Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en
la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua
mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención,
sino porque ello representa un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad.
Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud física y mental y era
perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era.
Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas
personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en
él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad
como para evitar verse intimidada por una imaginación tan obviamente freudiana.
De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le preguntó
qué llevaba en la cesta.
- Un saludable tentempié para mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de
cuidar de sí misma como persona adulta y madura que es -respondió.
- No sé si sabes, querida -dijo el lobo-, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola
estos bosques.
Respondió Caperucita:
- Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella
debido a tu tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial -en tu caso propia
y globalmente válida- que la angustia que tal condición te produce te ha llevado a desarrollar. Y
ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino.
Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de
segregado social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente,
conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella,
devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de conducta completamente válida para cualquier
carnívoro. A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo
femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho.
Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo:
- Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en calorías y
en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca.
- Acércate más, criatura, para que pueda verte -dijo
suavemente el lobo desde el lecho.
- ¡Oh! -repuso Caperucita-. Había olvidado que visualmente
eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes
tienes!
- Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.
- Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!... relativamente
hablando, claro está, y a su modo indudablemente atractiva.
- Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida.
- Y... ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes!
Respondió el lobo:
- Soy feliz de ser quien soy y lo que soy -y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja
con sus garras, dispuesto a devorarla.
Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo,
sino por la deliberada invasión que había realizado de su espacio personal.
Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnicos en
combustibles vegetales, como él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la
cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el
lobo como Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente.
- ¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está
haciendo? -inquirió Caperucita.
El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las
palabras no acudían a sus labios.
- ¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un
Neandhertalense cualquiera y delegar su capacidad de reflexión
en el arma que lleva consigo! -prosiguió Caperucita-. ¡Sexista!
¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los
lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la
ayuda de un hombre?
Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de
la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le
cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el
lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos,
decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada
en la cooperación y el respeto mutuos y, juntos, vivieron felices
en los bosques para siempre.
Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos
sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela.
Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca
había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales
de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni
siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y
una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la
encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una
vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del
campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan
grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una
piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a
mi saludo sin dejar de masticar.
– ¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la
mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan
conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:
Cuántos años han pasado ¿no? Seguramente Ud. está entrecano y con algún diente postizo, igual que yo.
Seguramente tendrá nietos. Yo tengo una que se llama Sidonia. Tuvimos varias discusiones de familia para que no
la llamaran con un sobrenombre, Gordi, por ejemplo. Porque tenía unos rollitos que Ud. se hubiera almorzado con
fruición.
Hablé con mi hija y mi yerno y les conté lo feo que fue para mí darme cuenta, ya de grande, que mi
nombre real se borró de un saque porque a mi abuela se le ocurrió llamarme para siempre como a esa capucha roja
hecha por sus propias manos. Y lo peor es que yo no me daba cuenta. Y el mundo entero la apoyó.
Ud. se preguntará por qué le escribo. Bueno, ya que no lo maté cuatro o cinco veces como por momentos
tuve ganas, hoy quiero atar algunos hilos sueltos de nuestra historia.
Quiero contarle por ejemplo que yo fui al bosque porque mi mamá, con esa maldita costumbre que suelen
tener muchos grandes, me mandaba de delegada frente a mi abuela en lugar de ir ella. ¿No le parece arbitrario que
mamá (sin motivos conocidos) mande a nena chica a que atraviese bosque con lobo para llevar manteca y tortas a
abuela enferma? No entiendo por qué, si Ud. estaba en el bosque y ella lo sabía y también sabía de su apetito, esa
mamá mía no me acompañó o me enseñó a defenderme.
¿A Ud. le enseñaron algo sobre las chicas que iban al bosque? Seguro que le dijeron que yo solamente era
‘comida’ y que para ser un buen lobo había que comerse una chica.
Bueno, ahí andaba yo, sola. Pero el bosque estaba lleno de otras cosas. Además de las flores con las que
mi mamá me dijo que no me entretuviera, había pájaros, escarabajos que hacían divertidas pelotas, cañas para
hacer flautas, olores misteriosos. Me llené de preguntas. ¿Por qué las palomas hacían nidos tan pero tan chatos
que los huevitos se les caían? ¿Por qué el pino y su fruto, la piña, tenían la misma forma puntiaguda? Si se lo
preguntaba a mamá o a mi abuela me contestaban: ‘Porque sí’ o ‘Porque Dios lo quiso’, o que una chica debe
estar ocupada y no andar preguntando pavadas. Alguna vez el leñador me enseñó a orientarme en el bosque
mirando de qué lado crecía el musgo en los árboles. Pero no lo terminé de entender, y lo veía tan poco…
Yo sentía que tanto mi mamá como mi abuela siempre tenían razón. Y esa mala costumbre de que no se
me escaparan pensamientos me ponía bastante mal. Cuando me encontré con Ud. sólo recordé la advertencia de
mamá: ‘Cuidado con el lobo’. Pero –me dije atolondrada- ¿cuidado de qué?
Encima me había entretenido con las flores, dos pecados juntos, pensar si la vieja no estaría equivocada y
tirarme una canita al aire. Para colmo Ud. era amable, poderoso y pícaro. Con una sola pregunta, con tres frases
que me dijo, logró que yo le ubicara la casa de mi abuela que fuéramos los dos para allá, y encima, Ud. por el
camino más corto y yo por el más largo. La muy mamerta sólo hizo lo que sabía: obedecer.
Después, cuando entré a la casa y mi abuela salió con esa idea de que me sacara la ropa y me acostara con
ella, me sentí para el diablo, pero a los mayores no se los contradice y menos si están enfermos.
A partir de ahí poco y nada recuerdo. Sólo el miedo y la oscuridad.
Dicen que Ud. me comió entera. Gracias, eso ayudó a que saliera bien parada. El leñador se portó, hizo lo
suyo ese muchacho. La que salió muy enojada fue mi abuela que repetía todo el tiempo: ‘Yo le dije a tu madre, yo
le dije a tu madre.’
En fin, don Lobo, pasó mucho tiempo. Pero cuando yo salí de su panza y pude sacudirme un poco el
susto, me dije: ‘A éstas ya no les hago más caso.’ No sé si Ud. seguirá tan bestia como antes o cambió un poco
después de semejante experiencia. Lo que sí sé es que sigue vivito y coleando y tiene hijos y nietos como yo. Y
que algo podría haber pensado sobre estas cosas.
Mi mamá y mi abuela siguen diciendo que verdades eran las de antes y que las mujeres no tenemos que
pensar pavadas porque ésa es la voluntad de Dios y si no, nos come el lobo. También es cierto que mi mamá a
veces me mira con curiosidad y una chispa verde parecida a la envidia.
La historia, para mí, siguió para adelante con mi hija, con la nieta. Cada tanto la pequeña Sidonia tiene
que cruzar el bosque. Eso es inevitable, ni siquiera es noticia. Siempre se encuentra con todo lo probable de
encontrar en un bosque. Pero ella sabe algo sobre esas cosas. ¡Con los tiempos que estamos viviendo!
La última vez se encontró con un lobito bastante piola y se hicieron tan pero tan amigos que no dan para
personajes de cuentos como el que vivimos nosotros. Me alegro. Aunque parezca mentira, algo cambió en este
mundo y por lo menos esta nieta mía necesita un cuento diferente.
Desde todos estos años que me sirvieron para mirarme mejor, lo saluda atte.
Caperucita Roja
Mayo 1989