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MIS MÚLTIPLES

PERSONALIDADES
"¿Qué diablos
me está
pasando? Me
siento poseído.
Hablo
incoherencias
delante del
espejo y la voz,
que sale de mi
boca es la de
otra persona."

Cuando
pronunció estas
palabras
cameron West
tenía más de
treinta años y
era un próspero
hombre de
negocios,
felizmente
casado y padre
de un niño. La
voz
correspondía a
Davy, la
primera de las
más de veinte
personalidades
diferentes que
irían
apareciendo a lo
largo de varios
meses, sacando
a la luz los
recuerdos de
horribles
sevicias sufridas
por el mismo
West sin que él
tuviese
conciencia de
ellas. Así
aparecieron
Clay, de ocho
años, tenso y
tartamudo;
Dusty, de doce
años, simpática
y amable pero
algo contrariada
por encontrarse
en el cuerpo de
un hombre de
mediana edad;
Bart,
dicharachero y
dispuesto a
ayudar; Leif,
con su increíble
capacidad de
concentración y
su energía, que
a veces
abrumaba a
West con sus
exigencias… y
otras muchas
personalidades
máa, todas con
sus
características,
sus
idiosincrasias y
sus recuerdos
propios.
El autor aporta
un testimonio
conmovedor de
sus esfuerzos
por entender el
functionamiento
de su mente
fragmentada y
por sanar su
espíritu dañado
mientras se
aferraba con
desesperación
al delgado hilo
que le mantenía
unido a su
esposa Rikki, a
su hijo Kyle y a
una apariencia
de vida normal.
El trastorno de
disociación de la
personalidad as
desmitificado
aquí gracias a la
asombrosa
sinceridad del
autor, quien nos
conduce a
través del
proceso de
gradual
descubrimiento
de las partes de
sí mismo
lesionadas y
encerradas
fuera del
alcance de la
memoria.

Traductor: J. A. Bravo
Autor: Cameron West
ISBN: 9788401377228
MIS MÚLTIPLES
PERSONALIDADES
CAMERON WEST

Yo fui Bart, Hyle, Davy, Anna,


Dusty y… dieciocho personas más
Traducción de J. A. Bravo

PLAZA & JANÉS EDITORES,


S.A.
Título original: First Person
Plural
Primera edición: enero, 2001
© 1999, Cameron West
Editado originalmente por
Hyperion, Nueva York
© de la traducción: J. A. Bravo
© 2000, Plaza & Janés Editores,
S. A.
Travessera de Gracia, 47-49.
08021 Barcelona
Publicado por Linda Michaels
Limited, International Lite- rary
Agency
ISBN: 84-01-37722-6 Depósito
legal: B. 48.681 - 2000
Fotocomposición: Comptex &
Ass., S. L.
Impreso en Domingraf, S. L.
Pol. Ind. Can Magarola, Pasaje
Autopista, nave 12
Mollet del Valles (Barcelona)
A mi maravilloso hijo, para que lo
sepas todo
Agradecimientos
Quiero dar las gracias a todo el
personal de Hyperion que ha
intervenido en la elaboración de este
relato de mi vida, en especial a Brian
DiFiore, a Samantha Miller, a mi
directora Laurie Abkemeier y a Mary
Ellen O'Neill, que empuñó con gran
entusiasmo el timón editorial después
de la marcha de Laurie.
Mi agradecimiento muy especial
a mi agente Laurie Fox, de la agencia
literaria Linda Chester, por su visión,
apoyo constante, profesio- nalidad y
amistad. Y muchas gracias a Linda
Chester por su sabiduría y guía, así
como a su excelente personal, en
particular Joanna Pulci- ni y Gary
Jaffe. Gracias también a Linda
Michaels, Teresa Cavanaugh y Anne
Tente, de Linda Michaels Ltd. Me
considero afortunado por contar con
todos y todas ellas.
También quiero expresar mi
profunda gratitud a los doctores
Linda Riebel y Frank Utchen por su
amistad y apoyo, así como por leer
las pruebas.
No habría podido escribir este
libro sin el apoyo de dos mujeres que
me ayudaron a reconstruir los hechos
ocurridos en mi ausencia física o
emocional. Doy gracias a Janna
Chase por su fe, habilidad y
paciencia, y a Clay por el pañuelo y
a Switch por la insignia de sheriff.
Y naturalmente, a mi preciosa
mujer que rió cuando escribí algo
divertido, lloró cuando escribí algo
triste y me apoyó cuando no podía
escribir ni una sola palabra más. Me
gustas más que un helado de vainilla
en una noche de agosto.
Pequeño Gran Hombre, tú has
heredado un padre estropeado,
abollado, con los parachoques
chafados y las cuatro ruedas
desinfladas. Lo lamento. Pero tu luz
me ayuda a brillar, tu corazón me da
impulso, tu ingenio y tu risa me
mantienen dentro del carril.
Por último, a todos los huéspedes
del hotel Triste, donde siempre
hallarán refugio en el salón de la
Tranquilidad.
Mi gente
Soul es un alter ego sin edad que
apareció muy pronto y cuya función
consistía en infundirme esperanza y
así permitirme sobrevivir. Todavía
se siente su presencia pero pocas
veces aparece, ni siquiera durante las
sesiones de terapia.
Sharky es un alter ego tan
primitivo que al principio no era
capaz de articular palabras. Gruñía y
meneaba la cabeza de un lado a otro,
y lanzaba mordiscos a las mesas, la
ropa y las plantas. Hay un dibujo
hecho por otro alter ego que lo
representa como un tronco sin
miembros y con una bocaza llena de
dientes. Ha aprendido a hablar y a
comer con las manos o con tenedor.
No sale muy a menudo pero le gusta
compartir las golosinas con los
demás.
Davy tiene cuatro años. Es
cariñoso y triste. Fue el primero en
emerger pero ahora ya no sale
mucho.
Anna y Trudi son gemelas de
cuatro años. Anna tiene ojos de
tórtola y es alegre, con una sonrisa
tan ancha que me duele la cara.
Recuerda los abusos de que fue
víctima pero no alberga rencor ni
tristeza. Le gustan las galletas. Trudi
es sombría y melancólica, de las que
se apartan en un rincón. Ella también
recuerda, pero sólo el dolor, la
tristeza y el horror. Anna comparte
sus galletas con ella. Anna forma
parte del grupo esencial de los alter
ego que aparecen con más
frecuencia.
Mozart tiene seis años. Es muy
callado y frágil, y respira con
dificultad. No sale muy a menudo.

Clay, de ocho años, sale con


frecuencia. Durante mucho tiempo
solía tartamudear horrorosamente,
tenía los músculos tensos y no se
atrevía a mirar de frente. Ahora está
mucho más relajado. La tartamudez
casi ha desaparecido y está
aprendiendo a mirar a la cara. Tiene
un pañuelo que llevamos todos los
días. También es miembro del
círculo principal.
Switch tiene ocho años de edad.
Se siente terriblemente furioso por
los malos tratos, pero al mismo
tiempo es incondicional de uno de
nuestros verdugos, por lo que ha
dirigido su rabia contra mí y algunos
de los demás. Me ha hecho daño
corporalmente más de una vez. En
los últimos tiempos se le ve menos
furioso, y consiguió hacerse admitir
por todos los que forman el sistema.
Tiene su propia placa de sheriff y le
gusta lucirla. Es miembro del grupo
esencial.
Wyatt es un chico de diez años.
Brillante, sale a menudo y le gusta
hablar con la gente mientras pasea
por la periferia de las cosas. Se
mueve continuamente, se balancea,
camina, echa cuentas o estudia las
formas y las pautas. Le gustan las
palabras y sabe describir las cosas
de manera original. También forma
parte del grupo esencial.
Tracy, Kit, Nicky, Lake, Toy y
Casey son «los Chicos». Todos
aparecieron durante los primeros
meses, y por algún motivo se hallan
estancados en la época de la
presidencia de Kennedy, cuando sólo
se emitían en color los partidos de
béisbol y Bonanza. Con el tiempo
los Chicos se han ido confundiendo
los unos con los otros y han acabado
por desvanecerse y desaparecer. Ya
no son accesibles.
Dusty es una chica de doce años,
servicial y amable. A menudo sale
para ir a comprar y cocinar. Atiende
a los más pequeños y de vez en
cuando les lee libros de cuentos. La
contraría existir en el cuerpo de un
hombre de mediana edad. Es
miembro del grupo esencial.
Gail es la novata del sistema, no
habiendo emergido por completo
hasta la terminación de este libro. Al
principio callaba pero ahora se ha
hecho amiga de Dusty y lo hacen casi
todo juntas. Dusty le enseñó a hacer
pan. Probablemente acabarán por
confundirse en algún momento. Gail
también está en el círculo principal.
Keith tiene quince años, es
callado, modesto y se manifiesta
pocas veces.
Bart tiene veintiocho años. Es
contemporizador y divertido. Su
función en el sistema ha cambiado;
antes intimidaba a todos para
sonsacarles sus secretos, pero ahora
es el protector de los pequeños y les
levanta la moral. En colaboración
con Per, interviene para hacerse
cargo de todo cuando hay una crisis o
cuando lo veo todo demasiado negro.
Muchas veces su jovialidad nos ha
ayudado a permanecer a flote. A él le
gustaría ser más reflexivo y con
frecuencia se refiere a mí, medio en
broma, llamándome «el doctor» y en
ocasiones «el estirado».
Kyle apareció poco después de
Bart. Tenía la misma edad que éste y
era su íntimo amigo y compañero de
correrías. Con el tiempo Kyle fue
pareciéndose cada vez más a Bart
hasta que se confundieron y se
hicieron uno.
Leif es un hombre de más de
treinta años, dotado de una
concentración y una energía
increíbles. Se ha volcado por entero
en la acción, la productividad y los
resultados, sin concederse ni un
minuto de placer, ni echarlo en falta.
Solía colocarse detrás de mí e,
incluso sin dominarme por completo,
me empujaba constantemente a hacer
más y más. Ahora colabora con Bart
y Per para que yo me mantenga en
actividad, aunque a un ritmo más
humano y concediendo algún rato de
recreo y tranquilidad. Pertenece al
grupo principal.
Sky tiene más de treinta años, y
apareció muy pronto para ayudarme a
regular el caudal de emociones y
recuerdos evitando que yo y mis
«otros» quedáramos desbordados. A
medida que los del sistema
aprendíamos a comunicamos y
colaborar, fuimos necesitando menos
a Sky y ahora no aparece nunca.
Stroll tiene unos treinta. Es
serpentino y una máquina sexual, que
sólo vive para complacer a las
mujeres y aparece siempre que una
mujer, cualquiera sea su edad, se
muestra amable conmigo. Aunque
todavía le excita la atención de las
mujeres, ha asumido un rol diferente,
el de protector de los alter ego más
jóvenes, y ahora sólo aparece
durante las sesiones de terapia y, aun
así, con escasa frecuencia.
Per es un alma gentil, un
espiritual. Es poeta, artista, y se
vincula a las fuerzas del equilibrio y
la naturaleza. Es la paz y el
descanso. Nos ciñe tiernamente con
sus brazos y nos protege. Como
miembro del grupo esencial, es la
figura paterna para todos los demás.
Prólogo
Desde el piso de arriba, miro por la
ventana de mi habitación a través
de una cortina de niebla. En la calle
veo una vaga imagen debajo de una
farola. Entrecerrando los párpados la
figura cobra nitidez y puedo
distinguir una silueta humana. Me
acerco un paso como para asomarme,
las manos sobre el alféizar, la frente
apoyada en el frío cristal. ¿Quién es
ése?
Es un hombre delgado, moreno,
en camiseta y vaqueros azules. Está
haciendo algo pero no lo veo bien.
Me froto los ojos y apoyo de nuevo
la cara contra el vidrio, tratando de
ver. El hombre moreno se inclina
sobre un lavabo blanco dejado en la
acera y provisto de un espejo. Parece
que lleva algo en la izquierda, un
objeto afilado. ¿Qué está haciendo?
Entonces me doy cuenta de que
lleva el antebrazo derecho
ensangrentado. De los dedos le gotea
sangre que va a parar al lavabo. Él
mira al espejo y después se examina
el brazo. Sigo la dirección de su
mirada y descubro que la sangre
brota de una incisión de unos doce
centímetros en el antebrazo. También
desprende goterones de sangre el
cuchillo, ancho y corto. Ahora lo
pasa otra vez sobre el antebrazo y
otro brote de sangre inunda la herida,
corre brazo abajo y cae en la pila del
lavabo.

De pronto una fuerza conocida se


apodera de mí, una succión
silenciosa que saca mi viscoso yo
por la ventana y lo lleva a la otra
acera. Ahora estoy detrás del hombre
del brazo sanguinolento, inclinado
sobre el lavabo. Él me ve por el
espejo y, como un globo hinchable
que se llena de melaza, me inflo poco
a poco y voy rellenando su cuerpo.
Ahora estoy dentro. Bajo los ojos y
veo la mano izquierda que sostiene el
cuchillo, y luego la carne abierta que
rezuma color rojo. La mirada va al
espejo y desde alguna isla de mi
mente algo me dice que ésta es mi
cara que me está mirando, que es mi
mano la que sujeta un cuchillo, y que
es mi brazo el que vierte sangre en el
lavabo. ¡Oh, Dios mío! La luz se
intensifica y me hiere los ojos. Tengo
la cara congestionada, color púrpura.
La realidad es un insecto que trepa
por mi nuca y se mete en la oreja
derecha para susurrar una sola
palabra, estirando las sílabas:
—Biennnvenidoooo.
Oh, no. Otra vez, no. ¿Quién me
ha cortado? ¿Quién está
haciéndome esto?
—Soy Switch —dice una voz.
En el espejo veo un par de ojos
que no me pertenecen. Switch me ha
lastimado el cuerpo. Ha sido él otra
vez.
Contemplo mi mano izquierda,
que deja el cuchillo sobre el borde
de la pila, y una burbuja húmeda de
tristeza resbala de la trastienda de la
mente hacia los ojos. Y se convierte
en una lagrimita que va creciendo,
hasta que se desprende y baja por la
mejilla izquierda. Switch es tan
joven y está lastimado…
Con un sobresalto me doy cuenta
de que toca arreglar el desaguisado.
Abro el grifo del agua fría y me
pongo a limpiar la sangre. Hago
compresas de papel higiénico para
restañar el tajo del antebrazo
derecho. Le echo un vistazo. La
herida es profunda, se ve el tejido
graso y el músculo, aunque no duele.
Es sólo una sensación leve, como un
picor en el brazo. Sigo secando la
herida hasta que sólo rezuma un poco
y me pellizco la epidermis a fin de
ver si será necesario acudir a
urgencias para que le pongan unos
puntos, o si se podrá arreglar con
unas tiritas. Separo los bordes de la
herida con los dedos. ¡Condenación!
Habrá que suturarla.
El caso es que no deseo ir a
urgencias. Allí me conocen. Meneo
la cabeza, contrariado. Será
necesario inventar alguna mentira
para explicar por qué me he cortado
con un objeto afilado. Veamos…
¿Estaba cambiando el linóleo del
suelo de la cocina y la cuchilla se
me escapó de la mano? Floja.
Procuraré ser convincente, pero ellos
sabrán que es mentira. Y también
sabrán que yo sé que ellos saben que
es mentira.

—¡Mierda! —grito, y el clamor


de mi propia voz me sobresalta.
Nadie se hace daño tantas veces en
el mismo lugar, ¡por Dios!, y cuando
digo esto me refiero a que podríais
jugar al tres en raya sobre mi
antebrazo. Ellos se quedarán
mirándose los unos a los otros,
arquearán las cejas y se preguntarán
si no sería preferible Ingresarme,
pero finalmente no lo harán. No me
ingresarán para tenerme en
observación porque me doy mucha
maña en parecer normal. Son
médicos y enfermeras del turno de
guardia, no psiquiatras. No saben
nada de personalidades múltiples y
mi aspecto es demasiado civilizado
para ser un navajero. Los tipos bien
vestidos y de mediana edad no se
presentan con el brazo rajado en los
servicios de urgencias, a no ser por
causa de un accidente. Así que me
dejarán escapar.
No obstante, me pregunto cómo
le ocultaré esta herida a Kyle. En
cuanto a Rikki, tendré que llamar a su
despacho y contarle que me he
cortado de nuevo. La última vez,
cuando ella entró y me descubrió no
tuve tiempo para limpiar toda la
sangre. Estábamos a punto de salir
para cenar en casa de unos vecinos y
fue tan grande la frustración que se
echó a llorar y me dijo con rabia que
me largase solo al dispensario. Así
que ahora le telefonearé para que
sepa lo que va a encontrar en casa.
Es lo mínimo que puedo hacer.
Una tristeza me oprime el pecho
mientras me envuelvo el antebrazo
con gasa y limpio la sangre. En mi
cabeza oigo un confuso rumor de
voces de los «otros». Preguntan qué
ha pasado. Conduzco hasta el
hospital meditando cómo he de
representar mi papel en urgencias
para marcharme cuanto antes sin que
me descubran. Más tarde, cuando
esté de regreso, podré abandonarme
a la extraña pero conocida
indiferencia que suele invadirme
cuando me he cortado. También me
sobreviene una especie de fatiga,
pero no mía… sino de Switch.
—Cuando regresemos a casa nos
acostaremos todos —digo en voz
alta, procurando hablar con
autoridad. Resonancia insólita de mi
voz en el coche vacío.
Una vez con el brazo vendado y
de nuevo en casa, ha caído sobre mí
esa suave oleada de serenidad que lo
despeja todo. Pero incluso mientras
está ocurriendo eso, pienso —
pensamos todos— que éste no ha
sido un buen día.
PRIMERA PARTE
EL
HOTEL
TRISTE
1
Yosobre
estaba tumbado de espaldas
la alfombra beréber blanca
de nuestra sala, y admiraba los
autorretratos de una lujosa edición de
arte titulada Rembrandt: la forma y
el espíritu humanos. Era uno de los
diversos libros de arte que Rikki y
yo fuimos regalando a mi padre en el
decurso de los años. Cuando él
murió a la edad de cincuenta y nueve
años recuperamos esos libros, de lo
cual me alegré, aunque habría
preferido que no retornasen a nuestra
propiedad tan pronto.
Cada vez que contemplo un
autorretrato de Rembrandt siento
algo muy íntimo y privado, y también
triste como un tramo solitario de río
visto por la noche. Entonces sé que
estoy contemplando directamente el
alma del autor. Y por alguna razón,
cuando miro esos cuadros me siento
un poco más cerca de papá, aunque
probablemente hasta Rembrandt lo
conocería mejor que yo.
Era una tarde de mediados de
octubre. Los días eftpezaban a
acortarse y el frío condensaba la
respiración. Alrededor de nuestra
casita de piedra las hojas de los
árboles habían cambiado el color y
no tardarían en desprenderse. La
casa difundía aquella sensación de
nido caliente y acogedor, que fue lo
primero que nos atrajo de ella.
Pronto las ramas desnudas de los
árboles nos dejarían ver la vivienda
del vecino más próximo, enfrente y
calle abajo, a unos doscientos metros
de nuestra pequeña posesión de
hectárea y media en la cima.
Rikki estaba junto a la mesa
blanca de fórmica de nuestra cocina,
que es pequeña pero con mucha luz y
comunicada con la sala de estar.
Dicha mesa ofrecía el alegre
espectáculo de los ingredientes para
la elaboración de una pizza casera,
ya picados y preparados, que es una
de mis dos comidas favoritas. La otra
son los raviolis hechos en casa con
salsa al pesto. La masa acababa de
leudar y estaba puesta sobre la
bandeja perforada de hacer pizzas;
en uno de los fogones iba llegando a
término la cocción de una suculenta
salsa, y se veía un gran trozo de
mozzarella junto a un rallador de
acero inoxidable con mango
amarillo. Las aceitunas negras, las
setas de Crimini y una tira de
pimiento que brillaba de tan rojo
estaban ya a punto, y la mano experta
de Rikki cortaba en rodajas una
cebolla de Vidalia con un cuchillo
Henckels de veinte centímetros de
hoja sobre una vieja tabla de picar
redonda de teca, uno de los regalos
de boda que tuvimos hacía doce
años.
Los nuevos mocasines L.L. Bean
de ante que acababa de regalarme
Rikki para mi trigesimoséptimo
cumpleaños —nuestro cumpleaños
en realidad, ya que ambos cumplimos
el mismo día— estaban en el suelo, a
mi lado, y también Kyle, de cinco
años entonces, tumbado boca abajo
en su pijama rojo y azul de
Spiderman, capucha incluida. Ha
convertido mis mocasines en
barricada para sus soldaditos de
juguete y la batalla está en curso,
amenizada por Kyle con excelentes
efectos de diálogo y sonido. Hasta
que una explosión demasiado
salivácea me salpicó la oreja.
—¡Caray, Kylie! —exclamé
poniendo cara de asco al tiempo que
me enjugaba la oreja frotándola
contra el hombro.
—Lo siento, papá —se disculpó
él con su voz más humilde.
Nos miramos durante un segundo
y luego soltamos una carcajada al
unísono. Dejé a un lado el libro de
Rembrandt, hice un rodillo a la
derecha y me incorporé sobre el
codo.
—¡Bah! Esto no ese nada —
continúe—. Una vez cuando eras
pequeño de verdad… de unos tres
meses… y yo estaba tumbado de
espaldas y te levantaba en el aire
jugando a que tú eras Superman…
Rikki me apuntó con el cuchillo y
asintió sin desviar la mirada de su
tabla de picar.
—¡Vaya! Todavía me acuerdo —
sonrió.
—Bien —proseguí—, yo estaba
de espaldas y tú dando tumbos por el
aire mientras yo gritaba «Su… per…
maaan». Y entonces, de repente… ¿a
que no adivinas lo que pasó? Pues
que vomitaste toda la comida (así,
¡puaaj!) ¡en mi oreja!
Kyle se echó a reír y se le
escurrió un moco, el cual quedó
colgando sobre el labio.
—¡Corre! —grité—. Ve con
mamá para que te limpie.
Él se incorporó de un brinco y
corrió a la cocina al tiempo que
intentaba sorberse las narices. Rikki
dejó el cuchillo, tomó una servilleta
de papel y le tapó la naricilla para
que se sonase.
—En mi oreja —insistí—. ¡Toda
la papilla caliente en la oreja!
Rikki arrojó la servilleta al cubo
de la basura que estaba debajo del
fregadero y cogió el cuchillo para
trinchar otra cebolla.
—Si eso te ha parecido
divertido, Kyle, verás ahora —dijo
inclinándose sobre la mesa—.
Cuéntaselo, papá.
Asentí recordando a qué se
refería. La paternidad y doce años de
convivencia nos proporcionaba esa
compenetración y confortable
entendimiento que no requieren
palabras y que provienen de miles de
experiencias compartidas. Meneé la
cabeza sonriendo.
—Ya lo creo que te va a gustar,
pequeño gran hombre.
—¿El qué, papá? —preguntó él
mientras regresaba a tumbarse cerca
de mí para reanudar la batalla contra
los mocasines—. ¿Qué me va a
gustar?
—De acuerdo. Eras todavía más
pequeño que cuando eructaste en mi
oreja, y…
—¿Que eructé? —se extrañó él
—. Qué cosas más raras dices, papá.
—¡Alto ahí! —dije poniendo la
cara de Groucho, con las cejas y el
cigarro imaginario—. El que diga
que digo cosas raras tendrá que
vérselas connggo.
Rikki reía oyéndonos. Hice una
pausa y me detuve a contemplarla
mientras ella seguía picando
hortalizas. Me gustaba verla reír, y
me gustaba el sonido de su risa. Era
una risa fácil, de buena persona, de
buena compañera. Y seductora
también, cómo no. Nunca me cansaba
de mirarla. Treinta y siete años, uno
sesenta y cinco de estatura. Piernas
largas, bien torneadas, que nunca
desfallecieron en ninguna excursión,
cabello lacio color miel en melena
suelta hasta los hombros, grandes y
profundos ojos azules que
enamoraban a todas las personas.
Kyle me tocó con el dedo para
sacarme de mi ensoñación y suplicó:
—Anda, continúa, papá.
—¿Eh? ¿Dónde estábamos? ¡Ah,
sí…! Pues tú eras muy pequeño, de
cuatro semanas quizá… —Me volví
hacia Rikki arqueando las cejas con
expresión interrogadora.
—Ajá —dijo ella—. Cuatro
semanas recién cumplidas.
—Eso es —dije—. Y resulta que
estábamos grabando un vídeo con esa
cámara vieja y abollada, ¿te
acuerdas? —Me volví de nuevo
hacia Rikki, que asintió.

—Vieja cámara —repetí—. Salía


todo de color verde. Mamá sostenía
la cámara y nosotros estábamos
sentados en la sala de estar. La de
nuestra casa de Nashville. Tú estabas
sobre mis rodillas, desnudo… o tal
vez llevabas una camisa, no me
acuerdo.
—Llevaba una camiseta —apuntó
Rikki.
—Y ¿por qué no llevaba
pañales?
—No me acuerdo —se encogió
de hombros ella—. A lo mejor
estaban secándose.
—En cualquier caso —continué
—, tú estabas sentado sobre mis
rodillas y mamá nos estaba grabando,
y de pronto, preep, soltaste una caca
sobre mis piernas.
Rikki se mondaba de risa. Kyle
se echó a reír histéricamente,
sujetándose la barriga.
—Todo ha quedado en el video
—aseguré meneando la cabeza—.
¡Toda la escena grabada para la
eternidad! ¡La primera vez que mi
hijo se cagó en mí!
—¡Y no fue la última! —rió
Rikki; tenía los ojos llorosos y se
sorbía la nariz, por el efecto de la
cebolla—. Pero ésa fue la clásica —
concluyó mientras se secaba los ojos
con la manga de su jersey.
Kyle sentó a uno de sus soldados
sobre mi cabeza, sacó la lengua
haciendo preep y rió un rato más,
después de lo cual dijo:
—Oye, papá. Quiero jugar a
aventureros del espacio.
Aventureros del espacio era un
juego que consistía en tumbarme de
espaldas en el suelo, con las rodillas
dobladas y afirmando los pies en el
suelo. Kyle montaba a horcajadas
sobre mi estómago. Entonces yo, con
las palmas de las manos lo sujetaba
por la parte inferior de los muslos y
las nalgas y lo mantenía en
equilibrio. A lo que él, con su voz de
pito, anunciaba con énfasis (y ésa era
la parte que más me gustaba):
«Damas y caballeros, niñas y
niños… una vez más
comienzaaaaa… ¡aventureros… del
espacio!» Tan pronto como él hacía
este anuncio yo lo sacudía muy
fuerte, y lo alzaba en el aire al
tiempo que imitaba el ruido de un
lanzamiento espacial. En el momento
de extensión total de los brazos yo
gritaba: «¡Aprieta el botón para salir
al hiperespacio!» Él obedecía
apretando un imaginario botón en su
rodilla izquierda. El rugido de los
cohetes se intensificaba y yo lo
sacudía y lo levantaba un poco más.
Al cabo de unos segundos, lo
inclinaba de un lado a otro mientras
yo tosía y hacía ruidos entrecortados.
«¡Oh, no! ¡Estamos perdiendo altitud!
—gritaba yo, haciendo eses con él—.
¡Mira abajo!» Él reía como un loco y
se agarraba a mis muñecas,
totalmente agotado, y yo entonces lo
derribaba al suelo y nos
revolcábamos entre risas. Pero un
segundo después él sé ponía en pie y
exclamaba: «¡Otra vez, papá!» Y era
menester repetirlo todo otra vez.
Kyle y yo no jugábamos a
aventuras del espacio hacía bastante
tiempo, o por lo menos así me lo
parecía. Por más que me costara
admitirlo, yo no estaba ya en
condiciones de lanzar al aire los
dieciocho kilos que pesaba el
angelito.
Le dije a Kyle que lo sentía pero
que no tenía ganas de jugar a ese
juego. Él se encogió de hombros y
retornó al suyo, y yo dediqué de
nuevo mi atención a Rembrandt. Al
poco Rikki nos llamó a la mesa.
Después de cenar sentí necesidad
de tumbarme, porque como de
costumbre me encontraba mal. Me
atormentaba una sinusitis cuyos
síntomas parecían empeorar después
de las comidas. De manera que, sin
ayudar a quitar la mesa, fui a la sala
de estar y me dejé caer en el sofá.
Rikki se llevó a Kyle arriba para
bañarlo. Me quedé a solas mirando
el techo, muy fatigado y bastante
contrariado. Observé una telaraña en
un rincón de la librería empotrada de
roble. Se veía incluso una mosca
momificada, ya privada de sus jugos
vitales. Me estoy muriendo. Aparté
aquel pensamiento. ¡Qué caramba!
¡No voy a perderme ese baño!
—¡Esperadme, chicos! —
exclamé—. Ahora mismo voy. —
Solté un gruñido e hice un primer
esfuerzo por incorporarme.
—¿Estás seguro? —preguntó mi
esposa mirándome desde el rellano
de arriba.
—Psé —con otro gruñido, me
puse en pie y, procurando no
agacharme demasiado para no
desperdiciar energía, quise cazar al
paso uno de los mocasines y fallé.
Respiré hondo y me agaché otra
vez. Los sacudí para sacarles los
soldaditos de plástico y luego me los
puse. Así me arrastré hasta la
escalera en forma de L y me icé con
ayuda del pasamanos para comenzar
la ascensión.
Rikki y Kyle estaban en el cuarto
de baño, llenando la bañera. Rikki
me apretó afectuosamente el brazo y
me miró con cara de preocupación.
La besé en la mejilla y me volví
hacia Kyle.
—Oye una cosa, pequeño gran
hombre —dije con animación.
—¿El qué?
—¿Te gustaría tomar un baño con
la crema de afeitar? —busqué el bote
y lo sacudí un par de veces.
Él lanzó los puñitos al aire:
—¡Sííí! ¿Y podré disparar con
ella?
—Claro —contesté yo, aunque no
sin mirar de reojo a Rikki.
Ella me miró arqueando las cejas
y se volvió hacia Kyle:
—Pero procura no echarla fuera
de la bañera, ¿quieres, cariño?
—No te preocupes, mamá —
respondió él con optimismo.
Rikki probó la temperatura del
agua con el dedo y cerró el grifo.
—Anda, Spiderman, quítate la
ropa y métete en el agua. Voy por tus
soldados.
Bajé la tapa del inodoro y me
senté a contemplar el baño de Kyle.
Apretando el difusor con las dos
manos, disparó la primera andanada ,
de crema de afeitar contra la
jabonera.
—¡Fenomenal! —exclamó.
Sonreí. Desde luego debía ser
fenomenal para un crío que se le
permitiese jugar a su antojo con la
espuma de afeitar. Apoyé la espalda
contra la cisterna y me dispuse a
seguir mirando.
Antes de un minuto regresó Rikki
con un barreño de plástico
transparente lleno de personajes de
acción. Kyle eligió algunos sin soltar
el bote de espuma, su nueva arma
favorita. Eligió a Shredder, una
especie de gladiador que lucía un
casco decorado con varias filas de
dientes de sierra, y le disparó una
cantidad de espuma que habría
bastado gara veinte afeitados, riendo
diabólicamente.
A mi lado, Rikki me daba un
poco de masaje en la espalda con la
derecha. El baño se llenó de ese
aroma a sucedáneo de lima que
tienen las cremas de afeitar y que
supuestamente nos hace más viriles a
los olfatos de las mujeres.
Aparté la mirada de Kyle para
volverla hacia el espejo y me fijé en
el perfil de Rikki, que seguía a mi
lado. Suave y radiante. Luego
contemplé mi propio reflejo. La agria
luz amarilla no resultaba tan
favorable para mí, ni mucho menos.
Dentro de dos días volverá a
abrirme. Nada que hacer, soy
hombre muerto.
Una hora más tarde Spiderman
dormía como un tronco en su cama.
Las paredes y el suelo del cuarto de
baño quedaban limpias de espuma, la
mesa despejada, la casa cerrada con
llave y el termostato apagado. Rikki
se metió conmigo en la cama.
Llevaba sólo una camiseta
holgada con una serigrafía de la
portada de Let It Be, de los Beatles.
El retrato de Paul cubría el pecho
derecho y el de John el izquierdo;
George y Ringo quedaban debajo.
Mejor para John y Paul. Estábamos
tendidos mirándonos el uno al otro,
con las manos unidas. La piel cálida
y femenina olía como fruta fresca.
Efecto de los jabones Caswell-
Massey, mi regalo de cumpleaños.
Inhalé profundamente por la
nariz.

—¡Yummm! ¿El de fresa?


—No, el de granada.
Callamos un rato, mirándonos a
los ojos, y Rikki fue la primera que
rompió el silencio.
—Sé que estás asustado por la
operación —dijo, al tiempo que me
apretaba la mano—. Todo saldrá
bien, Cam. Pasaremos por esto y
luego te encontrarás mucho mejor.
Se refería a la doble sinusotomía
maxilar y etmoides que me esperaba
dentro de dos días: la cuarta
operación de este tipo para mí, y la
tercera en los últimos cuatro años.
Seguí mirándola a los ojos pero no
dije nada.
—Llevas demasiado tiempo
sintiéndote mal. Ya iba siendo hora
de buscar una mejoría. —Me pasó la
mano por el cabello y me besó—.
Todo saldrá bien. Yo estaré a tu lado
todo el rato, ya lo sabes. No te dejaré
solo.
—Estas operaciones no
solucionan nada de manera
definitiva, Kid —dije en voz baja—.
No sé por qué. Es como si lo tuviera
en los huesos. Como si estuviera
enfermo hasta los huesos, y no hay
nada que hacer. Mercer tampoco lo
remediará. No es más que un hombre
con un bisturí. —Meneé la cabeza—.
Es algo más profundo, algo que no
funciona bien.,, que no ha funcionado
nunca.
Seguimos mirándonos.
—Has sido una excelente
compañera y una buena madre.
Rikki me dio otro apretón en la
mano, y por la mejilla le resbaló una
lágrima.
—Te ha tocado un saldo de
marido —dije, pero entonces me
derrumbé y me puse a sollozar
también—. Lo siento mucho, Rik.
Ella me atrajo hacia sí apoyó mi
cabeza sobre su hombro. Siguió
acariciándome el cabello, y lloramos
juntos.
—Lo conseguiremos —susurró
—. Ya lo verás. Todo saldrá bien.
Pero en el fondo de mi corazón
yo no lo creía.
2
Metí mi Mercedes 450 SLC azul
metalizado en el aparcamiento
frente a mi despacho y con esfuerzo
salí de la carcasa metálica. Mi
hermano Tom y yo éramos
copropietarios de una empresa que
producía material publicitario
especial por encargo; las cifras de
negocio eran altas, y la competencia
tenía el colmillo afilado.
Yo estaba a punto de cerrar un
trato con los laboratorios Anson.
Esta compañía, cliente nuestra, se
disponía a lanzar un nuevo producto
farmacéutico para el cual yo había
desarrollado un artículo de
promoción. Se trataba de una nueva
cuchara dosificadora de plástico, de
aspecto futurista, con que los
visitadores de los laboratorios
podrían obsequiar a los médicos,
enfermeras y farmacéuticos que
visitasen. La Anson empleaba unos
tres mil representantes y tenía en
estudio la compra de más de un
millón de cucharas. Como aquel
diseño me pertenecía, si el acuerdo
llegaba a buen término estaríamos en
condiciones de embolsarnos unos
cientos de miles de dólares.
En lo de las cucharas me quedaba
un par de detalles por aclarar antes
de entrar en el quirófano al día
siguiente. Con tal que consiguiera
fijar la atención durante una hora o
poco más. No iba a resultarme fácil.
Últimamente nada me resultaba fácil.
Traspuse la puerta de cristal
dejando a mis espaldas una mañana
luminosa, para entrar en la colmena
de gente atareada y luz cenital
fluorescente. La recepcionista y los
técnicos del servicio de asistencia al
cliente tecleaban en sus ordenadores
y Diana, mi mano derecha, inclinada
sobre el fax, sujetaba el teléfono
entre la oreja y el hombro mientras
tiraba con ambas manos del papel
para ayudar a que saliera el mensaje.
Diana tendría menos de treinta
años y era bonita, con nariz pecosa y
cabello castaño cortado a lo paje.
Con aquella cara y aquella figura
deportiva, cuando salía a correr sin
duda cosechaba más de un silbido
masculino. Volviéndose hacia mí,
enarcó las cejas, sonrió, asintió con
la cabeza y apuntó hacia el fax, todo
al mismo tiempo. Correspondí con
una débil sonrisa, mascullé un hola y
me refugié rápidamente en mi
despacho.
Una vez cerrada la puerta, arrojé
la americana sobre el sofá de cuero
marrón y casi derribo el florero
japonés de la mesita del centro. Con
un suspiro me dejé caer en el sillón
de respaldo alto. Del antedespacho
me llegó la voz de Diana, que
hablaba por teléfono:
—El fax, está llegando ahora
mismo, Harry, y Cam acaba de
entrar. Enseguida se lo paso.
¿Quieres hablar con él ahora o que te
llame dentro de un rato? De
acuerdo… hasta luego.
El interfono hizo bip y Diana
dijo:
—Es el fax de Harry. Tenía que
hacer una llamada urgente, y le he
dicho que usted le llamaría
enseguida. ¿Puedo pasar?
Cuatro segundos después entraba
en mi despacho. Me entregó el fax y
se sentó frente a mi mesa en uno de
los dos sillones que tenemos para las
visitas, con el bloc de notas y el
bolígrafo ya preparados.
El fax era una copia de los
croquis de la cuchara dosificadora
hechos por nuestro delineante, vista
por arriba y en proyección lateral. Al
pie de la página venía el presupuesto
para un molde de dos piezas y una
serigrafía a tres colores, con
desgloses de precios y plazos de
entrega para diferentes cantidades.
Pulsé el botón del
intercomunicador de Tom.
—Buenos días.
—¡Tú otra vez!
—Es lo mismo que me digo
cuando me contemplo en el espejo.
Acaba de llegar el fax de Hairball.
Diana está aquí.
—Voy ahora mismo.
Tom y yo éramos diferentes, y no
sólo por la edad (él es mayor que
yo), sino en otros muchos aspectos.
Él era alto y gordo como mi padre,
mientras que yo soy delgado y de
estatura mediana. Él tenía una
memoria fabulosa y yo siempre
necesitaba anotarlo todo. Él era
capaz de aguardar hasta el último
momento sin perder la esperanza de
que todas las piezas acabarían por
encajar, y yo en cambio procuraba
tener soluciones alternativas para
cualquier eventualidad y no confiaba
en radie. Excepto en Rikki.
Al cabo de unos segundos entró
Tom y pasó a ocupar el otro sillón.
Le tendí el fax.
—Deberías estar en la cama —
dijo él sin mirarme.
—Lo haré tan pronto solventemos
esto —respondí mientras sacaba una
calculadora y me ponía a teclear
unos números—. ¡Vaya! Suculento…
o eso parece.
Tom sonrió y asintió sin dejar de
mirar el fax:
—Sí que lo parece.
Dejé la calculadora y procuré
sentarme bien erguido. Diana
esgrimió el bolígrafo. Yo respiré
hondo y empecé.
—Se tendrá que fabricar una
preserie de muestra y los de Anson
no correrán con ese gasto. Quiero
que Harry vaya a medias con
nosotros en cuanto a los 6.200
dólares de los moldes… lo cual
aceptará, porque eso ha de ser como
una propina para él, supongo… La
preserie de homologación debe estar
aquí dentro de una semana, serigrafía
a res colores incluida, y no menos de
veinticinco unidades.
Tom dijo:

—Que las envíen a mi atención,


Diana, y por mensajero urgente.
Deben presentarlas perfectas.
—Handwerker querrá conseguir
algunas fuera del circuito comercial
—dije—, y le diré a todo el mundo
que fue idea suya. Harry dice que si
fabricamos un millón mantendrá la
sobretirada en un tres por ciento. Le
diremos a Handwerker que más o
menos un cinco por ciento redondea
el pedido, y que Harry haga una
sobretirada del cuatro o el cuatro y
medio, según la cantidad. Voy a
rehacer los números, y llamamos a
Handwerker, y luego tú le envías por
fax el presupuesto definitivo. El
negocio es nuestro. Es nuestra
oportunidad para el pillaje. Cuando
hayamos terminado con esto, Gengis
Khan se afiliará a nuestro club de
fans.
Diana terminó de tomar notas y
levantó la mirada.
—Eso es todo, gracias —dije,
arrellanándome en el sillón.
—Queda anotado —replicó
Diana con unos golpecitos del
bolígrafo sobre el bloc. Se puso en
pie y salió del despacho. Tom se
puso en pie también.
—Estuvo bien ese rugido, tigre
—meneó la cabeza conteniendo la
risa—. Conque Gengis Khan, ¿eh? —
Se detuvo junto a la puerta y se
volvió a mirarme—. Vete a casa.
—Dentro de diez minutos —le
aseguré, enjugándome la frente con la
manga.
Hice los cálculos de la oferta
definitiva y luego llamé a
Handwerker. Pareció satisfecho con
el precio, aunque todavía refunfuñó
un poco, tal como habíamos previsto.
Le recordé que el diseño era mío, y
me prometió no aventar la oferta.
Colgamos, e hice que Diana le
enviase el fax con las cifras. Para mí
fue el remate. Podía irme a casa y
tumbarme en el sofá.
Antes de salir fui al servicio para
remojarme la cara con agua fría.
Luego busqué a tientas unas toallas
de papel y me sequé la cara. Palpé en
busca de mis gafas de montura
metálica, que había dejado junto al
grifo, y me las puse. Sólo entonces
abrí los ojos para contemplarme en
el espejo, y sucedió una cosa muy
extraña.
Un súbito escalofrío me recorrió
como una corriente eléctrica e hizo
temblar todo mi cuerpo durante un
instante. Empecé a mascullar sílabas
incomprensibles, como si tratase de
decir algo habiendo perdido el
control de los músculos faciales.
Aterrorizado miré de nuevo al
espejo y vi una imagen, la mía, pero
ausente, mirando al vacío y
balbuciendo incoherencias. No
conseguía entender mis propias
palabras. ¿Qué me está pasando? Y
luego, con otro estremecimiento, todo
volvió a la normalidad y el balbuceo
cesó. Me dejé caer en el suelo,
respirando con ansiedad, el corazón
desbocado. Sentí en las manos el frío
de las baldosas.
Trascurrido un par de minutos me
atreví a ponerme en pie. Menos mal
que a nadie se le ocurrió entrar en
ese momento. Estás muy enfermo.
Vete a casa. Arrastrando los pies,
regresé a mi despacho, me puse la
americana como un autómata y salí
sin despedirme de nadie.
Conseguí llegar a casa sano y
salvo, subí a la habitación casi a
gatas me eché en la cama, donde
perdí toda noción del mundo hasta la
hora de cenar. A Rikki no le conté
nada de lo ocurrido.

La mañana siguiente, a las nueve


entré en el quirófano. Rikki estuvo a
mi lado todo el día y toda la noche,
tomándome de la mano y dándome
trocitos de hielo para alivio de mi
garganta reseca. Tumbado en la
incómoda cama de la clínica, con la
nariz llena de algodón y las encías
suturadas, me notaba la cara como si
me hubiese pasado por encima un
camión.
El doctor Mercer dijo que la
operación había sido un éxito, pero
pocos días después de ser dado de
alta desarrollé una severa infección
en el seno maxilar derecho. La
presión de la infección rompió los
puntos sobre la parte superior
derecha de la dentadura, donde el
bisturí había entrado en la cavidad
ósea a través de la encía, y la herida
quedó abierta.
Mi sistema inmunológico estaba
tan debilitado después de tantos años
de antibióticos, de la enfermedad
misma y la intervención quirúrgica,
que la lucha contra la infección fue
como querer combatir un maremoto
con un paraguas. Y aunque durante
mucho tiempo yo había caminado por
la pedregosa senda de la enfermedad
crónica, nunca había tenido un
tropezón al borde del precipicio. En
esta oportunidad, en cambio, tuve la
sensación de estar resbalando hacia
el abismo sin encontrar un punto de
apoyo, y que desde sus fauces subía a
mi encuentro una densa humareda
negra y el calor de los rescoldos que
ardían en el fondo.
Una semana después de mi
regreso a casa yo estaba en mi
postura acostumbrada, tendido de
espaldas bajo los cobertores y cerca
de un difusor que zumbaba
quedamente y me echaba a la cara
una niebla fría y húmeda para
facilitarme la respiración. Yo no
podía respirar por la nariz, y tenía la
sensación de que me habían
cepillado la garganta con un
desatascador. Un poco más allá el
vídeo pasaba una cinta de viejos
capítulos de MASH, mientras yo
seguía mirando fijamente el techo
blanco y me notaba la cabeza como
una granada con el seguro quitado.
Sonó el teléfono. Kyle estaba en
la escuela y Rikki acababa de sal::
para la compra del día. Yo me
hallaba a solas con mi desgracia.
Cor. una mano pulsé el botón del
mando para quitar el sonido del
televise: mientras con la otra
tanteaba en busca del teléfono.
—Hola —grazné.
Era Tom.
—Hola, muchacho, ¿cómo estás?
—repuso en ese tono de falso
optimismo con que te hablan las
personas cuando les consta que estas
muy mal y no saben qué decir.
—Mejor que nunca —contesté,
aunque el sonido que me salió debió
parecerse más a un maullido. Sentía
la cara como si me hubiesen
colocado una máscara de diez kilos
revestida de alfileres por dentro.
—Ya llegaron las piezas de la
preserie —anunció Tom—. A
Handwerker le han gustado. El trato
se cierra hoy, pero considero que te
corresponde a ti hacerlo. Tenías
razón en cuanto al tal Handjob, es un
tío auténticamente inescrutable. —
Tom hizo una pausa y luego
prosiguió—: Siento tener que
molestarte con esto, Cam, pero tú
eres el de la operación.
Siempre mirando al techo, dejé
escapar un suspiro. Ay, hermano
—¿Sigues ahí?
—Sí —balbucí.
—¿Crees que podrás hacerlo?
—Claro —mentí—. No cuelgues.
Abandoné un instante el teléfono
para desconectar el difusor. Ahora
faltaba la parte más difícil. Como
una vieja grúa oxidada fui
irguiéndome poco a poco hasta
quedar en posición sentada, los pies
metidos en los calcetines apoyados
en la alfombrilla. Me sentía febril y
mareado. Miré el ropero de Rikki,
que estaba con la puerta abierta, y
por un segunde pregunté qué se
habría puesto. Poco a poco volví mi
dolorida cabeza hacia el teléfono y
levanté de nuevo el receptor, que me
pareció más pesado que de
costumbre. Con esfuerzo para
articular con claridad, dije:
—Bien, ¿cómo está el asunto?
El asunto estaba formalizado a
falta de una simple llamada - cerrar
el trato, que es donde suelen fracasar
muchas veces los negocios.
—Está bien —gruñí—. Dile a
Diana que llame a Handwerker y me
pasáis la comunicación. Ahora no
creo que pueda recordar el número, y
además no veo ningún lápiz por aquí.
Tom dijo que de acuerdo, que lo
haría enseguida, y colgó. Yo colgué a
mi vez y entonces vi un pequeño bloc
y un lápiz al lado del teléfono. Pon
atención.
El teléfono volvió a sonar un
minuto después. Era Diana. Cuando
me anunció que iba a pasarme la
llamada, contesté con un gruñido y
entonces ocurrió una cosa muy rara.
Sentí un breve estremecimiento,
como un escalofrío, y al instante se
me despejó la cabeza. Era como si
yo siguiera tumbado en la cama con
el agobio de mi enfermedad, mientras
otro en mi lugar se mantenía erguido,
lúcido y atento. Como si no estuviera
a solas. Lo estaba pero no lo estaba.
Un segundo después oí la voz astuta
de Handwerker a través del
auricular.
—Louis Handwerker.
—Hola, Louis. Cameron West.
Lo siento si hablo un poco raro,
todavía no tengo la boca
completamente curada.
Él hizo un chiste sobre mi
costumbre de operarme cuando
quería tomarme unas vacaciones
extras. Fingí que me hacía gracia y
pasamos a hablar del negocio.
Tardé unos tres minutos en dejar
atados los detalles del trato, y
conseguí persuadirle de que se
quedase más cucharas dosificadoras
de las que iba a necesitar en toda su
vida. Protestó un poco y prometí
llevarlo a Rosie's Kitchen para
comer unos tamales, y luego invitarle
a un Baby Ruth. En realidad, con esto
me comprometía a regalarle una pista
estática de footing a instalar en su
domicilio particular, cuyo deseo
había insinuado en otra
conversación. Al final quedamos
convenidos en 1,2 millones de
cucharas, y él me dictó el número de
su orden de compra y me pidió que le
pasara la documentación definitiva
por fax. Luego me dijo que me
cuidase y se despidió. Trato hecho.
Llamé al despacho para
comunicarle los detalles a Tom.
Quedó maravillado y prometió
encargarse de todo. Dijo que
Handwerker era una «rata tramposa»
y me aconsejó que me cuidase.
Colgamos.
Y entonces, tan repentinamente
como había aparecido, el sentimiento
de dominio de la situación
desapareció. Estaba sudando,
tembloroso. Puse otra vez en marcha
el difusor y acerqué la cara a aquella
neblina fría. Luego, con un gruñido,
me dejé caer con cuidado sobre la
almohada y tiré del cobertor para
taparme hasta la barbilla. Me dolía
la cara y la cabeza me ardía y daba
vueltas como las luces de una
ambulancia. Pulsé el botón del
mando para recuperar el sonido de
MASH y vi que el coronel Henry
Blake estaba celebrando su inminente
marcha de Corea para regresar a
casa. Como ya había visto el mismo
episodio otras veces, sabía que el
avión en que Henry regresaría a
Estados Unidos iba a ser derribado,
y que a él sólo le faltaba una semana
para estar muerto. Me pregunté si a
mí me ocurriría lo mismo.
3
Durante el mes y medio siguiente
Rikki me llevó siete veces al
consultorio del doctor Mercer. Las
primeras veces Mercer me lavó los
senos maxilares con una solución
salina. Estos enjuagues no son como
los del dentista, cuando haces
gárgaras con una cucharadita de
líquido rosado que sabe a chicle de
fresa y lo escupes. No. La maniobra
consistía en posicionar la cara sobre
una palangana grande de acero
inoxidable mientras él metía por el
agujero de mis encías un tubo
conectado a una jeringa con la que
disparaba la solución salina contra
las paredes de los senos maxilares.
Mercer fue dosificando el cóctel
de antibióticos para reducir la
infección, hasta que la serpiente de
cascabel que estaba estrangulándome
aflojó por fin la presa y se alejó.
Conseguido esto, me suturó el
agujero de las encías. Quedaba tan
poco tejido gingival que fue preciso
repetir la sutura tres veces, porque
los puntos no prendían.
Mi situación era grave. La
medicina tradicional me había
llevado a un punto en que la vida
dejaba de merecer ese nombre y sólo
podía compararse con un puesto
avanzado en medio de un erial
sobrevolado por buitres ávidos de
reducir mis restos a un montón de
huesos. Los amorosos cuidados de
Rikki y las alegres risas de Kyle
podían aliviar esa condición, pero no
salvarme. Mi salvación sólo
dependía de mí.
Fue un martes por la mañana a
las diez y veinte en punto, cuando
tomé la decisión de sobrevivir. El
ancho y pálido sol de diciembre
asomaba por la ventana de nuestra
habitación y la inundaba de luz
lívida. Kyle estaba en la escuela,
Rikki en el gimnasio y la casa en
silencio, excepto el lejano murmullo
de la caldera de la calefacción.
Aparté las mantas, salí de la cama
por el lado de Rikki y me puse en pie
poco a poco. Al mirar por la ventana,
el resplandor del jardín cubierto de
nieve casi me obligó a cerrar los
ojos. Sacudí un par de veces los
brazos y ensayé dos pasos de marcha
atlética. Suficiente para mí.
Me puso unos vaqueros azules,
un jersey grueso con un dibujo de
cordones y mis zapatos deportivos de
tacón plano Avia de ante verde y
marrón. Fui al cuarto de baño pero
no me molesté en peinarme ni
afeitarme; habría sido demasiado
gasto de energía. Bajé con
precaución, arrastrando los pies, me
acerqué al armario y saqué mi abrigo
gris de lana y los guantes negros que
Rikki me había comprado en Boston.
Cuando me los hube puesto, no sin
dificultades, abrí la puerta principal.
Respiré hondo y di un paso hacia
el porche. El frío me abofeteó. Fue
como cuando el maestro descarga un
golpe de regla sobre el pupitre. Al
instante me di cuenta de que había
olvidado las llaves.
Regresé a la cocina y descolgué
las llaves de nuestra furgoneta Volvo
plateada. Si hubiese bajado a la
cochera sin las llaves me habría
visto en la imposibilidad de salir. La
mitad de mis fuerzas me habían
abandonado sólo con ponerme el
abrigo.
Salí de nuevo al frío y bajé los
peldaños de piedra para continuar
por el sendero, del que Rikki había
despejado los escasos centímetros de
nieve caídos durante la noche.
Faltaban sólo otros diez peldaños de
escalera metálica hasta la cochera.
Hacía más de dos meses que no
conducía y temía que tal vez me
faltaran fuerzas para hacerlo. Puse el
vehículo en marcha, rodé los sesenta
metros hasta donde el sendero
desembocaba en la carretera y me
d e t u v e . Bien. Encender el
intermitente y mirar. Salí con un
giro a la derecha y conduje los siete
kilómetros hasta el centro de la
ciudad. Justo antes de llegar a los
Stop & Shop enfilé el aparcamiento
de un pequeño centro comercial que
constaba de una tienda de comidas
preparadas, una peluquería, una
inmobiliaria, una tienda de juguetes
educativos, una bodega de vino y una
tienda de alimentos de régimen.
Conseguí aparcar frente a ésta sin
abollar nada y me apeé poco a poco.
Recorrí el tramo de acera pisando
con precaución y entré en el
establecimiento.
Era una tienda pequeña, de unos
cuatro metros de ancho por diez de
largo, totalmente abarrotada. La
cantidad de productos dietéticos que
contenía habría servido para
aprovisionar todo un supermercado,
pero se podía circular con
comodidad si no entraba ningún
cliente más. A la derecha, detrás de
un mostrador, se sentaba una chica de
unos dieciocho años, con largas
greñas que sin duda no habían visto e
agua muchas veces desde el año en
que George Bush vomitó sobrt aquel
japonés. Cuando entré, ella estaba
comiendo un bocadillo italiano que
supuse procedente del delikatessen.
Al verme dejó de masticar y puso el
bocadillo a un lado. Mirándome, se
encogió de hombros a guisa de
disculpa.
—¿Seguro que es un bocadillo de
régimen? —dije, tratando de sonreír
con la mitad de la cara que todavía
me funcionaba.
Ella me dirigió una sonrisa tan
falsa como una fruta de cera y dijo:
—Mi novio trabaja en la
hamburguesería. —Y volvió a
masticar
Contemplé el sándwich. Al lado
tenía una bolsa de patatas y un cartón
de mosto. ¡Menuda comida de
régimen!
Me sentí débil y deseé apoyarme
en algo, pero temí que al tocar
cualquier cosa de aquella tienda
pudiera desencadenar un efecto
dominó catastrófico.
—¡Tienes direcciones de
practicantes de medicina holística en
esta zona? Necesito consultar a uno.
—Me dolía la cara, y los puntos de
sutura de la encía me irritaban la
mejilla por dentro.
Ella meneó la cabeza, tragó y
dijo:
—Aquí no tenemos, pero en
Geneva Farm, junto a la comarcal
226, hay una señora que se llama
Hanna y que los conoce a todos. Ella
podrá indicárselos. —Agregó que
estaba a sólo siete kilómetros de
distancia y me explicó el camino.
Le di las gracias, encogí los
hombros y me volví hacia la salida
confiando en no tropezar con nada.
Las indicaciones de la chica
resultaron exactas y me costó menos
de diez minutos localizar el lugar.
Geneva Farm era una casa rústica de
una sola planta, a unos diez metros
de otra casa rústica un poco más
grande, ambas al fondo de un sendero
de grava de unos treinta metros, que
a su vez era una desviación de la
comarcal, en un barrio un poco
alejado de la ciudad.
La cerca estaba abierta y
ostentaba un cartel de plástico blanco
con letras rojas que decía ABIERTO.
Eran las once y media de la mañana y
a aquella hora yo debía estar
acostado, pero me había propuesto
una misión, así que hice de tripas
corazón y continué. Al abrir la puerta
y al cerrarla repicó un carrillón.
Enseguida asaltó mi olfato un
agradable olor a azahar y otras
especies que provenía de los vahos
de una tetera sobre un hornillo
eléctrico encima del mostrador.
Detrás de éste vi una matrona de
aspecto robusto. Tendría entre
cuarenta y cincuenta años, vestía
jersey blanco y mono azul de trabajo,
estaba pesando en una balanza
hierbas medicinales. La cara sin
maquillaje, el cabello castaño y
largo recogido en una coleta, ojos
azul claro, vibrantes, sonrisa afable,
segura de sí misma y compasiva al
mismo tiempo: aquella mujer debía
de ser Hanna.
—Hola —dijo.
—Hola —correspondí.
El cucharón que sostenía quedó
suspendido en el aire mientras ella
contemplaba al forastero que era yo.
Luego ladeó la cabeza y la sonrisa
desapareció. Dejó el cucharón sobre
el mostrador.
—Tú estás muy enfermo —dijo
con gutural acento suizo.
Sus palabras me emocionaron y
los ojos se me humedecieron. Sacudí
la cabeza para rehacerme, respiré
hondo, exhalé el aire despacio y me
limité a asentir con la cabeza. Luego
dije:
—Una persona me dijo que usted
podría recomendarme un buen
médico holístico en esta zona. Usted
es Hanna, ¿verdad? —Ella asintió—.
Me han operado varias veces de los
senos faciales y no he quedado bien.
Si pudiese indicarme a alguien que
me eche un vistazo…
—¡Hum! —murmuró ella, al
tiempo que asentía con la cabeza—.
Tengo las direcciones en casa. Voy a
buscar la libreta.
Salió de detrás del mostrador con
sorprendente agilidad y se encaminó
hacia la puerta. De pronto se volvió
como si hubiese olvidado algo y,
señalando la tetera con un ademán,
dijo:
—Si te gusta el té, puedes tomar
una taza. —Y se encaminó hacia su
vivienda.
—Gracias —dije, pero ella no
me oyó.
La infusión era buena, pero yo
estaba medio desvanecido. Tuve la
sensación de que si tardaba mucho en
salir de allí, Hanna tendría que
dejarme tumbar en la trastienda. En
cuanto a pasar un rato de charla
mientras tomábamos una taza de té, ni
pensarlo.
Paseé la mirada por el pequeño
establecimiento. Tenía unas quince
barricas de roble con infusiones y
legumbres de distintas especies. En
una alacena empotrada en la pared
había no menos de un centenar de
cajoncitos para hierbas medicinales;
al otro lado, un expositor de alambre
exhibía una docena de revistas de
salud y medicina natural. Podía
entretener la espera leyendo una de
éstas, pero me faltaron fuerzas para
dar los cuatro pasos necesarios.
Hanna no tardó más de un minuto
en regresar con la lista. Se detuvo a
mi lado, volvió la primera página de
la libreta y recorrió las direcciones
con el índice hasta encontrar la que
buscaba: Lloyd Kessler, doctor en
medicina.
Dando unos golpecitos con el
dedo sobre la página, me miró y dijo:
—Éste es un médico muy
competente. Tiene una consulta
espléndida en Cambridge. Era
psiquiatra y se pasó a la medicina na
turista por una enfermedad grave de
su hija. Te apuntaré la dirección.
—Se lo agradezco —dije, al
tiempo que me apoyaba contra el
mostrador para descansar.
Hanna apuntó los datos en un
bloc, arrancó la hoja y me la entregó.
Mientras me miraba con aquellos
ojos azules dijo:
—Ve a casa ahora y descansa. Y
no dejes de llamar a ese médico.
—Lo haré —asentí, tratando de
sonreír—. Gracias, Hanna.
Empujé la puerta haciendo sonar
de nuevo el canillón y salí al frío
exterior. El aire invernal mordía los
pulmones y la piel. Me sentí un poco
mareado mientras me sentaba al
volante con un quejido.
Conduje con precaución. Una vez
en casa, me dejé caer en la cama y
dormí como una losa no sé cuántas
horas.

Durante todo el invierno


postergué la visita al doctor Kessler.
Me aferraba a la vida, pero con tan
poca fuerza que no me atrevía a casi
nada. Con los cuidados y la ayuda de
Rikki pude retornar al trabajo,
aunque ateniéndome a un horario
sumamente breve. Pero en marzo
volví a sentirme muy bajo, o mejor
dicho a la altura del suelo, y el día
que me agaché en el aeropuerto para
sacar algo del maletín y no pude
volver a incorporarme, decidí que ya
era hora de hacer esa llamada.
Quince días después fui a la
consulta de Kessler. Hanna no me
había engañado cuando dijo que el
doctor tenía una consulta próspera.
Ocupaba media planta de un moderno
edificio de oficinas, y con un
especialista en dietética, un médico
ayudante, un acupuntor, enfermeras y
enfermeros, técnicos de laboratorio y
otros empleados.
Kessler estaba detrás de un gran
escritorio de roble, en un despacho
con parquet de lo mismo, sentado de
cara a una gran puertaventana y
bebiendo un vaso de algo que
parecía agua de un albañal. Dejó el
vaso sobre el escritorio, sacó un
pañuelo blanco para secarse los
labios y, tras estrecharme la mano
con una sonrisa protocolaria, me
indicó uno de los tres sillones que
tenía para las visitas.
Era un hombre alto y delgado, de
unos cincuenta años, aunque los
rasgos faciales algo fláccidos y el
abundante cabello blanco le daban
aspecto de tener más edad. Leyó el
extenso historial médico que su
ayudante me había sonsacado durante
la primera hora de mi visita y me
formuló algunas preguntas acerca de
mis síntomas y hábitos alimentarios.
Después, sin practicarme ninguna
exploración, Kessler me aseguró que
yo tenía muchas posibilidades de
recobrar la salud. No sin sorpresa, y
con un atisbo de esperanza, le
contesté que haría lo que me
aconsejase.
Para empezar, Lloyd me puso a
dieta severa durante varias semanas
y me recetó una batería de
complementos vitamínicos, enzimas,
reforzantes del sistema inmunitario y
antitoxinas. A continuación pasé un
test de alergias alimentarias, de
donde resultó que yo era alérgico a
más de un centenar de sustancias,
incluyendo la harina de trigo y todos
sus derivados. Aunque costaba
creerlo, por lo visto mi sinusitis
crónica era debido a que yo mismo
me había envenenado durante años
comiendo cosas que me
perjudicaban.
Las reiteradas tandas de
antibióticos que Mercer me había
administrado habían dejado mi
sistema inmunitario tan decaído, que
cualquier resfriado común podía
tumbarme. Por otra parte, Mercer
nunca dijo que fuese necesario tomar
acidophilus durante los tratamientos
de antibióticos; en consecuencia,
desarrollé una candidiasis tan grave
que de no atajarla a tiempo incluso
podía resultar letal.
Para mi desesperación, resultó
que estaba mucho peor de lo que
imaginaba antes de entrar en la
consulta de Kessler. Como si
circulase veneno puro por mis venas.
Él corroboró esta comparación, pero
me ofreció la perspectiva de un
pronto restablecimiento, siempre y
cuando perseverase y no intentase
quemar etapas. Lo cual hice (aunque
todos los días sentí tres o cuatro
veces el vehemente deseo de volver
allí y estrangular al doctor), y al
cabo de dos meses me convencí de
que los buitres se alejaban por fin.
Durante toda la primavera y el
verano cumplí con mi nueva dieta, y
no habría tocado una hamburguesa
con queso ni aunque me hubiesen
regalado cien dólares. En otoño me
sentí casi como un ser vivo normal, e
incluso lo aparentaba. Volví a
trabajar jornadas normales y dejé de
perder la orientación en mi propia
ciudad. Incluso pude volver a jugar
con Kyle a los aventureros del
espacio. La primera vez que lo
conseguí lloré de alegría, Rikki no
estaba en casa cuando sucedió.
Cuando se enteró, lo celebró con
júbilo y me dio un gran abrazo, como
si ya no temiera que yo fuese a
hundirme.
Rikki aparecía incluso más
animada. Caminaba con paso elástico
y respiraba con soltura, como si
estuviéramos en el día de fin de
curso de la escuela.
De nuevo tenía un marido… o
eso creía ella.
4
Una tarde de comienzos de octubre,
a última hora, estábamos Rikki y
yo en nuestra amplia terraza,
sentados en nuestras tumbonas
verdes. Recordé los cereales Trix al
contemplar los matices cromáticos
de la vegetación otoñal. Kyle estaba
jugando en casa de un amigo, lo cual
nos permitió disfrutar de un raro
intervalo de paz e intimidad. La
jornada había sido muy calurosa para
la estación, pero con el crepúsculo
refrescaba rápidamente y Rikki entró
en la casa en busca de un jersey y una
manta. Cuando salió de nuevo cerró
la puerta corrediza de cristal a su
espalda y se acomodó en la tumbona
tapándonos a ambos con la manta.
Iba siendo hora de decírselo.
Tomé su mano. Ella vio mi
expresión y su despreocupación se
esfumó. Se quedó mirándome,
expectante.
—¿Qué pasa? —preguntó, y me
estremecí temiendo que hubiese
querido decir en realidad «¿otra vez
te pasa algo?». Meneé la cabeza.
—Exactamente no lo sé, pero
ocurre algo… como una gran
barahúnda dentro de mi cabeza…
Algo dentro de mi mente… se mueve
constantemente. No sé cómo
interpretarlo, pero estoy preocupado.
Sin soltar mi mano, ella me
contemplaba fijamente mientras yo le
contaba la extraña pérdida de control
que tuve en el lavabo de la oficina el
año anterior y la anómala «posesión»
experimentada mientras negociaba
con Handwerker por teléfono desde
mi cama de convaleciente. Su mirada
se volvió todavía más atenta cuando
le conté que después de recuperar la
salud física venía notando
sensaciones muy raras en mi cerebro,
como si todo su contenido estuviese
cambiando para reorganizarse en
capas y círculos concéntricos
diferentes. Cuando hube acabado,
nos quedamos un rato en silencio,
mirándonos mutuamente.
Rikki es diplomada en psicología
y antes de que naciera Kyle trabajó
diez años con niños afectados por
patologías emocionales. Una vez
evitó que un chico de siete años se
ahorcase, y en otra ocasión persuadió
a una niña de diez años que había
salido a la cornisa de un edificio de
tres pisos. Ella sabía cuándo había
que tomarse las cosas en serio, y por
lo que le dije comprendió que yo
tenía algo que no se curaría con un
combinado de vitaminas.
Me apretó la mano.
—Quizá deberías hablar con un
especialista —dijo con
preocupación. Una ráfaga de viento
le echó los cabellos a la cara. Los
aparté suavemente con la mano;
sonreí con tristeza y dije:
—A lo mejor lo hago.
Apenas se divisaba el contorno
de la luna entre los nubarrones cada
vez más espesos. La primera estrella
no tardaría en asomar. Ojalá tuviese
yo un deseo.
5
Alpsicólogos
día siguiente me puse a buscar
en las páginas
amarillas de la guía local. No eran
pocos, y como no sabía a cuál
escoger, elegí al azar a la doctora
Arly Morelli porque insertaba un
anuncio grande que me pareció
indicativo de prosperidad y
profesionalidad. Marqué el número y
dejé un mensaje en el contestador.
Ella me llamó más tarde, el
mismo día, y lo primero que noté fue
su marcado acento neoyorquino.
Sopesaba sus expresiones y hablaba
con tono enérgico, aunque no sin una
nota de calor humano y |sensibilidad.
En esta primera conversación me
dedicó mucho más tiempo del que yo
esperaba. Hizo preguntas lógicas y
penetrantes, y me pareció que estaba
sondeándome lo mismo que yo a ella.
Parecía buscar la relación v el reto
profesional, no una simple cuenta
más para aumentar sus ingresos, y me
dio hora para la mañana siguiente.
Tenía la consulta en un
interesante edificio de ladrillo visto,
en la calle principal de la ciudad
vecina a la nuestra. Aquella
construcción databa de comienzos
del siglo, como casi todo el barrio
céntrico de la ciudad. Los peldaños
de madera crujieron mientras yo
subía al segundo piso. En el
recibidor había un banco de hierro
con asiento de tablones de roble, y
me senté a esperar.
En la paied de enfrente se veía
una biblioteca antigua con manchas
de moho, repleta de libros de
psicología, relaciones humanas,
dinámica familiar, conflictos
matrimoniales y dietética. En un
rincón había seis libros de cuentos
infantiles. Por encima del mueble
colgaba un tablero de caoba con una
antigua espada estropeada. Yo era el
único paciente que esperaba en el
recibidor. Afortunadamente.
Nervioso y sin saber qué hacer,
porque me faltaban diez minutos para
la hora, miré distraídamente por una
ventana cuyas cortinas tenían aspecto
de no haberse cambiado desde el año
de la pera. En la otra acera de la
calle se alzaba un clásico cuartel de
bomberos, en cuyo pequeño patio la
copa de un arce alojaba a una
bandada de gorriones. Pese a lo
soleado y caluroso de aquel día
otoñal yo tenía las manos heladas.
Al poco rato oí voces
procedentes de la consulta y luego
salió al recibidor una atractiva mujer
de mediana edad que lucía un sastre
azul marino y llevaba un bolso de
cuero marrón. Por un instante creí
que era la doctora Morelli y sentí una
punzada de temor. Pero ella bajó la
mirada evitando cruzarla con la mía,
y salió a paso rápido, de una manera
casi furtiva. No por eso se
tranquilizó mi corazón, porque ahora
el siguiente era yo.
Treinta segundos después salió al
recibidor Arly Morelli. Su cara
respondía exactamente a la impresión
que causaba su voz por teléfono.
Pero sus ojos eran más cortantes que
la raya del pantalón de un crupier.
Tenía cabello negro y nariz aguileña.
De mediana estatura, delgada, de
cuarenta y pocos años, usaba
chaqueta negra de lino sobre una
blusa Manca, chalina y vaqueros
azules desteñidos. Iba descalza, con
los pies enfundados en medias.
Ella sonrió y dijo:
—Hola, soy Arly Morelli. ¿Es
usted Cameron West?
—Cam —repuse con una sonrisa.
Ella me tendió la mano. Al
corresponder la noté cálida y firme.
Supongo que la mía estaba fría y
nada más.
La consulta de Arly era pequeña,
estrecha, de techo muy alto y paredes
blancas con molduras, y un gran
ventanal idéntico al del rellano de la
escalera. El suelo entarimado,
oscurecido por los años, estaba
cubierto en su mayor parte por una
alfombra oriental roja y dorada.
Arrimados a la pared del lado
derecho, dos butacas de cuero
castaño separadas por una mesita de
cristal con un gato de terracota y una
caja de kleenex. En el rincón, un
colgador con sombreros de la época
en que se fumaba con boquilla larga
y los automóviles tenían estribos.
El sillón de Arly era de cuero
marrón y estaba colocado frente a
una otomana de cuero que por su
diseño parecía hecha para ser
compartida. Sobre el sillón había un
portafolios marrón oscuro, del que
asomaba el capuchón de una
estilográfica Montblanc negra.
Arly me indicó una de las butacas
para las visitas, recogió su
portafolios y cuando estuvimos
sentados, apoyó los pies sobre la
otomana. Yo me removí en el asiento
tratando de encontrar una postura
cómoda, pero no lo conseguí.
Empezaba a arrepentirme de haber
llamado.
Arly abrió el portafolios, destapó
la pluma, sonrió y dijo:
—Confío en que no te moleste.
Estoy acostumbrada a trabajar
tomando notas.
—Adelante —asentí, cada vez
más nervioso. Esto ha sido un error.
Hay que largarse de aquí.
—Está bien, Cam, dime por qué
necesitas acudir a una terapeuta.
Demasiado tarde. Con la
primera pregunta acababa de poner
el dedo en la llaga y de súbito me
noté los ojos húmedos. Bajé la
mirada para disimular, tragué saliva
y dije:
—Me parece que estoy muy mal,
doctora. Creo… creo que he perdido
mi alma.
Y entonces mis hombros
empezaron a agitarse con espasmos y
rompí a sollozar. ¡Maldita sea!
¡Hace sólo medio minuto que estoy
aquí y ya me he echado a llorar! Mi
alma. ¡Qué tontería! Arly me ofreció
un pañuelo de papel, que acepté sin
atreverme a mirarla.
•fila se arrellanó en su asiento sin
dejar de observarme.
—Con que has perdido tu alma
—dijo al tiempo que hacía una
anotación.
Asentí mientras me tapaba los
ojos con la mano y me enjugaba las
lágrimas. Luego me sorbí la nariz,
tomé otro pañuelo y me soné.
A continuación pasé cincuenta
minutos contestando a las preguntas
de Arly, que así fue enterándose de
mis antecedentes, de mi relación con
Rikki, mis ocupaciones profesionales
y mi enfermedad. Hacia el final de la
sesión me preguntó si había visitado
antes a algún psicólogo.
—Acudí a varias sesiones
cuando tenía unos quince años —
reconocí.
—¿Cómo fue eso?
Carraspeé para aclararme la
garganta, nervioso.
—Intenté suicidarme tomándome
un frasco de aspirinas.
Arly arqueó una ceja y siguió
escribiendo.
—¿Tus padres te llevaron al
psicólogo después de ese intento de
suicidio?
Me froté la nuca y miré por la
ventana antes de contestar.
—A los nueve o diez años
deseaba ser psicólogo cuando fuese
mayor. Para conocer lo que ocurre en
el interior de la mente y todo eso…
—¿Cam?
—¿Qué? —Me volví hacia ella,
y luego, cayendo en la cuenta, dije—:
No. Ellos no me llevaron a ver a
nadie. Fui yo solo a una clínica y
hablé varias veces con una persona.
Era como un secreto. Como si no
hubiese ocurrido. ¡Si hasta yo mismo
lo tenía prácticamente olvidado hasta
este momento!
—¿Un secreto? —repitió Arly.
No fue una pregunta, así que no
contesté. Ella dejó a un lado la pluma
y entrelazó las manos.
—¿Qué más recuerdas de tu
infancia, Cam?
Me removí una vez más en la
silla y volví a mirar por la ventana.
Ella aguardó con paciencia.
—Me regalaron un cinturón de
cuero con una hebilla muy grande
cuando cumplí diez años —dije.
—¿Y antes de eso?
Tuve una súbita reacción de
cólera.
—¿Qué pretendes? No ocurrió
nada de particular.
Ella me sosegó con un ademán.
—¿Recuerdas algo de las casas
donde vivisteis?
—Algo. Los muebles. La sala de
estar con el televisor…
—¿Nada más? ¿Las
habitaciones?
—No, no recuerdo nada de las
habitaciones. Como si los pasillos no
fuesen a ninguna parte.
—A ninguna parte —repitió ella,
tomando de nuevo la estilográfica y
dándole vueltas entre los dedos.
—No recuerdo nada. ¿Vas a
escribir algo o sólo estás dándole un
masaje a la estilográfica?…
Disculpa.
—¿Cómo describirías la relación
entre tus padres?
—No discutían nunca. Supongo
que ella le decía lo que tenía que
hacer, y él iba y lo hacía. Eran de
muy distinta procedencia. El padre
de ella fue banquero, y él de él tenía
una pollería.
Se puso a escribir otra vez, y de
vez en cuando levantaba los ojos de
sus notas para mirarme.
—¿Cómo era…? Me refiero a tu
padre.
—No lo sé. En realidad no he
llegado a conocerlo.
—¿Y tu madre?
—¡Uff! ¡Mi madre! Pregúntame
otra cosa.
—Está bien, pues tu hermano.
¿Cómo resultó convivir con él?
—No lo sé. Supongo que nos
llevábamos bien. No lo recuerdo. Se
parecía a mi padre, y yo me parecía a
ella.
Dejó de escribir.
—¿Qué has querido decir?
—No lo sé.
—Dijiste que te parecías a ella.
—Era su favorito. Yo era un niño
bueno.
Miré el reloj. La sesión había
terminado. Arly me preguntó si
quería hacer sesiones regulares. Lo
pensé antes de aceptar.
Le extendí un cheque, me despedí
hasta la próxima y salí al recibidor.
Una persona ocupaba el banco, y yo
bajé instintivamente la vista, lo
mismo que había hecho al salir la
mujer del traje sastre. Me apresuré a
salir, como ella. Fuera, el ambiente
había refrescado y sentí un
escalofrío.

