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¿Se puede hacer algo para mejorar a Colombia?

 
Discurso en la entrega de diplomas de postgrado en la universidad Eafit

El mundo contemporáneo, todos somos conscientes de ello, ha ido prolongando más y más el tiempo que los jóvenes pasan en los
salones de clase, y exige de todos una formación cada vez mayor. Hace cuarenta años apenas unos pocos colombianos, 6000 más o
menos, terminaban cada año la formación universitaria, y recibían un título que era la llave para entrar a un mundo lleno de
promesas. Los profesionales ingresaban, en forma casi automática, a un grupo privilegiado, con derecho a dirigir el país, con
ingresos altos y una vida futura asegurada. Muy pocos obtenían, y no era necesario hacerlo, un título de postgrado: los médicos
especialistas y quienes, con el apoyo de instituciones colombianas o gobiernos extranjeros, iban a buscar el perfeccionamiento
académico en el exterior.  

En nuestros días cada año reciben el título universitario cerca de cien mil personas, y son muchos los que reciben sus diplomas de
especialistas o culminan una maestría o incluso un doctorado. No sabría decir si el país ha mejorado mucho con este cambio, si su
capital intelectual es hoy mucho más rico que hace cuatro décadas. Pero lo que si es claro es que, desde el punto de vista del
graduado, lo que se le ofrece ya no es una vida de seguridad sino de inquietud, ya no es un sitio seguro en la sociedad y el mundo
del trabajo, sino un ambiente de incertidumbre, ya no es un papel definido en la conducción de la sociedad sino la posición inestable
en un mundo de incesante competencia. En cierto modo, parecería que los títulos académicos se han devaluado, o al menos que los
bienes y fortunas que prometían deben ahora repartirse entre un divisor inmenso. Se ha democratizado el conocimiento, y esto
quiere decir que ya no genera tan fácilmente el privilegio.  

 Lo anterior no sería muy grave si quienes concluyen sus estudios entrarán a un país próspero y sosegado. La Colombia que mi
generación y las que nos han precedido ha construido no es muy satisfactoria. En muchos aspectos, los problemas colombianos
identificados y diagnosticados hace años no se han resuelto, y más bien se han agravado. Hace quince o veinte años, los
colombianos soñaban con superar la pesadilla, que hoy, desde nuestra perspectiva, vemos que apenas comenzaba, del narcotráfico
y la violencia urbana; hace treinta creían que poco a poco la guerrilla perdería su capacidad de acción y la paz retornaría al campo,
que el desarrollo económico nos llevaría pronto al bienestar general y el UPAC daría casa a todos los colombianos. Los gobiernos y
los dirigentes políticos prometieron reducir el desempleo, eliminar la miseria, mejorar la distribución del ingreso, dar educación
básica a  todos los colombianos, eliminar la corrupción, recuperar el respeto a la ley. No eran metas imposibles, y en algunos
aspectos el país ha avanzado, pero sería de un optimismo ingenuo ignorar que hoy la zozobra y la inquietud se apoderan del espíritu
y de la imaginación de los colombianos.  

Nadie tiene hoy esperanzas muy claras y razonables, y algunas de las promesas incumplidas, como la de la eliminación de la
miseria, simplemente han dejado de mencionarse. El país, sentimos muchos, enfrenta problemas más graves que antes, o en grados
más agudos: el sistema político funciona a medias, con una población que, aunque elige, con algo de apatía, a sus gobernantes,
luego siente que no la representan y considera que no son dignos de confianza y apoyo. La corrupción, el clientelismo, el rechazo a
participar en la vida pública, parecen cada vez más fuertes. En la vida social, la desconfianza ha reemplazado relaciones
tradicionales basadas en la fe mutua, y para cada acto necesitamos testigos, abogados y documentos. La viveza, ese rasgo de quien
está dispuesto a aprovecharse de la ingenuidad, del descuido o la impotencia del otro o del estado, ha sido elevada a rango de
virtud, y los vivos se burlan de quienes creen que uno no debe saquear la empresa en la que trabaja, engañar al estado en la
declaración de los impuestos, cobrar comisiones para cualquier contrato, público o privado, embolsillarse los bienes abandonados por
algún cliente.  

