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Mitos Cornaló Franco

Suspiros en Betania

- Lázaro ha… muerto –rectificó el médico que había permanecido en vela toda la noche con
el enfermo.

Las hermanas de Lázaro, Marta y María, se encontraban esperando el veredicto final del
doctor, sin moverse, esperando incesantemente en un banquillo en la habitación principal de la
casa.

- Al final, ha sucedido. El pobre ha estado sufriendo desde hace 2 días.


- En vano hemos ido a llamar a su amigo Jesús, sólo él podía haberlo ayudado. Hubiera
hecho algo que la medicina tradicional no lograba hacer.
- Pudo haber venido, hace dos días que Lázaro se encontraba en esa situación. Era su amigo,
pudo haberlo ayudado.

Muchas personas acudían a ver el cuerpo sin vida de Lázaro. Muchos de ellos eran
desconocidos, y otros querían tan solo cobrar los denarios que el muerto les debía.

Se estaba conformando una gran conmoción alrededor de Betania. Las noticias llegaron a
odios de los discípulos de Jesús, quienes no comprendían porque éste prefirió permanecer tanto
tiempo en donde se encontraban, en vez de salvar a su amigo que lo hospedó en varias
ocasiones.

Decidió entonces partir hacia Betania, se encontraba a unos kilómetros en Jerusalén. Al


llegar había pasado ya cuatro días. Mandó a llamar a Marta quien, al ver apenas a Jesús lloraba
desconsolada culpando a éste de su muerte. María llegó minutos después de ella. Se tiró a los
pies de Jesús llorando y repitiendo: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría
muerto.” Y continuó diciendo:

- Él era tu amigo. No lo ayudaste en el momento que más te necesitaba.

Jesús, con el espíritu tranquilo, le contestó:

- Tu hermano resucitará, si crees en mí, lo hará.


- Creo en ti Señor.
- ¿En dónde lo tienen sepultado?
- Acompáñeme y lo sabrás.

Al ver a los judíos acercarse, Jesús no pudo evitar entristecerse y llorar por su amigo, a lo
que sus discípulos no podían comprender, ya que si él quería podía haberlo evitado.

Al llegar al lugar del sepulcro, Jesús ordenó que quitaran la piedra que obstaculizaba la
entrada. Al hacerlo, un fuerte hedor salió de su interior.

Jesús acercándose a la entrada, un poco nervioso, susurró el nombre de Lázaro. Un silencio


tajante rondaba por toda la meseta. Un segundo intento en el llamado, ésta vez con un poco más
de ahínco. Nada. Reinaba un mutismo espantoso en el ambiente. El mínimo movimiento de
algún insecto o el silbido del viento bastaban para cortar la situación.

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Por tercera vez, Jesús gritó:

- ¡Lázaro! Aparece. Muéstrate en frente de ésta multitud que esper---

Repentinamente una mano sale de la obscura caverna y agarra el manto de Jesús. Sería
totalmente blanca de no ser por la tierra, el polvo y los rasguños que lo cubrían por doquier.
Estremecido por la abrupta aparición, Jesús la toma e intenta con todas sus fuerzas, lanzarlo
hacia afuera, nuevamente a la superficie.

Un hombre envuelto totalmente, atado de pies, abrazó a Jesús con todas sus fuerzas. Era
Lázaro. Había revivido misteriosamente para asombro del público. Estupefacto, Jesús devolvió
el abrazo e intentó tranquilizar al recién llegado. Con mucha dificultad, pudo siquiera
sostenerse y mantenerse en pie. Estaba débil, y su composición física frágil.

Permanecieron unos minutos parados sin hablar mientras Lázaro dejaba caer unas amargas
lágrimas.

La muchedumbre comenzó a gritar y alabar a Jesús por la gran hazaña que acababa de
realizar. “¡Es un milagro!”; “indudablemente es obra de Dios”; “Es el hijo de Dios que ha
venido para salvarnos”. El único que no podía hablar era el recientemente traído a la vida.

Las hermanas de Lázaro, corrieron para abrazarlo y besarlo, sin dejar de exaltar
agradecimientos a Jesús. Todos los allegados, lo siguieron fuera de la ciudad, enalteciéndolo y
orando la maravillosa anormalidad que presenciaron.

Pasadas unas horas y recobrado el aliento, Lázaro se encontraba solo, sentado en el mismo
banquillo en el que sus hermanas lo esperaban días atrás. Miraba fijamente un punto ciego, no
podía aún divisar con claridad lo ocurrido. Sus sentidos estaban alterados. La luz le dañaba la
visión; el aire límpido le arrancaba los pulmones al respirar, y no percibía ninguna especie de
olor; intentaba en vano sentir lo que tocaba pues, ya no poseía tacto; paranoico, los ruidos lo
estremecían sin cesar; intentaba modular algunos sonidos, balbuceaba sin comprender lo que
quería decir. Trataba de recordar que había sido de su existencia los días anteriores a padecer
esa mortal enfermedad. Era como si desde antes que ocurriera todo, no había apreciado nada.
Sus recuerdos estancados le abrumaban la existencia.

