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Introduccion de
ROMA
I echelon italiana, abril de 1988 II edici6n italiana, mayo de 1988 III edici6n italiana, revisada y
corregida, febrero de 1989 IV edici6n italiana, julio de 1989 V edici6n italiana, revisada y
puesta al dfa, abril de 1991 VI edici6n italiana, enero de 1993 VII edici6n italiana, julio de
1994
Nadia Poloni y Jose Antonio de Prado Diez Texto espanol revisado por.
Piazza San Salvatore in Lauro 15, 00186 Roma, Italia Tel. ++39-6-6865493; Fax: ++39-6-
6892109
Dedicado a Federico y Enrica nietos entranables alba de una vida nueva
La fortuna de un libro no siempre es merito de la obra en si: depende principalmente, creo, del
momento histórico en que el libro se coloca y de la sensibilidad de quien lo lee y lo medita.
Por eso debo un agradecimiento especial a los colegas que han advertido la importancia y la
actualidad de las problemáticas afrontadas en mi trabajo: a los que han escrito las recensiones
atentas y estimulantes (Kenneth Pennington, Alain Wijffels, Gerhard Dilcher y Jean
Gaudemet) y sobre todo a los que han querido hacer traducciones en lenguas diversas de la
original, enriqueciéndolas en las introducciones con aportaciones personales y significativas: a
Kenneth Pennington por la traducci6n al ingles y a Emma Montanos Ferrin por la traducción
al castellano.
INTRODUCCION
Manlio Bellomo es historiador del derecho bien conocido por sus estudios sobre el medievo.
Al derecho medieval ha dedicado investigaciones y reflexiones que hoy son consideradas
fundamentales por la historiografía internacional. En modo particular ha investigado la historia
de las instituciones y del derecho público, de la familia y del derecho privado, de la universidad
y de los juristas de la edad de oro del derecho común (siglos XII-XIV).
En este libro, felizmente titulado hacia la unidad jurídica europea, el autor ha puesto a
fructificar su experiencia de decenios de enseñanza, de estudios, de actividad científica, y ha
trazado un perfil breve y esencial de la historia jurídica europea, de toda la Europa cristiana.
Con ”La Europa del derecho coman” alarga su visión historiográfica a la historia moderna y
contemporáneas: así en el primer capítulo se pregunta si es todavía adecuado el juicio que en
el ’Setecientos’ iluminado se die sobre el derecho común; por eso tiene en cuenta la savia
vital que el sistema del derecho común continuo dando a la jurisprudencia europea también
cuando, por obra del humanismo jurídico, de Ia Segunda Escolástica y del iusnaturalismo,
tramontaba la centralidad del sistema del derecho coman en la realidad y en el pensamiento
jurídico europeo; por eso propone el problema del tribute que el derecho moderno del
continente europeo debe aún hoy al derecho común.
Como advierte el autor en el prefacio a la primera edici6n, el libro file concebido en 1987, en el
momento en que el mismo constituya en Erice (Sicilia/Italia), en Ia sede del ”Centro di Cultura
Scientifica Ettore Majorana”, la ”International School of Ius Commune” y en el año en el que
inauguraba en la Facultad de Derecho de la Universidad de Catania (Sicilia/Italia) la catedra de
”Diritto Comune”. La primera edición veía la luz en abril de 1988, en Lausanne (Suiza), en un
número de copias limitado por prudente decisión del editor. Pero el éxito rápido constrifi6 al
editor a publicar un mes después la segunda edici6n, en el mes de mayo del mismo año.
Desde entonces ahora se han sucedido siete ediciones en lengua italiana y una edici6n en
lengua inglesa.
La edición en lengua española quiere ser un reconocimiento del gran valor del libro y del
significado que tiene en la cultura de la Europa contemporánea, y quiere ser también
expresión importante del interés y de la presencia de la ciencia histérica y jurídica espafiola en
el desarrollo de los acontecimientos culturales de la Europa de hoy.
Por esta razón el libro ha sido enriquecido por el autor con integraciones significativas relativas
a la historia jurídica española. Por esta rap% esta introducci6n no se limita a las palabras de
una presentación ritual.
Manlio Bellomo escribe pensando en el pasado jurídico común de la Europa cristiana, pero al
mismo tiempo en el presente y en el futuro de una Europa que se interroga sobre sus propios
destinos. He aquí una idea principal que guía al autor y hace vivo y vital su libro: un libro que
sigue una de las vías más difíciles y accidentadas entre las muchas que un historiador está
llamado a recorrer.
El autor hubiera podido concentrar su atención solamente sobre aquellos siglos que vivieron
la victoria de un derecho común (ius commune), en el mismo tiempo en que ciudades, feudos,
señoríos territoriales, reinos reivindicaban para si la libertad de un derecho propio (ius
proprium). Como es sabido, se trata principalmente de los siglos XII – XV.
Pero una elección así hubiera impedido comprender a fondo múltiples aspectos del problema
histérico del derecho común: de lo que Este represent6 en los decenios de su primera
formación siglos XI – XII de lo que este sigmific6 para la historia jurídica europea en los dos o
tres siglos de su declive (siglos XVI-XVIU), de que este se convierte en el juicio áspero y
políticamente comprometido de los philosophes iluminados del ’Setecientos’ europeo, de lo
que este ofreci6 para el replanteamiento de la historia jurídica europea a los protagonistas de
la ’Escuela hist6rica’ alemana y de la pandectistica.
El primer problema que Manlio Bellomo ha querido afrontar nos lleva bien fuera del medievo,
directamente al corazón de la temática de la doctrina y de la realidad jurídica europea del
tardo ’Setecientos’ y del ’Ochocientos’. En primer lugar el autor ha examinado la corriente del
pensamiento que, manifestado en los esquemas abstractos y racionales del ’Setecientos’
iluminado, pretenda construir un Estado perfecto, a cuya perfección deba de concurrir, como
atributo esencial y caracterizador, una codificación nacional unitaria. Desde este punto de
vista el ’Code Napoleon’ de 1804 representa una piedra angular: código único para toda la
nación francesa, pero c6digo único dotado de tal capacidad interna e intrínseca para poder ser
imaginado y propuesto como c6digo europeo, sobre la ola de las conquistas militares me
ampliaban rápidamente los confines del Imperio francés bien distintos de aquellos heredados
de la derrotada monarquía. El ’Code Napoleon’, si bien en la realidad no había tenido la
fortuna política que había sido deseada en el proyecto de Napoleon, constituy6 sin embargo el
modelo sobre el que tomaron ejemplo varios códigos nacionales, y sobre todo hizo triunfar la
idea de que a cada Estado era necesario un código de normas único y unificador, capaz de
poner orden y armonía allá en donde había habido desorden y confusi6n.
El cuadro se componga de luces y de sombras bastante netas: las sombras eran del pasado, las
luces eran todas del presente.
No había todavía uniformidad de juicios. Sobre la raíz romántica, que inducía a mirar con
simpatía y participación al medievo, la cultura alemana resista a la idea de que al Estado
moderno le fuese necesario un c6digo unitario. La figura de Friedrich Carl von Savigny (1779-
1861) es emblemática desde este punto de vista, y su vivaz polémica con Antón Friedrich
Justus Thibaut (1772-1840) es un signo de más fundada estaba la resistencia que daba cuerpo,
alma y fisionomía a la ’Escuela histórica’ y, por filiación, a la Pandectistica’, así que, para todo
el ’Ochocientos’, se bloqueaba en Alemania cualquier tentativa de codificación nacional.
Sobre este frente de problemas y de reflexiones el capítulo dedicado por Manlio Bellomo al
desarrollo del tardío ’Setecientos’ y de los dos siglos sucesivos se nos revela como
extraordinariamente importante, verdadero eje de sustentación de la estructura entera del
libro. Manlio Bellomo, de hecho, pone en evidencia como el tiempo y la historia más reciente
han revelado Ia naturaleza y la sustancia utópica de los proyectos codificadores del tardío ’
Setecientos’ y las actuaciones de este, en clave nacional, en el ’Ochocientos’ y en el temprano
’Novecientos’. Los códigos hoy están en crisis, por doquiera en la Europa continental. Como se
ha escrito, hemos entrado en la edad de las decodificaciones. Los códigos estar sumergidos en
la avalancha de leyes ordinarias, de reglamentos, de ordenanzas, sean estatales o regionales.
Se presenta a la mirada del historiador un panorama que ciertamente no es de orden ni de
armonía: un panorama, por lo tanto, que es todo lo opuesto a cuanto había estado en la
esperanza y en los razonados proyectos de quien había creído poder liquidar con un juicio
fuertemente negativo los siglos de la historia europea que habían sido vividos sin el alivio de
un código unitario: es decir, los siglos del ius comune (siglos XII – XVIII)
Estamos por lo tanto en una encrucijada crucial de la historia jurídica europea. Con raz6n
Manlio Bellomo considera que es necesario ahora reconsiderar no solo la historia del derecho
común, sino también la historia del ’Setecientos’ y en particular Ia historia de los juicios que el’
Setecientos’ ha dado sobre el derecho común por la exigencia y por la necesidad de la acción
política: posiciones y tesis ásperas, asumidas y formuladas en el fervor de un suelo utópico,
hoy inadecuados y desviantes. Es necesario darse cuenta de que las convicciones de los
philosophes iluminados no pueden ser asumidas a nuestro juicio histórico sobre el derecho
coman, porque ellas mismas, siendo expresión de un siglo e instrumento de una actino
política, deben de ser tomadas como objeto de reflexión histérica, a fin de que se comprenda
la raz6n y la raíz. Debemos de considerar aquellos juicios como documento excelente y claro
de un pensamiento que se movió entre la realidad y la utopía, en la generosa tentativa de dar
un mejor y más cordial orden constitucional a las sociedades nacionales europeas. Manlio
Bellomo no desconoce la enorme contribuci6n que el Setecientos’ ha dado a la civilización
jurídica de Europa y del mundo contemporáneo, y con agudeza y corrección metodológica
historiza el complejo y grandioso fenómeno que ha dado vida a las codificaciones del Estado
moderno.
Al recordar los siglos de la historia jurídica que están más cercanos, Manlio Bellomo ha tenido
como mira un objetivo, ciertamente esencial para el jurista moderna: intentar comprender en
qua modo ha nacido una historia jurídica europea, intentar comprender si en el pasado ha
habido algunas certezas sobre las que los juristas han podido construir su ciencia y los
instrumentos de su actividad cotidiana, intentar entrever si en el actual momento histórica es
posible encontrar un punto de referencia que pueda dar igual o análoga certeza a una ciencia
jurídica que está en evidente crisis, en la tempestad de las legislaciones particulares y de los
particularismos que reniegan, incluso con la violencia de las armas, toda colocación ordenada
en un sistema unitario y civil.
Se sabe que al historiador del derecho compete principalmente situar los problemas del
presente sobre la memoria del, pasado, en el continuum que marca la vida individual y
colectiva e implica todo en un flujo histórico del que no se puede ignorar su existencia. Se
sabe terabit que corresponde a los juristas de hoy el deber de proyectar el presente para
construir el futuro.
El panorama comienza a cambiar en el transcurso del siglo XI. Hay quien ha hablado de un
’renacimiento medieval’, quien más recientemente del ’cambio del siglo XI. Es cierto que en
toda Europa la vida se renueva profundamente, hasta dar frutos grandiosos durante los siglos
XII y siguientes, en todos los campos: en la economía, en el arts, en la lengua y en la literatura,
en el derecho. Las instituciones europeas remarcan su fisionomía. Los reinos consolidan su
estructura, mientras algunos de ellos aspiran a administrar en su ámbito los mismos poderes
que corresponden al emperador en el imperio (según la formula”rex in regno suo est
imperator”). Las ciudades completan la vida social según ritmos y posibilidades económicas y
espirituales nuevas. En un contexto así renace la ciencia del derecho. Se perfilan las nuevas
profesiones del médico, del mercader, del artesano, impensables, en la concreción que
acumen, fuera del mundo ciudadano, y de hecho inexistentes antes del siglo XI en las cortes
feudales y señoriales, que habían estado y estaban todavía fuertemente ligadas a la
civilización de las armas y de la oraci6n, de la rotura del campo, del dominio de Ia naturaleza
en la campiña hostil o en el peligroso bosque.
Durante el siglo XII nacen las primeras escuelas universitarias para el estudio específico del
derecho y de la medicina. No son escuelas de idealistas soñadores. Son, al contrario, escuelas
inmersas en la realidad de la nueva y creciente ciudad, necesarias en la vida asociada que se
hace cada vez más articulada y compleja, que cada vez está más necesitada de técnicos, de
profesionales, de instrumentos operativos adecuados.
Se hacen indispensables nuevas normativas: son las normas de Ia Iglesia, de los regna, de las
órdenes militares, de los consorcios, de la parentela, de todo organismo que tiene, o se da,
líneas institucionales propias. Para dar forma y sustancia a las nuevas normas, para dar un
significado a cada termino técnico y para tener una posibilidad de lectura común y de
comprensión se utiliza el antiguo derecho romano, en el modo en que se podía conocer: esto
es, en el modo en que Justiniano lo había codificado y en el modo en que podían leerlo,
conocerlo, poseerlo los nuevos cultivadores del derecho (Digesta, Codex, Institutiones,
Novenae). No hay trabajador del derecho que pueda laborar sin tener en cuenta el derecho
romano. En las escuelas en que se ensena tal derecho hay jóvenes empeñados en su estudio,
durante pocos años, durante muchos años, según los proyectos y las aspiraciones. Quien
estudia tres, cuatro o cinco años podrá actuar como juez de la administraci6n civil de la ciudad,
o como juez de la curia eclesiástica, o como notario, o como administrador de los bienes de la
Iglesia; quien estudia seis, siete, ocho altos, podrá intentar el examen final que le consentirá
convertirse en ’ doctor iuris’ y gozar del privilegio de la ’licencia ubique docendi’.
Cino de Pistoia, Bartolo de Sassoferrato, Baldo de Ubaldi, que vivieron todos en el ”flecento’, el
primero maestro del segundo, el segundo del tercero, son indudablemente los tree gigantes de
la jurisprudencia europea de este segundo milenio. Según la representación medieval de la
fortuna y del saber, podemos incluso considerarnos como los enanos que estando sobre la
espalda de los gigantes creen ser mail altos que los gigantes, porque indudablemente
consiguen ver un poco más lejos.
La época de oro del derecho común (ius civile y ius canonicum) y del complejo sistema del
derecho comun, (que une y coordina ius commune y Tura propria), comienza a cerrarse en el
siglo XVI.
Manlio Bellomo llama la atención, a este prop6sito, sobre algunas grandes corrientes del
pensamiento que determinan la apertura de diversas perspectivas: el ’humanismo jurídico’, el
’usus modernus Pandectarum’, la `Segunda Escolastica’, el qusnaturalismo’, entre el siglo XVI
y el siglo XVIII.
No se han olvidado otros filones del pensamiento jurídico moderno. Con razón Manlio Bellomo
aisla entre tantas solamente la linea del ’usus modernus Pandectarum’ y de la ’jurisprudencia
practice’, que sobre todo en Alemania y en Italia continúan y regeneran la tradición del ius
commune y de todo el sistema del ius commune. En Alemania Hermann Conring (1606-1681)
y Samuel Stryk (Strykius) (1640-170), en Italia Giovan Battista De Luca (1613-1683) están entre
los protagonistas recordados en esta línea.
Llegados a este punto, con el capítulo octavo, el círculo se cierra. El largo viaje a través de Ia
jurisprudencia europea de más de un milenio y medio se comenzaba en el tardo ’Setecientos’
y en el ’Ochocientos’ hasta tocar nuestro siglo entero, hasta la edad de la codificación. Era una
lente en parte deformante y fundamentalmente coloreada por los intereses del siglo que los
philosophes iluminados del ’Setecientos’ habían interpuesto entre nosotros y el medievo. La
lente no concentra una vision serene y tiara de la historia del derecho común europeo. Por
esta raon Manlio Bellomo ha querido historiza la dimensión y la esencia de aquella lente.
