Es el aciago principio ético asumido en la práctica, desde el inicio de la crisis, por el
gobierno colombiano y por el grueso de las élites, como lo peor que se devela, y que está siendo la causa de los muy probables efectos funestos de la pandemia, lo que me lleva a contradecir el editorial del Espectador: Lo peor del coronavirus en América Latina no ha pasado. Gobiernos como Brasil y Nicaragua con codicia radical y franca demagogia se comportan como negacionistas; el de México con una gestión inicial de la crisis claramente irresponsable, parecería ser ya consciente de la necesidad de cambiar de estrategia. Colombia en relación con Venezuela, comprometería la efectividad de su mínima e indirecta relación, mediada por la OPS, para el manejo de la pandemia, debido a una serie de oscuros y en extremo peligrosos hechos de intento de derrocamiento del dictador Maduro, acerca de los cuales la ciudadanía y el Congreso aún esperamos explicaciones por parte del gobierno. En el escenario de una invasión militar a Venezuela, la migración masiva de venezolanos a Colombia daría al traste con el margen de tiempo arduamente “ganado” para fortalecer nuestro sistema de salud, provocando una propagación exponencial del virus, colapsando aquél y provocando una gran mortandad, crisis social y económica. El monitoreo de la capacidad de atención en salud –que propone el periódico– es francamente insuficiente, frente a un escenario como el planteado y a un levantamiento improvisado de la cuarentena; por ello se requiere anteponer la lógica de la vida a la lógica mercantil del nuestro sistema de salud, con planes operativos y de gestión inmediatos, soportados en mayores recursos públicos, y, eventualmente, con decisiones para intervenir instituciones que constituyan cuellos de botella para salvar vidas, incluidas las del personal de salud. Al respecto, cabe tener presente, para Colombia, que modelos de simulación rigurosos y actualizados demuestran que un levantamiento improvisado de cuarentenas podría conducir, en pocos días o semanas a disparar la propagación sobrepasando hasta más allá de cinco veces la actual oferta de cuidados intensivos. El confinamiento inteligente no sólo depende de la disciplina social –como lo insinúa El Espectador–, sino en gran medida de la disponibilidad alimentaria de 33 millones de personas que deben sobrevivir por ser pobres, informales, y trabajadores formales de mipymes que están quebrando y cerrando –se perdieron 5,5 millones de empleos en abril–, frente a quienes el gobierno con mezquindad asigna de manera dispersa, ineficiente y plenamente insuficiente: migajas de apoyo público. El arquetipo de la ética utilitarista en esta crisis mayor y única en Colombia es el comportamiento del gobierno y del sector bancario, que demuestra un claro interés por la defensa a ultranza del principio del crecimiento de la tasa de ganancia del capital, en lugar del principio de preservación de la vida humana. Para ello han tenido el apoyo de comentaristas y medios de información que elaboran una interesada y precaria explicación ética a partir de las relaciones teóricas entre vida y economía, soslayando el hecho práctico y cuotidiano de las opciones tomadas frente a ellas por parte de millones de ciudadanos, miles de organizaciones públicas y privadas y por los poderes del Estado. A pesar del intencional velo: lo peor ya sucede.