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James Finn Garner

CAPERUCITA ROJA POLÍTICAMENTE CORRECTA

Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en
la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua
mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención,
sino porque ello representa un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad.
Además, su abuela no estaba enferma; antes bien, gozaba de completa salud física y mental y era
perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era.
Así, Caperucita Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas
personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en
él. Caperucita Roja, por el contrario, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad
como para evitar verse intimidada por una imaginación tan obviamente freudiana.
De camino a casa de su abuela, Caperucita Roja se vio abordada por un lobo que le preguntó
qué llevaba en la cesta.
- Un saludable tentempié para mi abuela quien, sin duda alguna, es perfectamente capaz de
cuidar de sí misma como persona adulta y madura que es -respondió.
- No sé si sabes, querida -dijo el lobo-, que es peligroso para una niña pequeña recorrer sola
estos bosques.
Respondió Caperucita:
- Encuentro esa observación sexista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella
debido a tu tradicional condición de proscrito social y a la perspectiva existencial -en tu caso propia
y globalmente válida- que la angustia que tal condición te produce te ha llevado a desarrollar. Y
ahora, si me perdonas, debo continuar mi camino.
Caperucita Roja enfiló nuevamente el sendero. Pero el lobo, liberado por su condición de
segregado social de esa esclava dependencia del pensamiento lineal tan propia de Occidente,
conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela. Tras irrumpir bruscamente en ella,
devoró a la anciana, adoptando con ello una línea de conducta completamente válida para cualquier
carnívoro. A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo
femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho.
Caperucita Roja entró en la cabaña y dijo:
- Abuela, te he traído algunas chucherías bajas en calorías y
en sodio en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca.
- Acércate más, criatura, para que pueda verte -dijo
suavemente el lobo desde el lecho.
- ¡Oh! -repuso Caperucita-. Había olvidado que visualmente
eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes
tienes!
- Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.
- Y, abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!... relativamente
hablando, claro está, y a su modo indudablemente atractiva.
- Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida.
- Y... ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes!
Respondió el lobo:
- Soy feliz de ser quien soy y lo que soy -y, saltando de la cama, aferró a Caperucita Roja
con sus garras, dispuesto a devorarla.
Caperucita gritó; no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo,
sino por la deliberada invasión que había realizado de su espacio personal.
Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnicos en
combustibles vegetales, como él mismo prefería considerarse) que pasaba por allí. Al entrar en la
cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero apenas había alzado su hacha cuando tanto el
lobo como Caperucita Roja se detuvieron simultáneamente.
- ¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está
haciendo? -inquirió Caperucita.
El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las
palabras no acudían a sus labios.
- ¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un
Neandhertalense cualquiera y delegar su capacidad de reflexión
en el arma que lleva consigo! -prosiguió Caperucita-. ¡Sexista!
¡Racista! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los
lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la
ayuda de un hombre?
Al oír el apasionado discurso de Caperucita, la abuela saltó de
la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le
cortó la cabeza. Concluida la odisea, Caperucita, la abuela y el
lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos,
decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada
en la cooperación y el respeto mutuos y, juntos, vivieron felices
en los bosques para siempre.

James Finn Garner: Cuentos infantiles políticamente correctos (1994)


