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Sergio García Ramírez
México 2020
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
Derechos reservados
© Sergio García Ramírez
Para la Navidad del 2020 - Crónica de un tiempo sombrío
Primera edición: CVS Publicaciones, S.A. de C.V.
Diciembre 2020
ISBN: en trámite
Impreso en México. Printed in Mexico
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CONTENIDO
Nota preliminar 7
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NOTA PRELIMINAR
Suelo enviar a algunos amigos, al final del año, un librito que contiene textos
diversos, saludos afectuosos y votos –“buenas vibras”, se dice– para el futuro. Ese
librito sustituye a las antiguas tarjetas navideñas, que han caído en desuso. O bien,
equivale a un brindis en torno a una mesa bien provista, al lado del Árbol colorido y
el amable Nacimiento. No hago estos envíos todos los años. Dejo que corra el tiem-
po, es decir, que pase agua bajo el puente, entre cada entrega. Inicié esta práctica
en el lejano 1986. El librito anterior al que ahora ofrezco corresponde a 2017. Han
transcurrido, pues, más de treinta años entre la primera remesa y la que hoy va a
las manos de sus destinatarios, al término del año 2020.
En estos impresos navideños hay relatos, cuentos, anécdotas, ocurrencias,
recuerdos, prólogos y hasta discursos. De todo, pues. El título general de la serie,
invariable, es “Para la Navidad”. Formalizados así la identidad y el propósito, añado
el número del año. En algunas ocasiones agrego un subtítulo, cuando la suma de
los textos sirve a una sola idea o a una misma experiencia. Por ejemplo, en 2007 el
subtítulo fue “Vida y Universidad”. En cinco relatos me referí a mi hogar académico,
la Universidad Nacional Autónoma de México.
Hoy incorporo en esta entrega artículos publicados a lo largo de un año
y nueve meses, entre 2019 y 2020 (hasta diciembre de este año), en el diario El
Universal y en la revista Siempre. Juan Francisco Ealy Ortiz y Beatriz Pagés me
invitaron con gran generosidad, que agradezco nuevamente, a colaborar en las
páginas de estas publicaciones. Les reitero mi reconocimiento. Con esta hospita-
lidad amistosa han dado voz a mis reflexiones. Desde luego, hice una selección de
artículos. Sería imposible reproducir todos los que El Universal y Siempre han di-
fundido en ese periodo. Solicité la anuencia de ambos medios para recoger esos
artículos en este librito.
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COINCIDENCIAS Y DISCREPANCIAS ¿OBEDECER Y CALLAR? *
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ni ocuparía la silla que ahora ocupa, desde la que el gobernante ejerce su tarea
como “siervo de la nación”, para decirlo con palabras que utilizó un mexicano al
que usted y yo admiramos.
Ahora es el turno de otros mexicanos, que tampoco quieren hacer de la ob-
secuencia y el silencio un estilo de vida. Sus antecedentes y las convicciones demo-
cráticas que usted proclama, señor Presidente, nos permiten suponer que respetará
y garantizará el derecho de quienes no se resignan a guardar silencio frente a los
dichos y los hechos de un gobierno que todos los días abre capítulos de la agenda
pública y con ello escribe las primeras páginas de la futura –inminente– historia
de México. Nuestra historia, la de todos. Nada menos. Hay quienes comparten sus
ideas y aplauden sus proyectos, pero también hay quienes no los comparten. Éstos
esperan, como los otros, que usted los convoque, los escuche y los entienda. Eso es-
peran, simple y sencillamente porque tienen derecho a esperarlo, tal como usted lo
exigía. Para ello se valió de su respetable condición de mexicano. Ahora hay quienes
invocan el mismo título para requerir y discrepar.
Es verdad que usted consiguió el respaldo electoral de un gran número de
votantes. Éstos castigaron una situación que consideraban inaceptable. La ira pro-
movió muchos sufragios. Ira explicable y legítima, de ciudadanos inconformes y
defraudados. Con ese cimiento, entre otros, alcanzó la más alta magistratura de la
República, cuya primera obligación jurídica, política y ética es proteger la libertad
y los derechos de todos los mexicanos. Una vez concluida la campaña electoral,
que permite muchas licencias, el ejercicio de gobierno debe tomar otro camino.
En una democracia ilustrada por valores y principios de este carácter, gobernar
implica atender a todos con igual miramiento y respeto, garantizar el imperio de la
ley y sembrar confianza y esperanza. Muchos ciudadanos consideran que eso no
está ocurriendo.
No se discute que usted ascendió a la primera magistratura con el apoyo de la
mayoría de quienes acudieron a las urnas. Lo que sí se discute –¿es demasiado atre-
vido?– es el ejercicio que el gobernante hace de la mayoría que lo sustenta. La legiti-
midad de origen debe proseguir con la legitimidad de desempeño. Ese es el “continuo”
de la democracia. Hace tiempo algunos observadores de la emergente democracia
norteamericana, con Alexis de Tocqueville a la cabeza, temieron que la mayoría políti-
ca –obra de una circunstancia– se convirtiera en una fuerza autoritaria y devastadora.
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COIN C I D E N C IAS Y D ISC RE PAN C IAS ¿ O B EDEC ER Y CA LLA R?
A eso se denominó la “tiranía de la mayoría”. Quiero suponer que usted no desea una
situación de esa naturaleza. Lo reprobó como luchador político, en años difíciles, de
oposición y combate. No podría aprobarlo y mucho menos practicarlo en estas horas,
como primer magistrado de la República.
Me preocupa que un gobernante divida a su pueblo. Se dirá que esas divi-
siones precedieron al nuevo gobierno, que son el fruto de antiguas injusticias, que
provienen de clamores desatendidos y abusos consumados. Cierto. Pero en todo caso
el gobernante debiera favorecer la unión de sus compatriotas, sin perjuicio de las
diferencias ni agravio de los derechos de cada uno. Es inquietante que quien ejerce el
poder, con enorme fuerza, califique a un grupo de sus compatriotas como “nuestros
adversarios”, expresión que un paso más allá significaría “nuestros enemigos”. En el
otro extremo quedan naturalmente los partidarios, que también son los amigos. Así
se convierte la patria en arena de batalla y se puebla de trincheras.
La división del mundo político y social –la de este mundo, donde nos tocó
nacer y nos ha tocado vivir, diré parafraseando a Carlos Fuentes– en hemisferios con-
trapuestos, división que hemos sufrido en nuestro país y observado en latitudes muy
cercanas, no es el mejor medio de ejercer el poder y alentar el progreso y la concordia.
Es, por lo tanto, peligroso. Más aún: es injusto. Si usted ha padecido injusticias –y
creo que así ha sido; no olvido el atropello que sufrió a través de un indebido desa-
fuero– comprenderá bien estos conceptos.
Entiendo que el nuevo gobierno considere necesario conmover al país todos
los días y mantenerlo en ascuas, del alba al ocaso, con terribles descubrimientos so-
bre los males del pasado, que se aliviarán con los bienes del futuro. Es un medio a la
mano para ejercer la “gobernanza”. Se comprende que algunos poderosos –de nuevo
cuño, sobre todo quienes se hallaban a la espera de una noche de cuchillos largos–
se empeñen en elevar sus monumentos sobre la tumba de los predecesores. También
es un medio para el ejercicio de esa forma peculiar de “gobernanza”. Además, es
propio de la naturaleza humana. Sin embargo, hoy se habla de transformaciones.
Quizás podríamos transformar también el trato civil y dirigirnos a los compatriotas
como eso –compatriotas, que viajan en el mismo barco y abrigan las mismas espe-
ranzas– y no como adversarios, y por añadidura hipócritas y reaccionarios. Recor-
demos que otro mexicano, al que usted y yo admiramos, reconoció con propósito de
concordia que también los reaccionarios son mexicanos.
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Sólo median seis meses entre diciembre de 2018, mes en que iniciamos un
nuevo capítulo de nuestra vida republicana, y junio de 2019. En ese periodo, muy
breve para la historia de una nación, hemos hecho un largo recorrido. En seis meses
descubrimos una nueva realidad, que algunos previeron y otros negaron. Pasamos
del asombro a la incertidumbre y de ésta al temor.
Hoy, llegados a este punto, muchos ciudadanos se preguntan, temerosos:
¿qué sigue? ¿qué ocurrirá en las etapas venideras de un camino colmado de ac-
cidentes, sorpresas, insólitos descubrimientos? ¿estamos transformando un orden
envejecido, inaceptable, en un orden renovado donde imperen, por fin, la libertad, el
progreso y la justicia? ¿o nos estamos deslizando, sabiéndolo o ignorándolo, en una
cuesta descendente que nos devuelva al pasado?
El novedoso itinerario fue calificado, con júbilo, como una cuarta transfor-
mación. La precedían otros cambios históricos impulsados por personajes egregios,
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E NTRE E L ASOM B RO Y E L TE M OR: AHORA , LA LI B ERTA D DE EXP RESI ÓN
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En otro tiempo –¿otro, de veras– el ejercicio del periodismo enfrentó las pre-
siones del poder político. En la etapa anterior a la gran Revolución Mexicana y en
los años que siguieron, la prensa pago el precio de quererse libre. Con el tiempo y
merced a las batallas desarrolladas por muchos, que no se arredraron, y al progreso
democrático, que perseveró –la prolongada “transición”–, el poder político inició una
nueva costumbre en su trato con los medios de comunicación. No digo que esa cos-
tumbre haya sido invariablemente limpia y benéfica; sólo señalo que los periodistas
pudieron respirar y llevar adelante su misión en condiciones más favorables. Algunos
hicieron el mejor uso de esa nueva atmósfera social; otros, tal vez no.
En todo caso, lo que ahora inquieta gravemente es el viraje en las reglas del
trato. Acosados los periodistas por la inseguridad rampante que tiene en vigilia a to-
dos los mexicanos, han comenzado a enfrentar otra forma de inseguridad, un asedio
del que tal vez se creyeron liberados y que de pronto –o no tan de pronto– siembra
su camino de obstáculos y les impone retos que van más allá de los que son efecto
natural de su importante profesión. Hoy se les señala, desde la más alta tribuna del
poder, con expresiones que ofenden a quienes no las merecen y suscitan la extrañe-
za, primero, y el rechazo, luego, de un sector de la sociedad. Al fuego que les impone
el delito, se agrega, desde otra trinchera –también temible– el que les aplica el poder.
Hace algunas semanas, en un artículo recibido hospitalariamente por esta
revista, hice notar que el discurso oficial comenzaba a sembrar la división, el enfren-
tamiento, el encono, entre los mexicanos. No es cosa menor que el poder público
califique a unos ciudadanos como “adversarios”, porque son discrepantes y difieren
–en paz y con pleno derecho– de las ideas y las propuestas del poder.
Tampoco es cosa menor que a esos ciudadanos discrepantes se les tilde, en la
misma fuente, de fifís –antigua expresión, hundida en el pasado–, conservadores, re-
accionarios e inclusive hipócritas. Este uso del lenguaje, que es instrumento del po-
der, genera respuestas sociales que pueden llevar a la enemistad civil y a la violencia.
También hemos escuchado o mirado palabras y actitudes de quienes, mon-
tados en la ola de una legítima victoria electoral, sacan la daga que afilaron durante
mucho tiempo y arremeten contra otros ciudadanos en una suerte de vindicación
que puede convertirse en revancha o en venganza. Nada de esto milita por el Es-
tado de Derecho ni alimenta la libertad y la justicia, y mucho menos la fraternidad,
que debiera ser el gran objetivo moral de la república.
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E NTRE E L ASOM B RO Y E L TE M OR: AHORA , LA LI B ERTA D DE EXP RESI ÓN
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¿De qué hablo? ¿A quiénes les llegó la hora? Me explicaré, en este coloquio
con mis conciudadanos resueltos a seguir siendo ciudadanos, precisamente, no
vasallos ni simples espectadores. En esta nota me quiero referir a ciertos perso-
najes de la vida política –y social y económica– de México que conocemos bajo el
nombre, extraño para la mayoría de nuestros compatriotas, de “órganos constitu-
cionales autónomos”. ¿De qué se trata? ¿Por qué digo que quizás les llegó la hora?
¿Hora de qué? Veamos.
Tenemos derechos y libertades, hasta donde sabemos y podemos. Vivimos
en un Estado de Derecho, más o menos. Constituimos una sociedad democrática,
o eso pretendemos y ambicionamos. Y para tener y retener ese conjunto de bienes,
trabajosamente alcanzados, requerimos ciertos medios que nos permitan sostener
los derechos y las libertades, mantener el Estado de Derecho, preservar la demo-
cracia. Obviamente.
Hace un par de siglos, las grandes revoluciones que derribaron opresores y
retiraron cadenas, proclamaron ciertas garantías de libertad y democracia. Una de
ellas, entre las más preciosas, se conoce como “división de poderes”. En el curso
de esos siglos ha prevalecido, con diversas expresiones, esa división o separa-
ción de los poderes, que brinda a los ciudadanos la seguridad –siempre relativa–
de que los poderes “más poderosos” –si se me permite decirlo así– no arruinarán
las libertades del individuo ni cancelarán los valores de la democracia.
Si alguien me ha seguido hasta este punto, quizás pensará que en seguida me
referiré al Poder Judicial, factor de equilibrio entre los poderes y fuente de seguridad
para los ciudadanos. Pero no. No quiero hablar en este momento de ese Poder ga-
rante de la libertad y la justicia, del que me ocuparé en otro momento –si cuento con
la hospitalidad de Siempre– sino de diferentes personajes en el paisaje de nuestras
instituciones, que surgieron en los últimos años y que ahora sirven también para
generar equilibro y asegurar derechos, libertades y democracia. Quiero hablar de los
órganos constitucionales autónomos, que se han multiplicado y tienen su “nicho” en
la ley suprema de la República.
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¿ L E S L L E G Ó L A H O RA?
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¿ L E S L L E G Ó L A H O RA?
infinitas e igualmente infinitos son los riesgos que corre el desempeño de esos ór-
ganos, si se coarta su independencia. Es apetecible, por lo tanto, la reconquista de
los espacios que antes tuvo el poder central, en detrimento de la competencia y la
independencia de los órganos autónomos.
No seamos ingenuos ni ignoremos las acechanzas que ciertos vientos impe-
riosos lanzan sobre las velas de estas embarcaciones, que pudieran ir a la deriva.
Hemos observado las tensiones y advertido las pretensiones de quienes asedian
a los órganos autónomos, objetan sus atribuciones o interfieren su desempeño. El
primer acto de este asedio suele ser la siembra de descrédito: difamación que cala,
siembra dudas, alumbra leyendas. El segundo, la reforma de las normas que les con-
fieren atribuciones específicas y autonomía. El tercero, la reabsorción en el centro
del poder –el centro tradicional, centrípeto– de las atribuciones que pierdan los ór-
ganos autónomos. Hay ejemplos a la vista. Es preciso identificarlos y denunciarlos.
De lo contrario, la ola se elevará y naufragarán las expectativas que pusimos a flote
con enorme esfuerzo.
Por eso titulé este artículo como lo hice. Quise llamar la atención sobre el
presente y el futuro de los órganos autónomos en esta sufrida democracia que tene-
mos. ¿Les llegó la hora del colapso, que se fragua paso a paso, golpe a golpe, gracias
a nuestra ingenuidad o a nuestra indiferencia? No quiero decir, de ninguna manera,
que no haya nada que corregir en el paisaje de los órganos autónomos. Seguramente
hay mucho. Pero corregir no significa sepultar. El precio del arrasamiento sería muy
alto. Lo pagaríamos todos. En ese camino andamos y a eso peligro nos enfrentamos.
En consecuencia, ¿también nos llegó la hora?
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“ L O M ÍO N O E S L A VENGA NZA”
las urnas. Generalmente, las elecciones se ganan o se pierden desde los gobiernos
–regímenes, sistemas, corrientes políticas– que serán confirmados o relevados. De
aquéllos depende lo que se deposite en las urnas, abiertas y promisorias. Y en ellas,
abiertas en 2018, se depositó la ira y el repudio de los electores. Los votantes expre-
saron su cólera y su hartazgo y exigieron un cambio inmediato y profundo.
Esa ira, esa frustración, ese rechazo, definieron el rumbo de la elección y si-
guen alimentando, en buena medida, la popularidad de un gobierno que colmó el
horizonte de promesas. Por lo pronto, no ha importado la irracionalidad de algunos
ofrecimientos, la imposibilidad de cumplir otros y la carencia de certeza y destino
del gran conjunto que integra lo que podríamos llamar, con infinita benevolencia, el
plan de gobierno. Así están las cosas, a no ser que alguien tenga “otros datos” que
promuevan optimismo.
El conductor de la nave, asediado por muchas corrientes –un asedio que
pudiera resultar costoso– ha reiterado algunas veces que lo suyo no es la vengan-
za. Enhorabuena, ya lo dije, aunque quizás habría motivos para que anidara en su
ánimo un proyecto de desquite, si se recuerda que fue víctima de un atropello que
pudo costarle algo más que un descalabro político. Me refiero al procedimiento de
desafuero –torpe e improcedente– que se le impuso cuando fue jefe de gobierno
del Distrito Federal y que finalmente se desvaneció con la misma torpeza con que
había comenzado.
Quiero creer –la fe también es producto de la voluntad– que el gobernante
no abriga un proyecto personal de venganza. Pero hemos visto que esta actitud no
es plenamente compartida por todos sus acompañantes y feligreses. Muchos de
éstos –conste que no digo todos–, cada uno con su parcela de poder y su dotación
de rencor, transitan con otra intención. Sobran los botones de muestra, que han
sido públicos y explícitos. ¿Cómo olvidar la sintomática expresión de un aspirante
–finalmente exitoso– a titular de una prestigiada institución encargada de difundir
la cultura, nada menos?
Nadie ignora la infinidad de abusos perpetrados por quienes abonaron
la derrota electoral de 2018. Nos condujeron al punto en que nos encontramos,
que resultó inevitable incluso para ciudadanos competentes que hicieron lo que
estuvo en sus manos para alcanzar otros resultados. El candidato de la mayoría
se refirió con vehemencia e insistencia –que han amainado ligeramente– a lo que
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bautizó con el expresivo nombre de “mafia del poder”. Y no le faltaba razón. Mejor
dicho: le sobraba razón. Esa mafia acumuló autoridad y riqueza, hizo sus nego-
cios con el patrimonio de la nación y cabalgó durante mucho tiempo a lomos del
pueblo agraviado.
