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kuingo

CALIXTO LÓPEZ HERNÁNDEZ


ROSALÍA ROUCO LEAL


KUINGO

El disparo del cazador fue certero, y el simio, después de lanzar un


fuerte grito que me estremeció hasta la médula, pues semejaba el
llanto de un niño, cayó muerto desde lo más alto de aquel inmenso
árbol de la floresta africana, pero cuando lo hizo no estaba solo, sino
encima traía su pequeña criatura, que lloraba sin cesar como si fuera
una personita. Esto no agradó a los nativos, cuando dispararon no se
habían dado cuenta de la presencia de su cría. Ahora no sabían qué
hacer con el pequeño animalito, pues si lo dejaban sucumbiría en poco
tiempo devorado por otras fieras carnívoras.

Alguien, sin pensarlo, aunque luego se arrepintió, propuso matarlo,


para que no sufriese después una muerte más cruel. Al final, yo que
me encontraba en un estado sentimental deplorable por lo que había
visto, y renegaba mil veces de haber participado en esta macabra
cacería, les propuse hacerme cargo de él, pues bastante tenía con
haber perdido a su madre. Los nativos accedieron, no sin antes
advertirme de las dificultades que esto me ocasionaría, pues el
pequeño mono se hallaba en un estado muy agresivo y yo no sabría ni
como cuidarlo, ni como alimentarlo. Pero mis sentimientos estaban por
encima de las razones y continúe firme en mi decisión.

Los nativos con bejucos y gajos de arbustos improvisaron una


pequeña jaula donde introdujeron al pequeño monito, que no cesaba
de lamentarse o llorar la pérdida de su ser más querido.

Yo ayudé al traslado de la criatura en el regreso e impedí que siguiera


la cacería alegando que intercedería por ellos ante el Soba que le
había encargado dos o tres monos, pues los extranjeros no éramos
dados a comer esta carne.

En la noche, durante el yantar, no probé bocado alguno, pues aunque


fuese una fruta o una vianda, me daba la impresión de que estaba
ingiriendo a la pobre madre mona, para mi ya casi de la familia y un
pariente no tan lejano en la evolución.

Cuando estuve de regreso en la casa, por suerte era terrera, no sabía


qué hacer con el pequeño animal y pese a que me habían advertido
que estaría muy agresivo intenté calmarlo, con el brazo envuelto en
una toalla me pasé gran parte de la noche pasándole la mano como si
fuera su madre, pero él no cesaba en sus lamentos y de vez en
cuando trataba de agredirme con sus afiladas uñas, salvándome la
toalla que me protegía. Para él, yo era uno de los asesinos de su
madre, aunque no tenía nada que ver con esto ni conocía exactamente
el propósito de la cacería.

En la mañana, el pequeño mono no probó alimentos, ni al siguiente


día, pese a que le traía plátanos, maní y otras golosinas y trataba de
darle leche con un biberón, que había logrado apañar en la sala de
lactancia del hospital de la localidad. Enseguida enfermó por la
desnutrición y en mi desesperación acudí a un médico cooperante
amigo mío, que además del correspondiente responso, me dijo que él
no sabía nada de veterinaria ni el comportamiento del cuerpo de estos
animales. Le pedí que lo tratara como un niño y eso hizo,
alimentándolo con un suero por vía intravenosa.

Al cuarto día, y temiendo lo peor, decidí llevarlo hasta la floresta y que


tuviera un final, sino feliz, al menos en su habitad natural, se
encontraba muy débil y no podía agredirme. Estuve con él un gran rato
bajo un árbol corpulento que nos cobijaba con su sombra. Cuando
decidí marcharme y me había alejado sólo unos pasos sentí el lamento
del monito por lo que me acerqué y noté que se había callado y
comenzó a mirarme con unos tristes ojos tiernos como no lo había
hecho hasta entonces. Al tratar de alejarme de nuevo, ocurrió lo
mismo y cuando regresé en esta ocasión, palpé su rostro febril y él a
duras penas rozó mi mano e hizo como un ademán para sonreír. Lo
recogí de nuevo y lo llevé para la casa, mandé a buscar a mi amigo
médico para que le pusiese otro suero y éste a regañadientes lo hizo,
preocupado más por mí que por el animalito. Me dormí tarde, de
madrugada, después de retirar la manguera plástica del frasco de
suero para evitar que se pudiese lastimar con un movimiento brusco.