Para empezar, Arly y yo


habíamos convenido una sesión por
semana, pero no tardamos en
aumentarlas a dos. Y no porque
resultasen divertidas, todo lo
contrario. Cuanto más iba, peor lo
pasaba. Ella empezaba con una
pregunta y luego se quedaba allí
sentada con sus pies descalzos sobre
la otomana, y venga escribir, y venga
mirarme y preguntar, y escribir otra
vez. Nunca me decía su opinión
acerca de nada. Simplemente dejaba
que me cociera en mi propio jugo,
hasta que yo perdía los estribos. Pero
siempre volvía otra vez.

La zarabanda continuaba en mi
mente. Era como si alguien
cuchichease palabras
incomprensibles a mi lado, o como
rescoldos en una vieja chimenea.
También se hacía más difícil
conciliar el sueño, porque la
oscuridad aumentaba el zumbido del
cometa que se precipitaba hacia mí
desde los confines de mi universo.
Y entonces, en medio de una
noche de diciembre fría y sin luna,
desperté súbitamente de un sueño
plomizo, los ojos abiertos de par en
Dar a la negrura de la habitación. El
silencio de la gélida noche lo
rompían tres palabras que se repetían
en mi mente: Seguro no seguro…
seguro no seguro… seguro no
seguro.
¿Qué demonios…?
La alucinante frase continuaba
retumbando: Seguro no seguro…
serum no seguro. El corazón me
galopaba desbocado y yo tiritaba
como si hubiese caído en un agujero
en el hielo de un estanque mientras
patinaba. Tenía los puños apretados
y cuando los aflojé para tocar las
sábanas me di cuenta de que estaban
empapadas de sudor frío.
Seguro no seguro… seguro no
seguro… seguro no seguro.
La extraña letanía continuaba en
mi cabeza. ¡Basta! Me volví para
mirar a Rikki. Estaba de espaldas a
mí, durmiendo a pierna suelta.
Seguro no seguro… seguro no
seguro. Me cubrí los oídos con las
manos en un desesperado intento de
no escuchar aquel redoble. En el
sótano, la caldera de la calefacción
se puso en marcha.
Movido por no sé qué fuerza
extraña, me volví hacia la izquierda
y busqué a tientas el rotulador y el
bloc de notas sobre la mesita de
noche. Las torturantes palabras
seguían desfilando por mi cerebro. A
oscuras me puse a escribir «seguro
no seguro seguro no seguro» una y
otra vez, hasta llenar la página. Pero
no podía detenerme. «Seguro no
seguro seguro no seguro.» Volví la
hoja y Rikki se removió en sueños.
Temí despertarla.
Me levanté con sigilo, el bloc en
una mano y el rotulador en la otra, a
oscuras y temblando de frío. ¿Qué
me está pasando?
Bajé sin vestirme, sin ninguna luz
excepto la del reloj digital del horno
al pasar por la cocina y sin oír
ningún ruido excepto la leve
vibración de la caldera. Como un
sonámbulo crucé la sala de estar y el
pasillo de la entrada hacia el salón
principal en la parte anterior de la
casa, donde estaba nuestro piano de
cola, arrastrando los pies desnudos
sobre la suave alfombra mientras
resonaban en mi mente las palabras
seguro no seguro… seguro no
seguro.
Me senté maquinalmente en el
suelo y me deslicé debajo del piano.
Siempre a oscuras, seguí copiando el
enigmático mensaje. El tiempo corría
y noté calambres en la mano que
sostenía el rotulador, pero no pude
dejar de seguir escribiendo «seguro
no seguro seguro no seguro», dos
páginas, tres, cuatro, cinco, hasta que
empezó a producirse un cambio y me
salía «no seguro no seguro no
seguro». Continúe escribiendo
debajo del piano, ajeno a todo. Mi yo
estaba en otro lugar, pero ¿dónde?
Al cabo de un rato se interrumpió
de súbito el flujo tal de aquellas
palabras y mi mano se detuvo. Dejé
el rotulador a un lado, aturdido. Por
un instante me embargó una extraña
paz. Luego retornó gradualmente la
sensibilidad, como un leve
cosquilleo o el lejano tintineo de un
carillón a través de la mente y el
cuerpo. Enseguida se convirtió en
algo más que un tintineo. Hice una
mueca de dolor mientras trataba de
mover los dedos entumecidos; al
mismo tiempo sentí miedo y
confusión, como un caldero hirviente
lleno de sustancias fétidas a punto de
derramarse. ¿Qué demonios me ha
pasado? Desnudo y aterido, seguí
sentado a oscuras y procurando
desentumecer la mano. Deseaba y no
deseaba entender.
Al cabo de un rato me di por
vencido y, sin hacer ruido, subí a la
habitación para acostarme, pero
antes me detuve en el cuarto de baño
para recoger dos toallas secas y
ponerlas entre mi cuerpo y las
sábanas empapadas de sudor. Me
tumbé, cerré los ojos y caí en un
sopor espeso.
A la mañana siguiente desperté a
primera hora y tendí la mano hacia el
bloc de notas de la mesita. A lo
mejor no ocurrió nada. Pero sí había
ocurrido. Ahí estaban las palabras
repetidas una y otra vez: «seguro no
seguro seguro no seguro». Hojeé seis
páginas hasta llegar al «no seguro no
seguro». Cuatro páginas más. Mal
asunto. Desperté a Rikki, le enseñé
el bloc y le conté lo que había
pasado durante la noche.
—¡Por Dios! ¿Qué te pasa? —
exclamó con espanto, su bonito
rostro todavía soñoliento.
—No lo sé. —Meneé la cabeza.
La rodeé con los brazos y así
permanecimos, fuertemente
abrazados y deseando que aquello no
se repitiese jamás, fuera lo que fuese.
El domingo transcurrió
apaciblemente. Rikki y yo jugamos
con Kyle y le leímos cuentos. Nos
dedicamos a ver dibujos animados
de Bugs Bunny, que divirtieron a
Kyle y me distrajeron a mí. Nadie
volvió a mencionar el asunto.
Mientras tanto, yo notaba la lenta,
insidiosa invasión de la mente
consciente por extrañas sensaciones
que provenían de ciertos rincones
lóbregos de mi cerebro.
Aquella noche, después de dejar
a Kyle dormido y estando ambos ya
en la cama, me volví hacia Rikki.
—Temo que me ha pasado algo
terrible… pero no sé qué es.
Ella me abrazó y tuve la
repentina impresión de que no sólo
me abrazaba sino que trataba de
aferrarse a mí como yo me aferraba a
ella. Miré por la ventana de la
habitación hacia la oscuridad de la
noche, y la luna se me antojó
parecida a una bola gigante de
algodón. Por un segundo deseé que
bajase del cielo y viniese a secarme
como a un bebé desnudo en su
bañera. Por entonces yo ignoraba que
se habría necesitado una bola de
algodón mucho más grande que la
luna para limpiarme a fondo.
6
Nevó durante toda la noche y por la
mañana me despertó el conocido
alboroto del todoterreno quitanieves
que despejaba el largo y empinado
sendero de acceso a nuestra casa: el
choque metálico de la pala en el
suelo, su roce contra el pavimento,
los crujidos del cambio cuando el
conductor metía la marcha atrás para
iniciar otra pasada.

La actividad en mi cabeza no era


tan coordinada ni predecible, ni
mucho menos. Las sinapsis normales
parecían cubiertas de una gruesa
capa de nieve; al mismo tiempo
minúsculas excavadoras sin
conductor abrían al azar caminos
nuevos e insospechados.
Pantalones. Necesito unos
pantalones. Iré a comprar un par de
pantalones. Me ducho. Me visto. La
comida para el gato. Beso a Kyle.
Beso a Rikki. Me voy. A la oficina
no, a comprarme unos pantalones.
Puse en marcha el Mercedes y
emprendí el patinaje sendero abajo,
esquivando la máquina quitanieves.
¿Por dónde? ¿A la izquierda, al
despacho? No, a la derecha.
¿Adonde voy? Pantalones.
El Lincoln Common era un centro
comercial supermoderno que se
encontraba a diez minutos de nuestra
casa por la comarcal 128. Lo habían
diseñado para que pareciese un
caserío de Nueva Inglaterra con
falsas aceras de madera pintadas de
azul y crema, calles peatonales
adoquinadas, falsas farolas de gas y
anuncios de madera tallada con
letreros pintados a mano. Los
quitanieves habían despejado ya el
espacioso aparcamiento. Estacioné el
coche. ¿Qué estoy haciendo aquí?
Ah, sí… pantalones.
En el momento de salir del coche
mis gafas de montura metálica se
nublaron por efecto del frío y la
humedad. Frunciendo el entrecejo,
miré hacia la mancha clara del sol
detrás de unas nubes grises que se
espesaban. Hasta que los cristales se
despejaron y pude ver que sólo había
dos coches más en el aparcamiento.
Los pantalones.
Recorrí una calle adoquinada
mirando escaparates hasta encontrar
uno de pantalones. Pero la tienda
estaba cerrada. Seguí adelante y
volví a intentarlo en otro
establecimiento. Luego en otro.
Todos cerrados. ¡Mierda! Ellos se
dedican.a vender pantalones, ¿no?
¿Por qué no puedo conseguir unos
pantalones? De nuevo el cielo se
puso a descargar nieve y recibí
algunos copos en la nuca. ¿Qué pasa
aquí? ¿Por qué no encuentro unos
pantalones? Tuve un instante de
lucidez: El centro comercial no abre
hasta más tarde. Consulté mi reloj:
las ocho y media. Me senté en la
acera, fría y cubierta de copos de
nieve, y entonces vi que llevaba un
solo calcetín. Y luego me quedé
ausente… en alguna parte.
Lo primero que se me ocurrió al
regresar fue que tenía el trasero frío.
Entonces me di cuenta de que estaba
sentado en el suelo. ¿Dónde? Miré
en derredor. ¿Un centro comercial?
Sí, el Lincoln Common. ¡Vaya! ¿Qué
hago aquí? ¡Ah, sí! Los pantalones.
¿Pantalones? Bah. Me largo.
Me puse en pie, me sacudí la
nieve del abrigo y corrí hacia el
aparcamiento. Pero los coches eran
ahora más de una quincena. ¿Cuál es
el mío, el plateado o el azul?
Me fijé en el Mercedes que
estaba cerca de la entrada, aparcado
sin respetar las líneas que
delimitaban las plazas, la puerta del
conductor abierta de par en par.
Mientras caminaba hacia el
automóvil rebusqué en el bolsillo
derecho del abrigo y palpé las
llaves. Subí al coche y probé el
contacto. El motor rugió al momento.
Gracias a Dios.
Sin rumbo fijo, salí a la comarcal
128 y enfilé hacia el norte. Al poco
levanté la mirada y vi a un lado el
letrero que anunciaba el acceso a una
autopista.
—Lexington a dos kilómetros —
silabeó una voz desconocida para mí,
hablando alto y despacio.
¿Qué diablos…? Me volví para
comprobar que no viajaba nadie a mi
lado.
—Velocidad máxima: ciento diez
—anunció la misma voz cuando
pasamos ante el cartel
correspondiente.
La voz salía de mi boca pero no
sonaba como la mía, sino titubeante e
infantil. ¡Eh! ¡Yo no acostumbro leer
en voz alta las señales de tráfico!
Pero aquella voz sí lo hacía. Mi
corazón latía a toda velocidad, me
notaba la nuca rígida y la boca como
anestesiad^. Bajé la vista hacia el
velocímetro: cuarenta por hora. La
voz juvenil leyó otro cartel,
pronunciando lentamente:
—Anteyeoch Road.
Espera. Antioch Road. Poco
tráfico. Perfecto. Salí de la autopista
de cuatro carriles reduciendo todavía
más. Dos carriles despejados. Bien.
La voz leyó otro cartel lejano,
frente a un edificio grande:
—Harbinger Psiich…
¿Cómo? ¡Menuda coincidencia!
¡El hospital psiquiátrico Harbinger!
Ahí podrían ayudarme. Voy a entrar
ahí. Pero no lo conseguí. Me metí en
un aparcamiento equivocado que no
comunicaba con los terrenos del
hospital y sin duda era del edificio
vecino. Se veía el hospital en un alto
a cien metros de distancia. ¡Está ahí!
¡Pediré ayuda aquí mismo!
Salí del aparcamiento y enfilé
hacia la izquierda, pero volví a
pasarme y me metí otra vez en un
aparcamiento equivocado. ¡Mierda!
Detuve el coche y me quedé mirando
el hospital psiquiátrico, esta vez
desde el lado contrario. Veía la parte
posterior del edificio, por lo que la
entrada debía hallarse al otro lado.
Puse el freno de mano y apoyé la
cabeza sobre el volante,
completamente desesperado.
Entonces vi el teléfono móvil.
Arly. No recordaba el número, así
que me quité los guantes y hurgué en
mi cartera hasta dar con la tarjeta.
¿Cómo dijo ella que debía hacer en
caso de emergencia? Marcar el
número y esperar ala primera señal
de llamada, entonces colgar y
volver a llamar. Recogí el móvil del
asiento y lo puse en marcha. Me
temblaban las manos. ¡Por favor,
que esté en la consulta! Marqué el
número, oí la primera señal, colgué,
y la segunda vez que marqué Arly
contestó después del primer tono.
—Doctora Morelli —dijo.
Una gota de sudor se descolgó
por el labio y noté el sabor salado.
Empecé a hablar a borbotones.
—¿Arly? Soy Cam. No sé qué me
está pasando. Estoy en el coche. Se
oye una voz. Es la mía pero no lo es.
Algo anda mal. Me quedé sentado en
la nieve. Iba a comprarme unos
pantalones. Dejé el coche abierto.
Estoy intentando ir a un hospital —
dije señalándolo con el dedo como si
ella pudiera verlo.
—Tranquilo, Cam —dijo Arly—.
Espera un minuto y no te retires.
—De acuerdo —dije respirando
todavía aceleradamente—. De
acuerdo.
Esperé agazapado sobre el
volante, el teléfono apretado contra
la oreja derecha, mientras
contemplaba los grandes copos de
nieve que caían sobre el parabrisas y
se fundían lentamente. Al cabo de un
rato que me pareció interminable
Arly regresó a la línea.
—Estaba en una sesión —
anunció—. Le he dicho al paciente
que espere en el recibidor.
—Cuánto lo siento, Arly…
—No importa, Cam. Está bien,
¿desde dónde me llamas?
—Desde el coche.
—¿Sabes dónde estás?
—En Antioch Road… en algún
lugar cerca del hospital Harbinger.
Lo veo desde aquí.
—Bien —continuó ella con tono
tranquilizador—. No te preocupes
por el hospital. ¿Te sientes capaz de
regresar a casa? Necesito que me lo
digas, Cam.
—Sí, supongo que sí —dije
débilmente—. Creo que podré volver
a casa. —Pero entonces me derrumbé
—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué me está
pasando, Arly?
—Tómalo con calma, Cam. Te
pondrás mejor —aseguró—. Ahora
lo que debes-hacer es volver a casa
conduciendo con precaución. Te
llamaré allí dentro de media hora.
—Tengo miedo —murmuré, y lo
repetí en voz alta—: Tengo miedo.
—Mira, Cam. —Arly recurrió a
su tono enérgico—. Lo que hace falta
ahora es que te ocupes de volver a
casa. —Y luego, con voz algo más
dulce—: Hablaremos dentro de
media hora.
—Sí, Arly. Perdón. Lo siento. —
Me sorbí la nariz—. ¿Te acordarás
de llamarme?
—Sí.
—¿Qué hora es ahora?
—Las diez menos cuarto. Hasta
dentro de media hora, pues. Conduce
con cuidado. Hasta luego.
Apoyé la cabeza en el volante y
contemplé los copos que se fundían
sobre el cristal.
—Estoy fundiéndome —dije.

Rikki estaba sacando del


maletero del Volvo dos grandes
bolsas del supermercado cuando
enfilé con mucho chirriar de
neumáticos el resbaladizo sendero.
Aparqué de cualquier manera y me
apeé. Ella abandonó las bolsas y me
dirigió una mirada de preocupación.
—¿Dónde estuviste? —preguntó,
emitiendo vaho al hablar—. Te
marchaste sin decir nada. Llamé a tu
despacho y Diana me dijo que no
habías aparecido por allí. Y tu móvil
no contesta. ¿Qué ha ocurrido?
Rodeé el coche y apoyé las
posaderas en el capó mojado y
todavía caliente. Rikki ladeó la
cabeza y me contempló con más
atención a través de la leve cortina
de nieve que caía, después de lo cual
se acercó y me tocó la frente y la
mejilla.
—¿Tienes fiebre? ¿Qué ha
pasado?
La tomé por la muñeca.
—Entremos en la casa.
Recogimos las bolsas de la
compra y anduvimos los doce metros
de rampa que faltaban. La nieve que
empezaba a cuajar crujió bajo
nuestros pies. Una vez dentro Rikki
puso a calentar agua para preparar té,
mientras yo guardaba los alimentos y
le contaba lo ocurrido sin omitir
detalle. Aunque ella no dijo nada, su
miedo y su preocupación eran
evidentes.
Arly llamó a las diez y cuarto, tal
como había prometido. Me llevé el
teléfono al salón del piano mientras
Rikki se quedaba en la cocina.
Cuando se lo hube contado todo a la
psicóloga, esperé una explicación.
Ella me la dio.
Regresé a la sala de estar con el
teléfono en la mano. Rikki estaba
sentada a la mesa de la cocina
tomando su té con limón, y me lanzó
una mirada interrogante.
—Dice que tengo una
disociación.

—¡Hum! Recuerdo haber leído


acerca de eso cuando estudiaba
psicología.
—Una parte de mi mente está
desconectada del resto.
—Entonces ¿la voz que leía las
señales de tráfico…?
—Eso es, y también mi mano
cuando escribí «seguro no seguro».
Ha dicho que no tengo por qué
alarmarme cuando ocurra, pero…
¡Joder! ¿Cómo no voy a alarmarme,
Rikki? ¿Qué diablos me está
pasando? Me siento como poseído.
Hablo incoherencias delante del
espejo. Me levanto de madrugada y
me meto debajo del piano. De mi
boca sale la voz de otra persona que
lee los carteles de la carretera…
¿Qué diablos está pasando aquí? ¡Y
Arly dice que estoy desconectado!
¿Qué es eso? ¿Un sabotaje de la
compañía telefónica? —Arrojé el
teléfono contra la chimenea, en cuya
base de piedra se hizo añicos.
Me cubrí la cara con las manos.
Rikki corrió a rodearme con sus
brazos. Me sentí confundido y
avergonzado. Al fin acudieron las
lágrimas, pero abrasaban como
ácido.
—¿Qué me está pasando? —
repetí en un susurro.
Rikki me abrazó con más fuerza.
—No lo sé, cariño. No lo sé —
musitó.
7
Destello de una cámara. ¡Pop! Con
los ojos entornados, deslumbrado
por el fogonazo, sigo lentamente la
caída de la bombilla quemada y
oigo su ruido al rebotar y rodar por
el suelo.
Levanto los ojos y veo una
imagen: vello púbico a la altura de
mi cabeza, mi mano derecha sujeta
por la mano huesuda de una mujer
que empuja reticentes dedos
infantiles hacia su vagina caliente y
húmeda. Dejando el pulgar fuera.
Olor extraño, penetrante, a sudor
y… otra cosa. Terror que aturde,
excitación, pene diminuto, duro,
aprisionado en la ropa interior y los
pantalones.
Yerto de terror. Abuela
sudorosa. Abuela mala, mala, mala.
Luego termina todo, se afloja la
tensión. Consiguió lo que buscaba.
La garra huesuda suelta la delgada
muñeca y su voz ronca murmura
«Buen chico» mientras unas uñas
pintadas acarician su mejilla
izquierda. Lava la mano del niño,
inclinada sobre él, cerca su aliento
nauseabundo con hedor a tabaco.
¡Puaj! Le besa el diminuto pene
endurecido a través de los
pantalones, lo lleva de la mano
hasta la cocina y le da dos galletas
al chico. ¡Uy, galletas! El índice pe
verso se posa sobre los labios
pintados.
—¡Chist!
Desperté espantado, empapado
en sudor, y sacudí la cabeza. ¿Qué
ha ocurrido? ¿Vello púbico blanco?
¿Vagina? ¡Oh, Dios mío! Con la
sensación d haberme tragado una
docena de guijarros, horrorizado, los
ojos mu abiertos mirando sin ver el
techo y sin atreverme a cerrarlos ni
siquier para parpadear, me armé de
valor para abrir un poco mi oxidada
mente dejar que entrasen gota a gota
las espantosas imágenes. En una
fracció~ de segundo el goteo se
convirtió en un torrente y el torrente
en una inun dación devastadora. Con
la cara encendida y el cuerpo
convulso, bajé de la cama y, doblado
sobre mí mismo, me precipité al
cuarto de baño.
Dejé correr el agua de la ducha
para que nadie pudiera oírme y ca de
rodillas delante del váter donde
vomité violentamente. Fatigado me
pasé el dorso de la mano por la boca
y la visión fugaz de los dedo produjo
el regreso de las horribles imágenes,
como una oleada de fan go. A la que
siguió otra oleada de náuseas y
vómitos, los ojos ardiendo y
cerrados para ahuyentar las
repugnantes visiones, hasta que el
estómago vacío y retorcido no dio
más de sí excepto un líquido agrio.
Por último todo pasó y quedé
como desmadejado, medio de
rodillas medio sentado delante del
inodoro, la cara apoyada en la fría
loza. Cuando conseguí levantarme,
accioné la cisterna y me metí en la
ducha. Gradué el agua a temperatura
casi hirviente y me froté con
desesperación, como si quisiera
purificarme, hasta vaciar el
calentador.
Cerré el grifo y salí, encendido y
casi despellejado, me envolví en una
toalla y trastabillando me dirigí a la
habitación para vestirme. Luego
regresé arrastrando los pies al cuarto
de baño para colgar la toalla. Al
haberse disipado en parte el vapor,
en el momento de volverme me vi
fugazmente en el espejo.
Me quedé paralizado, los ojos
fijos en la imagen que de súbito me
envió hacia atrás, hacia algún
recóndito rincón de mi mente, y
mientras yo iba disminuyendo alguien
se cruzó conmigo en sentido
contrario, una persona de poca
estatura. Luego me hallé en una
especie de cerro lejano, como
espectador incapaz de controlar mi
propio cuerpo.
Rikki y Kyle estaban levantados
y ya habían desayunado. Mientras mi
cuerpo bajaba por la escalera tuve
una vaga sensación de olor a beicon
frito. Rikki alzó la mirada desde el
fregadero y sonrió cordialmente a mi
paso… a nuestro paso.
—Buenos días, cariño —dijo—.
Gracias por gastar toda el agua
caliente. Ha dejado de nevar. Los
niños van a la escuela, pero Hank
aún no ha quitado la nieve del
sendero, de modo que Kyle se queda.
Está jugando en su habitación.
No pude articular palabra.
Caminando maquinalmente, me dirigí
a la habitación de Kyle. Estaba
sentado en el suelo construyendo un
castillo con las piezas del Lego.
Alzó la mirada y dijo:
—Hola, papá.
Yo, callado en mi lejana colina.
Mi mano se hizo con un sarape
mexicano, el cuaderno de dibujo de
Kyle y una caja de lápices y
rotuladores de colores, y siempre
silencioso fui a sentarme dentro del
armario de los juguetes del niño, que
tenía iluminación interior, dejando la
puerta entreabierta. Kyle regresó a su
juego, feliz y contento de tenerme
cerca. A él no le importaba que su
papá se sentase dentro del armario.
Mi mano izquierda eligió un
rotulador rojo y, mientras yo miraba
como un espectador, dibujó una línea
alrededor de la derecha, pasando por
encima de los nudillos. Luego la
mano pintada se elevó hacia mi
rostro y giró poco a poco, de aquí
allá, mientras los ojos del pequeñín
observaban la línea encarnada. Yo lo
contemplaba todo en silencio, como
si aquello no fuese conmigo.
Entonces la mano tomó un lápiz y
empezó a garabatear un dibujo en el
cuaderno. Representaba una mujer
desnuda vista de frente y un niño
pequeño de espaldas, delante y un
poco a la derecha de ella. La mujer
llevaba la mano derecha del niño
hacia su vagina. Al lado de este
dibujo hizo otro del niño con la mano
derecha levantada. Los dedos
estaban representados como
separados de la mano y unas tijeras
abiertas aparecían cerca de ésta;
evidentemente habían servido para
cortar los «bocadillos» de los
diálogos en las historietas infantiles,
rotuló la palabra «¡¡No!!». De la
boca de la mujer salía otro globo
parecido con la onomatopeya:
«¡Chist!»
El pequeño personaje que
controlaba mi cuerpo utilizó entonces
el lápiz y una cera roja para dibujar
la cara de un niño, con los ojos
enormes y grandes lagrimones que
caían por sus mejillas. Levantaba la
mano derecha con los dedos
rebanados y manando goterones de
sangre. Un letrero a modo de título
decía: «Davy triste.»
¿Qué es esto?
Las uñas de mi mano izquierda se
hincaron en la mejilla del mismo
lado, cerca del pómulo. Sentí un
vago dolor, pero no podía hacer nada
por evitarlo. Y entonces se hizo el
silencio en mi mente y mi cuerpo. El
único sonido de la habitación era el
monólogo de Kyle mientras construía
su castillo.
Oí a Rikki entrar en la habitación
y preguntar:
—¿Dónde está papá?
Kyle señaló el armario y dijo:
—Ahí dentro. —Y retornó a su
juego.
Rikki abrió la puerta, me miró y
emitió una exclamación de sorpresa.
Sentí que mi cuerpo temblaba y
de pronto advertí que el personaje
pequeño pasaba junto a mí y
desaparecía, permitiéndome ocupar
otra vez el primer plano. Contemplé
el semblante horrorizado de Rikki.
Ella se inclinó y me tomó la cara con
ambas manos para examinar el
arañazo. Sentí dolor en la mejilla
cuando ella tocó la herida y vi la
sangre en sus dedos cuando apartó la
mano. Miré alrededor. ¿Dónde
estoy? Dentro del armario.
¡Mierda! Bajé la mirada hacia el
cuaderno. Tres dibujos infantiles.
¿Davy triste?
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó
Rikki, pero entonces vio el cuaderno
y se quedó observando con aire de
perplejidad.
—¿Qué? ¿Qué ha hecho papá? —
se entrometió Kyle.
—Nada, cariño. No es nada —
contestó ella sin dejar de contemplar
los desmañados trazos. Él se dio por
satisfecho y retornó a su
construcción.
—Pues… no lo sé —balbucí al
tiempo que me llevaba la mano a la
mejilla.
Rikki me tomó de la mano, me
ayudó a ponerme en pie y me llevó al
cuarto de baño. Una vez allí me
quedé contemplando con asombro mi
cara en el espejo mientras ella abría
el grifo de agua caliente y empapaba
una toalla para lavarme la herida. No
era profunda, pero parecía que
hubiese intentado una llegada a base
con la mejilla izquierda en una
cancha de béisbol. Débil y
tembloroso, me senté en la tapa del
inodoro.
Rikki se fijó en el trazo rojo de
mi mano y dijo:
—¿Qué es eso?
—No lo sé, Rik —murmuré, y me
sorprendí al comprobar que acababa
de recobrar mi propia voz—. No sé
qué demonios está pasando conmigo.
Es muy raro. Ha sido como un
sueño… o la reaparición de un
recuerdo, o algo así. No lo sé. Vello
blanco. Mi abuela. Me figuro que…
que a lo mejor ella… le hizo algo
malo a Davy.
Rikki se acercó a mí y susurró:
—¿Qué has dicho? ¿Quién es
Davy?
Me estremecí.
—Soy un buen muchacho.
De nuevo me recorrió un
escalofrío y quise decir algo, pero
tenía un nudo en la garganta. Me miré
las manos, demasiado avergonzado
para sostenerle la mirada a Rikki.
Ella tomó mis manos y dijo:
—Voy a llamar a Arly.
Asentí, mordiéndome el labio.
Rikki me puso en la cara una
crema desinfectante y luego se
dirigió al salón para hacer la
llamada. Temblando todavía, regresé
a la habitación de Kyle y entré de
nuevo en el armario, donde me tumbé
hecho un ovillo y me tapé con una
manta. Rikki dejó un mensaje en el
contestador de Arly y retornó a la
habitación con gesto de nerviosismo.
Un golpe de viento sacudió las
contraventanas y la caldera de la
calefacción tosió.
Al cabo de un rato sonó el
teléfono y Rikki se puso en pie de un
brinco.
-¿Sí?
—Hola, Rikki. Soy Arly Morelli.
—¡Gracias a Dios que has
llamado! —suspiró Rikki.
—¿Qué ocurre?
Rikki se dejó caer en el canapé
blanco y azul junto al piano, cruzó un
pie por debajo e inclinó el cuerpo
para poder vigilar a Kyle. En voz
baja, para que el niño no oyese el
diálogo, contestó:
—Las cosas no van bien por
aquí, Arly.
—¿Qué ocurre?
—Cam se comporta de una
manera muy extraña. Nada más
levantarse fue a la habitación de
Kyle y se metió en el armario. E hizo
unos dibujos rarísimos de una mujer
y un niño en una postura sexual, y se
pintó los nudillos de la mano derecha
con un rotulador rojo.
—¿Ha dibujado sobre sus
nudillos?
—Sí, y se ha arañado la cara.
—¿Con qué?
—Con las uñas. Se hirió una
mejilla. Tenía la cara sangrando. No
es grave, pero se ha sacado sangre.
Él parece completamente ido, como
si estuviera en regresión total. Se
recuperó de repente cuando lo
encontré ahí dentro, y entonces me
contó lo del sueño.
—¿Qué sueño?
—Dijo que había soñado que su
abuela le hacía algo a un tal Davy.
—¿Davy? ¿Quién es?
—No lo sé. Después puso una
cara muy rara y dijo con voz extraña
«soy un buen muchacho».
Arly tardó varios segundos en
contestar.
—¿Ha pasado algo más desde
que me dejaste el mensaje?
—No.
—Escucha, Arly. El caso es que
Cam nunca me había contado nada de
esto. Nunca. ¿No podría ser el
recuerdo de algo que le sucedió y
que ha tenido olvidado durante todos
estos años?
—No lo sé, Rikki. Aunque es
posible. La memoria no es un
registro exacto. Es más bien como
una serie de impresiones. —Hizo una
pausa y continuó—: Supongo que
algo debió ocurrir, aunque no fuese
tal como ahora lo recuerda. Algo que
le causó una profunda impresión, tan
grave que no pudo asimilarlo
entonces. Por eso tuvo que disociarse
de ello. De ahí la palabra
«disociación».
—¿Quieres decir…?
—Que se disoció en una reacción
defensiva, para evitar que aquello lo
abrumase. Hay niños que tienen una
facilidad innata para disociar, y son
muy hipnotizables.
—¿Y es posible que lo olviden
durante años?
—Desde luego —contestó Arly
—. Podrías imaginarlo de esta
manera. Tú tienes una fotografía de
un accidente horrible, un accidente
que presenciaste, o del que incluso
fuiste víctima. Y fue tan horroroso
que no soportas recordarlo. Pero no
te desprendes de esa fotografía, sino
que la guardas debajo de un montón
de cosas, bien escondida, a fin de
poder olvidar lo que sucedió. Sin
embargo, en un memento dado,
digamos al hacer limpieza de los
cajones, o con motivo de una
mudanza, resulta que la encuentras. Y
entonces tu horror es tan grande
como el día del accidente.
Hubo un silencio. Arly le daba
tiempo para asimilarlo. Al poco,
Rikki dijo:
—Una reconstrucción. Cam ha
estado enfermo durante mucho
tiempo.
—Lo sé.
—Y luego se restableció. Tal vez
la convalecencia de Cam podría
compararse a la reconstrucción de
una casa después de un incendio…
Está clasificando los elementos que
encuentra en su mente para poder
reconstruirla.
—Tal vez.
:—¿Y lo del rotulador rojo? —
preguntó Rikki.
—Me parece una manera muy
imaginativa'de eludir la autolesión.
Una simulación… una amputación
simbólica.
—¡Dios mío! —exclamó Rikki
—. Yo he trabajado con niños
maltratados. He visto cómo
representaban las cosas que les
habían hecho, ¡cosas horribles! —
Meneó la cabeza—. Sospecho que
tienes razón.
—Es de suponer que le pasó algo
cuando era muy niño —dijo Arly—.
Algo que nunca pudo asimilar. Fuese
lo que fuese, que no lo sabemos y
quizá no lleguemos a averiguarlo
nunca, hay que enfrentar los efectos
que aquello produce sobre él. Él te
necesita a su lado,
Rikki.
Miró a Kyle jugar
despreocupadamente y suspiró.
—¿Querrás ayudarle, Arly? ¿Y a
mí? —dijo Rikki en voz baja.
—Por supuesto. ¿Podrás
traérmelo mañana a las diez?
—Claro que sí. Kyle estará en la
escuela.
—De acuerdo, pues —concluyó
Arly—. Hasta entonces. Hazle
compañía. Que sepa que estás a su
lado y velas por él. Déjame un
mensaje si me necesitas. Y ánimo.
—Gracias. —Rikki hizo una
breve pausa y luego dijo—: Gracias
por todo.
—Estoy a vuestra disposición —
contestó ella y colgó.
Rikki fue a la habitación del niño
y recogió los cojines diseminados en
el suelo. Tras amontonarlos al lado
del armario, agarró un libro de
cuentos infantiles de la estantería y
afectando un tono festivo, propuso:
—¡Eh, chicos! ¿Qué os parece un
rato de lectura? ¡Pongámonos
cómodos!
—¡Hurra, mamá! —gorjeó Kyle y
lanzó uno de sus puñitos al aire—.
¡Léenos Lo que hace la gente todo el
dial
—Claro —dijo Rikki mientras se
acomodaba en los cojines, cerca de
mí, y sentaba al niño delante de ella.
Con el libro en su regazo, tomó con
su mano libre una de las mías al
tiempo que empezaba a leer
disimulando la preocupación y la
tristeza que la embargaban.
Nada malo sucedió durante el
resto de la jornada. Mi mente seguía
recluida en un reducto oscuro en
medio de un bosque laberíntico. Más
tarde, por la noche, escuché a Rikki
leerle un cuento breve a Kyle para
acostarlo. Luego salió y fue al cuarto
de baño.
Entonces Kyle dijo las palabras
acostumbradas:
—Papá, ¿quieres ahuecarme la
almohada?
Su vocecita logró penetrar mis
tinieblas y me despejó la mente por
unos momentos. Me levanté y anduve
pesadamente hasta la habitación ¿el
niño, le mullí la almohada y le di las
buenas noches con un abrazo un beso.
Al regresar pasé por delante del
cuarto de baño, que tenía la puerta
entreabierta y proyectaba una luz
amarillenta hacia el pasillo. Supuse
_ue Rikki se habría acostado
olvidando apagar la luz. Me
equivocaba. Estaba sentada en el
suelo, acurrucada y meciéndose
mientras sofocaba los sollozos con la
cara hundida en una toalla. Me quedé
helado. ¡Dios mío! ¿Qué le he hecho
a mi mujer?
Sentí el desesperado impulso de
abrazarla, de llorar con ella y
asegurarle que todo saldría bien.
Pero no pude. Si lo hubiese hecho,
me habría derrumbado. Así que me
retiré sin hacer ruido y me metí en la
cama.
Al poco oí correr el agua del
cuarto de baño y luego los pasos de
Rikki en el corredor. Cuando se
metió en la cama olfateé el jabón
perfumado. Yo estaba de espaldas, la
luz de mi lado apagada, y fingí
dormir. Ella apagó su lámpara, se
volvió de espaldas a mí y así
permanecimos, en silencio, cada uno
a solas en los recovecos de su propia
cueva del dolor.
8
Desperté animado, con la mente
despejada, aunque con el lado
izquierdo de la cara dolorido. Rikki
me besó con afecto y luego hizo una
mueca, al ver los feos arañazos en mi
mejilla. Tenía las facciones un tanto
desencajadas, como de no haber
dormido mucho. Poco después de
marcharse Kyle a la escuela fuimos a
nuestra cita con Arly. Condujo Rikki.
En el asiento iban los dibujos de
Davy.
Mi tranquilidad se disipó tan
pronto los peldaños de madera
rechinaron bajo nuestros pies. Sentí
un hormigueo en toda la piel. Arly
oyó nuestros pasos en el descansillo
y nos esperó en el umbral. Tomó una
mano de Rikki, la saludó con afecto y
dijo que se alegraba de conocerla al
fin personalmente.
Me dejé caer con fatiga en la
butaca frente al sillón de Arly, con
desasosiego, como si no corriese
sangre suficiente por mis venas.
Rikki se sentó aferrando con
nerviosismo el bolso en una mano los
garabatos de Davy en la otra. Le
entregó los dibujos a la psicóloga,
quien los estudió, sin decir nada.
Yo me recliné en la butaca como
si quisiera embutirme en ella y
miraba sin ver, los ojos fijos en un
punto de la pared por encima de
Arly. Mi labio superior estaba
perlado de sudor. Rikki miró a Arly
con nerviosismo, como intuyendo que
se avecinaba algo importante pero
sin saber el qué. Arly me miró y
observó los rasguños de la cara,
luego la línea roja alrededor de mi
mano derecha.
Hubo un tenso silencio.
Estábamos a un paso de la fiera
dormida, y fue entonces cuando Arly
pisó la rama seca.
—¿Davy? —dijo.
Mi cuerpo se estremeció y me
sentí arrebatado de allí, muy lejos.
Como si hubiesen pulsado un botón.
Y se presentó Davy.
La cabeza de Davy se inclinó
hacia atrás, con los ojos
desorbitados de pánico. Su mano
izquierda sujetó la muñeca derecha y
la alzó en el aire como si tratase de
izarse de la silla a pulso, y exhaló
tres gritos penetrantes.
—¡Aaahhh! ¡Aaaahhh! ¡Aaahhh!
La derecha intentaba soltarse de
la izquierda, que tiraba hacia arriba
hacia un blanco invisible. La derecha
no podía con la mayor fuerza de la
izquierda.
—¡Aaahhh!
Rikki se quedó boquiabierta,
mirándome entre incrédula y
asombrada. Arly dijo con firmeza:
—¿Me oyes, Davy?
Davy jadeaba, la cara bañada en
sudor y lágrimas, y no contestó.
—¡Davy! ¿Me oyes? —insistió
Arly.
Davy asintió con la cabeza.
—Dime qué ves —ordenó Arly
adelantándose en su asiento.
—Pe… pelos blancos. Mojados.
¡Aagh! —Y se retorció en un
espasmo, mientras la mano izquierda
no dejaba de forcejear con la
derecha arriba y abajo—. ¡Suéltame!
—gritó.
Rikki abrió los ojos en una
mueca de espanto.
—¿Qué le pasa a tu mano
derecha? —preguntó Arly.
—Ella la tiene —sollozó—.
¡Puaj!
Arly se acercó todavía más.
—¿Quién es ella? ¿Quién tiene tu
mano derecha?
—¡La abuela! —sollozó Davy, y
volvió a gritar—. ¡Aaahhh!
—¿Qué hace la abuela con tu
mano?
—Se pone los dedos en el… el…
—Se interrumpió otra vez, sofocado,
meciéndose y la mirada fija en algo
visible sólo para él. Rikki rompió a
llorar en silencio.
—¿Dónde estás, Davy? —
preguntó Arly.
—En casa de la abuela—
balbuceó él.
—¿Está diciéndote algo la
abuela?
Davy jadeaba y se limitó a negar
con la cabeza.
—Escúchame bien, Davy —dijo
Arly—. No estás con tu abuela. Ésta
no es la casa de la abuela. Estás
recordando algo que sucedió hace
mucho tiempo. No está ocurriendo
ahora. Ahora estás bien. Nadie te
hace nada. Mira esta habitación. La
abuela no está sujetando tu muñeca.
Anda, suéltala.
Davyjadeaba y tenia el cabello
empapado de sudor. Apartó los ojos
del espectáculo imaginario y miró
despacio a Arly y Rikki. La mano
izquierda soltó la derecha, que cayó
inerte en su regazo. Enseguida la
llevó a la entrepierna para tratar de
disimular la erección. Y luego sus
hombros se estremecieron, se
replegó sobre sí mismo y lanzó un
lamento desesperado, como de bestia
herida.
La mirada de terror volvió de
súbito y se sentó otra vez tieso, la
mano derecha levantada mientras
hacía tijeras con los dedos de la
izquierda como si fuese a cortarse
los dedos, con tanto realismo que
incluso gruñía del esfuerzo.
—¡Dios mío! —exclamó Rikki
con un hilo de voz.
—¡Davy! —terció la psicóloga
con firmeza—. No tienes por qué
cortarte los dedos. Mira tu mano.
Todo está bien. No tienes que
cortarte los dedos.
Las manos de Davy cayeron
hacia los costados y se hundió de
nuevo en el asiento, sollozando con
fatiga. Era apenas un jadeo
entrecortado. Enseguida se puso a
rascarse la mejilla lastimada.
—No te rasques, Davy —dijo
Arly, pero como él continuó
haciéndolo, ella se puso en pie, le
tomó la mano y se la puso al costado
—. No te rasques —repitió—.
Bastante daño te han hecho ya. —
Regresó a su asiento y continuó—:
Todo está bien, Davy. Nadie va a
hacerte nada. Descansa y respira
hondo. —Inhaló profundamente para
darle ejemplo, que él siguió.
Lo mismo hizo Rikki, y después
de una docena de respiraciones
lentas y regulares la de Davy empezó
a tranquilizarse y los espasmos
cesaron poco a poco. Arly volvió a
hablar:
—¿Por qué te rascas la mejilla,
Davy?
—Las uñas en mi mejilla… —
dijo él con un hilo de voz.
—No te entiendo. ¿Tus uñas en tu
mejilla?
—Las de la abuela. Así. —Se
tocó la mejilla izquierda con las
uñas.
Arly cambió una mirada con
Rikky y se volvió de nuevo hacia
Davy.
—¿Ella te arañó? —preguntó.
—No.
—Pero tú recuerdas que te
rozaba la cara con las uñas, ¿no es
así?
Davy asintió con la cabeza.
—No me gusta —susurró.
—¿Sabes dónde estás ahora,
Davy? —le preguntó Arly, a lo que
él negó con la cabeza—. ¿Me
conoces? ¿La conoces a ella? —
Señaló a Rikki.
Davy la miró. Tenía los ojos
hinchados y rojos, y el maquillaje
corrido. Meneó de nuevo la cabeza.
—No.
—¿Cuántos años tienes, Davy?
Él alzó la mano mostrando cuatro
dedos. Rikki le miraba con asombro
e incredulidad. Arly alzó los dibujos
para enseñárselos.
—¿Hiciste tú estos dibujos,
Davy?
—Sí —musitó él, como si lo
reconociera con miedo.
—Mira tu mano derecha, Davy
—dijo Arly—. Ya ves que todos los
dedos están ahí. Intenta moverlos.
Él agitó los dedos. Arly
preguntó:
—¿Alguien te obligó a hacer con
la mano algo que no te gustaba?
Davy asintió y dijo:
—La abuela. Sudaba y se metía
mi mano en el chocho.
—¿Te obligaba a meter los dedos
en su vagina? —precisó Arly.
Davy asintió y Rikki se
estremeció.
—Luego me llevó al cuarto de
baño y me besó el pito y me regaló
dos galletas.
Arly dijo con tono afectuoso:
—Lamento que te pasara eso,
Davy. No debió hacerlo. Pero no
volverá a ocurrir, te lo prometo. —
Se volvió hacia Rikki—. ¿No es
verdad, Rikki?
—Sí —dijo Rikki con tristeza en
la mirada—. No volverá a ocurrir
nunca… Davy.
Arly se arrellanó en su sillón y
dijo:
—Mírate, Davy. Mírate todo el
cuerpo, hasta los pies, y dime qué
ves.
Davy bajó la mirada poco a poco
y se miró la camisa, los muslos, las
rodillas. Luego se inclinó y se
contempló las piernas y los pies.
—¡Oh! —exclamó con
incredulidad, los ojos muy abiertos
—. ¡Soy muy grande! ¡Soy un
gigante!
Arly sonrió.
—No, Davy, no eres un gigante.
Es que has crecido. Estuviste
encerrado durante mucho tiempo, y
mientras estabas encerrado pasaron
muchas cosas. ¿Recuerdas que te
pregunté si sabías quién es Cam?
Davy asintió.
—Cam eres tú, de adulto. Y
Rikki es tu mujer.
Davy miró a Arly y luego a
Rikki.
—No es broma —dijo Arly—.
Viven en una casa y hasta tienen un
chico que se llama Kyle y que tiene
más o menos tu edad.
Davy se inclinó para mirar a
espaldas de Rikki, a ver dónde
estaba Kyle.
Rikki sonrió y dijo.
—No, Kyle no ha venido. Está en
la escuela.
—¡Ah! —fue lo único que dijo
Davy, y se hundió de nuevo en el
asiento.
—Cam viene aquí para hablar
conmigo, Davy Y tú también puedes
salir y venir a hablar siempre que
quieras, ¿de acuerdo?
—Sí —musitó Davy, y cerró los
ojos.
Arly respiró hondo y dijo:
—¿Cam?
Aguardó un instante y repitió:
—¿Cam? Quiero que regreses
ahora.
Y así ocurrió. Como cuando se
dispara el obturador de una cámara,
clac, y ahí estaba yo otra vez.
Abrí los ojos y vi una imagen
borrosa de la habitación. Meneé la
cabeza procurando despejar la
mente. Miré a Arly, y luego a Rikki,
y entonces me embargó una oleada de
emoción y rompí a llorar.
Rikki se acercó a mí para
estrecharme con fuerza, como si me
despidiese para ir a la guerra. Y los
dos lloramos por Davy. Cuando nos
soltamos, ella regresó a su asiento y
tomó un kleenex. Nos quedamos
mirando a Arly, expectantes. Ella me
miró y dijo:
—¿Qué recuerdas de lo que
acaba de ocurrir?
Hablé despacio, tratando de
resumir los acontecimientos.
—Que entramos en tu consulta…
Yo me senté aquí mismo, donde estoy
ahora. —Carraspeé para aclararme
la garganta—. Observaste los
dibujos y me preguntaste por Davy, y
entonces yo me desvanecí en una
especie de remolino que me llevó…
no se adonde. Apenas me daba
cuenta de lo que sucedía. Sentí el
cuerpo en tensión y hubo gritos y…
Arly asintió para animarme a
proseguir. Miré por la ventana.
—Esto me da un poco de apuro.
—No tiene importancia —me
tranquilizó Arly.
—Estaba excitado. Aún lo estoy,
un poco. Luego alguien pronunció mi
nombre y regresé a mi cuerpo como
cuando un ave cae sobre su presa… y
volví en mí.
Arly permaneció unos momentos
en silencio, con las manos unidas y
los índices formando pico apoyados
sobre los labios. A continuación bajó
las manos.
—¿Qué sabes acerca de Davy?
Meneé la cabeza.
—Apenas nada. Los dibujos, y
que me arañé la cara… y que ha
pasado algo raro. Lo sé porque estoy
empapado de sudor, tengo la garganta
irritada y me miráis como a un bicho
raro.
Traté de cambiar de postura para
ponerme cómodo pero no lo
conseguí.
—Davy es una parte de ti —dijo
Arly—. Al parecer, tu abuela abusó
sexualmente de ti, si es cierto lo que
contó Davy. En todo caso, Davy
acaba de hacer una abreacción, es
decir, ha revivido una experiencia, la
de ser obligado a masturbar a una
mujer con su mano derecha, o más
exactamente con los cuatro dedos de
la mano derecha. ¿Recuerdas que te
ocurriese algo así?
—No. Yo no conocí a mi abuela.
Ella murió cuando yo tenía cuatro
años y medio. —Sentí un nudo en el
estómago—. No recuerdo que nadie
abusara… sexualmente de mí.
—Pues Davy sí lo recuerda —
replicó Arly.
Miré a Rikki y ésta asintió. Me
mordí el labio inferior y sentí
lágrimas en los ojos.
—Eso es mala señal, ¿no? Algo
va muy mal, ¿verdad? —Rikki se
inclinó hacia mí y me tomó la mano
apretándola con fuerza. Miré a Arly
—. ¿Qué significa todo esto?
—Davy es una parte disociada de
ti —dijo ella—. Eres tú, cuando
tenías probablemente cuatro años de
edad. Pero no por entero. Eres el que
sufrió algún trauma a manos de esa
mujer. Entonces se desprendió ese
aspecto de ti llamado Davy y se
refugió en algún rincón de tu mente
para que tú no supieras qué había
ocurrido. Y ahora, por alguna razón,
ha emergido.
Guardamos un largo silencio.
—Mira, Cam —continuó Arly—.
Davy no te conocía, ni me conocía a
mí, ni sabía que Rikki es tu esposa ni
que tenéis un hijo.
—¿Y qué? ¿Se lo dijisteis? ¿Lo
sabe ahora? —pregunté—. ¡Dios
mío! Pero… ¿de qué estoy hablando?
—Sí se lo dije. —Hubo otro
silencio y luego Arly preguntó—:
¿Te ha ocurrido con frecuencia el
escuchar voces mentales, pero no de
la propia conciencia, sino como si
alguien estuviese comentando tus
actos?
—Sí, claro. Oigo voces. ¿No le
ocurre a todo el mundo? Pero no son
ajenas a mi conciencia. No es como
si me sintiera vigilado por la CIA.
No estoy esquizofrénico, si a eso
vamos.
—¿Te has sentido alguna vez
separado de tu propio cuerpo, como
hace un momento cuando apareció
Davy?
Asentí.
—Algunas veces. En ocasiones
he tenido la sensación de estar y no
estar presente al mismo tiempo.
Como entrar en una tienda y de
pronto sentirme lejos de allí, como
contemplándome desde la lejanía
mientras camino por el pasillo o
hablo con un dependiente. O como
cuando estoy atándome los cordones
de los zapatos y resulta que he
olvidado cómo hacer el nudo y tengo
que pensarlo.
Rikki me contemplaba con
sorpresa. Me encogí de hombros.
—¿Tienes la costumbre de llevar
un diario personal? —preguntó Arly.
—No.
—Cuando salgas de aquí, ve y
cómprate uno.
—Está bien.
—Procura anotar algo todos los
días, y deja que las cosas ocurran si
es que ocurren. No intentes
impedirlo.
—Arly —inquirí—, ¿tú crees de
verdad que alguien abusó de mí
sexualmente?
—¿Qué crees tú? —replicó ella.
Rikki me apretó la mano, y yo la
miré, y luego a Arly.
—No sé qué pensar. ¿Davy?
¿Quién demonios es Davy? ¿Qué
diablos…?
—Por lo presenciado aquí hoy —
repuso Arly con calma—, me inclino
a creer que fuiste víctima de algún
abuso sexual.
Me estremecí.
—Pues a mí me cuesta admitirlo.
Tú me hablas de algo que según
dices me ocurrió a mí, pero resulta
que yo no tengo ni la menor idea…
no recuerdo nada. Excepto que Davy
estuvo aquí, y él sí lo sabe todo.
¡Ah!, y además me arañó la cara y
trató de cortarme los dedos y… —
Cambié de postura en el incómodo
asiento—. Y encima me excito con
sólo hablar de mi abuela.
—La primera reacción de
quienes tienen esa clase de
experiencia es tratar de negarla —
dijo Arly.
—Entonces al menos en eso estoy
haciendo las cosas bien, ¿no?
—¿Habías visto antes un caso
así? —preguntó Rikki.
—Sí —asintió Arly.
—Entonces, ¿sabes lo que hay
que hacer?
—Ajá —asintió de nuevo.
—¡Gracias a Dios! —replicó
Rikki.
—¿Y qué es? —pregunté yo.
—De momento, procurarte ese
diario y empezar a escribir en él.
Seguiremos trabajando. Por cierto,
compra un osito de peluche para
Davy. Si vuelve a salir, eso le
ayudará a sentirse protegido y
cómodo.
Rikki y yo asentimos no muy
convencidos. Me arrellané en el
asiento sin soltar la mano de mi
mujer y miré por la ventana. En la
calle unos quince crios escoltados
por dos mujeres escuchaban a un
bombero de uniforme que gesticulaba
tratando de explicarles el
funcionamiento de una boca de riego.
Los niños parecían caramelos de
Navidad con sus abrigos, gorras y
guantes de vivos colores. Un breve
destello de la mente me devolvió a
Davy. Tan bueno que da ganas de
comértelo. Miré el trazo rojo de mi
mano y meneé la cabeza con
incredulidad.
—¡Pero si nunca conocí a la
abuela! —protesté en voz baja.
9
Cuando salimos de la consulta de
Arly fuimos a una librería, donde
elegimos un diario pequeño de tapas
azules y hojas rayadas. De allí
fuimos a un Toys'R'Us.
Yo había estado en un Toys'R'Us
docenas de veces, pero ésta era la
primera que íbamos a comprar algo
para mí. ¿Un osito? ¿Para mí? Me
sentí como el chico de quince años
que entra en la farmacia para pedir
una caja de preservativos. Recorrí la
sección de los juguetes de peluche
afectando aire de indiferencia por si
alguien se fijaba en mí. Por supuesto
no se fijó nadie, puesto que no existía
ningún motivo para ello. Rikki se dio
cuenta de mis titubeos y tras
acercarse al estante de los osos
empezó a tocarlos. .
—Yo también me compraré uno
—dijo—. Quiero tener mi propio
osito.
El efecto fue mágico. Todo
retornó al orden. ¡Qué demonios!
Voy a comprarme un oso de
peluche. Mis ojos y mis manos
empezaron a recorrer las hileras de
perros y osos blancos y marrones,
los conejos color rosa y los diversos
personajes de Barrio Sésamo. Por un
momento me sentí auténticamente
feliz. Estoy en la sección de los
juguetes de peluche. ¡Qué lugar tan
maravilloso!
Los tocaba, los apretujaba y me
frotaba la mejilla con los que me
gustaban más, a ver cuál era el más
suave y sin importarme lo que
pensasen quienes me vieran. De
pronto sentí una intensa atracción
hacia uno grande, azul y esponjoso al
que normalmente no habría dedicado
ni siquiera una ojeada. ¡Ése! ¡Ése es
el mío! Un fogonazo y me desvanecí,
y fue Davy quien tomó el oso en sus
manos.
—Toby —dijo.
Rikki se acercó llevando el oso
polar blanco que había elegido para
ella. Sabía que no era yo quien
acababa de hablar, pero no le
importó, o por lo menos lo fingió.
Sonrió y me preguntó con tono
cariñoso:
—¿Has encontrado tu osito?
—Toby —repitió Davy
tendiéndole el juguete.
—Toby —repitió ella—. Es muy
bonito. Mira —alzó el suyo—, éste
es el que he elegido para mí. Lo
llamaré Puff.
Rikki valía mucho. Después de
pagar los osos nos fuimos a casa.
Aquella noche, tumbados en la
cama, hombro con hombro y
abrazando nuestros respectivos
ositos, mientras Kyle dormía en su
habitación, permanecimos largo rato
en silencio y contemplamos la luna
llena colgada de las ramas desnudas
de los árboles del patio, al otro lado
de la ventana. El claro de luna
proyectaba sombras espectrales en
toda la estancia. Dos ardillas
corrieron por el tejado recubierto de
nieve y ése fue el único rumor que
rompió el silencio de la noche
invernal.
—No puedo creer que esté
ocurriendo de verdad —dije—. ¡Mi
abuela!
—¿Qué recuerdas de ella?
—Nada que no te haya contado.
Era de una familia muy numerosa y
se casó con el abuelo siendo muy
joven. Apenas sabía cuidar de los
hijos…
—¿Qué quieres decir? ¡Ah, sí!
Tu madre me contó que ella tuvo que
encargarse de tu tío cuando ella era
todavía una niña, porque su propia
madre era incapaz de hacerlo. Eso es
lo único que me ha contado de ella.
—Suspiró—. No sé. Tu abuelo, tus
tíos, tu madre, ¡uf! ¿Recuerdas lo que
te dijo tu abuelo cuando murió tu
padre? «Olvídalo.» Tu padre apenas
llevaba una semana muerto y el
abuelo te aconsejaba que lo
olvidases. En cuanto a tu madre, es la
persona más narcisista que conozco.
Todo el mundo tenía que girar
alrededor de ella y complacerla en
sus menores caprichos. ¡Menuda
familia! —concluyó con acritud.
—A mi madre no puedo
comentarle nada de eso —dije—.
Últimamente me inspira sentimientos
bastante raros.
Rikki y yo guardamos silencio un
rato y contemplamos la luna.
—Tal vez podría recurrir a la
prima Abbey —dije—. Es una prima
de mi madre y sabrá algo acerca de
la familia de la abuela.
Me incorporé sobre un codo y me
volví hacia Rikki, cuyo cabello tenía
un brillo de seda a la luz de la luna.
—¿No solía decir mi madre que
ella y Abbey se habían criado en la
misma calle?
—No lo sé —contestó ella—.
Puede que dijese algo así. ¿Qué quie
res que te cuente Abbey?
Me dejé caer de espaldas.
—Todavía no lo sé. Pero estaba
allí, y debe saber algunas cosas.
En la habitación contigua, Kyle
exclamó:
—Alejaos de mi tanque,
¡granujas!
Rikki y yo nos miramos
sonriendo.
—Sueña —dijo ella, y retornó a
la contemplación de la luna.
Exhalé un largo respiro.
—A lo mejor es lo mismo que me
pasa a mí. Puede que todo sean
imaginaciones mías.
Rikki se incorporó a medias
sobre un codo.
—Eso es negar la realidad —
dijo meneando lentamente la cabeza
—. En la consulta Davy estaba con la
mano levantada. Gritaba… Eso fue
demasiado real, Cam.
Me froté las sienes.
—No estoy seguro de qué es la
realidad. Empieza a escapárseme. Mi
pasado, mi mente… todo se está
haciendo pedazos. Ignoro qué ocurrió
y, aún peor, ignoro qué va a ocurrir.
Rikki se sorbió la nariz y movió
la cabeza; una lágrima plateada cayó
sobre la almohada, cerca de mí. Le
enjugué la mejilla con la mano.
Mientras la rodeaba entre mis
brazos, ella apoyó la cabeza sobre
mi hombro y musitó:
—¿Qué será de esta familia? —Y
se echó a sollozar en silencio.
Cerré los ojos y la abracé con
fuerza.
10
Ladecidido
mañana siguiente desperté
a hacer esa llamada a
Abbey. Tomé el rotulador y el bloc
de notas que siempre tenía sobre la
mesita de noche, bajé al salón del
piano y, sentado sobre la gruesa
alfombra azul, recapitulé lo que
sabía de ella. Viuda, vive sola en
Detroit, dos hijos aproximadamente
de mi edad, pintora, diabética.
Durante los últimos treinta años
apenas habría hablado con ella tres
veces.
Llamé a información de Detroit.
La tía Abbey figuraba en la lista de
abonados. Anoté su número en el
bloc. Actúa con serenidad. No la
atosigues, limítate a averiguar lo
que puedas acerca de la familia de
tu abuela, y luego cuelgas. Marqué
el número, respiré hondo y esperé.
Abbey contestó a la tercera señal.
—¿Sí? —Por la voz, parecía
sorprendida de recibir una llamada.
—Hola, Abbey, soy Cam West.
—Hubo un breve silencio y luego su
memoria funcionó.
—¡Ca-am! —exclamó—. ¡Qué
sorpresa! ¿Cómo estás?
—Muy bien…
—¿Cómo están Rikki y Kyle?
—Todos estamos bien, Abbey —
mentí—. Kyle ha crecido mucho.
Recordarás que nos mudamos a
Massachusetts hace dos años.
—¿De veras? —Sí.
—¿Y qué? ¿Estáis contentos allí?
—Sí, todo va muy bien, ¿y tú
cómo te encuentras?
—Más o menos —contestó ella
—. Tengo diabetes, ya sabes.
—Ya.
El momento de las frases de
cortesía había pasado. Después de un
breve silencio Abbey dijo:
—¿Cuál es el motivo de tu
llamada?
No lo eches a perder. Habla con
naturalidad.
—Pues mira, Abbey… —titubeé
— últimamente he estado
acordándome de la familia de mi
madre. Mamá apenas me ha contado
nada de vosotros, ¿sabes? Sólo sé
que vivíais en el mismo vecindario
cuando erais niñas.
—Sí, en la otra acera y dos
números más allá —precisó Abbey.
Me ardía el estómago, y me noté
sudor frío en las sienes.
—¿Recuerdas cómo era la
familia de mi abuela?
Un silencio. Espera. No lo
estropees. Nervioso, volví la vista
hacia la ventana mientras oía el ruido
de fondo de la línea. Una ardilla
trepó corriendo por el tronco de un
árbol. Al cabo de unos diez segundos
Abbey habló.
—No hubo ningún incesto, que yo
sepa —dijo, y sus palabras quedaron
suspendidas como el olor azufrado
de un relámpago.
Sentí la adrenalina inundar mi
cuerpo y me ruboricé como un
tomate.
¿Qué demonios…?
Anoté sus palabras textualmente.
«No hubo ningún incesto, que yo
sepa.» Al lado añadí: «Lo primero
que ha dicho. Respuesta no
provocada.» Mi corazón palpitaba
desbocado y sentí vértigo. Desde
luego no era una respuesta previsible
a tenor de lo que yo había
preguntado. Ahí tenía yo algo
tangible.
Meneé la cabeza procurando
despejarla de pensamientos
inoportunos. ¡Di algo, idiota!
Tragué saliva.
—¿Por qué has dicho eso,
Abbey? —pregunté. Otro silencio, y
más ruido de fondo. Por un instante
creí que había colgado. Decidí
esperar. Transcurridos quince
segundos Abbey empezó a hablar, y
tomé nota de todo.
La familia de mi abuela era muy
numerosa. Había muchos hermanos y
hermanas. Cuando fueron mayores
siguieron viviendo en el mismo
barrio. Las mujeres iban a tiendas
diferentes aunque ello les
representase tener que dar un gran
rodeo, porque ninguna quería que sus
hermanas viesen lo que compraba
para comer. La madre de Abbey y las
tías, entre ellas mi abuela, eran muy
glotonas pero luego lo devolvían
todo provocándose vómitos; de esto
se enteró Abbey por comentarios de
los primos. Y cuando los pequeños
hacían sus necesidades tenían
prohibido tirar de la cadena. Tenían
orden de mostrar las deposiciones a
sus madres, o de lo contrario les
ponían un enema.
¡Por Dios!
—¿También a mi madre? —
pregunté. Tenía las axilas empapadas
y el estómago revuelto.
—¿A tu madre? Sí, claro.
También a ella. Yo le enseñé que
podía librarse de que le pusieran un
enema diciendo que había tirado de
la cadena por descuido —me contó
con orgullo. Abbey estaba lanzada y
no necesité insistir para que siguiera
hablando mientras yo escribía a toda
velocidad.
Según Abbey, en el vecindario
los consideraban unos chiflados. Ella
misma recordaba haber visto a una
de sus tías dándole de coscorrones a
un hijo suyo de corta edad, sin
motivo aparente. El niño echó a
correr pero un pie se le quedó
atascado entre dos postes de la verja,
y cuando la madre le dio alcance
siguió atizáhdole sin compasión. Mi
abuela había sido una mujer muy
miedosa, y siempre vivió
atemorizada por la idea de que su
marido iba a abandonarla.
Como si hablase con un
desconocido en el autobús, o consigo
misma, Abbey siguió desgranando
los recuerdos de su infancia. Sólo
que cuanto más hablaba, más
recordaba cosas que no tenía ningún
deseo de recordar. Y más vacilante
iba haciéndose su voz.
Hasta que se interrumpió, y hubo
un largo silencio.
—¿Abbey? —dije, por si había
colgado.
—¡Vaya nido de serpientes
acabas de abrir, Cam! —rezongó ella
—. En verdad te digo que has
destapado un nido de serpientes.
—Lo siento…
—Preferiría que no me hubieras
llamado. ¿Sabes qué? No me llames
nunca más, ¿de acuerdo? ¡No me
llames!
Y colgó.
Me quedé estupefacto, con el
auricular pegado a la oreja. Sentí un
reflujo de bilis; hice una mueca y
tragué saliva para contenerla y
colgué el teléfono. Luego me enjugué
el sudor. Al incorporarme con
brusquedad sufrí un mareo y me
golpeé contra el piano.
Fui al cuarto de baño y abrí el
grifo hasta que el agua salió a punto
de ebullición; amasé la pastilla de
jabón hasta sacarle espuma y me
restregué violentamente la cara y las
manos. Me sequé con la toalla y me
quedé contemplando mi imagen en el
espejo.
Las palabras de Abbey
chapoteaban en mi mente como agua
fangosa en el fondo de un viejo
barreño. Procuré concentrarme.
Abuela mala. Davy bueno.
Disparador, toque de botón… No,
resiste ahora… ya está… vete…
vete a tu sitio. Estoy despejado. Voy
a echarme un rato.
Aturdido, me encaminé hacia la
escalera olvidando el bloc en el
suelo del salón. Me metí en la cama,
cerré los ojos y empezó el descenso
de los fríos peldaños de piedra hacia
las cavernas del sueño.
—¿Cam? ¿Cariño?
¡Mmm! Una voz dulce como la
miel…
—¿Cam? ¿Cam?
Un túnel. Al extremo de un largo
y oscuro túnel… Rikki en el circulo
blanco al extremo de un largo y
oscuro túnel… ¿o es la boca de un
arma de fuego?… Estoy dentro del
cañón mirando hacia fuera… pero
no, que eso sólo sale en las
películas de James Bond.
—¿Cameron?
Es Rikki… Rikki que me llama…
¡Uum! ¡Me gusta el sonido de su
voz!
—¡Cam!
¿Eh? Luz brillante… abro los
ojos… fijo la vista…
—¡Cam!
ha habitación… Rikki está en la
habitación y me llama.
—Te oigo —dije con lengua
estropajosa.
—Despierta, cariño —replicó
ella con tono de preocupación—.
Llevas seis horas durmiendo.
Me aclaré la garganta.
—De acuerdo —dije—. Ya he
vuelto… estoy volviendo. —Abrí y
cerré los párpados con fuerza varias
veces, hasta que empecé a ver con
claridad. Jersey blanco. Vaqueros
azules. Rostro dulce. Mi Rikki.
Ella se sentó en el borde de la
cama y apoyó una mano en mi pecho.
—¿Estás aquí? —preguntó.
La veía con claridad. Sí lo
estaba.
—Ajá —articulé, aún con la
boca entumecida—. Sí, estoy de
vuelta.
—Está bien. —Me palmeó el
pecho—. Empezaba a preocuparme.
—Lo siento. ¿Qué hora es?
—Poco más de las tres.
—¿De la tarde?
—Sí.
Flexioné los dedos de las manos
y los pies y me froté la cara, cada
vez más consciente de mi propio
cuerpo. Al cabo de un minuto me
incorporé hasta sentarme en la cama.
Miré a Rikki.
—He hablado con Abbey —dije.
—Lo sé. He encontrado esto —
dijo ella, y me mostró el bloc con las
anotaciones. Visiblemente agitada,
señaló una página.
—¿Ella ha dicho esto? ¿«Ningún
incesto, que yo sepa»? ¿Lo dijo tal
cual?
Asentí.
—Sí. Y también todo lo demás.
Rikki meneó la cabeza.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿De
veras dijo que no hubo ningún
incesto? ¿Qué le preguntaste tú?
—Sólo que cómo era la familia
de la abuela, nada más. —Me encogí
de hombros.
—¿Y ella contestó esto? —Se
masajeó en una sien—. ¡Es increíble!
—Y me prohibió que volviese a
llamarla.
—¿A qué te refieres?
—A medida que hablábamos,
ella iba montando en cólera y por
último dijo que no quería volver a
oírme nunca más, y colgó.
—¡Caramba! —Rikki miró el
bloc y meneó la cabeza—. No es de
extrañar que tu madre nunca quiera
hablar de la familia.
—Sí —dije, irguiéndome un
poco—. Voy a llamar a su hermano,
el tío Dennis. Necesito saber más.
Rikki agitó el bloc.
—¿No te basta con esto?
—No, no es suficiente.
—¿Crees que va a contarte algo?
—No sé —contesté—. Quizá no
quiera decir nada. Pero estuvo allí, y
tiene cuatro o cinco años más que mi
madre. Debería saber más cosas que
Abbey, ¿no crees? —Respiré hondo
y lo solté al fin—: Me consta que
estuvo en tratamiento durante años. Y
su mujer es psicólo- ga. Estoy seguro
de que conoció a la abuela. Ella y
Dennis llevan muchos años casados.
Rikki reflexionó. Al cabo se
encogió de hombros y dijo:
—De acuerdo.
Dejó el rotulador y el bloc sobre
la cama y se dirigió a la puerta. Pero
antes de salir se volvió y dijo:
—Estaré abajo. —Y cuando
salió la oí repetir—: ¡Dios mío!
Saqué de un cajón de la mesita de
noche una agenda encuadernada en
cuero marrón y busqué el teléfono de
Dennis y Sandy en Michigan.
Sentado en la cama en la postura
del sastre, me puse el teléfono en el
regazo y contemplé los grandes
robles del patio a través de la
ventana. La luz gris del crepúsculo
vespertino les confería un aspecto
triste. Sujeté el auricular entre el
hombro y la oreja, tomé el rotulador
y el bloc de notas y marqué el
número. No puede ser que esté
ocurriendo esto.
Antes de oír la primera señal
decidí decirles sin rodeos que había
recordado algo importante acerca de
la abuela, para ver cómo
reaccionaban. Imposible explicar que
ese recuerdo en realidad era de
Davy; era demasiado complicado y
¿quién lo habría creído, si yo mismo
no acababa de creérmelo?
Después del tercer tono iba a
colgar, cuando contestó Sandy. Sentí
una pequeña subida de adrenalina al
oír su voz. Dije quién era y en su voz
me pareció advertir sorpresa y
contento, después de los años
transcurridos sin saber nada de mí.
Tras los cumplidos de rigor fui al
grano:
—Oye, Sandy, el motivo de mi
llamada es que tengo algunas ideas
extrañas en cuanto a que quizá fui
víctima de abusos sexuales por parte
de mi abuela.
—¿La abuela Lynn? —exclamó
ella con asombro. —Sí.
Después de una pausa que denotó
su malestar, dijo con tono
sorprendentemente tranquilo:
—Era bastante sobona con los
pequeños.
¿Sobona con los pequeños?
Hubo un silencio, y luego Sandy
dijo, lacónica:
—No te retires, voy a llamar a
Dennis.
No pude discernir la
conversación que tuvo lugar al otro
extremo de la línea; sin duda Sandy
cubría el micrófono con la mano.
Enseguida se puso Dennis y no me
pareció tan contento de hablar
conmigo como Sandy, ni mucho
menos. Y no se anduvo con
preámbulos.
—¿Qué coño andas diciendo de
mi madre? —ladró.
Di un respingo y tragué saliva.
Estábamos hablando de su madre. Ni
por un momento había considerado
que quizá se diese por ofendido.
Respiré hondo y repetí lo que
acababa de decirle a Sandy.
—Pues mira, he tenido
pensamientos extraños y sueños en
los que me veo víctima de abusos
sexuales por parte de tu madre. Lo
siento, pero es la verdad.
Tamborileé nerviosamente con el
rotulador sobre el bloc de notas
mientras oía el ruido de fondo del
teléfono. Después de una eternidad,
Dennis suspiró y habló de mala gana:
—Solía bañar a tu tío Alan…
cuando éste ya tenía edad sobrada
para bañarse solito.
¿Cómo?
Dennis hizo una pausa mientras
yo escribía furiosamente.
—Una vez vi desde el pasillo
cómo lo bañaba —continuó él—.
Estaba lavándolo pero además hizo
otra cosa que no estuvo bien. ¡No
debió hacerlo! —exclamó de repente
—. ¡Me molestó mucho que hiciese
eso!
Un viento helado sopló a través
de mi mente mientras mi mano
transcribía con exactitud robótica las
palabras de Dennis. Me noté el
rostro entumecido y sentí una aguda
jaqueca, como si alguien me clavase
en el cerebro una aguja. La mujer a
quien Davy acusaba de abusar de él
había sido vista abusando de otro
niño. Meneé la cabeza y pregunté, no
muy seguro de que la pregunta fuese
acertada:
—¿Alguna vez… te hizo
tocamientos a ti?
—¡A ti qué te importa! —me
espetó.
Hice una mueca, apreté los
dientes y el auricular por poco se me
cae de las manos. Ojalá Rikki
estuviera aquí. Su'spiré y decidí
continuar intentándolo.
—¿Sabes si alguna vez se lo hizo
a mi madre?
—Pregúntaselo a ella.
Hubo otro silencio penoso y por
último declaré sin ambages:
—Estoy seguro de que hay algo
más, Dennis. Algo que no quieres…
—Pregúntale a tu madre.
—Pero, Dennis, ¿qué estás…?
—¿Qué demonios pretendes,
capullo? ¡Apareces de buenas a
primeras y te pones a remover la
mierda de esta familia de chiflados
como lo más normal del mundo!
Todo el mundo lleva su cruz, ¿sabes?
La línea telefónica zumbó como
un fluorescente mientras yo
aguardaba la continuación. Entonces
Dennis masculló en voz baja en-
fatizando las palabras:
—Y te diré otra cosa: de tal palo
tal astilla, chico.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir,
Dennis? ¿Qué es eso…?
—Ya lo averiguarás —me
espetó.
Sentí náuseas y contuve el vómito
a duras penas. Tragué y dije:
—Dennis, yo…
—Voy a colgar —anunció él.
—Den…
—Se acabó. —Sonó como una
cizalla al cortar una pletina de acero.
—Está bien, adiós —dije,
aturdido, y colgué.
Me quedé sentado en el borde de
la cama; la última claridad del día
empezaba a desaparecer. Las
palabras de Dennis se arrastraban
hacia mí como arañas negras. De tal
palo tal astilla.
Algo comenzaba a tomar mal
cariz. Muy malo. Vi el temblor
incontenible de mis manos. Y dentro
de mí, muy adentro, una sustancia
negra y pegajosa me inundaba y
avanzaba hacia el centro de mí ser.