La miseria se extiende, estimulada por la violencia, por el desplazamiento forzoso, por la dificultad de invertir en medio de la guerra,
pero también por un modelo económico que no logra cumplir las promesas entusiastas que acompañaron sus primeros pasos, y que
en vez de convertir en realidad sus virtualidades de crecimiento económico y desarrollo tecnológico ha generado, al menos hasta
ahora, un mayor desempleo, una agudización de las desigualdades sociales y, curiosamente, un endurecimiento paralelo de la
sensibilidad social, que ve hoy otra vez, como en el siglo XIX, al pobre y al desempleado como un culpable de que la economía no
cree los puestos que se requieren.  
 Por otro lado, la violencia ha penetrado, como amenaza final, en la vida de todos: un país en el que han muerto por mano de sus
prójimos casi medio millón de personas en los últimos veinte años, más que en Bosnia o Yugoslavia, más que en la guerra de
Vietnam, es un país muy especial. El secuestro es un mecanismo de uso frecuente para el enriquecimiento privado y para el
enriquecimiento sin causa, a favor de movimientos políticos que en su acción y su retórica parecen reunir todos los males y vicios del
país, a favor de quienes creen que la violencia y la fuerza serán las parteras de una nueva sociedad. La corrupción, el delito, la
ruptura de la convivencia, reciben en forma que parece determinada por el azar algunos castigos de una justicia que no logra
disuadir a los delincuentes y que por la arbitrariedad de su acción convierte a veces a los mismos culpables en mártires en busca de
comprensión y solidaridad social. ¿La ley... pero a quien le interesa la ley? 

 En estas condiciones, unos colombianos se doblegan a las circunstancias, tratan de sobrevivir y ampliar sus beneficios privados, y
consideran que no tienen nada más que hacer que tratar de aprovechar, en bien propio, las oportunidades que aparezcan. Otros,
muchos, quizás la gran mayoría, tratan de aislarse de la marejada turbia eludiendo todo contacto con la política, encerrándose en la
empresa y el hogar, para tratar de proteger unas reglas mínimas de decencia mientras sienten que afuera todo se contamina y
desmorona. Han renunciado a hacer algo por sacar adelante este país, y se justifican con el argumento de que en semejante
ambiente ya es bastante trabajar con honradez en la función estricta que ocupan. Es difícil objetar esta posición, pero sin duda
cuando los que se sienten buenos dejan el mundo en manos de los demás las perspectivas son peligrosas. En cierto modo, son los
buenos  a los que se refería Martín Luther King, cuando afirmaba que más que a la maldad de los malos temía a la indiferencia de
los buenos: Y quizás habría que temer también al escepticismo de los buenos, que han puesto cada vez más en duda que en el país
haya pobreza, o que haya alguna relación entre las oleadas de desplazados que durante cuarenta años han descuadernado y
desequilibrado las ciudades y la violencia, o entre el desempleo y la proclividad a participar en negocios ilegales, pues este
escepticismo ha hecho más difícil que en los cuarenta años recientes hayamos hecho algún avance serio en la solución del problema
agrario y de colonización (más allá de su reducción forzada por el simple desplazamiento de población a las ciudades), o que
adoptemos una estrategia realmente radical para ofrecer educación adecuada y suficiente a toda la población del país. 

Y, sin embargo, la experiencia y la fuerza de la vida nunca ceden a las vivencias de impotencia: ni los colombianos ni ningún pueblo
se dejan destruir o derrotar, y siempre, en medio de las dificultades, surgen las pruebas de energía y voluntad de avanzar y
sobrevivir. Son muchos los ejemplos que podrían mostrarse, en una sociedad como la nuestra, de personas y entidades que en
medio de las dificultades más increíbles avanzan y progresan. Medellín ha tenido, así como una alta cuota de males y tragedias,
buena muestra de gentes buenas, recursivas y luchadoras. Sin embargo, la tarea que tiene Colombia para salir de los dilemas
actuales puede ser muy larga, y Ustedes, recién graduados de los postgrados de EAFIT, van a estar en medio de la dura brega por
dos o tres décadas, para que sus hijos o los hijos de sus hijos vivan finalmente en un país en el que pueda vivirse bien, un país
común y corriente.  

