”. El poeta desea
volver a unirse con la hermosura del mundo -de la que se confesaba expulsado por
“vuestras escuelas”, donde “me volví tan razonable”- y disfrutar así en el “jardín de la
naturaleza, donde crecía y florecía”. Y todo ello porque, en frase célebre de Hölderlin
en Hiperión, “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y
cuando el entusiasmo desaparece, ahí se queda, como un hijo pródigo a quien el padre
echó de casa”.
Merece la pena reproducir un texto de Hölderlin, por el eco de nuestra época que en él
encontramos, en el que damos con toda una crítica anticipada a la cada vez más
peligrosamente rápida transición entre las etapas de niño y adulto:

Sí, el niño es un ser divino hasta que no se disfraza con los colores de camaleón del
adulto. Es totalmente lo que es, y por ello es tan hermoso. La coerción de la ley y del
destino no le andan manoseando; en el niño sólo hay libertad. En él hay paz; aún no se
ha destrozado consigo mismo. Hay en él riqueza; no conoce su corazón la mezquindad
de la vida. Es inmortal, pues nada sabe de la muerte”. Desde luego que la época del
despertar también es hermosa, asegura Hölderlin, “con tal de que no se nos despierte
antes de tiempo.

Tras ser “golpeado por Apolo”, como el propio Hölderlin escribía, y un periodo de
actividad casi febril (1803-1804), la locura se apodera del poeta hasta mostrarlo, en tono
y apariencia, prácticamente irreconocible frente a sus conocidos. Su amigo Sinclair, que
más tarde se distanciará de él por problemas con la justicia, lo traslada en 1806 a una
clínica de Tübingen, aunque no mucho tiempo después la abandonará para marchar a la
casa del ebanista Ernst Zimmer, donde vivirá hasta 1843, año de su muerte.

Hölderlin aceptó su locura como una cuita más, aunque fatal, de su vida. En una de
sus Odas (“Timidez”) confirmaba la necesidad de amoldarse a las exigencias del
destino: “Entra, pues, genio mío, desnudo en la vida/ y no te preocupes de nada/ lo que
ocurra, ¡todo será en buena hora!/ Armonízate con la alegría, pues, ¿qué podría/
afrentarte, corazón, qué podría/ sucederte donde debes ir?”.
Como indica José Ignacio Eguizábal, “la tentación natural parece considerar la locura
como un don, una señal divina”, posición que mantuvieron los primeros descubridores
del poeta. Por su parte, Karl Jaspers “fue más lejos -prosigue Eguizábal- y seguramente
estuvo más acertado cuando supuso que el comienzo de la demencia en su estado grave
turbó las facultades creativas del poeta para exaltarlas”, de manera que la locura de
Hölderlin le habría permitido arriba a “lugares-límite” en los que se presiente lo
sagrado, lo sobrenatural.

Incluso en estos años postreros, de convulsa creación, Hölderlin nunca abandonó su


máxima convicción: sin poesía, nunca un pueblo podría haber sido filosófico. Una
filosofía que, a fin de cuentas, no es más que llamamiento e inspiración íntimos:
“Otorgado en su interior es a los hombres el sentido,/ hacia lo mejor él ha de guiarlos,/
esa es la meta, la verdadera vida,/ ante la cual más espiritualmente los años van
contando”.

Aunque son numerosas las editoriales que se han esforzado por entregar al público
español la traducción de las obras de Hölderlin, hay que alabar, sin embargo, la
magnífica labor de Ediciones Hiperión en este sentido. Destacamos:
Hiperión o El eremita en Grecia: como explica Jesús Munárriz, es Hölderlin sin duda
“uno de los casos más claros de entrega de un ser a esas fuerzas ocultas cuyos productos
solemos denominar arte”. Hölderlin compuso su obra entre 1794 y 1795, y hay quien la
cataloga como su escrito cumbre, en el que su lirismo y preocupaciones más hondas
hacen acto de presencia de manera elocuente. Fue Hiperión la obra que llevó al ebanista
Zimmer, entusiasmado con su lectura, a visitar al poeta en su internamiento y
conducirlo a su casa, donde permanece hasta su muerte. El amor, fiel reflejo de los
sentimientos que despertó en vida del poeta su amada Sussete Gontard, será la guía del
libro: “Solo quien actúa con toda el alma no se equivoca nunca -escribe Hölderlin-. No
necesita de argucias, pues ninguna fuerza se le opone”.
Poemas de la locura: cuando el estado de Hölderlin comienza a empeorar, su médico
dicta el siguiente juicio: “su locura se está convirtiendo en frenesí, y es imposible
comprender su lenguaje, que parece una mezcla de alemán, griego y latín”. Su amigo
Sinclair le ingresará en 1806 en una clínica de Tübingen sin que su estado llegue a
mejorar. Aunque siempre permanecerá fiel a su Hiperión, que recita en voz alta y del
que lee pasajes a sus visitantes, Hölderlin nunca dejó de lado su labor poética en su
postrero enclave: “Oscura, cerrada, parece a menudo la interioridad del mundo,/ sin
esperanza, lleno de dudas el sentido de los hombres,/ mas el esplendor de la Naturaleza
alegra sus días/ y lejana yace la oscura pregunta de la duda”.
Ensayos: Hölderlin nunca cultivó el ensayo como género, aunque sí nos legó en sus
escritos algunos testimonios de su reflexión al respecto de la labor poética.El lector
encontrará en estos escritos, casi todos bastante breves, materia suficiente para trabajar
durante meses en las continuas referencias del autor a diversas personalidades literarias
y filosóficas, así como a múltiples temas que fueron de su interés: Spinoza, Homero, los
géneros poéticos, la tragedia, Aquiles, la religión, Empédocles, Edipo y Antígona, la
verdad, lo infinito o la quietud.
También de recomendada lectura son Los himnos de Tubinga, Empédocles, El
Archipiélago y Emilia en vísperas de su boda, así como su Correspondencia
completa para conocer numerosos avatares de su vida y contexto cultural y personal.

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