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Las manipulaciones eclesiásticas del

lenguaje: conciencia, laicismo, laicidad

Gonzalo Puente-Ojea

Quienes conozcan bien la historia de la Iglesia católica sabrán que para su poder de
dominación de las conciencias ha cultivado un refinado arte de la tergiversación o
adulteración del lenguaje, con frecuencia en numerosos puntos capitales de doctrina.
Aquí me voy a circunscribir solamente a dos: primero, y fundamental, al calculado
juego semántico que la Iglesia practica con la expresión conciencia moral; el segundo,
de graves consecuencias prácticas, la estratagema de sustituir el término laicismo por el
de laicidad.

1. La Iglesia sometió desde tiempo inmemorial el postulado de la libertad de


conciencia a una sistemática perversión antinómica al pretender transmutarla en
lo que ella designa como rectitud de conciencia, porque, aunque lo disimule, se
siente acorralada y desarmada frente al ya centenario desafío lanzado por los
librepensadores a las iglesias cristianas. Ese desafío se inicia ya abiertamente
durante la que Paul Hazard denomina con acierto “la crisis de la conciencia
europea” (1680-1715), y se consolida en sus consecuencias del siglo XVIII con
la Ilustración.
2. Sobre los imponentes escombros de la metafísica y la teología cristiana se fue
construyendo el liberalismo filosófico y su primogénito, el ideario del laicismo.
En tan catastrófica coyuntura, sólo cabía una urgente reformulación de la
herencia agustiniana, matizada ya con los eclécticos arreglos tomistas, pero
evitando atacar de frente el potente postulado de libertad de conciencia y
limitando su validez a la condición perentoria de que se tratase de una
conciencia buena, recta y verdadera. Con lo cual resultaba tan radicalmente
invalidada como cuando Tomás de Aquino restringió su defensa de la autonomía
de la voluntad al subrayar que el error no-culpable de negar las verdades
cristianas sólo era condonable en los casos de demencia o debilidad mental. La
libertad de la conciencia moral exigía su rectitud conforme a las reglas de
pensamiento y de conducta especificadas por la Iglesia; consistía, pues, en el
encapulamiento de la conciencia en la dogmática de la doctrina católica. Así, la
dialéctica natural de la conciencia a través de sucesivas e incesantes operaciones
mentales se transmutaba en la congelación de una conciencia secuestrada y
alienada.
Esta aberrante identificación de la búsqueda de verdades concretas y parciales –siempre
matizadas por nuevos datos (ciencia) o por nuevas perspectivas (ideología)– con una
seudo-verdad trascendente y universal, emerge ya en el Evangelio canónico de Juan,
con su precedente paulino y marquiano: En Jn 14.6, “dícele Jesús [a Tomás]: Yo soy el
camino, y la verdad, y la vida”. Pero en 8.32 se anunciaba ya propedéuticamente: “y
conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. O sea, libertad = verdad. Sin embargo,
el mítico relato finaliza de modo realista; en el interrogatorio que practicó Poncio Pilato
a Jesús, éste exclamó: “Para esto he venido yo al mundo, para dar testimonio de la
Verdad, y todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Inmediatamente, el gobernador
romano, avezado a la inmensa complejidad del mundo, replicó: “¿Qué es la verdad?”.
Desde la modernidad sabemos que no existe la verdad en abstracto y en totalidad, ni
misterios sobrenaturales, sino sólo enigmas que van siendo progresivamente despejados
por las ciencias empíricas.