Tarde, en la mañana siguiente, al levantarme, noté que había restos de


plátano y otras frutas sobre la mesa, y se notaba cierto desorden en la
sala, sentí un chillido, no de llanto, y no sé de donde salió el pequeño
mono disparado y se abalanzó sobre mí, agarrándome por el cuello
con gran fuerza, mientras chillaba ininterrumpidamente. Temí lo peor,
que me arañaría con sus uñas, me mordería, o hasta me arrancaría
una oreja o la nariz, pero nada de esto pasó, se pegó a mi y rozó, y
restregó su rostro con el mío. Así estuvimos abrazados varios
minutos, hasta que al final, merced a mostrarle otras frutas, pude
despegarme de él. Ese mismo día pude pasearlo cargado sobre mi
hombro y un poco hasta de la mano, para que diese algunos pasos,
convirtiéndome de hecho en noticia y de forma ocasional en el
hazmerreír de la población.

Al fin pude reanudar mi trabajo como profesor, y mis buenos alumnos


comenzaron a ayudarme en la crianza del pequeño al que llevaban a
pasear por la floresta, al río para bañarse y a cuantas travesuras
sabían hacer con éstos animales, para ellos muy bien conocidos,
también me traían las frutas, raíces, tallos y vegetales que consumían
aquellas criaturas. A más de la leche en polvo con biberón que yo le
preparaba, y que para él seguramente sería semejante a la de los
senos de su madre.

Así, el pequeño comenzó a crecer con rapidez ostentando como


distintivo tres manchas de pelo blanco en la cabeza y dos en la cola.
Por suerte nos hicimos varias fotos en aquella época feliz, gracias a un
amigo aficionado a la fotografía, que fueron muy útiles en los
dramáticos acontecimientos posteriores.

Gracias a los tiernos cuidados que tenía con el animal, la población


comenzó a confiar más en mi, a contarme y consultarme sus
problemas, darme participación en sus vidas y en, al parecer, su
hermética sociedad, de manera que la vida se me hizo mucho más
llevadera, sobre todo después de la triste separación con mi novia,
Fernanda de Lourdes, que después de luchar un tiempo con el mono y
conmigo, agotó la paciencia y un día me lo dijo muy a las claras: ─ o el
mono o yo ─y como no sabía que decir, entendió que yo prefería más
al monito que a ella, por lo que se despidió, y ojos que te vieron ir, y yo
me quedé en un estado emocional absolutamente lamentable del cual
solo pude recuperarme con la ayuda de mi pequeñuelo y el cuidado y
atención de los nativos del pueblo y de las aldeas vecinas.

Viendo la necesidad de que el monito tuviese un nombre, con la ayuda


de mis alumnos le pusimos “Kuingo” para relacionarlo con las etnias,
comunidades y localidades cercanas. Un día, el Soba de la misma
tribu donde habían ocurrido los lamentables sucesos iniciales de esta
historia y que se sentía un tanto responsabilizado con lo que me
estaba pasando, me aconsejó que firmara un documento como que
“Kuingo”, pertenecía y era un ciudadano de la aldea, así como la
descripción del animal para evitar, que al marcharme le pudiese ocurrir
algo al pequeño animalito. Él y los miembros de la aldea, lo cuidarían y
se encargarían incluso de buscarle una mona consorte, con la que
pudiese procrear muchos monitos. Creí fielmente las palabras del
Soba, me parecieron sinceras, pues después de lo ocurrido él había
prohibido la caza y el consumo de carne de mono en su aldea y
persuadido, incluso, a alguno de los sobas de aldeas cercanas.

