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Como es conocido, el
sistema de reproducción sexual se caracteriza por la diferenciación de dos formas, de dos
sexos, dando lugar al dimorfismo sexual. La especie prosperará con la fecundación, es
decir, con la fusión de los gametos. La combinación al azar de los cromosomas generará
la diversidad necesaria para optimizar la adaptación al medio. Si consideramos que la
fecundación es clave en la evolución de las especies, habiendo diferenciado las partes, la
naturaleza tuvo que «inventar» un sistema de atracción entre las partes, los sexos, para
hacer posible la reproducción. Este sistema de atracción entre ellas es el origen del
impulso sexual, que graba en el cerebro los mecanismos anatomo-neuroendocrinos 2
necesarios para activar sistemas de conducta interactivos entre las partes.
El segundo momento se produce por las siguientes razones: a medida que las especies
evolucionan a lo largo de la escala filogenética, estas se hacen más complejas. Tal
complejidad se expresa en el hecho de que las crías nacen en precario, inacabadas.
Nacen dependientes sin capacidad de sobrevivir por sí mismas. Si consideramos que el
sistema de reproducción sexual fue un gran avance para la supervivencia, adaptación y
evolución de las especies, de nada hubiese servido si en este momento de la evolución
no se hubiese instaurado un nuevo sistema: la vinculación entre las crías y sus
progenitores. Es el origen del sistema de apego. Este nuevo sistema garantiza las
conductas necesarias entre las partes, que aportan a las crías la alimentación y los
aprendizajes básicos para alcanzar la madurez necesaria y la autonomía individual. De
este modo el ciclo continúa. Los nuevos individuos, ya autónomos, soportarán la presión
ambiental de modo que los más aptos serán capaces de reproducirse.