Procediendo de esta forma ha podido quitarla de en medio. Solo pagando tal precio, solo
cumpliendo Ia necesaria operaci6n historiográfica, la visión del derecho común ha podido
tornar nuestra vision, la vision de nuestro siglo, de nuestro pensamiento y de nuestros
proyectos (y no del ’Setecientos’ racionalista e iluminado): esto es la vision de un siglo que
conoce de nuevo, después de sueños y perdida la certeza de los códigos nacionales, la
dramática incerteza de una Europa en camino.
Manlio Bellomo a traves del contenido de ”La Europa del derecho comun esclarece nuestro
pasado jurídico europeo y, por lo tanto, nos ayuda a comprender el panorama jurídico de la
Europa de hoy.
La idea de escribir un libro dedicado al pasado jurídico común de la Europa cristiana nace en
1987 en Erice, en el contexto de la ’Escuela Internacional de Derecho Común’ (International
School of Ius Commune) por dirigida en el ’Centro di Cultura Scientifica Ettore Majorana’;
luego se desarrolla en Catania, debido a la exigencia de ofrecer a los estudiantes de derecho
Común’ de la Universidad siciliana una pista institucional y elemental, como complemento de
las lecciones académicas.
En las dos circunstancias he intentado asumir, por un momento, el punto de vista de quien, sin
saber nada, quiere hacer preguntas para aprender algo sobre el ’Derecho Común’ de Europa y
de aquel a quien por varias razones pica la curiosidad.
Ante todo, porque hay un motivo completamente interno a las convicciones de quien ama la
historia: es sabido que en cualquier acto del presente el hombre busca una relación con la
experiencia vivida, recibiendo del pasado una `forma’, una `medida’, un sentido de la
perspectiva y del equilibrio que se han de imprimir en su acción, y para distinguirse de este
modo de cuantos, como desmemoriados, se distraen entre los segmentos desarticulados de
días sin recuerdos y sin imaginación.
Luego, porque hay quien advierte que están en crisis los derechos nacionales europeos y los
códigos que los han cristalizado sin conseguir, sin embargo, representarlos completamente.
Finalmente, porque queremos imaginar un futuro europeo en el que las barreras nacionales
puedan ser desmanteladas completamente, tanto en la realidad como en la conciencia
individual y colectiva, pero que todavía no ha sido ni está realizado, y porque queremos
imaginar que incluso en nuestro presente y más en el futuro puedan caer imágenes ya
anacrónicas, o falsas desde siempre, que han deformado las realidades de muchas provincias
europeas en la representación propagandista que a veces se ha hecho de ellas por exigencias
de una mala y burda política nacionalista, o debido a convicciones viciadas por raíces raciales y
por injustificadas admiraciones y subyugaciones o por actitudes opuestas y lamentables de
altanería y de desprecio.
El libro ha tenido una fortuna que no era esperada. Sin embargo, a pesar de todo y a pesar de
los reconocimientos expresados en las recensiones publicadas en revistas de prestigio2, al
presentar la traducción y la edición en castellano considero que hay que precisar que en la
historiografía jurídica contemporánea existen áreas que ofrecen una tenaz resistencia a la
renovación y a la reflexión en chive europea del pasado jurídico común de toda la Europa
cristiana. Si es cierto, como ha observado recientemente Jean Gaudemet3, que después de
cerca de 50 años de sustancial silencio se han despertado los intereses y se están
multiplicando las voces en el empeño de reconstruir histéricamente y de representar los
perfiles de las experiencias jurídicas europeas de nuestro pasado común, es también cierto
que el fenómeno apenas acaba de empezar.
Frente a un fenómeno que está en su fase inicial, y mientras es totalmente fluido4, creo que
es oportuno no añadir mucho a todo lo que he escrito en el prefacio a la primera edición, en
abril de 1988, dando algún juicio sobre las obras que existían entonces: el monumental
”Handbuch” organizado y dirigido por Helmut Coing, precioso sobre todo para orientar y
sostener la memoria en el momento de la investigaci6n, pero demasiado vasto y complejo
para una lectura rápida de la historia jurídica de Europa; algunos libros ya trasnochados en el
planteamiento (Koschaker) o decepcionantes en la estructura y en los contenidos (Ermini,
Cassandro) o faltos de hechos y sobre todo de ideas (Watson, Schrage). Exista, también y
principalmente, un libro que había indicado o intuido perspectivas nuevas de investigación y
de pensamiento, y como un clásico se resistía al tiempo, pero lastimosamente, como muchos
clásicos, tan admirado como poco leido y conocido: era y es la ”Introduzione al diritto
comune” de Francesco Calasso, de 1951, cuyo primer núcleo está constituido por la célebre
`preleccion’ de Catania’ de 1934 concepto de derecho común’).
Cuando se habla de is commune para los siglos que van del XII al XVII por lo menos, cuando se
habla de derecho común para toda la Europa cristiana, no se puede imaginar, ni pensar, que
en aquel tiempo haya habido un único conjunto de normas, suficiente para los usos forenses,
notariales y administrativos de cualquier región, ciudad o campo.
Cada institución local tenía sus normas jurídicas: así, por ejemplo, un regnum, un principado,
una ciudad libre, una señoría feudal o territorial, un gremio, una cofradía, un monasterio, etc.
Las normativas eran variadas: costumbres orales o escritas (consuetudines, fueros, usatges,
etc.), leyes regias o principescas, estatutos ciudadanos, normas concordadas entre los señores
feudales y poblaciones locales (concordiae). Los hombres las respetaban o las violaban, y no
siempre tenían la posibilidad de conocerlas, de manera que podía suceder que las respetasen
por casualidad o las violasen por ignorancia, edemas que por malicia y perversidad.
Las diversas normas eran todas ellas de ius proprium: es decir eran derecho propio de la
institución que las promulgaba, o las aceptaba.
Eran muy diferentes entre si, diversas de un lugar a otro, de un estamento social a otro: de
manera que al viajero inexperto de aquel entonces y al historiador desprevenido de hoy df a
el panorama legislativo de toda la Europa cristiana podía y puede parecer dominado y
caracterizado por una confusión inextricable.
La common law inglesa, propia de las islas británicas, estaba también ella en el cuadro, y era
una pequeña parte del conjunto. Como las otras estaba arraigada en las experiencias locales y
era conocida y aplicada en un territorio limitado. Por tanto, era y es common law en un
sentido que no se corresponde con la expresión latina ius commune.
No obstante, para tener una guía, para tener una orientación de unidad y de orden, los
hombres del medievo tenían certezas inquebrantables, ideales de eternidad y pensamientos
orientados a la eternidad. Ellos tenían presentes, constantemente, valores absolutos,
inmutables e intentaban seguirlos y practicarlos; al no conseguirlo en cuanto seres
imperfectos, advertían normalmente sentido de culpa y remordimiento por la violación y el
pecado.
Asi pues, aquellos hombres, aquellos lejanos antepasados nuestros, se hallaban dentro de un
sistema definido de pensamientos, aun cuando no tenían conciencia de ello. Cretan que fuera
de la historia, y por consiguiente fuera de la necedad o de la malicia de las posibles acciones
wdstfan valores primarios y divinos no conocibles plenamente por el hombre, porque el
hombre es una criatura imperfecta, condenada a una vida terrenal y mortal después de la
expulsión del Paraíso terrenal por la culpa de Aden y de Eva.
Entre los valores absolutos colocaban la Justicia: no solo como Osta se podia revelar y realices
en las leyes pobres del hombre, sino sobre todo come esta podía ser intuida en el ejercicio
cotidiano de la fe y en la practica de los preceptos dados por Dios a los hombres.
Los juristas y los teologos, a partir de Irnerio y de Graciano por lo menos, sabían que las leyes
eternas de Dios y las leyes falaces de los hombres estaban estrechamente incorporadas la una
en la otra, como el oro o la plata estar’ incorporados en una moneda; pero intuían también
que, como en la moneda, se debía distinguir el valor del metal del valor del medio de
intercambio.
Cuando tenían conciencia de esto, los hombres medievales vivian su drama en las dos
directrices: imaginaban e intuian una justicia absoluta, pero advertían que no podrían
conocerla nunca, ni poseerla completamente; obedecian a las leyes terrenales pero sabían
que estas tenían en si y apenas dejaban entrever un palido rayo de la Justicia divina. El jurista,
como el navegante extraviado, buscaba entonces su estrella polar, y la encontraba en los
textos antiguos y ’sagrados’ de un emperador del pasado, de Justiniano, y en las normas
nuevas de los Pontifices romanos: es decir en las leyes de los dos príncipes supremos de la
tierra. En la comparaci6n las leyes locales, queridas por un señor o por un gremio, se
revelaban por lo que ellas eran comúnmente: instrumento de un gobernante o de un
estamento o de una facción, útil y adecuado para defender intereses de parte.
Precisamente porque estaban dentro de un único sistema iuris las normas de un lugar o de un
estamento (ius proprium) estaban estrechamente ligadas a las normas comunes de la
humanidad que tenia fe en Cristo (ius commune): lo eran porque encontraban en el ius
commune y tomaban de 61 conceptos, principios, reglas, términos técnicos y figurae jurídicas
correspondientes y a veces incluso fragmentos de contenidos normativos específicos; lo eran
también cuando reaccionaban o se apartaban del ius commune, conociéndolo o ignorándolo,
porque en cualquier caso planteaban un problema de comparaciones y, por consiguiente, de
relaciones.
Así, el ius commune se revelaba come una fuerza unificadora formidable para quien tenia una
sensibilidad más fina respecto a su propia época y para los juristas mas famosos del medievo
europeo: este se mostraba tal como era, cuerpo y símbolo de la unidad del derecho. Como
para el cuidado de las almas eran precisas las Sagradas Escrituras, y estas eran válidas incluso
cuando no eran observadas o eran violadas en cada uno de los lugares y por cada uno de los
pecadores, así para el cuidado de la vida social eran precisos los testes sagrados’ del ius
commune, y estos eran validos incluso cuando no eran aplicados o eran contrariados por
normas específicas del ius proprium.
La pluralidad formaba parte del `sistema’ y el mismo `sistema’ no se podría concebir, ni nunca
habría existido, sin los innumerables iura propria que se ligaban a unidad en la unidad del ius
commune. La mayor imperfección de las leyes humanas (del ius proprium) estaba en relación
con la menor imperfección de las leyes de los príncipes de la tierra, del emperador y del papa
(del ius commune), mientras ambas, en grado diferente, acogían y hacían conocible Belo un
rayo tenue de la Justicia absoluta, divina, y por tanto eterna.
Con el humanismo del siglo XVI este sistema de pensamientos y de realidades empieza a
entrar en crisis. Luego, de Descartes a Spinoza, del iusnaturalismo de Hugo van de Groot
(Grotius) al iluminismo de Rousseau y de Voltaire hasta el historicismo de Hegel el
pensamiento europeo cierra progresivamente su brusquedad de la perfección terrenal:
perfecci6n que no le pertenece, ni puede pertenecerle según la misma concepción cristiana, y
por consiguiente no es conocida ni es conocible en el curso de los acontecimientos terrenales.
Así pues, desde hace mas de dos siglos Europa no tiene y no puede tener un derecho común
pensado como espejo de la Justicia absoluta, porque parece inútil intentar llevar dentro de la
historia humanos una imaginada Justicia eterna que estaria fuera de la historia.
Sin embargo no hay jurista que se resigne a ser solamente `hombre de la ley’: de una ley hibil
y eventual, o de una ley sectaria o rapaz o tiranica; no hay jurista que, aunque solo fuese en un
instante fugaz de su vida profesional, no sea y no quiera ser un ’hombre de la Justicia’. Es en
ese momento cuando se hace comprensible el ssistema del derecho común’ medieval: este
emerge de nuevo y se presenta con sus extraordinarias potencialidades y al aflorar se revela
como un gran hecho espiritual y como una expresión fundamental de la civilización europea
del pasado. En el pensamiento del jurista y del historiador se confrontan y se vuelven a reunir,
aunque claramente distintas, las dos caras de la misma moneda: la teología y la ética, por un
lado, y el derecho, por otro.
Capítulo I
Existe un periodo de tiempo, en la historia del derecho europeo, que la historiografía llama
época de las codificaciones’ o ’de la codificación’, utilizando el plural cuando quiere explicitar
o subrayar el carácter nacional que ha tenido el fenómeno por su conexión con los procesos
constitutivos o expansivos de los diversos Estados europeos, o bien utilizando el singular
cuando quiere poner el acento en la unidad del fenómeno en si mismo, tornado como punto
de referencia de una ideología o de un método.
No es un periodo breve de tiempo. Comprende todo el siglo pasado y buena parte del actual.
Ha sido preparado, en primer lugar, en el siglo XVIII, por algún intento, como proyecto o como
hecho, que ha tratado de decantar en un cañamazo de normas principales la variedad no
controlable de normas particulares, de acuerdo con la idea de que un cuerpo de preceptos
seleccionados deberia prestar mejor servicio que un cumulo desarticulado de disposiciones a
veces contradictorias. Esta operaci6n no es nueva, y seria suficiente pensar en un celebre
ejemplo mucho mas sobresaliente, en la Concordia discordantium canonum (Decretum) de
Graciano, de 1140-1142. Pero es una operaci6n que muestra un significado hist6rico específico
y peculiar si se relaciona y confronta con los resultados de iniciativas sucesivas. De hecho, a
aquella selección que llevaba a la recopilación’ de algunas normas reunidas en una colecci6n
sigue el diseño de un cuerpo de normas, articulado en disposiciones unidas ordenadamente,
que es el diseño de un ‘código’ impuesto por el poder legitimo, y que va a constituir el
precepto y a señalar el limite y la garantía para todos los ciudadanos de un Estado. De este
modo, en la representaci6n historiográfica se hace preceder el periodo de las incubaciones, es
decir de las ’recopilaciones’, al periodo de la vida nueva, de las ’codificaciones’. Luego,
profundizando y escudriñando la realidad del siglo XVIII hasta en los ángulos más remotos y en
algún caso más insignificantes, se han buscado los ’intentos’ de codificación ideados, o
llevados a cabo, en ese siglo. Se han encontrado personajes que han tenido una consciente
voluntad reformadora en el contexto de una acci6n de renovaci6n puesta en marcha
responsablemente, en el interior de Órganos y magistraturas que han tenido la autoridad para
actuar; pero también hemos tropezado con profesores veleidosos o con ’philosophes’
frustrados, que en el recinto de su mundo privado han sonado utópicamente con tiempos
nuevos y han imaginado realizar acciones para contribuir a crearlos. En la investigación de los
historiadores, orientada en algún caso a regiones de Europa que no conocieron, ni podían
conocer estas tendencias, se han confundido con frecuencia los dos fen6menos, que incluso
una cómoda formula distingue como de recopilación’ y de ’codificación, aunque hubo quien
advirti6 que hay que estar atentos: ”El código — escribio Tullio Ascarelli en 1945 — se
caracteriza por la pretensi6n de constituir un ordenamiento jurídico ’nuevo’, ’completo’ y
`definitivo’ que contiene en sus fórmulas las soluciones para todos los casos posibles;
precisamente esta es la característica que lo distingue de las recopilaciones legislativas de las
épocas anteriores orientadas solamente a reorganizar el derecho vigente”2.
