Está en la página 1de 21

Historia del Movimiento Obrero Argentino

Parte I: “Los Orígenes” (1890-1930)

El Contexto

La Argentina de los primeros años del siglo XX presentaba dos características básicas.
En primer término, aparecía como el producto exitoso de un sueño que en cierto momento
había parecido irrealizable. El modelo de desarrollo que Juan Bautista Alberdi había
anunciado en su libro Bases y Punto de Partida para la Organización Constitucional de la
República Argentina en 1852 y que constituyera el ideario de los gobiernos de Bartolomé
Mitre (1862-1868), Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) y Nicolás Avellaneda
(1874-1880); llegaba a colmar hacia 1890 todas las expectativas; no solo de los dirigentes,
sino también la de los miles de inmigrantes que habían llegado a nuestras tierras corridos por
el hambre, la miseria y las persecuciones políticas y religiosas. El Presidente Julio Argentino
Roca y sus sucesores podían jactarse durante los festejos del Centenario de la Revolución
de Mayo, de dirigir un país moderno y pujante que exhibía – con soberbia de nuevo rico – su
condición de granero del mundo.

En segundo término, esa nación joven evidenciaba síntomas de problemas crecientes.


El Socialismo y el Anarquismo presionaban con fuerza sobre un régimen que impedía, sin
disimularlo, cualquier modificación de las reglas del juego económicas y productivas; a la par
que grupos disidentes de la minoría gobernante se agrupaban en una oposición que ponía en
tela de juicio el fraude electoral, el nepotismo y la corrupción administrativa que – según un
extendido punto de vista – impregnaban a todas las estructuras del Estado.

Ese país, por lo tanto, no había construido su presunta grandeza sobre bases
demasiado sólidas. El mito posterior de los “Años Dorados” escondería la gran inestabilidad
económica y política que jalonó esa etapa histórica. En 1873-1875 y nuevamente entre 1889-
1899, el modelo agroexportador había sufrido varias crisis, las que evidenciaban que
Argentina era demasiado dependiente de los avatares de la globalización capitalista. Cuando
los flujos de inversión y de población inmigrante se cortaban, el crecimiento se detenía,
perjudicando las exportaciones y presionando sobre los salarios, generando a su vez, un
creciente endeudamiento público y privado. Sin divisas, la economía se mostraba incapaz de
cubrir los déficits producidos por la entrada de bienes de consumo importado, indispensables
para mantener alta la demanda de una población cada día más numerosa a precios aceptables.
Todo en el marco de reiteradas explosiones de mal humor político, que impugnaban no tanto
el “modelo de acumulación”, como el poder fraudulento y no representativo del Roquismo y
sus aliados. Impugnación violenta que incendiaría las grandes ciudades del Litoral, con
revoluciones cívico militares.

De esta manera, es posible afirmar, que hacia 1910 la República no ignoraba las crisis
económicas y políticas. Lo que a veces se concibe como un “progreso lineal e indetenible”,
había demostrado ser lo suficientemente precario como para acostumbrar a gobernantes y
gobernados al uso de expedientes transitorios – la emergencia financiera, el fraude y el
peculado, las proscripciones electorales, el alzamiento armado con apoyos civiles – que con el
tiempo se terminarían convirtiendo en permanentes.

Crisis Económica y Crisis Política en los Orígenes del Movimiento Obrero


Argentino (1890-1899).

Hacia mediados de 1889, síntomas crecientes de que el crecimiento de la economía


argentina se detendría, eran ya un dato de la realidad; sobre todo entre los círculos bien
informados. El oro se venía desvalorizando, a veces cotidianamente, otras a saltos, desde
principios de marzo, quitándole respaldo a la moneda nacional de forma inexorable. La Bolsa
de Comercio, veía caer sus papeles, mientras tenían lugar cesaciones de pagos y quiebras. El
drenaje de divisas era incesante: pago de deudas, intereses y servicios. Si en 1888 se habían
girado a Europa la cantidad de 4,5 millones de pesos oro, en los primeros meses de 1889
esta sangría importaba 25,3 millones de pesos oro. El Ministro de Hacienda, Rufino
Varela lanzaba como respuesta 40 millones al mercado para enfriar la inquietud imperante,
siendo los mismos devorados casi instantáneamente. Su reemplazante, Wenceslao Pacheco,
se propuso seguidamente, restringir la emisión de papel moneda y controlar los gastos
corrientes, mientras afirmaba que el Gobierno disponía en Europa de fondos que aseguraban
el servicio de la Deuda Externa y las garantías a las Empresas Ferroviarias hasta enero de
1891. Para entonces, sin embargo, el oro, que a principios de año valía 147 pesos, estaba en
octubre a 240 pesos; aumentando con ello el costo de vida. La venta de 24.000 millones de
leguas cuadradas de tierra en el exterior, por un importe de 60 millones de pesos, tendría el
mismo destino que el salvataje implementado por Varela. Todo parecía inútil.
Al mismo tiempo, el Presidente de la Nación Don Miguel Juárez Celman, había venido
recogiendo antipatías desde 1886, año de su ascenso al poder. Los católicos no habían
olvidado las grandes polémicas del sexenio anterior en torno a las Leyes de Registro Civil,
Matrimonio y Educación Pública, considerándolo promotor activo de las mismas. Los
mitristas lo aborrecían, a su vez, por considerarlo continuador del Régimen que en 1880 los
había desplazado definitivamente del poder, y lo acusaban de pervertir el Sistema
Republicano; mientras – curiosamente – los roquistas se sentían traicionados por la venta
de ferrocarriles y la concesión leonina de obras de salubridad en Buenos Aires, considerando
a éstas medidas como actos indignos de un Estado consciente de sus responsabilidades, a la
par que, por último, los autonomistas porteños no olvidaban la Federalización de su ciudad
y de su puerto, realizada por una “Liga de Caudillos” apadrinada y conducida en febrero de
1880, entre otros por el mismo Juárez, por entonces Ministro de Gobierno de Córdoba.
Todo indicaba pues, la conformación paulatina pero firme de una coalición opositora, nunca
vista antes en la política argentina; al menos desde 1853.