En consecuencia, existe mucha tela de donde cortar. Pero si acaso se corta-
ra, habría que hacerlo con la tijera de la ley. No ignoro que ésta es modelable y que
empieza a serlo, sin mucho miramiento, bajo impulsos que no siempre guardan la
mejor dirección. Aun así, la ley marca el único camino a seguir si queremos merecer
–¡y vaya que lo queremos! – el título que tan a menudo ostentamos: Estado de
Derecho. Se entiende que un gobernante no siempre es un “hombre de leyes”, un
profesional del Derecho. Puede tener otra formación. Pero no se entendería que
prescindiese de la ley en el desempeño del gobierno. Si a éste llegó con la ley en la
mano, debe mantenerla con firmeza y hondo compromiso.
Digo lo que estoy diciendo porque durante la campaña electoral, después
de ésta y ahora mismo ha surgido la tentación –que con frecuencia prevalece– de
actuar fuera del cauce de la ley. En un delirante asambleísmo (aunque se trate
de muy reducidas asambleas, a las que concurren ciudadanos sin la menor informa-
ción sobre los temas que se les presentarán) se han adoptado decisiones descon-
certantes. Algunas de ellas, que no son tema de este artículo, han gravitado muy
negativamente y siguen pesando sobre el rumbo económico del país.
Sin perjuicio de la alarma que provocan esas consultas y las decisiones que
de ahí derivan, la preocupación y el daño serían mucho mayores si el capricho o la
pasión relevaran a la ley en asuntos relacionados con la justicia. Hay motivos para
suponer que eso no ocurrirá, y entre esos motivos figuran la autonomía del Ministe-
rio Público, la dignidad de la magistratura y la enfática afirmación que encabeza este
artículo: “Lo mío no es la venganza”. Agregaré una lección juarista, ahora en boga:
nada por encima de la ley y nadie exento de su cumplimiento. Obviamente, nada
quiere decir nada, y nadie quiere decir nadie.
Pero también se han colado en la experiencia de estos meses otros motivos
que encienden la alarma. En un primer momento se habló de someter a consulta
pública la impunidad de los hechos del pasado. Lamentable propuesta, que elude
la serena aplicación de la ley. Y más tarde su sugirió la posibilidad de llevar adelan-
te la persecución de algunos actores del pretérito reciente. No menos lamentable
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“ L O M ÍO N O E S L A VENGA NZA”
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E STAD O D E D E RE C HO Y GA RRO TE P ENA L
Vale la pena volver la mirada sobre los desaciertos que hemos alojado en
nuestra Constitución y desarrollado en nuestras leyes secundarias o sugerido en pro-
yectos que el legislador tiene en la fragua. Uno de aquéllos, fuente de consecuencias
desafortunadas, es la “prisión preventiva oficiosa”. En síntesis, se trata de la auto-
mática privación de libertad de una persona sometida a un procedimiento penal,
cuando aún no se ha probado la comisión del delito o la responsabilidad del sujeto
al que se priva de libertad. Esta medida llegó a nuestra Constitución en 2008, incor-
porada por una reforma de doble signo: por una parte, democrático y progresista;
por la otra, autoritario y regresivo.
Quienes se han ocupado con seriedad en el estudio de esta materia reco-
miendan utilizar la prisión preventiva con mesura, para evitar que el imputado
evada a la justicia, impida el buen desarrollo del proceso o ponga en riesgo a las
víctimas. En estos casos se justifica la privación de libertad antes de la senten-
cia. El autoritarismo penal –con cimiento demagógico– no se atiene a esa raciona-
lidad. En lugar de atribuir al Ministerio Público y al juez la valoración de cada caso,
en sus propios términos, multiplica los supuestos de prisión preventiva oficiosa,
sin medida ni razón. Así ha ocurrido merced a una reforma constitucional extremis-
ta que se aprobó en 2019.
Otro desacierto ha sido la nueva regulación de la extinción –que es priva-
ción– de dominio, medida que también ingresó a la Constitución en 2008. Enton-
ces se argumentó la necesidad –que es evidente– de afectar a los delincuentes en
la fuente y en el destino de sus crímenes, retirándoles los medios de que se valen
para cometerlos y afectando las ganancias que aquéllos generan. Por supuesto, la
intención es plausible y bienvenida. Bien que se actúe en esa dirección.
Empero, es necesario que las buenas intenciones corran por un cauce legíti-
mo. No es posible –o mejor dicho: no es aceptable– que se actúe con enorme discre-
cionalidad, al abrigo de discutibles procedimientos especiales, vulnerando derechos
de personas inocentes y alterando las garantías naturales que inicialmente consagró
nuestra Constitución.
La extinción de dominio acogida por la reforma constitucional de 2008 no
rindió buenos resultados. Para alcanzarlos, en 2019 profundizamos el desacierto.
En este año multiplicamos los casos en que procede la extinción, bajo el argumento
de que no se trata de una medida penal –es decir, una pena–, sino de una medida
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E STAD O D E D E RE C HO Y GA RRO TE P ENA L
ZONA DE TURBULENCIA *
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nuestra nave colmada de viajeros –ciento veinte millones–, que viajamos con la
única certeza prevaleciente: la certeza de la incertidumbre. ¡Vaya paradoja! En
nuestro haber tenemos una sola esperanza: la que formalmente se ha depositado,
sin alternativa practicable, en el talento y la entereza de quien se halla al frente de
la nave y la conduce en una zona de turbulencia que él mismo ha provocado y que
no parece dispuesto a sortear apaciblemente. Dispone: “Abróchense los cinturo-
nes. Entramos en una zona de turbulencia”. E inmediatamente agita los elementos
y provoca la tormenta que sacudirá la nave. Habrá quien se salve y quien se pierda.
El piloto dice para sí: distinguiré entre los que merecen llegar a buen puerto y
quienes no lo merecen. Aquéllos arribarán con fortuna; éstos pagarán las conse-
cuencias de su extravío.
Desde hace meses –e incluso desde la víspera del inicio de nuestra azarosa
travesía nacional– hemos sido testigos del insólito manejo de la república, que
viaja entre nubes indescifrables y se agita en medio de crecientes turbulencias.
Al principio de la correría supusimos que pronto cesarían las adversidades y que
todos –sí, todos, sin excepción ni salvedades– iríamos a bordo de la nave compar-
tiendo el viaje, el camino y el destino. Muy pronto se advirtió que no sería así. Esta
realidad nos ha seguido y perseguido, sin tregua, a lo largo de todo ese tiempo,
que ya es mucho.
Desde la cabina del piloto han fluído incesantes novedades, ocurrencias a
granel, improvisaciones de ruta y destino. Han acudido en torrente, inagotables,
desconcertantes, fuera del manual de vuelo, al que algunos llaman Constitución Po-
lítica, y otros, sencillamente, racionalidad. Las vicisitudes también se han producido
al amparo de inquietantes reformas de aquel manual, adoptadas sobre la marcha
bajo la batuta –o el timón– que gobierna el piloto y conforme a las instrucciones que
éste prodiga desde el altavoz de la nave. Súbitamente se altera el plan de vuelo y
vamos de nuevo hacia imprevistas zonas de turbulencia.
Todo discurso tiene un hilo conductor. Nuestro piloto nos ha ofrecido su
propio hilo: por una parte, la crónica de las desgracias que nos afligieron antes
de emprender este viaje accidentado, desgracias que efectivamente padecimos;
por la otra, la redefinición del crucero que emprendió la nave bajo su mando: los
viajeros cambiaron de sectores; dejaron de ser simples pasajeros; pasaron a ocu-
par categorías que los distinguieran y sellaran su ánimo y su futuro. Unos serían
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ZONA D E TURBULENC I A
los malos, adversarios del piloto y de la nave, autores de las tormentas; otros, en
cambio, serían los buenos, los partidarios clamorosos a los que se convocaría a
una sola voz para que apoyaran, también al unísono, los designios que el piloto
impone a la nave.
Esos designios acuden en tropel, sin razonamiento ni argumentación que in-
tente persuadir y no sólo abrumar y condenar. Imperan porque sí, sencillamente.
Para eso el piloto es piloto; para tripular y gobernar. ¡No faltaba más!¿O es preciso
que el piloto sea también un demócrata escrupuloso? ¿Para qué, si tiene en sus ma-
nos el timón que se le entregó, confiadamente, cuando se hizo cargo de la embarca-
ción? Si algún pasajero pretende solicitar, preocupado y temeroso, una explicación
sobre los giros constantes y los coletazos que sufre la nave, el piloto profiere algu-
nas advertencias, descalifica a los medrosos, desecha los razonamientos y asegura
que cuenta con datos –que nadie conoce; datos misteriosos, irrefutables– que le
amparan en su caprichosa travesía.
Mientras corre nuestro viaje, el piloto asedia a los pasajeros con prevencio-
nes y consignas. Entre ellas ha incluido, a última hora, un oscuro descubrimiento:
habría pajarracos mitológicos que circundarían la nave, pretendiendo desestabilizar-
la con un golpe de la parvada que desviara al avión de su destino; se querría usurpar
el manejo y expulsar al conductor. Contra esa ominosa pretensión, el piloto hace
gala de la legitimidad que se le ha conferido desde el momento mismo en que ganó
las alas que le permitirían tripular la nave, aunque olvidando que aquéllas le fueron
conferidas bajo un procedimiento que ahora impugna y descalifica.
Dejo las metáforas y voy a los hechos, visibles y comprobables. Señor Pre-
sidente: usted se halla plenamente legitimado para ocupar el cargo que ostenta.
Nadie lo discute. Esa legitimación tiene una fuente: la Constitución General de la
República, los principios que se hallan en su cimiento, el proceso electoral que
garantizó su advenimiento a la primera magistratura del país, el orden de liber-
tades, democracia y garantías que compromete –en la raíz y en el destino– a los
mandatarios del pueblo. Esa es la base de su mando. Y hay otro factor de su des-
empeño: la realidad, que sí existe, y el clamor de sus conciudadanos, sus razones
y sentimientos, sus necesidades y esperanzas, sus derechos y libertades. No los
de algunos, sino los de todos. Su poder se eleva sobre esos fundamentos; son fac-
tores de su legitimidad y deben ser razón de su discurso y de su comportamiento.
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ZONA D E TURBULENC I A
tienen derecho a buscar, difundir y recibir ideas de toda índole por cualquier me-
dio de expresión. Y el artículo 24 reconoce a todos la libertad de adoptar y profesar
las convicciones éticas que prefieran. No invento disposiciones; sólo reproduzco los
términos de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
Por supuesto, quienes se hallan amparados por esos textos constitucionales
confían en que las autoridades honren escrupulosamente sus estipulaciones. Creen
que esas autoridades –desde la más modesta hasta la más encumbrada– habrán de
observar y cumplir lo que la Constitución asegura. Nadie puede esperar, en conse-
cuencia, que el ejercicio de la libertad de expresión al amparo de las convicciones
propias desencadenará el discurso hostil de las autoridades.
Últimamente han surgido algunas tensiones que millares –o millones– de
ciudadanos hemos observado con extrañeza y desconcierto. Nadie pretende, ni
remotamente, como no sea un alucinado que milita contra la historia y la razón,
que se cuestione la legitimidad del primer mandatario y se emprendan aventuras
trágicas como sería la que usted ha llamado un “golpe de Estado”. Eso constituiría
una aberración inaceptable, una vuelta a los peores capítulos del pasado. Lo que
deseamos y necesitamos –y supongo que usted mismo, en el fuero de su conciencia
de estadista y patriota, también lo desea y necesita– es responder con hechos a la
inquietud, a la demanda, a los requerimientos de los mexicanos que solicitan res-
puestas razonables a sus necesidades y esperanzas. Millones de mexicanos, digo,
entre los que figuran quienes comparten sus ideas y quienes no las comparten,
unos y otros con pleno derecho de coincidir o discrepar y todos con derecho pleno
de ser respetados e incluidos en la marcha de la república. Millones que no mere-
cen –ni aceptan– ser rechazados, proscritos, acosados, ofendidos. Millones que se
abrigan bajo el imperio de las normas constitucionales.
La atención a esta realidad –la realidad “sí existe”, señor presidente– es factor
de gobernabilidad; más aún, es el único factor de una gobernabilidad legítima, que
no se funda en la violencia. Esa atención constituye el genuino blindaje del gober-
nante en una sociedad democrática. ¿Es mucho pedir, señor presidente?
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L A CN D H, UNA IN STITU C I ÓN ASEDI A DA
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L A CN D H, UNA IN STITU C I ÓN ASEDI A DA
prestigio que en poco tiempo ganó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Ésta llegó a ser, como lo es ahora –y ojalá lo siga siendo siempre, formal y mate-
rialmente– un órgano constitucional autónomo, en el marco del artículo 102 de la
Constitución. Repito: autónomo, formal y materialmente.
Es verdad, una verdad de la que estamos ufanos, que la aparición del
ombudsman mexicano, su diseño jurídico y sus primeros pasos institucionales
fueron propiciados y acompañados desde el mundo académico. Se han lanza-
do andanadas contra esa vinculación, que efectivamente ha existido. Quizás esas
andanadas, que han sido por lo menos desconcertantes, además de injustas y
lacerantes, provienen de un profundo y evidente desconocimiento de lo que es el
mundo académico, de su misión en el seno de una sociedad plural y desarrollada
y del valor de la cultura como factor de progreso. Tal vez se ha sentido que el aire
crítico que naturalmente anima la tarea del académico trae consigo resistencias
intolerables frente al capricho, el arbitrio y la ocurrencia. O acaso se ha creído que
el académico está desvinculado de la sociedad en la que vive y trabaja y sirve a
objetivos que no benefician al pueblo; quienes así lo creen y difunden sólo acredi-
tan su deplorable ignorancia.
El hecho es que el ombudsman mexicano, de la mano de la sociedad civil,
en alianza fecunda con ésta, atento al desarrollo de las instituciones tutelares de
la justicia y la libertad, ha cumplido un papel bienhechor en el curso de un cuarto
de siglo. Por supuesto, no niego –¿quién podría negarlo?– que en esa marcha de
veinticinco años ha habido obstáculos, desaciertos, omisiones; hay tareas pen-
dientes y horizontes amplios para seguir la marcha; cosas que corregir y tareas
que continuar.
Ahora bien, el gran balance desde que académicos como Héctor Fix Zamu-
dio y Jorge Carpizo impulsaron la primera etapa de la CNDH es altamente favora-
ble. Lo ha sido bajo sus sucesivos presidentes, cada uno con su propio estilo y su
manera de enfrentar las graves, delicadas, angustiosas responsabilidades de su
función. Han sido académicos distinguidos y ciudadanos honorables –con presen-
cia, además, de una respetable ciudadana: Mireille Roccatti– dignos de gran apre-
cio. También han participado, es evidente, funcionarios de otras procedencias,
igualmente dignas. Por la calidad que tienen, apreciada objetivamente, no mere-
cen los denuestos que se les han dirigido, en ráfagas apresuradas que carecen de
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¿ E N D ÓN D E E STAM OS Y HAC I A DÓNDE VA MO S?
El nuevo gobierno inició con la promesa de un futuro mejor. Los electores vo-
taron por la esperanza. Y corrieron las manecillas del reloj. Al cabo de 2018, ese go-
bierno había dilapidado la fortuna política que lo encumbró. El dispendio político –y
otros, que fatalmente lo acompañaron– habían liquidado las buenas expectativas.
A la desconfianza y a la decepción generalizadas y al retraimiento de los anti-
guos partidarios que paulatinamente desertaron, se sumó una novedad determinan-
te del ánimo electoral que impulsó el voto de millones de ciudadanos. Esa novedad
fue la ira. Una sociedad decepcionada e iracunda acudió a las urnas.
Cuando cunde la decepción y prevalece la ira, los electores no suelen compro-
meterse en análisis y predicciones. La reacción es terminante y en ocasiones visceral:
sí o no. Y punto. El rechazo dominó en las boletas y dictó la victoria electoral. Se quiso
un cambio radical. Una vez más, se habló de la tierra prometida. Y hacia ella se enca-
minaron nuestros pasos.
Ha transcurrido un año. Tiempo suficiente para resolver las dudas, que las
hubo, y advertir el camino del futuro y el destino de la marcha. Persiste sin men-
gua la reprobación del pasado que tuvo su eclipse en 2018, pero comienza a bajar,
abrumada por los hechos, la confianza incondicional que animó a la legión de vo-
tantes el 1º de julio de ese año. Vamos adquiriendo conciencia de dónde estamos
y a dónde vamos. Muy lentamente, pero la estamos adquiriendo. Una conciencia
todavía borrosa, pero conciencia en fin de cuentas. Es que la realidad sí existe y
comienza a operar.
No puedo referir aquí todos los hechos que ilustran el horizonte de 2019.
Me limitaré a mencionar algunos que pueden sustentar nuestra reflexión, aunque
supongamos –con buen fundamento: la terca experiencia– que es improbable
que los vencedores del 18 acepten los desaciertos y rectifiquen con profundidad y
oportunidad. Por supuesto, la rectificación no sería el resultado de los argumentos
que eleven los analistas alarmados por el rumbo que ha tomado el país, sino de la
pura y simple observación de la realidad. Los hechos no se derogan con discursos
jubilosos y desplantes mussolinianos. Ya hubo una “marcha sobre Roma”. Conoce-
mos las consecuencias.
1. Se ha producido una grave fractura social. Siempre hubo diferencias, dis-
tancias, animosidad. Pero la fractura de hoy tiene otro perfil: comienza a ser más
honda y peligrosa. Desde la más alta tribuna de la nación –como se suele decir–
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¿E N D ÓN D E E STAM OS Y HAC I A DÓNDE VA MO S?
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¿E N D ÓN D E E STAM OS Y HAC I A DÓNDE VA MO S?
DE CAL Y ARENA *
Al concluir el año miremos hacia atrás para atisbar el porvenir. Por los frutos
de ayer conoceremos los que nos aguardan. En las hojas del calendario de 2019
figuran los datos –datos “duros”– para suponer lo que vendrá. Hubo hechos tormen-
tosos y luminosos. En otras palabras, hubo de todo, como en botica, que se solía
decir: de cal y de arena. Veamos.
Comenzó 2019 con presagios que llegaron del pasado. Venían de los malos
rendimientos que poblaron nuestra experiencia. La esperanza que despertó en 2012
naufragó en el tiempo corrido entre esa fecha y el 1º de julio de 2018. A la siembra
de esos seis años –y de muchos otros precedentes– se debieron las tempestades
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que cosechamos. Se oscureció el futuro y la ira ciudadana se volcó en las urnas. Los
sufragantes impusieron un castigo insólito y merecido. Voz del pueblo, voz de Dios.
