La pandemia COVID-19, evidencia que el futuro es cada vez impredecible, incierto,
caótico; lo que implica la incertidumbre, desconcierto, preocupación, desesperación, etc. Este escenario pone a prueba, en diferentes niveles de obligaciones y responsabilidades, la capacidad de nuestras autoridades nacional, regionales y locales, así como a la propia población para gestionarla. Toda vez, la incertidumbre, es uno de los “elementos constitutivos más importantes de la cultura contemporánea […] hace alusión a lo indeterminado, accidental, aleatorio, a la ausencia de principios únicos sobre los cuales apoyar nuestras acciones, reacciones o pensamientos […] cuestiona la visión determinista, mecanicista, cuantitativa, formalista y lineal con que fue aplicada la ciencia” (Campos, 2008, pp.2-3). En este sentido, afrontamos una realidad compleja e incierta; lo cual constituye en una oportunidad, a la vez un reto de cómo adaptarnos como especie humana tanto para nuestra supervivencia, bienestar y el desarrollo intelectual, afectivo y moral en armonía con nuestro entorno, nuestro planeta -la madre tierra-. De allí, que el sistema educativo deberá someterse a revisión y cambios profundos de cara a la siguiente década, considerando como principio la incertidumbre y la complejidad; tal como propuso Morin (1999 ) en su trabajo “Los siete saberes necesarios para la educación del futuro”, ya que “Nos hemos educado aceptablemente bien en un sistema de certezas, pero nuestra educación para la incertidumbre es deficiente” (Araníbar, 2010, p.77). A la luz, de etas consideraciones, ¿Cómo será la escuela en la siguiente década?, ¿Cómo será la educación?, ¿Cómo debe ser la gestión educativa?