 Me voy a permitir aprovechar de la oportunidad de dirigirme a Ustedes, un grupo de jóvenes a quienes las convenciones retóricas
señalan como el futuro de Colombia, para dar unas cuentas opiniones, en forma más o menos dogmática, sobre algunos ejes
centrales de los problemas colombianos y hacer algunas recomendaciones para enfrentarlos.  

 Cuáles son los grandes objetivos: 

Si preguntamos a los colombianos cuales son los problemas que es más urgente resolver, creo que todos colocarían casi los mismos:
hay que derrotar la violencia y recuperar la paz, hay que superar las condiciones extremas de pobreza de parte importante de la
población, hay que recuperar el respeto a la ley y la justicia, lo que equivale a reconstruir el Estado y a hacerlo nuevamente
respetable, hay que elevar el nivel de la educación de los colombianos para que puedan sobrevivir en una economía internacional en
la que no tendrán muchas cosas más para competir que lo que hayan aprendido a hacer bien. En todo esto, creo, hay consenso. 

Y yo quiero añadir que, no importa cuales sean las soluciones que puedan lograrse para estos problemas, una primera y casi
ineludible condición es que aprendamos a buscar esas soluciones conjuntamente. Con esto quiero subrayar la urgencia casi
dramática de que los colombianos consideren a todos sus conciudadanos como miembros de la misma sociedad, dueños de una voz
que debe oírse, sin exclusiones ni discriminaciones. Y quiero subrayar que la búsqueda de soluciones con la participación conjunta de
los más diversos grupos, supone algo muy elemental pero que ya no sabemos hacer los colombianos: discutir racionalmente,
evaluar el peso de los argumentos, entender y escuchar los razonamientos del otro, creer que el diálogo permite encontrar
soluciones sin recurrir a la violencia.  

Para esbozar apenas el tema, la forma habitual de discusión de los colombianos ha dejado de ser un ejercicio de búsqueda de saber,
conocimiento o acuerdo, para convertirse en una estrategia que, como las estratagemas de la violencia, se centra en el esfuerzo de
destruir o aniquilar al adversario: lean la prensa todos los días, y verán que los argumentos del gobierno o de sus contradictores, de
la guerrilla o sus enemigos, de los políticos y los columnistas, poco nos hablan de la validez de los puntos de vista, de las
consecuencias precisas de una línea de acción, de los hechos en los que se apoya y funda una propuesta. No, usualmente nos hablan
de los rasgos de sus adversarios, de si son creíbles, o corruptos, o inteligentes, o lagartos, de si su vida privada es responsable o no.
En Colombia raras veces se trata de discutir si dos y dos son cuatro: parece que creyéramos que la posible verdad de esto depende
de quién lo esté diciendo. Por supuesto, hay una simulación de argumentación: se refuta lo que dijo el otro, pero pocas veces sin
antes tergiversar, deformar o transformar su argumento, para facilitar la tarea. Si el argumento ajeno es fuerte, se seleccionan las
partes más débiles para demostrar su poca credibilidad, olvidando el núcleo de la discusión. Si esto no da resultado, se cambiará el
tema en discusión, se alegará que eso no es lo que uno está discutiendo, etc. Es una justa, un torneo, una batalla para derrotar al
otro.  