Hoy, víspera de un año venidero, podemos hacer las cuentas de la nación.
Las haremos en medio de un nuevo desencanto. El 1º de julio del año anterior
compramos boleto para viajar a una tierra prometida. Resolveríamos problemas
ancestrales e iniciaríamos una era promisoria. Hubo quien la llamara, muy animoso,
cuarta transformación. Y hemos viajado, no hay duda. Pero lo estamos haciendo
hacia un destino incierto –¿o ya no?– y ominoso. Se acumularon las nubes y las
sombras. Ya podemos parafrasear a nuestro clásico: detente, viajero, has llegado a
la región menos transparente.
En el campo que habitamos comienza a crecer una mala yerba, cuya semilla
se ha esparcido deliberadamente. Es la simiente de la fractura social, ruptura y
colisión entre ciudadanos. Las expresiones y consecuencias de esta fractura –in-
necesaria, irresponsable, peligrosa– pueden ser muy graves, acaso irreparables.
Quien debiera unir, avenir, conciliar, procura desunir y enfrentar. El encono de la
campaña electoral perdura en la política de gobierno y excita al enfrentamiento.
En la vida de otras naciones se han presentado desgarramientos similares. Las
consecuencias son bien conocidas.
¿Será posible, todavía, modificar este proceso disolvente y reunir a los mexi-
canos bajo este título común, el de mexicanos, en lugar de dispersarlo en hemisfe-
rios contrapuestos: los partidarios y los adversarios? ¿Será posible suspender los
aires de contienda y promover los de entendimiento?
Hay mucho más, desde luego. En 2019 avanzó la erosión de un sistema esen-
cial para el sustento de la democracia. Me refiero al asedio sobre el sistema de
frenos y contrapesos que los mexicanos construimos a lo largo de muchos años,
contra viento y marea, a despecho del autoritarismo y para denunciarlo y evitarlo.
Obra compleja, ardua, que ahora se combate.
Esos frenos y contrapesos, oriundos de la democracia, constituyen una
garantía contra el autoritarismo y la concentración del poder. Pero ésta avanza y
pudiera llegar a niveles insoportables. El mandato conferido en las urnas por ciuda-
danos ilusionados, que rechazaron los errores del pasado, no es patente de corso.
No fue la entrega de la nación al capricho del gobernante. No autorizó el atropello,
el exceso, la discordia.
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D E CAL Y ARENA
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D E CAL Y ARENA
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L E GAD OS D E L 2 019
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En el alba del 2020 –incierto para el mundo y para México– conviene meditar
sobre los jueces de la República. Son tema de nuestra agenda y preocupan a la na-
ción. Pido al lector –si lo tengo– un minuto de compañía para relatar una anécdota
que ilustra mi tema.
Federico II, rey de Prusia, pretendió adquirir las tierras de un modesto moli-
nero. Éste no cedió. El poderoso monarca amenazó al molinero con despojarlo de
su propiedad. Pero el confiado ciudadano enfrentó al emperador: “Afortunadamen-
te hay jueces en Berlín”. Éstos lo ampararían frente al rey. Así fue. Vale para Prusia
en el siglo XVIII, al que perteneció Federico, y debe valer para México en el XXI,
cuando merodean otras pretensiones, que a veces ocultan su oscura naturaleza en
un supuesto beneficio para la nación.
Quedó atrás la época en que los jueces cumplían los caprichos del señor
absoluto en sentencias complacientes. Al surgir los parlamentos declinó el po-
der señorial y la ley prevaleció sobre el arbitrio. Se dio un paso adelante cuando los
juzgadores –integrantes de lo que ahora llamamos el Poder Judicial– asumieron la
custodia del Estado de Derecho.
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L OS JUE C E S D E L A REP Ú B LI CA
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LA REFORMA QUE VIENE *
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L A RE F ORM A QUE VI ENE
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”M AN O N E G RA” E N L A U NI VERSI DA D
Debo elegir un tema para estas líneas, entre los muchos que agobian a la na-
ción. La lista es muy larga. Todos requieren acción, con urgencia. Acción del Estado
y la sociedad. De nosotros, pues, sin salvedad.
Va una brevísima recapitulación. En estos días reaparecieron las tensiones
en la agenda universitaria, asediada por novedades ominosas. Además, arreció la
revolución cultural feminista, combatida con discursos mañaneros o atendida con
medidas reactivas y tardías. La violencia nos golpeó con insólita crudeza. El gobier-
no dispuso, sin deliberación pública, de una buena parte del fondo de contingencia
destinado a enfrentar problemas catastróficos. Persistió la crisis en el suministro de
medicamentos, que cobra vidas en los sectores más débiles de la población. Y así
sucesivamente. Para nuestro alivio, se atribuyó esta cauda de males a la malicia de
los conservadores y al neoliberalismo que nos aquejó. Buena explicación, certera,
juiciosa, persuasiva.
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
Pero también hubo noticias alentadoras. Se resolvió el arduo tema del avión
presidencial. Un asunto de trascendencia nacional –y pasmo internacional–, que
tuvo en vilo a la República y mereció amenas explicaciones desde la más alta tribuna
del país. Ciento veinte millones de mexicanos escuchamos con estupor. Entre las
vicisitudes del famoso avión figuró el amable entendimiento entre el poder político y
el poder económico. Un grupo de empresarios, comensales en una cena feliz, acep-
tó contribuir con largueza a la rifa de billetes de lotería –o algo así– para encaminar
la solución. Y la República respiró.
Voy, una vez más, al tema de la Universidad. En él me ocupé hace unos días,
con la generosa hospitalidad de Siempre. Sin embargo, hay motivo para insistir.
En los mismos días en que se acumulaban las nubes en nuestro cielo encapotado,
ocurrió una inesperada novedad. Sucedió que un legislador, movido por súbita ins-
piración (o por antigua codicia) planteó en la Cámara de Diputados una iniciativa
cuya aprobación echaría por la borda la autonomía universitaria. No se trata de un
hecho aislado. En el curso de un año han ocurrido otros de la misma o parecida na-
turaleza, que ponen en alerta a la Universidad de la Nación. Son llamadas a nuestra
puerta. Van cuatro, por lo menos.
Primera llamada
Recordemos que en los primeros días de esta administración –federal, no
universitaria– se promovió una reforma constitucional que pretendió retirar de la
Ley Suprema la fórmula de la autonomía universitaria (fracción VII del artículo 3º).
De un plumazo y sin previo aviso. Al conocer la noticia, un numeroso grupo de pro-
fesores de la Facultad de Derecho se reunió con el secretario de Educación Pública
en la antigua Escuela Nacional de Jurisprudencia y expresó su profunda preocupa-
ción. Hubo explicaciones que devolvieron la paz al campus universitario. El retiro de
la fracción constitucional sobre autonomía había sido un error, que se corregiría. Y
así fue, aunque no muy pronto. Quedamos en situación de alerta, como el público
expectante cuando escucha la primera llamada.
Segunda llamada
Pocos días más tarde, el proyecto de presupuesto de gastos de la Federación
previó un “recorte” a los recursos de varias instituciones de educación superior. En-
tre ellas figuraba la Universidad Nacional. Por supuesto, era inaceptable mermar los
recursos de que se dispone para la formación de profesionales y el desarrollo de la
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L A UN IVE RSI DAD : CUA RTA LLA MA DA
investigación. La voz de alarma se elevó una vez más. Hubo reacción y explicación.
Por “lamentable error” –otra vez– apareció esa reducción en el proyecto de presu-
puesto. Se corrigió el error. Pero cambió el color en el semáforo de alerta. El público
escuchó la segunda llamada, con creciente expectación.
Tercera llamada
En semanas recientes –y a todo lo largo de muchos días, hasta hoy– la
violencia se ha manifestado sobre los recintos de la Universidad (y sobre todo el
país, con auge espectacular). Ha quebrantado la educación superior y perjudicado
a millares de jóvenes, cuya única posibilidad de libertad y progreso se halla en la
Universidad Nacional.
Reconocemos, sin regateo, que en el origen confesado de algunos hechos
violentos reside una causa justa: la revolución feminista contra la arraigada cultura
de opresión. Hecho innegable y dominante, que también se ha enfrentado –como
dije– con discursos copiosos y medidas reactivas y tardías. Sin perjuicio de ese ori-
gen notorio, que es indispensable atender –a fondo y con perspicacia y diligencia–
la Universidad observó la presencia de factores externos en la violenta escalada en
el campus. Y lo peor (y más elocuente y revelador): el presidente de la República
declaró que había “mano negra” en la Universidad, y agregó que era necesario iden-
tificar la “mano que mece la cuna” de los conflictos. ¿Y luego?
Cuarta llamada
Finalmente, todavía en febrero de 2020 –a unos días de 2019, año en que
celebramos la autonomía universitaria– se presentó en la Cámara de Diputados una
iniciativa de reformas a la Ley Orgánica de la Universidad Nacional Autónoma de Mé-
xico. Oscura iniciativa imprevista, totalmente desconocida para la comunidad univer-
sitaria. Recordemos que esa Ley Orgánica, que fue promulgada en 1945 y no ha sido
reformada desde entonces, consagra la autonomía de la UNAM y establece mecanis-
mos propios para asegurar el autogobierno universitario. Mecanismos consecuentes
con la naturaleza y las características de la Universidad, que han funcionado bien.
En el “aura” de la iniciativa aparecen antiguos fantasmas, deseosos de apo-
derarse de la Universidad y navegar a bordo. Frente a esos fantasmas, que no
reposan ni desfallecen, los universitarios han librado y ganado grandes batallas.
Obviamente, ninguna victoria es definitiva. Renovados asedios intentan dar mar-
cha atrás a las manecillas de la historia y reivindicar la plaza.
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MUJERES, LA REVOLUCIÓN EN MARCHA *
Los vientos que hoy circulan nos hacen recordar antiguas corrientes. En
1968 cundió el alzamiento contra una cultura arcaica y opresiva que se negaba a
morir. Había que arrebatarle la vida y asistir a otro parto de la historia: una nueva
libertad, impuesta por la juventud. Se multiplicaron los campos de batalla. Hace
dos años recordamos en México esa contienda y sus graves explosiones, sus avan-
ces y sus frustraciones. En todo caso, marcó la línea divisoria entre el pasado que
comenzaba a ceder y el futuro que comenzaba a nacer.
Hoy emerge otra revolución. Las mujeres –y multitud de aliados varones–
impugnan con vehemencia, ira, fiereza, la cultura de la opresión que las confinó.
Se ejerció este confinamiento con persuasiva cortesía –la confinación poética, di-
gamos–, con asignación de roles y cultivo de estereotipos –la confinación cultu-
ral– o con rudeza brutal –la confinación violenta–, que ha cobrado infinidad de
víctimas. En el fondo, simple dominación, exclusión, maltrato, subordinación. Todo
eso puebla los clamores y los reproches, el rechazo y la justicia por propia mano
que han salido a nuestras calles y dominado nuestras deliberaciones. Las manifes-
tantes vencen temores y alientan esperanzas. Denuncian la condición de víctimas
que presidió el naufragio de millones de seres humanos. Y en el torbellino de las
reivindicaciones, también victiman. Es que –para decirlo con una frase bien sabida–
“la revolución es la revolución”.
¿De qué se trata, pues? Se trata, es obvio, de un movimiento profundo,
histórico, incontenible por los derechos de las mujeres, infinita población que dejó
de ser invisible y se propone ser poderosa. “Empoderarse” bien y pronto. Se tra-
ta de derechos humanos –obviamente–, y bajo esa bandera se abre paso la re-
volución en este momento de la historia. Sigue el curso de otras rebeliones, pero
posee un plus que le confiere alcance descomunal: el contingente que emerge de la
oscuridad, a voz en cuello y con las armas en la mano, es la mitad de la humanidad.
Nada menos.
Muchas mujeres precursoras iniciaron el camino hacia una nueva era de de-
rechos políticos, familiares, educativos, laborales. Las declaraciones de derechos
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M UJE RE S, L A RE VOLUC IÓN EN MA RC H A
que nunca fueron suyas. También acuden pescadores que sólo desahogan sus pro-
pios enconos. Y existen, por supuesto, quienes atribuyen esta revolución –que no
comprenden ni supieron compartir y mucho menos encabezar, perdiendo así una
oportunidad histórica– a los fantasmas que pueblan su imaginación: los espectros
neoliberales y conservadores. ¡Vaya fantasía, esta última, tan ajena a la historia y a
la realidad! En suma, hay de todo en la “bola que vino y nos alevantó”.
En México, hoy, estamos acostumbrados a la incertidumbre, única certe-
za que actualmente conocemos. No podemos predecir el desarrollo y las conse-
cuencias de las convocatorias que se han lanzado para recoger la reclamación de
las mujeres –legítima, necesaria reclamación– en los próximos días. Ojalá que la
reivindicación de unos derechos no extravíe la vigencia de otros, y que de todos
provenga un nuevo estatuto de libertad y solidaridad. Ojalá. Para lograrlo conta-
mos con nosotros mismos, y con nadie más. Esta vez, la suerte de la navegación
se halla en manos de los marineros. En ellos, que somos nosotros, confiamos. Por
supuesto, no invito a la plegaria, sino a la reflexión y a la asunción de responsabi-
lidad personal y colectiva. Mientras tanto, caminemos. Las mujeres han ganado la
calle. Compartámosla.
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liderazgo lúcido y eficaz, que se desempeñe con energía y serenidad. ¿Es mucho
pedir en favor de ciento veinte millones de mexicanos que aguardan los estragos
de la pandemia?
Dije que soplan vientos de guerra. Son palabras utilizadas en otros países. Al
repetirlas evocamos los liderazgos de Churchill, Roosevelt, De Gaulle, que enfrenta-
ron tormentas con lucidez y eficacia. Tenían madera para hacerlo, y si no la tenían,
la asumieron en el camino.
Ahora enfrentamos problemas que ponen a prueba el rumbo y los métodos
para resolverlos. Uno es la inseguridad abrumadora. Otro, la revolución femenina, hoy
ensombrecida. Uno más, la retracción económica. Y finalmente, la pandemia con un
torrente de consecuencias.
Es evidente que la estrategia de seguridad no ha tenido éxito. Lo es que
el conductor del Estado no encabezó, como era su deber histórico, la revolución
cultural de las mujeres. Lo es que el capitán de la nave ha contribuido al naufragio
de la economía. Y lo es finalmente –por ahora–que en el puente de mando han
proliferado las actitudes erráticas y las deficiencias manifiestas (sin que ignore-
mos el comportamiento de funcionarios que han “dado la cara” y de servidores de
la salud acompañados por una legión de voluntarios).
Es alarmante que se desatienda la racionalidad reclamada por científicos que
ponen su competencia al servicio de México. Es alarmante que no adoptemos una
sola medida a la altura de las circunstancias para enfrentar las enormes consecuen-
cias económicas de la pandemia. Es alarmante que se produzcan desórdenes que
amenazan –más todavía–la seguridad y la paz. Es alarmante que no sepamos la
verdad comprobable sobre enormes cantidades retiradas del fondo de contingencia
–sin que operasen los contrapesos de la democracia– y los cuatrocientos mil millo-
nes mencionados en promesas mañaneras.
Es alarmante que la opinión pública no pueda unirse en el conocimiento fide-
digno de la pandemia y de los medios para enfrentarla. Es alarmante que se multipli-
quen los remedios aislados en un campo de batalla que reclama acciones unitarias.
Es alarmante que no haya un plan de crisis que proteja a quienes no pueden “que-
darse en sus casas” y a millares de empresas a punto de la bancarrota.
Se anunció la adopción de medidas. Una de ellas facilita adquirir equipos y
medicamentos cuyo desabasto fue provocado por acciones que comprometieron la
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L I D E RAZG O LÚC I DO Y EFI CA Z
salud de los más desvalidos, que no se satisface con discursos oportunistas, sino
con médicos, medicinas y hospitales.
También están a la mano otras medidas extremas. Figuran en la Constitución
(artículo 73, fracción XVI) y en la Ley General de Salud (capítulo II del título octavo).
Pueden ser necesarias. Pero deben ser aplicadas y vigiladas rigurosamente, no sea
que la defensa de la salud se resuelva en afectaciones a la democracia y al sistema
de libertades civiles.
Hay nubes muy oscuras en el horizonte de nuestra navegación. Por eso recla-
mamos del capitán asumir responsabilidades claras a través de programas pertinen-
tes, suprimir proyectos dispendiosos que consumen recursos indispensables para la
salud de los mexicanos, manejar con lucidez y eficacia la nave cuyo timón puso el
pueblo en sus manos con una confianza que declina y una esperanza que mengua.
Necesitamos y merecemos liderazgo de estadista, conforme a las circunstancias,
no caprichos aldeanos. Hay que restar errores y multiplicar aciertos. Esta aritmé-
tica nos salvará del abismo.
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E L AN I L L O AL D E D O Y L A SO GA A L CU ELLO
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proclaman sus virtudes. Arguyen que se trata de una medida democrática. Así
la presentó quien propuso, en horas de arrebato, el ingreso de la revocación en
el orden jurídico de la República. Y ahora el autor de la novedad se exalta por la
criatura que engendró.
La revocación se inscribió de pronto en el orden del día. “Mi cargo está a su
disposición –dijo el capitán de la nave, en pleno vendaval–. Si los pasajeros lo dis-
ponen, deshagamos lo que hicimos, reformemos lo que reformamos y relevemos al
capitán” ¡Vaya ocurrencia!
No, presidente, no es por ahí. No será promoviendo discusiones que dividen
a los mexicanos, como enfrentaremos la pandemia. No será promoviendo heridas,
rencillas y disputas, como mitigaremos los efectos de la ola que nos tiene en vilo. No
será generando nuevas divisiones, como resolveremos los malos pasos de una eco-
nomía que desfallece. No será dejando el timón a los vientos de la demagogia, como
llevaremos a puerto la nave que transporta a los mexicanos, dolidos y temerosos.
No, presidente, no es por ahí. No puede tomar la palabra a quienes se la
ofrecen en el peor momento y sugerir siquiera la posible salida de la nave por una
escotilla. No es aceptable que la revocación tome el lugar que deben tener las re-
flexiones y las acciones en torno a la desgracia que altera nuestro destino.