Entre las experiencias más precoces hay que mencionar algunos proyectos realizados en la
península ibérica, principalmente en el Reino de Castilla. Los soberanos toman la iniciativa de
encargar a juristas, especialmente cercanos a la corte, que retinan disposiciones vigentes, de
años diferentes y a veces de fecha bastante antigua (fragmentos del Fuero Juzgo, de las Siete
Partidas, del Ordenamiento de Alcald, etc.), y el resultado del trabajo realizado es presentado
como ’Libre de Bulas y Pragmáticas’ (1503), o un poco más tarde como ’Quaderno de algunas
leyes que no están en el libro de las pragmática’ (1544). En esta primera fase se pone de
manifiesto, ya en el mism6 título, que el objetivo principal no consiste en sustituir leyes
vigentes que pertenecen a periodos anteriores y que se refieren a materias diversas por un
único cuerpo de normas promulgado por voluntad del soberano según los debidos
procedimientos constitucionales, sino que más bien consiste en hacer disponibles en un único
contexto, en una colección específica, por orden del rey, todo lo que se ha ido acumulando a
lo largo del tiempo, sin guitar nada y sin añadir nada a la vigencia de las leyes reunidas.
El carácter distintivo de las primeras antologías deja huellas seguras de si posteriormente,
cuando algunos soberanos comiencen a comprometerse directamente en la promulgación de
amplias compilaciones.
Por un lado los reyes de Castilla utilizan un título diferente, es decir ”recopilación” en lugar de
”libro” o de ”quaderno”, para poner de manifiesto la incidencia que tiene su voluntad de
legisladores; edemas, para dar la idea de la novedad, establecen que sean abrogadas las leyes
no comprendidas en las nuevas colecciones oficiales, salvo dejando espacio de derecho
supletorio a legislaciones especialmente significativas de las épocas anteriores (las ’Siete
Partidas’ de Alfonso X el Sabio, el ‘Fuero Real’, etc.). Uno de los casos importantes es la
’Recopilación de las leyes restos reinos hecha por mandato de su majestad católica del rey
don Philippe segundo’, llamada continente ’Nueva Recopilación de Castilla’, promulgada con
Pragmática regia especifica el 14 de marzo de 1667, y posteriormente propuesta de nuevo en
textos mas amplios (1593, 1610). No faltan recopilaciones para el Reino de Navarra (’Fuero
General de Navarra’, ’Fuero reducido’, la nuts reciente ’Recopilaci6n de todas las leyes del
Reino de Navarra ...’, de 1614), para Aragon, para Cataluila (’Constitucions y altres drets de
Cathalunya’, 1588-1589, 1704) y para el Reino de Valencia (’Fori Regni Valentie’, 1547). La idea
que esta a la base y da estructura y significado a las recopilaciones de los diversos regna ricos,
finalmente, es la misma que inspira una de las mas famosas recopilaciones, destinada a los
territorios del otro lado del océano, es decir la ’Recopilación de leyes de Indias’, querida por la
corona de Castilla y promulgada por Carlos II en 1680.
Por otro lado hay una resistencia constante y significativa, precisamente porque no se quiere
dejar de lado el use tradicional de leyes y de costumbres que pertenecen al foro y a la práctica
y que desde hace tiempo son utilizadas también como instrumento de defensa de intereses
familiares, o de estamento. Esto explica las recurrentes dificultades de aplicaci6n de las
recopilaciones regias y explica también la necesidad de reiterarlas y de actualizarlas, con el fin
de hacerlas más adecuadas y aceptables.
Luego, a finales del siglo XVIII, la historia de las recopilaciones se entrelaza con la de los
proyectos de codificaci6n.
Por un lado prosigue la práctica habitual, de modo que en 1775 se publican en el Reino de
Castilla, como ’Suplemento’ de la ’Nueva Recopilación’, los materiales posteriores a 1745
recogidos en los ’Autos Acordados’. Simultáneamente, por otro lado, a partir de la mitad del
siglo, basándose en ideas que circulan en otras partes de Europa se intentan hacer, aunque sin
suerte, redacciones de códigos capaces de reducir con claridad la cantidad sobreabundante
de leyes: así en 1751, con el proyecto del ’Codigo Ferdinando’, o ’Codigo Femandino’; y ad
entre 1776 y 1787, con los proyectos de un `C6digo de Leyes Penales’, o código Criminal’.
En Toscana la acción es más entusiasta. Hay que recordar por lo menos dos intentos. El
primero, encerrado en una vieja perspectiva y fracasado, de un código civil (’C6digo de la
Legislación general del Gran Ducado de Toscana’); el segundo, llevado a término, destinado a
tener gran éxito, de un código penal, presentado con el título de `Reforma de la legislación
criminal toscana’ y conocido comúnmente como `Codigo leopoldino’ porque fue querido y
promulgado, en 1786, por Pietro Leopoldo, gran duque de Toscana de 1765 a 1790 (Leopoldo
I) y emperador a partir de 1790 (Leopoldo II).
Pero los cuerpos normativos más importantes del siglo XVIII, que comienzan a Llevar a la
practica la idea de la codificación mediante la autoridad de un soberano, se forman en Austria
y en Prusia.
En Austria, después del fracaso del ’Codex Theresianus’ (querido por la emperatriz Maria
Teresa), listo en 1766 y que nunca entre en vigor, es Jose da vida en 1782 a un Iteglamento
judicial civil’ (`Civilgerichtsordnung’) y posteriormente en 1787 a un !Q6digo_penal’
(`Allgemeines Gesetz iiber Verbrechen and derselben Bestrafung’) y en 1788 a un `Codigo
de procedimientoial’ (’Kriminalgerichtsordnung’).
En Prusia (extendida sobre una gran parte de los territorios de Alemania nordoriental) hay
varios intentos a lo largo del siglo XVIII. Son realizados y apoyados por juristas de culta
formacian iluminista (Thomasius, Coccejus, Schwartz y otros).
El resultado exitoso, estable y concreto, se consigue solo en 1794, cuando Federico Guillermo
II (t 1797) pudo promulgar el ’Allgemeines Landrecht fur die PreussisclieiiStaaten’ (`COdigo
general para los Estados Prusianos’). Conocido continente como el ’Landrecht’ prusiano,
permanecerá en vigor hasta 1900.
El panorama de las codificaciones se hace, pues, más tupido en las ultimas décadas del siglo
XVIII. Las razones son variadas, aunque todas pertenecen a las corrientes iluministas “ávidas
de reformar ordenamientos”7, o a las elaboraciones utópicas de nuevos modelos de sociedad,
o tienen su raíz en las prudentes reacciones que se oponen a cualquier impulso reformador.
Entre acciones, pensamientos, reacciones, voluntad de cambio o de conservación, hay un hilo
rojo que reconoce y anima las múltiples experiencias: es la idea de que es preciso tener reglas
’seguras’, sencillas y claras, que respondan a Ia `razón’ y a la `naturaleza’ del hombre. Sin
embargo, la interpretación de las exigencias `racionales’ y de las necesidades naturales’ no es
en absoluto uniforme, y los resultados se situan a menudo en orillas opuestas, en la orilla de
quien quiere renovar todo, radicalmente, y en la orilla de quien quiere consolidar la condición
de una sociedad dividida en ordenes’ o ’estados’ o ’estamentos’, dándoles a cada uno una
estabilidad y una garantía de existencia y de tutela a cambio de Ia obediencia a una sola y
*Mica ley (1c6digo’) querida e impuesta por una autoridad soberana reconocida e
incontestable.
De este modo, algunas voces se unen a la idea de que corresponde al príncipe, y solo al
príncipe, deshacer o cortar los nudos más enmarañados de la jurisprudencia. El soberano
aparece, es, ’iluminado’, en cuanto se pone, se presenta, como acme1 que da orden racional a
las relaciones sociales y norma asegura’ a la acción de los individuos. La visión general diseña
una perspectiva que, al asignar al soberano tal tarea, implica una reestructuración del papel
de juristas activos toda a como verdaderos protagonistas, sobre todo en el ámbito de los
aparatos judiciales, e implica correlativamente una exaltación de la centralización autoritaria
del nuevo soberano.
De semejante trama de pensamiento esta tejida una de las intervenciones teóricas más
significativas del siglo XVIII italiano, la de Ludovico Antonio Muratori: intervención que en
1742 toma cuerpo en la publicación del libro `De los defectos de la Jurisprudencias. Es al
príncipe a quien se dirige Muratori: son demasiado manifiestas la confusión y la irracionalidad,
demasiado extendida la veleidad de los juristas y entre los juristas; es exagerada la pretensi6n
de estos de sentirse y de ponerse como los sacerdotes de la justicia, e incluso de una justicia
humana y divina, en paralelo con los sacerdotes que custodian y divulgan el Verbo Di Jino9;
por eso se invoca como necesaria una decisi6n del soberano que con los nudos que han
llegado a ser inextricables debido a la pendenciera y palabrera actitud hacia la disputa entre
los juristas. Así, al final de la obra, Ludovico Antonio Muratori aventura una lista de las más
difíciles cuestiones y de las más dudosas soluciones y pide al príncipe una ley segura: frente a
la que los juristas, por la obediencia que deben a las Órdenes del soberano, se vean obligados
a canalizar. Pero en la perspectiva de Muratori la aspiración a una ley segura, una para cada
uno de los problemas listados, no significa todavía elaboración y propuesta de un ’código’,
porque al conjunto de las leyes exigidas al soberano le faltaron ciertamente los caracteres de
la completa homogeneidad y la capacidad de autocompletarse que serial típicos de los c6digos
del siglo XIX.
Por lo demás, allí donde de las exhortaciones y de los apremios se pasa a la acción, e incluso
mediante el trabajo de doctas comisiones se llega a la elaboración y a la promulgación de un
’código’, falta siempre, a lo largo de todo el siglo XVIII, uno de los rasgos fisionómicos de todo
código moderno: es decir, la unidad del sujeto jurídico al que se destine el c6digo. Además, es
todavía la figura del soberano la que descuella, en el centro, como la clave que sostiene el
peso y asegura el equilibrio de la construcción, interviniendo cada vez con disposiciones
legislativas específicas. En algunos de los códigos del siglo XVIII, como por ejemplo en el
landrecht’ prusiano de 1794, en la sistematización de la ley general impuesta desde arriba se
cristaliza una realidad social que se caracteriza por la existencia de tres ’estados’ o
’estamentos’ (`Standel: de la nobleza, de la burguesía y de los campesinos. Para cada sector
rigen normas diferentes: la capacidad jurídica no es uniforme, hay limitaciones y negaciones,
privilegios y exenciones, hombres libres y esclavos y siervos. El orden ciertamente es `racional
ciertamente es ’natural’, pero en la medida en que no se pone en discusión ni la articulación
de la sociedad, ni la autoridad del príncipe que rige y gobierna el Estado.
Es este uno de los límites del absolutismo del siglo XVIII. Las codificaciones, los intentos de
codificación, son la forma, la expresión, de semejante absolutismo y siguen su suerte
participando de su naturaleza. Ni la nobleza, ni la burguesía, los trabajadores de la tierra se
reconocen enteramente en el conjunto de las normas codificadas, porque estas son el espejo
del poder y del modo en que el poder quiere conservar la sociedad. El pensamiento que
estado orientado a renovar o a reformar encuentra escasos márgenes de maniobra, y con
frecuencia solo le es posible existir. Y sin embargo, precisamente en su existencia se hallan las
raíces del Athol que dar sus frutos después de la Revolución francesa.
Las grandes convulsiones de la revolución hacen emerger una clase que desde hada tiempo se
iba robusteciendo dentro de las arquitecturas sociales tradicionales: es la burguesía que pliega
en su beneficio una revolución en la que ha participado, mientras refrena y explota la violencia
extrema e intransigente que se desencaden6 en el ensuciamiento destructivo contra las viejas
estructuras del poder y de Ia sociedad.
Es ahora la burguesía la que ocupa los espacios del ejercito abandonados gradualmente, por
coerción o por elección, por los exponentes de la nobleza; es la burguesía la que llena los
despachos de los aparatos burocrático-administrativos y judiciales, que han crecido tanto en
los últimos siglos por dimensión, funciones y profesionalidad (si no por eficiencia) que pueden
conferir a quien se empeña una `nobleza de toga’ respetable y codiciada; son elementos de la
burguesía, de un ala emergente de la burguesía, los hombres de negocios sin prejuicios que
lucran inmensas ganancias en la febril actividad de apoyo logístico al ejército y en las
operaciones de suministro necesarias para el funcionamiento del aparato militar.
El aparato judicial y el alto mundo forense, por su parte, participan del ’triunfo de la
burguesfa’13. Con frecuencia son las mismas familias burguesas las que por relaciones
cruzadas y por afortunadas combinaciones de talentos y de vocaciones ofrecen sus miembros
al ejército, a la administraci6n y a la justicia.
Marginada o excluida la nobleza, desautorizada la plebe de la responsabilidad de la política y
de la economía, la burguesía se se presta a vivir su siglo de oro. El ’Code Civil’ de Napole6n es
la imagen de su triunfo: la simplificación por medio de la unificaci6n del sujeto jurídica, Ia
posibilidad de prever un status igual para todos, una sola e idéntica capacidad jurídica (que
s6lo por rezones patologicas o de sexo o de edad se puede bloquear en el momento en que se
configura dinámicamente como capacidad de obrar) significan la elaboración e imposición de
un ’modelo’ al que debe corresponder la realidad de cada individuo. Por ejemplo: o a la figura
jurídica de Ia propiedad corresponde efectivamente un sujeto que es propietario de algo, de
mucha riqueza o de poca, de bienes inmuebles o muebles, o se tiende a esa figura vacía y
abstracta de propiedad. Cuantas veces quien no tiene nada suyo se mueve y acts a para
tenerlo y hasta para conquistar un bienestar que le permita vivir sin tener que trabajar mas,
segun un estilo de vida que la nueva burguesía recibe en herencia de una parte de la antigua
nobleza.
No hay instituto regulado por el Código Civil francés que no reneje este nuevo mundo: sujeto,
propiedad, negocio jurídico, obligaciones, relaciones personales y patrimoniales en la familia y
sucesiones. No hay silencio que no documente Ia desaparición o la marginación de la vieja
aristocracia y de los institutos jurídicos que le eran más congeniales: el mayorazgo, el
fideicomiso, la exclusión de la hija dotada de la sucesión hereditaria, etc.
Con el ’Code Civil’, que en el lenguaje común se convierte en el ’Código de Napoleon’, se abre
verdaderamente la época de las codificaciones. El cuadro se enriquece en Francia y en las
partes de Europa ocupadas por el ejército de Napoleon con la promulgación de un ’Code de
Procedure’ en 1806, de un ’Code de Commerce’ en 1397-, de un ’Code Penal’ en -1810 y,
finalmente, de un ’Code d’intruction criminelle’ en 1811.
Tal vez, en un primer momento, por parte francesa hay la esperanza de que el ’Code Civil’ se
pueda extender por toda Europa, siguiendo los destinos y las victorias de los ejércitos de
Napoleen. Pero si en algún momento hubo esa esperanza, los acontecimientos revelaron que
era una ilusión.
Los hechos, al principio, parecen justificar las expectativas iniciales. Si fijamos la atención en la
codificación del derecho civil, vemos que el ’Code Civil’ se traduce al italiano y es difundido en
el Reino de Italia por Napoleon en marzo de 1806, en el Principado de Lucca (1805-1813) en
mayo del mismo año, en el Reino de Napoles (18051815) en octubre de 1808 (con la exclusión
de las normas sobre el divorcio) y en el Gran Ducado de Toscana en 1808.
Hay, sin embargo, dos lineas diversas de oposición y de resistencia: en Prusia permanece
siempre en vigor (haste 1900) el ’Landrecht’ de 1794, aunque privado de aquel carácter
fundamental constituido por la unidad del sujeto jurídico destinatario del e6digo; en Austria
es promulgado en 1811 un moderno, excelente, ’código civil general’ (’Allgemeines
Bfirgerliches Gesetzbuch’) que puede aspirar a la misma suerte que el ’Code Civil’ francés
porque como el ’Code Civil’ ha expresado el principio de que la ley debe ser igual para todos
los ciudadanos del Estado.
