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Pitágoras había dispuesto que los aspirantes estuvieran en su escuela por tres
años y en silencio. Debían adquirir enseñanza atendiendo a lo que los ya iniciados
hacían. Mientras tanto, acompañaban y prestaban servicios que no implicaran el
conocimiento de los misterios. Cuando los maestros entendían que el aspirante
estaba en condiciones, se lo sometía a un proceso iniciático severo, como lo son
todos cuando, realmente, se trata de iniciaciones y no de burdas escenificaciones
de rituales iniciáticos que, al ser descoloridos, no sirven ni permiten una verdadera
transmutación personal.
El maestro designado preguntaba en voz alta si había sido capaz de dar respuesta
a tan simple pregunta. El aspirante decía lo que podía o lo que se le ocurría que,
por supuesto, no era correcto. Entonces la asamblea prorrumpía en estentóreas
risas y burlas. Se le permitía volver a explicar. Hecho esto, y otra vez errado, las
burlas se hacían más y más crueles.
Otros reaccionaban diferente. Eran los que, destrozados sus nervios por la
imposibilidad de dar una respuesta adecuada y agobiados por las burlas tan
crueles, caían de rodillas en la arena pidiendo que se aceptara su error y que en
modo alguno se lo excluyera por esto de la escuela. Gritaban que seguirían
limpiando en silencio, aprendiendo con apenas mirar, que estaban dispuestos a lo
que los maestros ordenaran pero que no se les obligara a dejar la Orden.
Avanzada esta confesión del aspirante, sus palabras eran interrumpidas por la voz
de Pitágoras que surgía de lejos y a sus espaldas. Con expresión cálida y
protectora, manifestaba: “Puesto que demostraste con tus hechos que es tan
importante para ti permanecer aquí para seguir aprendiendo, a partir de hoy
nosotros contamos contigo.”
Luego, la asamblea en pleno dejaba sus escaños para dirigirse a la arena, ayudar
al aspirante a ponerse de pie e inmediatamente cubrirlo de abrazos y palabras de
aliento.
Ahora sí comenzaba el verdadero proceso de iniciación. Le esperaban siete años
de exigentes enseñanzas, tras lo cual atravesaría diferentes ritos iniciáticos; pero
– claro – ya era un miembro de la Hermandad Pitagórica. Su perseverancia,
humildad y claridad de miras le habían abierto el sendero deseado.