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Kierkegaard y el individuo

Soren Kierkegaard vivió entre 1813 y 1855. Fue un hombre y un filósofo muy
especial. Físicamente presentaba una pronunciada joroba, una pierna notoriamente más
corta que la otra, nariz espigada, ambos lados de la cara muy desiguales, y el pelo negro
y lacio cayéndole sobre los costados del rostro. Tenía fobias a lugares abiertos, a la luz y
al fuego, disposiciones que lo llevaban a caminar siempre junto a las paredes y a llevar
paraguas, sobre todo en días soleados. Mostraba sin tapujos su inclinación a los buenos
vinos, a los cigarros más caros (que debía acompañar siempre con algún pequeño
recipiente con agua, justamente, por su temor al fuego), al buen vestir, al mejor teatro y
los restaurantes más exclusivos de Copenhague. Podía sostener estas actividades,
además de dedicarse a la filosofía sin trabajar, gracias a la fortuna de su padre. Este
hombre, quien le transmitió su fe inquebrantable, a su vez, enviudó a los dos años de
haber contraído matrimonio. Luego se juntó con otra mujer, con quien tuvo 7 hijos.
Soren fue el menor, y cargó toda su vida con la culpa de haber vivido la muerte de 5 de
sus hermanos, y, aunque uno de ellos vivió hasta grande, sufrió la muerte de su esposa
también a los dos años de haberse casado. El padre de nuestro filósofo, además, confesó
a Soren una culpa tremenda: no sólo tuvo hijos con una mujer que no era su esposa.
También vivió una infancia tan dura dedicándose a ser campesino en el terrible clima
danés, que un día se enfureció con Dios. Luego, dedicándose en la ciudad al comercio,
nunca paró de ganar dinero, pero siempre bajo la angustia generada por el
convencimiento de que Dios le daba más y más para un día dejarlo sin nada. La vida de
Soren, cargada así de pesadas mochilas, escondía además un secreto: todos sus escritos
llevaban seudónimos, siempre cambiantes. Nadie sabía que el jorobado y fóbico dandy
era también el filósofo que estaba inaugurando el existencialismo.
Peleado con la razón de la modernidad, Kierkegaard sostenía una y otra vez que
en las descripciones sobre el ser de las cosas el lenguaje es siempre general, y que por
tanto nunca podrá dar cuenta de la realidad. La forma en que uno está unido a su propio
cuerpo, a su tierra y a su historia, la manera en que la memoria, la culpa, el placer y el
dolor se hacen presentes en cada experiencia, son únicas, indescriptibles e
intransmisibles. La razón, que habla de generalidades, siempre olvida las diferencias
entre las cosas, que son sus particulares existencias. El individuo es lo que vive, es su
propio quehacer, y sólo en sintonía del comportamiento individual podemos acercarnos
a la verdad. Y esta acción humana, siempre cargada de emociones, pasiones, creencias,
aciertos y errores, tiende al bien o tiende al mal. Bien y mal son, entonces, las guías para
el correcto entendimiento de la existencia del hombre.
Su análisis comienza en el propio origen del comportamiento, la angustia. Ésta
es un estado psicológico, que comienza en la infancia, en la más pura inocencia, que se
caracteriza a su vez por la ausencia de distinción entre el bien y el mal. El niño se da
cuenta de que puede, aunque no sepa aún qué es lo que puede. Hay ya en él proyección
y por tanto conciencia de su espíritu. Pero claro, aún no ha siquiera proyectado algo, no
hay todavía creación. Está en el momento de la infinita posibilidad, de la libertad, que es
tal no por lo que puede hacer, sino justamente porque puede. Hay paz y reposo. Nada se
ha realizado, y por tanto este estado, el de la inocencia y la ignorancia, es la nada. Nada
ante el arco inmenso de posibilidades que genera vértigo. Ese vértigo es una angustia,
una dulce opresión. La inocencia entonces, misteriosamente, genera angustia. El niño
por tanto ya está sujetado: no puede huir de la angustia porque la ama, porque de una u
otra forma está empujado por sí mismo a seguir algún camino. Pero no puede amarla
porque lo oprime y, por tanto, le huye. Hay hasta aquí, entonces, angustia de la nada,
impaciencia ante la posibilidad. Propiamente, la angustia es la realidad de la libertad
como posibilidad antes de la posibilidad. Y, por no haber decidido, hay ignorancia del
bien y del mal. El espíritu está dormido, sueña posibilidades buenas y malas, aunque sin
saber que son lo uno ni lo otro.
Ante esta situación, se toma alguna decisión. Se elige algo concreto, algo finito
frente a la infinitud de posibilidades. Sigue habiendo angustia, pero más estrecha.
