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MEMPO GIARDINELLI

ASÍ SE ESCRIBE UN CUENTO


HISTORIA, PRECEPTIVA Y LAS IDEAS DE
VEINTE GRANDES CUENTISTAS
CLAVES DEL ARTE

Con el inconfundible y transparente estilo de


Mempo Giardinelli, este libro se dirige a todos
aquellos que aman el cuento literario: autores,
lectores, estudiosos. Toda persona que guste de leer
cuentos o aspire a escribirlos, encontrará aquí una
guía para el camino.
Consejos, orientaciones y advertencias,
combinados con la historia y la sabiduría de algunos
de los más grandes narradores contemporáneos:
Adolfo Bioy Casares, Antonio Skármeta, María
Elena Walsh, Carlos Fuentes, Edmundo Valadés,
Silvina Ocampo, Juan Filloy, Osvaldo Soriano, José
Donoso y muchos/as más. He aquí una veintena de
entrevistas magistrales, en las que sus respuestas
revelan cuál fue la relación de cada uno/a con el
cuento, cuáles fueron sus comienzos, dificultades,
descubrimientos, preferencias y técnicas y recursos
aprendidos. Desde su primera edición, cuando
todavía existía la mítica revista Puro Cuento creada
por el escritor chaqueño en 1986, este libro se
convirtió en un profundo, ameno y rico manual sobre
uno de los más populares géneros literarios
universales. Las sucesivas ediciones en México y
España, y la versión portuguesa editada en Brasil,
hicieron de Así se escribe un cuento un indispensable
y autorizado compendio dirigido al público más
amplio.
ASÍ SE ESCRIBE UN CUENTO
PROLOGO A LA PRIMERA EDICION (1992)
EN EL PRINCIPIO FUE LA FÁBULA3
LOS BUENOS CUENTOS4
SOBRE LA DEFINICIÓN DEL GÉNERO
SOBRE LAS DEFINICIONES
SOBRE LA BREVEDAD
SOBRE LOS TEMAS
SOBRE LA SENSIBILIDAD
SOBRE LA ASTUCIA NARRATIVA
SOBRE EL LECTOR
SOBRE LA IRONÍA
SOBRE EL PUNTO DE VISTA
AO332
ANTQIHÍíLSlKÁRMEEA-. VER EL OCÉANO EN UN PEZ20
EL CUENTO NQ SE HACE SOLAMENTE
GIARDINELLI: ¿Cómo se inició en la literatura? ¿Había
antecedentes familiares; era la suya una familia de
inmigrantes que cultivaban las artes?
NOVENTA Y TRES AÑOS CON LOS BOLSILLOS LLENOS
DE PALABRAS24
¿Utwd fw» hijo drtTHQ? ....... Z3
AL CUENTO HAY QUE TOCARLO EN UN BUEN VIOLÍN Y
BIEN TOCADO25
pués me Invitaron
congreso en±a
¿Vos l»6o onvognltn7 .......
ME GUSTA MÁS LA LITERATURA QUE EL ÉXITO27
GIARDINELLI: ¿Cómo fue tu relación con el cuento, cómo
se inició?
EL CUENTO ES SIMPLEMENTE ATRAPAR ALGO QUE ME
GUSTA29
GIARDINELLI: Como en el caso de muchos escritores, tú
eres más conocido por tus novelas, pero también has escrito
muchísimos cuentos. ¿Cómo es tu relación con este género?
-0 sea que has tenido como 400 satisfacciones.
PARA Mí LA LITERATURA ES UNA PROPUESTA
ANTROPOLÓGICA30
......Fíjate qué ouirioeo; octamas hüWañffa ffi>
ffiatftfflMWl, y 'hahfitmwEB un cuento de hace treinta años.
EL CUENTO ES UNA OLA; UN INTENSO DÍA DE VIDA;
GIARDINELLI: ¿Cómo te iniciaste en la literatura?
~¿Y BOU til CIHUttO, Me rt amor?----------——--------
moDovKnP .........
_______ ______________________ -j
QUIERO TRES, CUATRO PÁGINAS, Y QUE EN ELLAS
-No, tampoco.
-¿Cómo empezaste? ¿Escribiendo cuentos?
-¿Tu formación literaria, también fue cuentística?
-Se trataba de ser poetas malditos, ¿verdad?
— _Y sí , primero porque, coiY6 tfftf IlWtl- IOIW4UM
I
LA REDONDEZ ES LA VIRTUD -Y LA LIMITACIÓN-
DEL CUENTO36
-¿La tradición mexicana no estaba presente en tu
infancia?
-¿Puede decirse, entonces, que la mexicanidad que hay
en tu obra es una especie de señal de identidad
adquirida?
-Volviendo a tu relación con el cuento. ¿Sigues siendo
lector de este género?
-Pero se te identifica mucho más con las novelas.
-Y en América Latina también. Muchos editores dicen
que no interesa el cuento; luego no publican cuentos;
por lo cual es obvio que el cuento no se vende...
PARA VIVIR TAMBIÉN ES NECESARIA LA FICCIÓN37
1 -8fh tmbiHffr, Hfgtt y 1 carWMf, wt whiiiuiii, hii jiiiii
ui iiimw través del cuento.
-Lo mismo sucede con Silvina Ocampo, quien acaba de
publicar dos libros de cuentos excepcionales, y parece
que este país ni se ha enterado.
-¿ftué Teta aettaTménte? ...... —3
GIARDINELLI: ¿A usted le gustan sus cuentos,
Bernardo?
están todas locas?
LA POESÍA ES LO QUE MANDA40
notes
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ASÍ SE ESCRIBE UN CUENTO
HISTORIA, PRECEPTIVA Y LAS IDEAS DE VEINTE GRANDES
CUENTISTAS
Mempo Giardinelli
la ed., Buenos Aires, Capital Intelectual, 2012
352 p., 20x14 cm. (Claves del arte N" 4)

ISBN 978-987-614-364-6
1. Literatura. 2. Técnicas de Escritura.
CDD 808.8
Fundador de la colección: José Nun
Diseño de tapa: Peter Tjebbes
Diseño de interior: Verónica Feinmann
Corrección: Aurora Chiaramonte
Ilustración: Juan Soto
Coordinación: Inés Barba
Producción: Norberto Natale
© Mempo Giarcdineeli, 1992, 2003 y 2012
Agencia Literaria Carmen Balcells ©Capital Intelectual, 2012
1' edición: 2.500 ejemplares
Capital Intelectual S.A.
Paraguay 1535 (1061) • Buenos Aires, Argentina
Teeéfono: (+54 11) 4872-1300 • Telefax: (+54 11) 4872-1329
www.editorialcapin.com.ar • info@capin.com.ar
Pedidos en Argentina: pedidos@capin.com.ar
Pedidos desde el exterior: exterior@capin.com.ar

Queda hecho el depósito que prevé la Ley 11723. Impreso en Argentina.


Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser
reproducida sin el permiso escrito del editor.
PROLOGO A LA PRIMERA EDICION (1992)
Este es un libro involuntario, que nació por imperio del azar. Ajeno a
mi intención y no planificado, confieso que se fue haciendo solo. Como
editor de la revista Puro Cuento, en los últimos seis años debí escribir
varios artículos sobre el cuento literario y el oficio de escritor, reflexiones
que luego publicábamos en nuestras páginas y que también, por diferentes
motivos, aparecieron en diversos medios de la Argentina y del extranjero.
Aunque soy consciente de las limitaciones que este conjunto puede
tener para constituirse en una completa preceptiva cuentística, de todos
modos considero que estos artículos pueden ayudar a redondear una. Sin
embargo, debe quedar claro que en este libro no hay recetas para escribir
cuentos, ni se deben esperar nuevos decálogos, ni esto pretende ser un
manual del perfecto cuentista. Aquí no hay otra cosa que las observaciones,
apuntes y experiencias de un narrador con cierto oficio en la coordinación
de talleres literarios.
Durante estos seis primeros años -que arrancan en la primavera de
1986, cuando apareció el primer número de Puro Cuento-también me
dediqué a entrevistar a muchos cuentistas, aquí y allá. Nos encontramos -
como es frecuente entre escritores- en seminarios, congresos, ferias, cenas,
casas, bares, aviones, aeropuertos, y todos tuvieron siempre la generosa
cortesía de decirme que la revista era un hecho cultural valioso.
Posiblemente su forma de alentarme y apoyarme para que mi ánimo no
decayera fue acceder a estas conversaciones. Todas ellas se celebraron en
diferentes momentos y en este libro se respetan las circunstancias en que
fueron publicadas: en cada caso se especifica la fecha aproximada en que se
celebró la charla, y por ello los datos biobibl ¡ográficos de cada entrevistado
corresponden al momento del encuentro (así, por ejemplo, Skármeta tiene
hoy más de cincuenta años; Filloy ya no tiene noventa y tres sino que está
pisando los cien, etcétera).
A medida que iba apareciendo la revista, bimestre a bimestre, lectores
y amigos advertían que se iba estructurando una pedagogía cuentística,
variada y plural, pues todas las conversaciones giraban en torno del género,
y todas contenían un verdadero caleidoscopio de experiencias, enseñanzas,
gustos y recomendaciones.
La idea de organizar este libro empezó a evidenciarse en el invierno de
1990: durante la convalecencia de una enfermedad aproveché para releer
todas las entrevistas que había realizado hasta entonces y advertí que, en
efecto, en estos grandes escritores reporteados había tal diversidad de
opiniones, sugerencias, posiciones estéticas y puntos de vista que bien valía
la pena pensar este volumen. Como en aquel momento estaba terminando
mi novela Santo Oficio de la Memoria postergué el proyecto pero continué
haciendo entrevistas y escribiendo uno que otro artículo, que
ocasionalmente aparecieron en Puro Cuento. Solo desde comienzos de este
año pude trabajar consistentemente este libro que el lector tiene en sus
manos.
También quiero subrayar que esta obra es producto de la actividad
periodística que más me agrada. Entrevistar a alguien siempre es placentero
porque significa conversar, indagar, aprender, intercambiar, compartir y/o
debatir ideas. Es un pequeño, íntimo y saludable ejercicio de inteligencia.
Que a su vez promueve otro pequeño, íntimo y saludable ejercicio: el de la
lectura, que es en este caso un acto de curiosidad, de intromisión anunciada,
de voyeurismo no clandestino. Por eso el lector de una entrevista contempla
un encuentro secreto, pero secreto solo en apariencia porque el eficuentro
ha sido celebrado para él. Es un acto de simulación, también, porque
entrevistador y entrevistado simulan que están solos, aunque saben que lo
que digan será leído por otras gentes, diversas, desconocidas. No deja de ser
una exhibición, entonces, pero una exhibición pudorosa, gobernada por la
búsqueda, es decir, por la cautela. Suele resultar, por lo tanto, una
exhhbición de brillos. Y es eso -el brillo— lo que procura el entrevistador
con sus provocaciones (toda pregunta es una provocación, una exhortación
a las ideas). De ahí que la devolución del entrevistado es casi siempre el
pensamiento lúcido, la frase contundente, la palabra inesperada, la idea
original y refrescante.
De este modo, un libro de entrevistas resulta ser un libro de
conocimientos múltiples, una varia invención, una suma de discursos. Por
ello, sostengo que todo el conocimiento vertido en las declaraciones de
estos autores constituye una verdadera cátedra plural sobre el cuento
literario. Aunque todas las entrevistas se hicieron con un mismo propósito y
giraron en torno de una misma idea -hablar del cuento, delinearlo, acotarlo
dentro de precisiones que no necesariamente lo limitan pero sí lo
clarifican-, la diversidad de puntos de vista es, estoy seguro, uno de los
aspectos más ricos de esta obra.
En mi opinión, el cuento es el género literario más moderno y el que
mayor vitalidad tiene. Por un lado porque -se sabe- el hombre y la mujer
jamás dejarán de contar lo que les pasa. Por el otro, porque muy ajetreada
que sea la vida humana, en estos tiempos y en los venideros, siempre la
gente tendrá cinco o diez minutos para saborear un cuento bien contado. El
cuento es un género que tiene asegurado el porvenir -suelo bromear- al
menos mientras la gente tenga mesas de luz, vaya al baño o viaje en
autobuses.
Es-te libro se dirige a todos aquellos que lo aman, ya como lectores, ya
como escribidores. Todo aquel que guste de leer cuentos, todo aquel que
aspire a escribir uno, hallará una incalculable ayuda en los consejos que
recorren estas páginas. Encontrará aquí amenas digresiones sobre el género,
conocerá su historia, sus limitaciones, sus horizontes, y especialmente se
introducirá en la intimidad de estos autores (lo que suele llamarse "la cocina
literaria”), pues todos hablan de su relación afectiva con el cuento y de sus
propios comienzos, dificultades, preferencias y hallazgos. También, y así lo
espero, esta obra será de frecuente consulta para docentes e investigadores
que se ocupan de la literatura contemporánea.
Así se escribe un Cuento debe casi todo, naturalmente, a cada uno de
mis entrevistados, todos los cuales fueron en extremo generosos por el
tiempo que me dedicaron y por las ¡deas que expusieron. Pero no solo se
trata de expresar mi agradecimiento a ellos. También deben ser exculpados
de todo error, debilidad o defecto que pueda haber en las páginas que
siguen, los cuales en todos los casos se atribuirán exclusivamente a mí.
Finalmente, quiero dedicar este libro a Norma Báez, Marta Nos,
Orfilia Polemann e Ignacio Xurxo, cuatro personas cuya invalorable
amistad y apoyo fue lo que verdaderamente permitió que yo pudiera acabar
esta obra. Aspiro también a que en ellos se simbolice mi agradecimiento a
todos los escritores, lectores y avisadores que me acompañaron en esa
deliciosa aventura que son las revistas Puro Cuento y Puro Chico, así como
a todos los que de una manera o de otra han permitido la sobrevivencia y
acrecentado el prestigio de esas publicaciones.
Mempo Giardinelli Coghlan, Buenos Aires, junio de 1992
PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN, VEINTE AÑOS DESPUÉS
Durante veinte años me pregunté por qué este libro, que había tenido
tan buena recepción cuando se publicó por primera vez, no se reeditaba en
la Argentina. Nunca encontré la respuesta, si bien recibí muchísimas
consultas relacionadas con el contenido de estas páginas y con la suerte -es
un decir- de la revista Puro Cuento, que yo había decidido discontinuar
poco después a la publicación de este libro.
Es que desde 1990 las primeras medidas económicas neoliberales
implementadas por el gobierno de entonces habían esmerilado nuestra
posibilidad de supervivencia, con la primera confiscación bancaria
compulsiva que la sociedad argentina luego bautizó como “corrallto". De
modo que en el aciago 1992 ya estábamos, como miles de otras pequeñas
empresas, al borde del abismo. De ahí que el cierre de la revista coincidiera
con la primera edición de este libro.
De todos modos la paradoja de que éste, siendo uno de mis libros más
leídos, no encontrara editor argentino interesado en reeditarlo me resultó,
por años, más molesta que curiosa, sobre todo porque en otras latitudes sí
había interés. En México se publicó en 1995 y se agotó velozmente; en
España se mantuvo disponible en la colección de libros de bolsillo Punto de
Lectura mientras duró el convenio entre las editoriales Alfaguara y
Ediciones B. Y en Brasil, traducido por el escritor riograndense Charles
Kiefer, llegó a ser un libro casi de culto.
Pero en la Argentina pareció ser un texto inexplicablemente maldito,
porque desde la primera y única edición de Ediciones Beas, en 1992, nunca
más se publicó.
Por eso agradezco la cálida recepción que deparó a esta obra Jorge
Sigal, editor jefe de Capital Intelectual, cuando le propuse reeditar este libro
que reúne algunos textos sobre historia y preceptiva cuentística y
exhaustivas entrevistas a una veintena de grandes escritores que hice para
Puro Cuento mientras la revista existió.
Enseguida supe que recuperar un libro como éste después de veinte
años me imponía una de dos decisiones: o dejarlo como estaba en homenaje
a no sé qué indefinible fidelidad; o revisarlo completamente. Opté por lo
segundo, pero solo para los textos teóricos, que constituyen la primera parte
del libro y que en aquellos años escribí intentando delinear una preceptiva
hasta allí inexistente. Yo pensaba entonces que un aspirante a cuentista -
como parecía ser el público mayoritario de la revista— debía tener una
mínima formación inicial antes de lanzarse a redactar sus relatos.
Por eso decidí también conservar la organización original de este libro,
que se abre con una breve historia de este género literario, seguida de una
historia del cuento en la Argentina. Después viene un texto sobre la (in)
definición del género, otro con recomendaciones y sugerencias sobre
estructura y morfología cuentística y dos más acerca de tópicos literarios
latinoamericanos que todo novel cuentista debería, por lo menos, reconocer.
Claro está que dos décadas de múltiples lecturas, nuevas tecnologías y
el surgimiento de nuevas ideas, me forzaron a hacer cambios en esos textos.
Lo que no me resultó una tarea incómoda a partir de que me di cuenta de
que no tengo por qué ser fiel a lo que ya no pienso. Y debí reconocer,
además, que la experiencia y el dolor de haber cerrado PC después de la
primera edición de este libro hicieron que nunca más releyera estas páginas,
que durante años fueron para mí como las páginas de un libro muerto.
Como muerto estuvo para mí todo lo que se relacionaba con PC, una
experiencia que debo admitir que no ha dejado de dolerme. Y no tanto
porque fue una derrota económica y cultural producto de una época nefasta
de la Argentina, sino específicamente por el desprecio que la literatura
argentina, fuera ella lo que fuese, reservó para mi revista.
Y no, no exagero y quiero dejarlo dicho porque en estos veinte años he
visto todo tipo de homenajes, evocaciones retrospectivas y juicios históricos
hipergenerosos hacia revistas que no duraron ni media docena de
ejemplares ni dejaron las huellas que sus apologistas, cual buenos amigos,
exageraron. Y he visto incluso ensalzar tendenciosos intentos editoriales
que hoy algunos canonizadores pretenden considerar fundantes.
Y sin embargo a Puro Cuento, que fue la revista literaria más abierta,
democrática, nacional y generosa -y no dudo en subrayar esos cuatro
adjetivos- el canon argentino solo le ha dedicado silencio y olvido.
Algunas personas me reprocharán que a esto lo deje escrito, y puede
que tengan razón. Pero el ninguneo sufrido en estos veinticinco años al
respecto me obliga, por lo menos, a que no sea yo el que silencie ahora este
pequeño reclamo, fundado no en resentimiento alguno sino en el simple y
elemental deseo de decir las cosas como son.
Para esta edición revisé minuciosamente el texto, hice algunas
actualizaciones necesarias y reorganicé la secuencia de los entrevistados.
Sin embargo, al releer las entrevistas decidí mantenerlas tal como se
publicaron originalmente, por respeto a los entrevistados pero también
porque fue gozoso para mí comprobar que están vivas, vigentes, como si
esas conversaciones se hubieran verificado en estos días. Eso me maravilla,
de manera que las dejé tal como se publicaron en Puro Cuento, y solamente
agregué ahora la preciosa charla que sostuve con Isidoro Blaisten y que en
la última edición española habían quitado, inconsultamente y quién sabe
con qué absurdo criterio. Ahora esa entrevista recuperada cierra este libro.
Por cierto, la tarea me llevó a recordar que varias de esas
conversaciones me resultaron muy difíciles, dados la personalidad y/o el
estilo de algunos de los entrevistados. Ahora, durante la revisión, celebré
haber hecho entonces los adecuados silencios, que es todo el secreto de un
buen reportaje. Ya lo establece el mayor libro de relatos de la historia: “El
primer paso hacia la sabiduría es el silencio, y el segundo es escuchar"
(Proverbios 1:5). '
Una de las decisiones importantes fue quitar de esta edición el capítulo
titulado "El cuento en la Argentina de los 80”, que publicamos en Puro
1
Cuento . Se trataba de una ponencia que leí en un simposio internacional
sobre literatura argentina, en la Universidad Católica de Eichstatt (entonces
Alemania Federal) en octubre de 1987, bajo el título "Literatura argentina
hoy: De la dictadura a la democracia” y en el que durante seis jornadas una
docena de escritores argentinos discutimos con académicos, investigadores
y críticos llegados de casi toda Europa y los Estados Unidos. Ahora, al
revisarla, advertí que esa ponencia había envejecido irremediablemente.
En cambio, me ratifiqué en la inclusión de “Po^r^t^r^^rnidad y
Posboom en la Literatura Latinoamericana”, texto que leí en Bogotá en
mayo de 1990 y que he retocado apenas, y mantengo en este libro, porque
tiene que ver con el contexto epocal en que me formé, fundé Puro Cuento y
realicé cada entrevista.
La revisión íntegra de este libro me permitió ratificar algunas ideas,
pero también me llevó a cambiar algunos criterios. Hoy creo que estos
textos están mejor pensados y mejor escritos. Y creo, en fin, que este es un
libro nuevo, porque redondea mi visión actual de la literatura y del cuento
en particular a la vez que conserva y respeta lo dicho por esa veintena de
grandes escritores/as cuyas opiniones y consejos son el verdadero lujo de
estas páginas. Pienso que será útil para los nuevos lectores, acaso futuros
escribidores. Esa fue siempre la inquietud maciza y vehemente a todo lo
largo de la existencia de la revista: queríamos hacer docencia. No solo
recuperar el cuento como el género argentino más popular, sino enseñar,
señalar caminos, y para eso no había más que reconocer y leer a los
precursores, los maestros, los que habían dejado esas huellas profundas que
en literatura y en arte llamamos influencias.
Yo sé ahora lo que no sé si sabía hace un cuarto de siglo. Hoy sé, con
Harold Bloom, que ningún gran escritor puede "comenzar de la nada, sin
pasado a sus espaldas (...) Cuando alguien te influye, te está enseñando, y
un escritor joven lee en busca de enseñanza, que es como Milton lee a
2
Shakespeare, Crane a Whitman o Merril a Yeats”. Por eso esta revisión y
por eso este libro que con los años no solo no envejeció sino que ha
mejorado mucho, seguramente porque la sapiencia de aquellos maestros -la
mayoría de los cuales falleció entre 1986 y 2011- se puede apreciar mejor
con la perspectiva que da un cuarto de siglo.
Esa era la idea que tenía ya entonces mi recordado amigo, maestro y
jefe de redacción Ignacio Xurxo (1930-2010). Su erudición y magisterio
cuentísticos fueron fundamentales para el joven escritor y periodista que yo
era, quizás porque ambos compartíamos con fervor la misma ¡dea que
Bloom describe con brillantez en su tratado sobre las influencias literarias:
"Cualquier distinción entre vida y literatura es engañosa. Para mí la
literatura no es solo la mejor parte de la vida; es en sí misma la forma de la
vida, y esta no tiene ninguna otra forma””.
Mempo Giard i nelli Resistencia, Chaco, febrero de 2012
PRIMERA PARTE LOS TEXTOS
BREVE HISTORIA DEL CUENTO
EN EL PRINCIPIO FUE LA FÁBULA
3

No todos los que empiezan a escribir conocen la vasta literatura acerca


del cuento, y mucho menos conocen la historia del cuento. Es notable que,
vaya a saberse por qué urgencias, por qué distorsionada concepción de la
cultura y del hecho creador, en este país se produce tanto cuento
(cuantitativamente) pero sin tener las bases teóricas necesarias para que la
obra esté sustentada en un conocimiento, en un sistema de ideas. Es
impresionante observar que los que llegan a talleres producen -son capaces
de producir— un texto por día, o por noche, y a veces más. Creen en el
espontaneísmo: que solo lo que surge de la fugaz y esquiva -y por qué no
decirlo, a veces tramposa- inspiración, tiene valor. Así es como nuestra
cultura se ha basado más en el exitismo, en el golpe de efecto, en lo
irrazonado, en la falta de meditación suficiente que es sinónimo de carencia
de profundidad, que en la solidez formal que es el continente necesario de
lo sustancial, de las mejores ideas y de las buenas intenciones.
El cuento -creemos- es sustancial en tanto forma pura, y es resolución
del "cómo” antes que del “qué”, sin descuidar el “qué”, como advir-
tieron maestros como Juan José Arreóla, Julio Cortázar, Edmundo
Valadés y muchos eximios cuentistas que también pensaron el género que
hacían, y para quienes escribir no fue un acto mecánico de simple catarsis,
una exorcización, sino que fue una reflexión sobre el tiempo que vivieron.
En su célebre taller de la que luego fue la revista Mester, en México,
en los años 60, Arreóla enseñaba que la novela es un territorio libre, en el
que todo es posible. Años después, uno bien podría retomar aquella idea y
pensar que la literatura -toda ella- es un territorio liberado en el que
gobierna la dictadura de la imaginación, única tiranía y único autoritarismo
admisibles para un artista. La metáfora es válida, también -y especialmente
para el género que nos ocupa, el cuento, cuya definición es ciertamente
incierta, imposible e improbable, cualquiera sea la que se formule.
Pareciera que la necesidad de definiciones es-en Argentina, al menos,
donde se descalifica cualquier idea diciendo que las cosas no están
definidas- un mal de nuestro tiempo. Y pareciera que eso se debe a lo
insoportable que resulta vivir sin dogmas, sin claridades establecidas, sin
verdades evidentes. Vivir en búsqueda permanente, vivir definiendo es, por
supuesto, bastante difícil, arduo, trabajoso. Sobre todo trabajoso. E
intolerable para quienes necesitan que todo se les diga debidamente
digerido, tamizado y matizado.
El cuento, pues, es indefinible, y eso está bien. Esta sería una primera
idea a tener en cuenta a la hora de iniciar teorizaciones sobre este género.
No obstante, como bien ha señalado el maestro Edmundo Valadés, aunque
de improbable definición el cuento tiene una cantidad de reglas que si no lo
definen, ni delimitan ni sujetan, al menos permiten identificarlo. Y no es
solo su brevedad, su necesaria concisión, ni mucho menos su variedad
temática, lo que lo identifica.
Julio Cortázar, en sus charlas en La Habana, en 1963 -que se conocen
como “Algunos aspectos del cuento”-, advertía que "en literatura no hay
temas buenos ni temas malos; hay solamente un buen o un mal tratamiento
del temql’. Con lo cual él se aproximó a una de las cuestiones medulares del
asunto: es un tratamiento determinado lo que define a un cuento en sí
mismo, lo que le asigna tal o cual calidad, o inolvidabiíidad, para decirlo
con un término borgeano.
Incluso la cuestión de las leyes es discutible; si para Valadés son lo que
permite la identificación del cuento, para Cortázar "nadie puede pretender
que los cuentos solo deban escribirse luego de conocer sus leyes, en primer
lugar porque no existen tales leyes, sino puntos de vista, ciertas constantes
que dan una estructura a ese género tan poco encasillable”. De lo cual se
deducen dos coincidencias importantes: primero, que -existan o no las tales
leyes- no es conociéndolas previamente que se puede escribir un cuento; y
segundo, y en consecuencia, que el cuento en realidad emite señales para su
reconocimiento. Y es que, como territorio realmente liberado, no tiene
límites físicos, no admite esquematismos porque es pura forma, puro
contenido, pura resonancia.
La identificación del cuento, sus existentes o negadas leyes, sus
territorios y resonancias son, en definitiva, su historia misma: el largo
recorrido que empieza con las fábulas que contaba el esclavo Esopo y que
es útil refrescar, a vuelamáquina, como conocimiento elemental para
quienes aman este género.
Antiguamente, como ha enseñado Enrique Anderson Imbert, “los
cuentos se confundían con las formas narrativas de la religión, la historia, la
filosofía, la oratoria”. Al parecer, fueron las culturas greco-latinas lasque lo
constituyeron en género literario. La primera gran figura en la historia del
cuento autónomo es Luciano de Samosata (griego nacido en Siria, bajo el
poder romano, en el año 125, y muerto en el 192), quien escribió El cínico,
El asno y una vastísima obra en forma de diálogos morales primero, y
narraciones como hoy las conocemos, después.
También habría que citar a su contemporáneo Lucio Apuleyo (125180,
originario del norte de África), autor de El asno de oro (la historia de
Cupido y Psiquis, tan trajinada siglos después), y aun podría citarse, como
lo hace Anderson Imbert, a Cayo Petronio, quien vivió en el siglo I de esta
era y de quien se conocen muy pocos datos, entre ellos que fue autor del
Satiricón (en verso y prosa) y fue cuestionado y terminó suicidándose por
orden de Nerón.
Según Anderson Imbert, el origen del cuento en sus formas breves
puede incluso “rastrearse en los inicios de la literatura, hace ya 4.000 años
(en textos sumerios y egipcios) como relatos intercalados y que luego se
van perfilando en la literatura griega (Herodoto, Luciano) como digresiones
imaginarias con una unidad de sentido relativamente autónoma”.
Muchos autores coinciden en que el cuento es el género literario más
antiguo del mundo, aunque para algunos su consolidación literaria se
alcanzó tardíamente. Así lo sugirió Juan Valera en el Siglo XIX: “Habiendo
sido todo cuento el empezar las literaturas, y empezando el ingenio por
componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento es el último género
literario que vino a escribirse”.
Pero también en otras culturas, de las que tenemos una enorme
ignorancia, prosperó este género en forma de fábulas, de enseñanzas, de
lecciones de vida o de entretenimientos ejemplares. En China, en India, en
Persia, desde antes de la era cristiana, se creó una tradición cuentística
formidable. Con fines religiosos, morales, pedagógicos, propagandísticos,
el cuento siempre estuvo “al servicio de”, en el sentido de que
originalmente el gusto estético no parecía ser -no era- su razón de ser.
Por ejemplo en la India, el Panchatantra (circa siglos II a VI) consta
de setenta relatos fabulosos de principios morales recogidos para los hijos
del rey Amarasakti, relatos que hacen una colección de prosas y versos
aforísticos en cinco tratados (Panchatantra significa eso, en sánscrito). Su
popularidad en Europa fue tan extraordinaria que, durante toda la Edad
Media, se sucedieron las traducciones y su difusión.
En la China antigua, aun antes, el cuento en forma de fábula ya era
popular y lo fue durante siglos. Concisas y en ocasiones brillantes, por lo
vigorosas, y vigentes, estas fábulas delataron la sabiduría del pueblo chino
desde tres y cuatro siglos antes de la era cristiana, sabiduría que en el Siglo
II de esta era se unificó durante la dinastía Han, cuando se prohibieron las
diversas escuelas ideológicas y se consagró como oficial a la doctrina de
Confucio.
Y es curioso anotar que la riqueza de aquella cuentística (caracterizada
por cuentos breves, fácilmente memorizables y repetibles) estuvo en la
intencjjón satírica, en la discusión moral y religiosa, en la crítica social
inclusive. Y por eso mismo, al oficializarse en el siglo II la ideología
dinástica, consecuentemente los cuentos populares cayeron en desgracia,
considerados despreciables y en cierto modo
reprimida su reproducción. Wei Jinzhi, de la revista Literatura, de
Beijing, señala por eso que “aunque las fábulas siguieron produciéndose
como siempre entre el pueblo, son muy escasas las que pasaron a los
libros”, y salvo algunos autores populares en los siglos Vil y IX, la
cuentística china no resurgió sino hasta los siglos XVI y XVII, lo cual es
toda una parábola sobre los pavorosos efectos de las culturas oficiales
unificadoras, y a la vez es una muestra del carácter subversivo (en el
sentido -de uso poco frecuente en la Argentina- de subvertir, modificar,
alterar, un orden conservador establecido) de los cuentos, de la literatura,
del arte mismo.
La Edad Media y el Renacimiento estuvieron signados por la
importancia del cuento, pero no, como podría pensarse -y muchas veces se
ha pensado como un producto occidental, y mucho menos cristiano. Por
cierto, la cuentística que se inicia en España (El Conde Lucanor, de don
Juan Manuel), en Italia (Decamerón, de Giovan-n¡ Boccaccio), en
Inglaterra (Los cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer), y aun los
relatos de las Mil y una noches, que son árabes, todos del siglo XIV, adopta
aquellas mismas fórmulas: lenguaje popular accesible, intención moral y/o
satírica, y una combinación dentro de lo que Anderson Imbert llamó "un
armazón común”, todo lo cual era típicamente oriental.
Lo oriental, cabe subrayarlo, viene también del hecho de que no solo
Luciano de Samosata era sirio. También fue oriental el macedonio Fedro,
que en el siglo I fue el primero en escribir fábulas en latín (las Fabulae
Aesoplae, inspirado en Esopo) y, nacido esclavo, fue enviado a Augusto,
quien lo liberó por lo bien que contaba. Y también Babrias, poeta griego de
origen sirio que en el siglo II puso en verso las fábulas de Esopo. Y por
supuesto, fue oriental Esopo mismo, nacido y criado en el siglo VI antes de
Cristo en Samos, isla del Egeo frente a la Turquía actual, en el Asia Menor.
Aun el descubrimiento de Esopo y sus transcriptores vino de Oriente: fue
Máximos Planudes (conocido como Planudio), monje bizantino de
Nicomedia, quien tradujo al latín las fábulas esopianas que tuvieron tan
grande difusión en la Europa medieval y de donde hoy las conocemos;
Planudio vivió y trabajó entre los siglos XIII y XIV.
Ya en el Renacimiento esas formas continuaron afianzándose, con
obras de enorme popularidad como el Heptamerón (de la francesa Mar-
guerite de Navarro; siglo XVI) y especialmente por Miguel de Cervantes
Saavedra (1547-1616) con sus Novelas ejemplares, que en realidad son lo
que hoy llamaríamos cuentos largos, o lo que los franceses designan como
nouvelle en contraposición a la novela (román). También de ese período son
Los cuentos de mi madre la Oca, de Charles (siglo
XVII) y la larga obra de Jean de la Fontaine (1621-1695), autor no solo
de las célebres fábulas sino también de cuentos y novelas cortas, basado su
trabajo en Esopo, Fedro y los textos orientales en boga en la época.
Este repaso, necesariamente incompleto, solo pretende mostrar el
vigor, la fuerza, la enorme y rica tradición del cuento, que admite asimismo
otros nombres consulares del género: el inglés Jonathan Swift (1667-1745)
con sus Viajes de Gulliver; el español Félix María de Sa-maniego (1745-
1801), fabulista de excepción y quien tras una pelea con Iriarte -otro famoso
fabulista de la época- mandó quemar su obra antes de morir, de la que solo
se salvaron sus Fábulas morales, también inspiradas en Esopo, Fedro, los
orientales y La Fontaine. Y por supuesto los crueles, perversos inventores
del mal llamado "cuento infantil”, predecesores de la singular ideología de
Walt Disney: los hermanos Jakob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786-
1859) y el danés Hans Christian Andersen (1805-1875); y por qué no el
romántico alemán Ernst T. A. Hoffman (1776-1822).
Ya en el siglo XIX, el mayor de los cuentistas y quizás todavía
insuperado, Edgar Alian Poe (1809-1849), inauguró una cuentística
formidable y que tuvo, como es indudable, una enorme influencia en los
cuentistas de la segunda mitad del siglo XIX: realistas, románticos, negros,
naturalistas como Guy de Maupassant, el injustamente poco recordado
Leopoldo Alas "Clarín”, Henry James, Antón Chéjov, Robert Louis
Stevenson, O.Henry, Brett Harte, Stephen Crane y tantos más, casi todos
nacidos entre 1850 y 1860. E influencia, hay que decirlo, que cruza también
la cuentística del siglo XX, y que en América Latina es insoslayable desde
Quiroga.
En algún lugar leí que el crítico español Arturo Molina García sostiene
que “antes del siglo XIX el cuento se manejaba sin plena concien-
cía de su importancia como género literario con personalidad propia.
Era un género menor del que no se sospechaban las posibilidades de
belleza, emoción y humanidad que podía contener su brevedad. Hubo
buenos cuentistas, individualmente considerados, con sello personal, pero
fueron muy pocos, fueron casos aislados que sorprendían como destellos.
Lo que no había, desde luego, era una tradición cuentista, cuajada, en
ebullición permanente, como la que comienza a existir a partir del siglo
XIX".
En efecto, la tradición del cuento moderno se desarrolló en ese siglo. Y
a ello contribuyeron las infinitas publicaciones que abrían sus páginas al
cuento más o menos breve. Esto fue muy notorio en América Latina y
posiblemente hoy podríamos explicar que se debía a las limitaciones de la
industria editorial. El espacio disponible en los medios obviamente era
favorable al cuento, o al folletín por entregas. Acaso ahí esté el antecesor de
la telenovela actual. Como fuere, en mi opinión, eso mismo fue lo que
fortaleció al género en las Américas. Porque publicar novelas imponía la
necesidad de una capacidad industrial (papelera, impresora y
encuadernadora) y requería de circuitos de distribución en librerías, que en
América no teníamos. Por eso las revistas fueron no solo pioneras, sino que
en ellas coincidieron autores y público, y eso dio lugar al florecimiento del
cuento latinoamericano.
Cuento viene del latín contus, o computus, y significa llevar cuenta; en
cierto modo, hacer que algo no se olvide. Como señala Valadés,
mencionando a Lubrano Zas: "Llevar cuenta de una historia que se relata a
fin de que ésta, como quería Horacio Quiroga, entrañe totalidad".
Ante la siempre fuerte tentación de intentar definiciones, cabe recordar
solo algunas ideas bellísimas, como la de Borges cuando decía que era
como entrever una isla en el mar: “Veo las dos puntas, sé el principio y el
fin; lo que sucede entre ambos extremos tengo que ir inventándolo,
descubriéndolo”. Igualmente sugestiva es aquella de H. A. Murena: “El
cuento es algo así como una gota de agua vista con una lupa, y por lo tanto
en ella está el universo entero”. O la de Juan Filloy, quien compara a la
novela con los grandes ríos y al cuento con los arroyitos de montaña,
espontáneos, inesperados. O lasviejas ideas de Alberto Moravia, Ernest
Hemingway y otros, que repitieron como
propias casi todos los autores del boom latinoamericano: que el cuento
debe sujetar en su silla al lector; que significa agarrar al lector del pescuezo
y no darle respiro, no permitirle escapatoria una vez que se lo ha
enganchado con la primera frase. Y tanto más.
Homero -existiese él o haya sido una suma de gente- contó. Plutarco
en sus Vidas Paralelas, Julio César en sus Comentara y Tácito en su
Historiae y sus Annates, todos en el primer siglo de esta era, contaron. De
hecho, uno podría pensar que toda la Historia de la Humanidad ha sido un
cuento. Ha debido serlo, para ser escrita. Y al ser escrita se ha eternizado y,
uno puede sospecharlo, ha provocado -viene haciéndolo el inexplicable y
maravilloso deseo -y tentación-que tiene cada persona de contribuir con una
página -solo una, por lo menos-en la historia del cuento, que es la Historia
de la Humanidad.
Relación de sucesos reales; narración oral o escrita de sucesos
verdaderos o ficticios; pieza literaria de menor extensión que la novela;
fábula que se cuenta a los niños (¡y a los grandes!); chisme o enredo;
noticia falsa o fabulosa, son algunas de las innumerables -y todas ciertas,
¡mágicamente.1— definiciones de los buenos diccionarios.
Por cierto, una sola condición habría que añadir a cualquiera de ellas, y
es que lo narrado, el relato, además de riqueza y gusto en lo contado, debe
captar la atención del lector, debe interesarlo, y eso solo es posible si éste lo
cree, Metido en el asunto narrado como si lo hubiera vivido -y viviéndolo
mientras lo escucha, mientras lo lee-, es él quien completa ese acto de amor,
acto de dos que es el cuento. Para luego reproducirlo y volver a contarlo, a
gozarlo y así seguir eternizando la placentera belleza del arte de contar.
BREVE HISTORIA DEL CUENTO ARGENTINO
LOS BUENOS CUENTOS
4

Señala Raimundo Lazo, en Historia de la literatura


hispanoamericana, que “hasta la consolidación de la independencia política
de Sur América en la década de Ayacucho”, la literatura argentina se
expresaba "con la misma voz neoclásica de la época colonial y rezagos de la
cultura de la Colonia mezclados con ideas revolucionarias del siglo XVIII
francés, pero el espíritu de lo que se dice y se escribe comienza a ser
consciente, activamente argentino”.
Esa conciencia activa -en rigor, un sello de personalldad- apareció
primero en las innumerables piezas poéticas que trazan el arco imaginario
que va del Triunfo argentino (1808) de Vicente López y Planes (1785-1856)
hasta el Martin Fierro (1872-1879) de José Hernández (1834-1886). En la
prosa narrativa y ficcional, ese espíritu se hace presente en el romanticismo
de Esteban Echeverría (1805-1851), autor de El matadero, narración que es
unánimemente considerada como inicio del cuento argentino, si bien Adolfo
Prieto ha señalado que “por las características que acompañaron a la
difusión de este relato y por la extrañeza con que el mismo se inserta en la
producción total del escritor, El matadero se propone como una pieza
extravagante, como un fenómeno literario que merece una atención
particular. Escrito, por lo que puede deducirse, entre 1838 y 1840, el relato
permaneció inédito nada menos que hasta 1871”, año en que lo rescató Juan
María Gutiérrez (1809-1878), editor de las obras completas de Echeverría.
El tema del cuento es claramente político, pero la idealización del joven
unitario no es su mérito principal sino el tono costumbrista, la descripción
ambiental y humana de los matarifes y sus hábitos y, en general, la enorme
y rica expresividad y realismo.
A Echeverría lo siguieron otros narradores de recia personalidad,
también vinculados al quehacer político: José Mármol (1817-1871); Vicente
Fidel López (1815-1903), autor de la primera novela argentina: La novia del
hereje (1842); Domingo Faustino Sarmiento (18111888); Juan Bautista
Alberdi (1810-1884) y Bartolomé Mitre (18211906), que también se ubican
en el romanticismo, corriente que dominó casi todo el siglo XIX.
Fuertemente vinculados -en sus vidas y en sus obras- al devenir político del
país, todos se vieron obligados a diversas temporadas de exilio.
Curiosamente, quien Raimundo Lazo considera "el más completo hombre
de letras de la generación de los proscriptos” -Juan María Gutiérrez- se
destacó como crítico y antologo, pero no como ficcionista.
En cambio Eduardo Gutiérrez (1853-1890), a pesar de su corta vida, sí
dejo una extensa producción ficcional: más de treinta novelas y cuentos de
tipo folletinesco, que dieron lugar a obras de teatro y pantomimas de circo
de extraordinaria popularidad. A él se debe el famoso Juan Moreira (1886)
y, en cierto modo, el paso del romanticismo al realismo, que también
empezó a vislumbrarse desde las primeras narraciones de Eugenio
Cambaceres (1843-1888). Este “aplicó a su modo -dice Lazo el naturalismo
de Emile Zola en novelas que se convierten en materia de polémica y
escándalo” en la década de 1880. Sus relatos, truculentos, abordan temas
jamás tocados hasta entonces: costumbres, sexo, intereses materiales y
mezquindades humanas.
Menos naturalista, pero dentro del realismo costumbrista, cabe citar
también los relatos de Lucio Vicente López (1848-1894). Pero la revisión
de la narrativa y el cuento argentinos del siglo XIX resultará
inevitablemente incompleta si no se considera a la asombrosa cantidad de
narradoras (se contaron por decenas) que la historiografía literaria nacional
-invariable fuente de injusticias-ha ignorado rigurosamente. Este recuento
quiere evocar, por lo menos, a tres extraordinarias cuentistas: Juana
Manuela Gorríti (1816-1892), Juana Manso (1819-1875) y Eduarda
Mansilla (1838-1892).
Hacia el fin del siglo XIX se pusieron de moda otros textos narrativos:
relatos de viaje, autobiografías y diversas formas de apuntes costumbristas
en forma de cuentos. Entre sus autores se contaron Lucio V. Mansilla
(1831-1913), Miguel Cañé (1851-1905), Eduardo Wilde (1844-1913) -
quizás uno de los más reconocidos cuentistas de su tiempo- y el francés
Paúl Groussac (1848-1929), autor de una nutrida obra creativa, histórica y
crítica, pero mucho más conocido por haber fundado en 1885 la Biblioteca
Nacional, que dirigió hasta su muerte.
Acaso cabría considerar a otros “cuentistas de menor volumen, o por
haber muerto jóvenes o por haber escrito poco”, en palabras de Arturo
Berenguer Carisomo. Entre ellos: Bartolomé Mitre y Vedia (1845-1900),
José María Cantilo (1840-1891), Carlos Monsalve (1864-1940) y Eduardo
L. Holmberg (1852-1937).
El cuento modernista, aunque suele ser muy poco estudiado, tuvo en su
momento una enorme difusión. Tal es la hipótesis de Lea Flet-cher:
"Encontramos más de cien publicaciones, aparecidas entre 1890 y 1910,
que fueron indispensables para los escritores modernistas de la época”. En
tanto Buenos Aires era uno de los epicentros continentales del movimiento,
la cosa va mucho más allá de los autores que siempre se consideran como
epígonos del modernismo (Rubén Darío, Leopoldo Lugones, Manuel
Gutiérrez NájerayAmado Ñervo).
La mayoría de los poetas practicaban también formas cuentísticas, y en
particular el cuento breve, con temáticas cosmopolitas y/o fantásticas
opuestas al hasta entonces vigente costumbrismo o al realismo a lo Emile
Zola. Señala Alfredo Veiravé en su estupenda Literatura Hispanoamericana
(Kapelusz, 1976) que “en su intento por destacar una nueva sensibilidad
artística y crear mundos imaginarios e irreales, el cuento modernista
sustituye la realidad cotidiana y abunda en ambientes parisienses". Ese
exotismo, como lo llama, primero espacial o geográfico, es creador de una
“gran corriente que se prolonga hasta el siglo XX y que se puede definir
como literatura fantástica”.
Según Veiravé, “las características esenciales del cuento modernista
son: 1) El lenguaje preciosista es el centro del relato; 2) El narrador guía al
lector hacia un mundo artificioso; 3) Los personajes se mueven en
ambientes exóticos, irreales o soñados; 4) La acción es discontinua y el
autor interrumpe el hilo narrativo con digresiones poemáticas; 5) La
descripción -que se impone sobre la narración- es rica en impresiones
sensoriales; 6) Los cuentos carecen de tensiones sociales o conflictos
psicológicos”.
Para Fletcher, en los veinte años de prosperidad y pobreza que corren
de 1890 a 1910, los cuentistas de esta corriente fueron fieles al hilo
principal modernista, que fue básicamente un movimiento poético. Ya desde
1880, en los diarios porteños aparecían autores franceses que anticipaban el
posterior estallido modernista, especialmente a partir de la vinculación de
Rubén Darío con la Argentina. Aunque llegó a estas playas en 1893, ya se
conocían cuatro cuentos suyos publicados en Buenos Aires en el
Almanaque Sudamericano, en El Pasatiempo (Almanaque Peuser) y en La
Tribuna.
La presencia de Darío en la Argentina dominó la escena cultural
nacional, y en lo literario -Fletcher dixit- "el movimiento, como un soplo de
aire fresco y renovador, se apoderó del clima intelectual”. En esos tiempos
abundaban las tertulias literarias, tradicionalmente organizadas por
personajes como Rafael Obligado (inspirador del famoso Ateneo) o en
librerías como la de Moén o la de Espiasse, muchas ubicadas en la calle
Florida.
Roberto Giusti ha señalado que una "pacífica modorra" reinaba por
entonces en la cultura porteña: "Una persona de medianos recursos podía
adquirir, si lo deseaba, todos los libros impresos en el país. Editores
propiamente no los había. El autor se pagaba la edición”. En ese contexto,
rastreando innumerables publicaciones, Fletcher ha podido establecer la
riqueza del movimiento modernista, que dio “un importante número de
cjjentos ignorados" y una serie de nombres hoy de poca significación
cuentística como, entre otros, los hermanos Emilio y Luis Berisso,
Leopoldo Díaz, Eugenio Díaz Romero, Ángel de Estrada (h). Alberto
Ghiraldo, Martín Goycochea Menéndez y Belisario Roldán.
Según Lazo, a los modernistas los continuó “una nueva generación
literaria, la de los autores nacidos en la penúltima década del siglo XIX, que
ya es la de la transición postmodernista al siglo XX”, entre quienes cita a
Evaristo Carriego, Baldomero Fernández Moreno, Enrique Banchs, Arturo
Capdevilla, Oliverio Girondo y Alfonsina Storni -casi todos poetas antes
que ficcionistas- y a narradores como Alberto Gerchunoff (1883-1950),
Benito Lynch (1880-1951) y Ricardo Güi-raldes (1886-1927), además de
Leopoldo Lugones (1874-1938) y Enrique Larreta (1875-1961).
Lo cierto es que con el 1900 se abrieron "tres perspectivas
perfectamente diferenciadas”, en palabras de David Lagmanovich:
El cuento artístico. Entendido el adjetivo "artístico” en sentido
estricto, cultivado fundamentalmente por Lugones y "con sujeción clara a
los dictados de la estética modernista". Son cuentos que "resumen muchas
lecturas”, “impregnados de saber clásico” y de inquietudes cientificistas.
Las fuerzas extrañases un libro paradigmático de esta corriente, en el que se
observan rasgos como el “sentido preciso del cuento como objeto unitario”,
el “cultivo de un registro temático que de alguna manera sintetiza
inquietudes importantes”, y todo elaborado "desde una posición esteticista y
ajena al contexto social”. Otro caso sería el de Afilio Chiappori,
contemporáneo de Lugones, cuyos cuentos se sitúan “en el confín de lo
normal y lo patológico, lo manifiesto y lo oculto, el adorno preciosista del
modernismo y la preocupación por lo trascendente”.
El cuento costumbrista. Segunda perspectiva entre cuyos epígonos hay
que citar a Roberto J. Payró (1867-1928) y a Fray Mocho (José Sixto
Áltvarez, 1858 -1903), que vienen de la tradición de Echeverría, Juan María
Gutiérrez, Alberti, Obligado, Gortiti, Cañé, Lucio V. López y Eduardo
Wilde. “Demasiado hincapié se ha hecho en que los cuentos de Fray Mocho
no son cuentos en sentido estricto", advierte Lagmanovich, al menos en
cuanto a la estructura que hoy llamamos "cuentísti-ca”, pero en cambio en
esos relatos hay un "proyecto de descripción de una sociedad transformada
por el desarrollo económico, la inmigración y las nuevas prácticas
políticas”. Además allí aparecen las cadencias del habla coloquial, el
distingo de los niveles sociales de lenguaje. El
otro paradigma sería Payró con su Pago chico, especie de
“costumbrismo reformista", pues sus cuentos están concebidos “en forma
más orgánica" para mostrar el tramado social y “la crisis total de los valores
éticos del orden conservador”. Además, la obra de Payró “se centra en lo
urbano y asume sin tapujos lo político".
El cuento regionalista. Es la tercera perspectiva y su máximo
exponente es el uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937). “Si -dice Lagma-
novich-dejamos de lado la innegable pericia técnica del narrador (que lo
aproxima a Lugones, su modelo inicial, así como a algunos de los Cuentos
de muerte y de sangre, 1915, de Güiraldes), la otra novedad quiroguiana
consistiría en la explotación sistemática de los motivos de una región
americana, con especial atención a la interacción de hombre y ambiente
natural.” Se trata, para Lagmanovich, de una "reformulación de los
principios del nativismoo criollismo" del siglo XIX. En esta línea se presta
"atención específica a las características del drama humano", se
desengancha al género "de sus connotaciones tradiciona-listas
hispanizantes" y se lo torna "ideológicamente más flexible y más
representativo de una confusa realidad americana”.
Los cuentos de este costumbrismo quiroguiano muestran estas
"características de la heterogeneidad: hombres con una confusa noción de
patria y hombres sin patria, criollos y gringos, hablantes nativos y no
nativos, la lengua española en competencia con el portugués y el guaraní; la
frontera, en fin...". Esta concepción -cabe subrayarlo- se extiende a todo el
siglo y está también presente en autores como Juan Carlos Dávalos, Fausto
Burgos, Pablo Rojas Paz y muchos otros, y aun llega a nuestros días.
"Cuentos que no están centrados únicamente en el interés de lo contado sino
también en la estructura del contar, cuentos que integran al hombre con su
paisaje y con su historia, cuentos, en fin, que son dignos antecesores de las
construcciones narrativas de escritores de las últimas promociones, pero
también “del interior” (expresión que pongo entre poderosas comillas, no
solo gráficas sino sobre todo mentales, porque alguna vez hay que
revisarlas a fondo), como Daniel Moyano, Juan José Hernández o Héctor
Tizón”, Lagmanovich dixit.
El cuento quiroguiano ha ejercido tal influencia en la Argentina que,
por esa razón, siempre lo hemos considerado nuestro. Y es que
Quiroga, desdé el modernismo de Los arrecifes de coral (1901) hasta
Los desterrados y El más allá, publicó lo que puede considerarse la saga
cuentística más vigorosa, personal e influyente de todo el siglo. Verdadero
inspirador de una manera de narrar, basada en Poe, Pushkin y Dostoievsky,
Quiroga es sin lugar a dudas uno de los padres del cuento argentino y
latinoamericano.
Roberto Yahni ha afirmado que "quizás ninguna manifestación literaria
en la Argentina refleje de manera tan adecuada los cambios, las acritudes y
las contradicciones del país como lo ha hecho la narrativa”. Aunque esa
afirmación es válida y universal siempre, y para cualquier país, es cierto
que el cuento literario ha acompañado la formación misma de la nación
argentina.
"Como manifestación más o menos coherente y unitaria tiene su origen
en la Argentina en la llamada generación de 1880 -dice Yahni-. Este grupo
de hombres públicos y periodistas, más que verdaderos escritores fueron,
ante todo, los primeros organizadores y administradores del país. Escribir
fue para ellos el complemento necesario a tantos momentos de lucha y
cambio por ellos mismos propiciados.” Cita a Miguel Cañé, Lucio V,
Mansilla, Eduardo Wilde, Eugenio Cambaceres y Julián Martel, seudónimo
de José María Miró (1867-1896). "Con sus obras, el naturalismo y el
realismo aparecen en la literatura argentina. Lentamente comenzaron a
verse la ciudad, sus transformaciones, su idioma y cierto incipiente color
local.” A partir de allí, el fin del siglo XIX permite apreciar en estas tierras
más cambios que los producidos en toda su historia anterior. Y con el siglo
XX "la imagen del escritor profesional comienza a surgir”.
Yahni cita al año 1906 como el de la aparición de cuatro obras
fundamentales: Cuentos de Fray Mocho, Las fuerzas extrañas de Lu-gones
(quien pudo ser considerado “el primer escritor verdaderamente profesional
en la Argentina”), El casamiento de Laucha de Payró, y Alma nativa de
Martiniano Leguizamón (1858-1935).
Costumbrismo criollo en Álvarez; cientificismo e inicio de la literatura
fantástica en Lugones; realismo crítico en Payró; narrativa na-tivista en
Leguizamón. A partir de allí se estructuran líneas que serán constantes de
toda la narrativa argentina hasta nuestros días.
La plenitud del realismo, según Yahni, se alcanzará 'poco después, en
1916, con El mal metafísico de Manuel Gálvez (1882-1962), mientras el
campo argentino y lo rural lo alcanzará con Los caranchos de la Florida de
Benito Lynch (1885-1951).
Paralelamente, fue considerada en esa época la obra de un escritor del
noroeste que supo hacer de los valles y montañas calchaquíes un rico
mundo cuentístico: Juan Carlos Dávalos (1887-1959).
En cuanto al cuento urbano, hacia 1922 apareció un autor que
literalmente encantó a Buenos Aires: Arturo Cancela (1892-1957), lleno de
agudeza en sus relatos y de un "humorismo al modo del de Anatole
France”, según Berenguer Carisomo.
Pocos años más debieron pasar hasta que, en 1926, se publicaron otras
obras definit^orias para la narrativa argentina: Don Segundo Sombra de
Ricardo Güiraldes (1886-1917), paradigma de nacionalismo, neogauchismo
y vuelta a la tierra, y El juguete rabioso, primera novela de Roberto Arlt
(1900-1942) que se ocupa del burgués urbano, pesimista, cruel y hasta
excesivo. En opinión de Yanhi, estas dos obras “representan,
complementándose, todo el conflicto narrativo de su momento; con estas
dos obras de tan distintas direcciones se define y aglutina el proceso de
unidad y diversidad que, tanto en la prosa narrativa como en las demás
manifestaciones, caracteriza nuestra literatura”.
Siguiendo a Horacio Jorge Becco, cabría recordar también una serie de
antologías de cuentos en las que se podrían encontrar verdaderas joyas hoy
olvidadas del cuento argentino. Por ejemplo: Cuentistas argentinos de hoy,
de José Guillermo Miranda Klix (publicado por la Editorial Claridad en
1929), y Los mejores cuentos (Selección de Manuel Gálvez, Editorial
Patria, 1919).
Durante el gobierno de Marcelo T. de Alvear (1922-1928) se gesta la
controversia de los grupos de Boedo y Florida, momento que para muchos
autores fue el de más activa polémica literaria en la Argentina, pero que -en
mi opinión- solo fue el más mitificado posteriormente. Aquel antagonismo -
que tantos ríos de tinta ha hecho correr- tuvo mucho de leyenda
esquemática: los cajetillas de Florida, esteticistas y renovadores, versus los
proletarios socialistas de Boedo. Ni tanto ni tan poco. Seguramente, lo más
interesante fue que la vehemencia de algunos intercambios permitieron
darle estatus periodístico a la literatura.
Con el golpe autoritario de 1930, lo que entró en crisis fue un modelo
de sociedad, de comportamiento, y la miseria se generalizó junto con el
pesimismo. Jorge Luis Borges (1899-1986) empezó a pasar a la historia
como epígono martinfierrista, mientras que en cierto modo Roberto Arlt lo
sería del boedismo. Otros excelentes cuentistas pai^t:i-ciparon de aquel
supuesto enfrentamiento, por lo menos, Elias Castel-nuovo (1893-1980),
Leónidas Barletta (1902-1974), Roberto Mariani (1892-1946) y Alvaro
Yunque (1890-1982).
Respecto de estas dos corrientes, David Lagmanovich llama cuento
arltiano al que se inicia en los años 30 con "El jorobadito”. Allí se produce
-dice él- una "importantísima síntesis entre el cuento artístico y el
costumbrismo”, lo que la vuelve "inclasificable; ni tan solo costumbrismo
ni tan solo cuento artístico; ni tan solo realismo, ni solamente literatura
fantástica".
En cuanto al cuento borgeano, para Lagmanovich aparece en los años
40 con Ficciones (1944) y El Aleph (1949), en los que hay "un manejo
nuevo del cuento, un tratamiento distinto de la noción de ser argentino que
se apoyó en sus ensayos y en sus poemas; que han subsumido el criollismo
de muchos de sus poemas y ensayos iniciales, el pintoresquismo de
impulsos primeros, las aperturas hacia los mundos de la imaginación". En
Borges, el nuevo protagonismo es el del lenguaje, “la posibilidad de pensar
una obra en términos de su lenguaje, lugar absoluto de encuentros y
realizaciones”.
En la desdichada década de 1930 -que fue la del apogeo de Arlt y de
Lugones- aparecieron muchísimas obras que hoy son poco recordadas.
Pero, entre las que quedaron como referenciales, es forzoso citar
Radiografía de la pampa (1933) de Ezequiel Martínez Estrada (18951964);
Historia de una pasión argentina (1937) de Eduardo Mallea (1903-1982);
los primeros cuentos de Borges y de Silvina Ocampo (1907) y las primeras
prosas (cuentos y novelas) de Adolfo Bioy Casares (1914). Entre lo que casi
nadie recuerda de ese período, hay que mencionar por lo menos los Cuentos
de la pampa (1933) de Manuel Ugarte (1878-1951).
De la narrativa creada durante el peronismo hay que destacar la
producción de Leopoldo Marechal (1900-1970), Manuel Mujica Láinez
(1910-1984), Julio Cortázar (1914-1984), Ernesto Sabato (1911), José
Bianco (1908-1986), Bernardo Verbitsky (1907-1979), Roger Pía (1912-
1982), Bernardo Kordon (1915) y Enrique Wernic-ke (1915-1968), nombres
-entre muchos otros- cuya sola mención evidencia una asombrosa variedad
de preocupaciones ético-estéticas, y que incorporaron los problemas del
país a la literatura, se ocuparon de ellos y los trataron desde muy diversas
perspectivas estilísticas: lo fantástico, el realismo, la crítica política y social,
la psicología y la perfección formal dieron a la narrativa argentina, y en
particular al cuento, un lugar privilegiado en la literatura latinoamericana.
En estos años también se publicaron algunas antologías hoy de difícil
acceso, como Cuentistas argentinos del siglo XIX, de Renata Donghi de
Halperín (Ángel Estrada Editores, 1950), varias recopilaciones de Susana
Chertudi, de Antonio Pagés Larraya, y las que hizo Rodolfo J. Walsh para la
editorial y librería Hachette.
Pero, indudablemente, la obra cuentística más personal y poderosa de
este período fue la de Julio Cortázar. El cuento cortazariano irrumpe en los
años 50 con varias obras originalísimas: Bestiario (1951), Final del juego
(1956) y Las armas secretas (1959). En Cortázar, una vez que rompe con la
influencia de su maestro Borges, aparecen nuevas características esenciales,
señala Lagmanovich: "La absoluta libertad de la literatura, la intención de
convertir en literatura cuanto se toca, la total literaturización”. Son tan
fuertes estas características que "es imposible medir la influencia de
Cortázar en los cuentistas que le suceden". Cortázar va más allá de Borges
porque "el uso del subtexto literario no requiere la cita explícita, sino que
suele mantenerse como fenómeno latente”; y también va más allá de Arlt,
porque en sus registros lingüísticos "combina el humor de la calle y el café
de Buenos Aires con el humor surrealista, y desde esta perspectiva observa
a sus congéneres con rebultados sorprendentes”.
Ya en los años 60 y 70, y sin dudas a la sombra pavorosa del ya
mundialmente consagrado Borges, y de la cuentística cada vez más
reconocida de Cortázar, el cuento en la Argentina adquiere nuevo relieve
con la obra de Marta Lynch, Beatriz Guido, Pedro Orgambide,
Humberto Costantini, Marco Denevi, Haroldo Conti, Rodolfo Waish, Juan
José Hernández, Martha Mercader, David Viñas, Abelardo Casti llo, Juan
José Manauta, Germán Rozenmacher, Juan José Saer, Héctor Tizón, Daniel
Moyano, Ricardo Piglia, Miguel Briante, Andrés Rivera, Angélica Goro-
discher y muchos más. Según Lagmanovich, en los 60 “se produce una
verdadera eclosión o florecimiento del cuento argén-tino, a través de
autores que, en medidas diversas, combinan sus percepciones personales
con la lección de Arlt, la de Borges o la de Cortázar”.
Y es que si "a principios del siglo se podía ser larriano o balzacia-no; y
más adelante se pudo ser lugoniano o quiroguiano”, estas tres presencias
resultaron gigantescas, “pero no se es ya arltiano, borgeano o cortazariano”,
sentencia Lagmanovich con un optimismo que no acabo de compartir. Y es
que según él, ahora "estamos más allá de la era de los maestros (...) y (...)
cada cuentista aspira a crear su universo propio”. Lo cual no deja de ser
discutible, claro, porque sin dudas todo escritor, desde Homero a cualquiera
de nuestros días pasando por Cervantes, Dostoievsky, Borges y quien se
quiera mencionar, aspiró a crear su propio universo.
No he sido más que un observador privilegiado: como editor de la
única revista dedicada exclusivamente al cuento literario que se edita en la
Argentina, desde hace seis años no hago otra cosa que leer miles de cuentos
producidos a lo largo y a lo ancho de este inmenso país, e incluso
centenares que se reciben de todo el mundo. La visión que tengo del cuento
argentino es, entonces, empírica antes que académica. Supongo que he
llegado a tener alguna idea acerca del cuento literario en la Argentina desde
que empezó a haber cuento en estas tierras, a partir de El matadero y hasta
mucho más acá de las trajinadas obras de Borges y Cortázar. Y con base en
ello afirmo que, entre los 60 y 70 y los actuales 90, lo que más cabe
subrayar y destacar es la incesante continuidad creativa de la producción
cuentística argentina, tan plural y rica como para inhibirme de hacer
nombres, en la seguridad de que, de hacerlo, este texto cometería
imperdonables olvidos.
Pero sí puedo y debo señalar que, en tanto editor, en . los últimos seis
años he publicado más de un centenar de calificados cuentistas
contemporáneos, la mayoría de los cuales está en plena actividad. Esto
permite pensar, a modo de conclusión, que el cuento argentino, de aquí a fin
del milenio y más allá, seguramente continuará siendo expresión de una
creatividad que, a los argentinos, no puede menos que enorgullecemos.
Hoy, después de casi nueve años de democracia, muchas cosas han
cambiado en la narrativa argentina, y sin dudas la evaluación de nuestra
cuentística alienta una visión positiva. Nuestra narrativa breve no ha dejado
ni por un momento de ser impetuosa y riquísima.
Finalmente, solo restaría destacar el contraste entre la constante
ausencia de mujeres cuentistas en casi toda nuestra historia de antologías
cuentísticas, y la producción que protagonizaron. También esto ha
cambiado, especialmente en la última década. Ello se debe a que hoy hay
mucho más cuento escrito por mujeres que nunca antes, y a que su calidad y
profundidad son riquísimas y constituyen, acaso, el fenómeno más
destacable de la literatura argentina de este fin de siglo. Pero esa será la
historia venidera.

SOBRE LA DEFINICIÓN DEL GÉNERO


5
ES INÚTIL QUERER ENCORSETAR EL CUENTO
Hace poco, durante la última Feria del Libro, en una charla con José
Donoso para la revista Puro Cuento, él me decía que no existe el cuento
perfecto y que eso es lo mágico de este género: que no lo hay, que
posiblemente no lo haya y que sin embargo seguimos, desde hace por los
menos tres mil años, buscándolo.
Es la indefinición eterna lo que constituye el sabor precioso y
sostenido del cuento. Su razón de ser, el gusto, el placer que continúa
brindando y su inmortalidad, pueden comentarse, pero no explicarse en
totalidad ni mucho menos definirse. El hombre y la mujer, su historia
misma, son un cuento que contar: que se viene contando desde hace
milenios; que se cuenta cada día; que no se termina jamás de contar. Un
verdadero y exacto cuento de nunca acabar. Un movimiento perpetuo.
En Puro Cuento tenemos una sección que llamamos interiormente
"Hacia una teoría de la práctica del cuento". Su objeto es dar a conocer
ideas, conjeturas, teorizaciones, ensaye sobre ei género. ¥ hemos-
pen-sado ese título porque creemos que no existe "una teoría” del cuento,
sino más bien una práctica que va formando, lenta e imprecisamente, su
propia teoría, la cual ni es absoluta ni es universalmente válida.
El cuento -creo, en principio- es una rica sustancia contenida en una
forma pura. Es resolución del "cómo” a la vez que invención de un “qué”.
En diferentes estéticas, y cuando la estética choca con la moral, se ha
discutido el asunto con ardor: “Lo que interesa es lo que se dice, no cómo
se dice”, acusan de un lado los realistas, los populistas, los escritores de
izquierda, los comprometidos que siempre están alertas ante los mensajes y
compromisos ajenos. "Importa el cómo y no el qué; solo forma, malabar,
técnica; el cuento es artificio, juego, crucigrama”, parecen replicar del otro
lado los que quieren siempre una literatura descontaminada de realidades,
aséptica, desinfectada, como bendecida por demiurgos griegos, y por ende,
elitista y de cenáculo. A mí me parece que, en verdad, hay que atender
ambos aspectos.
El cuento, para mí, es indefinible, y eso está bien. Esta sería una
primera proposición a tener en cuenta a la hora de hacer teorizaciones sobre
este género. Fundamentalmente, porque el dominio de las leyes no
garantiza un cuento, no garantiza literatura. Petronio, Esopo antes, Don
Juan Manuel, Rabelais, no se detenían en leyes, ni las reconocían.
A una computadora, hoy, podemos darle toda la biblioteca universal de
la literatura, podemos enseñarle todas las técnicas cuentísticas que en el
mundo han sido a lo largo de 3.000 años. Cualquier buena computadora
puede contener toda esa información. Pero ella jamás podrá contar un
cuento, o bien lo hará con los datos que le provean sus programadores, con
los cuales podrá narrar sin dudas una historia, si la historia -el
ac<^i^t^^<^^i'^ se le ha informado previamente en forma de datos. O sea si
se le ha contado a ella, aunque fragmentariamente, dándole el uso de la
palabra una primera vez. Pero no nos contará un cuento. Porque no tendrá
la gracia, el universo propio, interior; porque será una pura construcción
(tendrá un qué pero no un cómo artístico). Podrá tener invención, pero no
clima; le faltará la temperatura, algo que le dé encanto, sensualidad, como
el goce estético de una imagen perfecta. Y aun habría que ver su
profundidad, su significación.
Clwo.no se trata dediscuttr tas virtudes (ya indiscutibles) de las
computadoras, sino de subrayar aquí todo ese conjunto de indefiniciones
que impide definir un cuento. Casi diría que, como Dios, el cuento es un
misterio a develar, por eso mismo indevelable, que acompaña al hombre y a
la mujer hasta la muerte, Y acaso lo que esté del otro lado sea otro cuento.
Borges enseñó que lo original no está en lo fabuloso de algo, sino en
imaginarlo. Razonaba, por ejemplo, que si las quimeras existiesen (con su
cabeza de cabra, otra de serpiente y la tercera de perro) sin dudas las
recordaríamos y ello no constituiría algo inolvidable. "De modo que no
habría ninguna gracia en un cuento con un minotauro, una quimera, un
unicornio inolvidable.” Lo grandioso está, explicaba él, en lo común. Y por
eso escogió una moneda (algo tan común, tan vulgar) para su cuento "El
Zahir”.
Es un excelente ejemplo, creo, de que no se trata de andar buscando lo
original en lo extraordinario, en lo fuera de lo común, sino que se trata de
imaginar otras posibilidades para lo común. Piénsese en los magníficos
cuentos rusos, en los franceses del naturalismo, en la corriente
norteamericana de este siglo, en Cortázar. Es lo común tratado
imaginariamente lo que constituye la excepcional idad de un buen cuento.
Lo de todos los días, lo que nos rodea, lo que conocemos y lo que nos pasa,
visto con imaginación. Es en este sentido como puede entenderse aquello de
que lo real puede ser más fabuloso que -y superador de- lo ficticio.
Pero si lo original en un cuento no está solo en lo fabuloso sino en
imaginarlo, se podría añadir aún algo más; también está en el dominio de la
forma. Que no es otra cosa que una epifanía, una revelación repetida en
cada cuento. Por eso cada texto conlleva su propia forma, su modo peculiar,
su enigma y su resolución (por la felicidad o por el fracaso).
Explicar una epifanía es difícil, y también puede ser una tarea inútil. Y
hasta pedante, cuando es el mismo escritor el que explica su trabajo. Me
eximo de ello. Pero reconozco que muchísimos lo intentaron con talento.
Ahí están los decálogos de Horacio Quiroga, de Tito Monterroso, de
Hemingway; las recomendaciones de E.M.Forster, de William Faulkner, de
Marguerite Yourcenar. Algunos trabajos ya son clásicos, inolvidables, y sin
embargo el cuento perfecto sigue sin existir, como afirma Donoso, con
razón.
En su gran trabajo, ya clásico, sobre las diferencias entre cuento y
novela, Mario Lancelotti señala una cantidad de requisitos para el cuento: la
invención como exigencia; que sea necesariamente original; que se conciba
de golpe aunque se escriba despacio, etcétera. Todo lo cual no deja de ser
un conjunto de leyes que no terminan de explicar la producción de un
cuento. Y es que toda esquematización es discutible.
Es inútil querer encorsetar el cuento. Todo lo que uno puede, apenas,
es simplemente explicar la "dirección y sentido” de sus propios cuentos,
como decía Cortázar. Y es que realmente, solo hay “ciertos valores, ciertas
constantes”. Por eso para Alfred Jarry el verdadero estudio de la realidad no
reside en las leyes, sino en las excepciones a esas leyes; como en la moneda
de "El Zahir" que era inolvidable porque el autor la constituyó inolvidable,
la imaginó así y nos lo hizo creer así.
Por eso para Cortázar la cuestión de las nociones de significación,
intensidad y tensión no radica en el tema sino en el tratamiento de ese tema.
En el modo -el “cómo”- de desarrollarlo. Por eso también la importancia de
la primera página, de la primera frase y de la última, como decía
Hemingway; porque no se admiten elementos decorativos, gratuitos,
distractores. Nada superfluo es admisible cuando la imaginación se aplica 'a
hacer excepcional una cosa trivial y cotidiana.
Uno de los rasgos comunes a Stevenson y a Borges (que explican la
incesante admiración del segundo por el primero, como bien ha estudiado
Daniel Balderston en su brillante ensayo comparativo de ambos escritores)
es el tema del doble: el hecho de que todo puede ser lo que es y también lo
que no es, y que todo lo que es ya fue.
En cierto modo, el cuento es inexplicable como la fe, como la verdad
teológica. En este sentido, estamos en presencia de una teodicea, tesis por la
cual se explica que la bondad de Dios haya admitido la existencia de la
maldad en la Terra, para que a partir de la existencia de la maldad pueda
relucir el bien. Si el vicio es requisito para que haya virtud, estamos en
presencia de lo doble. En la personalidad humana esto es inevitable, y el
cuento y la literatura en general han hecho de esto un tema constante.
Nathanael Hawthorne dio el título de Twice Told Tales (cuentos contados
dos veces, o por segunda vez) a sus cuentos, porque para él todo cuento ya
ha sido antes contado. Mario Lancelotti también se ocupó de esto. Y es que
escribir es convocar a una repetición, ya que "la esencia misma de toda
historia consiste en haber sido”. Por eso M¡-chel Foucault enseña en su
análisis del discurso que lo original no radica necesariamente en la
invención de algo nuevo, sino en el acontecimiento del retorno. Y en el
modo del retorno, claro está, que hace a la circu-laridad, perfecta y artística.
Lucha del bien contra el mal; movimiento perpetuo; dualidad y dialéctica;
teodicea, eso también es el cuento.
Me parece que esto es válido no solo para la historia vivida, real,
acontecida, sino también para la historia imaginada, soñada. Al
representársenos en nuestra imaginación, o al intuirla siquiera, al ir
inventándola y aún más si la hemos soñado, esa historia ya fue. El cuento
es, con Hawthorne, contar otra vez, volver a contar. Y es que, de hecho,
cuando lo escribo lo estoy contando no por primera vez, sino por segunda
vez, pues ya me lo conté antes, al imaginarlo, o siquiera en el segundo antes
de redactarlo, cuando medité la frase.
Lo mismo sucede con el lector, en quien se produce lo que Cortázar
llamó “todo un sistema de relaciones conexas, que coagula en el autor, y
más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones,
sentimientos y hasta ¡deas que flotaban virtualmente en su memoria o su
sensibilidad”. Ese sistema fue magníficamente descripto por el maestro
Cortázar, si bien es discutible su concepción machista de diferenciar al
lector macho (activo) del lector hembra (pasivo), quizá el aspecto menos
feliz de la concepción cortazariana.
Ese sistema de relaciones, claro, ya lo entendían los griegos. Como
bien sospechaba Alfonso Reyes, nada en la literatura quedó fuera de la
preocupación de ese pueblo. Todo lo importante que pudo imaginarse, todo
pensamiento, toda forma, todo mito, ha sido pensado y escrito por los
griegos. Luego transitadas por milenios -y por millones de escritores y
lectores en todos los tiempos todas las ideas tienen en los griegos algún
antecedente.
Con el cuento pasa lo mismo, porque entre los méritos de la literatura
griega estuvo su "sencillez y falta de adornos" -como dice C.M.Bowra en su
indispensable Historia de la Literatura Griega- condición que resulta “de
omitir cuanto no parece esencial y de i nsistir en cuanto parece importante
para la emoción o la estructura de la obra”. Y
es que la literatura griega se distinguió "por esa omisión de todo
aquello que no es esencial en el plan del conjunto, y se funda en el vigor y
buena distribución de las partes".
El estudio de Bowra es precioso porque nos da la síntesis de una teoría
cuentística: “La prosa griega es, en general, concisa y a menudo sencilla.
Verdades de una suma agudeza y situaciones de verdadera trascendencia
resultan expresadas de modo tan directo que nos desconciertan hasta
parecemos casi infantiles. Pero pronto advertimos que ello es efecto del
afán por decir lo esencial. Hablando en términos generales, al griego le
disgusta la escritura excesivamente refinada y, a pesar de su sutileza y vigor
innegables, su prosa parece evitar cuanto no responda a su inmediato
propósito informativo. Pero tras esta apariencia de austeridad yace una
profunda reserva de energía. Las palabras más sencillas contienen una
honda verdad, y una carga de emoción más intensa aún por ser disciplinada.
La prosa griega procura sus efectos a través de la inteligencia, y afecta a la
receptividad emotiva más allá de la superficie retórica”. (Los subrayados
son míos: MG)
No en vano don Juan Filloy, esa gloria nacional que a sus 93 años
significa la más cruel injusticia de la literatura argentina (ya que se viene
dando el lujo de ignorarlo), sostiene que él aprendió de los griegos el arte de
contar y el dominio de la palabra.
Sin ánimo de definir, diré que para mí un cuento es como estar ante
una infinita serie de focos apagados. De pronto, sé que uno va a encenderse
y me agazapo, me pongo alerta; debo estar dispuesto solo a mirar su luz, a
dejarme encandilar; debo descubrir todas sus facetas, describirlas, sentirlas,
exponerlas, analizarlas cuidadosamente. Es como dice Marguerite
Yóurcenar: escritor es aquel al que si le arrojan un guante a la cara, ni se
indigna ni lo devuelve, sino que lo recoge, lo analiza y se pone a escribir
acerca del episodio. Ante esa luz, pues, debo impedir que se apague. Y
cuando el foco ya no irradia luminosidad porque me la bebí toda, creo que
entonces hay un cuento.
Foco, luz, revelación, epifanía, flashazo, allí se narra toda una vida,
una secuencte. En este sentido la tente del cuente es como un teteob-jetivo,
mientras que la novela sería, más bien, una foto aérea, o tomada con un
gran angular.
Para mí, el cuento es esa luz que se bebe, ráfaga acotada entre ciertos
límites y apresada de determinada manera; es una forma de prestidigitación,
un pase de magia.
Hace poco, en noviembre pasado, en New Orleans (Louisiana, Estados
Unidos), me sorprendió ver a uno de esos magos callejeros, un negro de
unos treinta años, dicharachero, simpático, que a toda hora cautivaba
auditorios -y dólares- con lo que pensé eran historias de ficción. Cada
paloma, pañuelo anudado, naipe escondido o bolita de goma que de pronto
se multiplicaba por tres o por cuatro, cada pase mágico, era un cuento. El
hombre iniciaba un breve discurso, pleno de encanto y seducción, que
implicaba un desafío; decía que todos pensábamos que era imposible lo que
se proponía hacer -y en efecto, así pensábamos, aceptando de antemano el
reto- y enseguida, sin dejar de hablar, envolviéndonos en la magia de sus
palabras, el tipo nos llevaba a que viéramos, sintiéramos y admitiéramos sus
habilidades para "otra cosa”. Ese hombre, quizá iletrado, dominaba el arte
de contar, el arte de mentir. Claro está, la mentira para aludir a la verdad,
como ya recomendaba Cervantes en el prólogo a sus Novelas ejemplares.
Alusión a la verdad como descripción y recuento de la realidad, creando
otra realidad, ficticia.
Veamos un caso insólito y maravilloso; el de Cristóbal Colón. El
antropólogo y admirable viajero mexicano Santiago Genovés, lo ha contado
de modo incomparable, al decir que en sus viajes Colón creía -más
ambicioso que gran marino, dice él- que iba a encontrar una cosa, pero
encontró otra, al punto que puede pensarse en una historia de calamidades
que Colón habría sido incapaz de advertir. En palabras de Genovés: “Llega
a El Salvador el 12 de octubre de 1492. Para él es Asia. Para él Cuba es
Japón. Luego, que era un apéndice de China, por lo que no la circunnavega,
lo que le hubiera aclarado la situación. En el tercer viaje, cae en América
del Sur y lo asocia al Paraíso Terrenal, descrito en el Génesis. En el cuarto,
alcanza el istmo de Panamá, para él Malaya. Las Indias Orientales fueron
para Colón las Indias Occidentales y América del Sur una especie de
Australia. Muerto en la desgracia, solo Colombia lleva su nombre. Al
cartógrafo Américo Vespucio le corresponde el honor -merecido o no- de
que América lleve su nombre”.
Esto viene a mostrar no solo que la realidad supera incluso a la
imaginación más tenaz (y vaya que la de Colón lo era), sino también que en
el modode interpretar esa realidad, en la manera de contarla, está la
génesis posible de la ficción. En ese modo queda implícito el desafío y su
obvio resultado: la admiración. Por eso, también, la frustración que nos
produce un cuento débil, puerilmente resuelto en tanto recreación poco
imaginativa, en tanto travesía inacabada, o viaje previsible adonde se quería
llegar o a ninguna parte. Colón, por eso, no escribió un testimonio en su
diario de bitácora -aunque eso quiso hacer- sino un magnífico cuento
involuntario. Y por eso suelo afirmar que fue Colón quien inició, sin
saberlo, la exuberante literatura latinoamericana que hoy se da en llamar
fantástica o real-maravillosa. Y no solo él, pues hace casi cinco siglos a
Colón siguieron Bernal Díaz del Castillo, Fray Bernardino de Sahagún,
Ulrico Schmidl y muchos cronistas más, quienes contaron
maravillosamente lo real.
Si la Historia de la Humanidad es la historia de las aventuras del
hombre, de sus desafíos, de sus desatinos, de sus glorias y fracasos, de los
retos que venció, la historia del cuento también lo es. “El cuento fue lo
primero”, dice Silvina Ocampo. La historia del cuento es la Historia misma
del Hombre. Porque todo reto vencido necesitó ser contado: por eso la
Historia de la Humanidad es una narración, un cuento. Y por eso la
pedagogía griega apelaba a la literatura y el teatro (representación de lo
contado), así como la pedagogía moderna se dirige más a los hechos
narrados que a la fijación de fechas y precisiones de dudosa retención.
El arte de contar es anterior a la forma, al género novela. No hay
novela sin cuento, porque no hay novela sin historia contada, pero sí hay
cuento sin novela. (Y no solo es la extensión la diferencia, claro está, ni se
pretende aquí una absurda competencia). El cuento es ese indefinible e
imprecisable pase de magia que me sirve para exponer un pequeño breve
instante, un detalle, que ha de tener validez universal. Y que ha de significar
para el lector la convocatoria de ese sistema de conexiones de que hablaba
Cortázar: toda una serie de emociones que yo desconozco en el momento de
escribir, pero que han de desatarse para que mi cuento tenga existencia,
composición final. El cuento es la mirada con lupa de H. A. Murena y de
Yourcenar; el arroyo de Filloy diferente del gran río que es la nwela, cuya
mirada exige un recorrido, una distancia, una mirada desde lo alto. El
cuento es un acercamiento a algo, pero no a lo extraordinario sino a lo
ordinario sometido a una mirada imaginativa, nueva y distinta, £n ase
acercamiento se produce el encuentro de dos, el acto de amor del que habló
alguna vez David Viñas: y es que, al fin y al cabo, cada cuento es como su
autor lo imaginó y como su lector lo leyó.
En cuanto a la producción de mis cuentos, apenas agregaré que cuando
los imagino, cuando los sueño y sus presencias destellan en forma de foco
encendido, debo primero convencerme de que es ésa y no otra la historia
que quiero contar. Debo, para eso, primero verlo todo, saberlo, haberlo
vivido y sentido -y sufrido- en mi mente y en mis sentimientos. Es
indispensable que mi fantasía haya protagonizado la historia; debo haber
gustado o disgustado la materia, sopesado el tema, evaluado su impresión
en mí mismo.
Sometido a ese proceso lento, inexplicable, que solo yo sé que sucede
porque me sucede, debo terminarlo convencido de que merece ser contado y
de que deseo hacerlo. Debo hablar de la historia en silencio, contármela,
creérmela; como ver la película en mi mente. Debo discutirla, criticarla,
acusarla -y acosarla-, defenderla y, de alguna manera, debe haberse erigido
en algo ya inolvidable. Aun entonces, dejo pasar el tiempo (acaso tomo
apuntes, breves notas, como un ensayo de teatro, un ensayo de la voz
narrativa, una prueba de afinación con un imaginario diapasón) y solo
después la vuelco, la escribo. Escribir es, en este proceso, solo la
repetición, la apertura de un grifo por el que salen actos ya realizados. Lo
que Hawthorne llamó contar por segunda vez. Por eso, para mí, hacer
literatura no es escribir; sino corregir. Hacer literatura es reescribir.
Por eso me atrevo incluso a afirmar que, para mí, la técnica es lo de
menos, aunque a la vez es una exigencia impostergable. Cada cuento
requiere su propia manera de ser narrado. Siempre es -debe ser- distinta.
Jamás repito la experiencia de un texto porque cada vez me he contado cada
cuento con base en una imaginación y un sueño diferentes. Es en este
sentido que la técnica es lo de menos, porque no me planteo un cuento
como elaboración técnica; no es por ese camino como voy a crearlo. Pero al
mismo tiempo, está presente la exigencia del dominio de la técnica literaria.
El rigor en la práctica de la revisión y la corrección junto con el
dominio de la gramática, de las leyes de la sintaxis y la correcta exposición,
obligan a sucesivas reescrituras. El trabajo, el oficio, supera y mejora la
espontaneidad.
No creo en ta espontaneidad ■ pura, • tan celebrada - últimamente
en- -América Latina, y para mí una excusa, generalmente, para encubrir
limitaciones, para disimular la impreparación o para no hacer tan evidentes
las simplificaciones estéticas de algunos autores. Además, tampoco creo
que el exceso de corrección mate la espontaneidad; al contrario, la
corrección sistemática, cuidadosa y purificados, mejora y da brillo a un
cuento surgido espontáneamente. Si no, es solo el betún sobre el zapato. El
brillo resulta si se trabaja con cuidado, con olfato, con paciencia, con
dominio de las reglas del idioma. La corrección, puesto que corregir
significa mejorar un rumbo, nunca es excesiva en arte, como lo enseñaron
Alfonso Reyes y Borges, entre otros.
En suma, menosprecio de la técnica y exigencia de la técnica son solo
una dualidad, una contradicción aparente.
Lo que sí puede matar a un cuento, a cualquier texto, a la mejor idea o
intuición, es la oscuridad. La penosa tarea de explicar -y no la corrección-
es lo que destruye la espontaneidad; lo que destruye todo. Por eso Pound,
citado por su discípulo Eliot, tenía por norma el no dar jamás explicaciones.
Por eso Juan Rulfo detestaba hablar de Pedro Páramo y solía enojarse ante
ciertas interpretaciones.
El lector recibirá, pues, el cuento como quiera, como pueda; lo leerá
como prefiera; pero en todo caso siempre será una repetición, y a la vez
siempre una representación única. Acaso la mejore en su sentimiento, en su
gusto o su disgusto, o quizá la desdeñe si su sistema de conexiones funciona
en otra frecuencia o -hay que admitirlo- si el sistema que yo le propuse
adolece de fallas, carece de la suficiente fuerza expresiva para conmoverlo.
Y el proceso es aún más largo, ya que si él repite el cuento lo estará
haciendo de nuevo, y cada repetición, cada lectura -por ende cada lector-
será distinta. No es la misma lectura de la fábula de la cigarra y la hormiga
que hizo una niña del siglo dieciocho que la que hizo mi hija hace un par de
años. Cada lector en el último cuarto de siglo ha leído de modo diferente, ha
sentido diferente, al hombre que come conejitos de Cortázar. Cada lector ha
visto un Aleph diferente y ha imaginado un rostro distinto para Carlos
Argentino Daneri. Repetición, pues: circularidad como hecho creador, como
movimiento perpetuo; convocatoria de sentimientos, emociones y sistemas
en cada lectura. ¿Por qué no aceptar que ese encuentro indefinible es el
cuento? ¿Eso la literatura, el arte?
ESTRUCTURA YMORFOLOGIA DEL CUENTO
En la primera edición de este libro, en 1992, este capítulo tenía un
subtítulo: "Las que siguen son reflexiones, ideas sueltas, apuntes, surgidos a
lo largo de muchos años de trabajar este género, de pensarlo y hacer
docencia en talleres".
Veinte años después es obvio que debo estar en desacuerdo conmigo
mismo. Y dudo, incluso, acerca de la conveniencia de conservar este
capítulo, en parte porque advierto ahora que en el texto original había cierta
pasión juvenil que me hacía derrapar hacia un estilo sentencioso que hoy
desprecio, y en parte porque la experiencia de lector que hoy tengo me
aconseja ser más prudente tanto en las malicias como en los elogios.
De manera que si es cierto, como creo y parafraseando a Borges, que
en estos años yo también he conocido lo que ignoraban los griegos -la
incertidumbre- puedo autorizarme a reescribir algunas viejas ideas, ahora
perfeccionadas gracias a un constante y supongo que más sabio dudar de
todo.
Veamos entonces este replanteo, que me resulta mucho más
estimulante porque es, de hecho, más que una reescritura; es una escritura
nueva.

SOBRE LAS DEFINICIONES


Sabemos que el cuento es indefinible. Sin embargo, pueden citarse
algunas definiciones más o menos clásicas, bien intencionadas y bastante
eficaces.
Carlos Mastrángelo da la siguiente: “1) Un cuento es una serie breve
de incidentes; 2) de ciclo acabado y perfecto como un círculo” (en este
punto anota que un buen cuento, por corto o largo que sea, es siempre un
todo armónico y concluido]; "3) siendo muy esencial el argumento, el
asunto o los incidentes en sí... [porque] “en el cuento nos interesa solamente
lo que está sucediendo y cómo terminará”. [El cuento es el menos realista,
sincero y exacto de los géneros narrativos. Mucho menos copiante y fiel,
como expresión objetiva de la realidad, que el relato y la novela]; "4)
trabados éstos en una única e ininterrumpida ilación; 5) sin grandes
intervalos de tiempo ni de espacio; 6) rematados por un final imprevisto,
adecuado y natural”.
Por su parte, Alfredo Veiravé dice que “en sus características
esenciales el cuento puede ser definido como una narración de corta
duración que trata de un solo asunto y que, con un número limitado de
personajes, es capaz de crear una situación condensada y cerrada”.
Es clásica la definición de Pedro Laín Entralgo: “Relato de ficción que
por su brevedad puede ser leído de una sentada. Un relato, por tanto, que en
el decurso de no muchos minutos -quince, treinta, sesenta- nos hace conocer
el planteamiento, el desarrollo y el desenlace de una acción humana
imaginativamente inventada. El cuento, en suma, es la promesa de una
evasión -y en consecuencia, de una autorrealización imaginativa con cuyo
término podemos contar cuando iniciamos su lectura”.
Enrique Anderson Imbert da una completa definición en la entrevista
que el lector encontrará más adelante. Y lo mismo hacen casi todos los
demás entrevistados/as.