Es lo que sucede en Italia entre 1863 y 1865. Después de la unidad, el nuevo Reino regido por
los Saboya considera necesario dar un código civil a la nación, también con el fin de expresar
en una discipline jurídica uniforme la nueva realidad política y de contribuir a hacer
homogéneos comportamientos diferenciados en las diversas regiones y para regimens
jurídicos precedentes. La Comisi6n encargada de Ia difícil tarea, presidida primero por el
ministro Pisanelli y luego por el ministro Vacca, realize Ia obra en un tiempo bastante breve:
tiene y sigue un modelo excelente, el ’Code Civil’ francés de 1804 (el `Código de Napoleon’).
De ese modelo recoge ante todo la idea central, estructural: es titil y posible, y es por tanto
obligado, promulgar un c6digo que sea válido para todos los ciudadanos, que sea ley igual
para todos; es al mismo tiempo obligado intentar disciplinar la sociedad nacional de forma que
pueda ser ayudada a prosperar y de tal manera que en la sociedad el individuo pueda ser
garantizado y tutelado en sus derechos claramente codificados, en cualquier momento de su
vida y para cualquier aspecto de sus actividades licitas.
Del modelo francés el legislador italiano extrae terabit, como de una rica mina, innumerables
contenidos de artículos específicos: de modo que sectores enteros de la vida civil italiana son
regulados por el nuevo C6cligo Civil italiano según líneas normativas muy semejantes, o
idénticas, a las del ’Code Civil’ francés de 1804.
El primer C6digo Civil de la Italia unida se promulga el 25 de junio de 1865: entrara en vigor el
1 de enero de 1866.
En el siglo XIX las codificaciones se propagan por Europa. La confianza es extrema y el fervor
de las comisiones y de los gobiernos empeñados en la tarea es proporcional a las expectativas
optimistas. Todo lo que acontece en el campo de la legislaci6n encuentra un perfecto
paralelismo en el campo de la doctrine. Un Código’ que se propone, en el proyecto y en la
práctica, como un cuerpo completo de normas abre el camino a operaciones interpretativas de
carácter lógico-formal. En la primera experiencia de use de los códigos nacionales (primera
mitad del siglo esta exigencia de comprensi6n logicoformal se relaciona con la condición del
jurista, y del juez de manera particular, ya que estos son y se consideran ’servidores de la ley’.
Por lo tanto, el jurista no debe, porque no puede, innovar, modificar, ampliar o restringir los
directamente del thclige o de la ley ordinaria: debe sale comprenderlos, enunciando sus
contenidos y el sentido, recorriendo los itinerarios seguidos por el legislador y llegando a una
fiel interpretación ’declarativa’ de la discipline verificada. De esta manera se forma la escuela
francesa de la exegesis: de la exegesis textual, cerrada a la consideración del date positive
solamente. Esta tiene en Demolombe a uno de sus exponentes mas sobresalientes.
Pero se intentan métodos muy diferentes, sobre todo fuera de Francia: son los del sistema
iuris. Por medio de una interpretación más amplia se crean las normas para los cases no
previstos expresamente: sin lo cual, se piensa, vendría a faltar la completud del código.
La analogía, la interpretación extensiva, las argumentaciones a fortiori, a maiori y otros modi
arguendi in lure se convierten, por un lado, en instrumentos de una refinada palestra de la
inteligencia y sirven, por otro, para ampliar las previsiones legislativas y para colmar las
eventuales lagunas normativas. La idea del ’sistema’ se enlaza, de este modo, con la idea del
’c6digo’, porque ambas dan completud, seguridad y definitivita al derecho del ordenamiento y
ambas consolidan la conciencia que la burguesía tiene de si misma, como de clase dominante
en el Estado nacional moderno.
La ciencia jurídica se construye a si misma con una capacidad 16gica que es refinada y tiene
resultados cada vez mas analíticos y complejos y separa, por abstracción, el ’sistema’ de la
realidad social y política, porque en ese modo de construir y en ese sistema construido
encuentra la imagen de un orden que es el orden de la estabilidad conquistada de los que la
crean y la modelan. Cuando una clase, como la burguesía en el siglo XIX, es ganadora y
domina la sociedad, cuando el absolutismo de un soberano o de un dictador anula o
enmascara los conflictos sociales y los cheques y las tensiones entre los grupos sociales, los
espacios pare la acci6n política se reducen y los significados políticos de cada acción y de cada
pensamiento son callados o evitados o ignorados o cancelados. Desde el poder se predica la
inutilidad de la política; desde la clase dominante (desde la burguesía, en el siglo XIX) se
desarrolla una insinuación análoga, especularmente opuesta, mientras se difunde la convicción
de que una trama de relaciones sociales sólidamente constituida en defensa del papel y de los
espacios conquistados tiene solo necesidad de ser `cristalizada’, consolidada, hecha relevante
jurídicamente y significativa en la simetría de un ’sistema’ de pensamiento orgánico y
complete.
Con el ’sistema’, como con el 4c6cligo), la burguesía expresa y se defiende a si misma. Realice
su más incisiva acción política en el momento mismo en que excluye la sociedad y la política de
su radio de observación científica.
7. Ley, código y sistema jurídico en Alemania: A.F.J. Thibaut y F.C. Savigny. La Escuela histbrica.
1814 es un año importante, no solo para la historia del derecho alemán, sino también para la
historia jurídica de toda Europa. En efecto, durante ese año se publican dos celebres ensayos,
de Anton Friedrich Justus Thibaut (1772-1840) y de Friedrich Carl von Savigny (1779-1861).
En el segundo ensayo16 Savigny, de forma polémica, niega que sea deseable un único c6digo
civil y niega también que, en la realidad de Prusia, haya juristas capaces de llevar a cabo la
obra. El riesgo más grave sería promulgar “un agregado de disposiciones smiths”, y no”un
todo organico”17: es decir, obtener un resultado diferente, o incluso opuesto, respecto al que
se quería alcanzar. Savigny considera, al mismo tiempo, que leyes sueltas, por sectores
circunscritos, puedan ser más adecuadas al fin de dar norma y orden a la sociedad. Savigny
subraya, además, la esencialidad, irreducible, de una ciencia jurídica que tenga conciencia de
la propia fuerza y sea capaz de desarrollar sede Por eso titula su ensayo “De la vocación de
nuestro tiempo por la legislación y la jurisprudencia” (el título alemán, abreviado, es indicado
y citado normalmente con la palabra que lo caracteriza, ’Beruf)
Savigny evita escoger entre los intereses y las `vocaciones’ de las dos partes y sigue una vía
propia y autónoma. A 61 le parece que el aparato más importante es aquel al que 61
pertenece profesionalmente, es decir el escolástico académico. El piensa en la Universidad y
es apoyado de manera admirable por dos circunstancias afortunas: su llamada a la Universidad
de Berlín apenas creada, que le permite dejar la provincial Universidad de Landshut (en
Baviera) y la presencia en Berlín, durante ese mismo periodo, de Wilhelm :von Humboldt (t
1835). Humboldt es el protagonista de una poderosa renovación del modelo de Universidad
moderna y aquí se le recuerda por un memorial de 1809, destinado a hacerse celebre,
compuesto en el momento de la inauguración de la Universidad de Berlin21. El ensayo está
inspirado en la idea fundamental Began la cual la Universidad debe contener, defender,
cultivar y hacer fructificar ”la vida espiritual del hombre” y su vocación, que es deber y
necesidad, por la ciencia y la investigación; y debe colocarse, por lo tanto, como institución
elegida pare la formación de un método’ y para la enseñanza y el aprendizaje de un `método’.
Pensamientos, estos que más allá de la segura influencia que tuvieron en Savigny y más allá de
la importancia hist6rica que tuvieron en su tiempo, aun hoy día tendrían que ser meditados y
considerados como fundamento de la vida y de las estructuras universitarias de cualquier País
civil.
Es cierto que, situada en el contexto de los ambientes intelectuales y políticos de Berlín, ”la
actividad de reorganizador de Universidades y Academias”22 desarrollada por Savigny no
puede ser infravalorada, ni ser considerada como episódica, indiferente y peregrine respecto a
su pensamiento y a los objetivos de Este.
En efecto, el núcleo central de la Bend’ y de la polémica con Thibaut esta constituido por la
idea de que no corresponde a los aparatos del poder legislativo elaborar un ’código general’ y
de que no es realista pensar que un `c6digo’ pueda ser impuesto a un pueblo siguiendo
solamente esquemas racionales, alejados a menudo de la historia de la sociedad a la que el
`c6cligo’ debería a dar orden. Savigny sostiene, en cambio, que el legislador, limitándose a
promulgar normas por sectores circunscritos, debe adecuar los propios preceptos a las
determinaciones de la doctrina jurídica: es decir, debe seguir las indicaciones, concretes y
específicas, de la ’jurisprudencia’ (término empleado con una acepción amplia y con
referencia, por consiguiente, tanto a la obra de jueces y abogados, como sobre todo a las
teorías de los juristas). Para Savigny solo la jurisprudencia tiene la capacidad de identificar y
comprender el ’espíritu del pueblo’, el ’Volksgeist’, y de actualizarlo proponiendo y también
redactando textos de normas específicas que el legislador deberá proveer a promulgar en el
ejercicio de su poder legislativo exclusivo. El legislador, por tanto, ’deberá’ proveer: de hecho,
el no puede actuar arbitrariamente y ni siquiera puede tener ”expectativas ilimitadas” para la
”realización de la perfección absoluta”23, como pretende tener cuando quiere fundar los
propios proyectos solamente en la razon’. El legislador, en cambio, debe atenerse a los
contenidos que la jurisprudencia construye e impone interpretando el 1.epfritu del pueblo’ y
atribuyéndose a si misma el monopolio exclusive de tal interpretado (ciertamente ventajoso,
por el prestigio y el poder que con ello adquiere).
Lo que hace homogéneo el pensamiento de Savigny, y to que exalta todavía mas la función de
la doctrine jurídica, es el valor que el jurista da, asigna, al voksgeist’: Savigny considera que
para traducir en norma ”el espíritu d pueblo” el jurista no debe mirar al pueblo, a la sociedad
de la que el pueblo es siempre protagonista, sino al modo en que el pueblo ha sido visto y
representado por los juristas del pasado, en la tradición del )pensamiento occidental en
general, y alemán en particular. Lo que la -Astoria ofrece como dato seguro y ya no
modificable no son los acontecimientos de los que un pueblo puede haber sido protagonista o
sometido, sino que es el espíritu del pueblo como históricamente se ha figurado, consolidado
y estructura7do; es el espíritu del pueblo revivió y comprendido en la forma en que este ha
sido expresado por los juristas que se han sucedido en el tiempo y con su obra han dado
materia y fisionomía a la tradición: que, para Savigny, esta es ciertamente el ’dato’ histórico
determinante y condicionante, frente a la cual ni el jurista puede pensar o actuar con arbitrio,
ni mucho menos pueden actuar con arbitrio los aparatos del Estado, aunque fuesen los
aparatos legislativos ávidos de construcciones de códigos o aunque fuese la propia Corona.
En esta visión emerge con dominio preponderante el papel del jurista. No es casual que este
papel encuentre un apoyo sinérgico formidable en la concepción y en la estructura de una
Universidad concebida y realizada (según Humboldt y el mismo Savigny) como centro de
formación metodológica (y no como escuela profesional) y como punto focal para la nueva
elaboración del derecho.
De este modo, con naturalidad, a partir del pensamiento ’historicista’ de Savigny se desarrolla
su pensamiento ’sistemático’ y, de hecho, Savigriy titula ”Sistema del derecho romano actual”
su obra amplia26, que es un clásico monumento de toda la ciencia jurídica europea: donde las
raíces de un pensamiento antiguo, el de los grandes jurisconsultos romanos y el de los grandes
juristas del medievo, se juntan y se entrelazan, para una aportación solidaria de linfa vital,
con las raíces de un pensamiento nuevo que, en la defensa convencida de la ’jurisprudencia’ y
de su funcion’ y ’vocación’, resiste a la idea extendida de la codificación.
De todo esto resulta un cuadro que hace que los jueces controlen solamente si las figuras
teóricas han sido respetadas, si ’las reglas del juego’ han sido seguidas o violadas, y al mismo
tiempo hace que no tengan en cuenta al hombre que en su integridad, en su concreta
condición &ice, social y econ6mica, ha realizado una acci6n o se ha visto implicado en un
conflicto de intereses. Por consiguiente, ”pouvoir neutro, pouvoir nulle” para los jueces: si el
poder es neutro, es inexistente. Por tanto, uno de los grandes aparatos del Estado, el judicial,
está fuertemente comprimido, limitado y condicionado por otro aparato, el académico -
universitario, que en el área de lengua germánica, durante todo el sigloXIX y aun después,
tiene un claro predominio hasta el pinto que consigue bloquear hasta 1900 el vistoso
fen6meno de Ia codificación del derecho que en los demás países de Europa durante todo el
siglo XIX consigue resultados amplios y estables. De esta forma, se pueden comprender la
altísima dignidad y el enorme prestigio de que gozan las Universidades alemanas y europeas
durante todo el siglo XIX y durante buena parte del siglo
En el siglo XIX se desarrollan corrientes de pensamiento que revelan actitudes más cautas en la
exclusión de las condiciones del hombre y de la sociedad de la reflexión del jurista, o que se
ponen en un abierto contraste con la Pandectistica.
En el primer frente hay que recordar las corrientes naturalistas que obligan al jurista a una
mayor responsabilidad en tener en cuenta todo lo que la ’Naturaleza’ conoce y produce.
Rudolf Jhering (1818-1892) es protagonista de relieve. Un libro suyo, ingenioso y afortunado,
crece página a página debido a una serie de intervenciones que en un primer momento son
presentadas como ”Cartas confidenciales de un anónimo sobre la ciencia jurídica
contemporánea”, dirigidas a los Redactores de la ’Revista Judicial Prusiana’27. Unidas a otros
articulos28, en 1884 constituyen una obra unitaria: el libro tiene un título irónico, ’Broma y
seriedad en la imprudencia’ (’Scherz und Ernst in der Jurisprudenz’) y abre un debate critico
significativo sobre los ’dogmas de la Pandectistica.
En el ejemplo elegido subsisten las inquietudes del teórico que duda de la ’completud’ y de la
adecuación de la ’figura’ te6rica para representar los hechos de la naturaleza y, sin embargo,
sin renunciar a los instrumentos te6ricos (a lo `serio’), trata, con la ironía, con la broma, de
abrir un camino para la comprensión de la `naturaleza’ que esta mas allí de la teoría. Un punto
de vista, este, que en los mismos años toma cuerpo en dos poderosas obras, ’La lucha por el
derecho’ (Der Kampf um’s Recht’) de1872 y objetivo del derecho’ (’Zweck im Recht’), de los
años 1877-1884: en las que emerge ”una consideración del derecho como instrumento para
la afirmación del poder y del interes”33, que es fundamentalmente dramática, si se piensa en
el hombre que del derecho espera tutela y justicia.
Para Marx, todo el sector del derecho privado esta destinado a disolverse, porque el Estado
debe penetrar en la vida individual y debe dar a data una norma, bloqueando de este modo la
autonomía de lo privado y la red de los institutor de derecho privado que son su típica
expresión y eliminando, por consiguiente, la ’libertad’ de elegir y el poder relacionado con la
libertad de elección: libertad y poder que son, para Marx, mera abstracción, si en la realidad la
misma libertad’ y el mismo ’poder’ tienen significados completamente diferentes, o no
existen en la realidad concrete. De este modo, se ponen en discusi6n las figuras jurídicas
clásicas de la tradición occidental y fundamentales ‘en el orden jurídico querido y defendido
por la burguesía triunfante en el siglo XIX: la propiedad privada, el contrato y el negocio
jurídico en general, las obligaciones realizadas en un contexto voluntario y de relaciones
comerciales, el régimen y la idea misma de las sucesiones mortis causa y todo el campo del
derecho comercial.