No, presidente, no es por ahí, aunque usted recogiera el tema con vehemen-
cia, como alguna vez recogió, para sorpresa de sus compatriotas, otro fantasma: un
imaginario golpe de Estado.
Si no es por ahí, ¿por dónde sí? No hay duda: cuando fallan las medidas de
buen gobierno, abundan las carencias y las dolencias, reaparecen los enconos y se
abren las grietas que alguien extremó en el seno de la sociedad, ha llegado el mo-
mento de reflexionar. Por ahí sí, presidente, por ahí sí.
A la sombra de los resultados que hemos cosechado y de las circunstancias
emergentes, es preciso rectificar y encauzar la nave con lucidez y responsabilidad.
Necesitamos unidad, no discordia. Necesitamos recursos, no derroche. Necesita-
mos meditación, no palabras que nos dividen. Necesitamos verdaderas medidas de
aliento para la economía en picada. Necesitamos, en fin, una honrada y profunda
rectificación. Por ahí sí, presidente, por ahí sí.
Hagamos la prueba. Rectifiquemos medidas y encaminemos nuestras fuer-
zas en una misma dirección, que promueva convergencia. Abandonemos proyectos
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¿ N O, PRE SI D E N TE , NO ES P O R A H Í
“insignia” en los que dilapidamos nuestro patrimonio, y rescatemos los fondos que
necesitamos para la salvación del país. Dejemos el discurso que incendia, sustituido
por un mensaje de armonía con profundo valor político y moral.
Por ahí sí, presidente. En todo caso, hagamos la prueba. Ya conocemos lo
que no ha servido. Ahora hagamos lo que no hemos hecho. Acudamos a salvar nues-
tra nave, convocando a todos los navegantes. Sin ofensa, sin rencor, sin resenti-
miento, sin complejos. Nuevos tiempos requieren nuevas medidas, a la altura de las
circunstancias. Sí, presidente, por ahí sí. Es su oportunidad histórica. Más toda-
vía: es su grave responsabilidad, que no puede declinar ni compartir.
AQUÍ MANDO YO *
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
una protesta o pone gesto de extrañeza o, peor todavía, ensaya alguna iniciativa
por su cuenta –en ejercicio de una antigua libertad–, el marqués redivivo le recor-
dará, en tono terminante: “No estoy de florero”.
Estamos en temporada de pandemia, una siniestra lotería en el centro de
nuestras preocupaciones. Pero nada puede ocultar el otro mal que nos asedia: el
autoritarismo se cierne sobre México. Lo que pareció posible se volvió probable, y lo
que advertimos probable acabó siendo cierto y evidente: el autoritarismo se ha apo-
derado de la República –o lo pretende–, aspira a gobernar la conducta de la nación
y a fijar su destino.
El autoritarismo –una plaga, en el estricto sentido de la palabra– tiene
diversas manifestaciones, que van de leves a fatales, como ocurre con las enfer-
medades. Puede ser capricho, arbitrariedad, ocurrencia. Al poco tiempo se con-
vierte en despotismo (ilustrado o ignaro, como sabemos). Un paso adelante es
dictadura. Y luego, absolutismo. Los teóricos del poder público y la sociedad po-
lítica distinguen estos grados de subordinación de los ciudadanos a la voluntad
de un sujeto o de un grupo, con caudlllo al frente. Pero todos los grados tienen
un signo común: el autoritarismo. “Aquí mando yo”. Los demás, obedecemos. Y de
preferencia, callamos.
En este país, que muy pronto olvida sus más dolorosas experiencias, comen-
zamos a vivir bajo ese signo. Amanece cada mañana y nunca reposa. Es grave por
partida triple: primero, porque nos oprime y desvía; segundo, porque avanza con
identidad encubierta y banderas engañosas; y tercero, no menos grave, porque po-
demos acostumbrarnos a vivir con el síndrome del marqués de Croix.
El Estado de Derecho –garantía de los ciudadanos y muralla frente al po-
der arbitrario– ha comenzado a rodar cuesta abajo. Desciende con velocidad cre-
ciente. La supresión del Estado de Derecho –es decir, de todo lo que somos y
tenemos– trae consigo un nuevo orden que se avecina a paso de ganso, como en
los años treinta, en el que sólo manda quien manda, sin freno ni ley, ni control
ni contrapeso. Lo estamos viendo y comenzamos a padecerlo. “Aquí –dice el que
manda–, mando yo”.
Se están desvaneciendo los contrapesos frente al poder que pretende asumir
un solo hombre. Los legisladores, complacientes, dejan hacer y pasar. Los juzgadores,
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AQUÍ M AN D O YO
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EL MODITO *
Sí, señores: analicemos nuestro “modito” antes de que la sangre llegue al río.
Si llega, no alcanzará para todos. Entonces, queridos amigos y sufridos compatrio-
tas: ¡cuidado con el “modito”!
Decía don Jesús Reyes Heroles que en política la forma es fondo. En otros
términos, el modo de hacer las cosas, es decir, la forma, revela la identidad de
los problemas y encamina las soluciones, es decir, el fondo. Más o menos, en lectu-
ra libre. Agregaré que ocurre lo mismo en otros campos. Finalmente, todos vivimos
de algún modo, que puede ser “modito”. Cada quien el suyo, pero sin excesos.
De mi infancia recuerdo un libro que leí por consigna de mis mayores: el Ma-
nual de Carreño sobre buenos modales. Fue un breviario inevitable que nos enseñó
modos y “moditos” para andar sin tropiezos.
En aquellos años también campeó otra biblia del mismo género, aunque de
distinto idioma: la obra de Emily Post sobre buenos modales. No descifré todas sus
fórmulas de cortesía, pero las que no entendí me las imagine.
Llevado este asunto a su manifestación política –que nos eleva a cumbres
insospechadas o nos hunde en profundos abismos– conviene recorrer la historia
de los “moditos” politicos. Van de lo trivial a lo gravísimo. De ellos ha dependido el
pase a la historia de muchos gobiernos y gobernantes, con todo y sus pueblos.
En la accidentada apertura de nuestra democracia se asedió al presidente
Madero, mexicano luminoso, con infames comentarios y caricaturas grotescas. Este
género no desmayó, aunque tropezara con sujetos autoritarios.
Hoy, con una pesada experiencia sobre los hombros, no acabamos de
entender que la forma es fondo y que debemos cuidar nuestros dichos, nues-
tros hechos y nuestros pasos, disciplinados al “modito” dominante. Es verdad
que los discursos sobre “moditos” no tienen el valor de las leyes, pero también
lo es que sus reglas alcanzan un poder que ya quisieran para un día de fiesta las
leyes más exigentes.
En el discurso mañanero se levantó la voz para impugnar iniciativas temera-
rias y cuestionar el “modito” con que se conducen los adversarios del orador, esto
70
UN E RROR,
E L M OD
PREITO
SI DENTE
es, todos los ciudadanos que difieren del pensamiento que opera en Palacio. Ese
cuestionamiento fue tan pertinente como oportuno, para que nos ajustemos a la
versión moderna de los buenos modales, revisando los “moditos” que cunden.
También hay que tener a la vista la galería de los “modosos”, que estorban
la transformación de la República. Son conservadores redivivos, neoliberales irre-
dentos, fífís de la última ola (no importa que haya diferencias, e incluso antagonis-
mos, entre lo que son y representan los conservadores, los neoliberales y los fifís,
aunque todos se identifiquen, eso sí, como adversarios del progreso).
Quienes tuvieron la ocurrencia de presentar un proyecto alternativo o com-
plementario, o lo que fuera, para aliviar la crisis económica que traemos encima
(agravada por otros “moditos” de los que no hablaré ahora), faltaron a las reglas
imperantes sobre el “modito” oficial para hacer las cosas.
Esos ocurrentes no acreditaron cordura, oportunidad, estilo, prudencia. Y ni
siquiera gracia y cortesía. Asumieron un “modito” inaceptable y produjeron malas
consecuencias. Por lo pronto, quedó en vilo la libertad de expresión e iniciativa, y se
produjo un nuevo desencuentro. No hacían falta más aportaciones de este carácter
a nuestra sociedad tan herida y dividida, por obra y gracia de muchos factores (y de
ciertos “moditos” de los que no hablaré ahora).
Es tiempo de rectificar, queridos amigos y sufridos compatriotas. Basta del “mo-
dito” que puebla las columnas de los diarios y las revistas, los cartones de los dibujantes
y caricaturistas, y no se diga los agresivos mensajes que muchos temerarios, con pésimo
gusto y nula educación, remiten a diestra y siniestra por medios electrónicos. ¡Basta!
Recordemos que forma es fondo y observemos las reglas del derecho, la mo-
ral y la urbanidad política, interpretadas con fervor republicano. Los irreflexivos que
suscitaron la advertencia contra los “moditos” deberán reconsiderar sus ideas y su
conducta. En lo sucesivo podrían decir: “¿Me permite usted?” O bien: “Salvo su opi-
nión, que acataré”.
Nos iría mejor si abolimos nuestras angustias, cancelamos nuestros proyec-
tos, aceptamos el pan de cada mañana –que está muy bien cocinado–, lanzamos
por la borda los “moditos” que se aparten de la línea de mando y nos sumamos a las
consultas a mano alzada que abonan a la verdad y dan bandera a la existencia. Si
hacemos todo eso, habríamos ingresado a la era del buen modo, o sea, del “modito”
que permita transformar a la nación.
71
PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
UN ERROR, PRESIDENTE *
En mi larga vida he tenido cercanía con muchos militares. Entre ellos cuento
con queridos amigos. Son ciudadanos cabales, que han servido al país con integridad
y patriotismo. Con la misma excelencia con que lo han hecho innumerables civiles.
Pero ese no es el asunto de estas líneas, que se referirán a un error histórico:
el acuerdo presidencial del 11 de mayo de 2020, que involucra a los militares. Error
de quien tiene a su cargo la tutela de los derechos y las libertades de los ciudada-
nos, la integridad de las instituciones y la salvaguarda de la democracia. El acuerdo
–error de mayo– militariza la seguridad pública. Llena una página en estas jornadas
y podrá llenar otra, sombría, en las que se avecinan.
Mariano Otero, uno de los fundadores de la nueva nación y del juicio de
amparo, dijo el 11 de octubre de 1842 que la confusion de tareas entre el ejército y
la policía legado “que nos dejó el gobierno español”. Ha sido “funesta a la “paz de la
República y a la conservación de la libertad”. No hay nada nuevo bajo el sol.
Por supuesto, lo dicho no implica descrédito para la función de las armas –en
sí misma–, que el pueblo deposita en manos honorables para la preservación de sus
libertades. Consta en el artículo 12 de la Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano, de 1789: “La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano ne-
cesita una fuerza pública”. Y lo mismo se puede decir de la policía, una corporación
que atiende al deber nuclear del poder público, razón de ser de la sociedad política:
proteger los derechos fundamentales.
Hay que mantener en vigilia el deslinde entre ejército y policía. Cada uno tiene
atribuciones conforme a su naturaleza; responde a diversas vocaciones institucio-
nales; se integra, prepara y actúa bajo sus atribuciones y al amparo de su vocación.
Convertir al ejército en policía entraña graves peligros –de los que muchos países
dan testimonio, y México no es excepción– para los derechos humanos y para la
sociedad democrática. Nuestros derechos y nuestra sociedad.
De ahí que el ultimo presidente (2012-2018) –que ahora goza de una vida fes-
tiva– y el candidato a la presidencia (2018) ofrecieran, en sus momentos, disponer el
retorno del ejército a las funciones inherentes a su naturaleza constitucional. No lo
72
UN E RROR, PRE SI DENTE
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
a las Fuerzas Armadas. Pero estableció condiciones y restricciones, que no son “lla-
madas a misa”, sino decisiones vinculantes para México, y que no se satisfacen en
la resolución del 11 de mayo. Este documento utiliza términos tranquilizadores, pero
quien los coteje con las decisiones de la jurisprudencia interamericana advertirá que
vamos a contrapelo de los deberes que asumimos.
Para muestra, un botón. La Corte Interamericana señaló que la supervision
y el control de la actividad “excepcional” o “extraordinaria” de las Fuerzas Armadas
se sujetaría a la fiscalización de órganos civiles independientes, competentes y
técnicamente capaces. En cambio, la resolución del 11 de mayo establece que “las
tareas que realice la Fuerza Armada permanente en cumplimiento del presente
instrumento, estarán bajo la supervision y control del órgano interno de control,
de la dependencia que corresponda” (artículo quinto). En otras palabras, el con-
trol a cargo de los controlados.
Examiné la reforma constitucional –expresando mi desacuerdo y mis temo-
res– en libros y otros trabajos que aparecieron a raíz de aquélla. Mi parecer, exten-
samente fundado, se halla a la vista. No nació el 11 de mayo, fecha en que germinó
la semilla plantada en 2019.
La reflexión sobre este tema me lleva a recordar una expresión de Talleyrand
–¿o de Fouché?– cuando Napoleón ordenó o toleró la muerte del duque de Enghien.
¿Era un crimen? No, dijo Talleyrand, es algo más grave: es un error.
¿Es un crimen la resolución presidencial a la que me he venido refiriendo? Dejo
la respuesta a quienes han comenzado a analizar con rigor ese acuerdo inclemente.
De lo que no tengo duda, presidente, es de que se trata de un error que tendrá graves
consecuencias para quien lo dispuso y para quienes padezcan sus efectos.
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PRESIDENTE: VENGAN “LOS OTROS DATOS” *
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
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PRE SI D E N TE : V E N GAN “ L O S O TRO S DATO S”
los problemas de salud pública. Me refiero, desde luego, a los exsecretarios de ese
ramo que han salido a la palestra con otras informaciones y razones. Estos analistas,
bien calificados, manejan números, conceptos, argumentos y medidas distintas –por
decir lo menos– de las que ofrece la autoridad sanitaria. Los respaldan su gran jerar-
quía moral y profesional, bien acreditada.
Es peligroso navegar con desconcierto en un mar de opiniones encontradas;
no debiéramos hacerlo cuando se trata de un tema de importancia superlativa, de
cuya identificación y solución depende –lo reitero– la salud de los mexicanos. O
bien, para concentrar la preocupación: mi salud y mi bienestar, a reserva de que
otros compatriotas digan lo mismo. No se trata de algo que ocurra fuera de nuestras
vidas, sino dentro de ellas.
No soy médico y no puedo ni debo opinar –que sería extrema ligereza– como
si fuera un profesional de la salud. Tampoco lo es usted, presidente; así lo ha reco-
nocido, y aprecio su sinceridad en este punto. Pero puedo recordar como abogado
–y también usted puede hacerlo como jefe del Estado– que existe una autoridad
a la que la propia Constitución confiere facultades y deberes extraordinarios para
hacer frente a los más complejos y devastadores problemas que aquejen a la nación
en esta materia: el Consejo de Salubridad General, que depende directamente –por
cierto– del titular del Ejecutivo federal.
En suma, ¿qué otros datos puede usted proporcionar a su pueblo, que nos
pongan al abrigo de confrontaciones y nos ofrezcan una ruta segura y un des-
tino cierto? Obviamente, no pido milagros más allá del talento y la fuerza de un
hombre o de un colegio de notables. Sólo espero que el Consejo de Salubridad
General, dependiente del jefe del Estado, aporte una luz que disipe la sombra en
la que caminamos. Hablo de planteamientos, diagnósticos, propuestas, solucio-
nes que acojan y analicen los distintos pareceres y encaminen a la nación. ¿No
es ésta una facultad –y una obligación– inherente a las atribuciones del Consejo,
que depende de usted?
Por lo pronto, hay dudas razonables. Persisten y se multiplican las infor-
maciones encontradas. Los discursos y las conferencias exponen cierta versión de
la realidad. Los noticieros y los comentarios, que abundan, ofrecen otra versión.
Los ciudadanos “de a pie” estamos en medio, a la expectativa, cruzando los dedos
para que no nos caiga el rayo de la pandemia. Mientras aguardamos el arribo de
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
nuestro destino –que vendrá a nosotros; nosotros no iremos a él–, esperamos esos
“otros datos” que seguramente se hallan en su manga. Nos urge conocerlos. Vengan,
pues, los “otros datos” que seguramente tiene usted.
Comienzo por donde debo. Primero, declaro que no tengo a la mano “otros
datos”, personales e irrefutables. Me valgo de fuentes atendibles. Segundo, pido
por adelantado que se me disculpe. Para ello tomo en cuenta la exhortación a
que pidan disculpas quienes ejercen un derecho. Yo, modesto ciudadano, invoco
mi derecho a la opinión. Cumplido este doble requisito de la ortodoxia republica-
na, paso al asunto de este artículo.
Doy las cartas para el juego que estamos jugando.
Hemos iniciado el tiempo de los inventarios, que durará varios años. Se
está elaborando la relación de agravios. En la víspera de la Revolución Francesa,
Luis XVI convocó a los Estados Generales –una consulta a los sectores más repre-
sentativos de aquella hora– para que autorizaran impuestos y expusieran cuitas.
No se acostumbraba la mano alzada, aunque luego se elevaría hasta una altura
insospechada. Los convocados presentaron sus cahiers de doléances (pliegos de
agravios). Éstos nutrieron la agenda de la Asamblea Nacional y alimentaron el
futuro. Los resultados son conocidos.
Ahora elaboramos nuestros propios pliegos de agravios. Mencionaré sólo
dos, para no multiplicar las citas. Léase el artículo “¿La hora de los brujos?”, de
José Woldenberg, en El Universal del 19 de mayo de 2020. Difícilmente se podría
calificar a Woldenberg cono conservador o neoliberal. Y el 20 del mismo mayo apa-
reció aquí el artículo “Breve compendio del AMLO inexplicable”, de Carlos Loret de
Mola. Más que enojarse por lo que dice el columnista, quien lo impugne deberá
refutar sus afirmaciones con datos precisos y persuasivos: cargo por cargo.
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E L J UE G O QUE E STAMO S JU GA NDO
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
de este género parecen fundadas; otras, no; y no faltan las que se valen de la emer-
gencia para alcanzar propósitos ajenos a ésta. No me referiré de nuevo al acuerdo
del 11 de mayo, que militarizó la seguridad pública. Puedo aludir a otras disposicio-
nes; así, la extinción sumaria de fideicomisos. El “mérito” de esta medida es que tiene
alcance “indiscriminado”; por ello merecerá el aplauso de quienes se oponen a toda
suerte de discriminaciones. Esta vez, la espada cayó sobre tirios y troyanos, sin mira-
miento. Quedaron pendientes –parece– otros proyectos: por ejemplo, la inspección
de los hogares para acreditar las desigualdades abismales que Humboldt observó
hace dos siglos –y cuyo remedio no reside en el allanamiento de las habitaciones–,
y los donativos a cargo de miembros de la comunidad científica. El Ejecutivo salió
al paso de estas propuestas, pero es de sabios cambiar de opinión. Hemos visto
cambios aleccionadores.
