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66 CCLat 1979 Lastarria
66 CCLat 1979 Lastarria
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JOSE VICTORINO LASTARRIA
LA AMERICA
(fragmentos)
COORDINACION DE HUMANIDADES
CENTRO DE ESTUDIOS LATINOAM ERICANOS/
Facultad de Filosofía y Letras
UNION DE UNIVERSIDADES
DE AMERICA LATINA UNAM
JOSE VICTORINO LASTARRIA
LA AMERICA
(fragmentos)
U N IV E R SID A D N A C IO N A L A U T Ó N O M A D E M É X IC O
C O O R D IN A C IÓ N D E H U M A N ID A D E S
C E N T R O D E ESTU D IO S L A T IN O A M E R IC A N O S
U N IÓ N D E U N IV E R SID A D E S D E A M É R IC A L A T IN A
JO SE V IC T O R IN O L A S T A R R IA (1817-1888), pensador
chileno que form ó parte de la generación que en la A m érica
Latina se em peñó en llevar a cabo lo que se consideraba la se
gunda em ancipación, la m ental. La em ancipación política
frente a E spaña había sido insuficiente al quedar, en el ánim o,
en la m ente de los hispanoam ericanos, hábitos, costum bres,
m odos de pensar, que im pedían que los m ism os pudiesen in
corp o rarse a la civilización y el progreso que había ya origi
nado grandes naciones, L astarria se enfrentará al conservadu
rism o chileno, del que fuera su gran forjador Diego Portales
(Cf. L atinoam érica 44). D iplom ático, m inistro, p arlam entario
se enfrentará, una y o tra vez a las viejas som bras de la noche
colonial. Su nom bre está ligado al de o tro gran luchador chi
leno, Francisco Bilbao (Cf. L atinoam érica 3) y a su co n trin
cante ideológico A ndrés Bello (Cf. L atinoam érica 11). En su
línea se en co n trarán , igualm ente los grandes desterrados a r
gentinos, D om ingo F. Sarm iento y Juan Bautista A lberdi.
El trab ajo que publicam os son fragm entos de su libro sobre
La América. A quí se hacen expresas sus ideas respecto a la rea
lidad en que se ha form ado esta A m érica, nuestra A m érica, y
los problem as que le plantea esa su form ación. El pasado colo
nial, y el im pacto de ese pasado, en el presente y futuro de esta
América.
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JO SE V IC T O R IN O L A S T A R R IA
LA A M E R IC A
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De vez en cuando las prensas europeas lanzan a la circula
ción un artículo o un libro sobre algunos de los E stados ibe
roam ericanos; pero generalm ente, au n q u e esas producciones
sean el resultado de un viaje a la A m érica o un estudio pagado
por un G obierno am ericano, ellas están escritas bajo las inspi
raciones de un mal espíritu, o con ta n ta superficialidad, que
sus datos son engañosos, si no falsos y co n tradictorios.
N o hay más que abrir un libro de viajes en A m érica, sobre
todo si es escrito en francés, p ara en co n trar h a rto de que reír,
por lo m aravilloso y lo grotesco; y basta leer una relación es
crita po r orden y bajo la protección de un G o b iern o , com o las
que frecuentem ente se publican sobre el Brasil y la R epública
A rgentina, p ara ver desfigurada la verdad, en gracia del p ro
pósito de convencer a la E u ro p a de que es bueno lo que no es,
o de que puede hallar un gran negocio que hacer en estas re
giones.
M ás, bien poco deben leerse esos escritos en E uropa, cuan
do la ignorancia de sus gobiernos, de sus congresos, de sus es
tadistas y de sus escritores acerca de la A m érica b ro ta y rebosa
en todas las ocasiones en que tienen que ocuparse en nuestros
negocios y en nuestra situación. N o tenem os necesidad de re
correr la H istoria ni de acum ular hechos p ara probarlo: bas
tan los presentes.
A qué se deben si no las ten tativas de la E spaña co ntra M éji
co, co n tra Santo D om ingo y c o n tra el Perú, que hoy em prende
de nuevo, m an d an d o co n tin u ar la guerra en aquella isla, y exi
giendo del Perú m uchos más de lo que obtuvo por la C onven
ción de C hinchas de 20 de enero de 1865; a qué la guerra aten
tato ria, inm otivada e injustificable que hace a Chile porque no
le da explicaciones de actos lícitos e inofensivos, que le han
sido dadas hasta la sociedad; a qué la invasión de M éjico por
la F rancia, con la aquiescencia y aplauso del G obierno inglés,
esa guerra sin ejem plo, p o rq u e la historia de la H um anidad
“ no registra una sola más injustificable por sus causas, más
inútil y perniciosa por su objeto, m ás ilógica y co n tradictoria
consigo m ism a, más condenada p o r sus propios alegatos y por
la opinión universal, más d esh o n rad a en sus alianzas y en to
dos sus m edios, y quién sabe si m ás suicida" ( 1); a qué en fin,
las tentativas de p ro tecto rad o de N apoleón III en el E cuador y
todas las dem ás em presas políticas o industriales públicas o
privadas que la E uropa ha puesto por o bra en estos últim os
años co n tra la independencia de la A m érica ibera, contra su
sistema liberal, co n tra sus ideas dem ocráticas, co ntra todos
sus progresos en la senda del D erecho?
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¿No hem os visto fundarse diarios y escribir libros p a ra p ro
pagar la ridicula teo ría de que la raza latina tiene u na n a tu rale
za diferente y condiciones co n trarias a las de la raza germ áni
ca,, y que, p o r ta n to sus intereses y su ventura la fuerzan a bus
car su progreso bajo el am p aro de los gobiernos absolutos,
porque el p arlam en tario no está a su alcance? ¡A qué esa m en
tira! Bien sabem os los am ericanos que el principio fundam en
tal de la m o n arq u ía europea, la base social, política, religiosa y
m oral de la E uropa, es un principio latino, es decir, pagano,
anticristiano: el principio de la u n id ad absoluta del poder, que
m ata al individuo aniquilando sus derechos; pero sabem os
tam bién que hoy no existen ni pueden existir ni en E u ropa ni
en A m érica la raza latina ni la germ ánica.
La raza latin a desapareció o se m odificó y regeneró p ro fu n
dam ente desde que los pueblos de raza germ ánica co n q u ista
ron los dom inios rom anos, y m al pueden llam arse latinos, des
pués de quince siglos, los franceses que descienden de los fran
cos, pueblo germ ánico que p obló las G alias, que hoy se llam an
Francia; ni los españoles que fueron engendrados p o r godos y
visigodos, tam bién pueblos germ ánicos que co n q u istaron y
pob laro n la península. ¿Qué tienen de latinos los alem anes que
gim en bajo el yugo del principio latino, que consagra el poder
absoluto; ni qué los descendientes de los lom bardos que en
Italia com baten p o r tener un G o b iern o que respete el derecho?
G erm an as y no latinas son las m onarquías euro peas del
principio latino o pagano del absolutism o, y tam bién los pue
blos que están de rodillas delante de ellas, a rra stra n d o una
vida prestad a en m edio de las tinieblas de la ignorancia, en que
la dignidad y los derechos del individuo han desaparecido.