Para hacer evidente que en el pensamiento marxiano la libertad’ y el ’poder’ (de negociar, de
ejercer derechos reales, de suceder, etc.) deben ser negados conceptualmente en cuanto
inadecuados para representar la realidad, y que deben ser más bien considerados tan
peligrosos para la clase dominada como útiles para la clase dominante, se ha mencionado32 el
pensamiento que Anatole France pone con sarcasmo en la boca de un poeta revolucionario:
las nuevas leyes aseguran una ”majestuosa igualdad y garantizan tanto al rico como al pobre
poder dormir bajo los puentes, pedir limosna por las calles y buscar el pan”: ironía suma y
fustigadora, si se piensa mas improbable será que un rico quiera dormir bajo los arcos de un
puente, aunque fuesen los de Paris, o quiera pedir por las calles en busca de su pan cotidiano.
11. La Europa de las naciones y de los códigos nacionales. El modelo de los ’textos unicos; en
Italia.
Si se echa una mirada al gran teatro europeo, en los comienzos de nuestro siglo se ye la
escena densamente poblada de códigos nacionales. No solo: la diversa legislaci6n de algunos
sectores es especialmente acelerada. Esta también se vuelve compleja (si no confusa) por
instancias y por rezones sociales que estallan a menudo en tumultos callejeros ocasionales o
en conflictos programados y organizados, mientras crecen las tendencias de los ambientes
políticos hacia soluciones de compromiso. Se plantea, ad, un problema nuevo y se vuelve en
parte a antiguo, porque se compilan colecciones de normas que se parecen poco a los códigos
y mucho más a las recopilaciones del siglo XVIII.
Estas colecciones se denominan textos únicos’. Los textos únicos no tienen la ’naturaleza’
orgánica y sistemática de los códigos y, a diferencia de los códigos, no se cargan con el peso (y
se tiene interés en hacer esto) de proponer nuevos principios y no pueden ofrecer un campo
para la experimentación de nuevos criterios hermenéuticos.
Mientras tanto, el C6digo Civil de 1865 y el sucesivo C6digo de Comercio de 1883 muestran las
primera grietas rotundas de tal manera que se deben reparar sus danos con alguna ley
ordinaria: como sucede en 1919, con una ley del 17 de julio (y no es una casualidad que sea
poco después del final de la primera guerra mundial). Esta ley abroga una serie de artículos
del C6digo Civil (artículos 134, 135, 136, 137 y parte del artículo 1743) relativos a la
autorización marital que se suprime los artículos 13, 14 y 15 del C6cligo de Comercio sobre la
misma materia y modifica edemas los artículos 252 y 273 sobre el tema del ’consejo de
familia’.
En Italia, el último triunfo de la idea de codificaci6n es celebrado durante los 20 años del
periodo fascista.
El protagonista indiscutido es un jurista de alto nivel, Alfredo Rocco, que como Ministro de
Justicia da el empuje a la Última estación de los c6digos italianos. El problema de la
codificación es para. Rocco uno de los elementos importantes de su visión general de la
sociedad y del estado fascista, porque contribuye de forma decisiva a la ”organización del
Estado totalitario”, si queremos utilizar una feliz formula de Alberto Aquarone33. El Código
Penal es promulgado en 1930, al mismo tiempo que el C6cligo de Procedimiento Penal. El
primero, con raz6n, es conocido comúnmente como `Código Rocco’, aunque entonces Rocco
fuese solo ministro, mientras Vittorio Emanuel In era rey de Italia y Benito Mussolini
Presidente del Gobierno. Da cuerpo a la doctrina fascista del Estado por dos puntos de vista
que se expresan en el: en primer lugar, este la idea de un `c6digo’ orgánico que se pone como
expresi6n del predominio social de una clase (la burguesía), en la interpretación autoritaria y
absolutista que la dictadura hace de los intereses de esa clase; en segundo lugar, existe la
oportunidad de traducir en artículos específicos la política absolutista de la dictadura.
La actividad codificadora del régimen fascista continua, intensamente, y en muy pocos años se
llega a nuevos resultados. El C6digo de procedimiento civil es aprobado en 1940 y entra en
vigor en 1942. El C6cligo civil comienza a formarse en 1938 y, completo, es promulgado en
1942: este sustituye al de 1865 y absorbe también y hace desaparecer el viejo C6cligo de
Comercio de 1883.
Es la Ultima llamarada.
La historia más reciente este caracterizada, en un primer momento!), por algún retoque
abrogativo, necesario en el momento en que Italia, derrotada en la segunda guerra mundial,
derriba el régimen fascista y sustituye, por consiguiente, la monarquía de la Casa de los
Saboya por la Republica; luego, este caracterizada por fen6menos mucho mas devastadores,
que menoscaban en lo profundo y en parte ponen pates arriba el plan originario y mambos de
los principios codificados en el siglo XIX.
En primer lugar, se desarrolla como un `cerco’ de los códigos, cornprimidos, o evitados, por
importantes leyes ordinarias relativas a amplias materias. Ya en 1933 existía una normativa
sobre la letra de cambio (R.D. 14.12.1933, nr.1669) y sobre el cheque (R.D. 21.12.1933,
nr.1736) que el C6digo de 1942 no había incorporado ni superado; pero a partir de 1942, y
cada vez con intensidad, emergen mediante leyes particulares amplias áreas temáticas que
cierran todos los espacios y todas las posibilidades de expansión del ’C6digo Civil’: la ley sobre
la bancarrota (del 16 de marzo de 1942), sobre las sociedades cooperativas (de 1947, y
siguientes) y el ’Estatuto de los Trabajadores’ (de 1970), las leyes sobre las patentes
industriales, etc.
En segundo lugar, se realice una obra de restauración y de reelaboración del C6digo Civil. Esta
se manifiesta y se realice de dos formas diferentes: o con la supresión de normas que el
Tribunal Constitucional declare contrarias a la Constitución de 1948, o con la abrogación y con
la sustituci6n simultanea de algunos grupos de artículos, como sucede para el divorcio y para
el derecho de familia.
En tercer lugar, se ’congelan’ algunos artículos y algunos ’institutos’ del C6digo Civil: que no
son abrogados ni declarados inconstitucionales, pero cuya aplicación es suspendida por medio
de normas particulares sucesivas, como sucede para los arrendamientos de inmuebles
urbanos y para los alquileres de fincas rtisticas, sometidos a regímenes especiales y temporales
contra la discipline del Código Civil.
Se trata de casos que son frecuentes y llamativos y no se puede pasar por alto ni, peor a6n,
ignorar su significado histórico. En efecto, estos documentan no solo la necesidad de
disciplinas mas actualizadas respecto a las ya predispuestas por el C6digo Civil de 1942, sino
también, como reflejo, la falta de actualidad sobrevenida de la idea misma de un c6digo civil:
que allí donde no ha sido modificado y allí donde todavía se aplica en el viejo texto, toca
materias modestas y habitualmente de escasa importancia econ6mica (luces, paisajes,
reglamento de confines, algún problema de sucesión hereditaria...), o sufre los apremios de
leyes nuevas, como en la relación entre las clásicas figures de las sociedades de personas y de
capitales, por un lado, y las de la ’cooperativa’ y del ’consorcio’, por otro.
Ahora, las décadas que vivimos muestran a las claras confusión e incertidumbre, dificultades y
necesidades no previstas. Pero, como para todos los periodos de la historia, es preciso
intentar realizar también para estas décadas un diagnostico histórico.
Así pues, Ia época de la codificación se acab6. Si, a pesar de todo, se consigue promulgar un
código, como sucedi6 en 1988 en Italia con el ’Código de Procedimiento Penal’, la variedad y
los conflictos de las fuerzas sociales y políticas cuajados en el código generan defectos e
imponen ya, después de unos pocos meses, retoques, reelaboraciones, reformas de artículos
específicos e, incluso, la revisión de orientaciones y de soluciones para sectores enteros.
Desde hace muchos años hemos entrado en la época de la decodificación.
Al tomar conciencia de esto, el historiador del derecho, el cultivador del derecho positivo y el
mismo experto del derecho saben que han perdido un anclaje seguro y con el la fe de casi dos
siglos. Alguno, retardado, ha pensado aun, en los años ’60 de este siglo, poder reconstruir la
historia de la codificación como historia ejemplar, de hombres que por su tesón, su intuición y
su talento político, por su cordura y su equilibrio evitaron a las sociedades modernas el
”malestar debido al estado confuso de la legislación” medieval, causado ”ante todo por las
leyes reformadoras de los estatutos locales y por las leyes principescas” y por la ”diferencia de
las... decisiones” de los órganos judiciales38. Otros han dedicado a las ’constituciones’ y a las
’codificaciones’ años de investigación y de reflexiones y continúan publicando libros y artículos
sobre estos temas con la fe inquebrantable de que nada ha cambiado, de que hay que buscar
todavía en aquella historia el valor de una experiencia que es actual, de que el desorden y la
confusión de la legislación contemporánea y las diferencias evidentes en las sentencias de los
jueces hay que atribuirlas, todas, a la malicia del hombre, si no a la maldad o a la ignorancia o a
la rudeza, mientras al frente hay un modelo, el del c6digo y el de la constitución, que es por
mismo adecuado, porque ha sido pensado y realizado precisamente para evitar confusi6n,
desorden y malicia38.
No es tarea del historiador intentar adivinar (o presagiar) el futuro, y decir mai sere el derecho
de los Ethos venideros. Lo cierto es que un nuevo derecho este en marcha: los artífices
pertenecen al mundo político, econ6mico y social, son los forenses, los jueces y los
burócratas. En el trasfondo se vislumbran apenas los profesores menos somnolientos de las
Universidades europeas y norteamericanas.
En segundo lugar, está claro, asimismo, que el estudio de la época de las codificaciones no
puede partir de la esperanza iluminista, o utopía, de alcanzar el posible contra el desorden y la
confusión de las leyes, de las sentencias y de las doctrines, ni de la complacencia que procuran
el conocimiento y la contemplación de un fenómeno a quien busca un puerto protegido.
En tercer lugar, está claro que la Europa continental debe comenzar de nuevo a buscar los
instrumento? jurídicos adecuados pan reparar el que pueden producir el volumen la difícil
cognoscibilidad de las leyes y arbitrios de los hombres.
Precisamente en esta línea tienen importancia histories creciente la curiosidad y el inter& por
la experiencia jurídica propia de los Países anglo-americanos: la de la ’common law’ (temática
de Ia que no podremos ocuparnos, pero que es obligatorio señalar).
En esta misma línea, edemas, tiene importancia histérica la recuperación de una experiencia
compleja vivida en Europa a partir del siglo XII: la experiencia de un ’derecho común’ (ius
commune) que en un ambiente político y social de cambios profundos ha representado para
el continente europeo no solo el terreno sobre el que se han llevado a cabo muchas
renovaciones, sino también la referendo segura en Ia tumultuosa variedad de los derechos
particulares (iura propria). La recuperaci6n es ahora más fácil y mas significativa de cuanto lo
habría sido hace pocos años: porque sobre el `derecho común’ no puede pesar todavía el
juicio negativo de quien tendía hacia la luz consoladora de los nuevos códigos puntos de
apoyo anunciados de orden y de seguridad y, por tanto, solo veía en el derecho medieval
confusi6n y contrastes desgarradores; porque se ha roto la lente, a través deformadora, de
una visión codicita del derecho, a través de la cual estaba uno ’obligado’ a mirar los
acontecimientos históricos del medievo y de los comienzos de la edad moderna; porque en las
inquietudes, incertidumbres, violencias y ansias de justicia que hubo en el medievo el hombre
de hoy se reconoce ampliamente a si mismo y sus tiempos, sus dudes y sus problemas, de
forma que vuelve de modo aquella época considerada lejana, juzgada negativamente y
designada despreciativamente con un adjetivo (`medieval’) que en si no tiene raíz ni
significado de desprecio.
Para restituir a la memoria colectiva de forma evidente y Wide aquella experiencia es preciso
ahora trazar un cuadro, ante todo, de las condiciones histéricas de una época que existi6 sin
juristas y que tuvo pocas leyes escritas: del largo periodo que comienza entre el siglo V y VI y
acaba con el siglo XI. Es preciso, edemas, representar las mutaciones que en la rapidísima e
intensísima crisis creativa del siglo XII llevaron a depositar la confianza en los textos `sagrados’
del derecho común, a la practica cotidiana de la norma escrita, a la aparición de la figura del
’jurista’, mientras se experimentaba un sutil y difícil equilibrio entre soluciones que siempre se
buscaban, con candor declarado o implícito, por las razones de una `Justicia’ absoluta, pero
que se defendían al mismo tiempo, por convicción o por una malicia instrumental
enmascarada, como tutela y garantía de espacios políticos y económicos personales o de
grupo o de estamento.
Capitulo II
A primera vista parece necesario un gran esfuerzo de imaginación para pensar en una época
sin juristas. Pero luego, leyendo un primer testimonio del emperador Teodosio II, contenido
en un paso de la constitución ’De auctoritate Codicis’ colocado como prefacio del Codex del
438, la idea comienza a aparecer comprensible: refiriéndose a los juristas, el emperador debe
observar que ”hay muy pocos y raramente que tengan plena scientia del derecho civil...”; ”...
entre tan triste descuido de reflexiones a duras penes se encuentra a alguien que haya
asimilado una perfecta doctrina
Refleja, por consiguiente, la realidad de los territorios de Ia Europa actual. Sabemos que
existen vastas áreas escasamente pobladas, que la vida civil se reduce a pocas ciudades, que
en el campo, a veces dominado por un pequeño aglomerado urbano, el trabajo discurre según
el ritmo de la tradición, o es trastornado por guerras e invasiones, o es turbado por bandas
de bandidos a las que se han ido añadiendo monjes descreídos y de azarosa honestidad,
vagabundos sin rumbo y rudos habitantes de la floresta. Sabemos que Ia vida media del
hombre es bastante breve y franquear el umbral de los cuarenta años es un privilegio; que el
analfabetismo es la regla; que hasta un rey como Teodorico tendrá dificultad para escribir las
iniciales de su nombre; que por todas partes el problema principal es la sobrevivencia, entre
hambre por carestía o por miseria, o por destrucciones militares, y muerte por enfermedades
esporádicas o por pestes devastadoras.
Solo algunas ciudades resplandecen: Ravena, por encima de todas, y otras de la costa adriática
(Rimini y Ancona) y al Unite del mar Jonio (Otranto) y, fuera de Italia, Marsella, Arles, Tolosa,
en el sur francés, o Lyon en la Borgoñita, o en la península ibérica Toledo, Zaragoza y Sevilla.
Roma se halla en plena decadencia. El Senado este reducido a una sombra que languidece en
su encierro local y provincial y es selo un recuerdo el tiempo en que en el Senado se levantaba
las voces que representaban las fuerzas más vivas de todo el Imperio. Los niveles culturales
están bajo mínimos. En el 533 hay tal vez solo tires profesores y uno de ellos es un jurista, pero
todos están mal pagados, o no se les paga en absoluto, dando por valido el relato de
Casiodoro2•
Ya en los primeros del siglo VI emergen veleidades de reyes barbaros que quieren ligar su
nombre no solo a las usuales victorias militares, sine también a un acontecimiento
importante, a la promulgación de una ’ley’. Para llevar a cabo los designios regios. fallen_ los
juristas. Se remedia como se puede. En algún lugar sobreviven antologías jurídicas y en cierto
modo son retocadas — o por voluntad de reducción, o por necesidad debido a la usura de los
folios escritos, o por otras razones Así, un soberano de talento como Alarico, en la España del
Reino Visigótico, elige una de estas antologías la ’promulga’ en y la impone como ’ley’ para su
Reino.