Lo que más me preocupa –y ya pedí una disculpa por preocuparme– es
que el alud de acuerdos emitidos “en el marco de la pandemia” parece servir de
paso a otro marco: la concentración del poder. Mientras el Legislativo descansa y
el Judicial trabaja a media vela, los acuerdos administrativos se multiplican. Por
supuesto, no me refiero a los “acuerdos de talentos y voluntades” (que buena falta
nos hacen, hasta llegar al gran “acuerdo nacional” que urge), sino a las decisiones
que paulatinamente concentran el poder. Y sobre la marcha, también abren heri-
das, ordenan destinos y satisfacen rencillas.
Por todo ello --que no es todo-- vale la pregunta con que inicio este artí-
culo: ¿qué juego estamos jugando? Y no menos: ¿en qué manos se hallan todas
las fichas?
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NO PRESIDENTE, NO ÍBAMOS MUY BIEN *
Nos llegó el agua al cuello. Ocurrió entre clamores sobre la felicidad del pue-
blo y el acierto de políticas que condenan culpas y prometen paraísos. Pero un buen
día –o mejor dicho, uno muy malo– nos percatamos de algo que habíamos olvidado.
La pandemia nos puso frente al espejo, no sólo frente al discurso. Y nos enteramos
de que la realidad sí existe. Comenzó la nueva era: una inesperada transformación
más allá de la 4T.
En fecha reciente dijo usted, señor presidente, que “íbamos muy bien”. Fue-
ron sus palabras. Ya sabíamos que el pueblo estaba feliz. Rebosaba felicidad, como
el agua que desborda su alegría cuando hierve en la olla. Era el fruto de aciertos
acumulados en pocos meses. Pronto podremos medir esa felicidad con indicado-
res adecuados, que reflejarán un estado de ánimo, mitad genuino, mitad inducido.
Así sabremos cómo nos va, porque en otras mediciones nos está yendo mal. Ten-
dremos otra versión y sabremos si la realidad subjetiva de algunos coincide con la
realidad objetiva de todos.
Hubo días en que pequeños grupos de votantes aprobaban a mano alzada
cualquier ocurrencia. Sólo porque sí. Bastaban los fervorines emitidos por el orá-
culo de la nación. Un oráculo que no enfrenta obstáculos, prueba lo que dice con
sólo decirlo y cala en un auditorio desprovisto de otros datos. Es un verdadero
oráculo conforme a la mejor tradición helénica. Su voz llega desde arriba y gotea
o desciende en cascada. ¿Qué podrían decir los feligreses? “Pues sí”. Aunque lo
digan a despecho de la realidad que sí existe.
Pero no hay felicidad que dure cien años: nos alcanzó la pandemia. No se con-
trajo a neoliberales y conservadores empecinados. Nos agrió –o amargó, si se pre-
fiere– la felicidad. El virus corrió la cortina y nos percatamos de que la realidad sí
existe. Comenzamos a ser menos felices bajo un revés de la fortuna que está fuera
de nuestra voluntad, humilla nuestra previsión y abate nuestra competencia.
En ese marco –para emplear la expresión ceremonial– miramos al pasado cer-
cano, al presente doloroso, al porvenir incierto; es decir, volvimos a mirarnos ante
el espejo y descubrimos que la realidad sí existe. Al cabo de este descubrimiento
81
PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
recordamos la proclama y la sonrisa, que comienza a ser nostálgica: ¡tan bien que
íbamos! Pero no era así. El espejo no engaña (salvo al mal observador). Sólo refleja
la realidad, que sí existe.
El espejo desarma las fantasías. Cimbra el oráculo. Éste, provisto de pala-
bras –muy escasas– y programas y decretos –muy frondosos– se parece al que
han utilizado otros gobiernos promotores de la felicidad por decreto y del progreso
por discurso, haciendo de lado una enseñanza del insigne maestro Perogrullo: la
realidad sí existe. De esos gobiernos hubo y hay huella profunda. Se comprende
que rechacemos a Perogrullo, porque la realidad es chocante. No amaina bajo las
palabras, ni se extravía en pizarrones y mañaneras, que van perdiendo amenidad.
Emerge de la lámpara de Aladino y sólo se retira cuando ha cumplido su revelación.
Derriba el discurso, altera la ilusión e impone la razón. Los cronistas de la realidad –
meros testigos– son emisarios de malas noticias y pueden perder la cabeza, cuando
se quiere negar la verdad decapitando al emisario.
Presidente: no íbamos muy bien. Desde luego, podríamos haber ido mucho
peor con un ligero esfuerzo de imaginación y algunas iniciativas adicionales. O bien,
podríamos haber ido algo mejor con un gran esfuerzo de lucidez y conciliación. Las
cosas marchaban mal antes de que llegara el coronavirus. La pandemia nos hizo
perder en un mes quinientos mil plazas de trabajo (formal) y en breve plazo se
llevará prácticamente un millón, según las cifras oficiales de este desplome espec-
tacular. A ese millón habría que añadir, hasta llegar a números escalofriantes, los
empleos del sector informal que quedaron a la deriva. Pero antes de que nos cayera
ese rayo había comenzado el retraimiento de la economía y la pérdida de empleos.
Esa realidad ya existía. Por ende, no íbamos tan bien.
No quiero decir y ni siquiera insinuar que se mienta al sostener que “íbamos
muy bien”. Es muy fuerte la palabra “mentir”. La evito. Opto por reconocer a la más
elevada fuente oficial la virtud heroica del joven Jorge Washington, que jamás pro-
firió una mentira. Y también recuerdo la promesa de no mentir que escuchamos en
la campaña electoral y en los primeros meses del nuevo gobierno. En fin, quizás
el gobierno –humano, aunque parezca sobrehumano– se equivoca y construye por
distracción –con unas gotitas de ignorancia y otras de encono–, un paisaje diferente
del que todos observamos y una vida distinta de la que todos conocemos, es decir,
un espejismo. Por error se incuba un mundo imaginario. Pero al cabo de unas horas
82
N O PRE SI D E N TE , N O Í BAMO S MU Y B I EN
–que pueden ser muy costosas– se desvanece la pompa de jabón bajo el viento de
la realidad, que sí existe.
En conclusión, apremia que desmontemos las construcciones imaginarias,
admitamos los desaciertos –aunque sea sin dramáticas confesiones, que sería mu-
cho pretender–, cancelemos las confrontaciones y suprimamos los enconos, respe-
temos las diferencias y convoquemos al entendimiento, actuemos con veracidad,
concertemos las fuerzas –hoy dispersas e incluso confrontadas– de los órdenes
federal y local, suprimamos los ataques a la ciencia y la cultura, abandonemos pro-
yectos y programas que agotan nuestros exiguos recursos y cuyo destino debiera
ser la urgente atención de las consecuencias de la pandemia. En otros términos,
urge que reconozcamos la realidad que sí existía antes de la pandemia y que hoy
persiste, e iniciemos el camino hacia la que debe existir.
Quizás es mucho pedir, pero no se puede menos para hacer frente al tsunami.
Se trata de la suerte de la nación, que abarca la nuestra. Y ya que inicié este artículo
con la cita de una frase suya, lo concluiré con otra, también suya, de los últimos
días: es de sabios cambiar de opinión. Que impere la sabiduría.
MUERA LA INTELIGENCIA *
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
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M UE RA L A IN TE LI G ENC I A
Hemos leído comentarios de académicos del CIDE que aportan razones para
sostener las tareas de ese Centro. Entre aquéllos figuran los del propio López Ayllón
y los de investigadores como Guillermo Cejudo, Sandra Ley y Javier Martínez Reyes
(El Universal, del 30 de mayo), Mauricio Merino refuta punto por punto los ende-
bles argumentos oficiales para extinguir fideicomisos que apoyan tareas científicas
y culturales. Intitula su artículo: “En defensa de la verdad” (El Universal, del 1 de
junio). Elocuente.
Otra institución acosada es el Centro de Investigación Avanzada (CINVES-
TAV), en cuyo origen se halla Arturo Rosenblueth, eminente hombre de ciencia.
De un investigador de ese centro surgió la advertencia sobre el tiro de gracia al
que me he referido. Se dispara contra la ciencia, pero el proyectil pega en el co-
razón de México. Mi cercanía con el CINVESTAV es menor que la que he tenido
con el CIDE, pero conozco su desempeño –hace algunos años bajo la conducción
de Adolfo Martínez Palomo, colega en la Junta de Gobierno de la UNAM– y su
rango en la comunidad científica nacional e internacional. ¿Lo conoce el gobierno
de la República?
Pregunto si es razonable –patriótico, inclusive– golpear a estos organismos,
ignorando lo que esos golpes significan para el futuro de México. Para explicar el
estado de sitio impuesto a instituciones de ciencia y cultura se invocan dos moti-
vos: “austeridad republicana” y desviaciones en el desempeño de algunos investiga-
dores. Rechacemos estos argumentos, que no legitiman la demolición de las institucio-
nes. Es grave la situación del presupuesto nacional, aunque por lo visto no tanto que
obligue a reconsiderar el dispendio en obras insignia del autoritarismo. En cuanto a
la corrupción, lo que procede es identificarla, probarla y sancionarla –caso por caso–,
pero no castigar al país hundiendo la daga en el cuerpo de la ciencia y la cultura.
Hace unos días escuchamos lo que pareció ser un reproche histórico en con-
tra de los hombres de ciencia. Se les comparó con los “científicos” del porfiriato.
Quiero creer que se trató de una broma –como otras que se propagan desde el
mismo púlpito–, porque es insostenible el parangón que se propuso. Si hay dudas
sobre la identidad de los antiguos heraldos del positivismo y aliados de la dictadura
(¡hace más de un siglo!), en comparación con los hombres de ciencia de hoy y su mi-
sión en la República moderna, bastará una ligera lectura de la historia. No costará
mucho trabajo y será reveladora.
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
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E N TRE E L JOLG ORIO Y LA I RA
concentrar sus fuerzas –menores que las del Tesoro con el que se financian los
dispendios– en reparar los daños.
Pero eso no fue todo. Nos aguardaban otra cosecha. No de la pandemia,
cuyo futuro se halla en la tiniebla, sino de otros males profundos: el encono y la
ira, la contienda y la violencia. Éstos no vienen de la naturaleza, sino de furias que
llevamos dentro. Las hemos soliviantado. Nos empeñamos –aunque decir “nos”
alude a mucha gente, y no se trata de tanta– en provocar discordias. ¡Vaya plan de
vida! ¿O proyecto de gobierno?
Al cabo del jolgorio, enfrentamos otros efectos de las palabras incendiarias
y el comportamiento rijoso con el que viaja nuestro tren, no sólo su ramal de la sel-
va maya. De nuevo, el escenario de la ira. Hirvió el descontento y se ejerció, impara-
ble, la violencia. Los poderes llamados a promover el entendimiento se enfrentaron
en graves desencuentros.
Habría más a las pocas horas. Siempre hay más, aunque creamos que la ima-
ginación no da para novedades. Se reiteró una proclama familiar: la sociedad está
dividida, como consta en el mismo programa. De este lado, los adeptos; del otro,
los adversarios. ¡Y a ver de a cómo nos toca! No es difícil saberlo, porque el poder
está de este lado.
Y para colmo, en los primeros días de mayo descubrimos una conspiración
ominosa. Quedó a la luz –entre sombras– un “complot” de ciudadanos confabulados
para ejercer el derecho a la discrepancia y zanjar en las urnas las diferencias que
caracterizan –dicen los expertos– el desempeño de eso que llamamos la democracia.
¡Vaya conspiradores! Por lo pronto, denunciémoslos con el dedo oficial y pongamos
a la sociedad en pie de guerra.
Se ha dicho, con lucidez impecable, que llegó la hora de despojarse de sara-
pes y dar la cara. Lo hace, como ejemplo de integridad republicana, el orador nuestro
de cada mañana: alecciona sobre el futuro, divide a la nación y exhibe la nómina de
sus adversarios, uno a uno, con nombres y cargos. Se gobierna para unos, no para
todos. Quede claro.
En medio de trenecitos en la selva, violencia constante y siembra de discor-
dias, surge de nuevo la pregunta ingenua que formulan algunos compatriotas:
Presidente ¿habrá llegado la hora de aplicar la imaginación, los recursos y el
ejemplo a reconstruir el tejido social desgarrado a base de invectivas, imputaciones
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
Y AHORA, EL BOA *
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Y AHORA, E L B OA
conclusión que he mencionado varias veces en las páginas de esta revista hospi-
talaria: la única certeza que nos abriga –¿abriga?– es la incertidumbre. Y con ella
vamos a campo traviesa y a galope tendido.
La atención de los políticos, los actores sociales, los estudiosos de la so-
ciedad civil y la sociedad política y los oráculos y profetas –que proliferan– se
ha cifrado en ciertas novedades inquietantes de nuestra carrera desenfrenada.
El proyecto obsesivo de dividir a la sociedad y enfrentar a sus integrantes en una
contienda sistemática adopta formas y fórmulas que encienden focos de alarma.
Ese proyecto –que ha tomado la figura de un plan de gobierno, exaltado en plena
pandemia– viene de hace tiempo y se alimenta de las contradicciones en el seno de
la sociedad, aprovechadas y exacerbadas. Por supuesto, las contradicciones exis-
tían, sus factores y sus posibles consecuencias se hallaban a la vista. Sin embar-
go, ahora han subido al escenario, convocados por quien provoca nuestra carrera
y alimenta, con deliberación rigurosa, los conflictos que cunden.
Valga lo anterior como una suerte de “marco conceptual” para el examen de
esas formas y fórmulas, que afloran en nuestra más reciente experiencia. En estos
días se dijo que deberíamos entender y aceptar, de una vez por todas, la división que
se halla en la fuente y en el destino de la marcha, que enciende y orienta las fuerzas
de la nación, que informa y domina nuestra carrera. De esa lúcida –digamos, con
el debido respeto– apreciación de nuestra realidad, mitad natural, mitad inducida,
proviene una convocatoria expuesta con una franqueza que en otro tiempo hubiera
sido desconcertante: estamos e iremos divididos. Aceptémoslo y ejerzámoslo.
Todos somos mexicanos, pero todos somos combatientes –hay que enten-
derlo– en un infinito ejercicio de discordia. De un lado los partidarios, del otro los
adversarios; cada sector con una vocación propia, que hará historia: vencedores y
vencidos. Y quien debiera unir a los ciudadanos en un solo contingente, ha resuelto
encabezar a su legión de partidarios y arremeter contra los adversarios. Por supues-
to, ese conductor –exitoso desde cierta perspectiva; fallido desde otra– tiene la fa-
cultad de definir quiénes son unos y otros, y actuar en consecuencia.
La convocatoria de los tiempos modernos nos instó a prescindir de caretas,
despojarnos de sarapes, dar la cara y actuar abiertamente, a la luz del día, sin eva-
siones ni fingimientos. Que cada quien se asuma como partidario o adversario, asu-
ma su papel en la escena y enfrente, a pecho descubierto, las consecuencias. Para
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Y AHORA, E L B OA
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PARA L A NAVI DAD D E L 2 02 0
Otra virtud tienen el documento y su lector oficioso y oficial: una virtud insi-
diosa. En efecto, sugiere que el bloque de mexicanos pudiera convocar en su auxilio
a instancias internacionales, al más puro estilo del siglo XIX; y más todavía, declara
que en la falange de los conspiradores figuran personajes que debieran mantener
absoluta neutralidad en los procesos electorales que se avecinan (al igual que el
presidente de la República, por cierto). La referencia a consejeros y magistrados
electorales implica un amago que enturbia desde ahora el desempeño de estos fun-
cionarios, los atrae a una polémica de pronóstico reservado y oscurece la confianza
de los ciudadanos en las instituciones que calificarán el proceso electoral. En suma,
no sólo se siembra la discordia social, sino también la desconfianza de los electores.
Pero el problema para los sufridos mexicanos de hoy –y para los que su-
frirán mañana– no es la pretensión constitucional de un grupo de ciudadanos. El
problema sigue siendo esa carrera alocada, a campo traviesa y sin destino cierto.
¿O ha quedado a la vista, finalmente, el destino al que se dirige el corcel, manejado
por un diestro jinete?
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E L V UE L O D E L OS O CA ´s
Los OCAs son parte del Estado, pero no del gobierno. Son garantes del régi-
men democrático y elementos del sistema de frenos y contrapesos que detiene el
desbordamiento del poder. Constituyen una frontera para el tirano (y éste lo sabe y
lo teme). Custodian sectores de la vida política, social o económica que interesan a la
nación. La eficacia de esa custodia deriva de la limpia integración de los OCAs, la sol-
vencia moral y la competencia profesional de sus integrantes y la genuina autonomía
de su desempeño. Si reúnen estas condiciones, son piedras en el camino de quien
impulsa proyectos personales y pretende el control del porvenir. Si no, ¡cuidado!
Varios OCAs se alojan en el nicho constitucional: Banco de México, Institu-
to Nacional Electoral (INE), Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH),
Instituto Nacional de Acceso a la Información (INAI), Instituto Nacional de Estadís-
tica, Geografía e Informática (INEGI), Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT),
Comisión Federal de Competencia Económica (CFCE), y más. En otro tiempo, las
funciones que hoy tienen los OCAs estuvieron en manos del Ejecutivo, a través de
secretarías de Estado o por otros medios de dominación. Los OCAs nacieron a costa
del poder central. Es natural que éste las reclame: el río reconoce su antiguo cauce y
pretende recuperarlo con una irresistible inundación.
Hace un año publiqué en la revista Siempre un artículo sobre el asedio que
comenzaba a oprimir la existencia de los OCAs. Lo intitulé con una pregunta “¿Les
llegó la hora?”. Hubo respuestas: sí, les llegó. Y esa hora se avecina de nuevo bajo
su signo característico: el exterminio y el autoritarismo. Avanza la devolución del
poder. No a la nación, sino a quien la gobierna. Al final del camino se halla una
divisa: “El Estado soy yo”.