Lo que se ha querido con aquel absurdo es hacernos latinos
en política, m oral y religión, esto es, anular nuestra personali
dad, en favor de la unidad de un poder absoluto que dom ine
nuestra conciencia, nuestro p en sam ien to , nuestra v o luntad y,
con esto, to d o s los derechos individuales que conquistam os en
nuestra revolución; p ara eso se ha inventado la teoría de las ra
zas. Pero tal pretensión sólo p ru eb a una cosa, y es que la E u ro
pa está com pletam ente a o bscuras acerca de nuestros progre
sos m orales e intelectuales; y que así com o se engaña p o r su ig
norancia cuan d o pretende volvernos al dom inio de sus reyes,
se engaña puerilm ente cuando aspira tam bién a im buirnos en
sus errores, en esos absurdos que hacen la fe de sus p u eb lo s....
IV
Ignorancia de la Europa en m ateria de gobierno republicano
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bien. ¿Qué saben ellos de gobierno republicano, ni de libertad,
ni de derechos, p ara com prender nuestra situación?
Los europeos no pueden ni quieren com prender lo que pasa
en A m érica; no pueden, p o rq u e están co n naturalizados con
los principios fundam entales de la m o n arq u ía latina (no ha
blam os de raza), que han llegado en ellos a ser un sentim iento
que los preocupa y los apasiona, cualquiera que sea la eleva
ción de su inteligencia y la nobleza de sus aspiraciones; y no
quieren, p o rq u e están h ab itu ad o s tam bién a despreciar a la
Am érica y no alcanzan a concebir que ella tenga algo que ense
ñarles en M oral, en ciencias sociales.
D e la A m érica inglesa han im itado el sistem a penitenciario,
e im itan diariam ente su in d u stria p oderosa, llevando a sus ta
lleres las m áquinas de g u erra o las industriales, y hasta las
prensas de im prenta de los norte-am ericanos; pero no pueden
convencerse de que esa R epública adm irable pueda servirles
de m odelo p ara su aprendizaje social y político.
¡C uánto no ha errad o la sabia E u ro p a al apreciar la situa
ción de los E stados U nidos d u ran te la guerra civil! Ahí están
las opiniones de la Prensa y de los prim eros hom bres de Ingla
terra, los discursos de G ladstone, m inistro de H acienda, y los
de otro s estadistas, sobre aquella cuestión, p a ra p ro b arn o s
que si los ingleses dicen desatinos cu ando tratan de ju zgar a su
propia nación bajo la form a republicana en A m érica, mal pue
den com prenderla m ejor las dem ás naciones europeas; y que si
no pueden ver claro a ese gigante de las naciones, ofuscados
com o están por sus vicios y preocupaciones, m al pueden si
quiera divisarnos a nosotros, los hispanoam ericanos, que so
mos verdaderos liliputanos distribuidos en repúblicas m icros
cópicas p a ra los ojos de la E uropa.
Los m ás encopetados sabios del Viejo M undo tienen una
clave, que ha llegado a ser popu lar, p ara explicarse la existen
cia y los progresos de la R epública en N orte-A m érica, y es la
de suponer que son las condiciones territoriales y las de su p o
blación las que obran tal prodigio.
Los ingleses... no com prenden o tra libertad que la suya, esa
libertad que deben a los privilegios co nquistados p o r su aristo
cracia. Sus nobles con q u istaro n p ara sí y p ara el pueblo la li
bertad individual, el derecho de v o tar sus im puestos, el de ser
ju z g a d o s por sus iguales, y m ás tard e se aum entó ese caudal
de derechos con la libertad de conciencia, aunque lim itada por
una iglesia oficial; la del pensam iento y la de asociación, a u n
que sujetas a trab as que las m odifican, pues que las opiniones
pueden ser justiciables, y el derecho de asociarse dependen de
condiciones que lo restringen.
En el goce de todos esos derechos el pueblo inglés se siente
ligado a la aristocracia y la m o n arq u ía, y am bos saben que de
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ben su existencia al goce de tales derechos por el pueblo, pues
to que si el pueblo inglés no los poseyera, o tra sería su situ a
ción y día h ab ría de llegar en que el ham bre y el despotism o le
hicieran desp ertar p ara to m a r severa cuenta a la co rona y al
sistem a feudal. Los derechos individuales son, pues, allí la sal^
vanguardia de la m o n arq u ía y de la aristocracia, y el pueblo,
que los am a, no tiene o tra am bición que la de sostener esos p o
deres que se los aseguran, haciendo consistir su gloria en las
distinciones sociales, que desea con avidez por que nunca ha
necesitado de la igualdad p ara ser libre, y siem pre ha visto que
la igualdad puede ser sacrificada sin m engua de su bienestar y
de la libertad.
¿P odrá una sociedad sem ejante concebir un G o b iern o sin
m onarca hereditario, sin aristo cracia y con un pueblo que p o
sea esos m ism os derechos en m ayor extensión, que adm inistre
p or sí m ism o todos los negociados sociales y políticos y que
posea la igualdad com o base fund am en tal de tal organización?
No, la R epública no cabe en la cabeza de un buen inglés, y por
eso la nación entera m ira con desdén a sus hijos de A m érica, y
no alcanza a concebir que en la A m érica española pueden o r
ganizarse repúblicas duraderas. ¿P ara qué se to m aran sus esta
distas las pensión de estudiar a nuestros pueblos y de conocer
los? Som os en su concepto sim ples nacionalidades anárquicas,
que tenem os una vida efím era, y estam os destinados a servir
de pasto a un gran im perio.
¿Serán capaces de com prender m ejor que los ingleses la R e
pública de A m érica las dem ás naciones de E uro p a cuyo evan
gelio político es la unidad y om nipotencia de la m o n arq u ía la
tina, esto es, el p oder absoluto que dom ina la conciencia, el
p ensam iento, la voluntad, y que aniquila al individuo para en
grandecer la au to rid ad , sea que ella esté en las m anos de un
m onarca, de una aristocracia o de un cuerpo de representantes
del pueblo?
Veam os si no la situación actual de la ciencia política en
cuanto al E stado y a los derechos individuales en E u ro pa, y p o
drem os calcular la inm ensa distancia que separa en política al
N uevo M u n d o del Viejo. L lam a a h o ra la atención el publicista
más notable que jam ás haya tenido la Francia, M. L aboulaye,
quien acab a de presentarnos un cu ad ro de las teorías de G u i
llerm o H u m b o ld t, de Mili, de Eoetvoes y de Jules Sim o n, que
son, sin d u d a, los escritores co n tem poráneos que m ás p ro fu n
dam ente han tra ta d o la cuestión de la libertad y del E stado en
A lem ania, en Inglaterra y en F rancia. Siguie ndo a Laboulaye
vam os a exponer y juzg ar esas teorías y después juzgarem os al
mismo sabio escrito r” .(2)
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X III
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m as o tra cosa que un círculo viciosos, en el cual se revuelven
sin hallar salida.