’Lex’, segun aquel lejano punto de vista, Lex RomanaVisigothorum (’Ley Romana de los
Visigodos’). Pero extraña ’lex’, considerándola ahora, a distancia de quince siglos: extraña,
porque — sin esconder nada de su originaria fisionomía y naturaleza de antología privada —
está constituida con trozos de las Sententiae de Paulo y con fragmentos de los Libre
responsorum de Papiniano mezclados con alguna constituci6n imperial, sea anterior al Codex
de Teodosio II y a veces presente también en aquel c6cligo, sea posterior; porque en ella hay
un resumen completo de las Instituciones de Gayo, la Epitome Gai; y porque paraseanple_tar
tortes legislativos’ hay anotaciones explicativas — excepto para el Gayo resumido aiiadidos,
por consiguiente, en los que se interpretan las normas (añadidos llamados, por tanto,
interpretationes), que seem nuestro juicio serían trozos de doctrine y no de leyes.
En suma, como conclusión del examen, se ye bien quo idea podía tener un rey de su propia
aunque fuese en un Reino amplio e importante como el visigótico: una idea lejana, muy lejana
a la nuestra.
Por consiguiente, si hubo ’juristas’ en Occidente, Ostos solo tuvieron la capacidad de saber leer
y de entender cómo podían lo que leían; y no se incomodaron al eliminar lo que no entendían;
ni se preocuparon por reflexionar sobre los materiales que manejaban; ni por preguntarse si
en algún caso una antología podía convertirse en ’ley’; ni pudieron pensar que su trabajo
debía ser muy válido para sus contemporáneos, pues sabían que estos eran ciertamente
ignorantes y analfabetos y estaban atormentados por el hambre y por el frío y diezmados por
la violencia y por las epidemias.
Sin embargo, lo que no fue posible hacer en Occidente, ni siquiera a un rey como Alarico, en
Oriente consigue hacerlo un emperador como Justiniano, a partir del 529. Ciertamente, en
Bizancio hay todavía un centro de estudios tan eficiente que conserve una idea del derecho
que responde a las líneas fundamentales y al planteamiento metodológico de curio romano.
Así, en la constitución `Omnem’, se puede hacer distinción entre Berito — ”a la que alguno
con razón llama `madre de las leyes por un lado, y Alejandría y Cesarea, por otro, pare las que
el juicio se vuelve negativa: ”... hemos oído que también en las esplendidas ciudades de
Alejandría y Cesarea y en otras están circulando ciertos hombres inexpertos y transmiten a sus
discípulos una doctrina espuria...”4.
Son, sin embargo, muchos los profesores de derecho que Justiniano puede reunir en una
comisión ad hoc: Triboniano, a quien se le Gorilla Ia dirección del proyecto legislativa;
Constantino, profesor ”en la esplendidísima ciudad de Beirut”; Te6filo y Cretin, actives en la
capital, y otros Ines. Nada semejante sería pensable pare las regiones de Occidente (Italia,
Alemania, las islas británicas, Francia y España).
En este contexto Ia famosa compilación legislativa de Justiniano puede ser realizada en muy
pocos años. Se comienza, en un primer momento, con la promulgación de un libro de las
constituciones’ recogiendo en un Codex normas imperiales de diverges épocas, hasta el propio
Justiniano.
Se continua, en el 533, con una potente colección de, iura, los Digesta (o Pandectas), que en
cincuenta ’libros’ de brevísima extensión condense trozos de la antigua doctrine jurídica
romana, en el estado en que estos eran todavía conocidos (abarrotados, a menudo, de
interpolaciones postclásicas y fruto de manipulaciones y reducciones).
Operación está que este en la línea de lo que se practica también en Occidente (piénsese en la
Epitome Gai incluida en la Lex Roman-Visigothorum), según una concepci6n de la relación
entre poder legislativa y autoridad de la doctrina que no permite distinguir el campo de la
normalización del de la elaboración teórica del derecho. Siguen las Novellas Constituciones
que el propio Justiniano promulga hasta su muerte, hasta el 565. Son recogidas por
particulares al menos en dos antologías: una, debida a un tal Juliano (probablemente profesor
en Constantinopla), es llamada Epitome luliani y comprende 122 constituciones; la otra,
anónima, se denomina Authenticurri y reproduce, en su totalidad, los textos de 134
constituciones• Por la manera en que se forma la compilación justinianea, por la motivación
de la empresa (ligada al programa utópico de volver a dar unidad y esplendor al Imperio
romano), por el contexto cultural que ya está deteriorado en Oriente y es ausente en
Occidente, los textos legislativos de Justiniano son como un cofre que saca del use joyas de
valor y las guarda. Del derecho romano estos textos apenas consiguen conservar y custodiar
fragmentos dispersos y preciosos y, más and de las intenciones y de las ilusiones de Justiniano
y de sus comisarios, sirven solo para transmitir a la posteridad su conocimiento.
La legislación de Justiniano time una vida imposible, en todas partes. En Oriente es extraña
en buena parte a las costumbres locales y a las ideologías propias del Imperio: y de hecho, no
aplicada, será también formalmente sustituida en el 740 por una breve colección de
preceptos (de apenas 144 capítulos), Ecloga tan nomon, en el marco de un intento legislativo
torpe del emperador Lean III.
En Occidente es igualmente extraña a los regna que se han constituido sobre las minas del
Imperio romano y, por tanto, permanece desconocida en el Reino de los Visigodos (la España
actual y parte de la Francia meridional), a pesar de la efímera conquista de una parte oriental
de la península ibérica; permanece también desconocida en el Reino de los Burgundios, en la
Francia sálica y en la Alemania de los Alemanés y de los Bávaros.
A Italia llega en el 554, una vez que los ejércitos bizantinos — concluyendo veinte años de
devastadoras batallas — han reconquistado la península y la han unido al Imperio de Oriente.
Es el obispo de Roma, el papa Vigilio, quien suplica’ al Emperador que provea con una ley
suya a darle vigor: cosa que sucede con la promulgación por parte de Justiniano de la
Pragmatic Sanctio` pro petition Vegilii.
Pero en Italia pocos, muy pocos tienen el tiempo y la posibilidad de conocerla: porque las
regiones centro-septentrionales, a partir del 568, son alteradas por la irrupción y por el
asentamiento de los longobardos y las regiones fieles y ligadas a Bizancio es ampliamente
grecizadas en el use de la lengua y miran también con hostilidad a aquellas leyes que han
pertenecido a una Roma que ha sido y es en el recuerdo capital dura y rapaz.
Se sabe que solo algún escaso ejemplar de las Institutions sigue siendo conocido, a veces leído
y glosado modestamente. El Codex es desmembrado: los últimos tres libros, relativos a la
administración del Imperio, son dejados de lado; los primeros nueve libros son reducidos en
su consistencia en una paupérrima y parcial Epitome Codicis. De los Digests Y de las Novenae
se pierde todo (salvo escasísimos fragmentos de las Novenae).
En el siglo VI, por consiguiente, en los mismos años de su promulgación, comienza para el
corpus de las leyes justinianeas una larga noche, que a algún contemporáneo le pudo parecer
como el inicio de la muerte. Hoy sabemos que la larga noche duro casi seis siglos y custodie la
vida.
El intento de cristalizar sus contenidos en una forma escrita es, por consiguiente, una empresa
que solo indirectamente se presenta como la proyección de un poder regio, mientras que este
ligado mas directamente a la voluntad de una comunidad que quiere salvar su propio
patrimonio de costumbres.
Si tenemos en cuenta lo inciertas que son, siempre, las costumbres en Europa entre el siglo VI
y los siglos XI/XII; si tenemos en cuenta que para su verificación es preciso a menudo un
testimonio especifico (inquisitio per testes); si pensamos que faltan redacciones escritas de
las costumbres `romanas’: podemos delimitar el campo dentro del que se mueven las `leyes’
de los barbaros y evaluar mejor, desde una perspectiva hist6rica, su importancia. De hecho,
estas recogen solo en una mínima parte las costumbres populares mas amplias y variopintas y
muchas quedan fuera, y no sirven para completar la obra los frecuentes retoques y las
añadiduras sucesivas. Aquí baste recordar, de estas leyes’, la Lex Visigothorum, promulgada
en el 654 por Recesivito para el Reino de los Visigodos de España: también se la denomina
Forum ludicum, o Fuero Juzgo; la La Burgundionum: también llamada Gundobada o Gumbata,
es promulgada por el rey Gundobado y es posible situarla entre los últimos años del siglo V y
el 501; la Lex Salica, extendida en gran parte de la actual Francia: se remonta a los anos en
torno al 511 para su núcleo central y luego es retocada de manera sucesiva y continua; la Lex
Ripuaria; y para los territorios alemanes el Pactus Alamannorum, que se puede situar entre el
584 y el 629, la Lex Alamannorum, que se puede situar entre el 712 y el 725 y la Lex
Baiwariorum de los 743/744.
La actividad longobarda orientada a promulgar edictos prosigue todavía con Rachi, en los años
745 y 746, y con Astolfo, del_756 al 755, en el Regnum langobardorum y luego con leges,
capitula, pacta de príncipes y duques en Bqnevento, en Napoles y. en Espoleto, incluso
después de que los francos, con Carlomagno, se hubiesen apoderado del Regnum.
Las leyes de los pueblos barbaros’, y entre estas las de los longobardos en Italia son Como un
archipiélago de pequeñas Islas en el vasto mar de las costumbres. No solo: son normas cuyo
texto escrito es Difícilmente conocido por parte de los contemporáneos, sobre todo a ’cause
del analfabetismo imperante, en una sociedad que ha perdido casi por completo los centros
de la formación escolar primaria. Solo unos pocos eclesiásticos, en escuelas monásticas y
episcopales muy modestas, aprenden los elementos de la escritura y consiguen leer los textos
litúrgicos. Pero la ’gramática’ se ha corrompido profundamente y las palabras, bárbaras o
latinas, se-han deformado; corrompida esta la estructura a sintáctica de la frase: todo precipita
en la trama lingüística muy inestable e incierta de la que nacerán las nuevas hablas ’vulgares’
(lenguas romances o nacionales), en los diversos lugares de Europa, durante los siglos
Para quien incluso .sabe, leer y escribir resulta muy difícil tener una oportunidad para
conocer_ directamente una copia de los edictos longobardos. La coleccient mds tardfa, que se
forma en Lombardia, llamadaLiber:PaRiensis, tendrd tambien una circvlacien limitada.
Por tanto, Liutprando debe remediar esta situación. Prot-111)e, ante todo, a los scribae
(’notarios’, pero en sentido impropio) compilar las cartulae de negocio (el acto escrito que
documenta un negocio jurídico) cuando no ha sido visto o leído directamente el texto de la
ley, longobarda o romana; luego consiente que las cartulae puedan ser escritas cuando el
texto legislativo es conocido al menos por el relato y el testimonio de quien ha podido verlo; y
finalmente conmina una Pena severísima para los transgresores6 Norma esta que es un
documento lucidísimo de la extrañeza sustancial de la idea misma de ’ley’ para las poblaciones
que desde hace siglos viven sean costumbres transmitidas oralmente; por lo cual parece, es,
una gran novedad tener en cuenta un texto escrito y buscar una copia, o por lo menos tener
un testimonio seguro de una persona digna de confianza que pudo haber visto una copia.
No existe la ’figura’ del jurista a nivel de una actividad que podríamos llamada judicial. En los
Edictos se encuentra, es cierto, el término iudex: pero si observamos que iudex para
Liutprando es aquel que toma acto del resultado de un duelo judicial, debemos determinar el
significado de esta palabra latina según las representaciones ideales que las poblaciones
asignaban al término y según la práctica a la que correspondía el vocablo. Si se exceptúan tal
vez las cortes regias (pare Italia Pavía Donde actúa un tribunal regio), ’jueces’ son selo
’aquellos que juzgan’, que en la práctica, en un momento específico y particular de su vida o
de su jornada, se han encontrado con tener que juzgar. Se trata de hombres que no están
implicados profesionalmente en esta actividad y cuando el juez no es mesocrático sine
perfectamente como juez una entera asamblea de hombres armados, de exponentes de las
aristocracias fundirías y eclesiásticas.
El ’juez’ apenas conoce las costumbres del lugar donde viva y si las recuerdan porque ha
llegado a ser uno de los más ancianos del pueblo (es de los antiquiores loci). A menudo tiene
dudes, o le es impuesta una duda por los contendientes interesados en el juicio: puede hacer
referencia incluso a la existencia de una norma consuetudinaria o de forma más limitada al
contenido de esta. En estos casos el juez’ suspende el proceso y la llama a testificar a otros
hombres ancianos de confianza del mismo lugar o de un lugar cercano: es decir, abre una
inquisitio per testes; les pregunta que saben de la norma incierta y busca, por tanto, una
información atendible que pueda orientar su decisión.
Por lo demás, no puede haber jurista’, donde no hay ’ciencia jurídica’ aut6noma. De hecho, el
derecho se identifica con las artes del razonamiento y de la expresi6n, por un lado, y con la
norma &ice, por el otro.
De este modo, en toda Europa, el hombre del alto medievo está empeñado constantemente
en evaluar los comportamientos que crean la : en evaluarlos según las leyes divinas, En
considerarlos justos o injustos y en discutir sobre ellos (dialécticamente, si es preciso) cuando
hay una dude_ o cuando hay opiniones opuestas o no coincidentes; está empeñado en hacer
esto no solo por los reflejos de los actos en el orden terrenal (social), sino también por los
méritos o las responsabilidades que pueden concurrir para salvar o para perder el alma
humana en el mas
Por lo tanto, el hombre de Iglesia es juez divina y juez terrenal, es teólogo y es jurista’, es retor
y es `notario’, conoce y juzga las acciones humanas malvadas y los pensamientos ilícitos como
’pecado’ y al mismo tiempo como acto ’ilícito’ civil o penal.
Esta visión global se cristaliza y se refuerza no solo por Ia vastísima difusión europea de las
Etymologiae de San Isidore, sino también por el impulso que dan a la tradici6n cultural de
Europa occidental los carolingios, principalmente en tiempos de Carlomagno y del Imperio
renacido, en el 800, como ’Sacro’ y ’Romano’. Tal vez pertenece a Alcuino, de York, la
sistematización teórica de las camas de la ciencia humana en un ’blasón que determine su
lugar y su significado. Las ciencias, entonces llamadas más propiamente ’artes’ (scientia y
sapientia, reunidas juntas), se distinguen en primer lugar en dos grandes categorías: artes
reales y artes sermocinales. Son artes reales (quadriuium) las matemáticas, la geometría, la
astronomía y la música; son artes sermocinales-(trivium) la gramática, la dialéctica y la
retórica. Juntas constituyen las siete artes liberales.
9. La presencia de la Iglesia.
Resulta difícil establecer en qua lugar han sido escritas muchas de ellas y por quien. Las más
antiguas circulan generalmente como antologías anónimas y el lugar donde cuajan son
enriquecidas, abreviadas y manipuladas en la redacción o en la secuencia de los trozos. A
veces se trata de textos falsos, creados por exigencias o de política: este es, por ejemplo, el
caso de una colección que tiene el nombre de un monje de la iglesia de Maguncia, Benito
Levita, y que está formada con fuentes can6nicas, con normas bárbaras y romanas
ampliamente falsificadas y presentadas todas ellas como ”leyes’ carolingias.
Por consiguiente, tenemos muy pocos puntos de referencia en una Europa escasamente
poblada fraccionada y dividida por barreras geográficas difíciles de superar. Pero los ”mares, si
bien tan escasos en número son, sin embargo, homogéneos no solo por la universalidad de la
Iglesia y de estructuras generales, sino también por la defunción de la Regula benedictina
(menos por la Regula de San Colombiano) y la movilidad y disponibilidad ’social’ del clero
latino — a diferencia del bizantino — busca las relaciones de la vida colectiva (a través de la
actividad, sobre todo, de los canónigos) y la agregación de la vida comunitaria (en los
monasterios).
Cuando, con la llegada de la época nueva, en el siglo XII, se prezitda a aquellos que saben leer y
escribir y distinguirlos de los analfabetos, se dill siempre que los primeros son derici — aunque
desprovistos de hábito y de estado religioso — y los segundos laid: de esta forma se
expresard, claramente, una idea corriente desde hace siglos, que une fe y sapientia,
responsabilidad de vida religiosa y compromiso de vida espiritual y civil.