SOBRE LA BREVEDAD
Para Edmundo Valadés “el cuento escapa a prefiguraciones teóricas: si
acaso, se sabe que su única inmutable característica es la brevedad”.
Y precisamsnterespecto def cuento breve ■ (también llamado
cuento corto, minificción, microcuento o microficción) el especialista
chileno Juan-Armando Epple distingue cinco condiciones básicas;
"brevedad, singularidad, temática, tensión e intensidad”.
Esas características, por cierto, son aplicables a todos los cuentos,
cualquiera sea su extensión, y no solo a los breves. Quizás por eso Marco
Denevi (ver entrevista más adelante) sostiene con definitivo sentido común
que la única y verdadera forma eficaz de distinguir cuento de novela, y
cuento largo de cuento breve, es contando la cantidad de páginas que tiene
cada texto.
Respecto de este punto es muy interesante esta otra idea de Epple: “El
criterio fundamental para reconocerlos como relatos no es su brevedad, sino
su estatuto ficticio". O sea, es la invención literaria lo que permite
reconocer un cuento. Según él, el microcuento es “un concentrado ejercicio
destinado a poner en tensión nuestras convicciones y hábitos de lectura".
Eso viene, dice, desde la Edad Media, cuando “se empiezan a discernir, en
las expresiones narrativas, formas diferenciales de ficción breve,
especialmente en la literatura didáctica. Además de las expresiones de la
tradición oral y popular como las leyendas, los mitos, las adivinanzas, el
caso o la fábula, en que interesa más el asunto que su formalización
literaria, surgen modos de discurso que se articulan en estatutos genéricos
ya decantados en la tradición cultural, como el ejemplo, la alegoría, el
apólogo o la parábola”. Además, señala que de esa Edad Media vienen las
expresiones precursoras de la literatura tal como la conocemos hoy, así
como las proposiciones estéticas sobre la diferenciación de los géneros.
Y más adelante agrega que “en la línea de relatos breves que
establecen una relación intertextual con la tradición clásica destacan las
reelaboraciones de mitos e historias famosas, y la predilección por la fábula
como modalidad narrativa de renovada eficacia”. Lo que hoy es una
costumbre muy arraigada, casi un tópico contemporáneo que en algunos
casos ha llegado a ser manía académica con pretensiones borgeanas.
Claro que hay fabulistas modernos precisos y preciosos como Arreóla,
Monterroso o Denevi, y hoy añadiría a Elsa Bornemann, Gustavo Roldán y
Ana María Shua, por lo menos, pero en esos casos es el talento, o el
ingenio, lo que da brillo a sus alegorías y parodias, y no la mera
utilización del recurso reelaborador.
Según Epple, la caracterización del cuento breve se sigue buscando "a
partir de una comparación explícita o implícita con la novela, y los rasgos
distintivos que se postulan (la brevedad, la singularidad temática, la tensión
o la intensidad) siguen resultando insuficientes como categorías
distintivas”. Ello, porque las novelas cortas y los cuentos extensos
cuestionan "el criterio tradicional de la extensión como límite entre ambos
géneros. Y con el cuento brevísimo el problema se dificulta aún más, por su
relación con un amplio registro de formas breves de sustrato oral o
libresco".
El criterio de Epple (que él llama “provisional”) para calificar a un
cuento breve no se basa, pues, en la extensión ("el corpus va desde el relato
de una sola línea al de una página”) sino en el estrato del mundo narrado.
“En la existencia de una situación narrativa única formulada en un espacio
imaginario y un decurso temporal, aunque algunos elementos de esta tríada
(acción, espacio, tiempo) estén simplemente sugeridos”. Pone como
ejemplo “El sueño” de Monterroso y explica de esta manera el estrato
narrativo único: “Algo que hace o le ocurre a alguien alguna vez en algún
lugar”. Lo cual, por ser válido para todo tipo de cuento, me parece una
perfecta y sintética definición de este género literario.
SOBRE ENFOQUES 0 INFLUENCIAS
Lo más interesante del camino de un escritor es su crecimiento
literario. Cuando, por razones del azar, se sigue la trayectoria y evolución
de autores a los que no se conoce personalmente, y luego se tiene acceso a
sus últimas producciones, es posible apreciar la curva ascendente con el
placer que produce el reconocimiento de la creación misma, esa epifanía
que los escritores¿iempre queremos presenciar.
El mexicano Julio Torri (exquisito cuentista, lamentablemente
desconocido en la Argentina) decía que hay dos tipos de escritores: los de
imaginación y los de sentimiento. Los primeros suelen ser buenos
artesanos; los segundos, “cuando no tienen genio, son
absolutamente intolerables". Por supuesto, la felicidad literaria se produce
cuando en los cuentos confluyen la imaginación y el sentimiento. Y esto
sería especialmente festejable en un país como el nuestro, donde hay tantos
cuentistas de talento, si no fuera porque también se publica demasiado
cuento mediocre.
En un panorama devastado como en mi opinión era el del cuento
argentino después de tantos años de dictaduras, autoritarismo y censura,
convenía -siempre convi^t^^^ tener el oído especialmente atento a cualquier
voz que pudiera sobresalir de la medianía, la repetición y el cliché. El
paisaje de los años 80 y 90 del siglo pasado estaba distorsionado por culpas
y acusaciones vinculadas a la posición que cada uno/una había asumido
durante la tragedia colectiva que llamamos Dictadura. Sobrados de
complacencias, ninguneos y endiosamientos desmesurados, sometidos a la
reiteración de esquemas cuentísticos y al runrún frívolo del mundillo
literario que se inauguraba en democracia, había sin embargo obras dignas
de atención y algunos creadores de prosas macizas, capaces de mantener un
pie en la realidad y el otro en el terreno de lo fantástico. Abelardo Castillo,
Antonio di Benedetto, Héctor Tizón, Liliana Heker y Ricardo Piglia, por
citar unos pocos, sostenían el prestigio del cuento argentino en base a esa
rara virtud (Torri dixit) del “horror por las explicaciones y amplificaciones”.
Ellos y otros y otras, pudiera decirse, sostuvieron el andamiaje y
estimularon no solo la creación sino también la calidad del cuento que se
escribiría en los años venideros, ya en democracia. E influenciaron, como
antes lo habían hecho Borges y Cortázar, a las nuevas generaciones.
Nada tienen de malo las influencias, puesto que todos provenimos de
ellas. Por lo tanto, bien hará todo joven escritor en seguir a Harold Bloom al
6
respecto en su ya citado libro . Y es que todo escritor es, en esencia,
libresco (la sugerencia es de Alfonso Reyes), en el sentido de que siempre
andamos buscando ¡deas y asociaciones en los autores que amamos.
SOBRFtA - WAGWÍACtÓN
Dice Juan Rulfo que todo escritor “es un mentiroso: la literatura es
mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la
realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.
Considero que hay tres pasos: así como en la sintaxis hay tres puntos de
apoyo: sujeto, verbo y complemento; así también en la imaginación hay tres
pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el
ambiente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a
hablar ese personaje, cómo se va a expresar, es decir, darle forma. Estos tres
puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia”.
Dicho sea con todo respeto a su memoria, Rulfo en esto se equivocaba
porque el asunto no es tan sencillo, y él lo sabía muy bien. Pero es evocable
su enseñanza porque pocos autores de la literatura universal fueron tan
conscientes del valor de su imaginario como él, y poquísimos lo manejaron
con tanta intuición y sabiduría.
"Para mí lo primordial es la imaginación -escribió Rulfo-. Dentro de
esos tres puntos de apoyo, está la imaginación circulando: la imaginación es
infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay
una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que
desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la
intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha sucedido, pero que está
sucediendo en la escritura. Concretando: cuando esto se consigue, entonces
se logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que eso es, en
principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar.”
Entre nosotros, esa misma idea la sintetizó otra gran cuentista de la
democracia: María Esther de Miguel: "La imaginación permite ver cómo es
la realidad del otro lado”.
SOBRE LA SUTILEZA Y LA ELUSIÓN
Sabemos que la sutileza es un mérito de todo buen cuento. Por eso es
importante que la sutileza se trabaje, se eduque, sobre todo en la literatura
de un país como el nuestro, que está tan inficionado de obviedades,
lugares comunes, santificaciones baratas e irracionalidad. Esto hace que
resulte más valioso el empeño de algunos autores por no explicarlo todo,
aunque sin por ello extraviarse en el mar del cripticismo y lo abstruso. Para
esto, creo, hay que tener un innato sentido de la elusión, que es a la vez la
mejor manera de darle brillo a la alusión. Y manera creadora -dicho sea
para completar el juego de palabras de ilusión.
La verdadera eficacia de la elusión literaria es la que se desvincula del
propósito del autor. La literatura más realista (en el sentido de aludir a-lo-
que-pasa) suele ser la que no se propuso serlo. Toda literatura que se obliga
a imponer discursos, los mata. Toda literatura que no tiene discursos, como
la que no tiene hechos, se esfuma. La mejor literatura es la que no depende
de la voluntad de los escritores, ni se hace con fórmulas o recetas, sino la
que proviene simplemente de sus pasiones. Y es que a la realidad solo se la
sueña, imagina o alude, como aconsejaba Augusto Roa Bastos.

SOBRE LOS TEMAS


Otro aspecto importante es la variedad temática y estilística. Prefiero -
y es una simple elección particular que nadie tiene que compartir- a los
autores y libros que me ofrecen diversidad de historias, motivos, opiniones,
estéticas y puntos de vista. Los prefiero en lugar de los que me ofrecen
puros virtuosismos o variaciones retóricas.
Del mismo modo, prefiero la literatura a la lingüística, y por eso
cuestiono, en los programas universitarios argentinos del tercer milenio, que
la lectura de textos haya pasado a un segundo plano y dejado de ser corazón
y eje de los estudios literarios. Y por supuesto, prefiero la mucha lectura a
la mucha teoría.
Fue por eso que en la revista Puro Cuento siempre procuramos la
mayor variedad temática y estilística. Queríamos incluir cuentos que
mostraran los diferentes paisajes latinoamericanos (el urbano y el rural),
pero también nos ocupábamos de publicar cuentos que mostraban tanto las
múltiples facetas del amor, el erotismo y la ternura,
como todos los mundos fantásticos posibles, e imposibles, a los que se
pueden llegar con imaginación y rigor escritural. Por eso nos interesaban
todos los subgéneros (policial, de ciencia ficción, histórico, psicológico,
sobrenatural, costumbrista, sociológico); por eso siempre tuvimos espacios
para los cuentos de género (fuimos la primera revista que publicó
conscientemente a decenas de autoras que hasta entonces eran marginadas
del mundo editorial argentino y de la mayoría de las publicaciones) y por
eso en todos los números dimos espacio tanto a las diferentes lenguas que
se hablan en Latinoamérica y el Caribe, como al rescate de cuentistas
olvidados de nuestro país. Lo breve y lo extenso; lo clásico y lo moderno; lo
previsible y lo inesperado; lo experimental y lo conocido, y todos los
etcéteras, tuvieron lugar en la revista.
Siempre he pensado que el cuento es el género literario más moderno y
el que mayor vitalidad tiene, por la sencilla razón de que la gente jamás
dejará de contar lo que le pasa, ni de interesarse por lo que le cuentan, si
está bien contado. Y esto es así -y lo seguirá siendo- a pesar de la miopía de
muchos editores que sostienen que el cuento es un género literario que no
interesa al público lector. Criterio que impera en la mayoría de las
editoriales, y no solo en las de lengua castellana. En general, los editores
suponen conocer los gustos del público, que, dicen, no compra libros de
cuentos. El público lector -razonan- solo se interesa por obras de largo
aliento y/o por los géneros que marcan las modas o las instalan. De donde,
puesto que el cuento no le gusta a la gente, ellos no editan libros de cuentos,
con lo cual el cuento en efecto no se vende y ellos confirman que el cuento
no gusta.
En realidad, con base en tal convicción lo que hacen es condicionar al
público lector, cerrando un perfecto círculo vicioso. Y esto es así porque no
está regido por las leyes de la literatura ni del arte, sino por las leyes del
mercado.
Ese verdadero precursor de la teoría y la práctica cuentística que fue el
maestro riocuartense Carlos Mastrángelo, enseñaba que "el cuento necesita
un asueto o tema unívoco, no siempre apto para la novela o el relato... En
líneas generales, a una forma determinada corresponde un tema
determinado también. Tema único, circunscrito, concreto”. Y es que, según
él, debido a su pequeñez espacio-temporal, "el cuento
no solo admite sino que exige precisión, armonía y exactitud. Lo
principal en él es el suceso y adonde nos conduce”.
He leído en algún lado que proceder, en literatura, usando el pasado
para la estructuración del presente es mérito o hallazgo de Eliot, quien era
tan humilde que tuvo la gentileza de atribuírselo a Joyce. Lo cual suena
bonito pero no necesariamente es verdad. El recurso es, a mi criterio, viejo
como la literatura misma: no me consta que lo desconocieran los griegos,
Shakespeare o Cervantes. Y es que los temas literarios surgen de por lo
menos cuatro fuentes seguras, personalísimas e intransferibles: la
experiencia, la observación, los sueños y la lectura. Solas o combinadas,
son invariable manantial de la imaginación.
Cuando se tienen bien digeridas lecturas (piedras básales para la osadía
intelectual y el experimentalismo) y la audacia de buscar y probar se asume
como un destino literario, los temas no dejan de aparecer, como si fuesen
ellos los que quieren ser narrados.
Cuando uno lee cuentos de Gorodischer o de Castillo, más allá de la
invención, o detrás de ella, y como sosteniéndola, hay una solvencia
cultural que también sirve de andamiaje estructural de cada cuento. De ahí
la fascinación que producen sus tramas y estilos, y la contextura compacta
de sus personajes.
Pero más allá de sus temas, pienso que cada quien debe procurar ser la
clase de escritor que no se reitera en la utilización de sus asuntos ni de sus
recursos. La clase de escritor que siempre busca andar por caminos
difíciles, nomás porque le apasiona buscar y porque tiene adentro,
parafraseando a Miguel Hernández, un rayo que no cesa.

SOBRE LA SENSIBILIDAD
Otro aspecto que conviene subrayar es la sensibilidad, porque todo
buen cuento debe tocar alguna fibra íntima en el lector. Necesariamente. Y
es que un buen cuento no es el que surge de las puras ganas del autor, ni es
el que deviene de un intento catártico. Un buen cuento es el que nace
sencillamente de la inevitabilidad de que ese_cuento exista. Es decir: se lo
escribe porque no se puede dejar de escribirlo. Es
como si el cuento viniera empujando desde adentro del autor,
abriéndose paso a pesar de todas las resistencias hasta explotar en las
páginas que lo contienen.
El destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un
impacto en el lector. Cuanto más cerca del corazón del lector se clave,
mejor será el cuento. Para lograr ese efecto, el texto debe ser sensible: debe
tener la capacidad de mostrar un mundo, de ser un espejo en el que el lector
vea y se vea. Esto es lo que se llama identificación (el lector piensa que ya
le pasó o le puede pasar lo mismo que narra o describe el cuento) y eso le
creará una empatia, una solidaridad con lo contado que hará que el cuento
se le torne inolvidable. Esta identificación solo se logra apelando a la
sensibilidad del lector, tocada por el texto. Para eso debe llegarse a lo que
podríamos llamar el alma del cuento, que es un alma viva, que emite
sonidos, titila, respira. Esa respiración, en los grandes cuentos, será eterna,
y ese cuento será clásico solo en la medida que las diferentes generaciones
y culturas lo acepten, reinventen y repitan.
Se sabe: hay sensibilidades sofisticadas y las hay vulgares. En nuestro
tiempo es indudable -y desdichado- que la sensibilidad general se ha vuelto
7
chabacana y grosera , pero igualmente el autor debe crear su cuento
teniendo en cuenta al lector y -uno esperaría- proponiéndole un texto de
calidad. Para ello debe ser consciente de que alguien, en algún lugar, va a
leer su cuento. Debe querer que así sea. Y preocuparse ante la posibilidad
de que eso no suceda. Como quien arroja una botella al mar con un mensaje
adentro, debe hacerlo con fe . en que alguien lo recibirá. Y ese tener
presente al otro es lo que impedirá que el cuento sea solo autorreferencial,
de intimismo abstruso o inexpugnable cripticísmo. Recordemos a Oliveira,
el personaje de Cortázar, para quien "la explicación es siempre un error bien
vestido”.
Todo esto hace a la cordialidad del cuento: que en esencia es un
diálogo, una conversación amable en la que uno narra y el otro escucha,
respondiendo con su entrega y su atención inclaudicable a la seducción del
narrador. Esto es lo que se llama tener presente al lector, que no equivale a
hacerle concesiones ni guiños, ni a darle explicaciones inútiles. He ahí la
inteligencia del buen cuento, además. Recordemos que para Paul Valéry la
“verdadera unidad" de la obra no se da en uno, en el autor: “Yo he escrito
una partitura, pero no puedo escucharla sino ejecutada por el alma y el
espíritu de los demás.”
Si un arte tiene que ser entendido solo por los entendidos, no es arte,
sino la clave de una logia, piensa Denevi en Rosaura a las diez, en ese
tramo memorable en que el pintor defiende la idea de que al sentido común
hay que defenderlo de esa corrupción de los sentidos que se llama arte
moderno. (Que es una idea discutible, desde ya, porque el arte moderno
siempre es un continuo crecer, es intentar formas nuevas y modificar la
estética conocida. Sin arte moderno todo arte sería clásico y le estaría
vedado expresarnos en cada tiempo. Pero además, y sobre todo, lo clásico
deviene de haber sido, antes, moderno. Hoy Rubens y Mozart son clásicos,
pero en sus siglos fueron modernos. Y es que ser moderno es el destino de
todo artista cabal, y a la vez es el único camino que conduce al clasicismo.)
Como fuere, me parece que esto debería ser profundamente
reflexionado por todo cuentista: ¿Dónde estoy yo, autor de esta invención?
¿Y dónde coloco, o quisiera colocar, al destinatario natural de este
telegrama cifrado que estoy creando y que llamamos cuento? ¿De qué
manera nos vamos a encontrar, mi lector y yo, en este hecho externo a él y a
mí, en esta entidad autónoma que es el cuento?

SOBRE LA ASTUCIA NARRATIVA


Noé Jitrik afirma que “el escritor es sobre todo un astuto que se plantea
su tarea desde el comienzo contando con su habilidad de engaño, es decir,
de imaginación”. Esta idea me recuerda la recomendación que siempre
hacía Edmundo Valadés sobre la necesidad
de “malicia” que debe tener todo buen cuentista. De donde el critico
mexicano Raymundo Ramos sentenció con brillantez que entonces todo
buen libro de cuentos debería poder subtitularse Malicia en el país de las
maravillas.
Pero atención: la habilidad, la astucia, el engaño, no justifican
completamente la arbitrariedad autoral, que debe ser siempre una
arbitrariedad razonada, justificada, apoyada en la lógica interna de cada
texto. En todo caso -en todos los casos- ésta debe ser sutil, delicada, sobria,
y debe apelar a la inteligencia y la sensibilidad del lector, en lugar de caer
en tontas justificaciones autorales del tipo “porque se me dio la gana", o “lo
que pasa es que yo quise que fuese así”. Argumentar de ese modo es no
tener en cuenta al lector. Y es bueno ser consciente de ello porque así se
preservará uno de caer en golpes bajos, en recursos inesperados o
antojadizos, o en esos desdichados finales no indiciados en el mismo texto
en el lugar y momento oportunos.
La astucia narrativa es una brújula insustituible. La duda que persiste
es si carecer de ella es definitivo, o si es un instrumento que puede
construirse con la experiencia.

SOBRE EL LECTOR
Dice ese otro importante teórico que es Mario A. Lancelotti que “una
teoría del genero reclama, por lo demás, una estética del narrador y del
lector (...). El cuento requiere una reducción del campo narrativo análoga al
estrechamiento de conciencia que acompaña a las ideas fijas. En cierto
modo, el cuentista procede como un obseso (...). Desde el punto de vista del
lector, el cuento es acto riguroso de leer: Lectura por excelencia. No leemos
un cuento con los mismos ojos que siguen una novela o mediante un tratado
científico. En la primera, la lectura no es jamás demasiado atenta y es
natural que así sea: nos toma desde ángulos y distancias muy diversos.
Distraído por una trama en la que de algún modo interviene, el lector lee y
no lee a un tiempo. Una novela puede reposar en las manos. Un cuento es
operación estricta del ojo: atención al estado puro. La menor desviación
pone en peligro el
incidente, que es el suceso y el efecto: en rigor, toda la historia. Más
que a conmovemos, el cuento tiende a asombramos y, estilísticamente, el
cuentista es un virtuoso. Su tour de forcé consiste en convertir el
acontecimiento en un lenguaje".
Sobre el lector del cuento breve, Epple sostiene que toda micro-ficción
“dice más de lo que el texto explícita”. Y esto es evidente: se trata entonces
de azuzar la imaginación, de conmover y desatar la capacidad asociativa del
lector. Produciendo risa o llanto, congoja o furia, o cualquier tipo de
emoción empática, lo importante es que el cuento enciende luces en la
inteligencia y en el corazón del lector. Desencadena acontecimientos
internos, y aun podría —aunque no es su misión, desde ya- desatar hechos
concretos, acciones humanas. Suele decirse que lo importante es que el
cuento requiere un lector activo, comprometido con lo que lee; lo cual no
deja de ser una verdad de Perogrullo porque si el lector es pasivo y no se
involucra en el texto, sencillamente lo abandona. Claro que no por eso hay
que colocar todo el esfuerzo en el lector. El autor debe haber sabido
encantarlo, fascinarlo, comprometerlo. Hacerle indispensable la
continuación de la lectura. Hacerlo socio en la empresa del cuento.
En opinión del narrador colombiano-mexicano Marco Tulio Aguilera
Garramuño -en un valioso artículo en la revista PluraF- "cada cuentista
instala su propia lógica y crea sus lectores, sus iniciados, su propio culto
(...). Muchos cuentistas fracasan porque intentan demostrar tesis, ilustrar
una situación, corregir una injusticia, enseñar a vivir a sus cuitados e
ingenuos lectores. El buen lector de cuentos no es un subdotado y en la
lectura no busca lecciones de moral. Es, por el contrario, una persona
sensible que busca divertirse sin embrutecerse”. Lo que no es otra cosa que
el mandato cervantino, que siempre es oportuno recordar: en el prólogo de
Don Quijote, Cervantes se refiere a la doble función de la literatura:
entretener y hacer reflexionar.
El diálogo con el lector es capital en el cuento. Y ese diálogo, como
apuntara Mastrángelo, “no permite la menor distracción del lector. Este
8. N° 176, México, mayo de 1986.
se halla, de pronto, prisionero en una estrecha celda completamente
oscura y tan desmantelada que no puede prestar atención más que a las
mágicas palabras”.
SOBRE LA ESTRUCTURA
La estructura de un relato no es otra cosa que su esqueleto o, si se
quiere, el tramado arquitectónico de columnas y vigas sobre las cuales se
sostendrán la ficción narrada (la historia, el contenido) y la narración misma
(la forma, el estilo).
La cuentista Edelweis Serra sostiene que la estructura del cuento
“resulta de la integración de tres estratos fundamentales correlacionados
entre sí, sin prioridad valorativa del uno sobre el otro, antes bien en íntima
interdependencia y mutua sustentación”. Esos tres estratos son: el de las
objetividades representadas; el de los significados; y el de la palabra. El
primero es el "mundo narrado, sencillamente el hecho que se narra, el
suceso, el acontecimiento con sus episodios e. incidentes. Desde este estrato
se desprende el tema o contenido temático del cuento y, por ende, su
significado, y así entramos en el área del segundo estrato, donde se
configura una imagen y una interpretación de la realidad, del mundo
narrado. Pero el ser del cuento y su manifestación fenomenológica no
quedaría fraguado sin la concurrencia indispensable del estrato de la
palabra, troquelado verbal del objeto narrado en solidaria unidad
estructural. Esta estructura ternaria, como se ve, no es divisible; los estratos
se dan simultáneamente, íntimamente determinados entre sí, uno implica al
otro y los tres, a una, constituyen la naturaleza óntica y fenoménico-estética
del cuento”.
SOBRE LA INTENSipAD Y LA TENSIÓN
Hay otros dos aspectos que no siempre son bien explicados y que
suelen desesperar a los cuentistas noveles: la intensidad y la tensión.
“Lo que llamo intensidad en un cuento, consiste en la eliminación de
todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de
transición que la novela permite o exige”, escribió Julio Cortázar en su
8
multicitado texto Algunos aspectos del cuento . •
Por su parte, el notable escritor de ciencia-ficción que fue J. G.Ballard
(citado por la narradora uruguaya Cristina Peri-Rossi) opina que "el cuento
está más cerca de la pintura. En general, no representa más que una escena.
De este modo se puede obtener la intensidad y la convergencia, fuerte y
brillante, que se encuentra en los cuadros su-perrealistas. Es mucho más
difícil conseguir eso en una novela, porque eso comporta elementos
narrativos. En la novela hay que construir el tiempo. En un relato, en
cambio, se lo puede eliminar y provocar esa extraña sensación, esa clase de
atmósfera”.
Y la misma Peri-Rossi aporta lo suyo: “El escritor de cuentos
contemporáneo no narra solo por el placer de encadenar hechos de una
manera más o menos casual, sino para revelar lo que hay detrás de ellos; lo
significativo no es lo que sucede (y a veces ocurre muy poco, como en los
relatos del magnífico escritor italiano Giorgio Mangane-lli), sino la manera
de sentir, pensar, vivir esos hechos, es decir, su interpretación”. En
comparación con la novela, dice que ésta "en general procede por
acumulación (de puntos de vista, hechos, tiempos, espacios), mientras que
el relato moderno actúa por selección: elige un momento en el tiempo y lo
paraliza para interiorizar en él, para penetrarlo; elige un ángulo de mira y,
por encima de todo, selecciona rigurosamente lo narrado para provocar un
solo efecto... Mientras la novela transcurre en el tiempo (aunque sea un
tiempo corto, como en el Ulises de Joyce), el cuento profundiza en él, o lo
inmoviliza, lo suspende para penetrarlo".
Todo lo cual está contenido en aquella reiteradísima, vieja ¡dea de
Hemingway: "En el cuento el escritor gana por knock-out; en la novela, por
puntos”.
En lo que respecta a las comparaciones con la novela, casi todos los
autores que han reflexionado sobre el género cuento coinciden -palabra
más, palabra menos- en que la función del cuento es agotar, por intensidad,
una situación, mientras que la de la novela es desarrollar varias situaciones,
a veces simultáneamente, las cuales al yuxtaponerse provocan la ilusión del
tiempo sucesivo.
Uno de los teóricos que más reflexionó acerca de la intensidad y la
tensión del cuento, fue el maestro Mastrángelo: "El cuento empieza
moviéndose. Nace caminando y no se detiene hasta el final. Es todo
vitalidad, emoción y movimiento... El cuento, que nació oralmente, sigue
conservando hoy, al cabo de varios milenios, sus dos características
esenciales: su unilineaiidad, es decir, su espina dorsal, única e indivisible; y
su unidad de asunto. Son las dos primeras leyes estructurales que lo apartan
y lo alejan de la novela".
A esa unilinealidad del cuento yo la llamaría unidad de sentido, para
coincidir con Mastrángelo en que unidad de sentido y de asunto son dos
aspectos que a menudo se olvidan, aunque son el camino necesario para
arribar a “otra ley de esta especie del género narrativo, más olvidada aún
por los ensayistas: su unidad funcional, su armonía vital, o como quiera
llamársele. Tal unidad funcional tiene dos fines primordiales: 1) canalizar el
interés o la emoción, entubando la mente del lector (ya que el cuento es un
túnel, un sendero libre de malezas y otros obstáculos); y 2) concentrar ese
interés o emoción al final del suceso narrado, haciéndolo estallar o
desvanecer tan radical y oportunamente (verdadero orgasmo psíquico) que
el cuento lo ultime el mismo lector, sin previa advertencia ni presencia del
cuentista”.
La intensidad y la tensión tienen que ver con una de las peculiaridades
del género: cierta pureza de elementos que no requieren otras expresiones
narrativas. “Pureza de elementos, en el sentido de todo aquello
imprescindible a los fines que se propuso el autor”, escribe Mastrángelo. Y
es que “en el abismal y maravilloso laboratorio de su cerebro, y en
misteriosa combinación del consciente con el inconsciente, el cuentista va
recordando e inventando, seleccionando y recibiendo en su mente solo lo
que él necesita. A la inversa del relator, que generalmente se ajusta a la
realidad, el cuentista ajusta la
realidad a él, cuando le puede ser útil. Por esto un cuento nada tiene
que ver con la realidad propiamente dicha (aunque nos impresione más que
un hecho que está acaeciendo ante nuestros propios ojos) y en cambio la
mayoría de los relatos y muchos capítulos de novelas no son más que
recuerdos o vivencias, y su autor un simple cronista con más o menos
ingenio”.
De modo que la intensidad y la tensión se constituyen con base en la
unidireccionalidad inquebrantable de todo cuento. En la eliminación de lo
que Cortázar llamó “ideas o situaciones intermedias, rellenos o fases de
transición”. Y esa unidireccionalidad no es otra cosa que el famoso knock-
out hemingwayano. Solo así "el cuento perfecto es concluido
simultáneamente por el lector y el autor -subraya Mastrángelo-. Si acontece
lo contrario es porque algo fracasa. Eso último suele ocurrir cuando el autor
apresura el final, adelantándose al ritmo del lector y del cuento mismo. Y,
con mucha más frecuencia, cuando la dilata con alguna advertencia,
explicación o rebuscando un corte definitivo. Porque en el cuento marchan
unidos el que narra y el que lee, a un ritmo cada vez más acelerado, y hacia
una meta a la que deben llegar al mismo tiempo". En cambio, "el lector de
una novela puede ser arrastrado o tironeado por el autor. Este puede darse el
lujo de adelantarse al leyente, de sumergirse o elevarse de tal modo que el
lector lo pierda de vista por un instante. El lector, por su parte, puede darse
el gusto o sufrir el accidente de distraerse y perder el hilo por un momento
que puede significar todo un capítulo. No por eso dejará de leer la novela y
no por eso dejará de agradarle o interesarle. Esta marcha paralela entre
creador y destinatario puede ser -y a menudo es- irregular, arrítmica,
intermitente, ajustándose solo en las partes culminantes".
Todo lo contrario sucede en el cuento, en el cual el “ajuste entre el
escritor y su lector ha de iniciarse en la primera línea y finalizar en la
última. Ahora bien: cuando no se produce este sincronismo (especialmente
en las líneas finales) ¿dónde está la falla: en el lector o en el autor?
Generalmente el que yerra es el cuentista. Además, él debe servir al lector y
no a la inversa. Y este sincronismo ha de ser exacto en el instante último,
pero a la vez existir durante todo el desarrollo del suceso. Mas es necesaria
9
otra condición para que eso sea posible, y es el estilo” . Y no solo eso:
podríamos agregar, con el teórico mexicano Alberto Paredes, que “así como
la unidad extrema define con buena precisión al cuento, otra constante es la
atmósfera -lograda, por muy irreal y subjetiva que parezca, mediante una
organización efectiva de sus elementos- de revelación privilegiada que
produce el cuento y dentro de la cual sucede su pequeño universo literario".
SOBRE LA CONCEPCIÓN DEL MUNDO
“La capacidad de simbolización me parece un nivel más complejo de
nuestra actividad intelectual -establece Cristina Peri-Rossi—. No narro para
entretener, para ordenar una trama, sino para descubrir, para conocer, para
elaborar una hipótesis del mundo, de modo que lo narrado se supedita a la
intención, a la visión del mundo. Es que, parodiando a Rimbaud, el escritor
es un visionario, o no es.”
De hecho, todo cuento contiene una concepción del mundo, una idea
del universo. Y esto es así sencillamente porque todo cuentista la tiene, lo
quiera o no, lo acepte o no. El escritor tiene siempre una posición ante la
vida, y su obra expresa su manera de pensar. Esa concepción
inevitablemente estará contenida en todo lo que escriba. De ahí que, cuanto
mejor y más cultivada sea esa concepción, cuanto más rica, sensible, culta,
generosa, amplia y abierta, más ricos serán los contenidos de sus cuentos.
De ahí la importancia de la lectura. Y de ahí que en mis talleres, cuando los
dictaba, hace años, la lectura de cuentos clásicos y contemporáneos, semana
a semana, era obligatoria.
La razón fundamental para ello es que solo mediante la lectura de la
mejor literatura universal podremos elaborar, de manera lenta y maciza, una
hipótesis del mundo.
Siempre he pensado que no se puede ser buen escritor, ni cabe
pretender serlo, si no se es, primero, un muy competente lector.
SOBRE EL CUENTO SIN ARGUMENTO
Dice el crítico Arturo Molina García que “en nuestros días se puede
observar cómo muchos relatos breves, considerados como cuentos, no
encajan exactamente en las coordenadas trazadas. Se trata de cuentos con
finales abruptos que producen una sensación de fragilidad, como de algo
inconcluso, pero, al mismo tiempo, llenos de las posibilidades sugerentes de
lo que, a propósito, se deja abierto. Más aun: en nuestra época observamos
con cierta frecuencia la falta de argumento, ingrediente imprescindible del
cuento clásico. Se le ha dado el nombre de cuento-situación (narración-
situación frente a narración-argumento)”. Y opina luego que esto
"demuestra una vez más que el cuento, como cualquier otro género literario,
no es algo monolítico y apriorísticamen-te determinado, que evo^ciona,
dependiendo del estilo y de la sensibilidad hacia, formas nuevas”.
Wayne C. Booths, catedrático de la Universidad de Chicago, en La
retórica de la ficción (citado por Alberto Paredes en su estupendo estudio
10
Las voces del relato ) tiene un párrafo muy ilustrativo respecto de la
llamada literatura sin argumento: "Teóricamente uno puede proyectar una
novela en la que no se haga ningún intento de progresión hacia cualquier
conclusión o iluminación final. Tal obra pudiera simplemente comunicar un
sentido penetrante de que no es posible ninguna creencia, de que todo es
caos, de que nadie ve en su camino claramente, de que estamos
comprometidos "en un viaje hasta el fin de la noche”. En una obra de esta
clase, no solamente el narrador y el lector marcharían juntos por entre las
cuestiones no contestadas a medida que surgiesen, sino que
presumiblemente también el autor implícito marcharía con ellos: nadie sería
más juicioso por haber leído el libro. El autor de tal obra debe dejar la
acción sin resolver: cualquier resorción implicaría un modelo de valores en
relación con los cuales una situación sería más aproximadamente final que
otra. Tan solo un sentido irresuelto de continuación insensata haría justicia a
un tal nihilismo completo”.
A este respecto, el lector puede remitirse también a la entrevista con
Juan José Saer, incluida en la segunda parte de este libro.

SOBRE LA IRONÍA
Puesto que este es un aspecto sobre el cual uno podría extenderse casi
interminablemente, citaré solo una idea de Cristina Peri-Rossi que me
parece una adecuada síntesis: "Hay recursos que empleo a menudo: la
ruptura del plano del discurso narrativo con la incorporación de otro nivel,
generalmente irónico. La ironía es un gran instrumento: crea distancia, y
solo en la distancia somos lúcidos, perversos, ambivalentes e inteligentes. Y
uso la palabra ‘perversos’ en el sentido de que la paradoja pone en tela de
juicio la normalidad, la naturaleza, la espontaneidad”.
Claro está que no siempre las ironías se comprenden. No solo no se
comparten, atención: muchas veces ni siquiera se comprenden. Porque
requieren cualidades que no abundan en los mercados del intelecto, como
inteligencia, sensibilidad, sentido del humor, agudeza y tanto más.
Ha de ser por eso que, como dice Harold Bloom, y para citarlo
nuevamente: "Siempre nos topamos con épocas de estupidez”.

SOBRE EL PUNTO DE VISTA


Este es otro aspecto sobre el que se ha teorizado muchísimo. Y es que
la diferenciación entre las voces del autor, el narrador y los personajes, así
como la elección del punto de vista de cada situación, en cada cuento, es
uno <Te los aspectos más determinantes y de los que más fascinan a
quienes reflexionan sobre este género. ¿Quién es el que narra? ¿Desde
dónde lo ve, lo piensa, lo dice?
Enrique Anderson Imbert (en Teoría y Técnica del Cuento), Oscar
Tacca (en Las voces de la novela), así como Mastrángelo y muchos otros
autores, han analizado este asunto exhaustivamente. Acaso el más moderno
y acabado estudio sea el de Alberto Paredes, en el que desarrolla una
completa teoría sobre el punto de vista.
Aunque a esos textos remito al lector interesado, no me resisto a citar
aquí a Julio Cortázar: “El signo de un gran cuento me lo da eso que
podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha desprendido
del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso (...) Aunque parezca
paradójico, la narración en primera persona constituye la más fácil y quizá
la mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una sola
y la misma cosa (...) En mis relatos en tercera persona he procurado casi
siempre no salirme de una narración stricto sensu, sin esas tomas de
distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece
una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que el cuento en
sí".
SOBRE LA DIFERENCIA ENTRE RELATO Y CUENTO
Es un tópico que siempre se debate en los talleres literarios. Quizás
porque casi todos los autores suelen hablar indistintamente de cuento o de
relato.
Mi respuesta a esta duda es la siguiente: lo que define a un texto como
cuento es la vocación cuentística del texto, esa naturaleza fic-cional que no
siempre y no necesariamente tiene el relato, que puede ser descriptivo, de
viajes, de memorias, etcétera En este sentido, además, no estoy muy seguro
de considerar cuentos a las fábulas de la antigüedad. Las anécdotas,
chascarrillos, patrañas, paradojas, burlas y demás formas, tan frecuentes en
la literatura española, tenían en realidad una finalidad didáctica o irónica.
Pero carecían de vocación cuentística.
Creo que conviene no confundir esto, modernamente. Un buen
ejemplo serían los "cuentos” o chistes de un narrador oral como el famoso
Luis Landriscina. Más allá de su gracia y de que cum-
plan con estructuras narrativas cuentfsticas- (tienen gancho, nudo y
desenlace; tienen mecanismo de sorpresa, golpes de efecto, despiertan
interés, etcétera), no son literatura. Y lo mismo puede decirse de las
llamadas “narraciones orales” que son tan comunes hoy en toda la Argén-
fina. Esos relatos dependen del histrionismo y la gracia de la oralidad, y
nada garantiza que sean "escribióles”. Y si acaso se los escribiera, nada
garantizaría resultados literariamente considerables.
Muchos autores, sin embargo, parecen considerar que toda narración
literaria genéricamente es un relato. Por ejemplo, Paredes sostiene que
relato es "toda obra de literatura de ficción que se constituye como
narrativa. Es decir, una organización literaria que erige su propio universo
donde hay acontecimientos (pasan cosas a personas) que deben
interpretarse como reales en la lectura para que la obra funcione. La
verosimilitud inherente a la narrativa consiste, precisamente, en el pacto
establecido entre el autor y sus lectores: los sucesos relatados son reales
(existen con plenitud) dentro del mundo erigido por el texto”. Dentro del
genérico, para él “el cuento es un relato cuyos fines se encaminan ,a la
obtención de un efecto único o de uno principal. Todo en la escritura del
texto se organiza con miras a dicho efecto único y final”. De ahí que,
razona, "puesto que la primera regla del juego es contar un tema y obtener
un efecto de él, el trabajo narrativo del cuentista concluye al lograr el efecto
del tema dado”. Una vez obtenido esto, continuar el trabajo o ampliarlo en
el curso de su desarrollo “significa rebasar los supuestos del cuento, o sea,
transformar el texto en otro género de relato”.
SOBRE CONTENIDO Y FORMA (0 LA DIFERENCIA ENTRE
EL QUÉY EL CÓMO}
Hay otra cuestión central, respecto de la morfología, que merece una
profunda reflexión: y es la relación entre el qué (contenido) y el cómo
(forma). En otras palabras: ¿El cuento vale más por lo contado, o por la
manera en que está contado? ¿Qué es lo que fascina a mi lector: lo que le
conté o el modo en que lo hice?
Prepon® el eusmistamHkeaffo- Guillermo Sampeflo, en el
volumen colectivo El cuento está en no creérselo: "Quien se dedica a la
escritura del cuento debe conocer todas las formas que el cuento ha cobrado
en su historia, o hasta donde le sea posible conocerlas. Esta recomendación
tiene la finalidad de que el cuentista esté al tanto del poder formal del
cuento y sepa, al mismo tiempo, de las dimensiones del monstruo, de sus
puntos débiles, de su corruptibilidad. Con este esfuerzo, el cuentista
potenciará también incalculablemente su oficio”.
En cuanto al contenido y la forma, es aconsejable cuidarse de no
sobrecargar ni lo uno ni la otra. Es sabido que el exceso "contenidista" suele
conducir al descuido de las formas, y ha dado lugar a una gigantesca
literatura ideologista, panfletaria, llena de buenas intenciones pero
completamente desprovista de calidad literaria. De hecho, las ideologías y
la moral son -deberían ser- perfectas extranjeras en la patria de la literatura.
Bien dice Samperio: "La libertad creadora solo encuentra límite en los
dogmas del escritor; por ello hay que combatir cualquier moral mientras las
palabras avancen en la hoja en blanco".
Claro que también es común lo opuesto y el exceso de formalismos
vacíos se explican muy bien con el viejo chiste de Julio Torri (creo que
también lo ha narrado Monterroso) del escritor que se pasó la vida, toda su
larga vida, trabajando las formas para crear un estilo que impactara al
mundo. Y cuando llegó a tenerlo, resultó que no tenía nada para decir con
él.
Para Valéry no existe el verdadero sentido de un texto, ni hay autoridad
del autor. Sea lo que fuere lo que el autor quiso decir, se dijo lo que está
escrito. Con lo cual, claro está, seguramente no estaría de acuerdo un
análisis estructuralista, ni tampoco acordaría el psicoanálisis lacaniano.
Pero nos impone tener en cuenta que trabajamos con esas partículas tan
peligrosas: las palabras.
Esta sería la diferencia que hace Paredes entre historia y trama. La
primera es aquello que se cuenta, el conjunto de acontecimientos vinculados
y comunicados a lo largo del cuento, lo que ha ocurrido efectivamente
dentro del mundo ficcional, la serie de hechos organi-
zados casual o cronológicamente y que tieneo-su propio orden
textual, porque como bien señala Tzvetan Todorov "en un relato la
sucesión de las acciones no es arbitraria sino que obedece a una cierta
lógica”. En cambio la trama se refiere al modo como se describe lo que
sucede, lo que propone la historia. Paredes dice que, por lo tanto, "hay una
compleja interacción de cuatro órdenes en el relato: la historia y su
organización; la trama y la suya”.
Como fuere, para la mayoría de los lectores y escribidores del mundo
la anécdota sigue siendo, de hecho, lo que más importa en un cuento. Así ha
sido y probablemente seguirá siendo. Por eso maestros como Chéjov, Poe y
Quiroga -entre otros- han recomendado no introducir jamás nada que
distraiga el efecto final. Esto es lo que da unidad al cuento, y por eso el gran
cuentista dominicano Juan Bosch ha sentenciado que no son siquiera
admisibles todas aquellas palabras que no sean esenciales al fin que se
propone el autor, porque le restan fuerza dinámica al cuento.
SOBRE LOS TÍTULOS
Unas últimas palabras para un asunto que parece nimio, pero ante el
que casi no hay escritor novel que no sucumba: el de cómo titular un
cuento.
Si bien es obvio -y no está de más reiterarlo- que en estas materias no
hay recetas, puede sostenerse que el título de cada cuento está siempre
escondido dentro del mismo texto.
Por supuesto es vicio contemporáneo pensar que los buenos títulos son
los más efectistas, los que tienen incluso resonancias publicitarias. En mi
opinión eso es falso y vulgariza la literatura. Un buen título produce un
determinado efecto, es verdad, pero eso no implica que deba ser efectista.
Creo que no hace falta recurrir a efectos -y menos, los graciosos- sino
atender a la profundidad de pensamiento o ¡dea que se quiere compartir con
el lector. Un buen título produce más y mejor efecto cuando es serio y
representa la dimensión o el posible significado de todo un sistema de
pensamiento, o es representativo del espíritu de todo un libro. Los mejores
títulos son globa-
lizadores, y me parece-más recomendable meditar seriamente
acerca de los significados y no perder el tiempo buscando probables efectos
inmediatos que suelen estar más bien vinculados a esa modernidad que
impuso el siglo XX: el marketing.
Hay títulos de gran efecto que a la vez son efectistas, desde ya. Pienso
en algunos, para mí antológicos: La muerte tiene permiso (de Edmundo
Valadés), El llano en llamas (de Juan Rulfo), Guerra del tiempo o El reino
de este mundo (de Alejo Carpentier), Para comerte mejor (de Eduardo
Gudiño Kieffer).
Ya denunció Baudelaire que la mayor -y mejor- astucia del diablo es
hacemos creer que no existe. Con los títulos sucede algo similar: el mejor
título acaso sea el que se nos escapa, el que hubiera sido, el que no supimos
conseguir y nos llenó de frustraciones mientras lo buscábamos.
SOBRE UNA CLASIFICACIÓN POSIBLE DEL CUENTO
HISPANOAMERICANO
Como último aspecto, y siguiendo aquí a Alfredo Veíravé, cabe
recordar que "el cuento, como género literario, aparece en Hispanoamérica
desprendido de cuadros costumbristas, relatos, fábulas y leyendas, cuyos
orígenes se remontan a la literatura precolombina recogida de la tradición
oral por los cronistas de Indias (...). Tiene un carácter documental y
costumbrista, rasgo generalizador que atraviesa teda la literatura del siglo
XIX desde el realismo al naturalismo”. A partir de ahí, me parece útil
recordar su clasificación del cuento hispanoamericano:
Cuento romántico: “Se desarrolla sobre una trama sentimental en la
cual priva lo subjetivo del narrador, quien utiliza la primera persona para
introducir al lector en la emoción que transmite. Las descripciones y
retratos de los personajes y las exclamaciones y exaltaciones del yo denotan
la expresión sincera de un narrador más sentimental que racional”.
Cuento realista-. La- exaltación sa snsSitiiyRpnn nn.tono - "más
tíbfc-tivo ceñido a la verosimilitud de los hechos narrados desde el
exterior”. Los personajes son menos complejos en sentimientos, tienen
lenguajes pintorescos y utilizan giros populares, y el narrador suele
funcionar como testigo u oyente.
Cuento naturalista: "Incorpora a su temática los casos clínicos
derivados de las leyes de la herencia y también los climas de trabajo que
someten al individuo en anomalías de las cuales no puede escapar. La
sordidez de la sociedad que explota al hombre se convierte, en
Hispanoamérica, en denuncia y protesta contra un sometimiento
infrahumano".
Cuento modernista: (Las características ya fueron descritas en el
capítulo "Breve historia del cuento argenti no”).
Cuento regionalista: Aparece (con Quiroga y después de él) “un
amplio campo temático ubicado en la confrontación hombre-naturaleza”.
Selvas, montañas y grandes ríos se incorporan como geografías literarias, e
incluso episodios como la Revolución Mexicana pasan a formar parte del
regionalismo porque "suministra a los cuentistas un material importante,
que fue utilizado por numerosos narradores para crear un fresco o mural de
las miserias y grandezas de los sucesos de la guerra revoluc¡onar¡a’’.
Cuento vanguardista: Partiendo "de elementos realistas en escenarios
nacionales (el porteño de Cortázar, el mexicano de Rulfo, el paraguayo de
Roa Bastos), pero sobre la apariencia del "criollismo”, el narrador somete al
lector a una prueba de participación efectiva y directa en mundos ficticios o
imaginarios (...) Deja en libertad a los personajes, contrapone tiempos
diferentes, varía el relato lineal, crea escenas simultáneas y construye una
estructura nueva en la cual aplica técnicas experimentales sobre temas
nacionales".
Tal como dije al principio de este capítulo, todos estos no son sino
apuntes, observaciones, que deseo terminar con estas sabias palabras de
Laín Entralgo^Lector: procura tener siempre a mano una buena colección
de cuentos, y después de tu jornada habitual, pasadas las horas en que el
mundo ha sido para ti profesión, familia y país, entrégate a
la
remota, en el esclarecimiento de un crimen o en un relato de ciencia-
ficción. Vive durante unos minutos del cuento, aunque esto parezca ser
poco recomendable a los ojos de las personas laboriosas y serias; esos
hombres a los que suelen llamar ‘realistas’, quienes nunca han pensado en
serio y laboriosamente acerca de la real idad. Hazlo así, y yo te aseguro que
luego volverás a tu mundo -a tu profesión, a tu familia, a tu país- más nuevo
y animoso, más joven; si me permites decirlo con la solemnidad y la ironía
de los que saben usar el haz y el envés de las palabras: más eterno”.
Y PDSRDOM
■ rVwl/l/l/lFI
11
EN LA LITERATURA LATINOAMERICANA
Cada vez que me encuentro ante definiciones tajantes, siento una
fuerte resistencia. Quizás porque, para mí, todo lo que queda definido
empieza a morir. Al menos en materia de corrientes literarias, cada vez que
se define una nueva yo siento que se está hablando de algo que ya existe
desde hace tiempo y que en todo caso empezará a declinar.
¿No sucedió esto con el llamado boom de los 60, y antes con el
surrealismo? Sus definidores creían estar descubriendo lo que ya habían
descubierto Rabelais, Gerónimo Bosch o Cervantes. O el mismo Cristóbal
Colón, que en su monumental testarudez y equívoco fue el
verdadero fundador involuntario del llamada "realismo, mágico
latinoamericano". Hace quinientos años. Y ahí está, como prueba, su
memorable Cuaderno de Bitácora.
¿No estará pasando ahora algo parecido? ¿Qué define a la
posmodernidad? ¿Minimalismo, intensidad, existencialismo, desaliento,
desdén por los llamados "valores morales”? ¿Las formas comprimidas y la
oposición a lo barroco, la fuerte presencia de los aparatos audiovisuales, la
declinación de la capacidad lectora de las sociedades contemporáneas y su
sustitución por un pensamiento más simplificado y simplista, y acaso el
fiasco del 68, de Vietnam, de la perdida revolución social latinoamericana y
la llamada "muerte de las utopías"?
Todo esto y mucho más, como la decadencia general de nuestras
sociedades; el deterioro de la calidad de vida; la violencia urbana irracional
(cabría preguntarse, aquí en Colombia, si existe violencia “racional "
alguna); el desprecio por la propia vida y sobre todo por la ajena; el
resentimiento social agudizado, son todos elementos de la posmodernidad,
según leemos en muchos autores. Como lo es también no creer en la
política, el progreso o la ética, y entonces “pasar de todo” o "estar de
vuelta”. Un contexto, dicho sea de paso, en el que es natural que las drogas
aparezcan como falsos nirvanas ilusorios. ¿Falta algo más para delinear la
posmodernidad?
Bueno, si ese conjunto arroja una estética contemporánea, no me
parece mal. Me parece inevitable. Aunque a mí me gustaría que pudiésemos
juzgar esa estética dentro de treinta o cuarenta años -sería lo prudente-,
quizá sea inevitable considerar estos aspectos aquí y ahora, sencillamente
porque hacen al mundo en que nos movemos y en el que producimos
nuestras obras.
Claro que, en tanto autor yo mismo, no pretendo que esta estética
revolucione nada, ni que sea tan original. Y es que no deja de ser una
melange, una representación de la mezcla en que vivimos. De eso que los
argentinos, tangueramente, llamamos "cambalache”, es decir mezcla
absurda pero posible de Biblia y calefón, Camera y San Martín.
La posmodemidad, así pensada, sería una summa, una acumulación de
circunstancias existenciales, de cotidianeidad, que va delineando su propia
estética. Y también su filosofía. En este sentido, se comprende la
coexistencia de epígonos .como Beckett, Carver o Buknwsky,
12
mezetedcs, con Almodóvar y Subiela, con Madonna y con Sting.
En mi opinión estas características -intercambiables, interactuantes,
dinámicas-tienen todo el derecho (y la necesidad) de expresarse. Y se
expresan, en efecto, en la estética que estamos comprobando, asimilando y -
algunos, muchos- resistiendo. Que no es mi caso porque, al contrario, yo
creo que en todo lo que es nuevo y asoma como una estética renovadora
hay que evitar la resistencia, y por eso suelo exigirme, antes que juicio,
comprensión.
Y para poder comprender tengo que ir hacia atrás, en revisión de mi
propia cultura. Y me pregunto: ¿No es verdad que venimos de una cultura
que por lo menos desde la Segunda Guerra Mundial parece empeñada en
celebrar la hipocresía y la ignorancia? ¿No es ésta una cultura que hace la
apología de la imbecilidad, el facilismo y la falsificación? ¿No fueron mis
padres -muchos padres- desorientados ciudadanos que acaso sin quererlo
nos legaron un mundo irracional y despiadado, en choque esquizofrénico
con bonitos discursos y una actitud política generalizada de corrupción y
simplif'^^^^o^r^^^? ¿No hemos visto a un mediocre actor al que hubiera
desdeñado Esquilo gobernando la nación más poderosa de la Tierra? ¿No
venimos de una educación que santificó abundancias mal repartidas, que
predicó paces haciendo guerras y que nos enseñó dioses a los que temer
antes que adorar?
No me siento ni espantado ni abrumado por todo esto. Me confieso
idealista, y aspiro a ser un apasionado testigo-protagonista de este tiempo.
Me parece, entonces, que ciertas propuestas, ciertas actitudes iconoclastas
de algunos jóvenes posmodernos como hay en mi país, que desprecian todo
lo establecido y más o menos reconocido, famoso o consagrado, son en
cierto modo una actitud de rebeldía. ¿Por qué no pensar entonces -propongo
que acaso la posmodernidad sea el grito de rebelión posible de este fin de
milenio? ¿Y por qué no pensar, tam-
bién, .que como todo grito lo es a .la vez de impotencia y de dolor, y
es pedido de auxilio, anhelo de redención?
Este asunto de la posmodernidad también me parece, por momentos,
un poco tramposo. Y digo por qué: porque pareciera pretender establecerse
un límite innecesario y fútil: se está de un lado o del otro. Se pretende que
lo posmo sea in y lo moderno devenga antiguo y por lo tanto out. Eso no me
gusta, porque no me parece una actitud intelectualmente legítima. Recortar,
segmentar, esquematizar, puede ser un buen método para la investigación,
el análisis y la crítica, pero no me parece válido para comprender una
estética. Y mucho menos cuando toda estética debe ser considerada y
mirada en su totalidad, globalidad y universalidad.
Además, estoy convencido de que ser moderno -pretender serlo-es una
manera de rebelarse, de ser cuestionador y contestatario frente a lo
establecido. Ser moderno es cuestionar y protestar y transgredir, y esto ha
sucedido en todo tiempo y lugar porque hace a la naturaleza del intelectual
y del artista. Por lo tanto, sospecho que como nadie puede evitar la
sensación de asombro que nos produce el mundo en que vivimos, que es de
una modernidad apabullante, acongojante y desesperante, entonces
pareciera que tenemos que ser posmodemos. De lo cual se desprende que la
posmodemidad vendría a ser algo así como la modernidad de la
modernidad.
Lo ha dicho mejor la novelista norteamericana Marilyne Robinson en
su estupendo trabajo sobre los cuentos de Raymond Carver (que acabo de
leer en la revista Quimera, número 4, edición latinoamericana): “La ¡dea de
lo moderno es ahora tan, tan vieja, que ha tenido que ser re-etiquetada como
lo posmoderno y con la garantía de que el nuevo producto es aún más árido,
más cínico, más abismal que el producto al que estamos acostumbrados".
Como ustedes apreciarán, lo que estoy haciendo es una simple
variación sobre un tema que me preocupa y sobre el que me cuesta arribar a
un juicio acabado. Me preocupa porque -me guste o no- es la estética de mi
tiempo, el tiempo en el que vivo y escribo. Y porque mi propia obra está
inmersa en esa estética, la acompaña, la recorre, la constituye
independientemente de mis propósitos. Yo mismo, cuando busco e
interrogo, cuando hago literatura para saber por qué la hago y cada vez que
intento
CüllipjiUti, Ubuy uiitia 11ilu eii eAá muJemiéad'fe'la
B8dóFñWéd»¥ entrando a chaleco, a la fuerza, con todo, porque para mí
escribir es transgredir, cuestionar, protestar y denunciar; del mismo modo
que es proponer y conmover, porque uno escribe desde su propia
desesperación.
Claro que me distancio de la actitud suficiente (en mi país decimos
“canchera, sobradora”) de algunos posmodernos inmaduros e infatuados.
Me mantengo lejos de la actitud iconoclasta de algunos rebeldes de opereta.
Y es que yo no comparto el escepticismo como pose seudonitzs-cheana. No
comparto la iconoclasia ni el espíritu "pasota”, esencialmente nihilista.
Antes bien, creo en la posmodernidad como modernidad de lo más nuevo,
pero con espíritu recomponedor, con propuestas que no maten por decreto a
las utopías sino que las repiensen a fin de actualizarlas y adecuarlas -eso es
modernizarlas- a los tiempos que vivimos.
Si me dicen que posmodernidad es caer en reducciones, como si ser
posmo fuera solo ser minimalista, me opongo. Si me proponen que la
posmodernidad consiste solo en retornar al existencialismo de Samuel
Beckett, lleno de atrocidad, escepticismo, desencanto, fatalismo y ese
espíritu "pasota”, ese "estar de vuelta” o "pasar de", confieso que no me
gusta y que sigo prefiriendo el existencialismo sartreano. Si se propone que
la posmodernidad en literatura es el grotesco, el lirismo desencantado y
desencajado, la ficcionalización sin adjetivos y el minimalismo críptico, no
me parece suficiente.
Pero sí me confieso posmodemo y acepto sus postulados si la
posmodernidad se entiende como una actitud de rebeldía y disconformidad
propositiva. Si posmodernidad es -como creo- la modernidad permanente.
Es en este sentido que desde hace algunos años entiendo el llamado
posboom, designación acaso poco feliz pero que asumo porque no es mía.
Yo prefiero hablar de "Escritura de las Democracias Recuperadas" y no de
posboom. Así lo he declarado en algunos artículos en mi país, entre 1984 y
13
1985, y en varias conferencias que pronuncié desde entonces hasta ahora.
Y cuando digo en este sentido me refiero
y de tristeza por todo lo que nos pasó en los 70 y los 80; una carga de
desazón, rabia y rebeldía (es decir, modernidad) por el mundo al que
desembocamos y en el que estamos y nos desagrada.
Pero literatura, también (y este es para mí un aspecto central) en la que
no se contienen ni la burla ni la humillación. No hay autocom-pasión ni
guiños cómplices, ni exageración ni mucho menos exotismo
para que Norteamérica y Europa lean en nosotros lo que ellos siempre
quieren ver y ya "saben” -prejuiciosamente- de nosotros: que somos
desordenados, holgazanes, corruptos, machistas, racistas, perseguidores de
mulatas, autoritarios e incapaces de vivir en democracia.
Posmodernidad, posboom o como quiera que se llame, para mí es eso:
en literatura una escritura del dolor y la rebeldía pero sin poses
demagógicas, sin volvernos profesionales del desdén, de la suficiencia, del
exilio ni de nada. Quiero decir: ser posmoderno es ser moderno
siempre, joven siempre, rebelde siempre, transgresor siempre y
disconforme y batallador como constante actitud ética y estética.
Aunque -insisto- me inhibo de definir la escritura posmoderna,
dado el carácter de esta mesa me gustaría compartir con ustedes
algunas observaciones que, en mi opinión, ayudarían a redondear el con
cepto. Estas observaciones, que son provisorias, son las siguientes:
1) La escritura posmoderna abandona ciertas líneas ya clásicas de la
literatura latinoamericana: la escritura a lo Borges, a lo Cortázar, a lo García
Márquez. No hay ahora tanta orfebrería verbal, ni esa retórica narcisista
(como la ha llamado el crítico paraguayo Juan Manuel Marcos) que atrae y
seduce al lector y lo deslumbra más por los artificios del autor que por la
materia narrada. Alejada del virtuosismo, procura instalarse más en la
recuperación de las voces de la oralidad, en cierta sencillez expositiva y en
la no exageración forzada de los rasgos de los personajes. El estilo
posmoderno es menos sofisticado.
2) El exilio -exterior o interior- es producto del desgarro de nuestras
naciones y presencia casi ineludible en nuestras prosas. Esto produce una
escritura más tímida y cautelosa, donde campean el dolor, la rabia y la
impotencia por los muertos que sufrimos. Y a la vez se
vida lejos de miradas dogmáticas. La posmodernidad, es evidente, está
alejada de discursos "comprometidos" y no quiere hacer una literatura al
servicio de ideología o revolución alguna. Quizás por eso hoy somos algo
más solemnes, menos capaces del juego verbal. Y quizás por eso nuestro
sentido del humor es a veces paródico, y en el fondo algo triste. Así como
otras generaciones se definieron por las grandes guerras mundiales, por los
dictadores de la belle époque o por la revolución cubana, creo que la
escritura del posboom se define políticamente por la democracia, por la
convivencia pacífica y por la justicia social como lenta construcción.
Cautelosos y menos rimbombantes, los escritores latinoamericanos actuales
han simpatizado de modo casi unánime -aunque no dogmático con la
Nicaragua sandinista, del mismo modo que condenan atropellos y
desapariciones (ese eufemismo maldito de nuestro tiempo) y bregan por el
14
retorno de los exiliados a sus patrias.
3) La escritura posmoderna recibe y delata una marcada influencia de
los medios audiovisuales masivos. Hay una casi ineludible visión
cinematográfica en la literatura actual, y eso se ve en el retorno a la frase
corta, al encuadre preciso, a la metáfora no rebuscada, al tono poético
directo y a la pintura de climas. En esto, hay que decirlo, hubo algunos
precursores en los años 70, y aun a finales de los 60. Pienso por lo menos
en tres: Manuel Puig en Argentina; Antonio Skármeta en Chile; José
Agustín en México. Y quizás podríamos agregar aquí al malogrado
colombiano Andrés Caicedo.
4) La escritura posmoderna no incursiona en lo mágico, en lo real-
maravilloso. Formas y estructuras parecen hoy más sencillas y comprimidas
(minimalismo), del mismo modo que los contenidos suelen estar más
arraigados en el recuerdo cercano, en la vivencia compartible con el lector.
Hay un retorno al realismo y a la oralidad
descriptivo de nuestras sociedades. El género negro inculca de algún
modo su código expresivo, basado en lo vertiginoso de la acción, en la
secuencia continua, en el constante uso de diálogo y en la dureza y/o
carencia de sentimientos de los personajes. Menos fincada en mitos y
leyendas (aunque parece contenerlos), esta escritura está bastante lejos de lo
ilimitado y la exageración. La escritura del posboom no se ocupa del viejo y
literariamente mítico dictador decimonónico, personaje casi caricaturesco,
paternalista, involuntariamente simpático al frente de una república
bananera, juguetón y graciosamente arbitrario y corrupto. No, ahora
nuestros dictadores -si aparecen en las páginas del posboom- son asesinos
fríos e inteligentes, bien educados, que saben hablar en público y se resisten
a ser juzgados. Ya no son esos simpáticos canallas que maravillaban a los
lectores europeos, sino represores de carne y hueso, autoritarios
reconocibles. Y ahora las dictaduras son presencias sombrías que campean
sobre los textos sin explicitación, sin descripción.
5) En el posboom se asiste a la terminación de la literatura ma-chista.
Han cambiado modelos y preocupaciones y ya no se inventan -ni se
admiten- mujeres literarias al servicio del macho y la cocina. El machismo
tradicional es un verdadero símbolo de las generaciones anteriores. Pero en
la posmodernidad de ninguna manera aparecen los personajes mujeres
estratificados como prostitutas-infieles-sometidas-autoritarias-castradoras-
ambiciosas-esnob-objetos de placer-brujas. Y mejor aun, ahora las
escritoras tienen lugar en la literatura como no lo tuvieron en ninguna
generación anterior. María Luisa Puga y Ethel Krauze en México; Angélica
Gorodischer, Reina Roffé y Ana María Shua en Argentina; Cristina Peri-
Rossi en Uruguay; Isabel Allende en Chile; Rosario Ferré y Ana Lydia
Vega en Puerto Rico, y muchas más que seguramente olvido ocupan hoy un
sitio que se les negó a escritoras como Rosario Castellanos, Eunice Odio,
Herminia Brumana o Silvina Ocampo décadas atrás.
6) La escritura de la posmodernidad trabaja con materiales bastante
desagradables, que son tratados de manera nada agradable. La muerte, la
violencia, la violación, el genocidio. También la desesperación, la alie-
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mundial , todo es más real y tangible. La muerte es algo sufrido, visto
y palpado. No se juega con ella. Es una escritura que devuelve una imagen
de espejo donde contemplar un rostro horrible en el que destaca el
pesimismo. La corrupción, el crimen de estado, el rebaje ético, la
perversión, la ventaja y la transgresión, son constantes. Pero no siempre hay
una condena insoslayable en estos textos. Muchos nos resistimos a admitir
que las cosas no pueden cambiar, o que el gobierno de las calamidades y la
exuberancia es inamovible.
7) Nos marcan nuevos temas finiseculares: la cibernética, las guerras
encubiertas llamadas "de baja intensidad”, la mentira política convertida en
estilo y en virtud, la alienación televisiva, la simplificación del mundo cruel
que todo lo divide en buenos y malos, en blanco y negro, en comunistas y
16
freedom fighters. Nos abruman la deuda externa, la pérdida de lectores, el
racismo y el sexismo. Por eso en la escritura de la posmodernidad hay
resignación y pesimismo, pero se ha abandonado aquella docencia de
algunas narraciones de algunos maestros cuyas obras parecían alentar la
posibilidad de cambios cuando en realidad confirmaban el desaliento. La
alusión literaria que todo texto narrativo es, en el posboom me parece que
se ha vuelto más sutil, es decir, menos evidente, menos moralizante y
menos sentenciosa. Se ha perdido -a Dios gracias, diría yo-aquella
insoportable necesidad de escribir “La-Gran-Novela-Latinoa-mericana” que
parecía desvelar a los maestros del boom y de poco antes.
8) Creo que ha cambiado el papel mismo del escritor. No hay tanto
divismo en los autores contemporáneos. O por lo menos ya no hay grandes
figuras, y, si bien hay obras interesantes nadie se atreve seriamente a
postularse como alimentador del mito del escritor (de lo cual yo me
escritores que componen este llamado posboom, ya no tiene aquella
vocación por ser exótico y mostrarse exótico que parecía tan usual a
famosos escritores que eran jóvenes hace treinta años, y algunos de los
cuales disfrutaron las mieles del boom.
9) Finalmente, como ha señalado Ricardo Piglia, en América Latina
escribimos hoy contra la política. Me parece indudable que esto también
nos diferencia: hoy tratamos de quitarla de nuestras ficciones, procuramos
impedirle que irrumpa en nuestras páginas. Tenemos respeto por la política:
la practicamos, la hemos sufrido, por ella nos hemos exiliado. Y por eso
mismo querríamos que no se infiltre en nuestras obras. Queremos que
nuestras ficciones sean solo eso: expresiones de la imaginación, invención
pura. Y sin embargo, esto es imposible para nosotros y diría que es nuestro
conflicto cotidiano: yo mismo, como escritor, admito que, aunque intento
prohibir que la política entre en mi obra, me es casi imposible conseguirlo.
Y acaso eso se debe a que en América Latina -y en Argentina en particular-
hoy también estamos escribiendo para sacamos el miedo, para vencerlo, por
lo cual yo completaría la formulación diciendo que escribimos no solo
contra la política, sino también contra el miedo y el olvido.
Para decirlo de una vez: creo que, al contrario del boom, ya no
escribimos para halagar o para agradar, ni para ser queridos. Hoy
escribimos para indagar, para experimentar, para conocer, para descubrir.
Pero también y sobre todo para recordar y acaso, así, sobrevivir.
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Y EL COMPROMISO DEL ESCRITOR
Hace años, cuando toda la literatura latinoamericana discutía el tema
del compromiso del escritor siguiendo las ideas de Jean-Paul Sartre,
muchos lo interpretaron como excusa para discutir el protagonismo social y
las perspectivas de una revolución que entonces, en los 60 y 70, parecía
posible e inmediata. Recordemos las obras del llamado realismo social. Y
los debates cuando el caso Padilla, en Cuba. Y a Julio Cortázar cuando
intentaba demostrar que podía hacer política sin traicionar al arte. Más que
una moda era la necesidad de aquella época. ¿Cómo no empeñarse en
cultivar la convergencia del discurso político-ideológico con el literario, si
todos lo hacían? Paz, Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez lo hacían,
como antes lo hicieron Bulgákov, Brecht o Neruda. Y como incluso
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últimamente en Europa lo están haciendo Naipaul, Kundera o Rushdie.
lia corriente. Porque al amparo de la llamada “literatura
comprometida” en los 60 y 70 surgió un producto deleznable: una escritura
ideológica, panfletaria, propagandística o como se quiera llamarla. Su
resultado fue nefasto: se desdeñó a escritores como Borges, Arciniegas o
Mallea; se escribieron estupideces dogmáticas; se maltrató a la literatura
con lecturas sectarias. Los "comprometidos" hicieron de las suyas,
protegidos y alentados por mañosos y dogmáticos. Y la idea del
compromiso de los escritores y la llamada literatura comprometida, acabó
deslucida.
En la que hoy llamo literatura de las democracias recuperadas hemos
aprendido que, aun con todas sus fallas, la llamada "democracia formal”
sigue siendo el mejor ámbito para la creación artística. Hoy sabemos que
son precisamente las formas las que hacen a la esencia de la democracia; es
el cuidado de las formas lo que abre y ensancha espacios a la vida
republicana que necesitamos en estos tiempos para que ya no haya
persecuciones ni censura, y el disenso sea estímulo y no represión. Ahora
sabemos que en el arte las ideas política y socialmente más eficaces son
aquellas que de ninguna manera se propusieron esa eficacia; y que cuando
el objetivo del arte es lograr un impacto político, ideológico o social,
empieza la muerte del arte.
A la vez hay que tener mucho cuidado porque -todo escritor conoce
esta idea- es verdad divulgada que el primer compromiso del artista es con
su obra, pero hoy, ya a comienzos de los 90 y viendo el estado de nuestro
adolorido continente sobreviviendo a las políticas de ajuste, ese
compromiso primero y excluyente no deja de producirme una cierta
rebelión interna. Porque está muy bien que el primer compromiso sea con la
obra, pero me pregunto: ¿qué obra produce el artista que es capaz de eludir
un pronunciamiento sobre las miserias que definen el actual curso político,
económico y social de nuestros países?
No le digo a nadie lo que debe escribir, ni lo que debe pensar. Pero no
puedo dejar de tener opiniones frente a tanta mentira institucional izada y
tanta insensibilidad social como vemos, y confieso la rabia que me
producen el fervor deportivo de nuestros presidentes, la frivolidad, la
estupidez televisiva y el grado de ignorancia de la mayoría de nuestras
clases dirigentes, tan irresponsables que están consiguiendo que algunas
gentes simples hoy sientan insólitas nostalgias de los dictadores de
hace unos años. Me resulta muy difícil permanecer en silencio, y
francamente hay silencios que repugnan.

Pero a la vez, y aunque sigo considerándome sartreano, puedo admitir


que quizás el escritor no debiera estar tan comprometido como quería
Sartre, pues si así estuviera no podría escribir. El escritor no puede ser el
responsable de la suerte del mundo y yo no creo que eso esté mal. Al
compromiso hoy prefiero reformularlo siguiendo a Augusto Monterroso, el
gran ficcionista de Guatemala: aparte de los compromisos que uno tiene
como persona -enseña él- el único y gran compromiso que un escritor debe
tener es el de no publicar cosas mal escritas.
No hay otra posibilidad, porque toda responsabilidad en el acto de
crear, durante la creación, lo maniata. La responsabilidad y el compromiso
dificultan la creación. Hacen perder libertad. La condicionan. Y todos
sabemos que la escritura que nace condicionada es una mala escritura, una
escritura pobre. De manera que el hecho mismo de escribir podría ser
pensado como un acto de irresponsabilidad.
Me interesa mucho este concepto de responsabilidad, más que el de
compromiso. Porque lo que importa es que uno, en tanto intelectual, se haga
cargo de lo que escribe y también de cómo vive lo que pasa en su sociedad.
Uno también es un ciudadano.
La literatura no sirve ni da respuestas, pero el público siempre espera
respuestas. Hay una especie de convención interna en toda obra que hace
que el que escribe dé por sentado que su texto algo modificará, y en el
lector suele haber igual expectativa.
El compromiso es un asunto demodée, pero no por eso deja de tener
cierta vigencia. No por las estupideces que se cometieron en nombre de la
literatura comprometida dejará de existir un vínculo entre lo escrito y lo
vivido. Aun el escritor que hace ciencia-ficción, el que escribe textos
eróticos, el autor de novelas de amor o de misterio, incluye una visión del
mundo. La suya. Y ésta nunca es una visión inocente. En ningún caso. Y es
que el escritor es un ciudadano que vive en este mundo. No es verdad que
esté “en otro mundo". Y entonces, debe ser irresponsable cuando crea,
condición para que estalle su locura interior. Pero también me parece que
debe ser responsable ante los demás,
como persona,--como ciudadano de este continente arrasada y
violado, por lo que hace y lo que escribe.
Como pensaba Quevedo: cada escritor que se pregunta lo que no
comprende, lo que no sabe, lo que duda, cada escritor que cuestiona su
propio infierno nos cuestiona a todos. Pero a la vez, y por eso mismo, es
legítimo que cada uno que se interroga invente sus propias respuestas
coyunturales, incapaces de universalidad e intransferibles, pero útiles para
sí y para su momento.
Por eso hablar de los caminos de la literatura latinoamericana impone
hablar de la responsabilidad del artista. El devenir estético de los próximos
años creo que tendrá mucho que ver con este asunto.
De hecho, en el mundo paradójico de hoy algunos intelectuales ocupan
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espacios, pero no son la mayoría. A mí me encanta ver a los intelectuales
proclamando que las utopías son posibles; que es posible por lo menos
pensar un mundo mejor; que el mundo de la destrucción, la insolidaridad y
el egoísmo es horroroso y es posible cambiarlo para mejor.
Toda sociedad necesita que sus intelectuales hablen, digan cosas,
pongan la cara y el cuerpo aunque se equivoquen. Porque eso es lo que se
espera de quienes trabajan en el arte y la cultura; y porque desinteresarse
ellos de lo que pasa en la realidad cotidiana es, por lo menos, una
insensibilidad grave.
Toda sociedad necesita que la gente se ocupe de pensar lo que le pasa a
la gente. “No se trata de ser hombres de letras -decía el poeta Homero
Manzi-, sino de hacer letras para los hombres". Hoy diríamos para los
hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Por eso duele el ruidoso silencio
de algunos intelectuales.
Nuestra narrativa está viva, como un hierro candente en la forja, y por
eso tiene variaciones de temperatura tan fuertes. Es una literatura que? se
estribe en democracia ' pero' en ^óeiééfagfey todavía 6üteffWiWM,~
enfermas de autoritarismo y de machismo y de racismo. Productos de la
ignorancia, los prejuicios, y tantos años de represión. Sin duda que muchas
cosas han cambiado en este continente -reglas jurídicas, normas de
convivencia, conductas individuales y sociales- pero todavía es difícil
distinguir qué es exactamente lo que cambió. Siempre digo que así como en
estos últimos años estuvimos leyendo la novela de la dictadura, ahora se
supone que debiéramos empezar a leer la novela de la democracia. Pero
sucede que la crisis social, económica y cultural dificulta toda aproximación
serena. Ni siquiera es suficiente la palabra crisis; al menos en mi país hoy
hay que hablar de destrucción. En Argentina no estamos viviendo una
decadencia; estamos viviendo una posguerra cultural. Y posguerra en la que
los derrotados fuimos nosotros, los intelectuales. En la revista que edito en
Buenos Aires venimos advirtiendo desde hace unos años que los daños que
producen las dictaduras en materia cultural jamás se advierten durante su
gestación; solo se hacen evidentes cuando la dictadura ha pasado. Y por eso
son daños perversos: porque hacen creer a mucha gente incauta que la
perversión cultural que se está viviendo es producto de la democracia y no
de la dictadura que la engendró.
La mirada moderna, la que tenemos nosotros en esta esquina de la
historia que nos toca protagonizar, nos ofrece un novedoso repertorio de
paradojas, de pesadillas. Si ayer nomás era el tema de la violencia, hoy es el
de la memoria; si ayer eran los exilios interior o exterior, ahora es el vértigo
y el asco que nos produce el horror en nuestra propia casa; si ayer era la
represión brutal que padecíamos, hoy la represión es parte de nuestro
naturalismo. Si ayer nos censuraban, hoy también, pero de maneras mucho
más sutiles. Bien ha dicho Monterroso que “en el mundo moderno los
pobres son cada vez más pobres, los ricos más inteligentes, y los policías
más numerosos”.
En el arte no puede haber concesiones. Donde uno se perdona una
pequeñez se inicia el camino hacia la mediocridad. Podrá ser una
mediocridad vistosa, halagadora, glamorosa y llena de encantos, pero no
dejará de ser mediocridad. Esto pasa en el periodismo, la política y la
cultura. Herencia del pasado reciente o lastre de los colonizadores, to cierto
es 1 que cada 'voz iuBuuchrn más" los ' argumontos que disculpan la
corrupción. Y por eso mismo hay que ser más agudo y exigente. Para no
conceder nada, pero no desde una perspectiva ideológica, ni por ningún
principísimo, sino por reivindicar a rajacincha una actitud ética, una moral
interna en cada obra. No hay obra moral de autores inmorales. No hay
estética realmente valiosa que provenga de autores carentes de moralidad y
rigor creativo. No hay belleza en la ignorancia, y por eso la cultura
popular debe tener un altísimo sentido estético para que su ética sea
valiosa. Porque el arte no es solamente imaginación. Es también una
responsabilidad aunque provenga de actos locos de artistas irresponsables.
En definitiva, lo que distingue al escritor de una época del escritor de
otra época es que su mirada sobre el mundo va cambiando porque cambia el
mundo. Y como cada escritor escribe para los lectores de su época, y se
nutre de lo que pasa en su época, y hasta los fantasmas interiores que lo
acosan son los fantasmas de su época, entonces nuestro camino debe ser -si
me permiten afirmarlo- el de tener los ojos bien abiertos y no hacernos los
distraídos.
Esto que digo no pretende ser una defensa del realismo. De ninguna
manera. Ni realismo mágico, ni maravilloso, ni delirante, ni crítico, ni
poético. Lo real no es otra cosa que un material plástico con el que cada día
vamos a ver qué hacemos. Como a una plas-tilina, podemos modelarla cada
día, modificarla, estirarla, y nada de eso cambiará al mundo. A lo sumo
cambiará nuestra vida, y en el mejor de los casos podrá ejercer alguna
influencia sobre la vida de algunos de nuestros lectores, Y del mismo modo,
tampoco creo que el camino que haya que seguir sea el de la llamada
literatura fantástica. Porque, para mí, toda la literatura es fantástica. En sí
mismo, el hecho de escribir es fantástico. Y todo texto que creamos, el
mejor o el peor, siempre es fantástico. Hacer literatura es siempre una
'aventura fantástica.
Por eso hablo de la mirada, de la visión singular sobre el asunto
universal que es nuestra vida, en este mundo, en este tiempo. Mirada sobre
la violencia, sobre los contextos, sobre los antecedentes (individuales,
sociales, políticos), sobre el misticismo imperante, sobre la irracionalidad
y el'paisdiüiiei'ilu mAgleo. Oobre la estupidez-humana, ese noble
material literario que nos enseñaron Jonathan Swift, Saki, Groucho Marx y
tantos más. Mirada sobre nuestros jóvenes, nuestros chicos y chicas que en
estos años se asoman a la más extraordinaria incultura literaria. Mirada
sobre la soledad, la insolidaridad, el pensamiento autoritario, la frivolidad,
la corrupción. Todo esto seguirá siendo nuestro camino. La literatura no se
detiene. No muere. No morirá. Porque la ilusión siempre está de nuestro
lado.
SEGUNDA PARTE LAS ENTREVISTAS
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ANTQIHÍíLSlKÁRMEEA-. VER EL OCÉANO
EN UN PEZ
20