Los m ás adelantados: H u m b o ld t, y Eoetvoes en A lem ania,
Mili y M acaulay en Inglaterra, Tocqueville, L aboulaye y Si
m on en F rancia, sienten el mal, conocen la llaga, la tocan pero
no alcanzan a curarla, p o rq u e sus medios son im potentes.
Courcelle-Seneuil y algunos filósofos alem anes tienen vistas
m ás claras, llegan hasta conocer el rem edio; pero, d u d a n d o de
su eficacia, sólo aspiran a p ro p o n erlo com o un ideal, cuya rea
lización está lejana, porq u e exige condiciones casi im posibles
en el estado actual de E uropa.
De todos estos sabios, los que están m ás cerca de la verdad,
son los que divisan la luz del porvenir en A m érica, los que,
com o la voz que clam a en el desierto, anuncian a la E uropa, a
riesgo de lastim arla en su orgullo, que no se salvará si no im ita
a la A m érica, que no se redim irá del pecado si no sigue al nue
vo M esías de la nueva redención, que es la D em ocracia. La luz
vuelve ah o ra del ocaso al oriente; pero la E uropa cierra los
ojos y no quiere verla.
A hora bien: si la E uro p a desconoce a la A m érica y prescin
de de estu d iarla, porque la desprecia sin llegar a com prender
en su orgullo de vieja, irrita d a p o r los desengaños del tiem po,
que la civilización cristiana h a en co n trad o su fuerza y su for
ma en la dem ocracia am ericana; si adem ás de eso hay entre
am bos continentes una diferencia tan profunda de ideas y de
intereses políticos que no pueden dejar de ser dos extrem os an
tagonistas, ¿quién, que no sea un m iope, llegara a im aginarse
que entre am bos continentes pueden existir la m ism a com uni
dad de intereses y los m ism os vínculos que respectivam ente li
gan entre sí a los pueblos que en cada uno de ellos form an su
entidad social?
Las ideas dan su esencia y su form a a las costum bres. Esta es
una verdad pro b ad a. Siendo diversas y aun co n trarias las
ideas dom inantes en E uropa y A m érica sobre la sociedad y el
E stado, sobre el poder de la au to rid a d y los derechos indivi
duales que form an la libertad; las costum bres que tienen su
fundam ento en tales ideas y los intereses que form an no pue
den dejar de ser tam bién diferentes y opuestos. Y com o aque
llas ideas fundam entales tienen un roce íntim o con las ideas
fundam entales de la Región y de la M oral, la diferencia va más
allá de las costum bres que p o d ríam o s llam ar políticas, y llega
hasta d ar a la civilización o tro criterio m oral y religioso, que
regla los intereses sociales.
E ntre las costum bres de la A m érica E spañola y las europeas
será tod av ía em brionaria esa diferencia, lo confesam os, p o r
que la regeneración en las ideas políticas, m orales y religiosas
no ha hecho aquí todo su cam ino; pero tam bién es necesario
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que se nos confiese que cuando esta regeneración se com ple
m ente y llegue al grado en que se halla en la A m érica Inglesa,
donde se ha purificado la fuente de las costum bres desde que
se han rectificado las ideas viejas y cristalizado las nuevas, en
tonces la diferencia no estará en em brión y alcanzará a ser tan
evidente y chocante com o es la que hoy existe entre las cos
tum bres europeas y las de la dem ocracia norte-am ericana.
Es verdad que la o b ra de la regeneración hispano
am ericana es lenta, p o rq u e es espontánea, es decir, porque se
opera únicam ente en virtud del desarrollo natu ral, en virtud
de las leyes que rigen la m arch a de la H um an id ad . Pero cuan
do los hom bres llam ados a influir en los destinos de su genera
ción se convenzan de que ellos tienen el deber de servir a esa
regeneración despojándose de to d as las influencias y preocu
paciones europeas, cuando se persu ad an de que su m isión es
esencialm ente am ericana y de que el m odelo que deben im itar
a está en el N orte y no en E uropa, entonces el efecto de las le
yes naturales de la H um an id ad , que reglan nuestra regenera
ción, será no sólo más efectivo, sino m ás p ro n to , pues que la
N aturaleza será ay udada p o r la cooperación del hom bre.
E studiadas y conocidas las ideas que han regido la vida de
los pueblos hispano-am ericanos duran te su infancia y bajo la
tutela infecun da y an iq uilad o ra de la E spaña, las generaciones
que han aceptado el legado de la independencia tienen el deber
de regenerar aquellas ideas p ara ad ap tarlas a la nueva situa
ción, porq u e cada siglo es responsable de la m anera com o co
rrige completa la experiencia y la educación de sus an tepasa
dos, pues los acontecim ientos, los sucesos no son obra de la
casualidad, sino puros efectos de las ideas dom inantes: pues la
H um anidad es dueña de sus destinos y está en el deber de diri
girlos, p ara d esarrollar sus fines naturales.
Tenem os que reconstruir la ciencia social... com o la han re
construido los anglo-am ericanos; aceptar ciegam ente las tra
diciones europeas, co n tin u ar los errores y las preocupaciones
que nos legó la nación que se quedó más atrás de todas las na
ciones cristianas, desde que se convirtió en el último baluarte
de la uniform idad, del despotism o y de las ideas paganas sobre
la organización de la sociedad y el Estado; tra sp lan tar a la
A m érica netam ente y sin reflexión el criterio histórico, políti
co y m oral d om inante en las sociedades europeas, ese criterio
que po d ría llam arse oficial, p o rq u e no puede separase de los
principios de orden d o m inante y que cuando se eleva sobre las
preocupaciones es rechazado o condenado, o, p o r lo menos,
desdeñado com o una u topía o una herejía, es co n trariar nues
tra regeneración, retard arla, extraviándola de su curso n a tu
ral.
Enseñem os la H istoria, la Filosofía, la M oral, el D erecho
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las ciencias políticas, no bajo las inspiraciones del dogm a de la
fuerza del dogm a de la m o n arq u ía latina, del imperium unum
que rige la conciencia y la vida en E u ro p a sino bajo las del nue
vo dogm a de la dem ocracia que es el del porvenir, que es nues
tro credo, que es el m odo de ser que nos han im puesto el im pe
rio de las circunstancias y las condiciones que p rodujeron y
consum aron esa revolución de 1810, el acontecim iento más
grande de los siglos, después del cristianism o.
No es esto renegar de los progresos de la ciencia europea, ni
pretender b o rrarlo s p ara com enzar de nuevo esa penosa y lar
ga carrera que la inteligencia ha hecho en el Viejo M u n d o para
llegar a colocarse donde está. N o, desde 1842 lo decíam os a la
juventu d de nuestra patria, y hem os repetido siem pre que de
bem os y podem os aprovechar la experiencia de los siglos, que
debem os utilizar la ciencia europea, ap o d erarn o s de ella; que
la E uropa nos lo ofrece todo hecho, que sólo tenem os que
aprender, pero para ad ap tar; que im itar, pero no ciegam ente,
sin olvidarnos de que som os antes que to d o am ericanos, es de
cir, dem ócratas, y, por ta n to , obligados a desarro llar nuestra
vida y p re p a ra r nuestro porvenir com o tales, y de ninguna m a
nera destinados a co n tin u ar aquí la vida europea, que tiene
condiciones diam etralm ente opuestas a las de la nuestra.