Los sucesos ocurridos el 20 de agosto de 1889 en la Capital Federal, cuando un grupo


de jóvenes oficialistas se reunieron en un banquete de adhesión al Presidente, provocaron
desde las páginas de la prensa opositora - en este caso de La Nación el diario fundado por
Mitre – la respuesta de los grupos más enconadamente anti oficialistas, a través de un artículo
escrito por el sagaz y polémico Francisco Barrotaveña, llamando abiertamente a una
rebelión armada. Pocos días más tarde, y como consecuencia directa de ello, tuvo lugar en el
famoso Jardín Florida – un conocido salón de espectáculos – la reunión fervorosa de la
totalidad de las fuerzas opositoras, en claro desafío al poder presidencial; proclamándose la
creación de la autodenominada Unión Cívica de la Juventud. El 1 de abril de 1890, en el
Frontón Buenos Aires se produciría el acto más multitudinario del siglo XIX en el país, con la
presencia de todos los líderes enfrentados al Gobierno: Mitre, Alem, Del Valle, Goyena,
Estrada y Navarro Viola; plateándose en los diferentes discursos la idea de “voltear al
gobierno por la fuerza”, o sea por medio de la violencia.

El 26 de Julio de 1890, tuvo lugar por fin el alzamiento – un modelo de Golpe de


Estado Cívico Militar destinado a repetirse – con epicentro en el corazón de la Capital de la
República. Miles de muertos y heridos dejarían tres jornadas de lucha, además de un
Gobierno muerto. El 4 de agosto, abandonado por los roquistas, a pesar de la victoria
obtenida sobre rebeldes, el Presidente Juárez Celman dimitía, siendo reemplazado por su
Vicepresidente Carlos Pellegrini. Se iniciaba una nueva época, de grandes consecuencias
para el futuro de los sectores populares en el país.

El nuevo Gobierno – una coalición de roquistas y mitristas – iba a intentar


reencauzar la economía por medio de políticas ortodoxas, combinadas con audaces
transformaciones en la estructura productiva de la Nación. Vicente Fidel López, Ministro de
Hacienda, adoptó un plan económico que consistía en algunas medidas básicas: emisión de
60 millones de pesos billete y la enajenación de fondos públicos por 4,5 % como garantía
para la emisión de moneda; creación de la Caja de Conversión; contratación de un nuevo
empréstito por 20 millones de pesos oro y la intervención financiera de varias provincias
insolventes. Pero lo crucial y definitorio, no fueron esos expedientes de emergencia
financiera; sino las políticas de apoyo a la Industria Nacional, representadas por: la fijación
de aranceles a las importaciones con el objeto de proteger los bienes producidos localmente;
creación de los bancos Hipotecario y de la Nación Argentina; así como la reanudación de las
grandes obras públicas en toda la geografía del país.

Como consecuencia de los cambios antes aludidos, tuvo lugar el desarrollo y


nacimiento de una Industria Nacional de base agropecuaria, destinada a agregar valor a los
productos primarios enviados al exterior. Adolfo Dorfman en su conocida Historia de la
Industria Argentina escribió lo siguiente: “No hay viento que no sople para bien alguno. La
crisis que atraviesa el país es tremenda. Asimismo sopla perfectamente el viento de la
industria nacional, y sería de desear verla aprovechar la ocasión para levantarse (…) y
hacer adoptar al público y a la administración nacional y provinciales sus numerosos y
excelentes productos. Ha sonado la hora en que debe la producción nacional
desarrollarse con ímpetu, a favor de ese enorme premio en metálico que constituye para
ella la protección más eficaz que nunca pudo conseguirse”. Así, al conjuro de esta
coyuntura se van sumando establecimientos industriales a los que ya existían.

Es posible, pues, realizar un breve repaso de las actividades más afectadas entre 1890
y 1899, por la política industrialista de Carlos Pellegrini y sus sucesores. En 1897, por
ejemplo, la rama lechera de la Industria Láctea, elaboraba 1,7 millones de kg de manteca,
exportados casi en su totalidad a Gran Bretaña; mientras que para la misma fecha, la
agregación de valor llegaba a los cereales, con la creación de molinos y elevadores de granos
en Buenos Aires y Rosario. Los ingenios azucareros, por su parte, empleaban en 1895
11.000 trabajadores, cifra similar registrada por el sector maderero. En lo que respecta a la
Industria Frigorífica, en la década de 1890 se produjo el pasaje de la carne ovina a la vacuna,
exportándose en 1899 450.000 toneladas de la primera y 30.000 toneladas de la segunda,
en todos los casos enviadas a Londres y Liverpool en barcos congeladores.

De éste modo, el Censo Industrial de 1895 marcaba el enorme desarrollo alcanzado


por la Argentina en muy poco tiempo, con 23.000 establecimientos en todo el país, con más
de 165.000 obreros y un capital invertido de 475 millones de pesos; destacándose los
rubros de: alimentación, vestido, construcciones, muebles y metales como los más dinámicos,
ocupando una masa laboral predominantemente extranjera – el 80 % eran inmigrantes – y
dando origen a los grandes centros urbanos del Litoral Rioplatense. Una verdadera
transformación social de incalculables consecuencias.

En fin, resumiendo, podemos afirmar que la crisis económica surgida entre 1889 y
1891, fue el punto de partida para la creación de una Industria Nacional y de un
Movimiento Obrero poderosos, siempre en términos americanos naturalmente. Su fuerza –
aún dormida – iba a verse durante la década siguiente, aunque entre los sucesos Del Parque y
las Revoluciones Radicales de 1892 y 1893, no se evidenciaran la participación masiva de
los trabajadores en huelgas y protestas de apoyo a los reclamos esgrimidos en contra del
Régimen Conservador. La Política era una actividad ajena todavía a esos miles de italianos,
españoles, rusos y árabes que poblaban las incipientes fábricas y los establecimientos rurales
que producían con su trabajo cotidiano el despegue de una nueva y floreciente economía.

El Movimiento Obrero: Los Primeros Pasos de su Organización Política y


Sindical

Hacia fines del siglo pasado – durante la década de 1890 – como ya hemos visto, la
modernización económica había transformado sustancialmente la sociedad argentina. El
“Desierto” empezaba a convertirse en la “Pampa Pródiga”, y “La Gran Aldea” en una ciudad
con las características y los problemas de las grandes metrópolis del mundo; siendo uno de
los rasgos salientes de esa transformación el surgimiento de un vasto Mundo del Trabajo,
característico de las grandes ciudades como Rosario y Buenos Aires. En ninguna otra parte del
país hubo una concentración tal de trabajadores; es lógico que allí crecieran y se desarrollaran
inicialmente los movimientos políticos que apelaban a ellos y que aspiraban a mejorar su
situación.

