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Gail Downey “¡Vamos, corte!

”, decía Gail
Downey mientras estaba acostada en su cama del hospital,
mirando al techo. Su cabello estaba bien lavado y cepillado,
pero su expresión era rígida. “Quiero una lobotomía.
Firmaré los papeles. Ya no puedo soportar esto”. Gail era
una mujer divorciada atractiva, de 34 años de edad, y con
tres hijos. Durante cinco años había sufrido depresión, pero
no manías o hipomanías. Su tratamiento había estado
marcado por intentos frecuentes de suicidio y
hospitalizaciones. En su episodio actual, que había durado
casi cinco semanas, se sentía muy deprimida casi todo el
día. Refería que permanecía despierta todas las noches
hasta horas avanzadas; carecía de ánimo, interés o apetito.
Con frecuencia lloraba y se encontraba tan distraída por su
torbellino emocional que su jefe la había dejado irse con
renuencia. A Gail se le habían prescrito por lo menos seis
antidepresivos, con frecuencia en combinación. La mayor
parte parecían ayudar al inicio para la depresión, que por lo
menos mejoraban en grado suficiente su estado de ánimo
para poder regresar a casa. Tuvo una respuesta favorable a
cada uno de los ciclos de terapia electroconvulsiva. Después
de pocos meses de cada tratamiento recaía y regresaba al
hospital, muchas veces con una serie nueva de puntadas en
la muñeca. En un descuido breve durante la hospitalización
actual, había deglutido una dosis casi letal de hidrato de
cloral. © Editorial El manual moderno Fotocopiar sin
autorización es un delito. 614 Pacientes y diagnósticos
Después de que los padres de Gail se divorciaron cuando
tenía nueve años de edad, fue criada por su madre. Desde
los 13 años, Gail fue arrestada en tres o cuatro ocasiones
por llevarse objetos pequeños, como una pantaleta o un
lápiz labial, de alguna tienda departamental. Cada uno de
estos incidentes se había presentado cuando ella estaba
bajo estrés, por lo general, porque algo iba mal en un
empleo o una relación interpersonal. Antes de robarse los
objetos sentía mucha presión que iba en aumento y sentía
una alegría casi explosiva cada vez que salía de la tienda con
su trofeo en la bolsa de su abrigo. Sin embargo, cada que la
descubrían la liberaban, para llevarla con su madre, una vez
tuvo que pagar una fianza. El episodio más reciente se había
presentado justo antes de esta hospitalización. En esta
ocasión, los cargos se habían retirado debido a sus intentos
de suicidio. Los antecedentes médicos de Gail formaban
todo un catálogo sintomático. Incluían retención urinaria,
sensación de opresión en la garganta que parecía asfixiarla,
dolores torácicos, cólico premenstrual intenso, episodios de
vómito, diarrea crónica, palpitaciones, cefalea migrañosa—
un neurólogo decía que “no era típica”—, e incluso un
episodio de ceguera (a partir del cual ella se había
recuperado sin tratamiento). En la época del divorcio, el
esposo de Gail había indicado que ella era “frígida”, y con
frecuencia refería dolor durante el coito. Comenzó a recibir
medicamentos en la adolescencia y había visitado médicos
por más de 30 síntomas distintos. Los médicos nunca
encontraron algún problema físico grave; le prescribían
tranquilizantes o la referían con una serie de psiquiatras.
Después de varios años, Gail tuvo que dejar su
departamento y su esposo había obtenido la custodia de sus
tres hijos. La única persona que no era médico y con la que
ella hablaba era su madre. Ahora ella estaba exigiendo una
cirugía que cortara de manera permanente algunas de las
conexiones de su cerebro. Evaluación de Gail Downey Gail
tenía síntomas más que suficientes (estado de ánimo
deprimido, anhedonia, insomnio, anorexia, ideas suicidas,
pérdida de la energía, dificultad para pensar) para justificar
en ella un diagnóstico de episodio depresivo mayor para su
cuadro actual. Cualquier paciente que se presente por
depresión grave debe ser valorado para descartar un
trastorno depresivo mayor (principio F), que tiene potencial
de poner en riesgo la vida y con frecuencia responde con
rapidez a la terapia apropiada. Gail tenía el antecedente de
episodios numerosos de depresión, pero carecía de manías
o hipomanías, así como de síntomas psicóticos; también en
apariencia se había recuperado durante por lo menos dos
meses entre cada episodio. Así, en ella podría justificarse un
diagnóstico de trastorno depresivo mayor recurrente. Los
intentos suicidas persistentes lo señalarían como grave, sin
características psicóticas. El cuadro clínico no aporta
información suficiente para respaldar otros especificadores.
