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El ángel del santuario

Con esta fe amortiguada —como un brasero que tiene los carbones rojos ocultos por la ceniza
— entró aquel día en el santuario. Junto a él, los 50 sacerdotes de su «clase», la de Abías, la
octava de las veinticuatro que había instituido David. Estos grupos de sacerdotes se turnaban
por semanas, con lo que a cada grupo le tocaba sólo dos veces al año estar de servicio.

Y aquel día fue grande para Zacarías. Reunidos los 50 en la sala llamada Gazzith se sorteaba —
para evitar competencias— quién sería el afortunado que aquel día ofrecería el «sacrificio
perpetuo». El maestro de ceremonias decía un número cualquiera. Levantaba des-

pués, al azar, la tiara de uno de los sacerdotes. Y, partiendo de aquél a quien pertenecía la
tiara, se contaba —todos estaban en círculo— hasta el número que el maestro de ceremonias
había dicho. El afortunado era el elegido, a no ser que otra vez hubiera tenido ya esta suerte.
Porque la función de ofrecer el incienso sólo podía ejercerse una vez en la vida. Si el designado
por la suerte había actuado ya alguna vez, el sorteo se repetía a no ser que ya todos los
sacerdotes presentes hubieran tenido ese honor.

Para Zacarías fue, pues, aquél, «su» gran día. Pero aún no se imaginaba hasta qué punto.

Avanzó, acompañado de los dos asistentes elegidos por él, llevando uno un vaso de oro lleno
de incienso y otro un segundo vaso, también de oro, rebosante de brasas. Todos los demás
sacerdotes ocuparon sus puestos. Sonó el «magrephah» y los fieles, siempre numerosos, se
prosternaron en el atrio los hombres y las mujeres en su balcón reservado. Tal vez Isabel
estaba entre ellas y se sentía orgullosa pensando en la emoción que su esposo —elegido por la
bondad de Dios— experimentaría. En toda el área del templo había un gran silencio. Vieron
entrar a Zacarías en el «Santo», observaron luego el regreso —andando siempre de espaldas—
de los dos asistentes que habían dejado sobre la mesa sus dos vasos de oro. Dentro, Zacarías
esperaba el sonido de las trompetas sacerdotales para derramar el incienso sobre las brasas.
La ceremonia debía durar pocos segundos.

Luego, debía regresar con los demás sacerdotes, mientras los levitas entonaban el salmo del
día. Estaba mandado que no se entretuviera en el interior.

Zacarías estaba de pie, ante el altar. Vestía una túnica blanca, de lino, cuyos pliegues recogía
con un cinturón de mil colores. Cubierta la cabeza, descalzos y desnudos los pies por respeto a
la santidad del lugar. A su derecha estaba la mesa de los panes de la proposición, a su
izquierda el áureo candelabro de los siete brazos.

Sonaron las trompetas y Zacarías iba a inclinarse, cuando vio al ángel. Estaba al lado derecho
del altar de los perfumes (Le 1,11) dice puntualmente el evangelista. Zacarías entendió
fácilmente que era una aparición: ningún ser humano, aparte de él, podía estar en aquel lugar.
Y Zacarías no pudo evitar el sentir una gran turbación.

Fue entonces cuando el ángel le hizo el gran anuncio: tendría un hijo, ése por el que él rezaba,
aunque ya estaba seguro de que pedía un imposible. Esta mezcla de fe e incredulidad iba a
hacer que la respuesta de Dios fuese, a la vez, generosa y dura. Generosa concediéndole lo que
pedía, dura castigándole por no haber creído posible lo que suplicaba. Aquella lengua suya,
que rezaba sin fe suficiente, quedaría atada hasta que el niño naciese.

En la plaza, mientras tanto, se impacientaban. A la extrañeza por la tardanza


antirreglamentaria del sacerdote, sucedió la inquietud.
Los ojos de todos —los de Isabel especialmente, si es que estaba allí— se dirigían a la puerta
por la que Zacarías debía salir. ¿Qué estaba pasando dentro?

Cuando el sacerdote reapareció, todos percibieron en su rostro que algo le había ocurrido. Y,
cuando fueron a preguntarle si se encontraba bien, Zacarías no pudo explicárselo. Estaba
mudo. Muchos pensaron que algo milagroso le había ocurrido dentro. Otros creyeron que era
simplemente la emoción lo que cortaba su habla.

Isabel sintió, más que nadie, que un temblor recorría su cuerpo. Pero sólo cuando —concluida
la semana de servicio— Zacarías regresó a su casa y le explicó, con abrazos y gestos, entendió
que la alegría había visitado definitivamente su casa.

Desde aquello, habían pasado seis meses sin que se difundiera la noticia de lo ocurrido a
Isabel: ni sus parientes de Nazaret lo sabían.

La anciana embarazada había vivido aquel tiempo en soledad. Tenía razones para ello: el pudor
de la vieja que teme que se rían de ella quienes la ven en estado; la obligación de agradecer a
Dios lo que había hecho con ella; y, sobre todo, la necesidad de meditar largamente lo que
Zacarías —seguramente por gestos o por escrito— le había explicado después con más calma
sobre quién sería aquel hijo suyo:

Todos se alegrarán de su nacimiento porque será grande en la presencia del Señor. No beberá
vino ni licores y, desde el seno de su madre, será lleno del Espíritu santo; y a muchos de los
hijos de Israel convertirá al Señor su Dios y caminará delante del Señor en el espíritu y poder
de Elías... a fin de preparar al Señor un pueblo bien dispuesto (Le 1,14-17).

¿Qué era todo aquello? ¿Qué significaba aquel anuncio de santificación desde el seno
materno? ¿Qué función era esa de preparar los caminos al Señor y cómo podría realizarla
aquel niño que sentía crecer en sus entrañas?

José Luis Martín Descalzo

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