Es una especie de oso entrañable, enorme, calvo y juguetón. Cuando se


ríe, achica los ojos, que siempre están escondidos tras los lentes de miope, y
su mirada adquiere inevitablemente una intención picara. Se ríe mucho,
como un niño lleno de optimismo y de gracia. Es casi asombrosa la
simpatía sin esfuerzos de este hombre que lleva trece años en el exilio y no
ha perdido nada de su tonada chilena; que dice "huevón”, "huevona” o
"huevada" cada cinco palabras y cuya conversación, sin embargo, es
cuidadosa, precisa. Trata a su compañera (Nora) de “miji-ta” y "amorcito” y
constantemente la mira arrobado, con un amor que se diría propio de un
adolescente. Vive con esa joven y bella berlinesa, desde hace algunos años,
en la Goethestrasse, en pleno centro de Berlín Occidental, en un barrio
antiguo (reconstruido, claro está) donde las calles se llaman Schiller,
Pestalozzi, Kant, Hegel.
Antonio Skármeta -de él se trata- es un hombre con el que me une una
vieja amistad, forjada en México y Buenos Aires, lo que hace difícil
escritor admirable, que es aficionado al jazz, devoto de Julio Cortázar
y del cine, el vino tinto, la conversación entre amigos. Y que merecer su
amistad es recibir todo tipo de pruebas de generosidad. Trabaja seis horas
diarias, nunca le alcanza el tiempo para sus innumerables compromisos,
desayuna casi al mediodía, no almuerza jamás y cena opíparamente junto a
su "Nora-niñita” y bebiendo vinos chilenos o del Rin.
De sus datos, hay que decir que nació en Antofagasta, en 1940; que fue
profesor de literatura y filosofía; que en 1969 ganó el Premio Casa de las
Américas en el género cuento; que vivió en el exilio en Argentina entre
1973 y 1975; y que desde entonces vive en Berlín. Su obra literaria es vasta:
se inició a fines de los años 60 y sus primeros cuatro libros fueron de
cuentos: El entusiasmo (1967); Desnudo en el tejado (1969); Tiro libre
(1973); Novios y solitarios (1975).
Ahora, en Alemania, la importante casa Piper Verlag acaba de lanzar
su antología de cuentos: El ciclista del San Cristóbal. Su primera novela,
Soñé que la nieve ardía (1975), lo hizo conocido y reconocido y a ella
siguieron obras como la estupenda novela breve No pasó nada (1980), La
insurrección (1982) y Ardiente paciencia (1985), que fue primero obra de
teatro y guión cinematográfico. Traducido a una docena de lenguas, puede
ser considerado hoy como uno de los más importantes escritores
latinoamericanos de menos de cincuenta años. También ha sido guionista de
varias películas de Peter Lilienthal y otros cineastas alemanes, y él mismo
ha dirigido varios largometrajes.
La presente conversación se realizó en Berlín, en noviembre de 1986,
bajo lluvias otoñales persistentes, y fue grabada durante tres días en su
Citroen, en su estudio, en restaurantes y aun en la larga cola de automóviles
que se forma ante la aduana que comunica -es un decir- las dos Berlín
separadas por ese frío, antipático muro tan famoso. Con sabiduría, con
ardiente paciencia, Skármeta respondió así al cuestionario:
GIARDINELLI: En general, ¿qué significa el género cuento para
ti, para tu escritura? y en particular, ¿qué representa en tu
producción?
SKÁRMETA: Yo empecé leyendo mucho cuento, pero no de hadas,
ni de aventuras, ni policial, sino que me interesaron los que podríamos
decir qne'ya eran tfleratcra Je peso: 'Tul'aRTO^T^tCor dé cuentos-
durante el liceo (secundaria). A mí me gustaba mucho el cuento que se
publicaba en revistas. Me iba a la biblioteca del Instituto Norteamericano y
me leía revistas como Esquire, New Yorker, etcétera. Y seguía las
colecciones que se publicaban de los mejores del año: el Premio O. Henry.
Claro, yo leía bien en inglés. Poco a poco me di cuenta de que los cuentos
representaban una realidad humana vista de un modo que a mí me
interesaba. Y bueno, de las revistas salté a los libros de cuentos. Y ahí
descubrí los cuentos rusos, en los cuales lo que más me impresionaba era la
humanidad de los personajes. Andreyev, Gógol, Chéjov, eran mis favoritos.
Y de los norteamericanos, los que más me gustaban eran Saroyan,
Hemingway, Faulkner, Norman Mailer, Brett Harte, 0. Henry, Stephen
Crane, todos los cuentos de Salinger. Ah, y Ring Lardner, a quien aún hoy
considero un súper maestro. Y de las mujeres, la que más me interesó fue
Dorothy Parker, quien creo que fue pareja de Lardner. También leí a Jean
Stafford, a quien solo ahora se está redescubriendo. En fin, yo leí mucho
cuento antes de leer una novela. Y mi base fueron los cuentos rusos y los
norteamericanos. Ese fue el primer concepto de cuento que tuve.
-¿Qué significaba ese primer concepto? ¿Podrías definirlo?
-Bueno, en mi primera relación con el cuento, lo que yo sentía era muy
impactante: un momento intenso de humanidad. Eso me proponían los
cuentos que me gustaban. No me fijaba en la técnica, ni mucho menos en la
anécdota. Lo que me interesaba era esa vibración intensa que me daba la
humanidad de los cuentos rusos y norteamericanos. Después, como me
interesaba el género, empecé a leer para atrás: los clásicos, los franceses:
Camus, por ejemplo, El exilio y el reino, y fue entonces que noté que el
cuento se complicaba. Ya no era la presentación directa de un momento de
humanidad, sino que al mismo tiempo se incluía una reflexión. Eran
cuentos más ensayísticos, menos dirigidos al impacto inmediato. Tenían una
aspiración a una mayor trascendencia. Y esto lo noté en general en el
cuento europeo contemporáneo. De modo que mi formación fue con el
cuento espontáneo, directo, comunicativo, exasperante: el norteamericano,
el ruso. Después, el cuento europeo, que es más complejo. Solo entonces
empecé a leer cuentos latinoamericanos.
-Un tipo de fantasía y de imaginación muy ensayística. El cuento
latinoamericano siempre me pareció como desbordando los géneros. Yo
tenía una noción de género más rígido, en sentido positivo. Más estricto,
más seguro de su destino, como en la narrativa norteamericana. El cuento
latinoamericano, en cambio, me impresionaba como más inquietante. Más
artesanal, también más labrado y con una clara tendencia a la irrealidad,
cosa que no encontraba en los demás. Y creo que esto signó, y sigue
signando, la cuentística latinoamericana del siglo XX. Por eso el cuento
latinoamericano, a mí me parece un cuento divagatorio. No tengo nada en
contra de esa deliciosa divagación, quede claro, porque el camino del
cuento, de la literatura, no es un match donde se debe ser efectivo, eficaz. Si
un narrador siente la necesidad de demorarse amorosamente con las cosas,
y para llegar adonde quiere debe rodearla, ampliarla, o estrangularla, allá él.
Yo no siento directos ni a Quiroga, ni a Borges, ni a Cortázar. Ni a Rulfo,
siquiera, y tampoco a García Márquez. A mí sus cuentos me parecen
desprendidos de un sistema narrativo total. Son ramas de un gran árbol que
tú vislumbras. De alguna manera, a sus cuentos los encuentro dependiendo,
o relacionados o entramados, con un sistema narrativo. No les encuentro
autonomía, ni inmediatez, ni tal vez la fugacidad que tiene el cuento
norteamericano. Por ejemplo, el peso del lenguaje, en el cuento
latinoamericano, es enorme. Es casi imposible avanzar en ellos sin que el
lenguaje llame la atención sobre sí mismo. "Aquí estoy”, dice el lenguaje.
Pero conste que no estoy haciendo crítica, ni hago adjetivaciones. Solo
describo una literatura que me parece fascinante; separo dos concepciones
narrativas. Es una cuestión de temperamento: mostrar la materia narrada o
mostrar el dedo que muestra.
-¿Sería mejor, entonces, hablar de dos actitudes estilísticas?
-Claro, y los cuentos rusos y norteamericanos, que los junto, y el
latinoamericano, también pueden distinguirse por otra cuestión extrema al
cuento. .Que no llamaría de mercado sino de hábito. Y es que aquellos han
tenido una gran vida de revistas, en algún momento de su vida. Y esto no es
despreciativo, pues fueron y son revistas de un gran nivel intelectual. Lo
que digo es que el lector de revistas crea
otros hahtfrrc ntm* ■ gn^tn* , y aetn tampnrA guiara rtorir que
caa Superficial o frívolo, ¿eh? Indica solo que hay una diferente plasticidad
en el lenguaje. Yo diría que hay un tipo de relato que busca hacerse lo más
transparente posible, ser un gran conductor de la anécdota, sin comentarla,
como me parece la tradición norteamericana, o la rusa; y existe el cuento
que yo llamaría artístico, que es casi filosófico, de representación del
mundo y vinculado a un sistema, a la totalidad narrativa de cada autor
autónomo. Que sea un gajo de literatura.
-En tu caso, empezaste como cuentista y solo después de cuatro
libros aparecen en tu obra la novela, el cine y el teatro. ¿Habla esto de
un sistema narrativo tuyo? Que empezaras con cuentos y no con
novelas, ¿fue azaroso, o fue una elección?
-Bueno, Mempo, tú sabes que a mí lo que más me interesa en la
literatura es la comunicación. Es una cuestión de temperamento. Celebro el
hecho de estar metido en medio de otros. Y lo que me interesa es
establecerme, a través de la palabra, en este mundo real. El cuento, de
alguna manera, con su completitud, tenía la facultad de permitirme
presentar una obra completa en cada caso. Yo escribía para que me pudieran
leer mis amigos. Recuerda que yo comencé escribiendo desde muy niño, en
el colegio, y siempre tenía la necesidad infantil de comunicarme. De
adolescentes nos juntábamos a leernos, y donde yo estudiaba teníamos lo
que pretenciosamente llamábamos la “Academia de Letras”. Y una vez a la
semana, nos hacíamos críticas. Y como éramos delirantes amantes de la
literatura nos esforzábamos por ser lo más originales posible y en hacer lo
mejor, porque las críticas eran feroces, sin piedad. Además, esa Academia
tenía una dificultad añadida: venían muchachas de otros liceos, interesadas
en la literatura y absolutamente fascinantes para nosotros. Tú sabes que en
esa época de la vida, uno vive enamorado. Había que escribir muy bien para
que las chicas no te despreciaran. Leías un cuento malo y estabas perdido.
Teníamos veinte minutos cada uno y casi todos optábamos por la forma
cuentística breve, porque en un corto tiempo queríamos presentar algo
perfecto. Era hermoso.
-¿Qué repercusión tuvo tu primer libro, en 1967?
-Muy grande. En ese tiempo en Chile había muchos concursos,
premios de prestigio y una gran publicidad. La vida editorial chilena
momentos, y estos concursos eran una manera Ideal de darse a
conocer. La prensa prestaba atención y si ganabas un premio pasabas a
interesar a las editoriales. Yo había ganado varios premios y un editor me
propuso juntar esos cuentos. Fue la editorial Zig-Zag y de ahí salió El
entusiasmo.
-¿Cuántos cuentos llevas publicados, y cuantos escribiste?
-No podría diferenciar entre unos y otros, no lo recuerdo. Pero han de
ser unos cuarenta, calculo.
-¿Por qué, después de esos libros, te pasaste a la novela, si bien No
pasó nada es como un cuento largo, una nouvelle. ¿Abandonaste el
cuento?
-Lo abandoné momentáneamente, sí, porque cambió mi literatura a
partir de la realidad latinoamericana que me tocó vivir, como cambió mi
vida. Y cambió mi necesidad expresiva, lo cual me abrió a la narrativa
extensa, y a la narración cinematográfica. Una expansión de la prosa que
me vino, diría, de mi vinculación con la historia latinoamericana, los
grandes procesos políticos, los momentos de auge y desarrollo en los cuales
yo participé, y los de depresión que vinieron luego con los golpes de
Estado. Por mi vinculación política y social en una situación en la cual
participo, se introduce en mi vida privada una situación épica.
-¿La épica solo puede darse en la novda, acaso?
-No solamente, pero donde mejor se puede dar cuenta de una situación
épica es en la novela. Pero yo he tratado de mostrar concentrados de esa
situación -especialmente la parte depresiva— en pequeños cuentos que han
tenido bastíante circulación. Yo no abandoné el cuento del todo, sin
embargo. Aunque hace once años que no he vuelto a publicar un libro, no
quiere decir que no haya seguido. Tengo los suficientes para otro libro, pero
no tengo apuro. Ya llegará el momento.
-No sé como decirlo, pero la impresión que podría tenerse es la de
que el cuento se convirtió en una parte secundaria, accesoria de tu
producción literaria. ¿Es así?
-¡No, no se convierte en absolutamente nada! No se puede decir, creo,
que ef cuento sea secundario para mí. Para nada, Mempo, para nada, pú,
huevón. El hecho de que yo me vincule ahora con la narrativa
cinematográfica, o que haya publicado más novelas, es sim-plementeJa-
consacuancía- de proyectos que no tenían lugar en forma de cuento. Eso
es todo. Pero yo no abandono el cuento por ningún motivo. Lo juro
solemnemente.
-Has dicho que en un momento no te interesaba la técnica sino solo
la humanidad, la emoción y la tensión. ¿Qué es para ti la técnica, y a
partir de cuándo te preocupó?
-Bueno, primero entiendo por técnica la disposición armoniosa de
todos esos elementos mencionados para conseguir la comunicación de un
momento de emoción vivido. Y me preocupó desde siempre. Lo que pasa es
que al comienzo yo pensaba que el énfasis debía ponerse en la coloración
emotiva de la palabra. En un ritmo determinado, debía conducir al lector a
una especie de contagio emotivo a través del cual se produciría una
comunicación no intelectual entre autor y lector. Por eso en mis primeros
relatos opté por un temple narrativo lírico, disperso. Buscaba el contagio
sensual, con imágenes a veces discrepantes y caóticas, para meter al lector
en lo que me parecía de verdad esencial: "¡El mundo es una aventura
maravillosa; soy joven y tú también; tenemos que hacer un mundo juntos.
Quiero vivir, quiero amar, y la clave es tener abierta la cabeza, abierto el
corazón y tenemos que comunicarnos, huevón!”. Todo eso proponía. Yo
estaba en una onda existen-cialista, y también de rebeldía contra algo que
todavía hoy me parece espantoso en las sociedades latinoamericanas: la
rapidez con que se asumen los clichés para pensar; para conformarse con lo
que se tiene; los hábitos de una vida aburguesada y podrida en tipos que a
los veinte años empiezan a vivir y ya tienen sus proyectos de vida
definidos. Eso me espanta, huevón.
-Volvamos al género. ¿Existe el cuento perfecto?
-No, creo que no, ni existe el cuento ideal. Depende mucho de la
geografía, las latitudes, las preferencias estéticas de cada autor y de su
pueblo, la tradición en que el cuento crece, y la biografía del propio escritor.
En la mía, puedo decir que he sido varios tipos de cuentista. Al principio,
temperatura humana, comunicación, y ahí la anécdota era algo que, quizá,
acaecía en la ruta del cuento. Solo quería transmitir estados de ánimo. En
una segunda etapa, descargada la necesidad de encontrar la voz y
eliminadas ciertas pretensiones, veo que la comu-ntcaetén-dfr
^tftfh¿mc4ón,-€te un' scntimtanto, da -una- tatteza,naHex
garantía da qua al cuanto saa intarasanta.
-Pero eso, ¿no es porque la literatura se completa con el lector, y la
emoción que uno trata de transmitir, el código que se utiliza, es eficaz
para unos e ineficaz para otros? No hay reglas generales, creo yo.
-Buano, an mi caso lo qua primó y prima como escritor de fuerte
vocación, qua adamás as un apasionado lactor, fue y as una ciarta
ingenuidad: a amoción mía, a vardad mía, a cultura mía asimilada y
axprasada, corresponda una reacción y emoción similares a las qua yo
tango. Y asta ha sido mi gran problema como maestro da talleras de cuento.
Ha tenido qua batallar con muchos novales autoras para qua expresan lo
qua quieran decir y no otra cosa. Porque muchas veces están convencidos
da qua la vardad da su experiencia es tan fuerte qua basta una comunicación
directa da la misma para qua el lector reacciona. Y por eso se desesperan
cuando en los talleres, leído su texto, no se recibe asa experiencia y no hay
respuesta.
-Entonces dicen: “lo que pasa es que no entendieron”.
-Claro, o desprecian a los compañeros y a las críticas. Y no se dan
cuenta de que podrían hacer el camino más corto, que es preguntarse por
qué no funcionó su cuento. Y si no funciona es porque entre lo que se quiso
decir y las herramientas utilizadas para decirlo, media una distancia tan
grande que habitualmente la verdad que se quiso comunicar aparece
falseada.
-¿Y cómo se salva esa distancia?
-Ah, ahí hay una cosa que se llama técnica narrativa. La distancia se
salva dominándola.
-El oficio, la lectura constante, ¿no?
-Sí, la técnica narrativa es el resultado de una experiencia de la vida, y
de una experiencia literaria. Eso está claro.
-Sin ánimo de ser dogmático, ni para dar recetas, pero pensando
que nos dirigimos a un lector que puede ser un principiante, o alumno
de un taller, o incluso un lector o autor avezado, ¿podrías enumerar
cuales han sido, en tu experiencia, tus herramientas, y cuáles los
principios que normaron tu crecimiento técnico?
-Yo diría que primero, y si hay un único dogma sería éste, para mí es la
espontaneidad. Ser totalmente espontáneo aunque no se sea
original, qoc m) hace fenthe.- Un escritor se hace con la vida. Y si
él parte creyendo que lo que debe hacer es imitar modelos cultos, modelos
literarios por sobre la espontaneidad, bueno, es posible que cree una
literatura interesante, pero no llegará a definirse como una personalidad
literaria. Ahora, si esto es muy importante y es un primer dogma, el
segundo sería que después consiga controlar la espontaneidad.
-Inmediatamente, diría yo. 0 mejor, al mismo tiempo.
-Por supuesto. Un escritor novel tiene que contarse, y para ello tiene
que vivirse. Por eso creo que hay que caer en un taller de cuento solo
después de haber escrito tres, cuatro o cinco años solo, enredado y
tropezando. Y si es posible, sin haberle preguntado opinión a nadie. Así se
llega a esa etapa en la que toda espontaneidad, toda esa acumulación de
experiencia y de vida, requiere ser contenida, enmarcada. Podemos decirlo
con una imagen erótica: es evidente que es mejor amante el hombre o la
mujer en el momento en que combina su espontaneidad con su experiencia,
y con una técnica. La aplicación de la técnica depura y mejora las
emociones más intensas.
-Sé que tú crees que las técnicas clásicas son mejores.
-Yo he reflexionado, a partir de la espontaneidad, en los métodos más
eficaces de comunicar y controlar la espontaneidad. Y eso me llevó a pensar
que las técnicas narrativas más objetivas y más clásicas son más eficaces
que las líricas o las más desparramadas. Y es que después de darle muchas
vueltas a la noria terminas por descubrir que los viejos recursos clásicos,
manejados originalmente, suelen ser los mejores. Y que no es necesario
descubrir la pólvora todos los días. Una historia va a convencer por el grado
de humanidad, de verdad, de ternura, de solidaridad, de dolor, de fantasía,
de ira que contiene, y no por el vericueto técnico o el fuego de artificio de la
técnica. Aquí viene, quizá, mi discrepancia con algún tipo de cuento
brillante latinoamericano. Y es que en realidad la técnica más brillante es
aquella más transparente. La que disfrutas, pero no sientes. Es lo que se
llama la difícil sencillez. Correr el riesgo de ser sencillo luego de haber
estado metido en las profundidades de la complejidad. Decir: Queridos
congéneres, este pez que está aquí en mis manos es producto del viaje que
hice al fondo del océano, donde me atacaron ballenas, me persiguieron
tiburones, me enredé en algas, me estrangulé, me asfixié, y
aquí vengo, huevón, con este peseedite, ehiqtfltito.' Si en ese
peseaditoT» puede ver el océano, ahí está el cuento.
-Con los años, con la experiencia, ¿dirías que cambió tu
disposición para escribir cuentos? ¿De qué manera el dominio técnico,
el oficio, te determina ahora, y de qué manera afecta la técnica a la
creación?
-Bueno, yo ahora me pregunto cuál es el modo más directo para
empezar a contar algo. Es decisivo el tono de la primera frase. Yo quiero
producir de inmediato la sensación de que vengo a contar una historia y que
lo haré de la manera más rápida, elemental y precisa posible. Ir al grano.
Claro está, es la experiencia de décadas la que te hace aconsejables las
formas más despojadas, más clásicas, menos teñidas subjetiva y
emotivamente, pero que desencadenan, por su eficacia, el nacimiento de
una emoción en el lector. Por eso mi tránsito fue de un relato lírico a uno
más concreto, en el cual el narrador finge que está viendo cosas cotidianas,
objetivas, y las describe huyendo de todo tipo de adornos. A lo más, alguna
escapadita marginal para dar coloración ambiental, o para poner algún
acento emotivo. Pero más y más me convenzo de que consejos como los de
Quiroga, bueno... La formulación contraria de esas reglas también podría
servir para un cuentista. Solo coincido en una con él: y es en la que dice que
si se quiere expresar con exactitud que "desde el río soplaba un viento frío”,
no hay en lengua humana mejor manera de decirlo. Claro, Quiroga es un
maestro extraordinario, maravilloso, pero su decálogo me parece
caprichoso.
-Es inevitable hacerte la pregunta sobre los mejores cuentos que
leiste en tu vida. Leyendo la entrevista con Edmundo Valadés,
comentabas que en uno de sus preferidos coincidías.
-Cuando pensé que una pregunta así era posible, me vi en una nebulosa
de cien grandes cuentos que se me ocurrieron. Pero hoy -y puedo cambiar
mañana, cuando salgas de Berlín- diría que mis predilectos son uno de
Dylan Thomas, estremecedor para toda la vida, que se llama "Exactamente
como los perros”. El segundo es de Scott Fitzgerald, y se llama "Babilonia
revisitada". Y me es imposible mencionar un tercero. Me gustaría nombrar
un latinoamericano, pero no puedo: pienso que hay cincuenta en un mismo
rango. Pero si me preguntaras por un libro de cuentos, entonces
mencionaría uno de En todos esos cuentos hay una gran pasión y
compasión por el ser humano. Poesía desgarradora, irónica, para formular
su desamparo, y una secreta voluntad de que las cosas fueran distintas. Lo
que me interesa aquí no es la técnica, ni un estilo, sino la tensión
maravillosa entre desamparo y tristeza.
-0 sea que te interesan más las emociones que se transmiten que las
técnicas con que se plasman los cuentos. Es toda una definición,
Antonio. ¿Significa esto que al enfrentarte a un cuento privilegias el
contenido antes que la construcción?
-No, lo que más me importa es la profundidad. El compendio de
experiencias con las profundidades del ser humano expresadas en lo que
para mí resulta en todo autor el final del viaje: la compasión. Y la capacidad
de formular esa compasión, cualquiera sea el vínculo utilizado: ironía,
metáfora, desesperación. Estos cuentos producen en el lector la sensación
de que uno se ha comunicado con el personaje y con el mundo a través de la
experiencia del dolor. Y a mí lo que más me interesa en un narrador es el
dolor. Tal vez la esperanza, tal vez el humor, pero como en los cuentos de
Bashevis-Singer, de Scholem Aleijem, de Salinger, un humor que surge de
la desesperación. La gran dignidad del ser humano cuando se da cuenta de
su pequeñez; el buen cuento es escenario de este tema, casi siempre.
Recuerda a los rusos, a los norteamericanos.
-¿Podrías hablar, dada tu experiencia, de las relaciones entre el
cuento y la novela? Y luego vendrá la pregunta respecto de cuento,
novela y cine.
-Yo diría que en el cuento lo que opera desde el comienzo es la noción
de fin. Todo llama, todo convoca, a un final. Por lo tanto se trata,
técnicamente, de mantener un ritmo en el cual este fin prometido se epi-
fanice. Creo que en la novela el desenlace no tiene un rol importante. Es un
irse quedando, es un territorio que se mina de a poco, ¿no? Y el cine es un
género absolutamente distinto del literario, porque es el arte más
demoníaco, el arte que te proporciona la imagen visual en movimiento, casi
como en la vida. Toda imagen cinematográfica es imagen realista. Es un
arte completo. Ahí está su excelencia. Y también su límite. La literatura es
el arte de lo posible, y el cuento, de lo súper-posible. Porque en su
¿óñCéntraeian, y en su eapaulilailiiú' alusión, es Incitador al desate de'
la fantasía. El cine, por complicada que sea su estructura y por sutil que sea
su gramática, siempre es un arte completo. La irrealidad se agota en la
sensualidad de la imagen. Y en el cuento, por el contrario, la imagen
comienza a producirse cuando el cuento está terminado.
-Pero eso también pasa con el cine. Puede dejar imágenes que son
inolvidables.
-Pero son imágenes que se vieron, no que se sugirieron. Por ejemplo,
en una de mis películas predilectas, Disparen sobre el pianista, hay una
escena en que la heroína cae en un infinito de nieve luego que el héroe -o
antihéroe- no llega a tiempo. Ella rueda, cae, y ese abrigo, esa cara de la
moza del bar, son lo que vamos a recordar toda la vida. Es el recuerdo de
algo visto como real. En el cuento, queda el recuerdo de algo visto como
irreal, y por lo tanto improbable.
-Es verdad, pero sin embargo la fuerza de sugerencia del cuento
puede ser tan fuerte, tan nítida que cada lector recordará un rostro -
para seguir con tu metáfora- diferente. Pero el rostro que se compuso
en la imaginación y en la sensibilidad del lector también va a ser
inolvidable, y va a ser siempre ése. Yo .imagino a La Maga, o al hombre
que come conejitos de Cortázar, de una manera distinta seguramente
de la tuya, y cada uno de los miles de lectores vio otro hombre
comiendo conejitos, pero el que cada uno vio es inolvidable e inmortal.
-Y sí, es evidente que la literatura, desde el punto de vista de la
imagen, es una propuesta mucho más abierta que la del cine. Finalmente, en
la literatura la completitud del mundo es siempre un acto conjunto de
trabajo, entre el mundo narrado, ofrecido, y el modo de la lectura. Pero aun
así, me sigue pareciendo que es el carácter de incompletitud sensorial,
sensual, que ofrece la técnica literaria, lo que permite que este texto tenga
presencia irreductible a la imagen. Y aun si me dijeras que La Maga que yo
tengo, que vi, es distinta en cada lector, muy bien, pero eso supone que uno
lee una literatura propuesta como literatura irrealista de una manera realista.
Yo jamás le he dado un rostro a La Maga ni a Bebé Rocamadour, ni a los
personajes fantasmagóricos de Juan Rulfo que transitan, sonámbulos, de
cuento en cuento.
-Sí, ton como Intransferible». R»«wfo H> waión cinematográfica ~
de El viejo y el mar, y cuando pienso en el libro de Hemingway se me
presenta la cara de Spencer Tracy.
-Bueno, ahí estamos de acuerdo. Lo que tú viste en el cine fue una
imagen sensorial real, completa.
-Pero lo completo del cine como arte narrativo, por la intervención
de todos los sentidos, también se da en la literatura. ¿No leemos con
todos los sentidos, en tensión, casi levitando? Y aun con el olfato, como
en la famosa descripción de la magdalena en Proust; o con el oído,
como en el Concierto barroco de Carpentier o en el Doktor Faustos de
Mann.
-Puede ser que también esté movido todo el aparato sensorial, pero al
mismo tiempo creo que de una manera que no es completa.
Y digo que en el cine es inevitable esa completitud. La genialidad del
cineasta consiste en elegir la imagen precisa, entre las múltiples cosas que
va mostrando. De ahí la importancia del camarógrafo, del iluminador, del
fotógrafo. El cine es una narración en equipo, un trabajo colectivo. Pero
mira cómo nos fuimos a las galaxias.
-Volvamos a la tierra, entonces. Y para terminar, y pensando en lo
que muchos preguntan a la revista, ¿crees importante para un cuentista
ir a un taller literario?
-Creo importante sugerir que nadie vaya a un taller sin haber escrito
antes, en soledad. Sin haber probado muchos cuentos, intentado poemas,
probado obras de teatro, novelas... Uno debe haber intentado hacer las cosas
como uno creía que debían hacerse. Puede ser que una rica experiencia de
vida no encuentre una adecuada comunicación.
Y ahí el taller puede ayudar, por lo menos a evitar el bochorno. Creo,
en general, que los talleres no son muy buenos para los adolescentes. Salvo
un taller creativo, sin guía, donde se juntan sin maestro para leerse los
trabajos, que es algo que se puede hacer a cualquier edad y en cualquier
momento. Pero si alguien va a ir a meterse al taller de Fulano, o al de
Zutano, yo le diría: después de los veinticinco años...
EL CUENTO NQ SE HACE SOLAMENTE
CON EXPERIENCIAS ANECDÓTICAS
21

Una fría mañana del último invierno, cuando el julio porteño de 1989 se
recalentaba con hiperinflación, transición presidencial y una incierta locura
colectiva, apareció en nuestra redacción la figura menuda -de impecable
traje oscuro, camisa impolutamente blanca y corbata al tonto- de Enrique
Anderson Imbert. Portando con asombroso aire juvenil casi ochenta años
que parecen veinte menos; se cumplía así un reencuentro esperado.
Hace algunos años, en un coqueto restaurante de Boston, en la Nueva
Inglaterra norteamericana, habíamos charlado sobre literatura y política, esas
dos pasiones argentinas que no reconocen límites generacionales. Desde
entonces, íntimamente, estaba pendiente esta conversación.
De visita en Buenos Aires (EAI vive en los Estados Unidos desde hace
unos cuarenta años pero vuelve a la Argentina todos los años a
pasar'una tamporaga), wanseamos -an sn-flepartaimento de lacatte
Gascón. Unos días después llegó a Puro Cuento con su aparente fragilidad y
su sorprendente vigor (impresionan la firmeza de su voz, la energía que pone
en todos sus movimientos, la pasión con que habla de literatura).
Compartiendo un sobrio té negro primero, y un puchero con todas las de la
ley más tarde, se explayó ante el grabador con soltura, brillantez y
contundencia.
Descendiente de escocés e irlandesa por el lado paterno, y de francés y
español por el materno (“de italiano no tengo nada, desgraciadamente,
porque es la cultura que estimo más"), nació en Córdoba en 1910 pero vivió
en La Plata desde los ocho años. Allí hizo la primaria y el Nacional. Luego
estudió en la Universidad de Buenos Aires, "pero soy platense -dice- en el
sentido de que allí encontré a mis grandes maestros: Alejandro Korn, Pedro
Henríquez Ureña, Rafael Alberto Arrieta y, sobre todo, Ezequiel Martínez
Estrada, para quien escribí mis primeros cuentos porque él tenía un curso de
composición en el que yo empecé a escribir. De Henríquez Ureña fui el
discípulo favorito desde el año 1925, en que llegó a La Plata, hasta su muerte
en 1946; yo lo acompañe siempre y creo que me dediqué a la literatura por
él...".
En 1928 se instaló en Buenos Aires e inició su carrera literaria. Fue
redactor de La Vanguardia, órgano del Partido Socialista. En 1940 fue
profesor en la Universidad de Cuyo, en Mendoza. Desde 1941 lo fue en la de
Tucumán. Vivió la mayor parte de su vida en los Estados Unidos, donde fue
primero profesor en la Universidad de Michigan (Ann Arbor) durante más
de veinte años; desde 1965 es catedrático en la prestigiosa Universidad de
Harvard, en Massachusetts.
Su obra es impresionante: es autor de una Historia de la Literatura
Hispanoamericana en dos volúmenes que a lo largo de sucesivas reediciones
y traducciones es fuente de consulta prácticamente en todas las
universidades del mundo. También es autor de una historia cronológica del
cuento titulada Los primeros cuentos del mundo (1977) y de una
imprescindible Teoría y técnica del cuento (1979), sin dudas el más
completo y profundo tratado sobre el cuento escrito en lengua castellana
(publicado en la Argentina por Ediciones Marymar, es, sin
— wnuwga, muy dfBr'fflfgnramar an
nwmBK'Maffi«,'iW'i>üMfcaiaE una docena de obras de crítica y ensayo, y
otra docena de libros de ficción: novelas y cuentos. De estos últimos,
algunos de sus títulos son: El grimorio, El gato de Cheshire, La botella de
Klein y la más reciente serie de narraciones completas, tituladas En el telar
del tiempo.
E.A.I. es hoy, posiblemente, el crítico literario argentino más
reconocido internacionalmente. Es también, casi con seguridad, el más
importante teórico del cuento en lengua castellana que hay en el mundo.
Además, cuentos suyos figuran en las mejores antologías de cuentistas
argentinos que se han hecho (fuera de la Argentina, naturalmente).
GIARDINELLI: ¿Cuándo se fue y por qué?
ANDERSON IMBERT: Bueno, a ver... Se intervino la Universidad de
Tucu-mán en el año 45; entonces yo me fui en el 46.
-¿Por persecución o por desencanto?
-Fue persecución. La universidad fue intervenida por un fanático, un
loco fascista que nos hacía la vida imposible encarcelando intelectuales.
-¿Quién era? Recordémoslo...
-Creo que se llamaba Olmedo. Era un insignificante, un mediocre. No
era ni siquiera un teórico de la derecha. Solo un pobre tipo que
probablemente obedecía órdenes. Pero hizo que de Tucumán nos fuéramos
casi todos: Risieri Frondizi, Aníbal Sánchez Reulet, Marcos Morínigo...
-Deduzco que de ahí viene ese antiperonismo que se nota en muchos
de sus cuentos. ¿Por qué no regresó después del 55?
-Sí que regresé. Cuando cayó Perón yo volví y me presenté a concurso
y gané tres cátedras: dos en la Universidad de Buenos Aires y una en La
Plata. Pero la universidad argentina estaba tan politizada que era imposible
enseñar. Los profesores teníamos mucha inestabilidad porque los estudiantes
reclamaban que fuéramos sometidos a concurso cada cinco años. Me di
cuenta de que habiendo tanta politización, en ese momento la'universidad
podía estar por la democracia, pero en cinco años más podían volver a estar
con una dictadura. Entonces, me volví a Michigan.
usted como cuentista?
-Yo siempre fui cuentista. La verdad es que mi profesión como profesor
es marginal. Es central en un sentido: me da dinero para vivir. Pero es
marginal porque no responde a mi vocación.
-Hablemos de ella, entonces. ¿Cómo empezó su vinculación con el
cuento?
-Como le dije, yo empecé escribiendo para Martínez Estrada. En 1926.
Y ese mismo año publiqué mi primer cuento, alentado por él. Luego, al
venirme a Buenos Aires en el año 28, empecé a publicar cuentos en el diario
La Nación casi de inmediato. Le llevé un texto al director del suplemento,
Enrique Méndez Calzada, y me lo publicó enseguida. Era un cuentito que se
llamaba "Mi novia, mi amigo y yo". ¡Imagínese, yo tenía solo dieciocho
años!
-¿Y su primer libro?
-Fue una novela, curiosamente: Vigilia, que publiqué en La Vían-
guardia y con la que saqué un premio municipal. Pero yo seguía escribiendo
cuentos, y en 1940 apareció El mentir de las estrellas, mi primer libro de
cuentos, publicado por Daniel Devoto en una edición de lujo, artesanal, una
belleza.
-¿Usted qué era, qué se sentía, entonces? ¿Escritor, docente,
crítico?
-Escritor, escritor. Para mí la cátedra fue una sorpresa. Lo que pasó fue
que Henríquez Ureña me quería mucho y me insistía para que me dedicara a
la enseñanza. Además, yo estudiaba con Amado Alonso en el Instituto de
Filología, y Alonso también me empujaba hacia la crítica literaria. Así que
me alejé un poco del cuento, porque tenía mucho que estudiar. Me metí en
serio con la teoría literaria y escribí mi Historia de la Literatura
Hispanoamericana, que como usted comprende me llevó muchísimo
tiempo... Es por eso que mi segundo libro de cuentos se publicó solo años
después, en el 46, cuando yo todavía estaba en Tucumán; se llamó Las
pruebas del caos. Y el tercero, El grimorio, se publicó recién en 1961.
-En casi todos sus libros aparecen cuentos breves y brevísimos que
usted suele llamar “cuasi cuentos”. Esto me recuerda otras extrañas
denominaciones. He conocido escritores que los llamaron “protocuen-
tos” o “pre-textos”; Valadés los llama “minicuentos”; para mí son
“semi-
cuBiitus1*, yen Pstadus Unidas hay mucha» designaciones, entre
ella» l» original four minute fiction (ficción de cuatro minutos). ¿Qué
significan para usted estos textos? ¿Son ejercicios? ¿Son un género
menor, una frustración del género?
-No, no sé [ríe], Pagés Larraya me decía, burlón: "Che, qué generoso
sos. No te costaría nada ampliar esos esquemas narrativos y tendrías
entonces cuentos largos, que son más reconocidos que los breves”. Pero la
verdad es que como yo no creo que haya diferencias entre la forma y el
fondo, sino que son una unidad, creo que los minicuentos nacen así y no se
pueden ampliar, como tampoco un cuento largo se podría encoger. El
escritor lo que produce son unidades narrativas. Por otra parte, no soy yo el
primero que frecuenta este género. De niño, yo leía los poemas en prosa de
Baudelaire.
-Que son más poesía que prosa, cabe decir.
-Sí, y precisamente por eso los cito. Porque lo que yo he tratado de
evitar es la moraleja, la intención moral, política o ideológica. Porque en el
género del cuento corto, fíjese, siempre ha habido una intención proselitis-ta:
ahí tiene usted la forma de fábula, por ejemplo.
-Bueno, eso corresponde al origen del cuento. Usted mismo dice en
Los primeros cuentos del mundo que el cuento en sus orígenes tenía una
intención no literaria. Podríamos decir que la iiteraturización del cuento
fue posterior, ¿verdad?
-Claro. A veces eran solo mitos. Y esos mitos eran realmente intentos
serios para explicar el origen del mundo. O de los fenómenos naturales. Así
que es claro que el origen del cuento fue un origen mítico, y muy serio.
-Volviendo al cuento breve, siempre tengo la impresión de que en la
Argentina no hay una tradición del cuento breve, como sí la hay en
México, en los Estados Unidos y en otros países. Usted es uno de los
pocos cultores argentinos del cuento breve y brevísimo. Disculpe mi
ignorancia, pero ¿es también uno de los precursores?
-En la Argentina, sí.
-¿Y de fónde"e vmo esta vocación?
-De la lectura de los maestros del cuento breve. Uno de ellos fue Jules
Renard. En el siglo XIX escribió libros con cuentitos de veinte
naba leerlo. Por supuesto: ¿quién me hizo conocer a Renard?: Martínez
Estrada. Ahora me da un poco de rabia porque nadie se acuerda de Renard.
Por eso me dio tanto gusto que ustedes en el último número (PC 17) lo
publicaran. Y otro cuentista que también me gustaba por sus breves, y que
también me lo dio a leer don Ezequ¡el, fue el catalán Eugenio D'Ors.
-¿Estos antecedentes tan recientes indicarían que es un género
nuevo, propio del siglo XX?
-Es que ni siquiera era un género; eran caprichos. Los autores jugaban
con el cuento breve y brevísimo. Ahí están los cuentitos de don Ramón
Gómez de la Serna. En los años de mi formación, él era famoso
por esos divertimentos.
-Bueno, aquí también podríamos citar a Macedonio Fernández, ¿no
cree?
-No, no lo creo. Tan mal escritor Macedonio Fernández. Dejémoslo de
lado en esta conversación, porque para mí no pertenece a la literatura;
pertenece al manicomio... [Se ríe.] Mejor hablemos de otras influencias:
como el libro Gog, de Giovanni Pappini, que es un libro extraordinario, lleno
de cuentos breves.
-Pero entonces estaríamos en presencia de un género realmente
nuevo, nacido en el siglo XIX, ya que no le podemos encontrar
antecedentes más atrás...
-A ver, déjeme pensar... Sí, sí, creo que no hay hacia atrás otros cultores
del cuento breve. De todos modos, habría que señalar que en el origen de las
formas narrativas hay de todo: el cuento, la leyenda, la fábula, la parábola...
Ahí tiene, ¿ve?: antiguamente había colecciones de parábolas, que de hecho
eran cuentos breves.
-¿Y en la vieja historia del cuento? En el Panchatantra de la India,
por ejemplo, ¿no hay cuentos breves?
-Claro que los hay.
-¿Pero concebidos como cuentos breves, autónomos, imaginados
como tales?
-Bueno, no, en realidad son largas narraciones en las que aparecen
cuentos breves. Si a lo que usted se refiere es a minicuentos concebidos
como tales, creo que entonces no, no hay. Lo que sí hay
enta hl&tui ¡a de la literatura sen cuentes que se van dioiondo, y (fo
lio que se escriben y reescriben versiones. Pero no es lo que usted dice. " Si
hablamos del cuento breve concebido como tal, creo que no hay muchos
antecedentes.
-Aunque usted habla de estar lejos de toda intención moral o
ideológica, sin embargo en su obra hay muchísima intención.
-Sí, es cierto... Lo que pasó es que yo tengo una concepción del mundo.
Esa concepción es muy coherente y se hace presente en toda expresión
estética. En realidad, mis críticas no parten de un partido, de una iglesia, de
una ideología o de un sistema de dogmas o de convicciones. Parten de la
actitud de un contemplador escéptico frente al mundo. Mi sentido del humor
es en parte una respuesta a las incongruencias que voy viendo en la realidad
de todos los días. Es verdad que hay a veces críticas, y mucha ironía, pero lo
que digo que en mis cuentos no hay es proselitismo. A eso me refería.
Porque yo quiero criticar sin pretender convencer a nadie. En el famoso
conflicto entre la literatura comprometida y la literatura gratuita, yo siempre
participé de la gratuita, y aun en los momentos en que era redactor de La
Vanguardia.
-¿Usted era miembro del Partido?
-Claro que sí, y sigo siendo socialista. Pero ahora sin partido. Yo soy un
socialista de Bernard Shaw, de WeUs, de la Sociedad Fabiana de Inglaterra,
que no era marxista y creía que la función del socialismo era la educación
popular.
-Volviendo a la literatura, ¿qué sintió usted en estos últimos
cuarenta años, durante los cuales su nombre adquiría relieve como
crítico, académico laureado e historiador de la literatura, pero a la vez
era olvidado como escritor? Porque déjeme decirle que es muy poca la
gente que piensa en Anderson Imbert como cuentista...
-Es verdad. Y qué le voy a decir: yo creo que es una injusticia. Lo que
ocurre es que para mí la cátedra y la crítica son modos de ganarme la vida;
yo no puedo ganármela como cuentista. Mi profesión es ser profesor y
parece que he sido un buen profesor. He sido crítico y parece que no he sido
un mal crítico. Pero yo me siento cuentista, y siento la injusticia que se ha
cometido conmigo. Yo comparo mis cuentos con loo do Too'mojé*»'
éuéwtletao aiigentinoe,-y con • toda sinceridad le digo que creo que mi
prosa no desmerece ante ninguno.
-¿Usted tuvo relación con Borges, Mallea, Cortázar?
-No. Cortázar no, desgraciadamente no. Yo hubiera querido ser su
amigo; porque era un hombre inteligentísimo, a quien yo quise y respeté
siempre. Pero nunca pudimos encontrarnos. Yo escribí sobre su obra, y él se
refirió muy generosamente a mis cuentos. Quiere decir que de lejos nos
mandábamos saludos. Pero nunca nos vimos... En cuanto a Borges, he sido
todo lo amigo que se podía ser de Borges. De Mallea sí fui muy amigo. Y
también lo fui de Filloy, a quien sé que usted quiere tanto. Un hombre
brillante, excepcional...
-¿Y ellos, cómo lo veían a usted: como a un colega o como a un
profesor que venía de Harvard?
-Para Mallea yo era escritor. Me publicaba cuentos, leyó todos mis
trabajos, me escribió cartas. Me respetaba como cuentista. Con Borges la
cosa fue distinta, porque hubo algo que él nunca me perdonó: cuando en el
año 30 la revista Megáfono, de Sigfrido Radaelli, le hizo un homenaje, me
pidieron una opinión y yo mandé un brulote. Eran mis años de fervor social,
y yo le hice duros reproches a Borges -que aún no escribía cuentos, era
ensayista;-: dije que era un escritor que estaba bordando sobre la
Enciclopedia Británica y que no pensaba con ideas sino que pensaba con
citas: "Fulano dice esto; Zutano dice aquello". Nunca me lo perdonó.
-¿Hablaron de esto alguna otra vez?
-No, no, después de eso nos reunimos muchas veces, en la casa de
Henríquez Ureña y en otros lugares, y el episodio quedó como algo
implícito. Sé que en un tiempo hubo cierta tirantez, pero después los dos
cambiamos...Yo lo admiré mucho, y puedo decir que a Borges se lo conoció
en los Estados Unidos gracias a mí. Cuando llegué allá me pidieron una
antología del cuento hispanoamericano. La hice e incluí un cuento de él: “La
muerte y la brújula”. Pero el editor quiso sacarlo porque dijo que no lo
comprendía, que no entendía ese desenlace con Zenón, y Aquiles, y la
tortuga. Yo me planté: “Si no publican ese cuento de Borges, no hay
antología".
-¿Y por qué cree que a usted no se lo reconoce como escritor?
se... Algunos ensayos se ' han eserito seffremí óbra> ÚftiffígffWK te
hay uno muy largo y muy bueno de María Rosa Lojo.
-¿Tiene la sensación de que esta sociedad ha sido carnívora con sus
intelectuales?
-¡Por supuesto! Es una característica argentina. No crea que es
universal; es totalmente argentina. Ayer conversaba con un amigo sobre lo
diferente que es la vida literaria argentina de la que yo conozco en otros
países. Por ejemplo, en Inglaterra hubo siempre amistad aun entre escritores
que eran enemigos ideológicos. Ahí tiene el caso de Chesterton, que escribió
un libro sobre Bernard Shaw. Tenían dos concepciones del mundo
completamente antagónicas; se pasaron la vida haciendo chistes el uno sobre
el otro; y sin embargo tuvieron una actitud celebrante. El libro de Chesterton
sobre Bernard Shaw es uno de los mejores que se han escrito. En Estados
Unidos también hay mucha lucha, pero hay reconocimiento. Esto debería ser
como un arte de esgrima: se comienza por saludar al adversario... En cambio
aquí hay algo que indica enseguida que se trata de una sociedad enferma: el
resentimiento, Yo no veo resentimiento en los Estados Unidos ni en otras
sociedades literarias. No sé si será porque hay mucho dinero.
-Quizás lo que sucede es que hay más posibilidades, y entonces la
lucha es vigorosa pero no es feroz. Aquí hay muy pocos espacios, y por
eso muchos se desesperan por ocuparlos a patadas, zancadillas, golpes
bajos y ninguneo.
-Sí, claro. Pero la base de todo está en el resentimiento. Hay personas
que dicen que no es el resentimiento argentino sino que es una herencia de
España porque España es el país de la envidia. Es lo que decía Unamuno. En
parte porque el español, como el argentino, da tanta importancia a su
dignidad personal que la dignidad ajena no le preocupa tanto.
-Pero eso es relativo. Yo viví nueve años en México, que es un país
mucho más hispano que Argentina, y allá no aparece de manera tan
salvaje ese resentimiento. Hay luchador el poder cultural pero no es tan
sucia.
-Puede ser que aquí se combinen dos características, entonces: una es el
resentimiento; y la otra es la capacidad de olvido que tiene este país. Es algo
asombroso. Cuando yo veo -y he hablado con algu-
nos ohloos, úttimarñén^e^'que |¿s estudiantes de Frfosoffa y tetras
no saben quién fue Francisco Romero... Y solo algunos poquitos conocen a
Henríquez Ureña... Ni a Martínez Estrada se lo conoce bien, hoy en día... Es
tremendo. Cuando yo digo que Martínez Estrada es el mejor poeta de su
generación, me ha sucedido que me pregunten: "¿Quién? ¿Martínez qué...?”.
-¿Por qué razón usted mismo no dice “soy escritor” sino que dice
“soy cuentista”?
-Porque aun en mis novelas la técnica que utilizo siempre es la del
cuentista. Mis textos siempre tienen un principio, un medio y un fin. Están
muy bien estructurados, de modo que parten de un problema y llegan a una
conclusión. La mía es una concepción clásica. El cuento mío no es la opera
aperta de Umberto Eco. Mi cuento no le deja al lector más posibilidades que
las que yo quiero darle. No dejo que el lector interprete caprichosamente.
-^¿Cuál sería el cuento moderno, como opuesto a ese cuento
clásico? ¿El cuento cortazariano?
-No, no, los cuentos de Cortázar están muy bien armados. Son clásicos.
Lo que pasa es que Cortázar ha engañado mucho con sus teorías literarias.
Pero si usted se fija bien, él no las practicaba. Las teorías de Morelli en
Rayuela, por ejemplo, él jamás las practicó. Los cuentos de Cortázar están
muy bien estructurados. Los periodistas no se daban cuenta de que él usaba
palabras engañosas; decía por ejemplo: “Cuando yo empiezo a escribir un
cuento no sé adonde voy”... Y no era cierto, él sabía perfectamente adonde
iba. Construía muy bien sus cuentos, pero los construía con la técnica de la
deconstrucción.
-¿Y como definiría usted al cuento moderno? Hay teóricos que
hablan del cuento sin argumento, de la narración protoargumental.
-Bueno, yo creo que en parte son ejercicios de verborragia. Son
monólogos más o menos interiores, análisis internos de un personaje, pero
hay mucha confusión en todo esto: hay una prosa muy mala, y yo veo que no
se maneja bien la sintaxis. Veo una decadencia en los cuentos que leo
últimamente. Veo que se escriben sin mucho cuidado. Una de las cosas que
me gustan de su revista es el llamado constante al trabajo. Y me gusta
porque lo que yo observo es que muchas revistas
pareciera'¿úé'aprecian mas la actitud de uspuiilaneidad, que suele
ser" una de las formas del descuido. Mi gran maestro teórico fue Benedetto
Croce, de manera que para mí la literatura no se escribe con sentimientos,
sino con sentimientos contemplados, configurados, de modo que la
inteligencia tome posesión de los propios sentimientos.
-Creo que lo que usted dice se aplica bien al cuento clásico (el que
tiene gancho, nudo y desenlace). Pero el cuento moderno suele decirse
que es diferente, acaso más combinatorio. ¿A usted qué le parece?
-Bueno, en primer lugar le voy a confesar que no me gusta mucho la
palabra moderno, porque hace creer que la historia del arte fuera una historia
fundada en los esquemas del progreso. Y yo no creo que haya un progreso
en la literatura. De manera que no creo que haya un cuento moderno, en el
sentido de esa vieja y falsa querella del siglo XVI: o antiguos o modernos.
Creo que los que importan son los momentos de realización, los momentos
estelares en la historia del cuento. Esos pueden darse, qué sé yo, en el siglo
XVIII: un cuento magnífico de Voltaire, por ejemplo. Pero un cuento de
ahora, por estar escrito dos siglos después, no implica que es mejor que
aquél. Así que rechazo la idea de lo moderno, y también esa nueva locura de
la posmodernidad. Los esquemas míos son los de la excelencia.
-Bueno, pero qué deja para lo experimental. ¿No le parece que
quizás esa concepción es en extremo rigurosa?
-Sí, yo admito que es posible que haya variantes. Una acción narrada
puede ser armada de manera clásica, con principio, medio y fin, pero
también es posible que no tenga un esquema tan evidente. A mí me gusta
mucho el cuento con final sorpresivo, pero también admito el cuento
ingenioso que tiene un doble desenlace. O el cuento que no tiene desenlace y
deja que el lector participe. Cortázar fue un maestro en ese tipo de cuento en
que la intención del escritor es buscar la cooperación del lector.
-En Los primeros cuentos del mundo usted dice: “Por el momento,
no voy a definir el cpento”. Mi pregunta ahora es: ¿lo definió después?
Y en tal caso, ¿cuál es la definición?
-Ah, sí, claro que sí, y me costó muchísimo. Llegué a hacerlo después
de pensar mucho y la incluí en Teoría y técnica del cuento. Dice
así; "EF
r una narractán breve en prnsa que, .por mu
cho que se apoye en un suceder real, revela siempre la imaginación de
un narrador individual. La acción -cuyos agentes son hombres, animales
humanizados o cosas inanimadas- consta de una serie de acontecimientos
entretejidos en una trama donde las tensiones y distensiones graduadas para
mantener en suspenso el ánimo del lector, terminan por resolverse en un
desenlace estéticamente satisfactorio”.
-Usted hace un momento mencionaba cuentos extraordinarios.
¿Cuáles serían, para usted, los cinco o seis grandes cuentos que uno no
debería perderse de leer?
-Bueno, hace mucho me preguntaron cuál era el mejor cuento que yo
había leído en mi vida, y respondí -sin haberlo pensado, espontáneamente-
uno que ahora también recuerdo: Enoch Soams, de Max Beerbohm
[Inglaterra, 1872-1956], quien era amigo de Oscar Wilde.
-¿Podría decir por qué es memorable para usted?
-Porque toca uno de los más tremendos problemas de un escritor, y que
es algo que yo he sentido mucho: el tema del fracaso del escritor. El cuento
es el siguiente: se trata de un poeta que escribe y publica todo el tiempo,
pero al que nadie reconoce; entonces, un día dice: “Ay, yo vendería mi alma
al diablo si así pudiera saber que en el siglo que viene me van a
reconocer...”.
-El tema del Doctor Fausto.
-Sí, pero con la diferencia que Fausto pedía ayuda al diablo, mientras
que Soams lo que le pide es información. Él lo que quiere es saber si en el
siglo XX será reconocido. El diablo acepta el pacto, naturalmente, y el poeta
viaja entonces al siglo siguiente. Se dirige a la Biblioteca del Museo
Británico, muy nervioso y busca afanosamente el fichero para ver qué es lo
que se dice de él. Y lo que se dice es: “Enoch Soams, personaje de un cuento
de Max Beerbohm”.
-Una maravilla.
-¡Claro! Es el cuento dentro del cuento, en un cuento de fines del siglo
XIX, y con el tema angustioso del fracaso del escritor. Con tema fantástico y
con una prosa impecable. Y también tiene el ingreso del autor en el cuento,
porque Beerbohm aparece al final como personaje. Es un cuento muy
complejo, extraordinario.
-“■«""l atiara rtljp MrtH.rm.Hni rrnrtm-nr-rtnrn ..................
-Uno buscaría algún clásico, ¿no? Hay uno de Maupassant, "La joya”,
que está en todas las buenas antologías. Yo admiro mucho ese cuento, el de
la mujer que pide prestada la joya a una amiga, la pierde y se pasa toda la
vida tratando de juntar el dinero para reintegrarla, y al final la amiga le dice
que era una joya falsa. También incluiría a Borges, por supuesto. Elegiría
“Tlón, Uqbar, Orbis Tertius”, que para mí es el cuento más difícil de él: ahí
está el semillero de toda la cuentística de Borges: la idea de la invención de
un planeta. Como él era un idealista y creía que el mundo estaba englobado
en la conciencia, yo creo que esa concepción idealista de la literatura aparece
con todas sus fórmulas establecidas en “Tlón...”.
-Está usted haciendo una verdadera antología... ¿Qué otros
incluiría?
-Sí, ¿no? Y... habría que incluir también al cuentista norteamericano
más magnífico pero más desconsiderado: O. Henry. Fue la clase de autor que
no tiene un cuento memorable, sino que todos sus cuentos lo son.
-Nosotros publicamos una joya de él en el número ocho: “Una
tragedia en Harlem”.
-En idioma inglés yo creo que no hay quien lo supere. Estoy pensando
en escribir un ensayo para tratar de rehabilitar a este hombre. En los Estados
Unidos no solo está olvidado, sino que lo desprecian. Se habla de las
técnicas de O. Henry como un ejemplo de lo que no debe hacerse en el
cuento. Creen que era solo un fabricante de juguetes, pero era un talento en
mecanismos del cuento. Fue un experimentador cabal. Algunas de las
novedades del cuento de hoy, lo que se llama el metacuento, el cuento-
objeto, los estudios en intertextualidad, el cuento que se basa en otro cuento,
en fin, todos estos experimentos estaban ya dados en O. Henry. Además
tenía ternura, una concepción del mundo muy irónica y escéptica, y tiene
descripciones incomparables de la vida norteamericana. Yo no sé por qué lo
desdeñan.
-Quizás porque no lo han leído. Suele suceder. Cuando voy a los
Estados Unidos les digo a mis alumnos que no saben lo que se pierden.
Los norteamericanos no saben la literatura que tienen. Oro que tienen
olvidado es Brett Harte.
- «¡fflarnt Y Amhrota Blarca. Otro grao cuentista, quesufrió- la des
gracia de que Edgar Poe echara sombra sobre él.
-¿Con quién terminaría esta breve antología?
-Con Chesterton, desde luego. Una vez, en México, di una conferencia
sobre él y Octavio Paz después me dijo: “Chesterton es una invención de los
argentinos”. Yo le respondí que no, que en todo caso era una invención de
los mexicanos, porque el primer traductor de Chesterton al castellano fue
Alfonso Reyes... Lo cierto es que para mí, como para Borges, uno de los
momentos más felices que puede tener un lector es leyendo a Chesterton, un
grande y muy parejo cuentista.
-Es curioso que no haya mencionado a ningún ruso.
-Bueno, pongamos a Chéjov. Cuando yo empecé con Martínez Estrada,
la gran influencia que teníamos era Chéjov.
-No solo cuando usted empezó. En mi época también. Y ahora- y
siempre. Todo el que se inicia en el cuento debe pasar una temporada en
Chéjov- que viene a ser el Maupassant ruso- ¿verdad? Déjeme decirle
que no ha mencionado a ningún latinoamericano.
-¿Cómo que no? Mencioné a Borges. Y.. Bueno, quizás debería
mencionar también a Horacio Quiroga. Pero con algunas reservas... porque
he visto que no trabajaba mucho en el estilo. ¡Vamos, no escribía bien!
-Eso también se dice de Roberto Arlt, pero Arlt sí escribía bien. Era
críptico, pero un gran escritor.
-No, a mí nunca me gustó. No, no, ni aun ahora. Yo leí bien "El
jorobadito" y todos los cuentos de Arlt, pero no encuentro ninguno que yo
incluiría en una antología. Para nada. Lo que sí creo es que Arlt tocó una
fibra argentina muy importante, y fue mal interpretado. Se lo ha creído un
populista, siendo que nunca lo fue. Al contrario, en Los siete locos se ve que
es un crítico implacable.
-Como usted sabe, en esta revista evitamos toda preceptiva
esquemática sobre el cuento. Pero a usted es inevitable pedirle una,
¿3uál sería la preceptiva elemental que usted diría para nuestros
lectores?
-Bueno. Lo primero es que yo creo que el escritor tiene que buscar una
expresión sincera, desde un punto de vista original. Pero para saber qué es lo
original, tiene que leer mucho cuento. Porque si no puede
oeuiiii lu que en Texas le eeufrié a ur ootiudiontc mfo, Ranilla' quo
muchacho escribió un cuento con el tema del muerto vivo, que e tema
tradicional. En Quiroga hay un cuento así: ha habido un accidente y de
pronto hay un personaje que se mueve, y se asombra de que la gente no lo
ve, y es que está muerto. Bueno, es un tema tradicional, ¿no? Yo tengo un
cuento con este tema, usted mismo también lo tiene. Medio mundo lo tiene.
Bueno, pero este chico no sabía que era un tema clásico y creía que él lo
había descubierto... Entonces, lo primero que hay que hacer es leer mucho
cuento. Hay que conocer a los clásicos y conocer muy bien la historia de los
temas.
-Que son los temas de la historia misma de la literatura, ¿no? Ya
está todo escrito, pero a la vez, está todo por escribirse.
-No sé si usted sabe que desde hace muchísimos años, siglos, la crítica
viene intentando reducir las situaciones posibles a un número limitado.
Vladimir Propp las sintetizó en 31. Y un norteamericano, John Gallishaw,
que tiene mucho andado en teoría del cuento, las redujo a dos: el cuento en
que un personaje se decide o no se decide; y el cuento en que habiéndose
decidido, fracasa o triunfa. De modo que lo que yo quisiera decirle a sus
lectores-o mejor, a los que empiezan a escribir y le mandan textos a su taller
abier^t^to- es que lo primero que deben saber es que no podrán evitar jamás
la coincidencia con cuentos tradicionales. Nunca podrán evitarlo, y siempre
tendrán que caer en Chéjov, en Maupassant, en Poe... Entonces: más vale
conocerlos bien para poder buscar una apertura. Que es lo que han hecho
siempre los grandes escritores: leer y conocer muy bien los temas, que son
inevitablemente los mismos porque el hombre es siempre el mismo y no
puede sino repetirse. Y como lo que también debe hacer el cuentista es
buscar un tratamiento nuevo, eso se hace, me parece a mí, mediante la
autocon-templación. Yo creo en la espontaneidad; no creo que la literatura
sea la proyección inmediata de una experiencia; creo que siempre el escritor
tiene que desdoblarse, contemplarse a sí mismo; elegir de entre todas sus
experiencias solo aquella que es más propicia para un tratamiento artístico.
Y sobre todo, trabajar mucho en la prosa, que tiene que ser excelente; porque
un cuentista que se estime no puede escribir solo para los vecinos del barrio;
tiene que tratar de escribir también para
la poittriaatfi qcarMUffalftC'las grandw ilucionoo do» oocritof. Sin
ella no escribiríamos. Pero para triunfar en el futuro es necesario que la
sintaxis sea la normal, pues si yo empiezo a romper la sintaxis como hacen
los experimentadores, entonces la oscuridad siempre aparece. Yo podría
nombrarle a algunos cuentistas argentinos que ya son ilegibles. Recuerdo un
señor que se llamaba Néstor Sánchez hace unos años... ¿Quién lee a Néstor
Sánchez? Es ilegible. Esta literatura caótica, incoherente, amorfa, solo puede
gustar a las personas que se especializan en el experimento.
-Pero entonces, ¿usted se opone a los experimentos?
-No, hombre, yo creo que los cuentos de Borges son experimentales;
los de Cortázar son experimentales; yo mismo creo que he escrito cuentos
experimentales. Lo que digo es que también son lúcidos. Lo que yo quiero es
que el experimento sea lúcido.
-¿Pero quién define la lucidez?
-La lucidez consiste en que el escritor sepa lo que quiere decir. Que
haya una lógica interna advertible.
-¿Piensa en Joyce, por ejemplo?
-No, pienso en alguien que para mí es preferible a Joyce y me parece
más importante: Lewis Carroll. Para mí, Alicia en el país de las maravillas y
Al otro lado del espejo son libros más revolucionarios que el Ulises de
Joyce. Carroll era el creador de la lógica, y así los momentos más absurdos
de esas obras tienen un fundamento lógico. A eso me refiero: a una especie
de toma de posesión de la propia concepción del mundo. Henríquez Ureña
una vez me dijo esto: "Un escritor que a los veinticinco años no sepa cuáles
son los problemas fundamentales de la filosofía, nunca podrá ser un gran
escritor”. Y es que un escritor debe saber que hay un problema que es el
problema del ser, y que hay otro que es el problema del conocimiento; y que
hay otro que es el problema del valor. Es decir: aquel que no se haya
planteado siquiera los problemas filosóficos no puede ser un buen cuentista,
aunque pueda observar el alma de esa pobre mujer que está sufriendo en la
vereda de enfrente. El cuento no se hace solamente con experiencias
anecdóticas.
-Quizás lo que pasa es que el experimento siempre va de la mano
del esnobismo. Un afán de trascendencia que vuelve loca a cierta gente,
¿no?
Yo le preguntaría ahora si este es un fenómeno actual ' 0 S '
también hattfrr ~ esnobismo en los años 30, por ejemplo. ¿Había?
-Sí, claro. Pero el esnobismo... es una virtud, me parece, ¿no? Yo creo
que hay que defender ciertas palabras que tienen una mala prensa. Una es
esnobismo, otra es pedantería. Es bueno ser pedante, y es bueno ser esnob.
Porque esnob es una persona que no puede crear valores, pero sabe cuáles
son. Esnob viene del latín sine nobili-tatis: no tiene nobleza, pero sabe qué
es la nobleza. En Oxford, a los estudiantes que venían de las clases bajas, en
la puerta del dormitorio le ponían el cartelito "sine nobiiitatis” cuya
abreviatura era “snob”, que en inglés se pronuncia esnob. Entonces, en
literatura el esnob es aquel que no podría escribir un cuento como John
Updike, pero se ha enterado de que en este momento Updike es el cuentista
norteamericano más famoso, y entonces habla con toda familiaridad de
Updike. Eso es esnobismo. Pero quiere decir que el tipo está reconociendo la
calidad de Updike. Por eso yo digo que es mucho mejor ser esnob que ser un
resentido. Porque el resentido es el que niega, el que rebaja... Y es ignorante,
además. Yo diría que el argentino en general es esnob. O fue esnob.
-Usted hoy hablaba de los diferentes temas. ¿Cuántos hay para
usted?
-Uno solo. Para mí, el único tema de todos los cuentos supone un
personaje que está frente a una dificultad y tiene que resolverla. Un cuento
tiene que tener una acción; sin acción no hay cuento. Ahora, esta acción me
parece a mí que es trascendente en el sentido en que va lanzada hacia un
horizonte de posibilidades. Entonces, así lanzada, elige y al elegir tiene que
consumarse o fracasar, claro. Están los cuentos del fracaso y están los
cuentos en que la voluntad queda realizada.
-0 sea, la misma idea de Gallishaw.
-Casi la misma. Porque él dice que hay dos -decidirse o no decidirse;
triunfar o fracasar-, mientras yo creo que uno de esos términos es superfluo y
que todo se reduce a uno solo: una voluntad que choca con un obstáculo y
tiene que superarlo. De modo que un cuento, para mí, es un problema y una
solución. Si alguien me pidiera una definición del cuento en un mínimo de
palabras, yo respondería eso: un problema y una solución.
-Pero eso se acerca mucho a la ciencia matomáto.. se me ocurre.
¿No le parece que es muy grande el riesgo de reducir la literatura a la
aritmética, por ejemplo?
-Sí, es un riesgo cierto. Pero es que estamos hablando de preceptiva, de
técnica.
-Entonces digámoslo expresamente: saber todo esto no garantiza
escribir un buen cuento.
-Desde luego que no.
22
EL CUENTO ME ABRE EL APE^I'^O
Nacido en Sáenz Peña, provincia de Buenos Aires, en 1922, Marco
Denevi es hoy una de las figuras más interesantes de la narrativa argentina, y
también una de las más inasibles. Un tanto hosco cuando se lo conoce
superficialmente (que es como casi siempre se conoce a los escritores),
nervioso y tímido, rehúye los contactos con el periodismo y, cuando se lo
propone, sabe marcar enormes distancias con sus interlocutores. Del mismo
modo que su trato es suave, delicado y generoso cuando advierte que una
charla desafía su inteligencia. Regordete, achaparrado, ya canoso pero con
un andar y una actividad constante que le dan un aspecto mucho más juvenil
que el que delatarían sus sesenta y cuatro años, Denevi impresiona por sus
diversas obsesiones. Por ejemplo, fuma larguísimos cigarrillos rubios, de los
que inexorablemente aspira solo dos chupadas; luego los deja, casi enteros.
Y así consume seis o siete paquetes diarios. “Todo un presupuesto -dice-pero
me engaño convenciéndome de que fumo menos y solo la parte menos
dañina”. Otra cosa llamativa; sus dedos cortos siempre se están entrelazando,
como si necesitaran masajearse el uno al otro.
Viva en undepartamento de planta baja en el barrio de Belgrano,
desde 1980 (antes, toda su vida, en la misma casa familiar de Sáenz Peña).
Está rodeado de plantas que reciben el sol por el patio del edificio, y de
libros en sólidas bibliotecas en casi todas las paredes. También hay cuadros,
dos enormes dibujos, uno de hace unos veinte años y otro reciente, que
semejan otros dos Denevis que contemplan al entrevistador, o al visitante.
Vive, ciertamente, como lo que parece: un hombre solitario, no solemne pero
sí serio, pro-fundamente preocupado por su intimidad, la lectura, la escritura
(trabaja diariamente, con una pulcritud obsesiva que lo lleva a romper
infinitas cuartillas) y por la situación política. "Descubrí que el periodismo
político es apasionante”, confiesa.
Menor de siete hermanos, escribió su primer libro a los treinta y tres
años, siendo funcionario de la Caja Nacional de Ahorro Postal (hoy de
Ahorro y Seguro) y por motivaciones insólitas que explica en esta entrevista.
Y se considera a sí mismo, con una modestia implacable, algo así como un
escritor por casualidad. Cuesta creerle, claro está, porque su obra es sólida,
precisa, fuerte, sonora, erudita, personalísima.
Aunque es verdad que lo que muchos jóvenes llaman "suerte” ayudó a
su innato talento: en 1954 su primera novela, Rosaura a las diez, ganó el
Premio Kraft (importantísimo galardón de su época, "30.000 nacionales que
eran una fortuna", rememora) e inmediatamente fue llevada al cine, película
que hoy es un clásico de la filmografía argentina.
Su primer cuento, "El nacimiento de Dulcinea", fue publicado por el
diario La Nación en 1956, y su segunda obra, Ceremonia secreta (en
realidad un cuento largo, una nouvelle) obtuvo el Premio Internacional de
Cuentos de la revista norteamericana Life en 1960, una envidiable cantidad
de dólares y resonancia mundial cuando fue filmada en Hollywood por el
director Joseph Losey. No es pequeño detalle recordar aquel jurado: Octavio
Paz (México), Arturo Uslar Pietri (Venezuela), Emir Rodríguez Monegal
(Uruguay), Hernán Díaz Arrieta (Chile) y Federico de Onís (Puerto Rico),
quienes eligieron la obra de Denevi entre la friolera de 3.149 cuentos de todo
el continente.
Posteriormente, su obra abarcó varios géneros: cuento, novela, teatro,
ensayo. En 1966, Falsificaciones, y en 1973, Hierba del Cielo, termi-
.....riároñ áce^tolldarlo-Corao un cuentista de - recepción, Fntrp
sus diBék séis obras, además, cabe mencionar Un pequeño café (1966),
Parque de diversiones (1970), El emperador de la China (1970), Salón de
lectura (1974), Manuel de historia (1985) y su más reciente, asombrosa
Enciclopedia secreta de una familia argentina.

GIARDINELLI: ¿Cómo se inició en la literatura? ¿Había


antecedentes familiares; era la suya una familia de inmigrantes
que cultivaban las artes?
DENEVI: No, en mi casa no había ni escritores ni artistas, Solo mi
hermana Celia, que era profesora de piano y había estudiado en el
Conservatorio Nacional. Mis otros hermanos rumbearon para el lado de las
ciencias económicas, los números, el comercio. Yo debía ser una anomalía
en la familia. Aunque leer, leí desde siempre. En mi casa había libros, existía
el hábito de la lectura. Pero, la verdad, yo no tenía ninguna vocación para
nada. En todo caso tenía vocación para ser un Playboy, pero el físico no me
daba, de modo que ni siquiera eso. Ingresé a la administración pública y
alcancé un buen cargo. No sabía que iba a ser escritor.
-¿Y cómo lo supo; y cuándo?
-Se me ocurrió un día, de casualidad. Yo leía a Borges, lo admiraba
mucho, y una vez leyendo una frasecita de él que dice que con Bioy Casares
discutían si era posible escribir una historia en la cual bajo una apariencia
trivial se escondiera una historia atroz, empecé a imaginarla yo. Ya tenía en
mente la idea de Canegato con Rosaura, pero era apenas una idea para un
cuento. Y en esos días leí en el diario Noticias Gráficas que había un
concurso de novelas con 30.000 pesos de premio. Era el año 54 y usted en
ese entonces con ese dinero se iba a Europa y se quedaba allá tirando
manteca al techo. Entonces me dije que esa idea de Canegato y Rosaura
podía ser una novela.
-¿Tan sencillo fue, Denevi?
-Sí. Yo acababa de leer La piedra lunar, de Wilkie Collins, y le copié la
técnica. La verdad es que se la copié completamente: todas esas versiones
sucesivas que terminan con una revelación final. La mandé al concurso en
septiembre, y en marzo llamaron por teléfono a casa preguntando si allí vivía
el escritor Fulano de Tal. En casa dijeron "no,
aguí no- vive".- Por ■ suerte quien llamé insistió: "Coincide et
nombre, sin embargo”. Y entonces una de mis hermanas me llamó a la
oficina, en la Caja de Ahorros, y me preguntó, con voz de preguntarme si yo
había amasijado a un tipo: “Decime, ¿vos escribiste una novela?”. Yo le
respondí que sí, y ella me dijo: “Bueno, te la premiaron”. Y así, de golpe y
porrazo, me convertí en escritor. Fue pura casualidad.
-¿Rosaura a las diez fue entonces lo primero que escribió en su vida,
a los treinta y dos años?
-Fue lo primero, absolutamente lo primero. Antes no había escrito ni
una sola línea. Después acabé escribiendo el cuento con la misma historia,
un cuento que se llama “Pobre Carollna". Pero usted sabe que existiendo la
novela el cuento es como si no interesara. Así son las cosas.
-¿Ya partir de allí?
-Me dieron el premio y para mí fue algo terrible. Me hacían entrevistas,
me presentaban gente, pero yo no conocía a nadie y además mis lagunas eran
enormes. Yo solo había cultivado una lectura hedonista; había leído lo que
me gustaba, lo que tenía ganas, y mis ignorancias eran terribles. Pero claro:
si era el autor de un libro y se había premiado ese libro, la gente pensaba que
yo era un escritor, nomás. Y entonces me reporteaban y yo sentía pánico
cada vez que venía un periodista. No sabía qué contestar. “¿Qué opina de
esto o de aquello?” "Y qué sé yo”, tenía ganas de decirles, yo no sabía nada
de nada. Entonces me propuse, me impuse, adquirir un poco de
conocimiento.
-Lo que me está diciendo no deja de ser un cuento asombroso. Algo
así como el escritor que no sabía que lo era.
-Y bueno, pero así me convertí en escritor. Y por eso tardé cinco años
en es^i^ibir mi segunda obra: Ceremonia secreta. Yo era un sapo de otro
pozo. Una vez me presentaron a Arturo Cerretani y lo confundí con Arturo
Cancela. Siempre me pasaban esas cosas.
-¿Se puede decir que la literatura, entonces, le cambió la vida?
-Claro que sí. Yo era un diletante, un mero aficionado. Y se me cambió
la vida porque me vi obligado a desempeñar el papel que los demás
esperaban que desempeñara. Debí convertirme en un tipo al que si le
preguntan sobre la novela objetivista, no puede decir un disparate.

--Fn ftñnfTrfn fnrfiñ' ranítiiA-Pem mt~vtrta-fiiHnu , privada. no


cambió1 para nada. Yo siempre he sido un tipo de estar con sus amigos, de
eludir los lugares públicos, los fastos, los carnavales.
-¿Y Ceremonia secreta también nació de casualidad, y en forma de
cuento? Porque de hecho es un cuento largo, una nouvelle-, aunque el
libro parece una novela, su estructura es cuentística.
-Sí, fíjese que yo pasaba siempre por la calle Suipacha, cerca de
Avenida de Mayo. Había una casa que siempre estaba cerrada, creo que en
Suipacha 50. Yo me preguntaba qué habría ahí, quién habría vivido, esas
cosas, fantaseaba porque me llamaba la atención semejante caserón. Y un
día alguien me dijo que ahí vivían dos viejas de la alta sociedad, unas tal
Atucha...
-¿De ahí que en el texto se llaman Arrufat, no?
-Claro: Atucha, Arrufat... Entonces me dije: les voy a inventar una
historia.
-¿También en esa ocasión tomó como modelo alguna obra, como la
de Collins para Rosaura? ¿Y por qué la estructura de cuento?
-En realidad coincidió el número de palabras, que eran 20.000 como
máximo, con la historia en sí. Yo había ideado la historia como un cuento;
no alcanzaba para una novela. Y desde el punto de vista técnico-narrativo,
debo de haber tomado todos los modelos al mismo tiempo, porque en esos
cinco años yo había leído muchísimo, con una especie de voracidad
incontenible. O con una especie de vergüenza por no haber leído antes lo que
debía haber leído. Porque ¿qué había leído yo antes? Todos esos libros que
leemos en la adolescencia: La isla del tesoro y todo Stevenson, Dumas,
Verne, en fin. Aparte, había leído mucha novela española del siglo XIX:
Leopoldo Alas, Pereda, Pérez Galdós; también la novela picaresca del Siglo
de Oro, todo eso. Pero me faltaba mucho. Me faltaban la literatura inglesa, la
francesa, la italiana, los rusos, los norteamericanos... Imagínese que yo no
había leído a Faulkner. Era imperdonable. De modo que en esos cinco años,
hasta el 60, me di un atracón.
-¿Qué leyó'más: cuento o novela?
-Las dos cosas, porque fíjese que leerse a Proust entero ya es tamaño
esfuerzo, ¿no? Pero para mí no hay mayor distinción en la prosa.
Creo oue ■ debe-de-haber btbfiotect
las
diferencias entre cuento y novela, y yo, qué quiere que le diga, creo que
generalmente uno se queda con que el único dato que resiste todas las teorías
es el de la extensión.
-¿Nada más, Denevi? ¿Realmente lo cree así?
-Y sí. Porque para cada teoría hay miles de ejemplos que la contradicen.
Hace poco leí un reportaje que le hicieron a Enrique Anderson Imbert, y él
recordaba que algunos dicen que por ejemplo en la novela se atiende más a
la psicología de los personajes, mientras que en el cuento se atiende más a
los hechos. Y no es verdad. Hay cuentos donde la indagación psicológica es
muy profunda, los de Carson McCullers, por ejemplo. Así que eso no es
verdad. De todos modos, es cuestión de gustos. A mí la novela siempre me
atrajo sobre todo por la revelación de la experiencia ajena-, uno no puede
tener la pretensión de agotar las experiencias, salvo que sea Ulises redivivo.
Y a mí la novela me colmaba el déficit de mis experiencias personales. En
cambio, el cuento me atraía de una manera más desinteresada; o cómo
decirle: más gratuita, más sensual. El cuento era el simple y hermoso placer
de leer un acontecimiento, un episodio intrigante... O sea que yo en la novela
buscaba más que nada alimentar mi conocimiento de la vida, pero en el
cuento no. El cuento es un poco como asomarse a algo: descubrirlo en el
momento en que sucede y luego retirarse. Una estrella fugaz. La novela es
caminar mucho por la calle.
-¿No le parece que esto que dice, Denevi, implica una consideración
algo peyorativa para el cuento? ¿Como si el cuento fuera un hijo menor
de la literatura?
-No, porque el cuento me da más placer que la novela. Justamente
porque me gusta más ese relámpago -aunque yo no extraiga ningún
provecho personal— que la novela, en la cual siempre busco algo más que el
placer de la lectura.
-Pero eso también puede obtenerlo en el cuento.
-Sí, pero yo tardé mucho tiempo para darme cuenta. En aquel momento
yo prefería la novela porque era como buscar allí a la maestra de mi vida: era
la proveedora de experiencias. El cuento era leer por gusto, y punto. Un
compañero, el cuento. Jamás me hice un programa deliberado para leer
cuentos, y sí me lo hice para leer novelas. Me propuse
loar a PrniK rnmn ii.n gghtrfin, una dtsetptína pero-nunca ■ me
proptm leer los cuentos de Maupassant para saber lo que no sabía.
-¿Cuándo y por qué empezó a escribir cuentos sintiéndose
cuentista?
-Fue después de Rosaura y todavía me arrepiento de haberlo escrito. No
va a aparecer en mis obras completas, seguro. Fue “El nacimiento de
Dulcinea", pero hoy no me gusta. Tomo un episodio de El Quijote y le doy
otra interpretación; es de esos refritos que a mí ya me han hartado. Fue el
primero y el más débil. Y el más torpe. Yo realmente empecé a ser cuentista
a partir del año 70. Tardé más en llegar al cuento que a la novela porque,
precisamente, los placeres no se encuentran cuando uno los busca, sino que
vienen solos. El cuento me llegó solito, a partir del 70, con "Hierba del
cielo”.
-Será por eso que usted es más reconocido como novelista que como
cuentista. ¿A usted le agrada que lo consideren así en la literatura
argentina?
-Le confieso, Mempo, que a veces me he sentido un poco dolorido,
porque en el balance de los cuentistas argentinos mi nombre brilla por su
ausencia. Yo creo que he hecho cuentos que merecen alguna atención. Con
haber escrito un solo buen cuento uso se daría por satisfecho, ¿no? Y yo creo
que "Hierba del cielo” es un cuento que por lo menos merece un recuerdo en
el inventario de la cuentística. No pretendo que figure un libro entero, no,
pero un par de cuentos... “Charlie" es otro que podría recordarse.
-¿Acaso su relación con el cuento fue tardía, de alguna manera,
porque usted consideraba que la cuentística argentina estaba muy bien
ocupada en esos años del gran reconocimiento de Borges, de Cortázar,
de Bioy, de Silvina Ocampo? ¿Se sentía en desventaja, en esa época, con
respecto a ellos como cuentista?
-No. Pero me sentía en desventaja con respecto al cuento. Porque la
novela permite más la deliberación, pero también el fraude. ^^r^rmite
estratagemas, ardides, rellenos, en fin, uno puede defenderse mucho más. Y
a un tipo como yo, que siempre me consideraba falto de elementos, de
autoridad, de conocimientos, la novela le permite cierta comodidad. Le da
alguna tranquilidad consigo mismo. Pero el cuento no, y por eso al cuento yo
le tuve siempre un poco de miedo. El cuento es narrativa en estado de pureza
total. No permite ningún ardid ni vestimenta. Es un
poGócomboTactórdo amor, que" uno debe practicarlo desnudo.-
Errcam-bio en la novela hay mucho ropaje.
-Quizá su libro más leído y reeditado sea Falsificaciones. La
estructura es de cuentos pero no sé si usted lo reconoce. ¿Lo escribió con
la idea de hacer un libro de cuentos?
-No, no. En realidad, las Falsificaciones fueron escritas por tandas:
cinco hoy, mañana diez, y así... Ahora, lo que usted dice... Yo creo que cada
una puede ser la nuez, la semilla de un cuento. Porque hay algunas que son
tan breves. Pero a la vez puedo responder que sí, que quizás en el fondo yo
escribí cuentos porque eso quería hacer, pero a veces por pereza, o por
modestia, o por miedo, no escribí nunca el cuento original que debí haber
escrito, sino las referencias de ese cuento. Un poco lo que hizo Borges con
una novela que nunca supo, nunca pudo o nunca quiso escribir, y que es El
Acercamiento a Almotázim.
-Sus Falsificaciones son también un texto muy lúcido. ¿Tuvo la
intención de hacer cuentos, o referencias de cuentos, con la intención de
jugar, de burlarse, o de mostrar su erudición?
-No¡ yo diría que ese título está cargado de malicia, y la intención solo
era demostrar que lo que llamamos historia, y aun la historia inventada, que
es la literatura, no es más que una probabilidad elegida entre muchas. Lo que
sabemos de la historia no es más que una de las caras de un poliedro, elegida
por el historiador: Decimos que Nerón era un monstruo porque lo dijeron
dos tipos contrarios de su familia, pagados por los Antoninos, que dijeron
que Nerón era un monstruo. Y no era así. Querer mostrar que todo lo que
llamamos verdad es verdad, no es sino una de las posibilidades de la verdad.
Siempre puede haber otras, tan legítimas como la anterior.
-¿Esos cuentos los escribió como falsificaciones de versiones
anteriores, preexistentes; o son falsificaciones a partir de una invención
total suya?
-Lo primero. Porque a menudo me ocurre que estoy leyendo y dejo de
leer porque me pongo a pensar en otra versión posible de lo que leo. Valéry
decía que no podía escuchar música, porque dejaba de escucharla y se ponía
a pensar en lo que la música le suscitaba. A mí me pasa lo mismo; es una
cuestión instintiva y que me suele privar del placer de leer.
mente con el autor.
-Discutiendo, sí. Entonces, en lugar de someterse, como serían mi deber
de lector y mi deseo como escritor, me convierto en esa clase de tipos que
pelean y discuten todo, y como en un palimpsesto pongo otro texto encima.
-Entre otras, en su obra hay dos características que me parecen
llamativas. Una es la observación de la realidad: otra lectura de la
realidad que usted hace constantemente. Y la otra es la ironía. ¿Por
qué?
-Lo primero por mi vocación de alzarme contra la visión impuesta de la
realidad; alzarme contra la canonización de lo real. Es como una variación
sobre el mismo tema. Y por eso me han dicho que soy pirande-lliano: no
solo cada uno es uno respecto de los demás, sino que objetivamente la
realidad consiste en muchas realidades superpuestas, a veces contradictorias.
Yo soy un rebelde frente a cualquier dogma, político o religioso. O
filosófico. Y hasta querría que ni siquiera las matemáticas tuvieran la
exactitud que tienen. A mí me parece que una de las glorias del cuento, de
los grandes cuentos, es que su óptica se acerca a un pequeño espacio de la
realidad, y desde ese pequeño espacio siempre hay como una alusión a lo
que está fuera del cuento. Es como si iluminara lo que está muy cerca. La
novela no deja en sombras casi nada, porque su óptica, la lente de la novela,
lo capta todo. El cuento lanza como una semipenumbra alrededor: se acerca
a algo y se excede de sí mismo. El cuento me dice esto o aquello, pero a la
vez desata como una misteriosa intuición de todo lo que lo rodea, en círculos
concéntricos, y uno puede ir muy lejos. La novela no permite todo esto.
-Usted mencionó “la gloria del cuento” y habló de “grandes
cuentos”. ¿Qué significa eso?
-La gloria del cuento, que la novela no le puede disputar, es remitir
siempre a otra realidad en la que el cuentista ya es el lector. Eso que se dice
de que el lector recrea una novela, yo no lo creo. Son fantasías de los
literatos. El 99 por ciento de los lectores de novela adhieren a la realidad que
ofrece esa novela; no le quitan ni le agregan nada y la novela para ellos es la
novela que leen, y punto. El cuento, en cambio, permite al lector menos
avisado, si el cuento es un gran cuento, a
cuento leído. El lector tiene una mayor posibilidad participativa. Vea el
ejemplo de un gran cuento: "El rey de Finlandia”, de la McCullers. O los
cuentos de Rulfo. O los de Salinger, que son admirables. Y por eso, también,
creo que las obras maestras de Faulkner no son sus novelas, sino sus
cuentos. ¿Por qué? Porque las novelas, siempre, me dejan haciendo la
digestión; en cambio un gran cuento me abre el apetito.
-¿Puede citar otros grandes cuentos?
-Hay muchos, es un género muy rico. Pero podría mencionar "El
murciélago”, de Luigi Pirandello; "Las dos madres”, de Giuseppe Marotta;
"La señorita Perla”, de Maupassant; "El marinero de Ams-terdam”, de
Apolinaire; el que mencioné de Carson McCullers; y de Borges,
naturalmente, varios. Prefiero “El Sur”, "Tlón, Uqbar, Orbis Tertius” y “El
inmortal”.
-¿Qué es más importante para usted, Denevi, como autor y/o como
lector: el tema o la forma?
-Para mí no hay disyunción. Cada tema trae su forma, creo yo; y si no
la trajo quiere decir que ese texto es muy malo y entonces no me interesa.
Pero si el texto es bueno, son inseparables. Cada tema trae su estructura, y le
digo más: trae su estilo, también.
-¿Alguna vez se interesó por las técnicas narrativas?
-No, siempre me dejé llevar por la forma y la técnica que cada historia
arrastraba consigo. Muchas veces me invitaron a talleres literarios para que
explicara teóricamente mi técnica. Y luego de dos rotundos y miserables
fracasos, ya no acepte más. Porque los alumnos debían de preguntarse: “¿Y
éste, escribe?”. Yo no sé explicar nada de eso.
-¿Cómo trabaja usted, Denevi? ¿Reescribe mucho, retrabaja, es
obsesivo, permisivo?
-Trabajo mucho, pero retrabajo poco. Mis textos son casi siempre
primeras versiones; pero con mucho gasto de papel. Trabajo directamente a
máquina (perdí el hábito de manuscribir), pero como naturalmente no todo lo
que escribo me gusta, entonces rompo muchas páginas. No puedo seguir
adelante si un párrafo no me convence, si no me dejó conforme. Entonces
tiro la página y vuelvo a escri bir lo anterior que ya había aprobado. Por eso
es que mis gastos de papel son enormes.
número treinta quizás ha pasado los renglones anteriores tres o
cuatro veces.
-Claro. Pero quiero decir que cuando la obra está terminada, está
terminada. Después, casi no releo. Releo, con mucho disgusto, para las
pruebas de imprenta. Es como cuando uno termina de hacer el amor; uno
termina y no se pone a hablar sobre lo que hizo. Uno no empieza a mirar las
arrugas de las sábanas para ver cómo fue la cosa. La experiencia literaria,
para mí, es la experiencia de escribir.
—Usted ha sido jurado de muchos concursos, y es un agudo lector.
¿Qué sensación le da el cuento argentino de hoy? ¿Cuáles son a su juicio
los defectos de nuestra cuentística? ¿La verborragia? ¿La magia de
decirlo todo y llenar paginas con palabras?
-Sí. Yo, como jurado, he pensado muchas veces: "¡Qué ganas de agarrar
la tijera o el lápiz rojo!” ¿Para qué ese regodeo en detalles, pormenores y
sobreentendidos, verdad? Se ha perdido la síntesis... sí. Y el otro defecto que
yo agregaría es la sobrevalorización de la experiencia propia. Hay quienes
pareciera que piensan: "Puesto que me ha pasado a mí, tiene validez
universal”. Vaya pedantería. Y uno piensa: "bueno, y a mí que me importa,
qué me quita o qué me agrega leer esto, si ya lo he vivido”. El argentino,
creo, es un poco como el chico que dice malas palabras sin excitarse, pero un
día las ve escritas y se excita.
-¿Le parece que aquí se escribe un cuento muy procaz?
-No, porque es un cuento adolescente. No tiene perversidad, carece de
la perversidad del agotamiento, que sí la tiene el cuento europeo. Aquí
todavía estamos en escribir "la puta que te parió” en una pared.
-Dado que esta entrevista es para una revista como Puro cuento,
que se pretende especializada para lectores, aficionados o amantes del
cuento, y también para autores que empiezan, ¿podría darles un
consejo, Denevi?
-No. Yo recuerdo lo de Pitigrilli: "No quiero consejos; sé equivocarme
solo”. Apenas daría una sugerencia, para que si alguien quiere la mastique,
reelabore y saque sus conclusiones. Y es que no crean en aquello tan dicho y
redicho: "Habla de tu aldea y serás universal”. Eso no es verdad. Y corremos
el riesgo de que cualquiera considere
- deinasladu lñipuUdíiiU lo"qüu'lü ocurría1. ü ~qug

porque cuenta su vida y lo que pasaba en su aldea ya será universal.