Bajé a la sala de estar con las


piernas temblando y me dejé caer en
el suelo al lado de Kyle, que
construía con su Lego una especie de
vehículo. Rikki levantó la mirada del
libro que estaba leyendo y arqueó las
cejas. Le hice una seña con la cabeza
para indicarle el salón.
Sin apartar los ojos de mí, ella
dijo:
—Oye, Kylie, papá y yo nos
vamos un minuto al salón para
hablar.
El niño asintió y continuó
jugando con su nuevo vehículo,
mientras emitía ruidos de motor a
gran potencia. Fuimos al salón y nos
sentamos en uno de los canapés,
cerca del piano.
—¿Qué pasó? —preguntó ella.
Se lo conté todo y cuando
terminé, Rikki tomó mi mano y la
apretó. Vi miedo en sus ojos.
—No sé qué está pasando —dije
—. Es como si hubiese quemado las
naves a mi espalda. Intento dominar
la situación pero todo se está
quemando detrás de mí. No me lo
puedo creer.
—No lo entiendo. Dennis vino a
decir que la de los abusos era tu
madre. ¿Cómo iba a saberlo él? —
Yo tampoco lo entiendo.
Permanecimos unos minutos en
silencio, las manos unidas, mientras
Kyle seguía haciendo brroom-
brroom en la habitación contigua.
Luego dije:
—Esas voces…
Rikki salió de su
ensimismamiento y me miró. —Las
voces —repetí. —¿Qué pasa?
—Ese asunto con Davy y las
otras voces no parece que vaya a
acabar. —¿Qué otras voces? —
insistió ella—. ¿Qué es lo que no va
a acabar? —Davy no es el único,
cariño. Ella alzó las cejas.
—¿Quieres decir que hay más?
¿Más… personajes? Asentí con la
cabeza.
Ella se apartó el cabello de la
cara. Desde la otra habitación se oyó
la vocecita de Kyle.
—Mamá, papá, ¿no venís a
hacerme compañía? —Espera un
minuto —contestó Rikki. —Tengo
ganas de cenar las croquetas. —Está
bien, no tardamos nada. —¿Estás ahí,
papá? —insistió el pequeño.
Carraspeé.
—Claro que sí, Kyle. Vamos ahí
dentro de un minuto, ¿de acuerdo?
Rikki seguía mirándome. —¿Quiénes
son? —preguntó. Me armé de valor.
—Bien —empecé, sin saber muy
bien cómo explicarlo—. Hay un tipo
adulto que está sentado a una mesa
de dibujo. Lleva gafas a lo Ben
Franklin y se llama Per.
Rikki se quedó boquiabierta de
sorpresa.
—Pero ¿qué estás diciendo? Y
además, ¿qué clase de nombre es
ése?
—Es como Peter —aclaré—.
Sólo que se dice Per.
La confusión de Rikki era total.
—¿Y tú cómo sabes eso?
Separé las manos en gesto de
impotencia.
—Ignoro cómo lo he sabido. La
cuestión es que lo sé.
Rikki se reclinó, recogió las
piernas sobre la otomana y
reflexionó, después de lo cual me
miró y dijo:
—Si yo quiero hablar con él, con
ese Per, ¿crees que él querrá hablar
conmigo?
—No lo sé. Yo mismo no lo he
intentado nunca. Podrías probar.
Supongo que bastaría con pedirle que
salga. Para mí todo esto es increíble.
Rikki respiró hondo y luego
apoyó los pies de nuevo en el suelo.
Se levantó diciendo:
—De acuerdo. Esto es lo que
haremos: vamos a cenar, acostamos
al pequeño y después hablaré con
Per. —Y agregó—: ¿Qué te apetece
para cenar?
11
Apenas hablamos durante
porque ambos teníamos
la cena,
presente
lo que haríamos después de acostar a
Kyle. A él no le importó, y no dejó
de comportarse como si en el mundo
no hubiese más normalidad y
armonía. Después de cenar lo llevé
arriba para bañarlo y leerle un
cuento mientras chapoteaba en la
bañera y se lo pasaba en grande.
Mientras leía y de vez en cuando
espiaba sus juegos, envidié su
inocente alegría y deseé poder
quitarme la manta de miedo y
angustia que me envolvía, y ser capaz
de flotar sin preocupaciones entre
burbujas. Aunque sólo fuese un
minuto, sentirme seguro y recuperar
un entorno estable. Deseos tan
inútiles como un clamor en el
desierto. Aquella pesadilla siguió, y
fue menester que transcurrieran tres
largos años antes de poder
desembarazarme siquiera un poco de
ella.
Al poco rato, Rikki acabó de
fregar la cocina y Kyle, enfundado en
su pijama, fue debidamente acostado.
A los tres minutos estaba dormido,
aunque se agitaba como un pequeño
Elvis. Sin duda estaba soñando con
caramelos de medio metro, feliz él.
Apagamos las luces del rellano y
bajamos, algo nerviosos y no muy
seguros de lo que iba a pasar.
Preparamos un poco de té y nos
sentamos en la sala de estar, cerca de
la chimenea de piedra. La
calefacción ronroneaba
apaciblemente y las lámparas de pie
iluminaban la estancia con una
claridad tamizada, crepuscular,
confiriéndole un ambiente acogedor
como el de un refugio de montaña. Si
no hubiésemos sido conscientes de
las cosas raras que ocurrían
últimamente, podríamos haber
imaginado que en cualquier momento
Sven, el instructor de esquí, iba a
llamar a la puerta para recordarnos
que estaban dando una película de
Warren Miller. Pero allí no iba a
presentarse ningún Sven, ni íbamos a
ver ninguna película. Allí sólo
estábamos mi mujer y yo… y tal vez
Per también.
Rikki me miró fijamente a los
ojos.
—Per —llamó con incertidumbre
en la voz—. ¿Puedo hablar con Per?
Al instante funcionó el
disparador y me desvanecí, y Per
apareció en mi lugar. Una cálida
tranquilidad hasta entonces
desconocida se apoderó de mi
cuerpo cuando él asumió el control.
Per miró a Rikki y le sonrió con
simpatía.
—Hola. —Su voz era afable y
curiosamente íamiliar, aunque era \a
primera vez que yo oía esa voz fuera
de mi cabeza.
Rikki estudió a su interlocutor.
—Hola —dijo con cierto recelo
—. ¿Eres Per?
—En efecto —replicó él con
aquella voz aterciopelada.
—¿Me conoces?
—Tú eres Rikki —sonrió. —Sí.
—Ésta es la casa de Cam y tú
eres su mujer —dijo Per.
—Cierto —asintió ella, dándose
cuenta de que no hablaba con su
marido ni, desde luego, con Davy.
Era otra persona diferente, una mente
clara y dueña de sí misma.
—Estoy nerviosa —reconoció
Rikki—. No sé de qué podríamos
hablar. —Lo pensó un instante—.
¿Hace mucho que andas por aquí?
Per se frotó la barbilla con aire
meditabundo y esbozó una leve
sonrisa introspectiva.
—Mmm… No estoy seguro —
contestó—. Pero sí. Mucho tiempo,
creo.
—¿Cuántos años tienes? —
preguntó ella, sintiéndose cómoda
con el tono cortés y agradable de él.
—Soy mayor que Cam —dij o.
—Cam dice que usas gafas estilo
Ben Franklin y estás sentado a una
mesa de dibujante.
Per tocó la montura de mis gafas.
—Uso éstas—dijo.
Rikki tomó un sorbo de té.
—¿Conoces a Davy? —preguntó.
Per frunció el ceño.
—Sé quién es Davy —repuso
despacio, meneando la cabeza—. Es
una pena.
Rikki lo miró con detenimiento,
como queriendo escrutarlo a fondo.
—¿Quién eres?
Per no se inmutó.
—No lo sé exactamente —dijo
—. Sólo sé que estoy en este cuerpo,
que pertenece a Cam, y sé que hay
otros. —Paseó la mirada por la
habitación hasta fijar de nuevo los
ojos en Rikki—. Se me hace raro
estar aquí fuera —continuó al tiempo
que abarcaba la estancia con un vago
ademán de la mano derecha—.
Siempre he permanecido dentro.
Rikki se mordió el labio inferior;
se notaba que quería hacerle docenas
de preguntas. Fue a decir algo pero
se abstuvo. Dejó el té a un lado y
apoyó los codos en las rodillas,
inclinada hacia adelante, dándose
masaje en las sienes, sin saber por
dónde empezar.
—Necesito saber algunas cosas,
Per. Por ejemplo, ¿qué haces aquí?
¿Cuál es tu papel? ¿De dónde
provienes?
Per continuó plácidamente
sentado, las manos enlazadas sobre
el regazo, con la mirada amable y la
expresión atenta.
—No me extraña que estés
enfadada —dijo con tono
comprensivo—. No sé de dónde
provengo. Yo soy el que vigila,
Rikki… Cuido de Cam y de los
demás. Vigilo a los pequeños.
—¿Qué pequeños? —exclamó
Rikki—. Disculpa. ¿Qué pequeños?
—repitió con tono más cordial.
—Han pasado cosas muy feas. —
Per se puso serio.
—¿Cosas feas? ¿Te refieres a
Davy y a lo que pasó con su abuela?
—Sí. Cosas muy feas. Pero no se
debe hablar de eso ahora que nos
acercamos a la noche y al sueño.
—No te entiendo, Per —dijo
Rikki.
—Ya lo entenderás. Conocerás a
los demás. Ellos querrán salir para
verte. Ahora se ha abierto la puerta,
podríamos decir. Me voy, pero
puedes llamarme siempre que
quieras. Debes ser valiente, Rikki. Él
te necesita más que nunca. Todos
ellos te necesitan.
A continuación me sentí
empujado al primer plano de mi
mente. Per y yo nos cruzamos como
dos desconocidos que pasan en
direcciones opuestas por sendas
escaleras mecánicas. Sacudí la
cabeza para despejarme y miré a
Rikki, que estaba contemplándome
boquiabierta y movía la cabeza con
incredulidad.
—Increíble —murmuró con voz
ronca—. ¿Tienes noción de lo que
acaba de ocurrir? ¿Has escuchado
eso?
—En cierto modo —contesté, y
me masajeé la nuca—. Como
escuchar una conversación desde dos
mesas más allá en un restaurante.
'Miré los ojos azules de Rikki y
adiviné su confusión. Un
estremecimiento de angustia me
recorrió. ¿Ysi me deja por chiflado?
¿Ysi se desentiende de mí? Me
moriré sin ella. Solo no seré capaz
de salir de esto.
Rikki me miró.
—Dice Per que hay más. Otras
criaturas. Y que han ocurrido cosas
muy feas —dijo—. ¿Lo oíste? ¿A qué
crees que se refería?
—No estoy seguro —contesté—.
Oigo voces y veo algunas imágenes
vagas. Sin nombres. Sólo contornos,
sombras, rostros. No sé, cariño. —
Me arrellané en el sofá y me cubrí
los ojos con las manos—. Estoy muy
cansado. Me duele hasta el cerebro.
Ella me tocó el brazo.
—Vamonos a la cama —dijo—.
Basta por hoy.
Apartó con suavidad mis manos y
me acarició la mejilla. Sentí que mi
ser empezaba a disolverse con el
tacto de sus dedos. Se puso en pie y
me ayudó a incorporarme. Ella
misma se rodeó los hombros con mi
brazo y enlazó a su vez mi cintura.
Así, apoyándonos el uno en el otro,
subimos con paso fatigado a nuestra
habitación.
12
Sonó —¿Sí?
el teléfono.
—contestó Rikki.
—Soy Arly. Ha pasado una cosa
significativa con Cam en nuestra
sesión de hoy. Apareció un nuevo
personaje que hizo abreacción de un
recuerdo, con actualización total.
Cam no está en condiciones de
conducir.
Rikki suspiró. Sería preciso
levantar de la cama a Kyle. Esto y la
noticia de que yo había exteriorizado
algún nuevo horror.
—¿Y qué hacemos con el coche?
—dijo—. ¿Se puede dejar el otro
coche en la calle?
—Si sólo es para un día —
contestó Arly—. Puedes pasar
mañana a recogerlo.
—De acuerdo. Voy ahora mismo.
Vistió a un soñoliento Kyle, le
dijo algo en voz baja acerca de ir a
buscar a papá, y después de ponerse
el abrigo y envolver al niño en una
manta salió al frío de la noche
invernal.
Cuando subió los peldaños de la
consulta de Arly iba jadeando de
cargar con más de quince kilos de
niño dormido. Saludó a Arly y tomó
asiento en una butaca, siempre
procurando no despertar al niño,
antes de dirigirme una mirada de
preocupación.
Correspondí con una mirada
ausente; otra cosa no podía hacer.
Experimentaba una mezcla de alivio
y de confusión ante la aparición de
mi mujer. ¿Qué pasa? ¿Acaso no he
sabido conducir hasta aquí esta
noche? ¿Por qué ha venido Rikki?
Desde mi observatorio lejano la
contemplé.
Arly habló en voz baja para no
despertar a Kyle.
—Durante la sesión hizo acto de
presencia un tal Clay —dijo—, quien
revivió con gran expresividad
gestual una escena de abuso sexual
ocurrido, por lo visto, en la
habitación de un hotel de Ohio con
ocasión de una mudanza de la
familia. Cam y su madre se
adelantaron en avión, mientras que su
hermano y el padre hicieron el
recorrido en coche. —Arly hizo una
pausa—. Al parecer, la autora de los
abusos fue la madre de Cam.
Rikki sofocó una exclamación.
—¡Dios mío!
—Clay tiene ocho años. Ha
pasado una velada fatal. —Se volvió
hacia mí—. ¿Estás ahí, Clay?
Disparador, fogonazo.
Desaparecido. Sentí el cuerpo tenso
como un cable de puente colgante.
—S… sí —balbuceó Clay, los
ojos fijos en la lámpara que estaba al
lado del sillón de Arly.
—Quiero presentarte a Rikki.
Está sentada en la butaca a tu
izquierda. ¿Quieres mirarla?
La cabeza de Clay giró despacio,
como una tuerca sobre un tornillo
oxidado, y miró a Rikki. Desde mi
observatorio pude ver la expresión
de Rikki. Compasión y miedo.
—Ella es la mujer de Cam —
explicó Arly—. Y el niño que tiene
en brazos es Kyle, el hijo de ambos.
Clay bajó la mirada y no dijo
nada.
—Te recuerdo, Clay, que no
estamos en ninguna habitación de
hotel ni en Ohio. Eso ocurrió hace
mucho tiempo. —Arly hizo una pausa
para facilitar la asimilación de lo
que decía, y luego continuó dando
énfasis a cada palabra—: Ahora no
te pasará nada, Clay. Aquí estás
seguro.
—So… soy un… un buen chico
—tartamudeó Clay.
Los ojos de Rikki se llenaron de
lágrimas que resbalaron por sus
mejillas.
—Sí —dijo con ternura—. Eres
un buen muchacho.
Arly le ofreció la caja de kleenex
y ella tomó dos para secarse los
ojos. Kyle balbució en sueños una
palabra ininteligible. Rikki le pasó la
mano por la cabeza y él continuó
pacíficamente dormido, su dulce y
cálido aliento muy cerca de la
mejilla de Rikki. Arly dijo:
—Ahora debes descansar, Clay.
Voy a pedirte que respires un par de
veces profundamente. Llena tus
pulmones a fondo y luego exhala
poco a poco.
Clay lo hizo.
—Sigue respirando
profundamente, Clay —dijo Arly con
tono tranquilizador, hipnótico—, y
nota cómo se relajan tus músculos…
primero los de los pies… ahora las
piernas… y el vientre. Relaja los
músculos del pecho… y los brazos, y
las manos. Sentirás cómo empiezan a
aflojarse los músculos de la nuca y el
cuello… Deja que se vaya la tensión
de la frente… y de los ojos.
Rikki contempló fascinada las
reacciones de Clay a las sugestiones
de Arly.
Hubo un sutil cambio en el tono
de Arly cuando ésta vio que Clay
había entrado en un estado más
relajado, una especie de trance.
—Quiero pedir a todos los que
estén ahí dentro y puedan oírme que
se reúnan alrededor de Clay y lo
consuelen, que lo lleven a un lugar
cómodo y cuiden de él. —Después
de lo cual dijo—: ¡Cam! ¿Me oyes?
Contesté en voz monocorde,
gelatinosa:
—Te oigo, Arly.
Mi cabeza colgaba inerte, los
ojos mirando sin ver mis pantalones
vaqueros.
—¿Está Rikki aquí? —balbucí.
—Aquí a tu lado, cariño —
contestó ella con forzada sonrisa y
enjugándose una lágrima con el dorso
de la mano.
Ladeé Un poco la cabeza.
—Arly, ¿estás aquí?
—Estoy aquí, Cam —contestó
ella, pues sabía que mi mente se
hallaba confundida—. Ahora sólo
quiero que te distiendas. Voy a
hablar un minuto con Rikki y después
ella te llevará a casa.
Desconecté mentalmente y
permanecí en un estado medio catató-
nico, apenas consciente de lo que me
rodeaba.
Arly se volvió hacia mi mujer.
—Ahora ya sabes que Cam es
muy propenso a la disociación. Hasta
aquí conocíamos dos partes
disociadas de él: Davy y Per.
Rikki asintió y Arly se arrellanó
en su asiento.
—Los trastornos disociativos se
presentan en un amplio espectro y
hasta ahora me he resistido a
colocarle la etiqueta de un
diagnóstico, pero creo que ya va
siendo hora, de manera que tú y Cam
podáis enfrentaros a lo que está
experimentando en estos momentos.
Rikki asintió de nuevo sin dejar
de escuchar con atención. Arly
continuó:
—Creo que Cam padece un
trastorno disociativo de la identidad.
—Rikki arqueó las cejas—. Antes se
llamaba trastorno de la personalidad
múltiple.
Rikki lanzó una exclamación
involuntaria.
—La cuestión es —dijo Arly—
que todo el mundo disociamos. Vas
conduciendo por la autopista y tienes
momentos de ausencia, y de súbito
adviertes que estás a punto de
pasarte la salida que buscabas. Esta
disociación es normal y todos
tenemos incidencias de este tipo.
—Ya.
—El trastorno disociativo de la
personalidad es lo mismo pero
llevado al extremo. Podríamos
ejemplificarlo así: un niño ha sido
víctima de un abuso sexual por parte
de su madre, la misma persona que le
da de comer, lo viste y por la noche
le lee libros de cuentos. El niño no
tiene capacidad para comprender ni
para admitir este comportamiento
que le atemoriza y que incluso puede
resultarle doloroso, aunque también
le haya estimulado sexualmente.
¿Cómo asimilar tal experiencia? La
mente consciente se ausenta, podría
decirse, del presente, y otra parte
recoge el recuerdo o el dolor o
cualesquiera otros sentimientos
causados por el abuso. De esta
manera evita quedar abrumado y
puede seguir llevando una vida
normal, acudir a la escuela, salir a
jugar…
»Cuando se repite el abuso —
continuó Arly—, el mecanismo de
defensa funciona otra vez, y entonces
interviene de nuevo aquella parte de
la mente, o se crea otro elemento
separado. Con el tiempo, esas partes
adquieren características propias y
se convierten en personalidades
diferentes, en alter ego.
Rikki miraba fijamente a Arly.
—Pues bien —prosiguió ésta—.
Por lo que se refiere a Clay…
—Espera un momento. ¿De qué
estamos hablando exactamente? ¿Es
como el caso de Sybil?
Arly asintió.
—En cierto modo sí, sólo que en
el caso de Sybil sus personalidades
se hallaban tan separadas que ella
desaparecía por completo cada vez
que emergía una. No creo que Cam
haya llegado a eso. Sus alter ego
asumen el control en mayor o menor
grado y en momentos diferentes, pero
cuando aparecen él se da cuenta, y
ellos incluso parecen conocer la
existencia de los demás. A eso le
llamamos co-consciencia.
Rikki asintió.
—Es lo que sucede en su diario,
cuando hablan entre sí. Y por eso él
me oye mientras yo hablo con alguno
de ellos. —Se volvió hacia mí—.
Sin duda nos oye ahora mismo,
aunque no esté aquí en realidad.
Rikki meneó la cabeza. Trataba
de poner orden en sus pensamientos.
—¿No es muy raro eso?
—No tanto como cree la mayoría
de la gente. Los abusos sexuales
abundan. Cierto que no todas las
víctimas infantiles desarrollan una
disociación. —Hizo una pausa—.
Sólo algunos niños tienen la facultad
de compartimentarse tan
completamente. Quienes desarrollan
personalidades múltiples son, por lo
general, quienes han sufrido abusos
repetidos desde una edad temprana.
En todo caso las sevicias sexuales
durante la infancia repercuten
profundamente en la psique del
adulto. Son pocos los que salen
incólumes de una experiencia así.
Evidentemente, y por lo que aquí
vemos —concluyó con un ademán
hacia mí—, Cam no lo consiguió.
Hubo un silencio y luego Rikki se
volvió hacia mí.
—¿Por qué ahora? —preguntó a
Arly—. ¿Por qué ha ocurrido ahora y
no antes?
—Es difícil decirlo. El trastorno
de disociación suele diagnosticarse
en la edad adulta, cuando sucede
algo que suscita la aparición de los
alter ego. Al morir el padre de Cam,
él entró en el negocio familiar para
ayudar a su hermano; entonces tuvo
oportunidad de volver a tratar con su
madre. O tal vez el factor
desencadenante del recuerdo ha sido
Kyle, quien tendrá ahora la misma
edad que él tenía entonces. Por otra
parte, Cam estuvo enfermo durante
mucho tiempo y hasta hace poco
carecía de fuerzas para enfrentarse a
un conflicto así. Probablemente será
debido a una combinación de varios
factores. Sin embargo, ahora parece
bastante claro que los abusos
sufridos fueron obra de su madre, o
por lo menos algunos de ellos. El
abuso sexual por parte de la madre
es uno de los más traumatizantes. En
muchos sentidos viene a ser como la
peor traición.
—Bien, ¿y qué pronóstico tiene?
—preguntó Rikki arqueando las cejas
—. ¿Qué pasará ahora?
Arly cruzó las manos.
—Es un proceso largo, pero las
personas se recuperan —aseguró—.
En algunos casos se produce la
recomposición de la personalidad,
con la plena integración de todos los
personajes en uno. Otras veces las
personalidades prefieren permanecer
separadas pero llegan a establecer
una cooperación, de manera que el
sistema en conjunto funciona bastante
bien y llevan una vida relativamente
estable. En cualquier caso, como
decía antes, el proceso es largo.
Arly se puso en pie y se acercó a
una estantería. Sacó un libro
encuadernado en rojo y lo dejó sobre
el escritorio al lado de Rikki.
—Éste es un buen libro —dijo—.
Llévatelo.
Rikki leyó el título: El trastorno
de personalidad múltiple. Su
diagnóstico, su cuadro clínico y su
tratamiento, por el doctor Colin A.
Ross.
Kyle se agitó en sueños y Rikki
le acarició la cabeza, después de lo
cual le preguntó:
—¿Qué le ha pasado esta noche
exactamente… a Clay?
Arly respiró hondo antes de
iniciar la explicación.
—Cam se puso envarado de
pronto y luego empezó a moverse
convulsivamente en el asiento. Cayó
al suelo y empezó a gemir. Hacía
movimientos sexuales con las
caderas y hundió la nariz en un
almohadón. Cuando le pregunté quién
había salido tartamudeó «Clay». Le
cedí que describiera lo que estaba
ocurriéndole, y él me lo contó. Se
hallaba con su madre en un hotel de
Ohio con ocasión de la mudanza de
la familia, como te decía antes, y
evidentemente realizó con ella actos
orales y tal vez incluso el coito.
Rikki contuvo otra exclamación.
—Le pregunté su edad y contestó
«ocho años». Cuando conseguí
tranquilizarlo me reveló algunos
detalles más. Para Clay lo que
acababa de pasar fue real por
completo. Buscó el cuarto de baño
literalmente a gatas y una vez allí
vomitó. Fue entonces cuando te
llamé. Luego conseguí recuperar a
Cam durante unos momentos. Apenas
tenía noción de lo sucedido y me
aseguró no recordar que hubiese
pasado nada en Ohio. Cosa que creo,
dicho sea de paso.
Rikki estaba estupefacta, el niño
dormido en brazos, los ojos fijos en
el suelo. Soltó un profundo suspiro y
meneó la cabeza con asombro. Arly
continuó:
—Mira, Rikki, esa parte de Cam
que ha emergido bajo el nombre de
Clay necesita un cuidado especial.
Esta noche cuando salió creyó
hallarse en esa habitación de hotel,
allá por los años sesenta. Y aunque
le expliqué quién eres tú, estoy
segura de que será necesario
repetírselo.
Rikki seguía meneando la cabeza
lentamente.
—Es increíble.
—Lo sé, pero no se adelanta
nada con negarlo, ni para ti ni para
él. —Y con un ademán agregó—:
Especialmente para él. Es un trago
muy amargo, y no me refiero sólo al
diagnóstico. Aceptar que tu pasado
no es lo que creías y que una persona
en quien confiabas te ha hecho un
daño terrible es un obstáculo enorme
para muchos de los que padecen la
disociación de la personalidad. La
negación puede constituirse en una
enemiga muy poderosa.
Rikki se enjugó las lágrimas.
Después de echar una mirada al
monigote con pulso que era yo, se
volvió otra vez hacia Arly y dijo muy
seria:
—Cuento contigo, Arly. Es mi
marido, es toda mi vida… y estoy
muy asustada.
—Lo sé —asintió Arly.
13
Alapasos.
mañana siguiente oí acercarse
Era Rikki que volvía de
llevar a Kyle hasta la parada del
autobús escolar y subía los cuatro
peldaños semicirculares de piedra
rústica de nuestra casa. Una ráfaga
de viento helado entró cuando ella
abrió la pesada puerta de roble. Al
entrar en la sala me encontró
tumbado en el sofá, sujetando sobre
el pecho un almohadón. La
preocupación nubló su semblante y
respiró hondo para tranquilizarse.
—¿Estás bien? —Se acercó y se
sentó a mi lado.
A mí me castañeteaban los
dientes y seguía aferrando el
almohadón, pero intenté conservar un
poco de compostura para no
alarmarla demasiado. Sin embargo,
cuando nuestras miradas se
encontraron no pude evitar las
lágrimas y me eché a temblar. Meneé
la cabeza y susurré:
—Temo que no.
Rikki se derrumbó y rompió a
llorar al tiempo que me rodeaba en
sus brazos.
—¡Ay Cam! —sollozó. Me
abrazaba con tanta fuerza como yo a
mi almohadón, su rostro suave cerca
del mío, las lágrimas humedeciendo
mi cuello mientras llorábamos juntos.
Llevaba puesto el chaquetón de cuero
verde aceituna, cuyo cuello rozaba
mi barbilla. Estaba frío y cuando ella
estrechó su abrazo, el roce de la
prenda trajo a mi mente imágenes de
vaqueros y caballos.
—¡Sssh! —decía ella
meciéndome entre sus brazos como
para tranquilizar a una criatura—.
¡Sssh!
Aunque el frío de enero se colaba
por todas las grietas y costuras de
nuestra vieja casa de piedra, la
estancia estaba caldeada y empecé a
sudar. Ella entró en calor también y
mientras nos mecíamos noté la
calidez de su cuerpo que salía por el
cuello de la chaqueta.
Cuando pasó el llanto seguimos
abrazados en silencio. El leve
rumoreo de la calefacción era el
único sonido en la casa, pero dentro
de mí se produjo un terremoto a
pequeña escala y luego alguien
apretó el disparador y desaparecí
cediendo mi lugar a Clay.
—¿Quie… quie… quieres leerme
un cu… cuento? —tartamudeó Clay.
Rikki se apartó con un respingo y
se quedó estudiando unos momentos
a Clay, que bajó la mirada al suelo.
—¿Clay? —preguntó ella para
asegurarse.
Él asintió. Rikki le palmeó el
hombro amablemente y dijo:
—Oye, Clay, necesito hablar un
momento con Cam.
—De acu… erdo.
—¿Cam? —me llamó—. Quiero
hablar con Cam.
Disparador, fogonazo. Me hice
presente.
—¿Sí? —dije con un hilo de voz.
Miraba el dibujo de rayas azules del
sofá. Sacudí la cabeza para
despejarme. Sentí el estómago
revuelto, pesado, como si me hubiese
tragado una bolsa de aren'a, y la
mandíbula entumecida parecía una
bisagra oxidada. Poco a poco, y
procurando articular bien, dije:
—No veo que esté mejorando
nada.
Ella apoyó una mano en mi
hombro y noté su mirada fija en mí.
—Voy a llamar al despacho y le
diré a tu hermano que hoy no irás —
dijo—. Luego elegiremos un libro y
le leeré un cuento a Clay. Me ha
pedido que le lea un cuento.
—Bien —contesté incapaz de
pronunciar media palabra más, lo
ojos siempre fijos en el sofá.
Rikki se dirigió a paso rápido
hacia el teléfono de pared de la cocí
na y llamó al despacho.
—Hola, Diana. Soy Rikki.
¿Todavía no se ha marchado Tom? Si
por favor… Gracias.
Esperó unos segundos mientras le
pasaban la llamada a mi hermano y
luego se volvió hacia mí, reclinada
contra el tablero blanco de fórmica
de la cocina, y empezó a hablar.
—Hola, Tom… No del todo
bien. Escucha, Cam se encuentra
bastante mal y no sé cuándo podrá
volver a trabajar. —Enrolló el cable
de teléfono alrededor del índice y
suspiró—. La verdad es que no sé si
volverá… o por lo menos durante
mucho tiempo. —Empezó a juguetear
con un lápiz—. Oye, Tom. Ya sabes
lo que le está pasando últimamente.
Está enfermo de veras. Le han
diagnosticado un trastorno de
disociación de la identidad, que es
como llaman ahora a la personalidad
múltiple… Lo sé. Es increíble… A
veces ni yo misma me lo puedo
creer… Es como lo de Sybil, o algo
parecido. Tú siempre dijiste que
aparentaba ser dos personas
distintas… Ajá… Sí, creo que la
doctor Morelli conoce bien su
trabajo, gracias a Dios… Sí, tenemos
algunos ahorros… Supongo que si
reducimos gastos… He pensado que
yo podría ayudar en la oficina… tan
pronto como me sea posible, aunque
no será hoy mismo. No puedo dejarlo
solo… —Se volvió hacia mí par
mirarme con ceño. La leve arruga del
entrecejo amenazaba con hacerse
permanente—. Tengo muchas cosas
que contarte, cosas que han ocurrido
esta noche… Pero ahora te dejo, he
de ocuparme de Cam… Gracias…
Sí, te llamaré más tarde. Adiós.
Rikki colgó y respiró hondo.
Hizo un mohín y exhaló el aire con
fuerza. Luego enfiló escalera arriba y
al poco regresó provista de vario
libros. También llevaba el edredón
verde de Kyle y su almohada debajo
de un brazo.
¡Caramba! ¡Libros! Gracias a
Dios que existe Rikki.
Apoyé la cabeza en la almohada
de Kyle y Rikki me tapó con la
manta. Ella se sentó cerca de mi
cabeza y dejó los libros a un lado de
la lámpara de cerámica que estaba
sobre la vieja mesa auxiliar de roble
Buscó una postura cómoda, descansó
los pies sobre la otomana e inició la
lectura de Mickey aprende a volar.
Hundí la cabeza en la esponjosa
almohada y con la manta me cubrí
hasta la barbilla, con una leve
sonrisa en los labios… y en el
corazón.
Me desvanecí en la distancia
mientras Clay escuchaba la voz
tranquilizadora de Rikki, que leía las
aventuras de Mickey y luego otros
cuentos. De vez en cuando volvía en
mí y escuchaba su voz, mientras me
preguntaba dónde habría
permanecido yo mientras tanto. ¿El
cerdito Porky? Pero ¿no estábamos
con el ratón Mickey? Volví la
cabeza para contemplar las
partículas de polvo que bailaban en
un rayo de luz, indiferentes al paso
del tiempo.
A las once y media Rikki
preguntó si alguien tenía ganas de
almorzar.
—Te… tengo mucha hambre —
aseguró Clay; en cuanto a mí, nada
podía serme más indiferente.
Rikki dejó a un lado el libro y
preguntó:
—¿Te gustaría un emparedado de
mantequilla de cacahuete y
mermelada y un zumo?
—¡Mmmm! Ne… necesito ir al
cu… arto de baño.
—Muy bien —dijo ella—. Al
fondo, a la derecha.
Rikki se puso en pie y se dirigió
a la cocina, mientras Clay buscaba el
cuarto de baño conmigo a remolque.
—Qué raro. Pa… parezco muy
alto —exclamó con asombro
mientras contemplaba la estatura de
su cuerpo de adulto.
—¿Qué quieres decir?
—Cre… crecido. He crecido una
bar… barbaridad.
—Ya —repuso Rikki al recordar
lo que le había dicho Arly, que los
alter ego necesitan algún tiempo
para acostumbrarse cuando se dan
cuenta de que habitan un cuerpo
diferente—. Sí, estás muy crecido.
Cuando Clay terminó de lavarse
las manos se contempló en el espejo.
Desde algún recóndito lugar interior
contemplé mi imagen con sus ojos.
Al ver mi cara en el espejo se puso
tenso y emitió una especie de grito
gutural. Apartó la mirada, presa de la
confusión. Por mi parte no sentí nada,
pero comprobé un hecho extraño: La
persona que ha mirado al espejo no
soy yo. Clay se secó las manos y
regresó a la sala de estar.
Rikki estaba preparando los
emparedados.
—¿Quieres unas patatas fritas
con tu emparedado?
—Sí, po… por favor.
—¿Zumo de naranja o agua?
—Na… naranja.
—Está bien. Anda, ven a comer.
Clay y Rikki comieron en
silencio. Desde la distancia yo oía
vagamente el ruido que hacía Clay al
masticar. Era como estar tumbado en
el campo por la noche, sumido en la
contemplación del cielo tachonado
de estrellas; imposible decir dónde
termina uno mismo y dónde empieza
el resto del universo.
Mientras comía, Clay mantuvo
casi todo el rato los ojos bajos,
contemplando el tablero de arce rojo
de la mesa. Pero de vez en cuando
levantaba la mirada y reparaba por
primera vez en detalles de la estancia
archiconocidos para mí, como los
ramos de ñores secas de Rikki, uno
en la pared de la cocina y otro en la
repisa de la chimenea de piedra. O
los marcos con retratos de Kyle
sobre la leñera, la alfombra beréber
blanca, el escritorio y su silla de
roble de estilo colonial.
Rikki estudiaba sus reacciones.
—Pareces triste, Clay —le dijo.
—Lo estoy —asintió él sin
mirarla—. Estoy ca… cansado y
triste.
Rikki rodeó la mesa para
acercarse a él y le acarició la
espalda cariñosamente.
—¿Querrás decirme por qué
estás triste? —le incitó a hablar.
Una especie de descarga
eléctrica cruzó el cuerpo de Clay; sus
manos aferraron los muslos y apretó
los codos contra los costados. La
garganta emitió un ronco quejido y
empezó a balancearse adelante y
atrás.
Rikki retrocedió, espantada.
—¿Qué te pasa? —Estuvo a
punto de invocar mi presencia, pero
se contuvo. Si me presentaba yo,
dejaríamos a Clay sumido en su
agonía. Por eso prefirió continuar
con él.
—Lo he vi… visto en el espejo
—dijo con voz quejumbrosa.
Entonces Rikki recordó. Antes de
comer había escuchado, o creyó
escuchar, un quejido gutural. Apoyó
de nuevo la mano en el hombro de
Clay y habló con cautela:
—Te viste en el espejo del
cuarto de baño, ¿no es así?
—Síííí —se lamentó él.
—No te preocupes, Clay.
Tranquilo —intentó consolarlo
Rikki, acercando su cara a la de él
—. Todo está bien. Intenta
distenderte y respira hondo, como
hiciste en la consulta de Arly.
Clay lo hizo y dejó escapar el
aire poco a poco.
—¡Muy bien! Ahora, otra vez —
dijo Rikki al tiempo que le pasaba la
mano por la espalda.
Clay hizo otra respiración
profunda. Seguía meciéndose pero su
cuerpo empezaba a aflojarse.
—Otra vez.
Clay hizo otra inhalación y
exhalación prolongadas.
—Muy bien —repitió Rikki al
tiempo que acercaba su silla a la de
Clay y trataba de imaginar qué haría
en aquella situación Arly
—Escucha, Clay. La persona que
has visto en el espejo es Cam. Eres
tú mismo, sólo que adulto. Cuando te
pasaron aquellas cosas malas… ¿te
acuerdas? ¿Recuerdas lo que te dijo
Arly?
Clay dejó de mecerse y asintió.
—Después de que ocurriese
aquello tú te escondiste dentro, muy
dentro de la mente de Cam. Y
mientras permanecías allí pasó
mucho tiempo. Cam se hizo mayor, se
casó conmigo y tuvimos un hijo. Kyle
es el hijo de Cam. —Hizo una pausa
—. Escúchame, Clay. Cam eres tú
mismo, de mayor. Por eso te
sorprendió al verte en el espejo.
Pensabas que ibas a ver un niño,
¿verdad?
Clay asintió, melancólico.
—Sí —susurró, y le resbaló una
lágrima por la mejilla.
Rikki la enjugó con el dorso de la
mano.
—Sí —repitió con suavidad, la
mano sobre el hombro de él—. ¿Te
gustaría que te diese un abrazo?
Clay asintió, al mismo tiempo
que se estremecía y las lágrimas
afloraban. Rikki se inclinó y apoyó la
cara de él en su hombro para
acariciarle el cabello. Clay se
abandonó a su llanto de niño
abandonado.
Minutos después empezó a
tranquilizarse. Rikki le dio una
servilleta de papel para que se
sonase la nariz, después de lo cual se
puso en pie, le tendió la mano y con
una sonrisa le dijo:
—Anda, vamos a mirarnos juntos
en el espejo.
Clay tomó tímidamente la mano
de Rikki y ella le condujo escaleras
arriba hacia el dormitorio principal,
que tenía un espejo de cuerpo entero
detrás de la puerta. Cuando llegaron
al rellano se detuvieron para mirar
por el ventanal hacia la colina que se
alzaba detrás de la casa. A menos de
seis metros de distancia una cierva y
dos cervatillos mordisqueaban un
matorral. Al intuir un movimiento
cercano los animales se volvieron a
mirar. Viendo que no había ningún
peligro continuaron con su almuerzo,
aunque la cierva pateó dos veces el
suelo para que sus crías
permaneciesen alerta.
Clay los señaló con el dedo y
exclamó muy excitado:
—¡Pero si… son ci… ciervos!
Los venados alzaron la cabeza y
en un santiamén saltaron por encima
del matorral y desaparecieron de la
vista.
—Hay muchos por aquí —sonrió
Rikki.
Le tiró levemente de la mano
para llevarlo al fondo del pasillo,
pasando por delante de la habitación
de Kyle, al dormitorio conyugal.
Entraron y ella hizo un amplio
ademán, diciendo:
—Aquí es donde dormimos Cam
y yo, Clay. —Y agregó—: Es
también tu habitación.
Clay asintió después de mirar
alrededor con nerviosismo. Rikki
cerró la puerta de la habitación y se
colocó detrás de él para tomarlo de
los hombros y conducirlo delante de
espejo. Él se puso tenso y ella le dijo
con voz suave:
—Tranquilo. Respira hondo y
exhala poco a poco. —Lo hizo ella
también para darle ejemplo—. Otra
vez.
Cuando notó que se distendía un
poco, le dijo:
—Mira, Clay. —Señaló el
reflejo de ambos—. Así eres tú
ahora.
Miraron en silencio mientras él
asimilaba la imagen. Un adulto. Más
alto que Rikki. Una idea cruzó por su
mente.
—¿Do… dónde está mamá?
Rikki buscó febrilmente una
respuesta adecuada. Clay había
cruzado los dedos, envarado, y
empezó a mecerse. Rikki lo miró por
el espejo, le rozó la mano y dijo:
—Mientras tú estabas ahí dentro,
en alguna parte, Cam creció. Pasaron
muchos años y ahora él vive aquí con
Kyle y conmigo. Ya no vive con
mamá. Ella no está aquí, pero tú sí
estás… y no te pasará nada malo.
Clay contempló su propio reflejo
y preguntó:
—¿Nada… malo?
—Eso es —asintió Rikki, sin
dejar de sonreír—. No te ocurrirá
nada. Como te prometió Arly… ¿Te
acuerdas de Arly?
—Ajá.
—Creo que hace tiempo te
ocurrió algo malo, pero de eso hace
muchísimo tiempo. Aquí no puede
pasarte nada. Nunca. —Le palmeó el
hombro—. Aquí estás a salvo.
Guardaron silencio. Ella rodeó
los hombros de Clay mientras la
mente de ocho años iba asimilando
aquellos conceptos insólitos. Rikki
dijo:
—Tardarás un poco en
acostumbrarte, pero ya verás como
todo sale bien, Clay. Eres bienvenido
aquí.
Clay continuó mirando el espejo,
y luego ladeó la cabeza y asintió casi
imperceptiblemente.
—Soy bien… bienvenido.
14
Enacechan
el vientre de la
y susurran
noche donde
los secretos,
así fue como llegó el sueño. Una pala
hidráulica dentada, como las que se
usan en los aserraderos para mover
los troncos, me desgarraba la
columna vertebral mientras yo
gritaba desesperadamente, sin emitir
sonido alguno, los brazos alzados
suplicando un socorro que no iba a
acudir. Una vez, y otra, y otra, en un
bucle de dolor y angustia sin
principio ni fin; además se repetía
todas las noches. Las primeras veces
que apareció el sueño, obtuvo lo que
buscaba: la presa acorralada, mares
de sudor, el corazón desbocado. Al
cabo de una semana me acostumbré.
Lo tenía asumido. El terror
disminuyó y la sudoración
desapareció. Sin embargo, se
cobraba su tributo. El reiterado
combate nocturno me enviaba
tambaleándome a través de las selvas
de la locura, siempre pisando
territorio hostil. El desorden interior
desbordaba y se derramaba hacia el
exterior. Dejé de cuidar mi aspecto y
mis rasgos adoptaron la expresión
salvaje del que vive entre sombras.
Las fallas de mi mente se dilataban,
el terreno se deformaba y lanzaba
nubes de gases tóxicos.
Per no bromeaba cuando dijo que
había mucho más. Los alter ego
asomaban uno tras otro y se
manifestaban, y mi diario empezaba a
estar más frecuentado que la plaza
mayor a la hora en que se llena de
turistas. Pronto me familiaricé con el
espectáculo de mi mano escribiendo
palabras de otro. ¿Tú quién eres?
¿Qué pasa aquí?
Adiós a los momentos de serena
felicidad, las risas en familia, los
aventureros del espacio. Para Kyle,
sin embargo, todo seguía en orden.
La presencia de un progenitor atento
y en sus cabales, por lo visto,
bastaba para disipar cualquier temor
o duda. Rikki se bastaba para
compensar mis deficiencias. Si yo
tenía la cara rasguñada era porque
me había arañado con una rama
espinosa. Si me encontraba mal y
necesitado de descanso, Kyle estaba
acostumbrado a tener un papá
enfermo. Rikki dejó bien sentado que
l o s alter ego nunca hablarían con
Kyle. Lo tenían prohibido. Ningún
alienígena de Marte invadiría su
galaxia de los seis años. Así que el
zombi del armario era papá, nadie
más. Kyle no llegaría a conocer la
existencia de esos alter ego\ ésa era
una ley inmutable. Al fin y al cabo,
todos tenían mi cara. Siempre y
cuando no le dirigiesen la palabra al
niño, tal vez lograríamos ocultarle
que su papá estaba como un
cencerro.
Lo de afeitarse tenía su
dificultad. El cabello presentaba un
aspecto decididamente
beethoveniano. En cuanto a trabajar,
ni pensarlo. Rikki empezaba a
sustituirme en el despacho, y ayudaba
a Tom como podía en la dirección
del negocio. Inscribió a Kyle en toda
clase de cursillos y actividades para
que yo no estuviese con él antes de
que ella regresara a casa.
También lo de conducir presentó
complicaciones. Rikki estableció un
acuerdo con todos nosotros. Yo,
Cam, sería el único autorizado a
conducir un coche. Pero no siempre
se cumplía, y más de una vez ella
recibió alguna llamada de algún alter
ego que acababa de perder la
orientación, o que después de
ponerse al volante no sabía cómo
encender el coche. Teléfono móvil…
marcar memoria 11… preguntar por
Rikki… Rikki llamará a Cam. Toque
de botón, disparador, fogonazo.
Estoy en casa dentro de diez minutos.
No hay problema, querida.
En una de nuestras sesiones de
terapia, Arly decidió investigar el
origen de aquel sueño recurrente.
Para ello no tuvo más que preguntar
si alguna parte de mí conocía la
procedencia del mismo.
Toque de botón, disparador,
fogonazo, aparición de Bart. Había
visto ya su letra en mi diario pero no
sabía quién era. Bart, veintiocho
años, atrevido y simpático, le
explicó a Arly que él era el autor del
sueño. ¿Por qué? Porque en eso
consistía su misión, en meter miedo a
los que deseaban irse de la lengua.
Para que mantuvieran la boca
cerrada. ¿De qué deseaban irse de la
lengua? De las cosas feas. Bart
andaba por ahí desde los tiempos de
Davy y la abuela. ¿Que un niño
quiere hablar? Dale un susto y no lo
hará. Sólo era una forma de
protección.

La primera vez que salió, Bart


dijo que iba disfrazado de brujo.
Cuando alguna criatura sentía la
tentación de contar los secretos, él
asomaba de entre los matorrales de
mi mente y la espantaba. Arly le
explicó a Bart que había transcurrido
mucho tiempo, que ya no existía
ningún peligro, que no sucedería
nada aunque se descubriesen los
secretos, de manera que su función ya
no tenía sentido. Tan pronto Bart
supo que ya no era necesario hacer
callar a nadie, prescindió del disfraz
brujeril. Lo que le gustaba en
realidad eran las chaquetas de cuero
negro, según dijo. Arly le asignó un
nuevo trabajo: ayudar a Per en la
vigilancia de los pequeños y
consolar a los que tuvieran
problemas. Además le ordenó que
abandonase las pesadillas con
efectos de casquería, y él obedeció.
Así de sencillo.
En un par de meses, Arly, Rikki y
yo conocimos todo un desfile de
personajes. Se presentaban como
forasteros en el triste hotel de mi
mente y echaban sus fardos en
cuartuchos ya abarrotados por sus
predecesores. Algunos acudieron
para una estancia breve y luego se
esfumaron. Otros establecieron
residencia. Mi gente.
Leif era astuto y duro como el
acero. Tenía la misma edad que yo y
hacía años que ejercía influencia
sobre mí, aunque sin llegar a
apoderarse por completo de mi
persona. Era el que se encargaba de
que las cosas se hicieran aunque
resultasen difíciles o desagradables.
Él siempre tiraba adelante sin
miramientos, aunque fuese necesario
pisotear a alguien. Yo me sentía
arrastrado por el cuello, sin saber
qué me causaba semejante frenesí o
por qué no conseguía frenarme. Él
me revestía con su armadura y me
lanzaba adelante cualquiera fuese la
tarea y sin importar si ofendía a
algún ser querido, incluso a Rikki. Él
fue el que consiguió el contrato de
las cucharas.
Stroll era el seductor sexual. Más
o menos de mi edad, Stroll entornaba
los ojos, adoptaba posturas
serpentinas y sabía complacer a las
mujeres. Durante años anduvo por el
mundo pisándome los talones,
dispuesto a tomar la delantera
siempre que captase la más tenue
sugerencia por parte de una mujer.
Solía ejercer sus habilidades con
desconocidas, dejándome confuso y
avergonzado por haber traicionado,
aun involuntariamente, a la mujer a
quien yo adoraba. Stroll se detestaba
a sí mismo y se consideraba poco
mejor que una prostituta. En sus
primeras sesiones con Arly, que
tuvieron lugar de noche, se negó a
mirarla a la cara y exigió que ella
apartase los ojos o dejase la consulta
en penumbra. Cuando apareció Stroll
yo me sentía como una especie de
pantera. En este caso, Arly también
supo redirigir las energías de Stroll
para que colaborase con Per en
beneficio de los demás.
Dusty era una niña de doce años,
tímida y dulce. Le gustaban todas las
cosas tradicionales de niña: cuidar
de los bebés, hacer la compra, mirar
a los chicos. Dusty le describió a
Arly una experiencia de violación
anal a manos de un adulto a quien
dijo no conocer, o tal vez no quiso
denunciarlo. Ella sabía que había
sido creada para procesar ese
incidente concreto, lo cual me
sorprendió, porque no recordaba
haber experimentado abuso alguno,
de ningún género.
Switch era un chico de cuatro
años, un resentido cuya voz yo había
oído en mi cabeza desde que era
niño, y que me atormentaba con
sugerencias odiosas. Su
aborrecimiento iba dirigido contra
mí y las mujeres en general. Aún lo
oigo decir: «Las chicas tienen todas
las ventajas sólo porque son chicas.
Y las mujeres hacen lo que quieren
cuando se les antoja.» Rikki había
sufrido algunas veces el
resentimiento de Switch, cuando sus
ácidas observaciones se
exteriorizaban a través de mi voz. En
esas ocasiones ella pensó que se
trataba de algún extraño ramalazo
misógino, extraño en el hombre
amante de las mujeres que ella
conocía y de quien estaba
enamorada. ¡Ni siquiera yo mismo lo
entendía! Las mujeres siempre han
sido mi sexo favorito, tan sensibles,
consideradas, bondadosas y bellas.
Así pues, ¿de dónde salía Switch?
¿Qué tenía en contra de las mujeres?
Algo malo le habrían hecho. No
íbamos a tardar en saberlo.
Anna y Trudi eran dos niñas de
cuatro años de caracteres
diametralmente opuestos. Anna era
feliz y alegre, con una sonrisa de
oreja a oreja tan exagerada que me
dejaba con la mandíbula entumecida
siempre que aparecía. Anna le contó
a Arly que había sido violada
oralmente en su propio domicilio por
un hombre que tenía manos velludas
y llevaba un cinturón de cuero
marrón. Y cuando acabó con ella le
limpió la cara con su pañuelo, la
amenazó diciendo que no contase a
nadie lo ocurrido y la envió a la
calle a jugar. Esto sucedió en otoño,
contó Anna, porque las hojas secas
«crujían bajo los pies». Anna no
estaba resentida por este abuso y no
le había dejado ningún sentimiento
especial, excepto que se alegraba de
haber sido una niña obediente. No
sentía ningún dolor.
El dolor recayó por entero en
Trudi, que estuvo presente en la
misma experiencia con el hombre de
las manos velludas. .Para ella fue el
horror, la vergüenza, el
remordimiento y la tristeza.
Reservada y hosca, Trudi nunca
hablaba. Pero en la consulta de Arly
gritó y tuvo náuseas y escupió y se
atragantó, la mandíbula casi
desencajada por la intrusión, de un
miembro de adulto, el estómago
revuelto de repugnancia al recibir en
la boca aquel fluido espeso y salino.
Y cuando todo hubo terminado y
Anna salió a la calle para regresar a
sus juegos, Trudi se metió en algún
lugar recóndito y oscuro, un lugar de
dolor silencioso y angustia. Trudi es
el dolor. Anna y Trudi: la niña feliz a
la que no le importó lo sucedido, y la
niña desgraciada a la que sí le
importó. Lo mismo que Dusty, Anna
y Trudi fueron creadas niñas porque
hay cosas que supuestamente no se
les hacen a los chicos.