Y así, nuestras soluciones públicas, nuestras leyes, nuestras propuestas políticas raras veces han sido discutidas seriamente. Eso
explica que las cambiemos cada momento, que descubramos al poco tiempo de hacer una ley para descongestionar las cárceles que
no aguantamos los delincuentes en las calles y hagamos una ley para aumentar las penas, hasta que descubramos, pues esto nunca
se discutió a tiempo, que los presos no iban a caber. O que fatigados del secuestro hagamos leyes para prohibir que se negocien y
amnistíen los secuestros, para buscar dos o tres años después como eludir la ley y ofrecer el perdón a los secuestradores, que
incluso, como en algunas propuestas de ley de canje, deje a los secuestrados presos mientras se liberen aquellos. Y esto no es
exclusivo de los partidos políticos, si es que existen, o de los miembros de las corporaciones públicas: poca es la discusión para
buscar la verdad que se da en el mundo académico, entre científicos sociales, sobre todo, y mucha la que simplemente enfrenta
prejuicios opuestos y verdades dogmáticamente predeterminadas. 

Hecho este breve diagnóstico, y en aras de la brevedad, me voy a permitir, a la manera de una madre paisa, hacer algunas
sugerencias sobre lo que hay que superar en Colombia, los pecados que debemos dejar de cometer, y lo que hay que hacer para que
en los años próximos, en las décadas próximas, gentes como Ustedes, que si no van a tener la plenitud de privilegios que antes
daba tener un cartón más si han tenido el privilegio de tener una educación amplia, de pasar por una universidad que hace esfuerzos
serios para lograr niveles altos, que sueña con ser una universidad que realmente transforme a sus estudiantes. Y que por ese
privilegio, tendrán mucho más influencia que esos hijos del campo, que nunca pudieron pasar del quinto o sexto grado, y que llegan
a la ciudad a buscar empleo sin ninguna calificación laboral, en un mercado en el que no hay trabajo ni siquiera para los
profesionales.  

 Es preciso cambiar las formas de conducta siguientes, las que pudiéramos llamar los siete pecados capitales de los colombianos: 

1. No arreglar algo si no es posible arreglarlo todo de una vez: la frase favorita cuando alguien propone una medida que, por
ejemplo, mejora la calidad de la educación de los niños pobres es: está bien, pero eso realmente no resuelve el problema
fundamental de los niños, que es la falta de alimentación. Y así, para hacer cualquier mejora pequeña en educación hay que cambiar
la estructura del ingreso, las relaciones con los Estados Unidos, el sistema político y así hasta el infinito. Una variante es esto es no
arreglar algo si el arreglo no resuelve del todo el problema.  Como en el ejemplo anterior, una frase favorita para criticar una
propuesta es que “no resuelve completamente el problema”, “no es una solución integral”.

2. No arreglar algo si el arreglo no puede lograrse ya mismo. En este caso lo usual es afirmar que no podemos esperar tanto, y así el
tiempo que no podíamos esperar para que crezcan los árboles lo pasamos sin haberlos sembrado.

3. Cambiar todos los programas y proyectos a medio camino porque no han logrado todo lo que podía lograr.

4. Insistir en el argumento propio sin escuchar el argumento del otro o tergiversándolo, deformándolo y sacando consecuencias
extremas de su argumento, o alegando sus rasgos personales, o trayendo argumentos ajenos a la cuestión.

5. Agravar las cosas cuando uno está ofendido, así uno también quede perjudicado.  ¿No vemos todos los días cómo, frente a una
interrupción de tránsito, muchos corren a bloquear todas las vías haciendo dobles y triples filas, convirtiendo un nudo menor en algo
que a todos perjudica? ¿No oímos cada rato justificar una conducta sindical que pone una fábrica al borde de la quiebra con el
argumento de que no podemos pedirle a quien ha sido tratado injustamente que actúe con prudencia, que mida las consecuencias?

6. Cambiar que cambiamos las cosas cambiándoles el nombre. Redenominamos los ministerios, los institutos públicos, los delitos y
conductas que alguien puede censurar (el secuestro se convierte en retención, la extorsión en contribución de guerra, la huelga en
asamblea permanente). Una de las grandes propuestas recientes para mejorar la educación es que dejemos de hablar de escuelas y
usemos el término "instituciones educativas". Últimamente todo tiene que ver con la paz: arte para la paz, cultura para la paz, etc.

