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Entre los fenómenos que han interesado a los estudiosos y a la sociedad en general está la inteligencia. Es
sabido que respecto a este objeto de estudio no hay acuerdos absolutos ni en su definición, ni en la
determinación de los componentes que la constituyen.
El punto de vista psicométrico fue el contexto que acuñó el término coeficiente intelectual, CI de manera
abreviada. El objetivo al usarlo era organizar, categorizar y comparar a las personas por el nivel que
obtuvieran al medir ese rasgo. La primera escala que usó el término fue la conocida como Stanford-Binet, en
la segunda década del siglo pasado. El CI fue definido como la razón entre la edad mental y la edad
cronológica. En ese tiempo, dominado por la guerra, la aplicación del CI pretendió asignar la persona idónea
para la tarea adecuada, por lo que el uso de pruebas de manera grupal se incrementó particularmente en el
ejército de los Estados Unidos. El supuesto en ese entorno sostenía que la inteligencia era innata y que había
marcadas diferencias raciales. (Molero, C. et al. 1998).
Años más tarde, en el periodo de la posguerra, gracias al surgimiento del interés en los procesos cognitivos y
no sólo en la conducta evidente de las personas, se fue ampliando la perspectiva de estudio, enfocando la
observación no en comparar y etiquetar a las personas, sino en indagar qué las hacía distintas en su
desempeño. Desde este punto de vista, se ha tratado de explicar la inteligencia mediante rasgos o factores
asociados a tareas específicas del tipo resolución de problemas y por analogía con la computadora para
analizar la manera en que las personas procesan información y aplican sus factores o componentes u
operaciones cognitivos. En todas estas décadas tanto las diferencias como la falta de consensos han
continuado y se ha puesto el énfasis con mayor frecuencia en lo analítico, racional, lógico y verbal.
Sin embargo, las aceleradas transformaciones sociales de fines del siglo XX y sobre todo del XXI han
mostrado que para afrontar la incertidumbre, los cambios de esquemas, avances tecnológicos, nuevas
formas de interacción social, las demandas en los ámbitos laborales, entre otros muchos aspectos, ser
“exitoso” en la escuela o tener altos puntajes en pruebas o en solución de problemas en un test, no es
garantía para serlo en el trabajo, o en la vida personal o social.
Paulatinamente se ha dirigido la mirada hacia otros aspectos o áreas del desempeño de las personas, como
su manejo de emociones, por ejemplo. Es así como se han incluido en la definición de inteligencia y en su
valoración elementos como habilidades sociales, creativas, prácticas o de tipo artístico.
Ya desde la década de los 90 del siglo pasado algunas voces se habían pronunciado sobre lo inconveniente
de poner tanto énfasis en los aspectos cognitivos de la inteligencia; se cuestionó mucho la interpretación
monolítica de la inteligencia. Fue así como los críticos de las pruebas de este rasgo y de sus valoraciones
cuantitativas comenzaron a reconocer que el pensamiento no es ajeno a otras condiciones de la persona,
como sus emociones. En 1990 Salovey y Mayer introdujeron el término “inteligencia emocional”, que
definieron como “la capacidad para supervisar los sentimientos y las emociones de uno mismo y de los
demás, de discriminar entre ellos y de usar esa información para la orientación de la acción y el pensamiento
propio” (Gómez. I.M., 2013; Dueñas, M.L. 2002).
El constructo de la inteligencia emocional está constituido, según Salovey (citado en Salmerón, P. 2002), por:
• La capacidad de manejar las emociones para adecuarlas a las diferentes situaciones y no ser
arrastrados por ellas.
• La capacidad de motivarse a uno mismo, utilizando lo mejor que tenemos para aprender a disfrutar
las tareas que hacemos sin que tengan que influir refuerzos externos a la tarea o a nosotros mismos.
• Capacidad para manejar las relaciones con los demás y adecuarlas a cada momento.
Tal vez lo más importante de esta perspectiva es que todas estas capacidades son dinámicas y pueden
desarrollarse, aunque hay que reconocer que se requiere esfuerzo y disposición para mejorarlas.
Como resulta evidente, el interés por explorar y comprender la naturaleza humana implica un
reconocimiento de la complejidad del individuo y de la interacción de sus diferentes dimensiones. Tal vez lo
más importante de las aproximaciones referidas sea que se ha llegado al reconocimiento de que la razón sin
emoción y la emoción sin razón no ayudan al desarrollo humano, y que no se trata de entidades separadas,
sino que las personas requieren ambas fuentes para crecer.
Fuentes consultadas
• Dueñas, M.L. (2002). Importancia de la inteligencia emocional: un nuevo reto para la orientación
educativa. Educación XXI, orientación/intervención psicopedagógica en los contextos educativos,
comunitarios y empresariales. Vol. 5.
• La inteligencia social: aportes desde su estudio en niños y adolescentes con altas capacidades
cognitivas. Psykhe, Vol. 16, No.2, pp. 17-28.
• Molero Moreno, C., Saiz Vicente, E. y Esteban Martínez, C. (1998). Revisión histórica del concepto de
inteligencia: una aproximación a la inteligencia emocional. Revista Latinoamericana de Psicología,
30(1), pp. 11-30.