Hubo además otros muchos. Por


ejemplo, un grupo al que acabé por
llamar «los Chicos». Kit, Tracy, Toy,
Nicky, Lake y Casey, que
aparecieron muy pronto y en rápida
sucesión, todos de unos diez años de
edad, pero cada uno provisto de sus
propios pensamientos, recuerdos y
peculiaridades. Todos habían tocado
la llama durante un breve instante y
luego habían emprendido una veloz
retirada, lejos de la luz ardiente de
mi conciencia, hacia los estanques
oscuros donde conspiran los sueños.
Nunca llegué a distinguirlos bien.
Los Chicos desaparecieron
demasiado pronto.
Bart tuvo un compañero llamado
Kyle, su Pepito Grillo. Al cabo de
algún tiempo éste se confundió con
Bart hasta que se convirtieron en uno
solo.
Sky tendría unos treinta años.
Éste era el guardián del dique, un
tipo de sentimientos propios. Sólo
dos manos fuertes para maniobrar la
gran rueda que daba paso al caudal
de recuerdos dañinos. Podía cerrar
las esclusas cuando amenazaba con
inundación, o abrirlas si el flujo
amenazaba con secarse. Eso era Sky.
El que manejaba el timón.
Keith tenía quince años, era alto,
desgarbado y tímido. Con él hict mi
paso por el instituto, al menos en
parte. Y cuando sale ahora, lo que no
es frecuente, siempre se sorprende al
verse provisto de dinero en el
bolsillo y sin tareas que hacer en
casa.
Sharky era un primitivo. La
primera vez que salió mordió
cortezas de árboles, platos, cajas de
kleenex, la mesa de la cocina. Comía
insectos. Volvía la cabeza de un lado
a otro como el reflector de un
establecimiento penitenciario, y
gruñía. Pero luego aprendió a hablar
un poco y le enseñamos a comer con
cuchara y tenedor. ¿Por qué era un
ser tar. primitivo, estancado en una
fase oral? Porque Sharky estuvo allí
cuando nos vimos obligados a
practicar el sexo oral con nuestra
madre. Protagonista silencioso, pero
estuvo allí.
Soul era amable, sereno, sin
edad. Vivía en una cueva húmeda de
las profundidades de mi cerebro,
cubierta de musgo y polvo. Una
antigüedad preciosa, escondida tal
vez desde que comenzó la división
de mi mente. Cuando salía Soul, sus
palabras se extendían como la niebla
sobre un prado y tranquilizaba a
todos, incluso a Per. Sin embargo ya
no suele salir mucho, a no ser que se
le invoque expresamente.
Junto con Per, Davy y Clay, y con
Mozart, Wyatt y Gail, a quienes
presentaré más adelante, éstos eran
mis alter ego. Veinticuatro en total,
habitantes de mi mente y adueñados
de mi cuerpo. Yo había dejado de ser
yo, era nosotros.
15
Elpequeño
Border era un restaurante
y sencillo cuyos
ventanales ofrecían una excelente
vista sobre Little Lake, a escasos
kilómetros de nuestra casa. Rikki
estaba sentada, un poco rígida, en el
reservado rincón. Llevaba unos
vaqueros viejos, un jersey holgado y
botas deportivas, y no se había
molestado en arreglarse el cabello ni
maquillarse. La clientela que llenaba
a medias el establecimiento armaba
bullicio mientras bebía cervezas y
margaritas y comía suculentos platos
de cocina mejicana.
Tanya, la amiga de Rikki, bebía
un margarita con hielo mientras
contemplaba plácidamente el paisaje
del lago helado. En contraste con el
claro de luna casi llena, los cubitos
de su copa semejaban trozos de cruce
negro.
Tanya era bonita, de larga y
espesa melena negra, ojos pardos y
risueños, y piel cetrina que
proclamaba su descendencia latina.
Lucía pantalón negro de seda,
camiseta negra de algodón y un
bolero rojo. Tanya y su marido Eddie
eran nuestros vecinos más próximos
desde que nos mudamos a la casa de
piedra. Kyle era el mejor amigo de
Jessie, la hija de aquéllos, y las dos
mujeres se llevaban muy bien
después de dos años de tomar café
juntas y charlar mientras los
pequeños jugaran. Se podía confiar
en Tanya.
En esa ocasión fue Rikki quien
llamó diciendo que estaba
atravesando una crisis y que
necesitaba hablar con alguien. Tanya
adivinó pronto que Rikki estaba
luchando contra algo muy siniestro,
porque desde su llegada al
restaurante Rikki apenas había dicho
palabra. Por lo cual aguardó hasta
que le pareció el momento oportuno,
tomó un sorbo de su margarita y
observándola por encima del borde
la copa, dijo:
—Bien, Rikki, me has llamado y
aquí estoy.
—Gracias —dijo Rikki, y
permitió que sus miradas se cruzasen
un instante—. Seguramente habrás
adivinado que tengo necesidad de
desahogarme.
Tanya asintió y bebió otro sorbo.
—Sí, pero lo de la crisis… te
confieso que me ha desconcertado.
El camarero, un rubio bastante
apuesto y acicalado con aros en las
orejas y el pelo recogido en una
coleta, dejó sobre la mesa una
bandeja cargada de comida.
Tanya abrió los ojos de par en
par y se irguió en el asiento, como
hacen muchas personas cuando ven
llegar el plato que han encargado.
—Dejémonos de crisis —dijo
sonriendo y señaló los platos—.
Éstos son unos nachos exquisitos y lo
demás es cuento.
A Rikki, que estaba tomando un
sorbo de su margarita, le dio la risa y
se atragantó. Dejó la copa sobre la
mesa procurando no derramar su
contenido y Tanya se inclinó para
darle palmaditas en la espalda.
Algunos comensales se volvieron
hacia ellas y el camarero hizo
ademán de acercarse a la mesa, pero
Tanya le hizo seña de que no pasaba
ñau Ri'kki consiguió recobrar el
aliento.
—, Jf! Perdón —dijo, tosiendo y
limpiándose los labios con la
servilleta.
—No sabía que fuese tan
ingeniosa —bromeó Tanya—. ¿Estás
mejor?
Rikki asintió al tiempo que se
palmeaba el pecho y respiraba honc:
—¡Caramba! Hace tanto tiempo
que no reía que ni siquiera mí
acuerdo —dijo—. Gracias.
—La próxima vez te lanzaré por
la escalera —rió Tanya.
Rikki sonrió y tras apoderarse de
un nacho bien recubierto de alubias
refritas, pollo, pimiento verde y
queso, le dio el primer mordisc:
Tanya la imitó.
—¡Mmmm! Muy bueno —dijo
con la boca llena.
Rikki arqueó las cejas y asintió
con la cabeza. Comieron durante
varios minutos sin decir nada. Tanya
hizo una seña al camarero y le pidió
dos margaritas más. Él los sirvió y
recogió las copas vacías.
—Nadie se los termina nunca —
comentó al tiempo que señalaba con
la barbilla la bandeja de nachos—.
Excepto los del club de bolos
—Tú déjalos aquí de momento
—replicó Tanya sin mirarlo— ¡Ah!,
y podrías traernos dos servilletas
más.
Tanya le siguió con la mirada.
—Bonito trasero —comentó,
pero Rikki de pronto parecía
nerviosa—. ¿Cómo has conseguido
salir esta noche? —prosiguió Tanya,
decidida a no permitir que nada le
estropease su buen humor.
Sin levantar los ojos de la copa,
Rikki contestó:
—He dejado a Kyle acostado y
dormido, y… sin novedad en el
frente, por ahora.
—¿Qué quieres decir con «por
ahora»?
Rikki no contestó y miraba por la
ventana. En la orilla opuesta del lago
se encendió una luz, y luego otra y
otra, hasta formar una hilera.
—Alguien acaba de regresar a
casa —dijo como hablando consigo
misma.
—¿Qué?
—Que en la otra orilla del lago
alguien acaba de regresar a casa y ha
encendido las luces.
Tanya echó una breve ojeada y
luego regresó al tema.
—¿Qué significa eso de «sin
novedad en el frente»?
Rikki titubeó. Por primera vez se
daba cuenta de que Tanya y ella
nunca habían tenido una charla que
no girase en torno a los pequeños.
Rikki era una persona muy reservada,
y rara vez hacía confidencias a nadie.
Esta vez se le hacía difícil. Hacía
girar la copa entre las manos.
—¿Me lo vas a contar o no? —
insistió Tanya.
Rikki dejó la copa.
—Está bien —dijo—. Se trata de
Cam. Tiene problemas graves.
Tanya entrelazó las manos en
actitud de escuchar con atención.
Rikki se removió en su asiento.
—Problemas mentales —dijo.
Tanya alzó las cejas—. Hace un par
de meses que visita a una psicóloga,
y han ocurrido algunas cosas raras.
—¿Cosas raras? —replicó Tanya
mirándola fijamente.
—Le han diagnosticado un
trastorno de disociación de la
personalidad. Antes lo llamaban
trastorno de personalidad múltiple.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó
llevándose la mano al pecho—. ¿Lo
dices en serio? —Y al ver la mirada
de Rikki—: Sí, lo has dicho en serio.
Rikki asintió lentamente con la
cabeza. Tanya miró alrededor, como
si temiera que alguno de los
presentes hubiese escuchado su
conversación. Inclinándose, susurró:
—¿Quieres decir como Sybil?
—Sí.
—Me dejas sin habla… —Se
mesó el cabello—. ¡Dios mío!
¿Cam?
—Sí, mi Cam —contestó Rikki
mientras volvía la mirada hacia la
ventana—. Lo conozco hace quince
años y llevamos trece casados. —
Miró a Tanya—. Siempre me pareció
muy estable… estábamos tan
unidos…
Tanya asintió.
—Nunca me levantó la voz —
continuó Rikki—. Ni me faltó al
respeto. Nunca nos hemos peleado.
Siempre ha sido dulce y amable… el
mejor padre y mi mejor amigo. —
Volvió la mirada hacia el lago—.
Aunque, ¿sabes?, tiene una faceta
extraña que sale a relucir siempre
que se encuentra con alguna
dificultad… Eso lo pone en tensión.
Entonces se comporta como un
obseso, con… con fiereza. Su
hermano solía llamarle «matador».
Tanya reflexionó.
—¿Sabes? Creo que una vez lo vi
así… un día que pasé por su
despacho. Y me dio un poco de
miedo.
—A mí no me daba miedo. Pero
me parecía extraño. No obstante, en
cuanto lograba superar el obstáculo,
cualquiera que fuese (un trabajo
manual, atar un contrato importante),
en un abrir y cerrar de ojos volvía a
ser el Cam de siempre, amable y
simpático, y todo retornaba al orden.
Rikki bebió un sorbo de su
combinado.
—Tampoco entendía lo que Cam
quería decir cuando afirmaba, como
hizo más de una vez, que si la gente
supiera cómo era él realmente lo
harían encerrar. «Camino al filo del
precipicio», decía. «Estoy loco.» A
mí esto me parecía incomprensible,
no tenía lógica, y ni siquiera él
mismo era capaz de explicar lo que
quería decir. Era sólo una sensación.
Tanya apoyó los codos en la
mesa y la barbilla sobre las manos.
—¿Te das cuenta de que estás
hablando de él como si perteneciese
al pasado, Rik?
—¡Dios mío! —gimió Rikki—.
En cierto sentido, es como si así
fuese. Y ahora le han reemplazado
todos esos personajes.
—¿Qué quieres decir? ¿Acaso
visten de distinta manera?
—No, no es eso. Y todos tienen
sus rasgos, claro. Pero cada uno tiene
sus propios modales. Y una manera
de hablar. Todos son de edades
diferentes, y hasta hay algunas
chicas.
—¿Chicas? ¡Vaya! Explícate, por
favor. ¿En qué consiste exactamente
el trastorno que padece?
Rikki respiró hondo y luego fue
desgranando toda la historia. Cuando
mencionó el papel desempeñado por
mi madre, Tanya exclamó
escandalizada:
—¿Su madre? ¡Ajj! Qué
perversidad. —Encogió los hombros
y se estremeció.
—Sí, es terrible.
—Pero ¿de dónde proceden esas
personalidades? —preguntó Tanya.
—Cam iba creándolas durante
los diferentes episodios… —Hizo
una pausa para meditar lo que iba a
decir—. Como esto —dijo alzando
una servilleta de papel—. De niños,
cada vez que lo hacían víctima de
una de esas vejaciones su mente no
podía tolerarlo, no era capaz de
asimilarlo. No podía concebir que
una persona responsable de cuidarle
hiciese algo tan horroroso.
—Nadie podría.
—Entonces —Rikki rasgó la
servilleta y le arrancó una tira—, una
parte de su mente se desprendía,
llevándoselos recuerdos del abuso
junto con las sensaciones que éste
hubiese suscitado. De este modo
Cam no necesitaba recordar lo
sucedido, podía continuar siendo un
niño pequeño. Eso le protegía del
horror de la vejación.
—¿Quieres decir que lo hacía a
sabiendas?
Rikki meneó la cabeza.
—No; era una estrategia
subconsciente, un mecanismo de
defensa. Y bastante ingenioso, por
cierto.
—Supongo que sí. —Tanya
arqueó las cejas.
—La próxima vez que sucedía
algo horrible, aparecía de nuevo esa
misma parte para enfrentarse a ello
—Rikki levantó la tira de papel—, o
se creaba otra nueva. —Arrancó otra
tira de servilleta—. Y la vez
siguiente, y la otra, y la otra. —Los
trozos de papel se abrieron como
pétalos y quedaron colgando de su
mano.
—Según creo entender, cuando
alguna de estas partes aparecía con
cierta frecuencia empezaba a creerse
algo distinto y separado de Cam.
—¿Y él mismo sabía que estaban
ahí?
—No, hasta hace poco. No tenía
ningún recuerdo de haber sido
víctima de abusos. Pero ahora, de
repente, a todas esas personalidades
les ha dado por salir y revivir lo que
les pasó, a manera de ráfagas
retrospectivas… incluso delante de
mí. —Rikki empezaba a soliviantarse
con sus propias palabras—. Ésta la
recibió de su abuela. —Levantó una
tira de papel—. Ésta de un hombre.
—Levantó otra—. Y ésta de su
madre. —La tercera—. Es increíble.
Respiró hondo tratando de
calmarse, y se secó el sudor de la
frente con el dorso de la mano. Tanya
la contemplaba con asombro.
—Y lo de las chicas…
—La mente de Cam no toleraba
la idea de haber sido violado por un
hombre. Esas cosas sólo les pasan a
las chicas.
—Cierto. Y esos personajes,
¿cómo son? ¿Tienen nombres
propios? ¿Saben quién eres tú y
quién es Kyle? ¿Qué sabe él de todo
eso?
Rikki iba a explicárselo cuando
el camarero se acercó para preguntar
si querían más combinados. Rikki
meneó la cabeza y Tanya contestó:
—No, gracias. Y puedes llevarte
los nachos.
El joven retiró la bandeja de la
mesa.
—No sois como los del club de
bolos, ¿eh? —bromeó.
—Pues ya ves que no —
respondió Tanya con impaciencia.
Cuando el camarero se alejó se
inclinó de nuevo hacia su amiga y
dijo—: Continúa.
Rikki le contó los detalles de
c a da alter ego, los recuerdos que
tenían y cómo se comunicaban entre
sí y con ella. Y también que hasta
entonces se las habían arreglado para
ocultarle a Kyle lo que estaba
ocurriendo, pero que el niño
empezaba a darse cuenta de que
pasaba algo raro.
—¿Crees que Cam lo superará?
—preguntó Tanya—. Quiero decir
que si continúa así, habrá que darle
alguna explicación a Kyle, ¿no? Ya
sé que es muy pequeño, pero los
niños no son tontos. Tarde o
temprano tendrá que saberlo.
—Lo sé. Pero se supone que un
niño no ha de tener esa clase de
problemas. Es muy pequeño.
Todavía cree que si lo levanto en
vilo muy alto podrá tocar la luna con
los dedos. ¿Cómo podría enfrentarse
a esto? Tendré que ponerlo al
corriente poco a poco y con mucho
tacto.
—A medida que veas que él
puede entender.
—Eso es.
—¿Y qué hay de la madre?
—¡Esa bruja! —gruñó Rikki—,
No volverá a poner los pies en mi
casa. No verá más a Kyle, te lo
aseguro.
—¿No protestará?
—No creo que le importe,
excepto por los regalos. Siempre le
trae algo. Como si quisiera comprar
su cariño. ¡Qué desfachatez!
—¿Y el padre de Cam? Dijiste
que había fallecido. ¿Qué pintaba él
mientras sucedían esas cosas?
—Cam dice que era muy
reservado. Su terapeuta nos dijo que
en las familias donde se producen
abusos suele formarse un triángulo,
el agresor, la víctima y el que
prefiere no ver nada. Ése era el
padre de Cam. Supongo que se
limitaba a mirar para otro lado.
Rikki se reclinó y tomó un sorbo
de su copa. Se llevó una mano al
pecho. El corazón le palpitaba.
—¿La madre lo sabe? —
preguntó, y se contestó a sí misma—:
¡Caray! ¡Cómo no va a saberlo…!
Quiero decir que… ¡vaya! ¡Ni yo
misma sé lo que quiero decir!
Rikki respiraba con angustia,
sintiéndose cada vez más tensa.
Tanya prosiguió.
—¿Qué me dices de Kyle? Si esa
mujer abusó de Cam, ¿no sería
posible que…?
Rikki estalló.
—¡Maldita sea, Tanya! ¡Y yo qué
demonios sé!
Todos los comensales se
volvieron hacia ella. Tanya estaba
sorprendida.
—Lo siento, chica. Perdona. Lo
siento de veras.
—No, por Dios. Perdona —se
disculpó Rikki, avergonzada de
haberle gritado y de dar el
espectáculo. Contuvo sus emociones
con un gran esfuerzo—. Es que este
asunto me saca de quicio. Ella ha
pasado con Kyle algunos fines de
semana, es verdad. La psicóloga nos
aconsejó que vigilemos al niño y que
si observamos algo raro, cualquier
tipo de conducta anómala, lo
llevemos a la consulta… ¡Oh, Dios
mío! Sien- : naberte gritado, de
veras.
—Tranquila, no pasa nada. —
Contempló las tiras de servilleta que
Rikki aún conservaba en la mano—.
¡Pobre Cam! —exclamó meneando la
cabeza—. ¿Crees que se pondrá
bien?
Rikki tenía los ojos llenos de
lágrimas. Las emociones volvían a
desbordarse y nada podría
detenerlas. Se mordió el labio
inferior.
—No lo sé —dijo en voz baja, y
se cubrió el rostro con las manos, fus
hombros empezaron a temblar y se
echó a sollozar—. ¿Qué va i ser de
mí? ¿Qué va a ser de Kyle y de mí?
Los de la mesa contigua se
volvieron con curiosidad, pero
Tanya .es dirigió una mirada ceñuda
para que se ocupasen de sus propios
asuntos. El camarero hablaba con el
barman y señalaban a Rikki.
Tanya se sentó al lado de Rikki y
le rodeó los hombros. Ésta apoyó la
cara en el hombro de su amiga y por
primera vez dio rienda suelta a su
pena, su miedo y su rabia. Tanya le
tomó una mano y Rikki lloró hasta
desahogarse. Tanya guardaba
silencio y miraba las luces de la otra
orilla del lago.
Al cabo de unos minuto Rikki
empezó a calmarse y respiró con más
regularidad. Levantó la cara,
sorbiéndose la nariz y con los cabe-
ios pegados a la cara surcada de
lágrimas.
—Perdona que te haya
estropeado la chaqueta —dijo al
tiempo que alisaba la humedecida
solapa. Luego respiró hondo,
tratando de recobrar la compostura.
—Rikki —sonrió Tanya.
—¿Qué?
—¿Te importaría devolverme mi
mano?
Rikki la soltó con una sonrisa
involuntaria.
—¡Menuda garra tienes! —dijo
Tanya, y ambas se echaron a reír. La
tensión desaparecía poco a poco.
Tanya regresó a su lado de la
mesa y Rikki recogió el bolso.
—Voy a arreglarme un poco —
dijo, y se encaminó hacia los
servicios.
Tanya pidió al camarero dos
vasos de agua y más servilletas de
papel. Al poco regresó Rikki,
peinada y con una ligera aplicación
de maquillaje, aunque aún tenía la
cara enrojecida y los ojos
congestionados. Se sentó y tomó un
sorbo de agua.
Durante unos momentos
guardaron un silencio algo incómodo,
evitando mirarse a la cara. Al cabo
de un rato se miraron y Tanya habló.
—Cam es un buen hombre, Rik.
No importa lo que le haya pasad; o le
esté pasando ahora, no lo abandones.
Rikki sintió que las lágrimas
acudían otra vez, pero las contuvo
Recogió las tiras de servilleta y se
puso a alisarlas como para
recomponer el papel, mientras movía
lentamente la cabeza. Luego miró a
Tanya y dijo:
—No lo haré.
Rikki pidió la cuenta, pero Tanya
se empeñó en pagar ella, incluyendo
la propina del camarero. Las dos
mujeres se pusieron los abrigos y
salieron del restaurante. En el
estacionamiento se detuvieron para
despedirse con un abrazo.
—Gracias —dijo Rikki.
Tanya sonrió cordialmente.
—Para eso están las amigas —
contestó, y se encaminó hacia su
coche.
Rikki subió al Volvo y se quedó
un rato pensativa. Encendió el motor
y titubeó. Sorprendida por su propia
vacilación, se arrellanó en el asiento
y miró pensativamente el perfil de
las casas de la otra orilla, todas a
oscuras, mientras imaginaba a los
maridos y mujeres durmiendo en sus
camas, los pies rozándose, los
problemas aplazados hasta la
mañana. Exhaló un hondo suspiro y
salió a la carretera en dirección a
casa.
—En la salud y en la
enfermedad… —dijo para sí misma.
16
Unchimenea
buen fuego chisporroteaba en la
y el olor de la leña se
mezclaba felizmente con el dulce
aroma de la sidra de manzana con
canela que rezumaba un cazo puesto
sobre la encimera. Rikki acababa de
meter en el horno una bandeja de
tortitas de maíz y la planta baja olía
como un poema de Whittier.
Rikki removió los leños con el
atizador, recogió una pluma y un
portafolios marrón que había sobre
la mesa auxiliar de roble y fue a
sentarse en el sofá. Apoyó los pies
en la otomana y arrancó una hoja del
bloc amarillo para redactar el
borrador de uná carta para mi madre.
Se trataba de describir los
acontecimientos de los últimos
meses, incluyendo los recuerdos de
abusos de los que se acusaba a mi
madre y mi abuela, y se preveía una
carta difícil, dada la necesidad de
controlar pa- "_abra por palabra el
alcance y exactitud de lo que se
dijese.
Aunque se sentía embargada por
la intensidad de sus propias
emociones, Rikki consideraba
responsabilidad suya escribir la
carta y afrontar el probable
enfrentamiento que se derivaría de la
misma. Mi madre no tardaría en
anunciar su deseo de tener a Kyle en
casa y eso no se podía consentir.
Sobre todo, después de haber
presenciado el acceso de Clay, de
haber escuchado lo que daba a
entender Denis y de lo que supimos
por mediación de Switch.
En el transcurso de varias
sesiones bastante dolorosas, Switch
le reveló a Arly que su primer
recuerdo le situaba en la habitación
de mi madre y viendo a un Cam muy
joven y muy triste en el pasillo, justo
al otro lado del umbral. Mi madre
estaba acostada y su mirada revelaba
el deseo que no repara en nada. Cam
no debe ver esto. Cam no debe
hacer esto. No. Lo haré yo. Vete,
muchacho. Despídete con la mano y
cierra la puerta. Y yo lo hice: agité
la mano y cerré la puerta, y el vejado
fue Switch. Ella hizo lo que quiso, y
cuando terminó y dijo «Eres un buen
chico, Cam», fue Switch quien la
odió, pero se regocijó de que ella no
supiese siquiera su nombre. ¡Ah, sí!
Había sido un buen chico, en efecto.
Switch había sido un chico de lo más
complaciente.
Rikki escribió la carta y las
palabras, en borbotones de cólera,
fueron vertidas directamente del
corazón al papel. El timbre del horno
se disparó y la sacó de su intensa
concentración. Se notó la mano
agarrotada por haber sujetado la
pluma con tanta fuerza, sin aflojar ni
un instante.
Rikki se dirigió hacia el horno,
sacó la bandeja de tortitas y la dejó
sobre un paño húmedo en el tablero
de la cocina. El aroma dulce y
caliente invadió la estancia y Rikki
aspiró hondo para olfatearlo.
En ese instante entraron
corriendo en la sala de estar Kyle y
su amigo Adam, provistos de capas,
máscaras y espadas de plástico. Se
detuvieron al llegar a la cocina.
—¡Qué bien huele, mamá! —
exclamó Kyle—. ¿Qué es? ¿Un
pastel?
—No; tortitas de maíz, ¿quieres
una?
—Itchy, ¿quieres una? —
preguntó Kyle a su amigo, a quien
había puesto el mote de «Itchy el
Grande», de uno de los personajes de
plástico de sus juegos.
—¡Bieeen! —exclamó Itchy
como si acabase de ver un mate
magistral.
—¡Bieeen! —le hizo eco Kyle.
—Pues subid a lavaros las manos
—dijo Rikki—. Tardarán un poco en
enfriarse. ¿Queréis zumo de naranja?
—Sí —dijo Itchy, y Kyle lo miró
antes de hacerle eco:
—Sííí.
Enseguida chocaron las palmas y
subieron corriendo al cuarto de baño.
Media hora después llegué yo
procedente de la consulta de Arly
Encontré a Rikki en el sofá, ocupada
todavía con la carta. Alzó la mirada
y me sonrió.
—¡Hola! —dijo—. ¡Bienvenido
a casa!
—¡Hum! Huele muy bien —dije
al tiempo que olfateaba el aire.
—Son tortitas de maíz y sidra de
manzana.
—Estupendo. —Dejé el
periódico sobre la mesa.
Colgué la chaqueta, le di un beso
a Rikki y me encaminé a la cocina.
Llené un vaso de sidra, puse una
tortita en un plato y fui a sentarme en
uno de los sillones de roble al lado
de la chimenea.
—¿Cómo te fue con Arly? —
preguntó Rikki.
—¡Uau! —exclamé
contemplando el vaso, y después de
tomar un sorbo—: Está delicioso.
Me volví hacia Rikki, que seguía
mirándome en espera de la respuesta:
—Me ha ido bien. Ya ves que
estoy vivo.
Rikki frunció el entrecejo.
Di un bocado a la tortita y me
arrellané en el sillón. Era
maravilloso hallarse en casa. Rikki
siguió escribiendo.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Le escribo una carta a tu
madre.
Disparador, fogonazo, y salió
Bart.
—Hola, Rikki. —Cruzó las
piernas con desenvoltura.
—¿Quién eres? —preguntó
Rikki, consciente de que se había
producido un cambio. Enseguida
reconoció la sonrisa maliciosa de
Bart.
—¡Ah! Hola, Bart. Cam se ha
puesto nervioso cuando mencioné a
su madre, ¿verdad?
—¡Uf! Es demasiado sensible. —
Contempló mis mocasines y masculló
en voz baja—: Deberías llevar botas
beatle.
—¿Qué dices?
—Nada. Conque escribes una
carta, ¿eh?
—A su madre. Para que se entere
de lo que ha ocurrido y de que las
personas pueden recordar, ¿qué te
parece?
—Pues subid a lavaros las manos
—dijo Rikki—. Tardarán un poco en
enfriarse. ¿Queréis zumo de naranja?
—Sí —dijo Itchy, y Kyle lo miró
antes de hacerle eco:
—Sííí.
Enseguida chocaron las palmas y
subieron corriendo al cuarto de baño.
Media hora después llegué yo
procedente de la consulta de Arly
Encontré a Rikki en el sofá, ocupada
todavía con la carta. Alzó la mirada
y me sonrió.
—¡Hola! —dijo—. ¡Bienvenido
a casa!
—¡Hum! Huele muy bien —dije
al tiempo que olfateaba el aire.
—Son tortitas de maíz y sidra de
manzana.
—Estupendo. —Dejé el
periódico sobre la mesa.
Colgué la chaqueta, le di un beso
a Rikki y me encaminé a la cocina.
Llené un vaso de sidra, puse una
tortita en un plato y fui a sentarme en
uno de los sillones de roble al lado
de la chimenea.
—¿Cómo te fue con Arly? —
preguntó Rikki.
—¡Uau! —exclamé
contemplando el vaso, y después de
tomar un sorbo—: Está delicioso.
Me volví hacia Rikki, que seguía
mirándome en espera de la respuesta:
—Me ha ido bien. Ya ves que
estoy vivo.
Rikki frunció el entrecejo.
Di un bocado a la tortita y me
arrellané en el sillón. Era
maravilloso hallarse en casa. Rikki
siguió escribiendo.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—Le escribo una carta a tu
madre.
Disparador, fogonazo, y salió
Bart.
—Hola, Rikki. —Cruzó las
piernas con desenvoltura.
—¿Quién eres? —preguntó
Rikki, consciente de que se había
producido un cambio. Enseguida
reconoció la sonrisa maliciosa de
Bart.
—¡Ah! Hola, Bart. Cam se ha
puesto nervioso cuando mencioné a
su madre, ¿verdad?
—¡Uf! Es demasiado sensible. —
Contempló mis mocasines y masculló
en voz baja—: Deberías llevar botas
beatle.
—¿Qué dices?
—Nada. Conque escribes una
carta, ¿eh?
—A su madre. Para que se entere
de lo que ha ocurrido y de que las
personas pueden recordar, ¿qué te
parece?
—Excelente —dijo Bart, y dio un
bocado a la tortita—. Pero estoy
seguro de que ni siquiera pestañeará.
Rikki lo miró tragar el bocado y
beber un sorbo de sidra.
—No podemos permitir que vea
a Kyle —dijo Rikki—. Eso al menos
debe quedar bien claro.
—Es cierto, no podemos —
corroboró él con indiferencia.
—Sé que esto preocupa a Cam
—continuó ella—, y si está
oyéndome ahora, quiero decirle que
esté tranquilo, que no pasará nada.
Bart se estremeció un poco y
anunció:
—¡Uf! Creo que es hora de que
me largue. Muy buenas tus tortitas.
Se estremeció de nuevo, y al
punto funcionó el disparador y allí
estaba otra vez yo, sacudiendo la
cabeza para quitarme el aturdimiento.
—¡Vaya! —exclamé.
—¿Lo has oído? —preguntó
Rikki.
Bart no necesitó más de un
segundo para ponerme al corriente.
—Mi madre y Kyle. Que no debe
verlo.
—Eso es —replicó Rikki—. En
eso no podemos transigir. No hay que
dejarlo a solas con ella, y será
menester explicárselo.
—Lo sé —dije débilmente—.
Sólo que yo, si nada de eso ocurrió
en realidad, ¿cómo voy a justificar
que…?
Rikki hizo una mueca de
contrariedad y yo noté la jaqueca que
crecía. Estaba cayendo de nuevo en
la zona oscura, en el remolino donde
coceaban animales furiosos con los
ojos desorbitados y
amenazándome… Luego se oyó
dentro de mí un susurro: hombre
muerto, hombre muerto, hombre
muerto… cada vez más fuerte:
hombre muerto, ERES…
HOMBRE… ¡MUERTO!
Me incorporé de un brinco
y'grité:
—¡Basta! —Me tapé las orejas
con las manos en un absurdo intento
de acallar el 'ensordecedor estrépito
interior. Rikki se levantó
precipitadamente, dejando caer el
bloc y la pluma, para correr a mi
lado.
—¡Cam! ¡Oh, Cam! —gimió
mientras me agarraba por los
hombros y me sacudía con fuerza.
Kyle entró en la habitación
gritando, su voz infantil vibrante de
pánico:
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué le pasa a
papá? ¡Papá! —exclamó, y me tomó
la mano.
Al instante los ruidos se
desvanecieron y mis ojos se
encontraron con los de Kyle, muy
abiertos y suplicantes.
—¡Dios mío! —exclamé con voz
sofocada—. Lo siento, Kyle. —Lo
abracé y Rikki nos envolvió a ambos
entre sus brazos—. Perdóname por
haberte asustado.
—¿Qué te ha pasado, papá?
Rikki se arrodilló en el suelo y
dijo:
—No ha sido nada, cariño. Papá
estaba pensando unas cosas que le
enfadan.
—Creí que estaba gritándote a ti.
—Yo jamás le gritaría a mamá de
esa manera —dije.
—Tenemos que hablar, Kylie —
dijo Rikki—. Entretanto, Itchy puede
ver un vídeo en tu habitación. —Y
con estas palabras salió de la
estancia para acompañar a Itchy.
Kyle y yo nos sentamos en el
suelo y esperamos. Rikki regresó al
minuto y se sentó con nosotros.
Respiró hondo y empezó:
—¿Te has dado cuenta de que
papá se comporta de manera
diferente desde hace unos días?
Como sentarse en tu armario y no
contestar cuando lo llamas.
—Sí.
—Bien, pues eso es porque se
acuerda de algunas cosas
desagradables que le pasaron cuando
era un niño. Esas cosas lo enfadaron
mucho y se las hizo su mamá.
—¿La abuela? —se extrañó Kyle
—. ¿Qué cosas?
—¿Te acuerdas de lo que te han
enseñado en la escuela sobre dónde
está bien tocar y dónde está mal
tocar?
—No hay que dejar que nadie te
toque aquí —contestó señalándose la
ingle—, ni que te obliguen a tocar.
—Bien, pues la abuela no obligó
a papá, pero sí le tocó ahí.
—¡Oooh! —exclamó Kyle, y
dentro de mi cabeza se encendió un
fulgor rojo.
Mientras Rikki seguía hablando
mi presencia se desvaneció a tal
punto que apenas escuché algunas
frases inconexas que rebotaban en
los muros de mi mente: «No debió
hacerlo… Le ordenó que no lo
contase para que nadie pudiese
acusarla… Le hizo mucho daño
psicológico… Lo escondió en su
mente para no tener que recordarlo…
Se va muy lejos… Como un niño, a
veces… No puede evitarlo… Si
alguna vez ella te tocase de esa
manera, tú me lo dirías, ¿verdad?
….Sí… No iremos más de visita a
casa de la abuela.»
—Bueno —dijo Kyle, y la
palabra fue como cerrar una puerta
de golpe. Volví en mí mientras Kyle
me acariciaba las mejillas—. ¿Estás
bien, papá?
—Sí, descuida.
—¿Y no volverás a gritar?
—No lo haré.
La preocupación desapareció del
semblante infantil, que se iluminó
con una sonrisa. Poniéndose en pie,
nos miró y anunció:
—Ahora me voy a jugar con
Itchy.
Rikki y yo quedamos un rato en
silencio. Un leño crepitó en la
chimenea y lanzó una cascada de
chispas. Rikki se volvió a mirarlo y
dijo:
—Ahora ya lo sabe. Al menos en
parte.
Luego recogió el portafolios y
buscó la pluma, que estaba debajo de
la mesita. Regresó al sofá y
reemprendió la redacción de la carta.
Yo me dejé caer con fatiga en el
sillón y vi que el plato sobre la
mesita estaba vacío.
—¿Me he acabado la tortita? —
pregunté.
—Bart lo hizo —contestó ella sin
volverse, la mirada fija en la carta.
Me mordí el labio.
—Con tal que no haya olvidado
pagar la cuenta.
Rikki estaba escurriendo los
espaguetis y yo cortaba una hogaza
de pan italiano, dejando las
rebanadas un poco unidas. Itchy se
había ido a casa y Kyle estaba arriba
cantando Y've Got You Under My
Skin a dúo con Frank Sinatra. Él
creía que el nombre del cantante era
Franksin Atra y le llamaba
familiarmente Franksin, cosa que nos
hacía mucha gracia.
—¿A qué se parece? —preguntó
Rikki volviéndose hacia mí.
Comprendí a qué se refería.
Corté las últimas dos rebanadas,
levanté la hogaza y la sostuve en el
aire con las dos manos.
—A esto —dije—. Piezas
separadas pero unidas por debajo. La
información circula entre ellas de
manera que todas pueden saber lo
que ocurre si prestan atención. —
Doblé la hogaza para separar las
rebanadas—. Y todo se mueve
constantemente de un lado £ otro, de
manera que tan pronto estoy en el
presente como en tiempos de
Kennedy.
Mientras realizaba esa
demostración sentí cólera y
frustración. Levanté el pan dispuesto
a arrojarlo al suelo, pero me detuve a
tiempo y lo dejé caer en la cesta. Me
derrumbé en una silla, y hundí la
cabeza entre las manos. Rikki me
miró, seguía sujetando el escurridor,
mientras yo balbucía:
—¿Y si todo fuesen
imaginaciones mías? ¿Si no hubiese
ocurrido nada de eso? Si estoy
chiflado…
—¡Basta! —ordenó Rikki,
descargando bruscamente el
escurridor en el tablero. Me
sobresalté y me quedé mirándola.
Ella tenía la mirada fija en el
fregadero.
—No te equivoques, Cam. ¿De
veras crees que Davy se inventó lo
que dijo de tu abuela? ¿Y Clay? ¿Y
Switch? ¿Todo eso imaginaciones
tuyas? ¡Es imposible! —Se dio uña
palmada en la frente—. No puedo
creerlo —dijo casi como para sí
misma—. Tienes la mente como una
hogaza de pan hecha rebanadas, ¡y
quieres creer que todo se debe a
imaginaciones tuyas!
Se volvió bruscamente,
apoyándose contra el tablero.
—Tú los has visto, al igual que
yo. Todo eso no se puede fingir y
aunque así fuese, ¿qué explicación
encontraríamos para ello? —Sacudió
la cabeza—. Es real, Cam. Y será
mejor que lo admitas.
17
Alasentada
mañana siguiente, Rikki estaba
al escritorio de mi
despacho cuando se presentó mi
madre.
—Hola, Rikki —dijo.
Rikki alzó los ojos y tuvo un leve
sobresalto de temor. La carta estaba
en su bolso, lista para echarla al
buzón. No esperaba aquella visita.
Tragó saliva.
—Eleanor, ¿qué haces aquí? —
respondió fríamente.
Eleanor exhibía un elegante
conjunto azul cobalto, pañuelo de
Guc- ci estampado con motivos
florales, zapatos color coral y bolso
a juego, pendientes de perlas y reloj
Patek Philippe. Lucía media melena
rubia teñida y perfectamente peinada,
semblante anguloso de piel
inarrugable, nariz rehecha
quirúrgicamente y sujetadores de
talla mediana.
—He venido a ver a Tom, pero
precisamente hoy se ha marchado a
Boston. ¿Dónde está Cam?
Rikki fingió no haber oído la
pregunta. La actitud arrogante de
Eleanor la ponía furiosa.
—¿Y cómo está mi pequeño
Kyle? —continuó Eleanor—. Hace
tiempo que no lo veo y me gustaría…
—Sacó una pequeña agenda del
bolso, y la hojeó mientras decía con
afectada indiferencia—: Da la
casualidad que estoy relativamente
libre después del 23. Me pasaré a
recogerlo hacia las tres del día 24.
—Alzó la mirada—. ¿Te parece
bien?
Rikki sintió crecer la rabia.
—Ele…
—He visto un trajecito y unos
zapatos preciosos que…
—¡Eleanor! —espetó Rikki
poniéndose en pie, y el genio escapó
de la botella.
Eleanor, sorprendida, retrocedió
un paso.
—¿Qué ocurre?
—No permitiré que veas a Kyle.
—¿Qué? —exclamó ella—.
¿Pero qué dices?
Rikki sacó la carta de su bolso y
la arrojó sobre el escritorio, mientras
fulminaba a Eleanor con una mirada
acusadora.
—Cam está enterado de lo que le
hiciste cuando era niño. Me ha
contado los abusos sexuales que
sufrió —le espetó al tiempo que
señalaba la carta con el dedo—.
¡Está todo ahí! ¡Tú! ¡Su propia
madre! ¡Y quién sabe cuántos más!
¿Tienes idea del daño que le
hicisteis?
Eleanor se quedó boquiabierta y
el tiempo pareció detenerse, como en
las películas del Oeste cuando el
sheriff dispara al aire y todo
movimiento cesa. Un tenso silencio
descendió sobre el despacho.
Nuera y suegra se miraron
fijamente. Entonces Eleanor cerró la
boca y, sin decir palabra, giró sobre
los talones y salió en tromba.
Rikki rodeó el escritorio y corrió
tras ella. Eleanor llegó a la puerta
principal y la abrió violentamente, y
el rebote de la hoja estuvo a punto de
golpear a Rikki. Pero la retuvo a
tiempo y, saliendo a la calle, en dos
zancadas dio alcance a Eleanor. La
agarró del hombro y la obligó a
volverse.
—Lo hiciste, ¿no es cierto?
¡Admítelo! —gritó Rikki.
—Quítame las manos de encima
—chilló Eleanor al tiempo que
trataba de zafarse—. ¡Tú no sabes
nada de mí!
Cuando se libró de Rikki corrió
hacia su coche.
Furiosa, Rikki la alcanzó de
nuevo y la agarró por el codo.
—¡Suéltame! —gritó Eleanor
forcejeando.
—¡Has matado a mi marido! —
gritó Rikki, llorando de rabia—. ¡Lo
has matado! ¿Cómo fuiste capaz?
Eleanor dio un paso atrás,
tambaleándose, y se .metió en el
coche.
Sola en medio del
estacionamiento, jadeando y con las
mejillas surcadas de lágrimas, Rikki
contempló cómo su suegra huía al
volante de su automóvil.
—¡Te odio! —masculló.
Tras lo cual regresó a la oficina.
Su mente daba vueltas obnubilada.
Los transeúntes con que se cruzó
evitaron mirarla. Una vez en el
despacho, guardó la carta en el bolso
con una mueca de desprecio.
Se disponía a salir cuando notó
una repentina náusea. Corrió al
servicio, donde vomitó hasta que el
estómago no dio más de sí. Al cabo
de un rato se puso en pie
trabajosamente, se acercó a uno de
los lavabos y abrió el grifo.
Apoyando las manos en la cerámica
se inclinó para mirarse en el espejo.
—Cenizas, cenizas… todo se
descompone… —murmuró, y sus
palabras se confundieron con el
ruido del chorro.
Después de enjuagarse la boca y
secarse la cara salió al pasillo.
Abrió el bolso y sacó la carta. Al
pasar por delante del escritorio de
Diana, echó la carta en la bandeja de
«salidas». Diana alzó la vista de la
pantalla de su ordenador, con el
teléfono pegado a la oreja, y asintió
al tiempo que miraba a Rikki, que
salió nuevamente a la luz del día.
Condujo despacio, sin encender
la radio, mientras reflexionaba
acerca de lo ocurrido. Al entrar en el
sendero particular de su casa, todo le
pareció gris y deprimente, y entonces
tomó una decisión. Estacionó el
coche y estuvo casi un minuto con el
motor al ralentí, reflexionando. Por
último apagó el contacto y dijo en
voz alta:
—No nos rendiremos.
Una semana más tarde recibimos
una carta de mi madre negando haber
cometido jamás ningún abuso sexual
conmigo. Con la misiva venía
incluida mi partida de nacimiento.
18
TeCalifornia?
gustaría que nos mudásemos a
—preguntó Rikki sin
alzar la vista del torno de alfarero
instalado en nuestro solárium
cubierto.
Llevaba un largo delantal y un
viejo y desteñido jersey rojo
arremangado hasta los codos, raídos
vaqueros azules y mocasines viejos.
Se había recogido el pelo en una
coleta que caía por la abertura
posterior de la gorrita blanca de
béisbol.
El pie izquierdo rozaba el pedal
que hacía girar el torno
hipnóticamente. Con los pulgares
unidos, los dedos tocaban el fondo
de la vasija, aplicaban presión e iban
subiendo poco a poco, llevándose un
grueso cordón de arcilla gris que
parecía un aro de huía hoop
conforme se elevaba sobre la panza
del recipiente. Una capa viscosa y
blanquecina de arcilla mezclada con
agua empapaba sus manos y goteaba
sobre el lento girar del torno.
Yo estaba a dos metros de ella,
sentado en los peldaños de madera
de secoya de nuestro solárium, con
mi diario abierto sobre las rodillas,
ya que me dedicaba a mantener
conversación por escrito con Bart,
Per y Dusty sobre lo que, según
acababa de saber, había ocurrido
entre Rikki y mi madre.
«¿Quién ha dicho California?»,
escribí.
«No he sido yo», escribió Dusty.
«¿California?», escribió Bart.
Dirigí a Rikki una mirada
inquisitiva.
Mediada la mañana, el sol
entraba por el amplio ventanal
situado a mi espalda y bañaba toda la
estancia con luz dorada. Daba para
una fotografía perfecta: «La artista en
su taller.» Rikki se habría burlado de
lo de artista, porque en toda su vida
no había terminado más de media
docena de piezas. No obstante,
habría resultado una buena foto.
Rikki detuvo el torno mientras me
dirigía una mirada de reojo, como
para cerciorarse de que yo había
oído su pregunta. Pero seguía con la
atención puesta en la simetría de su
pieza.
—¡Eh! Pues no ha quedado tan
mal, ¿verdad? Casi parece un jarrón
de verdad… a lo mejor llegará a
serlo —se burló mientras apartaba la
silla para que yo pudiese ver mejor
su obra maestra—. Al menos no
parece la torre de Pisa.
—Está muy bien. Seguro que
recuerdas el refrán: «Si no puedes
ser un buen profesional procura
parecerlo.»
Rikki celebró la broma.
Disparador, fogonazo.
—¡Me encanta! —chilló Anna
sonriendo de oreja a oreja.
Rikki se volvió.
—¿Quién eres? ¿Anna?
Ella asintió con timidez.
—Pues muchas gracias, Anna —
dijo Rikki con amabilidad—. ¿Cómo
estás hoy?
—Bien.
Cuando le preguntas a una niña
cómo está, siempre contesta «bien».
Si es un poco más mayor dice «muy
bien, gracias, ¿y usted?».
En cualquier caso, te quedas
igual que antes, sin saber cómo está.
—Anna, ¿puedo hablar un minuto
con Cam?
Anna asintió.
—¿Cam? —me llamó Rikki. En
cuestión de segundos hice acto de
presencia.
—Sí —fruncí el entrecejo
tratando de enfocar la vista. Rikki
repitió la pregunta.
—¿Te gustaría que nos
mudáramos a California? He pensado
que va siendo hora de cambiar de
aires y poner tierra de por medio.
Lejos de estos inviernos
insufribles… y de todo lo demás.
Dentro de mi cabeza se produjo
el alboroto habitual de los alter ego
que manifestaban sus opiniones. Y no
sólo Per, Bart y Dusty. Casi todos
estaban escuchando. Traté de no
hacer caso. Transcurrieron unos
segundos.
—¿Y la empresa?
—He hablado con Tom y dice
que está dispuesto a comprarnos
nuestra parte, —Tomó un pedazo de
arcilla e hizo una bola—. Estuvimos
charlando y ¿sabes lo que me dijo?
Que estaba convencido de no haber
sufrido ningún abuso porque él se
parece a vuestro padre. Mientras que
tú te pareces a tu madre.
Sentí una punzada en el cráneo.
—¿Eso dijo?
—Exactamente. Y que su madre
nunca lo quiso. El preferido eras tú.
Tragué saliva.
—Pues no me sirve de consuelo.
—Ni a mí.
Sus dedos convirtieron la bola de
arcilla en una especie de gusano
mientras ambos guardábamos
silencio.
—Así pues, ¿qué te parece? —
insistió Rikki—. Lo de la mudanza,
quiero decir.
Esbocé una sonrisa.
—De acuerdo. —El estrépito
interior recrudeció.
—Sería como empezar una nueva
vida.
—Sí, claro —asentí. La idea
parecía acertada—. Ya sabes que
aborrezco estos inviernos.
—Lo sé —dijo ella mientras se
volvía para lavarse las manos en el
barreño y secárselas con un trapo.
Las sacudió para acabar de secarlas
al aire—. Y Kyle todavía es muy
pequeño, por lo que no creo que el
cambio le afecte demasiado. Si
vamos a mudarnos, mejor ahora que
más adelante. De todas maneras
tocaba cambiarlo de escuela el curso
próximo.
—¿Y qué hacemos con Arly? —
El alboroto interior creció hasta
hacerse ensordecedor.
Rikki arqueó las cejas y suspiró.
—Es un punto a considerar —
dijo—. Cómo os tomaréis la
separación tú y tu gente. Sé que es
nuestra mayor ayuda, y es preciso
estar seguros de que todos aceptan
dejar a Arly. Si hay alguien por ahí,
me gustaría saber lo que opina.
Disparador, fogonazo, aparición
de Bart.
—Hola, Rikki —sonrió
malicioso—. Estás hecha un
desastre. ¡Caramba!, qué jarrón tan
bonito.
—Gracias. ¿Has escuchado lo
que hablábamos Cam y yo? ¿Sobre lo
de una posible mudanza?
—A California, ¿no?
—Sí.
—Opino que es una idea
fenomenal. ¡Playas paradisíacas,
preparaos que allá vamos!
Naturalmente, sería preciso
discutirlo con el grupo. Ahora mismo
hay una barahúnda que ni en Zabar's
a la hora del almuerzo. Convendría
dejar el asunto en manos de Per.
—Por supuesto —dijo Rikki, y
luego reacción con sorpresa a lo que
él acababa de decir—. ¿Conoces
Manhattan?
Bart se encogió de hombros. Ella
meneó la cabeza.
—En cualquier caso, mudarse de
aquí significa dejar a Arly y….
—¡Bah! No te preocupes —dijo
Bart con un gesto despectivo—. Ella
no os necesita.
—Me parece que lo has
entendido al revés.
—¿Cómo? ¡Ah, sí! Quieres decir
que nos entendíamos bien con ella.
Pero ¿qué importancia tiene?
División de opiniones en mi
interior.
—Con eso no he querido dar a
entender que no sea buena
profesional —se apresuró a
rectificar—. No tengo nada en contra
de Arly. —Se quitó una mota de
polvo de mi camisa.
Rikki estaba contrariada.
—Éste es un asunto serio —dijo.
—Disculpa. —Alzó una mano,
algo incómodo—. Decididamente
tienes razón. Lo comentaré con los
demás —concluyó.
—Muy bien —dijo Rikki, y
volvió su atención al torno.
Echó mano a la platina, un disco
de plástico que tiene dos agujeros
que encajan exactamente con los dos
pernos de la rueda del torno. De
manera que cuando has terminado
una pieza, no tienes más que levantar
la platina con la obra todavía
húmeda; a continuación colocas otra
platina sobre los pernos y le echas
una nueva pella de arcilla. Eso fue lo
que hizo Rikki. Luego se humedeció
las manos en el barreño, accionó el
pedal y empezó a trabajar en otro
jarrón. Burt se dedicó a anotar la
conversación en el diario.
Leer las conversaciones de ese
diario es como contemplar una
impresora que cambiase de color
cada tres o cuatro líneas. El
mecanismo de impresión que bascula
de margen a margen es uno solo, pero
se producen breves pausas cada vez
que la impresora cambia de color.
Pues bien, lo que pasa con nosotros
es bastante parecido. Mi mano
sostiene el rotulador y escribe más o
menos seguido, pero se producen
breves interrupciones cada vez que
un alter ego se apodera del control.
He observado ligeras variaciones en
el modo de sujetar el rotulador por
parte de los diferentes alter ego, y es
fácil ver que la caligrafía y el estilo
cambian, a veces de modo
espectacular y otras veces más
sutilmente. Por lo general oigo las
voces en mi cabeza a medida que
escribo, más o menos lo mismo que
cuando escribo por mi propia cuenta.
Aunque cuando hay una conversación
en curso se nota que algunas de las
voces no me pertenecen a mí, sino a
los inquilinos que se han instalado en
los compartimientos giratorios de mi
almacén mental. No hay nada tan
fatigoso como transcribir en el diario
uno de estos coloquios, y peor
cuando se prolongan mucho. Y éste
fue de los largos.
Rikki trabajó en silencio pero al
cabo de unos minutos el nuevo jarrón
se le deshizo. Desconectó el torno,
arrojó al cesto los. pedazos de la
obra fracasada, pasó el trapo húmedo
sobre la platina y la rueda y luego fue
a lavarse.
Cuando regresó hacía un
momento que habíamos terminado la
tertulia interior.
—Hola —dijo sentándose en el
suelo con las piernas cruzadas—.
Has escrito mucho, ¿verdad?
—Estoy molido —suspiré con
fatiga. Observé que se había
cambiado de ropa—. ¿Terminaste de
chapotear en*el barro?
—Ya lo ves —sonrió—. Hace un
cuarto de hora por lo menos.
Llevaba el cabello suelto y lucía
un jersey de cuello cisne color
melocotón. Estaba fresca, vibrante y
hermosísima.
—Te quiero —dije, y me incliné
para besarla. Cuando lo hice sentí en
la espalda un fuerte tirón—. ¡Aaay!
—me lamenté e intenté darme un
masaje—. No he debido sentarme ahí
tanto rato.
—Vuélvete —dijo Rikki,
buscando el punto.
—¡Ay! Es ahí.
—Échate —dijo ella,
acuclillándose.
Me tumbé en el suelo y empezó a
masajearme. Pronto una sensación
placentera reemplazó al dolor.
—¿Mejor ahora? —preguntó
ella.
—Sí, gracias. —No me atreví a
pedirle que continuase, aunque lo
deseaba. Me parecía que ya era
mucho tenerla a mi lado (a nuestro
lado), de manera que no habría sido
justo pedir más. Dar masaje excedía
con mucho el cumplimiento del
deber. Pero supongo que Rikki no
opinaba lo mismo, porque subió las
manos a mis hombros y continuó
masajeando.
—Así pues, ¿todos hablaban de
la mudanza? —preguntó.
—Sí, y hablaban mucho. Es una
cuestión importante. A mí me parece
una idea estupenda, sólo que me da
miedo tener que dejar a Arly.
—Te entiendo —asintió Rikki—.
Es difícil hacerse a la idea.
Tenía unas manos maravillosas.
El masaje en los hombros me
distendió y mi cerebro empezó a
derivar hipnóticamente.
—Bueno —dijo ella mientras
sobaba los músculos de la nuca—,
todavía estamos en invierno y no se
puede sacar a Kyle de la escuela
antes del fin de curso. Podríamos
poner en venta la casa, y con un poco
de suerte la tendríamos vendida en
junio. Mientras tanto, tú y tus chicos
podríais seguir trabajando con Arly,
a fin de estar preparados para cuando
llegue el momento.
Pero yo me hallaba ya muy lejos.
—Pues si estás de acuerdo, lo
hacemos —continuó ella sin dejar de
frotar—. Voy a llamar a Hillie
Randall, por lo de la casa. Es capaz
de vender frigoríficos a los
esquimales.
—Él también sabía de eso —dijo
mi voz.
—¿Él? ¿Quién es él?
—¡Hum! —dijo la voz—. Cam.
Rikki retiró las manos con
brusquedad, como si se hubiese
quemado.
—¿Bart?
—Ajá.
Sorprendida, se echó atrás y
quedó sentada en el suelo. Darme
masaje era una cosa, pero dárselo a
Bart era otra muy diferente.
Bart se volvió de lado y apoyó la
cabeza en una mano.
—¿Qué ocurre? —dijo, dándose
cuenta de que Rikki estaba enfadada.
—Vamos a dejar esto muy claro,
Bart —respondió ella con enfado—.
Cuando vaya a salir uno que no sea
Cam, quiero saberlo. No me gustan
las sorpresas —recalcó—. Y ahora
quiero hablar con Per, por favor.
—Sí, claro —dijo él, un poco
ofendido.
Hubo una pausa y Rikki esperó a
que funcionase el disparador. Pero
no sucedió nada.
—¿Y yo qué hago, correr a
esconderme en una cabina
telefónica? —se quejó Bart. Rikki
alzó una ceja—. Está bien, no te
preocupes —se apresuró a añadir él
—. Estaba bromeando. Sé hacerlo.
Lo hemos practicado muchas veces
en la consulta con Arly. Me limito a
cerrar los ojos, me eclipso y dejo
que asome Per.
Cerró los ojos un par de
segundos y volvió a abrirlos mirando
a Rikki.
—Es sólo que a veces, cuando
estoy aquí, preferiría quedarme.
Quiero decir que no me importa
hacerme a un lado y dejar que salga
otro, pero preferiría no tener que
marcharme —dijo señalándose el
pecho con el dedo pulgar.
—Es lógico —repuso Rikki—.
Puedo entenderlo, y además te hace
bien. ¿No es lo que llamáis la co-
consciencia?
—Así es.
—De manera que lo único que
tienes que hacer es entrar un poco,
digamos, para dejar que salga Per…
o quienquiera que sea. ¿Cómo os lo
pide Arly?
—Llama a uno por su nombre, o
le dice al que está presente que se
aparte a un segundo plano. Por lo
general hay mucha actividad y todos
salen siempre que quieren decir algo.
Son sesiones bastante desordenadas.
Rikki le miró.
—Está bien, pero aquí no quiero
desorden, ¿de acuerdo? —dijo muy
seria—. Quiero que todo siga con la
mayor normalidad posible. Y lo de
aparecer por las buenas mientras yo
estoy dándole un masaje a Cam entra
en la categoría de «desorden». Así
que no lo hagas más, ¿entendido?
-Sí.
—Bien, ahora quiero hablar un
minuto con Per. Conque pasa a
segundo plano y deja que salga Per.
—Muy bien, hasta la vista —
replicó Bart, y cerrando los ojos
inició la respiración lenta, profunda
y rítmica. Al cabo de un par de
segundos tuvo un leve
estremecimiento, y entonces Per
abrió los ojos y parpadeó como
alguien que acaba de despertar.
—¿Per?
—Sí. Hola, Rikki, ¿cómo estás?
—Regular. ¿Y tú?
Bajó los ojos para contemplarse.
—Pues… tumbado en el suelo,
supongo.
—Sí. Estaba dándole un masaje a
Cam y…
—Eso es muy amable de tu parte
—se animó él.
—…y Bart salió sin anunciarse.
Lo cual me disgustó un poco, y
estuvimos hablando de eso. Le he
dicho que todos deben anunciarse
cuando quieran aparecer.
Per asintió y sonrió.
—No digo que deban hacerlo los
pequeños pues se les reconoce
enseguida. Pero sí los adultos.
—Es lógico. Supongo que así te
sentirás más tranquila. Todo esto ha
de ser muy difícil para ti.
Ella asintió, aliviada al sentirse
comprendida.
—Sí. Es un verdadero lío.
—Y una molestia.
Ella asintió de nuevo.
—Sí, a veces también es una
molestia.
Rikki hizo una pausa y cerró los
ojos, dejando que los rayos del débil
sol de febrero bañasen su rostro. En
la estancia reinaba un calorcillo
confortable. Abrió los ojos y
contempló a Per.
—Así pues, ¿qué dice la gente
sobre la posible mudanza y tener que
dejar de ver a Arly? —preguntó.
—Bien… los jóvenes están
preocupados. Clay y Anna, sobre
todo. Dusty también lo está.
—Lo entiendo.
—La primera preocupación
tendrá que ser la de buscar a alguien
capaz de reemplazar a Arly —dijo
Per, mirando los suaves ojos azules
de su interlocutora—. ¿De veras
pensáis mudaros a California?
Rikki asintió.
—Sí, creo que seria bueno para
nosotros. No sólo para vivir lejos de
la madre de Cam, sino por lo benigno
del clima. No más inviernos gélidos
ni veranos húmedos y bochornosos.
—Se mesó el cabello—. Creo que
buscaremos casa por las
inmediaciones de San Francisco. Allí
vive desde hace muchos años un
compañero de estudios de Cam, y
dice que es fenomenal.
—Estaréis muy bien, seguro.
—Seguro. Y allí habrá muy
buenos especialistas, y tal vez grupos
de ayuda mutua. San Francisco es una
ciudad muy activa. ¡Caramba! Si
Cam fue capaz de encontrar a una
Arly aquí…
—Eso es verdad —corroboró
Per.
—¿Crees que deberíamos hacer
una visita previa para echar un
vistazo?
—Buena idea. Sólo te pediré que
nos concedas un poco de tiempo para
que podamos discutir la cuestión con
Arly, y también entre nosotros.
De creer a Per, todo iba a
resultar muy fácil. Pero no lo fue.
19
Lasencilla:
receta para dejar a Arly era
tómese un bidón, añádase
un hombre (favor de no doblar),
colóquese todo sobre las cataratas
del Niágara y déjese caer.
Por dentro la cosa discurría más
o menos así: Quiero ir. ¿Tú quieres
ir? Sí, quiero ir. Y ellos, ¿qué? Pues
yo no quiero. Arly me cae bien. A mí
también. Que dejemos a Arly no
significa que no nos caiga bien.
¿Quién se ocupará de nosotros?
Bart, Per, Dusty, Rikki. No. Quiero
decir ahí fuera. ¿Alguien que sea
como Arly? Y yo qué sé. Y bien,
habrá que buscarlo. Echaré en falta
a Arly. Yo también. ¿Por qué?
¿Adónde va? Arly no va a ninguna
parte. Los que nos vamos somos
nosotros, se habla de mudarnos a
California. ¿Y eso? Para
apartarnos. ¿Apartarnos de quién?,
¿de los chicos malos? No digas eso.
Aquí no hay chicos malos. Pues
entonces, ¿por qué nos vamos?
Parece que alguien lo ha dispuesto.
Dicen que allí siempre hay buen
tiempo. ¿Habrá helados, pues? Sí,
tienen helados de todos los sabores.
¿Viene Rikki con nosotros? Claro
que sí. Entonces, ¿por qué no viene
Arly también? Nyr; Arly se queda.
¿Podremos venir a verla? No lo sé,
tal vez. ¡A quién le importa Arly!
¡Alto, alto, alto! Ella se ha portado
bien con nosotros. La echaré mucho
de menos. Sí, yo también. Y yo.
Todos la echaremos de menos, o la
mayoría de nosotros. ¿Será
prudente eso? Así lo espero. ¿Qué
quieres decir con que así lo
esperas? Pues que será preciso
tener mucho cuidado y mirar con
quién hablamos. Saldrá bien, ¿no?
Sí, siempre y cuando colaboremos
todos. No va a ser fácil. En fin, ¡qué
diablos!, no hay nada que sea fácil.
Eso es verdad. Las cosas nunca son
fáciles.
Una noche soñé que yo era un
ciervo herido a orillas de un arroyo
adonde había ido para aliviarme en
las frías aguas, lejos de la protección
de la manada en nuestro territorio del
altiplano. Desde la orilla opuesta me
vigilaban los cocodrilos, monstruos
primitivos con ojos sin brillo y filas
de dientes codiciosos, en espera de
que mis pezuñas tocasen la
superficie, de que yo bajase la
cabeza para saciar mi sed. Este
peligro podía verlo, pero mucho peor
era la amenaza de los cocodrilos
sumergidos, los que acechaban al filo
de la superficie, silenciosos,
esperando arrastrarme a una danza
letal en el fondo fangoso.
De pronto captaba detrás de mí el
olor almizclado de un tigre,
acompañado del tenue rumor de
pisadas cautelosas en el cañaveral
mientras la fiera se acercaba con
sigilo. Su sed no era de agua sino de
sangre, de mi sangre. Los peligros
me rodeaban por todas partes.
Abandonar el altiplano… buscar una
aguada… lavar las heridas
abiertas… tal vez morir. ¡Oh!
No hacía falta consultar a ningún
Sam Spade para descubrir de qué
trataba el sueño. Arly y yo lo
comentamos y estuvimos de acuerdo
en que una mudanza nunca deja de
ser traumática, incluso para la gente
normal, y que el traslado a California
implicaba un riesgo. Mi sistema se
vería forzado hasta el límite y tal vez
más; pero por otra parte, quizá sería
lo mejor para nosotros. Ella confiaba
mucho en Rikki. Sabía que mis
chicos y yo no bajaríamos
desprotegidos a la orilla del río, y se
mostró de acuerdo.
Durante el regreso a casa me
preguntaba si California quedaría
suficientemente lejos. No fue así. En
realidad, allá donde vayas tus
cocodrilos van contigo.
20
Aprimeros de abril Rikki organizó
una semana de vacaciones
familiares que incluía una misión
exploradora. Lo primero fue llamar a
mi antiguo amigo Joe Gearhart, con
quien apenas habíamos tenido
contacto durante años pero
seguíamos manteniendo una buena
relación. Joe le contó cuanto sabía
acerca de la zona de la Bahía, y
propuso que visitáramos la ciudad de
Leona como un posible lugar donde
fijar nuestra residencia. La describió
como una población agradable, a
unos cincuenta kilómetros hacia el
este de la metrópoli, y provista de
buenas escuelas y de todo lo
necesario para vivir.
Rikki explicó a Joe que yo estaba
muy cambiado de como él me
recordaría de nuestros tiempos
universitarios, y que recientemente se
me había diagnosticado un serio
trastorno psiquiátrico, de resultas de
experiencias traumáticas de la
infancia. Joe se mostró consternado y
manifestó dudas en cuanto a cómo
tendría que comportarse conmigo.
Pero Rikki lo tranquilizó diciéndole
que yo le recibiría bien, que no tenía
por qué preocuparse. Joe prometió
que me aceptaría tal como me
presentase y se ofreció a
acompañarnos y enseñarnos la
comarca cuando decidiéramos
realizar la visita.
Así que fuimos para allá. La idea
de hallarme toda una semana a miles
de kilómetros de Arly me
preocupaba bastante; en un momento
dado no me quedó más remedio que
levantarme con precipitación para
refugiarme en el lavabo del avión y
tener un diálogo con el espejo.
Después de esto me sentí un poco
mejor. Rikki me recordó que traía a
Toby en la maleta. Que podía ir a
buscarlo si me parecía que no podía
pasar sin él. Decidimos que Toby
permaneciese guardado, pero
reconozco que fue un consuelo para
mí el saber que venía con nosotros.
Rikki recuperó su sonrisa de mil
vatios, que hacía mucho tiempo no se
le veía, y eso me ayudó a salir de mi
cueva oscura. También Per intervino
con su influencia calmante, pues
había convenido con Arly que él
montaría guardia y cuidaría de toda
la tribu.
En cuanto a Bart, quería cerveza
y cacahuetes y mirar los escotes de
las azafatas. ¿Cerveza? ¡Vaya! Qué
buena idea, Bart. Vamos a
desahogarnos armando un poco de
jaleo. Que el loco espante a todos
esos pasajeros tan formalitos, ¿de
acuerdo? No. Desde luego, lo de la
cerveza quedaba descartado. Nuestra
azafata de vuelo, que se llamaba
Rocco, le sirvió a Ban sus
cacahuetes, que él aceptó de no muy
buena gana mientras se despedía de
los escotes en su fuero interno.
Bart volvió su atención a Kyle y
le leyó varios cuentos con intención
de hacerse pasar por mí. Mientras él
hacía eso yo me retraí un poco en mi
interior para descansar y conservar
la energía mental, que iba a hacerme
mucha falta. Lo cual resultó bien, y
cuando aterrizamos en el aeropuerto
de San Francisco me encontraba
bastante bien. Incluso conduje el
coche alquilado hasta Leona mientras
Rikki actuaba d: copiloto.
Previamente había reservado una
suite en un hotel de la carretera a
Santa Rita. Era un establecimiento
limpio, hogareño, con una bonita
cocina, un poco parecido al diminuto
apartamento alquilado de Boston
donde vivíamos de recién casados.
Lo primero que hice fue sacar a
Toby y acomodarlo entre los
almohadones de la cama doble. Eso
era un indicio de que todo iba bien.
Compramos provisiones en un
Safeway contiguo al hotel, llamamos
a Joe para notificarle nuestra llegada
e hicimos planes para un recorrido
juntos el día siguiente. El resto del
día lo pasamos en la piscina.
A la mañana nos levantamos
temprano y fuimos a dar una vuelta
en coche por Leona. Todo lo que
había dicho Joe era cierto. Era una
población aseada, alegre, bonita y de
un urbanismo razonable. La rodeaba
un paisaje ondulado de bucólicas
colinas y se disfrutaba una excelente
vista sobre el monte Diablo, cuyos
1.200 metros de altitud se divisaban
a unos quince kilómetros de
distancia. Las escuelas parecían bien
atendidas; y el parque central de la
ciudad, limpio y bien cuidado. Las
casas tenían todas un jardín frontal
con césped y patio trasero con verja.
Aunque hacía casi diez años que
Rikki y yo no lo veíamos, Joe se
presentó tan cordial, simpático y
atento como siempre. Por su parte, a
Kyle le pareció un tipo encantador.
Tal como había prometido, Joe se
dedicó a mostrarnos con orgullo las
bellezas de los alrededores de
Berkeley y San Francisco. Estábamos
impresionados con la variopinta
cultura y los diversos paisajes que
ambas ciudades ofrecen. Nos gustó ej
sabor europeo de muchos barrios de
las colinas de Berkeley y la curiosa
mezcolanza de población estudiantil,
bohemios y hippies a lo largo de
Telegraph Avenue.
El Golden Gate Park nos pareció
grande y fastuoso con su intrincada
red de carriles para ciclistas y
patinadores. Desde allí era fácil
dejarse caer por el museo, el acuario
o el jardín japonés, así como
desandar camino para darse un
chapuzón en la playa, o visitar el
zoológico. La ciudad hervía de vida
como el París de Toulouse-Lautrec,
con un esplendor y un pulso que
embriagaban. Se podía vivir allí,
incuestionablemente. O mejor dicho,
una cuestión sí que nos restaba:
¿podría vivir yo allí, o dondequiera
que fuese?
Imposible apartarse de Kyle, así
que no hubo muchas apariciones-
desapariciones durante la jornada.
Los adultos sí salieron de vez en
cuando, mientras paseábamos,
siempre anunciando su presencia a
Rikki, tal como ella había exigido.
La única ocasión en que ocurrió algo
fue al pasar por Fisherman's Wharf y
la chocolatería Ghirardelli, lo cual
produjo la salida de Clay. Mientras
curioseábamos, a Clay le gustó lo
que vio y se presentó por las buenas.
¡Eh! ¡Chocolate! Kyle se dio cuenta
de este cambio y le sobresaltó no
poco, pero Joe se apresuró a distraer
su atención mientras intervenía Rikki
para reclamar mi presencia. Supongo
que el propio Joe también se llevaría
un buen susto. Por la noche y después
de acostar a Kyle, los chicos
recibieron permiso para salir y
comentar con Rikki sus impresiones.
A los pequeños, Rikki les leyó de los
libros de Kyle e incluso los obsequió
con un baño de espuma Tigger, que
fue una sorpresa estupenda para
todos.
Pasamos el resto de la semana
procurando formarnos una impresión
general acerca de Leona. Paseamos a
Kyle por el parque y descansamos a
la orilla del estanque. Cierto día,
mientras circulábamos por la
comarca, Rikki y yo descubrimos el
Wilderness, un maravilloso parque
natural a las afueras de Leona. Un
verde lozano que cubría las colinas
(entonces aún no sabíamos que se
vuelven pardas durante el estío), y
halcones, vacas y lagartos, y pistas
de montaña, y una tranquilidad pa-
rangonable a la de nuestros bosques
de Massachusetts. Ya no nos
importaba tener que mudarnos a una
casa de menos de trescientos metros
cuadrados, puesto que podíamos ir al
Wilderness cuando quisiéramos.
Lo que marcó la diferencia, sin
embargo, fue el descubrimiento de El
Balazo, un local mejicano que servía
los mejores burritos que Rikki y yo
hubiésemos probado jamás:
monstruosamente grandes, con
frijoles, arroz al azafrán, pollo
asado, guacamole, salsa y crema
agria. En cambio, a Kyle no le llamó
la atención El Balazo. Lo que él
buscaba era un Chicken McNugget, y
naturalmente Leona los tenía también.
Así que fue fácil ganarlo para la
causa de la mudanza.
Leona no tenía lluvias incesantes
desde mayo hasta octubre. Ni
inviernos con nieve y hielo.
Tampoco estaba mi madre. Ni Arly.
Salvo esto último, lo demás me
pareció de perlas. Si encontrábamos
a alguien capaz de reemplazar a
Arly, todo saldría bien.
Cuando regresamos a
Massachusetts abordamos los
aspectos económicos con Tom, y
Rikki llamó a Hillie Randall para
que vendiese la casa. Hillie era un
cuarentón alto y flaco, de cabello
ensortijado, gruesas gafas de carey y
poblada barba de poeta. Siempre que
lo veía me daban ganas de arrastrarlo
a la barbería de Vinnie para que lo
rapasen. Se alegró mucho de que se
le ofreciese la oportunidad de vender
la casa una vez más. Él mismo nos la
había vendido a nosotros, así como a
nuestros antecesores y a los de éstos.
Para Hillie aquella casa era una
renta, y venderla su más agradable
pasatiempo.
Cuando se presentó para firmar
los papeles, Hillie se sorprendió al
ver lo descuidado de mi aspecto.
Hacía medio año que no iba a la
peluquería y mi cabello parecía el de
un viejo hippie.
No obstante, Hillie ya estaba
enterado de que yo andaba un poco
mal de la cabeza. Tiempo atrás él, su
mujer Anne y sus dos chicos nos
hicieron una visita (la primera que
recibíamos desde que comenzaron
mis chifladuras), y no resultó
demasiado bien. Sobre todo cuando
salió Dusty y no los reconoció, y se
le ocurrió preguntar a Rikki quiénes
eran, lo cual les extrañó bastante.
Pero el colmo fue cuando, pocos
minutos después, apareció Clay y se
fue a la habitación de Kyle para
sentarse en el suelo rodeado de
juguetes y hablando solo. Por fortuna
los chicos estaban todos arriba
viendo un vídeo.
La visita duró menos de una hora
y los Randall se apresuraron a
meterse en su Cadillac para largarse
de allí. Desde entonces no habíamos
tenido noticias de ellos. Pero ahora
era diferente; no se trataba de una
visita de cumplido sino de una
reunión de negocios. Y donde se
moviese dinero Hillie no podía
faltar.
Sin embargo, tardó tres meses en
vender la casa. Lo decisivo, me
parece, fue quitar la lona dejando ver
la piscina. Esto y el hecho de que el
jardín volvía a estar en flor y los
árboles revestidos de follaje no
dejaban ver ninguna casa vecina.
Pura naturaleza, nada más. Intimidad
total. La Casa de Piedra, la
llamábamos, e incluso recibíamos el
correo bajo tales señas.
Y también el paquete conteniendo
todas mis fotos de niño, enviado por
mi madre justo en vísperas del
cumpleaños de Kyle.
21
Laafiladas
negación es
puntas
un rastrillo de
que tallan un
pentagrama torcido en tu espalda
desnuda y repite su música púrpura y
chillona una y otra vez, hasta que te
mueres. La culpa es mía por decirlo.
Toda la culpa es mía. ¿Cómo he
sido capaz de hacerle eso a mi
madre? No soy un múltiple, sólo soy
un chiflado. ¡Pero qué dices! ¿Qué
significa eso de que no eres un
múltiple? ¿Es que nosotros no
somos nadie, imbécil? ¡Intenta
librarte de mí y eres hombre
muerto! ¿Fueron imaginaciones
mías nada más, o sucedió de
verdad? Un poco de silencio, por
favor, ¡que me pierdo! ¿Quién se
pierde? ¿Tú quién eres, eh? ¡¡¡Un
loco loco loco locoooou!
Gracias a la carta de mi madre
con la partida de nacimiento y las
fotos de mi infancia, fue preciso
visitar a Arly no sólo para
despedirnos, sino para enfrentar lo
del Rastrillo de la Negación.
Condenado rastrillo. Todas las
sesiones con Arly eran como la
puerta giratoria de un hotel, por
donde entraban y salían los alter ego
en rápida sucesión, cada uno con sus
penas, temores y dudas. Arly era
como el malabarista de los platos
chinos en el programa de Ed
Sullivan, sólo que nadie aplaudía al
final.
Durante cada sesión Arly iba
erosionando esa negación. Y lo hacía
con la delicadeza de un bate de
béisbol.
—Admitamos que nada de eso
ocurrió —decía—. Pero entonces,
¿qué hay de Davy? ¿O de Clay? ¿O
de Dusty? ¿O de Switch? ¿Y cómo
explicas la reacción de tu madre
cuando Rikki la acusó? ¿Tú qué
harías si alguien de tu propia familia
te acusara de manosear a los niños?
¿Es normal largarse sin decir nada?
¿Admitirás que Davy fue vejado por
su abuela? ¿Cómo se explican
entonces las conversaciones con
Abbey y Dennis? Está bien,
supongamos que crees lo que dijo
Davy. ¿Querrás creer a Clay?
Admitamos lo de Clay. ¿Y Dusty?
También. ¿Y Switch? De acuerdo.
Pues si crees que todos ellos fueron
víctimas de abusos, no tendrás otro
remedio que recordar que todos ellos
son parte de ti. ¡Son avatares tuyos!
Si ellos fueron vejados, tú también lo
fuiste.
Me sentí acorralado.
—Si ahora mismo entrase tu
madre y admitiera que lo hizo, ¿crees
que serviría de algo? —preguntó
Arly.
—¡Claro que serviría! ¡Sería la
prueba! ¡Sería como la pistola
echando humo!
Arly se arrellanó en el sillón,
riendo.
—Sí, desde luego. Como la
pistola echando humo… Pero eso no
sucederá nunca. En todos los años
que llevo ejerciendo no ha ocurrido
jamás. Incluso es posible que tu
madre ni siquiera recuerde lo que te
hizo. Es indiscutible que ella también
tendrá sus mecanismos de negación.
De negación absoluta. Desengáñate.
Tu madre nunca va a mostrar la
pistola echando humo.
Rechiné los dientes al oír
aquellas palabras.
—Recapitulemos. Por una parte,
estás al tanto de esa evidencia
irrefutable, tu condición de múltiple.
Has visto la letra manuscrita de tu
diario. Oyes las voces de tus alter
ego mientras hablan conmigo… o
con Rikki. Cuando ellos salen, tú
pierdes la noción del tiempo.
Hizo una pausa y continuó.
—Por otra parte, tienes un buen
motivo para creer que sólo estás loco
y nada más. Porque si sólo estás
loco… es decir, si tu estado pudiese
explicarse por alguna causa
neurobiológica, entonces todo
retorna al orden, nadie te hizo
víctima de ninguna vejación y tu
pasado queda intacto. —Arly se
inclinó hacia mí para dar más énfasis
a sus palabras—: La pistola
humeante eres tú, Cam.

Cuando se acercaba la fecha de


la mudanza, Arly hizo lo que llamó
«un repaso general» de las destrezas
adquiridas durante los ocho meses
transcurridos: la cooperación entre
los alter ego, la relajación autógena,
la aceptación de uno mismo, el ir
sobre seguro. El atender a la
estabilidad de todo cuanto fuese
crítico para mí, así durante el
traslado como después de él. Arly
sugirió que crease en mi mente un
espacio, una habitación donde
cualquiera pudiese refugiarse,
distenderse y sentirse a salvo. Así lo
hice.
Lo llamábamos el salón de la
Tranquilidad. Es una sala grande, de
techo alto y bellas proporciones, con
el suelo cubierto de gruesa alfombra
blanca. Tiene enormes sillones y un
gran ventanal por donde se divisa
una hermosa playa solitaria y la
inmensidad del océano. Es nuestro
lugar de reunión. Cuando alguna o
alguno tiene dificultades, acude allí,
pero nunca a solas sino haciéndose
acompañar por otro que le ayude a
sobrellevar su pena.
Arly estaba segura de que no nos
resultaría difícil encontrar en la
región de la Bahía un profesional
capacitado para tratar el trastorno de
disociación de la personalidad. A
este efecto me dio el número de la
Fundación Sidran de Lutherville
(Maryland), una organización
internacional divulgativa sobre los
trastornos disociativos.
Llamé a la Sidran y una amable
voz femenina me informó acerca de
la International Society for the Study
of Dissociation (ISSD), que poseía
un listado de miembros por estados.
También me dio el teléfono del
hospital Del Amo de Torrance
(California), donde tenían una unidad
especializada en el tratamiento.
Para mi asombro, me enteré de la
existencia de un grupo de ayuda
mutua entre múltiples, con sede en
Oakland, en un lugar llamado Sedona
House. Y Oakland estaba a sólo
veinte minutos de Leona. Arly me
recomendó que visitara ese grupo.
—El conocer a otras personas en
tu mismo estado te ayudará a superar
esa negación. Eso es muy importante
—afirmó.
Nuestra última sesión fue
lacrimosa. Per le regaló a Arly un
dibujo nuestro, una hoja llena de
caras llorosas, manos que decían
adiós, y frases de despedida, gracias,
te echaré de menos, te quiero. Cada
uno se despedía de Arly a su manera,
con un abrazo, con un apretón de
manos o con una simple inclinación
de la cabeza desde la butaca del
paciente.
Cuando concluyó la sesión,
salimos por la puerta hacia el futuro.
La doctora Arly Morelli dejaba de
ser nuestra terapeuta.
Mientras conducía con prudencia
camino a casa, me pregunté quién
recogería aquel delicado testigo.
SEGUNDA PARTE
EN EL REMOLINO
DEL
DESAGÜE
22
Nos mudamos a nuestra nueva casa
de Blackhawk Court con tres
maletas y una bolsa de patatas fritas.
Era una casa bien aireada de dos
pisos, de diseño californiano con
habitaciones grandes, confortables,
con techos de bovedilla. Nada de
paredes de piedra, ni de ciervos, ni
jacuzzi, ni piscina, ni béisbol en el
jardín.
Durante nuestro primer día en
Leona conocimos a Linda y Peter
Withington y sus hijos Jack y Taylor.
Oriundos de Australia, vivían dos
casas más allá. Jack y Kyle tenían la
misma edad y se entendieron desde
el primer momento. Linda nos prestó
varias sábanas y almohadas, y
algunos enseres domésticos, porque
el camión con lo nuestro así como
nuestros coches llegarían cinco días
más tarde. En el ínterin inscribimos a
Kyle en la Canyon Elementary
School, al final de nuestra calle.
Rikki y yo recorrimos la ciudad
con cautela en nuestro Buick
alquilado, tratando de parecer
californianos de toda la vida. Me
corté el pelo para no asustar a los
vecinos. Nos sacamos permisos de
conducir californianos y leíamos la
prensa californiana y compramos
comida californiana en un Safeway
californiano.
El tercer día por la tarde me
aventuré hasta Oakland para visitar
el grupo de ayuda mutua. Cameron
West, en medio del Salvaje Oeste.
En camino hacia Sedona House me
asaltó una sed incontenible y empecé
a buscar algún supermercado. Al
paso de la comarcal 580 por San
Leandro descubrí uno y tomé el
desvío para salir de la carretera.
En mi cerebro reinaba un
alboroto ensordecedor. Era
demasiada ansiedad verme en un
lugar nuevo para mí, salir solo, al
anochecer, para asistir a una reunión
donde no conocía a nadie. Una
reunión de chiflados, además. Me
hallaba en estado de fuerte
disociación. Todo el mundo quería
salir al mismo tiempo y nadie
conseguía hacerse escuchar. Malo.
Recorrí media manzana de un
barrio visiblemente venido a menos y
estacioné el coche en el reducido
aparcamiento del comercio. Era un
establecimiento de aspecto pobretón,
aunque con muchos neones
anunciando cervezas en la fachada.
Entré y me detuve a metro y medio
del mostrador porque no conseguía
recordar para qué había entrado.
Indeciso, me quedé mirando al
dependiente, un muchacho
musculoso. No tendría mucho más de
veinte años y en su ceñida camiseta
se leía ESTOY A PUNTO estampado
en el pecho. Mordía una cucharilla
de plástico. Estábamos solos en la
tienda.
Mientras él hurgaba detrás de su
mostrador, esperando a que yo
agarrase un paquete de gomas de
mascar o le pidiese algo, me limité a
contemplarlo con la típica mirada
vacía de una persona mentalmente
enferma.
Mr. Músculos siguió jugueteando
con la cucharilla entre los dientes y
me miró de arriba abajo, como para
tomarme las medidas. ¿Tal vez yo
había entrado para atracarle? Desde
luego no daba el tipo de un atracador
de supermercados. Sin embargo
conseguí ponerlo nervioso, me
parece, porque después de un nuevo
intercambio de miradas y otro
intervalo de espera, se irguió en toda
su estatura, frunció el entrecejo y me
contempló con cara de duro, con la
mirada de «yo soy más macho que
tú» que seguramente utilizaba cuando
entraba en los bares.
—¿Busca algo? —masculló al fin
al tiempo que me apuntaba con la
barbilla.
Su tono amenazador disparó la
salida de Leif, quien se puso en
primer plano para proteger a los
demás. Mi mirada estúpida debió ser
reemplazada por otra firme y
desafiante.
—Perdón, ¿cómo ha dicho? —
articuló Leif con frialdad, y eso me
bastó para sentirme más seguro de
cuerpo y mente.
Mr. Músculos rebajó humos y
respondió:
—Decía si se le ofrece algo.
En semejante vecindario y
trabajando el turno de noche se
habría tropezado sin duda con más de
un excéntrico. Se veía que su táctica
consistía en intimidarlos de antemano
con la musculatura y la mirada
amenazadora. Tal vez le gustaba
hacerlo. Seguro que lo practicaba
delante del espejo. No sabía que Leif
era tan capaz de retorcerle el
pescuezo como de comprarle un
juguete de peluche.
Leif le sonrió como sonreiría una
pantera (suponiendo que las panteras
sonrían), y su mandíbula se aflojó.
Luego dijo en voz baja, aunque no sin
una nota amenazadora:
—Pregúntame con educación si
puedes servirme en algo… hijo.
La velada fiereza de las miradas
y el tono de Leif sorprendió a Mr.
Músculos, quien empezó a perder
aplomo y lanzó una mirada hacia la
puerta, como si esperase la aparición
de un sustituto.
Leif le clavó la mirada. Fuera ya
era noche cerrada y las estrellas
lucían indiferentes sobre el tráfico de
la carretera. En el interior, en
cambio, la temperatura alcanzaba
cotas de pleno mediodía. Leif
repitió:
—Pregúntame con amabilidad si
puedes servirme en algo.
El acero de la mirada del
musculitos se fundió como si hubiese
advertido en Leif una fortaleza
superior a la suya. Se le puso la cara
colorada y parecía estar deseando
refugiarse en algún regazo protector.
—¿Puedo… ejem… servirle…
en algo? —articuló.
Leif dejó que transcurriese una
larga pausa y dijo:
—Un refresco.
Con una expresión de sorpresa en
sus poco agraciadas facciones, el
joven extendió un grueso dedo hacia
la vitrina frigorífica:
—Ahí los tiene.
Leif se acercó al frigorífico,
agarró una gaseosa, regresó al
mostrador y pagó con un dólar,
siempre mirando fijamente al
dependiente. Éste le dio el cambio
con la mirada baja.
Luego, Leif se detuvo en el
estacionamiento y preguntó:
—¿Dónde está el coche? ¿Dónde
estamos?
El conmutador funcionó al
instante y salí al primer plano
mientras él se retiraba. Me
temblaban las piernas mientras subía
al coche. La conversación interior se
inició enseguida.
—¿Qué diablos ha sido eso? —
preguntó Bart.
—Nada —contestó Leif—. Ese
chico se puso un poco tonto y Cam
estaba en babia.
—Eso no está bien —protestó
Clay.
—Perdón, quiero decir que Cam
estaba… no lo sé. Pero hacía falta
que alguien echase una mano y por
eso intervine.
—De acuerdo —dijo Per—.
Estamos todos muy tensos y nos
conviene tranquilizarnos. Vamos a
beber ese agua mineral y…
—Gaseosa —le corrigió Switch.
—Bebamos la gaseosa, pues, y
soseguémonos. Nos conviene a
todos.
—Gracias, Leif, por ayudarnos
—dijo Dusty.
—De nada.
—Muy bien —dijo Bart—. A
respirar hondo.
Lo hicimos y conseguimos
distendernos un poco. Abrí la lata y
tomé un sorbo. Las burbujas y el
frescor de la gaseosa cosquillearon
mi garganta y me ayudaron a fijarme
en lo que tenía alrededor. Dedicamos
un rato más a respirar hondo mientras
apurábamos la gaseosa y hacíamos
comentarios. En cierto momento vi a
Mr. Músculos curioseando a través
del escaparate, pero se apartó al
notar que había sido descubierto. Era
hora de marcharse de allí y acudir a
la reunión.
Por fortuna no resultó difícil
localizar la Sedona House. Me
presenté con casi diez minutos de
adelanto sobre la hora anunciada, las
ocho. Descubrí una plaza donde
estacionar el coche, poniendo buen
cuidado en orientar las ruedas
delanteras hacia el bordillo como
había visto que hacían los demás en
las calles empinadas. Por si al coche
se le ocurría largarse de allí
rompiendo el freno que era
justamente lo mismo que estaba
deseando yo. Anímate. Serán
personas como nosotros. Me
pregunto qué pinta tendrán.
¿Quieres decir si parecerán niños
crecidos? Valor, Cam. De acuerdo,
pero no me dejéis ahora.
La casa no era como yo esperaba.
Pensaba encontrar una especie de
clínica blanca con luces
fluorescentes y expendedores de
refrescos en los rincones. Lo que vi
fue una casa normal de dos pisos, de
las que se construían en los años
cincuenta. Crucé la calle mientras
jugueteaba nerviosamente con las
llaves en el bolsillo. Vi otras
personas que acudían puntuales a la
reunión y me pregunté si todas serían
múltiples también. La casa estaba
encendida como un candelera y en lo
que debió ser el salón en otros
tiempos vi un grupo de unas diez o
quince personas de pie.
Por los peldaños del lado
izquierdo accedí a un porche donde
fumaban o charlaban otros asistentes.
La puerta estaba abierta y entré
sintiéndome nervioso y muy solo. Por
dentro parecía lo que era, un centro
de reunión en lo que antes había sido
vivienda. Me coloqué el último a la
cola de los que esperaban registrarse
en una especie de mostrador, al lado
derecho del vestíbulo.
A mi derecha y junto a la puerta
principal se veía un velador con
muchas bandejas de las que se usan
en los despachos para las entradas y
salidas de correspondencia, cargadas
de octavillas de distintos colores.
Tomé una que era un prospecto sobre
las actividades de Sedona House y
me puse a leerlo mientras esperaba
en la cola. En la lista de reuniones
que se celebraban periódicamente
figuraban las de víctimas de incesto
(y sus cónyuges), las de adictos al
amor y al sexo, la Asociación de
Pacientes de Personalidad Múltiple
(y sus cónyuges) y otras más, media
docena en total.
Cuando me tocó el turno de
registrarme leí el formulario antes de
firmar. Mis predecesores habían
consignado, además de sus nombres,
a cuál reunión pretendían asistir, y si
era la primera vez que asistían
(marcando con una cruz la casilla
prevista al efecto). Busqué el
casillero de Personalidad Múltiple y
vi nueve nombres: ocho mujeres y un
hombre. Al ir a añadir el mío noté
que me temblaba la mano. Solté el
bolígrafo, giré sobre los talones y
prácticamente choqué con una
voluminosa mujer morena que
llevaba un gran abrigo púrpura y
anaranjado.
—¡Oh! Lo siento —dije.
Ella sonrió y me tendió la mano.
—No te preocupes. Es que
desplazo mucho volumen. Yo me
llamo Sally, ¿y tú?
—Cam —le estreché la mano.
—Gracias, Sally. —Tenía cierta
dificultad para respirar y estaba
deseando salir a tomar el aire. Por
dentro oí la voz de Bart que decía:
Tranquilo, Cam.
—¿Es la primera vez que asistes?
Me parece que no te he visto antes.
—Sí —dije mientras me fijaba en
sus ojos intensamente verdes. Me
recuerdan algo—. Soy de
Massachusetts y acabo de mudarme
aquí con mi mujer y mi hijo.
—¡Vaya! Estarás muy nervioso.
—Sally escrutaba mi rostro con
atención, como tratando de formarse
una opinión acerca de mí.
—Sí lo estoy. —Paseé la mirada
por la estancia y luego me volví
hacia ella—. Auténticamente
nervioso.
Ella sonrió para darme ánimos.
—La primera vez siempre
intimida un poco. ¿A qué reunión
asistirás?
—A la de los múltiples. —Me
dio vergüenza decirlo en voz alta.
—Me lo suponía.
—¿De veras?
—Sí.
—¿En qué se nota?
—Dirijo esa reunión desde hace
dos años. ¿Habías visto antes a otro
múltiple, Cam?
Negué con la cabeza. Ella
asintió.
—¿Diagnóstico reciente?
—De hace menos de un año.
—Bien. —Volvió a esbozar su
afable sonrisa—. Vamos a empezar
dentro de un momento. Si decides
asistir serás bienvenido. —Y se
encaminó hacia la escalera.
Me quedé medio minuto en el
vestíbulo mientras seguía con la
mirada la lenta ascensión de la mujer
a la primera planta. Mi mano metida
en el bolsillo manoseaba todavía las
llaves del coche. No huyas. De'c de
hacer sonar las llaves, firmé la hoja y
subí detrás de Sally.
Una vez arriba enfilamos a la
izquierda y entramos en lo que debió
de ser la alcoba de matrimonio
cuando la casa era vivienda: una
habitación espaciosa, aireada y con
dos ventanas. Al fondo, una puerta de
doble batiente daba a lo que sería
seguramente un pequeño estudio con
ventana a la calle. Esta puerta estaba
cerrada y con tres sillas plegables
colocadas delante. Alrededor del
suelo cubierto por una gran alfombra
oriental había numerosos
almohadones. A la izquierda, dos
sillas de vinilo verde separadas por
una mesita con una caja de kleenex.
A la derecha, un sofá de terciopelo
castaño. En los rincones de la
habitación había varias lámparas, y
un foco indirecto en el techo.
En el suelo, en medio de la
estancia, una caja de cartón llena de
animales de felpa y otra más pequeña
con cuadernos de dibujo y papeles de
distintos colores, así como una cesta
de mimbre llena de ceras,
rotuladores y lápices de colores.
También estaban allí las nueve
personas cuyos nombres había leído
yo en el formulario de inscripción,
algunas charlando y las demás de pie
y en silencio. Una mujer gorda que
lucía anillos en todos los dedos de
las manos andaba a gatas sobre la
alfombra y sacaba los lápices de la
cesta.
Crucé la habitación y me senté en
una silla delante de la puerta de
doble hoja. Poco a poco todos fueron
sentándose. Sally se dejó caer en una
de las sillas verdes y abrió un
archivador. Antes de empezar a leer
me dirigió una breve mirada y una
sonrisa.