Esto que parecía una acción fantasiosa e improcedente trajo consigo


consecuencias inevitables en el equilibrio ecológico de la floresta
cercana, pues se proliferó notablemente la cantidad de monos, e
incluso comenzaron a vagar libremente por las aldeas y poblados
cercanos. Pero no fue lo peor, sino también la aparición de cazadores
furtivos, que venían a buscar estas presas para venderlas y traficar
con ellas en la frontera, pero esto ocurrió años después de haberme
marchado de África.

Separarme de Kuingo, de mis alumnos, de mis compañeros de la


colaboración, de mis entrañables anfitriones africanos, y de los lazos
que misteriosamente crea este continente con los que han
permanecido un tiempo allí, fue muy difícil. Mi ya no tan pequeño mono
luchaba con todas sus fuerzas por no separarse de mí. Llevábamos
cerca de dos años juntos y se había creado una relación muy especial
entre nosotros, semejante a la de los padres con sus hijos. No me
avergüenzo de decir que, a pesar de ser un hombre, no pude evitar
que los lagrimones se me salieran de los ojos a más del mar de llanto
en que dejé sumido a Kuingo ahora al cuidado del Soba y de la aldea.
Por el terraplén que tomé para la ciudad, luego durante el viaje y en
muchos meses posteriores, no olvidé el rostro, unas veces triste, y
otras picaresco, de aquel pequeño simio. Pero la historia no había
acabado allí y el destino me deparaba otra gran sorpresa.

Años después de aquellos acontecimientos, y por razones ajenas a mi


voluntad, tuve que establecerme en Europa. Después de superar los
rigores clásicos de las primeras etapas de convivencia en un nuevo
país, comencé a residir de forma más o menos permanente en una de
las capitales de provincia de España, donde al inicio,
esporádicamente, y no con muchos deseos, impartí clases y comencé
a tener alguna relación con los habitantes de la localidad.

Un día, un profesor de Biología de la escuela en que trabajaba me


rogó encarecidamente que llevara a los alumnos a visitar el zoológico
local, donde habían llegado algunos animales nuevos procedentes de
África, pues se le había presentado un problema imprevisto, de última
hora, que debía resolver.

Acepté a regañadientes, no por hacerle el favor, sino porque no


soporto ver a los animales en cautiverio. De todas formas, ejecuté mi
misión y lleve a un grupo de chicos al citado lugar, recientemente
reformado y ampliado con la adquisición de nuevas especies. Allí, los
chicos disfrutaron al observar diferentes animales en exposición, pero
lo que más ansiaban ver eran las jaulas de monos, por lo simpáticos y
acróbatas que suelen ser.

Efectivamente, allí fuimos y entre las varias jaulas había una bastante
grande donde los simios saltaban, al parecer alegres y
despreocupados, y aceptaban frutas y otras golosinas que los chicos
indebidamente les obsequiaban, salvo uno que se encontraba detrás,
acurrucado en una esquina, al parecer ajeno a lo que ocurría y
ensimismado en sus pensamientos. Esto no paso desapercibido para
una de mis alumnas caracterizada por sus grandes valores
sentimentales y entonces me preguntó sobre qué le ocurría a aquel
mono, pues parecía estar muy triste. Yo al acercarme por poco lanzo
un grito de sorpresa y alegría, pues en la cabeza del simio pude
observar tres manchas blancas y dos más en la cola, pero eso no fue
todo, al exclamar Kuingo despertó de su letargo, corrió hacia mí y dio
mil muestras de alegría. Saltaba, chillaba y trataba de sacar las manos
y salir de la jaula, lo cual le resultaba imposible. No obstante, cambió
de actitud, devoró cuantas golosinas le hice llegar gracias a mis
alumnos, a los que dije su nombre y todos comenzaron a corearlo.
Entre tantos sufrimientos este resultó un día muy especial para él.