En varios sentidos, se puede afirmar, que ese complejo mundo de los trabajadores era
heterogéneo. Extranjeros en su mayoría, hablaban lenguas disímiles – ni siquiera los italianos,
con sus diversos dialectos, poseían un idioma común – y tenían tradiciones también
diferentes. Desde el punto de vista ocupacional, lo característico era la diversidad de
condiciones y la inestabilidad de situaciones. Muchos eran obreros no calificados, que
alternaban tareas rurales en tiempo de cosecha con otras urbanas: carga y descarga en el
puerto, construcción de viviendas u obras públicas. Otros se incorporaban al servicio
doméstico, y una cantidad considerable desempeñaba actividades artesanales o comerciales
en pequeños establecimientos. Había también, trabajadores por cuenta propia, empleados de
pequeños patrones y operarios de grandes fábricas. Algunos trabajaban a jornal y cada día
debían resolver el problema del empleo, mientras que otros tenían ocupaciones permanentes;
aunque todos estaban amenazados por la desocupación y el paro forzoso.

Ese conglomerado inicialmente amorfo fue convirtiéndose poco a poco en una


“sociedad orgánica”, en parte por su propia acción y en parte por la de militantes e
intelectuales que se identificaban con sus problemas. Las necesidades comunes fueron así
estimulando la formación de sociedades de socorros mutuos y, finalmente, de las primeras
asociaciones gremiales. Dato curioso: en 1878 se formó la primera organización sindical
en la Argentina, la Unión de Tipógrafos, la que debutó con una huelga; seguida poco más
tarde por gremios de carpinteros, panaderos, albañiles, sombrereros, entre otros. Recién
luego de 1880, con el aumento de la inmigración y el progreso económico, se aceleró el
desarrollo organizativo, pues muchos de los recién llegados venían influidos por las ideas
anarquistas y socialistas.

Pero fue en 1890, año de crisis y de agitación política y social, cuando un grupo de
organizaciones obreras y socialistas celebraron por primera vez el 1de Mayo, Día de los
Trabajadores. En 1891 anarquistas y socialistas coincidieron en la fundación de la
Federación Obrera Argentina (FOA), central pionera en el país, aunque pronto fuera
disuelta por sus creadores, a raíz de virulentas discusiones ideológicas entre ellos. Intentos
similares se repitieron entre 1894 y 1895, período de reflujo de las luchas de los obreros,
castigados por la recesión general y la desocupación.
Por esos años, sin embargo, maduraron la organización sindical y política de las dos
tendencias principales. Un Grupo Socialista, dirigido por Germán Avé Lallement, publicó en
1890 El Obrero, un periódico de definida orientación marxista, y participó en la organización
de la FOA. Posteriormente se fueron constituyendo diversos núcleos socialistas – ateneos,
centros barriales – que atrajeron a los trabajadores y también a profesionales e intelectuales
destacados. En 1894 comenzó a editarse La Vanguardia, que desde entonces expresó las
tendencias oficiales del Socialismo; y finalmente, en 1896, Juan B Justo fundaba el Partido
Socialista, agrupación de marcada tendencia reformista, inspirada en los postulados
socialdemócratas de Eduard Berstein y Karl Kautsky.

El Socialismo apelaba a sectores calificados del Mundo del Trabajo, con unos
empleos estables y capaces por ello, de adecuarse a ese ideal de vida ordenada que proponía
el Partido Socialista. Pero además, reclutaba simpatizantes en otros estratos de las
sociedades urbanas, en las que ya se advertía una fuerte diferenciación: pequeños
comerciantes, rentistas y otros que admiraban no sólo la probidad de sus dirigentes sino su
eficiencia como administradores y su defensa inclaudicable del consumo popular a precios
accesibles: La dirección del Partido, sin embargo, quedaba siempre en manos de “doctores”
como Juan B Justo y Nicolás Repetto, médicos de indudable talento y devoción por los
trabajadores, pero separados de ellos por razones de origen, formación, juicios y prejuicios.

Fuertemente influido por la Socialdemocracia y por el Revisionismo Alemán de


Ferdinand Lasalle, el Partido Socialista Argentino adoptó desde un principio una línea
reformista: paso a paso, conquista a conquista, podía irse avanzando hacia una sociedad
futura, viendo con claridad lo que había de hacerse cada día. La Huelga y en general la Acción
Sindical, solo eran útiles en determinadas circunstancias de tiempo y lugar. En cambio,
confiaban plenamente en la Acción Política: los trabajadores – en su mayoría extranjeros –
debían naturalizarse e inscribirse en los registros electorales; votar luego y llevar al
Congreso sus iniciativas, para que los legisladores socialistas impulsaran a través de la
legislación la reforma progresiva de una sociedad cuyos aspectos positivos, como la Escuela
Pública, los socialistas no tenían empacho en señalar. En 1904, en las únicas elecciones
realizadas por el sistema de circunscripciones – copiado del británico y el norteamericano –
Alfredo L Palacios ganó una banca en la Cámara de Diputados de la Nación, consagrándose
el primer diputado socialista de América.
Divergencias más profundas existían entre los grupos anarquistas, nutridos por muy
diversas tradiciones: colectivistas bakunianos, comunistas, kropotkinianos y muchos otros. Al
principio predominaron los llamados “individualistas”, enemigos de toda organización, aún
la propia; ellos editaron periódicos de sugestivos títulos: El Perseguido, El Rebelde; mientras
un inmigrante italiano Enrico Malatesta impulsaba grupos definidos como “organizadores”
nucleados en torno del consejo editorial del principal periódico ácrata de Buenos Aires: La
Protesta Humana. La diferencia entre ambos grupos se centraba en la cuestión de si los
anarquistas debían participar en las organizaciones de los trabajadores, impulsarlas y
dirigirlas. Los individualistas habían tenido al principio éxito en bloquear tales intentos, pero
progresivamente domino la tendencia contraria, al punto que hacia fines del siglo el
Anarquismo se había identificado totalmente con las sociedades obreras. En ellas coexistió
y compitió con los socialistas y las violentas controversias dieron por tierra con los sucesivos
intentos de unificar en una central a las primeras organizaciones sindicales.

El mensaje anarquista encontró cálida recepción entre los artesanos y trabajadores


de pequeños talleres, orgullosos de su oficio y celosos de su individualidad. Era natural, pues,
que tuviera amplio eco en quienes constituían la mayoría de los trabajadores calificados:
sastres, sombrereros, panaderos, herreros. Pero sobre todo, fue aceptado por la masa de los
trabajadores extranjeros no calificados, analfabetos en su mayoría, mal arraigados aún, que no
estaban en condiciones de recibir un mensaje político muy complejo y abstracto. En cambio el
apasionado discurso de los propulsores de la “Idea”, sencillo y fuertemente emocional,
despertaba un eco profundo y respuestas masivas: proponían deshacer la sociedad, acabar
con los patrones, la Iglesia y el Estado, y construir todo nuevamente sobre las bases más
justas de la cooperación libremente aceptada y no impuesta por autoridad alguna. Ese
objetivo final no admitía concesión alguna, particularmente frente al Estado: ni la
naturalización, ni la Escuela Pública, ni mucho menos el sufragio y la participación en las
instituciones gubernamentales. La Legitimidad misma del Estado era cuestionada por
quienes llegaron a cambiar la denominación de la Federación Obrera Argentina (FOA), por
Federación Obrera Regional Argentina (FORA), indicando así que no daban importancia a
las fronteras con que los gobiernos separaban artificialmente a los pueblos.