Los OCAs han padecido el asedio del poder centrípeto, con ansia irreductible.
Para satisfacerla, éste se ha valido de instrumentos contundentes. Lo ha hecho por
demolición, mediante reformas constitucionales que desfiguran al órgano autónomo
y lo devuelven a su vieja querencia, como ocurrió con el instituto para evaluar la edu-
cación. Lo ha procurado por erosión de sus recursos y de su prestigio, como saben
el INE y el INAI. Lo ha conseguido por imposición, como se vio en la Comisión Nacio-
nal de los Derechos Humanos, escenario de una debacle. Se ha servido de candi-
daturas a modo para integrar la dirigencia de los OCAs, diluyendo la competencia
profesional en aras de la docilidad política. Y ha operado por mutación: los órganos
autónomos se convierten en dependencias del poder central, con figura de OCA.
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Hoy se abre un nuevo capítulo. Otros OCAs podrían volar a las manos que
los codician. Sabemos de una iniciativa “inquietante” –es un eufemismo–, que aca-
so navegará movida por el viento parlamentario: reformas a los artículos 27 y 28
constitucionales. El Instituto Federal de Telecomunicaciones y la Comisión Federal
de Competencia Económica perderían su independencia –peor: su identidad– para
integrarse en un Instituto Nacional de Mercados y Competencia para el Bienestar,
con la Comisión Reguladora de Energía,. En los razonamientos de la propuesta
figura el alegato que justifica muchos hundimientos: ahorro presupuestal. Pero el
reagrupamiento tiene atractivos: facilita el gobierno del conjunto por una pequeña
y compacta directiva –aunque los conocimientos de sus integrantes sean dispa-
res y muy variadas sus competencias– y favorece la designación de mandos más
atentos a las solicitudes del poder que a los compromisos con la nación. En fin de
cuentas, la subordinación releva a la autonomía y la fluidez política sustituye las
engorrosas exigencias de la técnica.
De esta suerte –¡vaya suerte!– continúa el desmontaje de las instituciones en
el altar de una laboriosa transformación. No nos reponemos de los golpes a la cul-
tura, la ciencia y la tecnología, y topamos con el desmantelamiento de esta fracción
del Estado. Que pongan sus barbas a remojar los OCAs que sobreviven, inclusive el
Banco de México, invicta fortaleza.…hasta ahora. No reposen confiados en la racio-
nalidad de su misión y la constitucionalidad de su origen. El poder es el poder, y la
transformación es la transformación. El que manda, manda. Las aguas corren por el
viejo lecho, reclamando su territorio. ¿Lo ocuparán?
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OTRO DESVARÍO *
En las páginas de esta revista y en otros medios, así como en diversos foros
–en el INAI y en la Facultad de Derecho de la UNAM, sólo por ejemplo– me he refe-
rido al asedio impuesto a los órganos constitucionales autónomos. Ese asedio
combate las razones que justificaron la creación de aquellos órganos y justifican
su presencia y su tarea. Entre las razones que generaron los órganos autónomos
–y mantienen su vigencia– figuran la buena marcha de diversas funciones públicas
esenciales y la razonable distribución de facultades para frenar al poder omnímodo,
oponiéndole barreras que rechacen el exceso, el capricho y la arbitrariedad.
El asedio impuesto a esos órganos por quien encabeza el gobierno federal
–capitán de una nave que enfrenta tempestades que él mismo provocó– desatien-
de esas razones y milita contra ellas. Implica una tendencia autoritaria, centrípeta,
que concentra de nuevo en las manos del Ejecutivo los poderes que la historia
extrajo de su imperio y encomendó a los órganos autónomos. Por lo tanto, ese ase-
dio constituye una expresión más –entre muchas– de la orientación autoritaria del
gobernante, que pone en peligro los derechos y las libertades de los ciudadanos.
Es decir, tus derechos y tus libertades, amigo lector, ciudadano de México
En los últimos días, el síndrome autoritario se manifestó de nuevo a través de
las declaraciones del Ejecutivo –verdaderamente pavorosas, en el estricto sentido
de la palabra– en torno al proceso electoral que se halla en puerta y acerca de las
instituciones llamadas a administrarlo y garantizarlo. Dijo el declarante: “me voy a
convertir en guardián para que se respete la libertad de los ciudadanos a elegir libre-
mente a sus autoridades”. En el curso de este desvarío, cuestionó al Instituto Nacio-
nal Electoral –cuestionamiento que también arrastró al Tribunal Electoral y al Institu-
to Nacional para el Acceso a la Información– y denunció la existencia de estructuras
innecesarias y el dispendio de recursos en el desempeño de aquel Instituto.
Esas declaraciones pudieran resultar inocuas si no las hubiera hecho quien
las hizo y se hubieran emitido en circunstancias diferentes de las que hoy preva-
lecen, acaso en otro tiempo y en otro país. Pero las hizo quien las hizo y se hicieron
cuando se hicieron, verdad de Perogrullo. De ahí su gravedad.
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OTRO D E SVARÍ O
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desvarío, que ojalá se rectifique pronto –en las palabras y en los hechos– por quien
incurrió en él.
Quiero suponer –he aquí un final feliz de una preocupada disertación– que
esas palabras fueron efecto de una mala digestión o un prolongado insomnio, de la
fatiga por la abrumadora tarea que el declarante lleva a cuestas, con resultados me-
nos que modestos, o del enojo por los crecientes cuestionamientos que recibe sobre
el rumbo del país y nuestro incierto –¿incierto?– porvenir.
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AL PRE SI D E N TE , CON E N TREGA I NM EDI ATA
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Aclaro dos cosas sobre el título y el tema de este artículo. Una, a qué me
refiero cuando digo “ésta”. Dos, a quién dirijo la pregunta.
Primero: me referiré a la pandemia que nos agobia, generada por un virus
que se apoderó del mundo y del ánimo de sus habitantes y persistirá –se dice– du-
rante mucho tiempo. Hasta que todos nos contagiemos, muchos mueran y otros
sobrevivan, en una feria gobernada por la incertidumbre. No me concentro –aunque
tampoco desatiendo– en otras plagas de diversa naturaleza que han acompañado a
la pandemia de marras. Esas también han tenido y seguirán teniendo un efecto letal
sobre nuestra vida.
En México hemos sabido de epidemias como la que hoy padecemos. La con-
quista que sufrimos en el siglo XVI trajo consigo dolencias que nos diezmaron, acom-
pañando a la espada y a la cruz que la bendijo. Recordemos la viruela negra. En la
colonia llegaron otras pestes. En el siglo XX enfrentamos nuevos avatares: por ejem-
plo, la influenza española. Nuevamente, millares de muertos y pánico generalizado.
Segundo: en un esfuerzo de racionalidad científica, me dirijo al poder supre-
mo que ordena el universo. ¿O debiera dirigirme al supremo gobierno de la Repúbli-
ca, que ha mostrado sus flaquezas en el combate a la pandemia –aunque en otras
campañas se ha mostrado muy diligente–, y aguardar explicaciones que no hemos
escuchado y aciertos que no hemos observado? Fluye la respuesta en la vox populi.
Por eso mi pregunta no puede tener otro destinatario que el poder supremo que
ordena el universo. Que cada quien le ponga el nombre que prefiera.
Saldremos de la pandemia cuando debamos salir –es decir, no sabemos cuán-
do–, igual o peor que como entramos a ella. ¿Cómo estábamos cuando se proclamó
la inminencia de una enfermedad cuyo origen no supimos y cuyo alcance tampoco
apreciamos? En esa circunstancia, el conductor de la marcha dijo que éramos felices
y disfrutábamos de una transformación venturosa.
Pero la realidad se impuso: éramos un pueblo desigual y dividido, con ne-
cesidades crecientes y exigencias insatisfechas. En consecuencia, ingresamos
desiguales al mundo de la pandemia y pronto sufrimos las consecuencias de esa
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¿CÓM O SAL D RE M OS DE ESTA?
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¿ CÓM O SAL D RE M OS DE ESTA?
TRANSFIGURACIÓN *
Reflexioné sobre el título que daría a este artículo. Uno pudo ser el que le ha-
bría dado hace tres o cuatro días. Pero esperé para ver –la incredulidad del profano,
deseoso de conversión– el desarrollo de la visita presidencial a los Estados Unidos.
Dudé entre varios títulos: transfiguración –aunque la palabra evoca cierto signifi-
cado religioso, que no es mi intención–, o bien, escapismo o escamoteo. Todas son
aplicables, como podrá advertir el lector, pero elegí la más solemne y espectacular:
transfiguración. Y voy sobre ella.
De verdad, las cosas ya no son como antes. No quiero decir un antes remoto.
Vamos, ni siquiera uno cercano: unos meses o unos años. Antes, por ejemplo, de que el
presidente anfitrión tomara su iniciativa contra los dreamers, o adoptara los acuerdos
ejecutivos que dispersan familias de migrantes –niños inclusive, cuyo destino se halla
sujeto a “investigación”–, o amenazara con medidas fiscales si el de aquí no frenaba el
flujo migratorio, o calificara como criminales a los migrantes de origen mexicano.
Si las cosas que ya no son como antes para el gobernante norteamerica-
no, tampoco lo son para el mexicano. La diferencia es notoria entre las cosas que
pensó y proclamó el candidato, hoy presidente, cuando reivindicó la dignidad de los
migrantes y reclamó al vecino poderoso el trato que se les infligía, ofreciendo que
pondría su autoridad al servicio de un nuevo trato: humano y generoso. Las cosas
ya no son como las ha observado la representación consular mexicana, ni como las
han mirado los analistas y los periodistas que siguen de cerca el difícil tránsito de
los migrantes y su retorno a México en espera de que se resuelva su porvenir.
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TRAN SF IG URAC I ÓN
conversar con ellos; apenas cruzó algunas palabras, silenciadas por el tapabocas.
Ni hablar de entrevistas de prensa. Bien que el mandatario conservara su modestia
característica. La investidura presidencial no necesita más. El mandatario puede
viajar con sencillez y representar sin mayor aparato a ciento treinta millones de
mexicanos, embelesados por ese rigor franciscano.
En el único día completo de su visita a Washington, nuestro mandatario rindió
honores a los próceres de ambas naciones, celebración que sí fue como las de antes,
y escuchó elogios y diatribas de migrantes y connacionales callejeros. Seguramente
fueron más intensos los elogios, a los que pronto se sumaría el discurso de su anfi-
trión. Por fortuna, éste se deshizo en alabanzas hacia su huésped –como el huésped
hacia su anfitrión– y exaltó la magnífica contribución de los migrantes de origen mexi-
cano a la vida y el desarrollo de los Estados Unidos. Quienes lo oímos a través de la ra-
dio o la televisión escuchamos extrañados –y conmovidos– esa amable convicción. Y
desde luego conocimos los elogios que se tributaron mutuamente ambos presidentes,
prenda de amistad que será perdurable y que esperamos se refleje en los hechos de
nuestra relación bilateral: quiero decir, la relación entre los países, no sólo entre los
flamantes amigos. Por cierto, ojalá que el afecto que el liberal mexicano tiene hacia el
conservador norteamericano se derrame igualmente hacia los conservadores de aquí,
que también son mexicanos (lo dijo Juárez; yo lo repito).
En suma, esta visita salió a pedir de boca, cualquiera que fuese la boca que la pi-
dió. Cada uno de los nuevos amigos obtuvo lo que podía desear conforme a su agenda
particular. De eso no hay duda. Lo que no me explico, al cabo de esta transfiguración,
es por qué aún existe en algunos ciudadanos de nuestra sufrida república –ya desa-
graviada– un extraño sentimiento de frustración, cierto desconsuelo. Pero ya sabemos
que siempre velan antiguas amarguras, sean del neoliberalismo, sean de la reacción.
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E L IN E E N V I L O, 2 02 0
de las generaciones, de las ideas, de las pretensiones. Ha sido así –y así será– que
reconstruimos el cauce e inventamos los instrumentos de la democracia.
Habíamos concentrado facultades en unas manos poderosas, que finalmente
se abrieron, de grado o por fuerza. Tomaron su lugar esos nuevos instrumentos lla-
mados a recoger y garantizar la pluralidad social y política, la tolerancia ideológica,
el flujo de las voluntades en un nuevo pacto –el pacto nuestro de cada día– que
asegurase el territorio ganado en un siglo de transición. Era natural que en el pa-
sado el poder omnímodo retuviera la organización y la calificación de los procesos
electorales. Y también fue natural que la nueva sociedad, alterada y exigente, pro-
dujera formas novedosas de acreditar la voluntad política de los ciudadanos. No la
de un caudillo iluminado o la de una facción que se asume como coro del tirano –de
antigua o nueva factura–, sino la voluntad de la nación plural y liberada. El voto de
uno fue relevado por el voto de todos. Cuidemos de que no se arrebate de nuestras
manos esta conquista histórica.
Me referí a los instrumentos que aseguran el paso firme de la democracia.
Uno de ellos es el Instituto Nacional Electoral, organismo que administra los proce-
sos electorales, sorteando peligros, venciendo recelos, atrayendo voluntades. Otro
es el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que resuelve disputas y
asegura la legitimidad del proceso político. Son criaturas de este tiempo. Tienen en
su haber un buen desempeño, cumplido contra viento y marea. Han asegurado la
marcha civil, que no puede detenerse, ni desviarse, ni claudicar, ni volver atrás. Pese
a que hoy soplen de nuevo los vientos del pasado.
El Instituto Nacional Electoral ha sufrido embates de quienes desean doblar
su autonomía, usurpar su función de garante –y la del Tribunal–, alimentar codicias
y desandar el rumbo de la historia para andar su propio camino. Hemos sido testi-
gos –a menudo silenciosos– de esas arremetidas. La gran paradoja es que muchos
ataques, en alta voz y en la plaza pública, provienen de quienes alcanzaron el poder
gracias al esmero del Instituto, que asumió el único compromiso que debe reconocer
en su raíz, en su ejercicio y en su destino: el limpio compromiso con la democracia.
Esta reflexión –la de un ciudadano, entre millones– viene al caso porque hoy
trabaja la República en la integración del Consejo General del INE. La composición
de ese Consejo, su desempeño, su honor y su prestancia son factores decisivos para
ahuyentar los riesgos que enfrente nuestra democracia. Hay obstáculos en el camino:
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D OS PE RL AS E N L A M I SMA CO NC H A
En los últimos días –pero no son los últimos– hubo nuevas manifestaciones
del síndrome del marqués. Aquí las identificaré como perlas en la concha de las
infinitas ocurrencias. Serían risibles si no fueran temibles; divertidas si no fueran
ominosas. Sólo me referiré a dos perlas cultivadas en el fondo de la concha pro-
lífica. Una se relaciona con el escarnio de libertades y derechos que asomaron
sin licencia del supremo gobierno. La otra, con el coro que pretende asegurar la
obediencia de los vasallos.
Bajo el título “Contra la deriva autoritaria y por la defensa de la demo-
cracia”, treinta mexicanos intrépidos expusieron sus observaciones y sugerencias
sobre la marcha actual y futura de México. ¡Vaya pretensión! Treinta se dirigieron
a ciento veinte millones. Entre aquéllos figuran científicos, artistas y periodistas
que tienen en su haber un prestigio bien ganado y han aportado a la nación su
talento y su desvelo. No ocultan sus nombres ni sus convicciones, exponen sus
críticas y convocan al ejercicio de derechos consagrados en la Constitución, que
no es un libelo de anarquistas.
Hubo reacción inmediata, que engendró la primera perla de la concha.
Quien se dijo –no hace mucho– el presidente más injuriado en la historia de Mé-
xico, se convirtió en iracundo injuriador. Movido por la afrenta, elevó el pendón
de la intolerancia y condenó a los autores del manifiesto. Lo hizo desde la más
alta tribuna y con lujo de medios para enterar al pueblo sobre la maldad de esos
autores. Les imputó “falta de honestidad política e intelectual, manifestada en el
mismo contenido de su proclama”, es decir, en la exigencia de un cambio de rumbo
al amparo de las libertades constitucionales. Les atribuyó –para que lo sepa el
pueblo agraviado– la pretensión “de restaurar el antiguo régimen, caracterizado
por la antidemocracia, la corrupción y la desigualdad”, que son los cargos que se
hicieron para animar venganzas en la etapa más violenta de la Revolución France-
sa. Sin embargo, en un gesto compasivo el crítico de los críticos habló de la “pena
ajena” que le produjo la aspiración de los treinta ciudadanos, que no le sugirie-
ron, por cierto, enfrentar con “pena propia” la debacle causada por los errores del
“buen gobierno”.
Algunos ofendidos por el manifiesto increparon a los autores en un punto
específico: la sobrerrepresentación de la bancada mayoritaria en la Cámara de
Diputados. Esa representación abrumadora –adujeron– es el fruto de “la votación
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D OS PE RL AS E N L A M I SMA CO NC H A
democracia en los procesos electorales, lleve adelante –tope donde tope, pese a
quien le pese– la tarea que tiene en sus manos. Esta incluye, por cierto, preservar el
proceso electoral frente a guardianes inesperados.
Ya basta, insomne duende del marqués. Ya basta, animoso coro obsecuente.
LOS ADIOSES *
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¿POR QUÉ? *
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VIVIR A LA INTEMPERIE *
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V IVI R A L A IN TEM P ERI E
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se abre como realidad y como destino. Mientras llega para quien lo merezca, los que
no lo merecen se hallan a la intemperie y prueban el fuego en carne propia.
Los sobrevivientes escuchan: “no habrá cambio de estrategia”. Es decir: ya te-
nemos una, que no variará. Habrá más de lo mismo. Pero ¿cuál es esa estrategia que
no rinde los efectos prometidos, destruye instituciones –policía federal–, desatiende
otras –policías locales–, atrae situaciones indeseables –militarización de la seguri-
dad– y encomienda la seguridad a la conciencia de los infractores y sus progenitoras?
En fin, mientras la estrategia da de sí, el fuego cunde. Y nosotros seguimos a
la intemperie. Pero los fuegos de artificio amenizan la existencia.
Todas las horas son horas de la educación. Deseo éxito a quienes tienen en
sus manos –en la nación y en las familias– la educación de los mexicanos. Pero el
panorama es sombrío. En él militan dos adversidades: la abismal desigualdad, que no
hemos corregido, y el gran viraje de la educación, para el que no estamos preparados.