Lief Fearn
CAPERUCITA ROJA. VERSIÓN DEL LOBO

El bosque era mi hogar. Yo vivía allí y me gustaba mucho. Siempre


trataba de mantenerlo ordenado y limpio. Un día soleado, mientras estaba
recogiendo las basuras dejadas por unos turistas sentí unos pasos. Me escondí
detrás de un árbol y vi llegar a una niña vestida de una forma muy divertida:
toda de rojo y su cabeza cubierta, como si no quisieran que la viesen.
Caminaba feliz y comenzó a cortar las flores de nuestro bosque, sin pedir
permiso a nadie, quizás ni se le ocurrió que estas flores no le pertenecían.
Naturalmente, me puse a investigar. Le pregunté quién era, de dónde venía, a
dónde iba, a lo que ella me contestó, cantando y bailando, que iba a casa de su
abuelita con una canasta para el almuerzo. Me pareció una persona honesta,
pero estaba en mi bosque cortando flores. De repente, sin ningún
remordimiento, mató a un mosquito que volaba libremente, pues el bosque
también era para él. Así que decidí darle una lección y enseñarle lo serio que
es meterse en el bosque sin anunciarse antes y comenzar a maltratar a sus
habitantes.
La dejé seguir su camino y corrí a la casa de la abuelita. Cuando llegué
me abrió la puerta una simpática viejecita. Le expliqué la situación y ella estuvo de acuerdo en que
su nieta merecía una lección. La abuelita aceptó permanecer fuera de la vista hasta que yo la llamara
y se escondió debajo de la cama.
Cuando llegó la niña la invité a entrar al dormitorio donde yo estaba acostado vestido con la
ropa de la abuelita. La niña llegó sonrojada, y me dijo algo desagradable acerca de mis grandes
orejas. He sido insultado antes, así que traté de ser amable y le dije que mis grandes orejas eran para
oírla mejor.
Ahora bien, la niña me agradaba y traté de prestarle atención, pero ella hizo otra observación
insultante acerca de mis ojos saltones. Comprenderán que empecé a sentirme enojado. La niña
mostraba una apariencia tierna y agradable, pero comenzaba a caerme antipática. Sin embargo
pensé que debía poner la otra mejilla y le dije que mis ojos me ayudaban a verla mejor. Pero su
siguiente insulto sí me encolerizó. Siempre he tenido problemas con mis grandes y feos dientes y
esa niña hizo un comentario realmente grosero.
Reconozco que debí haberme controlado, pero salté de la cama y le gruñí, enseñándole toda
mi dentadura y gritándole que era así de grande para comérmela mejor. Ahora, piensen ustedes,
ningún lobo puede comerse a una niña. Todo el mundo lo sabe. Pero esa niña empezó a correr por
toda la habitación gritando mientras yo corría detrás suya tratando de calmarla. Como tenía puesta
la ropa de la abuelita y me molestaba para correr me la quité, pero fue mucho peor. La niña gritó
aun más. De repente la puerta se abrió y apareció un leñador con un hacha enorme y afilada. Yo lo
miré y comprendí que corría peligro, así que salté por la ventana y escapé corriendo.
Me gustaría decirles que éste es el final del cuento, pero desgraciadamente no es así. La
abuelita jamás contó mi parte de la historia y no pasó mucho tiempo sin que se corriera la voz de
que yo era un lobo malo y peligroso. Todo el mundo
comenzó a evitarme y a odiarme.
Desconozco que le sucedió a esa niña tan
antipática y vestida de forma tan rara, pero sí les
puedo decir que yo nunca pude contar mi versión.
Ahora ya la conocen…

Lief Fearn: El lobo calumniado


Triunfo Arciniegas
CAPERCITA ROJA. VERSIÓN DEL LOBO ENAMORADO

Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos
sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela.
Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca
había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales
de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni
siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y
una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la
encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una
vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del
campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan
grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una
piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a
mi saludo sin dejar de masticar.
– ¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la
mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan
conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:

–Quiero regalarte una flor, niña linda.


–¿Esa flor? No veo por qué.
–Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.
–No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier
otra.
Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo
regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente
herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la
bicicleta y le di alcance.
–Mira mi reguero de lágrimas.
–¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.
–No me caí.
–Así parece porque no te veo las heridas.
–Las heridas están en mi corazón -dije.
–Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la violencia de una bala.
Volvió a alejarse sin despedirse.
Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba
hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé
toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé
al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer.
Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta,
con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien
caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. “Bonito disfraz”, me dijeron unos borrachos, y
quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus
padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz.
Me alejé como alma que lleva el diablo.
Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
–¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias
plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.
–Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme?
El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
–¿Y qué llevas en el canasto?
–Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?
Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel.
¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si
aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la
abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás
volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije
que sí.
–Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí
con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras
refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy
sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí
algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se
transformaba en ardor en el corazón.
–Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con
mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.
Y me dejó tirado en el camino, quejándome.
Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré
mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.
–La receta funciona –dijo–. Voy a venderla.
Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y
algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y
azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba
de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante
la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador.
Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto
llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:
–Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
–Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo. Le pregunté por qué.
–Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar.
No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor.
Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga,
sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores.
Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar.
No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para
jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de
abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta
vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de
lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el
lobo de la historia.
Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque,
solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a
Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré
otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es
difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro
día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me
enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su
promesa.