Tal programa no sonaba enteramente utópico a principios del 1900, cuando el Estado
Argentino, aún no totalmente consolidado, no alcanzaba con su larga mano a toda la sociedad
y cuando las estructuras capitalistas no parecían aún tan sólidas. Para derribar al uno y a las
otras los anarquistas confiaban en un único método: la Huelga General. Ese día, todos los
obreros abandonarían el trabajo, y la sociedad burguesa, paralizada, se derrumbaría. Soldados
y políticos descubrirían al mismo tiempo su condición de hijos del pueblo, arrojarían las
armas y se unirían a los huelguistas.

Ciertamente había una brecha enorme entre el preciso objetivo final y los medios para
alcanzarlo, sobre cuya puerilidad esencial no se reflexionaba demasiado. Sin embargo en una
sociedad popular heterogénea, con tan pocos vínculos y articulaciones, la acción de masas,
la huelga general, suplía rápidamente todas las debilidades organizativas y de conciencia
política. De 1901 a 1910, fue el principal recurso de los sectores obreros y populares de las
grandes ciudades, que encontraron en los anarquistas a sus conductores naturales.

A pesar de constituir un grupo pequeño, estos militantes eran capaces de despertar


una respuesta poderosa entre los trabajadores, que sin definirse ni como anarquistas ni
como socialistas, seguían a unos o a otros cuando sus consignas y banderas recogían sus
inquietudes y necesidades. En el decenio de 1901-1910 predominó el Anarquismo;
iniciándose 1901 con una huelga general y una movilización obrera que mantuvo su fuerza
durante los dos años siguientes. Un breve reflujo, entre 1904 y 1906, separó el período
inicial del que cubre los años de 1907 a 1910. Infinidad de huelgas parciales – entre ellas
una singular de inquilinos, en 1907 – acompañaron los grandes paros generales de 1907 y
1909. Ese año la represión policial en el acto del 1 de Mayo desató una amplia violencia
que culmino el año siguiente, 1910, cuando la huelga general estuvo a punto de hacer
fracasar los festejos, largamente preparados, del Centenario. A la huelga siguió la represión,
muy violenta, tanto de las fuerzas oficiales como de grupos de jóvenes aristócratas,
responsables del primer “terror blanco” en nuestro país.

El Movimiento Sindicalista

Además de lidiar con los anarquistas, los gremialistas socialistas debieron hacerlo
con su propio partido, cuyos dirigentes les imponían una férrea conducción y les daban muy
poco espacio en la toma de decisiones. Un importante grupo se apartó en 1903 y constituyó
una novedosa tendencia “sindicalista”, que en 1906 ganó el control de varios sindicatos y
progresivamente conquistó un amplio espacio en el Movimiento Obrero. Inspirados en los
principios de George Sorel, apelaban a los trabajadores incluidos en gremios numerosos y
calificados, como los ferroviarios y los marítimos, y también los portuarios. En ellos
predominaban los trabajadores nativos, en especial aquellos que empezaban a recorrer los
peldaños iniciales del ascenso social: la casa propia en algunos de los nuevos barrios de la
Capital Federal, la educación de sus hijos, quizá. En algunos de los casos se trataba de
inmigrantes – o hijos de ellos - , que habiendo decidido radicarse en el país, aceptaban la
sociedad como era, y en lugar de rehacerla, se conformaban con modificarla y reformarla. Es
significativo que el gremio donde más ampliamente dominó la tendencia sindicalista – la
Federación Obrera Marítima – los extranjeros estuvieran excluidos de la dirección.

Los sindicalistas coincidían con los socialistas en el “gradualismo” y en la necesidad


de hilvanar mejora tras mejora; los objetivos finales de esa lucha eran aún más borrosos.
Diferían en el valor asignado a la lucha política, de la que descreían, y adherían con fervor a
la lucha económica, a través del sindicato. En ese punto se aproximaban a los anarquistas.
Organizaron eficientemente algunos grandes sindicatos, implantados en los sectores claves
de la economía del país: ferroviarios, marítimos, portuarios, paralizando todas las actividades
productivas con sus medidas de fuerza, cuidadosamente diseñadas para sacar réditos
tangibles y concretos. La huelga, usada así por quienes evidentemente no buscaban destruirlo
todo, tenía una enorme eficacia y aseguraba negociaciones ventajosas, tanto con las empresas
como con el Estado, que no podía permanecer al margen de cuestiones tan cruciales. Esas
negociaciones, que fácilmente teñían de oportunismo su actividad militante, fueron frecuentes
y marcaron el comienzo de la tendencia que con el tiempo iba prolongarse y consolidarse en el
Movimiento Obrero Argentino.

El Estado y los Trabajadores

No podría comprenderse cabalmente el sentido de ésta evolución si no la considerara


en relación con la actitud, también cambiante, de los sectores dominantes. Toda la política de
modernización de la economía y de la sociedad, desarrollada en las últimas décadas del siglo
XIX, se apoyaba en un sólido optimismo, en la confianza en un progreso sostenido, en el que la
inmigración jugaba un papel sin lugar a dudas positivo. Esa confianza comenzó a preocuparse
por una sociedad que le resultaba más extraña y peligrosa, y esas preocupaciones se
orientaban generalmente hacia el “mal inmigrante”, que no había respondido lealmente a la
invitación recibida. El tradicional cosmopolitismo de la élite comenzó a combinarse con un
nuevo nacionalismo, con mucho de chauvinismo. El Estado procuró inculcar nacionalidad a
través de la enseñanza, y simultáneamente, extremar su control sobre la sociedad y los
extranjeros catalogados como indeseables.