En H istoria, por ejem plo, la E u ro p a h onra a los héroes de la
fuerza, a los azotes del derecho y de la libertad, y presenta
com o altos ejem plos y com o de una benéfica trascendencia so
cial los hechos que no han tenido otro resultado que co n tra
riar y desnatu ralizar el d esarrollo de los fines de la H u m an i
dad.
N uestros héroes deben ser otros; los hechos de alto ejem plo
y las lecciones de la H istoria p ara nosotros deben tener otro
carácter. En Filosofía, en M oral, en D erecho, en las ciencias
políticas, la E uropa deja en el cam po de lo ideal, en la catego
ría de las utopias todas las altas concepciones de la verdad, y
acepta com o practicables y com o necesarias únicam ente las
doctrinas que se ad ap tan al dogm a oficial y a las p reocupacio
nes en que apoya su dom inación la falsa civilización de que
vive el E stado absoluto y d o m in ad o r de la vida social.
En la A m érica E spañola esas ciencias no deben ser falsifica
das con los hechos y ab surdos de que vive la E uropa, deben
enseñar la verdad que allá se desdeña por irrealizable; deben
em anciparse de las conveniencias y dogm as oficiales, y sobre
todo deben esforzarse en p ro p a g a r el nuevo elem ento de la
vida am ericana, en enseñar y realizar; en la práctica el gran
principio que en la vida anglo-am ericana dom ina com pleta
m ente y hace que la dem ocracia sea allí una realidad, un m odo
de ser n atu ral a saber: que la Providencia ha dado a cada indivi
duo, cualquiera que sea, el grado necesario de razón para que
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pueda dirigirse por sí mismo en las cosas que le interesan exclusi
vamente. Esta es la gran m áxim a —dice T ocqueville— sobre la
cual reposan, en los E stados U nidos, la sociedad civil y políti
ca: el p adre de familia la aplica a su hijo, el am o a sus sirvien
tes, la m unicipalidades, a sus ad m inistrados, el Poder a las
m unicipalidades, el Estado a las provincias, la U nión a los Es
tados.
E xtendida esta m áxim a al conjuro de la nación, llega a ser el
dogm a de la soberanía del pueblo, y por eso esta soberanía
deja de ser una d octrina aislada, desligada de los hábitos y del
conjuro de las ideas dominantes, y, por el co n trario , es preciso
m irarla com o el últim o anillo de una cadena de opiniones que
envuelve al m undo anglo-am ericano to d o entero.
Así, pues, cuando utilicem os en nuestro sentido am ericano
la ciencia europea, servirem os bien a nuestra regeneración y el
triunfo de nuestra civilización dem ocrática h ará tan patente
nuestro antagonism o con la E u ro p a, com o es en el día el que
con ésta tiene la dem ocracia anglo-am ericana.
El antagonism o existe, pues, y nos em puja a cim entar nues
tra vida y costum bres, nuestros intereses y derechos en princi
pios diferentes.
XIV
14
com o resultado de sus ideas y de sus creencias? Problem a es
este que no adm ite dificultad en su solución. La razón natural
pronuncia la negativa.
C uando las costum bres de que nacen las reglas del derecho
consuetudinario son indiferentes a los principios políticos que
rigen a la E uropa, o proceden de las prácticas de la navegación
o del com ercio, o se form an p o r la aplicación del D erecho civil
al juzgam iento de actos que ninguna conexión tienen con la
m onarq u ía o la dem ocracia, el derecho consuetudinario eu ro
peo puede ser el mismo derecho co nsuetudinario am ericano.
M ás cuan d o esas reglas son el resultado de las prácticas del
poder m o nárquico, la cuestión es diferente.
Esas prácticas, por ejem plo, han elevado a la categoría de
m áxim as del derecho de gentes en E uropa las que constituyen
lo que se llam a equilibrio europeo, que los soberanos se han
em peñado siem pre en conservar o reconstruir a su m odo, por
medio de los pactos de p ro te c to ra d o o de alianza, de cesión o
venta, y por m edio de la intervención, a la cual se ha d ado gran
latitud.
No sólo se interviene diplom áticam ente p ara dar un G o
bierno o im poner un m onarca a un pueblo, com o ha sucedido
dos veces en la G recia m oderna, sino que tam bién se intervie
ne con las arm as para despojar a un E stado de ciertos dom i
nios que no debe conservar, com o ha sucedido en la cuestión
Schleswig-Holstein; o para p o n er coto al derram am iento de
sangre, com o en la intervención de los negocios de T u rquía en
1827, o en una guerra civil, p a ra ponerle térm ino, a solicitud
de am bas partes contendientes, o solam ente de una de ellas,
com o repetidas veces se ha hecho desde que la reina Isabel de
Inglaterra prestó auxilios, a los Países Bajos co n tra la E spaña,
hasta que la R usia ju n tó sus arm as a las de A ustria para sub
yugar a la H ungría; o por sim patía religiosa, de C rom w ell y de
C arlos II a favor de los p ro testan tes extranjeros, la de la G ran
B retaña y H o lan d a en 1690 en los negocios de Saboya; o para
hacer pagar sus deudas a un E stado insolvente, o por cual
quier otro pretexto de los que la am bición de los m onarcas
suele inventar con ta n ta facilidad(4).
Si po rq u e sem ejantes actos son arreglados a los principios
del derecho consuetudinario de la E uropa m onárquica hubie
ra de respetarlos y tolerarlos la A m érica en sus relaciones in
ternacionales con ella, es evidente que nuestras soberanías es
tarían a la m erced del capricho o de los intereses m aléficos del
prim er déspota europeo que tuviera la ocurrencia de d om inar a
la Am érica. La intervención francesa en M éjico no tiene otro
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carácter, ni puede legitim arse sino al am paro d e las prácticas
europeas.
La A m érica debe, pues, proveer a su conservación protes
tando c o n tra m áxim as tan extrañas a su interés com o c o n tra
rias a los principios que le im pone su form a dem ocrática; y
debe p roclam ar otros principios que sean conservadores de su
autonomía y conform es a su dogm a político, para rechazar, en
sus relaciones con la E uropa, to d as esas prácticas que son ex
clusivam ente p ropias del interés europeo y del equilibrio de
sus potestades m onárquicas.
Si el equilibrio am ericano, si los principios de orden dem o
crático y de independencia recíproca, aconsejan aquí actos o
convenios análogos a los que se practican en E uropa por los
principios de p u ro interés europeo, nuestras prácticas form a
rán tam bién en este p unto el derecho co nsuetudinario am eri
cano; y así com o jam ás nos adm itiría la E uropa a pactar allí
p ro tecto rad o s o cesiones, o a intervenir en su equilibrio, la
A m érica tam poco debe to lerar que los m onarcas europeos ex
tiendan a ella la red de sus am biciones.