Tristemente, la Iglesia fue pisando su andar sin avanzar, hasta que un buen día los
optimistas profesionales nos anunciaron la Buena Nueva que, en forma de anhelado
aggiornamiento, nos traía el Concilio Vaticano II. Pero si examinamos fríamente sus
cinco Constituciones, sus Decretos y sus Declaraciones normativas, se descubre que
hay, al margen de una fraseología prestada por el Humanismo, más bien un
rinforzamento del núcleo duro de la dogmática eclesiástica. Ciñéndonos al tema de la
conciencia, analicemos algunos textos que, leídos atentamente y sin dejarse ofuscar por
su retórica gratuita, prueban que nada ha cambiado en la Iglesia: la llamada según su
doctrina rectitud de conciencia sigue exigiéndose como conditio sine qua non de la
libertad de conciencia, una libertad con grilletes de la que se reclama la obligación de
acatar la ley divina en cuanto que norma universal “revelada”, distanciándose de toda
interpretación autonomista de la conciencia moral: “En lo más profundo de su
conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no dicta a sí mismo, pero
a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su
corazón… Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya
obediencia consiste la dignidad humana, y por la cual será juzgado personalmente. La
conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a
solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla… La fidelidad a
esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y
resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a
la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la rectitud de conciencia, tanto mayor
seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para
someterse a las normas objetivas de la moralidad” (Constitución pastoral “Gaudium et
spes” sobre la Iglesia en el mundo actual, I, cap. I, 16, c.m.).

El punto de relativo interés se encuentra, desde la perspectiva eclesial, en la Declaración


“Dignitatis humanae” sobre la necesidad de adaptarse a las duras realidades de una
sociedad que ha dejado de ser cristiana. Se prefiere la solidaridad con quienes creen en
un Dios o espíritu como plataforma para un pluralismo religioso selectivamente asistido
por los Estados. Lo cual no obsta para repetir machaconamente que “Dios ha revelado a
los hombres la vía de la salvación. La única verdadera religión se halla en la Iglesia
católica. Todos los hombres están obligados a adherirse a la verdad tan pronto la
conocen”; y se añade sin rubor que es un deber del Estado “tutelar la libertad religiosa”
incluso en el caso de que por particulares circunstancias sea atribuida a una determinada
comunidad religiosa una especial posición civil” (I, 6, c.m.). Con este aquilatado texto –
que tiene hoy una evidente aplicación para el estatuto privilegiado de Derecho público
otorgado inconstitucionalmente a la Iglesia por el Estado español supuestamente
aconfesional–, creen los obispos que la doctrina católica se parapeta contra la justa
acusación de intolerancia, y a la vez abre la puerta a sus competidores, siempre que sean
aún débiles in situ.

El alegato de la Iglesia católica sobre la libertad de conciencia es, pues,


escandalosamente insincero, y se delata al precisar en dicha declaración que esa libertad
se refiere especialmente al “derecho a la libertad religiosa en el sentido de que deben
estar libres de toda coacción para que nadie sea forzado a obrar contra su conciencia o
se vea impedido de actuar de acuerdo con ella”. Obsérvese –y éste es un aspecto
esencial– que es el derecho a obrar y actuar o no obrar y no actuar en contra de la
conciencia del sujeto, es decir, de su conducta exterior después de que la formación de
la conciencia haya podido realizarse con coerciones psicológicas, intimidaciones,
puniciones morales mediante el miedo, la angustia, la amenaza y, sobre todo, de la
privación de una información indispensable para que cada uno construya
autónomamente sus convicciones de todo orden. Se habla, no de la libertad ad intra, que
es lo fundamental en la libertad de conciencia, sino de la “inmunidad de coacción
externa” (cap. 1, 2) que tiene su pertinencia directa en el ámbito de la acción, sin
prejuzgar que esta garantía de libertad se extienda al ámbito privado del individuo, al
fuero íntimo de su conciencia, el cual sólo cuando contiene la adhesión a la verdad
católica queda explícitamente reconocido como derecho intangible. La libertad de
conciencia por la que se interesa y se moviliza la Iglesia es únicamente la de los fieles,
los cuales han accedido a la fe mecánicamente por la reproducción ideológica de las
creencias en el hogar y en los primeros niveles de la catequesis, y sólo se lamenta de
que los demás hayan carecido de la acción de esos mecanismos, inconciliables con el
respeto a la dignidad del niño o del adolescente. Para ella, la conciencia de los
increyentes es una conciencia degradada, errónea, y sólo merece desprecio como tal,
aunque no puede ser despojada por la fuerza física, pero sí por su sofocación legal y
religiosa. Solamente le interesa, atropellando a las demás conciencias si es necesario,
dar a “conocer cada vez más la verdad inmutable”, la cual “debe buscarse de modo
apropiado a la dignidad humana y su naturaleza social, es decir, mediante la libre
investigación con ayuda del magisterio o enseñanza [de la Iglesia]”, a fin de que el
hombre reconozca “por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina,
conciencia que tiene la obligación de seguir fielmente en toda su actividad para llegar a
Dios” (ib., I, 1). En estos textos se transparenta la ficción de los términos buscar y libre
investigación, pues su sentido queda anulado desde el instante en que ya han sido
determinados a priori por el magisterio eclesiástico e impuestos obligatoriamente como
meta final. Todo un descarado juego semántico de simulaciones. La encíclica Veritatis
splendor de Juan Pablo II, inspirada por su sucesor, aporta luces complementarias para
la identificación de este juego.

