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El orden internacional luego del COVID-19: el mundo incierto que


afrontaremos
Johan Ríos Rivas

A lo largo de la historia registrada, las plagas y pandemias han sido una tremenda
fuente de inestabilidad en los asuntos humanos. Durante los últimos meses, muchos
académicos han formulado posibles secuelas que la pandemia dejará en el mundo.
Unos afirman que nos encontramos en un turning point de la historia moderna: un
reshape del orden internacional. Otros predicen que la pandemia provocará un nuevo
orden mundial liderado por China. Hay quienes afirman que la pandemia acelerará la
historia en lugar de remodelarla; otros esperan que marque el comienzo de una nueva
era de cooperación global. Y aún otros proyectan que se alzarán los nacionalismos en
muchos partes del mundo, socavando el libre comercio. ¿Frente a qué futuro nos
enfrentamos?

El papel de los Estados Unidos como líder mundial en las últimas siete décadas se ha
construido no solo sobre la riqueza y el poder, sino también, y de igual importancia,
sobre la legitimidad que fluye de la gobernanza interna de los Estados Unidos, la
provisión de bienes públicos globales, y la capacidad y voluntad para reunir y coordinar
una respuesta global a las crisis. La pandemia del coronavirus está probando los tres
elementos del liderazgo estadounidense. Sin embargo, Washington no ha reunido al
mundo en un esfuerzo colectivo para enfrentar el virus o sus efectos económicos.
Además, tampoco ha reunido al mundo para seguir su ejemplo al abordar la
enfermedad en su territorio. Pero no hablo de una reducción en su poder económico o
militar (capacidad de actuar), sino de una vacilación en su voluntad de actuar. Y, claro,
el presidente Donald Trump se ha encargado de transmitir el poco interés, ya sea en
alianzas o en mantener el papel principal tradicional de los Estados Unidos para
abordar los principales problemas globales, con su ya célebre mensaje American First,
que prometía que Estados Unidos sería más fuerte y más próspero si hiciera menos en
el extranjero, y enfocara sus energías en los asuntos internos. En cierta medida, creo
que la COVID-19 reforzará dicho mensaje entre los ciudadanos americanos, en tanto
ahora son el foco infeccioso del virus en el mundo.

A medida que Washington vacila, Beijing se mueve rápida y hábilmente para


aprovechar la apertura creada por los errores de Estados Unidos, llenando el vacío
para posicionarse como el líder mundial en la respuesta a la pandemia. Está trabajando
para promocionar su propio sistema, proporcionar asistencia material a otros países e
incluso organizar a otros gobiernos. Aunque la vida en China aún no ha vuelto a la
normalidad, Beijing está trabajando para convertir estos primeros signos de éxito en
una narrativa más amplia para transmitir al resto del mundo, una que haga que China
sea el jugador esencial en la recuperación mundial que se avecina al tiempo que
elimina su mala gestión anterior de la crisis –incluso, se discute la posibilidad que
Beijing sea responsable internacionalmente. La ventaja de Beijing en asistencia
material se ve reforzada por el simple hecho de que gran parte de lo que el mundo
depende para luchar contra el coronavirus se hace en China: mascarillas, respiradores,
ingredientes farmacéuticos, entre otros.

En segundo lugar, el nuevo coronavirus se perfila como una enorme prueba para la
globalización. La pandemia ha devastado países abiertos y cerrados, ricos y pobres,
orientales y occidentales. A medida que las cadenas de suministro se rompen y las
naciones acumulan suministros médicos y se apresuran a limitar los viajes, la crisis
está obligando a una importante reevaluación de la economía global interconectada. La
globalización no solo ha permitido la rápida propagación de enfermedades contagiosas,
sino que ha fomentado una profunda interdependencia entre las empresas y las
naciones que las hace más vulnerables a las crisis inesperadas. Ello, es una prueba
más de que la globalización es una realidad, no una elección. Lo que falta es cualquier
signo de una respuesta global significativa. La ley de Newton —que por cada acción
hay una reacción opuesta e igual— aparentemente ha sido suspendida. Pero, con ello
no quiero decir que la globalización haya fallado. La lección es que la globalización es
frágil, a pesar de o incluso debido a sus beneficios.