Angustia por algo más que nada. Tomando el ejemplo del pecado original, nuestro autor
sostiene que se transmitió a cada hombre la disponibilidad para pecar, es decir, optar por
lo finito frente a las infinitas posibilidades. En todo caso, la única diferencia entre el
primer pecado de Adán y el de cualquier hombre, es que la consecuencia de aquél es la
transmisión de la pecaminosidad, presente en cada pecado humano como condición. Lo
que Adán produjo o introdujo en la humana condición es la determinación de una
cualidad, que es la del pecado. Es lo misterio de lo primero, una contrariedad para el
intelecto abstracto, porque el pecado se supone a sí mismo, es algo súbito, un salto.
Como esto para el intelecto es un mito, algo inexplicable, se confunde entonces
en el relato bíblico la pecaminosidad con el pecado de Adán. El intelecto eligió la línea
recta, la pecaminosidad precede al pecado, por medio del pecado de Adán vino el
pecado al mundo. Se creó un estado fantástico, paradisíaco, y se hizo creer que pecar es
perder esa felicidad. Se consiguió que todo el mundo acepte que ese estado no existe en
el mundo, pero el entendimiento entonces quedó vacío, porque si acepta lo que así se
describe, no se explica nada.
El hombre entonces actúa y peca. Y en la elección, que es voluntaria, el hombre
se hace, porque cada uno de nosotros es lo que hace de sí. Nadie se creó a sí mismo,
pero es lo que hace de sí y por sí mismo. Tanto su acción como la posibilidad de la
acción son su existencia.
La angustia, de esta manera, es la anticipación y la precipitación de la misma
libertad del hombre que despierta del sueño de la inocencia. Es siempre un estado de
ánimo, temple, sentimiento, emoción, ambiente humano que despierta al espíritu ante la
posibilidad de la libertad. Es una disposición vital, su vida misma. Una vez que
pecamos y superamos esa primera nada, en realidad la angustia continúa. Ya no hay
salto. Sólo hay angustia de algo, cambio cuantitativo.
La angustia es el estado psicológico que precede al pecado, pero ni la psicología
ni ciencia alguna accede a su naturaleza. El contenido del pecado sólo es cognoscible
por el individuo en cuanto individuo.
La persona que reivindica su carácter individual frente a lo general peca; y, en
consecuencia, sólo puede reconciliarse con ello, reconociéndolo. Siempre que el
hombre, una vez que ha estado dentro de lo general, se siente impulsado a reivindicar su
carácter individual, no puede por menos que experimentar una crisis interior, de la cual
sólo puede liberarse si, arrepentido, se abandona de nuevo en lo general. Ahora bien, la
fe no es sólo eso: es una paradoja mediante la cual el individuo está por encima de lo
general, de la razón. Dice Kierkegaard en Temor y temblor, en referencia al acto de
Abraham y, también, a la prioridad de la razón inaugurada en Descartes: “si yo en
calidad de héroe trágico ya que no puedo elevarme sobre esta altura, hubiera sido
designado para emprender aquel viaje regio y extraordinario al monte Moria, sé muy
bien lo que habría hecho. Por lo pronto, no habría sido tan cobarde que me hubiera
quedado en casa, junto al fuego.” No contra la razón ni en la razón (ámbito de la Ética
que, en definitiva, es como la ley: condena pero no da vida), sino sobre ella.
Kierkegaard lo llama “el movimiento absurdo”. A través de lo general el individuo entra
en relación absoluta con lo absoluto. Esto se logra porque lo interior del individuo es
superior a lo externo, y se hace sin mediación de lo general porque es amor a Dios. Pero
esta interioridad es nueva y se manifiesta en ese acto de superar lo general. Lo general,
la ética, coincide con el deseo, pero ambos son superados por ese acto de amor a Dios.
El hombre está así en la individualidad absoluta. Kierkegaard lo llama “caballero
de la fe”: “el caballero de la fe, individuo que avanza solo con su tremenda
responsabilidad a cuestas y sin oír jamás, en toda la inmensa soledad del universo, ni
una sola voz humana. El caballero de la fe no tiene ningún apoyo fuera de sí mismo y
sufre lo indecible por no poder hacerse comprender de los demás, si bien tampoco siente
el menor deseo vano de guiar a los otros. El dolor es el que lo convence de la
legitimidad de su comportamiento y, en cuanto a lo de abrigar vanos deseos, su espíritu
es demasiado serio como para semejante cosa.”
La angustia, entonces, cuando hay fe, enseña el camino de la salvación y el
espíritu se realiza. Lo lleva a la libertad y al Bien, a lo que realmente quiere, aún cuando
parece no poder. La razón, ahora, debe comprender que hay que actuar y no ya razonar.
Nuevamente escribe Kierkegaard en Temor y temblor: “En el mundo exterior el único
amo y señor es el que posee sus riquezas, no importando lo más mínimo la forma en que
las haya obtenido. En el mundo del espíritu, por el contrario, reina un orden eterno y
divino, en él no llueve a la vez sobre los justos y los injustos, ni brilla el sol lo mismo
para lo buenos como para los malvados. En este mundo del espíritu sólo el trabajador
consigue su alimento, sólo el angustiado alcanza el reposo, sólo el que desciende a los
infiernos salva a la amada, y sólo el que toma el cuchillo recupera a Isaac”.

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