Los avances de la neuropsicología, la pedagogía, los estudios culturales y la
lingüística, entre otras disciplinas, han cambiado nuestras ideas sobre los bebés, los niños y las niñas; lo mismo ha ocurrido con el papel de la literatura en la primera infancia. Al demostrar que somos sujetos de lenguaje, en tanto que nuestra historia está entrecruzada de símbolos, y al comprobar la compleja actividad psíquica que despliegan los bebés desde la gestación y durante los primeros años, hoy sabemos mucho más sobre la importancia del lenguaje en la génesis del ser humano.
En este contexto, aquella definición del diccionario que algunos recordamos de
nuestros tiempos escolares –“Literatura: una de las bellas artes que emplea como instrumento la palabra”–, puede quedarse corta para abarcar el profundo significado que ésta tiene en el desarrollo emocional, cognitivo, cultural y lingüístico de los más pequeños y para dar cuenta de su poder para acompañar el desciframiento simbólico que se da desde el nacimiento o, incluso, desde antes. Cabría hablar, entonces, de la literatura como el arte de jugar con el lenguaje –no sólo con el lenguaje verbal, ni exclusivamente con el lenguaje escrito, sino con múltiples lenguajes– para imprimir las huellas de la experiencia humana, elaborarla y hacerla comprensible a otras personas. Esa voluntad estética que nos impulsa a crear, recrear y expresar nuestras emociones, nuestros sueños y nuestras preguntas, para contarnos “noticias secretas del fondo de nosotros mismos” en un lenguaje simbólico, es fundamental en el desarrollo infantil y los bebés son particularmente sensibles al juego de sonoridades, ritmos, imágenes y símbolos que trasciende el uso utilitario de la comunicación y que es la esencia del lenguaje literario.
De lo anterior se desprende que hablar de literatura en la primera infancia
implica abrir las posibilidades a todas las construcciones de lenguaje –oral, escrito y no verbal– que envuelven amorosamente a los recién llegados para darles la bienvenida al mundo, que son parte de su historia familiar y cultural y que se transmiten de generación en generación, unas veces en la materialidad de un libro y muchas otras veces a través de “libros sin páginas”, es decir, de creaciones provenientes de la tradición oral que circulan en la memoria de los pueblos. Las experiencias literarias para la infancia abarcan diversos géneros: la poesía, la narrativa, los primeros libros de imágenes, los libros-álbum y los libros informativos, pero más allá de géneros y textos, aluden a la piel, al tacto y al contacto, a la musicalidad de las voces adultas y al ritmo de sus cuerpos que cantan, encantan, cuentan y acarician. Así mismo, comprende la diversidad de tradiciones y de juegos de palabras de todas las regiones colombianas que confluyen en una ciudad como Bogotá. Cuando arrullamos, cuando contamos sencillas historias en los deditos de la mano, cuando jugamos A la Rueda-rueda o al Corazón de la piña, cuando cantamos nuestras coplas o recordamos una adivinanza, cuando ofrecemos libros de cartón o de papel para tocar, probar y hasta morder, o cuando contamos historias –las de los libros y las nuestras–, ofrecemos un legado literario para explorar “mundos otros” que sólo existen en el lenguaje. Esa importancia de la experiencia literaria en la psiquis humana también ha replanteado la idea tradicional de la “lectura”, en tanto que antes y mucho más allá de lo alfabético, los niños y las niñas “leen” de múltiples maneras, es decir, descifran e interpretan diversos textos. Si está demostrado que las carencias lingüísticas y comunicativas durante los primeros años afectan la calidad del aprendizaje y si partimos de la base de que la capacidad lingüística incide en el desarrollo del pensamiento, la literatura se constituye en un pilar de la Educación Inicial: en un imperativo político que favorece la equidad desde el comienzo de la vida, al ofrecer a todos los niños y las niñas la oportunidad para descifrarse, expresarse, acceder