Al atardecer, tuve que abandonar el zoológico pues debía retornar los


niños hacia sus casas, no sin antes dejar a Kuingo sumergido entre
gritos de desesperación, al tener que separarme de él.

Acudí de nuevo al zoológico al día siguiente a interesarme por los


motivos que hacían que Kuingo estuviese allí encerrado. Después de
las largas y cortas de la típica y rancia burocracia administrativa, me
informaron que el mono había sido comprado en Francia, al parecer
procedente del centro de África, tal vez de la República Democrática
del Congo, y que para reclamarlo debía acreditar muy bien que era
mío o de otra persona conocida. En seguida me hice una idea de los
hechos ocurridos y que debía obrar con la mayor rapidez posible.
Recordé el documento que me había hecho preparar el Soba antes de
abandonar África y del cual yo me había quedado con una copia, otra
con él, y por último la tercera debía encontrarse en una oficina de
registro local, también tenía fotos. Estuve un rato con mi pequeño
amigo al lado de la jaula, consolándolo y diciéndole, me entendiera o
no, que lo sacaría de aquel encierro infernal.

Contaba que sería suficiente con el documento, las fotos y el


comportamiento familiar de Kuingo conmigo, pero lo que no había
pensado era que tenía que vérmelas con burócratas de verdadera
estirpe y el que ha tenido que tratar con estas especies sabe que
constituyen un muro de hormigón muy difícil de derribar, pese a las
pruebas y argumentos que pudiese presentar.

En efecto, me presenté ante las autoridades del zoológico con todo


aquello, pero alegaron en virtud de no sé cual motivo que resultaban
insuficientes y que el documento tenía que tener el sello del Ministerio
de Asuntos Exteriores del país correspondiente. Pedí cita en la
Embajada, y a la vez me comuniqué con amigos que había dejado en
África y con algunos ex alumnos, algunos de los cuales eran
funcionarios locales o del gobierno. Comenzó entonces la verdadera
odisea para liberar a Kuingo, una carrera contra reloj pues temía por la
vida, del pequeño simio.

Pronto pude entregar el documento debidamente sellado, pero las


autoridades del zoológico me informaron que tenían que enviarlo a no
sé qué Ministerio y que el trámite podía durar varios meses, incluso
años. Pese a que mis amigos me aconsejaron que mantuviese la
calma en todo momento, pues los burócratas constantemente
provocaban para que se crearan situaciones que alargasen o
detuviesen un proceso, esto me parecía imposible de cumplir y estuve
a punto varias veces de perder la calma, pues deseaba verlos a todos
metidos en jaulas como las infelices criaturas que acompañaban a
Kuingo. No conocía entonces que detrás de todo esto se hallaban
importantes intereses ocultos y una peligrosa red de tráfico
internacional de animales, que operaba desde las sombras y en ella
puede que estuviesen incluidos algunos funcionarios del zoológico.
Realmente no sabía donde me estaba metiendo.

A partir de ese momento se me impidió ver más a Kuingo, lo


escondieron no se sabe donde. Me encontraba entonces en una
situación muy desesperada, hasta que en mi ayuda acudieron mis
jóvenes alumnos que con sus teléfonos móviles habían tomado fotos y
hasta videos de la tarde en que estuvimos en el zoológico, y del
particular y fraternal comportamiento del pequeño conmigo. Pronto
éstos comenzaron a circular por las redes sociales bajo el lema
“¿Dónde está Kuingo?” y en breve comencé a recibir centenares de
mensajes de apoyo procedentes de medio mundo, también de
amenazas de la red internacional de traficantes de animales autora al
parecer del secuestro del pequeño mono. En uno de ellos se me
informó que si no suspendía la búsqueda del simio iba a sufrir duras
consecuencias. Pero seguí firme en mis propósitos.