En éste contexto se sancionó en el año 1902 la Ley 4144, llamada “De Residencia”,
propiciada por el Senador Miguel Cané, que confería al Gobierno “la facultad de expulsar al
extranjero revoltoso o anárquico, incapaz de incorporarse pacíficamente a la
sociabilidad argentina”. La Ley aludía sin duda alguna a los conflictos sociales, de los cuales
responsabilizaba, como ocurría habitualmente, a un grupo minoritario de agitadores
extranjeros. Su sanción marcaba uno de los extremos de la actitud dura y anticonciliadora de
la élite, la misma que llevó a reprimir con violencia el alzamiento radical de 1905 o a negarse
a cualquier flexibilización política. En épocas de crisis aguda predominaban estas actitudes,
como volvió a ocurrir en 1910. En ese año, no sólo se sancionó la llamada Ley de Defensa
Social, que autorizaba a reprimir con dureza a los grupos responsable de actos de violencia,
sino que se coartaba la misma acción sindical, imponiendo severas sanciones a quienes
participaban de huelgas o paralizaciones de la producción.

Pero junto a quienes defendían con dureza sus privilegios, había otros que
comprendían las ventajas de asumir una posición más flexible que concediera conquistas en
ciertas áreas, evitando la presión sobre el conjunto del edificio social. Así, en 1904 Joaquín V
González presentó al Congreso un Proyecto de Código del Trabajo, inspirado en el ejemplo
francés, y elaborado conjuntamente por personalidades como José Ingenieros, Manuel
Ugarte y Juan Biallet Massé; este último, autor de un minucioso trabajo de campo, encargado
oportunamente por el mismísimo Presidente de la Nación, el General Don Julio Argentino
Roca, titulado: Informe Sobre el Estado de la Clase Obrera en la Argentina.

El Código regulaba una serie de temas en los que habitualmente se enfrentaban


Capital y Trabajo. Se establecía, por ejemplo, el pago obligatorio del salario en dinero,
pues era muy común su percepción en vales; y se estatuían normas sobre el contexto
laboral, regidos hasta entonces por el Código de Comercio. Igualmente se legislaba sobre
accidentes, trabajo femenino e infantil, y también sobre jornada de trabajo, limitada a 48
horas semanales. Se reconocía la existencia de organizaciones obreras, aunque se
estipulaban pautas de funcionamiento cuya violación traía aparejado el retiro de la personería
jurídica de las mismas. La huelga era aceptada como “recurso de excepción”, procurándose
evitar siempre que los gremios no pudiesen imponerla por coacción.

Así la legalización de la acción sindical y la garantía de ciertos derechos mínimos


tenían como contrapartida un control muy estricto por parte del Estado. La norma iba
probablemente mucho más allá de lo que el conjunto de la clase dirigente estaba dispuesto a
aceptar en ese momento, y el Congreso finalmente no trató el Proyecto de Ley, que tampoco
obtuvo un apoyo consistente en el campo obrero. Los socialistas – algunos de cuyos
dirigentes habían participado en la elaboración del mismo – lo aceptaron con reservas en lo
que hacía al control de los sindicatos. Los sindicalistas lo rechazaron parcialmente; mientras
que la FORA, ya definitivamente identificada con el Comunismo Anárquico, lo rechazó
tajantemente, al aducir que no era aceptable que el Gobierno se inmiscuyera en la lucha
social.

El Centenario: Punto más alto de la Lucha Social.

El Centenario marcó el momento más alto de la movilización obrera impulsada por


los anarquistas. La de 1910 fue la más importante de las huelgas generales, pero también la
última en muchos años. En gran medida, ello se debió a las represiones previstas en la Ley de
Defensa Social y, paralelamente a la acción de “grupos de choque”, integrados por jóvenes
de clase alta protegidos por la policía, que se lanzaron contra asociaciones, periódicos y
negocios de extranjeros; no pudiendo impedir, sin embargo, que hacia 1910, los trabajadores
comenzaran a dejar de ser una masa inorgánica, para manifestar una organización y una
formación ideológica, nunca vista antes en el país.

A partir de entonces, muchos trabajadores abandonaron el conventillo y construyeron


su “casa propia”, abandonando el trabajo asalariado e instalándose en un pequeño negocio o
taller por “cuenta propia”. Algunos ingresaron en empresas, como las ferroviarias de capital
británico, en las cuales pudieron con el tiempo, integrarse a la llamada “aristocracia obrera”,
orgullosa de sus buenos salarios y su cercanía con la gente culta y adinerada con la que tenían
contacto cotidiano. La propia vida de los barrios cambió, apartando a los trabajadores del
horizonte exclusivamente clasista del taller, sumergiéndolos en otro donde se mezclaban
pequeños comerciantes, profesionales y maestras. Esto cambió naturalmente sus actitudes
hacia la Sociedad y hacia el Estado; ya no parecían ni débiles ni terriblemente injustos. No
era necesario ni posible provocar su derrumbe. Más bien, había que presionar sobre ellos para
obtener una situación mejor, beneficiándose de algunos de los mecanismos de ascenso social.

Es posible que estas nuevas actitudes, inquietudes y tendencias hayan sido


interpretadas por los gremialistas sindicalistas como una oportunidad para su crecimiento
en el mundo obrero. En 1915, al ingresar en la FORA, ganaron su control, y en el IX Congreso,
suprimieron la identificación entre la institución y el Comunismo Anárquico. La FORA del IX
Congreso se declaraba abierta a todas las tendencias e ideologías, aunque predominara
dentro de ella la tendencia sindicalista, mientras los anarquistas, refugiados en la FORA del
V Congreso, perdían influencia de manera irremediable. El advenimiento del nuevo Gobierno
Radical en 1916, abrió un ancho campo para la negociación con un Estado que asumía el
papel de árbitro en los conflictos sociales y algunas veces – no muchas en verdad – de
protector del más débil. Por un tiempo al menos – hasta que la virulencia de los
enfrentamientos rebasó esas intenciones – el Sindicalismo encontró, a través de un
interlocutor atento, la posibilidad de expresar en el campo gremial las aspiraciones del
conjunto de los trabajadores. En el campo social, como en el político, predominó la
conciliación. Los trabajadores, que seguían en general a los sindicalistas, probablemente el día
de las elecciones apoyaran a opciones moderadas como las propuestas por el Socialismo y el
Radicalismo; al menos hasta la explosión violenta iniciada en 1919 por la Semana Trágica y
prolongada en 1921 y 1922 por los fusilamientos de obreros rurales en las inmensidades
patagónicas.

El Movimiento Obrero en la Década de 1910.