No soportaba el dolor de estómago, sentía sus tripas retorcerse. Habían estado cuatro días
en inactividad, al igual que el resto de su organismo. Su último desayuno, ya descompuesto
surcaba su interior de manera repulsiva. Por sus venas ya no corría sangre viva y fresca como
antes, ahora con un tono azulado sus arterias sobreexcedían su piel fría que reflejaba una tez
pálida, cadavérica y una lúgubre mirada se acentuaba en su moribundo rostro.

Había vuelto de la muerte, sin estar al corriente como había perecido, ni que había sido de
él después de eso. Fue como estar en un sueño profundo, una indolencia en estado suspendido.

En lo profundo, estaba sorprendido. No encontraba diferencia alguna entre estar muerto y


haber revivido.

Ya no conservaba fuerzas. Era una lucha continua estar tan solo sentado sin mover sus
manos. Sus pies no le respondían como antes, una de sus rodillas parecía dislocarse al menor
movimiento, sus extremidades ya no le correspondían.

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Aterrado, pensando seriamente y sin descanso por qué aún se encontraba allí, difamaba
una suerte de penosas reflexiones: ¿Qué propósitos tenía su existencia ahora? Era una extinta
entidad. Un cuerpo falso recubierto por una pobre esencia.

Maldecía a los muertos y odiaría todo ser vivo que se le acercara, pues él se hallaba
suspendido en una delgada línea que separaba ambos estados.

¿Cómo podía seguir sufriendo el día a día? No lo deseaba, añoraba estar en ese viejo y
cerrado sepulcro, donde la luz no estaría presente para lastimarlo, donde las molestias que lo
rodeaban ahora, sería allí una sutil ilusión.

Había olvidado que se sentía satisfacer una necesidad simple como comer. ¿Era tan grata
como recordaba? ¿En verdad era feliz alimentándose y viviendo como lo había hecho? Se
repudiaba a si mismo. Veía la comida, estaba allí frente a sus ojos, pero no le apetecía. Lejano
de su agrado era ya saciar su vientre, conversar con alguien, sentir el calor humano, sentarse a
la sombra de su vieja arboleda, e incluso dormir. Enfrentarse por segunda vez a las
simplicidades que se le abrían frente a él, le provocaba náuseas y fuertes dolores de cabeza.

“¡Maldita sea! Porqué me tuvo que ocurrir esto a mí. Era una buena persona, no le deseaba
el mal a nadie. Oraba todos los días sin falta. Ahora no sirvo para nada. No puedo ser de
utilidad. Ni siquiera puedo darme aliento a mí mismo a continuar con esta farsa. Deseo
acabarla. Enfrentarme nuevamente a deudas, trabajo penoso, esfuerzo cotidiano, rutina sin
sentido.”

Por un instante quiso correr a refugiarse por donde había sido abortado, esconderse, esperar
su segunda partida, pero recordó que tenía que pasar nuevamente por el mismo dolor agudo que
había sufrido anteriormente. De repente había recordado todo el padecimiento. En su cama,
buscando una salida errónea al laberinto de su enfermedad. Eso le horrorizó, su piel se erizó y
la cadera dejó de responderle entumecida. Quiso cerrar los ojos y buscar una sombra que lo
ayude a cobijarse.

Al ver a su “salvador” pasar frente a él, se exaltó. Lázaro, poco a poco se acercó a Jesús,
quien estaba ya próximo a abandonar Betania y partir lejos, pues sus enemigos acechaban y
pretendían asesinarlo.

- Jesús –preguntó Lázaro de manera directa- ¿Por qué me reviviste? ¿No pudiste
simplemente salvarme de mi enfermedad y evitar todo esto? Bastaba con tomar la
recuperación de mi enfermedad como un signo de amor hacia Dios.
- Tenías que morir Lázaro. Era la única manera de que todas estas personas que te vieron,
creyeran fervientemente en Dios.
- ¿Sólo –estupefacto por la respuesta- soy una herramienta de tu milagro?
- Eres mucho más que eso. Eres el instrumento elegido para transmitir la fe de Dios.

Cuando profería estas palabras, los discípulos aparecieron en escena, llevándose a Jesús, no
era un buen lugar para permanecer allí.

Dos días después, Lázaro, sentado sólo en el jardín de su hogar, se encontraba absorto en
las crudas palabras que su amigo le había pronunciado.