Por otro lado, muchos presidentes en todo el mundo han autodefinido a esta situación
como “una guerra contra un enemigo invisible”. Cuando los líderes aceptaron que la
guerra contra la COVID-19 era necesaria, pronto se dieron cuenta de que carecían de
armas. Se estima que para producir una vacuna todavía faltan entre 12 y 18 meses.
Exactamente, la pandemia ha resaltado dos realidades: ningún país, por poderoso que
sea, puede enfrentarla con éxito por sí misma, y el fracaso de las organizaciones
internacionales para apalear estos desafíos. La triste pero inevitable verdad es que,
aunque la frase "comunidad internacional" se usa como si ya existiera, es
principalmente aspiracional, y se aplica a pocos aspectos de la geopolítica en la
actualidad. Esto no cambiará en el corto plazo.

Las principales respuestas a la pandemia han sido nacionales, no internacionales. Y


una vez que pase la crisis, el énfasis cambiará a la recuperación nacional.
Posiblemente haya un enfoque renovado en el potencial de interrupción de las cadenas
de suministro junto con un deseo de estimular la fabricación nacional. El comercio
mundial se recuperará en parte, pero por algunos meses una mayor parte será
administrada por los gobiernos en lugar de los mercados. Una razón para este
pesimismo es que la cooperación entre los dos países más poderosos del mundo es
necesaria para enfrentar la mayoría de los desafíos globales; sin embargo, las
relaciones entre Estados Unidos y China se han deteriorado durante los últimos años.
La pandemia está exacerbando la fricción entre ambos países.

Finalmente, es probable que la pandemia refuerce la recesión de las instituciones


democráticas y la (des)protección de los derechos humanos durante los últimos años.
Hoy observamos un papel más amplio del gobierno en la sociedad, ya sea para
restringir el movimiento de poblaciones o proporcionar ayuda económica. Las
libertades civiles están siendo tratadas como víctimas de esta guerra. En Europa, la
propagación de la COVID-19 ha puesto de manifiesto – nuevamente– el
cuestionamiento al control de las fronteras y el problema de la deuda. Y, en los países
de renta baja, la debilidad estatal ha sido un problema global significativo durante
décadas, pero el costo económico de la pandemia creará estados aún más débiles o
fallidos.

Además, la resistencia en gran parte del mundo desarrollado a aceptar grandes


cantidades de inmigrantes y refugiados, una tendencia que había sido visible durante
al menos la última mitad de la década, también se intensificará con la pandemia. Esto
se debe en parte a la preocupación por el riesgo de importar enfermedades
infecciosas; además, el alto desempleo hará que las sociedades desconfíen de aceptar
personas externas. Esta oposición crecerá incluso a medida que el número de personas
desplazadas y refugiados, ya en niveles históricos, continúe aumentando
significativamente a medida que las economías ya no puedan mantener a sus mismos
ciudadanos.

Esta crisis debería traer un compromiso renovado para construir un orden internacional
más robusto, tan igual como la calamidad de la Segunda Guerra Mundial condujo a
acuerdos que promovieron la paz, la prosperidad y la democracia durante el siglo XX.
Sin embargo, ¿el mundo de hoy es el mismo de 1945? No, hoy el poder se distribuye
en muchas más manos, tanto estatales como no estatales. Ningún actor disfruta de la
posición que los Estados Unidos disfrutaba en 1945. Es incierto el futuro que
afrontaremos. Lo único cierto es que esta pandemia nos ha dado una lección de
humanidad: la solidaridad, empatía y fraternidad como dones del ser humano
necesarios para la superación de tiempos calamitosos.

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