Shakespeare no oyó el consejo sobre "la aldea”.
-¿Y sobre las técnicas narrativas?
-No, de técnicas no sé nada. Que cada uno se las arregle como pueda.
Que se las invente. Porque mire: en el Satiricón hay algunos cuentos
perfectos, ¿y alguien cree que Petronio sabía algo de técnicas? ¿Por qué no
llamar a las cosas por su nombre, Mempo? ¿No será que falta talento? Lisa y
llanamente, no hay técnica que suplante la falta de talento. El talento cubre
la mercadería, creo yo. Y cualquier mercadería es buena bajo la bandera del
talento.
23
EL CUENTO ES SUPERIOR, ¿NO?
Vive en un enorme piso de la calle Posadas en la Recoleta porteña,
donde todos los ambientes están repletos de libros, colecciones añejas,
cuadros, fotografías familiares, algún bibelot, una chimenea de mármol,
sillones trajinados por los años y el uso. Cuando luego de largas gestiones ha
aceptado la entrevista (realizada en diciembre de 1987), y a pesar de una
gripe que la afecta me recibe con una cordialidad inesperada, se acomoda en
un sillón y responde a las preguntas en su estilo cauteloso, como desconfiado
al principio, y que luego se va haciendo amistoso, juguetón, a medida que
observa que se cumplen las reglas de juego: hablar solo de literatura.
De voz suavecita, apenas vacilante, acompaña lo que dice con una
mirada que penetra al interlocutor, que averigua sus intenciones, y que a la
vez está llena de interrogantes. Es dueña de una cordialidad inusual, y sabe
hacer sentir a gusto a quien gusta de su trato. Divertida, deliciosamente
picara, el tuteo con que halaga al entrevistador ayuda a crear un climajntimo,
propio de ese sombrío atardecer de primavera
lluviosa, ' Su interés su amabilidad- por el otro, por el que tiene
enfronte, desvía por momentos la entrevista, pero sirve para que el resultado
sea más una conversación que un trabajo.
Aparentemente frágil, se tiene ante ella la indesmentible sensación de
que se está frente a una mujer apasionada, impulsiva, agudísima. Es un
placer conversar con ella. Es la clase de persona cuya sola presencia seduce,
y cuya obra admira, lo cual dificulta todo vano ejercicio de objetividad.
Quizás por eso esta entrevista no recorre los carriles habituales.
Posiblemente Silvina Ocampo sea uno de los mejores cuentistas
argentinos de este siglo. Su obra -simplemente extraordinaria- merece el
sencillo y leal homenaje de la lectura constante; y esta entrevista pretende
proponerse, sencillamente, como un retrato de esta cuentista admirable.
GIARDINELLI: Le propongo iniciar esta conversación hablando
de su relación con la escritura, para luego derivar hacia el cuento. ¿Le
parece?
OCAMPO: Bueno, entonces lo primero que diré es que yo he puesto
todo lo que tengo en lo que he escrito. Porque para mí escribir es lo más
importante que me ha sucedido.
-¿Siempre fue así?
-Siempre. Escribir y dibujar. Me gusta mucho dibujar. Empecé a los
siete u ocho años, y dibuje muchísimo. Pero nadie me conoció por mis
dibujos, porque no me hice conocer. Para que a uno lo conozcan, uno tiene
que moverse. Y yo no me moví nada. Ahora me echo la culpa.
-¿Es una vocación perdida, el dibujo?
-No, en absoluto. Yo adoraba el dibujo, adoraba la pintura. Era para mí
un éxtasis, ¿no? Pintaba y dibujaba para mí. No era un trabajo que me lo
imponía, sino que era mi delirio. Me encantaba.
-¿A la par de la escritura?
-No. La escritura fue después. Porque con la pintura yo no logré lo que
quería. Yo quería que alguien se diera cuenta de lo que hacía, y que me
comprendiera. Pero nunca encontré a nadie. Me sentí muy sola en ese
trabajo... Yo estudié con Chineo [Giorgio de Chirico, 18881978] y te aseguro
que para mí las clases de Chirico fueron muy im-
puriaiilub. Cm una niaiavilla él, cómo pintaba. Yo lo siente cómo
uno pérdida del mundo. Para mí era el más grande.
-¿Y la escritura, ¿qué papel jugó para usted; qué fue?
-Bueno, fue mi vida, ¿no? Todavía hoy sigo escribiendo, diariamente.
Cuando dejé la pintura, lo hacía con ingratitud. Me sentía culpable de hacer
esto, porque amaba tanto la pintura, y todo lo que tuviera que ver con ella,
¿no? Y con el dibujo. Me preguntaba cómo era posible, me decía: "Ahora
me pongo a escribir y no existe otra cosa que escribir”. Entonces me sentía
culpable. Durante mucho tiempo, de noche, yo pensaba en eso. Lloraba,
lloraba de pena. Pensaba: “¿Cómo puedo dejar de pintar, Dios mío?”
-¿Y por qué dejó?
-Porque prefería escribir. Fue una elección, al fin y al cabo.
-¿Y cuándo hizo esa elección?
-No lo sé exactamente. Pero toda mi vida escribí. Desde que era muy
chica. Y escribía tanto que las maestras que tuve, cuando les mostraba lo que
había escrito, me decían “pero no escribas tanto, che, que estás gastando
todo el papel que hay en la casa”. Es "una falta de economía”, .decían.
Quizás era porque me daban temas para escribir y yo no les hacía mucho
caso. Me decían escribí tal cosa, o sobre tal otra, pero siempre era yo misma
la que elegía mis temas. Hoy sé que si escribía así era porque así lo sentía. Y
no admitía que nada ni nadie modificara mis sentimientos. Yo escribía
muchísimo...
-¿Y ahora?
-Ahora me pasa otra cosa: yo quisiera decir cosas mucho más largas,
mucho más largas... Pero no me gusta lo que escribo cuando escribo
extensamente. Porque cuando lo hago así, cuando me fluye la escritura larga,
me parece que resulta algo que está de más. "Mirá, me digo, creo que esto es
demasiado...”
-¿Por alguna razón estética, o filosófica?
-No, simplemente porque me parece que lo que yo quiero expresar se
pierde dentro de ese cúmulo de palabras e ideas que he puesto en el papel,
¿no? Y entonces, inmediatamente, empiezo a borrar y a borrar, y a hacer
todo de nuevo. Porque yo soy muy porfiada ¿sabés?
-¿Siempre retrabaja mucho, siempre reescribe?
-Sí, . siempre, Aunque soy muy impulsiva. En fin: soy las dos cosas.
Puedo ser muy impulsiva y trabajar rápido, y a la vez puedo ser muy lenta,
morosa y trabajar y trabajar lo mismo...
-Me gustaría que hablara un poco del cuento como género, Silvina.
-Para mí es lo más importante que existe en literatura. ¿No te parece?
Es el género que más me alista. Yo prácticamente no he hecho otra cosa.
Fíjate que tengo dos novelas escritas pero no las publiqué. Las dejo para un
momento en que ya no las vea, como se deja algo inferior. Y es que son
obras muy inferiores. El cuento es superior, ¿no te parece?
-Lo que importa es lo que diga usted.
-Humm. Yo creo que el cuento es superior a la novela. Como género,
digo. El cuento es lo primero que ha existido en la literatura. Existe como
Adán y Eva. Como un algo que inicia todo. Es genético, diríamos.
Podríamos remedar a la Biblia: "Lo primero fue el cuento". Para mí fue algo
primordial, en mis primeros años. Era lo principal. Yo me formé leyendo
cuentos. Y mi imaginación hizo el resto, porque no solo lo conocía al cuento
como género, sino que lo esperaba, lo buscaba por rodos los rincones. Crecí
buscando algo que sirviera para escribir un cuento.
-¿Le contaban cuentos, de niña?
-Sí, pero yo los corregía. Primero oralmente, claro. Me contaban
cuentos en verso, pero eran cuentos muy mal hechos. Entonces yo los
corregía, quitándoles esto o aquello. Yo ya sentía la armonía que tenía que
haber en un cuento, la buscaba, interviniendo en el relato y corrigiéndolo.
-¿Empezó escribiendo cuentos. Silvina? ¿A qué edad?
-Bueno, claro que empecé en este género, y nunca lo dejé, ¿no? Era
muy chica, cuando escribí los primeros. Era una adolescente, muy joven-
cita. Y mis cuentos de cuando era chica, fíjate, se parecen bastante a los que
escribo ahora. Porque ahora tengo algo muy infantil en mis cuentos. Cuando
los vuelvo a leer, me digo: “Pero cómo es posible esto...”
-Quizás por eso en varios de sus cuentos aparece un aire como de
niñez atormentada, juguetona pero ansiosa. Pienso en cuentos suyos
como “La cabeza de piedra” o “El automóvil”. ¿A qué se debe? ¿Tiene
que ver con evocaciones, con nostalgias, quizás?
sobre todo, lo que escribo es lo que está más lleno de nostalgias. Yo no
demuestro, o no pruebo, que soy nostálgica, pero de todos modos creo que el
lector lo siente. Creo yo. Porque he publicado muchísimo. Escribí toda mi
vida, ¿no? Mi escritorio, la mesa donde trabajo, está lleno de hojas escritas
que nunca terminé de corregir. Pero que un día voy a corregir. Porque
cuando los tomo y los leo, me gustan. Eso es lo raro, ¿no?
-¿Cuál ha sido el material fundamental de su cuentística, Silvina?
¿Los sueños, la realidad, los recuerdos, experiencias vividas? En
general, noto que sus cuentos tienen mucho de mundo dislocado; no el
absurdo a lo Jarry, pero sí una especie de ironía constante, un abordaje
tangencial e inquietante.
-Sí, estoy entre la ironía, la nostalgia y, casi, el romanticismo. También
mucho lirismo.
-Por eso, creo. “El automóvil” es casi una reflexión sobre el amor.
Tiene un tono decimonónico, si se quiere, ubicado en el siglo XX.
-¿Te gustó ese cuento?
-De su producción, es mi preferido.
-El mío también. [Se ríe] Fue un cuento muy difícil de contar, sin
ridiculizar la situación. La puerilidad y la cursilería están al borde, es como
caminar al borde del precipicio.
-Hay temas, como el amor, que sin talento no se pueden abordar.
Más vale no menearlo y ocuparse de otros temas, ¿no?
-¡Ya lo creo! [Se ríe, divertida.] Es el tema más peligroso. -Volviendo a
la ironía, algún crítico ha dicho que en lo suyo hay crueldad.
Yo no lo creo, pero es una manera de llamarlo. ¿ Usted que piensa?
-¿La crueldad? Sí, me hicieron ese tipo de crítica. Pero creo que no, me
parece que eso es falso. El mío es un mundo de paradojas, de alusiones. En
todo caso, todo me ha venido de mi mundo onírico, que es paradojal.
-¿Qué tan fuerte fue su vida onírica?
-Fue intensísima. Casi me impedía vivir normalmente, como todo el
mundo. Yo era muy intelectual cuando era chica. No sé de dónde me viene
eso. Creo que siempre fue una cosa muy natural en mí.
-i¥ gctaattiwflte sigue sotando? ¿Los sueños le dictan cuantos?
-Sigo soñando, sí, sueño bastante. Pero con mis sueños creo que no he
hecho ningún cuento. No puedo explicar cómo surgen los cuentos. "El
automóvil”, por ejemplo, lo hice pensando en el amor. ¿Cuál es la cosa más
desesperada en el amor?... Bueno, yo puse un automóvil porque va
rápidamente, te lleva, y es una carrera. Un vértigo. Esa es la metáfora.
-¿Cómo ha trabajado usted, Silvina: por horas, por páginas, por
puras ganas?
-Eso depende del temperamento. A veces tengo necesidad de escribir
tan rápidamente que no tengo ni tiempo de alcanzar un papel y un lápiz. Yo
tomo un papel, me lo pongo sobre las rodillas y escribo. Escribo a veces solo
palabras, que luego voy a poner en un cuento, en lo que vaya a escribir. Pero,
¿sabés?, yo creo que no se puede describir ningún hacer literario. Es
imposible describir una relación muy nítida de cómo uno ha trabajado y de
cómo se trabaja.
—¿Manuscribe?
-No, lo que digo es que siempre hago una primera versión a mano, y
después dicto. El dictado me ha funcionado muy bien; me gusta dictar,
porque repito lo que he escrito y vuelvo a oír. Y entonces, al oírlo, veo si hay
algo tremendo en lo que escribo.
-¿Usted cree en el sonido, en la musicalidad de un cuento?
-Mucho, es en lo que más creo. Creo que el cuento es música, todo es
música.
-El cuento es música de cámara, ¿no cree? Como la novela sería
sinfónica.
-Claro. [Se ríe] Yo tengo tal admiración por la música, siento un deleite
total, que tengo que atribuirle toda clase de influencias sobre las personas. Y
claro: sobre el escritor.
-¿Ha podido escribir con música? ¿No ha necesitado silencio para
escribir?
-Claro que puedo escribir mientras escucho, porque puedo escribir
mientras siento. Me motiva. A veces, en la casa donde yo estaba, había
música en todas partes. Se tocaba mucho el piano; mis hermanas tocaban a
dos pianos, o a cuatro manos. Yo misma estudié piano durante algún tiempo.
Pero exigía mucho tiempo...
-Además, con una vocación tan fuerte por el dibujo, la pintura y la
literatura, ya era suficiente, supongo.
menos, no se puede con la misma pasión. Quizá se puede amar dos
cosas o más [se ríe] pero nunca con igual pasión. Y es muy difícil.
-Otra cosa notable en sus cuentos es el humor. Es muy sutil, y diría
que muy intelectual. ¿Ha surgido, o es producto de una práctica?
-Me surgió naturalmente. Ha salido de algún lado, que no sé precisar.
Soy una persona de buen humor, a veces. Pero otras veces me inclino por la
melancolía. Las cosas me duelen mucho cuando van en contra de todo lo que
yo pienso, de lo que siento. Entonces, eso perfora un poco mi alma, ¿no? Es
como si me pasaran agujas, y concitan algo que me hace dar coces.
-Propio de una mujer apasionada... Usted lo es, ¿no?
-Sí, he sido muy apasionada. Y creo que eso se nota en mi obra. Creo
que se nota. Gustará más o gustará menos este o aquel cuento, pero no hay
ninguno frío. Creo. Porque cuando un cuento es frío, no sirve.
-¿Eso le ha pasado con la novela, Silvina?
-Tal vez. Pero voy a volver a tomar esas novelas, y las voy a seguir
hasta que pueda, ¿no? Lo que pasa es que la largura del camino me asusta.
Porque pienso que estoy perdiendo fuerza. Es como si uno perdiera fuerza en
las cosas largas... ¿no?
-¿Le preocupa el tema del tiempo y la fuerza? ¿Tiene que ver con
los años, Silvina?
-No, tiene que ver con la obra. Mismo cuando tengo mis textos en las
manos, siento que eso no sirve, que está todo lleno de hojas, siento que no
sirve porque es demasiado.
-Bueno, quizás en literatura la sabiduría es también sintetizar. Me
imagino que la sabiduría tiene mucho que ver con la cantidad de hojas.
Y que cuando uno se acerca a la síntesis, es porque sabe más. La
caudalosidad, la torrencialidad, es algo muy juvenil.
-Es cierto. ¿A vos también te ha pasado?
-Creo que nos sucede a todos.
-(Se ríe, a carcajadas, y se interesa por el trabajo del entrevistador.] Sí, a
mí me ha pasado, e incluso hay cuentos de jóvenes autores como Alfredo
Novelli, que me han atraído por la síntesis, por lo cortos que son. Yo le
pregunté: “Decime, ¿cómo hacés para escribir de esa manera tan breevque
agregar?” ■ Él dice: “Ay, es tan fácil”. Pero yo no creo que sea tan fácil; yo
no puedo escribir así.
-Pero usted no ha escrito cuentos largos, sino más bien breves.
-Son todos cortos, sí. Son short-stories, como les gusta mucho decir a
los norteamericanos.
-¿Y la nouvelle, el cuento largo, no le gusta?
-Sí, me atrae mucho, y creo que podría intentar una. De ochenta o cien
páginas. Sí, me atrae bastante, casi tanto como el cuento.
-¿Usted cree que existe alguna técnica para el cuento? ¿0 es una
intuición?
-[Piensa unos segundos.] Yo creo que sí. ¿Vos también?
-Creo que hay una preceptiva mínima, pero el dominio técnico -si lo
hay- no garantiza un cuento.
-Ah, claro. Eso no lo garantiza nada. Pero fíjate que si se parte de una
¡dea de cómo hay que hacer un cuento, me parece que el cuento sale mejor.
Siempre es mejor hacer algo, si se sabe hacerlo, ¿no? Yo creo que uno,
cuando va a escnbir un cuento, debe hablar primero con su imaginación. Uno
debe preguntarse primero qué hay, qué tiene ahí. La imaginación siempre
nos relata algo; y entonces uno verá cómo lo relata, desde qué punto de vista.
Pero es muy difícil explicar esto.
-¿Usted, por ejemplo, antes de escribir un cuento, se lo relata
primero a sí misma? ¿Hay, digamos, alguna oralidad previa?
-Algunas veces sí. Cuando son buenos cuentos, sí. Por ejemplo, "El
automóvil' lo imaginé primero, y me lo conté. Lo imaginé todo antes de
escribirlo. Primero debí saber todo lo que iba a pasar. En general, soy fiel a
la imaginación. Pero ocurre, en ocasiones, que me desvío, que me pierdo en
ciertos detalles, porque me encantan los detalles. Y aunque sea totalmente
distinto de la idea previa, si el detalle me parece que es atractivo lo pongo
igual. Eso es importantísimo. A mí me encantan los detalles. Son
importantes en la vida, ¿no te parece?
-¿Qué papel jugó en su obra la observación crítica de la realidad,
Silvina? Me da la impresión de que sus cuentos, en general, son
realistas. Y también no lo son.
-Es cierto. Veo que has pensado mucho sobre mis cuentos. Y estoy muy
halagada por eso. Me gusta... [Se produce un largo silencio.] ¿Qué me
preguntaste?
-soore o raiman.---------------------------------—
-Ah, yo me aparto de la realidad. Aunque para dar realismo tengo que
volver a ella. Pero yo me aparto, ni me fijo en ella. Y después vuelvo.
-Sus cuentos parece que se despegan, pero a la vez conservan
referencias a la realidad. Usted no hizo, digamos, como Jonathan Swift,
que creó otro mundo, otra realidad, sino que trabajó siempre con este
mismo mundo. Un ir y venir. Una forma elusiva y a la vez alusiva. ¿Es
así?
-Es cierto, es cierto... Estas cosas que decís me halagan mucho, y me
encanta que hayas estudiado tanto mis cuentos. Entonces, ¿qué puedo decir
yo? Decís cosas muy lindas. Estoy muy contenta [Se ríe, con carcajadas de
gozo.]
-Volviendo a su niñez, ¿usted sabía que iba a ser escritora?
-Saber... Tal vez intuía. Pero saber, nunca, porque saber es estar segura
de una cosa. Yo pensaba que iba a poder escribir, porque si deseaba una cosa
yo la conseguía. Siempre fui muy tenaz. No era caprichosa, pero sí
vehemente. Sentía como una seguridad de que podría. No sé quién me la
habrá infiltrado, pero lo sabía, quizás por algún método milagroso. Yo creo
mucho en los milagros, ¿sabés? Y en la magia también. ¿Y vos?
-Claro que sí. Y soy supersticioso.
-Yo también, soy terrible. [Se ríe.] Aunque he tenido que renunciar a
muchas cosas, por la superstición. Por ejemplo, renuncié a tener pajaritos.
Me gustaban mucho los pajaritos, y no desperdiciaba la oportunidad de que
alguien me regalara algunos. Tanto, que tres o cuatro veces logré que me
regalaran pajaritos. Y a los pocos días, la persona que me los había regalado,
moría. Era horrible, horrible... Y ya no quise tener pajaritos. No los
aborrecía, pero sí les temía.
-Esto es un cuento en potencia. ¿Lo ha escrito?
-No, no. Pero soy capaz de escribir ese cuento. Así salen, mágicamente,
ya ves.
-UJsted hablaba de la nostalgia. ¿De qué tiene nostalgia, Silvina?
4Se ríe uno¿ segundos, divertida.] ¿Cómo podría enumerarte toda mi
nostalgia? No terminaría jamás, no cabría en todos los libros que hay en este
cuarto... Siento nostalgias de todo: de un lugar, de un libro, de una cara. De
todo.
-No. Ahora estoy demasiado perturbada por las cosas que me estás
preguntando. Son muchas cosas. Sos casi un confesor.
-Me está diciendo que cambie de tema. Cambio.
-No, no es eso, te lo diría abiertamente. Soy muy franca, siempre digo
las cosas que pienso.
-No sé si lo compartirá, pero creo que uno va escribiendo su
autobiografía en toda su obra, si bien ningún texto es nuestra biografía.
Lo digo porque ahora reparo que en su cuento “La lección de dibujo”
hay matices claramente autobiográficos. Incluso, el personaje de ese
cuento se llama Ani Vlis, que es anagrama de Silvina.
-Claro. [Sonríe.] Y fíjate que ese cuento también me gusta mucho,
como si no fuera mío. Es de esos cuentos que se alejan de uno, y al que uno
puede volver tiempo después, transformados en otra cosa. Hay una cierta
discreción del cuento; como si se escondiera, ¿no? Uno no lo ha escondido,
pero él se escondió.
-¿Usted lee sus cuentos, una vez publicados?
-Solo los leo hasta que voy a publicarlos. Pero cuando me alejo de
ellos, ya no los miro más. Y si por alguna razón vuelvo a encontrarlos, los
leo y a veces me entusiasmo con ellos, leyéndolos como si fueran de otros.
-¿No le vienen ganas de reescribirlo, en ese caso?
-No. Siento que es una lástima que ya lo haya escrito. Pienso que me
gustaría volver a escribirlo, que podría hacerlo mejor ahora... Siempre espero
escribir mejor.
-¿Qué está escribiendo ahora?
-No te lo puedo decir, porque después no lo voy a poder publicar. [Y
vuelve a reírse, divertida, y se excusa porque está cansada, dice, y
elegantemente da por terminada la entrevista.]
NOVENTA Y TRES AÑOS CON LOS
BOLSILLOS LLENOS DE PALABRAS
24

Es impresionante, a trece años del 2000 -esta charla se celebró en julio


de 1987- entrevistar a un escritor del siglo XIX. Lo es más advertir que ese
hombre ha vivido toda esta centuria y hoy es -encima- probablemente uno
de los tres más grandes escritores vivos que tiene la Argentina, y sin duda
uno de los más importantes de la historia literaria nacional, aunque son
poquísimos los lectores que han incursionado en su obra.
A los 93 años, Juan Filloy (Córdoba, Io de agosto de 1894) sigue
escribiendo, está joven, lúcido, brillante y agudo. De más de un metro
ochenta de estatura, se mantiene erguido y ágil como un hombre de sesenta.
Apenas una leve sordera delata su edad. De una inmodestia que solo un
nonagenario genial puede permitirse impunemente, asombra su autoestima
de sol itario y marginado, que le hace decir que ya no acepta homenajes y
escatima su presencia en público porque “el rostro mordido por los años
merece el recato de mi propia misericordia”.
Fs, . seguro, la injusticia máo ouidenta de ■ nuestra literatura. Un
lujo de la frivolidad nacional, un grotesco del centralismo mañoso de los
grupos culturales dominantes porteños, esas izquierdas y derechas gru-
pusculares que suelen tener dominio en el imperio de las redacciones.
Dueño de un humor y un sarcasmo inauditos, con su encantadora
tonada cordobesa es capaz de burlarse de todo, con alusiones en latín, inglés
y francés perfectos (habla también griego, portugués y entiende otras
lenguas). Su riqueza lexical es tan incomparable como su erudición.
Entrevistarlo, conversar con él, mete miedo: uno tiene la sensación de estar
ante una cultura superior; se alcanza la evidencia de la propia ignorancia.
Pero uno se deja seducir ante tanta grandeza y sabiduría.
Juan Filloy (se pronuncia Fiyoy -advierte- "porque es un apellido
gallego y no irlandés”) es autor de una vasta obra de 42 volúmenes, 18 de
los cuales están inéditos. Poeta, cuentista, novelista, ensayista y traductor,
en su bibliografía figuran joyas como sus novelas Op Oloop (se pronuncia
Opolop, enseña, "porque es un apellido primitivamente holandés, como
Roosevelt, que no es Rusvelt”) y La Potra, y de toda la saga de cuentos
titulada Los Ochoa.
La lectura de su obra provoca de todo, menos indiferencia. Impactante,
violenta, escatológica, es como un cachetazo en la nariz. Quizás por eso se
lo condenó, desde los años 30, al peor de los olvidos para un escritor: el de
que casi nadie lo ha leído, en su propio país.
Una peculiaridad de esa obra es que todos sus títulos constan de solo
siete letras, "pero no por vocación pitagórica, ni por aritmosofía -aclara-,
sino simplemente porque se me dio la gana. Todo obedece a juegos de
espíritu, síntesis y proporción; no hay ninguna implicación esotérica”.
De conceptos audaces, irreverentes, no necesariamente compartióles,
en esta entrevista se dejó todo lo que él dijo, textualmente, porque tengo la
íntima convicción de que este texto es un testimonio de enorme valor para
la literatura argentina, más allá de sus pecados y olvidos (de la literatura
argentina). La conversación -de cuatro horas y media- se realizó días antes
de su cumpleaños número noventa y tres, en la ciudad de Córdoba. Desde
allí añoró su casa de Río Cuarto, donde
“que leí todos”.
FILLOY: En realidad, el cuento en la Argentina tomó predicamento a
partir de Horacio Quiroga; él fue el que le dio el gran impulso. Pero
también había cuentistas anteriores: Fray Mocho, Félix Lima, etcétera El
mismo Lugones hizo algunos cuentos. Pero no sé de qué quiere hablar. Para
mí el cuento es una distracción temporaria.
GIARDINELLI: ¿Solo eso? Me empobrece la entrevista de
antemano... ¿Menoscaba el cuento?
-No, no crea. Lo que pasa es que indudablemente el cuento tiene una
factura rápida, tiene un argumento lineal, de modo que usted no necesita,
como en la novela, un avance en estuario.
-Usted alguna vez comparó a la novela con un gran río, y al cuento
con los arroyos de montaña...
-Sí, tengo un ensayo sobre eso. Creo que la novela es estuario: avanza
en varias corrientes simultáneas, habiendo una corriente principal. Pero el
cuento es lineal, casi siempre. En todo caso, nos falta una distinción. Por
ejemplo, a mí me gusta mucho la nouvelle, vale decir un cuento híbrido,
con ciertas características de la novela. Un cuento largo, un relato largo. En
Francia la nouvelle dio obras maravillosas, como las de Balzac.
Últimamente leí un comentario de Roland Barthes sobre una nouvelle de
Balzac que era sencillamente extraordinario... El comentario, digo, porque
era tres veces más largo el ensayo de Barthes que la nouvelle de Balzac [Se
ríe.] Eso es un poco paradójico; o no, es hiperbólico. Porque al hacerse una
crítica la crítica no puede superar en extensión al objeto criticado. En mi
ensayo procuré establecer que la narrativa tiene varios estadios
perfectamente diversificados.
-¿Y el cuento, qué estadio ocupa?
-A mi criterio, el de ser un texto corto, lacónico, lineal. Horacio
Quiroga, me parece, hizo la comparación de que el cuento es la trayectoria
de una flecha que sale del arco y da en el blanco, sin digresiones de ninguna
especie, respetando completamente la línea argumental, y con un final
sorpresivo. Ahora, yo prefiero la nouvelle, como le digo, porque es un
cuento que se bifurca en descripciones, en manifestacio-
nes -caractwológtcas da Deja de- ser, como el cuento,
una viñeta seca, y pasa a ser un dibujo más formal y acabado, digamos.
-¿Y en su producción, qué papel jugó el cuento? Usted practicó
todos los géneros, pero fundamentalmente la novela.
-No todos los géneros; teatro nunca hice. Tengo once novelas escritas y
cinco libros de cuentos, de los cuales tres son nouvelles. Pero como usted se
da cuenta mi forma predilecta es la novela; yo me siento muy cómodo
novelando.
-Pero ha escrito muchos cuentos. Pareciera que los desdeña.
-No. He escrito unos sesenta o setenta cuentos. En La Nación han
aparecido algunos, y siempre observo que son demasiado largos, porque les
ocupan muchas páginas. Pero también tengo cuentos cortos, muchos, una
colección de cuarenta cuentos breves que se llama Gentuza. Está inédito. Y
otro libro de nouvelles, siete, que se llama Eran así. También tengo otras
siete nouvelles en un volumen publicado que se titula Tal cual. Como ve,
hice muchas cosas, pero me encanta la nouvelle, que en general me ocupa
unas veinte o treinta páginas. Un cuento largo, diría usted. Es lo que me
gusta.
-¿Fue más proclive a la novela, y al cuento largo, porque así podía
desplegar su ironía, su humor, como en Op Oloop?
-Claro, amo la burla. Y también ampliar las descripciones, poetizar un
poco. El cuento es un género aséptico; es un tramo directo.
-Pero el burilado de un cuento es una labor preciosa porque debe
procurar esa misma asepsia, ¿no cree?
-Ah, claro, pero si usted hace preciosista al cuento lo desvanece y le
amortigua la calidad argumental. Hay muchos autores preciosistas, pero de
esa manera le hacen perder fortaleza a lo contado. Si no, el autor se queda
en el regodeo de su autosatisfacción. Para mí, el cuento vale más cuando
más ligero es.
-¿Existe el cuento perfecto?
-Yo encuentro algunos cuentos perfectos en Maupassant. Él escribió
cuentos magníficos, de una brevedad absoluta, con una caracterización
temperamental de los personajes cabal, con argumentos ciertos y finales
magníficos. Conozco todos los cuentos de Maupassant, y algunos son
perfectos. Y otro cuentista que me gusta mucho, mí sogundo'predilecto, es'
Marcet Schrob. Tiene -un cierto preciosie-mo, como usted dice. Pero
tiene cuentos deliciosos, inolvidables. Y de los norteamericanos, que son
buenos en esto, me gustan mucho Jack London y Brett Harte. London tiene
cuentos desgarrados, crudos, muy a lo Quiroga.
-¿Y cuentistas de este siglo?
-Algunos cuentos de Cortázar son muy buenos. Algunos, no todos.
-Cortázar le debe mucho a usted, ¿no cree? Esto no suele ser
reconocido, pero me parece que él, lealmente, e íntimamente, lo
admitía.
-Ah, claro. [Se ríe.] Yo creo que Cortázar debía tener un pequeño
complejo de culpa respecto de mí... Porque siempre se ha acordado
sistemáticamente bien de mí. En sus conferencias, sus libros, sus ensayos...
-Alguna vez he pensado que Rayuela no se hubiera escrito sin Op
Oloop como antecedente.
-Me alegra que lo diga. Yo pienso lo mismo. Y otro tanto sucede con
Leopoldo Marechal, en El banquete de Severo Arcángelo, que tiene la
misma tesitura de Op Oloop, que es de 1934... Pero le decía: yo guardo una,
real simpatía por Julio Cortázar pese a que, le confieso, él utilizó muchos de
mis giros literarios, muchas ideas, en sus escritos. Eso lo descubrió Paulina,
mi mujer, un día: "Che -me dijo- ¿no te parece que este muchacho hace esto
como vos, hace aquello como vos?”. Sí, le respondí, dejalo... Creo que el
recuerdo que siempre me brindó Cortázar en sus obras, en sus conferencias,
ha sido producto de una especie de cargo de conciencia insoslayable que
habrá tenido.
-Bueno, el arte se hace sobre el arte, decía Malraux. Pero, ¿qué
siente usted frente a esas “deudas”? ¿Es un reconocimiento, un
desconocimiento, o lo vivió como una negación?
-Mire, yo, francamente, cuando publico un libro lo suelto, lo dejo
andar. Siempre he hecho ediciones privadas porque he sido magistrado
judicial y todos mis libros pecaban de coprolalia, de lenguaje descarnado,
crudo, obsceno si se quiere. Y claro: lanzado el libro, ya no tenía dominio.
Una vez publicado, me interesaba poco. Lo que un escritor quiere es que su
producción aparezca impresa.
-¿Nunca le interesó el éxito; nunca le preocupó?
-Absolutamente. . Y acaso por eso es que no me ha llegado. Porque yo
jamás he movido un dedo, jamás he visitado una editorial. Yo costeaba mis
ediciones: 500, 400 ejemplares, en imprentas de Río Cuarto, y alguna de
Buenos Aires, y los regalaba a mis amigos. Hacía ediciones que yo llamaba
‘‘edita mi corum". Jamás vendí un libro.
-Ha sido un worst-seller.
-Sí. Y cuando me metí en una editorial porteña hice tres contratos de
edición de 6.000 ejemplares. Publicaron tres novelas [Op Oloop, Estafen y
La Potra] pero no publicaron una que yo estimo mucho, que se llama
Caterva. Es una novela estuario: tiene 560 páginas. Muy buena novela, para
mucha gente es la mejor escrita por mí.
-Pero tengo entendido que usted siempre consideró La Potra como
su mejor obra. Y yo creo que lo es.
-Ah, sí, pero digo que a muchos amigos les gusta más Caterva. A mí,
claro, me gusta La Potra, y también Op Oloop. En cambio, fíjese, Estafen
es muy simple, muy lineal.
-A mí me recuerda mucho a las novelas de Roberto Arlt.
-¿Ah sí? Es un autor que yo leí muy poco. Lo leía en el diario, sus
artículos. Pero quizás él me leyó a mí, cuando en la década del 30 aparecían
y circulaban mis libros en Buenos Aires. Algunos causaron sensación,
como Op Oloop. Lo íbamos a publicar en la imprenta López, que editaba la
revista Sur, pero había a la sazón una oficina de policía moral, digamos, de
la municipalidad, en la cual López hizo una consulta: entregó un ejemplar
de la edición que me había hecho Ferrari, y le respondieron: “Si usted
publica esto, se lo incautamos y va preso"... En fin; mis ensayos con
ediciones públicas, con grandes editoriales, no han sido gran cosa.
Económicamente, creo que llevo cobrados unos 90 pesos, nada más. [Se
ríe.] Diga que yo siempre tuve mi modus vivendi, mi jubilación, y con eso
he vivido y vivo. Pero si uno debiera vivir con las letras, sería realmente
pavoroso. Una vez me dijo Bioy Casares: “Jamás en la puta vida he sacado
un peso con la literatura”. Bueno, pero él es un potentado, tengo entendido,
un hombre muy rico.
-¿ Cómo vive usted ahora? Aunque despreocupado del éxito,
alguna gente lo respeta mucho. ¿Siente algún reconocimiento?
-----—¿Quién me io:!conooo? " ..... ......j -Poca gente, perr digr que
se lo respeta muchr.
-¿Sí? Fíjese que no lo creo. No me doy cuenta. A mí lo único que me
interesó siempre es trabajar todos los días.
-¿Escribe a mano, r a máquina?
-A mano. Tengo todavía, a los 93 años, una caligrafía que yo como
grafólogo considero de una persona de cincuenta años. Tengo una escritura
muy firme, muy recta; la mía no es una escritura hachada por los nervios, ni
por trepidaciones de fenómenos vasculares. Es una caligrafía hasta cierto
punto artística, a la manera de las escrituras inglesas.
-¿Usted estudió caligrafía? En la antigua escuela pública argentina
se enseñaba.
-Y claro. Tengo un cuento que se llama “El pendolista”, que es un
diorama. Un desarrollo de la calidad artística del protagonista. Es muy
interesante el tema del pendolista.
-Es curioso: usted utiliza muchísimas palabras de uso poco
frecuente en el lenguaje coloquial. Y alguna vez creo que ha dicho que a
usted hay que leerlo con el diccionario al lado. Yo he tenido, y tengo esa
impresión: que debo recurrir -leyéndolo permanentemente al
diccionario.
-Y me parece bien. Me parece muy bien que lo haga. Ha sido algo no
casual, sino perfectamente querido. Si nosotros tenemos un idioma de
70.000 palabras, ¿por qué vamos a utilizar un castellano básico de 800? El
pueblo argentino no habla más que con 800 a 1.200 palabras. Es muy poco,
muy pobre. Ese es todo el idioma coloquial de los argentinos. ¿No le
produce espanto?
-Me deja helado.
-Bueno. Entonces hay que diversificar. El idioma inglés, por ejemplo,
se calcula que es un repositorio de 250.000 palabras. Pero claro; eso sucede
porque el inglés no tiene las pudibundeces ni los escrúpulos de la Real
Academia Española, que siempre anda espulgando y espulgando. El idioma
inglés absorbe todas las palabras de la Commonwealth; es decir que es un
idioma de toda una comunidad de naciones. Usted agarra la Enciclopedia
Británica y va a ver que es un repertorio de palabras universales, mientras
que el castellano se ha aferrado en ese criterio tan rancio del español de ser
puro, de
ser eaatigo-
el idioma se
ha ido empobreciendo.
-¿Usted ha usado las 70.000 palabras?
-No, no, porque en nuestro idioma hay que descartar toda la
ropavejería, digamos. Tenemos mucha ropa vieja; el idioma castellano ha
sido rico en la época en que floreció la cultura hispana, el Siglo de Oro, por
ejemplo. Pero subsiste una cantidad de arcaísmos que nosotros ya no
usamos. Muchas veces, para satirizar al castellano, para burlarme de esa
profesión de arcaizar, yo he escrito algunos artículos con palabras arcaicas.
¡Y nadie entiende una palabra! [Se ríe.]. Porque son palabras que tuvieron
vigencia en el siglo XV, o el XVI. Es un capricho mantenerlas.
-En su obra esto suele ser notable. Uno, como lector, tiene la
sensación de que por momentos usted nos toma el pelo. Cuando dice
“volturno” en vez de “bochorno”, por ejemplo.
-Ah, sí. [Se ríe, encantado.] Yo siempre uso esas palabras, que tienen
relativa vigencia.
-Debe de haberse divertido, escribiendo así.
-Por supuesto. Escribiendo, yo me divierto. Mi vocación es
inquebrantable, en ese sentido. El deleite que me provee escribir me sufraga
todas las necesidades que yo podría tener. A mí escribir me encanta.
-También usa muchas palabras en francés e inglés. ¿Domina esas
lenguas?
-Sí, claro, hablo y leo esas y otras lenguas. El francés fue mi idioma
madre, de chico. Mi madre era de Gasconia, de Toulousse. De apellido
Granget. Mi padre era gallego.
-En su novela Estafen casi no hay página sin palabras en francés.
Y su poemario Usalandestá lleno de palabras en inglés.
-Por lo que le digo. No soy modesto en estas materias.
-¿Sigue escribiendo, don Juan?
-Por supuesto. Siempre escribo. Siempre. Siempre. Acabo de terminar
otra novela. De la saga de Los Ochoa. Como usted parece que sabe, puesto
que me ha leído, Los Ochoa son cuatro novelas: primero el cuento "Los
Ochoa ", donde ubico la genealogía, y el libro de cuentos respectivo, que
conforma una novela. Luego, en La Potra figura Quinto
Ochoa. Luego escribí Sexamor, donao intorVWnfl Sexto Oí, Ihih
'Laum acabo de terminar esta novela que es la novela de un arribista, de un
trepador, llamado Décimo Ochoa. Solo que este es el Ochoa más culto, y en
vez de usar su nombre numérico, como usan los Ochoa, saca la “m” y
convierte a Décimo en Decio Ochoa. Es un pillo, el más picaro de los
Ochoa; casi un crápula.
-¿Qué significan los Ochoa en su obra? ¿Son símbolos de algo? ¿0
pura imaginación?
-Todo es imaginario. No hay una sola novela mía que no sea
imaginaria.
-Pero he escuchado, en Río Cuarto, que algunos dicen que usted se
ha basado en hechos reales para armar sus novelas.
-Evidentemente. El escritor es un notario público; debe aprovechar los
datos de la realidad circundante, y aderezarlos poniendo imaginación. El
escritor que no tenga imaginación que se corte la mano, que no escriba. La
imaginación es el noventa por ciento de una obra. Pero el escritor participa
un poco de esa tarea del tabelión antiguo. Tabelión quiere decir escribano;
viene del latín. En portugués también. Y en castellano existe -búsquela en el
diccionario- aunque no se usa. Ya ve. El escritor, pues, debe absorber los
datos de la realidad.
-Usted se considera, entonces, un escritor realista.
-Claro que sí.
-Lo que pasa es que el realismo ha caído un poco en desgracia.
Suele ser denostado.
-Sobre todo con el naturalismo francés. Con Zola se vino abajo. Pero a
mí me influyeron mucho. Un escritor que a mí me gustó mucho, siempre,
fue Huysmans [Joris Karl Huysmans; 1848-1907], Ha sido un hombre que
me ha mordido, literalmente. Era un funcionario francés, que escribía como
escribí después yo: en los tribunales. Escritores de despacho. Y por eso
muchos cuentos míos tienen carácter judicial.
-Eso se nota en libros como Estafen o como Ignitus.
-Ah, ¿los conoce? Me alegra. ¿Y Usaland también?
-También, don Juan.
-Vaya. Ese es un libro que me gusta mucho. Mucha ironía, poesía
irónica. Hay tipos que me han criticado durísimamente por ese libro...
llama servicio de prensa. No sé de dónde sacaron ejemplares. Pero
algunos lo leyeron.
-A mí su libro que más me gusta es Yo, yo y yo, por la ironía.
-Ah, bueno, ése también me lo criticaron. Por eso me llama la atención
lo que usted me dice: que mi nombre es conocido en Buenos Aires. Yo creí
que nadie me conocía.
-Al menos sé de alguna gente que se interesa por su obra.
-Me halaga. Yo recibo correspondencia de lo más estrambótica, ¿sabe?
Tipos que se enloquecen buscando mis libros y, claro, no los van a
encontrar. Están todos agotados. Pero cada tanto aparece alguno. El otro día
me escribió un tipo: “He encontrado dos libros suyos -me dice en son de
triunfo-: Balumba y Aquende y me cobraron 120 australes por cada uno”.
Me gusta, eso. Sobre todo porque Aquende es un gran libro; es una sinfonía
musical de la República Argentina. Es precioso, ese libro. Y el tipo pagó
120 australes cada ejemplar. Y yo no vi un peso. ¿Y sabe por qué? Porque
apareció un editor pirata que lo anda fotocopiando y lo vende a 120
australes cada uno. ¿Qué le parece?
-Lo que me parece, sinceramente, es que usted habla maravillas de
su propia obra con una naturalidad asombrosa. Generalmente, los
escritores que he conocido se visten de una cierta falsa modestia... Veo
que usted tiene una excelente relación con su obra.
-A mí lo único que me interesa es ver publicados mis libros. Hay un
viejo refrán inglés que dice: Publish or perish; publicas o mueres. Y yo
tengo todavía 18 libros inéditos... ¿Se da cuenta? 18...
-Cuando usted dice “precioso”, “muy bueno”, “excelente”, ¿se
compara consigo mismo, con otros libros suyos que le gustan menos?
-No... Yo estimo todos mis libros. Porque cada libro me recaba una
tarea de superación, y de depuración, completa. Y cuando suelto un libro, es
porque estoy plenamente conforme. Ahora, que haya alguno que tenga mi
preferencia por su mayor ingenio, desarrollo o ambición, es otra cosa. Lo
que pretendí siempre fue que cada libro fuera no superior, pero sí digno, del
anterior.
-¿Ha reescrito mucho, o ha sido un escritor de primer impulso?
escritor consiste en corregir. Y esa es mi tesis. Si no, uno no puede
hacer megasonetos. ¿Sabe lo que es un megasoneto?
-No. Ni idea.
-Considero megasoneto a una colección de 14 series de 14 sonetos. De
modo que cada megasoneto tiene 96 sonetos. Bueno, yo en mi vida no he
publicado tres sonetos. Pero hice mis 14 series, todas manuscritas... El
soneto presupone esa calidad que le decía: depuración constante, es un
corregir incesante, porque usted no puede hacer un soneto imperfecto. Ahí
tiene a Borges, por ejemplo: en la puta vida me gustó un soneto de él; le
salían sonetos ingleses, que son imperfectos. Todos los sonetos míos son
absolutamente petrarquianos. Petrarca hizo 350 sonetos. Yo me planté en
los 896. No hice más porque... [Se ríe.] Lope de Vega me gana; hizo como
1.200. Según dicen, Gryphius, un poeta alemán del siglo XVII, hizo 400.
Guillermo Humboldt, el hermano de Alejandro, escribió unos 500. Yo leí
todo eso, lo estudié. Y me di cuenta de que el soneto es una forma perfecta,
o no es. Y durante años, trabajé el soneto endecasílabo. También hice algo
de soneto alejandrino en francés, que es la única lengua en que se puede
hacer.
-¿Y logró la perfección?
-¿Y qué le voy a decir? Son absolutamente impecables. La misma joya
de Petrarca, que fue introducida en España por boca de Garcilaso (no el
Inca; el español). De modo que yo no he hecho otra cosa que seguir las
normas del castellano antiguo. Quevedo también hizo sonetos estupendos.
Góngora hizo pocos. Menores.
-¿Cómo se siente un hombre que se compara con Petrarca?
-No me comparo. Los de él son admirables. Yo solo hago sonetos, en
una tradición. Digo que son impecables porque están en esa norma.
Además, mi temática es muy moderna, con un sistema metafórico no
alocado a la manera de Neruda, que llevó la metáfora al desiderátum de la
idiotez.
-¿Eso pensare Neruda? Esta entrevista escandahzará a muchos.
-Eso pienso... A mí me gusta la poesía comprensible, analizable, que
tenga sentido común y que tenga contacto humano. Cuando se
liega • hartar ■ da las lágrimas del adoquín o mwlMfnrae af
nwrrrpTP a«-tamos ante una literatura extraidiomática, o metaidiomátlca,
vale decir, fuera del idioma. Claro: alguien considera poesía a eso, y gran
poesía. Los respeto. Pero a mí me gusta la poesía al estrilo francés, con
calor humano, emoción y sentimiento humanos. Lea a Nerval, a Mallarmé,
a Valéry; son completamente comprensibles y humanos. Y lea a Alberto
Girri, acá, y verá algo absolutamente impenetrable: es un pensamiento en
prosa, que él coloca en forma versicular. Yo traduje todo Mallarmé, ¿sabe?
En Argentina nadie conoce esas versiones, pero Alfonso Reyes, en La
experiencia literaria, de 1942, cita todas mis traducciones y descubre a un
Mallarmé que no es impenetrable, sino que tiene una oscuridad diáfana,
digamos, usando una metáfora un poco rara. Es transparente. Con Valéry
pasa lo mismo: es diáfano. Será un poco difícil, concedo, pero es diáfano.
-¿Qué poetas argentinos le gustan; y qué cuentistas?
-Un cuentista que me gustaba era Nalé Roxlo. Y como poeta, Mas-
tronardi. Juan L. Ortiz un poco menos. Fuimos buenos amigos, hemos
convivido horas muy agradables. También me interesa Denevi como
cuentista. Lo he leído en La Nación. Es muy bueno.
-Usted decía que trabaja todos los días. ¿Muchas horas? ¿Un
determinado número de páginas? ¿Cómo trabaja?
-Yo me he autojubilado. A los 93años, creo que mi misión es quizá
más releer que leer. Solo las palabras abastecen mi necesidad de vivir. No
solo la palabra escrita, también la leída. Mi trabajo se ha restringido un
poco. Ahora lo que hago todos los días es terminar obras empezadas,
pequeños cuentos. Yo ando con los bolsillos llenos de papeles, de palabras.
-Yendo al otro extremo de su vida, ¿cómo se dio cuenta de su
vocación para la literatura?
-Iba a la biblioteca. En aquellos tiempos había pocos libros al alcance
de un joven, pero en la cuadra de mi casa se instaló una biblioteca pública
circulante. Era el año 1909. Y el primer día fui y me anoté. Siempre me
volvieron loco los libros.
-¿Y otras cosas? ¿Cómo fue su juventud? ¿No jugaba fútbol, no
hacía deportes?
.......—bn bies ningún deporte en mi ■ vida, aunque he sida-dfe
rigente. Fui fundador del famoso Club Talleres de Córdoba. Y en Río
Cuarto fundé el Club de Golf, aunque jamás toqué un palo de golf. Fundé
un club de ajedrez y no sé hacer gambitos... Pero le decía, mi locura fueron
los libros. Y aquella biblioteca fue mi orgullo. Ahí hice mi iniciación
literaria. Vivía tragando libros. Lo que me llegaba a las manos: novelas,
ensayos... Muchos libros inútiles, pero también muchos que me fueron
provechosos. Me tragué los seis tomos de Curtius, que es una historia de
Grecia. Porque el tema griego a mí siempre me ha interesado. Y me sirvió
cuando en el año 30 hice un largo viaje: toda la cuenca del Mediterráneo, y
llegué hasta el fondo del Nilo, hasta Asuán y Abu Simbel, Tebas, en fin. De
ese viaje salió mi novela Periplo: de un viaje muy a fondo por Grecia.
Curtius me abrió ese panorama, y como yo ya sabía algo de griego, entré en
Atenas como en mi casa. Fui a Corinto, a Delfos, a Maratón y a varias islas
del Egeo. Esa novela salió de ahí, con nombre ptolomeico. De Ptolomeo
Filadelfo, que fue el segundo; los Ptolomeos son como quince. Filadelfo fue
quien dominó el Mediterráneo y el que hizo un canal del Mar Rojo al Nilo.
Obviamente, también conocí perfectamente Egipto.
-Pero usted ya entonces era escritor. ¿0 en ese viaje advirtió su
vocación?
-No, ya estaba madura. Escribía pequeñas cositas, en Río Cuarto. Allí
tuve la tranquilidad como para que el pensamiento madurara un poco. Hasta
llegar a Río Cuarto no había publicado nada. Pero escribía, sí, e incluso
cuando murió mi madre, en el 26, hice un conato de elegía materna que fue
muy gustado. Escribía versos, canónicos y libres. Aunque siempre he
preferido el verso escandido, a la manera del soneto: endecasílabos
perfectos. Pero hacía versos libres también.
-¿Cuál fue el primer libro que publicó?
-Periplo, en 1930, ya viviendo en Río Cuarto. La publicación me
apareció, digamos, sorpresivamente. Fue como un aluvión: en el 31
apareció Estafen; en el 32 Balumba; en el 33 Op Oloop; en el 34 Aquende,
que eS un gran libro; en el 36 apareció Caterva, que me llevó dos años
porque es una novela larga. Y después publiqué un libro de poemas en
prosa, que se llama Finesse, que es realmente
una BT8ST&, Uff Btlétt libró. Fue una
décadá~dd'p^dúccrórfaluvíonal, incesante, apasionada.
-¿Qué sueños tenía entonces el joven escritor Filloy?
-Yo me sentía escritor, simplemente. No toleraba nada que fuera
ordinario, chabacano, vulgar o grosero. Y en los años 30, cuando empecé a
publicar, personas que leyeron Op Oloop y Aquende dijeron "bueno, acá
hay un reformador de la literatura argentina, porque este hombre no usa el
eufemismo”. Así decían. Y es que, entonces, toda la literatura argentina era
eufemista. Se decía "vaya al est:iét^<^<^l" y yo empecé a poner "déjese de
joder. Váyase a la mierda”. Es muy distinto. La poesía con eufemismos, por
ejemplo, descaracteriza al personaje. ¿Cómo concibe usted a un paisano a la
manera de Don Segundo Sombra? Es una falsificación del paisano. Pero
usted lee mis gauchos, como Don Primo Ochoa, y es un paisano soez, sucio,
que pela la poronga y orina delante de cualquiera. Yo he dicho siempre las
cosas sin tapujos.
-Tengo entendido que usted no relee sus libros. Pero se acuerda
muy bien de ellos.
-No he leído ningún libro mío una vez publicado. No tengo tiempo.
Los reviso cuando aparecen, para constatar si hay errores. Por suerte,
descubrí pocos. Para mí todo el lujo de un libro está en la corrección. Yo he
sido muy meticuloso en eso: siempre corregí galeras y páginas, yo mismo.
-¿Usted eligió ser juez? ¿Y qué influencia tuvo la magistratura
sobre su vida literaria?
-Mire: yo ejercí la profesión acá, en Córdoba, cuando me recibí. Vivía
con mis padres, que tenían un almacén. Hice una especie de estudio y
trabajaba lo más bien. Pero ya había sido pinche en un juzgado de
comercio, y el secretario era muy amigo del gobernador, y por designio
propio lo habló al gobernador y me nombraron Asesor de Pobres, en Río
Cuarto. Yo no quería ir, pero mi madre me dijo: “Andá, andá, salí de la
falda; pasate dos meses y volvés”. Y me fui por dos meses. Que se han
hecho sesenta y siete años. [Se ríe.] Hay un refrán francés que dice que solo
lo provisorio dura. Es como el caso de la jarra rajada: se discute tirarla a la
basura y alguien dice "no la tires, si todavía sirve”. Y esa dura más que todo
el resto de la vajilla...

¿Utwd fw» hijo drtTHQ? ....... Z3


-No, éramos cuatro. Mamá ha tenido siete hijos, en dos nupcias. Yo era
el menor de los varones, y había luego una hermana, la última. Que vive
también, tiene noventa años.
-¿Su experiencia judicial fue importante para su obra?
-No. Hay libros con materia judicial, pero en la vida judicial no
trascendía que yo era escritor. Había un tipo que me jodía, sin embargo, lo
hacía sarcásticamente, porque era mi lector, y digo que me jodía en tono
amical. Era Miguel Ángel Zavala Ortiz, el que fue canciller con lllia. Era un
buen abogado y un hombre muy culto. Llegamos a ser buenos amigos.
-¿Ha tenido amigos escritores?
-No. Quizás Dardo Cúneo, que me llevó a la vicepresidencia de la
SADE. Traté de colaborar, porque en ese entonces iba con frecuencia a
Buenos Aires. Pero no fui amigo de escritores. Conocí a algunos, claro,
como Mallea, con quien tuve una relación eventual, cordial. También con
Borges, pero de modo muy somero. A Cortázar no lo conocí. Alguna vez
me encontré, en un banquete, con Victoria Ocampo. Pero no fui amigo de
ninguno.
-¿A qué lo atribuye?
-A mi timidez. Y a que jamás pisé una redacción de diario o de revista.
Y los que conocí, fueron, como le digo, eventuales. Con Canal Feijóo
charlé varias veces, también.
-¿Y ninguno de ellos se ocupó de su obra, don Juan? ¿Ninguno le
hizo siquiera un comentario? ¿0 no lo habían leído?
-Leerme, me leyeron todos... Un día le regalé a Borges, en Buenos
Aires, mi novela Aquende, que es como ya le dije una gran novela. Quedará
mal que lo diga yo, pero es un libro concebido musicalmente, una especie
de geografía musical de la Argentina, con un intermezzo y dos interludios, y
cada composición con un tema específico. Bueno, le regalé el libro, y unos
meses después, revisando cambalaches en la calle Corrientes me encontré
ese ejemplar. Lo había vendido con dedicatoria y todo. Lo compré, por
cierto...
-Es duro, lo que dice de Borges.
-Es infame que yo venda un libro dedicado. Me han dedicado miles, y
los conservo todos. Ya le va a pasar, a usted que es joven...
-Ya ma aucadié! ancnntré an Río Negra una nmmta tpwr te hahín
regala- . do a un conocido editor. La compré, también, y se la volví a
regalar al editor. El mismo libro. Agregué a la dedicatoria que decía “A
Fulano, con afecto”, la frase ‘‘con renovado afecto", y la nueva fecha.
Tomé ese ejemplo de una anécdota de Octavio Paz.
-Buen recurso.
-¿Le guarda rencor, a Borges?
-Lo juzgo literariamente. Creo que tenía una especializaron en
literatura inglesa realmente inobjetable. Pero por lo demás, le faltaba vida.
No tenía contacto humano. Ha escrito cuentos de gabinete, asépticos, de
arquitectura moderna, digamos: de perfiles de aluminio y cristal. Pero en
Borges no hay coito, no hay gracia, no hay conexión humana. ¿En qué
cuentos de Borges usted encuentra sudor? ¿O sangre? Por eso no escribió
novelas.
-¿Cómo se ha sentido con el mundillo literario? ¿No le ha dolido la
marginación?
-No, absolutamente, no. Lo que pasa en Buenos Aires, para mí, ni fu ni
fa. Yo vivo acá, al margen de todo, y hago mis cosas. Vivo al margen de
toda emulación, de toda envidia. Yo hago lo mío y que otros hagan lo suyo.
-¿Se tradujo su obra?
-Se tradujo Op Oloop al francés, en una edición privada. También se
tradujo al alemán, pero sobrevino el nazismo y como el tipo era judío, no sé
qué pasó. Luego me pidieron Caterva para traducirla al sueco, pero nunca
supe nada. También en Norteamérica me pidieron Caterva. Pero no me
interesan esas cosas. A mí, publicado el libro, abur. Por eso no leo mis
propios libros. Me interesa siempre solo el libro que estoy escribiendo.
-Alguna vez usted dijo: “Me interesa la preñez”. ¿Escribir es como
parir, verdad?
-Claro. Mire: un artista sin imaginación es igual a cero. Uno necesita
una imaginación de contrabandista de drogas, experto en burlar aduanas de
todo el mundo. Baudelaire decía que el trabajo es una forma desesperada de
divertirse y eso es verdad. Trabajando se presentan las ¡deas y se estimula la
imaginación. Sin imaginación no hay escritor.
1 iTh'HUjnilwWl M la gran1 1 'HkMitrpmmwlHWi im-
wgnnwHliM, ilw mu tructuras, de estilos. Es una especie de mayéutica: un
parto diario. El escritor tiene embarazos constantes, perennes. Por eso digo
que me interesa el libro que está por nacer; me preocupa la preñez. Y como
para mí la inspiración no existe, trabajo todos los días. Soy un sistemático,
y si no escribo cada día, me abotargo. Hay un manicomio dentro de un
escritor, ¿no cree? Si uno tuviera una población de hombres correctos, sería
un escritor insoportablemente monótono, porque la vida correcta es lo más
estúpido que hay.
-Henry Miller recomienda “cultivar la locura".
-Lógico; escribir es una forma de masoquismo. Sobre todo si no
produce ganancia alguna. Entonces colinda con el sacrificio y la santidad.
Yo jamás he dado un paso para hacer un negocio, pero he dado miles para
hallar un adjetivo gravitacional. Toda mi felicidad consiste en eso. Solo las
letras abastecen mi necesidad de vivir. Fíjese que en las inquisiciones que
me hicieron tres militares, en el año 77, cuando la última dictadura, mucha
gente creyó que yo iba a ser otro desaparecido. Uno de los coroneles tenía
mi libro Vil y Vil en las manos, todo subrayado, y le temblaba la voz:
“¿Usted escribió esto?” Le respondí que sí, pero lo que ahí dice lo dicen mis
personajes. No soy yo. La cabeza de un escritor, sépanlo -les dije- es una
matriz que está siempre preñada: siempre está pariendo personajes. En otro
libro mío, si lo quieren leer -les expilqué- hay 106 personajes. Ese libro es
Caterva. Y hay putas, hay militares, hay hombres honestos, abogados,
etcétera, y cada uno habla su idioma... Pero ellos estaban espantados porque
en Vil y Vil el personaje de un joven estudiante putea de lo lindo contra los
militares. Pero era una argumentación incomprensible para tan supina
ignorancia.
-¿Usted tuvo alguna vez militancia política, o por la magistratura
no pudo tenerla?
-Jamás la tuve. He sido completamente ejemplar en ese sentido.
-Volviendo a su estilo de trabajo, decía que escribe a mano. ¿Luego
pasa a máquinn?*'
-Sí. Trabajo a mano, a la manera griega; la palabra estilo quiere decir
punzón con que se escribe la tableta encerada. De ahí la palabra
ferencia lingüística, se convirtió en una medida de la calidad literaria.
Cuando paso a máquina, solo voy corrigiendo, depurando... Y me queda
mucha obra inconclusa, que quiero terminar. Hay poemas, pequeños
cuentos, pero ya novelas no. La última fue la del crápula éste, Decio Ochoa,
de 400 páginas. Pero ya no haré estas obras de largo aliento, porque toda
novela recaba una modulación progresiva y constante, casi obsesiva. Por
eso Lugones no escribió novela. Ni Borges. Son escritores más o menos
repentistas, que no tienen una dinámica intelectual permanente,
sistematizada. ¿Qué novelista de la Argentina ha publicado, por ejemplo,
diez novelas? [Se ríe.] Cite usted...
-Estoy pensando, y confieso que no se me ocurre...
-Benito Lynch escribió tres o cuatro. Mallea cuatro o cinco. Sabato dos
o tres, muy buenas, pero dos o tres. Bioy Casares, Cortázar, quien quiera.
No hay un escritor argentino que haya escrito diez novelas. Yo llevo once.
Es que la novela recaba eso; un persistente pensar, y tener los bolsillos
siempre llenos de papeles vinculados al tema: ir agregando al personaje, ir
dotándolo. En la novela usted tiene que prestarle cultura a los personajes.
Aníbal Ponce, en los años 30, decía de mis novelas que renovaban el
lenguaje por esto mismo, por la cultura de los personajes.
-En la famosa discusión Boedo-Florida, ¿usted participó?
-No, yo estaba muy lejos. Buenos Aires estaba muy lejos. Pero
sentimentalmente yo estaba con los de Boedo. Ah, ahí tiene a alguien que
no mencioné: Barletta. Él fue muy generoso conmigo: escribió que yo era
“el único escritor europeo que tiene la Argentina”. Pero esa simpatía creo
que me venía por mi origen humilde: hijo de un almacenero gallego y de
una madre analfabeta, porque mi mamá era analfabeta. Era un hogar
obviamente socialista, desde chico fui bombardeado en tendencias de
izquierda. Mi padre, vea, vino de España casi analfabeto y aprendió a leer,
me contaba, debajo de las carretas mientras recorría la provincia de Buenos
Aires, allá por Olavarría, en los años ochenta, los setenta, del siglo XIX.
Una vida muy azarosa. Esas cosas quedan; en mi libro Aquende hago por
ahí una cierta apología de Rosas. ¿Sabe por qué? Porque mi papá era
rosista. Siendo extranjero, él decía que la
•>entu Je Quequén, ele la pampa, los WWBEg ciaban un solo
dicterio contra Rosas.
-Usted ha vivido todo el siglo. ¿Cómo diría que cambió la vida,
cómo cambió el país?
-Yo creo que para bien. Por supuesto que para bien. Faltan algunos
escalones, claro está, para llegar a lo excelente, pero todo cambió para
mejor. Soy totalmente optimista, con respecto al futuro. Tanto la República
Argentina como el mundo están cambiando. Yo he visto, fíjese, una
Argentina manejada paternalmente, con cuatro millones de habitantes. Y
ahora tenemos una Argentina de 32 millones que está cambiando; el
paternalismo desaparece; desaparece la caridad por la justicia; la
desigualdad por una distribución equitativa. Hay un trato más humano en la
gente. Ya desaparecerá el elitismo, a su tiempo, vamos en esa dirección...
Por más que por otro lado, uno ve que tecnológicamente las élites, la gentry,
como dicen los ingleses, tratan de perdurar por medio de los adelantos
técnicos. Una evolución de ese tipo puede llegar a constituir una nueva
aristocracia, y ese es el peligro. Si el tecnicismo es dominado con un
criterio democrático, llegaremos a un mundo mucho mejor.
-Una última pregunta: si volviera a nacer, ¿qué sería?
-Lo mismo: un escritor. Y repetiría mi vida minuto a minuto. Mi mujer
decía lo mismo. Nos gustaba la vida recoleta, aislada, un poco solitaria y
conviviendo con el medio en esos contactos eventuales que presenta la vida.
Pero dueños absolutos de nuestro yo.
AL CUENTO HAY QUE TOCARLO EN UN
BUEN VIOLÍN Y BIEN TOCADO
25

En su casa de Madrid, cerca de la Puerta de Toledo, junto a una


computadora que lo tiene entusiasmado -y sobre la cual prácticamente da un
curso a quien lo visite- y con una botella de vino tinto sobre la mesa de la
sala (que acompaña la charla) me recibe Daniel Moyano. De trato suave,
afectuoso, habla con marcadísima tonada cordobesa, y su voz llena esa casa
modesta, cubierta de libros en las paredes, decorada como cualquier típico
departamento de clase media argentina. Casi no bebe, no fuma, y mira
constantemente la ventana como buscando, afuera, las respuestas. Por
momentos rondan el diálogo su esposa y su hija.
A los cincuenta y siete años, aunque nació en Buenos Aires, en 1930,
se considera riojano. Con su mechón de pelo cayéndole, rebelde, sobre el
rostro, con ya marcadas arrugas y una mirada triste, Moyano recuerda su
infancia en Córdoba, provincia en la que se formó intelectualmente, y
especialmente sus años en La Rioja. Allí ejerció el periodismo, se
desempeñó como profesor del Conservatorio Provin-
Cámara de esa institución. También fue en esta provincia del noroeste
argentino donde conoció la cárcel, cuando la dictadura militar surgida de
golpe de marzo de 1976 lo detuvo por algunas semanas -con simulacro de
fusilamiento incluido-, luego de lo cual marchó al exilio y se radicó, con su
familia, en España. En ese país reside desde entonces, y allí obtuvo la
nacionalidad en 1981.
De su vasta obra novelística pueden mencionarse El oscuro (1968); El
trino del d/ab/o (1974); El vuelo del tigre (1981); y Libro de navios y
borrascas (1983). Su producción también abarca un centenar de cuentos,
publicados en libros como La lombriz (1964); El fuego interrumpido
(1967); y El estuche de cocodrilo (1974), entre otros. Además, sus libros
han sido traducidos y publicados en diversos idiomas.
Mi primer encuentro con Moyano se produjo en Eichstátt, Alemania,
en septiembre de 1987, en el congreso "Literatura Argentina Hoy: De la
Dictadura a la Democracia”. Allí me prometió que accedería a esta
entrevista, que se realizó en Madrid un mes después. He aquí las partes
sustanciales de esa larga conversación.
GIARDINELLI: Alguna vez has dicho que la dictadura te hizo
perder el habla y que la literatura la recuperó, pero estuviste varios
años enmudecido, sin poder escribir. ¿Por qué no empezamos
recordando ese proceso?
MOYANO: Yo estuve preso unas pocas semanas, en el 76, y luego me
dieron La Rioja por cárcel. En cuanto salí pregunté si realmente no podía
moverme y me dijeron "váyase donde se le dé la gana”. Entonces me fui a
Buenos Aires, saqué el pasaporte y en una semana me embarqué con la
familia en el Cristoforo Colombo, porque nos trajimos toda la casa. Y así
como al cruzar el Ecuador cambian las estrellas, al llegar aquí, a España,
me di cuenta de que había enmudecido. Estuve cinco años sin poder
escribir.
-Cuando te detuvieron, ¿estabas escribiendo algo?
-Había terminado el primer borrador de El vuelo del tigre. Mientras
estaba en la cárcel, unos curas amigos fueron a casa y le pidieron a mi
mujer que les mostrara mis papeles, por si acaso. Y encontraron la novela,
la leyeron y enterraron el original. Cavaron un pozo en la huerta y la
enterraron. Todavía está ahí, porque cuando yo volví a la Argentina no la~
éhóóntré, Yno' meiBa a poner a cavar en toda la ■ huerta, de modo que
escribí otra versión.
-Entre el 76 y el 81 no pudiste escribir. ¿Cómo fue eso?
-Nosotros llegamos un año después de la muerte de Franco, y esto era
muy difícil. Vine a España por algunos amigos que me lo sugirieron, y otros
que tenía aquí. Pero después, cuando llegué, no respondieron. Tuve que
entrar a trabajar como peón en una fábrica, estábamos muy mal
económicamente, y eso me deprimía mucho. No podía escribir ni cartas. Y
lo que intentaba, me salía con sangre, con pesadillas, calabozos y
metralletas. No podía superar lo que había pasado, porque a nosotros nos
simularon un fusilamiento: estaba con un amigo, Carlitos Naón, y nos
pusieron contra la pared y él me dijo: "Chau, Daniel, gracias por la
amistad”, mientras escuchábamos los aprontes de las armas... Luego estuve
doce días en una celda de castigo, donde no sabía si era de día o de noche.
Y bueno, tiempo después, en el Cristoforo Colombo, no sé en qué momento
del viaje, sentí que había perdido la noción de las palabras. Ni apuntes
podía hacer. Eso me duró cinco años, hasta el 81. Trabajaba en una
multinacional, lijando plásticos. Ahí se hacían maquetas de refinerías de
petróleo, y yo cobraba un sueldo de hambre.
-¿Podías hacer música, al menos?
-No, tampoco. Ni trabajar tranquilo, podía. Por ese tiempo salió una
ley en España, por la cual para tener residencia tenías que conseguir trabajo,
y para conseguir trabajo había que tener residencia, lo cual era un círculo
vicioso perfecto. En esa multinacional me dieron ambas cosas, y eso me
salvó.
-¿Ni siquiera tenías ganas de escribir?
-Bueno, tenía necesidad de escribir, pero no podía. Me sentaba, hacía
apuntes, quería volver a escribir El vuelo del tigre, que es una novela hija
del lopezreguismo. Yo quería matar la violencia, con esa novela. Total: que
no podía y cada día me degradaba más y más, bebía... El alcohol te anula la
voluntad, claro, y al final llegué a un estado en que ya no me importaba
nada de nada, más allá de que no se me muriera de hambre la familia.
-¿Y de tu obra anterior, cobrabas algunos derechos?
---Mlu, nada. 91 además estaba silenciado en Argentina, y on La
BU ja habían quemado todos mis libros en el cuartel. Lo que fue un honor,
dicho sea de paso, porque quemaron mi obra junto con la de Cortázar y la
de Neruda. ¿Y sabés por qué? Un día mi mujer fue a preguntar por qué yo
estaba preso. “Por su ideología”, le respondieron. Y a mí me hicieron firmar
un papel en el que me preguntaban cuál era mi ideología. Y yo no sabía
cuál era. Como tampoco lo sé ahora. Estoy en el idioma español, en la
lengua castellana, ese es mi sistema ideológico: mi idioma, no tengo otro. Y
no es que yo sea apolítico, todo lo contrario. Pero, ¿ideología? Soy un
escritor. No, no pasaba nada con mis libros, Mempo. Ni se reeditaban aquí
en España. Y así pasaron cuatro años y un día vino Ernesto Sabato y me
hizo la gauchada de hacer unas declaraciones diciendo que cómo era
posible que las editoriales españolas no reeditaran mi obra. Pero la verdad
es que yo tampoco me ocupaba de pedir; siempre tengo la respuesta de José
Hernández; “Sangra mucho el corazón del que tiene que pedir”. Y más en
tierra extranjera. En mi país puedo pedir, pero aquí no.
-¿Y cómo superaste esa crisis?
-Tiempo después, ya en el 81, un día vino un amigo que es médico y
pintor, Osvaldo Gomáriz, y me dijo: “Yo tengo un remedio para vos”. Creí
que me iba a dar unas pastillitas y le dije que no quería saber nada. Pero él
me dio la llave de su buhardilla y me hizo ir a visitarlo. Y prácticamente me
obligó a escribir: él pintaba y cebaba mate, y me ponía papel en la máquina.
“Escribí, carajo”, me decía. Y así probé varios días y no podía superar,
cómo diré, mi nihilismo. Yo ya no creía en nada y le tenía miedo a volver a
creer en la literatura. Además, habían pasado muchas cosas en el país, en mi
vida, y bueno, yo no me considero un escritor realista y por lo tanto no
sabía qué hacer. Pero estaba muy cargado. Así que un día me planté y le
dije a Osvaldo: “Mira, yo no tengo más tías, y solamente sé escribir sobre
mis tías, así que planto y se acabó". Entonces él me dijo: “Ah, bueno, yo
tengo una, te la presto”. Y siguiendo la broma, le pregunté cómo se llamaba
y me dijo: “Se llamaba Lila y era preciosa; vive todavía”. Me gustó ese
nombre. El empezó a contarme: “Mi tía Lila...” y yo lo interrumpí: “No, no
me cuentes nada, porque si no, no voy a poder
Imaginar. Béjame ver si -te-cuento yo sobre ta-tfa LHa", ¥ se -
produjo como un pinchazo en esa bolsa de angustias que yo tenía adentro,
y por el agujerito empezó a salir el cuento, que ahora te regalo para la
26
revista... En realidad yo no lo escribí, sino que estaba, se hizo solo, lo tenía
guardado. Más aún, yo intenté no contarlo sino que solo quise que
sucedieran las cosas.
-¿Contar sin contar; cómo es eso?
-Sí, si te pasás cinco años sin escribir, un día te das cuenta de que si
volvés, querés hacerlo todo distinto de lo que hiciste antes. No tener que
contar más, puntualmente, todo lo que sucede, sino escribir simplemente lo
que sucede.
-Como un testigo de lo que pasa en el texto.
-Claro. Como decía Horacio Quiroga: “Contar como si uno fuera un
personaje más". Había hablado un par de veces con Cortázar de este tema, y
una vez con Rulfo, en un congreso de escritores. Los tenía muy presentes, y
lo que yo quería era escribir diferente. Si observás “Tía Lila" verás que no
se dice que viajaron a Cosquín sino que de pronto están en Cosquín. Hay un
huir del contar acciones obvias. Los hechos que se narran surgen de las
primeras palabras, lo que Cortázar llamaba "una musiquita que te viene”.
Cuando yo escuché “tía Lila” y me encantó el nombre, me senté y escribí:
“La vi vestida de blanco, con su vestido plisado”. Y enseguida: “Pobre tía
Lila, tan alta y tan soltera”. Y cuando escribí “pobre tía Lila” ya me puse en
plan de sobrino de ella. “Yo era uno de los chicos del texto que iba saliendo,
y claro, yo me crié en Córdoba, donde en efecto jugábamos al fútbol con
sapos, incluso hay una zamba famosa que se llama “Pateando sapos”.
-¿Y cuándo lo terminaste?
-Ah, en cuarenta minutos, por eso digo que el cuento estaba, salió
solito. Y así quedó; ni lo he tocado a ese cuento, lo que literariamente es
una barbaridad. Y cuando se lo entregué a Osvaldo, él dijo: "Igualita,
idéntica a mi tía Lila”. Y ahí me destapé, ¿no? En esa misma buhardilla
escribí "María Violín" por sugerencia de Cortázar, y poco tiempo des-

pués me Invitaron

congreso en±a
creadores de todo el mundo. Y este cuento, “Tía Lila", gustó mucho
cuando lo leí, y gracias a eso me lo pidieron para traducirlo y salió en Le
Monde. Mi hijo Ricardo me dijo: "¿Viste que sabías escribir?”.
-Algo así como la recuperación por la escritura.
-Por eso a este cuento lo quiero tanto. Me dio muchas satisfacciones;
se ha traducido a muchas lenguas, está muy publicado. Aunque en
Argentina, no, fíjate. Ojalá lo publiques vos.
-Y a partir de ahí, se te ablandó la mano. ¿Tuviste alguna recaída?
-No, volví a ser escritor. Y como a los dos meses reescribí El vuelo del
tigre. En pocos días, también. Y se mandó a Argentina y se publicó parece
que con bastante éxito, porque yo estaba ya escribiendo Libro de navios y
borrascas y me dijeron que la querían pronto.
-¿Y en ese entonces volviste al país?
-Sí, faltaban pocos meses para la caída de la dictadura. Fui con un
equipo de la televisión española y se filmó allá una película con toda mi
peripecia. Y cuando se pasó aquí, por la televisión, había preguntas del
público y me preguntaron si yo volvería definitivamente a la Argentina. Yo
dije que era muy difícil, porque como bien dice Benedetti así como hay
exilio hay también un desexilio, que es tremendo y vos lo sabes muy bien,
Mempo; de modo que yo dije que era difícil. Entonces me pasaron la voz
que se había grabado esa mañana, del presidente Alfonsín diciendo que
“por favor vuelvan, que los necesitamos, que los esperamos con los brazos
abiertos...”. Fue muy emocionante. Tanto que dos años después, en una
visita a España que hizo Alfonsín yo fui a la embajada y le pedí que me
dejara tocarlo. Me preguntó por qué. Y le dije que yo nunca había tocado un
presidente, y menos civil, y eso que nací el 6 de octubre de 1930, un mes
después del primer golpe de Estado y por eso mi mamá solía decirme que
casi nací del susto, un mes antes.
-¿Y seguiste escribiendo cuentos?
-Bueno, primero estuve muy dedicado a estas dos novelas, y además
seguía trabajando en la fábrica. Por el 83, 84, empecé a trabajar en un
diario, Liberaciórr, que al cabo de un tiempo se fundió y me quedé sin
trabajo. Entonces un día mi hijo me sugirió escribir algo para el Premio
“Juan Rulfo” de París, ya que estábamos sin dinero y era un buen pre-
rata
IHMIILjiií*
y me gané el premio. De zapallazo, digo yo, porque se habían presentado
como 2.500 negros. Y bueno, con eso compramos los muebles y
terminamos de pagar la casa.
-Pero yo me refiero a escribir cuentos como una actividad
constante. ¿Podés sostenerla aun con crisis económica o en medio de la
escritura de novelas?
-Bueno, no sé si te pasa a vos, pero a mi las novelas me desconcentran
con respecto a los cuentos, por un tiempo. Yo escri bí muchos cuentos, sí,
pero la verdad es que desde “Tía Lila” me metí mucho con las novelas. A
El vuelo... y Navios... le siguió mi última novela, Tres golpes de timbal,
todavía inédita y que prácticamente acabo de terminar. Los otros días
escribí un cuento para niños, por un desafío familiar: un sobrino que tiene
ocho años y que desde Argentina me pidió que le mandara un cuento. Me
asombré de poder hacerlo, y me hace pensar que quizás necesito que me
provoquen. Pero lo que sí me sorprende es que he empezado a reescribir
algunos viejos cuentos. Ya he reescrito "La lombriz", que antes estaba en
tercera persona y ahora lo pasé a primera, conmigo mismo de personaje y
ha cambiado totalmente. También reescribí “Los mil días”.
-¿Y por qué hacerlo, eh?
-A mí me fascina esa tarea; es como superar viejas inexperiencias
veinte años después. Y voy a reescribir todos los que merezcan ese trabajo,
los que considere que se pueden salvar, remendar. “La lombriz" a mí
siempre me gustó, pero era un cuento desperdiciado por inexperiencia. Pero
claro; con lo que uno ha aprendido en veinte años ya es menos tonto que
antes. Y ahora me ha salido mejor, creo que ha ganado muchísimo. El
problema es para los pobres traductores.
-Es curioso este fenómeno de un autor que se dedica a reescribir su
obra, incluso estando ya publicada. No es común. ¿Qué significa eso,
Daniel, acaso un deseo perfeccionista de tu propia trayectoria? ¿O es
ocupar el tiempo porque estás medio vacío de nuevas ideas?
-Un poco por deseo perfeccionista. Y otro poco por algo que una vez
me dijo Ricardo Piglia, hace muchos años, y tenía razón: “Qué desprolijo
que sos, Daniel, ¿por qué no revisás más tus cosas?”. Yo nunca las revisaba.
Y ahora sí, con la computadora con que estoy trabajando, las reviso.
Mis manrtos, la ventart, nunea habían sido revisados v por eso vo
decía au» eran mejores en inglés o en otras lenguas, por mérito de los
traductores.
-Hablando de los géneros, Daniel, ¿vos te sentís más cuentista, o
novelista, o simplemente narrador?
-Ahora me siento más narrador. Pero sigo sintiendo un cariño muy
profundo por el cuento como género. Lo que pasa es que es más difícil
escribir cuento que novela. En una novela uno descubre la veta y empieza a
trabajarla. El cuento te lleva él y te obliga. Es como una relación amorosa
súbita, violenta e impostergable. Es una cita a la que uno no puede faltar.
Tenés que hacer el amor con ese cuento de una manera perentoria, mientras
en la novela uno puede demorarse.
-La novela es una seducción lenta.
-Claro. Pero no hay nada más hermoso que cuando te cuaja un cuento.
-¿Cómo es tu relación con ellos?
-A muchos los quiero, y los que considero que me salieron mejor son
los que quiero reescribir. Otros no, no los tocaré... Mis libros son medio
desparejos, esa es la verdad. Pero hay algunos cuentos que me han dado
muchas satisfacciones. "Tía Lila”, sin duda. También el "Relato del halcón
verde...” que tuve que escribirlo cuatro veces, porque no me salía. Me dio
mucho trabajo. Y otros como la "Cantata para el hijo de Graciiiano”, que es
un cuento viejo, creo que está redondo, que no lo tocaré. No sé, Mempo, me
doy cuenta de que de golpe tengo buenos cuentos en mis libros, y hay otros
que no, que son francamente malos. Ahora pienso, como dicen aquí en
España, adecentarlos a todos y juntarlos en un libro, hacer una especie de
antología personal.
-¿Y tenés obra nueva, cuentos inéditos, recientes?
—Sí, tengo un libro inédito. Se iba a llamar Anclado en Madrid porque
parecía que el exilio era el tema, pero luego lo llamé Tía Lila y ahora creo
que lo voy a titular Relato del halcón verde y la flauta maravillosa. Algunos
de esos cuentos ya se han publicado en otras lenguas, y ahí incluyo uno que
se llama “Al otro lado del mar”, que solo se publicó en idioma polaco, y
que quiero mucho: es la historia de un indio que traen los conquistadores
españoles a España y él cree que viene al paraíso de la crueldad. Y también
incluye lo que creo que es mi mejor texto, que es un cuento largo, o una
novela breve, de 64 páginas, basado en una frase de Macedonio Fernández,
y todavía estoy dudando si no lo publico solo, como nouvelle.
-¿Por qué decís que es tu mejor texto?
-Porque es el que escribí con más fuerza, es un texto adulto, maduro.
Es la historia de un argentino que está bebiendo coñac en Madrid, una
noche de lluvia, y abre una maleta donde en forma de una especie de
muñecos están los primeros recuerdos de su vida, de cuando él entró en la
vida. Al final, borracho, pretende triturar a los muñecos tirándolos al
camión triturador de la basura, pero los muñecos le dicen entonces que él, el
que narra, es un recuerdo de ellos, así que mejor tenga mucho cuidado.
-El tema del doble, un tema muy borgeano.
-Y de Macedonio, claro. Y entonces los muñecos dicen que "nos
vamos a quedar. Porque estamos en la atmósfera. El tiempo dará muchas
vueltas; de aquí no se sale nunca”. Y sigue lloviendo en Madrid.
-¿Y ahora que estás más preocupado por cuidar tus textos, los
revisás, los reescribís?
-Sí, claro, ya lo aprendí. “En la atmosfera "es de hace cuatro años y
está muy trabajado. He empezado a tomarme en serio la literatura.
-¿Hay alguna exigencia de tipo literario? ¿Sentirte más expuesto?
-Bueno, pienso que lo que he dado hasta ahora no es todo lo que yo
puedo dar. Además, tengo necesidad de escribir, como tiene necesidad de
comer el que tiene hambre. Y sí, me exijo más porque quiero ser mejor
escritor. Yo con la literatura tengo una relación amistosa desde la escuela
primaria, no es algo extraño ni lejano, sino que yo estoy dentro de ella.
Somos amigos de la infancia y tenemos suficiente confianza; mis primeras
cosas las escribí en la escuela primaria. La diferencia, cuando digo
tomármela en serio, significa que ahora todas mis energías se las dedico a la
literatura, mientras que antes las repartía en otros oficios, en el periodismo,
y en la música, no te olvides. Yo toqué diez años, o quince, la viola en el
cuarteto de La Rioja. Ahora la abandoné totalmente, lo que siempre fue una
opción difícil para mí porque me gusta ser músico.
-Eso se nota en el hecho de que toda tu obra tiene mucha
sonoridad, y no solo en los títulos: trino, flauta, timbal...
-Sí, y particularmente en esta última novela, mi personaje juega mucho
con las palabras. Hay un tratamiento, no musical, pero sí sonoro. Es muy
importante cómo suenan las palabras.

¿Vos l»6o onvognltn7 .......


-Sí, claro. Hay párrafos que debo leerlos para ver cómo suenan. Yo
aprendí en Rulfo que hay momentos, palabras, que estallan de golpe. Por
ejemplo, la leche de la Felipa yo siempre la comparo con el Re de la
Chacona de Bach, el Re final. O, en ese cuento titulado "Es que somos muy
pobres”, hay un momento culminante cuando Rulfo dice que si la creciente
también le llevó el becerro, "mi hermanita la Tacha está tan-tito así de
retirado de volverse piruja” como las demás hermanas. Para mí esa frase es
el estallido del tema, pero además la palabra "tantito” es la que soporta todo
el peso del acorde maravilloso que es ese cuento. Como homenaje a él, y
como práctica, yo creo que cuando los cuentos dan, y el idioma se te
entrega, hay que buscar ese acorde.
-Quizás debí hacer esta pregunta al comienzo de la charla, Daniel.
Pero, ¿qué es el cuento, para vos? Como sentimiento, no como
definición.
-Para mí, es la manera más familiar, generosa, intensa y violenta que
uno tiene de salirse de la rutina y de la aburrida realidad. El cuento es ese
medio violento y rápido y hermoso de sacarte de esta realidad, para
conectarte con esa otra que vislumbramos, que deseamos.
-¿Y cuál fue tu primer cuento escrito?
-Uno que se llama “La espera” y que está publicado por Sudamericana.
Yo tenía un amigo que me criticaba siempre mis intentos poéticos, me
orientaba, me ayudaba mucho. Pero me decía que no me metiera con el
cuento porque era muy jodido, muy difícil. Un día le llevé "La espera ”y se
quedó mudo. Es una maravilla, me dijo, y fue su primer elogio así,
contundente. Yo era gasista, en ese entonces, y trabajaba para unos
alemanes, en Córdoba; no había podido ni terminar la secundaria, pero leía
mucho, muchísimo. Y estudié francés y alemán, porque estaba loco por leer
a Kafka en alemán. Apenas llegué a traducir algunos poemas de Hólderlin,
algo de Rilke, pero todavía no pude leer a Kafka en su idioma. Bueno, yo
tenía veinticuatro, veinticinco años, y me largué a escribir un cuento por
semana, lo cual no garantiza nada: el hecho de que salga un buen cuento no
significa que todos los que siguen tenga'n algún valor. Y después empecé
con la novela. Pero para mí la novela es un género más fácil. El cuento es el
género más difícil, porque participa de la poesía, y el lenguaje tiene que
estar muy
ajustado. Es como un capricho de Paganini, que hayque locarlo -
en un buen violín y bien tocado.
-¿Con qué escritor tenés una deuda más grande; a quién le debés
más?
-Creo que quien me decidió, no por un género determinado, sino por la
literatura, fue Kafka. El fue quien me dijo “no te queda más remedio que
escribir”. Kafka a mí me conmovió como nadie; me enseñó a descubrir la
realidad; lo que yo intuía absurdo, Kafka me lo demostraba. Me ayudó a
que tratara de evadirme de ella, o de modificarla, o de agregarle cosas
mediante palabras, mediante la escritura, que es lo que uno al final intenta
hacer. Uno con las palabras se fabrica las cosas que la realidad le niega, y
de paso uno trata de ahondar más en la realidad. Y otro fue Pavese, a quien
tuve la suerte de leer en su lengua. Así empecé con los cuentos y luego con
novelas. Pero yo no sé escribir novelas. Vargas Llosa sabe hacerlo. Yo no
tengo planes, yo me largo a navegar. Creo más en los textos que en los
géneros.
-¿Y con el cuento contemporáneo, con los maestros de este tiempo,
qué relación tuviste? Hoy hablabas de Rulfo, de Cortázar...
-Siempre digo que nosotros, los del interior, estamos más cerca de
Rulfo que de Borges o Cortázar. Se lo he dicho incluso a Julio. Creo que
por provincianos, sí, pero sobre todo por actitud ante el habla. A mí el
mundo de Borges, como dice Gombrowicz, me gusta y me halaga, pero no
me modifica ni me deja en el estado en que me deja un cuento de Rulfo.
Rulfo me toca en profundidad. Borges toca mi inteligencia, pero no me hace
vibrar cuerdas por simpatía, porque la suya es una metafísica fantástica,
conocida de antemano, pero no dice “tantito así de retirado de volverse
piruja". No lo puede decir. Entonces tengo todo el respeto, incluso cariño
por Borges, pero no es igual que mi amor por Rulfo. Y con Cortázar creo
que los del interior hemos aprendido mucho de él, pero no le debemos nada.
O le debemos agradecer, en mi caso, su amistad, y especialmente su actitud
ante la literatura, porque a nosotros nos habían educado en el cuello duro y
Julio nos ayudó a sacárnoslo. Es una deuda maravillosa... Pero lo que
quiero decir es que para mí el maestro de este siglo, en lengua castellana, es
Rulfo.
-Hace un rato decías no ser un escritor realista. ¿Como te
definirías? 0 mejor ¿cómo te sentís frente a las etiquetas? '
-NorrosTento cómxfc).Y mosé toque«s>«al¡dadniloquees ftBis
tasía, y este es un tema muy polémico y sobre el que podríamos hablar
horas y horas. Para mí los temas narrativos, con los que uno se encuentra
por vocación o por elección, son los que corresponden a las circunstancias
de cada uno. Yo podría haber vivido las mismas circunstancias que vos, y
sin embargo no haber escrito Luna caliente; yo hubiera escrito otra novela.
Por lo tanto, dentro de la circunstancia de cada uno, cada uno encuentra los
temas que inconscientemente desea buscar -o los temas se encuentran con
uno. Pasa como con las ondas sonoras: cuando uno se encuentra con ellas,
por afinidad o por lo que fuere, puede vibrar en una cuerda o en otra. Pero
hay que usar la cuerda necesaria. Así que si yo necesito ser absolutamente
realista, ¿por qué le voy a tener miedo a serlo? ¿Y por qué le voy a tener
miedo al panfleto, o al soneto? No, yo creo que hay que superarse y ser
libres ante este fenómeno milagroso de las palabras. Pero claro, eso no
quiere decir que uno deba fotocopiar la realidad. Por eso en “Tía Lila” no se
menciona a los militares.
-Ahí entramos en otro tema: el de la alusión.
-Claro. Y sea que es involuntaria, o buscada inconscientemente, lo que
yo sé es que no encontraría otra manera de contar que la que encuentro.
Siempre digo que los escritores no estamos para duplicar la realidad;
tenemos que trasladarla al lenguaje. Nosotros hacemos un mundo de papel.
En 1980 fui jurado en Cuba, y leí catorce novelas donde se describe la
tortura tal como la tortura es, y no me creí ninguna. Y no se puede creer
eso, porque es una transcripción de la realidad. Entonces nosotros, como
escritores, para hablar de la tortura, lo tenemos que hacer de manera tal que
nunca más se la puedan sacar de encima: hacerlo con palabras, y yo lo
intenté en El vuelo del tigre. De modo que realista no creo ser, pero no sé
que etiqueta me cabría. Quizás realismo mágico, porque a la realidad no la
puedo negar. Yo no podría escribir un cuento con fantasmas, o sí, pero
siempre con una referencia a la realidad. O salvo que me proponga jugar.
Lo que digo es que las cosas que me llegan las derivo a algunas cuerdas. Y
así un texto testimonial, como el "Relato del halcón verde y la flauta
maravillosa", puede estar lleno de imaginación; porque si matás un Falcon
verde de la policía con la nota Re de una flauta creo que es un hecho
imaginativo, ¿no?
JOSÉ BOBOS-......... —
ME GUSTA MÁS LA LITERATURA QUE EL
ÉXITO
27

La contratapa de casi todos sus libros, editados dondequiera, dice


exactamente lo mismo: "José Donoso nació en Santiago de Chile en 1924,
en el seno de una familia de médicos y abogados. Después de estudios
desordenados debido a rebeldías y viajes, regresó para terminar sus estudios
en la universidad de Chile y en Princeton. Ha sido profesor de literatura
inglesa en la Universidad Católica de Chile, redactor de la revista Ercilla
durante cuatro años y durante dos años profesor en el Writers Workshop de
la Universidad de lowa. También ha enseñado en las universidades de
Princeton y Dartmouth. Ha obtenido dos veces la beca Guagenheim”.
Seguidamente, va la enumeración de su obra publicada, que se inicia en
1955 con un libro de relatos: Veraneo y otros cuentos, y sigue con títulos
como El lugar sin límites, Casa de campo, El jardín.de al lado, entre otras
novelas. Su última obra es la impecable novela La desesperanza, publicada
el año pasado.
Pero eso no es suficiente para retratar a este hombre encantador, a este
amigo generoso y bonachón, a este escritor incomparable. José “Pepe”
Donoso es ante todo un viajero empedernido, un visitante fre-
euniilH lie Id Aigeiliiia, un enamorado de Buenos Airee ~
"babíTóñie ateneica”, como la ha definido- y un sempiterno visitante de la
Fe Internacional del Libro.
De modales amables y sonrisa siempre a flor de labios, camina los
pasillos, se dedica durante horas a firmar autógrafos en las portadillas de
sus libros, se sienta con quien quiera a tomar café, se deslumbra ante las
noticias de sus muchos amigos porteños, se entusiasma, gesticula, parece un
niño feliz. De manos inquietas que se entrelazan mientras habla, y luego se
desanudan para volver a trenzarse, es un conversador ameno, si por
amenidad se entiende el dominio de la narración oral, la sinceridad que
jamás oculta sus ideas, el toque de ironía o de buen humor, la risa ocasional,
el aire casual que sabe dar a las palabras más importantes. Y todo eso
resulta, cuando se lo entrevista ante un grabador, envuelto inesperadamente
en un casi tartamudeo que él resuelve, experto, con su muletilla tan chilena:
"Te fijas” esto, “te fijas" lo otro.
Nuestra amistad ha sido forjada en pocos años, algunos encuentros,
noticias que van y otras que vienen, saludos ocasionales y comunes afectos
por Juan Rulfo, por Ernesto Sabato.
Puesto que no es la obra cuentística de Donoso la que le ha permitido
ocupar el sitio que ocupa en la literatura contemporánea, era un desafío
hacer hablar del cuento a un enorme novelista como él. En abril pasado (de
1987), durante la Feria, enhebramos una charla de más de tres horas en la
Confitería de las Artes, de la cual estos son los párrafos más significativos.