7. Utilizar la violencia para expresar el desacuerdo o rechazar el maltrato que uno ha recibido, aunque uno sepa que la violencia no
resuelva nada o que agrava el problema.  

Creo que un poco de esfuerzo por evitar estas conductas, estas respuestas ya estereotipadas, casi convertidas en segunda
naturaleza en nuestra cultura, lograría mejoras imprevistas en el país. 

 Y para pasar a unas recomendaciones positivas, dirigidas más concretamente a Ustedes, déjenme dar estos once consejos para el
siglo XXI: 

1.    Hay que seguir estudiando: la peor mentira que ustedes pueden escuchar la dije al comienzo de este discurso: que ustedes
terminaron estudios. Uno puede, ante las dificultades de hoy, refugiarse en la frivolidad o el entretenimiento, pero si quiere
mantenerse despierto y con los ojos abiertos frente a lo que pasa en el país y en el mundo, hay que seguir aprendiendo todos
los días, ejercitando el espíritu y la mente y evitando el embotamiento de la televisión o el escapismo. Y serán los que tengan
una capacidad mayor de estudio, de lectura amplia y compleja, de obtención de información relevante, los que estarán en
mejores condiciones de evitar que ese pequeño capital cultural que hoy les está certificando la Universidad se devalúe
aceleradamente, frente a un conocimiento en expansión continua y frente a un mundo en cambio constante, que exigirá sin
cesar inventar e imaginar nuevas formas de hacer las cosas.

2.    La inteligencia y la sensibilidad se siguen formando y fortaleciendo a lo largo de toda la vida. Para mantener en buen estado el
cuerpo, cada día ustedes hacen más deporte, más ejercicio, van más a los gimnasios. La biblioteca, el museo, el arte, la música,
el teatro, el buen cine, a la literatura de calidad, son los gimnasios para que no se engrasen los músculos del pensamiento y de
la sensibilidad. Hay que mezclarle poesía y novela a la vida, y su aparente inutilidad no es cierta: en las tragedias y dificultades,
en los momentos críticos, en los fracasos, y también en los momentos de triunfo, al definir los grandes rumbos de la vida, el
espíritu que se ha ejercitado en la comprensión del mundo y de la vida mostrará que tiene más fuerza, más agilidad, mejor
capacidad de reacción.

3.    Para estimular un consumo cada vez más obsesivo, hoy la sociedad invita a todos simplemente a disfrutar, a buscar el propio
placer como objetivo único. A la larga, y a veces con dolores y con lágrimas, algunos descubrirán que el más alto placer nunca
es un placer solitario: que si las personas cercanas, los seres que se aman, los que cruzamos en la calle, deben padecer
sufrimiento y tragedia, uno nunca tendrá tranquilidad para disfrutar de la vida. Otros hallarán que hay gran satisfacción, que las
más profundas alegrías se producen cuando se ayuda a fondo a los demás. Hay que relativizar el hedonismo y creer en la
solidaridad con los demás.

4.    Quien tuvo oportunidades privilegiadas no debe olvidar a los que nunca las tuvieron: los desempleados de hoy, nacidos quizás
en una zona de violencia, expulsados de sus viviendas en la infancia, adolescentes sin estudio en una ciudad intermedia o
grande, desempleados irremediables, no pueden ser juzgados como culpables por no haberse formado para el siglo próximo, por
no haber terminado sus estudios en Eafit. Hay que mirar al desempleado, al que vive en la miseria, como una víctima y no como
alguien que se ha cerrado voluntariamente todas las puertas. Por ello, hoy no basta ser un buen empresario o un buen
profesional y creer que con ello se cumple con la obligación moral o humana: un país con casi el 20% de desempleo está mal
hecho, y en él resulta explicable mucha de la violencia, del desorden, de la tensión, de lo que lo hace en muchos sentidos
invivible. Los empresarios tendrán un papel central en la conformación del país que tendremos dentro de unas décadas. Ustedes
han recibido un país en mal estado. Tienen la oportunidad de que sea mejor, de que las políticas sociales atiendan las
necesidades de educación de la población, hagan más equitativas las oportunidades. El ejecutivo exitoso no solo hace triunfar su
empresa: ayuda a cambiar el contexto en el que esta vive para que toda la población, sus trabajadores potenciales y sus
consumidores, vivan en un país mejor y más justo. (Para no hablar de los costos de la inseguridad, la violencia y la miseria
sobre las mismas empresas)