Recibimos la pandemia con las modalidades que impone la desigualdad im-
perante. Una recepción “a la mexicana”, colmada de vicisitudes. Sobre ella estamos
redefiniendo el porvenir. La moneda está en el aire. ¿Cómo caerá? Hay pronósticos
fundados. ¿Cuál es el suyo, amigo lector?
La educación es factor de una sociedad democrática, favorece la capilaridad
social, dota de oportunidades a quienes llegan al mundo sin ellas, uniforma la suerte
de los ciudadanos para que sean compatriotas. Habíamos avanzado, lentamente.
Ahora podremos retroceder con celeridad. Bajo el viento de la desigualdad, la pan-
demia compromete el porvenir de la nación. En este marco, la educación deviene un
asunto de fortuna, más de lo que fue.
Millones de niños se verán desalentados por la carencia de medios para en-
trar, bien equipados, a la lucha por la vida. Me refiero a una vida genuina, no sólo
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E D UCAC IÓN Y D E SIG UAL DAD : EL P O RVENI R EN JU EGO
supervivencia. Muchas familias no cuentan con los recursos que les permitan lle-
var adelante, en serio y con eficacia, la educación que requieren sus hijos. ¿Cómo
pretender que haya educación para todos, cuando no todos tienen los medios
para recibirla?
Las condiciones materiales en un buen número de viviendas, las circunstan-
cias en que se desarrolla la convivencia familiar, las diversas necesidades de los
niños que forman parte de una misma familia y las múltiples presiones que gravitan
sobre ésta, complican el desarrollo de los programas educativos. Añádase la nece-
sidad de que los jóvenes aporten recursos a su familia, oprimida por la incontenible
declinación de la economía, que se insiste en negar. He ahí la constelación que cons-
pira contra el viraje efectivo y radical de los procesos educativos.
La desigualdad prevaleciente está abriendo grandes fisuras en nuestra socie-
dad. No cerrarán en mucho tiempo. Había más de “un México”. Éramos y nos sabía-
mos diferentes. Y ahora el drama de la educación profundiza las diferencias entre
los mexicanos y el abismo que separa a los vulnerables de los afortunados. Seremos
conciudadanos, pero no necesariamente compatriotas ¡Cuidado!
Entramos a la pandemia en condiciones de profunda desigualdad. Ciertas
acciones de gobierno inciden en la mirada que se dirigen las fracciones –o, mejor
dicho, las “facciones”– de la sociedad. No hay certeza sobre el tránsito que segui-
mos, sus estaciones y su puerto de arribo. Pero sabemos, eso sí, que al salir de la
pandemia se habrá agravado la desigualdad que padecemos. Será la peor herencia
de la pandemia: siembra de pobreza en la tierra yerma. En fin, injusticia. ¿Seremos
otra sociedad? No, seremos la misma, con nuevas y graves complicaciones.
Bajo el imperio de acontecimientos que no controlamos, con fracturas so-
ciales y entre fuerzas encontradas, pretendemos reconstruir la nación y sus insti-
tuciones. La desigualdad jugará un papel decisivo en este proceso. Disminuiría su
influencia si pudiéramos forjar un nuevo pacto social. No digo un catálogo de ilusio-
nes, sino un verdadero acuerdo nacional que alivie la situación en que nos hallamos
y prevenga la que se avecina.
Pero la posibilidad de alcanzar ese pacto –y más: la necesidad de lograr-
lo cuanto antes– no está en la agenda de los factores de poder que disputan la
nación. El discurso en la tribuna mayor va en otra dirección. La salud y la educa-
ción importan menos que la obsesiva concentración y retención del poder. En la
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¡ARDE LA CASA! *
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¡ ARD E L A CASA !
también es verdad que para rescatar la ley y la decencia se debe actuar bajo el
imperio del Estado de Derecho, sin convertir la justicia en un circo ni a sus practican-
tes en actores de una farsa. El palacio de la justicia no debe ser una carpa montada
para el solaz de la política.
Las representaciones clásicas de la justicia la muestran como una figura se-
rena y poderosa, alejada del odio y el capricho, sus adversarios naturales. Pero
también existen otras representaciones: Orozco las dejó en los muros de la Supre-
ma Corte. Elijamos entre ambas para saber qué justicia pretende la mano poderosa
que mueve la ira y los reclamos. Hubo alocados reivindicadores que primero incen-
diaron la pradera y luego perecieron entre las llamas: recordemos a Savonarola, en
la hoguera de Florencia.
Hace veinticinco años denuncié la errónea reorientación de la justicia penal.
No he cesado de impugnarla, en múltiples foros y publicaciones. Trajimos “institu-
ciones” peligrosas que podían infectar la justicia y conducirla al despeñadero de los
arreglos y las vindictas. Abrimos la puerta a negociaciones que la ponen a merced del
mercado, sometida a convenios y caprichos, engañando a la sociedad con supuestas
ventajas prácticas. Entre esos fraudes figura un extremoso principio de oportunidad
que suplanta la justicia con oscuros arreglos en los que domina la fuerza del pode-
roso. Los arreglos se lubrican con la deserción de antiguos criminales convertidos en
socios de la justicia. Son payasos de circo (dicho sin agravio a estos profesionales)
que suplantan con cinismo la majestad de la justicia.
Al final del siglo XVIII, el insigne reformador César Beccaria arremetió con-
tra el sistema penal que incurre en crímenes para perseguir a criminales. Ofrecer
impunidad al delincuente que descubra a sus compañeros significa “que la nación
autoriza la traición, detestable aun entre los malvados”, y el poder público que la
alienta “hace ver la flaqueza de la ley, que implora el socorro de quien la ofende”.
Beccaria pudo recordar el destino natural de los traidores, anunciado por el Dante:
el más profundo círculo del infierno. ¿Acaso el Estado no tiene la fuerza moral y
jurídica y los recursos humanos y técnicos para hacer justicia sin claudicaciones?
Vuelvo a las llamas. Duele y avergüenza que el fuego comprometa la vigencia
del Estado de Derecho. Pero también es motivo de dolor y vergüenza que en la supre-
ma magistratura de la nación, donde debiera encarnar la figura gallarda del gobernan-
te, se cambie la función de estadista por el papel del gerente de carpa que convoca
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E N CUE STA PARA HAC ER JU STI C I A
como actriz de reparto en el teatro de las ambiciones políticas. Menos aún, cuan-
do esto atropella derechos humanos.
La impunidad repugna al Estado de Derecho. La padecemos. Sus índices
son alarmantes, pese a la promesa de abatirlos. El gobierno debe asegurar la apli-
cación de la justicia a quienes atentan contra la paz, la seguridad, los intereses y
el patrimonio de la nación. En esto no debe haber vacilación o tardanza. Por eso
campea la justicia sobre majestuosos pedestales –inactiva y silenciosa–, con una
balanza para ponderar las culpas y una espada para sancionar a los culpables. Y
para eso tenemos una Constitución y unas leyes que fijan el procedimiento para
que operen la balanza y la espada. Si es así, bien; si no, muy mal. Mal, porque hun-
diría a la República y mellaría los derechos de los ciudadanos, inclusive de quienes
cedieran a la demagogia. Que se haga justicia, pues, bajo el imperio del Derecho,
no bajo el apremio de un aprendiz de emperador.
Se pretende una consulta pública, cuyos resultados ya festejan sus promo-
tores, para saber si se debe aplicar la ley a ciertos exfuncionarios. Diga usted: “sí”
o”no”. En los términos en que se plantea, esa consulta recuerda las prácticas medie-
vales de la “inquisición general”: vayamos a todos los caminos, busquemos culpa-
bles y encendamos las hogueras. Quienes lo proponen, olvidan cuáles son los temas
que pueden someterse a consulta. Tampoco recuerdan –leer la Constitución curaría
su amnesia– las disposiciones constitucionales acerca de la persecución penal. No
compete a una asamblea encauzada por la demagogia. Ni a remedos de los comités
de salud pública que montó la Revolución Francesa. Ni a espectadores iracundos
que colmaron estadios reclamando “¡paredón! ¡paredón!”. No basta con acumular
firmas en papeles desplegados por la ignorancia y la venganza.
Por fortuna hay normas que prevén los términos de un procedimiento penal
y se cuenta con un órgano facultado para realizar investigaciones de este carácter,
que no se sujeta a clamores desbordantes y pretensiones electorales de un caudi-
llo al que se le mueve el piso. Aquellas normas constan en la Constitución y ese
órgano goza de autonomía. Por supuesto, la iniciativa de formalizar un espectá-
culo vindicativo propio del Coliseo romano, podría arrojar beneficios electorales.
De eso se trata, no de hacer justicia. No hay error o inadvertencia, sino deliberada
intención. Ojalá que los convocados a esta farsa se pongan en guardia frente a la
demagogia. No naveguemos en estas aguas.
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Pero además existe una firme esperanza: la recta actuación de los magistrados
de la República. Estarán llamados a resistir los amagos del poder, como los famosos
jueces de Berlín, baluarte del justiciable frente al asedio del emperador. Para eso son
los ministros que comparten con el Ejecutivo la gran Plaza de la Constitución.
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L A CON SULTA, APE RITI VO ELECTO RA L
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¿QUÉ PASA? *
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¿ QUÉ PASA?
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expuesto puntos de vista críticos sobre las políticas de aquél y han argumentado con
razonamientos que ofrecen al juicio de sus conciudadanos, como es propio de una
sociedad democrática. En suma, discrepan, difieren, se alejan del pensamiento oficial
dominante. Mala suerte para éste, y buena para los ciudadanos que tienen a la vista
dos versiones de la realidad –cada una con sus propios argumentos– para ilustrar sus
propias conclusiones. En suma, democracia.
Pero este no ha sido el único suceso desafortunado –por usar un eufemis-
mo– que se presentó en estos días (el único, quiero decir, en este orden de cosas,
porque desafortunados ha habido muchos en distintos ámbitos). Puesta en rotación
la rueda del poder, que suele ser abrumadora, como lo fueron las ruedas de tortura
medievales, se hizo a Krauze y a Aguilar Camín una recomendación: “cambiarse de
país” (El Universal, 12 de septiembre de 2020). No se trató de una invitación irresisti-
ble, sino de un “consejo fraternal”. Si la recomendación de mudanza viniera de cual-
quier compatriota --o de una agencia de viajes o de un promotor de inmuebles en
el extranjero--, podría ser admisible, pero dudo mucho que lo sea cuando proviene
de un funcionario de alto rango en la pirámide del poder público. Krauze respondió
como debía: “No me iré nunca”.
Regreso al principio de esta nota: ¿qué pasa en México, más allá de la pan-
demia, la inseguridad y la economía? ¿Qué pasa con las libertades elementales de
los ciudadanos? ¿Qué pasa con el derecho a la expresión franca y libre del pen-
samiento, que entraña el respeto a la diversidad de pareceres? ¿Cómo es posible
que el Jefe del Estado distraiga su tiempo y convoque a sus gobernados para pre-
sentar el estado que guardan algunas publicaciones, cuyos responsables se han
separado del pensamiento oficial? ¿Cómo se puede invitar a un mexicano –desde
algún punto de la estructura del poder– a callar sus puntos de vista o abando-
nar su país? ¿Llegará el día en que una invitación a viajar entrañe una amena-
za por no hacerlo? ¿Veremos la quema de los libros de los discrepantes en una
hoguera oficial! En fin, ¿qué pasa? ¿Democracia, que va para mayor libertad, o
autoritarismo, que va para tiranía?
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NO SE NOS DESHARÁ LA PATRIA, ¿VERDAD? *
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ocultan el incumplimiento en el primer deber del Estado: seguridad para los ciuda-
danos. El Estado, en camino de ser fallido, se ha visto suplantado por instancias
criminales que asumen funciones de gobierno.
En este paisaje la respuesta oficial es la misma de siempre: ninguna. O bien, pa-
labras, palabras, como en el Hamlet de Shakespeare. Y algo más: imputación de culpas
a todos, menos a quien tiene en sus manos el timón que conduce la nave. El conductor
es inocente e impoluto. Puede adornar con una sonrisa el discurso que arremete con-
tra los adversarios –audaces ciudadanos que quieren pensar por su cuenta–, culpa-
bles de los males que cunden y del fracaso de las medidas que debieran resolverlos.
En todos los tonos se ha propuesto la revisión del camino. Ninguna sugeren-
cia mereció reflexión y respuesta. Prevalece un dogma: “No hay más ruta que la mía”.
Me temo que no habrá alternativa, pese al optimismo que ciframos en la capacidad
de rectificación de un gobierno que se presentó como liberal y democrático. Hay algo
en sus genes que no cede: rencor social, resentimiento, ignorancia de la realidad,
rechazo de la concordia.
Sin embargo –terca esperanza– no se deshará la Patria. ¡Verdad de Dios!
¡Viva septiembre!
¿PUEDE PARAR? *
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¿PUE D E PARA R?
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Más allá de nuestra frontera se ejerce con holgura (y en inglés) la crítica al gobier-
no mexicano. Si se habla allá, es probable que no haya aquí la más leve reacción
que ofenda o intimide a los críticos, aunque éstos se pongan “pesados”. Tenemos
una costumbre gallarda para sortear las arremetidas que recibimos desde aquel
lado: “amor y paz, suave, suave”. Esta es harina de otro costal.
DIFIERO *
Esta es la segunda versión de este artículo. La primera, sugerida por una ex-
pectativa que naufragó en la mañana del 1º de octubre, consideraba un escenario
diferente del que prevaleció en la tarde. Al cabo de una jornada histórica, la Suprema
Corte consideró constitucional la extravagante solicitud del presidente de la Repú-
blica para enjuiciar (se dijo finalmente: investigar) a diversos actores políticos (la
solicitud se refería a “expresidentes”). Hubo cambios relevantes en la fórmula final-
mente acogida por el Tribunal con respecto a la sometida por el supremo gobierno.
Aún así, disiento de la decisión. Los motivos de mi discrepancia van más allá de la
redacción de una fórmula. Tienen que ver con el fondo, que es abismal. Creo que la
decisión que acoge las pretensiones del solicitante abre la puerta al abuso del poder.
A mi juicio, no ampara al Estado de Derecho, sujeto a insólitas y flagrantes presiones.
En un tiempo se opinó que el Poder Judicial, uno de los actores en la doc-
trina de Montesquieu, carecía de la pujanza de los otros poderes, majestuosos e
irresistibles. Pero ha pasado mucha agua bajo el puente. Hoy día, los tribunales
constitucionales se han elevado como custodios del Estado de Derecho, garantes
de la Constitución y los derechos humanos, contrapeso de los otros poderes cuan-
do éstos militan contra los derechos y las libertades. En México hemos observado
esa militancia. Muchos tribunales han resistido el asedio. Les ha costado invectivas
y reconvenciones. La resolución que es materia de este artículo parece iniciar un
nuevo camino, con inquietante destino.
130
D I F I E RO
Recuerdo una anécdota sobre la misión del juez frente al poderoso. El rey
de Prusia, Federico II, pretendía apoderarse de las tierras de un molinero. El mo-
narca previno al ciudadano sobre las consecuencias que habría si se oponía a sus
designios. “Eso ocurriría –repuso el molinero– si no hubiera jueces en Berlín”. Los
hubo. Pusieron a salvo el derecho del molinero. En mis artículos periodísticos y en
otros foros me he referido a la solicitud de consulta que sometería el imperio de la
ley a la votación de la muchedumbre, arrollando derechos humanos, instituciones
civiles y progresos democráticos. El solicitante dijo que el más alto tribunal debía
atender el “sentimiento del pueblo”. Esta expresión nos traslada un siglo atrás,
cuando el nazismo se valió del “sano sentimiento popular”, inscrito en el código
penal del Tercer Reich, para perseguir a sus “adversarios”. Además, el promotor de
la consulta advirtió que si la Corte no atendía su petición promovería una reforma
a la Constitución –que prometió cumplir cuando inició su mandato– para eliminar
las fronteras opuestas a sus pretensiones; es decir, si lo que pretendo es inconsti-
tucional, modificaré la Constitución. Esta prevención fue indebida y amenazadora.
Me atengo a la decisión de la Suprema Corte, pero disiento de ella. Reconoz-
co que en el curso de la deliberación se alivió la redacción inaceptable que propo-
nía el Ejecutivo. Aún así, disiento. Lo hago con respeto y convicción. Además, con
profunda preocupación. Para ello invoco las razones jurídicas que he manifestado
en diversas ocasiones y que tienen que ver con la incolumidad de los derechos
humanos y el respeto a las instancias constitucionales. Pero también menciono
la circunstancia en la que se planteó el exabrupto presidencial: una circunstancia
política de frecuente agravio al Estado de Derecho, acosado por la demagogia: la
justicia es ella y su circunstancia. El poder político marchará sin obstáculos. Levia-
tán sigue navegando.
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¿ HAY QUE E N C E N D E R LO S FA RO LES
superior al desorden que ya padecemos. Más que cesar en el cargo, lo que esperan
muchos ciudadanos exasperados es que su titular lo ejerza con pulcritud, serenidad
y ecuanimidad para bien de todos los mexicanos. Todos quiere decir todos, no una
fracción o una facción.
Y visto el asunto desde una perspectiva material, no se puede ignorar que la
manifestación –de cien, mil, diez mil o cien mil– refleja el malestar de un creciente
número de ciudadanos (conservadores o no) que se consideran injustamente tratados
y se dicen atacados por el discurso y el desempeño del presidente. Reciben la sonrisa
desdeñosa del Ejecutivo, pero no corresponden con la suya. Si fueran “buenos cristia-
nos”, quizás pondrían la otra mejilla, pero no quieren hacerlo. ¿Qué lección recibimos?
Hace tiempo escuché una anécdota atribuida a Carlos Madrazo, político
tabasqueño de buena cepa. Señalaba que si el pueblo dice que es de noche, hay
que encender los faroles, aunque sea mediodía y el sol resplandezca. Me temo que
un sector del pueblo –un sector que sí existe, aunque el presidente lo aborrezca
y lo repudie– está diciendo que la noche ha llegado. Ojalá que el “sereno de la es-
quina” comience a encender los faroles. La prudencia lo recomienda (además de la
convicción democrática y el espíritu republicano).
Y AHORA, FIDEICOMISOS *
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Y AHORA, F I D E ICO M I SO S
¡AL DIABLO! *
Debí titular este artículo: “Al diablo con sus instituciones”. Pero no quise
empañar mi columna con una expresión equívoca. La que utilizo sugiere lo mismo
que aquélla: una condena al averno. Condena que entraña una grave intención
si proviene de un gobernante. Conviene reflexionar sobre esa expresión –¿ese pro-
pósito?– y las consecuencias que ha tenido.