Sin embargo, el hecho de que la depresión de Gail hubiera
sido tratada con tanta frecuencia y de manera tan poco
exitosa constituye un problema. La respuesta al tratamiento
típico de un trastorno es un punto a favor del mismo
(principio S), pero, ¿es posible decir lo contrario? No existe
algún principio diagnóstico en ese sentido, pero quizá
debería existir: “la falta de respuesta repetida al
tratamiento típico debe obligar a descartar algún otro
trastorno”. © Editorial El manual moderno Fotocopiar sin
autorización es un delito. Gail Downey 615 Sin embargo,
desde su adolescencia Gail también tuvo distintos síntomas
somáticos, por lo menos algunos de los cuales (como la
migraña) eran atípicos, de manera que es necesario
considerar un trastorno de síntomas somáticos (principio
D), se evaluarán de dos formas: en primer lugar, a partir de
la descripción oficial del DSM-5, y luego, con los
lineamientos antiguos del DSM-IV para el trastorno de
somatización. Ella se ajustaría de manera apropiada a la
primera: por lo menos un síntoma somático que genera
tensión intensa y altera la vida en forma importante. Se
había mantenido sintomática durante mucho más que los
seis meses requeridos y había experimentado un grado
intenso de ansiedad como consecuencia de sus síntomas.
Por supuesto, también cumpliría los criterios del DSM-IV
para el trastorno de somatización, mucho más valiosos para
la identificación de la patología existente. Estos síntomas
mostraban una distribución apropiada para justificar el
diagnóstico. Entre los trastornos médicos y neurológicos
que deben descartarse se encuentran la esclerosis múltiple,
los tumores de la médula espinal, las enfermedades
cardiacas y pulmonares. El hecho de que ella hubiera
recibido tratamiento sin éxito de muchos médicos reduce la
probabilidad de que en vez de esto tuviera distintas
afecciones médicas (principio C). El caso clínico no aporta
evidencia de que Gail fingiera en forma conciente sus
síntomas para lograr una ganancia (simulación) o por
motivos menos concretos (trastorno facticio). No se
requiere algún diagnóstico adicional para la anorexia de Gail
(principio M); cualquier problema para el mantenimiento
del peso corporal no derivaba de la renuencia a ingerir
alimentos, sino de su falta de apetito. Su insomnio podría
recibir un diagnóstico independiente (trastorno de insomnio
con trastorno mental del sueño no REM comórbido) si
tuviera intensidad suficiente para justificar una valoración
clínica independiente; ese no era el caso. De manera similar,
su disfunción sexual no podría codificarse por separado—
incluso, si el caso clínico diera datos específicos suficientes
en torno a su naturaleza precisa—, debido a que puede
explicarse con facilidad como un síntoma que forma parte
del trastorno de síntomas somáticos. Y ella no cursaba con
abuso de sustancias, de tal manera que se trata de otro
elemento que puede eliminarse de la lista. Por último, los
antecedentes de Gail revelaban un patrón repetido de robo
en tiendas (vea cleptomanía, p. 390), que se caracterizaba
por tensión y liberación. Estas características no pueden
explicarse con base en la ira o la venganza, o a partir de
algún otro trastorno mental. De esta manera debe
asignársele un diagnóstico de cleptomanía (principio V). De
esta forma, Gail contaba con tres diagnósticos mentales
codificables. ¿En qué orden deben mencionarse? Su
trastorno depresivo mayor tenía gravedad suficiente como
para haber constituido el eje central del tratamiento
durante por lo menos cinco años; al inicio del tratamiento,
esa estrategia quizá habría sido válida (principio X). Sin
embargo, ahora ese mismo principio X sugiere algo distinto:
si se convierte al trastorno de somatización —puede
denominársele trastorno de síntomas somáticos en
reconocimiento al DSM-5—en el punto central de su
atención, sugerirá un abordaje común para atender varios
de sus problemas. Si bien en los criterios del trastorno de
síntomas somáticos no se especifica la gravedad, el médico
de Gail, quien deseaba indicar la gravedad que había tenido
su enfermedad, recurrió a la “prerrogativa del médico” y
calificó su enfermedad como grave. El caso clínico aporta
información escasa acerca de su personalidad; se necesita
agregar una nota en su resumen diagnóstico que indique la
necesidad de una exploración más detallada. Además, es
mejor evitar establecer un diagnóstico de trastorno de la
personalidad en tanto la de- © Editorial El manual moderno
Fotocopiar sin autorización es un delito. 616 Pacientes y
diagnósticos presión y otras cuestiones son tan agudas
(principio W). Si se consideran todos sus antecedentes
recientes, se le asignaría una calificación EEAG baja de 40.