Como explicaba en el libro Ateísmo y religiosidad (1997), “cuando se habla de orden


objetivo, de verdad, es necesario saber quien tiene derecho a definirlos. Si es una
autoridad externa a las conciencias, entonces la doctrina católica de la conciencia libre
se convierte en una ficción verbal, máxime si esa autoridad es la propia Iglesia; y se
destruye inevitablemente el principio laicista de la autonomía moral de la conciencia
como fundamento de la auténtica tolerancia humanista de la modernidad”. Se hace así
evidente que la doctrina moral católica es constitutivamente intolerante respecto de
todas las conciencias que rechazan la creencia en entes sobrenaturales que estipulan las
reglas universales y eternas del orden moral. En consecuencia, puede afirmarse que
solamente el laicismo garantiza, por su rigurosa teoría antropológica y su práctica
jurídica, una tolerancia genuina y plena de todas y dada una de las conciencias de los
sujetos humanos sin discriminaciones de ningún tipo. Por su estricta consistencia
argumental y su generalidad, una política laicista de Estado sin recortes doctrinales ni
excepciones legales es el único sistema capacitado para resolver con equidad y eficacia
la cuestión religiosa, en una sociedad democrática que se enfrente racionalmente con el
creciente multiculturalismo étnico y religiosos generado por el incontenible fenómeno
migratorio derivado de la ruptura de las fronteras entre ricos y pobres. Las arbitrarias
soluciones comunitaristas están llamadas al fracaso, pues la parcelación societaria por
razones de creencia o de etnia producirían un mundo ingobernable e insolidario, carente
de un sistema de reglas jurídicas que garanticen la igualdad formal en un contexto de
libertad cívica fundada en una doctrina minimalista de los derechos humanos inspirada
en la filosofía política y social de los pueblos más desarrollados económica y
culturalmente.

La Iglesia católica es uno de los más difíciles obstáculos para la implantación del
laicismo en cuanto que garantía indisociable de los principios del Estado democrático de
Derecho. La dogmática católica de la rectitud de conciencia regida por sus normas y
criterios de verdad arruina todo intento de hacer efectiva la libertad de conciencia para
todas las conciencias, al margen de su supuesta verdad o falsedad en términos de
cualquier ideología. Las conciencias, todas ellas con sus propios contenidos de
conciencia, reclaman, por el mero hecho de existir, igual protección legal sean o no sean
de carácter religioso, y las diversas formas de cultivo y eventual cooperación –
confesiones de fe, iglesias, congregaciones, colegios, fundaciones, clubes, etc.– son
simples asociaciones de derecho civil o común, y no poseen ningún título que las
habiliten para exigir un estatuto de derecho público, ni ningún privilegio de orden
institucional o económico. El deslizamiento de la confrontación entre conciencias desde
un tratamiento factual y legal hasta un tratamiento ontológico y epistemológico en
términos veritativos tiene que ser radicalmente desterrado de la res publica en el sentido
preciso de esta expresión, pues este tratamiento implica una agresión moral para ciertas
conciencias y un injusto e inadmisible favor para otras. La Iglesia se encuentra hoy en
una crisis de fondo que pretende equivocadamente superar negando a radice el laicismo
y reformulando sus pretensiones dogmáticas mediante nuevas estrategias de confusión
lingüística. La más inconsistente y a la vez más insidiosa es ofrecer laicidad en lugar de
laicismo.