Tal fué la doctrin a que en 20 de julio de 1864 sancionó la
C ám ara de D iputados de Chile, cuando a p ropósito de una
m oción p ara declarar que no debía reconocerse el im perio
austro-francés en M éjico, el que estas líneas escribe le presentó
la proposición, que fué sancionada.
XVI
16
p ro n titu d que exigen el interés de la H um anidad y las genero-
sosas aspiraciones de m uchas alm as nobles de la E uropa y de
la Am érica? ¿Puede m odificarse siquiera por el interés com er
cial y los tra ta d o s que lo regularizan, o por la adhesión de los
G obiernos am ericanos a tales intereses y a las pretensiones de
superioridad de los poderes europeos?
Es indudable que no, p o rq u e una situación tan p ro fu n d a
m ente arraig ad a no se cam bia p o r transacciones pasajeras de
política, sino por la acción lenta del tiem po. ¿C uántos años se
rán necesarios p ara que los estudios que algunos europeos
em inentes principian a hacer de las condiciones de la sociedad
am ericana se generalicen en los pueblos y alcancen a los G o
biernos de la E uropa?... ¿C uando necesitan tra b a ja r los am e
ricanos m ism os para alcanzar a darse a conocer de esos pue
blos y de esos G obiernos, ante los cuales, por razón de an a lo
gía de intereses y de sim patía en ideas tienen m ás acceso, m ás
crédito y m ás consideración, los am ericanos que por ig n oran
cia o ceguedad, que por egoísm o o por traición sirven al p ro
pósito de hacer prevalecer en A m érica el espíritu y la do m in a
ción de la Europa?.
¿Y si aquellos esfuerzos generosos no han de m odificar la si
tuación, sino a m ucha costa y en largo tiem po, se p o drá espe
rar que ella varíe por el cam bio de las ideas que dom inan la
existencia y los intereses políticos de los dos m undos? Para h a
cer que la revolución dem ocrática de la A m érica retro grade, se
necesitarían dobles y más prósperos esfuerzos que los del im
perio rom ano contra el cristianism o, y que los de las potencias
católicas co n tra la R eform a. Esas revoluciones que se fundan
en la rehabilitación y em ancipación del hom bre y de la socie
dad, obedecen a una ley n atu ral, que poder h u m an o alguno
puede co n trarrestar.
Tal es la gran ley providencial del progreso de la H u
m anidad, cuyo cum plim iento, ni la alianza de la E u ropa ente
ra podría co n tra ria r. M as esta consideración no es b astante a
im pedir las em presas del interés m onárquico co n tra la A m éri
ca, y sería una ilusión pueril atenerse a ella p ara confiar en la
vana esperanza de que el an tagonism o europeo se arredre en
presencia de la im posibilidad de contener nuestro progreso de
m ocrático. El despotism o es ciego.
Las ideas que cam biarán, indudablem ente, son las de la vida
política europea, porque no son conform es a esa ley que rige
los destinos del género hum ano. Su cam bio y transform ación
se hacen lentam ente, pero de un m odo visible y claro; y no lle
garán a ser tan com pletos, com o es necesario que sean, para
que desaparezca el antagonism o de am bos, m undos sino des
pués de pro fu n d as revoluciones y de espantosos cataclism os
políticos y sociales, producidos p o r el choque de los intereses
17
bastard o s y egoístas con los de la sociedad que hoy está sojuz
gada.
Hay hechos que es necesario aceptar com o se presentan, hay
situaciones indeclinables, que no se pueden m odificar por me
dio de expedientes evasivos, ni p o r intereses de circunstancias
que aconsejen una política tan efím era com o ellas. Los G o
biernos am ericanos deben aceptar su posición com o es, y ser
virla com o exigen las condiciones de la vida y del progreso de
sus sociedades, de su soberanía e independencia Pretender los
contrario , ad h erir a las exigencias de la política europea en
A m érica, será servir a intereses opuestos a los am ericanos que
aquella política representa.
Tal es la razón de la necesidad que tienen los G obiernos
am ericanos de fijar en un C ongreso general, o en tratad o s p a r
ciales, los principios que deben form ar el código de sus rela
ciones m utuas, com o una entidad caracterizada por circuns
tancias especiales, que la diversifican de cualquiera o tra enti
dad política. Fijados esos principios, es consecuencia necesa
ria de su determ inación señalar tam bién la posición respectiva y
los deberes que deben respetar cada uno de los m iem bros de
esa entid ad política am ericana, cuando uno de ellos sea vícti
ma del antagonism o europeo, es decir de los intereses opuestos
que la entidad europea, sea en el conjunto de todas sus po ten
cias, sea parcialm ente, puede hacer valer co n tra los intereses
am ericanos.
Prescindiendo de la p ro fu n d a diferencia que existe entre las
poblaciones am ericanas y europeas, diferencia que estudiare
mos después, es indudable que las naciones hispano
am ericanas, por sus caracteres de fam ilia, p o r sus anteceden
tes, por su porvenir y por sus instituciones, form an entre sí una
entidad política verdadera, que, sin duda, tiene una fuerte co
nexión con la sociedad anglo-am ericana, por todos esos ras
gos, aun q u e los caracteres de fam ilia sean diferentes. Este es
un hecho reconocido y aceptado p o r todas las repúblicas am e
ricanas, y elevado a la c a te g o r ía de un dogm a político, desde
que fué p roclam ada y au to rizad a com o política legal de los Es
tados U nidos, la d octrina de M onroe, hace cuarenta años.
Tal hecho ha sido siem pre p roclam ado de un m odo oficial y
ha servido de base a un sinnúm ero de transacciones y de ges
tiones políticas. El G ob iern o de Chile, que lo ha hecho valer
constantem ente en la política continental, lo form ulaba tam
bién, discutiendo con el representante español las cuestiones
que se suscitaron después de la ocupación de las C hinchas por
la E spaña, a título de reivin d ica ció n .
¡Espléndida m anifestación de la alianza n atu ral que existe
de hecho entre las repúblicas am ericanas! T odos los pueblos
todos los G obiernos la sienten y reconocen, y ja m á s ha apare
18
cido un peligro de esos que tienen su origen y su causa en el an
tagonism o de los intereses europeos co n tra la A m érica, sin que
al m ism o tiem po no haya estallado tam bién el sentim iento de
la co m un id ad e intim idad de los m iem bros que form an la e n ti
dad política am ericana.
Este hecho innegable traza con precisión el objeto y los lími
tes de aquella evidente com unidad; de m odo que es inútil y fú
til desconocerla u objetarla con el pretexto de que p odría tener
una falsa y dañosa aplicación la alianza que en ella se fundara,
si una nación europea, en defensa de sus derechos ultrajados y
auto rizad a p o r la ley internacional, m oviera guerra co n tra una
R epública am ericana que no satisfaciera el o tro m o d o las re
clam aciones ju sta s que se le hicieran.
Este caso está fuera de la alianza n atu ral am ericana, y no se
puede sacar de su posibilidad un argum ento racional, ni con
tra la existencia de la entidad política de la A m érica, ni para
negar el an tagonism o que la E u ro p a tiene, por causas eviden
tes y po r intereses indudables, c o n tra aquella entidad.