La década de 1910 estuvo marcada por el ascenso al poder del primer Gobierno electo
por sufragio libre, universal y secreto masculino, dirigido por el líder de la Unión Cívica
Radical, Hipólito Yrigoyen. El nuevo elenco de funcionarios, todos procedentes de las clases
medias, tuvo que administrar el país en medio de la I Guerra Mundial, iniciada dos años
antes, en 1914; hecho que motivo la emergencia de múltiples y variados movimientos
huelguísticos y sociales, que fueron su consecuencia. Frente a ellos, el Presidente y sus
Ministros trataron de ofrecer un criterio uniforme: arbitrar, generalmente a favor de los
trabajadores, y en ciertas oportunidades imponiendo soluciones a las patronales a través de
“decretos” del Poder Ejecutivo, ayudado por la activa colaboración de los dirigentes
gremiales moderados vinculados a la FORA del IX Congreso.
Pero, es importante aclararlo, en otras oportunidades el Radicalismo en el Poder, se
mostró débil o contradictorio y esta falta de decisión fue aprovechada, tanto por los sectores
privilegiados como por los grupos anarquistas partidarios del Comunismo Libertario, para
desatar levantamientos violentos seguidos de brutales represiones. Sin embargo, la tendencia
general mostrada por Don Hipólito fue la de una acabada comprensión de los reclamos
obreros, muy distinta a la de muchos – no todos – de los gobiernos anteriores.

Ocurría que en los sectores laborales se estaban produciendo cambios profundos en lo


referente a la fisonomía de los sindicatos y su composición. En abril de 1915 se realizó en
Buenos Aires el IX Congreso de la Federación Obrera Regional argentina (FORA), que por
primera vez vio a los anarquistas en minoría entre los delegados. Sucedía que la clase obrera
estaba cambiando. En primer lugar, en su composición nacional: antes, los trabajadores
urbanos eran extranjeros en su inmensa mayoría; ahora empezaban a pesar los hijos de los
inmigrantes, con un arraigo distinto. Las condiciones de vida de los trabajadores habían
mejorado y se estaban consolidando pautas culturales y estilos de vida distintos, asociados a
la difusión de la enseñanza gratuita y obligatoria y a la generalización de la vivienda
unifamiliar. Estos cambios provocaban también modificaciones en las ideas: se rechazaban la
intransigencia anarquista, con sus posiciones revolucionarias y su cuestionamiento total
a la sociedad capitalista, y se optaba en cambio por reconocer la necesidad de negociaciones
tanto con el Estado como con los empresarios privados.

Al mismo tiempo, los sindicatos pequeños y los de “oficios varios” tendían a ser
reemplazados por “Federaciones” y a extenderse al interior del país. Estos cambios se
advertían con claridad en la década del veinte, que comprende la Presidencia del Doctor
Marcelo Torcuato de Alvear; en cuyo transcurso fueron escasas las huelgas y los conflictos
laborales. A Yrigoyen, en cambio, le tocó gobernar en medio de los efectos de la guerra, pero,
incluso con las contradicciones ya señaladas anteriormente – efecto de la heterogeneidad
ideológica y social de su propio partido - , la relación entre el estado y los trabajadores mejoró
sustancialmente. Más aún, quedó entendido que el Estado tenía la obligación de contrapesar la
debilidad de los obreros en su relación con los patrones, y que su acción legislativa debía
tender a que como afirmara el propio Primer Magistrado en su mensaje al Congreso de
Mayo de 1920 “bajo el cielo argentino no haya un solo desamparado, pues la democracia
no consiste sólo en la garantía de la libertad política; entraña a la vez la posibilidad de
poder alcanzar siquiera un mínimo de felicidad”.

Es así como el marco ofrecido por la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias
directas, se convirtió indispensablemente en un elemento fundamental para la comprensión
de los hechos que a continuación se relatarán. Por un lado, la paralización de las inversiones y
las dificultades para importar y exportar provocaron carestía y pérdida del poder adquisitivo
del salario: se calcula que entre 1914 y 1918 éste descendió un 38,2%: Por otro lado, la
Revolución Rusa aterrorizaba a las clases altas y medias: cada sindicato parecía un “sóviet”,
y cada huelga, el preludio de un gobierno Bolchevique dirigido por Comisarios del Pueblo.
El Presidente debió moverse en el estrecho espacio que le quedaba para la acción
conciliatoria, con toda su inexperiencia y su perplejidad, pero también con un sabio instinto
de lo que era posible y lo que no.

En 1917 hubo, por ejemplo, 136.000 trabajadores en huelga; al año siguiente fueron
133.000, pero en 1919 la cifra subió a más de 300.000. El 70 % de los huelguistas
pertenecían al sector de los transportes, lo que también marcaba una diferencia con los
movimientos de la primera década del siglo, que en su mayoría se daban en pequeñas
empresas y que no tenían mayor trascendencia pública.

El primer conflicto que debió afrontar el Presidente fue el de la Federación Obrera


Marítima (FOM); en donde el Gobierno se impuso sobre la intransigencia de las empresas de
navegación de cabotaje y logró un acuerdo para una mejora sustancial de los salarios. Luego
vino un movimiento de los Obreros y Empleados Municipales de la Capital Federal, cuya
solución fue más compleja y difícil, debido a las implicancias políticas que tenía su
dependencia directa del Poder Federal por efectos de la Ley de Federalización de 1880.
Pero el conflicto más importante de esa primera ola de protestas fue la huelga de los
Ferroviarios, que se mantuvo – con intermitencias – desde junio hasta diciembre de 1917,
con algunos ecos menores en 1918; afectando primordialmente al Ferrocarril Central
Argentino y luego a otras líneas. Hubo actos de violencia, tales como incendios de vagones y
agresiones contra los empleados británicos de la línea, y el poder ejecutivo tuvo que
establecer vigilancia armada en algunas instalaciones. Las presiones de las empresas y de los
grandes diarios – especialmente La Nación – fueron muy fuertes y desde sus páginas se acusó
a Yrigoyen de favorecer a los huelguistas de forma acrítica e indiscriminada.
Cuando se estaba desarrollando la huelga ferroviaria, en noviembre de 1917, estalló
una huelga general en los frigoríficos de Berisso y Avellaneda, casi todos de capitales
norteamericanos, que fue derrotada por el rápido reclutamiento de trabajadores
“rompehuelgas”. Casi inmediatamente, y a lo largo de 1918, hubo nuevamente expresiones
de malestar en los Gremios Gráfico y Ferroviario, así como también entre los Molineros y
los Obreros del Calzado. Todo fue confluyendo para que a fines de ese año de gran tensión en
el campo social, Anarquistas y partidarios de los Bolcheviques Rusos – comunistas –
encontraran terreno abonado para predicar “La Revolución” a voz en grito. La prensa y los
círculos conservadores denunciaron a su vez la fantasiosa existencia de “soviets”, aún dentro
de la policía. Era casi inevitable que la situación estallara: el detonante fue la huelga de los
Metalúrgicos de los Talleres Vasena, que en los primeros días de enero de 1919 se fue
convirtiendo en un conflicto incontrolable.