—Esto es una reunión de


autoayuda para múltiples, quiero
decir que no se trata de una sesión
controlada por un terapeuta. Cada
uno de los presentes debe respetar
los sentimientos de los otros y no se
permiten interrupciones mientras una
persona tenga el uso de la palabra,
salvo interpelación directa. Tampoco
se permiten las descripciones
detalladas de los abusos padecidos.
Los alter ego son bienvenidos pero
en lo que concierne a los de edad
infantil no se toleran rabietas ni
autolesiones. Además, el tercer
martes de cada mes celebramos una
reunión especial para alter ego
niños. Se ruega limitar las
intervenciones individuales a no más
de cinco minutos para que todos
tengan oportunidad de hablar. Luego
se podrá iniciar un segundo turno de
intervenciones.
Miré con disimulo a los demás
asistentes. Una muchacha alta y
delgada, de ojos castaños y gafas de
montura metálica; una mujer de
aspecto viril, cabello muy corto,
chaqueta de corte militar y botas de
deporte; Sally; un tipo rubio de
mediana edad, con mirada penetrante
de maníaco, que abrazaba un raído
conejo de felpa; una mujer que
llevaba una boina con muchos
imperdibles; otra de ojos
cavernosos, larga melena ensortijada
y tres animales disecados asomando
de una voluminosa mochila; una
joven que vestía un viejo mono de
mecánico y gorrita negra, y provista
de un cuaderno en el que dibujaba
con frenética obstinación; otra mujer
de aspecto desaseado, con un brazo
vendado y un tic nervioso; y la gorda
de los anillos, tumbada en el suelo y
coloreando en un cuaderno los
personajes de Barrio Sésamo. Clay
estaba pendiente de esta última.
La de los anillos habló con voz
infantil sin levantar la mirada ni
dejar de pintar:
—Yo soy Sarah. Hoy tenemos
muy mal día, así que vamos a pasarlo
coloreando monigotes un buen rato.
Nuestro gato ha muerto y tuvimos que
llevarlo al veterinario pero no
teníamos dinero. Sin embargo, el
hombre se lo llevó de todas maneras.
Yo he salido porque no voy a llorar
pero todos los demás tienen ganas de
llorar, especialmente Margie.
En una fracción de segundo el
rostro de Sarah se volvió
inexpresivo, con los ojos levantados
al techo, y luego se contrajo en una
mueca de angustia. Dejó caer los
lápices de colores, sentada en el
suelo, se rodeó las rodillas con los
brazos y empezó a mecerse al tiempo
que lloraba patéticamente.
—¡Susaaaaan! ¡Me has
dejadooooo!— gemía—. ¡Me has
dejadoooo!
Se interrumpió para respirar.
—Estaba muerto estaba muerto
estaba muerto —continuó en otro
tono, hipnóticamente, mirando al
frente y con la cara anegada en
lágrimas.
Y entonces, clic, cambió de canal
otra vez y apareció Sarah, quien se
enjugó la cara con la manga, se
tumbó de bruces en el suelo, recogió
los lápices y siguió coloreando.
—¿Lo veis? —dijo como si tal
cosa—. Ya os dije que Margie
estaba triste.
En la calle un automóvil ascendía
por la cuesta, apurando la marcha.
Dentro de la estancia se produjo un
silencio. Sólo se oía el roce del
carboncillo de la dibujante en mono
de obrero sobre la hoja de dibujo.
Yo no daba crédito a mis ojos.
Acababa de ver a aquella mujer,
Sarah o Margie, pasando de un
personaje a otro… exactamente como
nos ocurría a nosotros.
Al cabo de un minuto la del brazo
vendado alzó la mano y dijo:
—Voy.
Todos la miramos y ella, al
tiempo que se pasaba el dedo por el
labio inferior, dijo:
—Yo soy Canela.
—Hola, Canela —respondieron
todos. Canela se quitó el dedo de la
boca y me señaló—. Queremos saber
qué hace aquí ese hombre.
¡Pum! Descarga de adrenalina en
mi cuerpo, con respingo que fue
imitado automáticamente por todos
los presentes. Me puse en pie
súbitamente, el corazón desbocado.
Me largo. Sorprendida, Canela dijo:
—¡Ay, lo siento! Disculpe, por
Dios. No, por favor, no se vaya —
agregó con tono suplicante y
alargando hacia mí su brazo vendado
—. No tenía intención de asustarlo.
—Me sonrió con cordialidad—. Es
sólo que no nos han presentado.
—Por fávor, Cam, no te vayas —
intervino Sally—. Ha sido un
descuido mío. Por norma general
siempre advertimos al grupo la
presencia de un nuevo participante.
—Miró a todos los presentes y
anunció—: Os presento a Cam. Es
oriundo de Massachusetts y acaba de
mudarse aquí.
—Hola, Cam —dijeron todos.
Regresé a mi asiento no muy
convencido.
—Perdón por la interrupción,
Canela —se disculpó Sally.
La aludida se tapó la cara con las
manos como una niña avergonzada.
—No quiero molestar —
balbució.
—Tranquila —dijo Sally y luego,
volviéndose hacia mí—: ¿Todo bien,
Cam?
Asentí, aunque no era mi
impresión, en absoluto. Todo se
volvieron hacia Canela, que miraba
con disimulo a través de los dedos.
—Eso es todo lo que tenía que
decir —murmuró—. Sólo una
pregunta y nada más.
Todos se volvieron hacia mí, a
ver qué decía. Sentí un cosquilleo en
la piel. Quería quedarme. Quería
hablar. Quería esconderme en un
rincón. Quería saltar por la ventana.
Quería que estuviese allí Rikki, o
Arly. En cuanto a Clay, quería
rellenar un dibujo con los lápices de
colores.
Miré a Sally en busca de ayuda y
abrí la boca para decir algo, pero no
salió ningún sonido. Las lágrimas
acudieron a mis ojos y procuré
contenerlas. Miré a un lado y otro
mientras un lagrimón corría por mi
mejilla.
De nuevo traté de hablar y esta
vez lo conseguí.
—No… nunca había visto a otro
múltiple. Deseaba hablar aquí, pero
tengo miedo de desconectarme y no
saber regresar porque estoy
demasiado nervioso.
Sentí las manos frías. Las
coloqué entre los muslos y froté las
palmas al tiempo que procuraba
dominar el impulso de salir
corriendo. Incliné la cabeza. Mi nariz
empezó a gotear. La mujer de las
gafas me tendió los pañuelos de
papel. Me soné la nariz y le di las
gracias con un ademán, la vista baja,
mirándome las manos.
—Deseo quedarme. No quiero
huir. No tenemos terapeuta… aún no
conocemos a nadie. Estoy muy
asustado.
Las lágrimas pugnaban por salir.
¡Atrás! ¡Quietas! Demasiado tarde.
Me incliné para ocultar la cara entre
las manos, y lloré.
Nadie habló. La de las gafas me
pasó de nuevo los pañuelos y yo me
enjugué los ojos y me soné otra vez.
Al cabo de un minuto conseguí
rehacerme.
—Lo siento —dije.
—No tiene importancia —
respondió Sally.
—No hay motivo para estar triste
—intervino Sarah.
Clic. Disparador, fogonazo, y
salió Clay.
—¿Qué… qué… estás pintando
ahí? —le preguntó a Sarah.
Ésta levantó el cuaderno con la
hoja vuelta hacia él para mostrársela.
—¿Tú quién eres?
—So… soy Clay.
—Hola, Clay. —Y los demás
asistentes le hicieron eco.
El aludido guardó silencio,
consciente de que todo el mundo le
miraba.
—¿Sabes dónde estás, Clay? —
preguntó Sally.
—Pues… no.
—Esto es un grupo de ayuda
mutua para gente con personalidad
múltiple. Personas que albergan a
otras personas en su interior.
Clay no contestó.
—Le toca el turno de hablar a
Cam —dijo Sally, a lo que Clay se
quedó mirándola sin comprender—.
¿Tú sabes quién es Cam? —insistió
ella.
Clay asintió y señaló con el
pulgar por encima del hombro, como
si le hablasen de alguien colocado a
su espalda.
—Aquí no hablamos todos al
mismo tiempo, ¿sabes? En nuestras
reuniones mantenemos un turno,
¿entiendes?
—De acuerdo.
—¿Quieres hablar ahora, o que
regrese Cam u otra persona?
Clay no contestó. Sally dijo:
—Está bien, voy a pedirle a Cam
que salga. ¿Estás de acuerdo, Clay?
Él asintió.
—¿Cam? —dijo Sally—.
Queremos que salga Cam.
Cambio y retorno. Las miradas
de todos estaban fijas en mí, y yo
miraba alrededor mientras trataba de
entender qué había ocurrido. Ha
conmutado a Clay… dibujos para
colorear… reunión… California. De
nuevo me cubrí la cara, mortificado
porque todo el mundo lo había visto.
La de las gafas se puso en pie y
me dio una palmadita en el hombro.
—Todo va bien —dijo.
—Sí, todo va bien —repitió
Sarah.
Pero no era verdad.
23
LaKyle
nueva maestra le cayó bien a
y además tenía a Jack, su
nuevo amiguito. Rikki consiguió
hacer de la nueva casa un hogar, y
exterior- mente todo era muy bonito.
Pero por dentro…
Los sueños de descuartizamiento
volvieron, aunque esta vez Bart juró
que él no era el causante. Y también
retornaron los sudores nocturnos, el
armario, los conejos húmedos, la
carcajada ronca de la abuela y el
letal silbido de mamá: «¡Sssh!» Oh,
no. Esto no debería ocurrir. Todo va
bien todo va bien todo va bien va
mal va mal va mal ¡va maaal! ¡Todo
va muy maaal! ¡¡Aaaaaahü
La conmutación se aceleraba, se
sustraía a todo control, y el viejo
bidón oxidado de mi mente rodaba
ladera abajo, hacia el abismo. Rikki
no podía frenarlo. Arly no estaba
allí. Una vez más me hallaba en
caída libre hacia los engranajes
imparables de la locura. Y luego
Switch encontró la cuchilla de cortar
moqueta y se hizo tres profundos
cortes en el brazo derecho, como si
tal cosa.
Rikki me llevó a las urgencias
del hospital, donde me cosieron el
brazo y las enfermeras pusieron cara
de preocupación y el médico no dijo
nada y Rikki llamó a Arly y Arly
llamó a Del Amo y, bang, dos días
más tarde Rikki dejó al niño en la
escuela y corrió conmigo a Los
Ángeles para ingresarme en una
clínica de paredes acolchadas. De
pronto Cameron West y Cía. nos
veíamos en la Unidad de Trastornos
Disociativos. Y mi dulce y querida
Rikki se marchó a Leona para llegar
a tiempo de recoger a Kyle.
Un psiquiatra con un grueso reloj
de oro y pobladas cejas me evaluó en
un cuartito de la unidad y luego me
despachó a la celda de aislamiento
durante veinticuatro horas, para estar
seguro de que no volvería a
autolesionarme. «Si apareciese
difunto no podríamos curarle la
cabeza, ¿verdad?» Risperidone para
reducir el sudor. Serax para
disminuir la ansiedad, y Ambien para
conciliar el sueño durante la noche.
Los tres surtieron efecto.
La mañana siguiente disfruté el
calorcillo del sol en la cara mientras
el enfermero, un simpático latino
llamado Ángel, me sacaba de la zona
de confinamiento para retornar a la
UTD llevando el petate negro de
nailon que Rikki había llenado para
mí. Al cruzar el patio vi dos mujeres
sentadas, fumando, la una delgada
como un alambre y la otra de
proporciones titánicas, ambas bajo la
vigilancia de otro auxiliar. La
delgada llevaba el brazo derecho
vendado. Como el mío, sólo que yo
lo ocultaba en la manga. Todos me
observaron hasta que entramos en el
edificio.
La enfermera de turno, una
cuarentona pecosa y bastante guapa,
de largo cabello castaño rojizo y
manos grandes, aguardaba de pie en
la puerta con un bloc de notas. Se
presentó diciendo que se llamaba
Sue y me dio una afable bienvenida
tuteándome. Anunció que pasaría por
mi habitación dentro de un par de
minutos para ponerme en
a nte c e de nte s . Ni lo intentes,
pelirroja. Ángel me tomó por el
codo izquierdo, aunque sin
brusquedad, y enfilamos un pasillo.
A la izquierda había una
habitación grande con sofás, sillones
y almohadones por el suelo. Al otro
lado, otra más pequeña. Cinco
mujeres de diferentes edades y
complexiones, sentadas a una mesa,
dibujaban y recortaban papeles de
diferentes colores. Todas levantaron
la mirada para contemplar al nuevo
inquilino.
Contigua a aquella estancia se
veía otra que me resultó vagamente
familiar. Allí me habían hecho la
evaluación de la víspera. Ángel y yo
torcimos hacia la izquierda después
del cuarto de la enfermera de noche y
seguimos por otro pasillo hasta la
habitación que me estaba destinada.
Al hacerlo pasamos por delante de
otra que estaba abierta dejando ver
una televisión, una bicicleta estática
y montones de juegos y libros
infantiles. Justo antes de entrar en la
mía me llegó aroma de comida
caliente. Estaban sirviendo el
almuerzo.
—La número siete —comentó
Ángel—. El número de la suerte.
¡Pero si hasta tienes una habitación
para ti solo, hombre!
Su voz me atronaba la cabeza.
Dejó caer mi petate sobre la cama,
que estaba al lado de la puerta, y
dijo:
—¿Te vas a portar bien,
Cameron?
—Sí —mentí.
—Entonces, nos vemos luego. —
Me guiñó un ojo y salió silbando una
canción que no reconocí. Silbaba
bastante bien.
Miré en derredor. Nuestra
habitación parecía el dormitorio de
una residencia de estudiantes,
excepto por la moqueta y el hecho de
que todos los muebles se hallaban
atornillados al suelo. Abrí la
cremallera del petate y saqué a Toby,
pues me preocupaba que hubiese
permanecido encerrado y sin aire
suficiente para respirar.
Menudo idiota, ¿no ves que no
es más que un peluche? ¡Eh! ¡Qué
pasa! A ver si mantenemos los
buenos modales aquí. Está bien,
Per, disculpa. ¿Dónde estamos? En
el hospital. ¿Por qué? Se ha cortado
el brazo. ¡Ah! ¡Tengo miedo! Yo
también. Respirad hondo. Todos. El
salón de la Tranquilidad.
Desempaca tus cosas, Cam. De
acuerdo.
Extraje la ropa y encontré cuatro
libros de cuentos en el fondo del
petate, dos de Winnie, uno de Grover
y el de Richard Scarry, Lo que la
gente hace todo el día. Los favoritos
de todo el mundo. Bien hecho, Rik.
Lo guardé todo en la cómoda que
estaba atornillada a la pared y dejé
el neceser de baño en la repisa de la
bañera. Saqué el jabón, la crema de
afeitar y busqué la maquinilla. Pero
no había ninguna maquinilla, ¿La
habrá olvidado Rikki? No, me la
habrán quitado al ingresar aquí.
Nada de objetos cortantes, por
favor.
Me lavé la cara y, sintiéndome
asustado, eché una rápida ojeada al
espejo. ¡Odio los espejos! ¡No
quiero espejos! Cuando salía del
cuarto de baño Sue llamó a la puerta,
que estaba entreabierta, golpeando
dos veces con los nudillos. Tenía
buenos nudillos: la llamada resonó.
Me informó brevemente acerca
del régimen interior y el horario, que
apenas dejaba nada al azar. Añadió
que ese mismo día me visitaría el
especialista.
—El doctor Mandel es un
terapeuta estupendo —aseveró—.
Está usted de suerte.
Contando a Ángel, era la segunda
vez que me consideraban hombre
afortunado en menos de diez minutos.
Luego salimos y me acompañó
hasta el aula de manualidades, que se
utilizaba también como cantina,
donde me dejó. Era la hora del
almuerzo. Los internos, sentados
alrededor de la mesa, comían
emparedados de carne con salsa.
¡Mmm! Cocina de gastrónomos para
los chiflados. La encargada, una
negra llamada Bea, madura y de ojos
saltones, me presentó a todos en voz
alta.
Reconocí a las dos mujeres que
fumaban en el patio. La del brazo
vendado era Toni, y la otra Dawn.
Toni y Dawn. Toni Orlando y Dawn.
Ata una cinta amarilla alrededor
del bla, bla, bla. Pero qué chalado
estás. Paseé la mirada en torno,
contemplando a las demás
comensales: una mujer algo
regordeta llamada Lucy, que me
recordó un poco a Shelley Winters en
La aventura del Poseidón; una
joven, Debbie, rubia teñida y de ojos
azul zafiro (o tal vez eran lentillas de
color), que usaba demasiado
maquillaje; una negra joven y obesa
que según Debbie se llamaba
Charlene, pero en aquellos momentos
era un bebé llamado Bunny y no
hablaba; una mujer de aspecto
fatigado llamada Stephanie, de
estatura media, con gafas y más o
menos de mi edad; y Kris, una joven
muy delgada, morena, que lucía botas
negras y un jersey de manga corta
dejando ver numerosas cicatrices en
los brazos.
—¡Soy Jody! —anunció Kris con
voz más juvenil que la utilizada
cinco segundos antes.
Disparador, fogonazo, Clay.
—Yo… yo soy Clay —dijo.
—Hola, Clay —contestó Jody
sonriendo mientras se ensuciaba la
cara con la salsa de su emparedado,
y continuó con la boca llena—: ¿Te
gustan estos emparedados?
—Sí. —Codazo interior de mi
parte—. E… es decir, no. No le… le
sienta bien.
—¿A quién? ¿A Cam? —
preguntó Stephanie, aunque ya no era
Stephanie en aquel momento. Clay se
volvió hacia ella.
—Sí… sí. ¿Quién eres tú?
—Yo soy Robbie y también soy
un chico.
La cosa empezaba a ponerse
interesante.
—¿Ti… tienes u… una mo…
moto? —preguntó Clay—. ¿De color
rojo?
—¡Ufff! ¡Noooo! —negó Robbie
con un ademán—. ¡Si ni siquier; sé
conducir! ¿Quieres patatas fritas?
Clay asintió. Robbie dijo:
—¡Oh, muy bien! Lo siento.
—Yo soy Daphne —intervino
Lucy hablando con marcado acento
sureño y con una leve inclinación de
la cabeza, al tiempo que se señalaba
a sí misma con el tenedor—. Robbie,
me parece que ha querido decir una
moto de las que se empujan con el
pie.
Clay se quedó con una patata frita
camino de la boca y la miró.
—Sí. Un pa… un patinete rojo.
—fAh! Ahora lo entiendo —
sonrió Robbie—. No, no tenemos de
eso. Aunque nos gustaría.
—A mí también —exclamó Jody
palmoteando sobre la mesa—.
¡Quiero tener una moto! —se puso a
cantar marcando el ritmo a cada
palabra, con golpes cada vez más
fuertes—. Quiero una moto. Quiere
una moto.
Todos excepto Bunny la imitaron
con golpes en la mesa y un
desafinado coro:
—Quiero una moto. Quiero una
moto.
Bea entró precipitadamente en la
cantina.
—¿Qué demonios pasa aquí?
¡Basta de golpear la mesa! —
vociferó—. ¿Qué demonios estáis
diciendo de una moto?
Debbie repuso casi sin aliento:
—Clay le preguntó a Robbie si
tenía una moto y Robbie creyó que
quería decir una motocicleta y
Daphne dijo que no, que era un
patinete, y Robbie dijo que quiere
tener uno y…
—Anda, Debbie, sé buena y
cierra el pico —replicó Stephanie
meneando la cabeza, desaparecido
Robbie.
Bea miró a Clay al tiempo que
alzaba su bloc de notas y lo señalaba
con gesto acusador.
—¿Quién es Clay? ¿Eres tú? —
Pero Clay estaba sin habla—. ¿Ves
lo que has hecho, Clay?
Entonces regresó Robbie.
—¡Alto! Eso no es justo,
Beatrice —dijo.
—No ha sido culpa suya, Bea —
dijo Kris con ecuanimidad.
El semblante de Clay se
descompuso y se echó a llorar.
—¡Bah! No llores, Clay. —
Daphne le dio una palmada en el
brazo y le tendió su servilleta.
Disparador, fogonazo y aparición
de Bart.
—¡Eh! —sonrió con simpatía.
Fue como si hubiese cerrado un
grifo, y se enjugó los ojos con la
servilleta—. ¿Qué pasa aquí?
—¿Tú quién eres? —preguntó
Toni, a lo que él sonrió y contestó:
—Yo soy Bart.
Todos excepto Bunny, que tenía
la boca llena, replicaron:
—Hola, Bart.
Él sonrió correspondiendo a los
saludos. Luego bajó los ojos hacia su
plato y exclamó:
—¡Puaj!
El rostro de Dawn se iluminó.
—Si no lo quieres, lo terminaré
yo.
—Pues adelante. —Alzó el plato
y ella pasó el contenido al suyo con
el tenedor.
—Déjame las patatas fritas —
dijo él.
—Como quieras.
—Hola, Bart. Yo soy Bea, la
enfermera de día. Siento haber
ofendido a Clay
—¿Con lo del patinete?
—Sí.
—No importa. Todos estamos un
poco nerviosos aquí. En cuanto a
Cam, ha desaparecido para un buen
rato, eso es seguro. Yo soy nuevo en
este pueblo. ¿Hay algún otro
forastero?
—Yo soy de Laguna —dijo Kris
con jovialidad.
—De Milwaukee —dijo Toni.
—Salaam aleikum —dijo Dawn
o algo similar, mascando un trozo de
emparedado.
—¿Qué? —preguntó Debbie—.
No hables con la boca llena, por
amor de Dios. —Y luego, con una
sonrisa radiante dedicada a Bart—:
Yo soy de Reno.
Dawn se pasó el bocado al otro
lado. Parecía el tercera base de los
Yankees a punto de echar un
escupitajo. Bart pensó que iba a
vomitar.
—De Salem, Oregon —dijo ella
sin levantar la mirada. Seguro que
no se depila los sobacos, pensó Bart.
—Somos de Modesto —dijo
Daphne con su acento sureño.
—De aquí al lado —dijo Robbie.
Bart se volvió hacia Charlene,
pero ésta se hallaba en órbita
alrededor de Saturno. Debbie la
señaló con el pulgar.
—Son de San Luis —aclaró.
Robbie se volvió de nuevo hacia
Stephanie, quien preguntó:
—¿Y tú de dónde eres, Bart?
—Acabamos de llegar. Somos de
Massachusetts.
—Muy bien —replicó ella—.
Bienvenido a Los Ángeles.

Media hora más tarde se me


acercó un tipo alto, cuarentón; de
cabello ensortijado, barba
pulcramente recortada y gafas de
diseño. Lucía un elegante traje de
gabardina, camisa blanca de algodón,
corbata negra y lustrosa, y botas
vaqueras negras de piel de lagarto.
Sonrió con cordialidad.
—Hola, Cameron. Soy Ed
Mandel. ¿Supongo que es Cameron el
que está presente? —preguntó con
voz abaritonada.
—Llámame Cam —contesté con
nerviosismo, y me puse en pie. Ed
llevaba mi historial en una mano y
me tendió la otra. La estreché con
cautela.
—Vamos a alguna parte donde
podamos hablar un rato, Cam.
Después de la sala de guardia
doblamos a la derecha.
Ed abrió varias puertas dobles y
cruzamos un corredor silencioso
hasta una pequeña habitación con dos
sillones, escritorio y lámpara. En mi
estómago las patatas fritas se me
revolvieron y noté la boca
estropajosa.
Ocupamos los sillones y Ed se
inclinó con los codos apoyados en
las rodillas para escrutarme.
—Deseo ayudarte, Cam —
anunció—. A todos vosotros.
De pronto me perdí por las
nubes. Ed se dio cuenta y dijo:
—Cam, necesito que estés
presente unos momentos.
Con un esfuerzo regresé, aunque
no muy compuesto. Estaba oyendo
demasiadas voces interiores.
—Bien —dijo Ed al ver que
volvía en mí—. He consultado con la
doctora Morelli, y…
—Arly —le interrumpí.
—Arly, sí. Ella me ha puesto en
antecedentes. —Echó una breve
ojeada al historial—. Tienes esposa
y un hijo pequeño.
—Rikki y Kyle —asentí.
—Mientras permanezcas aquí
voy a tratar de que mejores. Por el
bien de Rikki y de Kyle —añadió—.
Y por el tuyo propio, claro.
Volvió la mirada hacia mi brazo
vendado.
—¿Es la primera vez que ocurre?
Asentí.
—No he sido yo.
Ed me dedicó de nuevo una de
sus miradas-sonda.
—Entiendo. ¿Lo entiendes tú?
Negué con la cabeza.
—Cuando una persona se lesiona
a sí misma ello puede obedecer a
varios motivos. Por lo general tiene
que ver con sus actitudes en cuanto al
dolor. Se trata de desahogarlo, o de
hacer demostración de él. En los
sujetos con disociación de la
personalidad, es un alter ego que
necesita enviar una llamada de
atención.
Sus palabras me cosquilleaban
los oídos.
—Arly dice que tienes
dificultades a causa de tu negación.
Me abstuve de contestar y Ed
prosiguió:
—Les pasa a casi todos los que
ingresan aquí. Es uno de los
principales obstáculos para la
curación. —Consultó sus notas—.
Arly me ha dado los nombres de los
alter ego que llegó a conocer.
Supongo que todos tiene curiosidad
por conocerme y ahora mismo están
observando y escuchando con el
mayor interés. —Sonrió, seguro de
no equivocarse.
Entonces, súbitamente, ¡pum!
Todos salieron en rápida sucesión,
vocingleros, espantados, llorosos,
sarcásticos, furiosos y quejumbrosos,
arrojando toda la basura sobrante por
la trasera de nuestro camión lanzado
a toda velocidad, mientras Ed la
esquivaba con hábiles volan- tazos
de su coche, los neumáticos
rechinando pero sin perder el
control, disfrutando con el desafío,
superando la prueba. Eddie es un
artista. Eddie es el rey del mambo.
Transcurrida la hora, Ed me
devolvió a la forma humana y
regresamos lentamente a la sala.
Antes de despedirnos me anunció que
íbamos a necesitar un terapeuta
habitual y me aconsejó que lo
eligiese antes de abandonar la
clínica. Prometió ayudarme a
encontrar uno, y yo le creí. Me dio
una amable palmada en la espalda y
se alejó para ocuparse de preparar la
siguiente visita.
Yo me quedé un momento en el
pasillo. Una potente carcajada salió
del salón contiguo y Kris asomó la
cabeza y exclamó con sonsonete de
coro infantil:
—¡Cam ha vuelto de la visita con
Mandy!
—¡Que entre! —gritó Robbie.
Kris salió al pasillo sonriendo, e
intentó agarrarme del brazo vendado.
Me solté con una mueca de dolor.
—¡Oh, lo siento! ¿Te he hecho
daño? —Palpó el vendaje a través de
la manga.
—No, Kris. No es nada.
—¡Soy Jody!
Disparador, fogonazo y salida de
Clay.
—Ho… hola, Jody—dijo Clay.
Estaban frente a frente pero Clay
evitaba la mirada de su interlo-
cutora.
—Anda, Clay, ¡vamos a jugar!
—¿A qué?
—Al parchís, ¿quieres?
—¡Oh, sí!
—Pues vamos.
Robbie estaba sentado a la mesa,
con el juego desplegado.
—Hola, Clay —dijo—.
Estábamos jugando al parchís. ¿Te ha
gustado Mandy?
—¿Qui… quién es Ma… Mandy?
—El doctor Mandel.
—Ah, sí —contestó, con la
mirada baja—. Me cae bien.
—Oye, Clay —dijo Robbie—,
¿por qué no miras nunca a los ojos?
Aquí nadie quiere hacerte daño.
Jody meneó la cabeza y afirmó:
—Nunca haríamos eso.
Clay se atrevió a mirarla a la
cara, apartó los ojos, y luego se
acercó poco a poco, aunque con
escasa convicción.
—Muy bien —aprobó Jody con
una sonrisa radiante.
—Bueno —dijo él—. Yo jugaré
con las verdes.
—A mí dentro de un momento me
toca visita con Mandy y tengo miedo.
—¿Po… por qué? Es muy
amable.
—Porque hoy se empeñará en
hacerme mayor. Stephanie dice que
va siendo hora de que crezca.
Clay puso cara de no entender
nada. No sabía que en algunos casos
los terapeutas intentan acelerar la
evolución de algunos dobles para
reducir las diferencias entre
personalidades. Tampoco yo lo
sabía.
—Mandy nunca te hará daño,
Robbie —intervino Jody—, y
además no lo hace con todo el
mundo, así que no hace falta que
estés preocupado. No lo ha hecho
con nosotros y hace tiempo que
venimos aquí.
—¿No… no irás a ma…
marcharte? —le preguntó Clay a
Robbie atreviéndose incluso a
mirarle a la cara.
—En realidad no, pero saldré
diferente. Creo que quiere ponerme
en los quince o algo así. ¡Ah, ah! Ya
está aquí Mandy. Tendré que ir.
Deseadme buena suerte.
Ed sonrió desde la puerta y dijo
adiós con la mano. Mientras se
alejaban por el pasillo, Robbie le
preguntó: —¿Estás seguro de lo que
vas a hacer? Y el resonante barítono
de Ed contestó: —Ya lo creo.

Aquel día se hallaban en la sala


grande otros dos grupos, uno para
control de la agresividad (todavía no
estábamos preparados para que
Switch participase en eso) y otro,
dirigido por Ed, al que llamaban «el
grupo de proceso».
Yo estaba impaciente por
participar en ese grupo y levanté la
mano tan pronto Ed preguntó si
alguien tenía algo que sugerir. Pero
no fui el único. Esperé con
impaciencia a que Dawn y luego
Debbie hablasen. Luego Ed se volvió
hacia mí y pronunció mi nombre.
—No me gusta estar aquí —
balbucí—. ¡Esto no es lo mío!
—Ni mío —murmuró Dawn,
riendo con disimulo.
—¿Qué quieres decir con que no
es lo tuyo? —me preguntó Ed.
—Usted ya me entiende.
Él esperó, mientras los demás
guardaban silencio.
—¿Qué pasa? ¿Esperas que lo
diga? No quiero decirlo.
—¿Decir qué? —insistió Ed.
—¡Caray! ¡Qué pesado!
Toni tironeaba la venda de su
brazo lesionado.
—Dale una oportunidad —
propuso. Ed nos miraba
alternativamente a ambos.
—Así pues, ¿qué? —urgió.
—Lo de ser múltiple. ¡Qué
necedad! Yo no soy un múltiple. Mi
lugar no está aquí.
—Ja! —se burló Debbie, pero al
punto se tapó la boca y dijo—:
¡Perdón!
—Os he visto a la hora del
almuerzo —objetó Daphne, y Toni
imitó el sonido de una sirena:
—¡Uaaah! ¡Uaaah! ¡Alarma!
¡Alarma! ¡Una negación!
No veía el momento de largarme
por aquella puerta. Ed dijo:
—Comprendo tu punto de vista,
Cam, pero creo que sí es éste tu
lugar. —Miró alrededor y sonrió—.
¿Alguien más tiene otra pregunta?
Toni rompió a llorar.
—Perdí a mis hijos por esto. Mi
marido se los ha llevado. —Y de
pronto se puso a vociferar—; ¡Yo
tampoco quiero estar aquí!
Se cubrió la cara con las manos.
Dawn le dio una palmadita en la
rodilla.
—Yo sí —terció Kris, y por su
tono adiviné que era Jody—. Aquí al
menos podemos venir y hablar con
otros alter ego y tener un rato de
distracción. ¡Me gusta estar aquí!
Me saludó con un ademán y dijo:
—Hola, Clay.
A lo que Clay contestó:
—Ho… hola, Jody.
—¿Lo ves? —dijo Jody—. Es
divertido.
—Mu… muy divertido —repitió
Clay.

Después de la cena y una ducha


salió a relucir el diario. La
plum¿pesfl de una mente a otra como
de costumbre, y me perdí entre los ir:
-: sos ramajes de mi extraño árbol.
Bart: No me gusta esto. ¿Tú te
fías de ese fulano? Es el bastarde r _
obstinado que haya conocido nunca.
Per: Respira con calma, Cam. No
tendrás que pasar por esto r. solo.
Respiré hondo y la tensión cedió
ligeramente.
Per: Bien. Esto va a ser difícil
para todos.
Bart: Mucho ruido y pocas
nueces.
Switch: ¡Te odio!
Dusty: ¿Switch?
Per: Tranquilo. No te alteres.
¿Cam?
Cam: ¿Qué?
Per: No nos eches fuera.
Cam: No sé qué hacer, lo siento.
Se oyeron voces en el pasillo:
—¡Llamada telefónica para
Cameron West!
¿Cómo? La voz del pasillo
repitió:
—Cameron West, que se ponga
al teléfono.
A l to ahí. ¿Teléfono? Llamada
para Cameron West. Debe de ser
Rikki. Sí, tu mujer. Tienes una
mujer. ¿La tengo? Y un hijo. ¿De
veras? Sí, claro.
—Ya voy, gracias —grité a mi
vez.
Me endosé un par de prendas y
eché a correr hacia el cuarto donde
estaban los teléfonos destinados a los
pacientes.
—¿Sí? —dije en cuanto recobré
el resuello.
—¡Hola, Cam! —dijo la alegre
voz de Rikki. Mi Rikki—. Kyle está
aquí y quiere ser el primero en
hablar contigo. Ahora se pone.
Escuché el leve roce al cambiar
de manos el auricular, y luego la voz
de Kyle:
—Hola, papá.
Papá. Me ha llamado papá. Ya
te decía yo que tienes un hijo.
—Hola, ¿cómo está mi pequeño
gran hombre?
—Bien —contestó—. Papá,
¿puedo preguntarte una cosa?
—Claro.
Concéntrate. Estás hablando
con Kyle. Tu hijo.
—¿Cuándo volverás a casa? —
Kyle creía que yo estaba en viaje de
negocios.
—Pronto, cariño. En un par de
semanas.
—¿Estás en un hotel grande?
Miré el pasillo, donde una de las
enfermeras del turno de noche trataba
de consolar a Charlene, que lloraba
tumbada en el suelo delante de su
habitación. Cubrí con la mano el
micrófono para que Kyle no lo oyese.
—Pues… sí.
—¿Hay máquinas de refrescos y
de caramelos?
—Claro, pero ya sabes que yo
nunca tomo nada de eso.
Habla con naturalidad.
—Bien, pero de todos modos
tienes suerte —dijo—. Yo me
sacaría una barra de chocolate y una
limonada y me quedaría toda la
noche viendo la televisión.
Fingí reír.
—Sí, apuesto a que lo harías.
Kyle bajó la voz y dijo:
—Papá, ¿me traerás un regalo?
Ha salido un muñeco nuevo que se
llama Roadblock.
Oí la voz de Rikki en segundo
término:
—Dile a papá que le quieres.
—Te quiero, papá —repitió la
vocecita de Kyle—. ¿Me traerás el
muñeco?
—Por supuesto. Y yo también te
quiero.
A continuación se puso Rikki.
—Hola. Lo he enviado a su
habitación. No te preocupes por el
juguete. Yo lo compraré y tú se lo
das cuando regreses. ¿Crees que
tardarás mucho en reponerte?
—No lo sé. Quince días, tal vez.
—La confusión se apoderó de mí—.
Creía que ya estaba repuesto.
—Tu lugar está aquí, con
nosotros —replicó Rikki. Hubo un
silencio y ella agregó—: Dime cómo
te encuentras. ¿Te has lesionado otra
vez?
Rikki me pedía el parte médico
oficial.
—No. No he vuelto a hacerlo.
—Bien. Tu terapeuta es bueno.
¿Hombre o mujer?
—Hombre.
Le conté mis impresiones acerca
de Ed y Rikki se tranquilizó. Debió
de pensar que el doctor sabía lo que
se traía entre manos.
—Creo que yo también necesito
un poco de ayuda —dijo—. Mañana
voy a visitar ese grupo de cónyuges
de Sedona House.
—Me parece bien. —Yo estaba
derivando otra vez. Kyle. Habíale de
Kyle—. ¿Qué harás con Kyle?
—Lo dejaré en casa de los
Withington. Será sólo un par de
horas.
—¿En casa de quién?
—Los Withington —repitió ella
—. Nuestros vecinos de Australia.
—¡Ah!
No tenía ni la menor idea de a
qué se refería. Los koalas parecen
ositos de felpa.
—Te quiero, Cam.
Dile que lo sientes.
—Lo siento, Rik. Perdón.
—No digas eso. —Sorbió por la
nariz—. Tú eres el que está en la
clínica. Es sólo que esto resulta
muy… Tengo un poco de miedo. —
El débil zumbido de la línea me
acarició el oído—. Bueno, tengo que
colgar. Mañana te llamo otra vez. Te
quiero.
—Yo también —dije con lengua
estropajosa.
—Adiós, cariño.
—Adiós. —Se desvaneció. Y yo
también.
Geraldine, la enfermera de
noche, una mujer de voz ronca, me
administró veinte miligramos de
Ambien y me encaminé como un
autómata a mi habitación para
acostarme. Felices recuerdos de
Winnie y Tigger, Kris y Jody,
Stephanie y Robbie ocuparon mi
mente hasta que el fármaco empezó a
hacer efecto y me hundí en las dunas
del sueño.
24
Lamemañana siguiente, en el patio se
acercó Stephanie, o por lo
menos yo creí a primera vista que era
Stephanie.
—Hola. Soy Robbie. ¿Qué hay?
—¿Robbie? —repetí con
incertidumbre. Para mí el Robbie del
día anterior era un muchacho
alborotador que ceceaba. El nuevo
Robbie meneaba las caderas.
—Sí, soy yo. Ahora tengo
dieciséis años.
—¿Dieciséis?
—Sí —contestó con las manos en
los bolsillos, los hombros
distendidos, balanceándose de un pie
al otro mientras simulaba contemplar
el sendero—. Dieciséis.
Definitivamente, era Robbie. Un
joven James Dean en el cuerpo de
una cuarentona.
En mi interior Dusty se agitó.
Disparador, fogonazo, aparición.
—Hola, Robbie. Yo soy Dusty.
Robbie se apresuró a quitarse las
gafas de Stephanie y se las guardó en
el bolsillo.
—Hola, Dusty. ¿Cuántos años
tienes?
—Catorce —mintió ella. Dusty
sólo tenía doce.
—Eres una chica, ¿verdad?
—Sí, en efecto —replicó ella
con aire de ofendida—. Ya sé que no
parezco una chica. —Hizo un ademán
hacia mi cuerpo—. Pero lo soy. Y sé
que tú eres un chico.
Robbie rascaba el suelo con la
puntera del zapato.
—¿Quieres que hablemos?
—De acuerdo —acepto ella.
Yo la contemplaba desde algún
lugar interior, y lo mismo Bart, Stroll
y Per. Aquello era extraordinario.
Robbie y Dusty se sentaron sobre las
frías baldosas. Dos adolescentes, o
mejor dicho un adolescente y una
quiero y no puedo.
—¿Tienes novio?
Dusty se encogió de hombros al
tiempo que se ruborizaba.
—No —dijo con timidez, y
añadió—: ¡Si ni siquiera salgo con
nadie!
—Yo tampoco.
Hubo un silencio y Robbie dijo:
—Stephanie quiso ponerse un
vestido esta mañana, pero yo dije
que de ninguna manera. Ni pensarlo.
¡Aborrezco este cuerpo! ¡Me da un
aspecto tan absurdo!
—A mí no me lo parece —sonrió
Dusty—, Tienes el aspecto de un
chico de dieciséis años. —Se
interrumpió un momento y agregó, no
sin ruborizarse de nuevo—: A mí me
pareces guapo.
—¿De veras? —dijo Robbie, y
se acercó un poco más a Dusty—.
Pues yo opino que eres muy bonita.
¡Vaya!
—¿Lo crees en serio? Nunca me
lo habían dicho antes. Espera… Arly
Morelli sí lo dijo cuando le enseñé
un autorretrato dibujado por mí. Pero
ella era la psicóloga y sólo trataba
de ser amable. En realidad no me
veía. —Dusty miró a los ojos de
Robbie—. ¿Tú me ves bonita de
verdad?
—Claro que sí. —Cubrió la
mano de Dusty con la suya y
entrelazaron los dedos—. ¿Querrías
salir una tarde conmigo para ir al
cine"
—Sí, me gustaría. —Empezaba a
notar el lejano cosquilleo nervioso
de la excitación sexual. ¿Cómo
demonios…?
Robbie desplazó su pierna hasta
rozar la de Dusty y se inclinó para
besarla. Movimiento a cámara lenta,
cerca, más cerca, labios
entreabiertos, ojos cerrados, aliento
cálido, más cerca y… ¡blam!
Stephanie abrió los ojos de par en
par, a un centímetro del rostro de
Dusty, y retiró su mano como si
Dusty fuese una serpiente.
—Pero ¿qué pasa aquí? —
exclamó Stephanie.
Dusty estaba confusa,
sorprendida y avergonzada.
—No… nada —aseguró—. Yo
no he hecho nada.
Disparador, fogonazo y aparecí
de nuevo.
—Hola, Stephanie.
—¡Cam! ¿Qué demonios estaba
pasando? Robbie iba a besar : Dusty.
—Lo sé. En cierto modo estuve
presente. —Meneé la cabeza tratando
de recobrar la compostura.
—Mira, no puedo permitir que
Robbie ande tonteando con Dusty.
¡Caray! —Stephanie se frotó las
sienes y se puso las gafas—. ¡Si
hasta se había quitado mis gafas
tratando de parecer más guapo! ¡Oh,
Señor! ¡Tengo la cabeza a punto de
estallar! ¿Tú eres hombre casado?
¿Qué? ¿Qué tendrá esto que ver
con Robbie y con Dusty? ¡Si yo ni
siquiera estaba aquí, qué caramba!
—Sí, Stephanie, estoy casado.
Mi confusión era total. Que
alguien me saque de este lío, por
favor.
—¡Muy bien! —replicó ella con
indignación—. Si eres casado,
entonces no está bien que Robbie
bese a Dusty. Ella vive en tu cuerpo,
ya sabes.
Dusty vive en mi cuerpo.
—Sí, es verdad. Dusty está en mi
cuerpo. —Empezaba a verlo con más
claridad—. Definitivamente, no está
bien que bese a nadie —me mesé el
cabello y sacudí la cabeza—. ¡Uf!
¡Qué extraño es todo esto!
—¿Cuánto hace que te
diagnosticaron el trastorno? —
preguntó Stephanie.
—Casi un año.
Ella asintió.
—Ahí lo tienes. Eso de tener
alojada en tu cuerpo una multitud de
personas te resulta nuevo. Te diré
que a nosotros nos lo diagnosticaron
hace tres años y nuestro terapeuta (y
también Mandy) nos han machacado
hasta inculcarnos que todos vivimos
en el mismo cuerpo. Todos en el
mismo cuerpo —recalcó las palabras
mientras marcaba el ritmo moviendo
la mano—. Lo que hacen ellos, tú
también lo haces.
Quedamos un rato en silencio. Al
fondo de un pasillo se oyó el
bramido de Bea:
—¡Grupoooo!
Nos miramos a los ojos, cada uno
consciente de la enormidad de la
pena del otro.
—Llevo una vida demasiado
difícil para complicármela más,
Cam. —Stephanie se puso en pie
poco a poco—. No podemos seguir
contigo.
Con lo cual giró sobre los talones
y se alejó.
Dentro de mí, en el rincón más
solitario del lugar más solitario,
Dusty escribió con las uñas en el
cemento húmedo: «Robbie.»
25
Rikki—Me
respiró hondo y balbució:
llamo Rikki y mi marido
padece un trastorno de disociación
de la personalidad.
De los seis presentes en la
reunión de esposos (los demás eran
hombres), fue la última en hablar.
Cuando fue a abrir la boca, le dolía
la mandíbula de tanto apretar los
dientes durante la hora en que le tocó
escuchar las intervenciones
anteriores. Hablar de uno mismo
siempre es difícil, incluso en las
circunstancias más favorables; pero
después de un cambio de domicilio,
en aquel lugar nuevo para ella, entre
cinco desconocidos y teniendo a un
múltiple por esposo, nadie diría que
las circunstancias fuesen favorables
en absoluto. Sin embargo, las
verdades familiares compartidas
entre aquellas personas, y la
creciente certidumbre de que no
conseguiría salir del apuro sin ayuda,
la obligaron a superarse.
—Hasta esta noche tuve la
absurda idea de que lo ocurrido
durante los últimos doce meses en mi
familia no era real… que de alguna
manera todo acabaría por
desaparecer y se me devolvería mi
vida acostumbrada. Pero después de
escuchar lo que habéis contado sobre
vuestras esposas o compañeras,
pues… —Se le quebró la voz.
Sacó un pañuelo de papel y se
secó los ojos procurando no
estropear el maquillaje. Luego se
sonó la nariz y continuó:
—¡Maldita sea! Yo sabía que era
real… quiero decir que lo
comprendía intelectualmente. He
leído libros sobre el tema. He sido
testigo de apariciones de los alter
ego. Pude presenciar cómo revivían
aquellas experiencias horribles y
repugnantes.
Miró alrededor, dándose cuenta
de que monologaba casi hablando
consigo misma. Todos la escuchaban
con atención y aire comprensivo.
Aspiró hondo y despacio antes de
continuar: —Ahora mi marido está
en una clínica de Los Ángeles, un
centro especializado para múltiples.
Uno de sus alter ego lo hirió en un
brazo. Sólo puedo dar gracias a Dios
de que no lo haya visto nuestro hijo.
Algunos de los presentes
asintieron, quizá recordando sus
propios incidentes dolorosos. Rikki
arrugó el entrecejo.
—Estaba asustada y furiosa… y
sentí remordimientos. Asustada por
mi propio porvenir; furiosa por lo
que le hicieron su condenada madre y
los demás y… —Se interrumpió. Las
lágrimas se obstinaban en resbalar
por sus mejillas y ella se las enjugó
con impaciencia, olvidando su
maquillaje—. Y culpable por
permitir que todo esto me afecte,
porque al fin y al cabo el que carga
con la dolencia es él, ¿no? Él la sufre
y yo qué derecho tengo a…
Se mordió el labio y sollozó un
poco. Al cabo de unos momentos
suspiró, se sorbió la nariz y metió la
mano en el bolso en busca de otro
pañuelo. Uno de los presentes le
pasó la caja y ella tomó un par, al
tiempo que lo agradecía con una
débil sonrisa. Después de sonarse
miró los semblantes comprensivos
que la rodeaban.
—Perdón por montar el
espectáculo. Necesitaría que me
recomendaran un buen terapeuta, uno
que tenga experiencia con esta clase
de problemas… Preferiría que fuese
mujer. —Hizo una pausa y agregó—:
Gracias por escucharme.
Su angustia quedó suspendida en
el ambiente como la niebla en la
bahía.
El que dirigía el grupo, una
especie de hippie cuarentón, ñaco
como un faquir y bastante calvo,
cerró la sesión con la lectura de
varios párrafos de una página.
Después todos se pusieron en pie,
sonriendo a sus vecinos, y el monitor
se acercó a Rikki.
—Me llamo Ted —dijo—. Se
necesita mucha valentía para lo que
acabas de hacer hoy. Estas reuniones
a veces resultan difíciles de soportar.
—Y que lo digas —afirmó Rikki
mientras se alisaba el cabello,
dándose cuenta de que debía
presentar un aspecto desaliñado.
—¿Sabe tu marido que aquí
también organizamos grupos de
múltiples?
—Sí, creo que sí. Estuvo aquí la
semana pasada.
—Esa actividad la dirige mi
mujer Sally.
Rikki asintió. Recordaba la
descripción que Cam le había dado
de Sally y trató de imaginar a aquella
mujer corpulenta al lado de un
hombre tan enjuto.
—Entre los dos hemos
recopilado una lista de los
profesionales de la zona. Supongo
que encontraremos a la persona
indicada para vosotros.
—Sería estupendo.
—¿Dónde vivís?
—En Leona.
—En Walnut Creek tenemos una
doctora de quién me han dado muy
buenas referencias. No queda lejos
de Leona. Se llama Nancy
Hendrickson.

Ted abrió su carpeta, sacó un


rotulador de la solapa interior y
escribió el nombre y la dirección en
una hoja que entregó a Rikki. Ella se
lo guardó en el bolso.
—Si me llamas cuando llegues a
tu casa te daré el teléfono también.
Rikki sonrió agradecida.
—Muchas gracias, Ted.
Probablemente me llevará tres
cuartos di hora el retorno, porque
todavía no conozco mucho las
carreteras… ] además he de pasar
por casa de la vecina para recoger a
mi hijo. ¿Puedo llamar dentro de una
hora?
—Desde luego. ¿Tu marido aún
no tiene terapeuta?
—No. Como dije, está en la
clínica…
—Del Amo, ¿no es así?
—Sí. Allí su terapeuta es…
—¿Ed Mandel?
—Sí —corroboró Rikki algo
sorprendida.
—Trabajó con Sally cuando la
ingresaron allí el año pasado —
aclaró Ted—. Es un gran
profesional.
Los asistentes empezaron a
marcharse. Algunos saludaron a Rikk
con la cabeza al pasar. Ella
correspondió con sonrisas y luego se
volvió de nuevo hacia Ted.
—Mandel prometió buscar un
terapeuta externo para mi marido
—Sí —sonrió Ted—. Están
obligados a hacerlo.
—¿Cómo es eso?
—El paciente ha de tener un
especialista para proseguir el
tratamiento, o no podrían darlo de
alta. Utilizan la lista de la Sociedad
Inter nacional…
—… para el Estudio de la
Disociación —terminó Rikki.
—Eso es. Aunque no quiere decir
que todos los que figuran en ese libro
posean verdadera experiencia en el
tratamiento de los múltiples Hay
muchos que pretenden tenerla, pero
sólo para darse importancia ya me
entiendes.
—Entonces ¿qué hacemos?
¿Cómo encontraremos el
adecuado'—preguntó Rikki con
angustia.
—Sally conoce a los buenos de
verdad. Cuando me llames tendré un
par de direcciones para ti.
Rikki le miró y dijo muy seria:
—Creo que me has salvado la
vida, Ted.
Él cerró la carpeta y replicó
sonriendo:
—Descuida. Otros me la
salvaron a mí docenas de veces.
Rikki emprendió el retorno a
casa muy fatigada, pero con
optimismo. No importaba lo que
ocurriese conmigo, ella lograría
poner los pies en tierra firme. Al
acudir a aquella reunión acababa de
dar el primer paso para ello.
Recogió a Kyle, lo acostó y antes de
llamar a Ted abrió una lata de
Heineken. El monitor le dio el
teléfono de Nancy Hendrickson y dos
nombres más. Rikki se lo agradeció
efusivamente, y Ted le deseó buena
suerte y antes de colgar agregó que
las reuniones continuaban, por si ella
deseaba volver alguna vez.
Rikki marcó el número de Nancy
y dejó un mensaje en el contestador.
Por la mañana Nancy devolvió la
llamada y tuvieron una conversación
de unos veinte minutos, al principio
para sondearse mutuamente, después
de lo cual pasaron a los detalles de
mi situación. Por último convinieron
hora para el día siguiente.
26
Nancy tendría unos cuarenta y cinco
años, y su ensortijado cabello
rubio enmarcaba un rostro de
facciones agradables, la cordialidad
de cuyos ojos avellana tranquilizó un
poco a Rikki. Llevaba indumentaria
de colores atrevidos, brillantes, con
sandalias de ante y medias a juego.
Sus pulseras tintinearon cuando
estrechó la mano de Rikki.
Tenía la consulta en el segundo
piso de un bloque de oficinas de
Walnut Creek, a un cuarto de hora de
nuestra casa. Era espaciosa,
luminosa y agradable, con unos
tulipanes recién cortados en un jarrón
de alabastro sobre la mesita próxima
al sillón de las visitas. Una pared se
hallaba cubierta por una estantería
cargada de libros de psicología.
Rikki reconoció el lomo rojo del
manual de Colin Reed sobre el
trastorno de disociación de la
personalidad, y se sintió en cierto
modo aliviada. Sacó del bolso una
hoja y la desplegó.
—Ayer por la noche tomé
algunas notas, una especie de estado
de cuentas emocional —anunció
mientras le entregaba el papel a
Nancy, quien lo leyó en silencio.
Al cabo arqueó las cejas y sin
dejar de mirar el papel dijo:

—Tiene usted treinta y ocho


años, y un hijo de siete. Acaba de
mudarse a este estado. A su esposo,
de quien sigue enamorada, le han
diagnosticado recientemente una
afección psiquiátrica grave por la
cual ha tenido que ser hospitalizado
después de autolesionarse, y están
viviendo de sus ahorros. —Dejó el
papel sobre la mesa y miró a Rikki
—. Si permites que te hable con
familiaridad, creo que te ha caído
encima una buena cruz.
Rikki rió sin poder contenerse y
aquella risa traicionó sus lágrimas,
que brotaron a borbotones con su
amarga mezcla de miedo, tristeza,
amor propio herido y cólera por la
pérdida de su hombre, su estabilidad
y su vida normal.
Nancy calló intuyendo que lo
único que necesitaba Rikki en ese
momento era una presencia
comprensiva. Le caía bien esa mujer
que se presentaba con un papel en el
que consignaba su balance
emocional, y comprendía su pena.
Llevaba catorce años trabajando con
adultos víctimas de vejaciones en la
infancia. Y sabía cuán devastadoras
llegan a ser las repercusiones de los
abusos, no sólo para la víctima sino
también para su cónyuge e hijos.
Rikki lloró hasta que los ojos se
le enrojecieron y la cara se le
congestionó. Gastó media docena de
pañuelos de papel antes de controlar
la respiración y sosegarse.
—¡Uf! —sonrió un poco
avergonzada—. Por lo visto
necesitaba este desahogo.
—Al parecer —dijo Nancy—
estás bastante desesperada desde que
el problema de tu marido fue
diagnosticado. Debes saber que el
trastorno de disociación de la
personalidad a veces se cura.
—Eso dicen.
—Aunque puede tardar algún
tiempo. —Cambió de postura en su
asiento.
—También lo he oído.
—No conozco a tu marido, pero
lo comprendo y sé lo que estará
padeciendo. Pero quiero que sepas
que si decides trabajar conmigo, la
cliente serás tú, no él… y yo la
defensora de tu causa.
Rikki volvió la mirada hacia las
delicadas flores del jarrón.
—Es mi mejor amigo. Lo he
querido durante quince años —rozó
con los dedos uno de los sedosos
pétalos, para volverse luego hacia la
doctora—. ¿Qué voy a hacer? Tengo
un hijo. Quiero vivir.
Nancy cruzó las piernas.
—Y quieres ser dueña de esa
vida tuya.
Hubo un silencio mientras Rikki
lo pensaba. Por último meneó la
cabeza.
—No tienes ni idea de lo
culpable que me siento por todo esto.
—¿Culpable?
—Porque él es quien lo sufre y
yo lo siento mucho, pero al mismo
tiempo estoy furiosa. Como si mi
vida hubiese estallado y yo no
tuviera más remedio que asistir a
ello sin poder remediarlo. —Miró
por la ventana—. Eso no es lo que
teníamos previsto. Se suponía que
íbamos a constituir una familia
normal, ya sabes… Y me enfada
mucho que no haya salido así. Por
eso tengo rabia y sentimiento de
culpa.
—Entiendo —dijo Nancy sin
comprometerse, mirándola con
atención.
—Ni siquiera debería estar aquí.
Cam está en el hospital. Yo
debería… quedarme vigilando la
fortaleza.
—Pero ¿no es cierto que también
debes hacer algo por ti misma? ¿Te
parece que eso es egoísmo?
Rikki tomó otro pañuelo de
papel, lo arrugó y después lo alisó
ma- quinalmente.
—Mi vida siempre ha girado
alrededor de Cam. Nunca he tenido
nada exclusivamente mío.
—Ser dueña de tu propia vida
significa sentirse capaz de decidir,
usar tu libre albedrío —dijo Nancy.
—Yo no tengo albedrío de
ninguna clase. —Aporreó el brazo
del sillón con el puño—. Todo
llueve sobre mí sin poder evitarlo.
—Todavía tienes elección, Rikki.
Por ejemplo, podrías volver a
trabajar, buscarte un empleo. Eso te
daría capacidad de decisión,
independencia y más seguridad
económica.
Rikki estrujó el pañuelo y lo
convirtió en una bola. Luego miró a
Nancy.
—Pero ¿y si le ocurre algo a
Cam mientras estoy fuera de casa?
Nancy descruzó las piernas y
cambio de postura.
—No puedes pasarte la vida
haciendo de centinela, Rikki. ¿Qué
clase de vida sería ésa? A veces no
podemos evitar que los seres
queridos se hagan daño… o incluso
se suiciden.
Rikki se estremeció.
—Puedes ayudar a tu esposo y
quererlo, y permanecer siempre a la
distancia de una simple llamada
telefónica… pero no vigilarlo minuto
a minuto, a todas horas del día, sólo
porque tienes miedo de lo que pueda
ocurrirle si te distraes aunque sólo
sea por un instante. Eso no sería
bueno para ti… ni para él. Sólo
serviría para llenarte de rencor y
resentimiento.

Rikki suspiró y asintió.


—Ya lo estoy. ¡Caray! Nunca
creía que llegaría a decir esto. No
quiero estar resentida con él, pero es
que ni siquiera me parece que sea él.
Mi marido está desaparecido.
Cuando lo miro, ya no sé quién es.
Está ahí… con toda esa gente. Quiero
decir que no es como si cada uno se
vistiera de un modo distinto para
salir a charlar con los amigos.
Ocurre sin transición.
—Entiendo. Es un caso de co-
consciencia.
—Exacto. Estás hablando con ese
muchacho simpático y amable… pero
no sabes lo que va a ser dentro de un
momento. Pongo el postre en la mesa
y sale una niña de cuatro años a
comérselo. —Notó de nuevo el
escozor de las lágrimas—. ¿Y
cuando se hirió el brazo? Eso fue
horrible. ¡Por Dios!, eso sí fue más
de lo que podía soportar. No sé de
qué sería capaz si volviese a ocurrir.
También he de pensar en Kyle.
¿Cómo va a sobrellevar eso un niño?
—Y volvió a llorar.
Nancy, en su función.de testigo,
se abstuvo de hablar.
Cuando no le quedaron más
lágrimas Rikki se quedó abatida en
su sillón. Sin embargo, notaba la
presencia y la comprensión de
Nancy, y eso le sirvió de consuelo.
En la calle, un autobús se alejaba
de la acera. Con el rabillo del ojo
Rikki vio que Nancy echaba una
ojeada al pequeño reloj de alabastro
que había sobre una repisa al lado de
la ventana. Sus miradas se
encontraron. Rikki se irguió en su
asiento y se aclaró la garganta.
—La hora, ¿no?
—Casi.
—Bien. —Metió la mano en el
bolso en busca de la chequera—.
Tendremos que hablar más veces.
¿Te parecería cinco veces a la
semana?
27
Mifuera
mutualista médica quería verme
de Del Amo cuanto antes.
No entendían que una persona con
trastorno de disociación de la
personalidad necesitase una atención
psiquiátrica especial. Estaban
dispuestos a asumir los gastos de
cualquier operación de sinusitis por
inútil que fuese, o incluso los de un
trasplante de corazón si se terciaba.
Pero ¿disociación de la
personalidad? Ni hablar. En todo
caso, admitirían que se me ingresara
en el frenopático local si intentaba
suicidarme.
Ed Mandel arguyó en mi favor
que los psicólogos y psiquiatras de
las clínicas corrientes no estaban
familiarizados con ese tipo de
trastorno y seguramente no acertarían
con el tratamiento más indicado.
Pero los de la mutualista no
quisieron escuchar nada de eso y no
esperaron más que seis días.
El día de la despedida Mandel se
apresuró a buscar las señas de un
especialista llamado Scott Mosely,
que tenía la consulta en Pleasanton, a
dieciséis kilómetros de Leona. Este
facultativo decía tener experiencia en
el tratamiento de múltiples. Su voz
sonaba agradable por teléfono
cuando Ed me pasó el auricular y
Mosely me dio hora para el día
siguiente. Ed había hecho cuanto
estaba en su mano, y anotó en su
ficha que daba de alta al paciente y
le dejaba asignado un terapeuta
externo.
La despedida de Kris y Jody fue
llorosa, y Stephanie balbució un
«cuidaos». Entonces apareció
Robbie, quien me estrechó la mano
con firmeza y me pidió que lo
despidiera de Dusty. Ésta sintió su
mano en la mía, para mí una mano
pequeña de mujer, pero para ella la
de un muchacho adolescente. Ella
deseaba con desesperación hablarle
por última vez pero temía la
irrupción de Stephanie y así no pudo
despedirse personalmente.
Durante el vuelo de regreso mi
mente chisporroteaba. ¿Cómo
funciona el cerebro? ¿Cómo
funciona mi cerebro? ¿En qué es
diferente de otros estados
psiquiátricos la disociación de la
personalidad? ¿En qué consiste la
psicofisiología del trastorno? ¿De
qué manera afecta el trauma
emocional a los mecanismos
neurológicos?
Durante muchos años barajé la
idea de estudiar psicología. ¿Tal vez
porque intuía mi propio problema?
¿Para sanarme a mí mismo? Miré por
la ventanilla hacia el extremo del ala
recordando a Arly Morelli y Ed
Mandel. Profesionales competentes,
perspicaces e inteligentes.
Yo también soy inteligente…
cuando mi cerebro quiere
funcionar. A lo mejor no llegaré
nunca a ayudar a otras personas
como hacen ellos, pero puedo
aprender todo lo que ellos sepan
para dominar la mente. Mi propia
mente. Y respetarme a mí mismo.
¡Ah! ¡Ésta sí que es buena! Cómo
dejar de odiarme a mí mismo. ¡Sí!
Podemos hacernos psicólogos.
Ayudar a los demás. ¿Cómo? Ya
encontraremos la manera. Los Kris,
las Stephanies, los Cams. Leif puede
ayudarnos a estudiar. Es capaz de
conseguir lo que se proponga.
Podemos lograrlo. Espera. No
podemos asistir a una clase con
otros alumnos. ¡Si ni siquiera
sabríamos recordar el camino hasta
la facultad! Seguro que existen
buenos programas para estudiar en
casa. En casa, a cubierto. Apostaría
a que existen cursos de psicología
para las personas que no pueden
asistir a la facultad. Los adultos
que trabajan, por ejemplo. Sí,
podríamos buscar uno de ésos. Hace
falta que sea un buen programa, un
programa acreditado. Sí, podemos
hacerlo. Si consigo mantenerme con
vida el tiempo que haga falta.
Pedí una pluma a la azafata y
escribí sobre una servilleta de papel.
«Meta: llegar a psicólogo. ¡Hazlo
ya!»