I
La emancipación. El espíritu es el fin de la revolución america
na, y el principio contrario es la base de la civilización española
19
en cuyas virtudes se encierran tod o s nuestros deberes m orales,
sino una ley arb itraria, que no era o tra que la voluntad de los
hom bres que tenían el privilegio de administrar el poder espiri
tual.
La E spaña había llegado a ese extrem o p o r un cam ino espe
cial, que ninguna otra nación recorriera jam ás. A penas se con
solidaba el p o d er de las tribus góticas que o cu p aro n la Penín
sula, después de la disolución del im perio ro m an o , cuando ya
sobrevino una guerra religiosa, pues que la que em prendió
Clovis a fines del siglo V p a ra convertir a la fe católica a los vi
sigodos no fué p ara éstos sólo una guerra de independencia,
sino una guerra de la religión en la cual el clero arriano hubo
de to m ar un ascendiente p oderoso, haciendo causa com ún con
los reyes, que con sus pueblos se le som etieron. Cien años des
pués los visigodos eran ya o rto d o x o s, y el nuevo clero católico
asum ía la au to rid ad y hered ab a las ventajas y predom inio del
clero arrian o , que cedía su puesto con la conversión, llegándo
se a consolar aquel predom inio hasta el p u n to de que a m edia
dos del siglo VII, el clero legislaba por m edio de sus concilios,
en que se presentaban de rodillas ante los obispos los reyes vi
sigodos, los cuales, p ara conocerse, tenían tam bién que ju ra r
que conservarían en to d a su pureza la religión. El código de
esos reyes sancionaba tal p arte y reconocía adem ás el poder
juridiccional de los obispos, aun para ju zg ar a los seglares,
para revocar las decisiones de los jueces y p ara vigilar sobre la
adm inistración de justicia.
A principios del siglo VIII se inició con la invasión de los m o
ros otra guerra religiosa de m ás de siete siglos, que no sólo te
nía por objeto reconquistar el territo rio perdido, sino tam bién
defender la fe católica e im ponerla al conquistador. M ás de
veinte generaciones to m aro n p arte en aquella lucha te n az , que
enardeció y consolidó, com o elem ento social, el fanatism o reli
gioso; que m antuvo a la sociedad en m edio de constantes y
asom brosos peligros, que ella no creía vencer sino m ediante la
intervención divina y a m erced de los m ilagros; que, en fin, h a
bituó a los españoles a la m iseria y a la pereza, y, de consi
guiente, a la ignorancia p ro fu n d a que de sem ejante situación
debía re su lta r1.
Los españoles no p udieron triu n far en tan desoladora gue
rra sino som etiéndose ciegamente a sus jefes.
“ C om o fué a un m ism o tiem po político y religiosa la larga
guerra que siguió a la invasión, se p ro d u jo naturalm ente una
alianza íntim a entre las clases políticas y religiosas, porque el
interés de a rro ja r a los m oros de E spaña era ta n to de los reyes
20
com o del clero. Las particulares circunstancias de su posición
hicieron que d u ran te m uy cerca de ochocientos años fuese
p a ra los españoles u na forzosa necesidad la sólida alianza en
tre la iglesia y el E stado, y n a tu ra l es creer que aunque pasó la
necesidad, las ideas p o r ella alim entadas sobrevivieron al peli
gro, pro d u cien d o en la m ente del pueblo una im presión tan
ho nd a que difícilm ente puede b o rra rse ” (2)
La sum isión a los príncipes es la virtud que ensalza La lite
ra tu ra es el, precepto venerado en los concilios y adem ás actos
de la iglesia, es el principio más fuertem ente constituido en la
legislación; es, en fin, el tipo característico de las costum bres y
de la opinión, la gala de to d a p erso n a bien nacida. ” E sta fideli
dad sirvió lo m ism o a los reyes m alos que a los buenos. En m e
dio de las glorias españolas del siglo XVI alcanzó la plenitud
de su fuerza; se m ostró bien evidente en la decadencia de la na
ción en el siglo X V III, y sobrevivió al choque de las guerras ci
viles de los prim eros años del siglo X V III. Y p o r cierto, no es
extraño que así sucediera, p o rq u e este sentim iento hab ía pene
trad o de tal m odo en las tradiciones del país, que llegó a ser
p ara el pueblo más que una pasión, un artículo de fe. C laren-
don dice que la falta de respeto p a ra sus príncipes es m irada
p o r los españoles com o un crimen m onstruoso; sum isión, reve
rencia a sus príncipes es una parte vital de su religión. Estos
eran, pues, los dos grandes elem entos que com ponían el carác
ter español; fidelidad a sus reyes y superstición religiosa. Reve
rencia a sus reyes y a sus clérigos son los im portantes princi
pios que ejercen en la mente de los españoles m ayor influencia
y que dirigen la m archa de la h istoria de España. En ninguna
o tra p arte de E uropa ha sido tales sentim ientos tan p erm an en
tes, constantes y libres de to d a m ezcla, pues estando E spaña
situada en la últim a extrem idad del C ontinente, al que se une
solam ente por la cadena pirenaica, ta n to por las causas físicas
com o por las m orales, apenas tenían contacto con las dem ás
naciones. N o habiendo venido m ezcla de extranjeras costum
bres a tu rb a r la m archa de los acontecim ientos, fácil es descu
b rir las puras y naturales consecuencias de la superstición y de
la fidelidad, que son dos de los m ás poderosos y desinteresa
dos sentim ientos que dom inan el co razón del hom b re, y con
cuya co mbinada acción podem os tra z a r con claridad las princi
pales eventualidades de la histo ria de E sp añ a(1).
(6) Ib íd em .
(7) Buckle, obra citada,
21
II
Esa unión íntim a del pod er civil y del espiritual, esa alianza
poderosa de la m o narquía y de la R eligión, llegaron en las co
lonias al g rad o más p o rten to so de om nipotencia que jam ás
haya po dido alcanzar el despotism o. Su resultado n atural es el
aniquilam iento de todas las facultades activas del hom bre:
ningún derecho existe en presencia del poder que dom ina la in
teligencia y el corazón, que dicta el pensam iento, que ordena
la creencia, que regla el juicio, que es dueño del sentim iento,
que determ ina los actos, que hace, en fin, un a u tó m ata del ser
en que D ios puso una chispa de su divinidad
Em pero el español triu n fab a de la F ran cia y ap risionaba a
su rey, p articip an d o de la gloria política de C arlos V, y com o
éste hum illaba a los príncipes p rotestantes y vencía a los tu r
cos para engrandecer a la Iglesia; con Felipe II b atallab a en los
Países Bajos; se enriquecía en A m érica, y dom in ab a los mares;
bajo los imbéciles sucesores de aquellos m onarcas, encarn a
ción gigantesca del fanatism o y de la crueldad de su nación,
suplía con la licencia su falta de libertad y olvidaba su envileci
m iento con las aventuras caballerescas. Al fin esa gloria, la co
dicia, la m ism a relajación de costum bres, eran otras tantas ca
nales por donde se abría paso la actividad n atu ral que el om i
noso poder de los reyes y del clero extinguía en su frente para
dom inar.