La semana Trágica

El día 7 de enero de 1919, en las puertas de los Talleres Vasena, en el Barrio porteño
de Balvanera, efectivos de la Policía de la Capital, enardecidos por la muerte de un suboficial,
cargaron contra un grupo de huelguistas nucleados en el Sindicato Metalúrgico, provocando
con ello 4 muertes y dejando cerca de 40 heridos. Dos días más tarde – el 9 de enero.- un
cortejo fúnebre con los caídos intentó llevar sus cuerpos desde Pompeya hasta La Chacarita,
siendo su marcha profusamente jalonada con disturbios. Hubo un asalto en regla contra las
instalaciones de la firma y una subsiguiente represión de las fuerzas del orden, que volvieron
a dejar un saldo trágico; esta vez, 40 muertos. Algunas iglesias recibieron ataques, se
saquearon armerías y tuvo lugar, cerca del Cementerio una verdadera batalla campal. Más
tarde, bandas de jóvenes de clase alta, apresuradamente armados por oficiales de la Marina y
del Ejército, recorrieron los barrios donde presumían la existencia de “soviets” y hostilizaron
a presuntos sospechosos, quemaron comercios y cometieron oda serie de desmanes.

Las dos Centrales Obreras, la anarquista y la sindicalista, proclamaron la “huelga


general” en la mañana del día 10. La población, visiblemente asustada, había abandonado las
calles y observaba medrosamente ese tremendo espectáculo de violencia, nunca visto antes en
Buenos Aires. Entretanto, el Presidente de la Nación, intentaba pacificar los ánimos y
negociar con los dirigentes sindicales más moderados; cuando el General de División Luis
Dellepiane – un ex revolucionario radical de 1905 y adicto al partido oficialista –
Comandante de la 1 División acantonada en Campo de Mayo y Palermo, se constituyó en la
ciudad, sin órdenes expresas del Ministro de Guerra, procediendo a ocupar con sus tropas
distintos puntos estratégicos. Dando directivas a la Policía, Dellepiane autorizó a que se
hiciera una enorme redada de “elementos indeseables”, esto es obreros; al mismo tiempo
que frenaba los operativos de las “bandas de civiles armados”; logrando recién con ello
imponer el orden el día 12 al anochecer.

La acción de las tropas fue brutal, ya que los heridos y muertos se contaron por
centenas. El Ejército – politizado irresponsablemente por el Radicalismo durante casi treinta
años, había hecho valer por su cuenta la autoridad que el Gobierno fuera incapaz de
garantizar por los mecanismos legales. Cuando todo pasó, los diarios y las revistas se dieron a
la tarea de identificar “bolcheviques” y construir supuestos organigramas revolucionarios;
creando intranquilidad y mucha incertidumbre, sobre todo entre los ciudadanos de clase
media y clase media baja. Los “peligrosos ácratas y maximalistas”, terminaron siendo
finalmente simples trabajadores.

Yrigoyen, profundamente preocupado, quiso hablar con José Ingenieros y otros


líderes socialistas para cambiar ideas sobre los sucesos y programar un Plan Conjunto de
Legislación del Trabajo; a la vez que varios organismos católicos, bajo el lema: “Pro Paz
Social”, lanzaban una gran colecta cuya promoción destacó la figura de un cura joven y activo;
Miguel De Andrea, que adquiriría años más tarde el solio obispal y una fama considerable
como promotor de obras de caridad, recaudó cerca de 13 millones de pesos. Por su parte, los
jóvenes que se habían dedicado a “cazar rusos” por las calles de Pompeya, Almagro y
Balvanera, resolvieron constituirse en una organización permanente con el nombre de Liga
Patriótica Argentina, destinada según sus estatutos a “defender el Orden Social, la
Propiedad y las costumbres y tradiciones católicas de los buenos y honestos trabajadores
argentinos”.

La Semana Trágica fue el pórtico de violento del año 1919, pródigo en huelgas. Pero
esta vez usaron este recurso gremios que no lo habían hecho antes, como bancarios,
empleados de comercio, maestros, periodistas, telegrafistas, etc…En la mayoría de los
conflictos el triunfo fue de los trabajadores, que obtuvieron mejoras salariales importantes.
También fue 1919 el año en que se levantaron los obreros de del ingenio maderero Las
Palmas en el Chaco y de La Forestal en Santa Fe, así como varios obrajes en Misiones. Tropas
del Ejército – otra vez los militares – fueron enviadas a puntos conflictivos, pero no hubo en
general sucesos de violencia y los trabajadores vieron satisfecha la mayor parte de sus
reivindicaciones, que no consistían en otra cosa que en el cumplimiento de las leyes
nacionales, violadas en los auténticos imperios de aquellas empresas explotadoras, casi todas
británicas.

La Patagonia Trágica

En 1920 tuvieron lugar los primeros indicios de malestar en el Sur de la Patagonia,


que en 1921 y 1922 tendría un trágico desenlace. Osvaldo Bayer, investigador de estos
hechos, destaca que los grandes stocks de lana, acumulados al terminar la guerra por falta de
compradores, fueron el desencadenante de los sucesos de la Patagonia. Una gran crisis se
abatió sobre los estancieros, los comerciantes y sobre todo, los peones, que vivían y
trabajaban en condiciones inhumanas.

Activados por dirigentes anarquistas de Río Gallegos, los peones rurales empezaron
a manifestarse en el invierno de 1920. A fines de ese año y a comienzos del siguiente, se
generalizó la huelga en el territorio de Santa Cruz, y algunos grupos ocuparon estancias y
tomaron rehenes, aunque sin cometer hechos irreparables. Las denuncias de la Sociedad
Rural local y las exageradas informaciones publicadas por la prensa de Buenos Aires
movieron a Yrigoyen a enviar al Teniente Coronel Héctor Benigno Varela con efectivos del
10 Regimiento de Caballería a poner orden en la zona. Varela logró que las partes en
conflicto llegaran a un advenimiento, que reconocía la mayor parte de los pedidos de los
huelguistas.

Al llegar el verano de 1921 el conflicto volvió a estallar, pero ahora con mayor encono.
Los obreros, convencidos de que los patrones jamás cumplirían lo acordado, dieron mayor
virulencia a su protesta. El Teniente Coronel Varela, a su vez, creyendo haber sido traicionado
por los huelguistas y sospechando que el Gobierno chileno estaba detrás del movimiento; se
lanzó a la represión indiscriminada. Decenas de huelguistas fueron fusilados, muchos
reintegrados por la fuerza a las estancias y algunos lograron escapar rumbo a Chile.