GIARDINELLI: ¿Cómo fue tu relación con el cuento, cómo se


inició?
DONOSO: Fue lo primero que escribí y lo primero que publiqué: dos
cuentos escritos en inglés, cuando era estudiante en la Universidad de
Princeton, en los Estados Unidos. Tenía veintidós años. Yo leía mucho
cuento, pero mi intención ya era más bien novelística. La construcción de
mi imaginación es más noveh'stica: me gusta la forma generosa,
desparramada, caudalosa. No soy un tipo escueto, para nada. Pero amaba el
cuento, en particular el norteamericano y el inglés. Lo que se escribía
entonces me impactó mucho: el primer Truman Capote,
Carson McCwllerc, Rudoro Wolty, los escritores -del sur, una
generación brillante. Y en Princeton era el momento del redescubrimiento
de Henry James, a quien leí y estudié. Te hablo del año 48, 49, y me
entusiasmé con la sutileza y el regodeo de James. En mí había, claro, una
larga vocación de escritor pero supongo que no me atrevía todavía a una
Moby Dick, por lo que me quedaba aún en la fascinación de los cuentos de
Melville, o de Sherwood Anderson. No le quito nada a los rusos o a los
franceses, pero la suma del cuento norteamericano contemporáneo, desde el
siglo XIX, es algo muy imponente, te fijas. Algo muy espléndido.
-Tu producción cuentística es mucho menos conocida que tus
novelas. ¿En qué consiste tu cuentística y qué significa para ti?
-Bueno, luego de esos dos en inglés, tengo siete cuentos en mi primer
volumen, que se llama Veraneo y otros cuentos. Los escribí en mi juventud
y los publiqué cuando tenía veintinueve años. Están escritos un poco a la
sombra de Neruda, o en lugares nerudianos, como siempre escribí. Luego
vino mi novela Coronación y después otros cinco cuentos, que reuní en un
volumen llamado El charlatán. Y esa es toda mi producción cuentística.
-¿Por qué lo abandonaste?
-No lo abandoné. En realidad, lo que pasó fue que me incliné hacia un
género del que creo que me adueñé bastante, y del que me parece que soy
uno de los pocos cultores que existe en la literatura latinoamericana: la
nouvelle, que es la novela corta o cuento largo. Escribí Tres novelitas
burguesas y años después Cuatro para Delfina. Son cuentos-novela, en
realidad, y es un género que lo he heredado directamente de la literatura
inglesa. Los ingleses son los creadores de ese género.
-¿Qué distinguiría a la nouvelle del cuento y de la novela?
-Pues, a ver... El cuento corto es un destello. O debe serlo, o tiende a
serlo. Como decía Joyce, cada cuento es una epifanía, se construye
alrededor de una epifanía y ahí están los Dublineses, que son cuentos
magistrales. En el otro costado, la novela es como un saco, una bolsa, en la
cual se puede meter todo y donde es tan rico que esté todo; y de repente uno
agita el saco y se reordena toda la porquería que hay adentro, y adquiere
fuerzas distintas, tu ves, le das ur gotpo por agarW saco y se pone
chueco del otro lado, y así, es una forma muy dúctil, que obedece mucho a
las manos de cada escritor. La forma difícil, creo yo, es la nouvelle, no tanto
para escribirla sino para comprenderla, como forma. Yo diría que es un
círculo mucho más cerrado que la novela; no hay una epifanía como en el
cuento pero no es un saco tan vasto como la novela. Tiene una estructura
interna mucho más definida: pasa algo en la nouvelle, algo definitivo, pero
pasa lentamente.
-Tu generación, que es la del llamado boom, practicó el cuento. En
general, lo practicaron todos. Sin embargo, el gran desarrollo de esa
literatura latinoamericana, la fama, la aceptación popular pareciera
que fue de la mano de las grandes novelas, que son las que definen a esa
generación. ¿Qué opinas de ello?
-Yo diría que eso es cierto en algunos casos. Porque fíjate que Rulfo no
es solo Pedro Páramo, y si tú prescindieras de Rayuela igual quedaría el
Cortázar de sus cuentos. Pero de todos modos creo que la respuesta pasa
por otro lado: y es que mi generación fue una generación novelísticamente
muy pretenciosa. En el sentido de que quiso dar una respuesta al mundo
contemporáneo. Fue una generación de novelas enciclopédicas, con un
deseo de universalidad, de trascendencia enormes. Hay una cosa
megalómana, que no va con la cuentística y sí va con la novela. Y en
algunos casos, esa ambición megalómana fue cumplida ampliamente. No
nos pondremos a enumerar, pero en algunos casos que todos conocen se
cumplió de manera espléndida, ¿no?
-Cuando juzgas un cuento, cuando lo saboreas o lo rechazas,
¿cuáles son los elementos en que basas tu juicio? ¿Cómo se rige tu
sensibilidad, tu gusto estético? ¿Abordas un cuento o dejas que él te
aborde a ti?
-Primero debo decir que soy, ante todo, un lector de novelas, y un
lector sempiterno. Pero igualmente, cuando leo cuentos no me guío por un
sentido mecánico. Le aplico los mismos gustos que le aplico a una novela:
una buena escritura; una inteligencia: una visión ambiciosa de lo que es la
vida. Hay cuentos que en cinco páginas te pueden dar todo eso; ahí están los
de Juan Rulfo, por ejemplo. Los leo y requeteleo; "Macario” es uno de mis
preferidos.
-¿Cuáles son los mejores cuentos que leiste en tu vida? quien no soy
un gran admirador. "Myriam”, de Capote, me es inolvidable. Algunos de
Cortázar: "Casa tomada "que a mí me enloquece, me encanta
probablemente porque yo ando por esos mismos rieles. Alguno de Borges,
claro, como “Funes, el memorioso”. Otro que no puedo dejar de mencionar
es "Lo real "de Henry James. Los cuentos de James son extraordinarios,
porque son cuentos que analizan el fenómeno de la percepción artística sin
tocarla; son una elipsis permanente.
-Siempre sucede que responder la pregunta anterior lleva a definir
el cuento que le gusta al entrevistado. En tu caso, ¿es lo temático lo que
más te importa; no te interesa la técnica?
-Claro que no, para nada. Me interesan otras cosas, como la teoría,
pero no me importa la mecánica. Creo que un cuento, o una novela, puede
ser mecánicamente muy pobre y de un gran significante. El caso típico es
Los endemoniados, de Dostoievsky, que técnicamente es una porquería. O
Los miserables, de Víctor Hugo, que es una de las novelas más mal escritas
que pueden existir, te fijas, y sin embargo es una gloria de la literatura. A
mí lo que me interesa es pensar qué parte de la experiencia humana -o qué
partes- se contiene en una frase.
-Hay un valor en materia cuentística que, en Argentina, y en
general en Latinoamérica, parece toda una moda: la espontaneidad. Y
por lo mismo que tú señalas -el destello- pareciera que si un cuento es
espontáneo ya tiene valor. Importa la vertiginosidad, la vuelta de
tuerca, el final inesperado...
-Yo no estaría de acuerdo con eso. En absoluto. La espontaneidad
psicológica del autor no tiene importancia; lo que importa es convencer al
lector de que ha habido espontaneidad en la creación. Me parece más
relevante el artificio de la espontaneidad que la espontaneidad misma.
-¿Para lo cual hace falta técnica?
-Hace falta mucha teoría.
-Y lectura. Y talento, como bien señala Denevi. ¿Pero qué es eso de
la teoría? ¿Reglas, leyes? Cortázar fue uno de los que teorizó sobre el
cuento. Valadés lo ha hecho, el mismo Borges. Personalmente, creo que
arwny HIm luyut I.l ||.I. . I ■ i...... |- ¡T n¿Ji' • ....-i^TarpmtlüTm t«y
prnpht^
¿Tú qué crees?
-Para mí, cada cuento tiene su propia biografía, y al nacer lleva
determinado en sus genes lo que va a ser. Hay una genética cuentística, ¿no
crees? Así como los genes determinan lo que el ser humano desarrollado va
a ser, en el cuento pasa lo mismo. En la literatura. Y lleva marcada la serie
de leyes que van a gobernar su crecimiento. Y hay cuentos que necesitan
este grupo de leyes, y cuentos que necesitan un grupo de leyes contrarias.
Hay, sí, muchas teorías, pero honradamente creo que la gente, o los
escritores, suelen pensar que una cosa mata a la otra, y que si tú escribes un
cuento espontáneo es porque hay que escribirlo así, y no porque se puede
escribir uno espontáneo y los otros pueden ser totalmente un artificio. O hay
otros que dicen que el cuento es un artificio y todos los otros son malos; y
entonces se está totalmente en contra de la espontaneidad... Y yo creo que
debemos aceptar -yo lo acepto- la variedad. Me gusta la variedad, y aun la
contradicción, en los cuentos de un mismo autor. Eso es precioso: la
variedad está en el genio del tipo. Los escritores somos muy mentirosos, tú
sabes, y mentimos mucho sobre nuestras propias obras, de las que no
entendemos nada, absolutamente nada. No sabemos ver nuestra obra.
-Por eso hacen falta los críticos, mal que nos pese en ocasiones. Y
por eso Jorge Ruffinelli dice que “a la literatura la hacen los críticos;
los escritores solo escriben libros”.
-Claro, porque en el escritor hay algo de anarquista. Uno escribe
realmente solo lo que se le antoja, lo que le viene, lo que en un momento
dado se le ocurre. En mi caso, mira, la prueba más grande es que jamás he
pertenecido ni a un club de fútbol, ni a un partido político, ni a una clase
social definida, ni a nada. Yo por eso no me embarco con ninguna teoría,
tampoco en literatura. Pero atención: me interesa la teoría como forma de
saber. Como forma de aprendizaje, de interpretar, como cosa a posteriori,
como elucubración. Porque la literatura no es solo lo que se escribe, sino
también aquello sobre lo cual se escribe. Y por eso ahora hay tanta
literatura sobre la literatura.
-En tn nhra m nf In permisivo, . lo-. no «Morsetodo. Hay
transgresión y hay mucho de ilimitado (no en vano, y creo que
simbólicamente, una de tus novelas se titula El lugar sin límites). ¿Te
gusta ser así, o te io censuras?
-Ni lo censuro ni lo aplaudo. Yo soy eso. Soy permisivo conmigo
mismo, también. Es una actitud de vida, no una actitud literaria.
-Para muchos, ei problema dei cuento es su indefinición. Mucha
gente no puede vivir si no ie definen ias cosas...
-Ah, pero yo no voy a ser quien ofrezca solución alguna para el
problema del cuento. No sé cuál es la solución. Se me ocurre que no debe
haberla. Y es que si la hubiera, ya alguien habría escrito el cuento perfecto.
Y nadie ha escrito el cuento perfecto, te fijas, porque si alguien lo hubiese
escrito ya no habría la necesidad de escribirlo. Esa es la magia de la
existencia, es la magia de estar vivo: todo el tiempo uno está buscando una
solución para algo que uno sabe que no tiene solución.
-¿Somos tenaces o irresponsables?
-Yo creo que Dios es el irresponsable, verdaderamente, si es que lo
hay. Porque nos dio la facultad y la ambición de saber la verdad, pero nos
ocultó la posibilidad total de saberla. Es el hombre el que empuja más y
más el muro de la oscuridad. Y esa extraña invención del hombre que es
Dios -Dios fue creado por los hombres, como todos sabemos-nos tiraniza
más y más.
-¿Un escritor cambia con ios años, Pepe?
-¡Por cierto! Pero solo si la palabra cambio no significa dejar de ser sí
mismo. Quiero decir: mi hija, que es muy cruel conmigo (tiene diecinueve
años y puede darse ese lujo) y es muy mala lectora, no le gusta la literatura
y le da mucha vergüenza que yo sea escritor -y me lo dice y peleamos el día
entero-, ella me dice que yo creo que escribo novelas distintas y en realidad
estoy siempre escribiendo la misma novela. Desde Coronación hasta La
desesperanza. Y por eso a ella no le interesan mis novelas, porque leyendo
una dice que las ha leído a todas. Un crítico norteamericano me ha dicho
que todas mis novelas se estructuran igual: en el centro hay una casa, un
espacio cerrado, ya sea burdel, mansión/convento, casa decadente. Una casa
que significa una estructura y un orden; un interior ordenado que es
amenazado por
gu! te-j; • te?*-."-1?. v? *rr,*A t,a "O *"ar* ae> anmt~ última novela, La
desesperanza, pero no pude evitarlo. Menos evidente, pero me salió una
casa al medio.
-¿Y por qué tratar de evitarlo?
-Ah, porque uno siempre trata de saltar más allá de su propia sombra,
te fijas. Y con los años, uno cada vez quiere escribir una novela nueva. Uno
escribe diferente. En este período de mi vida, cuando tengo sesenta y tres
años, estoy escribiendo muy gozosamente, en oposición a un no goce
anterior. Yo escribí con dolor, incluso dramáticamente. Porque toda novela
mía conlleva una somatización de una enfermedad grave: El obsceno pájaro
de la noche me produjo un derrame de úlcera; Casa de campo me produjo
un síncope en casa de Luis Buñuel y perdí la memoria y no sabía quién era.
Y curiosamente me acaba de suceder el año pasado: el día que le mandé los
originales a la Carmen Balcells tuve una embolia y me quedé, fíjate, sin
palabras; me quedé sin poder hablar. Perfecto, ¿no?
-¿El éxito, también cambia al escritor?
-Me imagino que sí...
-La verdad, Pepe, con el corazón en la mano...
-Sí, claro, Mempo, si yo soy una persona infinitamente vanidosa... No
cuesta nada decir esta verdad, te fijas. Si uno quisiera ser solemne, diría que
lo que cambian son las exigencias, las expectativas ajenas. Pero yo diría
simplemente que el éxito lo cambia a uno permitiéndole una mejor relación
con la literatura. La página en blanco ya no es tu enemigo. No te sientas a la
máquina, en la mañana, sintiendo que tienes que hacerte valer como
escritor. No, con el éxito ya has escrito, ya sabes que eres escritor. Lo que
estás dando es un don, es una cosa gratis, y no tienes que justificar nada
tuyo.
-Pero esto también ha hecho cometer muchos errores a más de un
escritor... Y de tu generación.
-Por cierto, sin dudas. No haremos nombres, pero tú y yo sabemos que
es así. A partir del éxito, se han hecho cosas penosas. Yo espero que en mn
caso*no sea asú Creo que permanezco |o sufidentemente neurótico como
para estar alerta. Pero, fundamentalmente, me gusta mucho más la literatura
que el éxito, ¿entiendes?
-No me alejó, insisto en que me gusta más la forma desparramada de la
novela, pero fíjate que yo, en Santiago, tengo un taller de cuento desde hace
seis años. No estoy para nada alejado.
-No hubiera pensado que eras partidario de los talleres.
-Ah, pero yo encuentro que es siempre recomendable ir a un taller.
Porque la ambición del taller es muy modesta, creo yo. En el caso nuestro,
el caso chileno, viene a cubrir una ausencia. Antes se hacía literatura en los
cafés, en la tertulia, en el salón o en el libro de recuerdos de las casas. Se
leían poemas, se dejaban cuentos. Había un intercambio y la literatura era
interesante. Ahora, ha dejado de ser públicamente interesante.
-¿Sustituida por la televisión? ¿0 por la política?
-Por la política, sin ninguna duda. En Chile ya no se habla de otra cosa
que de política. Y entonces, la ambición modesta de un taller es
proporcionar un espacio para hablar de literatura.
-Pero me imagino que sin que por eso el participante deje de estar,
en su vida cotidiana, totalmente embebido contra el canalla de turno,
¿no?
-Por supuesto, e incluso el canalla de turno define muchas de las cosas
que estamos haciendo en el taller. Absolutamente, pues; si no se habla de
otra cosa, no se escribe de otra cosa.
-¿Y qué va a pasar con la literatura chilena, entonces?
-Yo me temo que puede secarse. Ese único tema puede producir una
literatura muy pobre, a largo plazo, más allá de que coyuntural-mente pueda
ser útil y necesaria, ahora.
-¿Tú lo adviertes, en tu taller, en los nuevos escritores?
-Totalmente. Y en dos sentidos: por abordar ese único tema, o por
escaparle. En uno o en otro, la realidad que vivimos no puede dejar de estar
presente.
-¿Y a ti también te motiva lo que pasa en tu país?
-Mira: cuando uno ya es un hombre bastante mayor, como soy yo (y lo
digo con melancolía; no me gusta ser mayor, quisiera ser más joven), ve que
la gente de su generación, de la mía, se interesa cada vez menos por las
cosas que no son inmediatamente prácticas. Entonces, no tengo
interlocutores de mi edad, y me siento solo. La gente más
jóvéit M5 Trae a coiacldn piuUImnas, vivencias, gustes,
ecneeiiwiéRiW aficiones, modas, palabras, dichos, giros, que yo no
conozco. Y eso me encanta. Pero también me da terror, porque veo que me
quedo atrás y que no tengo entrada en lo nuevo. Veo que lo mío es otra
cosa. Y me encuentro aislado... Pero también me pasa algo muy bueno: de
este modo sé muy bien de qué estoy aislado. Conozco aquello que me aísla,
y puedo sortearlo.
-La magia restauradora de las palabras. La literatura como
panacea, como fuente de vida, ¿verdad?
-¿Por qué no? Es exactamente así.
MARÍA ELENA WALSH----------
28
EL CUENTO INFANTIL NO ENTRA EN EL PARNASO
No es fácil que acepte ser entrevistada. Y cuando acepta, luego dice
que se ha arrepentido. Habla de leyendas correntinas, prepara un té
exquisito y deja al visitante asombrado ante el buen gusto y luminosidad de
su piso en el Barrio Norte porteño, de vista magnífica y bibliotecas repletas
de ediciones antiguas, en español, inglés y francés, lenguas que domina. El
aire que se respira a su alrededor es limpio, fresco, pero es difícil romper
sus precauciones. A primera vista, es una mujer que ni seduce ni se deja
seducir. Pero a poco de la conversación, del té, de la literatura, asoman su
franqueza, su espontaneidad, su carcajada traviesa.
No es fácil entrevistarla, pero es grato hacerlo. De respuestas breves,
concisas, es evidente su timidez. Sus modales suaves, su mirada directa y
azulísima, sin embargo, crean lentamente el clima propicio para que uno se
olvide de que está frente a un personaje famoso, casi una diva. Y aparece
una mujer sencilla y lúcida, juguetona, picara,
mente sería hermoso merecer la amistad. Y una mujer, también, que ha
escrito algunas de las páginas más bellas de la literatura nacional (sin el
aditamento “infantil” al sustantivo) y memorables artículos ensayís-ticos
como aquel que tituló “El país jardín-de-infantes".
Nacida en 1930 en Ramos Mejía, partido de La Matanza, en las
afueras de Buenos Aires, María Elena Walsh se inició como poeta a fines de
los años cuarenta. En 1960 se inició como autora de cuentos y canciones
para niños, y como todo el mundo sabe es una de las escritoras más
populares de la Argentina del último cuarto de siglo. Es miembro,
asimismo, del Consejo para la Consolldación de la Democracia. Esta charla
se realizó el último día de septiembre de 1987.
GIARDINELLI: Es casi inevitable pensar que el origen de tus
cuentos viene de cierta vocación nacida en tu infancia. ¿Es así?
WALSH: Yo me crié, en cierto modo, con el cuento en verso. Y
todavía tengo bastante debilidad por la poesía narrativa. No me importa si
es buena o mala como poesía; la juzgo como narrativa porque posiblemente
fue lo primero que absorbí, en las nursery rhymes [versos para niños] que
cantábamos en la escuela. En una cuarteta te contaban un cuentito, una
historia. Tenía principio, medio y un final, que a veces era dudoso,
generalmente dramático. Versificado, tenía estructura de cuento. Y yo me
familiaricé con el cuentito en verso.
-¿Y qué es el cuento, hoy, para vos? ¿Qué significa como género
literario, en tu producción?
-Bueno, eso vino en otra época, la de la instrucción. Al ser “leída”,
como se dice, ya me fascinaba todo tipo de cuento, pero lo que pasaba es
que recibía oralmente, de mis padres, mucho cuento en verso. La cultura
familiar, en mi casa, era de mucha lectura pero no de tipo académico. No
había universitarios en la familia. Pero sí se tenía afición por la buena
lectura, por la novela; se leía a Dickens, a Verne, etcétera Y es curioso;
prácticamente no tengo recuerdos de que me contaran cuentos, pero si
muchos versos que eran en sí cuentitos, e incluso muchas letras de
canciones eran narrativas, dramáticas. Las primeras letras de tangos eran
todos cuentos, hechos dramáticos.
¿tenías alguna fantasía, o vocación inconsciente, para convertirte
en narradora? ¿Querías contar?
-No. E incluso no he escrito demasiado. Y últimamente, que me he
puesto a escribir, me doy cuenta de que extraño mucho la poesía. La
síntesis, los rápidos desenlaces. Sean para chicos o no. Extraño mucho esa
forma. Siento algo muy raro, como que es una pérdida de tiempo muy
extraña seguir los hilos de un relato.
-¿Leiste mucho cuento? ¿Cual fue tu formación?
-Bueno, habría que acotar esa pregunta, porque uno ha leído tanto...
Diría que desde muy temprano, me fascinaron mucho los cuentos de Las
mil y una noches. Algo maravilloso, entre lo primero que leí y que aprecié.
Y también Perrault, ¿no? Yo sigo pensando que los cuentos clásicos de
Perrault, pasada su época de anatema de parte de los psicólogos, son
bastante insuperables. Y después descubrí los folklóricos, esos que dan la
vuelta al mundo, que florecen en todas partes con ligeros cambios de
personajes y situaciones.
-Conociendo tu obra para niños, uno se pregunta qué te pasó con
los hermanos Grimm, con Anderson, con Monteiro Lobato...
-Bueno, los junto un poco con Perrault. Son cuentos de una época de la
vida en que se los lee conjuntamente.
-¿Y los fabulistas?
-No, los leí después. En mi etapa formativa no frecuenté la fábula, ni
ningún tipo de literatura moralista. Me salvé, diría, porque en el colegio
había una literatura y una poesía escolares, pero no especialmente
moralista. No sé, se diría que solo últimamente estoy más atenta al cuento.
La verdad es que es un género que voy redescubriendo. Y ese
descubrimiento a lo mejor viene de mi lectura entusiasta y constante de la
segunda parte de El Quijote, que es una serie de cuentos dramáticos, ¿no?
-Vos hablas de poesía narrativa, y en tu caso creo que es muy
evidente que hay un paso de lo poético a lo narrativo, una traslación
que se observa en tus canciones, que son versos pero también son
cuentos. ¿Cómo se dio eso; de modo inconsciente o fue una elección?
-Me cuesta precisarlo. Creo que es algo que se fue dando; la necesidad
y la ilusión de escribir cuentos, y cuentos breves, y de mucha
annifin. ¿Ign giia rnn q ng fhfw/Ta hn he rnngggntrtn; wv 1111
grtuuwf muy difícil. Estoy pensando, claro, en cuentos específicamente
para chicos. Tengo algunos, pero me salieron -los que parece que están
mejores- cuentos largos, casi nouvelles para chicos; los que están en mi
libro Chaucha y palitos. Son cuentos quizá un poco barrocos en materia de
lenguaje.
-¿Eso es así por una exigencia íntima tuya, o por exigir al niño
lector?
-Es una exigencia mía, porque yo quiero exigir al niño. Me preocupa
que hoy tienen un lenguaje terriblemente empobrecido: todo es relindo,
reesto y relootro, y no me resacás de ahí y me recopa, y bueno... Si no,
dicen que agarré la cosa y después estaba el coso... Es pobrísimo. Si Filloy,
en el último número de Puro Cuento, dice que el lenguaje de los argentinos
es pobre, el de los niños y los adolescentes es pobrísimo, no llega no a 800,
yo diría que ni a 400 palabras, salvo el lenguaje técnico que puedan
dominar, como el del deporte o de la cibernética. Entonces y por todo eso
me dio como un ataque en contra, y escribí para chicos más grandes, para
preadolescentes y con un lenguaje rico, incluso con palabras inesperadas,
raras, de esas que hay que buscar en el diccionario. Y bueno; que las
busquen o que se queden en la sonoridad de la palabra. Pero no podemos
contribuir a empobrecer aún más el lenguaje.
-¿En tus canciones hay una clara estructura narrativa, cuentística.
Pienso en “Osiris”, en “Manuelita”, entre tus clásicas. ¿Cómo las
trabajaste? ¿Como cuento versificado?
-Salían espontáneamente. Hay un mecanismo muy mágico, que es el
de la rima. La rima es la que te lleva a una determinada historia. Va
ordenando el ritmo narrativo.
-¿Lo intuiste así o lo buscaste conscientemente?
-No todo lo que se busca resulta. O resulta artificioso, al menos en
materia de rima. Es bastante fatal. Se nota el esfuerzo y lo que resulta es
terrible. La rima tiene su propia magia; es como un mecanismo
inconsciente; y hay momentos en que uno puede dejarse llevar por él, y
otros momentos'en que no. Es como las actividades parapsicológicas: de
pronto uno es vidente, pero lo es un día y no de manera voluntaria.
-¿Creés en la inspiración?
-No;-nn eren en 1 ta 1 tapilrwlrtir, 1 pBnmLaea:?|Tia 'n^fehac veces
hay que dejarse llevar por juegos involuntarios, inconscientes. Y no hay
problema en no saber explicarlo.
-¿El material de tus cuentos y canciones, de dónde salió? ¿De
experiencias vividas, de la realidad, de la pura imaginación?
-Hay de todo. De hecho la génesis de mi literatura es como la de
cualquier otra: partir de un hecho o personaje real y transformarlo, o dejar
que se transforme solo a medida que uno lo utiliza y lo describe. También
hay otra génesis, que son trabajos de traducción, versiones más o menos
libres, de las nursery rhymes. También lo he hecho con algún poema de
Lewis Carroll. Y también he utilizado elementos y personajes de otras
literaturas, deformándolos. Y también del folklore. Somos sintetizadores de
una tradición, y en Argentina eso es notable porque somos todos nietos de
gringos, de inmigrantes: hay mucha variedad de tradiciones.
-En tus trabajos hay mucha presencia del folklore, del
costumbrismo, del regionalismo. ¿De dónde viene eso; de viajes, de
investigaciones?
-No, fue algo precoz. Creo que eso lo absorbí y lo incorporé en mi
juventud. Cuando me empezó a interesar el folklore y comencé a observarlo
-no solo el nuestro, sino también lo que había heredado en inglés- fui
sintetizándolo. Yo he viajado muy poco, pero es evidente que el lenguaje y
las tradiciones del interior de nuestro país están emparentados con otras,
tanto de España como del resto de América.
-Hay una pregunta que te habrán hecho infinidad de veces, y que
no puedo evitar: ¿cómo fue que te orientaste hacia el público infantil?
¿A qué se debió?
-¡Esa es la pregunta que no me debías hacer! Porque no hay
explicación, ni yo misma lo sé... No tengo respuesta; supongo que solo
puedo decir que sentía la necesidad de hacerlo y al mismo tiempo quizás
llenaba un vacío.
-Pero me parece importante establecer si fue una elección o no,
porque hay autores que creen escribir cuentos para niños cuando en
realidad hacen cuentos de adultos nostálgicos, dirigidos a otros adultos
nostálgicos, con sujetos niños. Que no es lo mismo. En tu caso, es
notable cómo a lo largo de veinte o treinta años el destinatario, el
interlocutor, es siempre
.rnf'wwm' 'T w»! an* WgHWto» |WWln Iww IMHWÉB ' Im
pgp^i,-tMraHBHf—
Y de que han pasado ya dos o tres generaciones de niños que
fueron. T
-Claro, yo también he notado ese peligro en cierta literatura nostálgica
del adulto que está tratando de recuperar su infancia, en lugar de
incorporarse a la infancia actual, a los que hoy son chicos. Yo he visto eso
con cierto rechazo de mi parte... Pero en mi caso, creo que mis cuentos son
vigentes por esa preocupación, o esa carambola, de que siempre he querido
estar entre los chicos, y no como adulto que se dirige hacia los chicos. Yo
he querido compartir.
-Me parece una respuesta muy humilde, atribuirlo a una
carambola, a una casualidad...
-No, pero no es humilde y sí es carambólico. Porque muchas veces
buscás eso, el compartir, y no lo conseguís. Hacés un tremendo esfuerzo y
los chicos no lo sintonizan. Quizás haya otro tipo de explicación
psicológica, psicoanalítica, que sería mucho más precisa, pero esa es otra
historia en la que prefiero no meterme. Pero en fin, creo que hubo algo de
carambola, si bien hubo también algo de lo que siempre fui muy consciente:
que no quería hablar desde la nostalgia, sino que la infancia era algo
presente para mí.
-¿Y el humor, la gracia, salieron sin búsqueda?
-Bueno, yo diría que mi preocupación en ese sentido era el chiste. El
humor que surge de la situación irreverente; cierta afición por el absurdo.
Las nursery rhymes tenían todo eso; era una tradición oral. Ahora, como
lecturas, vinieron después: Saki, Jonathan Swift. Pero en general, creo que
tuve oreja para absorber el disparate. Tengo buen oído para eso. Y me
gustaban mucho las historietas, de humor y fantásticas, tipo “Mandrake el
Mago".
-Creo que estarás de acuerdo en que en el cuento no hay reglas,
pero ¿hay algunas normas inevitables, alguna preceptiva ineludible
para el cuento infantil?
-Sí, es posible que las haya, y yo las conozco, al menos a las mías
propias. Pero no siempre las alcanzo ni creo poder enumerarlas
exhaustivamente. Pero, por ejemplo, el cuento para chicos requiere algunas
cosas: acción, mucho humor, gracia, juego con el lenguaje, sentido del
disparate...
->V aué eon la perversión. que es m material .tan ■ infantH? lite .
refiero. a lo truculento. En tus obras aparece poco o nada.
—Sí, y eso fue bastante deliberado. En las rimas inglesas en las que yo
me formé, si uno las lee prestando atención al sentido, hay mucha crueldad,
mucha truculencia. Y también la había, tradicionalmente, en todo el
material destinado a los chicos. Mucha necrofilia, lo cual es muy español.
En lo tradicional español eso es notable; canciones como “Ya se murió el
burro" y cosas así.
-Posiblemente eso tiene muchos siglos, ¿no? Las fábulas de Iriarte,
de Samaniego, son muy crueles.
-Sí, e incluso el tema de las brujas malas, y los ogros, son tradicionales
en todo lo que se destinaba a los chicos, en muchas culturas. Y bueno, todo
eso quise romperlo deliberadamente. Quise que entrara un poco de aire
fresco, a través de personajes y situaciones graciosas, divertidas, y
suprimiendo la crueldad. Claro que no creo que haya que suprimir
totalmente la crueldad, ni pintarle un mundo color de rosa a los chicos, pero
en ese momento, cuando yo empecé a escribir, me parecía que había que
limpiar un poco la escritura para chicos.
-¿Hubo una intención, digamos, ideológica?
-Sí, si se quiere, sí. Sentía la necesidad del aire fresco, más que la
intención. Poner más chiste y broma, y menos necrofilia, escuela y
solemnidad.
-¿Cuando escribís, pensás en un lector tipo, en un modelo de niño?
-Sí. El niño en el que he pensado siempre es, en general, el de edad
preescolar. Por eso no me refiero a ese mundo ya cibernético y galáctico
sino que me dirijo a chicos que necesitan historias simples, utilizando el
lenguaje como un juego, y además, esa edad me gusta mucho porque los
chicos no están domesticados por la escuela. Solo hice un libro pensando en
chicos más grandecitos, donde hay algún elemento fantástico moderno.
-¿Escribiste cuentos que no fueran para niños?
-No, la verdad es que no. O sí, bueno, he escrito algunos pero nunca
los publiqué. No me convencieron.
-¿qn» vtnrntantrin y qué tmpnrlannia tuivn ta mágica para tus n
mu-i. «
ciones versificadas, si así puedo llamar a tu género? ¿Escribís
pensando musicalmente?
-No, primero se hacen siempre las letras. Es lo que suele suceder;
primero se hace el texto y después se experimenta con la música. Cada
texto trae su música. Cuando se lo tiene, se trata de encontrarla.
-¿Cómo es tu forma de trabajo? ¿Tenés algún método?
-Depende de muchas cosas. Si encaro un trabajo que sé que puede
tomar forma de libro, trabajo de manera obsesiva, todos los días, con
muchísimas dificultades, eternas correcciones, reescrituras y
recontraescrituras... No soy disciplinada en el sentido de trabajar
determinadas horas o páginas por día, que más bien me parece que es el
trabajo de los novelistas o ensayistas, pero cuando veo que una obra que
tengo entre manos parece querer ser un libro tengo que ser obsesiva,
dedicarle todo el tiempo posible, estar metida, pensando solo en esa obra.
Además, creo que cuando uno escribe, también le atraen determinadas
lecturas. Yo leo mucho, cuando estoy escribiendo. Cosas estimulantes.
-Un tema odioso, pero inevitable si se te entrevista, es el de la fama.
¿Juega un papel de exigencia para vos?
-No pienso en eso. Como no pienso en escribir para complacer, ni para
vender. En todo caso, la única complacencia que me importa es la de los
chicos, pues escribo para ellos. Pero no pienso en mantener un nivel de
prestigio, ni en el reconocimiento. No niego que pueda haber épocas en las
que se siente alguna presión, incluso una presión muy grata, de gente que te
pide si no tenés un libro, que te quiere editar. Pero no lo quiero sentir como
una presión. Es algo que hay que dejar de lado.
-No sé como es la respuesta que has recibido en otros países, pero
diría que tu obra es muy argentina, y es obvio que aquí la aceptación es
unánime y masiva. ¿Cómo ves a tu lector argentino? ¿Es diferente? Me
refiero a que cuando vos decís “Jujuy”, un chico argentino lo ubica de
inmediato. Dicho de otro modo: ¿el color local le ha hecho ganar o
perder universalidad a tO obra?
-No tengo la menor ¡dea. Pero por lo que he apreciado a través de mis
actuaciones en público -más que por los libros, pues eso es casi imposible'
ríe imedlr^rttrf» gris frrnpirtP7 y . la astunta dpi píihlicn argentino es
bastante especial. Sobre todo la rapidez mental; se establece enseguida una
corriente de sobreentendidos. En otras partes donde he actuado, en cambio,
tenía que hacer explicaciones o necesitaba más tiempo para conmover. Pero
esto creo que es solo una cuestión de ritmo. No hay ni quiero decir nada
despectivo de otros pueblos, quede claro. Quizá sucede que hay un ritmo
humano diferente. Y un sentido del humor distinto. De pronto, en España
causa una gracia loca un chiste que a nosotros nos deja duros, y al revés.
-Si embargo, María Elena, en los últimos tiempos yo aprecio
cambios en los argentinos. El nivel promedio de lo que se escribe es
mucho más bajo. Siento -aunque sea duro decirlo- que hay como una
pérdida de inteligencia, un enorme embrutecimiento. La crisis
económica hace que la gente gaste su energía en pensar en términos de
dinero, y eso produce embrutecimiento, y la literatura también lo
delata.
-Bueno, querido Mempo, pero ¡es que nos han hecho un lavado de
cerebro tremendo en estos últimos años! Nos han tratado de embrutecer,
deliberadamente, como propuesta cultural, y eso deja secuelas. ¡Por
supuesto que sí! A nuestra juventud se le ha lavado el cerebro, y además, en
los últimos veinte años, hay un alarmante deterioro en la educación. Esto,
de ninguna manera obedece a la falta de voluntad e interés del gremio
docente, que es un gremio maravilloso y heroico, pues hacen todo lo más
que pueden. Pero una maestra que está mal pagada, frente a una clase de
sesenta chicos carenciados, no puede hacer milagros. Y también es parte del
deterioro, quizás -digo quizás porque no lo sé con exactitud- el aplicar
métodos modernos de enseñanza que favorecen mucho el estudio de las
matemáticas y que por eso descuidan el lenguaje, la parte humanística, el
pensamiento, las ciencias sociales. Yo lo noto en las cartas: ahora un chico
de sexto grado me escribe con una redacción equivalente a la de uno de
segundo o tercero de hace veinte años.
-En nuestro Taller Abierto sucede algo parecido: los textos de
principiantes parecen demostrar que si quien se inicia en el cuento
tiene más de cuarenta o cincuenta años, posee una prosa regularmente
correcta, aceptable ortografía, cierto dominio de la sintaxis y hasta un
sentido de
dacción es muchísimo más pobre; el descuido, los hoiioies
ortográficos, imperan... Ha habido un hiato cultural, ¿no te parece?
-Sí, pero aquí hay también algo muy interesante para señalar: y es que
todo el mundo, en Argentina, hoy se quiere comunicar a través de la
escritura. Es como un fin en sí mismo, aunque no tengan demasiado éxito.
Por eso tanta gente va a talleres literarios, y creo que nunca se ha escrito
tanto. Eso me parece maravilloso: que todo el mundo escriba, y gente de
toda edad. Ahora bien, hay un nivel de calidad flojo, porque esas personas
suponen que escribir no es un oficio. No es como ser carpintero o
electrotécnico, que tiene que conocer el oficio y dominarlo. Ellos creen que
expresan sus estados de ánimo y nada más. Y por eso recibimos esa
escritura, de calidad que nos parece baja. Pero a mí me parece alto, si
pensamos en el deterioro en que han querido sumirnos.
-Volviendo al cuento, María Elena, ¿es un género que leés
constantemente? Y en tal caso ¿qué leés? ¿A quiénes?
-Sí, yo leo muchísimo, todo el tiempo. Y de lo último, me vienen
muchas ganas de mencionar -y pasarle el aviso- al Negro Manauta. Porque
tengo especial debilidad por él, y porque me parece un gran cuentista. Sus
temas camperos, entrerrianos, son de una extraordinaria agudeza. Yo
aprendo en cada línea de él. Está lleno de sabiduría, de sabor, de color. Por
lo demás, no tengo autores recurrentes o en todo caso los tengo pero
rotativos. La segunda parte de El Quijote como te decía. Carson McCullers
es una autora que me gusta muchísimo. Flannery O'Connor es quizá la
cuentista más extraordinaria, siniestra, truculenta... Y para seguir con las
mujeres, que a veces quedan fuera de estas nóminas, me gusta mucho la
cuentística de Doris Lessing. Por ella, conozco África como conozco
Ramos Mejía. Y además tengo la suerte de haberlas leído en inglés,
directamente. De los clásicos, me encanta Chéjov. De Cortázar, los
Cronopios, la parte más lúdica de el. De Marta Lynch me gustaron ciertos
cuentos que describían nuestros últimos años de'Tnanera un tanto tangencial
y con enorme maestría. Y dejo aparte la mención de Juan Rulfo. Es el
grande. El gran escritor de lengua española. Por encima de todos.
-En ctHffltMéRRWénto que se escribe actualmente en la
Argentim^, ~y al margen de nombres que no te pido, ¿creés que hay
algo que cambió; alguna característica nueva, diferente? Te pido una
intuición, al menos, ya que el tema requeriría un largo desarrollo...
-Sí, me gustaría pensarlo largamente. Pero intuitivamente, e incluso
por lo que veo en tu revista, y algunos libros que he leído últimamente, me
parece que sí hay cambios. Hay mayor capacidad de síntesis; una pulcritud
formal interesante, y no al divino botón como se ha practicado mucho;
necesidad de un cierto rigor para describir una realidad pero no de manera
pedestre sino a través de detalles y de climas. Yo creo que cuando se
decante toda esta enorme cantidad de escritura que se está acometiendo en
este momento, por suerte, va a dar lugar a un estilo, a una definición que
habrá que ver más adelante. Pero esto que digo es intuitivo y superficial.
-El genero cuentístico ha sido, a pesar de su riquísima tradición,
bastante dejado de lado últimamente (me refiero a un par de décadas,
por lo menos). Casi menospreciado por cierta industria editorial.
Ahora bien: dentro del género, el cuento infantil ¿ha sido también
maltratado algo así como un primo pobre de la literatura?
-La literatura infantil, claro que sí. Es un arrabal. Y un arrabal
desprestigiante. ¿Quién puede considerar que es escritor en serio alguien
que escribe para niños? A esta altura ya no me pasa, pero cuando empecé,
había muchos prejuicios. En cualquier estudio formal de la literatura de
cualquier país, lo infantil no entra. Pensá que Lewis Carroll ingresa en la
historia de la literatura inglesa cuando lo descubrieron los surrealistas,
tardíamente. Porque era rancho aparte. Y algo de esto persiste, por más que
hay un movimiento muy pujante para que se tome en serio el género. Por lo
menos, persiste en distintas esferas del poder cultural, por decir así, de
diversas ideologías.
-¿Y eso a qué se debe? ¿A menosprecio hacia el niño; hacia la
inteligencia infantil?
-Puede ser. Pero no lo sé. Habría que estudiar las causas. Creo que es
un concepto antiguo, muy atrasado. El mismo que hace que no se
consideren expresiones válidas a la fotografía, la historieta, la ilustración,
muchas ramas de la expresión artística. No fueron
aceptadas por las academias. ¥ eso pasa con el género infantil, c^W
pasa con todos los géneros populares, con el radioteatro, el teleteatro. Son
subliteratura.
-Pero convengamos en que el teleteatro suele hacer todo lo posible
para ser considerado así.
-Es verdad, pero también hay muy mala novela, y mala poesía. Pero
están dentro de la categoría académica consagrada. Primero son; después
decimos qué malas son... Son criterios antiguos, diría yo. Y a la literatura
infantil le pasa más o menos lo mismo. No entra en el Parnaso.
-Cuando vos decís “arrabal” te referís a que el cuento infantil es
un subgénero. ¿Qué se siente, pues, siendo escritora de un subgénero?
-Yo me siento muy bien. [Y se ríe a carcajadas.]
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EL CUENTO ES SIMPLEMENTE ATRAPAR
ALGO QUE ME GUSTA
29

Nacido en la ciudad de México, en 1940, licenciado en Ciencias


Políticas y graduado en La Sorbona, y miembro de una brillante generación
de escritores de fines de los años sesenta que se conoció como “La onda”
(con José Agustín y Gustavo Sainz, entre otros), René Avilés Rabila es uno
de los cuentistas más prolíficos de su país.
Reconocido por su prosa irónica, su afición al cuento fantástico y su
pasión por la síntesis y la economía de lenguaje, es también periodista
político, director del suplemento cultural dominical del diario Excélsior(e\
más importante de México) y profesor de tiempo completo en la
Universidad Autónoma Metropolitana de la capital azteca. Por si ello fuera
poco, es alto funcionario del área cultural del Departamento del Distrito
Federal (denominación oficial de la Municipalidad de esa capital de 22
millones de habitantes) y desde hace muchos años coordina talleres
literarios en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y en
diversas instituciones.
tante lo cual encontrarlo no es complicado, como no lo es concertar
una cita. En su casa de Pedregal del Ajusco, en el extremo sur del valle de
México, charló conmigo una larga noche de enero de 1988, ocasión que
sirvió para narrar su extensa vinculación con este género que, para Avilés
Fabila, es "casi una historia de amor de treinta años de duración”. De hablar
preciso, de impecable pronunciación de locutor (solo eso le falta ser) y
constante sonrisa cordial, se explaya casi sin mover las manos, como si no
necesitara sostenerse, o como si fuera sostén suficiente la constante y
amorosa mirada de Rosario, su esposa desde hace un cuarto de siglo.
De su vasta bibliografía, que incluye una veintena de títulos, es posible
que su novela El gran solitario de palacio (1971) sea la que le abrió las
puertas del éxito y de la fama. Ha escrito cuatro novelas más. Pero el grueso
de su obra son cuentos, entre los que cabe recordar sus libros Hacia el fin
del mundo (1968), La lluvia no mata las flores (1970), La desaparición de
Hollywood (1971), Fantasía en carrousel (1977), Los oficios perdidos
(1983) y Cuentos y descuentos (1986), entre otros. Su obra está traducida a
media docena de lenguas.
GIARDINELLI: Como en el caso de muchos escritores, tú eres
más conocido por tus novelas, pero también has escrito
muchísimos cuentos. ¿Cómo es tu relación con este género?
AVILÉS FABILA: Muy intensa. Porque, fundamentalmente, me
considero un cuentista. Empecé escribiendo cuentos, pero sucedió que me
vi forzado a modificar el rumbo por peticiones de editores que querían
novelas. Pero cada vez que me libero de esas presiones editoriales, vuelvo
al cuento. Más aun, no me siento novelista, sino cuentista. Porque, en
literatura, lo que me deja realmente satisfecho es escribir un cuento. Creo
que he escrito cerca de 400 cuentos, si entendemos que muchos son breves
y brevísimos: de diez líneas o media página, y muchos menos los que llegan
a las 25 cuartillas.

-0 sea que has tenido como 400 satisfacciones.


-No tanto. [Se ríe.] Lo que me satisface es sentir que en el género he
abordado prácticamente todas las posibilidades, y no solo por indagar sus
extensiones. También porque frecuenté el cuento fantástico, el
reateta
con el folklore mexicano, que es algo que ni me gusta, ni me preocupa,
ni me importa. Quiero decir que me he metido a fondo durante casi
treinta años con el cuento. Eso creo que da una idea de amor al género.
-¿Y de qué te viene ese amor? ¿De lecturas infantiles, de la
adolescencia,
de incentivación familiar? ¿Cómo fue tu inicio literario?
-Pues no lo sé, nunca me habían hecho esta pregunta. Recuerdo que
empecé leyendo novelas, historias largas. Pero quizá sucedió que cuando
empecé a escribir el auge del cuento mexicano era notable: Francisco
Rojas González, Edmundo Valadés, Juan Rulfo, Juan José Arreóla,
Carlos
Fuentes y R^^^rio Castellanos se iniciaban con cuentos. De manera
que en mi adolescencia, en mi juventud, el cuento era un género muy
socorrido en México y prácticamente determinaba el éxito de un autor.
-Y tú participaste de aquel famoso taller que dirigió Arreóla, de la
revista Mester.
-No, pero eso fue después. Cuando yo empecé me acerqué a escritores
deslumbrantes, que me gustaban más como cuentistas que como novelistas,
siendo grandes en ambos géneros, como José Revueltas, por ejemplo. E
incluso en ese inicio me marcaron mucho otros descubrimientos: Borges,
Kafka, que son autores casi fundamentales para mí. Y luego sí, vino el
encuentro con Juan José Arreóla. Aunque de ese taller también salieron
novelas, como La tumba, de José Agustín.
-No te pido una definición ni una preceptiva del cuento, pero me
gustaría que dijeras qué es el cuento para ti, íntimamente.
-Sí, no sabría definirlo, pero... diría que para mí el cuento es
simplemente atrapar algo que me gusta. Cazar una anécdota, o una parte de
la anécdota; reproducir un diálogo; reconstruir una mini situación. Y cuanto
más reducida sea la situación aprehendida, más me satisface. Los primeros
cuentos que escribí eran de muchas páginas y con el tiempo he aprendido a
quitar; a quitar y quitar palabras hasta llegar a una especie de síntesis, a un
constante resumen en el que lo que me interesa especialmente es una prosa
muy ceñida donde evito incluso todo tipo de metáforas. Ahí están mis dos
últimos libros, que tú conoces: Los oficios perdidos y Cuentos y descuentos.
De lo que se trata, para mí, es de contar una historia lo más rápidamente
posible, yendo hacia su desenlace que debe ser sorpresivo.
-¿Esto no amrana n riesgg poca elaboración?
1m«gwn itH fadllsmo,
-Bueno, uno sabe que en el trabajo de la escritura ello no es así, ¿no?
Porque a la síntesis hay que trabajarla constantemente. Aunque el texto sean
seis o siete líneas, tienes que llegar a cierto nivel de perfección y sobre todo
procurar que el lector no te adivine, no te descubra.
-¿Cómo se llega a eso? ¿Oficio, experiencia?
-Y sí, el camino es el oficio. Después de un cuarto de siglo de escribir
cuentos, llegas a una relativa facilidad, si bien uno comprende que escribir
nunca es fácil. Un cuento te lo puede sugerir cualquier cosa: una película,
una conversación, un cuadro, una novela que leiste. Pero esta idea tengo
que trabajarla, reflexionarla durante días, luego escribirla, reescnbirla e
incluso dejarla reposar para volver a ella; en fin, de manera que esas seis o
siete líneas llevan un trabajo mucho mayor del que a primera vista alguien
pudiera imaginar. En cambio, fíjate, hay gente a la cual no le cuesta ningún
trabajo escribir una novela, y yo soy de esas gentes. Me cuesta muy poco
trabajo, y las cuatro o cinco que he escrito, la verdad es que las escribí de
un tirón. El gran solitario de palacio, que tiene unas 300 páginas, la escribí
en ocho meses, no más. Y súmale otro tanto en corregir. Pero mis libros de
cuentos me llevan muchísimo más tiempo y esfuerzo. Al menos, yo los
escribo con una idea central preconcebida como libro; para mí, la cosa no es
escribir cuentos por escribirlos, sino que los imagino como cuentos para un
libro particular.
-Es curioso que tú dices 400 cuentos, y conozco autores que en
México han escrito 200 y 300. Confieso que esas cifras me abruman. Y
me hacen pensar en autores ya clásicos del cuento mexicano, como
Rulfo, como Efrén Hernández, como JuHo Torri o el mismo Arreóla,
que parecen ser más escuetos. Autores de doce o quince cuentos
memorables. Autores de obra breve, si bien grandiosa. ¿A qué crees
que se debe ese cambio? ¿Qué hipótesis tienes para explicar que ahora
haya autores de centenares de cuentos, en México y creo que en general
en Centroamérica?
-Bueno, esto podría explicarse de muchas maneras. Una, que es la que
no me gustaría tanto, sería que estos escritores que tú mencionas y a los que
admiro muchísimo, tenían mucho más rigor que los de la
eetual generación.., Otra explieaeión podría ser que les escritores
de hoy en día tienen más posibilidades para dedicarse a la literatura, sin
diversificarse con la política, la docencia, el periodismo y otros trabajos
paralelos, como el ensayo o la novela, como fue el caso de Revueltas. En
los casos de Rulfo o de Arreóla, creo que son muy especiales: escritores
abrumados por el peso de su gran éxito inicial, que luego me parece que no
se atrevieron a continuar escribiendo por temor a no superar lo ya hecho.
Creo que cada caso tiene una explicación. Y en cuanto a los escritores
actuales, pues en mi opinión tienen mejores condiciones de trabajo, que
permiten que uno sea un escritor de tiempo completo. También hay que
anotar que ha aumentado el número de publicaciones, de suplementos, de
revistas, de editoriales, y hay una mayor demanda. México ha crecido
muchísimo y se ha expandido el número de lectores, además de que las
relaciones con otros países son intensas, entonces uno puede estar
produciendo constantemente y los textos aparecen publicados con cierta
rapidez.
-¿Esto puede provocar una crisis en el cuento mexicano,
considerado respecto de su propio linaje, su tradición de pocos grandes
cuentos y cuentistas?
-México, efectivamente ha sido un país de gran tradición cuentística.
Tenemos mejores cuentistas que novelistas, en nuestra historia. Sin
embargo, yo creo que la crisis es otra: tengo la impresión de que México no
está teniendo los autores de gran talla que tuvo en el pasado. Tene más,
muchos más escritores, pero nos falta la presencia de un Alfonso Reyes, de
un José Vasconcelos, de un Arreóla, un Rulfo, un Martín Luis Guzmán.
Quizás por ahí esté nuestra crisis.
-Bueno, sí, pero tienen a Octavio Paz, a Carlos Fuentes, a
Fernando del Paso y Elena Poniatowska y están vivos. Arreóla
también.
-Sí, pero México es un país de casi 100 millones de habitantes, con un
número de escritores de talla internacional muy reducido. No sé, esto de la
crisis... Mira, yo no creo que aquí vivamos una gran crisis literaria o
cultural. Al menos, no como en otros países, en Argentina, por ejemplo.
Más bien, creo que en México se está desarrollando una nueva concepción
literaria, porque los grandes escritores mexicanos que hemos mencionado,
casi todos ellos, son escritores que agotaron
tama&i-a campesino, la revolución mexicana... Ahora- -hay una
bifeqiw da de temas en el fenómeno urbano que no acaba de consolidarse.
Estamos en una transición, porque la literatura urbana es reciente para
nosotros, y por eso mismo deja mucho que desear todavía y se producen
tantos abusos en escritores de provincia que no conocen una gran ciudad ni
sus problemas pero te hablan de ella como si hubieran nacido en Nueva
York, París o Buenos Aires. Pero todo esto es lógico, porque el crecimiento
de las ciudades en México es un fenómeno muy reciente.
-Es cierto: la ciudad de México, como materia contable, narrable,
como sujeto narrativo, no tiene más de veinticinco o treinta años.
México ha sido siempre un país que internacionalmente apareció como
país de cuento rural, a la inversa de lo que sucede con Argentina, donde
el cuento que se conoce internacionalmente es el cuento urbano,
porteño.
-Claro. Y tú te das cuenta de que en veinticinco o treinta años no se
logra asimilar estéticamente ningún fenómeno artístico, ¿no?
-¿Y esta novedad sociológica no produce una crisis en la literatura
mexicana?
-No sé si crisis, no creo que tanto, pero sí produce algún descontrol.
Vamos de un extremo a otro, sin encontrar el equilibrio. Fíjate que cuando
en mi generación teníamos veinte años, se leía casi exclusivamente
literatura mexicana; era una especie de manía algo chovinista, y realmente
eran muy pocos los que tenían una formación más cosmopolita, más
universal. Incluso, la generación que se acercó a los europeos y
norteamericanos, que aquí se conoce como "Los Contemporáneos” (Carlos
Pellicer. Salvador Novo, Gilberto Owen, Xavier Villaurrutia) fue acusada
de extranjerizante y pagó un alto precio por ese pecado. Años después, vino
una inclinación muy fuerte hacia la literatura norteamericana, casi excesiva,
de modo que no podía uno ser escritor si no había leído a Styron, a
Hemingway, a Mailer, y bueno, uno estaba pendiente del nuevo libro de
Truman Capote y si no lo habías leído te odiaban y eras una bestia... Y
ahora veo que se busca mucho a los autores latinoamericanos.
-Si uno piensa en la literatura mexicana de los años cincuenta o
sesenta, puede encontrar cuatro o cinco cuentos inolvidables, de
cualquiera de los autores que mencionamos. “La muerte tiene
permiso”, de Valadés, “Macario”
o “Es qw somos muy pQbrMS”-4e-.-Rf; “La mígate", de ■
Arreóte, por ejemplo. Piensa, por favor, en los lectores argentinos:
¿podrían mencionarse cuatro o cinco cuentos mexicanos inolvidables
de los años setenta u ochenta? Hago la pregunta porque a mí me es
difícil encontrarlos y porque creo que hay una cierta reiteración
temática en el cuento mexicano de estos años.
-Me imagino que debe haberlos, pero para que nosotros sepamos que
cuatro o cinco cuentos son clásicos de estos años, tendrá que pasar todavía
algún tiempo. Cuando veo las antologías de cuentos de estas últimas
décadas, siempre veo que se incluyen los mismos autores, pero nunca los
mismos cuentos. Igual sucede con las antologías que hacen los extranjeros:
repiten autores pero jamás los cuentos. Por ello, creo que para un lector
argentino podría dar escritores pero no necesariamente tal o cual cuento.
Mencionaría a José Agustín, a Gerardo de la Torre, a Jorge Arturo Ojeda, a
Roberto Páramo, todos de mi misma generación. Pero no sé si el mejor
cuento de José Agustín es “Cuál es la onda" o es otro. Quizás coincido
contigo y tal vez no hay esos cuentos clásicos identificabas. No te voy a dar
nombres para no molestar a mis amigos y camaradas -ya tengo demasiados
pleitos-, pero la verdad es que a muchos les he perdido el gusto. Creo que
solo me quedo con Rulfo y con Arreóla. Con ellos no hay pierde y están
consagrados para siempre, universalmente.
-En la tradición cuentístíca mexicana y probablemente en la de
toda Hispanoamérica la mujer no ha tenido un papel de relevancia,
salvo algunas excepciones. En el cuento mexicano de hasta hace veinte
años, quizá solo se podría mencionar a Rosario Castellanos y a Elena
Garro, quienes no han tenido una gran proyección internacional. ¿Qué
pasa ahora? ¿Ha cambiado esto?
-Bueno, no hay dudas de que está cambiando el papel de la mujer, y
que ésta empieza a incorporarse al mismo aparato productivo que el
hombre: va a las universidades, se desarrolla culturalmente, ha ampliado su
mundo y ha ganado terreno. Con facilidad las encontramos militando en
política y en otras actividades. Pero en literatura me parece que no han
seleccionado al cuento como género principal. O son novelistas o son
periodistas. Y hay gran número de ellas que transitaron el cuento solo de
manera ocasional.
talleres -que en México hay tantos- son mujeres?
-Ah, pues eso sí que no lo sé. Cuando yo empecé, la mayoría éramos
hombres. En el taller de Arreóla éramos casi todos hombres... Vaya, no
tengo explicación para este cambio. Yo nunca he pensado mucho en función
de los sexos; a mí me gusta la literatura. Cuando una mujer muy feminista
viene y me dice que odia a Flaubert porque es hombre y escribió como
mujer, bueno, me muero de risa. Pero no sé, supongo que ahora estarán
ávidas de trabajar la literatura, o no tendrán qué hacer en otras tareas, no
sé... Lo cierto es que empiezan siempre como cuentistas, que es casi un
paso obligado: uno empieza escribiendo cuentitos, o poemitas, o articulitos,
¿no? Pero siempre teniendo en mente el ir a la Gran Obra. Y esa Gran Obra,
con mayúsculas, consagra-tona, con luces de neón, es la novela. Parece ser
que todavía la gente sigue pensando que el género por excelencia es la
novela. Y que si no escribes una novela nunca te vas a consagrar. Hay
críticos norteamericanos que me escriben y me preguntan cuándo voy a
escribir una nueva novela; y me piden que ya no escriba cuentos, que eso no
tiene trascendencia ni relevancia, y de hecho me exigen que sea una especie
de Vargas Llosa o de Fernando del Paso, que tenga que es^i-rbir 1.500
páginas para consagrarme. Eso es lo que me preocupa más, y lo veo tanto
en hombres como en mujeres que se acercan a mostrarme sus primeros
materiales, en los talleres, en el diario: me presentan sus primeros cuentos
cortos, pero con la idea de aprender el oficio -empezando por lo que ellos
consideran lo más senciilo- para más adelante lanzarse a la novela. Y esto
es prácticamente un bofetón para mí, evidentemente es un insulto. Les
respondo citando a los autores que nunca han tenido que escribir una larga
novela para ser extraordinariamente importantes, como Poe, o como
Borges. Y aun Rulfo y Arreóla, ¿no?
-¿Y por qué te preocupa tanto, si ese pensamiento es ciertamente
una tontería de mucha gente tonta que mira a la literatura con
exitismo?
-Porque miran al cuento con desdén, y creen que el cuento es el
hermano menor f3e la novela. Y cuando uno les explica que el cuento tiene
características propias y que es anterior a la novela, pues no sé si cambian
algo. Pero esto también es un problema de mercado, y ahí los
con una
novela y pocas veces con un libro de cuentos.
-¿Hay espacio para los cuentistas en los medios periodísticos
mexicanos? ¿Tú das oportunidades en tu suplemento? ¿Y en otros?
-Yo publico cuentos constantemente. El grueso del material, como en
cualquier suplemento, es de tipo periodístico cultural, información sobre
actividades de pintores, músicos, gente de teatro, etcétera, como debe ser un
suplemento cultural. Pero siempre incluyo uno o dos cuentos y uno o dos
poemas, preferentemente de autores jóvenes, con la idea no solo de
promover estos géneros sino de promover autores nuevos. Y les damos un
lugar destacado; no hay domingo en que no aparezca en la primera plana un
cuento o un poema, sea de Octavio Paz o de una muchacha desconocida de
Guadalajara. Recibimos muchísimo material, es impresionante lo que nos
llega, y procuramos descubrir y fomentar.
-Tú tienes una larga experiencia tallerística -has dictado infinitos
cursos en la universidad y en el Instituto Nacional de Bellas Arres- y
conoces perfectamente, como pocos, la vastísima actividad tallerística
mexicana, que tiene una larga tradición, mucho más larga y
popularizada que en mi país. Con toda honestidad, ¿realmente crees
que sirve un taller?
-Yo creo que sí. Un escritor se hace con el trabajo diario, con escribir
permanentemente y con mucha lectura. Pero un taller ayuda porque enseña
a discutir, a comentar, a conocer autores, a develar ciertos trucos, a mejorar
el uso de recursos, a evitar este o aquel vicio, cacofonías, repeticiones,
etcétera; pequeñas cositas que van mostrándole al alumno cómo es el
camino hacia la literatura. Y esto contribuye psicológicamente a su
formación, los estimula. Claro que no creo que haya recetas mágicas ni que
la sola asistencia a un taller constituya a un escritor. Pero el taller da
algunas llaves; el prestigio o renombre del maestro da cierta confianza, y
esto puede dar al alumno la posibilidad de volar cada vez más y hacerse
más audaz. Claro: depende de quién sea el tallerista; hay algunos que son
verdaderos retrasados mentales, o buenos comerciantes. Yo creo que la
función del maestro es más que nada la de ser un estimulante, sin ser
excesivamente generoso. Finalmente, yo provengo de un taller, de modo
que negar su importan-
cuenta que, si mal no recuerdo, Dostoievsky o Proust jamás fueron a
un taller literario, ¿no?
-Pero, ¿tú te consideras realmente “producto" de un taller? ¿Qué
quieres decir, entonces, con eso de que “provienes”?
-Mira: cuando llegué al taller de Arreóla -quien ya era un hombre
mágico, con un enorme pres^gico- yo tenía casi terminado mi primer libro
de cuentos, que luego publicó el Fondo de Cultura Económica y se titula
Hacia el fin del mundo. Pero lo sometí a ese taller y los comentarios de
Arreóla fueron muy precisos, me ayudaron mucho. Y sucedió que
enseguida tuve otra experiencia, inmediata y paralela; fui también al Centro
Mexicano de Escritores, donde estaban Rulfo y Francisco Monterde, junto
con el mismo Arreóla. Y allí los comentarios y enseñanzas eran
variadísimos y no siempre excelentes. No quiero ser ofensivo hacia ellos,
pero no era tanto lo que se podía aprender. El doctor Monterde estaba
empeñado en enseñarnos el uso de las comas para que tuviéramos una
puntuación muy clásica, muy formal y te decía las palabras que aprobaba la
Real Academia y las que no, cosas que a mí me tenían sin cuidado. Yo
estaba empeñado en buscar otro tipo de cuentos, porque tú bien sabes que si
los argentinos tienen una enorme tradición fantástica, en México no, y
justamente eso era lo que a mí me interesaba. Pero de pronto Rulfo se ponía
demasiado realista y te hacía un comentario desdeñoso. O Arreóla se
molestaba y me decía que yo ya había encontrado mucha facilidad para
escribir mis cuentos y me zampaba una crítica feroz. De tal manera que no
cabe decir que uno sea “producto” de un taller; pero la duda, la discusión, el
malestar o el entusiasmo de uno de tus maestros, siempre te sirven de
acicate para llegar a tu casa y ponerte a corregir, a leer y buscar autores que
no conocías. Alguna vez Monterde me preguntó si yo conocía a Fulano,
Perengano, y me dio una lista de diez clásicos españoles del Siglo de Oro de
los que yo no tenía ni la menor idea. Me mandó a leerlos y en ellos descubrí
que eran maravillosos y que tenía que leerlos porque eran mi propio
aNmente/De modo que sí creo que |os tañeres ayudan aunque no son la
panacea ni transforman escritores. Yo he tenido talleres con sesenta
participantes, y de ellos salía un escritor por año, si salía.
ttfnVvrocn,
para ti?
-¿Así de golpe?... Pues, a ver: "El jardín de los senderos que se
bifurcan", de Borges; "Casa tomada", de Cortázar; “El prodigioso
miligramo", de Arreóla; “El gigante egoísta”, de Oscar Wilde... Luego
debería ponerme a pensar más, y seguramente incluiría a Jonathan Swift
con la "Modesta proposición para que los niños irlandeses..." porque de ahí
sale todo el humorismo universal moderno.
-¿Por qué razones los otros cuatro?
-Bueno, la que di es una respuesta muy improvisada, pero supongo que
los elijo no por impresión de lector simplemente, sino por impresión de
lector-escritor; y es que en cada uno de estos textos descubrí algo muy
importante: cómo hacer literatura. Me ayudaron a encontrar el camino que
estaba buscando. Y no en vano entre los mexicanos elijo a Arreóla, que es
el único escritor fantástico de este país. En otro tipo de elección debería
incluir "La muerte tiene permiso”, de Valadés, pero lo que pasa es que
siendo un cuento excepcional pertenece a un contexto que a mí no me
interesa, que es el campo mexicano.
-¿Qué es lo que hace, para ti, a un buen cuento?
-Tener una buena historia, en primer lugar. Yo creo en las anécdotas,
en las tramas, Y luego, sobre una buena historia, pues hacer un trabajo de
prosa ejemplar.
-¿Qué sería “una buena historia” y qué una “prosa ejemplar”?
-Una buena historia es encontrar algo fuera de lo común. Yo creo que
casi todos los escritores buscamos historias no comunes, sucesos o
momentos que sean distintos de lo común.
-Cortázar decía, al contrario, que no se trata de buscar lo
extraordinario, sino de tratar a lo ordinario de manera extraordinaria.
Eso lo compartía Borges. Pienso en “Bartleby”, de Melville, por
ejemplo.
-Podría ser, pero no es mi caso. No es lo que yo busco. Llega una edad
en la que uno se da cuenta de que se ha casado con ciertas ideas. Y bueno,
yo he leído mucho de cómo otros autores hacen sus cuentos, pero ese es su
modo de hacer literatura. Para mí, un consejo de Cortázar o de Hemingway
lo tomaría si conviniera a mis intereses. Yo sí busco lo sorprendente, lo
extraordinario, lo fuera de lo común.
-—-¿Eso e s por tu inclinació n haola el ouonto fantártlco? T
-Sí, pero también cuando hago realismo busco algo fuera de lo común.
En El gran solitario de palacio me ocupé de la matanza de Tlatelolco en
1968, y bueno, Mempo, aunque sea difícil de creer, en México no se matan
tan frecuentemente quinientas personas en una sola tarde. A mí no me
gustan ni personajes ni situaciones cotidianos, grises. Todavía adscribo a
esa literatura épica en la que tienes que hacer un gran personaje, una gran
anécdota y una gran hazaña, aunque esta hazaña sea tan simple como
apedrear un policía en la calle.
-¿Y qué sería una “prosa ejemplar”?
-Ah, no lo sé, realmente nunca he definido una prosa ejemplar. Pero sí
sé reconocer cuándo la hay y cuándo no. Supongo que tiene que ver con la
belleza, con la forma en que están colocadas las palabras, la forma en que
se hace una descripción...
-Para terminar: siendo editor, columnista político, funcionario,
docente universitario, maestro de talleres, ¿cómo distribuyes el tiempo
y qué tiempo le dedicas a la literatura?
-Trabajo cuando se puede; mi vida es muy caótica porque
efectivamente ejerzo el periodismo, la docencia, soy profesor de tiempo
completo en la universidad, funcionario y además me gusta beber,
divertirme, ver amigos, ir al cine... pues, es muy difícil y muy cansada mi
vida. Es un sueño de cada escritor el poder dedicarse entera y
exclusivamente a la literatura, pero no todos tenemos la misma tenacidad. Y
bueno, yo creo que ya con quince o más libros publicados, que sirven de
alguna manera como base económica -la "acumulación originaria”, como
diría el maestro Marx- entonces uno ya puede dedicarse a escribir para el
resto de sus días, a ver si sale la obra maestra. Y si no sale, pues, ni
remedio. Desde muy joven yo viví obsesionado pensando que iba a escribir
una obra maestra. Ahora que ya me di cuenta que no la voy a hacer, ya no
me preocupa tanto. Pero, ¿y qué tal si sale, eh? Entonces, démosle la
oportunidad a la literatura dedicándonos a ella el mayor tiempo completo
posible.
JJIflH JOSE SAER ——..........——
PARA Mí LA LITERATURA ES UNA
PROPUESTA ANTROPOLÓGICA
30

Tiene la costumbre de hablar con muchas pausas (usa una muletilla -


"digo”- intercalada en casi todas sus oraciones) como si debiera pensar un
segundo antes de pronunciar cada palabra. Y sin embargo impresiona por su
capacidad de respuesta, pues cada pregunta que se le formula parece que ya
hubiera sido, previamente, reflexionada. Buen improvisador, conversador
avezado y agradable, evidencia en todo momento que no está dispuesto a
perder tiempo en tonterías. Eso, en apariencia, lo hace terrible, porque
además Juan José Saer (Colastiné, Santa Fe, 1937) -de él se trata- es un
hombre de temperamento combativo, vehemente, apasionado, y es un
polemista agudo y brillante.
Rechoncho, robusto, de andar campechano y siempre vistiendo ropas
muy cómodas, Saer no es de entregarse fácilmente a nadie y más bien
parece estar a la defensiva (como suele suceder con los tímidos). Pero
cuando se empieza a sentir cómodo es jocoso, divertido y -se adivina
enseguida- un hombre tierno a quien vale la pena ver con su
esposa y con ou nija. So rio con un» risa tonca, ran grufrta coñnb
atEMU de fumador empedernido. Sus rasgos de ascendencia árabe -tiene
cara de turco, como decimos en Argentina- se concentran en una mirada
firme, escrutadora, transparente.
De Saer hay que decir, también, que es posiblemente uno de los más
originales escritores argentinos de la generación posterior a Borges y
Cortázar, y por ello tan respetado últimamente. Autor de una sólida obra
que se inicia con los cuentos de En la zona (1960), su bibliografía se
completa con -entre otros- títulos como Palo y hueso (1965), Unidad de
lugar (1967), La mayor (1974), El limonero real (1976), Nadie, nada,
nunca (1980) y su extraordinaria, audaz última novela El entenado (1983).
La presente conversación se realizó en su casa de París (vive en
Francia desde 1968 y es profesor en la universidad de Rennes) en febrero de
1988, una fría tarde en la que Saer reflexionó, fumó, convidó café y soltó
toda su simpatía, su audacia teórica, su ingenio y su profundidad de artista
que no solo crea sino que además piensa el mundo en el cual crea.
GIARDINELLI: Aunque en los últimos años tu obra parece
inclinarse más hacia la novela, tus inicios literarios fueron cuentísticos.
Quisiera empezar de la manera más amplia, preguntándote qué es el
cuento para vos.
SAER: Bueno, hay una definición técnica que lo diferencia de la
nouve-lle, o del relato corto. Se habla del cuento como un texto narrativo,
de ficción, que tiene entre media y veinte páginas. Pero, evidentemente, en
literatura y en arte las definiciones técnicas no sirven para nada. El cuento
tiene una larga historia en la literatura, incluso desde la tradición oral. Con
la poesía, el cuento es el género más antiguo.
-Silvina Ocampo opina que el cuento fue lo primero.
-No estoy tan seguro. Tal vez en algunas regiones. En la literatura
griega, la poesía épica fue narrativa. El cuento tiene una historia profusa, y
podemos decir que toda la literatura en lengua española, en narrativa,
proviene del cuento. Menéndez Pelayo dice de los orígenes de la novela que
ésta proviene de las colecciones de cuentos orientales en lengua española. Y
después vienen los Cuentos del Conde Lucanor, que
sfin wímlrnlalM y OH atgüUffE 'Wleé cuates se inspiró Sorgos.
Pero creo que el cuento alcanzó su apogeo en el siglo XIX, con algunos
cuentistas muy importantes como Poe o Maupassant.
-¿Te importa sentirte vinculado a esa tradición?
-Sí. Porque yo empecé escribiendo cuentos. Mi primer libro fue de
cuentos. Faulkner decía que de los tres géneros, la poesía era el número
uno, luego venía el cuento y solo después la novela; y que él escribía
novelas porque le faltaba talento para ser cuentista, lo cual era de una
insólita modestia, ya que escribió cuentos admirables. Particularmente hay
uno que me apasiona, se llama "Hojas rojas". Y también “Una rosa para
Emiiy”. Son magníficos... Bueno, digo, personalmente empecé escribiendo
cuentos, escribí muchos y quemé muchos. Cuando publiqué En la zona,
quemé como cuarenta o cincuenta cuentos que tenía, porque yo consideraba
que iniciaba una nueva etapa. En aquella época podía darme el lujo de
quemar, ¿no? Ahora lo pensaría dos veces... [Se ríe.] Puedo decir que he
escrito cuentos más bien clásicos, como los de En la zona o los de Unidad
de lugar. Pero después, en La Mayor creo que fui cambiando. Podría decir
que mi último cuento lo escribí en 1965 o 1966.
-¿Esto quiere decir que abandonaste el género?
-No. Pero sí quiere decir que a partir del cuento empecé a tener otras
necesidades narrativas. Entonces escribí la serie de los 28 argumentos de La
mayor, que son en realidad un trabajo sobre el cuento. Quería modificar,
trabajar, una cosa que estuviese a mitad de camino entre la prosa narrativa,
el poema en prosa y el cuento. Después traté de escribir otros, que
desgraciadamente no me salieron.
-¿Y desde el 65 hasta ahora no has escrito cuentos?
-No he escrito ninguno, en sentido clásico. Pero ahora estoy
proyectando una serie de textos breves. Que tampoco serán cuentos...
Porque para mí el cuento tiene una serie de, cómo decir, de leyes...
-¿Una preceptiva muy esquemática, que te molesta?
-Exactamente. Y me molesta del mismo modo que me molesta la
preceptiva de la novela. Todas las preceptivas esquemáticas me molestan.
-Bueno, se trata de romperlas. La literatura es eso, también.
-Claro. Aunque no me disgustaría que algunos de los textos que yo
escribí tratando de romper la preceptiva del cuento, después sean lo que
tienda a destruir la imagen de la profesionalización del escritor, o de la
literatura, me parece una buena cosa. Decir "yo soy novelista”, o "soy
cuentista", o "soy poeta”, a mí siempre me dio un poco de vergüenza. Y
además otra de mis tentativas es justamente tratar de volar las fronteras.
Algunos textos están entre la prosa, la poesía, el cuento o la novela, y
pueden ser géneros nuevos, o sugerir la posibilidad de géneros nuevos. Y al
mismo tiempo, otra manera de concebir el cuento es a través del fragmento.
Uno de mis proyectos es comenzar un texto con puntos suspensivos y
terminarlo con puntos suspensivos.
-¿Fragmentos entendidos como parte de un todo literario, o como
episodios narrados?
-Las dos cosas. Un episodio incompleto, y una narración incompleta
también. Eso ya lo intenté en La mayor. Ahí hay dos textos largos: uno que
es más bien clásico como narración, que es “A medio borrar", y otro es este
fragmento, en el que yo quería que fuese un fragmento en el que la medida
narrativa estuviese muy retirada, no presente y donde imperara solo el ritmo
de la prosa, la sugestión de que podía haber algo detrás de toda esa especie
de fraseología. Es tan difícil escribir una cosa con un contenido y una
historia precisa, como una cosa sin contenido ni historia precisa.
Simplemente son experiencias. Y después vienen esos 28 textos breves. Por
eso pienso que La mayores un libro de reflexión sobre el cuento.
-En cuanto a tu formación, ¿te sentís proveniente del cuento, o tu
formación fue más universal, menos restringida a un género?
-Bueno, lo que sé es que he escrito muchos cuentos, y cuando uno está
en sus primeros años de escritura, obedece a un influjo, y casi a la imitación
de algo. O sin casi. En la época en que teníamos veinte años, escribir un
cuento era algo serio. Escribirlo y leerlo, en Santa Fe, era parte de una
tradición. Que sigue. Hace poco leí una antología de cuentistas de Rosario,
excelente. Hay allí un buen cuentista, que es El vio Gandolfo, quien ha
escrito cuentos magníficos. Y bueno, nosotros teníamos mucho cuento, los
de Kafka, los de Faulkner, los de Joyce; sus Dublineses. Y también, en mi
caso, los cuentos de Borges, y los de Antonio Di Benedetto, que tiene ese
libro, Grot, que es formidable, que es “Caballo en el salitral ”, que está en
El cariño de los tontos. Y en mi formación no puedo dejar de mencionar los
cuentos de Poe, los de Hemingway, que se leían mucho, y los de Caldwell.
-Decías hace un rato que te chocan, de alguna manera, las
preceptivas existentes, y que procuras romperlas. Uno las aprende, las
aprehende, las incorpora, y luego las abandona. En cierto modo es uno
de los desafíos a que se enfrenta un escritor: la ruptura de las formas.
Pero este proceso, en tu caso, ¿ha sido consciente o se ha ido dando y
solo lo podés explicar ahora?
-Lo segundo: se fue dando y solo ahora puedo intentar explicarlo. Creo
que en la creación literaria las cosas voluntarias son siempre confusas. Se
sabe más lo que no se quiere hacer que lo que se quiere hacer. Pero hay que
decir también que esto que yo hago solo sirve para mí, ojo, no implica crear
ninguna otra preceptiva para nadie. A mí me encanta leer un cuento
perfecto, leerlo y releerlo continuamente, y sin embargo yo hago otra cosa
porque hago lo que a mí me gusta hacer. No hay que olvidarse de que el
arte, a pesar de todos los sufrimientos que decimos tener entre colegas,
también es algo que significa placer. Uno escribe lo que tiene ganas.
-¿Podrías vos, a los cincuenta años y con un reconocimiento ya
ganado, señalar cuales son los elementos que harían a un cuento
moderno?
-Puedo decir qué tendría que ser, para mí, el cuento moderno. Pienso
que la modernidad en el cuento se daría, primero, por la menor cantidad
posible de intriga; segundo, por la mayor concentración posible; después,
por la mayor intensidad poética en el relato; y finalmente por la
incorporación de elementos formales inesperados que podrían, digamos,
darle una fisonomía nueva.
-Pensemos en un cuento: “Las babas del diablo”, de Cortázar.
-Sí, es un buen cuento, pero a mí el cuento de Cortázar que más me
gusta es “Axoootl". Porque es posiblemente el más inesperado. Y porque
está logrado con base en dos o tres cambios sutiles, casi insensibles, de la
persona narrativa. Es decir, que hay un elemento formal utilizado con una
gran sutileza, tanto que ni siquiera sé si Cortázar se lo propuso.