10. Per pugnam sine iustitia.
Por consiguiente, todavía en el siglo X tenemos en Europa una situaci6n global que este.
Marcada y se caracteriza por dos líneas fundamentales que desde los siglos V/VI recorren la
civilización continental y la orientan.
Quien, en la realidad cotidiana, ye lesionado su propio interés o quien prevé que una acción
desastrosa va a originarle un daño, tiene solo dos modos pare defenderse o para hacer valer
sus propias razones: la fuerza de las armas, por un lado, o la fuerza de la justicia razonada
arraigada en el corazón humano y revivida por la fe en Cristo, por el otro. Y se trata, como se
comprende, de vías no exclusivas de la 6poca más importante del Medievo, porque terabit en
otras épocas, y hasta en la nuestra, se vuelven a presentar para tentar al hombre que busca
una defensa: pero son líneas, sin embargo, que en esos siglos más lejanos se imponen con una
evidencia y una claridad que el historiador no puede no poner de manifiesto.
Cuando en el 731 el desconocido_ (pero sensible) redactor del Edicturn de. Liutprando escribe
unas pocas palabras lapidarias en la conclusión del capítulo 118, ”per pugnam sine iustitia”,
tiene ante si como punto de referencia cardinal, una alternativa irreducible, porque sabe que
un derecho puede ser defendido ’per pugnam’, con las armas, como no se deberá, o bien
puede ser defendido ’per iustitiam’, como se desearía. Sin embargo, decir ’per iustitiam’ no es
lo mismo que decir ’per legem’: en esta apoca falta la ’legalidad’ como valor, no se mira a la
’ley’ como a una forma aceptada, justa y racional, para prevenir o para resolver los conflictos
interpersonales y dar orden a la vida de toda comunidad; a lo mas, donde aparece
esporádicamente una ’ley’ entre tantas costumbres, existe solo la idea de que la ’ley’ debe
garantizar la libre búsqueda de la justicia, por empeño individual de un juez o de un notario o
por la consolidaci6n colectiva de comportamientos consuetudinarios; o. de que la ’ley’ es una
accidental, ocasional y episódica expresión escrita y acreditada de la justicia individualizada en
un caso particular (pero ya es una concepción nueva que se desarrollara conscientemente a
partir del siglo XII). La iustitia está siempre en el centro. Los instintos y la violencia de los
hombres deben ser refrenados y gobernados por la fuerza vinculante de los supremos
mandamientos de la fe. Las normas terrenales consideradas o como corrupción de la iustitia o
como una actuación marginal de esta; por tanto, no puede basarse en ellas ni desarrollarse
una scientia furls autónoma y distinta.
Aproximadamente hacia mediados del siglo XI todo apunta a cambiar. Se origina en el año
1054 el cisma que separara al menos durante un milenio (porque en nuestros días la
separación existe min y continua) la Iglesia occidental de la oriental. Este contribuye, por un
lado, a acelerar el cambio, pero, por otro, es un síntoma vistoso de las profundas
modificaciones que están teniendo lugar. Un cotejo entre décadas cercanas es iluminador.
En la primera mitad del siglo XI Roma es todavía la morada elegida de un clero simoníaco y
corrompido, rudo e ignorante. Un pontífice como Juan XIX (t 1032) es su figura emblemática si,
como se sabe, sus preocupaciones primarias son dirigidas no al magisterio pontificio, sine a su
`case’ de Tusculo. Durante el pontificado de Nicolas II (t 1061) se desarrolla una fuerte
corriente reformadora y esta encuentra algunos personajes entre sus paladines. Humberto de
Moyenmoutier escribe en 1058 un importante tratado Contra simoniacos; de todos ellos se
distingue el cardenal Ildebrando (tal vez romano o tal vez nativo de Soana cerca de Grosseto),
que llegue a ser pontífice en 1073 y promulga en 1075 un célebre texto, el Dictatus papae, con
el que fija,en27_proposiciones las prerrogativas del papa y de la escala jerárquica
subordinada. De esta forma, en el nivel más elevado de la cristiandad, en Roma, se nueva a
cabo el acto más importante de aquella reforma que será llamada precisamente `gregoriana’,
del nombre del pontífice que más ardientemente la dese6 y promovi6.
Las corrientes radicales romanas se irradian por toda Europa. Por muchos aspectos son el
síntoma más macroscópico del resurgimiento europeo. Están en sintonía con las renovaciones
igualmente profundas, precedentes y contemporáneas. De hecho, existen grandes
movimientos están reformando la vida canonical, allí! donde se definen las nuevas ’Ordenes’
de los canónigos reformados (como la de los olivetanos’ en Oliveto, en la Iglesia de los Santos
Pedro y Pablo, o la de los ’monterienses’ en Mortara, en la Iglesia de Santa Cruz); están
refundando también la vida monástica, por medio de la reinterpretación y difusión de la regula
la benedictina por obra de los Cluniacenses (de Cluny, en Borgoña, desde el lejano 910), de
los Camaldulenses (de Camaldoli, Arezzo, a partir de 1012), de los Vallombrosanos (de
Vallombrosa, Florencia, a partir de 1030), de los Cistercienses (de Citeaux, en Borgoña, a partir
de los años en torno a 1098), y por la decidida separación del mundo monástica del mundo
feudal, propugnado sobre todo en la ’Regla’ cisterciense de San Bernardo.
La historiografía acostumbra ahora a indicar estos tiempos nuevos como los siglos del
renacimiento del siglo X11’1° o, más en general, del ’renacimiento medieval”.
12. Las primeras señales de una ciencia jurídica nueva, en la línea de la tradición romana.
Están los antiquissimi, cuyo pensamiento es tenido en cuenta a veces por alguna contribución
específica dada a la comprensión de un aspecto particular de una norma: estos pertenecen a
un tiempo pasado. Están luego los antiqui y los moderni, que no se distinguen por razones
cronológicas, ya que todos ellos viven en la misma época y forman parte de las mimas nueva
generaciones (segunda mitad del siglo XI): se distinguen, en cambio, por el diferente de que
se sirven y en el que creen. Los antiqui consideran que la interpretación de una norma solo
puede servirse de la comparación con normas de la misma colección y del recurso los
principios que son comunes a un cuerpo homogéneo de preceptos (los Edictos y los
Capitulares); y, en consecuencia, consideran que, donde la norma falta o es dudosa es
necesario hacer recurso al contexto de las disposiciones en examen, para extraer de ellas — y
selo de ellas — la norma necesaria o la orientación segura. Los moderni por el contrario,
piensan que es posible v oportuno recurrir al derecho romano, tanto para comprender mejor
los edictos longobardos o los capitulares carolingios, como para colmar sus eventuales lagunas
y dan una iustificaci6n ilustradora de su método: “porque la ley romana es la ley general pare
todos” (”quia lex romana est generalis omnium”). De este modo, se centre una atenci6n
específica hacia el derecho romano. Hay en la base una convicción que tendrá futuro.
Que se esté volviendo al estudio y al use del derecho romano — conocido en la forma
asumida y cristalizada de la compilación justinianea — queda demostrado también por varias
circunstancias en parte contemporáneas del siglo XI o de los primeros del siglo XII: en algunas
zonas italianas mejora la calidad Mónica de las actas notariales, como en Toscana y en Mezzo,
y en Lucca en particular; circulan obras compuestas, en las que se reducen a una exposici6n
elemental algunos de los contenidos más relevantes de la compilación justinianea y se
comienzan a perfilar de nuevo las ’figuras’ jurídicas que son no solo el resultado del trabajo
teórico de juristas comprometidos en construir la nueva ciencia, sino también los instrumentos
esenciales con los que los expertos pueden calificar adecuadamente voluntades de negocio o
intereses en conflicto o situaciones merecedoras de tutela.
El siglo XI se cierra y el siglo XII se abre en un clima cultural nuevo, en el que ganan espacios
cada vez más amplios las reflexiones específicas sobre las normas y sobre los
comportamientos regulados por las normas, mientras las dimensiones teóricas del fenómeno
jurídico contribuyen a dar diversa dignidad y calidad a la obra de los técnicos y de los notarios
en primer lugar.
Capítulo III
Sumario: 1. Entre viejas y nuevas figures sociales. - 2. Del mundo sectorial y feudal a la
civilización urbana. - 3. El renacimiento del siglo XII y la autonomía del derecho. - 4. La
formaci6n del ’Corpus Innis Civilis’ y la obra de Imerio. Nace el derecho comun civil. - 5. La
multiplicación de los textos y el gran mercado de los libros juridicos. - 6. Grecian° y el
’Decretum’. Nace ei derecho coman canonico. - 7. Las ’Quinque Compilationes Antiquae. - 8.
Las grandes ’codificaciones’ de la Iglesia: el liber Extra’ de Gregorio IX, el ”Aber Sextus’ de
Bonifacio VIII, las ’Clementine& de Clemente V y la formación del ’Corpus Iuris Canonici’. - 9.
Derecho civil y derecho canonico: el ’utrumque ius’.
En el 1016, en Francia, Adalberón obispo de Laon, escribe con convicción y con complacencia
que la sociedad cristiana está constituida por “los que rezan, por los qua combaten y por los
que trabajan”1 (oratores, bellatores, laboratores). En la representación sintética, la sociedad
se reparte en tres (mimes: las aristocracias agrarias ligadas tradicionalmente al arte de las
arenas y de la guerra y al ejercicio y a la responsabilidad del culto; los ambientes eclesiásticos,
de la ciudad y del campo, en las diversas articulaciones de las jerarquías oficiales (parroquias
y obispados), de la condición canonical y de las ordenes monásticas; finalmente, los que
empleaban sus brazos para hacer producir a la tierra, es decir, los trabajadores.
En breve, observando la sociedad desde el punto de vista de Adalberen, se ven milites, clero y
campesinos ligados a la tierra, pero no se ven artesanos ni mercaderes ni juristas ni médicos.
Cuanto más lucida y esquemática es la imagen de Adalberen, más se revela esta como el
ultimo espejo de una sociedad que esta para entrar en una profundísima crisis de
transformación. Apenas pasaran unas décadas. Ya en la mitad del mismo siglo XI el signo de la
renovación radical son manifiestos, y hemos seguido alguna de sus líneas también dentro del
mundo eclesiástico. Mas tarde se harán tan intensos y vastos que modelaran una nueva
civilización: en la nueva sociedad, es natural, continuan vivos comportamientos, actitudes,
tradiciones, ideales y valores propios de la época que se acaba, pero esto sucede dentro de
procesos históricos, de realidades materiales y de configuraciones teóricas completamente
nuevos. La `civilización feudal’ se desestructura: permanece, si, el feudo Pero no la ’civilización’
como pilar y centro de la visión de la vida; permanecen muchos de los elementos materiales e
ideales del feudo, pero estos son absorbidos por las nuevas y originales instituciones
comunales y regnícolas y, sometidos a otras funciones, revelan potencialidades diferentes.
Nacen y se difunden las nuevas vulgares’. Nacen así, después de la lenta gestación de los siglos
X y XI, lenguas italiana, castellana, catalana, francesa, alemana, etc. Se trata de
acontecimientos histéricamente excepcionales, sin parangón en los dos milenios cristianos. Se
subvierten los cánones de cualquier operación manual profesional, desde las agrícolas,
artesanales y mercantiles hasta las del artista y del literato. Se construyen las grandes
ciudades de piedra y, con ellas y dentro de ellas, se crean y se alimentan las fortunas
económicas de los negocios hábiles, de las profesiones refinadas, de las improvisas y próvidas
rentas urbanas y de mercado.
Emerge por todas partes una nueva idea del trabajo:_ que ahora ya no es solo el trabajo
manual, sino también la actividad del intelectual y del profesional, del empresario y del
comerciante2. Y mientras tanto desaparecen la vieja sospecha y. la desdeñosa condena del
comercio. De este se comienzan a apreciar los benéficos efectos, especialmente en tiempos
que condenan a una regi6n a la carestía a mientras que en otras abundan productos
estacionales. Del comercio, edemas, se comprende la esencialidad para la existencia y el
desarrollo de un mercado: porque si este se enriquece con bienes especializados, solo puede
vivir si este sólidamente ligado a un floreciente comercio internacional, o interciudadano.
Para sus figurae abstractas y repetibles, el derecho romano, que por una fuerte connotación
como una mina de materiales muy valiosos que, si son recuperados y reutilizados, pueden
servir pare sostener el esfuerzo teórico que los juristas, que se van apropiando del monopolio
de la teorización de las relaciones sociales, están listos para llevar a cabo y que ya con Irnerio
se comprometen a poner en marcha.
Irnerio vive entre el siglo XI y el siguiente y muere alrededor de 1130. Es el personaje mítico
que, en Bolonia, simboliza el renacimiento de la jurisprudencia europea3: renacimiento que,
como hemos visto, comeni6 a plasmarse a partir de alrededor la mitad del siglo XI, pero que
no encontr6 la forma de expresarse y de manifestarse de manera complete y en un lugar
determinado.
Desconocemos si esta idea era solamente suya o ya la había tenido algún otro antes que 41.
Muchos indicios hacen suponer que en las últimas décadas del siglo XI se había formado una
orientación de pensamiento que recurría cada vez más al derecho romano y que la exigencia
de conocer sus textos originales había ido creciendo al unísono con la atención.
Por lo demás, en Bolonia como en otras ciudades, abundan los testimonios sobre iudices,
causidici, sapientes, legum docti, y de la masa creciente de los que se ocupan prevalente o
exclusivamente de problemas jurídicos se separan y se distinguen algunos personajes, que
luego serán recordados por diferentes motivos. En Bolonia encontramos un Lambertus; que
Odofredo llamara ’antiquus doctor’; un Ubaldus, que apostilla algún paso de las leyes de
Justiniano.
Pepo, o Pepone, es mes conocido, aunque del personaje 8610 ha quedado poco mes que el
nombre. Debía de ser muy conocido, si todavía a distancia de casi un siglo, en una obra escrita
entre 1179 y 1189, un escritor inglés, Radulfus Niger (t alrededor de 1210), apreciaba su
pensamiento, ofreciendo de las noticias de gran valor. Odofredo (t 1265) diré que “no tuvo
fama alguna”, pero con un juicio que probablemente este motivado por la producción
científica inconsistente de Pepone y por la comparaci6n — que debía llamar la atención — con
la actividad científica más rica y madura de Irnerio: aunque el mismo Odofredo evita
pronunciarse sobre la calidad de la obra de Pepone, no excluyendo que Este haya tenido una
scientia suya: ”quicquid fuit de scientia sua, nullius nominis fuit”.
4 La formación del ’Corpus Iuris Civilis’ y la obra de Irnerio. Nace el derecho común civil.
Hacia la mitad del siglo XI alguien piensa en sacarlos del estado de abandono en que se
encuentran y los pone en circulación. Algo semejante sucede, según una narración fantástica,
entre Amalfi (en la Campania) y la Toscana, en relación a una copia complete de los Digesta: lo
que es cierto es que hacia la mitad del siglo XII este copia, con el nombre de Pandectae, se
encuentra en Pisa y es y será siempre muy difícil verla. Por to demás, la compilación
justinianea este cubierta de sombras muy densas: se pueden leer fragmentos en Verona y en
Pavía; por otra parte, sabemos de fuentes ya tardías (siglos XIIXIII) — sin tener detalles ni
certeza sobre todos los elementos de los testimonios — que a finales del siglo XI circulan unos
libri legales en la Toscana, Bolonia y la Lombardía.
Cuáles son, solo se adivina, si se da peso y significados precisos a palabras que, escritas como
fueron a distancia de tiempo de los hechos narrados, tal vez no se deberían interpretar con
demasiado rigor.