El avión aterrizó en el aeropuerto


de Oakland, donde Rikki y Kyle
estaban esperándome. Me
reconocen. Será que tengo el
aspecto de siempre A mí también me
hacía feliz el reunirme con mi
familia. Rik me pase con disimulo el
muñeco de juguete aprovechando una
distracción de Kyle, y poco después
se celebró la entrega con la debida
ceremonia. ÉL abrió unos ojos como
platos y saltó sobre mí para
abrazarme como a un amigo del que
hubiese estado separado muchos
años.
Rikki estaba espléndida con su
vestido estampado malva y sus
pendientes de turquesas. El encuentro
con Nancy le había devuelto parte de
sus fuerzas y no parecía vacilante ni
asustada, sino auténticamente alegre
de verme. También el beso que me
dio me pareció de verdad, y cuando
entreabrió un poco los labios mi
cuerpo se encendió de deseo.
Los tres nos detuvimos a
almorzar en el Val's de Hayward, un
restaurante donde desde 1958 un
fulano tatuado, de prominente
barriga, elabora batidos enormes y
sabrosas hamburguesas que una
camarera llamada Tina sirve en
camiseta blanca y calzón negro Laura
Petrie de ciclista, con el lápiz
remetido en su pelo cardado en
forma de panal.
Creíamos que Kyle se lo pasaría
en grande allí, pero nos
equivocamos. Era un establecimiento
con demasiado pintoresquismo para
que él supiese apreciarlo, muy
diferente de cualquier McDonald's.
El pequeño dio dos bocados a su
Baby Burger y después no quiso más.
El batido sí le gustó, aunque le
sorprendió el helado de crema
auténtico, pero se acostumbró
enseguida y además tenía a su
muñeco Roadblock y eso bastaba
para hacerlo feliz.
Rikki y yo, con las manos unidas,
hablamos acerca de volver ella a
trabajar. Procuré no traslucir mi
pánico, pues la noté muy decidida.
Luego expuse mi proyecto de
estudiar psicología, lo cual la
sorprendió. No porque fuese algo
demasiado ingente para mí; ella
sabía que otras veces me propuse
metas más difíciles y había triunfado.
—Acabas de salir del… —Iba a
decir hospital, pero se contuvo en
presencia de Kyle, así que se limitó a
señalar mi brazo con un gesto.
—¿Cómo te las arreglarás para
hacer el trabajo? —preguntó luego,
queriendo decir «si en ocasiones no
sabes ni en qué día vives, ¿cómo te
las arreglarás para asistir a las
clases?» Luego continuó en tono
dubitativo—: ¿Visitarás pacientes?
—No todos los psicólogos
visitan pacientes, Rikki. —Jugueteé
con la servilleta—. Necesito
aprender. Necesito algo en que
concentrarme, una meta.
—Tu meta no puede ser otra que
la de… —se interrumpió buscando
las palabras— la de ponerte… de
sentirte bien. —Me dirigió una
mirada severa, aunque atenuada con
una sonrisa, a la que correspondí.
No dejaba de ser curioso y
divertido aquello de tomar batidos
de chocolate sentados en Val's y
procurando hablar en clave delante
de Kyle. Por más que el tema de la
conversación fuese lamentablemente
serio. A decir verdad, de momento
mi recuperación se me antojaba una
perspectiva mucho más lejana que la
de obtener una licenciatura en
psicología.
—A lo mejor ese tipo, Mosely,
sabrá encontrar la solución. —
Embadurné de ketchup un aro de
cebolla frita—. De lo contrario
acudiremos a la lista de ese
hombre… la que te dieron en la
reunión… el marido de Sally.
—Cam. —Me apretó la mano
libre—. Los dos sabemos que tú
siempre harás lo que te propongas.
Así que si estás decidido a obtener
ese título, puedes contar con mi
apoyo. A lo mejor hay algún
programa de universidad a distancia
para poder estudiar en casa.
—Exacto.
Así era Rikki. Siempre pensando
por los dos.
—¿Estarás bien… quiero decir,
mientras yo salgo a trabajar? —
preguntó sin sonreír.
Era un tema, desde luego, muy
poco divertido. ¿Y si todos los
demonios se escapaban mientras ella
no estuviese en casa? Ella necesitaba
saberlo pero yo no podía asegurarle
nada. Yo quería a mi hijo y Rikki lo
sabía. Deseaba mantenerlo lejos de
la pegajosa telaraña de mi locura.
También esto lo sabíamos ambos,
pero ¿lo conseguiría yo? Ninguno de
los dos tenía la respuesta.
—Siempre puedo llamarte a la
oficina —dije—. Aunque vayas a
trabajar estarás siempre localizable,
¿no?
Rikki asintió. Kyle alzó la
mirada, sorprendido, olvidando
momentáneamente su juguete. Los
niños lo oyen todo. Ella le dirigió
una sonrisa luminosa.
—Eso es —dijo—. Siempre
cerca del teléfono.
28
Tenía un pánico horrible pero así y
todo conseguí llegar a la consulta
del doctor Mosely. Era hombre
canoso, bien parecido, más o menos
de mi estatura, delgado y atlético. Su
elegante despacho tenía entarimado
de nogal. Mi mente estaba hecha un
lío. Otro terapeuta. Ni siquiera nos
conoce. ¿Y si tiene malas
intenciones? No parece hombre de
malas intenciones. Vaya, vaya.
Demasiadas filtraciones por aquí.
Hablamos un rato. Yo procuraba
pasear la mirada de un lado a otro
para no fijarme en ningún objeto que
sirviera de puente a una de aquellas
escapadas a ninguna parte. Sentí que
el rostro empezaba a entumecérseme.
Vaya, vaya. Lo estoy perdiendo .
Disparador, fogonazo y aparición de
Clay.
—Yo soy Cía… Clay —dijo, el
cuerpo tenso.
Mosely dio un respingo en el
asiento como un personaje de dibujos
animados.
—¿Qué ocurre? ¿Quién es Clay?
¿Por qué habla usted como un niño?
—dijo con voz áspera y un punto de
miedo.
/Caramba! No es más que Clay.
Veamos cómo reacciona éste.
—Te… tengo ocho años. —Clay
levantó las manos para mostrar ocho
dedos.
—¿Cómo?
—Mi edad.
—Pues es necesario que crezcas,
Clay.
Disparador, fogonazo y regreso.
En el interior, Per cursaba
instrucciones a Stroll y Bart para que
retirasen a Clay y se lo llevasen al
salón de la Tranquilidad. Mis
cuerdas vocales trataban de articular
palabras pero lo único que salió fue
«jjjbbbsss».
De improviso apareció Leif.
Se incorporó de un salto, furioso.
Estaba muy enfadado y el doctor
Mosely se hundió en su asiento con
los ojos como platos.
—Oiga, Mosely. No es correcto
hablarle a Clay de esa manera —
espetó Leif, subrayando las palabras
con el índice extendido—. ¿Que es
necesario que crezca? ¡Lo habrá
dicho en broma! ¿O es que no tiene ni
idea de lo que es el trastorno de
disociación de la personalidad?
Se paseaba de arriba abajo por el
despacho, seguido por los
angustiados ojos de Mosely, quien se
apresuró a rectificar:
—He querido decir que aprenda
a comportarse como un adulto y que
no hable como un niño. Supongo que
no debí decirlo.
Leif se quedó mirándole cara a
cara, ceñudo.
—¡Puede apostar que no!
—Lo siento. No tenía intención
de ofender a Cal.
Leif ni siquiera se molestó en
corregir el error. Sacó mi chequera,
extendió un cheque por cien dólares,
lo firmó «Leif», tachó la firma, lo
firmó «Cameron West» y se lo tendió
a Mosely, quien no tuvo más remedio
que aceptarlo, sin saber qué decir.
—Gracias por dedicarme su
tiempo, doctor —silabeó Leif, y
abandonó el despacho llevándonos a
remolque a los demás.
Sentados en el coche, esperamos
unos minutos mientras devolvíamos
la cacharrería a los estantes, mirando
si se había roto algo. Todo en orden.
Bien. Leif se guardó a sí mismo y
aparecí yo, agitado y nervioso.
Mierda. Puse en marcha el coche y
salí del estacionamiento mientras me
preguntaba si Mosely estaría mirando
con disimulo a través de su persiana.
Arrieros somos y en el camino nos
veremos, Eddie. Nos has fastidiado.
Nota mental: no confíes en nadie…
El regreso a casa fue dificultoso.
Leí las instrucciones al revés, pero
conseguí salir a la local 680 Norte y
una vez ahí el alboroto interior se
sosegó bastante. Mi decisión era
cada vez más firme. Seré psicólogo.
Pero antes sería preciso leer la
lista de Ted.
29
MiRikki.
regreso prematuro sorprendió a
Cuando le expliqué lo
ocurrido en la consulta de Mosely me
tomó la cara entre las manos, me
besó y me abrazó con fuerza. Leif
salió un momento para completar los
detalles, hablando en voz baja para
no ser escuchados por Kyle, y Rikki
le palmeó la mano y le agradeció su
protección sobre mí. Mi Rikki. Un
cálido refugio donde cobijarse.
—¡Eh, Kylie! —alzó la voz para
hacerse oír en la sala de estar—.
¿Quieres que hagamos unos dulces?
—¡Síííí! —gritó él, excitado, y
echó a correr hacia la cocina. Dentro
de mí alguien repitió: Dulces.
Rikki sacó los ingredientes: la
harina, los huevos, la mantequilla, el
chocolate rallado, el azúcar, la
levadura, la sal y la vainilla.
Encendió el horno, sacó una bandeja
y un bol de vidrio y se puso a medir
las cantidades. Kyle ayudó a
preparar la masa y echó el chocolate.
A mí me habría gustado participar,
ayudar, pero no me sentía en óptimas
condiciones. La clínica, el avión, el
aeropuerto, el beso, Val's, Mosely,
Clay, Kyle corriendo feliz, jugando,
el chapoteo de la masa batida con
huevo, el chocolate rallado, ¡mmm!
Disparador, fogonazo y salida de
Clay.
—Me… me gustan los du…
dulces.
Rikki y Kyle se sorprendieron.
—Pero… —dijo éste no muy
seguro de haber oído bien. Rikki fue
a decir «Cam», pero Clay se
adelantó a contestar:
—Me… me gustan los du…
dulces.
—¿Papá? —Kyle, asustado, se
volvió hacia Rikki—. ¿Mamá? ¿Por
qué papá habla así?
—Esto es chocolate ra… liado
—dijo Clay mientras abría y cerraba
los puños.
—¿Papá? —Kyle estaba
mirándome, pero veía en realidad a
Clay: el cuerpo tenso, los ojos bajos
—. ¡Mamá! —gritó, y rompió a
llorar.
—¡Cam! —exclamó Rikki al
tiempo que se agachaba para rodear
a Kyle con los brazos. Disparador,
fogonazo, regreso.
—¿Qué… qué? —dije aturdido,
no muy seguro de lo que había
ocurrido en el ínterin. Vi que el niño
lloraba—. ¿Qué te pasa, Kylie?
Kyle corrió hacia mí para
abrazarse a mi pierna. Me arrodillé y
lo estreché entre mi brazos.
—¿Qué ha pasado, papá? —dijo,
todavía lloroso—. ¿Por qué hablabas
así?
—Papá está bien, cariño —quiso
tranquilizarlo Rikki.
Le acaricié los cabellos y dejó
de llorar.
—Sí, papá está bien —le
aseguré.
Rikki se sentó en el suelo y yo
hice lo mismo.
—¿Recuerdas aquella vez que
papá gritó «basta» en la otra casa?
Kyle asintió.
—Sí, el día que vine con Itchy.
—Sí. ¿Y que hablamos de lo que
le pasó cuando era pequeño?
Kyle asintió de nuevo. Reclinado
contra mí, apoyó una mano en mi
hombro y me dio una palmadita, sin
dejar de mirar a Rikki.
—Mira. A veces, cuando papá
piensa en esas cosas malas que le
pasaron se distrae, como si estuviera
lejos de aquí, y dice cosas raras
como hace un momento.
—¿Y no puede dejar de pensar?
—preguntó Kyle.
Rikki meneó la cabeza.
—Pues no lo sé, cariño. —Me
dirigió una mirada sombría—. Por lo
visto… no puede.
—A mí no me gusta. Me da
miedo —dijo él.
—Siento haberte dado miedo —
dije, mientras me esforzaba por
permanecer en sintonía. Yo no he
que… querido meterle miedo. No te
preocupes, Clay. No es culpa tuya.
Al salón de la Tranquilidad. ¿Y los
dulces? Le daremos uno cuando
Kyle haya salido de la habitación.
¡Bah! ¡Tonterías! No digas eso,
Bart. Vamonos todos al salón de la
Tranquilidad.
Kyle me miró fijamente,
acercando su pequeño rostro al mío.
—No lo hagas más, papá, por
favor.
Reprimí una lágrima.
—Lo intentaré.
—Si vuelve a ocurrir, cariño, no
tienes más que llamar a papá por su
nombre. Dile «papá» o «Cam», y él
volverá en sí. —Me dirigió una
severa mirada—. ¿Verdad que sí,
papá?
—Sí —corroboré forzando una
sonrisa para Kyle.
Él me abrazó y acercó de nuevo
la cara.
—¿Cam? —dijo mientras trataba
de chasquear los dedos un par de
veces—. Te quedarás aquí conmigo.
¿De acuerdo?
Suspiré y dije lentamente:
—Me quedaré aquí contigo,
Kyle.
—Muy bien —respondió,
dándose por satisfecho de momento,
y se volvió hacia Rikki con una
amplia sonrisa—: ¿Continuamos con
los dulces?
Ella le sonrió y se puso en pie.
—Claro —dijo alborotándole el
cabello—. Empieza a echar
cucharadas de masa en la bandeja.
—¿Dejarás que limpie el bol con
la lengua?
—Está bien.
Interiormente me sentí como un
montón de guijarros en el fondo de un
desfiladero. Me incorporé y fingí una
sonrisa.
—Lo de lamer el bol es la mejor
parte —bromeé.
30
Másechado
tarde, aquella misma noche,
en la cama rememoraba el
beso del aeropuerto, seguro de que el
incidente de la cocina habría
acabado con todas las posibilidades
de hacer el amor. Pero me
equivocaba. Rikki salió de la ducha
envuelta en la toalla de baño y con
una sonrisa insinuante, se deslizó
desnuda entre las sábanas y se pegó a
mí. Colocó el muslo sobre mis
caderas, me mordisqueó la oreja y se
puso a juguetear con mis patillas de
una semana.
—Estás muy excitante con esa
barba —susurró—. Pareces más…
viril. —Hablaba con un jadeo en la
voz, como Marilyn Monroe.
—No creí que fuese a interesarte
—dijo con voz ronca, mientras me
volvía hacia ella. Rocé suavemente
sus erectos pezones con el dorso de
la mano y ella profirió un leve
gemido. Movía las caderas, la
humedad caliente rozando mi muslo.
Mis dedos recorrieron el suave perfil
del hombro y la grácil pendiente de
la espalda. Al llegar a las curvas
peligrosas mi mano se detuvo y
apreté. Rikki gimió más fuerte y se
estrechó aún más contra mí.
—¡Mmm! Me has faltado
demasiados días —dijo, y su lengua
acarició mi labio. Luego me besó a
fondo.
Luego se montó a horcajadas
sobre mí, acariciándome, y enseguida
su mano me guió dentro de ella y las
cosas empezaron a ponerse bien de
verdad. En lo exterior.
En el interior reinaba una
algarabía de película. Está caliente,
¿eh? A ti qué te importa. ¿Qué están
haciendo? ¡Ooohl ¡Es repugnante!
Pues no mires, Dusty. Déjalos que
hagan. ¿Quién es ésa? No es mamá.
So… soy un buen muchacho. Sí, eres
un buen muchacho. Está bien eso de
ser muchacho. Soy malo. Soy malo.
Soy malo. ¡Basta ya! Todos al salón
de la Tranquilidad. ¡Andando!
Traté de ignorar aquel bullicio.
Porque ahora todo era Rikki y
proximidad y calor y consuelo y
amor, y la trémula sensación de
desear y ser deseado. Nos movíamos
acompasadamente, en silencio,
cuerpos ondulantes al ritmo nocturno
de la pasión, sudando, el pulso
latiendo cada vez más. Y las
embestidas más frenéticas, hasta que
Rikki arqueó la espalda mientras yo
me inmovilizaba en lo más profundo
de ella. Entonces ella gimió y ya no
pude contenerme un segundo más.
Nos derrumbamos el uno contra
el otro, los corazones desbocados,
jadeando con el cabello empapado,
abandonados al cosquilleo final de la
satisfacción completa. Pero en mi
cabeza las chispas anaranjadas de la
locura bailaban como polillas
alrededor de una hoguera. Y los ojos
de los demás relucían mientras me
observaban desde rincones muy
tenebrosos.
Rikki no llegó a saber lo cerca
que estuvieron los chicos, mientras
hacíamos el amor, de aparecer en
primer plano. Mis chicos y yo
todavía no teníamos reglas acerca de
cómo enfrentar el sexo. Ése fue un
problema que a punto cayó sobre
nosotros como una losa.
31
ElChase
nombre de la doctora Janna
era el primero de la lista de
Ted. Dejé un mensaje en su
contestador: «Me llamo Cameron
West y padezco disociación de la
personalidad. Necesito un
especialista con mucha experiencia.
Acabo de mudarme de Massachusetts
y estuve una semana ingresado en la
clínica Del Amo. Usted le fue
recomendada a mi esposa por el
monitor de un grupo de ayuda para
múltiples. Tengo necesidad urgente
de un terapeuta.» Y terminé dejando
nuestro número de teléfono.
Janna llamó ese mismo día y
hubo un diálogo con muchas
preguntas y cautelas, de sondeo
mutuo. Por lo visto, no es corriente
que uno llame al doctor anunciando
su propio diagnóstico. Lo normal es
entrar en la terapia sin saber, no-
señalarse el dedo del pie diciendo
«Doctor, me duele aquí».
Janria quiso asegurarse de que yo
fuese un múltiple. ¡Caray!,.si ni
siquiera yo mismo estaba seguro de
serlo. Arly dijo que lo era. Mandel
lo dijo también. El personal de Del
Amo no lo dudó ni por un momento.
¿Yo un múltiple? ¿Nosotros unos
múltiples? En esa duna se escondía
una víbora y yó no tenía ganas de
pisarla.
Al cabo de unos minutos Janna
me dio hora en su consulta para
dentro de un par de días.
Hecho esto decidí buscar un
instituto de psicología. Nos echamos
a la calle sintiéndonos bastante
lúcidos y cabales. Después de pasar
una hora consultando guías en la
biblioteca pública de Leona salí con
las señas de más de una docena de
institutos que ofrecían diplomatu- ras
en psicología.
Me decidí por el Saybrook de
San Francisco, la prestigiosa
institución fundada en 19 71 por
Rollo May y otros representantes de
la que fue gran escuela humanista de
la psicología. Su método de
enseñanza programada me permitiría
realizar casi todo el trabajo por
cuenta propia y a mi propio ritmo,
que era lo que yo necesitaba. Y no
seria poco trabajo, porque eran
dieciocho asignaturas repartidas en
tres cursos, al término de cada uno
de los cuales se debía presentar una
tesina de setenta páginas como
mínimo, además de la tesis final.
¿Sería capaz de conseguirlo? Con la
ayuda de Leif, me parecía que sí, si
llegaba a vivir lo suficiente. Una vez
en casa, consulté mis anotaciones y
cursé la petición el mismo día,
después de lo cual me fui a la cama
con Toby y Winnie-the-Pooh.

La consulta de Janna Chase era


uno de los tres despachos que
ocupaban la planta superior de una
vivienda reformada en Shattuck
Avenue. La sala de espera era
pequeña y sin más asiento que un
incómodo banco de madera estilo
rústico americano. Aunque la ventana
de cristales de colores con vista a la
calle y la hermosa barandilla forjada
de la escalera de caracol
compensaban sobradamente la dureza
del asiento.
A las nueve en punto apareció
Janna por la escalera y me invitó a
subir. De pie en el pasillo, me obligó
a precederla pasando por una puerta
de doble batiente al interior de su
pequeño gabinete. Eché una rápida
ojeada en derredor. Todos lo
hicimos. En el suelo, una alfombra
oriental azul y blanca. El sofá para el
cliente en cuero ocre claro y el sillón
de Janna, también de cuero, azul
claro. El escritorio, antiguo y con un
sillón de mimbre arrimados a la
ventana, y contra una pared una gran
estantería con diversos objetos de
cerámica y libros de psicología,
incluyendo dos sobre el trastorno de
disociación de la personalidad.
Buena señal.
En la pared detrás del sillón
había un cuadro grande que
representaba peces, de Wallace
Tang, y en la pared opuesta dos más
pequeños, unos de ellos un zigzag de
colores abstractos y la otra una
reproducción de Monet que me
recordó a Huck Finn a la orilla del
río en verano, lo cual me gustó.
Nos sentamos y nos miramos.
Aunque por mi parte sería más
exacto decir que fue un escrutinio de
arriba abajo: yo en primer plano y
todos los demás con las narices
pegadas a la ventana, como los
turistas que contemplan el panorama
desde el Empire State.
Janna tenía aproximadamente mi
misma edad. Delgada, cabello
castaño ondulado hasta los hombros,
sin maquillar, y con unos ojos
brillantes y vivaces de color
arándano. Los pensamientos rodaban
por mi cerebro como canicas sobre
un entarimado. Los pájaros comen
arándanos y a mí me gustan los
pájaros que comen arándanos y ella
tiene ojos como arándanos así que
ella me gusta. Me cae bien Janna,
que rima con Anna, con sana, con
colorada y malvarrosa hermosa con
botas vaqueras. En efecto las botas
vaqueras malva y negro asomaban
por debajo de la falda azul de Janna.
Que le gustaron a Anna. Si Janna no
lo estropeaba todo quizá tendríamos
una oportunidad con ella. Allá
vamos. Disparador, fogonazo y
aparición de Anna. Sonrisa conejil,
ojillos rientes, manos sobre las
rodillas.
—Mi nombre rima con el tuyo —
anunció con vocecita infantil.
Janna correspondió a la sonrisa.
—¿De veras? ¿Cómo te llamas?
—Anna.
—Estupendo. Es verdad, Anna
rima con Janna.
—¿Eres la señorita?
—No, soy psicóloga. Como Arly
Morelli, según me ha contado
Cameron.
—¿Quién es Cameron? —Uno de
los de dentro se lo aclaró—: ¿Cam?
—apuntó con el pulgar hacia atrás.
—¿Cam? ¿Es así como hay que
llamarle?
Asintió con timidez, sin mirar a
la cara. Anna casi siempre rehuía el
contacto visual.
—¿Está detrás de ti? ¿Por eso
señalas con el pulgar?
Asentimiento.
Janna se irguió en su asiento y
anunció:
—Lo repito ahora por si alguno
estaba ausente el otro día, cuando
Cam y yo hablamos por teléfono. Me
llamo Janna Chase, soy psicóloga y
tengo nueve años de experiencia con
pacientes disociativos. Quiero que
sepáis que, en caso de que
decidamos trabajar juntos, no os
tocaré nunca si no lo deseáis y en
todo caso nunca será más que un
apretón de manos o una palmada en
la espalda, ¿de acuerdo?
Apareció Bart. Cruzó las piernas,
se arrellanó en el asiento y estiró el
cuello para observar toda la estancia.
Janna se dio cuenta del cambio.
Hasta Ray Charles se habría dado
cuenta.
—Hola —dijo Janna.
—¡Eh! ¿Cómo estás, Janna? —Se
inclinó y le tendió la mano—. Soy
Bart.
Ella le estrechó la mano y sonrió.
—Hola, Bart.
—Bonitas botas.
—Gracias.
—¿Te ha contado Cam que el
otro día estuvimos con un matasanos
que tenía menos cerebro que un
mosquito? Cuando apareció Clay se
llevó tal susto que se largó. ¡Y le
dijo que debía procurar hacerse
adulto! —Meneo la cabeza.
—Lo sé —respondió Janna—.
Me lo contó Cam por teléfono. Lo
siento. —Parecía sinceramente
apenada—. ¿Cómo es Clay, Bart?
Bart se encogió de hombros.
Sabía ppr qué se lo preguntaban.
—No te preocupes. No es
peligroso. Es un buen muchacho, sólo
que un poco tartamudo. Fue muy
maltratado en su infancia.
—¡Hum! Así que todos están en
guardia ahora, ¿no?
—Más o menos. —Se quedó
mirándola—. Pero nos caes bien.
—Gracias. Oye una cosa, Bart.
-¿Sí?
—¿Sale mucho Cam?
—¿Ése? —apuntó, lo mismo que
Anna, con el pulgar—. Todo el
tiempo. A ése le pasa algo.
—¿A qué te refieres?
—¿Oíste alguna vez la palabra
«negación»?
—Algunas veces.
—Bien, pues… —Bart resopló
con desdén y volvió a señalar con el
pulgar por encima del hombro.
—Cam, ¿eh?
Bart cruzó los dedos y se llevó
las manos a la nuca para ponerse más
cómodo.
—¡Caray! Guapa y también lista.
Janna correspondió al cumplido
con una leve sonrisa.
—¿Tú crees que él desea salir?
—preguntó.
—Supongo que sí. Él es el
pagano del convite. Hasta luego.
Oí a Janna contestar «hasta
luego» y luego sentí el conocido
chapoteo de la inmersión de Bart en
las turbias aguas del pantano de mi
mente. Mis ojos miraban sin ver el
rostro de Janna. Ella me observaba
en silencio.
—¿Cam? —insistió. ¡Eh! ¡Que
alguien le dé a la manivela de este
coche! Estertores del motor de
arranque, batería que se agota, mano
enguantada que gira la llave más de
lo necesario, como si sólo hiciese
falta un poco de habilidad para poner
en marcha esa gran maquinaria
oxidada. Eres real. Eres real. Eres
real. ¡Eh! ¡ERES REAAAL!
—¿Cam?
—La… oigo… a… usted —dije,
notándome las facciones
entumecidas.
—Escucha mi voz. Pisa el suelo
con los pies. Mueve los dedos.
Adelante, inténtalo.
Noté que uno de mis dedos se
movía al extremo de mi brazo.
—La oigo —dije esta vez con
más soltura.
—Muy bien. Lo estás haciendo
bien. Recuerda que estás demasiado
estresado. Es lógico. Sé que acabas
de salir de la clínica y que la
entrevista con el otro terapeuta no
salió bien.
Empecé a fijar la mirada
mientras tenía la sensación de caer a
través del espacio, el suelo cada vez
más cerca, hasta encajarme de nuevo
en mi cuerpo. ¡Plaf!
—Cam —repitió mientras yo
trataba de orientarme y averiguar qué
estaba pasando.
Mis ojos se fijaron en ella. La
mujer del pasillo. Los cuadros. Las
botas vaqueras.
—¿Hola! —dijo ella mirándome
a los ojos. Exhibía seguridad en sí
misma e interés—. ¿Eras tú en el
primer momento de entrar aquí?
—Creo que sí. —Me dolía el
brazo donde empezaban a cicatrizar
la herida. Tengo brazos. Buena
señal.
—¿Eres tú el que habló conmigo
por teléfono?
—Sí, fui yo.
Janna sonrió.
—Bien, pues hola.
—Hola.
—Acabo de conocer a Bart y
Anna.
—Lo sé —contesté al tiempo que
movía los dedos, ya un poco más
centrado.
—Estupendo. Así que hay cierto
grado de co-consciencia.
—Ajá. Entre todos.
Ella sonrió.
—Buen indicio.
Una idea se abrió paso en mi
cerebro dolorido. Hice una mueca y
me froté la sien.
—Tenemos diarios. Hay muchas
cosas que debe usted saber y que yo
no sería capaz de explicarle. Pero
está todo en los diarios. Debe
leerlos.
—Desde luego. Los leeré tan
pronto los traigas.
Apoyé la cabeza en el respaldo
del sofá y cerré los ojos, notando un
sabor amargo en la boca.
—¿Qué ocurre? —preguntó
Janna. —Soy un loco.
Ella no contestó. Abrí los ojos y
la miré. —Ayúdeme. No quiero
acabar así.
Janna se inclinó hacia mí sin
dejar de mirarme fijamente,
considerando a quiénes se dirigía
antes de decir con serenidad: —No
estás loco, y yo tampoco quiero que
acabes así.
32
Admitido en el
empecé mis
instituto Saybrook,
estudios mientras
Rikki encontraba un empleo de
secretaria del director comercial de
una importante empresa de Oakland.
Así que súbitamente me vi solo en
casa desde las siete de la mañana
hasta las seis de la tarde.
Durante la semana Kyle y yo
establecimos una ratina. Lo primero
que hacíamos por la mañana era
quedarnos media hora juntos en la
cama de él, yo leyéndole los cuentos
de misterio de Gertrade Chandler
Warner antes de vestirlo para
llevarlo a la escuela. Yo hacía las
diversas voces de los divertidos
diálogos, y Kyle reía como un loco.
A los dos nos encantaba.
Por lo general podíamos contar
con esa diversión para que nos
ayudase a pasar amenamente el rato
del desayuno y el resto de la rutina
matutina. Y eso también era buena
cosa, porque hacia la tarde sólo se
podía contar con que el papá que
recogía a Kyle en la escuela no sería
el mismo papá que lo había dejado
allí.
Para hacer frente al ingente
estudio que requería la licenciatura
forcé a mi gente. Debían permanecer
en un segundo plano mientras Kyle se
hallase en la escuela. No les permitía
manifestarse, excepto durante las dos
horas a la semana cuando acudíamos,
los lunes y los martes, a las sesiones
con Janna. El resto del tiempo yo
trabajaba sin darme descanso y sin
hacer caso de la incesante cacofonía
interior.
Lo mismo si tocaba leer que
escribir, cada palabra era como una
página y cada página un libro entero
para mí. Para cuando llegaba la hora
de ir a recoger a Kyle, estaba con el
entendimiento hecho puré y un
montón de alter ego furiosos
pugnando por salir. Kyle lo sabía.
Acábó por acostumbrarse, y llamaba
a Cam para provocar el retorno tal
como le habíamos enseñado.
Era inevitable. No importaba
cómo hubiese pasado Kyle su
jornada en la escuela, siempre
tropezaba conmigo, aunque no era
culpa suya. Y ya estábamos otra vez,
yo intentando emerger con uñas y
dientes, y él sorprendido y
preguntándose qué diablos le habría
ocurrido esta vez a papá. Por lo
general yo no lo conseguía; me
fallaban las fuerzas. Comprar un
bocadillo para Kyle ya era mucho,
pero ayudarle con las matemáticas de
segundo, prácticamente imposible.
¿Paciencia? ¡Bah! ¿Tomárselo con
buen humor? ¡Bah!
Kyle y yo contábamos los
minutos hasta el regreso de Rikki.
Por lo general, yo ni siquiera
conseguía tener la cena preparada.
Pero ella no se quejaba. Se limitaba
a cocinar y charlaba con Kyle, él
sentado y jugando en el suelo.
Mientras tanto yo me recluía en mi
sórdida y oxidada jaula hasta la hora
de cenar. Una vez reunidos alrededor
de la mesa, la maravillosa jovialidad
de Rikki lograba disipar la tensión
entre Kyle y yo. Después de la cena,
las veladas solían ser apacibles.
Rikki ayudaba a Kyle con sus
deberes, lo bañaba, le leía un cuento
y lo acostaba. Entonces subía yo para
darle el beso de buenas noches, tal
vez leerle un poco más y finalmente
apagar la luz. Por lo general Rikki y
yo no tardábamos mucho en hacer lo
mismo.
En otros tiempos solíamos decir
que nuestras mejores conversaciones
eran las que manteníamos a oscuras,
en ese lugar fértil donde acaba el
mundo y comienzan los sueños. Pero
ahora ese mismo lugar parecía una
inmensa cochera desierta, donde
estacionábamos cada noche un poco
más lejos el uno del otro.
Yo vaciaba todas mis energías en
el estudio y en mantener la
compostura durante la jornada. A la
hora de apoyar la cabeza en la
almohada caía exhausto. Rikki se
mostraba paciente y comprensiva,
pero se quedaba sola. Y la soledad
es muy mala, como siempre nos han
asegurado que era.
33
Alos seis meses Rikki ascendió a un
cargo directivo y le adjudicaron
un elegante despacho con vistas
sobre todo San Francisco y ocho
personas a sus órdenes, incluyendo
su secretaria Janine Barnes. Ésta
tenía un metro sesenta y cinco de
estatura, grandes ojos castaños de
mirada maliciosa, cuerpo
despampanante y caudalosa melena
ondulada castaño oscuro.
Era la clásica imagen de la joven
de veintidós años que todavía vive
con sus padres y que desempeña su
primer trabajo en serio: deportivo
Toyota último modelo, teléfono
móvil, buscapersonas, vestuario a la
última moda, largas uñas pintadas y
nada que la preocupase excepto la
caída de unos pantalones o la
conservación de su bronceado.
Rikki la apreciaba porque era
eficaz y brillante, y además tenía
sentido del humor; incluso era capaz
de reírse de sí misma, cualidad
prácticamente inexistente entre los
muy jóvenes. Además, a Janine (del
todo semejante en esto a la mayoría
de los de su edad) sólo le interesaba
su propia vida y no prestaba atención
a la de los demás, incluyendo la de
Rikki. Para Janine, Rikki era una
especie de chica alegre que fuera del
trabajo se dedicaba a lo que suelen
dedicarse las chicas, ocupaciones
que ella ignoraba y le traían sin
cuidado. Lo cual era muy
tranquilizador para Rikki, que no
tenía el menor deseo de andar
contando su vida a nadie.
—Hola, jefa. —Janine empujó
con la cadera la puerta del despacho,
llevando una taza de café en cada
mano. Dejó una de ellas sobre el
escritorio de Rikki y se dejó caer en
un sillón.
Rikki dejó a un lado su bloc de
notas y recogió la taza de café.
—Gracias —dijo, y después de
tomar el primer sorbo—: ¡Mmm!
¡Nuez moscada! ¿Se te ha ocurrido a
ti?
—Ajá.
—Buen detalle.
Rikki dejó el café y volvió a
tomar su bloc.
—Está bien. Volvamos al
trabajo. Esta feria comercial nos
dará mucho que hacer. Llama a Dave
y le dices que necesitamos esos
aparatos revisados para el martes.
También habrá que desplazar allí un
técnico y otro para toda la jornada
del jueves, así que hablarás con Ed y
con Greg. Y que los vendedores nos
pasen las listas definitivas de
visitantes hoy mismo, para imprimir
los pases y calcular las
consumiciones. Que Cheryl hable con
los de márketing para saber cuándo
es el reparto. Y llama a Diane y
pregúntale quiénes irán enviados
para ocuparse de la recepción. —
Tomó un sorbo de café—. Creo que
por ahora eso es todo.
—Muy bien —dijo Janine
poniéndose en pie. Iba a salir cuando
dijo—: ¡Ah, Rikki! Se me olvidó el
viernes pasado. Me ha dicho Teri
que esta noche todos, o casi, se
reúnen en Chevy's para la despedida
de Andy Grumman.
—¡Vaya! Lo olvidaba. El que nos
ha dejado por la Oracle. No faltaré.
—Se arrellanó en su sillón—.
Lástima que se vaya. No lo he tratado
mucho pero parecía simpático.
—Sí —dijo Janine
tamborileando con las uñas sobre el
marco de la puerta—. A mí siempre
me ha parecido… interesante —
sonrió—. Para ser un viejo.
—¿Un viejo? No creo que Andy
tenga más de cuarenta años. Si eso es
ser viejo… ¿yo qué soy?
—Lo dije en broma, abuelita —
se burló Janine—. Pero insisto en
que es un tipo interesante.
Rikki se quedó pensativa
mientras Janine salía. Conque Andy
Grumman es un tipo interesante…
Después del almuerzo Rikki
llamó para anunciar que llegaría a
casa ur. poco más tarde que de
costumbre. Pésima noticia para mí,
porque la sesión había sido brutal y
no me encontraba nada bien. Ese día
hicieron su aparición dos alter ego
nuevos.
Casi tan pronto entré en la
consulta de Janna noté un violento
temblor y caí al abismo. Apareció
Wyatt, que se puso en pie con
brusquedad y empezó a pasearse por
el contorno de la alfombra. Jaima
permaneció sentada y lo observó con
paciencia. Había adivinado que se
trataba de un nuevo protagonista.
—Ésta es una alfombra cuadrada
—dijo él con la voz de un escolar
sabihondo de unos diez años—.
Quiero decir, rectangular.
—¿Cómo te llamas?
—Wyatt.
—Hola, Wyatt. ¿Por qué caminas
por el borde de la alfombra?
—Me tranquiliza caminar por los
bordes y bordillos.
—¿Estás nervioso? Se te ve
bastante ansioso.
—Sí lo estoy.
—¿Y cuando contemplas la
alfombra y caminas pisando el
contorno te sientes menos ansioso?
—Eso es.
—Y ¿sabes por qué te sientes
así?
—Porque no te conozco a ti ni a
este lugar —contestó sin apartar la
mirada de la orla que remataba el
dibujo de la alfombra—. Comer
cereales y caminar sobre gravilla es
lo mismo… uno se harta enseguida.
—¡Ummm! —dijo Janna mientras
consideraba tal afirmación—. Así
pues, ¿no sabes quién soy? —No la
sorprendió demasiado. Ocurre a
menudo que los alter ego nuevos lo
desconocen casi todo.
—No.
—Intenta obtener esa información
en tu interior, Wyatt, a ver si alguien
te dice quién soy.
Calló durante unos momentos,
aunque sin dejar de pasearse por el
borde de la alfombra.
—No lo sé.
Los de dentro tratábamos de
hablarle, pero Wyatt no nos
escuchaba o no nos oía.
—¿Sabes dónde estás? —
preguntó ella.
—En una habitación de una casa.
—En eso aciertas. Estás en un
despacho instalado en un edificio que
antes fue una casa vivienda. Me
llamo Janna Chase. Y soy psicóloga.
La psicóloga de Cam. Oye, Wyatt,
¿sabes en qué año estamos?
—En 1964 —contestó sin vacilar
—. ¿Cómo me he hecho tan alto?
Debo de estar andando sobre zancos,
o estás engañándome con algún truco.
—No es ningún truco, Wyatt. ¿No
sabes quién es Cam?
Wyatt continuó su paseo, atento
al intrincado dibujo de la alfombra, y
contestó:
—Hombre grande con grandes
zapatos.
—Tienes razón. ¿Puedes dejar de
pasearte y sentarte un momento?
Se detuvo.
—De acuerdo. ¿Quieres que me
siente en el suelo?
—Si lo prefieres; también
podrías sentarte en el sofá.
—Muy bien.
Wyatt se sentó en el sofá y se
puso a reseguir el dibujo del friso de
escayola del techo sin mover los
ojos, desplazando la cabeza para
mirar el perímetro. Cuando llegó a
contemplar las dos ventanas bajó la
mirada y trazó una y otra vez sus
contornos rectangulares.
—Tienes el techo torcido —dijo
—. La habitación está torcida. Y tus
cuadros también están torcidos.
Janna rió.
—Sí, es posible. Éste es un
edificio viejo. —Contempló el rostro
inexpresivo que seguía pendiente del
recuadro de las ventanas—. ¿Te
importaría dejar un rato lo que estás
haciendo?
—De acuerdo. —La cabeza de
Wyatt dejó de moverse y sus ojos se
volvieron hacia el cuadro detrás del
escritorio de Janna.
—¿Wyatt? -¿Sí?
—No estamos en 1964.
—¿De veras?
—Escucha dentro de ti a ver si
puedes averiguar en qué año
estamos.
Él calló. Su semblante reflejaba
una intensa concentración.
—No oigo nada —dijo.
De súbito el cuerpo de Wyatt se
arqueó y la nuca golpeó contra el
respaldo del sofá. Se derrumbó un
poco ladeado, los pies apoyados en
el suelo, y se llevó los puños al
pecho. Y entonces, ¡bang!, apareció
otrc personaje, los ojos aterrorizados
vueltos hacia arriba y jadeando como
si le hubiese caído encima una viga
de hierro.
Janna se incorporó en el asiento,
atenta a cualquier pista o indicio
orientador.
—Dime qué te pasa.
No hubo respuesta. Sólo aquella
mirada de terror y la respiración
entrecortada.
—¿Qué te pasa? —repitió ella
con énfasis.
Él boqueaba como si le faltase el
aire:
—Aaag… aaag… no puedo…
aaag…, respirar.
—¿Por qué? ¿Por qué no puedes
respirar?
—Déjame… aaag… por favor…
aaag… déjame…
Janna no perdió la calma. Sabía
que aquello era una abreacción. que
el paciente estaba reviviendo un
suceso del pasado. No era un ataque
de epilepsia, como podía parecer le
a un observador menos avezado. Ella
sabía que no estaba ahogándome,
pero no era tan fácil para quien
estaba echado en el sofá, quienquiera
que fuese: él o ella vivía en aquellos
momentos el pasado… mi pasado.
—¿Estoy hablando con Wyatt? —
preguntó Janna.
Negó dos veces con la cabeza.
—¿Quién eres?
—Mo… aaag… zart—jadeó él.
—¿Mozart? ¿Te llamas Mozart?
—Sí..…, aaag… —Parecía
atragantado con algo que no lograba
expulsar.
—Escucha, Mozart. No estás en
peligro. Me llamo Janna Chase y
estoy aquí para ayudarte. Escucha e
intenta centrarte.
—Vestido… ag… azul.
—¿Vestido azul? ¿Quién lleva un
vestido azul?
No hubo respuesta, sólo el jadeo
de su respiración.
—Escucha, Mozart, nadie va a
hacerte daño.
—Bragas… en… aaag…, mi…
cara… aaag —balbució con un hilo
de voz ahogada por el pánico.
—Mozart —repitió Janna—,
mira hacia adelante. Fija la mirada
en lo que tienes delante. No hay
ninguna prenda interior tapándote la
cara. No hay nada en tu cara. Levanta
las manos y tócate la boca. No tienes
nada en la boca. Levanta las manos y
te convencerás.
—No puedo… aaag… mover las
manos… aaag —replicó él sin
despegar los brazos del pecho.
Janna decidió esperar unos
minutos antes de intentar el rescate.
—¿Por qué no puedes mover las
manos?
—Aaag… no puedo.
—¿Por qué no puedes? —insistió
ella.
—Aaag… Ella me tiene sujeto.
—¿Quién?
—Ella… aaag. Esa… mujer.
—¿Qué mujer?
El jadeo se intensificó y la
respiración era cada vez más
angustiosa.
Janna siguió insistiendo.
—¿Sabes quién es la mujer?
—Aaaaag —jadeó él, la cara
anegada en lágrimas, el cuerpo
sacudido por convulsiones. Profirió
un grito sofocado, ahogado por el
fantasma de la mujer del vestido azul
que le tapaba la cara con sus bragas.
Janna suavizó la voz:
—Oye, Mozart. Escucha mi voz.
Concéntrate en el sonido de mi voz.
Voy a ayudarte. Puedes mover las
manos. No están sujetas. Baja la
mirada y fíjate en tus manos.
Mozart bajó los ojos poco a poco
hasta verse las manos.
—¿Lo ves? —dijo Janna—. No
hay nadie que te sujete las manos.
Ahora sigue escuchando mi voz.
Intenta abrir las manos y luego
levanta los brazos y llévate las
manos a la boca.
Él obedeció lentamente, jadeando
todavía, y se tocó los labios con los
dedos.
—¿Lo ves? No tienes nada en la
cara.
El terror que reflejaban sus ojos
de niño disminuyó un poco, y Janna
siguió hablándole con calma.
—Ahora controla la respiración.
Lo que no te dejaba respirar ya no
está aquí.
Poco a poco el cuerpo empezó a
distenderse y la respiración se
normalizó un poco.
Janna esperó unos momentos y
luego dijo:
—Mozart, mira hacia aquí.
Él volvió la cabeza y los ojos se
fijaron en ella un segundo y luego
empezaron a cerrarse, como si le
venciese el sueño.
—¿Quieres escucharme un
momento? Intenta quedarte aquí un
poco más.
Los ojos se entreabrieron con una
fatiga inmensa.
—A partir de ahora te
encontrarás bien, Mozart —dijo ella
—. Eso sucedió hace mucho tiempo.
Estabas reviviendo un suceso de
hace mucho tiempo. Ahora ya no
corres ningún peligro. —Le sonrió y
agregó con tono tranquilizador—:
Estás a salvo.
Los ojos de Mozart se cerraron y
cayó en un sopor.
Janna se arrellanó en el sillón,
observando mi cuerpo inerte.
—¿Cam?
Un remolino recorrió en espiral
el largo y serpenteante túnel hasta la
habitación donde yo dormía
pacíficamente en una cama grande y
blanca, con mullidos almohadones.
—¿Cam?
Mis ojos se abrieron poco a poco
reaccionando a la suave voz. Traté
de fijar la mirada para ver de quién
era aquella voz, pero no pude.
—Te oigo —dije, y mi propia
voz sonó muy lejana—. ¿Quién me
llama?
—Soy Janna. —La voz pasó
sobre un pastel de arándanos puesto
a enfriar en la ventana de una casa de
campo.
—Janna —dije con voz gruesa, el
olfato embriagado por el dulce
aroma del pastel. Aquel nombre me
sonó vagamente conocido.
—¡Cam! —repitió con más
firmeza, y mi semblante se
ensombreció mientras el pastel se
elevaba y salía flotando por la
ventana hacia un prado en la linde de
un bosque oscuro.
—¡Cam!
Cam. Mi nombre. Está
repitiendo mi nombre.
—Te oigo —dije, y noté la
vibración de mi laringe al paso del
aire que formaba las palabras—.
Estoy tratando de abrir los ojos.
—Los tienes abiertos, Cam. Trata
de fijarlos en mi cara.
Esta vez la voz se oyó mucho más
cerca. Los mullidos almohadones se
encogieron y desaparecieron y me
encontré con la cara apoyada en el
sofá de Janna. Mira, mira, mira. Por
fin vi el rostro de Janna, tumbada
delante de mí. No es ella la que está
tumbada… eres tú. Cierto. Pero
¿qué estoy haciendo aquí tumbado?
—¿Qué estoy haciendo aquí
tumbado?
—¿Puedes sentarte?
Poco a poco fui incorporándome
hasta quedar sentado. Ante mis ojos,
la imagen de Janna empezó a girar en
el sentido de las agujas del reloj
saliendo de la horizontal y
acercándose cada vez más a la
vertical, hasta que me hallé
completamente erguido.
—Los dos estamos verticales —
constaté, y sacudí la cabeza un par de
veces—. ¿Qué ha pasado?
—A ver si encuentras esa
información dentro de ti.
Fruncí el entrecejo.
—¿Por qué no te limitas a
explicarme qué diablos ha pasado?
Ella sonrió con paciencia.
—Han pasado muchas cosas.
Trata de encontrar esa información…
—Dentro de mí —concluí con
fastidio—. Ya lo sé. De acuerdo,
espera un minuto… Caminando
alrededor de una alfombra. Aturdido.
—Ajá —asintió ella—. ¿Qué
más?
—Wyatt.
—Bien. Wyatt, un nuevo alter
ego… Caminaba alrededor de la
alfombra.
Fruncí el entrecejo y me llevé la
mano al pecho.
—Respiración angustiosa, como
si me hallase atrapado debajo de
algo… algo que me oprimía el
pecho. —Empezaba a experimentar
una sensación muy desagradable—.
Un vestido azul de algodón. Unas
bragas…
—Bien…
—¡No! No me gusta eso.
—¿Qué más? ¿Quién era la mujer
del vestido azul?
Cerré los ojos y un destello de
ira me partió el cerebro en dos. Abrí
los ojos de par en par y la miré,
furioso.
—¿Quién crees tú? —espeté.
—No lo sé.
—Pues, ¡a quién le importa! Sólo
porque alguien haya dicho algo no
significa forzosamente que sea
verdad.
. —Cierto, pero…
—¿Pero qué?
—¿Quién fue? Escucha dentro de
ti.
Hubo un minuto de silencio.
—Pelo blanco. Eso es. Es lo
único que se escucha. Pelo blanco.
Ni siquiera puedo distinguir quién lo
ha dicho. ¡Cuánto aborrezco todo
esto!
—La abuela —murmuró Janna.
—¡No sé por qué dices eso!
—Escucha dentro de ti. Ya sé
que te resulta difícil, pero sigue
escuchando.
Cuando dijo «escuchando»
arrastró la «s» y el sonido sibilante
se deslizó de sus labios y me
envolvió como un chai de seda. Y mi
rabia se evaporó. Volví a cerrar los
ojos.
—Mozart. ¿Música? No. Es un
nombre. Hay un niño… que se llama
Mozart. Un alter ego llamado
Mozart. —La miré, perplejo—. ¿Es
posible que exista un alter ego que
se llame Mozart?
Janna asintió.
—Así dijo él que se llamaba.
Creo que es un niño. Y está en un
apuro muy grave. Hay que llevarlo al
salón de la Tranquilidad. Tú y los
demás deberíais tratar de localizarlo
y llevarlo allí. Y también a Wyatt.
Intentadlo ahora. Per y Bart, Dusty,
Stroll… buscad a Wyatt y a Mozart.
Necesitan descansar en el salón de la
Tranquilidad.
Hubo otro silencio y luego:
—Ya está. Los hemos
encontrado.
—¿Podéis conducirlos al salón
de la Tranquilidad?
—Ahora vamos para allá.
—Bien.
De nuevo permanecimos un rato
callados. Parpadeé y noté que los
ojos me escocían.
Janna se acercó al sofá para
sentarse en el otro extremo. Me volví
a mirarla y entonces comprobé que
también me dolía el cuello.
—La sesión ha sido muy dura —
comentó ella—. ¿Cómo te
encuentras?
—En la cuerda ñoja… comó un
funambulista solo y sin red.
Janna alargó la mano con
intención de darme una palmada en el
hombro, pero finalmente la apoyó en
el asiento del sofá, cerca de mí.
—No estás solo, Cam —dijo en
voz baja—. Yo soy tu red
salvavidas.
34
Entre los reunidos en el Chevys, un
restaurante mejicano de Alameda,
había ocho del despacho de Rikki.
Cuando llegó (con una hora de
retraso) tomaban margaritas, comían
canapés y reían alrededor de dos
mesas que habían juntado para lá
despedida de Andy.
Un tipo delgado y musculoso de
unos treinta años levantó su copa y
exclamó:
—¡Eh! ¡Mira quién ha decidido
unirse a nosotros! —Y se lanzó a
c a nta r Helio, Dolly tratando de
emular a Louis Armstrong, aunque le
salió más parecida a la del Grover
d e Barrio Sésamo. «Desocupad un
par de rodillas para ella, amigos.»
Janine, que se sentaba al lado de
Andy, corrió la silla para hacer sitio
y Andy acercó una silla de otra mesa
mientras todos entonaban a coro:
—¡Rikki no te va-yas, Rikki no te
va-yas, Rikki no te va-yas nunca
máaaas!
El coro 'se disolvió en risas y
todos los presentes aplaudieron y
brindaron.
Rikki se sentó con una sonrisa
radiante.
—Yo no me voy —dijo al tiempo
que sostenía una copa vacía y
apoyaba una mano en el hombro de
Andy—. Éste es el que se va. Que
alguien me sirva un margarita, por
favor.
Andy le llenó la copa. Tenía
cabello negro y lacio, con las sienes
entrecanas, ojos azules y facciones
atezadas de expresión risueña, con
patas de gallo y arrugas de hombre
muy curtido, como si se ganase la
vida vendiendo cabañas en la
montaña y además disfrutara con
ello. Excepto que usaba zapatos
italianos y un traje de mil dólares. Y
no vendía cabañas. Era un experto en
márketing.
Se volvió hacia Rikki sonriendo.
—Celebro que hayas podido
asistir, y gracias por el detalle.
—No me lo hubiese perdido por
nada del mundo. Perdona el retraso.
En el último minuto se nos acumuló
el trabajo de organización de la feria.
—Y mirando hacia el resto de la
concurrencia le dijo al cantante—:
¡Oye, Satchmo! ¡Si mañana a primera
hora no me traes la lista de clientes
para la inauguración tendrás que
empeñar la trompeta!
Todos rieron.
—¿Es una advertencia? —rió el
supuesto Satchmo.
—Lo digo en serio, Jimmy.
Necesito esa lista.
—De acuerdo, Rikki. Me he
retrasado porque intentaba pescar
algún capullo más.
—A mí también me gustaría
pescar uno —sonrió Rikki, y vació
su copa de un trago.
Un tipo grandullón en camisa
blanca, pajarita roja y tirantes
levantó la voz desde el fondo.
—Perdón, Rikki… —Levantó el
mantel, sonriendo, e hizo como que
se miraba la entrepierna—. Creo que
acabo de encontrar uno para ti.
Todos festejaron la chanza.
—Gracias, Brian. No lo olvidaré
—replicó Rikki riendo. Andy le
llenó de nuevo la copa y sus manos
se rozaron ligeramente. Sus miradas
se encontraron y ella le sonrió.
—¡Bueno! Debo irme —anunció
Janine mientras apartaba la silla y se
ponía en pie. Arrojó un billete de
diez sobre la mesa—. Tengo ligue
esta noche.
Una mujer madura muy elegante
que tomaba los canapés con la
servilleta dijo:
—Oye, Janine, apostaría a que no
es ningún campesino.
Janine hizo una mueca y replicó:
—No; es un italiaaano.
Lo cual fue celebrado con nuevas
risotadas, sin exceptuar a la misma
Janine. Ésta se volvió hacia Andy.
—Buena suerte, Andy. —Se
inclinó para rozarle la mejilla con un
beso—. Te echaremos de menos.
Andy quiso ponerse en pie pero
Janine lo retuvo.
—No es necesario. —Y mirando
en derredor agregó—: ¡Éste si es un
caballero!
—Gracias por venir, Janine.
Pórtate bien —sonrió él.
—¿Yo? ¡Ja! Adiós.a todos. —Y
salió hecha un torbellino, saludando
con la mano.
Brian se puso en pie y con cara
de circunstancias anunció:
—Es tarde. Me voy a casa, que
mañana la tortura empieza otra vez a
las siete. —Dejó sobre la mesa un
billete de veinte, se puso la chaqueta
y se acercó a estrechar la mano de
Andy.
—Yo también —dijo Jimmy—.
Hasta mañana. ¿Partida de póquer el
jueves, Andy?
—¡Claro! Me hace falta tu
dinero.
Los demás fueron apurando las
bebidas, dejaron su contribución y le
manifestaron a Andy los buenos
augurios de despedida. En pocos
momentos Rikki y Andy se quedaron
a solas.
—Bueno, pues aquí estamos —
dijo él.
—Sí, ya lo veo —se encogió de
hombros ella.
Se hizo un silencio un poco
incómodo, como suele ocurrir
cuando dos personas que no se
conocen mucho se quedan solas.
Andy fue el primero en romperlo.
—Tú también querrás marcharte,
Rikki…
—No hace tanto que he llegado.
Pero no te sientas obligado a
quedarte por mí.
—Descuida. Iba a terminarme la
copa. Es sólo que no quiero que te
sientas obligada a hacerme
compañía. Ya sabes. El homenajeado
debe ser el último en abandonar la
fiesta.
Rikki asintió.
—Sí, el cumplimiento del deber
es lo primero —contempló los
billetes que habían quedado en la
mesa—. Aunque me parece que vas a
resarcirte.
—Supongo que sí —rió Andy—.
Todavía voy a salir ganando.
Podríamos pagar la cuenta con esto y
todavía nos sobraría para tomar la
última copa en Tahoe —propuso.
Rikki'sintió una leve excitación y
súbitamente se dio cuenta de que
estaban sentados muy cerca el uno
del otro. Miró a Andy con los
párpados entornados y fingiendo ser
la Bacall dijo:
—¡Hum! Tahoe… tienen un
estanque ahí.
Andy se inclinó hacia ella e hizo
un par de veces la mueca de Bogard
con los labios antes de decir:
—Sí, muñeca, y muy mojado. —
Y luego hizo el ademán de Bogard.
Ambos se quedaron mirándose un
segundo y luego rompieron a reír.
Una camarera de unos veinte años,
morena de cabello corto y cejas
espesas, se acercó a la mesa y
preguntó:
—¿Quieren algo más?
Andy le dirigió a Rikki una
mirada de interrogación. Ella
consultó su reloj y luego dijo:
—Tomaría un café con Kahlua.
—Estupendo, yo también. Dos
cafés con Kahlua, por favor.
—Sí, señor. Enseguida le envío a
alguien que limpie la mesa.
—Gracias.
Cuando se hubo alejado la
camarera, Andy meneó la cabeza y
dijo:
—Me ha llamado «señor».
Seguramente piensa que soy un viejo.
Ambos rieron y Rikki notó que
sus rodillas se rozaban debajo de la
mesa. Carraspeó y dijo:
—Janine me llama abuelita.
—¡No me digas! ¿En serio?
—En serio.
Él se alisó la corbata de seda.
—Tengo una hija de catorce.
—Y yo un hijo de siete.
—¿Cómo se llama?
—Kyle. ¿Y tu hija?
—Katie.
Les sirvieron cafés y ellos
tomaron el primer sorbo. Rikki dio
ur. respingo, se abanicó la boca y
dijo:
—¡Uf! Está demasiado caliente.
—¿Te ha quemado la lengua?
—Sí —dijo ella, y se refrescó
tomando un sorbo de agua.
—Es molesto quemarse la lengua
al primer sorbo —comento Andy.
—O el paladar con el primer
bocado de pizza —asintió Rikki.
—Eso también —corroboró él
tomando una cucharada de crema
batida—. Prueba. La crema no está
caliente —dijo, ofreciéndosela.
Territorio peligroso.
Ella titubeó un segundo y luego
tomó un lengüetazo del final,
mirándole fijamente. Hubo un
silencio.
Rikki se fijó en la mano izquierda
de Andy.
—No veo ningún anillo.
Andy bebió un sorbo de café para
ganar tiempo y luego colocó la taza
parsimoniosamente sobre el platillo.
—Mi mujer me dejó cuando
Katie tenía dos años.
—Lo siento.
—Se volvió a casa de sus
padres, en Wyoming, y no reclamó la
custodia de la niña cuando nos
divorciamos. —Sonrió con tristeza
—. Ellen tenía problemas con el
alcohol. Estuvo en media docena de
clínicas. Incluso intentó suicidarse
una vez. —Se encogió de hombros—
Ahora nos vemos dos veces al año, y
el día del cumpleaños de Katie le
envía un regalo…
—Habrá sido muy difícil para ti.
—Lo fue al principio. Es que yo
no tenía ni la menor idea, ¿sabes? Y
luego la vorágine se la llevó de
repente. —Ensimismado, Andy
jugueteaba con la cucharilla—. Pero
Katie y yo nos llevamos muy bien.
—¿Nunca hubo otra mujer?
—¡Ah! —suspiró Andy—. Un
par de veces, sí. Hace tres años
empecé a salir con una mujer en
serio, pero luego resultó que ella
quería tener familia propia, no ser
una madrastra. Así que, ¡pfff! —
Ilustró con las manos algo que se
desinfla.
Andy se irguió en el asiento y
puso su expresión de jovialidad para
alejar pensamientos tristes.
—¿Y tú? ¿Qué me cuentas de tu
vida?
Rikki tomó la taza entre las
manos y la giró. Durante unos
segundos contempló el remolino del
café mientras consideraba qué parte
le convenía contar. Cuando se
decidió, lo soltó todo. Andy la
escuchó con atención y contempló el
azul intenso de sus ojos y los
delicados movimientos de las manos
con que iba subrayando el relato.
Anochecía ya cuando Rikki
terminó, y el personal del servicio
andaba entre las mesas encendiendo
velas. Andy cubrió con su mano las
de ella y las apretó un poco.
—Lamento que hayas tenido que
pasar por todo eso.
Rikki correspondió al apretón.
—Gracias.
Enseguida consultó el reloj. Eran
las siete y media.
—¡Dios mío! Se me ha hecho
tarde. Cam asiste a una sesión esta
noche y empieza a las ocho y media.
Andy pidió la cuenta a la
camarera, reunió los billetes de la
colecta, pagó y dejó una generosa
propina. Al ponerse en pie dijo:
—Te acompaño hasta tu coche,
Rikki.
Ella sonrió y se encaminaron
hacia la salida.
Junto al coche, él le dijo:
—¿Querrías salir a cenar alguna
noche? Como amigos.
Rikki sintió un cosquilleo,
seguido de una oleada de temor.
Frunció el entrecejo,.confundida por
aquellas sensaciones contradictorias.
Pero luego sonrió y contestó:
—De acuerdo.
Un amigo.
35
Cuando Rikki, ya de noche, entró en
el sendero, yo estaba en el garaje
paseándome de arriba abajo,
quisquilloso y malhumorado por
llegar tarde a mi reunión en Sedona
House.
Rikki me iluminó con los faros
del coche y advirtió mi enfado. Dijo
que lo sentía y yo murmuré «no tiene
importancia». Cambiamos unos
rápidos y rutinarios besos y, a los
quince segundos de la llegada de
ella, me hallé sentado al volante y
saliendo a la calle. La aparición de
Wyatt y Mozart en el consultorio de
Janna había puesto en marcha la
batidora de mi cerebro, y el retraso
de Rikki acabó por reducirlo todo a
papilla. Procuré concentrarme en la
conducción pero sentía el volante
como escurridizo, mientras los faros
proyectaban millones de partículas
de pigmento amarillo sobre las
calles.
En la carretera de Alta Vista, a
poco más de un kilómetro de casa, oí
la sirena y vi los destellos rojos. A
la derecha, a la derecha. Pisa el
freno. Pon las luces de emergencia.
¿Qué pasa? Callaos. ¿Qué pasa?
¡Callaos! ¿Qué pasa?
¡¡¡SILENCIO!!! Un cono de luz
blanca, apuntándome.
—Por favor, baje el cristal,
señor.
¿Eh? ¿De dónde ha salido esa
voz? Otra vez, ahora más fuerte:
—Baje el cristal, señor.
¡Que nadie abra la boca!
Aprieta el botón. Nada. Pero ¿no es
este botón? Nada.
—Ponga las manos sobre el
volante.
Obedecimos y el policía abrió la
puerta y me alumbró la cara con su
linterna.
—¿Por qué no ha bajado el
cristal?
—No lo sé. He apretado el botón
pero no funciona…
—Tiene el contacto apagado.
¿Qué ha bebido usted?
—Agua. Un vaso de agua.
—Salga del vehículo, por favor.
Piernas como gelatina, pies que
chapotean en el suelo. Qué alto soy.
Un golpe de viento me azota el rostro
y un mechón de pelo se introduce en
mi boca abierta. ¿Qué ha sido eso?
¿Una cuerda? Cada vez me hundía
más en aquellas aguas turbias.
—Enséñeme su permiso de
conducir, por favor.
—¿Cómo?
Lo repitió, esta vez con tono más
desabrido:
—Le he dicho que me enseñe su
permiso de conducir.
Su acompañante, que se había
quedado en el coche patrulla para
pasar los datos de mi matrícula, se
apeó entonces. Era una mujer policía.
—No le entiendo…
—Su permiso de conducir. En la
cartera. ¿No lleva usted una cartera?
La mujer policía lanzó una
mirada inquisitiva a su compañero.
—Bolsillo —balbucí. El
naufragio era total. Nadie salía en mi
auxilio. ¿Dónde está Leif? No lo sé.
¿Y Per? No lo sé—. En mi bolsillo.
De los pantalones. Está en el bolsillo
de los pantalones.
El policía miró a su compañera y
después otra vez a mí.
—Lleve la mano muy despacio al
bolsillo y saque el permiso de
conducir, señor.
—De acuerdo. —Saqué la
cartera haciendo pico con los dedos
y se la ofrecí cuidando bien de no
abrirla. A veces muerden, ¿sabes?
—No quiero que me dé su
cartera, señor. Ábrala y saque el
permiso.
—No… no puedo. No sé qué
quiere que saque.
La mujer policía me introdujo un
objeto de plástico en la boca y dijo:
—Sople aquí.
Lo hice. Ella lo retiró de mi
boca, lo miró y dijo a su compañero:
—Nada.
Él tomó la cartera y sacó el
permiso de conducir. De nuevo
recibí el haz de una linterna. La
mujer policía llevaba también la
suya.
—Díganos su nombre y apellido,
señor —dijo ella.
—Cameron West —dijo mi voz.
Yo estaba a gran profundidad, muy
lejos de la realidad—. Él es
Cameron West.
El policía leyó el documento y
dijo:
—Coincide.
La mujer dijo:
—El coche es suyo y vive muy
cerca de aquí.
El policía nos devolvió la cartera
y dijo:
—Cuando ha dicho «él es
Cameron West», ¿a qué se refería?
No contesté. Es difícil hablar
cuando uno está sumergido.
—¿Sabe usted dónde está, señor
West?
—En California.
Entre los policías hubo un
intercambio de palabras que no
conseguí entender.
—¿Sabe que estaba conduciendo
a más de cincuenta en una zona
restringida a cuarenta?
¡Bang! Aparición de Wyatt.
—Noventa. Cincuenta y cuarenta
suman noventa.
—¿Qué dice? —preguntó el
policía, pero Wyatt ya estaba
desaparecido. Se volvió hacia su
pareja. No sabían qué hacer. Oí más
palabras. La mujer me preguntó:
—¿Tiene esposa, señor West, o
alguien de su casa con quien
podamos hablar?
—Rikki West —contesté.
—¿Es su esposa?
—¿Cómo?
—Que si Rikki West es el
nombre de su esposa.
—Sí, Rikki West es la esposa.
—¿Recuerda su número de
teléfono?
El número emergió de algún
lugar y mi boca lo pronunció. ¿De
dónde ha salido eso?
Entonces Wyatt se asomó de
nuevo durante un segundo, lo justo
para decir:
—No hay bichos ahí. Ni uno.
Pero la brisa le llevó una cuerda a la
boca y ése fue el sabor que noté.
La mujer dijo a su compañero:
—Voy a llamarla. —Y se
encaminó hacia el coche patrulla.
El policía dijo:
—A este lado, por favor —
indicándome que me colocase a la
derecha de mi automóvil a fin de
alejarme de la carretera. Algunas
personas habían visto las luces del
coche patrulla y salían a los porches
para curiosear. Sentí la brisa cálida
sobre la piel.
La mujer se apeó del coche y se
acercó para decirle a su compañero:
—He hablado con su mujer.
Ahora mismo van a traerla aquí. No
tardará. Dice que él a veces padece
de ausencias mentales y confusión.
Que precisamente iba a una reunión
de un grupo de autoayuda.
El hombre dijo en voz baja:
—No sé. Quizá deberíamos
retenerlo. A mí me parece bastante
más que una simple confusión.
—A ver lo que dice su mujer
cuando llegue —contestó la policía.
Sumergido en las cálidas aguas
tropicales. El resplandor de la luna
trazaba un dibujo a rayas de cebra en
el fondo arenoso. Yo sin zapatos,
sólo una camisa y unos bombachos
color caqui. ¿Por qué estoy en el
agua con los pantalones puestos?
No preguntes en voz alta. A la
cárcel. Te llevarán a la cárcel.
¡Dios mío! ¿Qué he hecho mal?
Salí un segundo a la superficie
para preguntar:
—¿Qué he hecho mal?
El policía dijo:
—Conducía usted con exceso de
velocidad, señor West. Ahora viene
un coche patrulla con su esposa.
Aquí llegan. No se ponga nervioso.
La mujer se acercó al segundo
coche patrulla, del que se apearon
dos policías. Uno de ellos abrió la
puerta de atrás y salió Rikki. Los
coches que pasaban reducían la
marcha para curiosear. Rikki habló
un momento con la mujer policía
mientras su compañero me vigilaba.
Yo permanecía quieto y callado,
aunque por dentro era una raya que
se deslizaba cerca del fondo del
océano. Luego todo el grupo se
acercó a mí.
Rikki apoyó su mano en mi brazo.
—¿Cam? ¿Estás bien? —dijo con
preocupación.
Sus palabras penetraron a través
del agua tropical y me rozaron
ligeramente el hombro. Yo me agarré
a ellas y ascendí poco a poco hacia
la superficie. Adiós, peces. Adiós,
algas. Volveremos.
Mis neuronas volvieron a su
alineación y las aguas retrocedieron.
Luego hubo una rápida conmutación y
volví en mí con presencia total. La
policía, las luces, los coches, la
noche en la carretera, Rikki.
—¿Qué pasa, Rikki? —pregunté,
confuso.
—Te han detenido por exceso de
velocidad —respondió ella sin soltar
mi brazo.
—Me han detenido —repetí
tratando de comprender. Contemplé
el semblante de Rikki y luego a los
cuatro policías, consternado por la
súbita irrupción de la realidad—.
¡Vaya! ¿Me he metido en problemas?
Rikki, dime que no es así —supliqué
muerto de miedo.
Ella miró a la mujer policía, que
por lo visto le inspiraba más
confianza, y ésta dijo:
—Lo del exceso de velocidad no
es tan grave, señor West. Pero quizá
deberíamos llevarle a un hospital
para someterlo a observación. Su
esposa nos ha dicho que sufre
ausencias mentales algunas veces.
Meneé la cabeza.
—¡Ah, sí! Algunas veces… Pero
no he tomado nada —dije, temiendo
que sospecharan que era aficionado
al LSD o algo por el estilo—. Nunca
tomo ninguna droga.
—Eso ya lo sabemos —replicó
ella, hablando despacio y con
énfasis, como si yo fuese duro de
oído—. ¿Cree que podrá regresar a
casa si su esposa conduce el coche?
La miré tratando de parecer
normal.
—Sí, agente. Lamento haber
causado tanta molestia.
—Es nuestro trabajo —replicó el
policía que estaba a mi lado—.
Tenga más cuidado la próxima vez
que se ponga al volante. O mejor
dicho, en su estado no debería
conducir.
Asentí. Él se volvió hacia Rikki y
dijo:
—Pueden irse, señora West.
—Gracias —contestó Rikki, y
abrió la puerta del coche. Subí y ella
cerró para dar la vuelta y ponerse al
volante. Arrancó y emprendió el
camino de regreso, al tiempo que
apoyaba una mano en mi muslo.
—¿Estás bien?
Meneé la cabeza sin dejar de
mirar por la ventanilla.
—No muy bien. Lo he pasado
muy mal en la sesión con Janna.
Ella me dio un par de palmadas y
yo preferí cambiar de conversación.
—¿Dónde está Kyle?
—He tenido que dejarlo con los
Withington.
—¿Qué les has contado?
—¿A quiénes? ¿A los policías?
—No, a los Withington.
—Que fuiste víctima de abusos
en la infancia y que cuando surgen
los malos recuerdos pasas por
algunas fases de desorientación.
Ellos dijeron que lo sentían pero no
preguntaron nada más.
—Esto no funciona, Rik. —
Meneé la cabeza—. Soy un chiflado.
Ella me palmeó el muslo de
nuevo y durante el resto del trayecto
no volvimos a hablar.
Una vez en casa, subí a tomar un
baño de espuma, mientras Rikki iba a
casa de los Withington a recoger a
Kyle. Cuando regresaron yo seguía
en la bañera. Ellos entraron en el
baño mientras yo seguía en el país de
las burbujas, confiando en que el
agua caliente se llevase lo que
acababa de suceder. Pero no podía
lavar la pez negra que llevaba
adherida por dentro, el asfalto de las
carreteras del infierno. Eso no había
manera de desprenderlo.
—¿Papá? —dijo Kyle—. ¿Te
encuentras bien? Un coche patrulla se
llevó a mamá y yo estaba
preocupado.
Conseguí sonreír.
—Sí, estoy bien. Ha sido sólo un
rato de despiste, nada más.
—Me habría gustado ir en ese
coche patrulla —contempló el
montón de espuma—. ¿Puedo
meterme?
—¡Claro! —dije.
Para mis adentros deseaba que el
agua contaminada por mí no
ensuciase a mi pequeño.
—Voy a buscar unos juguetes —
anunció él y salió hacia su
habitación.
Al levantar la mirada me
encontré con los ojos de Rikki y
aparté los míos, avergonzado.
—¿Estás bien? —dijo ella.
Asentí.
—Sí, estoy bien —mentí.
Después del baño, Rikki le leyó
un rato al niño y yo le di el beso de
buenas noches.
Nos acostamos y Rikki se tumbó
sobre mí para darme un largo y
profundo beso apasionado.
Luego se montó a horcajadas, me
cabalgó y se sacó la camiseta por la
cabeza, echándome los pechos a la
cara. Tomé uno de los endurecidos
pezones y lo chupé provocándole un
gemido de placer. Ella me manipuló
el miembro, para trazar a
continuación un sendero de besos por
el pecho y vientre abajo, hasta
tomarme con su boca húmeda y
caliente. Acaricié su espalda, mojada
de sudor, sentí el ritmo de su cabeza,
arriba y abajo, labios suaves y
succionadores, y mi cuerpo se tensó
y la habitación empezó a dar vueltas,
a desvanecerse en torno a mí y…
¡oh, no…! Disparador, fogonazo y…
—¿Ma… mamá? —Era Clay.
Rikki alzó la cabeza bruscamente
y se quedó mirando a Clay, sólo que
estábamos a oscuras.
—No… no hagas eso, mamá —
suplicó él.
Rikki reaccionó saltando de la
cama. Se puso su albornoz y
encendió la luz.
—¡Clay! —exclamó sin aliento,
al tiempo que se envolvía en la
prenda.
—¿Qué… qué?
—Yo no soy tu mamá, y tú no
deberías estar aquí.
Él quiso decir algo pero sólo le
salió un balbuceo inarticulado.
—Necesito hablar con Cam
ahora mismo —exigió Rikki.
Al momento me vi de nuevo en la
habitación.
—¿Qué diablos ha pasado? —
pregunté mientras intentaba ponerme
en pie mentalmente.
Ella se quedó.mirándome con
expresión ofendida.
—¿Y tú me lo preguntas? ¡Si
realmente ha pasado lo que imagino
que ha pasado, Cam…! —Se apartó
el cabello con la mano.
—Ha salido Clay, ¿verdad?
—¡Vaya si ha salido! ¡Mientras
yo estaba…! —Se tapó la boca con
la mano—. ¡Ay! ¡Mierda! Todo esto
es horrible, Cam.
—No… no es tan grave, Rikki —
balbucí.
—¿Cómo que no es tan grave? —
rompió a gritar ella, pero se contuvo
para no despertar a Kyle, y continuó
en voz baja—: ¡Es un asco! ¡Lo ha
estropeado todo!
Bajé los ojos para contemplar mi
erección menguante y traté de
sonreír.
—No del todo todavía —quise
bromear, pero no salió bien.
—Mira, Cam, esto no tiene
ninguna gracia. Quiero decir, si ni
siquiera podemos hacer el amor sin
que asome cualquier intruso, pues…
¡mierda!
—Lo siento, Rik. Lo siento de
veras. Trabajaremos sobre esto con
Janna en la sesión de terapia. Los
meteremos a todos anticipadamente
en el salón de la Tranquilidad.
Tienes razón, esto no debe volver a
ocurrir. Lo siento mucho, te lo
aseguro. Vuelve a la cama, ¿quieres?
Todo saldrá bien.
Pero Rikki no se movió; se quedó
mirándome y dijo, mortalmente sería:
—De pronto tuve la sensación de
estar haciendo algo horrible. Como
si estuviera abusando de una criatura.
—Se echó a sollozar—. No quiero
sentirme así, Cam… Quiero hacer el
amor con mi marido, ¡maldita sea!,
no con Clay ni con ningún otro.
Qué podía decir yo. Tiré del
cobertor para tapar mi desnudez,
súbitamente avergonzado y deseando
esconderme entre las nieblas del
rincón más lejano y miserable del
universo. Que alguien me ayude.
Que chasquee los dedos y me haga
desaparecer. Pero no sucedió nada.
Ni hallé donde refugiarme.
Por fin Rikki volvió a acostarse,
pero no sin antes ponerse un pijama.
Y no volvió a tocarme, sino que se
acurrucó en su lado y se dispuso a
dormir. Yo encendí la luz de mi lado,
abrí mi diario y tuve una discusión
muy seria con Bart, Per, Stroll y Leif.
Nadie debe salir cuando Rikki y yo
estamos haciendo el amor, y mucho
menos los menores. Todos
admitieron que sería lo mejor y se
fueron a atender a Clay.
Cerré el diario y apagué la luz,
pensando que tal vez el acuerdo
llegaba demasiado tarde y que quizá
Rikki no querría hacerlo nunca más
conmigo.
36
Como decía un personaje llamado
Joe, «se aprende a vivir casi con
cualquier cosa». Pero no dijo lo
difícil que podía resultar. El
incidente con Clay fue más que un
temblor de tierra, fue un terremoto en
toda regla y cuando acabó nos
encontramos en los lados opuestos
del despeñadero. Ella culpaba a mis
inquilinos y yo me culpaba a mí
mismo. A partir de entonces tuvimos
un trato exquisito, y andábamos como
de puntillas el uno alrededor del otro
sobre la tierra estremecida todavía
por las réplicas.
Rikki empezó a quedarse a comer
con Andy, y algunas veces a cenar, lo
cual en principio no importaba.
Siempre tuvo amistades masculinas,
y yo confiaba plenamente en ella. Yo
no fui el primer amigo de su vida,
¿por qué había de ser el último?
Siempre es bueno tener amigos. No
era que no confiase en Rikki. Era que
no me ofrecía ninguna seguridad la
tierra que pisábamos. Ni el cielo. El
azul ya no era azul.
Me quedaban los estudios, y me
refugié en ellos. Me desentendí de mi
gente pero cuanto más los ignoraba
peor iban las cosas. En el salón de la
Tranquilidad dejó de haber
tranquilidad. Todos andaban
cubriéndose, agachados, escondidos
detrás de los muebles mientras las
balas perdidas silbaban por doquier.
Esa bala era Switch. Hasta el día
que volvió a cortarme el brazo
derecho. Yo estaba escribiendo una
tesina cuando de pronto me vi en el
baño con un objeto cortante en la
mano y la sangre de una herida
reciente. ¿Y Bart? ¿Y Leif? ¿Dónde
estaban? A cubierto, sin duda. La
culpa era mía por tratar de
excluirlos. Y yo, a la clínica para
que me pusieran unos puntos.
Rikki escondió los cuchillos,
pero daba igual. Switch encontraría
otras cosas, la tapa de una lata de
atún, la cuchilla del sacapuntas de
Kyle, un viejo clavo oxidado…
Leí mensajes en mi diario
escritos con sangre. «Ven por mí.»
«Qué quieres.» «Aún estoy aquí.» Yo
también escribí el mío: «Socorro.»
Al lado pinté con sangre un
autorretrato. Desde entonces, cada
vez que tomaba el diario se abría por
la página del autorretrato y aquellos
ojos de alucinado me contemplaban
pidiendo socorro.
Las ruedas giraban, los
neumáticos echaban humo y los tubos
de escape rugían. Yo iba montado en
un bólido con el acelerador
encallado, camino del infierno.
Un jueves, nueve meses después
de aquella noche del episodio con
los policías, tras dejar a Kyle en la
escuela regresé a casa, pero no pude
sentarme al ordenador. Notaba un
hormigueo en todo el cuerpo y todo
me pareció más nítido y brillante de
lo normal. El interior de mi cráneo
parecía una tienda de relojes: tictac,
tictac, tictac, con muchos objetos
extraños en los estantes, todos
haciendo tictac. Faltaban dos minutos
para la medianoche.
Mis pies pisaron las baldosas de
la cocina y la alfombra de la sala de
estar, mi mano hizo girar el picaporte
de la puerta del garaje, y bajé los dos
peldaños. El suelo de cemento estaba
frío y resbaladizo. Mis ojos
recorrieron la pared del garaje
tomando nota de los cubos de basura,
la lavadora, la secadora, la mesa de
las herramientas. ¿Qué pasa aquí?
No lo sé, pero no tiene buena pinta.
¡Oh, mierda! ¿Qué es todo esto?
Rastrillos, azadas, serruchos, un
pico, unas podaderas, una horquilla,
un martillo. ¡Dios mío! ¿Qué pasa?
Mi cuerpo avanzó hacia el martillo.
Oh, no. Oh, no.
Switch deslizó una mano por el
mango de madera, hacia el hierro, y
lo levantó. La otra mano estaba con
la palma apoyada en la mesa, los
dedos separados, esperando. Tictac
tictac… ¡Oh, Dios mío! No quiero
ver esto. No quiero. No quiero…
¡Cucú!
¡Blam! El martillo aplastó mi
mano y me hizo ver las estrellas.
¡Aaaah! ¡Cómo duele! ¿Qué
demonios…? Ya sabía yo que ése
estaba tramando algo. Mira, los
dedos se están hinchando como
globos… ya sabes, de los que
cuando están inflados se convierten
en cisnes. La mano se está poniendo
morada. Cam… ¡eh, Cam! ¡Ven a
ver lo que ha pasado aquí!
Me acerqué pasando a caballo
sobre el filo del abismo. Mi
cabalgadura relinchó y resopló por
los ollares. Me dispuse a desmontar.
¡Aaay! ¡Maldita sea! ¡Cómo me
duele la mano! Aterricé en el suelo,
la cabalgadura se desvaneció en el
aire y de súbito me encontré en el
garaje.
—¡Oh! ¡Tengo la mano hecha
papilla!
¡Oh, no! ¡Otra vez a la clínica!
Mal asunto. Definitivamente, muy
mal asunto.
Estaba en lo cierto. Era mal
asunto. La enfermera de urgencias
preguntó:
—¡Vaya! ¿Qué le ha pasado en la
mano?
—Se me cayó encima una caja
muy pesada —contesté, y me envió a
rayos X para que me hicieran unas
placas.
Resultó menos grave de lo que
imaginábamos. La superficie del
martillo, ancha y plana, debió
repartir la fuerza del golpe, y aunque
tenía la mano muy inflamada,
asombrosamente no apareció ningún
hueso roto. El médico me entablilló
los dedos y me puso un vendaje que
parecía un guante de béisbol blanco.
Después de lo cual me enviaron a
casa.
Por empeño de Rikki, y con la
aprobación de Janna, ingresé otra vez
en la clínica Del Amo. Esto sucedió
el sábado a mediodía y de nuevo me
vi navegando de cara a un viento
furioso.
Todo estaba cambiado. Debido a
unas reformas habían trasladado la
unidad de disociativos a otro lugar
del edificio. Bea aún seguía allí, y
también Sue. Vi a Stephanie, pero
ella evitó encontrarse conmigo. En
cuanto a Kris, acababan de llevársela
de allí después de dos meses de
estancia. Se quemó medio cuerpo con
ácido. Pobre Kris. Pobre Jody.
Nos asignaron a otro terapeuta,
porque el doctor Mandy estaba
sobrecargado de trabajo, y eso
también fue una lástima. El doctor
Alan Beecham, un tipo corpulento de
edad madura, daba una mano fofa que
me recordó las gachas de maíz. Tenía
una voz aguda y era cejijunto.
Inteligente supongo que sí sería. Al
menos tenía su título. Pero yo estaba
estudiando para obtener el mío y
había aprendido mucho, sobre todo
en lo concerniente a mi propia
condición. No lo tendría fácil el
doctor Beecham para deslumhrarme
con su sapiencia. No estábamos
hechos el uno para el otro y eso fue
todo. Él no tuvo la culpa.
En cambio a Dusty le caía muy
bien. La escuchaba con simpatía
cuando ella se quejaba de Robbie.
Incluso daba la impresión de
apreciarla, quizá porque ella no
trataba de ser más lista que él ni
pretendía demostrar que supiese más.
Yo sí lo hacía. Y también Leif. Entre
los dos le zarandeamos bastante.
Yo estaba enfadado por haber
tenido que ingresar otra vez en la
clínica. Y porque no me habían
asignado a Ed Mandel. Y porque
Beecham era un poco lerdo de
entendimiento. Y porque Kris no
estaba allí. Y porque Stephanie se
mostraba fría y distante. Y porque
Rikki se alejaba de mí sin que yo
pudiese evitarlo. En conjunto, se
podía decir que estaba bastante
enfadado, ¡vaya si lo estaba!
Por fortuna, Janna nos llamaba
todos los días en un intento por
ayudar a quitarme los kilos mentales
que me sobraban: la Jenny Craig del
chiflado. Le di una tarjeta telefónica
e insistí en que tuviéramos sesiones
de pago, no como las llamadas
discrecionales del terapeuta, que te
llama de vez en cuando para
preguntar cómo estás y la familia qué
tal, para que veas lo bellísimas
personas que son. Nada de eso. Y
tampoco era cuestión de permitir que
Janna Chase se ocupara de nosotros
sin cobrar ni un céntimo. En el fondo,
yo me negaba a admitir que pudiese
albergar un interés sincero por
nosotros; al fin y al cabo, ¿por qué
diablos iba a interesarse nadie por
nosotros?
El trabajo con Janna a través del
teléfono nos parecía muy provechoso
y, además, queríamos salir de la
clínica cuanto antes. En esto no
tardamos en vernos complacidos.
Cuando Switch salió al pasillo con
un corte de cinco centímetros en el
brazo, hecho con el extremo de un
clip y la palabra «muerto» escrita
con sangre en la frente, me dieron a
elegir entre trasladarme al pabellón
de aislamiento o ponerme de patitas
en la calle.
Adiós, Del Amo, hasta siempre…
lo que fuere. Todos colgados en el
aquelarre de los zombis.
37
Necesito hablar
Janna—, pero
con Switch—dijo
preferiría que ce
quedaras por aquí cerca, por si haces
falta. Tenemos mucho trabajo
pendiente.
Se arrellanó en su sillón azul y
tomó un sorbo de café.
Yo me mecía rítmicamente,
procurando no perderme en el cuadro
de los peces. Con esfuerzo aparté los
ojos y miré a Janna.
—De acuerdo. Me quedaré tan
cerca como pueda. Pero no te olvides
de mí. Hoy yo también necesitaré mi
tiempo.
Ella asintió.
—Lo sé. De momento quiero
hablar con Switch. Pero que los
demás permanezcan cerca y presten
mucha atención.
En mi interior todos ocuparon sus
posiciones.
La calefacción central se puso en
marcha con un clic y empecé a notar
el calorcillo que difundía a partir del
suelo. Mi cuerpo se estremeció,
emitió un quejido y salió Switch al
puesto del bateador. Yo me metí en
mi puesto de observación.
—¿Qué pasa? —espetó, pero
Janna no se dejó impresionar.
—Estás enfadado, ¿eh? -¡Sí!
—Lo has pasado muy mal,
¿verdad? Ya me lo dijiste por
teléfono.
—¡Sí! ¡Muy mal!
—Muy mal, muy mal —repuso
Janna mientras contemplaba el brazo
derecho arremangado y su vendaje.
En los dedos todavía llevaba las
férulas, y la mano estaba envuelta.
Switch bajó los ojos al suelo,
arrugando el entrecejo.
—Le machaqué la mano y escribí
«muerto» en su cabeza —dijo en voz
baja. Parecía a punto de llorar.
—Para demostrarle lo enfadado
que estabas, ¿verdad? Pero no creas
que eres tú solo. Escucha dentro de ti
y verás que los demás también están
muy enfadados.
Switch puso cara de intensa
concentración. Miró a Janna y luego
el brazo del sillón antes de contestar:
—Algunos de ellos también lo
están.
—¿Contigo? Vuelve a escuchar.
Él apretó los labios y escuchó.
—Per dice que nadie me guarda
rencor, pero no quieren que siga en
este cuerpo. Dice que es perjudicial
para todos. Creí que sólo le había
hecho daño a Cam.
—Recuerda lo que te dije.
Cuando le haces daño a Cam,
también se lo haces a todos los
demás: Anna, Trudi, Wyatt, Clay,
Mozart, Davy, Bart, Stroll, Leif, Per,
Dusty. A todos. Y también a ti
mismo.
Switch se hundió en el asiento.
Se ruborizó y se le formó una lágrima
en cada ojo.
—No quería hacer daño a nadie.
No lo volveré a hacer.
Cerró los ojos con fuerza y su
rostro se demudó en un extraño rictus
agónico y las lágrimas empezaron a
correr por sus mejillas. Las manos
colgaban inertes a los lados y todo su
cuerpo se estremeció mientras
sollozaba:
—Lo siento… de veras… —Y
luego gritó—: Pero… no… quiero…
estar… ¡encerrado!
Janna se sobresaltó y Switch
señaló con el pulgar de la mano
herida por encima de su propio
hombro. Luego, como el silbato de
una locomotora que se acerca
rápidamente hasta dejarnos los
tímpanos ensordecidos, volvió a
chillar:
—¡Nos tiene encerrados a
TODOOOOS!
La intensidad del furor de Switch
reverberó en el aire de la estancia,
yjanna se aferró al brazo de su sillón.
—¿Quién? —dijo al cabo de un
momento—. ¿Cam? ¿Es él quien os
tiene encerrados?
—Sí —lloriqueó él enjugándose
los ojos con la manga.
Janna se puso en pie y le ofreció
pañuelos de papel. Él se sonó la
nariz y luego buscó dónde tirarlo.
—¿Dónde echo esto?
Janna le indicó la pequeña
papelera de mimbre que había al
lado del sofá.
—Siempre os ha tratado bien a
todos.
—No quiere que estemos aquí.
Especialmente yo. Me odia. —Y
gritó otra vez—: ¡Eso es odiosooo!
¡Lo odiooo!
—No te gusta que te ignoren,
¿verdad?
—¡No! —Meneó la cabeza y se
sorbió la nariz.
—No —asintió Janna—. A nadie
le gusta.
Me asomé a mi madriguera
interior. Todos estaban
observándome. Mierda. Janna se
inclinó con los antebrazos apoyados
en las rodillas.
—Switch, voy a pedirte que
cierres los ojos y mires dentro de ti.
Averigua si Cam ha escuchado todo
esto.
Switch lo hizo, al tiempo que se
limpiaba la nariz con la manga. Sin
abrir los ojos, asintió con la cabeza y
dijo en voz baja:
—Lo ha oído todo. Él mismo me
lo ha dicho.
—Bien. Ahora, que todos hagan
corro alrededor de Switch y le digan
que ha sido muy valiente al hacer que
Cam sepa que ninguno quiere ser
ignorado. —Esperó unos momentos
—. ¿Están todos a tu alrededor,
Switch?
—Sí lo están, y están siendo
amables conmigo.
—Quiero que todos sepan que
Switch ha prometido no dañar más
ese cuerpo.
—Sí —asintió Switch—. No lo
haré.
—Y yo te daré una medalla
especial por haber sido tan valiente.
—¿Lo harás?
—Sí. Eres muy importante para
todos los del sistema. Y muy
valiente.
En su rostro despuntó una débil
sonrisa, y dijo en voz alta, no a Janna
sino a los demás:
—¡Vaya! ¡Va a darme una
medalla!
Janna continuó:
—Ahora, que alguien se lleve a
Switch al salón de la Tranquilidad
con los demás menores. Dusty puede
encargarse de eso. Los adultos, que
se queden. Tenemos trabajo que
hacer. ¿Cam?
¡Oh, mierda! Me ha tocado.
Disparador, fogonazo y reaparición.
Las ondas de tristeza se
convirtieron en oleadas y rompí a
llorar.
—Oh, Janna, Rikki va a dejarme
—gemí, meciéndome y
envolviéndome en mis propios
brazos. La mano derecha me dolía,
pero no importaba—. Rikki va a
dejarme. Lo presiento.
Esto sorprendió a Janna.
—¿Por qué lo crees?
—¡Porque soy un chiflado! —
grité—. ¡Porque estoy loco de atar!
Lo sé. Estoy loco. ¿Acaso no oyes
las tonterías que se han dicho aquí!
¿No has escuchado a Switch y Bart y
Per y Mozart y Dusty y Clay? Todo
el enjambre anda suelto, Janna.
¡Maldita sea! ¿Piensas que soy
normal? ¿Qué sólo estoy un poco
deprimido porque nunca me
regalaron una bicicleta en Navidad?
No, lo que pasa es que mi jodido
cerebro es una hogaza de pan mojado
y apenas conecta con el resto. Estoy
completamente loco y no lo puedo
evitar. Hay sangre en mi diario y en
mi frente se lee «muerto», y me duele
la mano y no sé cómo recuperar a
Rikki. Y además tengo un hijo, tengo
un…
—¡Basta, Cam! —ordenó Janna
con tanta firmeza que la sorpresa me
tumbó contra el respaldo del sofá—.
Sí, tuviste serios problemas y por
eso tu cerebro no funciona como el
de la mayoría. Por eso tienes una
disociación de la identidad, y será
mejor que vayas acostumbrándote a
ello, Cameron. Debes aceptarlo. Has
intentado confinar a tus alter ego
porque no querías admitirlo. Estás
forzando al máximo tus estudios
porque quieres olvidarlo. ¡Pero eso
no llevará a nada bueno!
—Janna, por favor… —supliqué
alzando las manos—. Por favor,
tócame el dedo… como Dios y Adán
en la capilla Sixtina… Hazlo, Janna.
Estoy muerto. ¡Devuélveme a la
vida!
Ella se levantó y empezó a
pasearse por la estancia. Luego me
señaló con el dedo índice.
—Tú mismo eres el único que
puede devolverte la vida, Cam. Y no
servirá de nada tratar de excluir a los
demás. Además, aunque Rikki te
dejase, sigues siendo el padre de
Kyle. Y él te necesita. —Me cubrí la
cara con las manos, pero ella
prosiguió—. Cuando uno se suicida
dejando hijos éstos se convierten en
suicidas en potencia. ¿Crees que
Kyle desea la muerte de su padre?
Dime, ¿lo crees?
—No… —sollocé.
—¡Bien! Pues entonces tendrás
que asumir que eres un múltiple, así
como las causas que te llevaron a
ello, y admitirás a tus alter ego.
Debes permitir que salgan y no sólo
estando aquí. Tendrás que dedicar
unas horas al día para dejarles
salir… aunque tardes un poco más en
obtener tu diploma.
—Estoy hecho una piltrafa, Janna
—lloriqueé. —¿Acaso es una piltrafa
Per? ¿Lo es Clay? —No.
—¿Lo es Mozart? ¿Lo son Dusty,
Bart, Anna, Trudi?
—No, no lo son. Son buenas
personas.
Janna fue a sentarse y me repitió
por enésima vez:
—Todos son parte de ti, Cam. Y
son buenas personas —respiró hondo
para sosegarse—. Y tú también lo
eres.
Agarró la taza de café y la
sostuvo sobre el regazo.
Me soné con un pañuelo de
papel. Parte de mí. Parte de mí.
—Ellos son parte de mí —repetí
en voz alta—, y son buenas personas.
Ella tomó un sorbo, hizo una
mueca y dejó la taza a un lado.
—Tú no puedes ser una piltrafa
si hay partes de ti que son buenü
Repetí:
—No puedo ser una piltrafa si
hay partes de mí buenas. Ellos
soparte de mí. Ellos son buenos. Yo
soy bueno.
—Sí —asintió Janna—. Tú eres
bueno. Y eres el padre de Kyle, y é.
te necesita.
—Me necesita —murmuré.
Empezaba a tranquilizarme. El llanto
cesó y me sequé los ojos con la
manga—. ¿Y qué pasa con Rikki? Nc
quiero perderla.
—¿Crees que el recluir a tus
alter ego, herirte el brazo o
aplastarte la mano te servirá para
retenerla?
—Tengo miedo de que se la lleve
ese fulano… Andy. Charlan, salen
juntos…
—¿Las cosas que haces te
servirán para que no ocurra? —me
interrumpió Janna.
Reflexioné un instante y meneé la
cabeza.
—No.
—¿Serviría un comportamiento
más estable?
—Creo que sí.
Guardamos silencio unos
momentos.
—Deja que salgan, Cam —dijo
Janna—. Necesitan un tiempo de
presencia.
—Rikki no los acepta.
—¿Cómo lo sabes?
—Se nota. Ya no sé qué excusa
darle. Ella dice que no soy el hombre
con quien ella se casó.
—Tú eres el que eres, Cam.
—¿Y eso que significa? —
repliqué con amargura.