Pero, ¿sucedía otro tan to en las colonias? ¡Ah! ni la gloria de
las arm as, ni las letras, ni la codicia, ni la p ro stitución presta
ban aquí p ábulo al espíritu, ni alim ento al corazón. El colono
era un ente sin razón, sin im aginación, sin corazón; sólo sabía
obedecer con la fe de que la v oluntad de Dios lo había hecho
para la esclav itu d . N o tenía derechos, había nacido siervo
para vivir y m orir en la esclavitud del espíritu y del cuerpo, sin
pensar, sin d udar, sin creer m ás que lo que lo que le ord en a
ban, sin am ar sido lo que le perm itían, sin hacer más que lo
que se le m andaba.
El sabio escritor que ha trazad o con m ano m aestra y apoya
do en un sinnúm ero de testim onios históricos la m archa de la
civilización española, ha señalado la acción a b ru m ad o ra de
aquel m onstruo de dos cabezas que con ta n ta p ropiedad sim
bolizan los ascéticos en la unión de los dos cuchillos; llegando a
persuadirse de que “ la E spaña es el país en que de un m odo
m ás flagrante se han violado las condiciones fundam entales de
22
la ley del progreso social, y al m ism o tiem po el que m ás terri
blem ente ha pagado tal violación" ( 1).
Los resultados de la com binación del fanatism o y de la ciega
obediencia en que la Iglesia y la C o ro n a apoyaban su poder
om ním odo, fueron deslum brantes, m ientras el pueblo español
fué el in stru m en to de sus grandes m onarcas F ern an d o e Isabel,
C arlos V y Felipe II; y la E spaña alcanzó a dilatar sus dom i
nios de m anera que el sol ja m á s hallaba en ellos su ocaso. Pero
toda esa grandeza desapareció com o el hum o...
Eso debía suceder. A quella grandeza no era o b ra del pue
blo, sino del poder que lo d om inaba. Los sucesores de Felipe
II fueron dem asiado pequeños y corrom pidos para poder co n
servar su herencia, y el pueblo que había sido valiente em p era
dor y caballero leal por su adoración a los grandes reyes, se b a
tió y se degradó por su ad o ració n a los m onarcas imbéciles,
débiles o co rrom pidos que después han ejercido sobre él su
despotism o
III
23
tism o, que sus seculares guerras religiosas le h abían hecho ha
bituales; ad o ra a sus reyes, que p a ra él son la im agen de Dios,
y som ete su inteligencia y su corazón a los m inistros del altar,
que ejercen el poder espiritual y dom inan a m edias con el m o
narca. El día en que C arlos V y Felipe II son el azote de las na
ciones, el rayo del infierno c o n tra la libertad, la hoguera que
devora a m illares a los hom bres a nom bre de la religión, ese
pueblo se engrandece con las glorias infam es de la conquista y
los m entidos lauros de la fuerza; pero cuando los sucesores de
aquellos fieles tipos del fanatism o español no tienen el espíritu
diabólico de la fuerza, ni la dignidad suficiente p ara hacerse
respetar, ni la capacidad necesaria para dirigir sus intereses, y
entregan su suerte a los extravíos del fanatism o y de la igno
rancia, entonces la España cae en un abism o de donde no la
sacarán jam ás sus gobiernos, com o no la sacaron ni Felipe V
con la ayuda de la F rancia, ni C arlos III con sus grandes mi
nistros, m ientras no devuelvan al pueblo sus derechos, y con
ellos al hom bre su rehabilitación
Tal es el p unto de p artid a en que estaba colocada la A m éri
ca española al tiem po de su em ancipación de la m etrópoli. Allí
principia p ara ella una reacción violenta, p ro fu n d a, que la des
quicia del centro de la civilización española, p ara lanzarla muy
lejos a un m undo desconocido, p ara cuya atm ósfera no están
organizados sus pulm ones. El espíritu esclavizado se em anci
pa; esta frase señala los dos polos opuestos de la existencia del
pueblo español en A m érica.
El de la península queda en su puesto, queda em potrado en
su quicio secular. Allí se aferra a su p asado, y se esfuerza en ser
todavía el último baluarte de la uniformidad, de ese sistem a
gentílico que an o n ad a al ho m b re y le quita sus derechos n a tu
rales p ara gobernarlo, que chupa a la sociedad todos sus ju
gos, a título de conservar una unidad absoluta que la aniquila.
Esa es la fotografía de la sociedad española, y el em inente
historiad o r inglés, que nos presenta ese cuadro tan triste y
som brío com o fiel y verdadero, no ha recargado las som bras
ni alterado la silueta que tan prolijam ente ha calcado. Pero no
es idéntica la fisonom ía de la sociedad h isp a n o —am ericana,
por más que las analogías de fam ilia resalten a la prim era ojea
da. La revolución de 1810 fraccionó en dos ram as la gran fa
milia española de una m anera tan p ro fu n d a y radical, que no
sólo diversificó, sino que tam bién colocó en extrem os opues
tos e inconciliables las condiciones de la existencia y progreso
de las dos fracciones.
Este fenóm eno, que por su singularidad es el único que se
presenta en la historia del género hum ano, no se verificó en la
fam ilia b ritánica con la em ancipación de las colonias anglo
am ericanas. U na vez que éstas reasum ieron sus soberanía, no
24
tuvieron o tra cosa que hacer que co n tin u ar y d esarrollar la ci
vilización de la m adre P atria. Las libertades inglesas eran ta m
bién el patrim o n io de los colonos; la acción individual y la ac
tividad social que nacen de la posesión de los derechos civiles y
políticos deban al pueblo inglés de am bos continentes y a su ci
vilización to d as las ventajas de u n a sociedad que encierra en sí
m ism a los gérm enes de su progreso m oral y m aterial. E m anci
pados los colonos, no tuvieron p a ra qué reaccionar c o n tra esa
civilización: les bastó com plem entar la posesión de aquellos
derechos, despojándolos de las tra b a s que la m o n arquía aris
tocrática de la m etrópoli necesita ponerles p ara asegurarse a sí
misma.
La igualdad com pletó allí a la libertad, y esta unión, que era
lógica y n atu ral desde el m om ento de la em ancipación, hizo
nacer el g obierno de sí m ismo, al self-government, la Democra
cia la civilización inglesa entró en su carril natu ral, se colocó
en su verdadero centro, y com enzó desde entonces a producir
los resultados con que ha aso m b rad o al m undo.
Las m ejoras m ateriales nacieron sin esfuerzo de la libertad
individual y social p orque ellas son siem pre el resultado de la
iniciativa y espontaneidad h u m an a, y sólo así son fecundas,
duraderas y capaces de en sanchar los horizontes del poder de
una nación. La A m érica inglesa debe, pues, su m etrópoli la
base de su p o rten to so engrandecim iento.
N o así la A m érica española: ella está irresistiblem ente con
denada a reaccionar co n tra la civilización de su m adre P atria,
y progreso está en razón directa de la abjuración de su pasado.