F45.1 [300.82] Trastorno de síntomas somáticos, grave
F33.2 [296.33] Trastorno depresivo mayor, recurrente,
grave, sin características psicóticas F63.2 [312.32]
Cleptomanía Z56.9 [V62.29] Desempleada Z65.3 [V62.5]
Pérdida de la custodia de los hijos Z59.0 [V60.0] Desalojada
Reena Walters Reena Walters se sentía muy contenta al
contar su historia al grupo de estudiantes. En los cuatro días
que había estado hospitalizada—en esta ocasión—,
permaneció casi siempre sentada, esperando que se le
hicieran muchas pruebas. “Temo que sea un aneurisma”, le
dijo al grupo con una sonrisa irónica. “Tuve una convulsión
el día de Navidad, justo cuando estábamos por cortar el
pavo, y en vez de eso terminé aquí. Soy pediatra, y tengo
muchas cosas mejores que hacer”. “Pero, ¿cómo llegó usted
aquí, a la unidad de aislamiento?”, preguntó el estudiante
que la entrevistaba. Reena se acomodó en su silla. “Es el
único servicio del hospital que no tiene televisión en las
habitaciones”. El estudiante pareció perplejo. “Temen que
mis convulsiones se exacerben por el centelleo de la
televisión”, explicó con paciencia. “Estás familiarizado con el
fenómeno de las convulsiones inducidas, ¿verdad? Bien. Al
pasar de los años tuve un par de pacientes pequeños con el
mismo problema. Nunca pensé que algún día yo sería la
afectada”. Estaba bien controlada en el momento, con un
medicamento—el nombre del cual no podía recordar—.
Reena continuó su historia. Había crecido cerca de
Modesto, California, hija de granjeros que vivían de la
recolección de fruta y de la siembra de jitomate. La familia
se había mudado en muchas ocasiones, de manera que para
cuando ella tenía 18 años de edad había acudido
“literalmente, a docenas de escuelas distintas”. Sin
embargo, un comité de becas en su última preparatoria la
había sacado de los campos y enviado a la universidad. A
partir de ahí, su inteligencia y determinación de escapar del
estilo de vida de sus padres la condujeron por la escuela
médica en el sur de California, hasta una carrera para cuidar
de los niños. Había sido un elemento instrumental, señaló
con orgullo, para desarrollar una de las pruebas definitivas
para la fibrosis quística en los neonatos. “Creo que fue mi
momento más brillante”, casi susurró. Ahora tenía 59 años,
y de lo que más se arrepentía era de un legrado mal elegido
y una histerectomía subsecuente cuando tenía poco más de
30 años, que implicaron que nunca sería capaz de tener
hijos propios. A esas alturas, el estudiante que la
entrevistaba no estaba seguro de qué interrogar a
continuación. “Quizá a usted le gustaría oír acerca de mi
familia”, ofreció Reena con una sonrisa amable. Le habló
sobre su padre—un hombre silencioso y gentil que nunca
había dicho una mala palabra— y su madre—que todavía
vivía a los 97 años, una santa entre las mujeres, que todavía
manejaba su propio auto—. Reena se había casado dos
veces, primero con un estudiante de medicina que era su
compañero, que años antes había muerto siendo misionero
médico en Uganda. Alrededor de © Editorial El manual
moderno Fotocopiar sin autorización es un delito. Reena
Walters 617 10 años después se casó de nuevo, esta vez con
un psiquiatra que todavía trabajaba en el pueblo donde
vivían. Debido a su carga de trabajo, todavía no había
podido visitarla. “¿Pudiera decirnos cómo llegó al hospital?
—Quiero decir, ¿qué es lo que obligó a la hospitalización?”
Reena explicó que cuando se presentaban sus convulsiones,
con frecuencia tenía comportamientos automáticos. “Se
conoce como crisis parcial compleja, ¿sabe? Bueno. Pierdo
la conciencia en torno al sitio en que me encuentro, pero mi
cuerpo sigue actuando. Puedo caminar y caminar, en
ocasiones kilómetros. En esta ocasión me encontraron fuera
de la casa de un actor que yo solía tratar. La policía dijo que
estaba ‘espiándolo”. Se rió con un humor contagioso, y la
clase se unió a ella.

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