—Una buena persona. Una


persona cuya mente funciona de
manera diferente, pero aun así buena
persona. Un tipo simpático,
imaginativo, interesante, inteligente.
Un padre afectuoso y un amante
esposo. —Hizo una pausa—. Ya sé
que todavía no es posible que tus
alter ego salgan en presencia de
Kyle, y sé que eso los incomoda
tanto a ellos como a ti.
—Y mucho —murmuré.
—Sí, mucho. Pero puedes dejar
que salgan un rato al día, todos los
días, por ejemplo a primera hora de
la mañana. —Se inclinó para dar más
énfasis a sus palabras—. Y no sólo
para permitir que Dusty haga la
compra, sino para leer libros, tomar
un baño de espuma o salir a dar un
paseo. Incluso pueden ayudarte a
estudiar.
—Pero Leif es demasiado
exigente.
Janna me miró a los ojos y dijo:

—Quiero
hablar con Leif,
si está
oyéndome. —Sí.

—Debe tomárselo con calma. El


trabajo saldrá de todos modos.
Aunque también Leif necesita que le
concedas un rato de expresión,
simplemente para existir.
Disparador, fogonazo y aparición
de Leif.
Cruzó las piernas y bajó la
mirada contemplando la pechera de
mi camisa empapada de lágrimas.
—Fíjate —dijo—. Estoy hecho
un desastre.
—Sé que estabas escuchando —
dijo Janna.
Leif asintió.
—Eres increíble, Leif. tienes una
fuerza de voluntad increíble.
—Eso ya me lo dijiste por
teléfono, en la clínica. Lo haces muy
bien por teléfono.
—Gracias —respondió Janna al
tiempo que se arrellanaba en el sillón
—. Mira, Leif, va siendo hora de que
lo dejes tranquilo y te ocupes de
controlar un poco a los demás. Todo
marchará mejor si lo haces, y tú
también podrás descansar.
Leif se frotó la barbilla e hizo
una mueca cuando los dedos
lastimados tocaron su cara.
Enseguida apoyó la mano en el brazo
del sofá.
—De acuerdo —suspiró—. Los
ayudaré. —Descruzó las piernas y
volvió a cruzarlas invirtiendo la
postura—. ¿Y qué hacemos con su
mujer?
Janna se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero hace tiempo que
os conoce a todos, y estoy segura de
que las cosas no resultan fáciles para
ella. Tú ó Per podríais hablar con
ella si Cam no se ve capaz.
Explicadle la situación. Que estáis
dispuestos a permitir un cambio
favorable.
Leif asintió.
—Eso parece razonable, si
Cam… —hizo una mueca— si Cam
colabora en el programa.
Miró a Janna.
—Nos vemos otro día, doctora.
—Su intensa mirada se volvió
fugazmente vidriosa—. Un último
detalle. Per ha dicho que también
acepta.
Volví en mí con un
estremecimiento y me encontré con la
mirada escrutadora de Janna.
—¿Has oído eso? Leif se ha
comprometido a ser más indulgente
con tus estudios, siempre y cuando tú
empieces a aceptarlos y les concedas
una hora al día para hacer lo que
quieran. Leif o Per hablarán con
Rikki si te parece que eso puede ser
útil.
—Sí —dije—, estaría bien.
Nos quedamos mirándonos y
finalmente dije:
—Como sabes, yo había entrado
en el remolino del desagüe. Bien,
pues eso ya no va a suceder.
Miré por la ventana. Empezaba a
lloviznar. Las gotas se deslizaban
sobre el cristal formando pequeños
arroyos que confluían hacia el marco.
Primero una a una, luego todas
juntas.
38
Undistancia,
año luz es
una
una medida de
distancia muy
grande. Para calcularla hay que
multiplicar 300.000 kilómetros que
la luz recorre en un segundo, por 60
segundos que tiene un minuto, por 60
minutos que tiene una hora, por 24
horas que tiene el día, por 365 días
que tiene el año. De donde resulta la
enorme distancia que la luz recorre
en un año. Y nuestro humilde planeta
se encuentra a unos 30.000 años luz
del centro de nuestra galaxia, que es
la Vía Láctea. Pues bien, ésa es
aproximadamente la distancia que
hay entre los raviolis italianos
envasados y los hechos en casa.
Aquella tarde despejada de
febrero yo andaba ocupado, no en
hervir raviolis envasados, sino en
prepararlos por mi cuenta: dos tazas
de harina refinada, tres huevos, un
chorrito de aceite de oliva, una pizca
de sal y agua caliente. Todo lo cual
mezclé en nuestro robot de cocina
Moulinex. Luego llevé la dorada
masa al tablero de la cocina, la corté
en porciones con un cuchillo y acto
seguido formé con-ellas unas láminas
largas y delgadas utilizando nuestra
desvencijada máquina de rodillos
con propulsión a manubrio.
Esta máquina funciona pasando
repetidamente las porciones de masa
entre dos rodillos de acero, uno de
los cuales puede ajustarse a una
distancia fija del otro mediante una
escala de seis topes, donde el seis es
el que produce las láminas más
delgadas. Yo la tenía graduada al
cinco. Pasé las láminas a una bandeja
grande previamente espolvoreada de
harina y recorte numerosos discos de
pasta empleando como troquel una
lata de atún vacía, sin tapadera ni
fondo. Con una cuchara, amontoné
sobre cada disco una especie de
picadura sabrosísima preparado por
Rikki a base de ricotta, parmesano,
perejil, pimienta y una pizca de nuez
moscada. Después de esto era
menester doblar los discos, pegarlos
por el borde y pasar los raviolis en
figura de media luna resultante a otra
bandeja espolvoreada de harina.
Aquella mañana me había
quitado la venda y las férulas de la
mano lastimada para trabajar con
más comodidad, aun sabiendo que
me dolería. La idea de preparar
raviolis fue mía, tratando de evocar
los viejos tiempos. Por entonces
Rikki y yo pasábamos mucho tiempo
en la cocina y ella me llamaba
Giuseppe il Pizzaiolo; pero eso fue
antes de mi desventura y mi locura,
cuando tenía el consuelo del
entendimiento con Rikki. Y esa noche
yo iba a necesitar todo el consuelo
del mundo.
Mientras yo elaboraba los
raviolis Rikki, de pie junto a la mesa,
preparaba la salsa al pesto
consistente en albahaca fresca, ajo,
aceite de oliva, parmesano, piñones,
una pizca de sal y otra de pimienta.
La olla grande de acero inoxidable,
medio llena de agua con un chorrito
de aceite y sal, hervía apaciblemente
sobre la encimera.
Arriba, en la habitación del niño,
Kyle jugaba como de costumbre con
su amiguito Jack y de vez en cuando
yo oía el alegre parloteo de sus
voces. En cuanto al parloteo que se
escuchaba dentro de mí, no era
alegre ni mucho menos. Todos
estaban enterados de lo convenido
con Janna y sabían que yo tendría que
afrontar una conversación con Rikki
sobre temas que podían resultar
desagradables. Y que algunas de esas
cosas desagradables tenían que ver
con ellos. En mi cerebro se producía
un estado de conflicto larvado y
calma tensa, como suelen decir los
periodistas.
Aunque ambos, Rikki y yo,
estábamos dedicados a algo que nos
gustaba mucho, no hubo demasiada
conversación mientras preparábamos
la comida. Pese a los maravillosos
aromas que anticipaban el disfrute de
uno de mis platos preferidos, tenía un
nudo en el estómago. Se acercaba el
momento de hablar y yo contaba con
que Per saliera a ayudarme, según
había prometido. Solté la cuchara,
tuve un leve estremecimiento y pasé
a un segundo plano mental dejando
que Per ocupase el proscenio. Rikki
no advirtió el cambio porque estaba
inspeccionando la masa que había
quedado en la máquina.
—¡Ejem! —carraspeó Per.
Ella se volvió. Con su delantal
azul cobalto adornado con medias
lunas amarillas sobre la camiseta
blanca y el colán rojo, el suave
cabello castaño recogido en una
coleta, estaba hermosísima.
Enseguida se dio cuenta de que había
aparecido otro personaje.
—¿Bart?
—No; soy Per. —Sonrió con
simpatía, a lo que Rikki
correspondió.
—Hola. ¿Has sido tú el que ha
hecho los raviolis?
Per rió y mi estómago (y todo mi
organismo) se distendió un poco.
—No —dijo—. Ha sido Cam.
Aunque tienen muy buen aspecto. —
Y luego, admirando la plateada
máquina de hacer pasta—. Tenéis un
buen instrumental ahí.
—¿Ese trasto? Lo tenemos desde
hace… ya ni me acuerdo. Mucho
tiempo.
Per cerró los ojos y aspiró
hondo.
—¡Qué bien huele! ¿Qué estás
haciendo?
—Salsa al pesto. Sí huele bien.
Deberías probarla a la hora de la
cena —dijo Rikki y luego, frunciendo
el ceño al ver la mano enrojecida,
preguntó—: ¿Cómo va esa mano?
¿Duele?
Per se miró la mano un segundo.
—Está mejor de lo que parece.
—Y agregó—: Celebro que lo hayas
preguntado. Me da pie para lo que
tengo que hablar contigo.
—¿Ah, sí? —dijo Rikki
apoyándose contra la mesa.
—Ajá. Hicimos un buen trabajo
con Janna, por teléfono desde la
clínica y sobre todo ayer con Switch,
Leif y Cam. La situación está mucho
más controlada. De ahora en adelante
no habrá más lesiones como… —
Levantó la mano dañada.
Rikki arqueó las cejas.
—¿Seguro? Eso sería estupendo
—replicó, no muy convencida.
—¿Acaso tienes dudas? —dijo
Per.
En vez de contestar enseguida,
Rikki se acercó a la cocina para
apagar el fuego, y luego fue a
sentarse enfrente de Per. Apoyó los
codos en la mesa, entrelazó los
dedos, apoyó la barbilla en los
pulgares y suspiró.
—No sé, Per —dijo—. ¿En qué
sentido va a ser diferente?
Dentro de mí sentí que se me
aceleraba el pulso, pero Per siguió
tranquilo, y mirando a Rikki
contestó:
—Para empezar, Switch se ha
comprometido a no causar más daños
corporales. Lo hizo principalmente
porque estaba resentido con Cam,
por no dejar salir a nadie mientras
forzaba el ritmo de sus estudios.
Ahora todo eso ya se ha comentado y
vuelve a existir comunicación entre
todos. Leif ha aceptado rebajar la
presión sobre Cam, y éste ha
aceptado que todos tengan un rato de
presencia corporal.
Rikki se puso en pie,
sobresaltada.
—¡Alto ahí! ¿Presencia
corporal? ¿Como cuándo, por
ejemplo?
—Durante la jornada…
Rikki descargó las manos con
fuerza sobre la mesa.
—¡Pero si yo no estoy aquí en
todo el día! ¡No puedo! Durante la
jornada estoy en Oakland.
—Comprendo.
—Lo siento, Per. Me parece que
no lo has comprendido. Estaría
preocupada todo el día pensando en
lo que pueda ocurrir. ¿Se hará daño
Cam? ¿Saldrán Clay, o Wyatt, o
Anna, estando Kyle por aquí? —
argumentó Rikki con agitados
ademanes—. ¿Se acordará Cam de ir
a la escuela a recoger al niño?
Desde el rellano de la escalera
Kyle llamó:
—Mamá, papá, ¿por qué estáis
peleando?
Sin apartar la mirada de Per,
Rikki contestó:
—No estamos peleando, cariño.
Sólo discutimos.
Al fondo se oyó la voz de Jack:
—Ven, Kyle. Tráete las armas
aquí. —Y el ruido de pies infantiles
corriendo por el pasillo.
Per repuso con calma:
—¿Es que se le ha olvidado
alguna vez a Cam?
—Pues… no —admitió Rikki, y
acercándose a Per continuó en voz
baja—: Pero eso de herirse y… —
hizo un gesto con la mano— y
machacarse la mano. ¡Por Dios!
Per asintió.
—Comprendo que estés
preocupada, Rikki. Yo también me
reprocho el no haber sido capaz de
mantener el orden aquí dentro. Lo
mismo piensan algunos de los demás.
—Se miró la mano y meneó la
cabeza—. A decir verdad, perdimos
el control de la situación.
—¡Y que lo digas! —replicó
Rikki levantando un poco la voz,
pero luego se inclinó y volvió a
bajarla, mientras apuntaba con el
índice al techo—. Debo pensar en
Kyle, ¿verdad que lo entiendes?
¿Qué pensaría si se diese cuenta de
que su padre no hace más que
autolesionarse? ¿Y si aparece Clay o
algún otro antes de que yo haya
regresado, y él lo ve? Me muero de
miedo de sólo pensarlo, Per.
Rikki agarró el cuchillo, cortó un
trozo de masa y se puso a juguetear
con él.
—No lo sé. Estoy harta de vivir
preocupada.
—No te lo reprocho, Rikki.
Debes saber, sin embargo, que hemos
convenido dejar que salgan todos
durante una hora, digamos, todas las
mañanas, después de dejar a Kyle en
la escuela. De esta manera nadie se
sentirá encerrado mientras Cam
estudia. No habrá más tensiones.
Volveremos a comunicarnos… y
Switch no sentirá la necesidad de
perpetrar ninguna barbaridad para
hacerse notar.
Rikki siguió amasando la masa,
mirando fijamente a Per.
—No,está mal —dijo. Bajó los
ojos y contempló la bola amarillenta
de masa, al tiempo que se mordía el
labio inferior—. No es que no los
acepte, Per… a los alter ego, quiero
decir.
En mi interior, todos aguzaron los
oídos. Per no dijo nada.
—Si quieren hablar conmigo, son
bienvenidos en cualquier momento.
—Lo sé —asintió Per.
Dentro hubo murmullos y
desacuerdo. A mí no me da la
impresión de ser bienvenido. A mí
no me aprecia. Me odia. Eso no es
cierto, Switch. No me encuentro a
gusto con ella. Lo sé, Dusty. ¿Dónde
estamos? Mírala bien. Está
buenísima. ¡Oh! ¡Por el amor de
Dios, Bart! ¿Qué has dicho? Que
está muy buena. Ya lo veo.
Y entonces mi lanzadera
interestelar entró en la estación
frenando como hace el Coyote
cuando se acerca al precipicio, los
talones clavados en el suelo,
inclinado hacia atrás, entre
aspavientos. Excepto que lo mío no
tenía ninguna gracia. Y, ¡bang!, Per
desapareció y yo volví en mí. Rikki
vio el cambio y dijo:
—¿Cam?
—Hola —dije.
—Hola. Estaba hablando con
Per.
—Lo sé.
—Dice que todos dispondrán de
un tiempo para salir durante la
mañana. Parece buena idea, ¿crees
que servirá de algo?
Asentí sonriendo, esperanzado.
—Sí, Rik. No más lesiones ni
accidentes. Sé que súena como si
estuviera vendiendo collares de
cuentas, pero creo en ello. No
volverá a ocurrir.
Rikki dejó la bola de masa.
—Pues sí, estaría bien —dijo
con una débil sonrisa. Tamborileó
con los dedos sobre la mesa y luego
se puso en pie. Yo no la perdía de
vista.
—Rik.
—¿Qué?
—¿Querrías sentarte un minuto
más?
—Está bien —dijo ella y volvió
a sentarse—. ¿Qué ocurre?
De súbito me sentí bastante peor.
—Es por lo de Andy…
Ella frunció el entrecejo.
—¿Qué pasa con Andy? —
replicó con tono desabrido.
—¿Tú y él…?
—Yo y él, ¿qué? —replicó—.
¿Si nos metemos juntos en la cama?
Ya te he dicho que no, Cam. Sólo
somos amigos. No es más que una
persona con quien puedo hablar.
—Por favor, Rikki, no te enfades.
Es sólo que no quiero perderte a
causa de Andy… ni de nadie. No
quiero perderte. —Intenté que me
mirase cara a cara, pero ella no
quería.
Respiró hondo y exhaló despacio
antes de contestar con énfasis:
—Mira, Cam… Andy no es más
que un buen amigo. —Tomó di nuevo
la bola de masa—. Sabe escuchar.
Salimos a comer juntos. Hablamos.
El mejor amigo que yo tenía lo perdí
hace tiempo, ¿recuerdas" ¿El de los
aventureros del espacio? Si por
casualidad lo ves un día de éstos,
dile que lo echo de menos.
Los ojos empezaban a llenársele
de lágrimas y se las enjugó con ur.
dedo, procurando no estropearse el
maquillaje. En mi interior el alboroto
empezaba a ser considerable.
—Todo será diferente a partir de
ahora. Nos portaremos mejor. Habrá
paz.
En el piso de arriba se oyeron
unas carreras de pies diminutos
pasando de una habitación a otra.
—Han sido unos meses de
locura… no, espera un momento…
No es la palabra adecuada.
—Sí que lo es.
—Sé que no ha sido culpa tuya,
Cam.
—Estoy tratando de controlarlo.
Entre todos conseguiremos
controlarlo. —Alargué la mano por
encima de la mesa para tocar las de
Rikki—. No voy a rendirme, Rik.
Ella me miró parpadeando para
combatir una lágrima.
—No quiero que lo hagas, Cam.
No te rindas.
—Sal con Andy si quieres.
Acuéstate con él si quieres… No me
importa, de veras. Acostarte o no con
él no nos arregla a nosotros, Rik.
—Cam…
Le apreté la mano.
—Lo digo en serio. Sé que tengo
problemas graves. Pero yo te quiero,
Rik. Y quiero que estés donde desees
estar… y que hagas lo que quieras.
Pero no nos dejes. Por favor, no nos
abandones. Kyle y tü sois todo lo que
tengo. Haz lo que desees, pero no nos
dejes.
Los caballos cimarrones
coceaban enloquecidos, y a mí me
costaba un gran esfuerzo no
conmutar. No era el momento más
oportuno para desaparecer.
Rikki meneó la cabeza.
—Lo siento, Cam. No estoy en
condiciones de prescindir de esa
amistad ahora. —Apoyó la mano
libre en su pecho—. Es algo mío.
—Está bien —contesté—. No
digo que me parezca bien, sino que
necesariamente va a tener que
parecérmelo.
Acaba. Acaba de una vez.
—No es necesario discutir esto
eternamente, Rikki—dije—.
Dejemos que se calmen las cosas.
—De acuerdo —dijo ella—. Tú
y tus chicos… dejad que se calmen
las cosas. Tal como le he dicho a
Per, estoy aquí para escucharos,
siempre y cuando no ande cerca
Kyle.
Sentí una punzada de dolor sobre
el ojo derecho. Dentro de mi mente
todos estaban arrojándose las
sartenes y los platos.
—Pero no se sienten bienvenidos
—dije.
Rikki retiró su mano y replicó:
—Eso es cosa tuya y de ellos, no
mía. Yo nunca les he dado motivo
para sentirse incómodos. —Retiró la
silla y se puso en pie con un brusco
movimiento—. ¡Ésta es nuestra casa!
¡Y nuestra vida! ¡Lo hago lo mejor
que puedo!
Desde arriba se oyó de nuevo la
voz de Kyle:
—¿Qué pasa, mamá?
—¡Ocúpate de tus asuntos! —
exclamó Rikki—. Vete a jugar. Papá
y yo estamos hablando, no te
preocupes.
—¿Cuándo cenamos?
—Dentro de diez minutos.
—Bien.
—Yo sólo trato de seguir
viviendo, Cam, de tener un hogar
normal y de ser una esposa y madre
normal. Pero este jaleo es demasiado
extravagante. Así es difícil convivir.
—Empezó a pasearse de un lado a
otro—. Como lo del secretismo que
nos traemos entre manos. Resulta que
ni siquiera podemos invitar a unos
amigos, porque no conviene que
nadie se entere. Y todas las cosas
que antes eran sencillas ahora
resultan muy complicadas para ti,
porque se dispara el cambio, te
excitas demasiado, te da miedo o se
producen situaciones surrealistas. Ni
siquiera puedes acompañar a Kyle al
cine ni al centro comercial. Y una
simple excursión hay que prepararla
como una expedición a Marte.
—Lo siento —dije sin levantar
los ojos.
Se apoyó en la mesita donde
solía hacer los deberes Kyle.
—Siempre he deseado vivir de
una manera sencilla, Cam… y esto…
es cualquier cosa menos sencillo. Lo
siento, pero así es. Aunque eso no
significa que no vaya a estar aquí
para todos, ni que no los aprecie, ni
que hayan dejado de ser bienvenidos.
Sólo intento ser una persona normal.
—Todo esto ha caído sobre ti
por mi culpa.
—No te acuses tú mismo.
—Está bien —sentí la lengua
entorpecida. Todo era un lío. Miré a
Rikki y traté de centrarme
nuevamente—. Espera. Dame un
segundo. Sólo quiero que quede
claro: ésta es nuestra vida y nuestro
hogar. Y todos somos bienvenidos,
¿sí?
Ella me miró en silencio.
—De acuerdo —musitó—.
Todos sois bienvenidos.
—Todos bienvenidos —repetí.
Por fin las cosas empezaban a
arreglarse.
Rikki suspiró y esbozó una
sonrisa. Inclinándose, me besó en la
frente, me echó un brazo al cuello y
me dio un apretón.
—¿Qué te parece si volvemos a
los raviolis, Giuseppe?

Aquella misma noche, a la hora


de cenar, Kyle hizo una observación
sorprendente. Se volvió súbitamente
hacia mí y dijo:
—Oye, papá, ¿tú tienes un
trastorno de personalidad múltiple?
Desconcertado, miré a Rikki,
puesto que ella era la autoridad en
cuanto a qué se le podía decir o no a
Kyle. Pero ella se limitó a mirarme,
estupefacta. Kyle masticaba y
esperaba la contestación. Tragué
saliva.
—¿De dónde has sacado eso,
pequeño? —le pregunté.
—No me acuerdo —se encogió
él de hombros.
Los ojos de Rikki me arrojaban
flechas y venablos. Le devolví la
mirada con mi mejor expresión de
«te juro que yo no he sido» y al cabo
de unos segundos que parecieron
eternos ella dijo:
—Sí. Papá tiene personalidad
múltiple. En realidad se llama
trastorno de disociación de identidad
y…
—No hace falta que me lo
expliques, mamá. Sólo quería saber
si era eso.
Y no se habló más del asunto. El
niño siguió comiendo raviolis como
si nada, y se lanzó a describirnos una
historieta de Calvin y Hobbes que
acababa de leer, y cómo Calvin iba
pilotando un caza y por la radio una
voz decía: «Atención, cazas
enemigos a las dos en punto.» Y
entonces Calvin contestaba: «Roger,
¿y qué hago mientras tanto?» Lo cual
era un juego de palabras divertido,
pero no fui capaz de apreciar el
chiste.
Estaba conmocionado. Mi hijo
acababa de decirme que lo sabía
todo. Sentí alivio y terror al mismo
tiempo. Las cartas sobre la mesa, al
fin, o por lo menos nominalmente.
Pero si él sabía que yo tenía eso, tal
vez significaba que era verdad. No.
Ni hablar de aceptar eso. Era sólo
que yo estaba un poco chiflado. No
soy más que un miserable inútil con
el brazo estropeado y un cerebro que
funciona a tropezones.
¡Caray! Qué daño hacían las
puntas de esa rastra. Más tarde, esa
noche, le juré a Rikki que yo no le
había dicho ni media palabra a Kyle,
y ella me creyó. Era posible que lo
hubiese deducido, o simplemente lo
leyó en alguno de los muchos libros y
recortes de revistas psiquiátricas que
yo tenía por todas partes.
Seguramente el niño sólo pedía un
nombre para lo que le pasaba a papá
cuando se quedaba «colgado».
¡Cuánto deseaban mis chicos
salir para darse a conocer ante Kyle!
Todos los habitantes de mi sistema
querían hacer amistad con el crío.
Pero eso no podía permitírselos.
Imaginé a Rikki meneando el dedo.
De ninguna manera. En la vida real
acababa de decir esto:
—No quiero que tus chicos
salgan y se le presenten a Kyle. No
está preparado. Todavía no tiene
edad suficiente.
39
Enmiesatránsito
primavera, verano y otoño de
hacia una vida mejor
pasé sobre muchas hileras de clavos
gigantes, pero no con precaución y
lentamente, sino sacando el brazo por
la ventanilla al grito de «¡Abran
paso! ¡Abran paso!», a ciento
cincuenta por hora en una vieja
bañera llena de mierda, perdiendo
los embellecedores y las tuercas por
el camino, perdiendo líquidos, el
culo rebotando en el asiento y la
cabeza dando golpes en el techo.
¡Aplastad a ese imbécil! ¡CHAF!
Mueca de sorpresa en la mofletuda
cara de un hombre. Uno menos en la
cuenta de la Carretera de los
Múltiples. No tiene importancia.
Sonríe… sé feliz.
No, no me corté más, ni me
machaqué la mano. Leif dejó de
empujarme con ferocidad. Todos
tuvimos nuestro turno de garabatear
en el diario y nuestro rato de
presencia matutina mientras Kyle
estaba en la escuela. Incluso nos
agenciamos un cachorro de dos años,
l l a ma d o Baylie, en la sociedad
protectora Golden Retriever Rescue
Foundation. Me acostumbré a sacarlo
todos los días para correr con él seis
kilómetros, y me lo llevaba de
excursión por los montes del Diablo.
En apariencia las cosas presentaban
buen cariz.
Sí, eso de correr y salir de
excursión estuvo bien. Me
conservaba delgado y en buena forma
física. Y fue magnífico tener a
Baylie. A él no le importaba que yo
fuese un chiflado. Yo era el fulano
que lo había salvado de pasarse toda
la vida en una jaula y comiendo
desperdicios. Comparado conmigo,
la suerte de Baylie había mejorado
mucho.
A mí nadie me salvó. Aunque
dejara salir a los alter ego, con eso
no adelantábamos nada. Más bien
eran una molestia que retrasaba mis
estudios. ¿De qué me servía tenerlos
alrededor, cuando yo era el Unico
qué empollaba las asignaturas?
Fueron quedándose rezagados
mientras yo trepaba poco a poco,
conquistando la empinada cuesta de
la licenciatura. Me hallaba ya cerca
de la cima y eso también estaba bien.
Pero empezaba a preocuparme lo que
pasaría cuando llegase allí.

Janna sabía, Rikki sabía, y yo


también sabía que ser el licenciado
West no serviría para que me sintiera
mejor que el ciudadano West.
Ciudadano West, Ciudadano Ka-ne,
kane-caña, de azücar, de Sugar Ray
Robinson, de Robinson Crusoe,
Robinson de miso, sopa de miso,
sopa de frijoles, caldo negro
lacedomonio, espeso puré negro,
negro y pegajoso como yo. Eso. Por
dentro yo era una cadáver fétido y
putrefacto, reducido a una grasa
negra y viscosa, aunque empapado
todavía de vergüenza y
aborrecimiento de mí mismo. Era
capaz de escribir un trabajo de 86
páginas explicando las diferencias
entre el trastorno marginal de
personalidad y el de disociación de
identidad, pero apenas sabía en qué
día estábamos, ni siquiera en qué
mes, ni recordaba dónde había
estacionado el coche cuando Dusty
quería regresar a casa después de
hacer la compra. Y no me atrevía a
mirarme en el espejo, por temor a lo
que (o a quién) viese reflejado en él.
Rikki, Kyle y yo salimos varias
veces de vacaciones, incluyendo un
viaje a Disneylandia y otro al
zoológico de San Diego, y todas las
veces me esforcé cuanto pude, pero
nunca acababa de quedar bien, con
Anna y Trudi y Clay y Wyatt y
Mozart asomando todo el rato. Lo
cual ponía nervioso a Kyle, que
decía: «Mira, mamá, papá está
"colgado" otra vez.» Entonces Rikki
le explicaba que era a causa del
gentío y la agitación, y luego me daba
un codazo y decía «¡Cam!» con una
mirada severa, que por lo general
daba el resultado apetecido… hasta
que me quedaba otra vez traspuesto.
Rikki seguía saliendo con Andy,
aunque no con tanta frecuencia, lo
cual fue como la bendición de un
ángel. De eso no hablábamos nunca,
el hielo todavía estaba demasiado
delgado. Nos limitábamos a patinar
con precaución. En cuanto al sexo, no
fue fácil. Eso no mejoró mi
autoestima, como tampoco la
mejoraba el tener que poner a Kyle
en la cola del videoclub porque me
veía incapaz de contar las monedas,
o tener una cola de gente detrás y al
cajero contemplándome con
desconfianza mientras Clay tardaba
dos minutos en estampar una
imitación aceptable de mi firma en un
cheque. .
En cuanto a las sesiones con
Janna, cada una consistía en cuarenta
minutos para arrugarme y diez para
planchar las arrugas, sólo que yo
quedaba siempre demasiado
arrugado. Yo era una camisa de las
que nunca quedan bien planchadas.
Empecé a tropezarme con los
postes de la luz y los buzones cuando
Baylie y yo salíamos a correr, como
si un fuerte viento me empujase
contra aquellos obstáculos. Sólo que
no había viento y tampoco era que
Baylie tirase de mí para obligarme a
tropezar. Cuando me ponía al volante
me temblaban las manos y tenía el
pie demasiado torpe. Los que me
adelantaban me daban vértigo y en mi
mente el mapa de carreteras se
convertía en un laberinto.
Me faltaba un respiro. Iba a
necesitarlo muy pronto.
En River City tuvimos un mal
asunto. Que rima con difunto, que
quiere decir que estás muerto.
TERCERA PARTE
EL
PESO
DE LA
NEGACION
40
YaLaeraclínica
hora de internarme otra vez.
Del Amo quedaba fuera
de discusión, después de mi última
experiencia. Como dije, no
estábamos hechos la una para el otro.
Janna arregló las cosas con el
Instituto Ross de Traumas
Psicológicos en el hospital Charter
de Dallas.
Rikki, Kyle y yo celebramos una
pequeña fiesta de despedida la noche
antes de marchar a «trabajar» en un
hospital psiquiátrico de Texas, para
que el niño creyera que iba como
estudiante en prácticas o algo así.
Comimos en Tony Roma's y al
regreso hicimos parada en un TCBY,
donde Kyle quiso su postre favorito:
frutas en almíbar con helado cubierto
de caramelo líquido, un yogur de
vainilla helado y espolvoreado de
trozos de chocolate. ¡Ah, muchacho!
Algunos de los míos pugnaban por
salir y pedir otro para ellos. Rikki
pidió un batido caliente de chocolate
y yo, el comandante Cam, me
conformé con una copa pequeña de
helado de vainilla.
Pensaréis que en vísperas de
ingresar en una clínica para vencer la
negación yo les concedería a mis
alter ego algo de lo que deseaban.
Ni hablar. Estas golosinas no te
convienen. ¡Anda, por favor! Un día
es un día. Nada. El organismo
necesita toda su energía. Qué
necedad. Cuidado que te estoy
oyendo. Perdón. Qué necedad.
Muchas gracias, Bart. Vamos, Cam.
Que esto es una fiesta. ¡Dejadme en
paz! Yo soy el que ingresa en el
hospital, ¿no? Podrías
compadecerte de nosotros. Basta,
basta, ¡por Dios! Supongo que hasta
Teddy Roosevelt debió conceder un
cucurucho de helado a sus tropas
antes de enviarlas al combate.
A pesar de la insurrección
interior lo pasé bien con Rik y Kyle.
De regreso en casa jugamos al
Monopoly y luego leí en voz alta
varios capítulos de Huck Finn
mientras Kyle se bañaba con sus
soldados y con la crema de afeitar, y
Rikki se acurrucaba a mi lado sobre
unos almohadones.
Me comporté bastante bien esa
noche y pasé un rato feliz con mi
amante familia. Kyle lloriqueó un
poco cuando le di el abrazo de
buenas noches, ya que dos semanas
le parecían una eternidad, pero se
animó cuando prometí traerle un
regalo. Como en anteriores ausencias
mías, él habría preferido
acompañarme para ver las máquinas
expendedoras de golosinas, la
televisión por cable y la suite de un
hotel importante. ¡Imaginadlo!
Antes de dormir Rikki y yo,
tumbados en la cama, nos tomamos
un rato de las manos y eso fue
bastante para mí. Sin embargo,
aquella noche tuve una pesadilla.
Soñé que estaba preso dentro de un
tubo de pasta dentífrica y que un
gigante de pijama a rayas y pelo
revuelto se disponía a estrujar el
tubo para cepillarse los dientes. Yo
estaba atrapado dentro de aquella
masa gelatinosa, las manos sobre la
cabeza en inútil prevención del
pellizco aplastante puesto que no
sabía cuándo ni dónde iba a ocurrir.
La mañana siguiente me despedí
de mi familia con un beso y tomé el
tren de las ocho y cuarto para Dallas.
Un par de horas más tarde aterricé en
Texas sin problemas, ni pasta
dentífrica ni ogro. La chófer del Elite
Limo Service que me recogió tenía
una verruga al lado de la nariz. Se
llamaba Flo y tendría por lo menos
sesenta años; pero verruga o no
verruga, sentí gran alivio al verla en
la salida del aeropuerto exhibiendo
un cartel con mi nombre.
Flo monopolizó la conversación
durante los cuarenta y cinco minutos
del trayecto hasta el hospital Charter,
mientras yo me esforzaba por
aparentar normalidad. Me despidió
en la sala de espera y allí quedé
tirado tres horas y media hasta que
alguien se dignó formalizar el
ingreso. Una de dos, o allí regalaban
dinero, o todos los locos del estado
andaban sueltos y pidiendo ingresar
en el Charter. Y puesto que no se
acercó nadie para ofrecerme dinero,
supuse que serían los locos. Y yo era
uno de ellos.
Por fin un psiquiatra que no
aparentaba más de veinte años me
pasó el- cuestionario oficial y quedé
consignado al departamento de
múltiples. Mientras seguía a la
enfermera que me precedía por un
pasillo, un diminuto aeroplano
zumbaba en mi cabeza trazando
palabras con su estela de un color
verde enfermizo. ¡Mierda! ¿En qué
estaría pensando cuando nos
metimos en este fregado? ¿Qué
hacemos unos chicos como nosotros
en un sitio como éste? ¿No
podríamos tomar el último tren de
regreso y marcharnos a casa?
Todavía no es demasiado tarde, ¡si
LO ES!

Unas ocho mujeres y un hombre


andaban por la pequeña sala contigua
al cuarto de la enfermera de guardia,
algunos viendo la televisión y otros
esperando a que una enfermera
llamada Alice los sacara al por che
para fumar. Todos me dirigieron
ojeadas furtivas o miradas de
curiosidad, como esperando que no
fuésemos a comportarnos como el
proverbial elefante en una
cacharrería.
Me senté en un sillón contiguo al
cuarto de guardia y me sometí a la
inspección colectiva mientras otra
enfermera, Lucinda, me tomaba las
constantes vitales. Una mujer alta y
flaca, se sentó frente a mí y con una
amplia sonrisa se presentó a sí
misma como Leslie. Correspondí
mencionando mi nombre y
procedencia. Ella me tendió la mano,
yo se la estreché, y ella dijo:
—Bienvenido, Cam. Verás que la
primera noche es espantosa, pero
luego va a peor. —Soltó una
carcajada y añadió, al tiempo que me
daba una palmada en la espalda—:
Es broma. —Dicho lo cual salió a
fumar.
La siguiente en acercarse fue una
mujer bajita, cabello muy corto y
cara arrugada, que se presentó como
Edie. Parecía nerviosa y me contó
que acababa de ingresar la víspera y
que ella y su marido habían ahorrado
la paga de jubilación para poder
pagarse el tratamiento, conque en
caso de no resultar bien seguramente
no le quedaría otra salida que el
depósito de cadáveres. Esto del
depósito me pareció demasiado
cruel; sin embargo, Edie tenía una
presencia curiosamente
tranquilizadora, algo así como un
viejo almacén de pueblo con una
sólida escalera de madera, de
peldaños desgastados en la parte
central por el roce de medio millón
de pisadas.
Me alegré de que Edie siguiera
por allí cuando Lucinda acabó de
tomarme la tensión y me quitó el
brazalete de velero. El ruido de tela
que se rasga funcionó como una serie
de pulsaciones de botón y mis chicos
emprendieron una especie de rápido
desfile, entrando y saliendo como las
siluetas de los patos en una barraca
de tiro al blanco. Edie me tomó de la
mano y noté la suya callosa y rugosa,
como cabía esperar, mientras me
miraba con los ojos verdes más
melancólicos y más llenos de
comprensión que yo hubiese visto
nunca. Y yo, sentado en aquel sillón
mientras desfilaban todavía las
evocaciones del ogro, del viaje en
ferrocarril y de la verruga de Fio, y
pese a la presencia de media docena
de chiflados que me miraban como si
yo fuese una mercancía expuesta en
un escaparate, me sentí algo
reconfortado. Lo cual era de
agradecer.
Después de tomarme la
temperatura Lucinda llamó a un
hombretón llamado Lonnie para que
me mostrase nuestra habitación. Edie
se despidió y salió a fumar, mientras
Lonnie y yo nos encaminábamos a
deshacer el equipaje. La habitación
era igual que la de la clínica, con los
muebles atornillados al suelo y las
paredes, y la moqueta lavable a
prueba de vómitos. Ni máquina
expendedora de golosinas ni
televisión por cable. A Kyle no le
habría gustado.
El gigantón Lonnie nos dejó a
solas y salió silbando una
cancioncilla, lo cual hizo que
recordase a Ángel y me preguntase si
estaría otra vez en la clínica Del
Amo. Me acerqué a la ventana y
retiré la cortina, a ver si daba al
patio. Pero no. Sólo se veía un
campo, con un par de postes de
madera muy altos y una especie de
trapecio. A lo lejos, unos bloques de
viviendas. Solté la cortina. Bien, no
estábamos en la clínica. ¿Dónde
estamos? En Texas. ¡Condenado
Lonnie! ¡Qué mal silba! El otro lo
hacía considerablemente mejor.
Me dirigí hacia los teléfonos
para uso de los pacientes, que se
hallaban en el pasillo, y llamé a
Rikki. Descolgó a la segunda señal.
—Hola, Rik.
—¡Cam! Me tenías preocupada.
—He tenido que esperar casi
cuatro horas en la recepción.
—Es increíble. ¿Te han
ingresado ya? ¿Qué impresión
tienes?
—Mucho miedo, Rik. Aquí todo
el mundo anda espantado.
—Lo sé. Ha sido una decisión
difícil para ti. Pero lo conseguirás.
Quiero que trabajes, que aproveches
tu estancia. En ese sitio podrán
ayudarte.
Me humedecí los labios resecos.
—No sé si podré soportarlo.
—Sí podrás. Tú lo conseguirás.
Yo escuchaba con atención,
mejor dicho bebía sus palabras.
—Tienes razón. Lo conseguiré.
—Eso es. Tú eres fuerte, Cam.
Puedes conseguir cualquier cosa que
te propongas.
—Puedo conseguir cualquier
cosa —repetí, no muy convencido.
—Sé que lo estás pasando mal.
—¡Um!
—Ahora te hablará Kyle. Te
quiero, Cam.
—¿De veras? Gracias, Rikki. No
te preocupes. Sé lo que quiere oír
Kyle.
—Estupendo. Ahora te lo paso.
Kyle no tardó en exclamar:
—¡Pappiiii! ¿Estás en Texas?
—Pues sí —contesté—. ¿Cómo
está mi hombrecito?
—Bien. —Y luego bajó la voz
como si fuéramos dos conspiradores
—: ¿Me has comprado el regalo,
papá?

Contuve la risa. Aquel niño era


un encanto.
—Todavía no, hijo.
—¿Estás en tu hotel?
—Sí.
—¿Es bonito?
—Aceptable.
—¡Uau! Te quiero, papá. Adiós.
—Adiós, hijo.
Rikki volvió a ponerse y dijo:
—Me gusta cuando conspira de
ese modo.
—A mí también —dije—. Oye,
Rikki. He de terminar. Estoy
empezando a quedarme traspuesto.
—Como quieras.
—¿Rik?
-¿Sí?
—Gracias por decir que me
quieres.
—Pero si es verdad —contestó
ella—. Procura descansar esta noche.
Habrás visto que puse a Toby y unos
cuantos libros para todos.
—Sí. Gracias.
—Hablaremos mañana, cariño.
. —Sí. Adiós —dije, y me quedé
esperando a que ella colgase.
Cuando oí el clic colgué a mi vez
y me fui en busca de la enfermera de
guardia, para pedirle un Ambien que
me ayudase a pasar la noche.
Una enfermera pelirroja, joven y
muy formal me dio el deseado billete
de ida para el planeta Plutón.
Desanduve el pasillo en sentido
inverso con intención de encerrarme
en mi habitación, pero me tropecé
con Edie, Leslie y una muchacha
llamada Tina, de unos veinticinco
años y con marcado acento
neoyorquino, todos sentados en el
suelo. Me invitaron a participar en la
tertulia y yo me senté y dije hola a
todos.
Había olvidado la llamada de
Janna y me tragué la pildora, lo cual
me daba un cuarto de hora antes de
cerrar escotillas. Diez minutos más
tarde sonó el teléfono y atendió uno
de los pacientes, quien voceó mi
nombre, no sin cierta sorpresa por mi
parte. Me puse en pie y me acerqué
salvando obstáculos, mientras todo
empezaba a confundirse en derredor.
La mujer que había atendido la
llamada llevaba una bata rosa y
zapatillas a juego. Era de mi edad
aproximadamente, con el cabello
negro recogido en una coleta. Sonrió
y dijo «Hola, soy Andy» con una
vocecilla chillona, por lo que supe
que me hablaba un alter ego infantil
de la paciente. Forcé una sonrisa y
agarré el auricular. Andy. Qué
casualidad. El mismo nombre que el
del bastardo que estaba intentando
quitarme a mi Rikki.
Me llevé el auricular a la oreja y
tuve la sensación de haberme
aplicado una esponja.
-¿Sí?
—Hola, Cam —dijo Janna.
Su voz abrió un agujero en mi
compostura y la inundación fue
incontenible, como si se hubiese
pinchado un globo lleno de agua.
—Janna! ¡Sácame de aquí!
¡Quiero salir enseguida! Prefiero
trabajar contigo, en tu consulta.
¡Aborrezco estar internado! No trago
a esta gente. Estamos en Texas, ¡por
Dios! ¡Si aquí todavía ahorcan a la
gente! ¡Quiero irme a casa!
—Cálmate, Cam —dijo Janna—.
Allí saben lo que se hacen, y estás en
buenas manos. Hablaré con tu
terapeuta en cuanto te hayan asignado
uno, y te llamaré todas las noches a
las nueve para que me cuentes cómo
te ha ido. Estás en un buen lugar,
Cam. Tienen un programa muy bueno.
—De acuerdo, de acuerdo —dije
—, pues me quedo, ¡qué remedio!
Pero no te aseguro que lo haga por
mucho tiempo. —Y después de esto
hubo otra conmutación y salió Clay.
—Ja… Janna.
—Hola, Clay.
—¿Do… dónde estoy?
—En una clínica.
—¿Estoy enfermo?
—No. No es una clínica de ésas.
Es un lugar donde los pacientes
pueden hablar con los terapeutas y
con otras personas que tienen
problemas parecidos.
—¡Ah! ¿Está aquí Jody?
—No, ésa es otra clínica… Estás
en Texas.
—¿Te… Texas?
—Sí.
—A… adiós —dijo él, y
conmutamos otra vez.
—¡Holaaa… Janna Chase!
—Hola, Bart.
El fármaco empezaba a hacerme
efecto y me noté flojas las rodillas.
—¿Qué diablos pasa aquí? Tengo
el cuerpo de goma. —Con lo cual se
eclipsó él y volví en mí.

—Janna, soy Cam…


—¿Qué ha dicho Bart? ¿Qué
pasa?
—El Ambien —me notaba los
labios estropajosos—. Me… me voy
a… —Dejé caer el auricular y
empecé a tambalearme.
Alguna enfermera o algún
paciente de los del pasillo me
sostuvo a tiempo y me llevó a mi
habitación. Estábamos aterrizando en
la terminal internacional de Plutón
cuando oí una voz que decía con
grueso acento sureño:
—Esto del Ambien nunca falla.
41
Desde el primer día me esforcé por
adaptarme e ir conociendo los
grupos; al mismo tiempo pisaba el
freno en espera de hablar con nuestro
terapeuta. Sí conseguí ver a un
psiquiatra, un tipo alto con una cara
que parecía una sábana arrugada y
una voz áspera como la de Kissinger,
sólo que sin acento alemán. Le pedí
un ansiolítico, aunque el Serax que
me recetó apenas incidió en la
epidermis de mi angustia.
Casi todos estos grupos eran
similares a los de la clínica Del
Amo, excepto dos. Uno de ellos,
llamado Sogas, sólo se reunía dos
veces por semana; sus miembros
pasaban el resto de los días
recuperándose con vistas a la
próxima sesión. Sogas era la
actividad exterior de elección para
los múltiples, y la dirigía un tipo
canoso y de suaves modales llamado
Jeff, con su ayudante Samantha, una
mujer joven y enérgica con el pelo
cortado a la Wayne Newton que se
empeñó en que la llamáramos Sam.
La primera vez que salimos de
Sogas, Jeff y Sam formaron el grupo,
nos pusieron unos arneses de
escaladores y fuimos invitados de
uno en uno a trepar por una especie
de poste del teléfono. Los demás
gritábamos dándole ánimos al que lo
intentaba.
Mientras uno trepaba Jeff y Sam
sujetaban la cuerda enganchada a lo
que parecía el bastidor de un
columpio más alto que el poste, de
modo que si el tipo saltaba o se caía
no se diese el batacazo en el suelo.
Cuando uno llegaba arriba, si es
que lo conseguía, debía permanecer
allí mientras Jeff y Sam le planteaban
una serie de preguntas sobre su
voluntad de ir mejorando, y lo
jaleaban por haber sido tan valiente
como para ingresar en esa clínica y
ser capaz de trepar a ese poste. Y
mientras tanto uno procuraba
mantener el equilibrio y que no se
moviese el condenado poste y no
saltar antes de tiempo. Al cabo de un
rato te decían que saltases hacia el
trapecio, que colgaba a unos tres
metros de distancia, y uno lo hacía y
era como trabajar en el circo, sólo
que sin música. Si uno fallaba, lo
bajaban poco a poco y no pasaba
nada. Pero si conseguía aferrarse a la
barra, debía quedarse colgando
mientras todos le aplaudían y
elogiaban su hazaña. Y al cabo de un
rato uno se soltaba y lo bajaban al
suelo.
Podrá parecer fácil eso de trepar
por un poste del teléfono,
encaramarse en la punta y saltar
después hacia un trapecio, pero no
para mí. Ni para nadie del grupo. No
es que fuese difícil, era
prácticamente imposible. De los que
me precedieron ninguno logró
sujetarse a la barra del trapecio,
aunque Edie llegó a rozarla. Lo cual
sí fue impresionante considerando
que la mujer tenía la estatura de
Mickey Rooney. A continuación me
tocó a mí.
Por dentro la cosa fue más o
menos así: ¿Qué demonios pasa
aquí? ¿En qué lío nos has metido?
¡Eh! ¿Por qué tenemos que hacer
esto? ¿Acaso no somos pacientes de
hospital? ¡Y yo qué sé! Está bien,
pues jódete. Tejodes tú. Vámonos de
aquí. Tengo miedo. Éste dice que
tiene miedo. Que alguien lo vigile.
Yo también tengo miedo. Vigila a la
chica, y también a los jóvenes. ¿Qué
diablos estás haciendo, Cam?
Cierra el pico y vete al carajo. ¡Eh!
Dejad de pelear y poned atención en
lo que vais a hacer. ¡Santo cielo!
Estoy en la punta. ¡Ay, ay! Que esto
se mueve. Quiero saltar Corta la
cuerda y salta. ¡Quiero morirme!
¡Alto! Que alguno lleve a Switch al
salón de la Tranquilidad, ¡pronto!
No miréis abajo. ¡Ay, mierda! Ha
mirado abajo. ¿No te dije que no lo
hicieses? ¿De veras? ¿Quieres
saltar tú? ¿Yo? ¡Si estoy temblando!
Escucha lo que dicen los de abajo.
Contéstale lo que quiere escuchar y
acabemos de una vez. Cállate. Muy
bien, pues salta a ver si atrapas
lajodida barra. No, espera un
momento. Todavía no te han dicho
que saltes. Anda, ¡salta y no falles!
Tengo el corazón desbocado. Me
voy a morir ahora mismo. ¡Salta ya,
maldita sea! ¡Allá voooy! ¡Vaya! ¡La
ha atrapado! Estamos colgados. ¿Lo
estamos? No mires abajo. ¡Mierda,
ha mirado abajo! Voy a tener un
infarto. ¡Uf, qué alto está esto! Sí,
muy alto. Estamos bien colgados.
Calla, que este tío nos ha hecho una
pregunta. Escúchale, Cam. Dile lo
que él quiere que digas. No, escucha
lo que dice. Que lo hemos
conseguido. Que somos unos
valientes. Que lo logramos. ¿Lo
logramos? Sí. Ahora dice que
soltemos la barra. ¿Cómo? Estás
colgado de una barra. Mira hacia
arriba. ¡Jesús! ¡Pues es verdad!
¿Cómo hemos llegado aquí? ¿No te
habías dado cuenta? No. Ahora nos
soltamos y veremos lo que pasa.
¿De verdad? ¿Vamos a morir? No;
hay una cuerda de seguridad.

¿Qué dices? Mírala. Ahí está la


cuerda. ¡Uf! ¿Estamos
enganchados? Sí. Menos mal.
Vamos, suelta. No puedo. ¡No seas
burro! ¡Suelta te digo! Bien, ¡allá
voooy!