......Fíjate qué ouirioeo; octamas hüWañffa ffi> ffiatftfflMWl, y


'hahfitmwEB un cuento de hace treinta años.
-Es verdad. Lo que pasa es que, bueno, yo no estoy muy al tanto de los
cuentos que se escriben en Argentina, y además en el mundo hoy se
escriben pocos cuentos. Y los que lo hacen, por ejemplo en Estados Unidos,
gente como Updike y su generación, no me interesan para nada, porque son
cuentos adocenados: parten de un esquema, aprendieron una fórmula y la
trabajan.
-¿Y cual es el cuento moderno, entonces?
-Realmente estoy pensando, tratando de ver qué cuento moderno
tendríamos...
-Fíjate vos que esto, a mí por la pregunta y a vos por la respuesta,
nos lleva a una duda: ¿existe el cuento moderno? ¿Qué pasa con el no
adoce-namiento del cuento?
-Sí, sí. Yo les doy a mis estudiantes en la facultad algunos cuentos que
me gustaron mucho, de una antología del Centro Editor que ya tiene unos
siete u ocho años. Les doy un cuento de Rivera que se llama “La suerte de
un hombre viejo", uno de Martini que se llama "La pura verdad",- y -“La
caja de vidrio", de Piglia, que son cuentos muy interesantes porque están
trabajados con una gran economía de medios. El de Piglia me parece
especialmente interesante porque en esas cuatro o cinco páginas hay como
seis o siete procedimientos literarios reunidos. Y nosotros descubrimos, con
los estudiantes, que es un cuento de una doble lectura. La teoría de Piglia,
que la debés conocer, del doble argumento, me parece muy interesante.
-Es notable que, a medida que te escucho y repienso mi propia
pregunta, tengo la impresión de que si para hablar del cuento moderno
debemos remitirnos a veinte o treinta años atrás, estamos frente a una
crisis del cuento actual. No lo había pensado antes.
-Sí, en Francia, por ejemplo, el cuento prácticamente no existe más.
Cuna del cuento en el siglo XIX, aquí el cuento terminó alrededor de 1950,
por ahT...
-Donde el cuento sigue vivo, parece, es en Estados Unidos y
América Latina. Aunque también un poco adocenado, ¿no?
-Y sí, un oeeo sí. Clara que uno piensa en los cuentos da Rulfo, que
son realmente magníficos. Pero bueno, si tenemos que reflexionar sobre la
crisis del cuento, pienso que puede provenir de varias causas: primero, la
crisis editorial. Luego, el hecho de que casi no existan revistas de cuentos, a
pesar de que vos sos un conspicuo representante. [Se ríe.] Aquí no existen.
Supe que hubo un par de tentativas, pero abortaron. En fin, es un hecho que
los editores no quieren invertir en el cuento, no compran libros de cuentos.
Lo cual me extraña mucho, porque es una contradicción el hecho de que la
gente no lea cuentos, cuando la gente lee cada vez más apurada. El cuento
es el género ideal para leer con poco tiempo, para leer en la playa, por
ejemplo. Y en cambio se compran libros de 800 páginas, que son
absolutamente prescindibles, naturalmente, pero que les duran todo el
verano. Cuando podrían tener un libro de cuentos del que leer uno por día.
O se podría leer un cuento en cada viaje de metro o de autobús... Muchas
veces me he preguntado a qué obedece esta contradicción. Creo, también,
que hay razones editoriales: los libros de cuentos en general son pequeños y
los editores prefieren libros grandes que se venden más caros.
-Bueno, pero estas son razones de mercado antes que literarias. El
otro aspecto de la crisis del cuento, es la crisis misma del género
narrativo, lo que nos llevaría a hablar de la crisis de la literatura.
-Claro. El cuento tiene una aureola de una tradición fantástica,
imaginaria, artificiosa en el sentido del cuento con final sorprendente, como
en algunos buenos cuentos policiales, pero se le atribuye al cuento como
una especie de combinatoria que parecería agotada. Se le atribuye, digo.
Bueno, también podríamos decir lo mismo de la novela: va a llegar un
momento en que, sin duda, no se van a leer más novelas. Seguro, sin duda.
Por eso yo trato de teorizar un poco una nueva forma literaria que es la
narración, que no pretende tener el carácter épico de la novela. Y una razón
más, me parece, es que estamos en un período en el cual se habla del mito
de la saga narrativa, de la literatura totalizante que abarca todo, del cual
tenemos algunos ejemplos en América Latina. Nosotros nos reíamos, con
unos amigos, diciendo que hay un género latinoamericano que es la Gran-
Novela-de ' América. Ecos fípos quo dicañi **N'0~
voy.;^4escrlht^.una.-n^^^HHH-l^ a escribir la Gran-Novela-de-
América”.
-Esa fue la característica del boom en cierto modo.
-Claro. Es casi un género, ¿no? Y eso ha hecho que podamos notar que
algunos cuentistas tradicionalmente cuentistas dejaron de escribir cuentos.
Por ejemplo. Roa Bastos, Onetti. El mismo García Márquez dejó de escribir
cuentos. Claro, García Márquez ya está en las grandes operaciones
comerciales. [Se ríe.]
-¿Y la crisis del cuento, de la literatura, por dónde pasaría: por lo
argumental o por la forma?
-Yo creo que por lo argumental. Para mí, ¿eh? Si yo no escribo más
cuentos es porque, para escribir un cuento, hay que encontrar una ¡dea de
intriga, que, bueno, ya parece un poco...
-¿Como que todo está escrito?
-No, no sé si es porque todo está escrito. Tal vez porque para mí la
intriga es un elemento que yo, digamos, he desterrado un poco de la
narración. A pesar de que ahora la vuelvo a introducir un poco. Pero quiero
prescindir de ella. Entonces, los textos que voy a escribir ahora, que tengo
ganas de escribir, y que van a ser textos breves y ya tengo las ideas y todo,
prácticamente no tienen argumento. Justamente a mis textos breves
anteriores los llamé Argumentos por una especie de ironía.
-El título Narraciones también pasa por ahí ¿no?
-Exactamente. Es una manera de darle una indefinición. Textos donde
no haya ni principio ni fin, y el texto solo se mantenga por la calidad de la
prosa. Pero atención: la calidad de la prosa para mí no significa que esté
bien escrita, sino que pienso que la buena prosa es aquella que trae consigo
iluminaciones continuas. Cuanto más iluminaciones, más veces el lector
siente que lo que está escrito allí él lo ha sentido, o podía haberlo sentido, o
lo sentía oscuramente y eso se lo pone en evidencia, se lo revela. Eso es
para mí el objetivo de la literatura.
-¿Esto nos acercaría, esta peculiaridad, a esa línea delgada que
separa el cuento del relato?
-Tal vez, claro. Yo he criticado al relato como una forma invertebrada.
Pero en realidad me doy cuenta de que ahora esa forma invertebrada se
presta más a lo que yo quiero hacer.
-Me parece interesante el cursa de la . charla, porque estamos
hablando, inesperadamente, de la crisis del cuento. Me gustaría
profundizarlo, proponiéndote que hables del papel que jugaría en esto
el lector. ¿Por qué el lector no lee tantos cuentos, o por qué prefiere leer
novelas antes que leer cuentos? ¿Tienen que ver la televisión, el cine?
Vos señalaste un elemento interesante, que es el tiempo disponible.
-Sí, pero habíamos dicho también que era algo paradójico... [Piensa un
momento.] La verdad es que la pregunta me deja bastante perplejo, porque
hay un verdadero problema... Yo pienso que debe de ser porque tal vez -es
solo una hi pótesis- el lector pone al cuento un poco del lado de la
diversión, del entretenimiento. Podría ser. Y la novela, le parece que es una
cosa más seria, más... Y entonces su valencia de entretenimiento, por decir
así, ya la colma con las verdaderas cosas de entretenimiento que son la
televisión, el cine, etcétera, y le parece que conserva su facultad de lector
para la novela, porque le da la impresión de que la novela lo va a cultivar
más que el cuento. Tal vez sea eso, ¿no? Pero esto es una mera hipótesis
que se me acaba de ocurrir en este momento. No lo había pensado antes.
-Entonces, siguiendo esa hipótesis, el lector tendría -para decirlo
de algún modo- como una fantasía de redención de su propia
ignorancia, que se supliría a través de la lectura de novelas. Ahora
bien, ya vimos lo del lector y lo del mercado. Pero entremos por otro
flanco: ¿a qué creés que se debe que en América Latina, y en Argentina
en particular, el cuento esté tan vivo y haya incluso un florecimiento, en
un momento en que estamos de alguna manera detectando que hay una
crisis en el cuento y en la literatura?
-Creo que una de las ventajas del subdesarrollo es que las leyes
rigurosas del mercado todavía no han llegado a dominar por completo la
creación. No sé con quién charlaba el otro día, y le decía que aun cuando
haya más grandes escritores en Francia o en Estados Unidos que en Argén-
tina (cosa que no creo) me parece que podemos decir que en Argentina hay
teorías literarias. Aunque yo no las comparta. Yo no comparto el populismo
de Medina y de Asís, ni comparto el psi-coanalicismo de la revista Sitio, ni
tal vez tampoco comparta, a pesar de que son mis amigos y que fueron ellos
un poco los que lanzaron mi obra, esa cosa teórica tan sociologista de Punto
de vista. Pero lo
que sí yo-siento es que ñoyToórrde actuañtos
ónnnitoráTüfáJEqilWBMM que haya una literatura tiene que haber
teorías. Aquí en Francia no las hay; solo hay análisis de textos. Acá son
todos pequeños artesanos que están montando un boliche para vender más
que el de enfrente. Aunque sean buenos o malos, no me interesan. Creo que
siempre ha habido teorías literarias, aunque ahora no nos vamos a poner a
decir si Homero era de vanguardia o no...
-Siendo que le fue.
-¡Naturalmente que lo fue! Pero quiero decir que por ejemplo en Dante
había una teoría literaria. Y en el teatro isabelino pasó lo mismo. Y en el
Siglo de Oro español había teorías literarias: el culteranismo, el
conceptismo. Eran teorías literarias que se discutían, y que se discutían en
verso. Se escribían textos contra, o a favor, y todo eso. Acá no, eso no
existe; todo el mundo se critica diciendo que son mediáticos, o que son
pretenciosos, pero no discuten ninguna teoría literaria. La última fue el
nouveau román, que todavía no terminaron de digerir. Bueno, yo pensaba
en los textos de Nathalie Sarraute, en sus Tropismos. ¿Son cuentos; no son
cuentos? Bueno, no son cuentos, pero son textos breves, narrativos.
-Este me hace pensar que la modernidad en el cuente, una vez más
y aunque suene pretencioso, estaría quizás en les latinoamericanos de
hace veinte o treinta años. Piense en ese sentido en Cortázar, que sí
respondía a una teoría literaria, y además fue un teórico del cuento...
-Para mí los cuentos más revolucionarios son los de Borges. Un día, en
el año 67, me dejó sumido en la más honda perplejidad porque vino a Santa
Fe y allí dijo: “Ahora voy a escribir una serie de cuentos criollos”. [Se ríe.]
Pero hay ciertos cuentos de Borges, como "Examen de la obra de Herbert
Quain", o “Paul Menard, autor del Quijote”, o “Tlón...”, que son cuentos en
los que aparecen nuevos elementos de estructuración narrativa, ¿no? En ese
sentido, yo digo que es revolucionario. Y creo que lo original de Cortázar
está en sus cuentos; a mí las novelas de Cortázar no me gustan.
-¿Indura ¡Sayuela?
-Rayuela tiene momentos que me gustan, pero me parece que se le
desarma un poco, ¿no? Lo pensaba ya en el 63, porque yo a
Rayuefé te lef en Colastlné. eiu en "ftn...~ytTbusiaba ¿osas más
estructuradas, en ese momento.
-Curiosamente, es una novela de fragmentos...
-Sí, lo es, pero lo que pasa es que no todos los fragmentos son buenos.
[Se ríe.] Hay algunos fragmentos que me gustan mucho, naturalmente.
-¿Y por qué lo original de Cortázar estaría solo en sus cuentos?
-Porque para mí lo nuevo ahí es tratar algunos temas clásicos de la
literatura fantástica con una perspectiva de la cotidianeidad y con un
lenguaje muy cotidiano. Que podemos discutirlo, porque el lenguaje de
Cortázar está muy en discusión. Desde hace unos diez años la gente dice
"No, Cortázar escribe como en los años cincuenta”, lo cual no tiene ninguna
importancia porque dentro de cincuenta años no se va a saber si un texto lo
escribió en 1950 o en 1960. Cortázar no está hablando con nosotros, está
escribiendo textos... Y eso de lo cotidiano me hace pensar en Quiroga, de
quien me gustan muchísimo algunos cuentos. "El almohadón de plumas"
me parece una obra maestra, es un clima del cuento latinoamericano, como
"A la deriva", "Insolación". Y otro que tiene cuentos muy interesantes,
también, es Bioy Casares. Y admiro mucho a Roberto Arlt: "El jorobadito”,
"Ester primavera’’...; "Escritor fracasado" es un cuento sensacional. Y me
gustan algunos de Martínez Estrada, como "Marta Ri^uel^e", que me parece
fabuloso.
-¿Qué elementos comunes encontrarías entre todos estos
escritores, que pudieran significar una transferencia, una herencia que
tener en cuenta para considerar el cuento moderno en la Argentina?
-Bueno, encuentro dos elementos que me parecen muy importantes: el
primero es una búsqueda formal, real, en el cuento, para renovarlo. Así
encontramos en "Marta Riquelme" esa estructura tan compleja, o en
"Escritor fracasado" un cuento en el cual se pone un revulsivo en un medio
social. Y al mismo tiempo, una tendencia en esos cuentos a hablar
indirectamente de lo real; no a transcribirlo, sino a elaborar metáforas
globales de una sociedad, de una época.
-Bueno, esto es característico de la literatura latinoamericana,
pero también podría suceder aquí en Francia, o en cualquier lado,
—POdrfa, pero'"no'suceOerffluarüo'^Pigtia d<i luiii'u ejemplo
déTB mejor novela del nazismo a El tambor de hojalata, de Günther Grass,
y yo comprendo lo que él quiere decir aunque a mí no me gusta mucho esa
novela, porque me parece demasiado evidente.
—Podría citarse Diario de un payaso, de Heinrich Boíl, mejor.
-Sí, me gusta más. Pero fíjate: los cuentos de Poe, que son magníficos,
no tienen esa tendencia, no engloban el mundo en su conjunto. Son cuentos
más bien de estados de ánimo, marginales, muy excepcionales, que nos dan
la visión del mundo un poco particular que tenía Poe. En cambio, en “Tlón,
Uqbar, Orbis Tertius”, de Borges, encontramos una visión global del
universo. O en “El inmortal". O en “Las ruinas circulares”; yo decía el otro
día que de los cuentos clásicos de Borges ese sí es un clásico: con final
sorprendente, con la estructura que va derecho, la brevedad. Los otros son
menos clásicos, como “Funes el memorioso”, “Tlón...”, etcétera Y otro que
hay que mencionar es "El zapallo que se volvió cosmos", de Macedonio
Fernández. Y todos estos cuentos me parece que tienen esa impronta que es
específicamente rioplatense. Porque si tomamos los cuentos de Rulfo, por
ejemplo, que yo admiro profundamente, están en una línea más realista.
-Esto me lleva a otra pregunta: ¿de qué manera esta crisis del
cuento se vincula con la vieja polémica de la literatura argentina y
latinoamericana, entre formalismo y contenidismo?
-Yo creo que es una falsa polémica. He participado de ella, y
evidentemente asumiendo una posición. Pero a veces uno se hace entender
mal. ¿A quien le puede interesar la literatura puramente formalista? A
nadie. ¿Y a quién le puede interesar el puro contenidismo? A nadie. Me
refiero a los escritores. Digo: en la medida en que el puro contenidismo es
un ensayo, porque eso es la literatura contenidista. Lo mismo pasa con el
testimonio. He leído por ejemplo el libro de Bonasso: Recuerdos de la
muerte, y me parece una cosa más que dudosa, porque el único criterio de
verdad que tenemos ahí es la ideología y los sentimientos del autor. No hay
ningún otro criterio. La persona de Bonasso no está para nada en cuestión,
ojo, pero simplemente como método de testimonio ningún jurado lo
aceptaría. En cambio, hay que aceptar plenamente la ficción, que es un poco
la función del escritor; él no
testimoniará de algo que ocurrió, pero. a .través de. la.ficción . eL
escritor puede dar una especie de sentimiento del mundo general, de la
ética, de lo que fuere, una reflexión sobre su tiempo que asume una forma
artística particular. Por ejemplo, encontramos en la pintura abstracta que
Kandinsky no quiere decir que el hombre ha desaparecido, sino que hay
como un descentramiento del hombre, al que lo saca del viejo humanismo
de la pintura representativa y lo hace corresponder con una situación real
del hombre en el mundo.
-¿Y cuál sería el equivalente de esto en literatura? ¿Quizás
Macedonio?
-Sí, yo lo encontraría en Macedonio, en algunos cuentos de Borges, en
Felisberto Hernández, que me parece un gran escritor. ¿Ves? Me había
olvidado de Felisberto. Eso pasa a veces en estas conversaciones, que uno
se olvida de nombrar a alguno y después hay gente que se ofende porque no
lo nombraste. Bueno, a Felisberto yo lo pongo entre los que realmente han
renovado el cuento. Mirá "Las hortensias”, es muy original, por su tono, por
sus intrigas que no son tales.
-Y volviendo a la crisis, ¿ella no estaría en que, resuelta la
contradicción forma-contenido, el haber llegado a la síntesis plantearía
el “y entonces ahora qué”?
-Y bueno, yo creo que la buena literatura, en todo tiempo y lugar, es
capaz de superar sus crisis a través de sus textos.
EL CUENTO ES COMO UNA PIEDRA QUE CAE EN UN
31
ESTANQUE
Maestro involuntario porque nunca se dedicó a la docencia ni atendió
jamás talleres literarios, Juan José Manauta ha hecho de su obra una
verdadera escuela cuentística. Narrador que se autodefine como "tardío”
(empezó a escribir cuentos a los cuarenta años, después de publicar poemas
y tres exitosas novelas), es un hombre tímido y nervioso, cálido y modesto.
A los 71 años, fuma sin cesar cigarrillos rubios y habla lentamente,
pausado, buscando las palabras precisas y encontrándolas siempre, aunque
él se queja cada tanto de que la memoria le “anda flaqueando".
El maestro Manauta nació en diciembre de 1919 en Gualeguay,
provincia de Entre Ríos, estudió Letras en la Universidad Nacional de La
Plata, ejerció los más diversos oficios (tipógrafo, corredor de seguros,
vendedor, periodista) y militó durante casi medio siglo en el Partido
Comunista Argentino. Fue dirigente de la Sociedad Argentina de Escritores,
editor en los años 60 de la revista Hoy en la cultura, y se hizo tiempo para
componer una obra literaria variada que reconoce
algüríoé'do los ciguientoé'títulos; La mujer de silencio (poemas); y
tas novelas Los aventados, Las tierras blancas, Papá José y Puro Cuento.
Su obra cuentística consta de tres libros: Cuentos para la dueña adolorida
(1961); Los degolladores (1970) y Disparos en la calle (1986).
Esta entrevista se celebró en un café del centro de Buenos Aires, un
frío anochecer de la primavera de 1991. He aquí la versión completa de la
charla:
GIARDINELLI: ¿Por qué empezaste tan tarde a escribir cuentos?
MANAUTA: Quizás porque, como cualquier hijo de vecino, empecé
escribiendo poesía de muy joven. Publiqué primero La mujer de silencio y
luego otro que se llama Entre dos ríos. Pero mi caso es sencillo de explicar:
mis poemas eran regularones; no fui un gran poeta, ni siquiera un mediano
poeta. En mi segundo libro de poemas ya aparecían temas como el de la
chacra abandonada, el éxodo, la degradación campesina. Los viejos temas
de Las tierras blancas ya estaban en mi poesía. Bueno, un día descubrí que
yo no llegaba al fondo de la cuestión poética. No por una cuestión de
género sino por propia incapacidad, tal vez. Pero yo quería contar esas
cosas más en detalle, minuciosamente, y entonces me pareció que la poesía
a mí no me servía.
-¿Y no habías escrito ningún cuento, ni uno solo?
-No, ni uno solo. Yo comencé a narrar a los treinta años, pero novelas.
En el 59 Hugo del Carril filmó Las tierras blancas, que se había publicado
en el 56 en la famosa Editorial Doble Pe, donde editaron sus primeras obras
Di Benedetto, Viñas, Ardiles Gray... Solo después del 60 escribí mis
primeros cuentos.
-¿Tenías miedo, resistencias al género? Es raro que un escritor que
hoy es un reconocido cuentista se haya iniciado tan tarde.
-No, miedo no. Lo que pasa es que yo creo que el cuento es la
narración por excelencia, y para el cuento se necesita tiempo. Para ser un
mediano cuentista hace falta cierta madurez. Es el género más difícil de
todos. En una novela vos te ponés a escribir y te tendés como en un galope
largo. En cambio el cuento es como una piedra que cae en un estanque.
Forma círculos concéntricos. Vos vas agrandando siempre el mismo núcleo;
en el cuento hay un solo tema. Por eso creo que de jovencito no
-rubiera podido escribir cuentos. Yo nocositó odad, madurez.
Publlqu&88 primer libro a los veintipico, pero eran poemas escritos a los
dieciocho o diecinueve años y tenían todas las limitaciones de esa edad.
-¿Pero te interesaba, por ejemplo, la preceptiva del cuento?
-Solo la que tiene uno que estudió Letras.
-¿Nunca fuiste a un taller?
-No. Ni tampoco tuve uno. Ni siquiera participé, salvo una vez que me
invitó Abelardo [Castillo], Ahora, últimamente, alguna gente me está
diciendo que forme un taller, pero no sé... A lo mejor lo hago.
-¿Tenés algún prejuicio con los talleres?
-No sé si llamarlo prejuicio. Lo que yo me pregunto es si alguien le
puede enseñar a escribir a alguien.
-La respuesta es no, obviamente.
-Claro. En todas las artes poéticas que yo conozco, desde Aristóteles,
Horacio, Boileau, y hasta en el arte nuevo de hacer comedia de Lope de
Vega, se habla de las condiciones innatas. Yo no le niego valor a la cultura,
al estudio, a la formación, pero enseñar a escribir... Creo que el narrador
nace, no se hace. Esto me viene de mi viejo, probablemente, que era un
narrador oral nato: contaba historias a cada paso, todos los días, en la mesa,
y a veces contaba la misma historia varias veces pero siempre de distinto
modo. Mi madre, que era menos prosaica, más culta, lo corregía. Pero
nosotros, que éramos seis hermanos, protestábamos porque lo
escuchábamos embelesados al viejo, cuando hacía sus regresiones a su
aldea española, aragonesa.
-¿Y no te parece que a quien tiene esa cosa innata un taller le
puede venir muy bien?
-Ah, claro, yo admito que, para el que escribe, la cosa no acaba en
tener condiciones innatas. Esto es cierto, y quizás para eso sí sirven los
talleres. Pero siempre hay que partir de algo. En el Ars poétique de Ver-
laine se dice "la musique avant tout les choses". Y la música no es ni la
rima ni la métrica; yo creo que Vertame hablaba de algo misterioso, de algo
que circula en medio del poema como circula la sangre en el cuerpo
tiumano/y eso es la míiska. Una especie de élan, de cosa misteriosa e
indefinible. Pero volviendo al cuento, si bien yo no los escribía en cambio
los leía, y mucho. Tuve la suerte de descubrir, siendo muy
aguñÉrFSSSTíjjW'TIntffi coniu Máximu Gürki. No meransr de
releer, aún hoy, los cuentos breves de Gorki.
-¿Se podría decir que tu escuela fue el cuento ruso?
-Sí, y el norteamericano también. Porque mi otro cuentista predilecto
es Sherwood Anderson. Creo que con él me sentía hermanado porque en su
autobiografía cuenta que su padre era un gran narrador oral, y que siempre
le mentía. Yo ahí descubrí que el cuentista es un gran mentiroso.
-¿Qué otros maestros reconocés?
-Desde luego que también a Ambrose Bierce y a Chéjov. Y a Mau-
passant, ¿no? Y aunque por ahí la memoria me traiciona y me olvido de
alguno, creo que otro epígono podría ser Erskine Caldwell.
-Entonces supongo que si te pregunto, como hago siempre, cuáles
son tus tres o cuatro cuentos predilectos, mencionarás “Ladrón de
caballos”...
-Por supuesto. Y los otros serían "El infante", de Gorki, y... a ver: "El
jorobadito", de Arlt. Esos tres. Pero creo que también mencionaría a un
cuentista más que para mí fue un genio: Enrique Wernicke... Me parece que
El señor cisne es uno de los mejores libros de cuentos que se hayan escrito
en la Argentina. Y quizá en el mundo. "El señor cisne" y otro cuento que se
llama “La inundación " se los recomendaría a todo aquel que quiera escribir
cuentos.
-¿Y si a ese “todo aquel” imaginario que quiere escribir cuentos
tuvieras que darle algunos consejos, aun sin ser maestro de taller, qué
le dirías?
-Bueno, primero que nada le diría que cualquier narración es necesario
vivirla mucho tiempo, convivir con la idea durante mucho tiempo, y
escribirla lo más rápidamente posible. Los antiguos indios americanos,
cuando iban a las partidas de caza, llevaban a un tipo que luego, al regresar,
les contaba lo que había sucedido. La gran magia de la narración consiste
en poder involucrar a la gente: y aquellos indios escuchaban que otro les
contaba lo que ellos mismos habían vivido. Ellos habían sido los
protagonistas, pero el parlanchín éste, que podía ser tal vez el lenguaraz, o
el hechicero, les contaba lo que habían hecho y entonces los indios se
sentían involucrados. Yo creo que narrar es involucrar. Si vos sabes
involucrar a la mayor cantidad de gente, tu narración va a ser perdurable.
Ese sería mi
primer consejo, y luegu: esuiibtrfo tüdü rápidamente, para que no
sg escape nada de lo esencial.
-Pero desembucharlo todo, rápido o lento, no garantiza un buen
cuento. Yo desconfío de los cuentos escritos de una sentada. Se nota que
les falta trabajo.
-Bueno, pero lo que pasa es que después de escribirlo viene la
corrección. El procesamiento, diríamos, es ulterior. Es un proceso de
perfección, de mejoramiento, de utilización de palabras con auxilio de los
diccionarios, y eso sí lleva mucho tiempo.
-Un problema que en Puro Cuento observamos muya menudo es la
ansiedad de la gente por escribir velozmente, de una sentada, y
escaparle a la corrección. La ansiedad por publicar suele ser enemiga
de la escritura.
-Ah, claro, eso siempre fue así. Abelardo decía, con razón, que se
publican muchas libretas de apuntes, que no son libros de cuentos. Por eso
mismo yo aposté al tiempo. Hay ¡deas que uno conserva durante años, y
que van creciendo lentamente, y crecen y crecen hasta que llega un
momento en que ya no podés sino escribirlas. Digamos que te obseden,
aunque no me gusta esa palabra. Y eso significa que ha llegado el momento
de escribir rápidamente, para que no se te escape nada. Para llenar el
cuadro, como diría un pintor. Pero a partir de entonces, hay que empezar a
trabajar. Porque así como hablo de velocidad, otro consejo que le daría a
este hipotético narrador sería que no le tenga miedo a la corrección, que no
largue las cosas así nomás. Lo esencial está porque él ha vivido eso, él se ha
involucrado; entonces que no le tenga miedo a falsear, a modificar... Es
inexcusable la perfección formalista.
-En tus cuentos y novelas hay temas que se repiten y aparecen
como motivos recurrentes: el campo, el amor, la violencia, las mujeres...
¿Podés hablar de eso?
-Sí, pero vos te olvidás de una cosa: el rasgo ético. Yo soy casi un
moralista. Y en mis narraciones creo que es un rasgo superior a los otros...
-¿De dónde te vienen esas características?
-De la infancia, como casi todas las cosas que uno tiene. Mi padre
tenía un negocio de ramos generales, suburbano, en las afueras del pueblo.
Era como un almacén de campo, en el que se vendían
desde- arados hasta-carbón, géneros, yerba y azúcar. Y tenía, claro,
una trastienda a la que venía mucha gente, sobre todo hombres, paisanos.
Ahí se conversaban el truco y la ginebra. Y ahí yo adquirí una gran riqueza
de lenguaje, sentimientos y pasiones. La riqueza humana que esos tipos
dejaban del otro lado del mostrador era inmensa. Ahí escuché
conversaciones, relatos, sucedidos, mentiras, que se fueron depositando en
mi memoria. Incluso de niño intenté escribir algo de todo aquello, pero
afortunadamente no pude, no supe hacerlo. Pero todo quedó en mi memoria
y a eso recurrí de grande. Más de la mitad de los temas y rasgos que vos has
podido leer en mis libros, vienen de aquella trastienda.
-Algo así como una escritura de la memoria.
-Claro. Y además hay otra cosa: mi madre era directora de una escuela,
y nosotros vivíamos en la escuela, también suburbana. De modo que yo
convivía con los chicos y conocía también sus historias. Porque en Entre
Ríos se hacía cumplir la obligatoriedad de la enseñanza, y las maestras
antes de comenzar el ciclo escolar salían a censar, casa por casa y rancho
por rancho. Mi vieja era enérgica y no admitía argumento en contra, y
además organizaba la cooperadora, y hacía rifas y de todo para que cada
chico pudiera tener zapatillas, guardapolvos y una pizarra.
-Parece obvio que la figura de las mujeres, en tus cuentos, es un
poco la de tu madre. Porque son siempre mujeres decididas,
luchadoras, casi no aparecen mujeres pusilánimes.
-Me parece que tenés razón. Pienso ahora en Charito, que está en mi
primer libro. Y en la viuda de Schwank... Sí, mi madre debe estar muy
presente en todo eso, aunque yo nunca lo indagué. Jamás me psicoanalicé,
pero supongo que debe de estar porque, por ejemplo, ella me inculcó el
amor a la poesía. Se la pasaba recitando versos. A Rubén Darío se lo sabía
entero, de memoria.
-¿Y la violencia, de dónde viene?
-Bueno, la violencia estaba en el ambiente. Entre Ríos tiene una
historia bastante desgraciada: la guerra con Buenos Aires fue tremenda;
aparte fue la primera provincia radical, y la ruptura posterior con el
radicalismo -porque los Laurencena eran antipersr^i^^ll^lia^^ fue tam-
bién.terrible, Provincia olvidada, el aislamiento.fuesu signo
cuandrnúfflc;;;^ había puentes ni túneles. El gran abrazo de agua que la
nombra para “ siempre, como cantó Mastronardi, ¿no? Hasta la radio llegó
tarde a mi provincia. Si incluso hay palabras castizas que allá todavía
perduran, como por ejemplo telera, hogaza... o el verbo granjear, que allá se
usa sin el reflexivo, como sinónimo de ganar.
-¿En qué año saliste de allí?
-A los dieciocho años. Me fui a estudiar a La Plata.
-¿Por qué estudiaste Letras?
-Porque había mamado mucha poesía. Cuando leí el plan de estudios y
vi latín, griego, literatura de Europa Septentrional, Meridional y de aquí y
de allá, dije esto es lo mío.
-¿Y por qué nunca ejerciste la docencia?
-Primero porque los avatares de la política no me lo permitieron. Me
hicieron trampas, no había concursos, no había Estatuto del Docente... Yo
me hice comunista en la universidad, y al graduarme ya me di cuenta de que
no iba a poder ejercer. Apenas fui maestro durante seis meses en una
escuela, pero dejé cuando Perón implantó la enseñanza religiosa. Yo no era
creyente, y no se puede enseñar una cosa en la que no se cree... Y después
hice un montón de cosas, pero lo que más me sentí fue periodista. Estoy
jubilado como tal.
-¿El periodismo ayudó o perjudicó tu labor narrativa?
-Decididamente la ayudó, porque me permitió meterme en cosas a las
que de otro modo no hubiera accedido. El periodismo fue, para mí, como el
mostrador de la trastienda del almacén de mi viejo. La riqueza de
conocimiento de gentes y de historias que te da el periodismo es
impresionante. Eso por un lado. Pero además, en algunos casos hasta
estilísticamente me ayudó. No reniego del periodismo. Hay cada tipo, claro,
pero yo sigo siendo amigo del periodismo.
-¿Y tu experiencia como editor de una revista literaria?
-Eso fue en el 64. Yo había estado bastante enfermo desde el 59, el 60,
más o menos. Me ofrecieron dirigir una revista nueva, con pocos medios.
Era del Partido; o por lo menos yo lo tomé como tarea militante. Pero puse,
como condición, que nadie la corrigiera porque no iba a aceptar
interferencias. Y así salimos con Hoy en la cultura,
que duró .casi . cinco . años, .hasta, que lacerró Onganía. Después
sacarnos otra, Meridiano ‘70, pero solo salieron tres números hasta que nos
dimos cuenta de que chocábamos la cabeza contra un muro. Y sacar una
revista clandestina no era posible. Una revista literaria clandestina es un
absurdo.
-¿Colaboraste con £/ escarabajo de oro, de Castillo?
-Algunas veces me publicaron, y yo los publiqué. Éramos revistas
paralelas, competidores, digamos, pero muy amigos. Ellos se reunían en el
Tortoni, y nosotros en La Comedia, un viejo café que ya no existe.
-¿Quiénes eran nosotros?
-Bueno, estaban Pedro Orgambide, Raúl Larra, Lubrano Zas...
-Tu primer libro de cuentos es del año 61, ¿Qué cambió en tu
cuentística en estos treinta años?
-¿Piensa unos segundos.] Mirá, no lo sé... Quizás me hice más
objetivo, menos atado. En aquellos tiempos me costaba mucho trabajo que
la miIitancia no se metiera en mi literatura. Tenía que hacer grandes
esfuerzos, pero se me metía inevitablemente. Ahí está mi novela Papá José,
que es una novela entera dedicada al Partido. Podría haber sido una buena
novela, si yo hubiera logrado sacarme de encima todo ese compromiso. Yo
tenía al Partido muy metido en el alma, fui militante toda mi vida, desde los
dieciocho años hasta hace un tiempito. No renuncié, pero quedé aislado. No
me interesa este Partido Comunista. Desde hace unos siete u ocho años
empecé a alejarme. No me enfrié ideológicamente, pero sí desde el punto de
vista de la militancia. Aunque yo seguí en la SADE, llevando esa carga y
haciendo dos o tres cosas que mucho no me interesaban, pero...
-¿Te parece importante la labor gremial para un escritor, o el de
escritor es un oficio solitario y es casi inevitable la no mutualización?
-Yo creo que sí es un oficio solitario, evidentemente, pero también se
da la paradoja de que el escritor se aísla para estar con la gente. Se aísla no
porque se vaya de la gente, sino porque trabajar solo es su manera de
acercarse a la gente. La super^r:icialidad no hace al escritor. Pero lo que
pasa es que en la circunstancia argentina, mi querido, la labor gremial es
casi inexcusable, o para mí lo ha sido, hasta hace muy poquito.
__---Pero dicho con toda franqueza: <no obstaculizó tu labor
creativa?- _
-Y sí, la verdad es que me jodió bastante... Pero no reniego de lo que
hice. El escritor a su trabajo lo hace o no lo hace, así sea en la cárcel, como
Cervantes; así sea en la pobreza como en la riqueza, en la enfermedad o en
las peores circunstancias.
-Sí, está claro que uno escribe en la felicidad o en la desdicha. Pero
¿no te duele haber perdido, acaso, alguna obra en el camino?
-Yo creo que los libros que no escribí, muy bien no escritos están. Si
hubjera tenido la necesidad imperiosa, ineludible, de escribirlos, los hubiera
escrito igual, con Partido o sin Partido, con o sin labor gremial. Tal vez he
escrito menos libros de los que yo hubiera querido, sí, tal vez algo de
tiempo me quitó la militancia, pero no se trata de decir ahora que mis
convicciones me quitaron tiempo, porque el tiempo, viejo, uno tiene todo el
tiempo, como dicen los chinos...
-¿Qué estás escribiendo ahora?
-Cuentos. Diferentes, creo, más objetivos. Un amigo me dijo que ahora
estoy probando que puedo escribir sobre cualquier cosa. Me he
profesionalizado más, tal vez. Y creo que de ahora en adelante, más
todavía. Cualquiera que conozca mi obra se dará cuenta de que estos
cuentos que estoy haciendo ahora, como el que vas a publicar, marcan un
cambio hacia una cosa distinta. Yo no sabría definirlo, pero mis cuentos de
ahora en más van a ser de esa índole. Además, pude tomar la historia de
Entre Ríos, que antes era como una cosa prohibida. Toda esta saga del
Mayor Don Ponciano Alarcón va a ser diferente, y "Cama de juncos" es una
especie de cuento encadenado con otros. Por eso Abelardo decía que yo
escribo cuentos con mentalidad de novelista mientras él escribe novelas con
mentalidad de cuentista.
-¿Por quién y por qué te estaba prohibida la historia de Entre
Ríos?
-Por mí mismo. Y porque ser entrerriano significa estar con Ur-quiza o
con López Jordán. ¿Fue López Jordán el que mandó matar a Urquiza? ¿O lo
hizo el gobierno central para intervenir la provincia? Esto desata pasiones
todavía hoy. Yo conocí, cuando era chico, a un jordanista apasionado, que
iba al almacén de mi viejo. Un hombre que se llamaba Don Ponciano y que
sostenía que era Sarmiento el que había hecho matar a Urquiza...
—Jordanista, por supuesto. Pero tampoco puedo estar en contra de
Urquiza. No hay que olvidar Caseros, claro. Lo que pasa es que López
Jordán era un hombre progresista, un demócrata. Era un federal
consecuente, también, y peleó por la autonomía entrerriana: esa fue la
guerra con Buenos Aires, que fue una guerra salvaje que duró como diez
años, y de la que yo me valgo para hacer ficción. Historiador jamás.
-¿Por qué Entre Ríos ha dado tantos escritores, como Juan L.
Ortiz, Alfredo Veiravé, María Esther de Miguel, Carlos Mastronardi,
Juan Carlos Ghiano y tantos más?
-Y Gerchunoff... Que es quien te da la respuesta con el título de su
libro: Entre Ríos, mi país. Gerchunoff llegó de Ucrania cuando tenía doce
años y se fue a vivir a Buenos Aires antes de los veinte. Vivió menos de
diez años en Entre Ríos, y sin embargo siempre lo consideró su país.
Gerchunoff dice que ahí lo que hay es pertenencia... Es que hay muchas
poblaciones pequeñas, y en todas hay bibliotecas. Y en cada biblioteca hay
un poeta en ciernes, o un presunto poeta. Como te dije: la ley 1420 de
enseñanza obligatoria, laica y gratuita, en Entre Ríos se aplicaba con toda
rigurosidad. Era una provincia muy letrada y casi no había, ni creo que haya
ahora, muchos analfabetos. El aislamiento le da a los entrerrianos un
sentimiento de pertenencia, de orgullo de pertenecer a ese lugar, y entonces
aparecen los pintores de aldea en el sentido de Tolstoi. La universalidad de
Juanele, por ejemplo, está basada en pintar el paisaje: en todos sus poemas
están el río, las colinas.
-Tu pueblo, Gualeguay, es el que más escritores dio, ¿no?
-Sí, Gualeguay dio a Ortiz, Veiravé, Mastronardi, Amaro Villanueva...
-¿Y vos los conociste y trataste a todos?
-Por supuesto. ¡Y por suerte! Claro que sí... Fue una suerte. Teníamos
una biblioteca excepcional, en la Sociedad de Fomento, que presidía
Juanele. Ahí se daban cursos, charlas, reuniones... Yo ahí aprendí a leer.
Claro que la gente después emigraba, pero siempre volvía. Siempre se
vuelve. Mastronardi se vino a Buenos Aires a estudiar Derecho; Veiravé se
fue al Chaco, tu provincia, pero sigue siendo entrerriano. Juanele se fue a
Paraná, pero no dejó Entre Ríos jamás. La misma Ma-
tenemos pertenencia. Y no está mal, eso ¿no?
-Claro que no. Yo la tengo con el Chaco.
-¿Y viste, entonces, que los personajes y situaciones siempre te salen
como del mismo lugar, como con un mismo aire?
—Sí, en cuanto uno se imagina un texto ya viene con el escenario
puesto... Pero hablemos ahora de lo que fue la cultura argentina en los
años 60 y 70, de la que fuiste protagonista y testigo bastante
privilegiado. ¿Qué nostalgia tenés de esa época?
-La nostalgia es en mí un sentimiento contradictorio, Mempo. Yo
tengo verdadera nostalgia de Gualeguay. Y la tengo de mis tiempos de
estudiante en la Universidad de La Plata, donde estudié en la década del
cuarenta. El rector era Alfredo Palacios, cuya firma está en mi título. Y
había profesores como Arturo Marasso, Pedro Henríquez Ureña y Amado
Alonso. Eso me provoca nostalgia: el respeto por el conocimiento, el amor
y la fascinación por lo clásico, lo cual no significa desprecio por lo
moderno. Pero los años 50 y 60 fueron otra cosa: años signados por golpes
de estado, dictaduras, cárceles, autoritarismo, censura y autocensura... De
eso no tengo ninguna nostalgia.
-¿Y entonces por qué será que alguna gente, hoy, idealiza los 60
como años de florecimiento cultural?
-Porque hubo un florecimiento cultural indudable. Cuando hay censura
uno trata de afilar más las cosas para eludirla, se trabaja más en la búsqueda
de las palabras.
-A mí esa idea no me convence porque puede hacer pensar que la
democracia, entonces, es embrutecedora. Creo que la obligación de un
artista es trabajar y pulir su obra por la obra misma.
-Claro, sí. Yo de ninguna manera quiero decir que la democracia
impida los florecimientos culturales. Pero creo que esos años de censura,
inseguridad y falta de respeto por los derechos humanos, provocaron un
florecimiento como reacción. Digo como reacción. Fíjate vos que en
España los años de dictadura franquista provocaron chatura, y de la
generación de grandes poetas españoles tuvieron que irse todos. Durante
cuarenta años no hubo ningún florecimiento cultural en España, sino todo lo
contrario. Por eso creo que acá en esos años el
florecimiento se debió a una reacción. Pero yo no sé si puedo explicar
bien esto, porque ful' protagonista. ............ * ..................
-¿Vos creés que la cultura argentina de hoy es inferior?
-No, no es inferior... o no sé... Yo me resisto a creer que esté debilitada
la cultura argentina. Claro que ya no estoy tan al día, no sigo de cerca las
cosas que se están escribiendo ahora... Tal vez por eso no me doy cuenta.
Pero eso a mi edad es casi inevitable.
-¿Qué leés últimamente?
-Autores argentinos casi no leo, la verdad. Te vas a reír, pero ahora
estoy leyendo a Jan Neruda y estoy aprendiendo a escribir cuentos con ese
tipo, fíjate vos... Es que cada vez me atraen más los clásicos. Y los años que
me quedan, que no sé cuántos serán, quiero pasármelos leyendo a grandes
autores como éste. Si no, qué va a ser de mí, ¿no? Tengo que leer a los
clásicos, porque a estos chicos de ahora puedo dejarlos para más adelante, o
qué sé yo, puedo no ocuparme de ellos. Pero a los clásicos, che... Me pongo
a leer de nuevo a los grandes: vuelvo a Sherwood Anderson, a Gorki,
vuelvo a Rojo y Negro...
-Vos fuiste contemporáneo de gente como Sabato, Borges y
Cortázar. ¿Tuviste relación con ellos?
-Tuve relación con Sabato, sí, bastante. Con Borges no tanto; alguna
vez nos vimos, fugazmente. Y a Cortázar no lo conocí, aunque alguna vez
me mencionó y por elevación los dos sentíamos una especie de admiración
mutua. En El libro de Manuel él reconoció que utilizaba procedimientos
que yo ya había utilizado en mi novela Puro Cuento.
-¿La política no te separó de algunos nombres ilustres?
-No, para nada. Hay una condición mía que consistió en haber sabido
mantener buena relación con la gente de centro y de derecha. Yo tuve muy
buena relación con Mujica Láinez, por ejemplo. Tengo cartas preciosas de
él.
-¿Y con Bioy Casares o Silvina Ocampo? ¿Con la gente de Sur?
-No, con Bioy no tanto. Nos conocemos pero nada más. Y con la gente
de Sur, nada. Ahí sí debe haber sido por razones políticas, seguro. Yo no me
acercaba a ellos. Jamás publiqué en La Nación, por ejemplo. Pero tengo una
buena relación con Marco Denevi.
-¿Y con Sabato?
Nos tratamo§,en las épnr^g^n que r| era bastóte militaaia.J-g-gMM
cuerdo que una vez formamos un comité cuando a Tomás Eloy Martínez —
y a Ernesto Schóo los sacaron de la página de cine de La Nación y los
mandaron a Redacción General, porque había habido una protesta de las
distribuidoras cinematográficas. Además, claro, tuvimos relación en razón
de mi militancia en la SADE. Sabato ha sido candidato a presidente. Desde
luego, yo tenía mejor relación con Barletta, Agosti y otra gente que venía de
Boedo, aunque yo soy posterior a Boedo, ¿no? A Roberto Arlt
desgraciadamente no lo pude conocer. Pero lo leía, claro. En el 42, cuando
él murió, yo estaba todavía estudiando en La Plata.
-Para terminar, ¿estás preparando algún libro?
-Sí, estoy trabajando en un libro de cuentos. Estoy haciendo una
selección rigurosísima, retomando algunos textos viejos y escribiendo
nuevos cuentos. Pienso que el año que viene podrá haber un volumen
nuevo. Hace seis años que no publico nada, y no dejé nunca de escribir.
-¿Tenes ¡dea de cuántos cuentos escribiste en tu vida?
-No, no sé... habré escrito unos cien cuentos. O no sé si llego, tal vez
ochenta... Me refiero a los que publiqué y a los que siguen inéditos. Muchos
de ellos integrarán este libro. Y quizá siga esta saga de Don Ponciano, que
es uno de los últimos jordanistas y que muere loco. Me interesa mucho ese
personaje.
-¿Hay algo que te hubiese gustado que te preguntara?
-No. Pero ahora me pregunto cómo habrá salido esta charla.
-Creo que va a salir bien, Juan José.
-Sí, estoy seguro de eso. Vos la vas a mejorar.
-No, no va a hacer falta.
ELSA-BORNEMANN—.....
EL CUENTO ES UNA OLA; UN INTENSO DÍA
DE VIDA;
UN AMOR A PRIMERA VISTA; UN
RELÁMPAGO PERDURABLE
32

Es muy rubia y sus ojos azules tienen una mirada transparente y llena
de curiosidad. Es una mirada franca, sensible, diáfana, de persona que
jamás caretea y que sabe muy bien todo lo que no le gusta. Certeza que el
entrevistador ratifica en cuanto se sienta con un café ante sí y da comienzo
la charla, mesa de por medio, observados por dos gatos que
permanentemente se subirán a la mesa, hurgarán entre papeles o dormitarán
sobre los sillones, cual verdaderos amos de ese moderno y ordenado
departamento de la calle Bulnes, en el porteño Barrio Norte capitalino. Tan
porteño como la manera de hablar de Elsa Bornemann, esta mujer que se
define “infatigable ama de casa y maestra vocacional”, y que habla como
esas muchachas de los años setenta que iban a manifestaciones y creían que
era posible cambiar el mundo hasta que aparecieron los lobos feroces que
engendraron, después, a los pragmáticos de hoy.
En cuanto uno entra, se siente atrapado por la cordialidad y la buena
onda que destila esta mujer, que todavía no llega a los cuarenta
afios. -pero es madre de dos hijos -ya graindeis-y-tiene una
inmensa sabiduría, un sólido sentido común y una franqueza poco
frecuentes.
Sus respuestas son amplias, completamente femeninas (si por tal se
entienden el irse por las ramas, el humor sutil y la ironía) y además
tiene la costumbre de dibujar con los dedos en el aire -o sobre la
mesa, mientras dice lo que dice- como si necesitara acentuar sus
expresiones. Durante la charla (celebrada en noviembre de 1991)
gesticula constantemente, fuma un cigarrillo tras otro, confiesa ser
muy supersticiosa y no deja tema sin responder.
Hija de “un relojero alemán especializado en campanas, carrillo-nes y
relojes de torre", Bornemann es, como casi todo el mundo sabe, uno de los
más importantes escritores de literatura paro niños de este país. Maestra
Normal Nacional y profesora de inglés, de alemán y de
Letras (egresada de la UBA), ha sido premiada y reconocida
internacionalmente. Su obra es tan original como numerosa, y de sus más
de veinte títulos pueden citarse Un elefante ocupa mucho espacio,
Cuadernos de un delfín, Cuentos a salto de canguro, El libro de los chicos
enamorados, Bilembambudín o el último mago, La edad del pavo, Los
desmaraviIladores y Socorro (Doce cuentos para caerse de miedo).

GIARDINELLI: ¿Cómo te iniciaste en la literatura?


BORNEMANN: Sentí que escribir era mi modo natural de expresión,
no bien empecé a hacerlo. La lectura de libros, y de poemas y cuentos, fue
acentuando esa impresión y por suerte fui hija de padres que consideraban
que los libros también formaban parte de la canasta familiar, por muy
modestamente que viviéramos. Mis primeros escritos "libres” (es decir, que
no respondían a la imposición de ejercicios escolares) son de cuando tenía
ocho o nueve años. Creo que mi vocación literaria nació cuando me di
cuenta de que las palabras significan algo más que un medio de
comunicación entre la gente. Caí en un estado de enamoramiento por las
palabras, la lengua castellana y los idiomas en general. Y ya no dejé de
escribir. Y cuando cursaba el magisterio comencé a componer los versos
que después se publicaron en mi primer libro: Tnke-Tnke.
-¿La poesía fue tu pasión inicial?
-Sí, muy tempranamente. Y es una pasión que jamás abandoné.

~¿Y BOU til CIHUttO, Me rt amor?----------——--------


-Bueno, en mi casa se valoraba mucho toda la literatura. Se leía mucho
y de todo. A pesar de su exigente ritmo de trabajo mis padres nos educaron,
a mis hermanas y a mí, en el gusto por la lectura. Hasta que aprendí a leer,
me leyeron y contaron: mi hermana mayor, mi mamá (que solía inventarlos)
y mi papá, que me los leía en alemán, sin traducírmelos porque decía que si
prestaba mucha atención los iba a entender.
-¿Quiénes eran los autores de esos cuentos de tu infancia?
-Recuerdo con nitidez el impacto que ejercieron sobre mí muchos
autores: Lewis Carrol!, Andersen, Poe, Hoffmann, Busch, los hermanos
Grimm, Quiroga, Elflein, Villafañe... La lista sería larguísima, de nunca
acabar. Y tampoco querría dejar de mencionar los cuentos de autores
anónimos como los de Las mil y una noches, ni las leyendas españolas,
nórdicas, argentinas, italianas... Yo, de chica, leí muchos cuentos. Solo
cuando iba terminando la primaria, y me duró hasta cerca de los treinta, me
atraparon las novelas, de toda índole. Pero actualmente prefiero los cuentos.
-¿Qué es un cuento, para vos?
-Una ola; un intenso día de vida; un amor a primera vista; un
relámpago perdurable.
-¿De dónde nacen tus textos?
-De todo lo que me conmueve, me divierte o me hace sufrir,
reflexionar, dudar. También nacen de la realidad, sin dudas, aunque
obviamente se añaden contenidos que provienen del mundo onírico y de la
imaginación. Y además está la cantera de la memoria ¿no?
-Alguna vez me dijiste que vos sí creías en la inspiración. ¿Es así?
-Sí, y me animaría a describirla como un súbito golpe de sol o roce de
nieve en el medio de los ojos, contra el alma y a su favor. Una sensación
extraña y movilizadora de la posibilidad de escribir "eso” y “ya". Y
entonces uno lo escribe como al dictado... Esa conmoción de la sensibilidad
puede producirse con frecuencia o no. Creo que todos padecimos (o
disfrutamos, vaya uno a saber) etapas durante las que deseamos
relacionarnos con las palabras y ellas han desaparecido. Y recién dije
“disfrutamos” porque, en ocasiones, me asalta la sospecha de que no se
escribe en tiempos felices.
-Bueno, de hecho todos los escritores que he leído y leo con placer
influyeron e influyen en mi obra. También reconozco una considerable
influencia de la pintura, en particular de la surrealista, expresionista e
hiperrealista. Me conmueven y movilizan mucho mi imaginación.
-Como egresada de Letras, ¿te interesás por las técnicas
narrativas? ¿Juegan un papel en tu labor creativa?
-A partir de los trece años, cuando leí un tratado sobre “El arte de
escribir y la formación del estilo”, me interesaron mucho. Por supuesto, mi
tránsito por las aulas de Filosofía y Letras acrecentó el interés. Pero ahora
me gusta descubrirlas por mis propios medios y formarme un perfil
aproximado de cada autor que leo, de acuerdo con los recursos a los que
apela. En cuanto a mí... escribo cuando siento que me resulta impostergable
hacerlo. Y eso me sucede constantemente, para alegría de quienes se
hermanan con mis libros y para “mufa” de quienes no.
-¿Qué pensás de los talleres literarios? ¿Tuviste uno alguna vez?
-Integré dos talleres de teatro, coordinados por Pablo Palant, y después
tuve varios talleres de literatura para niños. Mi experiencia es positiva,
totalmente enriquecedora, pero sé que ésa no tiene por qué ser la regla
general. Como en todas las actividades humanas, vos sabés, abundan los
comerciantes, los ególatras, los incapaces, los irresponsables... y mejor paro
de enumerar. De todos modos, considero que los talleres son útiles si son
generosos para propiciar el crecimiento interior (y literario, claro) de los
asistentes, y en tanto no se constituyan en un modelo único que imitar.
-Tu producción es impresionante, parece una cantera inagotable.
¿Cuál es tu método de trabajo, cuál tu disciplina?
-Siempre escribo a mano, en primera versión. Luego paso los
borradores a máquina. Después los corrijo nuevamente a mano, en una
tercera, y con colores. Entonces dejo el texto durante un cierto tiempo (o
para siempre...) y lo retomo más adelante para supervisión y otras pasadas a
máquina, hasta qTe quedo más o menos conforme... De hecho, escribo a
diario. Como mi reloj biológico funciona con más lucidez durante la noche,
suelo andar insomne y desvelada hasta el amanecer. Y como per-
hacia las nueve de la mañana.
-¿Y como lectora, cómo sos? ¿Lees cuando estás escribiendo un
libro?
-No sé, soy muy desordenada, exigente, voraz... No obstante, creo que
soy cien veces mejor lectora que escritora. Y no es modestia, ¿eh?
-¿Y con base en qué elementos disfrutás o rechazás un cuento o
una novela?
-Siempre espero que una narración me seduzca desde las primeras
líneas, que me impulse a leerla de un tirón, que su final no se me aparezca
como demasiado previsible y que, apenas concluida su lectura, me resulte
de olvido imposible a pesar de que -seguramente- voy a volver a ese texto
en varias oportunidades, ya sea para recrearlo en mí o para compartirlo.
-¿Hay algún género que prefieras, de todos los que practicás?
-No, no tengo uno preferido.
-¿Qué distingue al cuento de la nouvelle y de la novela?
^l cuento requiere de un gran poder de síntesis; de concentración en
una idea que, sin embargo, debe estar claramente delineada; y debe tener
intensidad en la caracterización del o los personajes, sin admitir elementos
accesorios. Tordo en el cuento es -o mejor dicho: debe ser- esencial. En
cambio la nouvelle, aunque suele asociársela con el cuento largo, no es
cuento. Creo que participa mas de los rasgos de la novela. En nuestro
idioma, podríamos hablar de "novela breve”. Y digo que participa de rasgos
novelísticos porque pareciera que la novela pretende extenderse sobre una
idea base en profundidad, y agotar todas las perspectivas de acercamiento a
la misma, ¿no? Es un género de tanta complejidad como el cuento, solo que
a veces se ramifica tanto, se explaya acerca de tantos personajes,
situaciones, escenarios, etcétera, que uno tiene la sensación de estar leyendo
una enciclopedia de ramos generales o algo así.
-¿Tenés buena relación con tu propia obra?
-Sí, aunque eso no significa que viva fascinada por mis libros. Lo que
pasa es que la respuesta de mis jóvenes lectores me da energías para seguir
escribiendo. Pienso que si sus potenciales destinatarios (los chicos, claro)
no me respondieran como lo hacen yo no persistiría en una escritura tipo
auto-espejo. Son ellos los que tienen que reflejarse.
-ftwrno niiinrn rtn niinntnr p-^-i rh.rnr ffiwarertff BWra
HTWtes^^
cosas por proponer un rundo fantástico, alucinante, pero en el que
los ' datos de la realidad nunca faltan. ¿Creés que la literatura puede
modificar la realidad?
—Sí, en tanto modifique la cosmovisión del lector. De lo contrario no
se explicaría que se la margine, que se la haga blanco de censuras durante
los períodos totalitarios de cualquier región del mundo y en tan diversas
épocas, ni que sus creadores sean víctimas de las más perversas
persecuciones.
-Es un poco lo que te pasó a vos, que fuiste censurada durante la
última dictadura militar. ¿Qué te pasó, exactamente?
-Fue una desgracia, algo tremendo. La junta militar de entonces firmó
un decreto terriblemente infamante mediante el cual se prohibía mi libro Un
elefante ocupa mucho espacio, en la totalidad de sus quince cuentos. Este
libro había recibido en 1976 una importante distinción en Europa [fue
incluido en el Cuadro de Honor del Premio Internacional “Hans Christian
Andersen”, seleccionado por IBBY, que son las siglas de la Junta
Internacional del Libro Infantil y Juvenil] y era la primera vez que figuraba
la Argentina... La prohibición se produjo en octubre de 1977 y alcanzó por
extensión a toda mi obra. Se me vedó el acceso a la escuela pública y a
todos los medios de comunicación masivos. Fue una experiencia espantosa.
-¿Por qué te censuraron: por razones políticas, morales,
religiosas...?
-Menos pornográfico, el decreto decía de todo... Yo me enteré por los
diarios. Decían que atacaba a la familia, la Iglesia, la moral, las buenas
costumbres, al individuo como sí y al individuo en la sociedad, y que mi
libro estaba escrito "con la finalidad de adoctrinamiento para el accionar
subversivo”... Se les escapó lo de procaz... El 77 fue un año tan terrible...
-¿Y vos qué hiciste?
-¿Qué voy a hacer? Mi primera reacción -yo tenía quince años menos
que ahora y una cuota mayor de inocencia y de ignorancia- fue de
desconcierto y efe pánico. Pensé en irme del país, pero me pareció que
afuera iba a morirme de tristeza. Tuve una larga charla con mi papá y él me
dijo: "No, vos te quedás en tu casa y te la aguantás”. Me quedó un
si no, me quedaba pensando hasta las seis de la mañana, y a la seis me
decía: "Bueno, ahora ya no vienen”. Porque... no lo hacían de frente ni a la
luz del día, en general, ¿no?
-¿Qué hay que hacer para escribir cuentos para chicos?
-Lo mismo que para escribir, Mempo, y vos lo sabes. Mi primer
consejo para cualquiera siempre es el mismo que dan ustedes en la revista:
que lean a destajo y que sean honestos consigo mismos en cuanto a
reconocer si la lectura les provoca goce e incluso adicción. Si bien hay
multitud de muy buenos lectores que no desean escribir, me parece que es
improbable llegar a ser un “escribidor profesional” si no se ama la lectura.
Una de las vías más seguras para aprender a escribir es leer con pasión.
-¿Vos pensás en los chicos cuando escribís para ellos?
-Sí, claro. Sobre todo en los chicos que -en cada período- son mis
contemporáneos. Esto significa que, dada la aceleración de los cambios
generacionales, tengo que estar continuamente alerta, aunque nadie duda de
que existe una zona de "niñedad” que es universal y atemporal. Mientras
escribo, imagino que le estoy hablando a determinado grupo de criaturas a
las que -en esas horas y días- pretendo destinarles los textos que voy
creando. Dadas las características de la infancia, de tan frecuentes y
profundos cambios a partir del mismo nacimiento, estaría frita si
desconociera u olvidara esta condición.
-¿Tenés una enorme vocación docente, no?
-Sí, la enseñanza me gusta mucho. Yo fui maestra de jardín de infantes,
y enseñé en primaria, en secundaria y en nivel terciario. Actualmente no
ejerzo la docencia, salvo cursillos o seminarios para docentes que doy cada
tanto.
-¿Existe una preceptiva específica para el cuento destinado a los
niños?
-No, no, sería ridículo sugerir siquiera una receta... Existen tantos
chicos lectores como libros para ellos. En líneas generales, creo que solo
podría proponer dos o tres cosas: una es tomar en cuenta sus necesidades y
sus intereses (algo que vengo repitiendo desde hace tanto tiempo que ya me
causa gracia reiterarlo); otra es no menospreciar la capacidad receptora y
perceptora del interlocutor de pocos años. Y otra más: la estética, la ética,
términos que a muchos adultos les suenan obsoletos o

safares
abraiBsrgBlBegm
ños. Ah, y una última: recordar que un cuento que los chicos aman
suele
ser igualmente apreciado por los adultos, aunque pocos lo reconozcan.
-¿Cómo y por qué se te ocurrió escribir cuentos de terror para chicos?
-Bueno, porque me pasaba lo mismo que con los cuentos de amor
y de ciencia-ficción: me encantaba leerlos y deseaba escribirlos desde
que era chiquita. El detonante para que lo hiciera fue, sin embargo, el
pedido reiterado de muchos chicos, desde hace varios años.
-¿ Y escribís algo para adultos?
-Sí, pero sinceramente no siento que valga la pena ceder los dere
chos de su publicación. Eso implicaría dedicarles a los mayores tanta
vida como la que ahora dispongo con mi trabajo para el público infantil.
Los adultos no terminan de agradarme, la verdad. Además, tengo
la certeza de que hay ya abundancia mundial de excelentes escritores
para “la gente grande”. En cambio los chicos son los grandes olvida
dos, igual que los animales y las plantas y todo ser que no vote.
-Sé que te llaman constantemente de muchas escuelas y que
siempre vas. ¿Por qué lo haces?
-Porque me gusta, porque me parece un buen servicio y también
porque lo preciso. Además entre los adultos, Mempo, particularmente en los
países de habla hispana, y en los latinos en general, la literatura infantil es
como que no existe para la crítica.
-¿Qué lugar dirías que ocupa la literatura para niños dentro de la
literatura argentina en general?
-Todavía hay mucha desvalorización, ¿no? De esta literatura y, en
consecuencia, de los autores que abordamos esta especialidad...
-¿Hay una subestimación histórica del género, verdad?
-Sí, claro que la hay. Y tiene que ver con una subestimación de la in
fancia. Es como una amnesia. Yo cuando era. chica observaba a los
altos,
y me decía que un día iba a ser grande pero no quería, no me gustaba.
Contra lo que habitualmente se piensa -que los chicos quieren crecer-yo no
quería salir de los doce o trece años. Porque la mayoría de los adultos que
encentraba, a mí no me gustaban. La adolescencia para mí fue terrible, muy
dolorosa. Y bueno, los adultos en general no me gustan, y ahora menos.
Pienso que con la literatura para chicos hay una desvalo-
iizm.fa 4elá irfaieta'fc'que pasa ' es que iiu se los
conslderalritertociJ-tores válidos. Se los desvaloriza. "No piensan”, dicen
los adultos. Igual pasa con los animales... ¿Te gusta la vida o no te gusta la
vida? El hombre está destruyendo las tres cosas que tienen que ver
primariamente con la reproducción de la vida, y con el equilibrio: los niños,
los animales y las plantas. Mariposas no existen más... Están envenenando
todo.
-¿Y por qué se piensa en esta literatura como en un subgénero?
-Bueno, la responsabilidad de esto es variada. En los últimos años los
productores -autores, editores- pensaron que esto era muy buen negocio y
desde entonces a cualquiera que escribe dos o tres cosas ya se las publican.
No hay criterio... Y cuando no pasa por el criterio, pasa por la escuela.
Entonces ponen a unas asesoras que tienen que ver con la pedagogía, pero
que no leen nada de literatura infantil. Y no leen, no leen, yo me doy cuenta
de que no leen.
-Perdóname que insista pero no me queda claro por qué razón se
menosprecia este género. Aunque nadie lo dice, se lo considera un
juego, una cosa menor. ¿Por qué?
-Bueno, si los que piensan eso son escritores, yo desconfiaría de si son
realmente escritores o si lo hacen por otras causas que puedo respetar pero
no compartir. Porque sería ignorar, me parece, que cuando eran chicos
sintieron alguna emoción estética, un golpe en el corazón, una emoción,
algo, con una lectura literaria. Pero parece que, como se han olvidado,
piensan que ningún chico es serio. Es falta de sensibilidad, sencillamente.
Si un niño fue insensible a la escritura, a la pintura o a la música, de adulto
va a ser más insensible todavía. Esos son los que menosprecian este género.
-¿Qué autores del género te parecen paradigmáticos?
-¿De nuestro país? [Piensa unos segundos.] Yo diría que María Elena
Walsh, Javier Villafañe y María Granata. Los vi siempre como paralelos a la
escuela. Y del extranjero mencionaría a muchos, algunos de los cuales creo
que no están traducidos. Por ejemplo los personajes Max & Moritz, de
Wilhelm Busch, que es un cuentista del norte de Alemania de hace
cincuenta años y fue un genio que se anticipó a Disney.
-¿Y qué te pasa con algunos clásicos del género, como Cario
Collodi, los hermanos Grimm, Andersen... ?
---4? pregunta debeiía ser qué me pasaba antea... Y bueno
alggiñgr^H cuentos me gustaban mucho. Por ejemplo, de Andersen, La
reina de las nieves me parece lo mejor aunque acá no fue lo que más se
conoció. Es un cuento extraordinario: tiene elementos que uno después va a
encontrar en la vida, es una gran metáfora. En cambio Pinocho nunca me
gustó. A mí de chica me preguntaban cuáles eran mis personajes favoritos y
yo decía que eran Peter Pan y Alicia, pero Pinocho... Esa historia está muy
bien por la idea de que un muñeco cobre vida; engancha por ahí. Y además
pienso que Collodi tenía la mejor intención. Pero nunca me gustó esa cosa
de la mentira y de que le crece la nariz...
-¿Y vos, como autora de cuentos para chicos, te sentís reconocida
por tus pares, por los grandes?
-Por pares que no son autores de literatura infantil, sí. [Se hace un
silencio y se ríe sola.] Las otras son “paras", no pares...
-¿Por qué “paras”, porque son mujeres las que no te reconocen?
-[Riéndose mucho.] Y bueno, digamos que son mujeres de otra
generación, pero qué le vamos a hacer... Creo que yo tendría que haber
empezado a publicar ahora; entonces no pasaría esto, o si no, tendría que
escribir y publicar menos.
-0 sea que te tienen envidia porque empezaste muy joven y te fue
muy bien.
-Y claro. Y lo terrible es que no me morí a los veintidós años. Pero bue
no, ¿qué querían? Ay, la estructura de esta sociedad... [Y se ríe más y
más.]
-Para terminar: ¿te parece interesante el movimiento de literatura
para niños en la Argentina?
-Sí. Y si comparamos nuestra producción con la de los demás países de
habla castellana -e incluso con la español- considero que la nuestra es
bastante superior en calidad.
-¿Hay alguna pregunta que esperabas y que no te hice?
-Sí, estaba segura de que me ibas a preguntar qué me parece el
doctorado honoris causa que le dieron al Presidente en Israel, y mi opinión
sobre las últimas declaraciones de Maradona...
-Bueno, ¿qué te parecen el honoris causa a Menem y lo que dijo
Maradona?
-Ah, no, ahqya ni te lo pienso contestar. Te quedarás con la intriga.
[Y se ríe a carcajadas.]
ADOLFO BIOY CASARES'----------------------------------
33
YO QUIERO QUE LAS PALABRAS SEAN TRANSPARENTES
Un domingo de enero de 1989 por la mañana, en su casa de la calle
Posadas, en Recoleta, Adolfo Bioy Casares abrió la puerta con una sonrisa
juvenil, encantadora, que mantendría durante toda la entrevista. Vistiendo
impecable camisa blanca y corbata de colores oscuros, bajo una exquisita
cazadora de gabardina ligera, con cinturón, me hizo pasar a su estudio,
donde conversamos bajo un gran marco ovalado con el retrato de una mujer
joven y bella de principios de siglo -su madre-presidiendo el estudio. Una
enorme ventana miraba a Plaza Francia en esa mañana luminosa, caliente,
en la que se tostaban porteñas y porteños casi en cueros.
Alto, elegante, se nota que practicó muchos deportes (fútbol, rugby,
tenis, atletismo). Se confesó tímido, pero se mostró en todo momento
cordial y amistoso. Por un momento tuve la sensación de que jugábamos un
fugaz torneo de seducción: había un maestro, claro, y yo era el aprendiz.
Sonriendo mientras hojeaba el número 14 de Puro Cuento, se interesó por
saber quién era Renata Farhat Borges. Cuando le dije que
era una
'f
sobre los orígenes portugueses de su amigo, Jorge Luis.
Nacido en Buenos Aires en 1914 (el mismo año que Cortázar y
Octavio Paz, entre otros), Bioy Casares es uno de los mejores narradores de
este país. Es autor de por lo menos una novela excepcional, inolvidable: La
invención de Morel (1940). También escribió otras: Plan de
evasión (1945), El sueño de los héroes (1954), Diario de la guerra del
cerdo (1969) y La aventura de un fotógrafo en La Plata (1984). Entre sus
cuentos, además de los que escribió en colaboración con Borges, hay que
anotar estos libros: La trama celeste (1948), Guirnalda con amores (1959),
El lado de la sombra (1963), Historias fantásticas e Historias de amor. En
colaboración con Borges y Silvina Ocampo -con quien está casadco-
publicó Antología de la literatura fantástica (1940) y Antología poética
argentina (1941).
En el estudio hay, en bibl ¡otecas que van del piso al altísimo techo,
por lo menos tres mil volúmenes. Advierto libros antiguos, muchos en
inglés o en francés. En los estantes hay decenas de fotografías: una de
Sarmiento en uniforme militar; una de una casa de Dublín en cuyo
frontispicio se lee "Margaret Joyce”; varias de hombres con caras de
escritores; muchas fotos de chicas jóvenes, en general hermosas quizás
porque son jóvenes. Hay una postal que es una dama de corazones, y el
corazón es rojo. No logro ver fotografía alguna de Borges. Pero hay una con
Silvina en Mar del Plata. De algunas fotos me da explicaciones: ésta, de un
tío suicidado ("tengo tres tíos Bioy que se suicidaron”); esta otra, montando
camellos con el padre y la madre, en enero de 1930, en Egipto. Es él quien
inicia la conversación.
BIOY CASARES: Me encanta el cuento, déjeme que se lo diga para
empezar. Además es un género muy argentino. No sé si en otros lugares del
mundo sigue vivo como género. Recuerdo que hace muchos años mi editor
francés me dijo que éramos los argentinos los que seguíamos ocupándonos
del cuento. En Europa ya no les interesa.
GIARDINELLI: Me alegra que empiece así. No sé si es cierto lo
que dice, y más bien creo que no, pero es un comienzo de entrevista
ideal para Puro Cuento.
-Ma gusta au -revista.- Cuando la leo - me acuerdo -de una
revistita que proyectamos una vez con Borges, Mallea y otros amigos,
hace muchos años. La idea era publicar un solo cuento cada vez, y todos los
años un libro de cuentos elegidos por el presidente del grupo, que debía
cambiar cada año. De ese modo cada uno iba a hacer su propia antología.
Estábamos en eso, y un día salió en los diarios una noticia sobre ese grupo.
Esa misma semana la Sección Especial de la policía nos citó para averiguar
de qué se trataba el proyecto. [Se ríe.] Quizás de allí debió salir un buen
cuento sobre el grotesco argentino.
-Le confieso que me parece que usted es la clase de entrevistado a
quien hay que dejar explayarse sobre lo que tiene ganas... Prefiero, si
me permite, retomar su primer concepto: que usted considera al cuento
un género tan argentino, y tan vivo.
-Ah, sí, es que yo vi al cuento un poco desacreditado en el resto del
mundo. He vivido mucho tiempo sintiendo el desafecto por el cuento que
había en el mundo. Por ejemplo, lo vi en mi editor francés, Robert Lafont.
Él fue muy amistoso conmigo y me atendía a veces como a un gran escritor,
aunque otras veces me maltrataba mucho. Él publicó en el año 53 La
invención de Morel, por indicación de Elena Garro, que fue la primera
mujer de Octavio Paz, y de quien ustedes han publicado un cuento. Yo los
conocí en Francia en el 49, y en el 51, y bueno, ella fue la que habló con
Lafont, y yo supongo que con una elocuencia extraordinaria lo convenció.
Pero la novela fue un fracaso. Yo le pedí disculpas a Lafont, y él me dijo:
“No, no, no se preocupe que los buenos libros se venden poco. Ya va a ver
con los años”. Luego publicó otra novela mía, Plan de evasión, a pesar de
que yo le advertí que me habían dicho que era muy tediosa. El que me dijo
eso fue Nalé Roxlo, quien en una comida de escritores me dijo: "Oiga,
Bioy, qué raro que después de una novela tan divertida como La invención
de Morel ahora haya escrito este tedio”. Yo me di cuenta de que me lo dijo
con cierto retintín, como diciendo “a lo mejor La invención de Morel se la
dictó Borges y ésta sí es una novela suya”. Algo muy de Nalé. [Se ríe.]
Como yo me olvido de cómo son mis libros, y acepto lo que me dice el
último interlocutor, le conté todo esto a Lafont. Curiosamente, Plan de
evasión sí tuvo mucho éxito. Pasó el tiempo y un día Lafont me dijo
que necea itobo uno novela mdfüand9-y&4«~cUie-qua-
na4anfa.fi:ú3gi]9ESI| y que solamente tenía algunos cuentos, él me dijo:
"Qué barbaridad, y ahora qué vamos a hacer”. Yo le di los cuentos y le dije
que hiciera lo que quisiera; lamentablemente no tenía otra cosa. Y él los
publicó con los títulos de Cuentos fantásticos y Cuentos de amor. Esos
títulos los puso él.
-¿En qué género se ba sentido más cómodo?
-En los dos: cuento y novela. Yo me siento un narrador. Si escribo
muchos cuentos fantásticos no es por predilección por ese género, ' sino
porque se me ocurren ideas fantásticas. A mí me gustan mucho los cuentos
no fantásticos. Ahora mismo estoy escribiendo un | cuento no fantástico,
que se llamará "Ovidio”. Lástima que lo estoy escribiendo con una lentitud
extraordinaria, porque soy un individuo fácilmente disipable.
-De sus cuentos mi preferido es “En memoria de Paulina”, que
para mí no es necesariamente un cuento fantástico.
-Ah, no, yo creo que sí lo es. No se olvide de que Paulina vuelve,
como proyección... ¿A usted no le parece?
-No, me parece que tiene un aire onírico, sí, pero no es fantástico
en cuanto a lo sobrenatural, a lo extraordinario. Para mí es
perfectamente verosímil; tiene raíz en lo real.
-Entonces, eso me habrá salido mejor que en otros. Porque yo siempre
que escribo cuentos fantásticos trato de que sea también un cuento de amor,
o sobre Buenos Aires.
-En sus novelas y en sus cuentos se reconoce, claro está, lo
fantástico, pero bay una constante referencia a la realidad, que tiene
que ver con el amor, la diversión y sobre todo con un estilo casual. Su
estilo, me parece, consiste en bacer casual y creíble lo extraordinario,
precisamente porque lo conecta con lo real, ¿no?
-Sí, puede ser. Fíjese que he tenido que eschbir varias veces el prólogo
a la Antología de la Literatura Fantástica. El último me lo pidió la editorial
alemana Surkamp. Y como es mi tercer o cuarto prólogo para la misma
antología, para cambiar un poco leí el artículo en el Larousse (pero el
Larousse grande, del siglo XIX, no el diccionario) que fue escrito por el
mismo Pierre Larousse. Allí, hay
un~MVü3íe~séSre'Títeralúra~''ifantásttea 'en el cual Larousse
dice 'que ■ entre los escritores fantásticos están “los más delicados
realistas". Me gustó muchísimo, eso. En realidad, la literatura ha sido
siempre fantástica, ¿no?
-Claro, si hasta cabe preguntarse si puede existir una literatura
que no sea fantástica. Toda la literatura lo es.
-Desde luego, y el escritor es como el que tiene un kiosco en la feria y
vende cosas rarísimas, ofrece monstruos y artículos increíbles.
-Usted recordará que Cervantes decía que su intención era “poner
en la plaza de nuestra república una mesa de trucos”.
-Es verdad, y sin embargo como género parece que hubiera aparecido
solo a principios del siglo XIX, con Hoffman y con Poe. Hoffman era
conocido por sus cuentos, en Francia, y allí se llamaban Contes fantasti-
ques. No hay ninguno de Hoffman que se llame así; fue una decisión de los
editores. Como en mi caso. Y en Inglaterra, donde el género fantástico fue
mucho más fuerte, fíjese que ahí no se lo conocía como género fantástico.
Se los llamaba Uncannies Storieso Tales of the super-natural. La palabra
“fantástico” aplicada a los cuentos vino de Francia y la recogieron los
norteamericanos.
-¿0 sea que para los ingleses lo fantástico era lo sobrenatural?
-Claro, el concepto inglés para el género es “desasosiego"; un-cannsy
es algo que no se sabe muy bien qué es, pero que produce inquietud... En mi
caso, bueno, quizá el hecho de que yo escriba cuentos fantásticos en estilo
bastante realista, parecería que no es una gran innovación, ¿no? Pero algo
extraño pasa, y yo sobre eso hago un cuento. Aunque también es cierto que
hago cuentos en los que no hay nada de sobrenatural.
-Una de las sensaciones que me producen sus textos es que siempre
tienen algo de conspirativo: el fugitivo en La invención de Morel, el
chico perdido y la impostura en La aventura de un fotógrafo en La
Plata, el miedo en el Diario de la guerra del cerdo... ¿Es así?
-Por supuesto. Yo veo siempre el destino del hombre como algo un
poco patético. Por las limitaciones del hombre, y por los misterios del
cosmos. Por toda esa vida que uno no ha buscado, que no ha elegido y tiene
un final generalmente espantoso. A veces he pensado que la vida es un
entretenimiento liviano COn final tíspaiilusu. May una lutsu Gracián que
está en El criticón y creo que merece que la recordemos aquí: "Oh, vida, no
debieras de empezar, pero ya que empezaste no debieras acabar”.
-Esto me hace pensar en lo que resulta más seductor de su obra: la
conspiración junto con el humor. Usted habla de lo patético, pero a la
vez pareciera que cuando escribe se divierte mucho. Musicalmente,
diría que sus textos tienen algo de los divertimentos de Mozart.
-El humor en mí nunca es propuesto; siempre es involuntario. Casual.
Desde que empecé a escribir lo hice sobre el amor y sobre lo fantástico.
Jamás me propuse el humor, aunque sí creo que tengo sentido del humor. La
primera historia que se me ocurrió en mi vida, fue cuando tenía seis o siete
años y quería enamorar a una prima.
-¿La escribió?
-Solo las primeras páginas. Quería imitar a una escritora francesa que
era muy audaz para la época y a la que mis primas admiraban. Entonces leí
un poco de ella y traté de escnbir lo mismo hasta que comprobé que no
podía. [Se ríe.] La segunda historia que escribí se llamaba Una aventura
terrorífica, y ya su nombre indica lo que era, ¿no?
-¿Qué leía en aquella época? ¿Qué libros lo conmocionaban?
-Bueno, entre mis primeras lecturas, de chico, estuvo Pinocho, de
Cario Collodi [1831-1890], Fíjese que allí entrevi el género fantástico,
porque es la historia de un carpintero que hace con un tronco un muñeco, y
luego encuentra que ese muñeco tiene vida. Es fantástico, ¿no? Luego
empecé a leer todo Sherlock Holmes y las novelas de Conan-Doyle. Y El
misterio del cuarto amarillo, de Gastón Leroux. Pero todo eso, sin haber
descubierto la literatura.
-¿Y cuando la descubrió?
-En el Colegio Nacional, en segundo año, con el libro de Monner Sans.
Ese librito [se ríe] me hizo descubrir la literatura. Y me puse a leer como un
maniático. Tenía doce o trece años, y empecé a leer y a escribir
continuamente.
-¿Empezó escribiendo cuentos, como casi todos?
-Claro. Y mis primeros cuentos eran sueños. Porque yo he sido toda la
vida, y sigo siendo, un soñador. A veces pienso que me gusta
mis sueños. Incluso ahora me pasa algo curioso: muchas veces tengo
sueños en tercera persona. Veo el sueño como una historia. Y otra cosa
notable es que yo empecé con pesadillas, con sueños trágicos; y ahora casi
nunca tengo pesadillas. Tengo sueños agradables.
-¿Lo onírico ha sido el material principal de su literatura?
-No, lo ha sido solo de mi primera literatura, la que me llevó al
fracaso. Porque es bien sabido que los sueños, si no son tratados, o si uno
no es un experimentado soñador, deslumbran al soñador pero aburren al
espectador a quien luego le cuentan el sueño... Así que mis primeros
cuentos salieron mal. Pero no solamente los que sacaba de sueños, sino
también los que inventaba, y las novelas, todo me iba mal... Notaba que mis
amigos se entristecían cuando yo publicaba algo. Ellos me estimaban, y por
eso pensaban que mis libros estaban por debajo de mi capacidad. Borges
pensaba que yo escribía rápidamente y sin corregir, y no era así. Yo escribía
esforzada, laboriosamente, pero con una poética equivocada. No sabía lo
que había que buscar. Yo había leído muchos gramáticos españoles, y ellos
me inducían a escribir con proverbios y con riqueza de vocabulario, a ser el
primero que resucitara tal palabra o tal otra, y con todo eso yo perdía
frescura. Además, ya es bastante difícil escribir, y si encima uno se propone
triunfos que, digamos, están fuera de la literatura es bastante difícil llegar al
acierto, ¿no? Suelen descaminarse esas aspiraciones, por la vanidad, y hasta
yo diría que la literatura comprometida suele ser peligrosa si no hay
verdadera pasión. La pasión la salva, y el interés de la gente por los temas
políticos también puede salvarla, ¿no?
-Yo diría que aunque pudiera no parecería, su propia literatura ha
sido comprometida porque ha sido tremendamente apasionada.
-Desde luego, desde luego...
-La ilusión, en su obra, creo que esta presente en todo momento, y
en ese sentido creo que es superior a la de algunos de sus
contemporáneos. Quiero preguntarle, por cierto, si ese hijo perdido en
La aventura de un fotógrafo en La Plata tiene que ver con la tragedia
que vivió el país durante la última dictadura. ¿Es un desaparecido?
■ -Pora natutaintMmter ctam que sf , f» agún modo,
stmhrrftterrdfai^ lo que pasó. Esa realidad que me rodeaba me obligó a
escribir esa histo- " ria. Que es como una metáfora, a mi manera, de lo que
estaba pasando.
-¿Eligió el fotógrafo, además, porque es un voyeurt
-Sí, por eso y porque no puedo estar poniendo siempre escritores. [Se
ríe.] La fotografía es una profesión que yo conozco bastante, porque
fotografié mucho, y entonces no improvisaba. Además, creo que los
fotógrafos también tienen problemas de creación parecidos a los que
tenemos los escritores.
-Me da la impresión de que usted es un gran inventor de
argumentos y si mal no recuerdo creo que Borges en el prólogo a La
invención de Morel habla de ello. Actualmente es moda hablar (entre
escritores y en cierto ambiente académico) de la literatura sin
argumento. Se supone que ya se cuenta; que no hay nada nuevo que
contar y por ende los argumentos están perdidos y solo hay artificios de
palabras. ¿Qué le sugiere esto?
-Ninguna moda me ha gustado, jamás. Pero lo que puedo decir es que
las cosas se repiten. Esta situación es la misma que enfrentábamos con
Borges y con Peyrou en mil novecientos treinta y tantos, y en los cuarenta.
Nosotros nos sentíamos abanderados del argumento, personas que querían
recordarle a los escritores, a los narradores por lo menos, que hay que narrar
siempre una historia. Recordarles que el cuento y la novela son géneros
eternos porque a la humanidad le gusta que le cuenten historias. Están
esperando eso, que le contemos historias. Yo creo pertenecer a la familia de
esos muchachos de El Cairo que entraban en los cafés y contaban a los
parroquianos, por unas monedas, las historias que hoy son conocidas como
Las mil y unas noches... Yo creo que Borges, Peyrou, Denevi, yo y mucha
otra gente hemos contado historias.
-¿Es una discusión que se repite, apasionada, cada tanto tiempo?
¿0 es producto de escritores acaso cansados que sienten su propio
agotamiento, y ante el propio agotamiento decretan el de la literatura?
-Es probable, debe de haber algo de eso. Pero por otra parte déjeme
decirle que S mí, involuntario inventor de argumentos (quiero decir que los
invento porque ya es una costumbre de mi mente), también me encantaría
un día escnbir una historia que fuera lo suficientemente
el argumento. Lo he intentado pero he fracasado.
-¿Lo dice por humildad, o siente que realmente fracasó?
-No, ni por humildad ni por amor propio ni por broma. Lo digo porque
fue el hecho: empecé a escribir esa historia sin argumento, y con bastante
elocuencia, pero poco a poco me fue aburriendo. Y si me aburría a mí, iba a
aburrir a los lectores. Y entonces la dejé.
-Usted mencionaba Las mil y una noches. Quizá ese libro sea una
metáfora de la literatura misma, ¿no? En el sentido del cuento de
nunca acabar.
-Claro, es el argumento de nunca acabar.
-¿Y qué opina de esa costumbre tan trillada de tomar mitos y
recrearlos?
-Bueno, eso pasa mucho. Creo que lo peor que nos puede suceder es
que nos pongamos a escribir variantes. Si se nos ocurre una variante porque
se nos ocurre, sí. No hay que reescnbir la historia de la literatura; hay que
escribir ingenuamente las ¡deas que a uno se le ocurren cuándo se le
ocurren y si uno cree que esas ¡deas valen. Si resulta que esa idea ya había
sido escrita, y que lo que vamos a hacer es simplemente una nueva versión,
bueno, que se embromen el género humano, la literatura y todo lo demás.
Hay que escribir nuestras invenciones porque creemos en ellas y nada más.
A mí me parece que hay, en este momento, en el mundo, una especie de
triunfo de los críticos y de los profesores de literatura, ¿no? Y creo que eso
de algún modo está haciendo perder vitalidad a la literatura. Es un triunfo
desdichado, digo yo, porque veo a muchos escritores que están escribiendo
para su lugar en la historia de la literatura. Y ese es un error. Creo que no
hay más remedio que pensar que basta, como problema, el cuento que
tenemos en mente. Escribámoslo con humildad y con toda la devoción que
corresponde.
-Literatura pensada como trabajo hecho con la honestidad del
artesano, ¿verdad?
-Yo no creo en otra cosa, Mempo. Tengo que escribir con la honestidad
de un artesano y no pensando que con esta obra voy a ocupar tal lugar en la
historia, o en la consideración de los críticos. Se lee demasiado a los
críticos, a los historiadores de la literatura. Les estamos haciendo el juego y
eso me parece muy peligroso.
jgprlalrnpmw ww tns nnvBtar, se adylnUn ||1 |!HW^ cuidada,
artesanalmente, pero a la vez hay ahí un aire muy casual. Siento que su
prosa es casual como una conversación, siendo al mismo tiempo muy
rica, sofisticada, elevada y/o exigente de la inteligencia del lector.
-Ah, bueno, a eso es a lo que yo aspiro. Lo que me propongo siempre
es que no se interponga entre el pensamiento y la emoción del lector. Que
estén ahí el pensamiento y la emoción que yo he sentido, y que las palabras
sean transparentes.
-Bueno, eso es hablar del estilo. Un escritor mexicano que se llama
Bernardo Ruiz, no sé si citando a Alfonso Reyes, dice que el estilo es
como la manera de caminar de una persona: uno lo ve de atrás y dice:
“Ese es Fulano”. ¿Quiere hablar de su propio estilo? ¿Se hace, un
estilo?
-Yo creo que sí. Tengo que decir que lo he hecho con muchísimo
trabajo. Porque, como le conté, yo empecé escribiendo muy mal. Notaba
que mi escritura -y no solamente mis historias, sino mi escritura-
desagradaba a los lectores.
-¿Tanto así?
-Sí, sí, no le exagero. Ha sido así durante muchos años. Imagínese que
yo, este año, creo que cumplo sesenta años de escritor publicado. En el año
29 se publicó mi primer libro, que se llamaba Prólogo, ya pensando en la
Gran Obra Literaria. [Se ríe.] ¡Qué vergüenza! [Se ríe a carcajadas.] Por eso
me fue mal, también, porque yo pensaba en algo más allá del tema que
escribía, ¿se da cuenta? Yo escribía para la posteridad, lo cual es fatal. Me
costó muchísimo sobreponerme y no producir ese desagrado, en los demás
y en mí mismo. Yo escribía creyendo que estaba haciéndolo bien, y el
producto luego se manifestaba desagradable y torpe. Cuando se me ocurrió
La invención de Morel yo estaba en el campo, solo, en el corredor de la casa
de campo de mi abuelo, y sentí que iba a tener entre manos una historia que
realmente valiera la pena. Muchas historias me había parecido que valían la
pena, pero yo las estropeaba. Había estropeado muchas historias, y ésta me
pareció demasiado buena para estropearla.
-¿Entonces cité hizo?
-Un esfuerzo realmente muy grande. Una chica que escribió una tesis
sobre mí para la Sorbona, dijo que mis libros anteriores eran muy rtHlM y
1 qua yo wnfa WEón cuando lo admitía, pero que no tenía toda la razón

cuando decía que La invención de Morel no era bastante buena, porque


realmente le parecía a ella que yo había hecho un gran esfuerzo para
cambiar mi estilo.
-¿En qué consistió, exactamente?
-Desde luego, creo que La Invención de Morel tiene muchísimos
defectos estilísticos. Pero eso es porque en esa novela lo que yo me propuse
no fue el acierto, sino evitar el error. Traté de ser muy prudente y no me
atreví, por ejemplo, a las frases largas. Sencillamente porque las frases
largas dan más ocasión para equivocarse. También traté de alejarme de mí,
porque sentía que en mis simpatías y en mis diferencias -vale decir en mis
sentimientos- estaba agazapada la posibilidad de errar. Entonces puse de
héroe a un venezolano, porque para los argentinos en esa época los
venezolanos estaban tan lejos como los chinos. Consulté la Enciclopedia
Espasa para tener algún conocimiento de cómo era Venezuela. [Se ríe.]
-En la última página de la novela hay unos versos que suenan
patrióticos. ¿Son del Himno Nacional de Venezuela?
-Claro, los tomé de allí. Y puse como protagonistas a canadienses, que
jamás había conocido. Y la historia pasa en una isla del Pacífico donde
jamás había estado.
-¿A partir de esa novela, siempre trabajó tanto sus textos?
-Creo que sí. Borges me dijo, con menos amabilidad que veracidad,
que yo había escrito La invención de Morel en el estilo del pan ralladoESe
ríe.]
-¿Qué quería decir con eso?
-Frases coiditas. [Se sigue riendo.] Usted sabe que la primera
conversación que tuve con Borges, fue en la quinta de Victoria Ocampo.
Fue la primera vez que Victoria me invitó, porque era amiga de mis padres
y sabía que yo escribía, y entonces me estaba dando una chance para que
me acercara a la literatura. Esto fue en 1932. Borges se puso a hablar
conmigo, y Victoria, en determinado momento, nos retó diciendo: “Bueno,
basta de hablar entre ustedes; acá hay un extranjero ilustre, atiéndanlo y no
sean maleducados”.
-¿Quién era ese personaje?
^TT^'Tne acuerdo. No sé sí na DuÍmíibI ¿"quién. Pero era el
franeiS^^M de turno. [Se ríe.]... Bueno, el caso es que Borges se ofuscó.
Ya tenía mala vista y era muy torpe en sus movimientos, por lo que volteó
una lámpara.
-¿De qué hablaron esa primera vez?
-Él me preguntó cuáles eran mis autores preferidos, y yo le hice una
lista un poco inverosímil porque cité autores que eran incompatibles unos
con otros. Sé que estaban en la lista Azorín, Gabriel Miró, Jung, Joyce y
Pedro Juan Vignale. [Se ríe a carcajadas.] Entonces Borges me preguntó,
extrañado: "¿Y de Vignale qué poema le gusta?”, porque nos hablábamos
de usted. Yo le confesé que no había leído sus poemas y que lo que me
gustaban eran las notas que publicaba en El Mundo [Se ríe.] El me preguntó
por qué me gustaba Azorín, y le respondí que por el estilo. Borges me dijo:
“¿El estilo? Son todas frases muy cortas”. Y yo le dije: “Sí, sí, pero esas
frases cortas engarzan bien las descripciones". [Se ríe.] Yo lo defendía a
Azorín, un poco atemorizado. Borges, a pesar de todo eso, se sintió amigo
mío. No sé si por estar contra Victoria [se ríe a carcajadas] o porque notó
que yo leía muchísimo, lo cual era verdad. Eso le gustaba; prefería por
sobre todas las cosas hablar de libros. Teníamos el mismo fervor por la
literatura.
-¿Borges ya era un autor importante, solo reconocido por una
élite?
-Era un autor importante, pero un poco raro. Era un enfant terrible de
la literatura... De modo que fue en el 32 cuando por primera vez alguien me
hizo ver que las frases cortas son un error estilístico, a mí me gustaban
mucho.
-Es curioso: hay autores del siglo XIX, como Bierce o Harte, que
Borges amaba, y usaban frases cortas.
-Sí, pero no le gustaban por el estilo sino por los argumentos. Le
gustaban las historias que narraban pero no cómo estaban escritas. Yo
terminé por reconocer que había algo cansador en las frases cortas. Lo
reconocí con La invención de Morel, precisamente. La gente me lo venía
diciendo, pero uno parece ser lento, ¿no? Cuando releí La invención... me di
cuenta de que debía soltar la mano. Lo que ocurrió, realmente, creo, en los
cuentos dej_a trama celeste. Como ve, yo trabajé mucho mi estilo.
-¿Hace falta ser fiel a un estilo toda la vida?
-No, no, para nada, yo nunca he pensado en eso. Creo que no son
preocupaciones que hay que tener. Uno tiene que escribir como uno
slpntpTnmn a nnnwp'fF tfa ta gana. ~Lo ~ que sí cwoes que hay
una métrica de la prosa, como hay una métrica de la poesía. No se si la
métrica de la prosa ha sido descubierta por alguien, ni sé si se va a
descubrir, pero lo que sí sé es que los versos en la prosa nunca son
favorables. Cuando yo ya era un escritor de varios libros, un día vinieron a
casa escritores bien conocidos, novelistas importantes que no voy a
nombrar para no ofender memorias, y descubrí que no sabían en qué
consistía un endecasílabo, un alejandrino, ni siquiera un octosílabo, que está
presente en la prosa argentina casi de modo permanente. Usted lee a Fray
Mocho y suele ser una sucesión de octosílabos. Yo creo que hay que tratar
de evitarlos, porque cuando le sale un endecasílabo bien acentuado en la
prosa es como una alhaja falsa que se lleva mal con las otras frases, ¿no? Y
suele ocurrir que si a uno le sale espontáneamente un endecasílabo, es
seguro que le va a salir otro, y luego otro, y otro [se ríe] y va a terminar por
escribir un soneto dentro de su prosa. Esas son las pequeñas desdichas de la
prosa.
-Otra desdicha, y muy común, es la cacofonía.
-Ah, sí. Pero yo pienso que siempre se ha hablado de la cacofonía
como cacofonía de sonidos duros, y me parece que la cacofonía en español
no es de sonidos duros sino que es cacofonía de la "ese". Cuando hay una
conjunción de “eses”, suena muy feamente en español. Y las eñes y las
elles, le diré que tampoco me parecen encantadoras.
-¿Cómo se corrigen esos defectos?
-Bueno, usted lo sabe: con el reescribir, pero también con el oír. -
¿Leerse en voz alta?
-Sí, yo creo que hay que leerse en voz alta. Hay que oír lo que uno
escribe. Pero tampoco es cuestión de reducir frases con eses, eñes y elles a
frases que no tengan esas letras. Lo que sí creo que tenemos que evitar,
siempre, es el sinónimo. La repetición que parece inconsciente, o un poco
estúpida, desde luego hay que evitarla. Pero a veces uno tiene que
mencionar una cosa, y no puede andar mencionándola con distintos
nombres. Cuando una palabra se ve como sinónimo, ya la credulidad, y la
credibilidad, del lector, desaparece. Creemos que nos están "escribiendo",
que nos están haciendo literatura.
-¿Y cómo se resuelve el problema de la repetición, que de todos
modos aparece cuando uno empieza a reiterar adjetivos? ¿Con la
metáfora?
-Mira, Mempo, yu ueu que ni siquiera e~s eonTa~rñetáfoiu... Lii
que le diga con qué, creo que es con algo más desesperante para todo
joven escritor: el tino. El tino es parte de nuestra profesión de escritores. Yo
muchas veces descubro que en cuestiones de lo que se llama roce, o mundo,
tengo menos tino que personas que me parecen zopencos cuando escriben.
Me doy cuenta de que han andado entre gente mucho más que yo, y no
cometen las torpezas que yo suelo cometer. Pero por escrito ellos cometen
las torpezas, y yo un poco menos.
-¿No le parece que el problema del sinónimo es un problema
peculiar, y odioso, del idioma castellano? En el idioma inglés hay
muchísimas palabras que se repiten constantemente, y no hay ninguna
regla, digamos, de policía literaria, que lo impida.
-Creo que tiene razón. ¿Y sabe de dónde nos viene eso? Yo creo que
nos viene de nuestra sujeción a los gramáticos españoles del siglo XIX. Los
españoles, hoy en día, son totalmente liberales y abiertos, y se han
avergonzado de eso. Yo diría que su conquista de la democracia ha sido
también la conquista de la apertura y de la libertad idiomática. Les pesa un
siglo de acartonamiento. Y a mí mismo, ese acartonamiento me hizo mucho
mal. Yo empecé con literatura española, y si ella no me hizo mal, lo que me
hizo mucho mal fueron los gramáticos: el padre Mir; Barait, que no era
español pero escribía como español; Julio Cejador y Frauca. Yo leí mucho a
esos señores gramáticos, y me indujeron a errores. El padre Mir decía que
Cervantes no valía nada... Esas cosas son terribles. Uno no escribe para
mostrar una riqueza de vocabulario; uno debe escribir con las palabras
usuales en el mundo de uno, para los lectores del mundo en el que uno está
escribiendo. Si usted escribe una novela que pasa en el pueblo de Lobos, en
la provincia de Buenos Aires, escriba con el idioma que sea verosímil para
la gente de Lobos. Y que el personaje se parezca a un personaje de Lobos.
Si no, nadie le va a creer y con esto no quiero decir que uno tenga que
escnbir con la pobreza de la gente rústica, sino que es necesario que el arte
literario de uno haga que el idioma que uno emplea parezca verosímil para
eso, aunque pueda ser más mágico, o más sutil, que el idioma de esa gente.
-Algunos autores que usted conoció (hoy mencionábamos a Nalé
Roxlo, y ahora pienso en Mallea, en Bianco), en los años 30 a 50 hacían
una literatura que usaba mucho el “tú” y no el “vos”. ¿Por qué?
entrado en la literatura. Aunque se hablaba en la calle, por supuesto.
Elena Garro y Octavio decían que ‘‘tenés" o “querés” eran formas toscas.
De algún modo también eso me influyó. Para algunos escritores de la época
no era que el “vos” fuese algo prohibido, pero no lo sentíamos
literariamente.
-En sus libros usted fue pasando lentamente del “tú” al “vos”.
¿Fue una forma de modernización, de actualización?
-Sí, claro, un día me di cuenta de que no podía sejguir más con el “tú”.
Y además, uno no es el mismo a lo largo de toda la vida. Por suerte.
-¿Pero el “tú” era la impronta de la época, o de su clase?
-Mi^e, escribir cultamente era casi una necesidad. La diferencia creo
que es ésta: en esa época había el lenguaje oral, y un lenguaje culto para
escribir. Felizmente, hoy en día ya tenemos un solo idioma.
-Usted dijo que Borges, al conocerlo, le preguntó qué autores
prefería y usted mencionó cuatro o cinco. ¿Qué respondería ahora ante
esa pregunta?
-Bueno, contestaría con muchísima más vacilación, porque yo había
leído mucho entonces, pero he leído mucho más ahora. Y decir cuáles son
los escritores que más le gustan a uno siempre lleva a la injusticia. Porque
inevitablemente usted menciona algunos, pero olvida a otros. Una vez
olvido a E?a de Queirós, otra vez puedo olvidar a Lope, y otra vez puedo
olvidar a Wells, o a Conrad, o a alguien que estimo y admiro más que a
WeHs o que a Conrad. Puede ser, a ver... Johnson, BosweH, Byron, o
Montaigne, o Proust, o Borges o Sarmiento, ¿no? Hay tanta gente que uno
admira, y por tan distintas razones...
-Puesto que esta charla es para una revista de cuentos, me gustaría
hacerle esta última pregunta: si tuviera que decirme: “Usted no se
puede morir sin leer este cuento”, ¿cuál sería?
-Hay tantos... [Piensa un largo rato.] Pero le diría “Sennin", de Aku-
tagawa. "Enoch Soames”, de Max Beerbohm. Y algún cuento de Borges y a
lo mejor uno de Vlady Kociancich. Y alguno de Silvina, claro.
moDovKnP .........
34
EL CUENTO ES UN SUEÑO BREVE, UNA ILUSIÓN
De hablar pausado y maneras suaves, de trato afable y una cordialidad
poco común, Edmundo Valadés es hoy, a los 71 años (nació en el norte de
México, en el estado de Sonora, en 1915), la gran figura del cuento
mexicano. Contemporáneo de Juan Rulfo, de Octavio Paz, de Juan José
Arreóla, es considerado en su país un maestro de cuentistas. Su labor
docente ^como conferenciante, tallerista, editor- ha suscitado la más grande
admiración hacia su persona y su obra. Fundador, editor y director de la
revista El Cuento, que inició en 1939 y que es la publicación
latinoamericana que más cuentos ha publicado, el Maestro Valadés-como se
lo llama cariñosamente en Mé^i^ro- es uno de los mejores conocedores de
este género literario, en todo el mundo.
Enamorado de la Argentina -ha estado aquí muchas veces y tiene
amigos entrañables-, su labor en la revista El Cuento ha sido
particularmente generosa con los cuentistas argentinos: sobre más de 1.300
cuentos publicados a lo largo de cien ediciones de la publicación (el pasado
octubre cumplió la centena). el diez-por etento- hanatdo de-autore»
argentinos. “Son los que más publiqué, luego de los mexicanos”, dice.
Su obra como cuentista no es extensa pero sí muy reconocida. Su
primer libro (La muerte tiene permiso) es hoy un clásico de la cuentística
mexicana, con más de 300.000 ejemplares vendidos desde 1955. Sus otros
libros son: Las dualidades funestas y Solo los sueños y los deseos son
inmortales, palomita. Su cuento "Los compás” (1961) se considera texto
inaugural de la cuentística popular urbana del México actual.
Es autor también de media docena de antologías de cuentos (El libro
de la imaginación; Los grandes cuentos del siglo XX, entre ellas) y aun es
importante su obra como ensayista y periodista: La revolución mexicana en
su novela; Por los caminos de Proust; Excerpta, son sus títulos.
La presente conversación se realizó en su casa del sur de la ciudad de
México, en junio de 1986, y fue una de las pocas veces que don Edmundo
Valadés aceptó una larga e íntima entrevista.
GIARDINELLI: En primer lugar, y antes de entrar en el tema
específico del cuento, cabe preguntarle, a usted, que es un buen
conocedor de la Argentina, ya que ha viajado muchas veces, ¿cómo
cree que se ve la literatura mexicana en Argentina, y la argentina en
México?
VALADÉS: Yo creo que se ven, la una a la otra, con muy escaso
conocimiento. Hubo un momento en que nuestras literaturas fueron el vaso
comunicante de una interrelación y un acercamiento mejores. Me remito a
ese momento en que aparecen cuatro novelas clave para América Latina, en
los años 30: Don Segundo Sombra, La vorágine, Doña Bárbara y Los de
abajo. Fueron novelas que quizás por primera vez nos revelaron una
identidad latinoamericana en la descripción de paisajes -la pampa, la selva,
el llano y la sierra- y no solo geográfica, sino identidad en la lucha del
hombre frente a una naturaleza hostil.
-Alguna vez usted habló de ese momento como del “primer boom"
de la literatura latinoamericana.
-Pues sí, porque aunque se conocían otras obras de otros escritores, yo
creo que esas cuatro fueron un impacto, una revelación. Y otra cosa
importante, fue que luego y simultáneamente, en varias capitales de
nuestros países, surgieron revistas que fortalecieron aquella comu-
meaBHWt- - Sff - w Buwiua Am; - carwmpewfws'gf - Mb.nu, ro^wiw—
8 en Cuba y otras que no recuerdo. Por ejemplo, fue en ellas donde nos _
enterábamos de las primeras notas de y sobre Borges, Mallea y otros, y allá
conocían a Alfonso Reyes, a Henríquez Ureña, a Octavio Paz. Todo iba
muy bien, y no sé qué ocurrió, no sabría determinar cómo se cortó aquello.
Sin dudas, mucho tuvo que ver en eso el papel de las dictaduras
sudamericanas. Pero yo no sabría precisar las causas, aunque sí señalo las
consecuencias, lamentables. El hecho es que se quebró, se afectó, ese
proceso de acertamiento y de identidad, y caímos en el aislamiento. Yo creo
que aquel fue un gran proyecto de los escritores. No había encap-
sulamientos, no estaban cerrados sino abiertos, y esa apertura unía una
sensibilidad, un interés y una conciencia porque se hablaba un mismo
idioma, se tenía una historia similar y problemáticas comunes. Era
importante mantener todo eso como un conjunto latinoamericano.
-¿Usted cree que eso se perdió para siempre? Porque el idioma, la
historia y las problemáticas continúan. ¿Ya no hubo, ni hay, aquella
voluntad?
-Bueno, sí, luego vino el boom, pero desgraciadamente se redujo solo a
unos cuantos autores, ¿verdad? Yo no sé si fue tan beneficioso, porque fue
como una explosión que se centró en cinco o seis hombres. Yo no sé decir
qué ha pasado, la verdad.
-¿Y en el campo específico del cuento, don Edmundo?
-Ah, sin duda en el cuento es donde ha habido más comunicación. Por
su brevedad, por el gusto de muchas revistas por publicar. Pero en realidad
se ha conocido más a los cuentos que a los autores, quizá. De todos modos,
en este momento, en estos últimos años, la situación es grave porque los
libros extranjeros, para ustedes, para nosotros, son muy caros. Hay mala
distribución, también. El correo es carísimo... Trabas burocráticas, falta de
políticas coherentes. Yo me acuerdo de que en los años cincuenta, libreros
mexicanos, como don Andrés Zaplana, se iban a Buenos Aires y traían
cargamentos de libros. Imagínese hoy... Y agregue todavía en los años
recientes esa invasión de best-sellers que nos envolvió a todos aquí, en
Buenos Aires, en Caracas, dondequiera... Son muchos los [Problemas que
padecemos ahora. Incluso, la falta de intercambio de escritores, que es tan
importante. Y en los últimos años, con los exilios de tantos argentinos,
uruguayos, chilenos, que se exilia-
mn-aqirfen Marico, puegdgatguna manera fue, ademárdeforzoso,
un intercambio solo de allá para acá, y eso también hace que se produzcan
los desconocimientos, las distancias.
-Cuando, en 1939, usted inició la publicación de la revista El
Cuento, ¿existía alguna revista similar, había un modelo que usted
tomó?
-Vea usted: el origen se debe a un amigo que trabajaba conmigo en una
revista. Horacio Quiñones, se llamaba. El leía muy bien en inglés, y recibía
la revista Esquire, que publicaba siempre cinco o seis cuentos excelentes.
Horacio los leía, me los contaba y traducía, y compartíamos la emoción, el
gusto, y nos surgió la ¡dea de compartir esos cuentos con otros lectores. De
paso, nos propusimos empezar a publicar autores mexicanos. Pero fue una
empresa transitoria, ya que entonces solo editamos cinco números, aunque
con una gran respuesta. Allí publicamos a Luis Spota, a Efrén Hernández,
aunque hay que decir que en aquel momento nuestra cuentística no era tan
rica como ahora. Por razones que no vienen al caso, tuvimos que
interrumpir la revista. Yo me quedé con las ganas, sin embargo, y en 1964
pude volver a sacarla, con la ayuda del librero Zaplana, un hombre
extraordinario al que la literatura mexicana le debe muchísimo.
-Del 39 al 64 hay un cuarto de siglo. ¿Qué hizo usted en esos años?
¿Y qué pasó con su propia producción cuentística?
-Yo me dediqué completamente al trabajo periodístico. De hecho, toda
mi vida fui periodista. Pero por una presión íntima, por necesidad de
expresarme, por cierta convicción de que tenía la posibilidad de escribir,
empecé a hacer uno que otro cuento, con los que formé en 1955 mi primer
libro: La muerte tiene permiso, que apareció en la colección Letras
Mexicanas, del Fondo de Cultura.
-Curiosamente, el mismo año y la misma colección en que se
publicó Pedro Páramo, de Juan Rulfo...
-Así es, y con la misma débil recepción. Se tiraron dos mil ejemplares
y no sé cuánto tiempo tardaron en venderse... No solo no fue un comienzo
glamoroso, sino más bien indiferente, porque hasta entonces la editorial se
había dedicado a textos no literarios. Por cierto, un argentino, Arnaldo
Orfila Reynal, tuvo mucho que ver. También en esos años empezó Arreóla
en la colección.
“■-^Su «i¿uiidU:lliiiu-tJsr/uaf/di«foy-/)jnwMsra$titf-is

-Sí, yo escribí realmente muy poco.