5.    Ya lo sabemos: el país está en crisis. Quienes han recibido más de él, quienes han tenido una infancia sin hambre, una escuela
en la que no falta la tiza, una familia relativamente estable (aunque no siempre), una universidad bien dotada, son los que
tienen más posibilidades de abandonar el buque que parece hundirse. Hoy necesita Colombia que todos traten de ayudar a que
no se hunda, y que permanezcan prestando el brazo para hacerlo. Y si las circunstancias personales hacen inevitable salir del
país, hay que permanecer ligado a él: hoy, con los medios de comunicación existentes, con la globalización del saber, es posible
ayudar a los colombianos desde cualquier parte del mundo: estimular el desarrollo del saber, apoyar la universidad, apoyar el
arte y la cultura, contribuir al desarrollo económico, a la actividad productiva.

6.    Hay que hacer a Colombia más vivible para todos: hay que cambiar la calidad de vida, y esto implica, por supuesto, mejores
ingresos, una distribución más justa de la riqueza, la satisfacción de las necesidades básicas de la vida. Pero esto se logra mejor
cuando es el resultado de una voluntad general, y esto supone una buena democracia, mecanismos de decisión serios, que
superen el clientelismo, la política de corrupción y la corrupción de la política. Y exige también un país que piensa, no se deja
embaucar, se toma su tiempo para analizar. Quizás hemos llegado a un punto en el que lo único que puede ayudar a cambiar el
país es cambiar las mentes: mejorar la educación y el acceso a la cultura. Puede parecer superfluo, pero así como para la salud
del niño es más importante tener como jugar que tener camisa, para la salud de Colombia lo más urgente es que todos reciban
educación, y que el arte, la literatura -que antes todos la tenían en los relatos de los abuelos- la música, pueda llegarle otra vez
a todos.

7.    En una sociedad como la nuestra, atrasada tecnológicamente, la apertura a los productos internacionales a que estamos
condenados, tiene, al lado de valiosas oportunidades, grandes dificultades. Si en el Asia o el África pueden producir más barato
que nosotros, terminaremos decidiendo que es mejor importar que producir, y podemos descubrir con sorpresa que todo puede
producirse más barato en alguna otra parte del mundo. El desempleo masivo sería una consecuencia permanente, y solo los
negocios comerciales, además de algunos servicios que inevitablemente hay que prestar localmente, prosperarán. ¿Pero con que
pagaremos lo que vamos a importar? ¿Qué les vamos a ofrecer, más barato, a quienes nos ofrezcan sus productos?  Por
supuesto, la realidad nunca será tan simple como en este esquema, y habrá mil formas de transición y respuesta. Pero hay una
respuesta, y no es la obvia de dificultar las importaciones: Colombia no es un país viable si no mejora aceleradamente su
tecnología. Y esto ocurrirá si Ustedes, en los próximos diez años, veinte años, cincuenta años, mantienen la presión para que
esto ocurra: para que el país y sus gobernantes den prioridad al desarrollo tecnológico, a la investigación científica; para que los
ciudadanos no se resistan a pagar impuestos para mantener un sistema universitario serio, para que como particulares estemos
dispuestos a invertir más en la educación de los hijos que en sus vacaciones, sus equipos de televisión, sus ropas o sus
automóviles.

