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Las Manipulaciones Eclesiásticas Del Lenguaje Conciencia, Laicismo, Laicidad-Gonzalo Puente Ojea
Las Manipulaciones Eclesiásticas Del Lenguaje Conciencia, Laicismo, Laicidad-Gonzalo Puente Ojea
Gonzalo Puente-Ojea
Quienes conozcan bien la historia de la Iglesia católica sabrán que para su poder de
dominación de las conciencias ha cultivado un refinado arte de la tergiversación o
adulteración del lenguaje, con frecuencia en numerosos puntos capitales de doctrina.
Aquí me voy a circunscribir solamente a dos: primero, y fundamental, al calculado
juego semántico que la Iglesia practica con la expresión conciencia moral; el segundo,
de graves consecuencias prácticas, la estratagema de sustituir el término laicismo por el
de laicidad.
Tristemente, la Iglesia fue pisando su andar sin avanzar, hasta que un buen día los
optimistas profesionales nos anunciaron la Buena Nueva que, en forma de anhelado
aggiornamiento, nos traía el Concilio Vaticano II. Pero si examinamos fríamente sus
cinco Constituciones, sus Decretos y sus Declaraciones normativas, se descubre que
hay, al margen de una fraseología prestada por el Humanismo, más bien un
rinforzamento del núcleo duro de la dogmática eclesiástica. Ciñéndonos al tema de la
conciencia, analicemos algunos textos que, leídos atentamente y sin dejarse ofuscar por
su retórica gratuita, prueban que nada ha cambiado en la Iglesia: la llamada según su
doctrina rectitud de conciencia sigue exigiéndose como conditio sine qua non de la
libertad de conciencia, una libertad con grilletes de la que se reclama la obligación de
acatar la ley divina en cuanto que norma universal “revelada”, distanciándose de toda
interpretación autonomista de la conciencia moral: “En lo más profundo de su
conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no dicta a sí mismo, pero
a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su
corazón… Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya
obediencia consiste la dignidad humana, y por la cual será juzgado personalmente. La
conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a
solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla… La fidelidad a
esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y
resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a
la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la rectitud de conciencia, tanto mayor
seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para
someterse a las normas objetivas de la moralidad” (Constitución pastoral “Gaudium et
spes” sobre la Iglesia en el mundo actual, I, cap. I, 16, c.m.).
La Iglesia católica es uno de los más difíciles obstáculos para la implantación del
laicismo en cuanto que garantía indisociable de los principios del Estado democrático de
Derecho. La dogmática católica de la rectitud de conciencia regida por sus normas y
criterios de verdad arruina todo intento de hacer efectiva la libertad de conciencia para
todas las conciencias, al margen de su supuesta verdad o falsedad en términos de
cualquier ideología. Las conciencias, todas ellas con sus propios contenidos de
conciencia, reclaman, por el mero hecho de existir, igual protección legal sean o no sean
de carácter religioso, y las diversas formas de cultivo y eventual cooperación –
confesiones de fe, iglesias, congregaciones, colegios, fundaciones, clubes, etc.– son
simples asociaciones de derecho civil o común, y no poseen ningún título que las
habiliten para exigir un estatuto de derecho público, ni ningún privilegio de orden
institucional o económico. El deslizamiento de la confrontación entre conciencias desde
un tratamiento factual y legal hasta un tratamiento ontológico y epistemológico en
términos veritativos tiene que ser radicalmente desterrado de la res publica en el sentido
preciso de esta expresión, pues este tratamiento implica una agresión moral para ciertas
conciencias y un injusto e inadmisible favor para otras. La Iglesia se encuentra hoy en
una crisis de fondo que pretende equivocadamente superar negando a radice el laicismo
y reformulando sus pretensiones dogmáticas mediante nuevas estrategias de confusión
lingüística. La más inconsistente y a la vez más insidiosa es ofrecer laicidad en lugar de
laicismo.
Ciertamente, el sustantivo griego laos fue usado en el sentido de pueblo de Dios por la
Septuagista, versión helenística de la Biblia hebrea, para distinguirlo de los paganos.
Los cristianos usaron pronto el adjetivo laikós para designar al bautizado carente de
ordenación sacerdotal, también denominado seglar, porque vive en el mundo
(saeculum). Los laicos, como protagonistas de una mentalidad burguesa
progresivamente alejada de la órbita eclesiástica tardomedieval, rompieron en el siglo
XVIII las pautas ideológicas del ordo cristianorum en el proceso de secularización de la
sociedad industrial. El laicismo alumbrado en los enciclopedistas y por personalidades
tan eminentes como Condorcet, representó pronto la gran cristalización institucional de
la modernidad. En los siglos XIX y XX, el ideario laicista fue adquiriendo la necesaria
madurez para quedar plasmado, en lo esencial, en la legislación de varios Estados. Toda
conciencia es subjetiva y digna moralmente por el simple hecho de ser fiel a sí misma y
estar dirigida libremente a la realización de sus personales valores éticos; lo cual ni
exige ni prejuzga, en sede teórica, la existencia real de un libre albedrío definido en
términos indeterministas. Pero esta última es una cuestión que no afecta al derecho de
todas las conciencias a ser respetadas en su igualdad ontológica esencial y al rigor de su
protección jurídica formal, sean religiosas o rechacen toda forma de religiosidad. Las
instituciones y confesiones religiosas, las iglesias y congregaciones, sólo pueden gozar
de titularidad jurídica de un modo vicario por expresa delegación de sus miembros –
únicos que poseen conciencia en cuanto que individuos y auténticos sujetos de
derechos– y son asociaciones de derecho civil o común, todas ellas regidas por normas
jurídicas sin discriminación alguna de ninguna naturaleza. La concesión de privilegios o
ventajas a unas y no a otras equivale diáfanamente a discriminar positivamente a unas
conciencias y negativamente a otras precisamente en derechos referentes a una cuestión
esencial para que los individuos configuren su concepción del mundo y del ser humano
en un contexto público. El pluralismo religiosos asistido por los poderes públicos es una
puñalada encubierta en el corazón del laicismo, no menos que el Estado confesional de
hecho o de derecho, puñalada envuelta en el término laicidad, de evidente prosapia
clerical que la Iglesia esgrime, con el apoyo del PSOE y su Gobierno, para desorientar a
los ciudadanos de este país.