N o puede conservar esa civilización p ara d esarrollarla, p o r
que si tal cosa hiciera, solam ente conseguiría quedarse com o
la E spaña, “ cual basta e inform e m asa, único representante
hoy día de los sentim ientos y de la instrucción de la E dad M e
d ia ” , en el gran m ovim iento de progreso y de libertad que se
opera en el m undo; único b alu arte de la uniform idad latina, en
m edio de la civilización cristiana.
La ley de la revolución es providencial, y se cum ple en la so
ciedad española de la A m érica de una m anera irresistible y
a pesar de los obstáculos que encu en tra en los sentim ientos y
en los h ábitos. Por esto la situación social de am bas ram as de
la fam ilia es tan esencialm ente diversa, com o lo es su porvenir.
En E spaña no se ha iniciado siquiera la revolución. “ Jam ás ha
habido allí una revolución p ro p iam en te dicha, ni aun una gran
rebelión n acio n al” .
La m ás g rande por su extensión y duración fué la que dió
causa a la p ro lo n g ad a y desastrosa guerra dinástica entre el
pretendiente D on C arlos y la reina Isabel II y ese levantam ien
to estuvo tan lejos de ser una revolución, cuan to que sólo aspi
raba a conso lid ar y fortificar m ás aún el poder abso lu to y el fa
25
natism o, co n tra las reform as constitucionales. El levanta
m iento co n tra la invasión de N apoleón no fué una rebelión,
sino el resultado natural del am or a la independencia de la p a
tria y a la conservación de la dinastía.
La E spaña no reacciona, pues, co n tra su pasado: lo conser
va y lo am a; y sólo así se explica que esté co n ten ta y satisfecha
con representar en el m undo el triste y desgraciado papel que
le ha cabido, creyéndose a la v anguardia de la civilización,
cuando es el país más atrasad o de E uropa, y enorgulleciéndose
de tod o lo que debiera ru borizarla.
¿Qué afinidad, qué relación íntim a, qué unión social puede
existir entre los españoles, que no com prenden nada m ayor
que la esclavitud, que el im perio del fanatism o y del poder m o
nárquico que la negación com pleta de todo derecho; y los es
pañoles que reaccionan con tra tales elem entos, porque no
pueden consum ar la revolución que han em pezado, y consoli
dar el gobierno de sí m ism os, el sistem a dem ocrático, sin
em ancipar com pletam ente el espíritu, sin rehabilitar al h o m
bre y a la sociedad en la posición com pleta de sus derechos? La
sangre, la lengua, la religión, y aun las costum bres, los hacen
iguales y les prescriben am or; pero los intereses, las ideas, la ci
vilización y su porvenir los separan y los colocan en extrem os
opuestos.
A quéllos quieren conservar, éstos se sienten arrastrad o s a
reform ar; aquéllos se quedan, éstos m archan adelante, d á n d o
les un adiós que será eterno, porq u e cuando los prim eros em
piecen a recorrer la m ism a senda, ya los segundos form arán
una sociedad radicalm ente diversa. Tales son las causas que
separan p rofundam ente las dos fam ilias y nos dan derecho de
llam arnos am ericanos y no españoles, por m ás que uno de
esos rim adores que m ejor representa el atraso de E spaña nos
hayan dicho.
26
su infecunda civilización le legara. La religión cristiana es san
ta, quién lo duda; es la expresión de la civilización m oderna y
lleva en sí la sim iente de la d em o cracia. La lengua española es
herm osa, y p o r su flexibilidad y vigor puede llegar a ser el dig
no instrum ento de las ciencias, de las artes y de los derechos de
una gran dem ocracia hispanoam ericana.
Pero en la religión y en la lengua que la España enseñó a la
A m érica no hay nada de eso, sino la esclavitud, fanatism o y
una civilización soñolienta, que vive de la ignorancia de la so
ciedad, de la nulidad del individuo, de la orto d o x ia y de la pue
ril credulidad del odio a la verdad y al progreso y de la m entira
en que se funda el poder civil y espiritual que lo dom ina todo.
La religión no fué más que un in strum ento de dom inación y
sus m inistros no hicieron o tro papel que el de socios del Poder
civil en la explotación de la colonia. La A m érica debe al catoli
cism o de la E spaña, no su civilización, sino su atraso , y, sin
duda, funestos vicios sociales que im piden la consolidación
del orden y de las nuevas instituciones. Ese catolicism o no fué
nunca el cristianism o, sino la superchería y el fanatism o pues
tos al servicio del Poder y de la codicia.
27
S ien d o director general de P u b licacion es José D á v a lo s
se term in ó de im prim ir en lo s talleres de Im prenta M ad ero, S. A .,
A ven a 102, M éx ico 13, D . F. en septiem b re de 1979.
Se tiraron 10,0 0 0 ejem plares.
TOMO VI:
51. George Robert Coulthard. PARALELISMO Y DIVERGENCIAS ENTRE INDIGE
NAS Y NEGRITUD. 52. Benito Juárez, CARTAS. 53. Germán Arciniegas. NUES
TRA AMERICA ES UN ENSAYO. 54. Aimé Cesaire, DISCURSO SOBRE EL COLO
NIALISMO (fragmento). 55. José María Arguedas, EL INDIGENISMO EN EL PE
RU. 56. Justo Arosemena. PROYECTO DE TRATADO PARA FUNDAR UNA LIGA
SUDAMERICANA. 57. Samuel Silva Gotay. TEOLOGIA DE LA LIBERACION LATI
NOAMERICANA: CAMILO TORRES. 58. Servando Teresa de Mier, QUEJAS DE
LOS AMERICANOS. 59. Benjamín Carrión, RAIZ E ITINERARIO DE LA CULTURA
LATINOAMERICANA. 60. Ernesto Che Guevara, LATINOAMERICA: LA REVOLU
CION NECESARIA.
TOMO VII:
61. Luis Villoro, DE LA FUNCION SIMBOLICA DEL MUNDO INDIGENA. 62. A u
gusto César Sandino presentado por Jorge Mario García Laguardia, REALIZACION
DEL SUEÑO DE BOLIVAR. 63. A rturo Uslar-Pietri, ANDRES BELLO EL DESTE
RRADO. 6 4 . Frantz Fanon, ANTILLANOS Y AFRICANOS. 65. Víctor Raúl Haya de
la Torre, EL LENGUAJE POLITICO DE INDOAMERICA.
RECTOR
Dr. Guillermo Soberón Acevedo
SECRETARIO GEN ERA L ACADEM ICO
Dr. Fernando Pérez Correa
SECR ETAR IO GEN ERA L AD M INISTRATIVO
Ing. Gerardo Ferrando Bravo
DIRECTO R FACULTAD DE FILO SO FIA Y LETRAS
Dr. Abelardo Villegas
CENTRO DE ESTU D IO S LATINOAM ERICANOS
Dr. Leopoldo Zea.
COO RDINADOR DE H U M ANIDADES
Dr. Leonel Pereznieto Castro
CENTRO DE ESTU D IO S SOBRE LA U NIVERSIDAD
Lic. Elena Jeannetti Dávila
UNION DE U N IVER SID A D ES DE AM ER ICA LATINA
Dr. Efrén C. del Pozo.