-Es notable la similitud de su caso con el de Rulfo...
-No crea. Nosotros tardamos en ser amigos. Yo lo conocí a Juan
justamente porque tenía una columna cultural en el diario Novedades, y fui
a la presentación de Pedro Páramo. Pero en aquellos años nuestra relación
fue lejana, de conocidos más que de amigos. Nos hicimos amigos tiempo
después, cuando en el 64 salió de nuevo mi revista. Ahí sí iniciamos una
amistad muy fuerte. El colaboró conmigo, además.
-Usted retomó la publicación de la revista en 1964 y teniendo un
solo libro de cuentos publicado sin demasiado éxito. ¿Cómo se sentía,
cómo se veía a sí mismo como cuentista? La verdad, don Edmundo, no
me dé una respuesta elegante...
-Bueno, qué decirle... Yo primero sentía la soberbia natural de todo el
que publica su primer libro. Pero luego... pues tuve que ir asumiendo la
humildad necesaria. Fui cotejándome. Comparándome. Y llegué a la
conclusión de que era muy poco lo que había escrito, lo que había logrado.
No es fácil explicar esto, no crea. Esa reacción tan fría -incluso hubo
algunas críticas severas- me hizo tomar conciencia de mis limitaciones. Se
lo juro: jamás se me ocurrió entonces que mis cuentos iban a tener la
aceptación que luego tuvieron. Fue todo muy lento, con sorpresa, con
dudas. Todo se fue dando despacito, y yo tuve que admitir que
desaproveché mucho el tiempo. Yo soy escritor de menos de un cuento por
año, fíjese, cosa que ni me halaga ni me gusta. He dejado pasar mucho el
tiempo. Me embarqué en proyectos de novelas, que jamás terminé; algunas
quedaron en cuentos, en fin, con toda sinceridad le confieso que en cierto
sentido me siento un escritor inédito. Y eso me duele... Pero eso sí: de lo
que tengo conciencia plena es de que soy escritor, de que tengo muchas
cosas por decir y que tal vez pueda decirlas bien.
-¿Están dichas? ¿Tiene material inédito?
-No, solo algunas notas, ambientes, papeles inconclusos... Ladrillos,
digamos, pero falta la casa... Y me duele mucho, Mempo. Usted lo sabe.
Pero tengb el gran consuelo: mi revista es muy apreciada y yo lo sé. Y
sobre todo ha estado siempre abierta a los jóvenes, a la gente inédita, a los
que querían ser escritores y yo en alguna medida ayudé a
i|iiw tnfhrurmv Mw liare muiliu bien saber que no hay país
latinoamericano en el que no se conozca mi revista.
-En México no hay escritor que no opine que usted ha sido quizás
la persona más generosa de este medio, que no se caracteriza por la
bondad. ¿Eso fue un proyecto suyo, don Edmundo, una propuesta que
usted quería plasmar, o fue todo tan casual en su vida?
-Yo diría que todo se produjo lentamente. En realidad, en la segunda
etapa de la revista, el proyecto fue hacer una antología universal del cuento,
de todos los países y de todos los autores. Y de todas las lenguas. Pero de
pronto me encontré con que había centenares, miles de cuentos de todos
lados. Me incliné a enfatizar la difusión de la narrativa latinoamericana. De
todos modos, la revista ha publicado cuentos de centenares de países y
lenguas, de escritores que no conocíamos: de Mongolia, de Lituania, de
Yugoslavia, de Indonesia, etcétera Nunca olvidamos publicar europeos o de
otros lados, pero la recepción era tan formidable en América Latina que no
pude dejar de orientarla hacia lo latinoamericano. Juan [Rulfo] me ayudaba
mucho. Era una ayuda invaluable. Se llevaba materiales a su casa, leía todo
el día, y además usted sabe el gran conocimiento que tenía de autores que
uno ni se imaginaba. Por ejemplo, yo creo que nadie conocía mejor que él
la literatura brasileña. A mí me trajo a Guimaraes-Rosa, y también a
uruguayos como Felisberto Hernández, a Macedonio... qué no sabía Juan. Y
norteamericanos, y noruegos, vaya, yo incluso le pedí que escribiera en la
revista, pero él se resistía. De todos modos, lo convencí y los primeros trece
números de la segunda época él tuvo una página que se llamaba "Retales",
que son los pedazos de las telas cortadas, y allí él entresacaba y presentaba
textos. Tengo pensado publicarlos de nuevo.
-¿Y cómo se sostuvo la revista?
-Pues con algunos aportes al principio, pero más de una vez pensé que
cada número era el último. Llegamos a tener una discontinuidad de siete
meses, y entonces aparecía un cheque de un lector. No puedo ser original,
pero los lectores son maravillosos. Han sentido la revista como propia.
Realmente, si ahora cumplimos cien ediciones es por la fe de los lectores, y
por el constante apoyo y estímulo que me dieron siempre.
_______ ______________________ -j
—--.¿En aué cambié y en aué »e mantuvo «jamure la reviste?-------
--——^^
-Se mantuvo siempre en el propósito inicial: publicar buenos '’V
cuentos, de todos los países y de todos los autores. Y fue cambiando en el
sentido de que se produjo un fenómeno -quizá el más interesante- que fue el
hecho de convertirse en un taller cuentístico. De veras, creo que esto es lo
que más reconocen los lectores, y especialmente los jóvenes. La sección
“Correspondencia” devino en un compromiso de contestar todas las cartas
que llegaban, y de decirles a todos por qué publicábamos, o por qué no lo
hacíamos, los cuentos que nos enviaban. Y han sido miles, decenas de
miles.
-Por todo esto, creo que nadie mejor que usted, entonces, para
preguntarle qué es un cuento. Y qué es el cuento latinoamericano.
-Ah, caramba, todos estamos de acuerdo en que no es fácil
establecerlo. Pero yo creo que fundamentalmente un buen cuento debe ser
interesante. Un elemento esencial, definitivo, es que sea interesante. Un
texto escrito como cuento, que no tenga interés, no es cuento. Debe
interesar al lector. Luego, requisito número dos, quizá sea la historia, luego
el idioma, el lenguaje en el que está contado, el manejo, la estructura, la
verosimi iitud, en fin. Son muchísimos los ingredientes. Pero todo,
supeditado al talento del escritor, a su audacia, su astucia, vaya, es muy
difícil responder esto.
-Es posible, don Edmundo, que Juan Rulfo y usted hayan sido las
personas que más cuentos han leído en América Latina. ¿Es así?
-Es posible...
-¿Y si tuviera que elegir tres cuentos, como los tres mejores, cuáles
elegiría?
-Pues... sí, es muy difícil decidirlo. Pero posiblemente, déjeme ver,
quizás elegiría tres cuentos largos, no sé por qué... Uno de ellos es de un
ruso, Eugenio Zamyatin (1884-1937), que tiene un librito que se llama El
Farol, y que cumple aquella definición que dice que un buen cuento es el
que se lee de una sentada y no se olvida jamás. Otro que escogería es del
poeta inglés Dylan Thomas, que me estremeció, que releo y siempre me
restituye la emoción y el goce, el asombro de la primera lectura.*Y el
tercero, pues, debería ser un latinoamericano, ¿no? Pues quizás mencionaría
dos: de Cortázar, "Instrucciones para John Howell ”, y "El tío Facundo", de
Isidoro Blaisten.
-Pero es que son muy buenos cuentistas. También recuerdo un cuento
memorable de Borges: “Episodio del enemigo". Y uno de Juan José
Hernández, que se llama “Mi mamá".
-No ha mencionado ningún mexicano.
-Bueno, Rulfo, ¿no? Elijo “Talpa”, claro.
-¿Por qué razón usted escribió tan pocos cuentos y soñó tanto con
novelas que no escribió?
-Porque si uno se cree, o se siente, escritor, uno ambiciona decirlo
todo. Esa es la ambición final, y primera, de todo escritor. Y donde eso es
más posible, es en la novela, que como género permite acumular toda una
serie de elementos, vivencias, personajes, que el cuento no permite. El
cuento solo permite lo mismo en un caso como el de Juanita: sus cuentos
tienen una temática, unos personajes, una violencia, un despojo y una
presencia de la muerte, que, bueno, cuando se puede hacer un libro como él
lo hizo, es como si uno hubiese escrito la novela que todos hemos soñado.
-Usted ha escrito un texto muy importante sobre la novela en la
Revolución Mexicana. Y también sé que en 1956, durante un viaje a la
Unión Soviética, empezó una novela que jamás terminó. Creo, pues,
que no es ocioso preguntarle qué es esa extraña relación con la novela,
siendo usted un enamorado del cuento...
-Bueno, verá usted. Cuando la revolución yo era muy chico, y solo
dediqué un tiempo al estudio de la novelística de ese período, como
aficionado, como quien se interesa por una producción extraordinaria,
apasionante. Y en cuanto a mi viaje, sí, fue importante en tanto
acercamiento a un fenómeno desconocido. Fue cuando acababa de salir La
muerte tiene permiso. Y fue importante porque yo, de adolescente, me crié
en una familia del norte del país, muy tradicional, católica, rígida, con
grandes prohibiciones. Nos educaron en la idea de que el mundo era
inmodificable, ¿verdad? Siempre habría pobres y ricos; había lo que había,
y eso era desolador. Uno tenía que renunciar a que las cosas pudieran
cambiar: las injusticias, la miseria. Y lo que percibíamos de la Revotación
Rusa era, claro, una gran esperanza. Que los sistemas sí podían ser
modificados. No todo era eterno por designio divino. Y yo no
era de Izquierdas, conste. Era un Durguoslto oo ciasS~fW1la,
admiraba a algunos jóvenes amigos comunistas, que se habían liberado -l
en el vestir, en la forma de vida, en sus ideas. Me causaban una enorme
admiración, una profunda envidia porque yo no era capaz de ese tránsito.
-¿Y cómo veía usted el fenómeno estalinista, que para la cultura,
por cierto, fue terrible, creador de una estética francamente pobre?
-Ah, bueno, pero en ese tiempo Stalin se nos aparecía como un hombre
decisivo, providencial para ese cambio. Por toda la propaganda rusa, por
supuesto, que lo mostraba como un padr^^ito de lo que se llamaba el
paraíso soviético. Realmente, era una esperanza. Y aunque yo no fui
militante de izquierdas, como liberal que era aquel viaje a la Unión
Soviética me produjo grandes revelaciones. Me puse a analizar el problema
de la libertad, es decir, que si el socialismo realmente es la más factible vía
para modificar las cosas, no lo será si no es capaz de implantar al mismo
tiempo un sistema democrático. Y claro, yo me di cuenta de que si para
imponerlo se tiene que coartar las libertades y deben sucederse las cosas
que sucedieron durante el estalinismo, pues uno entra en dudas, ¿no? Por
más conscientes que estemos de que el capitalismo es una forma que tiene
su atractivo, pero hace subsistir las injusticias. Vaya dilema, ¿no?
—Volviendo a su novela, don Edmundo, ¿esto que cuenta era parte
de ella?
-Bueno, eran tiempos de Kruschev, y yo creo que él realmente trató de
liberalizar el régimen terrible de Stalin, pero no pudo, evidentemente. Y en
esos momentos de la guerra fría, pues sí, yo pensaba incorporar toda esta
reflexión en aquella novela. Pero es difícil hablar de una novela no escrita.
Diría que apenas la escribí mentalmente. No tuve el corazón, el
atrevimiento, para hacerlo. Me paralicé, me faltó el arrojo, la valentía de
hacerlo.
-¿Acaso la literatura le da miedo a usted? ¿Después de cincuenta
años de literatura, sigue uno con miedo?
-Yo creo que sí, en el sentido de hacerla yo. Me da miedo el acto de
escribir. O quizás dije mal, quizás no es miedo... ¿Dije miedo, verdad?
Bueno, es que hay una serie de factores. También puede ser que uno
sucumba ante la*pereza. Es un factor de peso, muy grave. porque el oficio de
escritor exige una disciplina, exige un arrojo, una entrega... No permite
evasivas, no permite excusas y uno, cuando ha tomado el hilo,
lo liana qua seguir, tiene que jugarse - tavtda en las palabras. .
Hay que atreverse a todo eso. Pero uno tiene muchas resistencias íntimas.
Una flojera mental, una carencia de disciplina. Yo siempre fui una gente
muy desordenada. Incluso, lo que escribí, lo escribí a saltos de mata.
-Sin embargo, durante treinta años usted publicó la mejor revista
de cuentos que existe, por lo menos en español.
-Ah, bueno, pero eso no exige lo que exige escribir.
-¿Y qué exige escribir, don Edmundo?
-Exige una entrega total. Una decisión total, decirse: bueno, yo soy
escritor y tengo el uso de la palabra, pues voy a usarla. Puedo hacer una
gran obra y no hacerlo, eso no tiene importancia, lo que importa es que yo
exprese lo que quiero expresar y dé la vida por ello.
-¿Cuánto hace que no escribe? ¿Cuándo escribió su último
cuento?
-Vaya pregunta... A principios de los 70. Llevo más de quince años sin
poder escribir...
-¿Usted lleva tanto tiempo sin escribir? Eso explica el amor casi
reverencial que tiene por el trabajo de los otros, ¿verdad? Me llama la
atención que usted es de la misma generación de Rulfo: publicaron el
mismo año; en la misma editorial; tuvieron un reconocimiento
relativamente tardío, años después de sus primeros dos libros
fundamentales. El se pasó casi treinta años en silencio; usted lleva
quince. ¿Qué le sugiere este paralelo? Fueron grandes amigos,
además... ¿Lo hablaron alguna vez?
-No, jamás. Usted sabe que Juan era muy reservado en eso. Muy
hermético. Quizás no le saqué el tema que le sacaba todo el mundo porque
era mi caso, también. Pero especialmente, creo que porque en la amistad
con Juan él establecía que esa zona era vedada, y era inútil tocar esa puerta.
Y aunque éramos amigos, yo soy muy discreto...
-Vuelvo a usted: ¿por qué hace quince años que no escribe?
-No lo sé. Y le aseguro que me hago esa pregunta muchas veces,
porque cada vez adquiero más conciencia de que soy un escritor, de que
puedo decir cosas por medio de la palabra. Y no hacerlo, pues... Mire, yo
creo que hay otro problema muy grave y decisivo. Yo creo que el camino de
un escritor es descubrir su voz interior. Es un minero decidido a encontrar la
mina de oro, lo que cuesta un esfuerzo enorme. Y el que es escritor
encuentra, ¿no? Y ese encuentro, yo creo que origina que se desencadenen
esas voces interiores- que estaban encerradas, a tas que tiñó rió
flojera, por falta de disciplina, falta de pasión, de coraje, de lo que sea.
En ~ el momento de la fiebre creadora, ocurre que hay una voz interna que
le dicta a uno, y puede ser tan sonora que uno no tiene tiempo de seguirla.
Y entonces, desatada, esa voz le habla, le dice cosas continuamente...
Yo me acuerdo de cuando la tenía muy viva, hace años, que iba en mi coche
y ella empezaba a manar y entonces yo me decía que debía dejar el coche
para irme a escribir... Que es lo que debe hacer un escritor, ¿verdad? Un
escritor debe dejar todo con tal de no perder esa voz. Porque esa voz se va
gastando inútilmente, y de eso yo tengo conciencia. La va usted
conteniendo, la va secando, y esa voz pierde caudal...
-¿Acaso me está diciendo que a usted se le secó esa voz?
-Ah, pues... Yo creo que en buena parte, sí, Mempo. Y no se imagina
cuánto me duele... A veces pienso en todo lo que pude escribir y no he
escrito. Hoy tengo más conciencia del oficio, tengo más recursos porque he
leído más y he pensado más, con lo que quiero decir que hay una mayor
conciencia en mí. Pero me exigiría un esfuerzo superior. Ese es el drama de
tantos escritores: cancelan esa voz interior, la clausuran...
-Cambiemos ese tema, que duele y da miedo. ¿Cómo está la
cuentística mexicana de los últimos años? ¿Quienes le interesan?
-De siempre: Rulfo, Arreóla y José Revueltas, sin duda. Y de los más
recientes, pues José de la Colina, Agustín Monsreal, Jesús Gardea, Felipe
Garrido, Guillermo Samperio... Estamos bien, con buen nivel...
Y hubo mujeres como Rosario Castellanos; hay una cuentista
excepcional como Elena Garro, vaya, hay bastantes buenos cuentistas en
este país. Como en el suyo, donde hay tan buena tradición. El cuento es
muy latinoamericano, ¿no cree? Mire el Brasil, donde después de
Guimaráes-Rosa uno tiene a Nélida Piñón, a Rubem Fonseca, Clarice
Lispector, Jorge Amado, Lygia Fagundes Téllez, es una cuentística muy
rica, caudalosa y con la característica de ser indirecta, muy sutil, llena de
metáforas y alegorías. Muy indirecta.
-Quizás porque siempre, en el cuento, en la literatura, todo es
alusión, ¿no cree? *
-Sin duda. Alusión para buscar la verdad. El cuento es un sueño breve,
una ilusión. El cuento es intensidad.
QUIERO TRES, CUATRO PÁGINAS, Y QUE EN ELLAS
35
HAYA UN MUNDO
Gesticula constantemente, lo que delata su vocación histriónica: no
puede quedarse quieto, no sabe permanecer sentado. Necesita abrir los
brazos, brincar en el sillón, ponerse de pie, caminar, saltar. Se hamaca al
hablar; busca en la biblioteca; va a la cocina y le consulta todo a Susana, su
mujer; come bombones de frutas ("desde que dejé de fumar, el año pasado,
cuando tuve algunos problemas cardíacos") uno tras otro, con deleite
infantil.
Desde ese undécimo piso de Córdoba y Junín, que mira plaza y
facultades, Pedro Orgambide (Buenos Aires, 1929) despliega su buen
humor y su sonrisa picara, juguetona. Se cuida, evidentemente, pero
conserva ese temperamento caliente, apasionado, que lo ha llevado a peleas,
polémicas y críticas, de las que sin embargo siempre ha sabido restañar
heridas.
Pedro Orgambide Gdansky (por sus venas corre sangre judía, de la que
es evidente que se siente orgulloso) escribe todas las tardes.
es la torrencialidad de su producción: ha escrito y publicado una obra
considerable, frecuentó todos los géneros y sigue soñando con la poesía,
género literario que ama por sobre todos los otros, y que impregna
felizmente no solo su prosa sino también su conversación.
Charlista inagotable, chispeante, delicioso, Orgambide ha hecho de la
generosidad y la ternura casi un estilo de vida. Es de los que leen a los
amigos, de los que se ocupan de ver la obra de los jóvenes, de los que
contemplan sin envidias el crecimiento de los demás. Solo una vez dirigió
un taller literario (durante un año, el 78, en México) y todavía hoy recuerda
a cada uno de sus discípulos con paternal cariño, y se interesa por sus éxitos
o fracasos. Es un hombre capaz de llorar de emoción en cualquier
momento, del mismo modo que en su juventud fue “un compadrito, un
patotero", como dice él mismo, además de bailarín profesional de tango y
de folklore (eximio malambista, fue el primer compañero de danza de
Norma Viola). También fue militante político, periodista, publicista y, en
todas las actividades, hombre incapaz de grisuras o medianías. A todo o
nada, llevado por esa calentura que lo hace hablar caminando y ponerse de
pie como para actuar lo que narra, siempre fue prisionero de sus impulsos.
También fue prisionero, involuntario, cuando con el retorno de la
democracia a la Argentina -y su consecuente, inmediato, retorno de nueve
años de exilio en México-, debió afrontar las acusaciones de sectores
antidemocráticos que pretendían involucrarlo en supuestas actividades
"subversivas”.
Varias veces premiado, con importantes distinciones nacionales y
extranjeras, de su obra deben mencionarse por lo menos las novelas El
encuentro (1957), Las hermanas (1959), Memorias de un hombre de bien
(1964), Los inquisidores (1966), Hotel Familias (1972), Aventuras de
Edmund Ziller en tierras del Nuevo Mundo (1977) y la reciente trilogía que
él mismo llama “novelas de la memoria”: El arrabal del mundo (1983).
Hacer la América (1984) y Pura Memoria (1985).
Su creación fuentística está reunida en los siguientes libros: Historias
cotidianas y fantásticas (1966), La buena gente (1970), Historias
imaginarias de la Argentina y La mulata y el guerrero, ambos publica-
aagan 1986. H a^^árito también muGhás obrad do teatro,'olgunoo
poe marios y ensayos sobre Quiroga, Martínez Estrada, Gardel, entre otros.
Esta entrevista se realizó en agosto de 1988.
GIARDINELLI: Empecemos hablando de tu último libro, La
mulata y el guerrero, que significa tu retorno al cuento luego de una
serie de novelas históricas.
ORGAMBIDE: No sé si quiero hablar de eso... No quiero aparecer
como un llorón. Pero digamos que lo escribí en un momento difícil, en el
que yo estuve muy solo, en una casa que no era la mía. Allí leía mucho. Y
escribía todos los días. Curiosamente, al ritmo con que se escribe una
novela, cuando te sentás a escribir y no podés parar. Eso no sucede, en
general, con los cuentos, que no se escriben sino por momentos, como los
poemas. Yo diría que estuve inspirado en esos meses... Y... bueno, sí lo voy
a decir: estaba acosado por un proceso judicial absurdo y no quería
engancharme en la autocompasión, ni tampoco en el papel de la víctima.
Con mucho talento, con mucho genio, eso me hubiera podido llevar a
reescribir a Kafka. Pero como Kafka ya estaba escrito, entonces tuve que
buscar lo más esencial de mí. Y lo más esencial aparecía como un tiempo
fragmentado, con personajes de toda mi vida. Y salió este libro, que es el
que contiene más elementos autobiográficos. Quiero decir, lo esencial de lo
autobiográfico: ahí están tres o cuatro amigos, tres o cuatro mujeres. Y dos
países, sin duda: Argentina y México.
-Sin embargo, me da la impresión de que hay más geografías:
aparece el Caribe, Cuba, hay historias con norteamericanos... Ese
cuento llamado “Milord” me parece simbolizar otra cosa.
-Ah, sí, es una historia que me contaron en La Habana, y que yo vi de
lejos. Era un señor vestido como en los años cuarenta, cincuenta, con traje y
sombrero Panamá. Me dijeron que era un señor que no se había ¡do, un
hombre rico que se quedó cuando la revolución.
-Pero hay otros textos, como “Recordando a Merton Brey”, o
aquel que habla de la orquesta de Don Mitch, Y un campus
universitario con un personaje que se llama John. Y el Viejo Willy, New
Orleans, Jamaica... Son cuentos de un hombre muy viajero, es obvio. El
libro se siente como tiü-tOi'iwlléíóf»' ■ dé-cuenta» tf» alguien' que-
Iwfúgrttódo^Ds-im-itjreanairaSH^Sí buscando literatura en una vida
muy trajinada.
-Sí, es verdad, ahí se entrecruzan varias geografías... Quizás, como lo
escribí encerrado, era una manera de mirar afuera, ¿no?
-Eso me parece novedoso, porque a vos se te identifica con una
escritura muy argentina, con un marcado interés por la historia. No en
vano esa saga de novelas de la memoria, e incluso las Historias
imaginarias de la Argentina, que son una especie de reescritura,
versiones de una “otredad” en nuestra historia. La mulata y el guerrero
parece, en cambio, un texto claramente cosmopolita. Si a todos estos
cuentos los escribiste de una vez, en el mismo período de clausura, para
definirlo de algún modo, ¿qué te propusiste al hacerlo?
-Todos, no. Casi todos. Porque “La cama", “No hagas tango" y “Viejo
Willy" ya estaban escritos. Los demás sí aparecieron todos juntos, en tropel.
Fue algo fantástico. No sé muy bien qué me propuse. Debe de haber sido
una catarsis no pensada, ¿no? Era un momento bastante difícil... Como yo
nunca hice un diario de escritor, y como no tengo una escritura privada, que
no sea literaria, y todo lo que escribí siempre lo escribí para publicar,
entonces no habré querido contaminar esa situación. Ahora se me ocurre:
que en una situación de encierro, no voluntaria, probablemente yo viajaba
por todos los lugares que conocí, y prolongaba mi estancia mucho más que
lo que fue mi estancia en la realidad. Yo he paseado poco por Estados
Unidos, pero tengo varios textos y personajes de allí. Parezco haber vivido
mucho en Cuba, y sin embargo estuve muy poco. Ha de haber sido otro
viaje imaginario, ¿no?
-¿Lo escribiste de un tirón, de una sentada, digamos?
-Sí, y después casi no lo trabajé. Claro que tenía algunas ideas, desde
antes. Sobre todo de los cuentos de ambiente mexicano. Eran situaciones
que las veía muy de cuento, y aunque no tenía nada apuntado, eran como
cuentos de memoria. Yo sabía que alguna vez los iba a escribir.
-¿Por que razón, en ese período, escribiste un libro de cuentos y no
una novela, cuando parece evidente que vos sos más novelista que
cuentista?
-Ah, si yo supiera lo que soy, Mempo, tendría ganada la mitad del
camino... No sé si es cierto lo que decís, aunque admito que eso parece.
Pero lo que sí sé es que lo que me da un gran placer, es escribir un cuento.
¿Lo decís porque esta entre*
vista es para una revista dedicada al cuento?
-No, es la verdad. Aunque debo reconocer que hay un placer más
grande, el mayor de los placeres literarios, que me es negado: la poesía...
Inclusive ahora que estoy escribiendo una novela, que es una novela grande,
larga, y será así solo para justificar la cantidad de poemas apócrifos que van
a aparecer ahí. [Se ríe.] Eso mismo ya lo intenté, y lo hice, en algunos de
estos cuentos de La mulata y el guerrero. Para mí no hay momento de
mayor grandeza, y de lucidez, y de entrega, que cuando de pronto se
encuentran tres o cuatro versos que pueden llegar a justificarlo a uno.
-¿Y por qué decís que encontrás más placer en el cuento que en la
novela? ¿Por su cercanía con el poema?
-Claro, porque cuando se escribe un cuento uno está en un estado
emocional de mayor entrega. En cambio, en una novela lo que interesa es el
desarrollo, la estructura. Y es también la necesidad de que una historia se
prolongue, y que haya voces diversas. La multiplicidad de voces es muy
difícil en un cuento. Y cuando un cuento se hace largo, deja de ser un
cuento. Y ya no es un cuento, más allá de la extensión que tenga ¿no? La
presencia de varias voces, en general, rompe el hilo de un cuento. Aquello
que decía Quiroga: lleva a tus personajes de la mano, sin detenerte. Y sin
oír las voces de afuera. Eso se nota, luego, en la tensión. Hay cuentos de
pura atmósfera, como los de Katherine Mansfield, por ejemplo. O mirá el
caso de Chéjov: para mí es uno de los máximos cuentistas. Aunque ya no lo
leo, lo leí durante muchos años y recuerdo todos sus cuentos casi de
memoria. Los temas, no su escritura, porque no sé ruso. Me doy cuenta de
que en ellos, más allá de la diferencia de escritura, hay un clima que es
Mansfield, hay un clima que es Chéjov, como hay un clima que es Horacio
Quiroga. Y fíjate que cuando Quiroga escribe novelas cortas, pierde la
tensión que tiene en sus cuentos... Claro que se me podría decir que hay
novelistas con clima, y es verdad: pero esos son los que están muy cerca de
la poesía, y son muy pocos. Proust, por ejemplo.
-¿Y si te produce más placer el cuento, por qué razón has sido más
novelista?
Mempo: ¿tenés respuesta para esa pregunta?

-No, tampoco.

-¿Viste las cosas que hacemos sin saber, los escritores?

-¿Cómo empezaste? ¿Escribiendo cuentos?

-Sí, cuentos cortos fantásticos, cuando era chico. Y después me metí


con la poesía, en la adolescencia. Publiqué un libro de poemas a los
diecinueve años: Mitología de la adolescencia, que publicó Lumen en el 48.
El otro día encontré dos ejemplares en una librería de viejo. Parece mentira,
¿no? Y después tuve un período de ocho años, que me los pasé dudando
entre un género y otro. Entonces hice una biografía de Horacio Quiroga. La
novela vino inmediatamente después... Pero a lo largo de todos esos años,
nunca dejé de escribir cuentos.1 'En verdad, comparados con mis novelas,
mis libros de cuentos son pocos’, ' pero tal vez no sean pocos mis cuentos.
Si sumo los de Historias imaginarías de la Argentina, que es otra manera
de abarcar el cuento, creo que llego al medio centenar o poco más.

-¿Tu formación literaria, también fue cuentística?

-No, fue poética. Por eso mi primer libro fue de poemas. ¿Habías
nacido, vos, en el 48? ¿Tenías un año? Bueno, cuando vos tenías un año yo
era un adolescente que me hacía el señor, estaba en la noche y era uno de
los últimos de esa generación de poetas del 40 que jurábamos por Rimbaud,
por Corbiere, por Baudelaire, por Lautréamont. ¿Te gusta? Éramos todo lo
contrario de lo que somos ahora: escritores profesionales. En aquel entonces
nos hubiera dado mucha vergüenza. Cuanto menos se nos leía, mejor.

-Se trataba de ser poetas malditos, ¿verdad?


-¡Eso, claro! Y tengo fotos de los poetas malditos que éramos
entonces. En una autobiografía que escribí, que se titula Todos teníamos
veinte años, hay fotos de esa época. La autobiografía es un género
absolutamente mentiroso, de ficción, en el que uno justifica todo pero con
partes evidentemente confesionales. En ese libro están las tribulaciones “ele
un aprendiz de escritor, y ahí cuento también el comienzo de esa
generación. Yo era muy amigo, por ejemplo, de Ja-cobo Timerman, quien
no era un exitoso editor y empresario, sino un
pSetaTbMfí y TáñriMrieñtéi Firmaba ' Miguel Greco. Y¡u>-wa -
mal poete; yo recuerdo algunos versos de Timerman de memoria. [Recita,
de pie y con los ojos cerrados:]
El que pasa inclina
su ataúd y sabe
que puebla el caos;
que su pavor es vértigo
y mitología...
y etcétera, etcétera. [Abre los ojos.] No tiene mal sonido, ¿no? Éramos
todos poetas, y poetas malditos. Y había otro, Tomás Simpson, el
epistemólogo, que escribía, por ejemplo, sobre la Isla de Java. [Recita
nuevamente:]
Sola en un mar te mueres; ,
la orilla del espanto
pasa junto a tu puerta.
Todos teníamos buen ritmo, ¿no? Eran los coletazos de los años 40,
cuando había brillado otra generación de gente como León Benarós,
Enrique Molina, David Martínez. Ellos sí representaban a los poetas del 40,
mientras que nosotros cultivábamos ese tipo de literatura más a lo Rimbaud,
a lo Rilke a quien leíamos con devoción, pero al mismo tiempo éramos muy
porteños, compadritos, arrabaleros. Era una onda muy mezclada.
-Tu amor por el tango, descuento, viene de esa misma época.
-Por supuesto, porque además yo era entonces bailarín profesional. Me
ganaba la vida bailando. Tango y folklore. Era profesional en serio, no es
una broma.
-¿Y de dónde te vino esa vocación?
-Yo aprendí a bailar con un señor que se llamaba Enrique Barranco, en
la ficción, porque en realidad se llamaba Henry Halsey. Era uno que había
nacido en Gibraltar y, desde que llegara a estas tierras, se le había dado por
el folklore argentino. Ahora, a mí, en verdad, lo que rn^gustaba -más, de
chicoTe¡ra.el.-¡a¿¿,-.Pcro.cuandQ-empecé a' satlrfflE agarró el amor al
tango, íbamos a los bailes. Y con una chica que estudiaba danzas clásicas,
hicimos la primera pareja de bailes folklóricos: esa chica es Norma Viola.
¿Qué tal? Yo fui muy bueno para el malambo, la verdad. Todo esto lo
cuento en la autobiografía. Y cuando yo mismo la releo, me la creo toda.
Creo tanto en la letra impresa que aun las mentiras que he escrito soy capaz
de darlas por verídicas. Pero además, yo guardo un hermoso recuerdo de
aquella época. En la literatura había algo sagrado. Eso era para siempre.
-¿Qué leías, aparte de los poetas franceses?
-Poetas argentinos. Al que yo realmente amaba, hasta la devoción, era
a Raúl González Tuñón. Lo conocí cuando yo tenía quince años. Era ya un
grandote, pero apenas me había puesto los pantalones largos. Los chicos
pobres no alcanzábamos los pantalones largos sino con cierta tardanza. Yo
me los puse a los catorce, casi a los quince. Y fue cuando conocí a
González Tuñón. Personalmente, porque ya conocía prácticamente toda su
poesía.
-¿Y de prosa, Pedro, qué leías?
-Yo leía de todo. Mi formación tuvo que ver con mi vida misma, y fue
bastante... Mirá: yo creo que hubiera sido un delincuente. O a lo mejor no
un delincuente pero sí un chico muy enfermo psicológicamente. Yo era muy
rebelde, casi en los límites de lo incontrolable. Era lo que ahora se llama un
chico-problema. Y además era un chico de la calle, si bien mis papás tenían
una cierta formación intelectual, sobre todo mi papá. Escribían muy bien,
los dos. Mi mamá escribe muy bien todavía. Mi papá era militante
comunista, y a la vez era lector de mucha literatura, no solo la soviética, que
naturalmente en casa se conocía. Mi papá leía de todo, tanto que aunque era
comunista hasta leía a Trotsky. Y leía a Ignacio Silone, a Fontamara, a
Michael Gold, todos escritores de los años 30, de literatura social.
-¿También leían a Barletta, a Castelnuovo? En tu casa adscribían
al grupo Boedo, seguramente.
-Claro, con la*gente de Boedo la cosa era directa, de amistad. Mi viejo
era íntimo de Alvaro Yunque y de todos ellos. Esa gente, para mí, eran
como los tíos, a quienes veía siempre. Antes se hacían grandes manifestac
iones del .primero de mayo, y así como Raúl González Tuñón cuenta que
su abuelo Manuel Tuñón lo llevaba en los hombros, yo podría contar lo
mismo. Para mí era una fiesta ir a las manifestaciones, que en esa época las
hacían socialistas, comunistas, anarquistas, todos juntos. Era como ir a una
fiesta internacional. Era como viajar.
-¿Tuviste inclinación por esa literatura social? Curiosamente, me
da la impresión de que en tu obra eso está presente, siempre, pero a la
vez no es una etiqueta que se te pueda aplicar.
-No, mi heterodoxia y desviacionismo fueron muy tempranos. Porque
yo viví en La Boca, y entonces también iba detrás de las procesiones y me
metía en las misas. Por el efecto teatral, supongo. Me atraían muchísimo.
Zapateros detrás de San Cayetano, con boy scouts y anarquistas, curas y
socialistas, era un paisaje que yo veía todo el tiempo. Tengo la imagen de
mujeres como Michelle Morgan, con su boinita de los años 30. Y tengo la
presencia de la crisis de esos años, de esa década terrible. Pero es una
imagen rara, porque por un lado yo llegué a ver las ollas populares y la
miseria generalizada, pero a la vez era un mundo fascinante porque era el
mundo de los hombres. Entre la Boca y Barracas uno se mezclaba con los
maleantes, con Ruggierito, con Barceló. Por ejemplo, yo jugaba en una
plaza enfrente de la cual vivía, y tocaba todos los días, Juan de Dios
Filiberto; y del otro lado de esa plaza un hermano de Fiiiberto tenía una
peluquería a la que iban los gángsters. Con ametralladoras, con revólveres;
era un mundo fascinante el de la peluquería del hermano de Filiberto: con
olor a crema de afeitar y con esos tipos que salían con las caras lisas,
engominados. Mi viejo los despreciaba. Por él escuché por primera vez la
palabra "lumpen”. Pero a mí me encantaban esos cafiolos; era un
sentimiento ambiguo.
-¿Y qué otra literatura leiste? ¿Qué otros autores te influyeron?
-Posiblemente la primera literatura que me influyó fueron los cuentos
para chicos de Alvaro Yunque. Que se llaman “Poncho”, "Jauja”, “Tatetí”...
Eran cuentos que yo leía en mi casa y luego se los leía a los chicos de la
calle, a los que andaban conmigo. Para mí no había escritor más grande que
Alvaro Yunque.
-¿Y de la literatura universal, que leías? Me da la impresión de
que hay mucho Chéjov en tu obra, mucho Dostoievsky, mucho ruso.

— _Y sí , primero porque, coiY6 tfftf IlWtl- IOIW4UM I

En traducción1 española, gallega, Gorki, Pushkin, todos los; rusos. Los


leí y mt los aprendí. Después, en la adolescenc^ toda la literatura francesa de
corte rea,ista- natorahsté: Zo|a, Maupassant, Balzac. Mu-cño Balzac, 016
encantaba. Y de ahí pasé a los poetas malditos, que unificaban una ruptura.
Pero curiosamente, cuando en mi formación cultural pasa a otras estéticas,
como Lauttéamont o Rilke, debía haber colaborado con La Nación, por
ejemplo, y sin embargo trabajaba en Orientación, un P^f^K^ctico
comurnsté.
-■Qué es el cuento para vos, hoy?
_En primer lugar, diría que para nosotros, acá en la Argentina, el
cuento es el género más importante. ¿Qué quiero decir con esto? Que
BorgeS no escribió novelas, escribió cuentos. Bioy Casares escribió novelas
pero es grande en el cuento. Sil vina Ocampo es grande en el cuento. Hay
una literatura fantástica o de imaginación muy libre, de Dabove, de H
olmberg. de Lugones, que es muy fuerte en el cuento. Y el caso de Cortázar
es evidente- es mucho mas significativo en el cuento que en la novela ■
Acá hubo’ claro esté, novelistas muy importantes, y los hay, creo que n0 i135
ha tén significativos. Can solo mencionar Borges y Cortázar ya está ¿no? Y
además, crearon una estaca. Todos somos m 5
oco bog^ ’ todos somos un poco
cortazarianos. Como todos somos un poco quiroguiaros... Yo solo se lo que
a mi me gusta del cuento.
-Esa es mi PreSunta.
-Y bueno--- Me gusta que me haga vivir un momento de gran
intensidad Entrar en un mundo en muy poco tiempo físico, cronológico. Yo
. ' tres, cuatro páginas, cinco, y que en ellas haya un mundo. Eso me
parece ’una

-Y si tuvieras que mencionar solamente a tres cuentistas, de


cualquier . de toda la literatuna unmersal, ¿quiénos serían?
-¿110°'^ Maupassant... ímeMa un rato], Quito^.
-Los tres del XIX. ¿Y del siglo XX?
-Cortázar- Voy a parecer muy nacionalista [sonríe], pero... Borges...
_Falta el tercaro-
-y yo voy a decir Salinger... Sí, Salinger. Podrían ser otros, y serían
norteamericana, pero me quedo con Salinger. Pero es una pregunta
Arreóla, y puedo pensar en más...
-¿Y cuál es el cuento que más te ha gustado, el que hubieras
querido escribir vos?
-Hay dos. Uno de Chéjov y otro de Fitzgerald. Yo me los cuento como
los escribiría yo. Ni me acuerdo de los títulos, pero sí de los cuentos. El de
Chéjov es aquel de la mirada de un chico de cinco años. La sirvienta le dice
a la mamá que lo va a llevar de paseo, lo toma de la mano y uno empieza a
ver el mundo como lo mira el chico.
-¿Y el de Fitzgerald?
-También es de un chico, curiosamente. Creo que se llama “Penas
tempranas” y es la historia de un chico de Nueva York que patina y se
enamora... [Se queda pensativo durante un rato.)
-¿Puedo preguntarte qué pensás?
-Me quedé pensando en que me hiciste notar algunos olvidos, como
Rulfo, o como Kafka, o como Poe. Mirá el caso de Poe: a mí me pasa con él
-y espero que esto no lo lea Abelardo Castillo, porque no puedo tener una
discusión con él treinta años después [sonríe]- que o yo no lo sé leer, o no
me impresiona mucho. Y sé que es una carencia. Lo admito. Pero a mí con
Poe no me pasa nada. En cambio con Kafka, y con el Kafka de La
metamorfosis, sobre todo...
-Vos hiciste un solo taller literario en tu vida, en México, durante
un único año y del que yo fui participante. Años después, le pregunto a
mi maestro: ¿por qué aquel único taller? ¿Qué opinas de los talleres?
-Siempre contesto en broma, diciendo que no quiero saber nada de los
talleres porque bastante tuve con ustedes... Pero la verdad es que para mí
fue una experiencia bellísima. A lo mejor me lo tomé tan en serio y fue tan
fuerte para mí, que lo recuerdo como algo inolvidable. Para mí fue un
período muy lindo. Creo que me entregué a cada uno de los participantes.
Además, el sistema de participación que organizaba el INBA [Instituto
Nacional de Bellas Artes, de México] era muy bueno, porque al organizarse
el grupo por concurso, los participantes, ustedes, ya eran escritores. Eran
buenos artesanos, trabajadores consecuentes de la literatura, lo cual es algo
indispensable.
-¿En tu época no había talleres?
Que me las dio el chileno Manuel Rojas, el autor de “La copa de
leche”. Yo aprendí mucho con él. Fue una época en que yo trabajaba en la
Editorial Abril. Bueno, un día viene un señor muy alto, como de dos
metros, enorme, de pelo blanco, y me dice: "¿Usted es Orgambide?” “Sí”.
“Venga conmigo. Yo soy Manuel Rojas.”. Y ese “venga conmigo" me
impacto, lo sentí como que era lógico que tenía que seguirlo. Me levanté de
donde estaba y me fui con él, a un café, y él me dijo que había estado
leyendo unos cuentos míos, que habían salido en Chile, y una novela corta
que se llama Las hermanas. Me dijo: "Mire, lo estuve leyendo y eso está
mal”. "¿Qué está mal?”, salté yo. Y dijo: “Están mal, están mal como
terminan. Usted termina como si llevara un caballo desbocado y lo trata de
frenar de golpe: entonces el caballo se le para de manos y usted se cae y se
va de culo al suelo”. Entonces yo le dije: "¿Y cómo se hace, don Manuel?”
Y él: "Yo le voy a enseñar como un maestro zapatero le enseña a otro
zapatero”. Y me entregó su oficio, y me enseñó muchas cosas... Que no hay
que cerrar los cuentos; que hay que dejarlos abiertos. Y que somos tan
mentirosos porque en literatura la verdad no existe.

LA REDONDEZ ES LA VIRTUD -Y LA LIMITACIÓN-DEL


36
CUENTO
Es dueño de eso que suele llamarse "don de gentes”, que otros llaman
finesse y que algunos vulgarizan en argentino canchero como "paquetería”.
Toda su imagen trasunta calidad, digna del personaje cosmopolita que
indudablemente es, y su conversación, siempre erudita y cautivadora, jamás
resulta pedante. Habla con énfasis y hace gala de un gran sentido del
humor: se ríe a carcajadas a medida que hilvana frases y descubre aspectos
de sus respuestas que le causan placer. Es evidente que una entrevista, para
Carlos Fuentes, es antes una conversación que una requisitoria. Quizás por
eso se muestra tan interesado como un niño curioso, y a la vez hace sentir
tan cómodo a quien tiene enfrente. Brillante en sus respuestas, se nota que
es muy consciente de su peso intelectual, aunque en ningún momento se
delata autosuficiencia alguna, acaso porque no tiene el mismo estilo que
dicen que tenía Macedonio Fernández: el de suponer -esa ficción galante-
que su interlocutor sabe tanto como él.
latinoamericanos de este siglo. Calificados críticos mexicanos, como
Christopher Domínguez Michael, definen a su obra como "el conjunto más
complejo y variado de la narrativa mexicana”. Es una obra que enhebra por
lo menos los treinta y cinco años que van desde su primer libro (de
cuentos), Los días enmascarados (1954), a su última novela, Cristóbal
nonato (1989). Un trayecto que -Domínguez dixit-"teniendo como centro
obsesivo a México, rebasa las fronteras de su literatura. Fuentes lo ha
querido todo, desde la recomposición de una cosmografía mexicana hasta la
refundación de la historia de la lengua, pretendiendo tocar con ambos pies
las dos orillas del Atlántico”.
Dicho trayecto tiene algunos hitos fundamentales, que son los que le
dieron el renombre de que hoy goza, y que son tres extraordinarias novelas
tituladas La región más transparente (1958); La muerte de Ar-temio Cruz
(1962); y Cambio de p/e/ (1967). Esas tres obras colocaron su nombre en el
firmamento del llamado boom de los años 60, pero su obra trasciende esos
tres títulos y recorre casi todos los géneros, con muchos libros memorables:
Las buenas conciencias (novela, 1959); Aura (nouvelle, 1962); Cantar de
ciegos (cuentos, 1964); El tuerto es rey (teatro, 1970); Terra Nostra
(novela, 1975); La cabeza de la hidra (novela, 1978); Agua quemada
(nouvelle, 1981); Orquídeas a la luz de la luna (teatro, 1982); Gringo viejo
(novela, 1985); Constancia y otras novelas para vírgenes (cuentos, 1989).
Mexicano nacido en Panamá en 1928, Fuentes fue criado en los
Estados Unidos y pasó parte de su adolescencia en Chile y Argentina. Hijo
de diplomáticos, él mismo lo ha sido, como también es un brillante
ensayista literario, articulista político, dramaturgo y habitual profesor
universitario en los Estados Unidos. En 1987 ganó el Premio Cervantes de
Literatura y desde hace varios años es constante candidato al Premio Nobel.
De paso por Buenos Aires, en enero de 1992, después de un amistoso
almuerzo en el que gustó un extraordinario bife de chorizo, en una sala del
prinfer piso del Plaza Hotel, en mangas de camisa y debidamente
descansado, se prestó a este diálogo durante el cual bebió mucho café y
agua mineral.
zaste escribiendo cuentos, ¿verdad?
FUENTES: Sí, claro, y nunca pasé por la experiencia de la poesía.
Desde muchacho supe dos cosas: primero, que no tenía dotes para escribir
poesía (lo poco que escribí era no solo vergonzante sino vergonzoso, y
acabó en el cesto de la basura). Y segundo: consideré siempre, desde muy
joven, que la poesía era el terreno común de la literatura. Que un cuento o
una novela por fuerza participaban de la poesía, y en la medida en que se
nutrían de la poesía salían mejores cuentos y mejores novelas.
-La poesía es la patria primera de la literatura, ¿no?
-Ándale, claro: la patria, el universo, el globo terráqueo de la literatura,
eso es la poesía. De allí todos los narradores sacamos nuestras fuerzas. Y
sobre todo creo que los latinoamericanos, que tuvimos una frágil tradición
narrativa en el siglo XIX, pero siempre tuvimos una tradición lírica y
poética muy fuerte. Yo creo que sacamos las fuerzas de los poetas para
escribir una narrativa que ha sido muy fuerte, precisamente, porque tiene
conciencia, porque se da cuenta de su filiación con la tradición poética
latinoamericana.
-¿Recuerdas cuál fue tu primer cuento?
-Mi primer cuento lo publiqué en Chile cuando tenía doce años, en el
Instituto Nacional de Chile, que era una escuela inglesa donde yo estudiaba.
Pero nunca más fue publicado. Era demasiado artesanal, demasiado juvenil.
Es la historia sobre lo que los chilenos llaman "chaucha”, que es una pieza
de 20 centavos. Narraba las aventuras de esa piececita.
-¿Como “El Zahir” de Borges?
-Fíjate nomás. [Se ríe.] Digamos que fue un homenaje muy modesto
porque la chaucha nunca ha valido nada.
-¿Tú leías cuentos, de chico, o vienes de una tradición familiar de
narraciones orales?
-No, era lectura-lectura. Y variada, de muchos sentidos y muy rica.
Porque yo he pertenecido a varias culturas, de niño. Por suerte. Recuerdo
que una vez un amigo mío, al que Sartre autorizó para escribir su biografía
literaria, fue a visitarlo con la idea de decirle: "Vea,
lecturas de su infancia y así partimos de eso”. Pero luego vino a verme
mi amigo, y me dijo: "Mira nomás la lista que me ha dado; no conozco un
solo libro de los que Sartre leyó de niño”. ¿Y qué libros eran esos? Pues
libros de la tradición latina y mediterránea: Emilio Salgari -al que ningún
gringo ha leído jamás- [se ríe], el Corazón de Edmundo De Amicis, Los
Pardaillan [novela de Michel Zévaco], El jorobado de Lagardére [novela
de Paul Féval]. Toda esa literatura que es parte de nuestra tradición y que da
finalmente escritores distintos de los que provienen de una tradición
nórdica, anglosajona, etcétera. Yo tuve las dos cosas. Fui lector de Salgari,
de Yolanda, la hija del pirata, El corsario negro y todo eso que me
encantaba, pero también fui lector de Mark Twain, de Poe y de Stevenson
desde muy temprana edad, y claro, también de Dumas, Verne...

-¿La tradición mexicana no estaba presente en tu infancia?

-No, para nada. Tú sabes que yo llegué a la tradición mexicana -y en


realidad a la lengua española- en el tiempo que pasé en Chile, que fue sobre
todo un tiempo de encuentro con los poetas (Neruda, Mistral, Huidobro). Y
luego cuando estuve en Argén-fina, a los quince años, con el
descubrimiento de Borges, y a través de Borges de la literatura argén-tina,
incluso la del siglo XIX, la gauchesca y todo eso, ¿no? Solo entonces
empecé a leer a los clásicos españoles, y apenas después llegué a la
literatura mexicana.

-¿Puede decirse, entonces, que la mexicanidad que hay en tu obra es


una especie de señal de identidad adquirida?

-Sí, en cierto modo, pero viene desde muy lejos. Lo que pasa es que yo
tuve una infancia muy desgraciada, en este sentido. Estudiaba en los
Estados Unidos porque mi papá era diplomático en la embajada de México.
Y en el verano, cuando todos los gringos se iban a nadar y a pescar, a mí me
mandaban a México, a la escuela, para que mantuviera la lengua española y
el conocimiento de la historia y la geografía de México. Iba con mis
abuelitos y me metían en la escuela. Durante las vacaciones yo terfía que
aprenderme los nombres de los reyes aztecas, mientras mis amigos estaban
nadando en Maryland o Virginia. Fui un niño sin vacaciones.
-El que fui: un niño metido siempre en la educación literaria, ¿no? Y si
tenía a México muy presente era el México de mis abuelos, además: de
principios de siglo, con valores, referencias literarias, cuentos, naciones de
otros tiempos. A mí me impresionaban mucho, y quedaron para siempre
selladas en mi memoria, las historias de las diligencias, por ejemplo, que
hacían el viaje de Veracruz a México. 0 el hecho de que mi bisabuela, una
señora muy guapa que se llamaba Clotilde Vélez, haya perdido tres dedos
de su mano porque se negó a entregarle sus anillos a un grupo de
bandoleros que la asaltaron... O la vida de mi padre y mi tío, con mi abuela,
en los muelles de Vera-cruz, esperando la llegada de los barcos europeos
que era la llegada de las novelas, todo esto fue muy importante como
formación en mis veranos mexicanos, ¿verdad?

-Volviendo a tu relación con el cuento. ¿Sigues siendo lector de este


género?

-Pues sí, claro, yo viajo todo el tiempo y siempre con las maletas llenas
de libros de cuentos. [Se ríe.] Estoy siempre tapado de cuentos.

-Pero se te identifica mucho más con las novelas.


-Sí, pero eso es porque he escrito novelas muy largas y porque la
novela ha ocupado un lugar estelar y tiene mayor estatus que el cuento en la
vida contemporánea, ¿no? Como tú sabes, en ciertos centros de la
producción literaria -notablemente Inglaterra y los Estados Un idos-es muy
difícil que te publiquen un libro de cuentos. No quieren saber nada con el
cuento; dicen que no lo compra nadie, que el cuento no interesa y demás
tonterías.

-Y en América Latina también. Muchos editores dicen que no interesa


el cuento; luego no publican cuentos; por lo cual es obvio que el cuento
no se vende...

-Y sí, y además hay toda esa gente que necesita novelones de mil
páginas para llevarlos a la playa y tener para leer todo el verano, ¿verdad?
El cuento, en cambio, se lee muy rápidamente. Yo he sido siempre un
enorme lector de cuentos, y lo sigo siendo. En los aviones voy siempre
leyendo cuentos.
son de estructura cuentística. Pienso en La muerte de Artemio Cruz,
Aura, Gringo viejo. ¿Eres consciente de eso?
-Sí, es exactamente así. Los doce días de Artemio Cruz son doce
cuentos dramáticos, regidos todos por el tema de la elección de la decisión
vital de ese hombre.
-Se nota que es un cuentista el que está narrando. Se nota la ¡dea
de redondez.
-Sí, eso pasa en muchas de mis novelas. Es lo que en inglés se llama
self-pieces: algo así como cuentos dentro de la novela. A mí me interesa
mucho la novela bizantina. Esa forma de la novela del siglo XVI que es el
cuento dentro del cuento dentro del cuento...
-Eso viene de la tradición miliunanochesca, que adoptó Europa.
-Y que Cervantes recoge en ese extraordinario afán de acabar con
todos los géneros y de relacionar todas las cosas que es El Quijote.
-¿No hay en Aura una influencia del cuento inglés, que suele estar
a mitad de camino entre la nouvelle y el cuento más breve?
-No, fíjate que yo creo que esa novela encontró su tamaño. No sé, yo
no me propuse darle un tamaño equis. Pero me gusta que menciones Aura
porque yo la escribí como cuento y sin darme cuenta de la multiplicidad de
fuentes cuentísticas que tenía. Era consciente de algunas, pero no sabía de
cuántas, ¿sabes? Yo era consciente de tres influencias mayores: Henry
James, con Los papeles de Aspen, Charles Dickens, con su Grandes
ilusiones y Alexander Pushkin con La dama de espadas. Y fíjate que en
esos tres cuentos hay una mujer vieja, una mujer joven y un seductor. Y el
hombre trata de seducir a la joven para obtener el secreto de la vieja: los
papeles de un poeta que puede ser Byron en el caso de James; el secreto del
amor en Dickens; o el secreto de ganar a las cartas en Pushkin. E
invariablemente el joven seduce a la joven para arrancarle el secreto a la
vieja. Solo en el cuento, en la brevedad del cuento o de la nouvellese podía
dar con semejante intensidad ese tipo de relación.
-¿En la construcción de Aura fue tan consciente este
procedimiento?
-Sí, claro. Lo que quise yo fue invertir la construcción clásica de estas
tres novelas europeas que te digo, para aliar a las dos mujeres prisionero. Y
las dos resultan ser la misma mujer, además, cosa que no está en los otros
autores. [Se ríe.] Pero fíjate además que el resorte de Aura fue una película
que vi con Julio Cortázar. Era una película que a él le encantaba: Los
cuentos de la luna vaga después de la lluvia [Ugestsu monogatarí], de
Kenji Mizoguchi. En esa película preciosa hay un japonés que se va de su
pueblo y le toma mucho tiempo regresar; abandona a su esposa y va como
comerciante de un pueblo a otro, y cuando regresa descubre que su esposa
ha sido violada y asesinada por un grupo de samurais enloquecidos que
pasaron rampantes por ahí. Él quiere resucitar a su esposa y se vale de una
bruja, que le trae a la esposa de vuelta; se la recrea pero con la voz de la
vieja... Eso también tuvo mucho que ver en el origen de Aura. Y te digo
más: una vez terminado mi cuento me puse a investigar sobre esta historia
japonesa, y vi que la película de Mizoguchi estaba basada en un cuentista
del siglo XVIII, Ueda Akinari, quien a su vez se había basado en una
colección de cuentos medievales japoneses, los que a su vez venían de una
colección de cuentos de fantasmas chinos, anterior al siglo X. Pero ahí no
termina todo: un día Femando Benítez [el historiador y novelista mexicano]
me dejó helado al contarme que acababa de estar con unos indios otomíes
que le habían contado Aura... “Es parte de la tradición oral, mitológica, del
cuento de fantasmas que casi todos los pueblos tienen”, me explicó.
Entonces, Mempo, resultó que yo había dado toda la vuelta: partí de
Pushkin, James y Dickens para acabar con los oto-míes de México [y se ríe,
encantado],
-¿Qué es lo que determina que cada cuento, como tú dices,
“encuentre su propia medida”? En Gringo viejo también se puede
apreciar: es un cuento, aunque lo desarrolles en casi doscientas
páginas. ¿Cómo encuentra un texto la medida que quiere tener?
-Yo creo que no es algo que pueda plantearse a priori. Creo que se
plantea en el proceso de elaboración. Obviamente, cuando yo escribo un
cuento como “Las dos Elenas”, por ejemplo, tengo que darle una gran
concisión y brevedad. No puedo permitir que el lector se pierda en
profundidades psicológicas ni elaboraciones de vario tipo, sino que tengo
que concentrar mucho. Cortázar, cuando leyó ese cuento, me
'draque iMia if iif
verónica. Y ahí está el cuento contado en diez páginas; es que no
puede contarse en más porque se echa a perder.
-Recuerdo otro cuento en el que pasa lo mismo: “Un alma pura".
-Exacto. Y en “Chac Mool” también. Son cuentos que requieren
brevedad extrema. En cambio, algunos cuentos largos o nouvelles como
"Constancia” o "Viva mi fama”, requerían una exploración casi novelística,
llegar a casi 50 o 60 páginas para dar lo que tenían.
-Y dices que esto va saliendo a medida que lo escribes. Que no hay
una idea previa.
-Es lo que me sucede. En el caso de "Constancia" yo creí que iba a
escribir un cuento muy breve y no fue así. Se me disparó. ¿A ti no te pasa
eso?
-Sí, claro, y también lo contrario: planeas una obra de gran
envergadura y de repente te sale un cuento breve.
-Claro, también. Es el caso de “Un alma pura", que yo la pensaba
como una obra de mayor desarrollo, que iba a entrar en psicologías y
complejidades, y no, se me fue acortando. Es lo que digo: los textos buscan
sus medidas, y las encuentran. Y por eso mismo uno tiene también fracasos
espantosos. Por ejemplo, La cabeza de la hidra era simplemente un viaje en
un pesero [micro ómnibus mexicano] por la avenida Madero, y había una
monja y una señora llena de pollitos, y el tipo llegaba al final de su viaje y
se bajaba y entraba a un lugar desconocido y se acababa el cuento. Pero
decidí convertirlo en novela, y no resultó... Yo creo que no me resultó por
haber desnaturalizado el cuento principal. Y mi esposa es un poco la
responsable [se ríe], porque era un cuento muy elíptico y me dijo: “No
entiendo bien, deberías desarrollarlo un poco más”. Y le hice caso y salió
mal. Debió quedarse en sus dimensiones.
-Creo que hay dos constantes que aparecen en toda tu obra -y para
quien te conoce un poco a través de tu vida pública creo que también es
evidente- y ellas son el poder y el amor. ¿Es así o tú dirías que hay más?
—Sí, sí... [Piensa unos segundos.] Bueno, yo diría la liga entre ambos,
que es una liga verbal, ¿no?:, es la literatura. La literatura es la liga entre el
poder y el amor, y yo la concibo como la capacidad de dar o de tratar de
centrar el conflicto a través de la palabra escrita, eso sí.
-Algunas de tus novelas (¿a muerte de Artemio Cruz, La región más
transparente o aun Gringo Viejo) se podrían inscribir dentro de lo que
se llama la novela de la razón de Estado.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Digamos que la novela de cuestionamiento al poder, de
satirización: la novela de sátira de la burguesía; por ejemplo. Yo le
escuché esta idea a un escritor uruguayo que se exilió en México y que
falleció hace unos años: Carlos Martínez Moreno. Como él yo creo que
en gran parte de la literatura latinoamericana del boom y de antes del
boom-y por lo menos en la literatura argentina es más que evidente
desde el Facundo de Sarmiento- la novela de la razón de Estado sería
algo así como la novela puesta a cuestionar el poder.
-Ah, sí, pero fíjate que tiene una intención más: la de crear el otro
poder, el poder alternativo. Constituir a la propia literatura como poder
dialogante frente al Estado. Cosa que el Estado ha acabado por entender y
aprovechar. [Se ríe mucho.].
-En México.
-Sí, en México es así, definitivamente... Fíjate que ahora leí La guerra
de Galio, de Héctor Aguilar Camín, que me parece una novela apasionante
y terrible, y plantea precisamente eso: hay un diálogo entre la palabra del
Estado y la palabra del intelectual, del escritor, del periodista. Están
canjeando siempre sus ideas, jugando un juego que es casi un minueto, una
pavana versallesca que tiene muy poco que ver con lo que pasa en el resto
del país...
-¿Dirías que fue el 2 de octubre del 68, con la matanza de
Tlatelolco, el inicio desencadenante de este diálogo?
-No, yo creo que viene de mucho antes. Es una fórmula constante de la
literatura mexicana: Mariano Azuela, con Los de abajo, que se publica en
1915, ya está haciendo la crítica de la revolución... Con lo que quiere
impedir que la revolución se calcifique.
-¿Con Azuela empieza en México la novela moderna?
-No sé, no... No, yo creo que empieza con Fernández de Lizar-di, que
ya plantea el conflicto del mestizo mexicano. En El periquillo
wmtftwfn yghuy rirt hnmhro rnnfttrtivn qup m- ratrttirn pi.iu ,il
uilJLfflB tiempo no es creyente; que es mestizo pero no es indio ni es
criollo; y que está en conflicto permanente consigo mismo. Me parece
interesantísimo. Y lo mismo pienso de las novelas de Emilio Rabasa, como
El cuarto poder, o Moneda falsa, que son muy modernas. Y también
Manuel Payno con Los bandidos de Río Frío y El fistol del diablo. Sin ellos
no tendríamos novela moderna en México. Pero en fin: ya situados en el
proceso revolucionario, creo que a Azuela se le debe muchísimo.
-Pero entonces debemos pensar que México ha tenido una
modernidad permanente en su novela. El diálogo Poder-Literatura
parece haber estado siempre presente. En la Argentina, en cambio,
tengo la sensación de que ese diálogo se rompió. Lo hubo en el siglo
XIX con Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Mitre, Avellaneda, entre
otros; un tiempo en que los intelectuales -y no los militares o los
ignorantes- llegaban a la presidencia de la república.
-Bueno, pero ahí no había conflicto porque el intelectual podía ser el
presidente de la república.
-Sí, pero lo que impresiona de México es que el diálogo está vivo,
tiene que ver con la sociedad y su literatura lo refleja. En casi diez años
de vivir en México pude ver ese diálogo, ese vínculo, que es asombroso.
Los premios nacionales de literatura, arte, periodismo, están entre los
actos más importantes del año y los entrega el presidente de la
república, y todo eso tiene su correlato en la sociedad. En cambio aquí,
posiblemente por haber padecido cincuenta o sesenta años de
autoritarismo, hemos tenido una especie de corte, y el intelectual ha
quedado como marginado, silenciado.
-Sí, pero también hay que ver, en el caso de México, dónde está y cuál
es el límite entre el diálogo y la cooptación, ¿verdad? Porque tú bien sabes
cómo el régimen mexicano ha sido tan inteligente, tan flexible, tan capaz de
aceptar la crítica...
-Es cierto: y ahí está esa frase terrible, tan común en México:
“Vivir en el error es vivir fuera del presupuesto del Estado”.
-¡Claro: la famosa frase! [Se ríe.] Y aquí se me ocurre algo más que
me interesa subrayar con lo que decíamos de Azuela: no solo el sentido de
la crítica, sino algo más notable: el sentido del humor. Porque yo creo que
una revolución, oye, que tiene un himno propio sobre una
rin-Han-ha-marihuana™, w imw rwkjidui'lAu a tnrtn rilar, pinta
'panwwT [Y se ríe a carcajadas.]
-Alguna vez leí un texto tuyo en el que decías que siempre
buscabas en la construcción cuentística la redondez y la totalidad.
¿Podrías, pensando en los lectores de Puro Cuento, explayarte sobre
eso?
-Sí, claro. Y les diría que esa es la gran virtud del cuento, pero también
su gran limitación, al mismo tiempo. Y digo limitación porque creo que
existe siempre la tentación, en el cuento, de cerrarlo. De hacer ese círculo
perfecto, de lograr eso que pedía E. M. Forster para la novela; la redondez.
Bueno, pues son los cuentos los que pueden ser redondos; pueden darse el
lujo de serlo, de tener una perfección formal, de no dejar cabos sueltos. Y
en cambio es la novela la que casi por definición tiene que dejar aperturas,
cabos sueltos, tiene que ser más deshebrada para seguir viviendo. Una
novela perfecta, para mí es una novela muerta: no permite la segunda
lectura, la apertura a lectores por venir, la colaboración del lector... Ahora,
yo creo que un gran cuento es un cuento que logra a la vez redondez formal
y apertura hacia el futuro. A esto lo siento mucho en cuentos que tienen
naturaleza elíptica: Kafka, Henry James. Siento que cuento cerrado perfecto
es el de Chéjov. Me parece imposible añadirle nada a Chéjov. Hay una gran
satisfacción derivada de la redondez de sus cuentos, sí, pero a mí me
inquietan mucho más los misterios elípticos que deja la lectura de James, y
sobre todo los cuentos de Kafka, que para mí definen la literatura del siglo
XX. Yo creo que podemos tener un siglo XX sin Proust, que es un escritor
del XIX, incluso sin Faulkner o Joyce, pero no podemos tener un siglo XX
sin Kafka. Gregorio Samsa se despertó una mañana dándose cuenta de que
era un bicho, un insecto... Pues esto es el siglo XX...
-En tu obra observo mucho uso del monólogo interior, y también la
voz de una primera persona que se dirige siempre a una segunda. Lo he
leído en muchos escritores mexicanos de la generación que te sucede: el
narrador le habla a alguien, a un “tú”, a una persona que en realidad
pareciera que esta ahí para testificar.
-Sí, sí, es cierto...
-En mi opinión, es una característica muy mexicana. Es una
narrativa que suena muy como “oye tú..." En toda la literatura
llamada de “la onda”,
desde los 60 ' para acaroná esc uro de la segunda pprcnna, rmiirsn
<hw. aparece en muchos de tus cuentos y novelas, casi como un estilo.
La pregunta es: ¿lo inventaste tú, y te siguieron las nuevas
generaciones? ¿O de quién lo tomaste?
-Humm... [Ha escuchado sonriente, asintiendo entre complacido y
asombrado.] Bueno, volvemos a lo que hablábamos al comienzo: viene de
la poesía. La poesía siempre se ha escrito en “tú”. ¿Te has dado cuenta de la
enorme cantidad de poemas que dicen “tú"; que están escritos en segunda
persona? ¿Y recuerdas quién es en Chile, por ejemplo, el amo del “tú"?:
Pablo Neruda. Poeta. Lo usa constantemente, y yo lo leía desde que tenía
doce o trece años.
-Es que la poesía siempre tiene un interlocutor secreto.
-Exacto. Y la narración mexicana tiene mucho de eso. El tuteo es uno
de los grandes recursos de la poesía: el uso de la segunda persona. Leyendo
una obra maestra como Pedro Páramo, me llamó mucho la atención que
Rulfo tuvo, en un momento dado, que pasar de la primera a la tercera
persona, cuando es enterrado Juan Preciado. En el momento en que Juan
Preciado se da cuenta de que está enterrado, pasa a otra persona. Yo me dije
¡ay que ganas de hacer una novela en que use las tres personas! Y así
escribí La muerte de Artemio Cruz, después de la lectura de Pedro
Páramo... Y es que era lógico: si Juan tiene primera y tercera, me dije, ¿por
qué no introducir la segunda persona también? De ahí que mi novela está
organizada en tres personas que corresponden a tres tiempos: presente,
pasado y futuro.
-Para terminar, una pregunta tonta pero inevitable para estas
entrevistas: si tuvieras que decirle a un lector: oye, puedes pasar por la
vida sin leer algunos grandes cuentos, pero éste no te lo pierdas, ¿cuál
le dirías que es?
-La metamorfosis. Es mi cuento inolvidable. Creo que no hay ningún
otro cuento que me haya afectado tanto, ni que me haya impresionado tanto,
como la historia de Samsa.
-Para muchos eso es una nouvelle, tiene casi 90 páginas. ¿Qué
responderías si tuvieras que mencionar un cuento breve?
-Bueno, pues en ese caso “El dinosaurio”, de Monterroso. [Y se ríe a
carcajadas.]
37
PARA VIVIR TAMBIÉN ES NECESARIA LA FICCIÓN
Es un hombre encantador, cuando se le respetan ciertas costumbres que
ya forman parte de la mitología literaria porteña. Trabaja de noche, hasta el
amanecer, y duerme de día, de modo que llamarlo por teléfono antes de las
cuatro de la tarde es casi criminal. Ama la conversación con los amigos, y
especialmente con la gente de teatro (“son menos competitivos, más
generosos que los escritores”, informa). Encontrarse con él es hacer una cita
para cenar a las once de la noche, caminar hasta la una de la madrugada,
recalar en bares adonde no van los escritores y trenzarse en una única,
larguísima y sabrosa discusión que combinará la literatura y la política hasta
el alba.
Charlar con Osvaldo Soriano implicó también, en este caso, recordar
un pasado común, una amistad de veinte años, un oficio compartido,
experiencias y reencuentros en el exilio, y especialmente la propuesta de
hacer hablar del cuento a alguien que no es cuentista, excepcional, un
contador de historias, probablemente el más brillante narrador argentino
contemporáneo.
Amante de los gatos, devoto de Raymond Chandler, periodista notable
(Semana Gráfica, Panorama, La Opinión, fueron algunas de las
memorables redacciones que integró; ahora está en el diario Página /12),
nació en Mar del Plata en 1943 pero vivió casi toda su juventud en Tandil,
algunos años en la Patagonia, y se hizo porteño adoptivo hace unos veinte
años. Vivió exiliado durante la última dictadura, varios años en Bruselas y
en París, y desde su retorno a Buenos Aires reside en La Boca, a dos
cuadras del estadio boquense, aunque es hincha fanático de San Lorenzo de
Almagro.
Es autor de cuatro novelas: Triste solitario y final (1971), No habrá
más penas ni olvido (1978), Cuarteles de invierno (1980) y A sus plantas
rendido un león (1986), y de dos libros de artículos periodísticos que él se
resiste a llamar cuentos si bien contienen historias narradas: Artistas, locos
y criminales (1984) y Rebeldes, soñadores y fugitivos (1987).
De la generación de escritores posterior a la de Bioy Casares, Sil-vina
Ocampo y Ernesto Sabato, Soriano es, junto con Manuel Puig, el autor
argentino contemporáneo más reconocido y traducido en todo el mundo.
Cosa que todo el mundo sabe, naturalmente, a excepción de la mayoría de
sus colegas en la Argentina.
He aquí la síntesis de una larga conversación sostenida una madrugada
de septiembre de 1988.
GIARDINELLI: La primera pregunta, con vos, es inevitable y
viene anunciada, cantada: ¿Por qué no escribís cuentos?
SORIANO: Yo me lo pregunto muchas veces... Vos sabés que yo
empecé escribiendo cuentos, como supongo que empieza casi todo el
mundo. No tengo copias, siquiera, pero debo de haber escrito unos diez .
cuentos de juventud. Fue un inicio tardío. Muy influido por Cortázar, sobre
todo, y por Poe, por Lov^r^i^^'ft y en menor medida por Hemingway. Yo
intentaba cuentos fantásticos, y eran absolutamente ilegibles. No es una
coquetería: eraT malísimos, de veras. Se editó uno solo en una colección de
jóvenes cuentistas; tenía una carilla y media, y era el menos malo.
Igualmente irrescatable.
-Cuando .decís inicio tardío, ¿a qué te referís?
-A que yo empecé a escribir a los veintidós, veintitrés años, cuando
todavía vivía en Tandil. Esos cuentos que digo son todos de Tandil. En
Buenos Aires no escribí nada hasta que empecé Triste... Puedo decir,
incluso, que había descartado la literatura a raíz de mi fracaso en el cuento.
Yo era un gran lector de cuentos, y admirador incondicional de Quiroga, de
Poeysobre todo de Maupassant. Yo arranqué con el cuento realista,
naturalista, y ellos fueron mis maestros cuando empecé a leer. Por eso digo
"tardío”: porque yo empecé a leer libros solo después de los veinte años, y
sentí el impacto de esos grandes cuentistas del realismo, y el impacto de
grandes novelistas, leídos muy dispersamente.
-¿Y por qué escribías aquellos cuentos? ¿Qué era la literatura
para vos?
Creo que eran bosquejos para saber si podía ser escritor, en la medida
en que el cuento, para mí, siempre ha sido como la forma más pura de la
expresión narrativa. De las pocas cosas en que estoy de acuerdo con
Faulkner es en que él era un cuentista fracasado, en la medida en que los
cuentistas son poetas fracasados y toda esa historia. Yo me sentí fracasar en
el cuento. A tal punto que no he vuelto a intentarlo. Pasó muchísimo
tiempo, y varias novelas, hasta que escribí cosas que se parecían a los
cuentos, pero no eran cuentos. Por ejemplo, hay algunos textos que están en
el volumen Rebeldes, soñadores y fugitivos, cuatro o cinco cuentos de
fútbol, que fueron primero artículos para Italia, llenos de datos pero con
estructura de cuento, y que luego, pulidos los datos, quedaron como cuentos
a medias, es decir pequeños relatos que no creo que resistan un análisis de
estructura.
-¿A qué se deberá tanta resistencia al cuento?
-Creo que a que el cuento tiene una dinámica propia, y una extensión
que, si bien es relativamente elástica, tiene que caber dentro de una revista.
El gran auge del cuento norteamericano se dio cuando las revistas
empezaron a publicar cuentos, y a pagarlos. Empezaron a crear una suerte
de escritor profesional, que viene desde Poe en adelante, hasta Scott
Fitzgeraid y hasta hoy mismo. Crearon un mercado del cuento, primero a
través de las revistas, y después en la reunión de volúmenes. Es un poco lo
que pasó aquí: el escritor es un amateur que publica en una revista, luego en
un diario, y un buen día junta los cuentos en un libro v acaso espera algún
derecho de autor. Tengo la - imofesón-cte-eiue el cuento y su historia
están relacionados con las publicaciones, sobre todo en lengua inglesa y
francesa. Y tiene que ver también con aquello del folletín. Dickens, o
Balzac, escribiendo sus novelas por entregas y por vil dinero. Así se
ganaban la vida. Y tengo la sensación, en tanto no soy cuentista o lo soy
fracasado, de que es muy difícil ponerse a pensar un volumen de cuentos
sin publicación inmediata en diarios o revistas. No, cada cuento se piensa,
primero, para uno: qué es lo que se quiere decir con ese cuento; y después
se piensa dónde se lo va a publicar, cuál va a ser el lugar en que ese cuento
se leerá.
-Pero vos estás pensando en un volumen de cuentos, y yo te
propongo pensar en el cuento autónomo. ¿Qué pasa si de repente tenés
ganas de contar una historia y la concebís como un episodio breve,
digamos de diez páginas?
-Yo contesto con una pregunta: ¿es posible eso?
-Conozco muchos casos, y es el mío: jamás escribí un libro de
cuentos; siempre escribí cuentos sueltos que un buen día se reunieron
en un volumen.
-Sí, pero ibas publicando esos cuentos en revistas o en diarios.
-En mi caso jamás. Fui virgen de publlcaciones hasta los treinta y
tres años.
-Bueno, ■ pero no es mi caso. Yo creo que la novela es la que tiene
otra expectativa: uno la concibe como un volumen autónomo, con una tapa,
una contratapa, una historia que se agota en sí misma. Y el cuento, no sé, a
mí me cuesta pensarlo como algo autónomo. Será por eso que no soy
cuentista.
-La novela tiene otro aliento creativo.
-Sí, y no sé si más o menos complejo, es materia discutible. Pero en el
caso del cuento, cuando los escribí, dos o tres se publicaron en El Eco de
Tandil, que era un diario del pueblo, y eso significaba que al día siguiente
de ese “reconocimiento” o te cargaban o te felicitaban, o te envidiaban
como locos o te tiraban pullas. Vos sabés que hay sociedades en las que la
aparición de un narrador siempre causa cierto espasmo, cierta desconfianza.
En ese sentido, y puede que me equivoque, yo me pensaba como alguien
que se adaptaba a los medios de su tiempo. Y en ese momento, y en ese
lugar (Tandil), eran los diarios, alguna revista de Buenos Aires, o algún
concurso...
-Jamás, pero una vez obtuve un cuarto premio de juegos florales. Es
mi mayor lauro, y tengo un diploma. Fue en un pueblo llamado Leandro N.
Alem. Y fue por un cuento gauchesco.
-A medida que hablás, me parece que no estás tan alejado del
cuento como proclamaste al principio.
-Yo me vi obligado a escribir cuentos. Y digo obligado porque era casi
una actividad profesional. Es decir: debía escribir, para determinado diario,
en un mes, seis relatos sobre un tema dado. Entonces, me exprimía la
cabeza para tratar de simular un cuento. Simular, Mempo. Es como que uno
tiene un lugar, cuestionado o no, pero un lugar en el cual uno pone los pies
en terreno más o menos seguro. Y el cuento para mí es un terreno muy
desconocido.
-¿Tu camino como novelista fue una elección o era un destino?
-Yo creo que lo encontré. Por ejemplo, Cuarteles de invierno es
producto de la frustración de un cuento. Yo estaba en Bruselas, sin un
centavo encima, y un escritor italiano, Giovanni Arpiño, a quien había
conocido al azar, me pidió un cuento para una revista que editaba en Milán,
y ofreció pagarme cien dólares. Eso era, para mí, una fortuna. Me dije:
"Tengo que ser capaz de escribir un cuento; no puedo ser tan imbécil de
perderme esto, habiendo escrito ya dos novelas e intentado otros cuentos, y
siendo un periodista bastante aceptable. Debería poder escribir diez carillas
con dignidad...” Bueno, me senté, con ese criterio mercantil: no se me
podían escapar esos pesos que necesitaba desesperadamente. Pero las diez
carillas se me consumieron en la simple llegada del tren a la estación.
Bajaban del tren, se iban a la pensión, y ya estaban las diez carillas... Y yo
me perdía los cien dólares. Bueno, me di cuenta de eso con dolor, y tuve
que escribirle a Arpiño: “No puedo, no sé cómo se hace, en diez carillas
apenas han salido de la estación”.
-¿Cuáles son los cuentos que más admirás, de todos los que has
leído?
-Fundamentalmente dos: "Babilonia revisitada", de Scott Fitzgerald, y
“Bienvenido Bob”, de Juan Carlos Onetti. También "El muerto", de Borges,
y “El hombre muerto”, de Quiroga.
-¿Y qué dirías que es el cuento, para un novelista como vos?
..........-larpia rttnrtamnc haro ttn ratn. 1^
escritor. No sé si hay historia de novelista que no haya empezado
escribiendo un cuento, para probar su muñeca, su estilo, su temple, y ver
cuál es su propia voz. Eso asoma en un cuento. Y eso me pasó, ojo: cuando
me convencí de que el cuento no era mi fuerte, cuando me sentí fracasado,
estuve varios años en silencio. Tenía la impresión de que no iba a escribir
nunca. Estuve como cinco años hecho a la idea de que la literatura no era
para mí, y solo trabajé en periodismo. Eso fue entre los veinticuatro y los
veintinueve años. Hasta que salió Triste solitario y final en el 73.
-¿Sentís nostalgia del cuentista que decís no ser?
-¡No! No, no lo pienso. Te confieso que no. Porque... ¿cómo te lo
muestro a vos, eh? ¿Cómo se lo muestro a Briante, a Blaisten? ¿Cómo
espero el juicio de cualquiera de ustedes, que sé que será lapidario? No, ni
loco. Entonces, lo que hago, si tengo que escribir un cuento, es disfrazarme
de otra cosa. Y si vos me decís "este es un cuento de mierda", yo te diré
“esperá Mempo, esto no es un cuento, no seamos tan exigentes, esto es un
relato que se termina en unas pocas carillas...”. Más que nostalgia, me duele
haber perdido una batalla...
-Acepto tu confesión, y te hago una: en el fondo, no te creo. ¿Qué
sabés si no vas a escribir un cuento estupendo?
-No, esperá, además hay otra cosa: yo soy un tipo que tiene muy pocas
ideas arguméntales. Y como vos sabés, para mí y para algunos pocos
narradores que vamos quedando, el argumento es muy importante.
Necesitamos una historia”, sea de amor, sea de fútbol, de ciencia ficción,
hay que narrar una historia. Bueno, como yo tengo muy pocas historias que
quiero contar, soy terriblemente avaro con ellas. Cuando se me ocurre una,
me digo que o es una novela o será parte fragmentaria de una novela.
-A esto quería llegar, porque me parece que en todas tus novelas
hay cuentos internos. Hay historias, personajes como el lumpen que
maneja el avión en Cuarteles... que de hecho son historias dentro de la
historia, con entidad propia de cuenttfy solo disimuladas en la
arquitectura general de la noveea.
-Sí, y eso es porque a mí me gustan mucho los personajes, y siento que
el cuento es ideal para trazar esta suerte de pequeña epopeya de un
Pi-n- ímrétn- va vre m|P rlp tnrins mnrlAC cnn maneras de sacarle
el bulto a la responsabilidad o a la ¡dea de tener que decirme yo soy
cuentista. No lo soy, aunque daría cualquier cosa por escribir “El muerto”,
de Borges, o “El hombre muerto”, de Quiroga. Son ejemplares en su
perfección, ¿no? Yo necesitaría ochocientas páginas, si tuviera talento, para
escribir "El hombre muerto” y dar ese clima.
-¿Seguís siendo lector de cuentos?
-Sí, ya no soy un lector tan fervoroso como hace años, cuando
empezaba, pero sigo leyendo el género. Y se me ocurre que esto nos traería
de nuevo a pensar qué pasa, y qué es, el cuento dentro de esta sociedad. Y
por extensión, la narrativa.
-¿Cómo sería eso?
-Nosotros vivimos -y entiendo por nosotros a quienes fuimos muy
jóvenes a fines de los 60 y principios de los 70- una sociedad absolutamente
distinta. Entre otras enormes caídas, una de ellas arrastró a gran parte de la
literatura, y a gran parte de aquellos lectores que sabían mucho de literatura
y que admiraban a grandes escritores. Yo no he vuelto, ahora, a oír hablar
en los bares de Horacio Quiroga. Yo recuerdo que, cuando vine a Buenos
Aires, una de las primeras cosas que hice fue el recorrido del suicidio de
Quiroga: fui a la farmacia donde compró el cianuro... Yo quería ser
Quiroga, me sentía bajo su influjo gigantesco. Y creo que hoy estas
categorías son diferentes. No solo porque el vasto mundo en que vivimos ha
cambiado, sino porque la Argentina se atrasó, está pobre, en fin, todo lo que
conocemos y diagnosticamos: las editoriales están en crisis, las revistas no
se interesan por la narrativa porque pareciera que al lector la narrativa no le
interesa y lo único que quiere saber es si Menem va a ser presidente o no...
Es decir, la categoría ficción ha sufrido serios contrastes. Y no son solo los
años de la dictadura, sino años de atraso profundo debidos a la represión y a
todo lo que pasó, que nos han sumido en un gran atraso. Comparándonos
con países más o menos desarrollados, por ejemplo hoy, en Italia, el gran
best-seller, Stefano Banni, es un cuentista. Y esto sería impensable en
nuestra sociedad. Que es una sociedad que pareciera haberse privado,
también, de la fantasía que el cuento le propone. De esa pequeña utopía y
esa pequeña aventura que es el cuento.
1-8fh tmbiHffr, Hfgtt y 1 carWMf, wt whiiiuiii, hii jiiiii ui iiimw través
del cuento.

-Sí, pero son de hace dos o tres décadas. Hoy, un Cortázar sería
impensable. Por su compromiso, tanto literario como político, sería
impensable socialmente. Ni hoy ni mañana es pensable, porque fue un
producto muy de los años 50 y 60, de un país con cierto auge económico,
que todavía creía en sí mismo, que todavía tenía la meta parisina, o la
fantasía sajona de Borges. Vos fíjate que ocurren disparates como que han
salido volúmenes de cuentos de Bioy Casares, a mi juicio el más grande de
los escritores argentinos vivos (sé que vos decís lo mismo de Filloy, a quien
respeto pero a quien he leído poco y mal), y con todo lo considerable que es
Bioy, ni siquiera se sabe qué es lo que publica.

-Lo mismo sucede con Silvina Ocampo, quien acaba de publicar dos
libros de cuentos excepcionales, y parece que este país ni se ha
enterado.