En 2006 una voz se elevó en el Zócalo, iracunda y premonitoria: “Al dia-
blo con sus instituciones”. ¿Qué instituciones irían al infierno? Obvio: las que no
acompañaron el supuesto triunfo electoral del orador. Pasó el tiempo y volvimos
al trance electoral. Al cabo, funcionaron las mismas instituciones e iniciamos el
sexenio 2018-2024. Un itinerario poblado de incertidumbre.
¿Qué fue de aquella proclama? ¿Fue sólo un exabrupto? ¿Descendió a la re-
gión del Hades donde reposan los discursos exuberantes? Hay quienes la analizan
y dicen, para serenar el ánimo: corajuda, pero inocua. Y hay quienes suponen que
la proclama correspondió a una convicción y a un proyecto. Se cumpliría cuando
estuviera en la mano de quien la profirió. Esta posibilidad llegó en 2018, cuando las
instituciones amenazadas confirmaron el triunfo del orador de 2006. Comenzó la
transformación e iniciamos un proceso: la desinstitucionalización de la República.
Y más: de la Nación.
¿Cómo hemos caminado? El “Poder Ejecutivo” –una institución, por supuesto–
ha girado ciento ochenta grados, para satisfacción de alguno y alarma de muchos. No
sólo el estilo; también el contenido y la pretensión. ¿Cuál es la desembocadura del
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giro autoritario? Las instituciones que encarnan los controles del poder omnímodo,
las que frenarían el desbordamiento ¿se han ido al diablo? O bien, ¿se pretende que
vayan? Lo que se ha procurado –difícilmente habría duda– es reorientar la marcha
de los controladores en la dirección que resuelva el poder omnímodo. Los pasos en
la azotea han tenido la intensidad que sabemos. La tiranía de la mayoría comien-
za los estragos en su propia casa legislativa y pretende “reorientar” otros ámbitos.
Los órganos autónomos sufren la embestida. Se hallan en la mira, explícita-
mente. Algunos viajaron al averno. Otros están cercados: el discurso y el presupues-
to operan sobre ellos. Son candidatos a “irse al diablo”, llevándose muchas ilusiones
democráticas. En la misma dirección transitan varias instituciones de ciencia y cul-
tura que recibieron boleto para el traslado e iniciaron la marcha. Es manifiesta la
animosidad contra ellas.
Agreguemos: hoy existe una enorme interrogante sobre el destino que el po-
der omnímodo asigna a las Fuerzas Armadas –institución garante–, que desarrollan
la actual etapa de su historia sobre un terreno incierto y movedizo. Hay un enigma
y abundan las especulaciones. ¿Qué futuro prevé para esa institución el orador del
2006, que ahora es su jefe supremo y también presidente de los Estados Unidos
Mexicanos? Es jefe militar, cierto, pero lo es porque se le invistió con la calidad de
conductor civil. En nuestra historia ha sido muy compleja –por decir lo menos– esta
inevitable dualidad.
Las Fuerzas Armadas han recibido encomiendas que desbordan sus atribu-
ciones naturales. Ocuparon espacios del orden civil. Actúan en múltiples frentes.
Pudiera haber más. Pero hoy se encuentran sujetas a una presión inesperada y do-
lorosa, que gravita sobre la institución y sus integrantes. Hay desasosiego. Conducir
esta institución requiere una gran lucidez. Es probable que muchos se pregunten, in
pectore, ¿hacia dónde? Sólo podemos decir: no hay otro camino ni otro destino que
los que fija la Constitución. ¿No es así, presidente? Volvamos a ellos.
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¿SERENIDAD Y GENEROSIDAD, PRESIDENTE? *
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¿ SE RE N I DAD Y G E N E ROSI DA D, P RESI DENTE?
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V IOL E N C IA A F L OR DE P I EL
Padecemos la violencia a flor de piel. Tiene varias fuentes. Hay crimen desde
el abismo que mencionó Vargas Llosa. Además, existe protesta colectiva, provocada
por agravios a la sociedad. Y también avanza el descarrilamiento político, prohijado
desde la cumbre del poder. Todo incide en la gobernabilidad democrática y com-
promete el futuro.
La violencia opera contra ciudadanos que salen de sus hogares sin la confian-
za de regresar. Abordan el transporte y se encomiendan a su suerte. Miran de reojo
el gesto de sus vecinos. Pretenden no escuchar la provocación. Observan con temor
el paso de los policías y el torrente de manifestantes iracundos que exigen el paraíso
prometido. Pero éste no ha llegado ni llegará.
No siempre vivimos hostigados por esa violencia. Hubo sangre y quebrantos,
pero no poblaron la vida del país ni colmaron las noticias. No eran el tema dominan-
te en el hogar. No acecharon frente a nuestra casa y a la vuelta de cada esquina.
No amenazaban la vida de la nación. No veíamos legiones armadas usurpando las
funciones del Estado y limitando la libertad. La República fue el destino feliz de
vacaciones familiares, no el sepulcro de cadáveres descuartizados. ¿Cuándo y cómo
perdimos el rumbo?
Hoy somos una sociedad insomne. Marchamos en el camino de ser una co-
munidad de combatientes o de fugitivos. Frente a este riesgo que ensombrece la
esperanza, es indispensable recuperar el terreno perdido y evitar nuevas derrotas.
Hay que detener la costumbre de la violencia que se ha apoderado del país.
Pero el retorno a la civilidad no llegará fácilmente. Tiene condiciones. Una,
restauración del Estado de Derecho: un genuino “estado de derechos” de los ciu-
dadanos, ejercidos con plenitud, y de deberes de las autoridades, cumplidos con
pulcritud. Otra, justicia que devuelva a cada quien lo suyo: dignidad, expectativas,
destino. Una más, reconocimiento de las demandas legítimas, cuya desatención pro-
voca enfrentamientos que aniquilan la concordia: el reclamo de las mujeres, de las
víctimas del crimen y la injusticia, de los vulnerados por la pobreza y la enfermedad.
Además, el retorno a la civilidad exige una reconsideración en el ejercicio
del poder. Pronto y a fondo. Las manos que lo administran y las palabras de quie-
nes lo ejercen han promovido el encono y la violencia. La ha propiciado quien debe
evitarla: el Ejecutivo de la Unión. Esto entraña una enorme irresponsabilidad. Aún
podemos ensayar otro método de entendimiento, que no nos agreda y disperse.
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Hay que decirlo de nuevo, a voz en cuello. Antes de que sea demasiado tarde y
la violencia herede nuestra tierra. Aguardan los demonios “empozados” y rondan
otros diablos emergentes. A la puerta de nuestra casa: la de cada uno, la de todos.
La suya y la mía, amigo lector.
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UNA E L E CC IÓN “ EJEM P LA R”
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Hay quienes ascienden al poder con aureola de legitimidad. Con ella ampa-
ran su conducta y enfrentan la crítica. Pero no basta la legitimidad de inicio, como
no bastan los primeros pasos para recorrer un largo camino. Hay otros datos para
valorar la legitimidad de un gobierno refugiado en aquella bandera. La legitimidad
tiene tres dimensiones: origen, gestión y resultados. Las tres definen la legitimi-
dad integral de un gobierno y, por supuesto, de quien lo preside. Apliquemos estos
conceptos a nuestro caso.
Parece claro que el conductor de la nave empuñó el timón con legitimidad de
origen. Asumió su inmensa responsabilidad montado en el desprestigio de las admi-
nistraciones precedentes y provisto con la esperanza de un amplio sector de la po-
blación. Sus cifras electorales –los números de 2018– desbordaron las predicciones.
Fulguró la legitimidad de origen y el redentor asumió la enorme tarea de
complementarla con legitimidad de gestión. Asegurarla constituía su horizonte in-
mediato, además de su inexorable deber. Para ello, la nación puso en sus manos
un doble beneficio: de la confianza, entregada generosamente, y de la duda, que se
concede a quien apenas inicia una encomienda.
Tras las primeras palabras del ungido, que parecieron alentadoras, llegaron
las segundas –acompañadas de las accione– que generaron desconcierto. Menu-
dearon los tropiezos y las decisiones fulminantes y arbitrarias, aunque estas cali-
ficaciones no fueron unánimes. Comenzó a cuestionarse la legitimidad de gestión.
En respuesta, el gobernante sembró la división entre los ciudadanos: de un lado,
los partidarios (“nosotros”); del otro, los “adversarios”, culpables de los males del
pasado y de los avatares del presente. Ese fue el argumento para justificar un
desempeño azaroso. Pronto se ensombreció la legitimidad de gestión.
Ha pasado el tiempo, suficiente para emprender un juicio sobre la tercera
manifestación de la legitimidad. Ya se puede medir la legitimidad de resultados
en la única forma en que es razonable hacerlo: con resultados. Obviamente. Es
verdad que este capítulo se halla en su primer tercio. Buenos golpes de timón y
de razón podrían modificar su rumbo. Pero malos golpes –que se advierten bajo el
144
¿ CÓM O E STÁ L A L E G I TI M I DA D?
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L A HORA D E L AS U RNAS
sociales. Empero, ya no se entenderá que los derechos de unos y sus ímpetus su-
premacistas implican menoscabo o pérdida de los derechos de otros, condenados
a mantenerse en la sombra.
Si bien es cierto que en la contienda electoral norteamericana subió al es-
cenario el contraste entre ideas y proyectos, también lo es –y más todavía, por los
factores de emoción o sentimiento que conducen la mano de muchos votantes– que
en la decisión final operó el contraste entre la personalidad de los candidatos demó-
crata y republicano. Éste militó más como presidente, dueño del poder y la gloria,
que como verdadero candidato, solicitante de la voluntad de sus compatriotas.
El señor Trump ha exhibido rasgos que no son ajenos a otros países y a otros
gobernantes. Entre aquéllos rasgos figuran la prepotencia, el sectarismo, el afán de
remover rencillas y sembrar odio en el seno de una sociedad a punto de estallido.
Con talante y gesto mussolinianos, convocó a sus partidarios “duros” a dar batallas
que abrieron viejas heridas y provocaron nuevas. No tendió la mano, sino el puño,
a quienes diferían de sus puntos de vista y cuestionaban sus propuestas. Y logró,
con habilidad de aplanadora, atraer en su favor a quienes podían compartir temo-
res y resentimientos. En el calor de las elecciones, éstos fueron poco menos de la
mitad del electorado, pero constituirán una buena parte de los gobernados.
En contraste, el señor Biden procuró actuar con prudencia y mesura, tantas
que algunos partidarios desearon que se condujera con más energía frente al gla-
diador republicano. El discurso de Biden al proclamar su triunfo en una tribuna de
Delaware, la noche del sábado 7 de noviembre, ha sido un modelo de cordura y pa-
triotismo. Despejó el camino hacia la indispensable concordia, factor de gobernabi-
lidad en una sociedad verdaderamente democrática. Anunció el alba de un nuevo
tiempo, sembrando la esperanza. Se alejó de prejuicios y partidarismos impropios
de un buen gobernante. Inició la marcha, pues, con pie firme y conciencia despe-
jada. Ojalá que éstos prevalezcan en sus conciudadanos a lo largo de los próximos
días, que el contendiente derrotado colmará de saña.
Por supuesto, esta elección norteamericana es relevante para los mexica-
nos que hemos mirado el combate a muy corta distancia, en la geografía y en otros
extremos. Lo es porque habrá una inevitable redefinición en algunos aspectos de
la relación entre países, que podrá marcar el futuro: sobre todo, el nuestro. Lo es
porque constituye una lección muy viva y elocuente sobre el precio altísimo de
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¿QUÉ HACER? *
I
Sí, el título de este artículo es el mismo de una obra famosa cuyo autor se
preguntó por la forma de enfrentar la adversidad política. En nuestro tiempo y en
nuestra circunstancia, muy distantes de los de entonces, nos hacemos la misma
pregunta. Surge en los coloquios de amigos y colegas, en la sobremesa familiar, en
las aulas y los centros de trabajo, en las páginas de los periódicos, en las exigencias
que afloran con vehemencia. Su fuente se halla en la preocupación y la desesperan-
za, que cunden. Reclama una respuesta pronta y certera.
¿Qué hacer hoy y aquí, en México, en el tránsito entre 2020 y 2021? ¿Qué
hacer frente a la amenaza de un futuro que podría extremar –si nos cruzamos
de brazos– el abismo en el que hemos caído? ¿Qué hacer cuando se halla en el aire
la moneda que definirá nuestra suerte: democracia o autoritarismo? ¿Qué hacer
para detener el alud que rueda montaña abajo, llevando consigo nuestras liberta-
des y nuestras esperanzas?
Escuchamos intentos de respuesta, fruto de la ansiedad, la frustración o la
ira. Cada vez son más los compatriotas que reflexionan sobre las vías para remon-
tar los enormes problemas que nos oprimen, los errores multiplicados, la arrogancia
del poderoso, los extravíos de la autoridad, la mengua del Estado de Derecho. Se
multiplican las voces que solicitan frenos y contrapesos para impedir la concentra-
ción del poder, que avanza sin recato ni control. Es preciso, dice el clamor, recupe-
rar la razón y restablecer el imperio del derecho.
De acuerdo, hagamos lo que debemos hacer. Hagámoslo por el camino de
la ley, garantía de nuestros derechos y libertades. Alumbra en el horizonte una
oportunidad dorada: los comicios de 2021, hacia los que se dirigen muchas mira-
das. Esos comicios no relevarán al poder imperial, con aprestos de dictadura, pero
podrán fijarle fronteras y atemperar la irracionalidad con la razón y el arbitrio con
la ley. El pueblo llegará nuevamente a las urnas –con la experiencia de estos años
perdidos, el dolor de la desilusión– y en ellas se podrá fijar el rumbo de la nave,
extraviado en una errática travesía.
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Falta menos de un año para que decidamos nuestro destino en elecciones fe-
derales y locales. El tiempo corre de prisa y todavía no hemos establecido, mediante
un gran acuerdo nacional, la forma de encauzar la travesía y desembarcar en 2021
con nuevas decisiones políticas. Cada día cuenta en este calendario hacia la cordura
y la legalidad. ¿Qué hacer en ese tiempo angustiosamente breve, que el aparato del
poder procura copar con atracciones, distracciones, advertencias, amagos, presio-
nes tendientes a extraviar nuestra decisión y subyugar nuestro futuro?
A mi juicio, habría que aprovechar las pocas horas de las que todavía dispo-
nemos en un quehacer colectivo que requiere entusiasmo y diligencia, reflexión y
solidaridad. Además, por supuesto, honestidad y generosidad. Me refiero al que-
hacer político, entraña de esta sociedad, la civitas mexicana que debe ser recons-
truida. En esta primera nota he mencionado una convicción generalizada –que es
dura experiencia– y aludido a la necesidad apremiante de cambiar el rumbo y el
estilo. Reconozcamos la situación que prevalece, tengamos conciencia del males-
tar que se propaga, advirtamos la necesidad de replantear nuestra vida política
–y social– y busquemos una respuesta a la pregunta que puebla nuestro insom-
nio: ¿qué hacer? En la siguiente nota recogeré algunas sugerencias que formulan
muchos compatriotas.
¿QUÉ HACER? *
II
Hace ocho días formulé aquí una pregunta que agita la conciencia de millo-
nes de mexicanos, exasperados o desesperados, ciudadanos que reconocen la si-
tuación que padecemos y no se inclinan ante catecismos mañaneros: ¿qué hacer en
este tiempo sombrío? Sabemos que la errática conducción de la República agravará
nuestras dolencias, numerosas y crecientes. Urge encontrar soluciones que conven-
gan y convenzan. Mencionaré algunas, que muchas voces proclaman.
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¿ QUÉ HAC E R? I I
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D E VE RAS, ¿ L A PATRIA ESP RI M ERO ?
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En este año, que puede ser promisorio, resolveremos la nueva integración de la Cá-
mara de Diputados, hoy postrada a merced del Ejecutivo, y la composición de mu-
chas instancias estatales y municipales, acosadas por la hostilidad y el abandono.
Por ello, estas elecciones constituyen un acto de genuina emergencia para la pre-
servación de la democracia y la libertad en México.
Sabemos bien –y si no, lo estamos aprendiendo a golpes de infortunio– que
el Congreso puede y debe ser un contrapeso al poder omnímodo que se despliega
desde el Ejecutivo. Otro tanto deben ser la judicatura y los órganos autónomos.
Pero ahora no me ocupo de éstos, tan violentados, sino del Congreso, figura clave
de una democracia, que también puede serlo –si así lo resolvemos– de la democra-
cia mexicana. Ocupémonos del Congreso. Se ha dicho que en una sociedad política
cada poder del Estado debe operar como contrapeso de los otros, para evitar el des-
bordamiento de alguno, afianzar la buena marcha del conjunto y asegurar el cauce
de la democracia. Es obvio que eso no está sucediendo en México. El Legislativo
no es contrapeso, sino eco, reflejo, acompañante fiel y seguro del Ejecutivo: su
“compañero del camino”.
En julio de 2021 acudiremos a las urnas para renovar la Cámara de Diputa-
dos y otros órganos del poder. Entonces podremos “recomponer” aquella Cámara y
estos órganos para lograr, con la fuerza de nuestras razones y el poder de nuestros
votos, rectificar los desaciertos, moderar el autoritarismo, plantear el foro en el que
se escuche –de veras– la voz del pueblo y se ilumine su futuro. ¿Cuál habría sido
nuestra suerte en este par de años si hubiésemos contado con un Legislativo a
la altura de su misión republicana, que supiera decir “no” al poder imperial y “sí”
a los intereses del pueblo? En otras palabras: decir “sí” a México, mirando en los
muros la frase con la que inicié estas líneas: “la Patria es primero”.
No somos ingenuos. Para que ocurra este giro es absolutamente necesario
alcanzar un gran consenso nacional que se exprese en las urnas. Todas las candida-
turas –salvo las “independientes”, que hasta ahora no han influido mayormente en
la marcha del país– dependen de los partidos políticos. Son éstos quienes ungen a
los candidatos. Son éstos quienes cuentan con las estructuras formales que proveen
andamiaje eficaz a los electores. Son éstos quienes pueden comprometer sus pro-
pias voluntades, sumadas a las de una anérgica y diligente sociedad civil –hoy des-
organizada, amenazada, agredida–, para llevar a los comicios candidaturas exitosas
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D E VE RAS, ¿ L A PATRIA ESP RI M ERO ?
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