8.    Hay que pensar a largo plazo: con frecuencia no hacemos nada para resolver un problema porque tomará tres, cinco, diez años
lograr resultados. Hace diez, quinto, veinte años, cuarenta años, los dirigentes colombianos no tomaron las medidas de largo
plazo para prevenir el deterioro del medio ambiente, el acaparamiento de tierras en zonas de colonización nuevas, la invasión de
los parques nacionales: estaban ocupados resolviendo los problemas inmediatos, el conflicto de los colonos, la contaminación de
un río. Hace 10, 15, 20 años, no sembraron los árboles que había que sembrar porque tomaba demasiado tiempo, 10, 15, 20
años que crecieran. Precisamente, las cosas que necesitan tiempo hay que hacerlas ya: en Colombia, aunque pocos lo crean, la
paz, la justicia, la educación y el medio ambiente son asuntos que solo se resolverán en décadas, poco a poco, con voluntad
paciente y optimista, así el análisis racional invite al pesimismo.

9.    No hay que abandonar la política a los políticos. Todos nos quejamos de la corrupción de los políticos, pero es la gente que
todos hemos escogido: los elegidos por los que votan, aunque se hayan dejado llevar por aspectos secundarios o emotivos, por
la imagen o por un favor concreto. Los que no votan, porque dejan que los demás escojan por ellos, es como si dieran su voto
por los más corruptos de todos, pues hacen más fácil la corrupción. El que menos puede quejarse de lo malos que son los
políticos es el que ha dejado que ellos se perpetúen por no participar.
10.      Las soluciones fáciles casi siempre son las más costosas: la violencia ha crecido, porque cada uno ha tratado de resolvería
individualmente, buscando una salida inmediata: la negociación o el pacto con el agresor, o la consecución de unos vigilantes o
matones para protegerse. Los matones se multiplican, los secuestros aumentan, y el que creyó que se cuidaba aumentando sus
recursos individuales de defensa, mejorando su propia dotación de armas, descubre que todos los que lo amenazan han hecho
lo mismo, que entre tanto el estado ha perdido credibilidad y capacidad de acción, y que está más desprotegido que antes. Lo
difícil es buscar soluciones en las que todos se involucren, y que partan de un análisis integral del problema: pero lo difícil es lo
que funciona.

11.      La violencia es el principal problema que viven hoy los colombianos. Se sufre en forma individual, y lo sufren también las
empresas: los costos por seguridad se han convertido en una de las mayores cargas del país. Uno se siente impotente, ve que
no tiene como influir sobre esta situación. Sin duda, poco podemos hacer para que las guerrillas o los paramilitares modifiquen
su forma de actuar, o para que los delincuentes dejen de pensar que el secuestro y otras formas de delito son un buen negocio.
Pero algo podemos hacer: por una parte, ayudar a que, así sea poco a poco, la justicia, la policía y los sistemas que regulan la
convivencia, se vayan mejorando, recuperen credibilidad. Pero sobre todo, hay que tratar de que todos nuestros actos sean de
paz: en la vida diaria, en la relación de familia, en la amistad, en el trato personal con todos los que conocemos, podemos
reducir la violencia, cuyas ondas reverberan, resuenan y se amplían hasta niveles que no logramos prever, si actuamos siempre
pensando en los derechos de los demás, en respetar a los otros, en ver su punto de vista, y si estamos dispuestos a transar y a
buscar la satisfacción nuestra en forma compatible con la de los otros. La paz en el círculo inmediato y personal, y el apoyo
razonado y crítico a los esfuerzos por solucionar el conflicto armado que hemos vivido durante cuarenta años, pueden, poco a
poco, ir acercándonos al milagro de la paz. 

 Quizás si tratamos de seguir estas recomendaciones, parezca menos absurdo y menos imposible lograr lo que, en 1952, buscaba
Dag Hammarksjiold, el intenso y sobrio secretario de las Naciones Unidas:

        "Lo que busco es absurdo: que la vida tenga sentido. Por lo que lucho es por lo imposible: que mi vida adquiera sentido" 
Jorge Orlando Melo
Medellín, 24 de septiembre de 1999

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