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Escribe el Prof. Dr.

Antonio LAS HERAS

Pitágoras de Samos  (ca 580 a. J/ ca 495 a. J) filósofo y matemático griego;


es el fundador de la Hermandad Pitagórica, una Orden Iniciática. Dicha
confraternidad hermética trasmitía, entre los miembros, sus saberes a través
de símbolos místicos y costumbres esotéricas. Se ocupaban también de
medicina, cosmología, filosofía, matemáticas, música, estética, ética y
política, entre otras disciplinas.
El pitagorismo formuló principios que influyeron notoriamente tanto
en Platón como Aristóteles, y de manera más general, en el desarrollo de la
matemática y la filosofía racional occidentales.

El conocido Teorema de Pitágoras ha llegado a nuestros días y su


enseñanza se mantiene en las escuelas secundarias.
Muchos eran los que anhelaban ingresar a la Hermandad Pitagórica; empero
pocos eran los que lograban atravesar con éxito las rigurosas pruebas iniciáticas
que se le imponían a los candidatos. Tales iniciaciones tenían por finalidad templar
la personalidad de los aspirantes y abrirlos a nuevas perspectivas de enfrentar las
frustraciones.

Pitágoras había dispuesto que los aspirantes estuvieran en su escuela por tres
años y en silencio. Debían adquirir enseñanza atendiendo a lo que los ya iniciados
hacían. Mientras tanto, acompañaban y prestaban servicios que no implicaran el
conocimiento de los misterios. Cuando los maestros entendían que el aspirante
estaba en condiciones, se lo sometía a un proceso iniciático severo, como lo son
todos cuando, realmente, se trata de iniciaciones y no de burdas escenificaciones
de rituales iniciáticos que, al ser descoloridos, no sirven ni permiten una verdadera
transmutación personal.

Al aspirante se le comunicaba que habría de sometérsele a una prueba. Podía


rechazar la oferta y abandonar la escuela si así lo quería y ninguno de los
miembros habría de interrogarlo sobre por qué motivo desistía. Caería en el olvido
de aquellos con quienes había compartido en riguroso silencio los recientes tres
años de su vida. Volvería al mundo profano y eso era todo. A quien aceptaba la
prueba llevaba al interior de una cueva o habitación tal que, al cerrarse la puerta,
ni el mínimo rayo de luz se filtrara. En el lugar sólo había una mesa y algo para
sentarse. El aspirante era encerrado con una lámpara de aceite o algún otro
elemento de iluminación, un recipiente con agua, pan, una pizarra y tiza. Antes de
cerrar, el maestro designado indicaba un problema que, durante su aislamiento,
aquel individuo debía resolver. Siempre se trataba de una cuestión insoluble (claro
que el enclaustrado ignoraba esto). Por ejemplo: “Indique cómo se resuelve la
cuadratura del círculo”.

En su soledad, la persona debía graduar el consumo de agua y pan, cuidar


que la luz no se apagara y resolver el enigma. Todo esto ignorando cuándo
la puerta volvería a abrirse. El aislamiento era tal que en modo alguno podía
tener conciencia de cuanto era el tiempo transcurrido.
Finalmente la puerta se abría. El aspirante salía con su mente confundida,
perturbada la percepción, debilitado el cuerpo. En esas condiciones era
inmediatamente llevado a un auditorio a cielo abierto donde todos los integrantes
de la escuela lo aguardaban. Pitágoras era el único ausente. Se situaba al
aspirante de pie, sobre una especie de pedestal, haciéndole sostener la pizarra y
la tiza utilizadas para resolver el interrogante. Frente a él estaban los maestros, a
su izquierda los iniciados de primer grado y a la derecha los de segundo.

El maestro designado preguntaba en voz alta si había sido capaz de dar respuesta
a tan simple pregunta. El aspirante decía lo que podía o lo que se le ocurría que,
por supuesto, no era correcto. Entonces la asamblea prorrumpía en estentóreas
risas y burlas. Se le permitía volver a explicar. Hecho esto, y otra vez errado, las
burlas se hacían más y más crueles.

Cuando la carga emocional lo superaba, el aspirante tomaba uno de dos caminos.


El más frecuente era agredir de palabra (aunque hubo casos en que también lo
fue materialmente) al grupo que se burlaba. El aspirante comenzaba a afirmar que
allí todos eran unos tontos, que él ya no quería pertenecer a un sitio así, que todo
había sido un error y que esperaba de aquellos hombres otra cosa. Mientras el
aspirante seguía con sus insultos, alguien, de lejos y a sus espaldas, hacía su
aparición. Era Pitágoras que decía: “Puesto que, según tu entendimiento, 
comprendiste lo que es ésta Hermandad y adviertes que somos indignos de tu
presencia, ya mismo abandonas la Orden y nos olvidas para siempre como ahora
mismo hacemos contigo”. Aunque no todos, muchos aspirantes en ese momento
comprendían su error. Se había tratado de una prueba para conocer la templanza
adquirida y medir el verdadero interés que guiaba al interesado. De nada valía ya
cambiar de opinión, pedir clemencia u ofrecerse a empezar de nuevo. La suerte
estaba definitivamente echada. Había reprobado y esto era para siempre.

Otros reaccionaban diferente. Eran los que, destrozados sus nervios por la
imposibilidad de dar una respuesta adecuada y agobiados por las burlas tan
crueles, caían de rodillas en la arena pidiendo que se aceptara su error y que en
modo alguno se lo excluyera por esto de la escuela. Gritaban que seguirían
limpiando en silencio, aprendiendo con apenas mirar, que estaban dispuestos a lo
que los maestros ordenaran pero que no se les obligara a dejar la Orden.

Avanzada esta confesión del aspirante, sus palabras eran interrumpidas por la voz
de Pitágoras que surgía de lejos y a sus espaldas. Con expresión cálida y
protectora, manifestaba: “Puesto que demostraste con tus hechos que es tan
importante para ti permanecer aquí para seguir aprendiendo, a partir de hoy
nosotros contamos contigo.”

Luego, la asamblea en pleno dejaba sus escaños para dirigirse a la arena, ayudar
al aspirante a ponerse de pie e inmediatamente cubrirlo de abrazos y palabras de
aliento.
Ahora sí comenzaba el verdadero proceso de iniciación. Le esperaban siete años
de exigentes enseñanzas, tras lo cual atravesaría diferentes ritos iniciáticos; pero
– claro – ya era un miembro de la Hermandad Pitagórica. Su perseverancia,
humildad y claridad de miras le habían abierto el sendero deseado.

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