2. De nuevo, su juego es burdo y engañoso. La Iglesia española rechaza sin paliativos el


acertado modelo de laicismo sancionado por las leyes laicistas de la III República
francesa en 1905 –y seguido esencialmente por la II República española de 1931–, pero
al mismo tiempo viene ahora intentando vender el término de laicidad como el de un
régimen correcto y depurado de los supuestos vicios del laicismo. Se apoya para esta
estrategia de confusión semántica en tres factores coyunturales, a saber: el uso en
Francia del término laicité para referirse al laicismo establecido por las referidas leyes, y
que ahora éstas estén sufriendo fuertes ataques por los medios políticos franceses
conservadores; el tradicional uso eclesiástico de la palabra laicidad, o laicado, o los
laicos, para denotar “el sacerdocio común de los fieles” (Hans Küng, Strukturen der
Kirche, 1963); y la asunción del término laicidad y su uso para connotar, a la vez que
mitigar y desnaturalizar, el ideario laicista promovido por el PSOE y el Gobierno actual.
Los adjetivos abierta, inclusiva, inteligente, etc., ensanchan aún más ambiguamente el
lexema laicidad propuesto por la Iglesia. Pablo Iglesias se revolvería en su tumba si le
quedaran oídos para oír.

Ciertamente, el sustantivo griego laos fue usado en el sentido de pueblo de Dios por la
Septuagista, versión helenística de la Biblia hebrea, para distinguirlo de los paganos.
Los cristianos usaron pronto el adjetivo laikós para designar al bautizado carente de
ordenación sacerdotal, también denominado seglar, porque vive en el mundo
(saeculum). Los laicos, como protagonistas de una mentalidad burguesa
progresivamente alejada de la órbita eclesiástica tardomedieval, rompieron en el siglo
XVIII las pautas ideológicas del ordo cristianorum en el proceso de secularización de la
sociedad industrial. El laicismo alumbrado en los enciclopedistas y por personalidades
tan eminentes como Condorcet, representó pronto la gran cristalización institucional de
la modernidad. En los siglos XIX y XX, el ideario laicista fue adquiriendo la necesaria
madurez para quedar plasmado, en lo esencial, en la legislación de varios Estados. Toda
conciencia es subjetiva y digna moralmente por el simple hecho de ser fiel a sí misma y
estar dirigida libremente a la realización de sus personales valores éticos; lo cual ni
exige ni prejuzga, en sede teórica, la existencia real de un libre albedrío definido en
términos indeterministas. Pero esta última es una cuestión que no afecta al derecho de
todas las conciencias a ser respetadas en su igualdad ontológica esencial y al rigor de su
protección jurídica formal, sean religiosas o rechacen toda forma de religiosidad. Las
instituciones y confesiones religiosas, las iglesias y congregaciones, sólo pueden gozar
de titularidad jurídica de un modo vicario por expresa delegación de sus miembros –
únicos que poseen conciencia en cuanto que individuos y auténticos sujetos de
derechos– y son asociaciones de derecho civil o común, todas ellas regidas por normas
jurídicas sin discriminación alguna de ninguna naturaleza. La concesión de privilegios o
ventajas a unas y no a otras equivale diáfanamente a discriminar positivamente a unas
conciencias y negativamente a otras precisamente en derechos referentes a una cuestión
esencial para que los individuos configuren su concepción del mundo y del ser humano
en un contexto público. El pluralismo religiosos asistido por los poderes públicos es una
puñalada encubierta en el corazón del laicismo, no menos que el Estado confesional de
hecho o de derecho, puñalada envuelta en el término laicidad, de evidente prosapia
clerical que la Iglesia esgrime, con el apoyo del PSOE y su Gobierno, para desorientar a
los ciudadanos de este país.

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