Un grupo de judíos, enviados allí por los principales fariseos, rondaban la zona. Se
detuvieron al verlo, y reconociéndolo se sentaron junto a él para indagar un par de asuntos. Un

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torrente de preguntas, relacionadas con el supuesto milagro, le realizaron al revivido elegido


por Dios.

- Lázaro es la evidencia en vida del milagro de Jesús -exclamó uno de ellos.

Un impacto del cuchillo que portaba uno de esos israelitas se hundió en el pecho de Lázaro.
Por segunda vez su visión se oscurecía, exhalaba un cruento suspiro y el poco aliento que
subsistía se escurría abruptamente por su áspera boca.

Lázaro en La última tentación de Cristo (1988)

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El despertar de Párthenos1

Al principio, antes de concebirte, pronunciaba aladas palabras.

“Sin importar en qué te conviertas Metis, aseguro encontrarte y hacerte mía otra vez.
Recuerdo que las primeras veces correteaba detrás de ti como un toro encarnecido, perdido en la
lujuria. Desde una gacela a un cisne, me obviabas metamorfoseándote en diversos objetos.
Ocultándote, ignorabas mi presencia y recurrías a todos tus sabios trucos para engañarme y
alejarme de tus brazos.”

Así actuaba durante las primeras aventuras. Pero su actitud fue madurando con el paso
del tiempo. No tenía más remedio que actuar deprisa. Debía elegir: mi querida esposa, o mi
rango en el Olimpo que estaba siendo amenazado.

Gea y Urano, los Dioses primogénitos, me profetizaron un oscuro descendiente al cual


no pienso retribuirle mi puesto.

- “Tras la hija que vas a tener con Metis, vendrá un hijo que te destronará al igual que tu
hiciste con tu padre y este con tu abuelo”. Esas palabras exaltan mi ira y entumecen mi
corazón.
- Eso no es verdad Zeus. Ellos solo están envidiosos de nuestro amor. Si se hiciera realidad,
no permitiría a Ilitía que consienta ese parto.
- No hay nada que puedas hacer Metis, las Moiras trazaron el destino. El siguiente hijo que
tendrás, después del que llevas en el vientre, será mi perdición. No pienso arriesgarme.

Con un haz de luz cubrí a Metis, y en una pequeña e insignificante mosca la convertí.
De esta forma no sentirían dolor alguno y sufrirían lo menor posible. Sus alas revoloteaban a su
suerte en un fallido intento por escapar.

Para asegurarme, comí la mosca y con ella mis angustiosos pesares del futuro que yacía
en sus entrañas. Sentí en el interior de mi garganta un cosquilleo inmundo surcando mis
intestinos. Abrigué su pesar con mis vísceras y amparé su padecimiento en mi estómago.

Matarla y disfrutar comiendo sus órganos no hubiera sido diferente al acto que acometí.
Soy el único culpable que nunca recibirá su castigo. No me diferencio absolutamente en nada
de aquellos brutos mortales y monstruos que recorren el mundo en busca de gloria, pisoteando
sus obstáculos y protegiendo su propio ego.

Sentía un dolor inmenso en mi cabeza. En un principio sospechaba que fuera la culpa, o


su madre Tetis, tratando de invocar a las tenebrosas Erinias, seres temidos que castigan los
actos malvados en busca de venganza. Pero ellas no tienen poder sobre mí. No puedo ser
juzgado por mis actos.

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Párthenos: Nombre otorgado a Atenas en el Partenón, antiguo templo griego.

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Mis dudas se esfumaron cuando mi cerebro comenzó a ejercitar una suerte de ardor
vigoroso. De repente la tosquedad reprimida en mí desapareció. Comenzaba a asimilar
comportamientos y situaciones que antes ni siquiera concebía.

Pero el dolor no cesaba, volvía ávidamente al Olimpo, y le rogué a mi hijo Hefesto que
me quitara el malestar.

Buscó su hacha minoica de doble hoja, el labrys y con todas sus energías descargó un
filoso corte en medio de mi cabeza. Por supuesto, fue doloroso. Lancé un estruendoso grito de
guerra. Brotaba icor, la sangre divina a borbotones, pues el hacha de mi hijo era
extremadamente afilada, la misma con la que corta los minerales para hacer las armas en las
fraguas del Inframundo. Permanecí inmóvil por unos momentos.

Un haz de luz cubrió el lugar, mi sabiduría se escurría y de la herida misma germinaba


una mujer; una delicada y fuerte doncella, ya adulta en estructura y tan pura como cualquier
virgen. Ésa eres tú, mi hija, la Diosa de la sabiduría, la guerra, la estrategia y la justicia.

Representación del Nacimiento de Atenea en un vaso ático (560 A.C)

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