Las autoridades del zoológico cada vez estaban más nerviosas, tan
pronto llegaba a éste comenzaban los cuchicheos entre ellos, al final
tuvieron que restituir a Kuingo a su jaula y fue entonces que cayó una
avalancha de curiosos y de personas que querían ver a éste y la
especial relación que existía entre nosotros.

Una tarde, al abandonar el zoológico, sentí un fuerte alón para un lado


de una esquina y un viejo empleado me dijo: – cuídese, su vida y la del
mono corren peligro, no puedo decirle más. Después se alejó con gran
rapidez a pesar de su edad.

Inmediatamente les comuniqué lo ocurrido a las autoridades


policiales, pero éstas no veían razones suficientes para abrir una
investigación y establecer una protección hacia mí. No obstante, me
dieron un par de números de teléfonos más, además de los del
servicio de emergencia, para obrar ante cualquier situación de peligro.

La noche siguiente, al subir la escalera del edificio donde vivía, noté


que el apartamento estaba a oscuras, pese a que yo dejaba siempre
encendida una pequeña lámpara de piedra de sal. Temiendo lo peor,
ya yo había adquirido una alarma, pero siempre la dejaba
desconectada, entonces la activé con el mando que guardaba junto a
mis llaves, entreabrí la puerta y ésta empezó a sonar, y asustados
salieron apresuradamente dos personas no identificables, uno de ellos
en su huida hizo un disparo pero sin puntería, pero el otro me dio un
fuerte empujón, aunque por suerte pude proteger la cabeza con mis
manos al caer por la escalera. El ruido de la alarma y del estruendo
producido por el arma de fuego provocó que salieran los vecinos por lo
que los atacantes huyeron a toda velocidad. Más tarde llegó la policía,
y entonces tomaron la cuestión en serio y decidieron abrir una
investigación de inmediato.

La investigación policial no fue necesaria, la INTERPOL ya había


tomado cartas en el asunto, pues al llevarse a Kuingo de la aldea, los
furtivos se encontraron con la fuerte resistencia del Soba y de los
nativos, y habían tenido que disparar dejando tras de sí muertos y
heridos. El Soba había sido fiel a su promesa, pese a arriesgar su vida.
Dos días después quedaba desmantelada la susodicha red
internacional de trata de animales que operaba desde la República
Democrática del Congo y era dirigida desde algunos países europeos.
Las autoridades de varios zoológicos, incluyendo en el que se
encontraba Kuingo, fueron juzgadas con cargos de tráfico de especies
y otros más graves relacionados con la muerte de personas por los
traficantes.

Inmediatamente se me otorgó la custodia de Kuingo, que no se


separaba de mí ni un instante, llenando de ternura y alegría mi casa y
mi vida. Antes de regresar a África para devolverlo a su habitad natural
recibí una llamada telefónica de Fernanda de Lourdes, la chica que me
había abandonado en África con todas sus razones, vivía ahora en
Portugal, estaba sola, y deseaba verme. Comencé de nuevo una
relación sentimental con ella, de inicio virtual, mediante todas las
posibilidades que me ofrecían las redes sociales, facebook, e-Mail,
videoconferencias etc. Decidimos entonces unir nuestras vidas y
casarnos en África. Allí fuimos con Kuingo, y lo llevamos hasta la
aldea, donde nos recibió el viejo Soba, mostrando con orgullo la
cicatriz de una herida sufrida cuando trataba de proteger al pequeño
simio.

La despedida con Kuingo, como esperábamos, resultó triste, tierna, y
un poco dramática, aunque alegre al final. Se fue alejando lentamente
de nosotros sin dejar de mirarnos, hasta la entrada de la floresta. Allí
me miró por ultima vez, movió las manos como en un adiós, emitió un
fuerte grito y entonces apareció de detrás de la maleza una mona
hermosa y robusta, acompañada por dos pequeños monitos con
lunares blancos en la cabeza y en la cola, se acercaron, rozaron sus
mejillas y juntos se adentraron lentamente en la selva, oscura,
impenetrable y misteriosa.

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