Triunfo Aciniegas: Caperucita roja y otras historias perversas


Roald Dahl
CAERUCITA ROJA Y EL LOBO

Estando una mañana haciendo el bobo


le entró un hambre espantosa al Señor Lobo,
así que, para echarse algo a la muela, “Para mejor oírte, que las viejas
se fue corriendo a casa de la Abuela. somos un poco sordas”. “¡Abuelita,
“¿Puedo pasar, Señora?”, preguntó. qué ojos tan grandes tienes!”. “Claro, hijita,
La pobre anciana, al verlo, se asustó son las lentillas nuevas que me ha puesto
pensando: “¡Este me come de un bocado!”. para que pueda verte Don Ernesto
el oculista”, dijo el animal
Y, claro, no se había equivocado:
se convirtió la Abuela en alimento mirándola con gesto angelical
en menos tiempo del que aquí te cuento. mientras se le ocurría que la chica
Lo malo es que era flaca y tan huesuda iba a saberle mil veces más rica
que al Lobo no le fue de gran ayuda: que el rancho precedente. De repente
“Sigo teniendo un hambre aterradora…
¡Tendré que merendarme otra señora!”. Caperucita dijo: “¡Qué imponente
abrigo de piel llevas este invierno!”.
Y, al no encontrar ninguna en la nevera,
gruñó con impaciencia aquella fiera: El Lobo, estupefacto, dijo: “¡Un cuerno!
“¡Esperaré sentado hasta que vuelva O no sabes el cuento o tú me mientes:
Caperucita Roja de la Selva!” ¡Ahora te toca hablarme de mis dientes!
¿Me estás tomando el pelo…? Oye, mocosa,
-que así llamaba al Bosque la alimaña, te comeré ahora mismo y a otra cosa”.
creyéndose en Brasil y no en España-.
Y porque no se viera su fiereza, Pero ella se sentó en un canapé
se disfrazó de abuela con presteza, y se sacó un revólver del corsé,
se dio laca en las uñas y en el pelo, con calma apuntó bien a la cabeza
se puso la gran falda gris de vuelo, y -¡pam!- allí cayó la buena pieza.
zapatos, sombrerito, una chaqueta
y se sentó en espera de la nieta. Al poco tiempo vi a Caperucita
cruzando por el Bosque… ¡Pobrecita!
Llegó por fin Caperucita a mediodía ¿Sabéis lo que llevaba la infeliz?
y dijo: “¿Cómo estás, abuela mía?
Por cierto, ¡me impresionan tus orejas!”. Pues nada menos que un sobrepelliz
que a mí me pareció de piel de un lobo
que estuvo una mañana haciendo el bobo.

Roald Dahl: Cuentos en verso para niños


perversos
Laura Devetach
CARTA AL LOBO

Querido don Lobo:

Cuántos años han pasado ¿no? Seguramente Ud. está entrecano y con algún diente postizo, igual que yo.
Seguramente tendrá nietos. Yo tengo una que se llama Sidonia. Tuvimos varias discusiones de familia para que no
la llamaran con un sobrenombre, Gordi, por ejemplo. Porque tenía unos rollitos que Ud. se hubiera almorzado con
fruición.
Hablé con mi hija y mi yerno y les conté lo feo que fue para mí darme cuenta, ya de grande, que mi
nombre real se borró de un saque porque a mi abuela se le ocurrió llamarme para siempre como a esa capucha roja
hecha por sus propias manos. Y lo peor es que yo no me daba cuenta. Y el mundo entero la apoyó.
Ud. se preguntará por qué le escribo. Bueno, ya que no lo maté cuatro o cinco veces como por momentos
tuve ganas, hoy quiero atar algunos hilos sueltos de nuestra historia.
Quiero contarle por ejemplo que yo fui al bosque porque mi mamá, con esa maldita costumbre que suelen
tener muchos grandes, me mandaba de delegada frente a mi abuela en lugar de ir ella. ¿No le parece arbitrario que
mamá (sin motivos conocidos) mande a nena chica a que atraviese bosque con lobo para llevar manteca y tortas a
abuela enferma? No entiendo por qué, si Ud. estaba en el bosque y ella lo sabía y también sabía de su apetito, esa
mamá mía no me acompañó o me enseñó a defenderme.
¿A Ud. le enseñaron algo sobre las chicas que iban al bosque? Seguro que le dijeron que yo solamente era
‘comida’ y que para ser un buen lobo había que comerse una chica.
Bueno, ahí andaba yo, sola. Pero el bosque estaba lleno de otras cosas. Además de las flores con las que
mi mamá me dijo que no me entretuviera, había pájaros, escarabajos que hacían divertidas pelotas, cañas para
hacer flautas, olores misteriosos. Me llené de preguntas. ¿Por qué las palomas hacían nidos tan pero tan chatos
que los huevitos se les caían? ¿Por qué el pino y su fruto, la piña, tenían la misma forma puntiaguda? Si se lo
preguntaba a mamá o a mi abuela me contestaban: ‘Porque sí’ o ‘Porque Dios lo quiso’, o que una chica debe
estar ocupada y no andar preguntando pavadas. Alguna vez el leñador me enseñó a orientarme en el bosque
mirando de qué lado crecía el musgo en los árboles. Pero no lo terminé de entender, y lo veía tan poco…
Yo sentía que tanto mi mamá como mi abuela siempre tenían razón. Y esa mala costumbre de que no se
me escaparan pensamientos me ponía bastante mal. Cuando me encontré con Ud. sólo recordé la advertencia de
mamá: ‘Cuidado con el lobo’. Pero –me dije atolondrada- ¿cuidado de qué?
Encima me había entretenido con las flores, dos pecados juntos, pensar si la vieja no estaría equivocada y
tirarme una canita al aire. Para colmo Ud. era amable, poderoso y pícaro. Con una sola pregunta, con tres frases
que me dijo, logró que yo le ubicara la casa de mi abuela que fuéramos los dos para allá, y encima, Ud. por el
camino más corto y yo por el más largo. La muy mamerta sólo hizo lo que sabía: obedecer.
Después, cuando entré a la casa y mi abuela salió con esa idea de que me sacara la ropa y me acostara con
ella, me sentí para el diablo, pero a los mayores no se los contradice y menos si están enfermos.
A partir de ahí poco y nada recuerdo. Sólo el miedo y la oscuridad.
Dicen que Ud. me comió entera. Gracias, eso ayudó a que saliera bien parada. El leñador se portó, hizo lo
suyo ese muchacho. La que salió muy enojada fue mi abuela que repetía todo el tiempo: ‘Yo le dije a tu madre, yo
le dije a tu madre.’
En fin, don Lobo, pasó mucho tiempo. Pero cuando yo salí de su panza y pude sacudirme un poco el
susto, me dije: ‘A éstas ya no les hago más caso.’ No sé si Ud. seguirá tan bestia como antes o cambió un poco
después de semejante experiencia. Lo que sí sé es que sigue vivito y coleando y tiene hijos y nietos como yo. Y
que algo podría haber pensado sobre estas cosas.
Mi mamá y mi abuela siguen diciendo que verdades eran las de antes y que las mujeres no tenemos que
pensar pavadas porque ésa es la voluntad de Dios y si no, nos come el lobo. También es cierto que mi mamá a
veces me mira con curiosidad y una chispa verde parecida a la envidia.
La historia, para mí, siguió para adelante con mi hija, con la nieta. Cada tanto la pequeña Sidonia tiene
que cruzar el bosque. Eso es inevitable, ni siquiera es noticia. Siempre se encuentra con todo lo probable de
encontrar en un bosque. Pero ella sabe algo sobre esas cosas. ¡Con los tiempos que estamos viviendo!
La última vez se encontró con un lobito bastante piola y se hicieron tan pero tan amigos que no dan para
personajes de cuentos como el que vivimos nosotros. Me alegro. Aunque parezca mentira, algo cambió en este
mundo y por lo menos esta nieta mía necesita un cuento diferente.
Desde todos estos años que me sirvieron para mirarme mejor, lo saluda atte.

Caperucita Roja
Mayo 1989

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