En Buenos Aires los sucesos de la Patagonia tuvieron repercusión inmediata en el


Congreso, pero no se investigaron a fondo. El Gobierno no tenía interés en destapar un
asunto en el que podía enjuiciarse su responsabilidad y la del Ejército; los socialistas
cumplieron formalmente con un pedido de informes. Sólo los anarquistas clamaron por los
masacrados y juraron venganza contra Varela, quien años después fue asesinado a principios
de 1923 por un joven alemán, muerto a su vez, por un miembro de la Liga Patriótica
mientras estaba en el Penal de Villa Devoto esperando su condena.

Cuando los ecos de la represión de Santa Cruz llegaron a Buenos Aires, las
manifestaciones de malestar social estaban remitiendo notablemente. Las causas: los
sustanciales aumentos salariales obtenidos por muchos sectores y, sobre todo la
normalización de la economía producida durante la posguerra. Además los sindicatos
anarquistas habían quedado debilitados. Se había producido a lo largo de los años de
Gobierno Radical, una significativa nacionalización de las fuerzas del trabajo. Un colaborador
de Yrigoyen, el Doctor Víctor J Guillot, sintetizaba así, por esos años, la concepción del Jefe
de Estado sobre este tema: “arrancar al Estado de su posición indiferente u hostil frente a
las colisiones entre capital y trabajo, y practicar un intervencionismo orgánico y
sistemático conducido por elevadas inspiraciones de humana equidad, tuvo sus costos,
realmente graves; pero nunca renunciamos como Gobierno a eso, a ayudar a progresar
a los trabajadores” Lo insoslayable fue, sin embargo, que un oficial adicto a las políticas del
Radicalismo – un fervoroso partidario del Presidente, amigo incluso de sus amigos, como
era Varela – fue probablemente uno de los mayores criminales de la Historia Institucional
del Ejército Argentino, uno de los más acabados antecedentes de los terroristas de estado de
la década de 1970.

Hacia los Años Treinta

De este modo, el fracaso de los alzamientos violentos y de las huelgas


revolucionarias, hicieron surgir dentro del Movimiento Obrero Argentino, una
transformación social de enorme trascendencia dentro de sus filas hacia mediados de la
década de 1920; cuando los sectores anarquistas – mayoritariamente influidos por su
origen europeo- -fueron reemplazados como componente fundamental de la clase obrera, por
sindicalistas reformistas, nacidos en el país. La actitud de los gobiernos radicales – tanto el
de Yrigoyen como el de Alvear – en relación a una mayor apertura al diálogo con los
gremios, fue respondida por estos sectores moderados con gran responsabilidad y madurez
política. Desde entonces constituyeron la corriente más importante y dinámica de Mundo del
Trabajo en la Argentina.

La utilización del conflicto como herramienta de presión sobre los privados y sobre
el Estado, para negociar luego condiciones óptimas de labor y mejoras salariales, fue
desde entonces el método más usado sino también el más efectivo. Los obreros identificaron
rápidamente a estos sindicalistas como el vehículo más apto para obtener mejoras
concretas en sus condiciones de vida, y en consecuencia depositaron en ellos –
particularmente en el Sindicato como Organización – una confianza que no tendrían en
ninguna otra institución, ni pública ni privada, hasta bien entrada la década de 1940.

Fueron estas premisas, las que formaron a cientos de cuadros intermedios y


superiores del Movimiento Sindical en los años por venir, sentando con ello las bases para la
emergencia del Peronismo como fuerza social y política hegemónica de la vida nacional
durante la segunda mitad del siglo XX. La Ideología pasaba a un segundo plano, lo mismo que
la representación parlamentaria – típica de los gremios socialistas – contando entre sus
prioridades la noción de “Justicia Social”, esto es, la mejora concreta, diaria, cotidiana,
efectiva, de la vida de los trabajadores y sus familias. Algo que hasta hoy ha caracterizado al
Movimiento Obrero más poderoso de América Latina, y lo que explica su enorme
legitimidad y vigencia, a pesar de los intentos realizados por destruir una y otra realizados
desde entonces.

Bibliografía Recomendada.

Abad de Santillán, Diego. La FORA: Ideología y Trayectoria del Movimiento Obrero en la


Argentina. Nervio; Buenos Aires, Argentina; 1933.

Balestra, Juan. El 90. Biblioteca Argentina de Historia y Política. Hyspamérica; Buenos Aires,
Argentina; 1985.

Bayer, Osvaldo. La Patagonia Rebelde. Biblioteca Argentina de Historia y Política.


Hyspamérica; Buenos Aires, Argentina; 1986.

Biallet Massé, Juan. Informe Sobre el Estado de la Clase Obrera en la Argentina. Colección
Nuestro Siglo. 2 Tomos. Hyspamérica; Buenos Aires, Argentina; 1984. (1904).
Dorfman, Adolfo. Historia de la Industria Argentina. Biblioteca Argentina de Historia y
Política. Hyspamérica; Buenos Aires, Argentina; 1986.

Furman, Jorge Osvaldo y Pascuzzo, Silvano. La Crisis de la Nación (1929-1934). Democracia


Pluralista y Partidos Políticos. Carrera de Ciencia Política; Facultad de Ciencias Sociales,
Universidad del Salvador (USAL); Buenos Aires, Argentina; 2008.

Godio, Julio. La Semana Trágica. Biblioteca Argentina de Historia y Política. Hyspamérica;


Buenos Aires, Argentina; 1986.

Godio, Julio. Los Orígenes del Movimiento Obrero. Biblioteca Fundamental del Hombre
Moderno, volumen 24; Centro Editor de América Latina (CEAL); Buenos Aires, Argentina;
1984.

Godio, Julio. Historia del Movimiento Obrero Argentino.(1878-2000). 2 Tomos. Editorial


Corregidor; Buenos Aires, Argentina; 2000.

Rock, David. El Radicalismo Argentino. (1890-1930). Amorrortu Editores; Buenos Aires,


Argentina; 1997.

Sánchez Viamonte, Carlos. La ley 4144: Biografía de una Ley Anti Argentina. Editorial Near;
Buenos Aires, Argentina; 1956.

Shiller, Herman. Momentos de Luchas Populares. Instituto Movilizador de Fondos


Cooperativos; Buenos Aires, Argentina; 2005.

También podría gustarte