-Claro, y es más, hay atrevidos que los criticaron en grandes diarios


como si fueran primerizos... Eso me ha horrorizado, más de una vez...
Entonces, todo esto es muy de este tiempo, y de este lugar. Hay como una
llegada de un pragmatismo muy insólito y muy poco redituable en estas
pampas, que va dejando de lado la idea de que la ficción es algo necesario.
Se abandona la idea de que para vivir también se necesitan ficciones. Esta
sociedad excluye a la ficción, salvo que sea televisiva. A esta amenaza la
tuvieron también los países desarrollados, pero al parecer la superaron. Vos
sabés perfectamente que tanto en Europa como en Estados Unidos hay
boom literario y cada vez se venden más libros, más ficción. Hay consumo,
hay demanda de ficción; más allá de calidades, hay un primer gesto de
aceptación de la ficción y del hecho de que para vivir también es necesaria
la ficción. Naturalmente, creo que esto va enganchado con la ¡dea de que en
esos países se trabaja cada vez menos, y cada vez hay más tiempo libre. En
los nuestros se trabaja dieciocho horas por día, y entonces qué tiempo, qué
interés va a haber en la ficción... si además generalmente la literatura de
aquí o no le cuenta ninguna historia, o bien le cuenta la misma historia
trágica que el posible lector ha vivido todo el día, todos los días... Así, se
convierte en un espejo temido.
-vaiVrtenrtn a tiTftmnactón, ¿qué telas en tu adolosconcla,
digamos entre los diez y los veinte años?
-Prácticamente nada. Salvo los libros de la escuela, debo de haber
leído, antes de los veinte años, algún libro referido al fútbol. Recuerdo
haber pedido por correo (yo vivía en Cipoletti, Río Negro) un libro de
Borocotó sobre un chico que jugaba al fútbol. Esas eran mis
identificaciones. En Cipoletti no había librería, como no había asfalto ni
cloacas. No había más matices que el cine o el fútbol. Yo descubrí muy
tarde que existía la ficción. Para mí un libro era lo que tenía mi viejo en su
biblioteca: libros técnicos, una enseñanza: uno los abre y aprende cosas. Un
saber que tiene que ver con la electrónica, con la arquitectura, con cosas
tangibles. Mi viejo trabajaba en Obras Sanitarias, y tenía el título de técnico
mecánico, su pasión era la electrónica, y su sueño para mí, por lo cual me
mandó a la escuela industrial, a mí que siempre fui un negado para las
matemáticas. En mi casa no había ni un Martín Fierro.
-¿Y cómo fue que empezaste a leer?
-Fue cuando volví a Tandil, ya de grande. Yo era jugador de fútbol, en
las ligas locales. Era lo que me interesaba. Un día el novio de una prima, un
tipo que se llamaba Juan Campagnole, me cuestionó el hecho de que yo era
un ignorante. Me dijo que había encontrado un libro en su biblioteca, y que
le parecía que a mí me iba a gustar. Era una novela de ciencia ficción: Soy
leyenda, de Richard Mathieson. Fue el primer libro que leí en mi vida. Me
encantó, y cuando lo volví a ver, le dije: "Dame más”. Y entonces me trajo
Los hermanos Karamázov. Mira qué bestia. Recuerdo que fue algo
dramático para mí, porque andaba por la calle pero quería volver a casa
para seguir leyendo. Quería saber qué pasaba. Todo lo demás era accesorio;
lo que yo sentía era una ansiedad tremenda por saber cómo carajos iba a
resolverse la historia. Y así vinieron, después, Flaubert, Quiroga,
Maupassant... Juan me daba libros que él escogía al azar, al azar mío, quiero
decir, y yo descubría el mundo de la ficción. Con Quiroga tuve el primer
gran metejón, me volvió loco y fue mi modelo indiscutible en un momento
de mi vida. Maupassant fue otra aventura, y para que tengas una idea de mi
relación con el cuento -y decir cuento es decir Maupassant- su retrato
preside aún hoy mi lugar de trabajo... Y cuando viene alguien a mi cosa, sí
no lo oonoco, le qua M ffil gRUelCT Es una foto muy linda, con corbata,
y parece el abuelo de cualquiera de nosotros. Obviamente, cuando viví en
Francia tuve el placer de releerlo en su lengua, que es algo maravilloso,
aunque también comprobé con dolor que allá se lo considera un escritor de
segunda. A mí eso me dolió mucho. Porque ojo, yo conservo la emoción,
todavía. Soy alguien que puede llorar leyendo. Igual que cuando veo cine,
hay ciertas cosas que me hacen llorar. Y que no tienen que ver con la
impresión melodramática, sino con la belleza. De pronto, algo que es
demasiado bello me hace saltar un lagrimón. Dicho como suena, Mempo:
sin pudor. Eso me pasó con Madame Bovary. No por lo que le pasaba a
Emma, sino por la manera de contar, tan hermosa. Y luego, ya más sereno,
trataba de averiguar cómo lo hacía, a ver dónde arrancaba una escena, cómo
resolvía tal situación. Y por supuesto, como en toda obra maestra, eso es
indescifrable.
-Siempre fuiste de esos apasionamientos. Recuerdo, cuando
éramos mucho más jóvenes, la vez que descubriste a Lovecraft.
-Cuando leía a Lovecraft yo sentía miedo. Literalmente, viejo:
mientras tenía en las manos El color que cayó del cielo me fijaba si la
puerta estaba bien cerrada. Era escalofriante...
-Se diría que sos, todavía, en cierto sentido, un lector ingenuo.
-Ah, sin dudas. Con todo lo mal visto que eso es, pero uno no se puede
modificar a sí mismo tan fácilmente. Yo no puedo, hoy, leer todo Aristóteles
y de ahí en adelante. Es un poco tarde para mí. Y por otra parte, en la
medida en que hemos descubierto que todos nos reescribimos desde hace
veinte siglos, bueno, llego a la conclusión de que hay cosas que leeré
cuando esté preso o cuando me gane el Prode y me retire a leer debajo de
un árbol.
-¿Tenés lista la biblioteca que leerías en tales casos?
-No, yo llegué a Buenos Aires a los veintiséis años y ya sin biblioteca.
Ya no leía de prestado; compraba libros. Pero en cada viaje de mi vida he
perdido una biblioteca. Y hoy no tengo esos ejemplares que uno mantiene
por veinte o treinta años y que ha sobado, querido, releído. Salvo algunos
libros que llevo siempre conmigo, el resto son bibliotecas que se renuevan.
Y entonces un día descubro, con horror, que voy a buscar un libro que estoy
seguro que tengo, y no lo tengo. Y hay que
T¿no?
¿Cómo se pide prestado Macbeth, Mempo, sin confesar que uno es un
animal que no lo tiene en su biblioteca? Solo a un amigo como Tito Cossa
lo puedo llamar y decirle: “Tto, sin decirle a nadie, ¿me podés prestar
Macbeth?"
-Antes de escribir tu primera novela, me acuerdo que juntabas
materiales para el Gordo y el Flaco mientras buscabas una forma
narrativa que estaba indefinida. ¿Cuáles eran tus modelos narrativos
de entonces?
-Mientras lo buscaba, tal cual vos lo recordás, puesto que me co-nocés
bien de aquella época, cuando yo lo contaba en el bar, en las caminatas, en
el café o en la redacción, yo no tenía modelo narrativo, y por eso hablaba de
esa historia y no la escribía. El descubrimiento, y desde allí se abrió para mí
la puerta de la literatura, fue El largo adiós, de Chandler. Hasta ese libro
todo para mí era imposible, todo nebulosa. Fíjate que lo único que sería hoy
capaz de reivindicar de lo que hago, defendiéndome como gato panza
arriba, son los diálogos. Diría que creo que no están tan mal. Y en aquel
tiempo yo era incapaz de escribir un diálogo que fuera creíble, que sonara a
tal; fue Chandler quien me abrió ese mundo. Para mí, aquel día de 1972 en
que leí El largo adiós se me abrió el mundo. Ahí encontré la manera de
contar ese material de Triste con el que antes los abrumaba a ustedes en los
bares. Chandler fue una pasión, para mí, como todas mis relaciones con los
grandes escritores. Chandler fue un romántico, y un tipo que sobrevivió a
todos los grandes de su época, aunque lo despreciaron. Ahora se está
cumpliendo el centenario de su nacimiento, y nadie se acuerda de muchos
de sus contemporáneos famosos, pero Chandler sigue vivo. Él entendía eso,
y yo creo que me parezco mucho a él en eso mismo-, en el temperamento
pasional. Ese temperamento que le hacía decir, cuando se atacaba tanto a
Hemingway, que un hombre con talento, un hombre de genio, cuando ya no
tiene con qué tirar, tira con el corazón. Cuando ya no tiene más nada, se
arranca el corazón y lo tira. Y eso es lo que hace Hemingway, decía,
entonces más respeto...
-¿Y de los contemporáneos, quién te marcó más profundamente?
Yo arriesgaría diciendo que te influyeron mucho los artículos que
escribía Tomás Eloy Martínez. No así su literatura.
......STt' ¿o vórcfad,' Para fTToittg'HyimLU tilia
WrlfmrpwlffgfllM! impecable, y sus artículos eran una escuela, junto con
los de Osiris Troiani, Cada artículo de ellos era un ejercicio de estilo, y
tenían más que ver con la narrativa que con el periodismo... Yo los
reverenciaba. No sé si Troiani acabó escritor, pero Tomás llegó a serlo, y
muy bueno. A mí me gustó mucho su primera novela, Sagrado, que a él ya
no le gusta. Es un novelista tardío, también, aunque la gran diferencia
conmigo es que él es un hombre de una enorme cultura.
-¿Y Borges, Bioy, Cortázar?
-Bueno, Borges me pareció siempre tan gigantesco que no cuenta
siquiera como modelo. Es tan inalcanzable, Borges, que no parece
terráqueo.
-Tu escritura está muy lejos de la de Borges. ¿Ha sido adrede, una
forma de pelea, de parricidio, de distanciamiento?
-Sí, en cierto modo. Nunca me hubiera propuesto adjetivar como
Borges, por ejemplo. Además, creo que eso ha sido la tumba de
generaciones de escritores. Y lo advertís en cualquier librería de viejo: abrís
un libro al azar y encontrás los adjetivos de Borges, pero mal puestos. ¿Por
qué? Porque hay gente que no se dio cuenta, pero con Borges y con
Cortázar muchos han cavado su tumba.
-¿Y qué te pasó a vos con Cortázar?
-Yo estuve muy influido por él, pero supe salir a tiempo. Luego lo
conocí personalmente. Y jamás se me ocurrió volver a intentar un cuento
con semejante modelo al lado.
-¿Qué otros cuentos mencionarías?
-“Bola de sebo", sin duda. Y “El socio de Tennessee”, de Brett Harte.
Es un cuento imperfecto, de 1850, de alguien que, un poco como yo, no
tenía una categoría literaria, pero ¡qué gigantesco cuento! La entrada de ese
socio en el tribunal, yo no me la olvidaré jamás... Y “Los bandidos de Poker
Fiat”, qué bárbaro... Harte era otro escritor muy despreciado hasta que lo
legitimó Borges en aquel maravilloso prólogo. Una de las grandes cosas de
Borges, además de su literatura, es que ha legitimado a gente de la cual uno
hoy tendría algún pudor para hablar, ¿no? *
-A medida que has ido escribiendo, ¿ha habido cuentos que te
importaron y te influyeron, o la influencia en tu novelística ha venido
solo de novelas?
-Wn; yo1 rrpfirnupps^ac^^jlcamente la influencia en la
estructura de mis novelas proviene de los cuentos. Mis novelas son
bastante clásicas: suelen ser lineales, con un desarrollo in crescendo,
"naturalistas” como se dice sarcásticamente de nosotros [se ríe], y eso creo
que viene más bien de otra palabra maldita (que no ruborizaba a Scott ni a
Hemingway): la técnica, que en mi caso me viene del cuento. Esto ahora
espanta a algunos; se supone que estas cosas ya no se tratan en público,
pero, y vos lo sabés muy bien, el problema sigue siendo cómo abre un tipo
la puerta de un modo que sea creíble... [Se ríe más, a carcajadas.] Creo que
hay cosas que las aprendí en los cuentos, o bien en ese género francés de la
nouvelle, que está un poco a caballo entre cuento y novela, como lo está a
veces Conrad, y que es una estructura indestructible y que le permite a un
escritor curioso, por lo menos percibir ciertas cosas que no se deben hacer.
Porque yo creo que uno, en literatura, si tiene talento, debe aprender
primero lo que no hay que hacer.
-¿Y qué es lo que no hay que hacer, por ejemplo?
-Bueno, hoy un buen escritor no puede parecerse a Borges. No se
puede. No se puede fingir ser Proust. No se puede fingir ser Malraux. Y no
se puede fingir que estamos en la época de los surrealistas. No se puede; no
estamos; ésta es la década de los 80. No se está por caer Wall Street...
-Me llama la atención que en tu formación hay norteamericanos,
franceses y argentinos. Pero no hay casi latinoamericanos...
-Para mí entran muy tarde. Y confieso que a muchos no los he leído.
Para mí los latinoamericanos son Onetti, como uno de los más grandes,
junto con Yo, el supremo de Roa Bastos. Son de las pocas cosas que estoy
absolutamente seguro de que en el siglo XXI van a seguir existiendo.
Agrégale dos o tres novelas de García Márquez y todo Rulfo. Bueno, mi
ingreso a la obra de Rulfo fue otro de los grandes momentos de mi vida...
Pero bueno, tanto vos como yo tenemos una relación muy especial con
Rulfo, que nos impide abundar, ¿no? En cambio no he leído a Fuentes; no
he podido. He hecho serios esfuerzos, pero me dije que habrá tiempo si
estoy preso un día. Esto no es un desprecio a Fuentes, quede claro, pero
sucede que no puedo, me excede. No es prioritario en mi vida.

-¿ftué Teta aettaTménte? ...... —3


-Muy disperso todo, como al comienzo. Paso con bastante facilidad de
cualquier libro que está en la biblioteca y que nunca he leído, al último
Kundera o a algún argentino contemporáneo que me interesa porque ya he
leído algo de él, o porque me lo recomiendan muy especialmente, o porque
sus primeras páginas me invitan a seguir... En Francia casi no leí a los
franceses, cosa curiosa. No me interesaron. Aunque adoré a Simenon, y no
precisamente sus libros más conocidos. Coincido con García Márquez en
que debió ganar el Premio Nobel. Y ahora tardíamente descubro a Graham
Greene. La cantidad de prejuicios que yo tenía con él, no te podés dar una
idea. Para mí, un tipo que era católico, que creía en Dios y en los curas, no
valía la pena leerlo. ¿Qué idea del mundo podía tener ese hombre que
valiera la pena leer? [Se ríe.] Y sin embargo, un día, como por azar, empecé
con él y hoy lo sigo, lo releo y le debo grandes momentos y reflexiones de
mi vida... Y lo que ahora estoy leyendo es historia argentina. Es muy difícil
entrar en ella si uno no es un experto. Pero un día compré los 22 volúmenes
de la Biblioteca de Mayo, que son bastante inhallables. Y empecé con los
originales. Y estoy enamorado. Castelli dejó de ser un cartón, y Belgrano,
cuando lo veo en la estatua, ya no me resulta tan indiferente. Esos tipos
tenían una idea de algo. Es todo muy inquietante, te juro. En la medida en
que yo no tengo eso. Y que siento que el país no lo tiene. Pero ése es otro
cuento ¿no?
ESCRIBIR ES UN EJERCICIO DUDOSO PORQUE ES UN
38
EJERCICIO SOLITARIO
En su sobrio, austero departamento de Callao y Santa Fe, en pleno
centro de Buenos Aires, Bernardo Kordon está instalado ante su escritorio
lleno de libros y papeles, con la biblioteca detrás. Aunque nos conocemos
desde hace algunos años, y aceptó encantado la entrevista, lo veo tímido,
como retraído. Aunque procura mostrarse afable, lo ganan la timidez, cierto
nerviosismo y su estilo escueto. Sé que es una persona que habla muy poco,
y aunque pensé que su veteranía iba a proveerlo de un decidido aplomo, en
realidad me encuentro con un hombrecito frágil, que entrelaza sus manos
nerviosamente durante toda la charla y hasta parece incomodarse ante
algunas preguntas.
Por momentos parece que se distrae, cuesta retornarlo a la
conversación. De voz suave, ajeno al estrépito de bocinazos y aceleraciones
de esa esquina, Kordon juega con sus manos sobre la mesa, amasa alguna
miga y con los dedos dibuja figuras imaginarias sobre el mantel de hilo
(cosa que noto que es bastante común en los escritores que son
ontroviotaaoG par otro ascritor}. Máflña, 8U UlfllllLJJ,
'IIIWWWRFWBM vez en cuando en la conversación, como una atenta
apuntadora de inconfundible, encantador, acento chileno. A las cinco de la
tarde de un día de enero de 1990 tomamos británicamente el té,
acompañado de un par de pasteles maravillosos que ella ha preparado. Y
luego la tarde va cayendo sobre la conversación, que termina ya de noche.
Nacido en Buenos Aires en 1915, Kordon es autor de una vasta obra
que comprende casi todos los géneros, a partir de Un horizonte de cemento.
Pero su popularidad la debe al género cuento, sin dudas, y especialmente a
su texto más conocido y gustado internacionalmente: "Toribio Torres, alias
Gardellto”, un verdadero clásico de la literatura argentina contemporánea.
Verdadero maestro del relato, es posiblemente uno de los más
acabados cultores del realismo: sus personajes siempre están en esos
oscuros límites demarcados por la alienación, la violencia y la esperanza,
sometidos a la contundencia marginadora de la sociedad de consumo.
Ha publicado varios volúmenes de cuentos: Reina del Plata, De ahora
en adelante, Domingo en el río, Un día menos. Los navegantes. Vagabundo
en Tombuctú, A punto de reventar y Hacele bien a la gente.

GIARDINELLI: ¿A usted le gustan sus cuentos, Bernardo?

KORDON: Sí, hay algunos que yo quiero mucho. "La última huelga
de los basureros" ha sido muy publicado y yo creo que es bueno. “Maruja la
rumbera" se conoce poco, pero me gusta. Y "El remolino”, que le gustó
mucho a Sergio Renán y me lo pidió para hacerlo en televisión.
-Raro que no mencione “Alias Gardelito”, que es su texto más
clásico. ¿No lo hace porque, más que un cuento, es casi una nouvelle?
-Claro. Es un cuento muy largo, que se escapa un poco de la
convención del género, ¿no? En una revista como la tuya no se podría
publicar...
-¿Y qué le gustaría que publicáramos?
-Podría ser otro cuento que me gusta: “Los ojos de CeUna". De ese
cuento Mario David hizo la película El grito de Celina. Una vez me
llamaron de Cañada Je Gómez, en Santa Fe, para invitarme a ir porque un
grupo de muchachos había hecho una obra de teatro con ese cuento. Fue un
acontecimiento un poco embromado, porque me invitaron después de
nueve meses de ensayar la obra. ;G6mo iba a nnganme. -?- Pnrtrfarc-
ptihti-car cualquiera, pero me gustan más "El remolino "o "La última
huelga de los basureros", que es un cuento que imaginé mucho, mucho...
-Habiendo trabajado todos los géneros, ¿por qué se dedicó más al
cuento? ¿Qué es para usted?
-Yo escribí mucho, y ya no tengo ni ¡dea de la cantidad de cuentos que
escribí en mi vida. A veces tengo la sensación de que me pasé toda la vida
contando cuentos. Pero lo que no sé es por qué... Quizás lo hice porque para
mí es el género nacional por excelencia. Más que el teatro y que cualquier
otro género literario. Somos muy cuenteros, los argentinos.
-¿Y de dónde nos vendrá eso, eh?
-Me parece que de Esteban Echeverría. Él escribió el primer cuento
argentino, que sigue siendo el que yo más admiro: El matadero. Es increíble
ese cuento: ahí Echeverría fue tan genial que avant la lettre es un guión
cinematográfico. Leyendo sobre la vida de Echeverría me enteré que él
había estudiado dibujo, ¿sabías? Y evidentemente tenía una imaginación
muy visual. Y es por eso que en ese cuento, que es de 1837 o 38, aparecen
escenas que hoy se diría que son típicamente del cine.
-Cuando usted empezó a escribir cuentos, en los años 30, ¿ya
conocía a Echeverría, o esa admiración vino después?
-Yo empecé de muy jovencito. Escribía también algunos poemas.
Como hacemos todos... Y ya entonces leía con deleite a Echeverría y otros
clásicos. Pero además en esos años la Editorial Claridad se largó a editar
muchos libros de cuentos, al precio de monedas. Y el cuento como género
se hizo muy popular. También publicaron casi todos los libros de Roberto
Arlt, que a mí siempre me apasionó mucho.
-¿Lo conoció?
-Solo lo vi una vez, antes de mi primer viaje a Chile. Estábamos con
un escritor amigo, Raúl Larra, en el Café Politeama, y de pronto apareció
Arlt con un grupo de gente: Conrado Nalé Roxlo y no recuerdo quiénes
más, todos escritores. Se sentaron en una mesa que daba a la calle. Yo le
dije a Larra: "Mirá, te juro que me pararía a saludarlo y decirle que es el
más grande de todos”. Y entonces Larra, que lo conocía bien, me dijo:
"Bueno, andá y salúdalo pero no le digas que vos también escribís, solo
decile que lo admiras...". Pero no me atreví, y rii»»^ -■■«.li.r rln rhiln yn
M h-.hr» rtt.iartA na «Ártign pnncar tn q.re-hre-biera podido escribir
ese hombre, que era tan joven, ¿no...? Imagínate que tenía la edad de
Borges...
-Durante los años de su formación, ¿qué tipo de cuento le
interesaba más leer? ¿El ruso, el francés, el norteamericano, los
cuentos argentinos...?
-No, el cuento ruso. Yo me formé en el cuento ruso. Me los leí todos.
Me los sabía de memoria, fueron mi escuela. El cuento ruso del siglo XIX y
comienzos del XX no tiene igual. De ellos, Máximo Gorki es mi autor
predilecto. Y Chéjov, claro.
-¿Usted perteneció, en su juventud, a algún grupo literario?
-Había un grupo, sí, que nos llamábamos Asociación de Jóvenes
Escritores. Había mucha gente del Partido Comunista, ahí, y estábamos
obviamente cercanos a los escritores de Boedo... También había muchos
autores que venían del lado anarquista. Eran los más activos porque
entonces se mezclaba mucho la política con la literatura.
-¿Cuándo terminó su primer libro de cuentos, Bernardo? ¿Cómo
empezaba a publicar un joven escritor?
-Bueno, antes del 40, y bastante antes, el camino era el de siempre...
Los jóvenes escritores empezábamos en revistas. Había una que era muy
famosa, en la que yo empecé a escribir mucho: Leoplán, se llamaba. Esa
revista publicaba muchos cuentos del Brasil, tanto que cuando fui a Chile
allá creían que yo era un escritor brasileño. Y a mí eso me honraba. Porque
fíjate que cuando mis padres vinieron a la Argentina a mí me concibieron
frente a las costas de Brasil. Mi padre trajo una imprenta con la que se
instaló en la avenida Callao. En aquel entonces, los inmigrantes podían traer
sus máquinas. Bueno, y mi papá vino con su mujer y sus hijas, y yo fui
concebido en el barco frente a Brasil. De ahí que yo tenga la teoría de que
soy un poco brasileño, y constantemente he viajado por ese país.
-¿De dónde venían, de Rusia?
-Sí, eran rusos. Pero una sobrina me contó que tenemos muchos
parientes en España, en Zaragoza, donde hay varios Cordón, con C. Lo que
pasa es que en la grafía rusa no existe la C y eso obliga a usar la K.
-Cuando se piensa en su obra, siempre se hace una asociación
inmediata con el cine. ¿Dé dónde le vino eso? ¿Fue muy cinéfilo usted?
cenas. A mí el cine me encanta, y desde chico iba mucho, casi todos los
días. En mi juventud había un cine famoso, el Londres Palace creo que se
llamaba, en la calle Coronel Díaz cerca de Las Heras... Yo iba mucho, con
mis amigos, y después siempre que se me ocurría escribir algo, lo veía
como en una película, Y también iba mucho a los cines del centro, porque
yo nací y viví siempre por aquí; mi papá tenía su imprenta aquí a la vuelta,
sobre Callao. Así que para mí cine y literatura siempre estuvieron bastante
juntos... Por otra parte, hace muchos años yo también dirigí una revista,
Capricornio, donde publicaba algunos cuentos... Y una vez Leopoldo Torre
Nilson me hizo llegar algunos que él escribía. Era muy buen cuentista. Y
cuando me dijo que quería ser escritor, le dije que yo quería ser director de
cine.
-¿De veras le hubiera gustado? ¿Qué hubiese querido filmar?
¿Algún cuento suyo?
-Sí, sin duda "Alias Gardelito”. Me hubiera gustado mucho filmarlo
yo.
-Pero usted debe haber quedado conforme con la versión que se
filmó...
-No, no me satisfizo del todo... Es muy raro encontrar un escritor
contento con la filmación de su obra. Muy raro... Y es que hay una cosa: el
escritor maneja sus personajes en abstracto, los imagina; en cambio el que
dirige una película no los imagina, los ve. Son concretos.
-Tengo entendido que “Los ojos de Celina" usted lo escribió
después de leer una noticia en los diarios. ¿Siempre se basó, para sus
cuentos, en episodios de la llamada “vida real”?
-Casi siempre. “Los ojos de Cellna”, en efecto, fue un hecho que salió
en La Razón y que me impresionó muchísimo: una mujer había sido
condenada por haber envenenado a su nuera. Lo que hice fue probar la
narración en primera persona: el que habla es el joven que dejó matar a la
mujer, por esa gran adoración, incontrolable, que tiene hacia la madre... En
el prólogo de un libro mío, Adiós pampa mía, empiezo con una cita de
Neruda que dice: “Hablo de las cosas verdaderas; Dios me libre de inventar
cosas". Pero también en algún momento cito a Boris Vían cuando dijo:
“Estoy seguro de lo que digo, porque lo he inventado desde el principio
hasta el fin”. De todos modos, como dijo vez pasada Juan Go^tisolo, lo que
transmite oigo? en lo ficción; es 'oí gusto, Quizás por aso ss 'm^s íffE
portante releer que leer. Porque es cuando uno realmente le encuentra el
gusto a lo narrado. Yo estoy completamente de acuerdo con eso.
-¿Y qué es el gusto para usted? ¿Se refiere al sabor popular de sus
propios cuentos, por ejemplo?
-Claro. A mí hay una cosa que me sorprende mucho, y son los cuentos
míos llevados a otros idiomas. Tengo acá mis cuentos traducidos al chino,
¿no? Y cuando yo veo un cuento de ambiente porteño escrito en caracteres
incomprensibles, me causa impresión pero a la vez aprendo a cotizarlo más,
porque quiere decir que ese cuento es algo universal. Ahora en Israel están
traduciendo una antología de mis cuentos en hebreo y yo vuelvo a
impresionarme...
-¿Se siente reconocido?
-Nunca se puede saber, eso. De por sí, escribir es un ejercicio dudoso
porque es un ejercicio solitario. Así que la repercusión que uno tiene en el
otro, en otros países y en otras culturas, lo único que puede producir en uno
es una fuerte impresión.
-¿Ha podido vivir de la literatura?
-No, ni nunca traté de hacerlo...
-Y la literatura, ¿qué fue entonces para usted?
-Una pasión, una pasión... medio secundaria. No fue mi medio de vida,
pero tampoco fue una dedicación de tiempo completo. Nunca aspiré a
dedicar mi vida a la literatura. Tuve largos períodos de inactividad, en los
que no había creación... Pero después reaparecía la pasión...
-¿Y no lo angustiaban esos períodos en los que no escribía?
-Ah, sí, sentía mucha intranquilidad... Y es que uno escribe porque de
otra forma no se puede expresar.
-Al principio de la charla, le pregunté si le gustaban sus cuentos.
Ahora, si tuviera que elegir uno, ¿cual sería?
-Es muy difícil responder eso...
-Supongamos que viene alguien y tenemos que decirle que lea un
cuento de Kordon, ¿cuál le decimos?
-Bueno, dependerá de cómo sea el tipo... Si fuera un chico de Buenos
Aires le recomendaría "Alias Gardellto". Y si fuera de Salta, por ejemplo, le
diría que lea "Fuimos a la ciudad".
un cuento de un WtritOEa^attao.
contemporáneo?
-Ah... le diría que lea a Roberto Arit. Y que empiece por El Juguete
rabioso, que no sé si sabés que fue un título puesto por Ricardo Güiraldes.
Se iba a llamar La vida puerca, pero Güiraldes le sugirió el cambio... Y
aunque no sea argentino, yo le recomendaría leer también todo Juan Rulfo.
-No se puede ni siquiera ser lector, ni mucho menos pretender
escribir, si no se conoce bien la obra de Rulfo, ¿no? ¿Es el más grande,
para usted?
-Sin duda.
-Y con otros contemporáneos como Borges, Cortázar, Mujica
Láinez, ¿qué relación tuvo?
-No, no... Muy poca. Tuve bastante distancia con ellos y no me
interesaron demasiado.
-¿Alguien le enseñó literatura; a usted le enseñaron a escribir
cuentos?
-No. Enseñar no. Pero cuando escribí mi primer libro, lo llevé a varios
escritores y me criticaron y ayudaron mucho. Uno fue Alvaro Yunque, que
era El Maestro. Y otro que también consideré como maestro porque me
gustaban mucho sus cuentos, fue Elias Castelnuovo. Incluso yo estuve entre
los jóvenes que en una oportunidad lo propusimos para que le dieran el
Premio Nobel.
-¿Y qué le criticaron, qué le enseñaron?
-Castelnuovo un día me llamó por teléfono y nos encontramos para
hablar de mis cuentos. Me dijo que tenía una crítica para hacerme: un
escritor tiene que ser como un arquitecto y un ingeniero a la vez, dijo; su
obra tiene que cumplir una función estética y sensible muy especial. Y no
encontraba eso en mis cuentos.
-¿Y usted qué le dijo?
-No le dije nada, solo escuchaba.
-¿Y qué le diría usted a un escritor que ahora se le acercara?
-Que la realidad es una cosa muy importante. Primero hay que conocer
lo que se va a escribir. Conocer por vida o por lectura, pero conocer. Y
después esa realidad tiene que evolucionar por la imaginación. No hay
recetas para escribir, como vos bien sabés.
-Pero algunos creen que las hay...
. ~ -f, Pn -nwnrtwK-l-altaffis Iterario» f nn? Me aeuerdo que una
ver, hy años, vino a verme Jorge Asís, de parte de un doctor Carcavallo.
Porque había un instituto que dirigía Carcavallo en el que se daba espacio a
escritores para que pudieran escribir, se les enseñaba a escribir... Y bueno,
vino El Turco con su libro de poemas, que se llamaba Señorita Vida. Como
eran poemas, yo le dije que probara de escribir en prosa porque siempre es
bueno que el poeta escriba en prosa. Un poeta de verdad va a decir mucho
mejor lo que quiere decir en prosa que con los versos. Está menos atado...
-¿Y qué pasó con Asís?
-Bueno, yo leí sus poemas y después nos pusimos a charlar y yo le
pregunté qué hacés, decime qué hacés, a qué te dedicas. Y él me contó que
trabajaba de corredor de fotografías recorriendo Wilde, Villa Dominico,
Quilmes, y que andaba en micros todo el día: le daban fotos viejas y él las
llevaba a un laboratorio donde las ampliaban y mejoraban: a las fotos de
carné les ponían cuellos, corbatas, moños, ies daban cierta categoría y las
enmarcaban... Te imaginás lo que yo le dije: andá a escribir todo ese mundo
y dejate de poesía... Y así él me dedicó su primer cuento. Lo cual además
fue muy valioso porque en esa época él era comunista y yo ya estaba
peleado con el Partido, por unas cosas que escribí sobre China y que nunca
me perdonaron.
-¿Y ahora sigue escribiendo, Bernardo?
-Sí, estoy haciendo algo... Vienen a ser, más o menos, mis memorias...
Son como apuntes en forma de narraciones continuas... Hablo de mi padre,
que era socialista, librepensador, tanto que mi hermano menor se llamaba
Jean Jaurés Kordon. [Se ríe.] De veras, ése es su nombre... Mi abuelo llegó
a Buenos Aires como cantor de templo. Son cosas así...: recuerdos,
fragmentos, episodios que voy recuperando... Es importante, cuando uno se
pone a escribir algo, que las primeras palabras van marcando el sendero de
la frase y de las metáforas y de lo que viene después...
-¿Cómo trabaja, a mano o a máquina?
-A mano, a mano, yo manuscribo... A Blaise Cendrars, que es un poeta
al que yo admiro muchísimo, le faltaba un brazo, el derecho... Uno de sus
mejores poemas fue a su máquina de escribir. Lo que se escribe a máquina
sale demasiado preciso, demasiado claro, dice ahí. Así que, yo, mejor,
manuscribo.
Afl?Él1CB'G0R001S'CTER —
39
EL CUENTO ES UN ANZUELO CON LÍNEA
Aparenta ser una mujer imponente, una señora a la que temer, una
dama digna y acaso altanera. Para quien no la conoce, resulta llamativa con
sus pantalones largos y anchos, sus casacas amplias, la cara alargada de
mirada siempre aguda y con los anteojos colgándole sobre el pecho. Más
bien flaca, campechana en el trato, confianzuda y -se dice- excelente amiga
de sus amigos y magnífica anfitriona en su casa de Rosario, donde son casi
proverbiales su jardín y su amor a los gatos, Angélica Gorodischer parece
sentirse absolutamente segura de su lugar en el mundo y en el mundo de las
letras argentinas.
Aunque nació en Buenos Aires “por casualidad -dice-, porque mi viejo
tenía aquí un trabajo”, reside en Rosario desde niña y se considera
orgullosamente rosarina. Otro de sus orgullos es ser del signo Leo “y con
ascendente Leo, por lo cual soy doble Leo y como también soy doble
Dragón -se ríe- mis amigas dicen que soy totalmente in-
t<d|P»niH8". Aws w anos es 1 btot» laa inri iiimuieumi,...........
de este país, y muchos la consideran entre las máximas figuras de la
literatura fantástica argentina. Original, productiva, tenaz, ha venido
escribiendo una obra consistente y apreciada -no solo en la Argentina sino
también en otros paísi^^^ en la que también se reconocen claramente lo
erótico, el punto de vista femenino y un constante sentido del humor.
Empezó a escribir -“un poco tardíamente”, dice- después de sus treinta
años. En 1964 ganó un concurso de cuentos policiales organizado por la
desaparecida revista Vea y Lea, al que luego sumó otros premios (Más Allá,
Poblet, Gilgamesh, Club del Orden).
Viajera y mundana, ha pronunciado conferencias en Europa y
Norteamérica, y cuentos suyos figuran en varias antologías. Orientó su obra
exclusivamente hacia la narrativa, y es uno de los pocos escritores que en
este país han dedicado casi la totalidad de su obra al cuento, si bien es
autora también de un par de novelas.
Goza de un consistente reconocimiento en el mundo de las letras,
merced a una obra sólida que se compone de los siguientes libros de
cuentos: Cuentos con soldados (Premio Club del Orden, Rosario, 1965);
Las pelucas (1968); Bajo las jubeas en flor (1973); Casta luna electrónica
(1977); Trafalgar (1979); Mala noche y parir hembra (1983). También
publicó las novelas: Opus dos (1967) y Floreros de alabastro, alfombras de
Bokhara (Premio Emecé 1985).
Esta entrevista se llevó a cabo en un departamento de Coghlan, una
gélida tarde de julio de 1990 a la hora del crepúsculo. Tomó té con
edulcorante, comió una medialuna, despreció unos maravillosos brow-nies
caseros y se abrió a la conversación con una espontaneidad, una carencia de
prevenciones y una gracia poco frecuentes en los escritores entrevistados.
En los escritores, digamos. Lo que sigue es la síntesis de esa charla:
GIARDINELLI: ¿Gorodischer es apellido de casada?
GORODISCHER: Sí, rfTi marido se llama Sujer Gorodischer y yo lo
adopté porque me gusta, me parece más sonoro que el mío: Arcal. Claro
que algunas compañeras y amigas feministas me cuestionan que use el tad
de elegir, y si tengo que optar entre dos apellidos de hombres -porque todos
los apellidos son de hombres; no los hay de mujeres- elijo el de mi marido y
no el de mi papá.
-¿El de tu papá también es judío?
-No, español, aragonés. El mío es un matrimonio mixto. Bueno, todos
los matrimonios son mixtos. Yo soy una infame goy.
-¿Por qué hay tanta judeidad en tus textos?
-Bueno, porque algo aprendí con Sujer. Yo digo que lo judío es algo
que se me contagió. Como una gripe, digamos. Vengo de una familia
ultracatólica y aristocratizante. Mi madre era Yunque Garay, descendiente
de ese señor no muy recomendable: don Juan de... Mi tía abuela era doña
Paula Garay de la Saga, que fue una de las mujeres más malas, y que era el
terror de la iglesia católica. Era tan católica que los curas le huían. Tuvo
durante setenta años un pleito contra la nación y la provincia por el cual
reclamaba las tierras que decía haber heredado de don Juan de Garay. De
haberlo ganado yo sería dueña de media provincia de Santa Fe.
-¿Y por qué teniendo tan lindas historias familiares, casi no
aparece tu familia -y aparentemente no hay nada autobiográfico- en tus
cuentos?
—Sí, es notable... Solo ahora han empezado a aparecer recuerdos de
aquella enorme familia que se fue achicando hasta que quedé sola, casada
con este señor que no tiene nada que ver con el círculo en que se movió mi
familia, y de donde salieron tres hijos y dos nietos divinos. A veces tengo la
soberbia y el orgullo de pensar que he inaugurado otra cosa...
-Tu caso es diferente del de tantos autores en los que es
relativamente fácil reconocer que se han pasado escribiendo su
autobiografía, ¿no?
-Sí, en mí no hay nada de eso. Al contrario. Yo no puedo contar ni
novelar las cosas que tengo demasiado cerca.
-0 sea que podríamos decir que la tuya es pura literatura. ¿Te sale
así por vocación o por pudor?
-No lo sé. Pero me doy cuenta de que solo ahora, en la novela que
acabo de terminar, empezaron a aparecer recuerdos de mi familia. Pero
porque ya esa familia se va alejando. No queda más que una tía de noventa
años...
-¿Wo apela a leuueidus piupios, a tu historia perauiiül lia lUÜ
común literario en el que caemos casi todos-fue una propuesta que
hiciste al empezar a escribir?
-No, jamás me lo planteé. Me di cuenta después, como me suele
ocurrir con lo que escribo. No me planteo nada, y solo puedo reflexionar
una vez que todo está contado, en estado de inocencia, como decía Borges.
Me di cuenta hace muy poco de que no hacía referencia a nada de mi vida.
Ni mi infancia, ni trastornos de juventud, ni amores, ni nada. Contaba solo
aquello que estaba lejos de mí, aquello que había que inventarlo todo.
Jamás me documenté para escribir un cuento o una novela. Si un día
escribiera un cuento que sucediera en la Roma de Augusto -Dios libre y
guarde- no iría a averiguar qué tipo de cateado usaloan |os romanos ni qué
comían. bventaría’lo que se me antojara.
• e.ara
humor, divertís
-Esto que decís me remite a esa constante de tu obra: el Aparece
aun en los momentos más serios, o truculentos. ¿Te escribiendo?
-Soy absolutamente feliz cuando escribo. A mí ese asunto de la página
en blanco no me produce miedo alguno. Sé que la voy a llenar con palabras.
Por eso me fascinan los cuadernos, por la cantidad de páginas blancas que
tienen.
-¿Escribís a mano, en cuadernos?
-Sí, y con lápiz muy blando; y no tacho, borro, porque soy una
obsesiva. Y después hago cuatro versiones de lo mismo y solo entonces
paso a máquina.
-¿Por qué cuatro? ¿Es una cébala?
-No, es que he descubierto que con cuatro la cosa anda bien. La
primera versión es un engendro espantoso, pero que ya dice lo que va a
pasar. La segunda está mucho más pulida. La tercera está ya bastante
bonita, y la cuarta va a máquina.
-Volviendo al humor, en tus cuentos se advierte no solo lo festivo
sino como un bordear constantemente la frivolidad y la superficialidad.
¿Cuál es el recurso para no pasar la línea divisoria?
-Ah, no sé, supongo que el oficio...
-Sí, es cierto. Bueno, supongo que ya estaba buscando algo. El humor
para mí es como la respiración. Me es necesario. Es como si yo irrumpiera
en la habitación donde está leyendo el lector y le dijera “mirá viejo, no te la
creas del todo, no es tan tremendo”.
-¿De dónde sale esa vocación humorística? ¿Te consideras una
mujer feliz, alegre, satisfecha?
-No puedo decir que soy feliz. Nadie es feliz. Pero valoro mucho mis
momentos de felicidad. Y lo que sí tengo es vocación de felicidad. Aunque
tengo mis depresiones de novela, en las que todo carece de sentido y me tiro
de los pelos. Pero tengo vocación; quiero estar contenta. Griselda Gámbaro
dice que soy una frivolona. Lo dice en broma, pero algo de cierto habrá.
Quizás lo que sucede es que me crié en un ambiente frívolo. Pero como lo
repudié, ahora le hago como una entra-dita y nada más. Me asomo, pero no
me atrapa.
-Otra cosa que llama la atención, desde tus primeros Cuentos con
soldados, es el afecto por los títulos largos, juguetones. ¿De dónde viene
eso?
-Creo que de que soy una lectora omnívora desde los cinco años. Es un
recurso de las viejas novelas de aventuras, que se titulaban “De cómo
Fulano de Tal y Menganito encontraron su camino en medio del bosque y lo
que allí les esperaba". Mis títulos son como un homenaje a esas lecturas. Y
quizás al mismo tiempo son una tomada de pelo: al texto, a mí misma, al
lector. Pero dejame decir que yo a un cuento no le pongo título; los cuentos
ya vienen con título, ya tienen su título. Lo que yo debo hacer es
encontrarlo.
-¿Y cómo lo encontrás?
-Bueno, sucede que no puedo escribir sin título. O va primero o viene
con los primeros párrafos. Aparece enseguida.
-Quizás debí empezar esta entrevista como generalmente las
empiezo; preguntando qué es el cuento para vos...
-El cuento es un momento, es atrapar un momento. Generalmente un
momento de vida muy decisivo, crítico. Truculento, a veces.
-¿Por qué tu vocación por el cuento? ¿Por qué sos más cuentista
que novelista?
una persona muy encantadora, culta, graciosa, que escribía unos
poemas que a mí nunca me gustaron. Publicó libros, incluso. Tenía una gran
imaginación e inventaba unos cuentos fabulosos, en los que yo intervenía y
a los que me dejaba modificar libremente, porque los íbamos inventando
sobre la marcha.
-Dijiste que leías mucho, de chica. ¿Qué leías?
-Bueno, aparte de que mamá siguió contándome cuentos durante años,
a mí me fascinaban las historietas, El Tony, Pif Paf, Billiken, me las leía
todas. Hoy puedo decir que el ritmo de la narración lo aprendí en las
historietas. Todavía hoy las leo de vez en cuando. Y cuando mis hijos eran
chicos nos peleábamos por las revistas.
-¿Y qué literatura te influyó para orientarte hacia el cuento?
-A mí me influyó todo lo que leí. No hubo texto que no me dejara
huella. Pero creo que me dediqué al cuento por otras razones: porque soy
muy impaciente y muy ansiosa. Quiero tener siempre el bocado listo y
morderlo. Entonces el cuento me resultaba un ámbito natural. Aun ahora,
que acabo de trabajar un par de novelas, no abandono el cuento. Porque la
novela es como una enfermedad; a mí me enferma la novela.
-El cuento también es una enfermedad, Angélica...
-Sí, pero la novela es una enfermedad crónica y pesada. Llega un
momento en que vos necesitas sacudirte todo eso que te abruma.
-Bueno, el cuento también puede ser una enfermedad crónica y
pesada...
-¡Bueno, no me contradigas! [Se ríe a carcajadas.] Lo que quiero decir
es que la novela es más duradera; en cambio el cuento me permite salir
rápidamente de la enfermedad. Largar todo lo que quiero y de una vez.
Además, tener varios cuentos listos es como estar haciendo algo con las
manos.
-¿Trabajás varios cuentos a la vez?
-Mmm... no... Puede que un cuento me lleve a otro, pero los trabajo de
a uno; termino uno y empiezo otro. Claro que puedo planificar los que
seguirán, y£uede que uno me lleve a imaginar otro, porque la estructura se
potencia.
-¿Sos cuentista o novelista?
KgngfrlwqiB w^y... eiuuquBMiynarradora. Soy una per
soi
a ■ que
cuenta.
-¿Cuáles son tus cuentos pred.lectos de la literatura universal?
-Los de Hans Christian Andersen. Y los de Italo Calvino. Y claro: los
de Chesterton y toda la cuentística inglesa. Conan-Doyle me volvió loca en
la adolescencia.
-La literatura fantástica es la línea más marcada de tus cuentos.
Algunos críticos han dicho que sos una autora de ciencia-ficción,
aunque yo no te veo en esa línea. Te veo lejos de Asimov, de Bradbury,
de Highsmith...
-Sí, es cierto, yo no me siento para nada identificada con esos autores,
ni con Ballard, ni Sturgeon. Creo que estoy más cerca de Philip K. Dick. El
hombre en el castillo fue un libro que a mí me influyó muchísimo. Y
también R.A.Lafferty, y Ursula K. Le Güín. Yo descubrí la ciencia ficción
ya de grande, ¿sabés? Y la descubrí con Arthur C. Clarke, en El fin de la
infancia, que me deslumbró y me hizo decirme “pero si esto es lo que yo
quiero escribir"... Y por supuesto, también el primer Bradbury, el de las
Crónicas marcianas, El hombre ilustrado y terminó de contar; el resto no
me interesa, me parece de una blandura insoportable. Creo que esa fue la
gente que más me influyó, aunque si voy más atrás todavía encuentro a
Henry R. Haggard, por ejemplo, y mucha de la vieja literatura fantástica: no
tanto Verne como Wells, ¿no? Wells estaba mucho más loco que Verne, y a
mí la locura es algo que me atrae muchísimo.
-Supongo que de ahí viene la afición por la paradoja que
encuentro en algunos cuentos de tus Jubeas, por ejemplo, y en todo
Trafalgar.
-Sí, claro. Y eso viene de Chesterton, uno de mis grandes amores. -
¿No te parece que la paradoja es una de las posibilidades del humor? -
Claro, y los maestros son los ingleses. Agreguemos a Huxley, que fue
también un cuentista admirable. Tiene un humor bastante sutil, escondido.
-¿Podríamos decir que para vos lo fantástico viene más por el lado
de lo paradójico que por el de lo inverosímil?
-Exactamente. La paradoja es convertir, ¿no? Tironear la verdad. Yo
digo la verdad, pero no es toda la verdad. Una amiga dice que cuando yo
cuento una cosa, eso es cierto pero no es cierto.
estructura de relato decimonónico, casi de nouvelle. ¿A qué se debe
que considerándote ansiosa e impaciente no hayas practicado el cuento
breve?
-Es que me fascina la literatura decimonónica, eso de ir contando
amorosamente lo que sucede. Uno va descubriendo de a poquito. Me gusta
dar un detallecito en el renglón número tres, y no te doy otro hasta el
número 17, y quizás en el 43 ya no te hablo más de eso. Esa es una técnica,
digamos, que a mí me fascina y que los novelistas del XIX manejaban
maravillosamente.
-¿Leías, de chica, las novelas por entrega, los folletines?
-No, nunca. Y tampoco escuchaba radioteatros, porque mi mamá no
me dejaba. Pero sí leí muchos policiales. Todos los ingleses, toda la
colección "El Séptimo Círculo”, hasta que descubrí la novela negra y
también la devoré.
-Esa vocación por el cuento largo, y tu actual trabajo en la novela,
¿se debe a alguna dificultad de contener los textos?
-No, simplemente me gusta el cuento largo. El que parece que se va
hacia la novela pero se queda en cuento. Rara vez me sale uno breve, como
"La perfecta casada". El otro día escribí uno codito, de seis o siete páginas.
Bueno, digo codito porque en general mis cuentos tienen de 25 a 40
páginas. Pero no es por dificultad de contención, sino por dejarme llevar.
Cada cuento me va diciendo hasta dónde llegará.
-Me parece que vos te vas enamorando del texto a medida que
transcurre...
-Sí, claro, siempre hay una relación erótica muy fuerte con el texto. -
Hablemos de “La perfecta casada”, que es el cuento que vamos a
publicar. Sé que a Griselda Gámbaro le parece una joya. ¿De qué año
es y cómo surgió?
-Debe de ser del año 79, o del 80, por ahí... Y nació de mi interés por
las puertas. El objeto puerta siempre me interesó mucho. ¿Cómo sé yo que
esa pueda que está ahí da al pasillo? Vos podés explicarme que todos los
días salís y da al pasillo, pero eso a mí no me significa nada, no me dice
nada. Puede ser que en ese momento dé a otra cosa... Además, también rife
interesa mucho la doble vida, me fascinan esas mujeres que parecen tan
simples y en cuyas vidas no pasa nada, pero de repente si levantás apenas
un velo, debajo hay una cosa terrible. traduzca en actos, pero ahí está,
debajo de esa mujer que plancha y va al supermercado. Detrás de toda vida
gris, hay un momento trágico, un momento culminante que puede
aprisionarse en un cuento... Y además la perfecta casada soy yo. Porque
plancho camisas, y voy al supermercado, y hago varénikes, y tengo esa vida
secreta que por suerte no se traduce en degollar gentes sino en una ideología
que me hace actuar en ciertas cosas, y que se traduce en textos.
-¿Hay una propuesta feminista en ese cuento?
-No, yo no entro a la narrativa por la puerta de la ideología, sino por la
puerta de la narrativa. Yo quiero contar. La ideología es algo que se nota en
cualquiera. Como decía Barthes: con el adjetivo entra la ideología. Y a los
dos minutos vos te das cuenta de lo que pienso... Yo solo quería contar la
vida de una mujer que plancha y busca recetas de una torta de naranjas,
pero a la vez vive en muchos tiempos y puede ejercer su violencia sacando
una espada y matando a un tipo.
-Los comienzos de tus cuentos son notables por el impacto que
tienen en los primeros párrafos. Si uno toma “Mala noche y parir
hembra”, por ejemplo, y hace una lectura de todos los primeros
párrafos, se observa una gran certeza de la fuerza del gancho en el
cuento. ¿Sos consciente de eso?
-Sí. A veces los busco, aunque a veces se presentan solos. Depende de
cómo nace el cuento, que siempre nace de cualquier cosa: algo que leí, un
encuentro, un olor, un color, tantas cosas... Y cuando el cuento surge, surge
ya con su primera frase. El último cuento que escribí nació de esta primera
frase: "Fue a buscar a su vecina para contarle lo que había pasado”. A partir
de allí, me senté y escribí el cuento sin saber todo lo que venía después... Y
también me ocurrió con otro cuento el año pasado, que empezaba: “Usted
sabe -dijo Lipman”. Yo no sabía quién era Lipman, a quién se lo decía, ni
qué pasaba... Así que me senté y lo averigüé. Es decir: escribí el cuento.
-Pero no siempre sucede lo mismo. La cosa no es tan mágica.
-No, claro, a veces los cuentos surgen de simples imágenes. Los
cuentos de Traía Igar nacieron de mis chicos escuchando a los Bee Gees en
casa, con la música a todo volumen. La casa vibraba y yo pensaba qué linda
música; lástima que la pongan tan fuerte. De pronto les pre-"Trafalgar" y yo
vi al personaje. Vi entrar a Trafalgar Medrano, y lo vi en el café, y lo vi
sacar el pucho. Lo vi todo, fue asombroso. Y supe lo que hacía, de dónde
venía, adonde iba, cuál era su relación conmigo, con mis amigos, con Goro
[su marido]... Fue algo milagroso. Ingmar Berg-man dijo una vez que
Gritos y susurros le había surgido de una imagen: tres mujeres vestidas de
blanco, en una habitación tapizada de rojo... ¡Claro! A mí me sucede eso:
tengo una imagen y todo lo que pasa es que la imagen se va llenando de
palabras.
-¿Corregís mucho?
-Sí, bastante. Sobre todo cuando hago la segunda versión. Y reduzco
mucho, porque siempre a la primera versión la escupo, me sale como
catarata. Entonces tengo que reducir, cortar, podar... Sobre todo las palabras
bonitas, ¿viste?, ésas que uno quiere convencerse de que quedan lindas.
Bueno, a ésas hay que sacarlas de cuajo. [Se ríe.] Así que saco mucho,
reduzco oraciones, fundo párrafos, elimino frases en los diálogos... También
leo en voz alta, para ver cómo va el ritmo...
-¿Das a leer tus cuentos a alguien? .
-No, no, es difícil que lea algo a alguien. Pero lo que sí me encanta es
hablar de lo que estoy escribiendo. Dicen que no hay que hacerlo, pero a mí
me encanta. Agarro a mis amigas y les cuento todo. Y eso me ayuda.
-Siendo feminista, ¿por qué hay tantos personajes masculinos en
tus cuentos? De hecho tu primer libro fue sobre algo tan masculino
como los soldados.
-Porque cuando empecé a escribir me parecía que la vida de los
hombres era más interesante que la de las mujeres. En esa época estaba
convencida de eso, hasta que empezaron a aparecer personajes mujeres.
Sobre todo en Las pelucas, y además esas mujeres estaban locas, cosa que
me llamó mucho la atención. Después me fui dando cuenta de que había
algo que me atraía muchísimo y era que podía haber otra vida, a la que
quizá se debía entrar por el lado de la locura.
-¿La locura como transgresión?
-Claro. O era que quizá todas las mujeres estábamos locas; algunas
porque sabemos y otras porque no saben. Pero a todas nos pasa algo, y
somos un género muy conflictivo.

están todas locas?

de- <|w la« minas


-No, no, están todas locas porque algo les pasa, algo terrible, y muchas
veces la única salida para eso es la locura: o es la religión, o es el arte, o es
algo de extremo, de margen, siempre, no de centro de poder. Lo que pasa es
que esto se conecta muy estrechamente con mi ideología, y con mi
actuación. Yo considero que he sido feminista toda mi vida, solo que antes
no lo sabía. Cuando era chiquita y les decía a mis primos que era mejor ser
nena que varón, ya estaba haciendo feminismo y entrando a una
revalorización de mi género. Solo después vino el andamiaje ideológico, y
pude mirar también mis textos de otra manera. Y la cosa cambió, porque
pude incluso descubrir que la vida de las mujeres es tan interesante como la
de los hombres. O acaso más, y no lo digo por prejuicio machista al revés
sino por la sencilla razón de que hemos estado calladas durante catorce mil
años. De repente se descubre una voz, y entonces hay que rehacerla.
-¿Hubo escritoras que te acompañaron en ese camino, o que te lo
enseñaron?
-Sí, sin dudas: Virginia Woolf, Katherine Mansfield y Ursula Le Guin.
-Ya hablamos de los inicios de tus cuentos, que son muy efectistas,
contundentes, hemingwayanos. Pero si miramos tus finales pasa todo lo
contrario. Siempre son abiertos, difusos, más bien cortazarianos. ¿Por
qué?
-Muy astuto de su parte, joven... [Se ríe.] Me encanta escuchar esto,
porque es verdad. Yo empiezo sujetándome al texto, y acaso también quiero
sujetar al lector. Pero es que yo quiero escribir un cuento como Leonardo
pinta un cuadro. Espectadora de una obra de Leonardo puedo meterme
adentro, hay lugar para mí... Y bueno, yo quiero que mi lector también
tenga lugar en mi cuento. No quiero contarle todo y terminar diciéndole que
entonces pasó tal cosa. No sé si pasó tal cosa... Si pudiera siempre dejar
todo en la sombra, en una forma ambigua, me encantaría.
-¿Has estudiado técnicas cuentísticas?
-No, yo de teoría, poco. No sirvo para eso.
-¿Y si tuvieras que dar un consejo a alguien que empieza a
escribir?
-Bueno... [Piensa un largo rato.] Le diría tres cosas; primero: que en un
cuento tiene que suceder algo; que hay que contar, que nunca suetudinario
no tiene que decir que es un borracho consuetudinario sino mostrarlo en el
momento en que se llena de alcohol y se cae de la mesa. En segundo lugar,
le diría que deje hablar a sus personajes, que los deje actuar y se ponga
como al acecho y vea qué hace ese tipo una vez que vuelve en sí de la
borrachera; si vomita, si se levanta agarrándose de la mesa, si va y le pega a
su mujer, si se suicida. Pero que haga algo. Y tercero, también le diría que
tenga cuidado con las palabras que usa, y que use las más vulgares que
encuentre. Hay que usar las palabras adecuadas, no las correctas.
-¿Tuviste o tenés un taller literario?
-No, nunca. Ni tampoco asistí. Pero no es que tenga nada en contra de
los talleres, ¿eh? Conozco solo dos, en Rosario, que son muy serios y en los
cuales se enseña, en primer lugar, a leer.
-¿Cambia uno con los años, Angélica; cambia la escritura?
-Aaaah, ese es un tema... Yo no sé qué es lo que pasa, pero creo que sí,
que se cambia mucho. Siempre se cambia, en todo. Lo único estable es el
cambio, ¿no? Pero no sé hasta qué punto... Lo que sí veo es que de libro a
libro yo soy otra cosa.
-¿Con los cuentos y también con las novelas?
-Sí, en cierto modo sí... La novela es una red; y el cuento es un anzuelo
con línea. Pero siempre se pesca algo.
-¿Cómo se ve la narrativa argentina actual desde Rosario; desde
una mujer de 62 años que tiene una trayectoria como la tuya? ¿Cambió
la literatura en los últimos quince o veinte años?
-Me costaría mucho definir todo eso. Pero que cambiamos, cambiamos
muchísimo. A la Argentina le han pasado muchas cosas, y no le han pasado
de balde. Y creo que si algo refleja todo lo que nos pasó, es la literatura.
-Si tuvieras que decirle a un extranjero cómo es la literatura
argentina actual, ¿qué le dirías?
-Ah, le diría lo mismo que digo siempre que viajo fuera del país: que
en la Argén-tina lo más interesante que está pasando es la literatura de las
mujeres. Y lo creo de veras. Es notable cómo las mujeres han empezado a
escribir y a hablar. No solo en la literatura sino en muchas

tsiM
las. Son mujeres que también empezaron a hablar. Hablar y escribir
para mí son sinónimos, en este caso. Expresarse, decir las cosas.
-Hacer verdadero uso de la palabra, ¿no?
-Claro, porque la palabra estuvo siempre vedada para las mujeres:
“Mujer parlera, se quedará soltera"; “Ay, cómo hablan las mujeres, qué
barbaridad”; “La mujer tiene que ser discreta y callada”; "No hables tanto,
mijita...”. No estoy juzgando valores, ni si es bueno o malo lo que dicen o
escriben, pero el hecho real es que la saga de la mitad del mundo está
todavía por contarse. Ustedes en Puro Cuento ya lo saben, porque se dieron
cuenta.
-¿Y de lo que escriben los varones?
-(Piensa un rato) ¿Puedo decir una cosa horrible?
-Te lo pido.
-Cada día me interesa menos... ¿Y es que sabés lo que me pasa con los
varones? Que en la página cinco ya sé todo lo que me van a decir y cómo
me lo van a decir... Te juro que hago un esfuerzo. Me digo: no, no puede
ser, deben de ser mis prejuicios; y me impongo leerlos. Autores que me
volvieron loca, que escriben tan bien, que me enseñaron tanto... y no
encuentro nada nuevo. Y eso que escriben bien, sí, son lindos libros. Pero
en la página quince se me cae de las manos y le digo: sí, ya sé lo que me
vas a decir, muchacho... [Hace un largo silencio, casi triste.]
-Mirá, yo creo que si se abrieran... Por qué no harán lo que les pedía
Virginia Woolf cuando se preguntaba por qué no apelan a su parte
femenina, por qué no apelan a esa parte que tienen tan clausurada... Les
vendría tan bien lo nuestro. ¡Tan bien...!
—ISIDORO
40
LA POESÍA ES LO QUE MANDA
En el fondo, es un tímido. Y es también lo que ahora se llama un
"trans-gresor” (esa palabra “light”, tan de moda, apenas una forma de
llamar a lo poco convencional). Lejos del inmoralismo de Roberto Arlt, lo
que define a Isidoro Elaisten es el juego, el sentido del humor. Basta leer su
obra, plena de parodia y sarcasmo, para entrever al niño juguetón,
aparentemente frívolo pero lleno de ironía culta, de sabrosura y erudición.
Y también al poeta oculto que es, empecinadamente inédito (hace más de
un cuarto de siglo que no publica sus poemas, en los que trabaja
constantemente). En cambio no es inédita su vasta producción en prosa, que
ha dado algunos textos memorables, podría decirse que ya clásicos.
Nacido en Concordia, Entre Ríos, en 1933, Isidoro Blaisten fue
redactor publicitario, periodista, fotógrafo, librero. Dirige talleres literarios
y es colaborador habitual en los diarios Clarín y La Nación, y en diversas
revistas porteñas. Sus cuentos figuran en numerosas antologías y su obra
está traducida al inglés, alemán y francés. Obtuvo varios premios literarios,
entre ellos el Nacional de Literatura y el Municipal de la Ciudad de Buenos
Aires. Es también un brillante ensayista y maestro de talleres literarios,
oficio en el que es muy respetado por todos sus colegas.
----- - kaauwa Muña atara ya lama, «Místente. diactrtida y
discutible-. pero es exclusivamente en base a ella que Blaisten ha
cimentado el renombre de que hoy goza. Y esto, tratándose de un escritor,
es toda una virtud. Alejado del circo literario, de toda perspectiva
farandulera, es simplemente -y nada menos que- un trabajador de la
escritura.
Su obra registra los siguientes títulos: Sucedió en la lluvia (poemas,
1965) y los cuentos de La felicidad (1969); La salvación (1972); El Mago
(1974, reelaborado en 1991); Dublín al Sur (1980); Cerrado por melancolía
(1981); y Carroza y reina (1986). También es autor de dos libros de
ensayos-cuentos: Anticonferencias (1983); y su muy reciente Cuando
éramos felices (1992).
Esta entrevista se realizó en su amplio departamento de la calle
Talcahuano, en su estudio pequeño y cálido, con el grabador instalado sobre
su escritorio de fina madera, junto a una fuente de sandwichitos de miga y
sendos vasos de whisky nacional. Jugó con sus manos todo el tiempo,
estrujándoselas como si estuviera nervioso, y constantemente atento a la
grabadora, aparato que -como confiesa con un cierto orgt^lllo- "yo no sabría
usar, como no sé usar computadora, no tengo automóvil, no sé manejar, no
tengo televisor, y es que todos los aparatos mecánicos para mí son cosas de
Mandinga". Cada tanto ambos mirábamos, por la ventana de ese piso 17, la
impactante noche porteña de este gélido otoño de 1992. Y también cada
tanto aparecía, solícita y amorosa, la compañera de Blaisten, la periodista
Graciela Melgarejo.
GIARDINELLI: ¿Cómo te hiciste cuentista?
BLAISTEN: Bueno, yo empecé por la poesía. Publiqué Sucedió en la
lluvia y tuve bastante suerte porque recibí excelentes críticas. Me dieron el
premio del Fondo Nacional de las Artes y se hicieron mil ejemplares, que
no es poco tratándose de poesía... Y después seguí y sigo haciendo poesía,
pero no la voy a publicar nunca.
-¿Y por qué te pasaste al cuento?
-No lo sé. Solo sé que la poesía me sirve como catarsis, como una
especie de ejercicio espiritual, digamos... Yo fundamentalmente hubiera
querido ser poeta. Así que no sé muy bien cómo me hice cuentista.
-¿Sos cuentista por desgracia, entonces?
dero que acá hay suficientes y excelentes poetas. La hago para mí, y
trato de que, de alguna manera, esa parte poética quede en algún cuento.
-Pero me cuesta creer que vos pienses que el cuento es un género
menor frente a la poesía.
-[Sonríe, apenado, y alza las cejas.] Lamentablemente sí... Me da pena
desilusionarte, pero sí pienso eso... Tengo toda una teoría de boliche sobre
eso, ¿no? Teoría repetida, pero vos bien sabes que nosotros no somos nada
más que una serie de repeticiones... Todos los escritores tenemos nuestras
teorías literarias y las repetimos continuamente. No es tan fácil tener una
idea, y una vez que tenés cuatro o cinco, ya es bastante... Y yo pienso que la
poesía manda, sí, inaugura un criterio estético con respecto a todo,
absolutamente todo. Ya lo dije en mis Anticonferencias y lo repito: el
máximo común denominador, el mínimo común múltiplo, es la poesía.
Pienso que hay que ir al pie, viste, como en el truco. Bueno, literariamente
todos tenemos que ir al pie de la poesía. Por lo menos esa es mi concepción,
que no pretendo que nadie comparta. Siempre repito la misma humorada:
cuando uno ve una mujer hermosa, dice que es “un poema”; no dice que es
un cuento breve, ni un bronce patinado, ni un entremés ni una tragedia en
cinco actos. Aunque hay mujeres que son una tragedia [se ríe], a la belleza
uno la define como “un poema”. Y el lenguaje no miente.
-Pero vos en ese ejemplo te estás refiriendo a la poética que todo
texto puede tener, más allá de que no sea una versificación.
-Claro, es cierto. Y a eso me refiero: a lo poético, que rige todas las
cosas. Y dentro de esa elección, bueno, yo sigo haciendo lo mío: escribo
poesía, pero no jodo a nadie, no te voy a leer nada, quédate tranquilo... [Se
ríe.] La hago y la seguiré haciendo, y no pienso publicar ningún poema.
-Entonces tus varios oficios no tuvieron nada que ver con tu
cuentística?
-Hay una poetisa uruguaya, Delmira Agustini, que dice: “Mis amores
son tantos, fueroTi tantos...” Con ella, yo podría decir que mis oficios son
tantos, fueron tantos... Hice muchas cosas, muchísimas, para ganarme el
sustento...
xgitá bian. paro teristtrt en qme-hay dos nfleins que se .. yen en
tus. cuentos: ia mirada dei fotógrafo y ia cui-ura dei librero.
-Sí, puede que tengas razón. Además, vos sabés que el ojo humano es
como una cámara fotográfica... Sí, algo de eso hay. No es una cosa
mecánica lo de la fotografía, porque evidentemente debe estar el hombre
detrás de la cámara. Y algo de aquel oficio me ha quedado, claro... Y en
cuanto a la librería, bueno, la librería era un santuario de posibilidades de
conocimiento de seres humanos. Yo tenía una dienta inolvidable...
-¿La que está en tu cuento “Carroza y reina”?
-Exactamente. Siempre compraba libros infantiles, para su nena. Era la
dienta. Pero fundamentalmente donde está reflejado todo eso es en el
cuento "Cerrado por melancolía". Ahí está la historia de la librería.
-Es un motivo que retomás muy a menudo.
-Sí, y lo seguiré haciendo. Evidentemente me marcó mucho. Y es que
no es intrascendente estar sentado en una galería comercial desierta, donde
no pasa nadie, como en un Mundial de Fútbol en que toda la galería está
con las luces apagadas y la gente concentrada en los televisores. Y entonces
ves que hay mujeres solas, bien vestidas, que miran las vidrieras apagadas y
se detienen en el único local iluminado... Yo tenía muchas deudas y no
podía cerrar el local. Entonces venían estas mujeres y pedían un libro, un
precio, y después se sentaban en una silla que yo tenía, junto a la mesita, y
bueno... lo sé todo, absolutamente todo, Mempo. Sé toda la vida sexual de
San Juan y Boedo. Si hablo, siembro el espanto.
-Ahora que mencionás San Juan y Boedo, recuerdo que es otro de
tus motivos recurrentes, iguai que ei tango. ¿Es parte de tu historia
personai, un poco eso de que uno va contando su vida en sus diferentes
obras?
-Sí, claro. Todos lo hacemos. Uno siempre es un poco autobiográfico,
por más que el personaje sea otro.
-Creo que vos asumís mucho ia conjunción autor-narrador. Oros
autores son -somos- más cagones, o más pudorosos.
-Es cierto lo que decís... Pero eso no está ni mal ni bien... Mi primer
libro de cuentos, La felicidad, está todo escrito en primera persona. El paso
a la tercera persona se da en Cerrado por melancolía y en Al acecho- creo
que también se va marcando un poco de despegue: no tomar a la literatura
como la propia autobiografía.
-¿Y la novela, Isidoro? Escuché por ahí que estás por publicar
una.
-Bueno [se ríe], los editores hasta no hace mucho me decían: “Pero
Isidoro, agarrás este cuentito, lo alargás un cacho y tenés una novela,
boncha..." Así me di cuenta de que no entendían nada, porque yo procedo
exactamente al revés: escribo novelas que después son reducidas a cuento.
-Es notable en tu obra el espíritu paródico, que se ve por ejemplo
en “El Mago”. Es evidente, también, que tenés un afecto muy
particular por los cuentos breves. Sin embargo, tus cuentos más
famosos y los que más admiran muchos colegas, son largos: “El tío
Facundo”, “Dublín al sur”, “Violín de fango”, “Carroza y reina”...
-Sí, me gusta mucho el texto brevísimo, por aquello de la supresión.
Me agrada también la paradoja. Pero fíjate que vos llamás largo a "El tío
Facundo”, que es un cuento relativamente corto; tiene unas ocho carillas...
En este punto, creo que se podría hacer una división entre los distintos tipos
de cuento, pero eso no implicaría un juicio de valor... Un cuento breve
puede ser de hasta una carilla, o de diez líneas; lo que sería un cuento
normal, o que podríamos llamar clásico, podría tener hasta doce páginas en
tamaño carta, a doble espacio; y a partir de las doce páginas sería ya un
cuento largo (como es por ejemplo “El total”, que tiene sesenta páginas, y
juro que nunca más en mi vida voy a hacer una cosa así). Y después ya
vendría la nouvelle, que es el género que está a caballo entre el cuento
largo, que se pasa un poquito de rosca, y la novela corta. Y bueno, pero yo
creo que es un error comparar una cosa con otra. De la misma forma que
vos no podés comparar estilos o épocas literarias, tampoco podés comparar
longitudes.
-¿Y qué es lo que determina la longitud de un texto?
-La necesariedad de esa longitud. Un cuento tiene esa longitud y no
puede tener otra. Y si tiene otra longitud, está mal. Así de sencillo.
-¿Tus primeros originales, tus primeras versiones, siempre son
muy extensos?

modo de operación es siempre restar... Pero ojo: esto no significa que


todo el mundo tenga que proceder así, ¿eh? Estoy hablando de mi forma de
trabajar. La mía. Yo quiero ser el que mejor resta; el gran restador. No me
interesa la sumatoria. Ahora, por supuesto, esto no significa que aquellos
que suman hacen mal. De ninguna manera, porque tenemos el caso de
Proust, con sus siete tomos de En busca del tiempo perdido, que es una obra
fundamental del siglo XX. Son características de cada uno. Y es por eso que
comparar un cuento corto con uno largo no me parece un procedimiento
feliz. Lo importante es ver si dentro del género cuento breve, por ejemplo,
éste es bueno o no.
-¿Cómo reducís? ¿Cómo es tu sistema de trabajo?
-Bueno, ahí es donde entra la poesía. Si la poesía, entre otras cosas, es
síntesis, y yo pretendo que mi prosa se vaya acercando a la poesía, pues
tengo que reducir. Porque la poesía es reducción y síntesis.
-¿Aun pensando en grandes poemas como Althazor de Huidobro o
El cementerio marino de Valéry, que no necesariamente son sintéticos?
-Lo que pasa es que esos son poemas largos que podrían ser divididos
en varios poemas cortos. Son poemarios. Si vos tomás Hojas de hierba de
Whitman y otros así, no es que sean poesías largueras, sino que tienen un
hilo conductor que va diciendo que todos esos versos, y todas esas estrofas,
están entrando dentro de una cosa general.
-¿Y cómo aplicás esta reducción poética al cuento? Expllcale por
favor al lector de Puro Cuento cómo labura Blaisten, cómo hace para
restar...
-Bueno, vos sabés muy bien que esto es un misterio, Mempo. Esto es
intransferible, es muy personal, no hay un hombre igual a otro hombre y
toda experiencia humana es absoluta y totalmente intransferible. Y así hay
cosas que a vos te sirven pero a los demás no, ¿no es cierto? Y tampoco
estoy tan seguro de que esto sea así... Pero bueno, más o menos yo procedo
de este modo: sé que empiezo con muchas, muchas palabras, y voy
reduciendo. Una vez me dijo Borges: "Nunca diga en un cuento dos veces
la misma cosa”. Y a mí eso me quedó. Y también lo aprendí del periodismo.
Cuando yo fui periodista, y vi nacer un diario y lo vi morir, aprendí mucho.
Y ahí venía el jefe de redacción y me decía “Escúchame, hacía. Y en ese
sentido el periodismo es una escuela, porque si al final lo pudiste hacer en
veinte líneas, ¿por qué no lo hiciste de entrada? Para mí es muy importante
que cada palabra sea ésa y no otra. Si tengo que decir es un duque, un
caballero, un señor o una dama, estoy obrando por sinonimia y estoy
aburriendo al lector. Ahora, atención: esto no quiere decir que vos no
puedas crear una gran atmósfera con palabras, pero aun así hay síntesis.
-Sin que esto signifique síntesis de la materia narrada.
-Claro. Síntesis no significa chiquitito. Como digo en
Anticonferencias-, ahí está el caso del amigo chileno que decía: “Para mí la
poesía es muy fácil: toda chiquita y pa'abajo”. Entonces, síntesis significa
que dentro del breve espacio que vos tenés, tanto en un cuento breve como
en un cuento largo, lo mejor es usar la menor cantidad posible de palabras.
-Bueno, insisto: ¿qué te pasa con la novela?
-No, a mí no me pasa nada. A ellos les pasa.
-¿A quién, a los novelistas?
-No, a determinado tipo de gente que cree que si vos no hacés una
novela como la tuya, en la que laburaste nueve años, sos un miserable. [Se
ríe a carcajadas.] Bueno, no es mi caso. Cada uno tiene su proyecto y su
modo.
-¿Y en tu proyecto y tu modo, para no largarte a la novela, tiene
que ver la síntesis?
-Por supuesto. Porque en cuanto veo que una novela puede ser un lugar
muy incómodo, donde hay muchísimos personajes que deambulan por ahí,
no me siento cómodo... Tampoco soy lector de novelas, fíjate vos. Soy
lector de poesía, de ensayos y de cuentos. Claro que si vos me decís que sin
embargo leí a Proust, y sí, claro, y lo volvería a leer cuantas veces fuera
necesario. Y a Cervantes. Y a Tolstoi. Pero lo que no me gusta de cierto tipo
de novela es el vale-todo. El género novela es como si a vos te abrieran los
portones de una especie de Ital Park, donde vos tenés de todo ahí.
-A vos te gusta más el Cortázar cuentista que el Cortázar de
Rayuela, sin duda.
-y coincido con vos: para mí Cortázar va a quedar como clásico
por sus cuentos, mucho más que por sus novelas. Dentro de dos siglos
se va a seguir leyendo “Casa tomada”, pero no sé si Rayuela.
-Por supuesto. E incluso a mí me gusta mucho más Los Premios -que
la considero una novela perfecta— que Rayuela, que tiene partes excelentes
pero no me convence como totalidad.
-Bueno, ¿y qué hay con tu novela?
-Mirá, lo que pasa es que yo soy lento y moroso y me cuesta
muchísimo ponerme a escribir. Entonces me digo que esta novela es joda.
Me digo a mí mismo que me tengo que divertir. Si yo no me divierto, el
lector no se va a divertir. Se llama Novela para agradar y viene fenómeno
para esos que me dicen: "Blaisten, por qué no escribe una novela”. Má sí,
acá tenés la novela, la hice para agradar, no rompas más la armonía
interior... Fíjate vos qué curioso: nadie le pregunta a un novehsta por qué no
escribe cuentos. ¿Entonces por qué nos tienen que pedir a los cuentistas que
escribamos novelas? Si Borges no escribió ninguna novela. Y si Cortázar,
como bien dijiste vos, va a quedar por los cuentos, igual que Onetti.
-¿Y Borges? Lo mencionás mucho, siempre, e incluso en “Cuando
éramos felices” proponés una especie de homenaje a él.
-Hay una parodia, en eso. En el texto llamado "Lector fracasado" hay
una parodia del catálogo de “El Aleph”. Eso es parodia. Y no me resultó
nada fácil...
-¿Pero vos no tenés un sentimiento paródico hacia Borges, no?
-¡Nooo! Eso es una parodia, pero yo creo que está hecha
respetuosamente. Y supongo que si el Maestro la hubiera visto, si se la
hubieran podido leer, a lo mejor le habría gustado.
-Fuiste amigo de Borges?
-Tuve relación con él; charlamos algunas veces.
-¿Lo considerás tu maestro?
-No... No, Borges no deja discípulos. Quien se cree discípulo de
Borges va por mal camino. Quien piensa eso, está profundamente
equivocado. Podés tomar ciertas cosas de Borges, como ejemplo de estética
y de ética, pero... En él uno aprende la síntesis, por ejemplo, o aprende
como ejemplo es imposible, y mucho menos se puede emularlo. El que más
ha sido proclive a tener imitadores -y también lo digo en mi pequeño
homenaje en "Cuando éramos felices”- es Cortázar. El sí dejó un tendal de
imitadores. Le copiaron la respiración, la sintaxis, esa forma coloquial y un
poco nostalgiosa del que está afuera... Están profundamente equivocados...
-Es obvio que Borges y Cortázar son dos enormes cementerios de
escritores. Pero, ¿por qué estarían equivocados, según vos?
-Porque mirá, en primer lugar, hay una ley jurídica que dice que nadie
puede dar aquello que no tiene. Y si no tienen el talento de Cortázar, es
como querer copiar una sangre cuando vos no latís con su propio pulso; eso
es imposible. De cualquier forma, claro, nosotros siempre somos herederos.
Vos tenés tus padres literarios, yo los tengo, y todos los tenemos. Si no, es
como en la célebre frase de Hemingway: "El que no tiene padres es un hijo
de puta”.
-Pero también es cierto que hay que huir a tiempo de los padres,
¿no? Sin parricidio literario no hay voz propia, me parece.
-Claro, por eso digo que todos tenemos padres, pero, después, ¿qué
hacemos? Hay que matar al padre para ser alguien. Bueno..., para ser
alguien hay que matar a muchos...
-Esto que decís me hace acordar de un cuento tuyo que es muy
cortaza-riano: “Los tarmas”. ¿Después de eso te alejaste de él?
-Podría ser que tuviera influencias, pero a eso yo lo viví.
-Pero también fuiste contemporáneo de Cortázar.
-Sí, pero yo traté de no contagiarme. Reconocería otras filiaciones, sin
duda: Marechal, Bioy Casares, Arlt, posiblemente algo de Nalé Roxlo en su
parte de “Chamico”, su parte paródica... Y Rulfo, sin duda... Pero claro, a
veces es difícil manejar esas filiaciones. Se trata de que si hay alguna
influencia, que no se note, ¿no?
-Podrías explicar por qué sos tan consciente del lector? En tu obra
es evidente que dialogás mucho con él, que te preocupa. Aun cuando lo
parodiás, le tomás el pelo o lo respetás, es evidente que sos un escritor
muy consciente del lector implícito, ideal...
Mfgj IgiglMMRB *R»les. Vest^e me~
preocupa profundamente, porque el lector es el receptor de esa
comunicación que va a ser el cuento, el poema o lo que fuere... Yo creo que
es un problema de educación. Aquél que aburre con un mamotreto, viejo...
-¿Escribir como una cortesía hacia el lector?
-Exactamente. Y la cortesía es un estado del alma. Vos también sos de
campo y sabés que la gente de campo, del interior, es distinta. Se saluda,
pide por favor, dice gracias... Y bueno, esas cosas que nos enseñaron
nuestras madres de alguna manera están ahí... Es una cortesía hacia el lector
darle un cuento. Y si vos le das una novela como En busca del tiempo
perdido, está bien, me parece muy bien. Pero si vos lo aburrís con
mamotretos como esas novelas que se escriben a sí mismas, donde hay
yuxtaposición o adiviná lo que digo ahí... Ya no, viejo, ya no... El lector a
veces es tan educado que lee esos mamotretos por la mitad y luego dice que
la terminó y qué lindo, pero nunca más...
-¿Qué estás leyendo ahora?
-Estoy leyendo a Chesterton, en inglés. Que no es tan fácil. Yo lo había
leído en la traducción de Floreal Mazía, que es muy buena, pero ahora quise
meterme en el original.
-¿Y en general, qué otras cosas leés últimamente?
-Leo cosas muy raras: San Isidoro de Sevilla [se ríe a carcajadas],
Platón, Chesterton...
-¿Leés cuentos?
-Sí, claro. Con decirte que he sido jurado del concurso de La Nación
dos veces, lo que significa tres mil cuentos... Y he encontrado cosas muy
lindas. Me acuerdo, por ejemplo, de cuando propuse No vayas a Genova
este invierno, de Rabanal, y luego me encontré con el libro publicado. Fue
una satisfacción.
-La pregunta de cajón, Isidoro: ¿Cuál es tu cuento inolvidable; o
cuáles?
-“Violín de fango”, “Adriana subiendo la escalera”, "El tío Facundo”,
y "Permiso maestro", que es un cuento que yo recomendaría para que lean
en los talleres literarios, y en tu revista.
-Es un poco largo, pero vamos a tratar de publicarlo.
-Me gustaría mucho. Porque es perfecto para una revista como la tuya.
-¿Y de otros autuies, digamus de la llleraluia uiii tersat? Por
ejemptg, ¿si tuvieras que responder aquella pregunta de los tres únicos
cuentos que podrías llevarte a una isla desierta?
-Uno sería "Los asesinos”, de Hemingway, sin duda... [Piensa y hace
una larga pausa.] Otro sería “Casa tomada", de Cortázar ... Y el otro... ¿solo
tres, che? Bueno: "El jardín de senderos que se bifurcan”, de Borges.
-¿Quemas hablar un poco de tu experiencia como maestro de
taller?
-Ay, Dios...
-Y bueno, viejo, vos sos uno de los maestros de taller de cuento
más reconocidos de la Argentina... ¿Qué le dirías a los lectores de Puro
Cuento, que acá y ahora son “tus” lectores?
-[Piensa unos segundos.] Fundamentalmente les diría que nadie les va
a enseñar a escribir. Quien les diga eso, les está mintiendo... Lo que les
podrá enseñar un maestro de taller son una serie de boludeces que a
nosotros nos llevó una vida aprenderlas. Por otra parte, les diría que deben
elegir muy bien al maestro: quien quiera escribir como Juan Ramón
Jiménez no va a ir al taller de Castillo. Quien quiera escribir como Vladimir
Maiakovsky no va a ir a un taller con Murena, suponiendo que Murena
hubiera tenido un taller. O sea: primero hay que elegir bien el maestro, y
eso tiene que hacerse habiendo leído la obra del maestro. Porque a veces
viene gente que no ha leído nada de vos, y a eso yo no lo puedo entender.
Hay que elegir aquello que se acerca a su sensibilidad, a lo que uno está
haciendo, sin regirse por modas ni por ningún otro criterio que el afectivo:
como un acto de fe, como un acto de amor...
-¿Y qué más les dirías?
-Que deben estar dispuestos al trabajo. Por eso lo que yo tengo
prohibido en mi taller es que me cuenten la historia, y la prehistoria, del
texto que traen. Porque se produce una cosa totalmente demagógica, que no
tiene nada que ver con la literatura. Y creo también que nosotros tenemos
que enseñarles el valor económico, ¿no? Si una palabra vale cincuenta
centavos, la otra tiene que valer cincuenta; si vale veinticinco, o vale diez,
ya no sirve porque abarata todo el texto... Así que fundamentalmente la
palabra te lo está diciendo: tBttCTT'taHer'Clu’lerE (fetTrqüférqúfVa tiene
que estar dispuesto a trabajar. Y como mi taller se basa en la reelaboración
del texto, que es más o menos lo mismo que hago yo, entonces tómame o
déjame. Hay muchos otros talleres, y talleres muy valiosos. Esto es lo que
les diría.
-¿Vos hiciste taller alguna vez, como participante?
-No, nunca. Nosotros empezamos con los primeros talleres que se
hicieron.
-¿Quiénes son nosotros?
-A ver... Cacho C^^t^i^r^tiini, Abelardo Castillo, Ulyses Petit de Mu-
rat, Borges, Mastronardi, Dalmiro Sáenz... Mirá qué nenes que había...
Todo esto empezó en el instituto que tenía Carcavallo, por el año 64, 65,
más o menos...
-¿Y de dónde salió el tallerismo en la Argentina?
-No lo sé, pero parece ser que es medio un invento nuestro, como el
dulce de leche o el colectivo.
-¿Y sirve un taller?
-Yo creo que es positivo. Pero atención: diez puntos de taller literario
no significa que se sea un escritor. Hay muchos libros que andan por ahí -y
no hechos por talleristas sino por escritores— que no son nada más que diez
puntos de taller literario. No sé si me explico... O sea que los diez puntos no
dan garantía absolutamente de nada... Entonces, ¿qué es un taller literario?
Es lo que nosotros hacíamos en el café, cuando nos juntábamos y
discutíamos textos.
-La tertulia. Las viejas tertulias...
—¡Claro! Lo que hacíamos en El escarabajo de oro, o cuando nos
reuníamos los viernes en el café Tortoni. De pronto venía un tipo y
discutíamos con un tremendo fervor, y le corregíamos y nos enojábamos;
pero después cuando se iba el tipo ni sabíamos quién era...
-Vos sos de Concordia, y Entre Ríos es una tierra de muy buenos
cuentistas. Sin embargo tu escritura es urbana, porteña, muy tango,
fútbol, clase media, personajes de Buenos Aires... ¿A qué se debe?
-A que yo vine a Buenos Aires de muy chico. A los dos años. Pero el
barrio y la clase media es un pretexto, ¿eh? Ahora estoy escribiendo cosas
de clase alta, que es algo que yo quiero conocer. La "paquetería” [se ríe],
que deja mucho que desear, te voy a decir... Es interesante, ¿eh? Pero sí, yo
vine de muy chico acá, y amo profundamente a Buenos Aires. Pero soy
entrerriano: tengo la lentitud provinciana y mi corazon-cito también está en
la patria chica.
-¿Qué nos vas a dar todavía, Isidoro?
-Bueno, como te dije no voy a dar a conocer mi poesía, así que
quédense tranquilos. [Se ríe.] Estoy preparando "Al acecho”, que ya está
por la mitad, y tengo esta “Novela para agradar”, que es divertidísima ...
Soy tan feliz, mirá, me divierto tanto haciéndola... El tema es desopilante y
no deja títere con cabeza. Es muy divertida. Pero claro: esto lo digo ahora,
porque todavía no la estoy corrigiendo. Quizás termine siendo un libro de
cuentos, no lo sé. Es una estructura cuentística para una novela.
-¿Cómo es tu sistema de trabajo: tenés computadora, máquina,
manuscribís en cuadernos...?
-Libretita de almacén, viejo [y saca de un cajón varias libretas, de
tapas azules, rojas, amarillas, y sonríe como un niño, feliz por la
revelación], Y todo a mano, con lápiz. Porque yo escribo a mano. Y
después se pasa a máquina: a veces le pido a Graciela que me los pase, a
veces a alguna chica, pero generalmente los paso yo porque es una
reescritura que me permite ir corrigiendo muchísimo.
-¿Cuántas veces reescribís un texto?
-Muchísimas veces. Muchísimas... Y es que siempre creo que es
perfectible, y que es perfectible, hasta que llega un momento en que la nuca
te dice hasta aquí llegaste... Uno lo sabe perfectamente.
-¿Sos de los que creen aquello de Alfonso Reyes, atribuido a
Borges, de que publicamos para no pasarnos la vida corrigiendo?
-Yo creo que sí. Además, soy muy vago para trabajar, en el sentido de
que tiene que haber una fuerza de afuera que me obligue a terminar. Ya
porque tengo un contrato firmado, ya porque me dieron la plata y me la
gasté, siempre necesito alguna compulsión. Es una cosa fatal. Si no,
empiezo a escri^r y enseguida me meto con de dónde venimos, a dónde
vamos, para qué todo, qué es lo primario, el ser, el pensar y ahí boludeando
se te va la vida. [Se ríe.]
-¿Sos disciplinado?
-Nooo, no tengo ninguna disciplina: doy muchas vueltas, empiezo a
cambiar las cosas de lugar, la decoración, me busco ocupaciones muy raras.
Y tengo mi pasión oculta, que es la pintura.
-¿Y el amor, Isidoro, es importante en la labor de un escritor?
-¿El amor? ¿El amor a una mujer? Es fun-da-men-tal, viejo ... Quien
no está enamorado es un pobre ser que deambula; es una babosa que ni
siquiera segrega nada, y que pasa sin pena ni gloria... Es inconcebible un
escritor sin amor. Yo creo que las pocas veces que me he puesto a escribir,
estuve enamorado. Siempre tenés que estar enamorado.
Así se escribe un cuento
se imprimió en Artesud, Concepción Arenal 4562, Ciudad de Buenos
Aires, en mayo de 2012. Distribuye en CABA y GBA: Vaccaro, Sánchez y
Cía. S.A. Distribuye en interior: D.I.S.A.

notes
1
Se publicó en la revista Puro Cuento N° 8, en Enero-Febrero de 1988,
págs. 28 a 31.
2
Bloom, Harold, Anatomía de la influencia. Editorial Taurus, Buenos
Aires, 2011.
3
Este texto se publicó en la revista Puro Cuento N° 1, Noviembre-
Diciembre de 1986, págs. 28-29.
4
Este texto se publicó en la revista Todo es Historia N“ 299, mayo de
1992.
5
Pronuncié esta conferencia en junio de 1987 en la Universidad
Nacional del Comahue (General Roca, Rio Negro), y en septiembre del
mismo año en el Museo de Bellas Artes de la ciudad de Corrientes. Se
publicó en la revista Puro Cuento N° 7, Noviembre-Diciembre de 1987,
págs. 28 a 31.
6
Bloom, Harold, op.cit.
7
Producto de múltiples factores, entre ellos el deterioro de la calidad de
los medios gráficos y televisivos; ciertos bombardeos publicitarios, y la
pobreza educativa y lectora generadas por la dictadura y no resueltas aún
por la democracia. Aunque no son materia de este libro, no puedo dejar de
apuntarlos.
8
Cortázar, Julio. ‘‘Algunos aspectos del cuento”. En revista Casa de las
Américas N° 1516, La Habana, Cuba, febrero de 1963.
9
Para la cuestión del estilo y la tersura de la prosa que hace llevadero un
texto, remito al lector interesado al impactante libro Ejercicios de estilo, del
novelista francés Ray-mond Queneau (Editorial Cátedra, Madrid, 1989).
10
Paredes, Alberto, Las voces del relato, Editorial de la Universidad
Veracruzana, Xala-pa, México, 1987.
11
Este texto fue leído en la 3* Feria Internacional del Libro en Bogotá,
Colombia, en mayo de 1990, en una mesa redonda que contó con la
participación del doctor Ray-mond L. Williams, entonces profesor en la
Universidad de Colorado, Estados Unidos; el poeta español Ja6é Agustín
Goytisolo; y los escritores colombianos Rafael Humberto Moreno-Durán y
Alvaro Pineda Botero. Se publicó un mes después en Puro Cuento N° 23,
Julio-Agosto de 1990, págs. 30 a 32. La presente es una versión revisada,
pero que conserva el ideario y la estructura del texto original.
12
En 2012 soy consciente de que la posmodernidad es vista como algo
superado, pero me parece que algunas de las ideas de este texto conservan
validez. Por eso sigue en este libro.
13
Ver mi libro El País y sus intelectuales. Historia de un desencuentro
(Ediciones Capital Intelectual, Buenos Aires, 2004).
14
Acerca del rol de los intelectuales y escritores "comprometidos" -que
en 1990 era tema de debates fle actualidad-, en las primeras ediciones de
este libro se incluía un largo capítulo al respecto. Sin embargo, y puesto que
hay enunciados que se desgastan con los años (creo que afortunadamente),
he dejado apenas una síntesis, que los lectores encontrarán en esta edición
en el próximo capítulo.
15
Me refería entonces a la caída del Muro de Berlín, el triunfo del
capitalismo proclamado como "fin de la Historia” y la globalización como
imposición del pensamiento único neoliberal.
16
Más de veinte años-después, caído el Muro de Berlín y con sus restos
el sistema soviético, y en un mundo en el que a partir de Internet las
comunicaciones se aceleraron y masificaron hasta lo ilimitado, podría
pensarse que la posmodernidad es una especie de eterna trenza inacabable,
algo así como un destino inherente a la creación.
17
Ésta es una versión reducida de mi discurso de apertura de las IV
Jornadas de Literatura Brasileira, en la Universidade do Passo Fundo, RS,
en Junio de 1991. Fue publicado completo en la revista Puro Cuento N° 30,
Septiembre-Octubre de 1991, y en la primera edición de este libro.
18
En 2012 podemos decir que esta práctica fue y sigue siendo habitual
para decenas de escritores y escritoras de todas las nacionalidades.
19
Estas ideas son de 1991. Obsérvese que en 2012 y en la Argentina, por
lo menos, es muy notable -y saludable- el protagonismo mediático de buena
parte de la intelectualidad. Un fenómeno que, en mi opinión, va de la mano
del descrédito en que cayeron primero las dirigencias políticas, sindicales,
empresariales y sociales, y luego los sistemas de comunicación, tanto
gráficos como audiovisuales.
20
Esta entrevista se publicó en la revista Puro Cuento N° 2, Enero-
Febrero de 1987, págs. 1 a 7.
21
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 19, Noviembre-
Diciembre de 1989, págs. 2 a 7 y ss.
22
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 3, Marzo-Abril de 1987,
págs. 1 a 6.
23
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 8, Enero-Febrero de
1988, págs. 1 a 6.
24
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 6, Septiembre-Octubre
de 1987, págs. 1 a 7 y ss.
25
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 9, Marzo-Abril de 1988,
págs. 1 a 6 y ss.
26
El cuento "Tía Lila” se publicó en Puro Cuento N° 9, Marzo-Abril de
1988, págs. 8-9.
27
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 5, Julio-Agosto de 1987,
págs. 1a 6.
28
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 7, Noviembre-Diciembre
de 1987, págs. 1 a 6.
29
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 10, Mayo-Junio de 1988,
págs. 1 a 6 y 14.
30
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 11, Julio-Agosto de
1988, pág 1 al 6 y ss.
31
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 31, Noviembre-
Diciembre de 1991, págs. 2 a 8.
32
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 32, Enero-Febrero de
1992, págs. 2 a 8.
33
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 15, Marzo-Abril de
1989, págs. 1 a 6 y ss.
34
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 1, Noviembre-Diciembre
de 1986, págs. 2 a 6.
35
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 12, Septiembre-Octubre
de 1988, págs. 3 a 8 y ss.
36
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N“ 33, Marzo-Abril de
1992, págs. 2 a 8.
37
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 13, Noviembre-
Diciembre de 1988, págs. 1 a 6 y ss.
38
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N°21, Marzo-Abril de 1990,
págs. 2 a 5.
39
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 24, Septiembre-Octubre
de 1990, págs. 2 a 7 y ss.
40
Esta entrevista se publicó en Puro Cuento N° 35, Julio-Agosto de
1992, págs. 2 a 8 y ss.
Sobre el autor

Mempo Giardinelli nació y vive en el Chaco.


Exiliado en México entre 1976 y 1984, a su regreso
fundó y dirigió la revista Puro Cuento. Su obra
literaria está traducida a veinte idiomas y ha recibido
diversos galardones, entre ellos el Premio Rómulo
Gallegos 1993 y el Premio Pregonero de Honor 2007.
En España ganó el Premio Grandes Viajeros 2000.
En Italia recibió los Premios Grinzane Montagna
2007 y Acerbi 2009. Y en 2010 fue galardonado con
el Premio Democracia (Literatura) en el Congreso de
la Nación. Ha publicado artículos y cuentos en casi
todo el mundo, y es columnista habitual del diario
Página/12. Es autor de una decena de novelas.
Entre las más conocidas: Luna caliente, La
revolución en bicicleta, Santo Oficio de la Memoria e
Imposible equilibrio. También es autor de varios
libros de cuentos y ensayos, y es un reconocido autor
de literatura para niños. Enseñó en la Universidad
Iberoamericana (México), la Universidad Nacional
de La Plata (Argentina) y la Universidad de Virginia
(USA). En 2006 recibió el Doctorado Honoris Causa
en la Universidad de Poitiers, Francia.

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