Después de jugar a Sogas me


puse el primero a la cola del Serax
pero no me sentí mejor ni siquiera
cuando el fármaco surtió su efecto.
Quedé como estupefacto durante una
hora, poco más o menos. Cuando fui
a darme cuenta, Bart estaba al fondo
del pasillo hablando con una
psiquiatra llamada Denise, muy
agraciada y dotada de un acento
sureño de los más melosos, ambos
sentados en sendas sillas. Yo flotaba
en algún lugar del espacio roncando
como un bombardero sobre Bremen.
Denise tenía en el regazo un bloc
de notas y ahí estaba mi historial.
Sonrió y dijo:
—¿Qué tal en Sogas?
—Fácil —fanfarroneó Bart, y
agregó—: ¿A qué viene, dicho sea de
paso?
—¿Qué quieres decir? —
Arrastraba tanto las eses que uno
podría apagar un cirio con ellas.
—Quiero decir que para qué
sirven esos ejercicios de trepar y
gritar y pasar miedo. Denise
preguntó: —Tú no eres Cameron,
¿verdad? —Yo soy Bart —contestó
él. —¿Sabes dónde estás, Bart? —En
Texas, ¿no? —¿Y sabes en qué lugar
de Texas? —Ajá. En un psiquiátrico
próximo a Dallas. —Cierto, pero yo
no he preguntado dónde está el
psiquiátrico, ¿verdad? Sino dónde
estás tú.
—¿Qué es esto, una pregunta de
concurso? ¿Dais una tostadora
eléctrica de premio?
—No —replicó ella, muy seria
—. Sólo que me parece que no estás
muy conectado con este ambiente,
por la manera de hablar que tienes.
Bart sonrió con malicia.
—No lo estoy. El chiflado es él.
Yo no soy más que una parte de su
cáscara rota, como Per, Dusty, Leif y
todos los demás. —Hizo un ademán
despectivo—. ¿Crees que me gusta
estar aquí?
—No, ya se ve que no. A casi
nadie le gusta —Denise hizo una
pausa—. ¿Eres consciente de que
Cameron es un paciente de una
clínica psiquiátrica?
—Sí, lo sé —contestó él con
hastío.
—Pues entonces, Bart —continuó
al tiempo que le apuntaba con el
índice—, ¿entiendes que tú también
eres un paciente de una clínica
psiquiátrica?
Bart meneó la cabeza.
—No, yo no soy ningún paciente
de una clínica psiquiátrica —dijo, al
tiempo que hacía el gesto con el
pulgar—. Él lo es.
—Bart —insistió Denise—, si
Cameron es un paciente de esta
clínica psiquiátrica, tú también lo
eres. Tú eres un paciente de esta
clínica.
Bart se retrepó en el asiento.
—Ya te he dicho, Denise, que
sólo soy un acompañante. No soy el
paciente.
—Sí, sí lo eres también —dijo
Denise asintiendo para dar más
énfasis, y volvió a señalarle con el
dedo—. Entérate. Tú eres un
paciente del hospital Charter en
Plano, Texas, un centro
especializado en el tratamiento del
trastorno de disociación de la
personalidad.
Bart se arrellanó y rebulló con
nerviosismo. Durante unos momentos
ninguno de los dos dijo nada.
Alguien llamaba a un doctor a través
de la megafonía. Entonces Denise
dijo con tono conciliador:
—Oye, Bart, ¿te has dado cuenta
de que él sufre?
—¡Ah, sí! —dijo él poniéndose
serio—. Sí, sufre mucho. Es un
cagón.
Denise consultó el historial.
—En su cuestionario dice que su
objetivo principal es superar la
negación. —Alzó la mirada hacia
Bart y después de una pausa continuó
—: Te lo digo porque me parece que
tú tienes otras intenciones.
Hubo un silencio incómodo
mientras Bart meditaba la respuesta.
Por último sonrió maliciosamente y
dijo:
—Lo sabes todo, Denise. Eres
una chica lista.
Pero ella no mordió el anzuelo y
siguió insistiendo.
—Mira, Bart, tendréis que
empezar a colaborar si queréis
mejoraros. Déjame preguntarte una
cosa: ¿sabes si Cameron piensa que
está aquí solo?
Bart meneó la cabeza.
—No, él sabe que todos estamos
aquí… aunque seguramente cree que
él es el único que hace algo.
Miró hacia la puerta y preguntó:
—¿Así que soy un paciente de
una clínica psiquiátrica, eh?
—Sí —asintió Denise.
—Entonces soy un mierda —
murmuró como para sí mismo—.
Quiero decir que soy un cobarde. Por
supuesto, pacientes lo somos todos.
Me gustaría que Per oyese esto.
—¿Per?
—Sí, es uno de los principales
del sistema. Qué manera de hablar.
Un sistema. Como si se tratase de una
cadena estéreo. —Bart se removió en
su asiento, se frotó la barbilla y
luego apoyó las manos en el regazo,
con los dedos cruzados—. ¿Sabes,
Denise? A ninguno le gusta esto.
Estamos muy asustados. Yo también.
Por eso me escondí dejando a Cam
en la estacada. —Meneó la cabeza y
repitió—: Sí, reconozco que soy un
mierda.
—No seas tan severo contigo
mismo, Bart. Todos se ponen
nerviosos cuando entran en un lugar
como éste. Os estáis portando
bastante bien. —Hizo una pausa—.
Creo que el grupo de videoterapia
del jueves próximo será lo indicado
para todos vosotros.
Éste era el otro grupo que no
existía en la clínica Del Amo. Mi
avión salió de entre las nubes y se
vio frente a la ladera de una montaña
cada vez más cercana.
—Viene a ser como una
entrevista televisada, Bart. Y
grabamos a los distintos alter ego.
Creo que te resultará útil verte entre
ellos.
Él asintió y volvió a sonreír con
picardía.
—Sí, siempre quise trabajar en el
cine. Tengo talento innato. El jueves,
¿eh?
—Sí, el jueves —corroboró
Denise—. Así pues, ¿tomo nota de
que os interesa a todos participar en
eso?
—Por supuesto.. Si estamos
todos en ello, lo haremos como
grupo, ¿no? Quiero decir que somos
muchos.
—Ya lo suponía. ¿Estás seguro
de que Cam querrá hacerlo? Tal vez
está escuchando ahora. Todavía no
estoy familiarizada con vuestro
sistema.
Bart asintió.
—Sí, está escuchando. Seguro
que lo ha oído.
¡Colisión inminente! ¡Yap! ¡Yap!
¡Yap! ¡Altímetro a cero! ¡Nos van a
grabar a todos! ¡Yap! ¡Yap! ¡Yap!
—De acuerdo, pues —dijo
Denise dando una palmada sobre su
bloc—. Voy a anotar que os
presentáis voluntarios. Pero, ¡ojo!,
que no queda esculpido en piedra.
No os consideréis obligados si
alguno cree que no podrá soportarlo.
Discutidlo entre vosotros. Y con
vuestro terapeuta, cuando habléis con
él.
—¿Cuándo va a ser eso?
Llevamos aquí tres días y todavía no
hemos visto a ninguno.
Denise consultó de nuevo el
expediente.
—Aquí dice que mañana por la
mañana tenéis hora con el doctor
Sawyer. Os caerá bien. —Y se puso
en pie—. Debo irme. Ha sido un
placer hablar contigo, Bart. Adiós.
Echó a caminar por el pasillo.
Bart siguió mirando el patio desierto
a través de la ventana. Yo, por
dentro, yacía destrozado entre
pedazos de metal retorcido e
incandescente.
¡Camillero!
42
Rikki y Andy estaban sentados a la
larga barra del Isobune, un
restaurante japonés de College
Avenue, en el barrio Rockridge de
Oakland. La originalidad del local
consiste en que el cocinero, colocado
en el centro de un estanque en forma
de anillo, va preparando los sushi,
los pone en unas bandejas
rectangulares y éstas van dando
vueltas sobre unas barquitas de
madera. Cuando un cliente de la
barra ve algo que le gusta, lo
desembarca. Y a la hora de pagar,
una camarera hace el recuento de los
platillos vacíos y establece el
importe.
—Me han premiado con tres días
de estancia en una casa de playa de
la empresa —anunció Andy mientras
se secaba las manos con la servilleta
caliente que le ofreció la camarera.
Rikki hizo lo mismo.
—¡Menuda suerte! ¿Cuándo?
Ambos dejaron las servilletas
sobre la barra y la camarera les
sirvió sendos tés. Cuando se hubo
alejado, Andy sonrió y dijo:
—La semana que viene, del dos
al cuatro. —Pescó una bandeja de
rollitos californianos y se metió uno
en la boca—. ¡Hum! ¡Exquisito! —Y
sin dejar de masticar agregó—: ¿Por
qué no vienes a visitarme cualquier
día? Lo pasaremos bien.
Rikki pescó una bandeja con dos
porciones de salmón ahumado y un
poco de arroz. Tomó una porción con
los palillos y la remojó en la salsa de
soja y wasabi.
—¡Hum! Esta gente prepara el
mejor sushi de East Bay.
Andy la miraba fijamente.
—En serio, Rik. ¿Por qué no te
vienes?
Rikki se tragó el bocado y bebió
un sorbo de té.
—¿Viene alguien más de tu
oficina?
—No. Sólo yo.
—¿Y dónde dejas a Katie?
—En casa de una amiga. —Andy
bebió de su traza y, mirando a Rikki
por encima del borde, agregó—:
Podrías hacer lo mismo con Kyle
para esa noche, ¿no?
Rikki lo miró fijamente.
—¿Estamos hablando de lo que
me figuro que estamos hablando?
Andy dejó la taza a un lado.
—No sé —sonrió—. ¿Tú qué
crees?
Se quedaron un momento en
silencio, mirándose. Alrededor se
escuchaba el bullicio de los
numerosos comensales del
establecimiento, pero ellos estaban
completamente solos. La pierna de
Andy rozó la de Rikki y ella sintió el
mismo sobresalto y excitación que
aquella tarde en Chevy's, un año
antes.
Rikki levantó una botella que
había junto a su pequeño montón de
platos y se la enseñó a Andy.
—¿Un poco de sake?
43
Lanosinminencia de un suceso nefasto
afecta como un ejército de
hormigas rojas a un cuerpo atado de
pies y manos y rebozado de
mermelada. Ni te agrada, ni te
acostumbras, ni puedes evitarlo. Y
no importa lo mucho que te esfuerces
por pensar en otra cosa, como
imaginar que echas una siesta a la
sombra de un sauce a la orilla de un
arroyo, no puedes aguantarlo más de
ocho segundos seguidos sin volver a
pensar en esas hormigas rojas.
Ni siquiera es indispensable que
sea un suceso nefasto. La espera de
algo bueno también puede atacarnos
los nervios. Como casarse o conocer
al presidente. Si no tuvieras tiempo
para preverlo, digamos si te lo
tropezaras de repente en el
supermercado, le preguntarías con
naturalidad si sabe cuál es la oferta
del día. Pero si te dieran uno o dos
días para pensarlo, las hormigas
acabarían devorándote y cuando se
produjese el acontecimiento no
acertarías a decir nada y tendrías que
morderte el labio.
Pues bien, desde que Bart habló
con aquella belleza meridional yo me
había mordido el labio más de
quinientas veces, de modo que la
mañana siguiente, cuando Steve
Sawyer me sacó del grupo ya estaba
a punto para entendérmelas con él, o
eso creía yo.
Era un hombre de mi edad, con el
cabello castaño, rostro agradable de
facciones acusadas y ojos que
expresaban la fuerza y la serenidad
de una secoya gigante. Llevaba una
chaqueta de pelo de camello, una
elegante camisa blanca, pantalón
negro impecablemente planchado y
zapatos relucientes. Su corbata de
seda me recordó la Noche estrellada
de Van Gogh. Sonreía y se alegró de
conocerme. Recorrimos el pasillo y
entramos en un pequeño despacho
con dos sillones, un escritorio con
lámpara y teléfono, y una mesita con
televisor y vídeo. Steve ocupó el
sillón más próximo al vídeo y yo el
otro, con las hormigas. Rechinaba ya
los dientes, tamborileaba con los
pies en el suelo y manoseaba con
nerviosismo los brazos del sillón.
—Esta mañana hablé con la
doctora Chase, y también con Denise
—anunció—. Parece usted bastante
nervioso.
—¿Le gustaría ponerse en mi
lugar? Todo el mundo lo hace.
Alargué la mano y rocé con los
dedos la corbata de Steve.
—Una bonita corbata —añadí al
borde de la histeria. Le dirigí una
mirada fulminante y me recosté en el
sillón para seguir sobando los brazos
—. No estoy nervioso, estoy muerto.
—Dígame… —empezó Steve.
—Los muertos no hablan.
—Usted no está muerto, sólo
asustado —replicó él con calma.
—No estoy asustado. No estoy
asustado de…
—¿Qué le da miedo? ¿Teme
verlos en la televisión? —dijo dando
unas palmadas sobre el aparato.
Yo me removí con nerviosismo.
—Eso no es más que una caja
tonta. Soy hombre muerto.
—Usted es hombre vivo —
replicó él—. En todo caso, muerto de
ganas de ver lo que saldrá de esa
caja tonta.
Meneé la cabeza rítmicamente e
insistí:
—No es verdad. No estoy…
—Ha viajado dos mil kilómetros
para ver lo que va a salir en la
pantalla de esta caja tonta.
Negué otra vez con la cabeza y
señalé el televisor.
—Es que no quiero…
—Dime, Cam, ¿qué te preocupa?
—De qué diablos está usted
habí…
—Dímelo.
—¡Hijo de perra!
—¡Dilo de una vez!
Salté de mi asiento y Steve dio un
respingo, y una maquinaria al rojo
vivo rugió en mis ingles, mi
estómago, mis pulmones, mi garganta
y mi boca, y grité:
—¡¡No quiero saberlo!!
Un silencio tenso cayó sobre
nosotros. Yo seguía removiéndome,
la cabeza baja, la barbilla caída
sobre el pecho. Adiviné que Steve
me miraba fijamente cuando dijo:
—En realidad lo sabes ya, Cam.
Más silencio. Un minuto entero,
tal vez. Y luego me derrumbé. Steve
habló con suavidad:
—¿Qué va a pasar cuando veas a
tus alter ego en la grabación?
Con un gran esfuerzo conseguí
levantar la cabeza y mirarle con
lágrimas en los ojos.
—Entonces sabré que es cierto
—lloriqueé.
Steve calló un momento y luego
se inclinó y me dio un apretón en el
hombro.
—Sí, y eso será un alivio,
¿verdad? —dijo.
Mi cuerpo se estremeció y lloré
un poco más: por Dusty, por Clay,
por Davy, Anna, Trudi, Switch,
Mozart, Wyatt, Bart, Per, Leif, Stroll
y todos los demás que permaneciesen
todavía encerrados dentro de mi
mente. Y también por Rikki y Kyle.
Pero no por mí. No por mí.
Aquella noche cuando llamé a
Rikki le conté que habíamos
decidido proceder a la sesión de
videograbación. La encontré un poco
ausente, aunque no pude precisar si
era ella la que estaba preocupada, o
yo. No se me ocurrió pensar que
acababa de hablar por teléfono con
Andy. Nos deseó buena suerte a
todos y luego llamó a Kyle para que
yo le diese las buenas noches.
Lo siguiente antes del Ambien fue
la llamada de Janna. Leif la
aprovechó para decirle que Per, Bart
y él habían establecido con el doctor
Sawyer una lista de los que serían
entrevistados durante la grabación y
en qué orden. Sacó de mi bolsillo
una hoja de papel amarillo (de la que
yo no tenía noticia) y comentaron el
programa. Clay sería el primero en
salir, seguido de Bart, y después les
tocaría a Leif, a Per y finalmente a
Dusty. Lo cual pareció bien a Janna,
quien me obligó a comparecer para
discutirlo. Teníamos un buen plan y
por una vez pareció que todos
colaborábamos en un mismo
objetivo.
Las hormigas desaparecieron, o
casi, pero ahora me agobiaba el
remordimiento. Al fin y al cabo, yo
era el causante de que estuvieran
todos allí, el origen de todos los
problemas. El gerente de aquel hotel
triste, el bobo que había atrancado la
puerta y ponía a todo volumen la
música discordante cuando le
llamaba la clientela.
Janna me fustigó un poco por
hablar así, y me sugirió que callase
un rato para escuchar a los demás. Lo
hice, y lo que dijeron fue adelante y
que todo saldría bien.

Algo estaba ocurriendo en efecto,


y no era del todo malo. Pero eso no
significaba que fuese agradable.
Cuando llegó el momento de
proceder a la grabación, mi estómago
se convirtió en un nudo.
Por fortuna no fue necesario
esperar mucho, porque todos los
pacientes que iban a participar en la
sesión de videograbación desistieron
en el último momento. Un tipo
simpático llamado John se sentó
detrás de una cámara de vídeo puesta
sobre un trípode y leyó la lista de
m i s alter ego mientras yo,
tembloroso, me sentaba en un sillón
delante del objetivo. Al leer el
nombre de Per preguntó cómo se
pronunciaba, detalle que Per y yo
agradecimos.
Luego John puso en marcha la
cámara y dio comienzo la entrevista.
Me hizo algunas preguntas sobre
quién era yo, dónde vivía, mi familia
y si entendía lo que estábamos
haciendo y su finalidad. A
continuación pidió que apareciese
Clay. Instantáneamente me desvanecí
y él pasó a primer plano.
Clay creyó que lo estaban
filmando para una película o Un
episodio de Lassie, y se mostró algo
decepcionado cuando John le explicó
que era una grabación centrada en
nuestra tribu. John le preguntó la
edad y lo que sabía acerca de mí y de
los demás alter ego. Por último le
preguntó si tenía algo que decirme en
especial, a lo que Clay se encogió de
hombros y manifestó:
—Dile que me gustaría que Ky…
Kyle no tuviese miedo de mí y no
tener que esconderme cuando esté
presente el niño. John señaló el
objetivo de la cámara y dijo: —Mira
aquí y díselo tú mismo.
—Di… dile a Kyle que yo no
doy miedo a nadie. Soy un bu… buen
muchacho. Que no tenga miedo de
mí. Edie, que estaba de espectadora,
dijo: —Claro que sí, Clay Eres un
buen muchacho. Debbie conmutó a
Andy, quien dijo con su voz chillona:
—Tú me gustas, Clay —A lo que
Clay sonrió y dijo: —Tú también me
gustas, Andy.
Luego John pidió que apareciese
Bart, y Clay se despidió. Hubo un
leve estremecimiento y apareció
Bart. Bart siempre era el mismo:
parlanchín, divertido, optimista. En
menos de quince segundos hizo reír a
todas las chicas y charlaron con tan
ta soltura como si fuesen un grupo de
bañistas tomando refrescos en la
playa. John le interrogó acerca de su
propia persona y cómo se encontraba
en la clínica. Bart se puso serio y
dijo estar al corriente de que todos
eran pacientes del Charter y aseguró
que hacían un gran esfuerzo por
superar la tendencia a la negación.
Cuando John le preguntó si tenía algo
que decirme, Bart miró a la cámara y
contestó:
—No te rindas, Cam. La
multiplicidad es un deporte de
equipo. Estoy contigo. Entre todos lo
conseguiremos. —Y terminó con una
broma acerca de esconderse en una
cabina de teléfono para ponerse el
traje de SuperLeif.
Todos rieron, pero era verdad y
¡paf!, en un instante apareció Leif y
el ambiente cambió por completo. Ya
no era Los vigilantes de la playa
sino 60 minutos. Leif no perdía el
tiempo. Cruzó las piernas, se
arremangó, miró a la cámara y yo,
como espectador en segundo plano,
pude notar que todos los presentes
estaban sorprendidos por el acusado
contraste entre él y Bart.
John le preguntó cuál era su
misión en el sistema y él replicó: —
Conseguir que Cam haga las cosas.
Bien, ¿qué más quieres saber? —
Juntó las manos y luego las abrió con
las palmas hacia arriba—. Dispara.
John dijo que no tenía nada
concreto que preguntarle, que sólo se
trataba de que hablara un poco
delante de la cámara. Leif descruzó
las piernas y miró a la cámara.
—Muy bien, pues tengo algo que
decirle a Cam. —Se inclinó y apuntó
con el dedo—. No olvides esto. Yo
pongo la iniciativa pero tú pones el
trabajo. Todo eso eres tú. —Se
arrellanó en el asiento y se cruzó de
brazos, y todos pudieron ver sus
músculos tensos. Se hizo un silencio
en la habitación—. Ahora le toca a
Per —concluyó, y se retiró.
Per se mostró fiel a sí mismo,
tranquilo y de hablar sosegado.
Expresó su confianza en nuestra
capacidad como sistema para superar
los problemas comunes, pero se
lamentó de que algunos alter ego se
sintieran rechazados y excluidos en
casa, y me pidió que colaborásemos
en buscar una solución a tal
dificultad. Uno de los pacientes
preguntó si Kyle conocía a alguno de
l o s alter ego, y se le explicó que
éstos no estaban autorizados a salir
en presencia del niño. Eso causó
bastantes comentarios, a tal punto
que John se vio obligado a poner un
poco de orden para poder continuar
con la grabación.
El último número del espectáculo
fue el de Dusty. Estaba tímida y
nerviosa, y no quiso decir nada, hasta
que John insistió. Entonces contó
cómo salía a hacer la compra, y que
se sentía sola porque después de
Robbie no había tenido ocasión de
hacer amistad con nadie. Su mensaje
para mí fue que deseaba tener una
habitación para ella sola.
Y eso fue todo. Se acabó la
sesión. John sacó la cinta y me la
dio. Yo me quedé allí tratando de
entender lo que acababa de ocurrir
mientras John guardaba la cámara y
los espectadores abandonaban la
habitación.
Edie se acercó, me dio una
palmada en la espalda, sonrió y dijo:
—Desde luego, Cam, está claro
que eres un múltiple.
—¿De veras lo crees? —repuse.
Ella soltó una carcajada.
—¿Bromeas? Espera a ver la
grabación.
Enseguida se acercó Debbie.
—Es indudable, indiscutible y
evidente que eres el típico múltiple
—dijo—. Pero ésa no es la
dificultad, sino que tus alter ego no
se sienten bien acogidos. Notan que
se les rechaza y si eso no se corrige,
amigo mío, estás perdido. —
Entonces conmutó en un abrir y
cerrar de ojos y por un instante
apareció de nuevo Andy para decir
con su voz infantil—: Sí, perdido.
¡Ya lo creo!
Al punto retornó Debbie, quien
se encogió de hombros y se alejó en
compañía de Edie.
Tiene razón, pensé. Es preciso
que hagamos algo al respecto.
Quedé a solas en la habitación,
mirando al otro lado de la ventana el
llano de Texas cubierto de hierba.
Fue entonces cuando reparé en lo que
habíamos hecho. ¡Hemos grabado en
vídeo los alter ego\, pensé.
¡Caramba, pues no ha sido tan difícil!
Espera un minuto. Mierda. Ahora
viene la parte más difícil. Falta
verlo, ¡uf!
Regresé a la habitación y arrojé
la cinta sobre la cama.
44
Alas siete de la tarde Steve me sacó
de un grupo y fuimos a la consulta,
yo cinta en mano. Cuando abrió la
puerta vi que tenía el televisor y el
vídeo ya conectados.
Nos sentamos.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Cómo
ha ido?
Tragué saliva.
—¿Te parece que la veamos ya?
—Le entregué la cinta.
Él la metió en la máquina y pulsó
e l play. Mis manos aferraban los
brazos del sillón como si tuviese una
bomba de relojería debajo del
asiento. Tenía el cuerpo sudoroso y
sentí un escalofrío.
Enseguida aparecí yo en la
pantalla, delgado, con cara de susto y
ojos vidriosos. Oí la voz de John
haciendo las preguntas, y me
sorprendí al verme tan aturdido y
escuchar mis respuestas titubeantes y
poco coherentes.
Seguí atento a la pantalla y vi
cómo cerraba los ojos y mi cuerpo se
estremecía. Al abrir de nuevo los
ojos el que estaba allí era Clay.
Procuré fijarme bien porque dentro
de mí eran varios los que se
disputaban el control. Desde algún
lugar la voz de Steve dijo:
—Quédate aquí conmigo, Cam.
Pero era demasiado tarde. Elvis
acababa de abandonar el edificio y
apareció Clay.
—¿Po… por qué estás viendo
esta pe… película?
—¿Clay? —preguntó Steve.
—Sí.
Clay tenía los ojos bajos,
mirando sus zapatos del cuarenta y
dos. Estaba ensimismado, con la
nuca rígida. Steve dijo:
—Es la grabación que hicisteis
esta mañana, ¿recuerdas?
—¡Ah, sí!
—Tú eres el que está ahora en
pantalla.
Clay alzó los ojos y contempló la
pantalla durante unos segundos.
Escuchó su propia voz hablando con
John.
—¿Có… cómo? —preguntó con
lágrimas en los ojos. Steve congeló
la imagen y preguntó, solícito:
—¿Qué te pasa, Clay?
—Esto —dijo señalando el
televisor con un dedo tembloroso.
—¿Lo que has visto en el
televisor?
—Sí. —Se echó a llorar.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué te
entristece lo que ves en el televisor?
—So… soy un niño, no un adulto
—sollozó Clay.
—Per comparte el mismo cuerpo
con Cam —dijo Steve mientras le
pasaba un pañuelo de papel—.
Dusty, Bart y Per también parecerán
el mismo cuando salgan, ya lo verás,
llevan la misma ropa y todos se
parecen a Cam… y a ti.
—¿A mí también? —Se secó las
lágrimas.
—Ajá —dijo Steve, y volvió a
poner en marcha el vídeo….
Durante un rato Clay contempló
la grabación en silencio.
—So… soy yo en la televisión.
He crecido.
Steve sonrió.
—Sí, pero eres tú, Clay. Has
crecido de cuerpo, aunque todavía
seas un niño.
Clay asintió.
—Sí, pero soy yo. Todavía soy
un niño.
—Sí, tienes razón. Eres tú el que
está ahí —sonrió Steve.
Clay se limpió la nariz con la
manga y concluyó:
—Bien. Adiós.
Con lo cual desapareció y me vi
otra vez al mando del bólido. Steve
detuvo otra vez el aparato.
—¿Quién ha salido?
—Yo —dije con una mueca
mientras me frotaba la nuca dolorida
—. Estoy aquí otra vez.
—¿Has visto a Clay? ¿Te has
enterado de lo que acaba de ocurrir?
—Sí, lo he visto, y sé que salió
para verse a sí mismo —me froté las
sienes. La cabeza también me dolía
—. ¿Cómo ha ido eso?
—Pregúntalo en tu interior —
dijo Steve. Escuché unos momentos,
a ver lo que decía Clay.
—Está bien —dije—. Sólo que
un poco extrañado de su aspecto.
Steve rió.
—A mí también me pasa cuando
me veo. —Y me preguntó si estaba
dispuesto a seguir.
Me mordí el labio, asentí, y él
volvió a pulsar el play.
Contemplé la grabación. Como
un cebo al extremo del sedal, flotaba
derivando poco a poco dentro de las
frías aguas de la comprensión, hasta
que vi el pasaje en que Clay miraba a
la cámara y decía «Dile a Kyle que
yo no doy miedo a nadie. Soy un
buen muchacho». En ese momento,
¡plaf!, tropecé con el fangoso fondo y
al levantar la mirada pasó un pez
llevando una banda con un letrero
que decía:
CÓMO VAS A ACEPTARTE
TÚ MISMO CUANDO NI
SIQUIERA TE ACEPTA TU
PROPIA FAMILIA.
Traté de tragar saliva pero tenía
la boca seca, lo cual era extraño,
teniendo en cuenta que me hallaba en
el fondo del estanque.
Steve sabía que la declaración de
Clay era importante, pero en ese
momento no estábamos allí para
tratar de sanar esa llaga, sino para
contemplar las imágenes de la
pantalla. Las detuvo un instante.
—¡Cam! —dijo con énfasis, y fue
como si hubiese tirado del sedal.
Steve puso la máquina otra vez
en marcha y salió Bart, tan diferente
de Clay. Era un espectáculo muy
extraño. Un segundo antes Clay
estaba allí tenso y hablando como un
niño; y ahora estaba Bart, relajado y
contento como si acabase de
comprarse un Corvette nuevo. ¡Y los
dos tenían mi cara!
Contemplé con fascinación a Bart
y cómo engatusaba a todos con su
charla y sus bromas, muy diferente
del individuo que estaba allí sentado
con Steve, o sea yo. Incluso Steve rió
algunos de los chistes, hasta que Bart
dijo haber entendido que todos eran
pacientes de una clínica y que yo no
debía rendirme. Steve detuvo otra
vez la reproducción.
—¿Lo has oído, Cam? ¿Has oído
lo que dice Bart? Eso es
cooperación. Eso es progreso.
Aquellas palabras me
impresionaron. Tenía razón. Era un
progreso. Por un instante me vi
envuelto en una aureola de plata,
como si el hada madrina de Pinocho
me hubiese tocado la frente con su
varita mágica.
Luego seguí contemplando la
imagen de Bart congelada en la
pantalla. Mi mente era un remolino.
Yo estoy aquí. Ése es Bart. Yo estoy
aquí. Ése es Bart. Estoy haciendo
progresos. Progresos. Progresos.
Ése era yo, luego Clay, luego Bart.
Míralo. Míralo. Ése es Bart. Muí…
muí… múltiple. Sí. Sí. Sí. Múltiple.
—Continúa, Steve —dije.
Él pulsó el botón y Bahama Bart
se convirtió en Superleif ante mis
propios ojos. El mismo cuerpo, pero
otra persona y, ¡cáspita!, Leif entró
como un vendaval con rayos y
truenos. Sus ojos despedían chispas y
su voz era como un sable
desenvainado. Ése no era Bart, y
desde luego no era yo. Quedé
estupefacto, contemplando cómo Leif
se arremangaba y ñexionaba y
relajaba las manos mientras hablaba
a la cámara. Exhibía bíceps robustos,
mirada franca y aire decidido. Este
tío es increíble. Este tío es un barril
de pólvora. Este tío vale un imperio.
Conseguí apartar los ojos de la
pantalla y me volví hacia Steve.
—Ese tío es capaz de conseguir
cualquier cosa —susurré.
Steve dejó que la grabación
siguiera rodando la máquina hasta
que acabó la intervención de Leif y
luego la detuvo.
—Sí, Leif es un ganador. Habrás
oído lo que dijo. Ése eres tú.
—Pero él… él… —balbucí
señalando la pantalla—. Él no está
loco. —Empezaba a notarme la
lengua estropajosa—. Yo sí.
—Cam —me interrumpió Steve
—. Quédate. Quiero que te quedes
aquí conmigo.
Parpadeé, procurando centrarme,
y él prosiguió:
—Eso es, Cam. Escucha: tú no
estás loco. Eres un múltiple. —
Señaló la pantalla—. Y ahí tienes la
prueba que necesitabas.
Las palabras surtieron efecto.
Steve pulsó el play y permanecí
atento a la pantalla, y el hada
madrina volvió a tocarme con su
varita. ¡Ding!
Después de Leif salió Per, y otra
vez tuve ocasión de presenciar un
cambio increíble. Como si la
tormenta se hubiese despejado de
repente. Una agradable brisa acarició
mi mente y una sensación de paz
invadió toda la estancia. Per parecía
un hombre mayor, o en todo caso
mayor que Leif y Bart… o yo. Tenía
más pronunciadas las arrugas del
rostro, y su mirada serena irradiaba
la sabiduría de la edad. Per se llevó
el dedo a los labios antes de hablar y
me sorprendió la naturalidad del
gesto y lo esbelto de sus manos. Un
padre, o un gran hombre, por lo que a
mí concernía.
Parpadeé tratando de despejarme
la vista, y de nuevo sentí sudor en la
espalda, lo que me puso la piel de
gallina. Per también es una parte de
mí. ¡Ding!
Hubo otra conmutación, con
eclipse de Per y salida de Dusty, y el
contraste fue de los que cortan el
aliento. Desaparecido el hombre
maduro, lo reemplazaba una joven,
tímida. Me notaba las manos
sudorosas y doloridas de tanto
apretar los brazos del sillón, así que
me froté las palmas en los
pantalones. Luego me toqué las
mejillas. ¿Soy yo éste?, pensé.
¿Quién soy yo? ¿Soy ella también?
Entonces mi mente empezó a fundirse
y a girar. Flotaba en el cielo como un
ángel aquejado de nostalgia, y así
salió Dusty. Mientras tanto Steve me
observaba con atención y había
detenido otra vez la cinta.
—Hola —dijo.
Dusty se frotó las manos con
angustia, los ojos mirando el suelo,
hasta que Steve preguntó:
—¿Dusty?
Ella asintió una vez, con
esfuerzo; las emociones que la
embargaban rompieron el dique, de
modo que tras señalar la pantalla con
el dedo y gemir «Ésa no soy yo»,
ocultó la cara entre las manos y
rompió en sollozos.
—Sí eres tú, Dusty. Eres tú —
dijo Steve, comprensivo. Ella gimió:
—Te odio por enseñarme esto,
¡te odio! —Y luego levantó la cara y
los brazos al techo, y suplicó—: ¡Por
favor! ¡Ayúdame, Dios mío, por
favor! Que no sea verdad. ¡No quiero
tener ese aspecto! ¡No quiero!
Dejó caer los brazos, y se hundió
en el asiento, cabizbaja y sollozando.
Tú eres ella también. Lo eres. No te
rindas. No aflojes.
—Tú, Dusty, ya sabías que vives
en el cuerpo de Cam —continuó
Steve con paciencia, y tras una pausa
preguntó—: ¿Has visto a Clay, Bart,
Leif y Per?
Ella asintió débilmente con la
cabeza.
—Ellos también tenían el aspecto
de Cam, ¿no es así? Y el tuyo… sólo
que diferentes. Cada uno diferente e
igual a sí mismo, ¿no?
Ella asintió. Steve le dio un
pañuelo de papel.
—Debes aceptarte tal como eres,
Dusty. Eres uno de los alter ego de
Cam… aunque él sea un hombre y tú
una muchacha. Pero no eres distinta
de lo que eras hace un minuto, antes
de ver la grabación. Sigues siendo tú.
Y Clay sigue siendo Clay. Y todos
los demás siguen siendo lo que eran
antes de ver la grabación. Todos sois
partes de Cam.
Dusty continuó con la cara oculta
entre las manos hasta que poco a
poco fue dejando de llorar. Steve le
pasó otro pañuelo de papel y ella se
enjugó los ojos. En el trasfondo,
desde el silencio, yo escuchaba… y
sentía… y pensaba. Yo soy ella.
Todos ellos son yo. Entonces Dusty
se reclinó en el sillón, y miró a
Steve. Él le sonrió.
—¿Todo bien?
—Todo bien. —Asintió una vez
más, y cerrándolos ojos se desva
necio y me vi empujado al primer
plano cuando aún no estaba
preparado.
Me noté la cara húmeda y
ardiente. Tomé un pañuelo de papel y
me soné. Me sequé la cara con el
dorso de la mano.
—Hola —dijo Steve.
—Hola —contesté, y mi propia
voz me pareció hueca y distante.
—¿Qué te ha parecido?
Yo me miraba las rodillas, algo
aturdido todavía.
—¡Pobre Dusty! —meneé la
cabeza.
Steve asintió.
—Es difícil para todos. Para
Dusty tal vez más que para los
demás. ¿Qué te ha parecido? —
repitió.
Volví los ojos hacia él pero me
costó fijar la vista con nitidez.
Aspiré hondo y suspiré despacio:
—Creo que tengo un trastorno de
disociación de la personalidad.
—¿Sólo lo crees.
Nos mirábamos fijamente.
—Sé que tengo un trastorno de
disociación de la personalidad —
dije.
Hubo unos momentos de silencio.
Steve se dio cuenta de que caminaba
por el borde del precipicio de la
aceptación.
—Algo ha pasado conmigo —
dije.
—Sí. Lo siento de veras.
Los muros de mi pena temblaron
y se estremecieron, y las viejas
reliquias de la angustia se
tambalearon y cayeron de sus clavos
y estantes, haciéndose añicos en el
suelo. El suelo cedió, los cimientos
se resquebrajaron, el cemento se
agrietó y la tierra se abrió dando
paso a los borbotones de lava que
envolvieron y calcinaron las ruinas
de mi corazón y mi mente. Me puse
en pie de un salto y solté un grito de
consternación y empecé a
derrumbarme. Steve se incorporó
prestamente y me sostuvo. Mis
brazos colgaban inertes y apoyé la
cabeza en su hombro. Las lágrimas
brotaron y al colisionar con el calor
volcánico se volatilizaron
desprendiendo vaharadas de
indescriptible tristeza.
Por Dusty, por Clay y todos los
demás. Y también, al fin, por mí
mismo.
45
Estaba ansioso por llamar a
Rikki, y estuve pendiente del reloj
hasta que marcó las nueve, en el
Oeste las siete, cuando ella y Kyle
estaban terminando de cenar. Tuve la
sorpresa de que contestara Kyle, no
porque no lo hiciese a menudo, sino
porque estaba nervioso e impaciente
por contárselo todo a Rikki.
—¿Pequeño gran hombre? —
dije.
—¡Papiiiiii! ¡Hola! ¿Qué haces?
—Nada —contesté—. He
terminado de trabajar y quise
llamarte para decirte lo mucho que te
quiero.
—Yo también te quiero, papá. —
Y gritó—: ¡Mamá, es papá, pero
antes quiero decirle una cosa! —Y
entonces bajó la voz para susurrar
—:¿Papá?
—¿Sí? —Adiviné lo que iba a
decirme.
—¿Me lo has comprado ya?
—Todavía no. Pero será pronto.
—De acuerdo. ¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—¡Que el viernes me traigo los
ratones a casa para el fin de semana?
—¿Ratones?
—Sí —explicó él con emoción
—. Del colegio. Son dos, Lucy y
Ethel. ¡Oh, oh! Te dejo ahora, mamá
quiere hablar contigo.
—De acuerdo, hijo. Te quiero
mucho.
—Yo también. Adiós.
Oí que Rikki lo enviaba al cuarto
de baño y sentí un estremecimiento.
—Hola —dijo ella con
incertidumbre.
Respiré hondo.
—Hola, Rik. Lo hicimos y la
hemos visto con el doctor Sawyer.
—¿La grabación en vídeo?
—Sí.
—¿Y qué?
—Ahí estaban. Fue increíble.
Quiero decir, ya sé que tú los has
visto muchas veces, de modo que
seguramente no te habría…
—Cam —me interrumpió Rikki
—. Sé que era una prueba importante
para ti. ¿Cómo ha salido?
—Cariño —dije con emoción—,
soy un… múltiple.
Ella suspiró con alivio.
—Lo sé, cariño, lo sé. —Hizo
una breve pausa—. ¿Lo crees ahora?
Me tragué las lágrimas. No
quería llorar en ese momento.
—Sí, lo creo. Y ellos también.
—¿Qué quieres decir?
—Que también fue duro para
ellos. Sobre todo para Dusty.
—¡Ah! —dijo ella, y agregó—:
No se me había ocurrido.
—Rik… —Estaba impaciente
por soltarlo—. Rik, tendremos que
introducir algunos cambios.
—¿Cambios? —preguntó ella
con cautela.
—Sí. Es necesario. Para que yo
los acepte de verdad sería preciso
que ellos se sintiesen aceptados en
casa y…
—¡Pero si lo están, Cam! —
exclamó ella, y luego dijo normal—:
Espera un minuto.
Dejó el auricular y fue a cerrar la
puerta de la habitación. Durante
aquellos segundos mi valor se
desmoronó. Recogió el auricular y
dijo un poco más fuerte:
—¡Te digo que están aceptados!
—Pero ellos no lo sienten así —
argumenté—. A Kyle le entra el
pánico cuando ve una de esas
conmutaciones, y eso hace que noten
un rechazo. ¡Si hubieras oído a Clay,
ahí mismo en la cinta, cómo se
quejaba porque Kyle tiene miedo de
él! Quiere conocerlo. Todos lo
desean, a fin de sentirse aceptados…
—Ya hemos hablado de esto
otras veces, Cam. E insisto en que
Kyle no los verá. —Remachó cada
palabra como si descargase
martillazos sobre un yunque. Pude
notar su férrea determinación a
través del teléfono y me dejó helado
de miedo.
—Pero si ya tiene…
—No y no —remachó ella de
nuevo—. No permitiré un encuentro
con tus alter ego, y punto. ¡Es
demasiado pequeño! Tú mismo has
dicho que le da pánico. Aún no está
preparado. Lo siento.
Hubo un silencio tenso. Y los dos
mil kilómetros que nos separaban se
alargaron hasta convertirse en la
longitud de la circunferencia
terrestre. Yo estaba conmocionado, y
por un segundo me pregunté si cabía
la posibilidad de que me quedase en
la clínica para siempre.
—No tenemos más tiempo, Rikki
—dije con voz débil.
—Muy bien, Cam. Adiós —
repuso ella, y su adiós relució
letalmente como una bala saliendo a
cámara lenta por el cañón de una
pistola.
Colgué y, apoyándome contra la
pared para no caerme, doblé las
rodillas poco a poco para resbalar
hasta el suelo hecho un ovillo, y
empecé a mecerme. Mis ojos
miraban sin parpadear el dibujo
ondulado del papel de la pared del
pasillo, y empecé a desvanecerme en
él.
Lucinda salió del cuarto de
guardia, me tocó el hombro y
preguntó con meloso acento sureño:
—¿Estás bien, Cam?
Volví la mirada hacia ella y
contesté:
—No.

Kyle estaba acostado y Rikki a su


lado le leía un cuento de misterio
procurando aparentar el mayor
interés después de la horrible
llamada telefónica.
—Mamá —interrumpió Kyle—,
¿pasa algo entre tú y papá?
Para ella fue un golpe bajo. Rikki
dejó el libro a un lado mientras su
mente buscaba la respuesta.
—Mira —respondió con tono
tranquilizador—, papá y yo hemos
tenido algunos desacuerdos acerca
de ciertos asuntos. Eso es todo.
—¿Acerca de Andy?
—¿Por qué íbamos a discutir
acerca de Andy? —replicó Rikki,
sorprendida.
—Porque tú sales con él.
—Yo no estoy saliendo con
Andy. ¿Eso te ha dicho papá?
—No, no. Sólo que me parece
que sales con él como si fueras su
novia. Pero deberías ser la novia de
papá… quiero decir, su mujer.
—¿Eso crees? —dijo Rikki,
sorprendida por su preocupación—.
¿Crees que soy la novia de Andy?
—Sí.
—Pues no lo soy, cariño. Andy
no es más que un amigo. Aunque se
trate de un hombre, eso no quiere
decir que no podamos ser amigos,
¿entiendes?
—Pero no es como papá.
Ninguno puede compararse a papá…
¿Tú quieres a papá?
—Claro que sí, cariño. Es mi
esposo y mi mejor amigo.
—¿Y a mí? ¿A mí también me
quieres?

—Sí, amor —contestó ella con


cariño—. Tú ¿res mi hombrecito. Te
quiero más que a nada en el mundo.
—Apretó su pequeña mano y le dio
un beso en la frente. Tenía el cabello
un poco húmedo y olía a champú con
aromas florales.
—Está bien —dijo Kyle—. Oye,
mamá.
—¿Qué?
—Eso de la personalidad
múltiple no es tan malo.
Por un momento Rikki se quedó
sin habla, mientras las inocentes
palabras de Kyle luchaban con los
fantasmas de su propio corazón.
Luego se incorporó a medias
apoyándose en un codo, se volvió
hacia él y le acarició la cara. Sus
ojos se encontraron y ella dijo
suavemente, mientras procuraba
contener las lágrimas:
—No, cariño. No es tan malo.
Fuera, en el frío de la noche, el
perro de un vecino ladró una vez, y
luego se hizo de nuevo el silencio.
—Mamá, ¿quieres terminar el
cuento?
Rikki miró a su precioso
hombrecito y le dio un abrazo.
—Claro que sí.
46
Ladespertar
mañana siguiente tuve
plomizo y envuelto
un
en
los andrajos de la confusión y la
desesperación. Aceptación y
pérdida. La familia interior y la
familia exterior. Ni siquiera me vi en
condiciones de discutirlo con los
demás a través del diario. Había
vuelto a encerrarlos otra vez y me
veía atrapado en una trampa tendida
por mí mismo, o preparada por Dios
para mí. De una cosa estaba seguro:
me había metido en un buen lío y no
lograría salir solo. Steve tal vez
podría remediarlo. Sí, le pediremos
ayuda a Steve. Que llame a Rikki
para tratar de arreglarlo.
Solté todo el discurso que traía
preparado tan pronto Steve cerró la
puerta, entre copiosas lágrimas,
mocos y aspavientos. Le rogué que
lla- mase a Rikki y que lo arreglase
todo.
—Bien —replicó él con calma
—. Por supuesto que llamaré si crees
que puede servir de algo.
—¡Gracias a Dios! Gracias a ti,
Steve. Gracias.
—Pero…
—Pero ¿qué? —inquirí con
pánico.
—Pero… sería conveniente que
me pusieras en antecedentes acerca
de Rikki.
—¡Ah, sí, claro! —respondí,
jadeando de aprensión—. ¿Qué
necesitas saber?
—En primer lugar, si ella ha
admitido que eres un múltiple y si
está entregada a tu causa y a tu
curación.
Me tranquilicé un poco.
—Rikki es maravillosa —
contesté—. Es la mejor persona que
conozco. Siempre ha estado a mi
lado y ha sido amable con mis
chicos.
—Eso está muy bien, porque…
—¡Oh, maldita sea! —La
desesperación me agarrotó la
garganta y me eché a llorar otra vez
—. Temo que nos va a dejar por ese
Andy. Lo he estropeado todo y se va
a marchar con otro. Está…
—Pero ¿no acabas de decir que
está entregada a ti en cuerpo y alma?
—me interrumpió Steve.
—Sí, pero está ese Andy. Es un
amigo. Me temo qué se irá con él.
Nos dejará…
—¿Quieres decir dejaros a ti y
Kyle, o…?
—¡No! —exclamé al tiempo que
me señalaba el pecho con el pulgar
—. ¡A nosotros! ¡A Kyle nunca lo
dejaría! ¡Es la mejor madre del
mundo!
—¿Por qué crees que te dejaría a
cambio de Andy?
Me sorbí la nariz y me la limpié
con la manga.
—No lo sé. Sale a cenar con él.
Ella jura que no son más que amigos,
pero…
—¿Tú la crees?
Eludí la cuestión.
—No quiero perderla, Steve.
¿Adonde iríamos sin ella? No
podemos quedarnos aquí para
siempre. ¿Qué vamos a hacer?
Steve apoyó una mano en mi
antebrazo.
—Cam, respira hondo un par de
veces y escucha lo que voy a decirte.
Obedecí. Los pensamientos
zumbaban en mi mente como moscas
en un tarro, revoloteando inútilmente
de un lado a otro.
—A mi modo de ver, anoche
pusiste a Rikki en un aprieto muy
difícil —empezó Steve.
Meneé la cabeza como si
quisiera espantar las moscas.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
—Kyle todavía no ha cumplido
los nueve años, ¿verdad?
Asentí.
—Ella tiene razón, Cam. El niño
aún es demasiado pequeño para
entenderlo.
Esto me sorprendió.
—¿Tú crees? Yo pensaba que…
—Debimos haber comentado
ayer lo que dijeron Clay y Per en la
grabación —continuó—. A lo mejor
fue un error por mi parte el dejarlo
para otro día. —Me miró cara a cara
—. Oye, Cam, tú pusiste a Rikki en
un dilema cuando le diste a escoger
entre consolarte a ti o proteger a
Kyle. Ella hizo lo que cabía esperar,
lo que haría cualquier madre solícita.
—Pero ¿qué vamos a hacer
ahora? —dije. Steve se arrellanó en
su asiento.
—Trataremos de encontrar un
término medio.
Todas las moscas refulgían ahora
como candelas.
—¡Dios mío! Llámala, Steve —
supliqué—. Por favor, llámala y
veremos si hay algún término medio.
Hazlo enseguida, por favor.
—De acuerdo. ¿Está en casa
ahora?
—No; en el despacho, pero me sé
el número.
Steve descolgó, titubeó y volvió
a colgar.
—Oye, yo no sé qué hay entre
Rikki y Andy, y además no me
corresponde preguntarlo. Si ella
tiene decidido dejarte para irse con
él, nadie podrá evitarlo. Lo que
puedo hacer es hablar con ella de ti y
tus chicos. Explicarle algunos
aspectos. —Volvió a descolgar el
auricular—. Dime el número.
Se lo dicté mientras lo marcaba.
Sentado en aquel sillón y mientras
aferraba los brazos de vinilo color
verde que tan bien conocía, deposité
toda mi esperanza en que Rikki
estuviese localizable y Steve Sawyer
consiguiera cambiar de alguna
manera el dictado del destino.
—Despacho de Rikki West —
anunció la voz de Janine—. ¿En qué
puedo servirle?
Steve se presentó y preguntó por
Rikki. En cuestión de segundos que
me parecieron una eternidad ella
contestó:
—¿Doctor Sawyer? —preguntó
con preocupación—. ¿Ha ocurrido
algo?
—No se preocupe —dijo él—.
Tengo a Cam aquí conmigo, y me ha
pedido que hablase con usted para
aclarar algunas cosas.
—Doctor Sawyer…
—Llámeme Steve.
—Steve —dijo con voz gélida—.
Estoy con Cam al ciento por ciento,
pero no voy a consentir que mi hijo
de ocho años se vea obligado a
asumir el estado en que se halla su
padre. Apenas si consigo entenderlo
yo, que soy adulta. Lo siento pero
nada de lo que me diga me hará
cambiar. He tenido buen cuidado en
darle a Kyle la información que
necesitaba cuando él la ha solicitado,
basándome en lo que según mi
criterio podía entender de acuerdo a
su edad y nivel de desarrollo. Y no
creo que en este momento de su vida
le convenga ponerse a jugar al
Monopoly con Clay…
—Rikki —dijo Steve—, estoy de
acuerdo contigo.
—¿Cómo?
—He dicho que estoy de acuerdo
contigo.
Hubo una pausa y luego ella dijo
con tono algo más conciliador:
—¿De veras?
—Sí. Estoy de acuerdo en que
Kyle es demasiado pequeño.
—No lo entiendo. Entonces ¿el
motivo de tu llamada…?
—Cam se ha dado cuenta de que
te puso en una situación difícil
anoche…
—Horrorosa.
—Sí, y en parte fue por mi culpa.
—¿Cómo?
—Verás. En la grabación que
hicimos de sus alter ego, Clay dijo
que le disgustaba que Kyle le tuviese
miedo, y Per le recomendó a Cam
que hiciese algo al respecto. En la
sesión de ayer yo decidí aplazar la
discusión de ese punto, porque me
parecía más urgente tratar de
eliminar la negatividad de Cam. No
previ que él establecería por su
cuenta la conclusión de que Kyle
debía tratar con sus alter ego. Cam
está debatiéndose en una situación
muy difícil, puedes creerme, y…
—Lo sé.
—Y yo comprendo por qué te
dijo eso, y por qué sus alter ego
quieren que Kyle los conozca y los
acepte.
—Yo también lo comprendo. Y
desde luego Kyle los conocerá, pero
a su debido tiempo. Ahora es
demasiado pequeño. Ni siquiera
soporta ver esas conmutaciones de
Cam, y eso que todavía no conoce a
l os alter ego. Me parece que sería
exigirle demasiado.
—Coincido contigo —aseguró
Steve—. Entiendo que los alter ego
se ocultan cuando ven el espanto de
Kyle y llaman a Cam para que
reaparezca.
—Hasta ahora ha sido así.

—Pues eso es magnífico, Rikki


—continuó Steve—. Indica una
disposición de postergar sus propios
deseos, una abnegación y una
voluntad de colaborar que pocas
veces se encuentran en los casos de
múltiples. Es sorprendente, de
verdad.
—Nunca se me había ocurrido
considerarlo desde ese punto de vista
—dijo Rikki—. Yo sólo veo el susto
de Kyle. -
—Es natural. Pero debes
considerar y entender también la
dificultad que eso significa para los
alter ego de Cam… y la tensión que
él soporta al verse obligado a
defraudarlos de esa manera, todo lo
cual aumenta su dificultad para
aceptarlos y aceptar el hecho de que
él es un múltiple.
Steve y Rikki guardaron silencio
durante un momento, mientras yo me
balanceaba ansioso por adivinar lo
que ella estaba pensando. El sudor
me escocía en los ojos. Parpadeé,
pero no me sirvió de remedio. Nada
podía hacer yo, excepto mecerme y
agradecerle a Steve que escalase por
mí los peñascos donde se ocultaban
las boas gigantes. Rikki continuó:
—Ni siquiera había pensado lo
duro que debe ser para ellos el tener
que retroceder y ocultarse cuando
Kyle llama a su padre. Cam nunca me
lo dijo. Ahora acabo de darme cuenta
de lo mucho que le habrá afectado.
—Hizo una pausa—. Daría cualquier
cosa con tal que mejorase un poco.
—Creo que puede, Rikki —dijo
Steve.
—¿Seguro?
—Sí, así lo creo. Con tu ayuda y
la de sus alter ego, con el tiempo
sanará y podrá llevar una vida
bastante normal.
—¿De veras?
—De veras.
Hubo otro silencio y luego Rikki
dijo con la voz cargada de emoción:
—¿Sabes una cosa, Steve? Hace
mucho tiempo que nadie me hablaba
de que la curación de Cam fuese
posible. ¿Realmente crees que lo es?
—Lo creo —repitió él—. Y tú
tienes una manera de ayudarle, si
quieres.
Esperé febrilmente la respuesta a
esa proposición. .
—Dime cuál es —dijo Rikki.
—Qué te parecería permitir que
los alter ego de Cam salgan un rato,
digamos durante las veladas después
de acostar a Kyle. Concédeles algún
tiempo para andar por casa.
Ayúdales a sentirse aceptados ha
ciéndoles compañía. A cambio les
pediríamos que esperen un poco para
conocer a Kyle, hasta que éste sea
mayor y pueda aceptarlos también.
Yo estaba que me salía de mi
piel, pero continué mutis.
—Rikki —continuó Steve—, me
gustaría hablar con los alter ego de
Cam, en particular con Clay y los
demás menores, y proponerles que
cuiden de Kyle… que sean como sus
ángeles de la guarda, y que sepan que
tú serás su amiga y protectora cuando
el niño esté acostado.
—Ésa es una idea excelente —
dijo ella con excitación—. No me
importa pasar un rato con los chicos
de Cam. Lo haría todas las noches.
Haría cualquier cosa, con tal de tener
la seguridad de que no le puede
pasar nada a Kyle mientras yo no
estoy en casa. ¿Aceptarán eso
también?
—Creo que sí.
—Steve, no imaginas el peso que
me has quitado de encima con tu
llamada. Te voy a postular para la
beatificación —bromeó Rikki.
Él soltó una carcajada. Buena
señal. Muy buena señal.
De pronto volví a ver el mundo
en colores. Por dentro, Clay estaba
diciéndole a Per que sí, que lo haría,
que sería el ángel de la guarda de
Kyle, y Switch dijo lo mismo, y
Wyatt se sumó también, todos
hinchando el pecho como si fuesen
los nuevos sheriffs del pueblo. E
incluso Dusty dijo que le gustaría
hablar con Rikki. Oí a Bart decir «Sí,
por la noche es la mejor hora», a lo
que Leif replicaba «No te pases ni un
pelo, tío», y Bart se defendía
diciendo «Tranquilo, hombre, que no
lo he dicho con segunda intención».
Rikki dijo:
—Gracias, Steve. Quedo en
deuda contigo.
Él sonrió, complacido.
—Bienvenida, Rikki, y que
tengas suerte. ¿Quieres hablar con
Cam ahora?
—Sí.
—Muy bien, ahora te lo paso. —
Me tendió el auricular—. Rikki
quiere hablar contigo.
Noté una descarga de adrenalina
y faltó poco para que me desmayase.
Steve lo advirtió y me aconsejó que
respirase hondo varias veces. Lo
hice y me calmé un poco. Agarré el
teléfono.
—Hola —dije.
—Hola, Cam —dijo Rikki con
voz dulce. Mi Rikki—, ¿Has oído lo
que ha dicho Steve?
—Sí.
—¿Crees que tú y tus chicos
podréis cumplirlo?
—Sí lo creo.
—Pues bien, prometo que
hablaré con todos cada noche
después de acostar a Kyle.
—¡Oh, Rik! ¡Eso sería
maravilloso! —exclamé con lágrimas
en los ojos. Ella continuó:
—Quiero que todos sepan que lo
agradeceré mucho si están atentos a
Kyle y se abstienen de salir cuando
él esté presente, al menos hasta que
tenga edad suficiente para
comprenderlo mejor. Y seré su amiga
y hablaré con ellos cuando él no esté,
a cualquier hora del día, ¿de
acuerdo?
Entonces apareció Clay y dijo
con su voz de niño:
—De acuerdo. ¿Como un sheriff,
eh, Rikki? Yo cuidaré de Kyle.
—Sí, Clay. Como un sheriff—rió
ella.
Clay se eclipsó y volví en mí.
Callamos unos segundos mientras yo
me armaba de valor para la gran
pregunta. Tragué saliva.
—¿Vas a dejarnos por Andy,
Rikki? —dije procurando sonar
ecuánime.
Hubo un silencio desesperante
mientras yo contenía la respiración.
Y luego Rikki dijo con naturalidad:
—No, Cam. No lo haré. Te
quiero. Os quiero a todos.
Y entonces resonaron los
arpegios y asomó el sol y los pájaros
cantaron y Julie Andrews pasó
volando y las colinas bailaban, y yo
también. Respiré de nuevo. Creí en
sus palabras.
—Rikki.
—¿Qué, Cam?
—Tu aventurero del espacio
regresa a casa.

Andy descolgó a la primera


señal.
—Andy Grumman.
—Hola, ¿qué tal?
Andy lo adivinó enseguida.
—No vienes:—dijo.
—No —dijo Rikki tras una
pausa.
Andy suspiró.
—¿Le quieres, verdad? —dijo
con tono triste.
—Sí, siempre lo he querido.
Ambos callaron un momento y
luego ella dijo:
—Creo que Cam va a
recuperarse, Andy. Mejor dicho,
estoy convencida de que se va a
curar.
—¿De veras?
—Sí. He hablado con un
terapeuta de la clínica y dice que con
el tiempo Cam podrá llevar una vida
normal. Todos llevaremos una vida
normal.
—Me alegro —dijo Andy.
Callaron de nuevo, sintiendo la
atracción que existía entre ellos.
Andy fue el primero en romper el
silencio.
—No quieres destrozar tu
familia.
—No. Soy incapaz de hacerlo.
Demasiado tiempo ha estado
destrozada.
—Sí —asintió Andy,
melancólico—. Realmente nunca
tuve una oportunidad contigo.
Rikki no contestó. No tenía nada
más que decir. Hubo un silencio
opresivo en la línea mientras cada
uno seguía sus propios pensamientos.
Después Andy dijo: ,
—En fin… supongo que no nos
veremos mucho en adelante, ¿no?
—Claro que sí, Andy. Somos
amigos —dijo ella, sabiendo que ya
no tenía importancia.
—Amigos —repitió él con un
suspiro que hinchó las velas de una
barca destinada a no retornar.
—¿Andy?
—¿Sí, Rik?
Rikki fue a hablar pero no le
salió ni una palabra. Durante el
silencio que se hizo entonces la
barca se alejó y se desvaneció en el
horizonte.
—No lo digas, Rik —dijo Andy
—. Dime adiós, nada más.
—Adiós, Andy —dijo ella con el
temblor de una lágrima en la voz.
47
Encombinados
el TCBY todavía servían helados
cuando regresamos a
California. Poco después de nuestro
regreso y aprovechando el primer día
soleado nos dejamos caer por allí.
Hubo un poco de discusión acerca de
lo que íbamos a tomar, hasta que nos
pusimos de acuerdo: un fondo de
chocolate picado para un yogur de
chocolate helado, recubierto de
crema, con otra capa de yogur de
vainilla helado recubierta de nueces
tostadas. ¡Ah!, y una docena de
cucharillas… para llevar.
Todo esto lo puse en una nevera
portátil con un paquete de cubitos de
hielo y continuamos viaje hasta las
montañas del Diablo. Allí estacioné
el coche, saqué la nevera y una manta
de cuadros, y caminé el kilómetro y
medio que faltaba hasta la cima. Una
vez allí, busqué un lugar abrigado y
con vista a la bahía, extendí la manta
en el suelo y alineé las cucharas, la
una al lado de la otra. Escribí los
nombres de cada uno de mis chicos
en los mangos utilizando un rotulador
de punta fina, y consumimos el
helado por turnos. Solos en el
mundo, contemplando el panorama
de la bahía.
Cuando regresé a casa y le conté
a Rikki lo que acabábamos de hacer,
ella lloró y nos abrazó. Y dijo que
habíamos hecho muy bien, y eso me
hizo llorar a mí también.

Poco después de esto, uno de mis


entrevistados para la tesina de
licenciatura me pidió que diese una
conferencia para un grupo de ex
víctimas de malos tratos en la
infancia. El tema principal iba a ser
la «conectividad». Acepté sin saber
muy bien por qué, pero pronto me
arrepentí. Conforme se acercaba la
fecha de la conferencia me habría
dado de bofetadas a mí mismo por
meterme en semejante jaleo cuando
teníamos tantas otras cosas mejores
que hacer, como los temas del curso,
la asistencia a las sesiones de
terapia, ser un buen padre y comer
helados combinados. Pero Leif no
permitió que me desdijera, y
quedamos en que ninguno de ellos
saldría mientras yo estuviera
pronunciando mi alocución. Cuando
llegó por fin el día no quise
profundizar más allá de la epidermis.
Mi dulce Rikki me acompañó
para darme ánimo, y desde luego eso
me alegró. Incluso se burló un poco
de mí mientras íbamos rumbo a
Oakland, conduciendo yo a sesenta
por hora:
—Oye, Cam, que por aquí puedes
conducir a ciento diez si quieres.
La conferencia se celebraba en
un caserón de estilo Victoriano
bellamente restaurado. Reunió unas
doscientas personas, la mayoría
múltiples, aunque también asistieron
algunos terapeutas. Cuando entramos
y vi aquel público, pensé que
preferiría lanzarme desde lo alto del
edificio Sears antes que dar aquella
conferencia.
Rikki me apretó la mano hasta
que me llamaron al estrado. Me volvi
a mirarla durante un largo segundo,
como si fuese la última vez que nos
veíamos, y ella me apretó la mano
otra vez, sonrió y dijo: —Cariño,
estoy contigo…
Eso me reconfortó y subí
llevando mis anotaciones en la mano,
confiando en no tropezar con ningún
peldaño. Esto fue lo que dije:
—Se me ha invitado a dirigiros
la palabra sobre el tema de la
conectividad, y he aceptado por dos
razones. La primera, que para mí
como persona afectada por un
trastorno de disociación de la
personalidad, el alcanzar lo que a mi
entender se acerca a la verdadera
conectividad ha sido y sigue siendo
la empresa más difícil de mi vida, en
la que deseo salir airoso más de lo
que deseo cualquier otra cosa del
mundo. La segunda, contaros algo de
mi esposa Rikki y mi hijo Kyle. Ellos
me han transmitido fuerzas y
esperanza, y literalmente me han
salvado la vida.
»Tengo la sensación de haber
vivido siempre sin un contacto sólido
con el mundo. La mayor parte del
tiempo me he sentido como un
fragmento de ser humano, como un
trozo de porcelana de un jarrón roto
sobre una alfombra. Contemplo los
demás trozos y algunos se me
parecen, pero otros no. Sin embargo,
todos somos trozos de porcelana
sobre la misma alfombra. Y entonces
me digo a mí mismo: "¿No
deberíamos estar juntos? Podríamos
pasar por ser un jarrón si
estuviéramos unidos, si pegáramos
los pedazos, y estaríamos menos
expuestos a ser barridos cualquier
día y acabar en el cubo de la basura."
»Yo tengo veinticuatro alter ego
o personalidades diferentes. Los
llamo "mis chicos" aunque algunos
son del género femenino, y todos
convivimos en este cuerpo.
Intentamos comunicarnos los unos
con los otros, llevarnos bien y
prestar atención a los problemas de
los demás. En ocasiones ello
requiere demasiada energía, así que
cuando uno tiene un verdadero
conflicto sale a dar la cara por sí
mismo. Y cuando esto sucede… si no
respondemos de la manera adecuada
y si prevalece la desunión, entonces
acabamos metiéndonos en líos. O
enferma este cuerpo, o se lesiona, o
me hallo incapacitado para cumplir
mis obligaciones como esposo y
como padre. Cuando mis chicos y yo
no estamos conectados, todo se pone
oscuro y viscoso, y suena a vacío
como una caverna húmeda en un
bosque tenebroso. A mí no me gustan
las cavernas, y tampoco los árboles
con ojos que te espían ni las ramas
que se convierten en manos cuando te
vuelves de espaldas. Nada de eso me
gusta. Por eso es mejor permanecer
conectados, ya que nos permite
encontrarnos en una playa con sol y
palmeras que se mecen suavemente,
lo cual es infinitamente mejor.
»Anoche tuve un sueño en el que
aparecíamos yo y mis chicos.
Estábamos todos juntos y descalzos
en una playa desierta, a la hora del
amanecer, cuando el sol envía sus
primeros rayos a través de la
neblina. Algunos juntábamos las
manos y de vez en cuando nos
mirábamos a los ojos, mientras que
otros se limitaban a mirarse los pies
desnudos hundidos en la arena:
Todos escuchábamos el oleaje que
bañaba la orilla y olfateábamos el
salitre del mar y sentíamos la
humedad en nuestras caras. Algunos
esperaban que las frías aguas nos
lamiesen los pies a medida que
avanzaba el flujo; otros las
esquivaban de un salto para no
mojarse. Estábamos todos en esa
playa pero no sabíamos por qué.
Algunos estaban convencidos de
vivir en el presente, otros creían
estar en el pasado y algunos pensaron
que contemplaban el porvenir.
Algunos esperaban que se levantase
la niebla, y para otros la niebla era
maravillosa.
Y en eso consistió todo mi sueño.
Veinticuatro seres unidos por la
arena, el mar y el paisaje.
»Y no se trata sólo de pelear por
mantener la conexión con mis chicos,
los habitantes de este cuerpo. Toda
mi vida me he sentido desconectado
de la mayoría de las personas. Desde
siempre, que yo recuerde, he evitado
mirar demasiado fijamente a los ojos
de los demás, porque era de temer
que, si ellos me miraban a mí, si
miraban con profundidad suficiente,
verían mi alma y descubrirían que
estaba vacía.
»Sin embargo, deseo
desesperadamente formar parte de
este mundo y tener algún tipo de
conexión con las demás personas.
Por eso estoy aquí hoy. Como si
confiara en que alguien me mire a los
ojos y luego diga que ha visto a
alguien ahí, que han visto a Cameron
West.
Y aunque hubiesen visto a otro,
lo aceptaré también. Así debe ser,
porque ya estoy cansando de
desconectarme de mí mismo. Soy
quienes somos y así debe ser, o
nunca tendré posibilidad de alcanzar
una vida mejor.
»Durante los últimos años he
conocido a muchas personas que,
como yo, habían sufrido en su
infancia experiencias horribles. Yo
sé lo perjudicial que llega a ser eso,
y lo mucho que duele y cómo te
incapacita en muchos aspectos de tu
vida. Las vejaciones infantiles son
como una chaqueta sucia y empapada
de aceite. Te resulta casi imposible
quitártela y te ves obligado a llevarla
en todas tus relaciones.
Y cada vez que tocas algo, o
abrazas a alguien, o ves unas sábanas
limpias en una cama recién hecha, tú
sabes que aquella porquería lo va a
ensuciar todo. Así suele ocurrir.
Podéis estar seguros. Y es una
lástima, porque impide que muchas
relaciones incipientes lleguen a
convertirse en relaciones sólidas.
Perecen tempranamente y tarde o
temprano se reducen a la mancha de
una lágrima en una página del diario
de alguien.
»Por alguna razón, sin embargo,
he conseguido ser uno de los
afortunados, y mi relación con mi
esposa Rikki no se estropeó, sino que
viene durando desde hace dieciséis
años, aunque se ha necesitado mucha
fe y sentido del deber, y mucho
kleenex también. Sé que ella ha
tenido que pasar muchas dificultades
durante los últimos años, y mucha
confusión también porque no es fácil
convivir con un montón de personas
parecidas a mí. Podríamos decir que
nuestra vida en común ha sido como
una manta hecha de remiendos, y hay
que seguir remendándola para que
continúe sirviendo.
»Rikki ha vivido las tempestades
de una guerra terrible entre las
fuerzas contrapuestas de la voluntad
y el dolor, la esperanza y la
incertidumbre. Las mías y también
las suyas. En ocasiones la humareda
se ha espesado tanto qué estuvimos a
punto de perder la preciosa conexión
que existe entre nosotros.
»Pero nunca nos ha faltado un
chico capaz de despejar el aire con
un soplo, aunque ni siquiera sabía lo
que estaba haciendo. Se llama Kyle y
tiene nueve años.
»En mi opinión nunca es fácil ser
padres, ni siquiera para la gente
corriente. Y me consta que serlo
cuando uno es un múltiple, es muy
duro. Para mí ha sido fuente de
alegrías increíbles y de penas
indecibles. Sé que Kyle necesita y
merece tener normalidad y
consistencia en su vida, para
convertirse en un adulto bien
adaptado. Y que yo soy una de las
dos personas responsables de
suministrarle todo eso. Lo cual, en mi
caso, resulta broma pesada, cuando
lo único normal y consistente de mí
es que soy consistentemente anormal.
»De todo corazón querría que
Kyle tuviese un padre corriente. Y
deseo que se sienta conectado con él,
que éste sea alguien con quien pueda
contar y a quien pueda mirar como
ejemplo, no un padre que se pase la
mayor parte del tiempo traspuesto y
sin enterarse de lo que ocurre. Deseo
desesperadamente sentirme
conectado con mi hijo, mi pequeño
gran hombre.
»Así que todos los días procuro
mirarle a los ojos y al corazón, y ser
siempre el mismo para Kyle. En la
repetición de las tareas cotidianas
(leerle un cuento, prepararle el
almuerzo, comentar las cosas con él)
es donde Kyle y yo conectamos. Y
esa conexión lleva en sí su propia
recompensa. Kyle recibe la atención
paterna que necesita, y a mí me ayuda
a sentirme más entero.
»La parte más difícil, la que me
hiere como el súbito reflejo del sol
en una carrocería brillante, es que
mientras me dedico a esas tareas
cotidianas, procurando ser un padre
corriente, a veces miro a Kyle y me
relaciono con él desde alguno de los
islotes de mi mente. Y él lo sabe
también. Se da cuenta.
»Cuando sale alguno de mis alter
ego o se produce una querella entre
ellos, Kyle dice: "¿Papá? ¿Cam?
¿Me oyes? ¡Vuelve aquí!" Y esa voz
de niño es como el mensaje en una
botella que llega hasta mí flotando
por el océano, y me digo: ¡Caray!
¡He de volver! ¡He de regresar ahora
mismo! Entonces me encaramo a esa
botella y me pongo a remar con todas
mis fuerzas hasta que me veo de
nuevo al lado de esa personilla que
me necesita. El saber que Kyle está
al otro lado de esa voz me ayuda a
volver, pero al mismo tiempo, el
saber que he estado tan lejos la
mayor parte del tiempo… que nunca
estoy ahí en realidad… es casi más
de lo que puedo soportar. No quiero
que mi hijo crezca pensando que soy
un loco que aulla en el desván.
»Pero ¿sabéis qué es lo peor para
mí? No el temor de que Kyle llegue a
pensar que soy un loco, o que Rikki
deje de quererme, o verme otra vez
ingresado en un psiquiátrico. Lo peor
es la negación, que pasa sobre mi
cuerpo desgarrándolo con un sonido
horrible prácticamente a toda hora
del día y la noche desde que tenía
cuatro años. La negación de lo
ocurrido, la negación de lo que debía
pensar de las personas que estaban
haciéndome daño, y la negación del
hecho de ser un múltiple.
»He pasado demasiado tiempo
tapándome los oídos y gritando para
ahogar el horrible sonido de la
negación. Hasta hace muy poco, no
comprendí que era mi propia mano la
que la manejaba y mi propia voz la
que entonaba esa música infernal.
»Bien, pues al fin he conseguido
dejarla, y eso también me resulta
extraño porque estaba acostumbrado
a llevarla. Pero la he dejado y estoy
decidido a no tocarla nunca más.
Poco a poco he empezado a aceptar y
entender quién soy y cómo he llegado
a esto. Estoy conectando con mi yo, o
quizá sería mejor decir con mis
múltiples yos.
»Y aunque mi vida no es fácil,
tampoco es un padecimiento eterno, e
incluso últimamente parece ir mejor.
Causalmente, esta misma mañana le
he dicho a Rikki que no he tenido un
mal día desde hace semanas.
»¿Y sabéis una cosa? Es verdad.
UN AÑO DESPUÉS
Epílogo
Muchas cosas han ocurrido desde
que pronuncié esa conferencia.
Kyle creció… o más exactamente,
está demasiado crecido para jugar a
los aventureros del espacio, lo cual
es una lástima para mí. El año que
viene irá al instituto y empiezan a
interesarle las chicas. Eso no impide
que siga poniendo a sus soldados en
formación para unas batallas que
serían la envidia del general Patton.
Ahora sabe que tengo alter ego y
que éstos tienen distintos nombres,
aunque nunca ha hablado con ellos. Y
la última vez que estuve en Texas,
hará de esto un par de meses, se le
dijo a Kyle que yo iba a fin de
participar en un programa de
tratamiento para personas con
trastorno de disociación de la
personalidad. Todavía se pone
nervioso cuando asoma uno de mi
chicos, aunque no tanto como la
principio. La semana pasada incluso
aseguró que cuando yo me quedase
«colgado» y no quisiera regresar
enseguida, que por él no había
inconveniente. Prometió armarse de
valor aunque se asustase, sabiendo
que tarde o temprano yo regresaba
siempre. Me lo dijo como
enorgulleciéndose de su decisión, y
yo me sentí orgulloso de él.
Rikki ha dejado su trabajo para
quedarse en casa y cuidarnos, y para
ayudarme a escribir este libro.
Salimos de excursión tomándonos de
la mano y charlamos sobre Leonardo
y Lautrec, Huck y Holmes, Beethoven
y los Beatles. En la cocina prepara
tamales con Dusty, y también con
Gail, a quien no he citado en este
libro porque es de reciente
aparición. Cuando cae la noche, a
veces Rikki le lee un cuento a quien
quiera escucharlo. Pero cuando
apagamos la luz volvemos a ser
Rikki y yo, y eso es maravilloso.
Desde que he abandonado la
negación tengo las manos libres para
usar otras herramientas de mayor
utilidad para la curación: estar
presente, expresar mi cólera o mi
tristeza. Mis chicos y yo visitamos a
Janna dos veces por semana para
aprender a usar esas nuevas
herramientas. Somos aprendices; el
oficio de ser una persona entera hay
que aprenderlo. Y como cualquier
otro oficio, requiere tiempo y
paciencia.
Por fin acabé la tesina y ahora
soy licenciado en psicología, título
del que me envanezco bastante.
Ahora tengo la responsabilidad de
ayudar a otras personas afectadas por
el trastorno disociativo.
Para muchos, el padecer ese
trastorno es una experiencia muy
solitaria. Si este libro llega a manos
de personas cuyas experiencias
guarden alguna semejanza con las
mías, y estas páginas pueden
transmitirles la impresión de que no
están solas, de que hay esperanza,
habré cumplido con uno de mis
objetivos.
Una de las tristes realidades es
que los afectados por este trastorno
sobrellevan una larga marcha a
través de las instituciones mentales
(casi siete años de promedio) antes
de ser correctamente diagnosticados
y recibir el tratamiento específico
que necesitan. En ese intervalo se
dan repetidos diagnósticos falsos y
tratamientos erróneos, simplemente
porque el facultativo no ha sabido
reconocer los síntomas. Si este libro
puede servir para que los
especialistas tengan una idea más
aproximada acerca del trastorno de
disociación de la personalidad,
habré cumplido con otro de mis
objetivos.
Es menester que el médico y las
demás personas cuyas vidas entran
en contacto con el trastorno
disociativo comprendan la naturaleza
fundamentalmente ilusoria de la
memoria. Porque los recuerdos o la
falta de ellos son un elemento
integrante de dicho estado. Nuestras
mentes son como despensas a las que
muchos cocineros aportan
ingredientes, y ello de una manera
continua: los progenitores, los
hermanos, los demás parientes, los
vecinos, los maestros, los
compañeros de colegio, los
conocidos, las amistades, la radio, la
televisión, las películas, los libros.
Ésos son los componentes del
aprendizaje y la memoria, y los va
removiendo una cuchara que cambia
de forma con el tiempo, en razón de
nuestras vivencias. En este potaje
neurológico increíblemente amorfo
es imposible que todos los recuerdos
sean exactos.
No obstante, e incluso habiendo
aceptado la naturaleza compleja e
impresionista de la memoria, no es
menos esencial darse cuenta de que
en los casos de persistentes
remembranzas, perjudiciales para el
bienestar y las aptitudes vitales de la
persona, debe existir alguna base
real con independencia de la
claridad y la verosimilitud de los
contenidos evocados.
Debemos comprender que
quienes han sufrido malos tratos en la
infancia, y en particular las víctimas
de incesto, casi invariablemente
padecen sensaciones de vergüenza y
remordimiento que no se resuelven
por el mero procedimiento de
desenterrar esos recuerdos o analizar
el contenido del material traumático.
Echando la culpa a otros, no se
recupera el sentido de la integración
ni la paz de espíritu, ni perdonando a
quienes consideramos autores de la
vejación. Sólo se consigue mediante
la comprensión, la aceptación y la
reinvención del yo.
No faltan actualmente quienes
cuestionan la validez del diagnóstico
de disociación de la personalidad.
Pero el hecho es que este trastorno
tiene su categoría propia en el
manual de diagnóstico de nuestra
profesión porque, lo mismo que otros
estados psiquiátricos, muchas
personas presentan síntomas
reconocibles y que ningún otro
diagnóstico logra interpretar con más
exactitud.
Es posible inducir los síntomas
del trastorno de disociación de la
personalidad, y lamentablemente
algunas personas han sufrido esa
experiencia a manos de terapeutas
ineptos o poco avezados. También es
posible fingir esos síntomas, y se han
dado casos de quienes lo han hecho a
efectos de lucro personal. Dejemos
que aquella experiencia sea como un
aviso, como una señal de alarma que
apunta a lo que es cierto para todos
los tratamientos, incluso los que nos
dispensa nuestro médico de familia:
siempre se corre un riesgo cuando
abrimos la boca para decir algo.
En cuanto a los casos
mencionados en segundo lugar,
recordemos lo del muchacho que
avisaba que venía el lobo. Que las
alarmas fuesen falsas no quitaba que
existieran lobos verdaderos.
Recordad que existían… y todavía
existen. El desenlace de la historia
habría sido más feliz si los vecinos
hubiesen prestado atención al hecho
más importante: el chico que gritaba
«viene el lobo» pedía socorro a su
manera.
También seguirán existiendo los
que dicen que el trastorno de
disociación de la personalidad no
existe, y sus palabras servirán de
estímulo para aquellos que necesitan
el fuego del debate a fin de caldear
sus espíritus. Por lo que a mí
concierne, fue el debate lo que me
sirvió, a fin de cuentas, para atrapar
la presa.
Esto me recuerda otra cosa y es
lo último que voy a decir. ¿Os
acordáis de aquellos piratas cuyas
historias leíais de niños, aquellos
Barbanegra y John Silver el Largo y
demás? Pues bien, en una cosa se
equivocaban: los muertos sí hablan.
Yo soy la prueba viviente de ello.
Recursos
Existen actualmente dos
organizaciones radicadas en Estados
Unidos que promueven la
investigación y la enseñanza en
materia de identificación y
tratamiento de trastornos de origen
traumático y disociativos,
proporcionan información a
profesionales y opinión pública,
fomentan la comunicación
internacional y la colaboración entre
clínicos e investigadores que
trabajan en el campo de la
disociación, y promueven el
desarrollo de grupos locales de
iniciativa para el estudio, la
formación y la orientación. Son las
siguientes:
The
International
Society for the
Study of
Dissociation
(ISSD)
60 Revere
Drive, Suite 500,
Northbrook IL
60062 USA
Teléfono:
(847) 480-0899
Fax: (847)
480-9282
Dirección
Internet:
www.issd.org
Dirección de
correo
electrónico:
info@issd.org
The Sidran
Foundation
2328 W
Joppa Road,
Suite 15,
Lutherville MD
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