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Es el desierto, mi amigo.

—Nos quedamos sin agua—, dije, desesperanzado. Habíamos sobrevivido a la noche del
desierto con alrededor de tres cuartas partes del cuerpo en una zanja que cavamos a duras penas
mientras el sol se hacía pequeño y cada vez más naranja en el horizonte.

—Ni que decir de la comida—, agregaste, sobándote tanto los ojos que los dejaste sumamente
irritados. Bostezaste y tiraste los puños hasta los extremos de tus brazos estirándote como la
cuerda de una ballesta. Majestuosa.

Nada ya nos podía salir peor, pero nos equivocamos. Un predicador nos recogió del camino y
ofreció llevarnos todo el camino que el pudiera recorrer, claro, con la condición de no pedirle
ningún desvío ni ningún camino preferido. Por supuesto, aceptamos.
—¿De dónde vienen? Se les ve cansados... exhaustos—. Era evidente, el predicador tenía
curiosidad. Su buen corazón también conocía lo emocionante de descubrir una historia
prohibida, sucia y vergonzosa. Lamentablemente para él, no había nada de eso en lo que
pudiéramos contar, Sofia y yo solo estábamos hartos y habíamos decidido huir, con poco o casi
nada, solo conservábamos la ropa que teníamos puesta y nuestros zapatos estaban tan gastados
que podíamos sentir las piedras del camino a través de las zuelas. La vida había sido generosa
pero el precio que pagábamos era muy alto para continuar en ese lugar. Tener comida y techo
no era contrapeso alguno para los abusos perpetrados en contra nuestra.

—Era una granja de vacas, padre, nada cómodo para las vacas. Solo había flacas y malolientes,
con cara de asesinas. Esas vacas, cualquiera de ellas, si tuviera la mínima oportunidad de
asesinarte, no dudaría en hacerlo. En lo que a nosotros concierne esas vacas no conocen bien
alguno—. El motor de su camioneta hacia un ruido denodado que nos orillaba a alzar la voz más
de lo habitual al momento de hablar solo para podernos escuchar. La respuesta que Sofia
alcanzó a darle a nuestro generoso benefactor mobiliario cobro un tono sombrío y atemorizante,
con su correspondiente componente enigmático.

—¿Y a dónde van? —, alcanzó a preguntar, esforzándose por denotar indiferencia ante las
recientes declaraciones.

—¿Hasta dónde va, padre? —. Pregunté.

—Llévenos lo más lejos de aquí—. Enfatizó Sofia.

—Eso no será ningún problema, mi congregación me delegó cruzar la ciudad, recoger a alguien
y volver a mi parroquia—. El padre miraba con suma atención el camino, casi hablaba solo, con
el mismo, como alguien que repasa ordenes detalladas al más mínimo escollo mientras solo
comunica a su interlocutor los lineamientos generales de esas órdenes.

—Parece que nos tendrá encima la mitad de su viaje, padre, espero que no sea un problema para
usted—. El motor parecía enfurecido y las rígidas comisuras del padre no iban a edulcorar
nuestra travesía. Sofia tenía la receta perfecta para atravesar un momento como ese. Dormir.

Permaneció durmiendo gran parte del recorrido a lo largo del desierto. Durante su descanso vi
pasar grifos, patrullas de caminos, cruces y altares al pie del camino en memoria de personas
que fallecieron sobre la misma ruta que nos encontrábamos recorriendo. Yo no dormí. Me sentía
exhausto, la noche anterior no había sido reparadora conmigo, pero la desconfianza que me
provocaba este hombre de fe al volante era mayor que mi necesidad de dormir. No podía
quitarle el ojo de encima, ni mucho menos dejar de cuidar a Sofia. Quién me cuidaría sino ella,
si dejaba que algo le pasara.
—¿Tienen hambre? —. Al fin una pregunta inteligente.
—Me vendrían bien unos huevos, café, pan y queso. Esto me devolvería el alma al cuerpo —.
La segunda parte de mi respuesta cinceló un intento de sonrisa en el rostro de roca de nuestro
conductor.

—Sabes lo que quieres, muchacho, eso es bueno ¿qué crees que querrá ella? Conozco un lugar
cerca donde podremos comer algo—. Era media mañana así que decidimos esperar al almuerzo
para darnos un banquete.

El lugar preferido nunca apareció, el padre no dejaba de repetir cada media hora aparecerá
cuando rodeemos ese cerro. Mentiras.

Sofia y yo llevábamos dinero, no se puede comer el dinero.

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