Las Instituciones en su totalidad y el Codex por lo menos en los primeros nueve libros parece
que reaparecen más tempranamente y se imponen a la atención de los estudiosos. Cuando
Radulfus Niger refiere que Pepone fue baiulus del Codex y de las Instituciones, probablemente
recoge una tradición basada en datos reales y evoca, por Lento, los términos de la primera
reaparición de algunas partes de las leyes romanas. Si ya en las primeras décadas del siglo XI
se conocía la Epitome Codicis, ahora Pepone tiene a su disposición una copia del Codex
originario, ciertamente con enmiendas y errores, pero suficientemente cercana al ejemplar
compuesto oficialmente en la antiquísima cancillería imperial.
Para transmitir las leyes de Roma son precisos muchísimos folios de pergamino. Algunos están
sueltos, porque así fueron encontrados; otros, cosidos juntos, componen un (código’ de
doscientos o trescientos folios. Un solo ’código’ no es suficiente para contener todas las leyes
por este motivo los libri legales se hallan en un estado de desorden. De estos existen muy
pocos ejemplares, pocos están íntegros y completos y todos son muy valiosos. Cuestan
muchísimo. Es inmenso el trabajo para volverlos a poner en orden.
Todos los textos de la compilación justinianea son copiados de nuevo en nuevos folios de
pergamino y estos son encuadernados de manera que forman nuevos libros (codices). De este
modo, reproducidos y corregidos allí donde parece posible (”añadidas... unas pocas palabras
en alguna parte”, observe la crónica de Burcardo), son distribuidos (Irnerio”los dividi6”) en
cinco grandes volúmenes in folio, constituidos cada uno por cerca de doscientos folios de
pergamino (por tanto por cerca de 400 páginas) y se forma una tradición que normalmente
será respetada, hasta las tardías ediciones de imprenta de los siglos XV, XVI y XVII.
Según la nueva y dominante organización en el primer volumen son copiados los libros 1-24.2
de los Digesta, es decir el Digestum yetus; en el segundo volumen los libros 24.3-38.17,
Infortiatum; en el tercero los libros 39.1-50.17, Digestum nouum; en el cuarto los primeros
nueve libros del Codex; en el quinto (indicado también con el nombre de Volumen o Volumen
paruum) los cuatro libros de las Instituciones, los últimos tres libros del Codex, es decir los
Tres libri, y finalmente las Nouellae según la versión del Authenticum, llamadas por eso
Authenticae, distribuidas en nueve collationes.
Entretanto, establezcamos los primeros puntos seguros. Los textos escritos de nuevo y
distribuidos en los cinco volúmenes comienzan a ser copiados repetida e incesantemente y
numerosos talleres de artesanos y de mercaderes del (los de los stationarii exempla tenentes
y de los stationarii librorum) trabajan a pleno ritmo y con técnicas cada vez mas articuladas y
refinadas para producir en gran cantidad los ejemplares que el mercado demande. Y es un
mercado abundante: tanto que aun hoy día las bibliotecas europeas y norteamericanas
guardan alrededor de 2.000 ejemplares (en copia completa o en fragmentos que han
sobrevivido) de las diversas partes de los libri legales.
Cada libro (= codex), de robusto pergamino elaborado v preparado para la escritura, consta de
unos de 200 folios; iban sido necesarias, por tanto, unas cien ovejas para los materiales de
base indispensables para producir un solo libro! El libro, pues, es una mercancía muy costosa:
por el pergamino, por la misma elaboraci6n, por la escritura confiada a hábiles amanuenses, a
veces por las decoraciones y las miniaturas que lo adornan o por la encuadernación. Es un
patrimonio que hay que custodiar y utilizar con inteligencia, para obtener sus frutos, como de
cualquier patrimonio.
Es imposible pensar que todo esto ha sucedido (restauración irneriana del texto. Justinianeo,
producción de los ejemplares derivados, formación de los talleres especializados, circulación
de los libros, empleo de grandes capitales y asunción de los riesgos de empresa) solo porque a
Irnerio le habría parecido obra culta revisar y reorganizar la compilación justinianea y solo
porque entre sus contemporáneos y sucesores se habría desarrollado un mero interés
filológico hist6rico la codicia de poseer un libro. De hecho, resulta claro que si el interés
cognoscitivo sido prevalente o exclusivamente te6rico e intelectual, se habría formado una
profesionalidad específica de estudios filológicos y contemporáneamente se habrían planteado
de manera directa los problemas de la autenticidad del texto, en una investigación orientada a
precisar una lección’ sobre la base de amplios y seguros cotejos textuales; y si hubiese
sucedido también esto, quedaría siempre por explicar el elevadísimo nivel de la cantidad de
los libros producidos: que mal se adaptaría con las exigencias de un manojo de estudiosos, por
numeroso que fuese. En cambio, durante siglos, no acontece nada que nos pueda remitir a un
interés filológico o histórico. Si existo como existe — la preocupación por asegurar al texto una
forma `segura’, las rezones son totalmente internas a la nueva manera de afrontar los
problemas jurídicos.
A los juristas, a los especialistas prácticos como a los profesores de las escuelas, les sine un
texto `seguro’: el valor, la fundamentación y la racionalidad de una interpretación, en el foro
como en la escuela, no pueden prescindir de la seguridad de que en el texto haya esas
palabras, y no otras, esos periodos y esos preceptos, y no otros. Si durante un debate alguien
pretendiese cambiar el texto sobre el que se discute, si alguien pretendiese presentar un texto
diferente (aunque solo fuese por una palabra) y basarse en el, la disputa, el coloquio, el
contraste entre los puntos de vista emergentes en sede interpretativa se convertirán en
choques de vanos soliloquios.
El jurista debe disponer de un texto `seguro (exemplar). Por eso se crean las estructuras que
ofrecen adecuadas garantías y se da confianza a artesanos-mercaderes particularmente fiables
(stationarii exempla tenentes).
No tiene nada que ver el amor por el pasado ni hay admiración de la grandeza, de la potencia
y de la gloria de Roma. No hay deseo o interés de conocimiento histórico. Por lo demás,
haciendo referencia al siglo XII, la historiografía ha observado para el campo literario la
ausencia de los clásicos antiguos y de la literatura en lengua vulgar en las lecturas usuales del
hombre de culture así como en los programas de enseñanza de las artes. A los juristas que se
acercan a las leyes de Justiniano no les importa saber si Justiniano vivió antes o después de
Cristo. En las escuelas jurídico circulan anécdotas inadmisibles sobre el origen de las ’doce
tablas’ que contienen las leyes arcaicas de Roma. Por lo tanto, si en un pasaje encontramos
escrito que el derecho “romano tuvo su origen en los griegos, como cualquier otra ciencia”12,
sabemos que se trata de un pasaje de forma, referido por quien tiene noticias vagas de la
antigüedad griega y romana y no se preocupa de tenerlas y ni siquiera consigue comprender la
lengua griega: ”grecum est, legi non potest”13.
Antes de afrontar este problema y de intentar darle una solución, es preciso extender la
mirada a las normas de la Iglesia (como ordenamiento universal que comprende a todos los
fideles Christi). Veremos que para el derecho canónico existe un fenómeno paralelo, e incluso
más imponente, porque ha sido mayor la cantidad de los ejemplares producidos y lanzados al
mercado (y hoy día sobreviven).
Si gracias a la obra ’de Irnerio la compilaci6n legislativa de Justiniano entra en el círculo vivo
del mundo jurídico, es gracias a la obra de otro personaje mítico, Graciano, que las normas de
la Iglesia son presentadas, por primera vez después de varios intentos, en un cuerpo que es
homogéneo según el diseño del autor, y es fundamental para el derecho europeo14•
Nacido en Chiusi en Toscana, convertido en monje, Graciano vive tal vez en un primer
momento en Ravena, en el monasterio de Classe. Luego se encuentra en Bolonia, y aquí
complete en torno a 1140 1a redacción de una colección monumental de normas (que
comprende cerca de 4.000 trozos) que — según los manuscritos que la transmiten — lleva el
título de Concordia discordantium canonum. Normalmente, de acuerdo con una tradición
consolidada, es conocida con el nombre de Decretum.
Además, en el Decretum se incluyen breves anotaciones, llamadas dicta, en las que son
evocados los textos de las Sagradas Escrituras o institutos y principios del derecho romano
puesto en un significativo cotejo con el derecho de la Iglesia. Finalmente, en torno a 1170, al
Decretum se le añaden notas, designadas con un nombre de explicación incierta, paleae, (tal
vez glosas de un alumno de Graciano, que se llamaba Paucapalea — Pocapaja —).
En su cuerpo central y originario el Decretum esté constituido por materiales que el culto
autor fue seleccionando ya directamente de manuscritos sueltos, ya indirectamente
extrapolándolos de colecciones precedentes y estas — a su vez — o conocidas directamente o
por medio de otras obras, indirectamente. En la biblioteca ideal (y en parte material’ de
Graciano hay_ con seguridad escritos de Anselmo de Lucca, la TripartitePanormia de Ivo de
Chartres, la Llamada de los tres libros’, el Liber de misericordia et iustitia de Anselmo de Lieges
(Luttich), el Polycarpus de Gregorio, cardenal. De las Etymologise de Isidoro de Sevilla solo son
conocidos alguna excerpta. Aunque utilización de los escritos de los ’Padres de la Iglesia’ (de
la patrística latina y griega) sea segura y sea tan amplia que llega a representar casi un tercio
de todo el material empleado, no es seguro, sin embargo, si Graciano ha leído siempre las
obras patrísticas en su contexto integral. Más probablemente se ha servido de florilegios que,
como la `Colección de los tres libros’, habían seleccionado y transmitido a la posteridad
fragmentos significativos de Las mismas.
El Decretum de Graciano se presenta, más o menos en la mitad del siglo XII ,como un texto
’seguro’, fiable, al que hacer referencia no selo para los problemas internos y estructurales de
la Iglesia, sino también para la regla de vida que ofrecer e imponer a los fideles Christi, en
todo el orbe cristiano. Por consiguiente, responde a la misma exigencia de `seguridad’ que se
advierte en el campo laico donde esta se satisface con el descubrimiento y la restauración
irneriana de las leyes de Justiniano. Pero existe una diferencia: si bien los emperadores del
Sacro Romano Imperio continúan legislando, muy raramente sus normas son incluidas en el
entramado justinianeo: esto acontece solo en pocos casos, excepcionales, como por ejemplo
para la Const. ’Habita’ de Federico I, Barbarroja, o para algunas normas de Federico II sobre la
herejía, o para toda la redacción de las consuetudines feudorum — entre las cuales algunas
leyes imperiales — que se convirti6 en materia de la décima collatio de las Nouellae. Por
consiguiente, para las leyes civiles permanecen rígidamente fijados, solidos e inmodificables,
la arquitectura de la compilación y sus contenidos, mientras se refuerza la Te’ en las leyes
romanas, revividas en una confianza impregnada en su interior por un fuerte sentido de la
sacralidad. Por el contrario, las normas de los (decretales) y de los concilios de la Iglesia
(cánones) se imponen en la experiencia cotidiana y se añaden a las antiguas o estas son
sustituidas por aquellas, de manera que se vuelve a plantear continuamente el problema que
graciano había tratado de resolver cuando había aplicado para concordar normas de lugares
de tiempos y de significados diferentes cuatro criterios básicos (ratio temporis ratio loci ratio
significationis ratio dispensationis) continuamente se impone la duda si para un caso y para un
problema existe ya una disciplina precedente y si, en caso afirmativo, esta se debe entender
abrogada (por la ratio temporis); si existe en un lugar determinado disciplina que deroga la
normativa general (ratio loci); si entre normas aparentemente contrastantes no existe la
posibilidad de una composición lógica de la antinomia (ratio gnificationis), o entre normas que
ciertamente son contrastantes no se puede asumir una de ellas como regla y la otra como
excepción (ratio dispensationis).
Una tercera tiene carácter oficial, porque por primera vez un papa, Inocencio III (t 1216),
considera necesaria una intervención de la Iglesia que de garantía de autenticidad, de
`seguridad’ y, por consiguiente, de fiabilidad, y refuerce el valor de las normas en virtud de la
selección misma que ha llevado a su inclusión en la obra. Esta es en 1209, 1219,Ly_en 1210 es
enviada también a los profesores de las florecientes celebres escuelas universitarias boloñesas,
dentro de la lógica y de la trama de las relaciones que vinculan a la Santa Sede con los jóvenes
que estudian derecho (clerici) y con los doctores juristas.
Una cuarta colección, privada, es de un importante jurista alemán activo en Italia, Juan
Teutónico (t 1245).
El conjunto de estas colecciones es designado por la historiografía con una expresión que
comprende a todas ellas, Quinque Compilationes Antiquae”. Aunque destinadas a
desaparecer, atraídas, reelaboradas y sustituidas por la gran obra legislativa de Gregorio IX, de
1234, estas documentan, sin embargo, décadas decisivas de la historia jurídica europea,
situándose todas ellas entre la Ultima década del siglo XII y las primeras décadas del siglo XIII.
En particular atestiguan que el derecho de la Iglesia es pensado no solo — como pensaba
Graciano — como derecho común para todos los fieles, sino que es también propuesto e
impuesto como derecho del que deben servirse las escuelas y los tribunales. Si Graciano se
encomendaba a la aceptaci6n espontánea, aislada o colectiva, de balsa y si las suertes de su
obra dependían de la reacción favorable de todos, con Inocencio y con Honorio III la relación
se modifica radicalmente, sin invertir las perspectivas iniciales, sino más bien reforzándolas y
potenciándolas: ala trama ’cultural’ que da sentido a la actividad global de Graciano se añade y
en parte la sustituye un diseño que tiene en sí todavía un proyecto cultural, pero que tiene
edemas el crisma de la autoridad que derive de la promulgación papal. De manera que su
uso, que se impone en las escuelas y en el foro, no solo es condicionado y estimulado por
exigencias cognoscitivas y metodológicas, sino terabit’ por la obediencia debida a una ley’
querida por un pontífice.
Si no tuviésemos presentes los dos distintos aspectos del problema, estaríamos
completamente desprevenidos para comprender los motivos del enorme Otto de las grandes
leyes de la Iglesia, como de las leyes de Justiniano, en una época en la que en los tribunales los
contenidos (pero no la estructura, las figures y los principios!) del derecho común, canónico o
civil, se empleaban habitualmente como ’normas residuales ‘a las que recurrir solo en última
instancia, cuando en el ordenamiento particular no se encentraban normas relativas al caso
que había que decidir.
Ni tampoco podríamos entender por qué la Iglesia ha insistido tanto en dar una coman a
todos los fieles de Cristo precisamente en el momento en que era evidente, y hoy de a esto
fuera de toda discusión posible, que los contenidos normativos del derecho coman servían de
poco en el foro y en la práctica de los ordenamientos laicos que organizaban la vida de los
mismos fideles Christi. Evidentemente, será preciso extender la mirada y comprender los
fen6menos que hemos comenzado a hacer conocer y a describir según lógicas historiográficas
que no sean aquellas, limitadas, que tienen en cuenta solamente aspectos macroscópicos de
las practicas judiciales y notariales.
Gregorio IX, el ’Liber Sextus’ de Bonifacio VIII, las ’Clementine’ de Clemente V y la formation
del ’Corpus luris Canonici’.
La Iglesia, en el siglo XIV, es muy activa en dar cuerpo a su normativa universal, en dar
fisionomía a su ’derecho común.
En 1234 tiene lugar otro gran acontecimiento. Gregorio DC (t 1241)_promulga para la Iglesia
universal de Roma una poderosa colecci6n de normas sacadas en parte de las Quinque
Compilationes Antiquae (alrededor de 1188-1226) o formadas con trozos extrapolados de
cartas, decisiones y decretales pontificias. El material, presentado en 1239 ’capítulos’. (=
artículos), este. Distribuido en cinco libros, según el desafío del Breviarium de Bernardo de
Pavía que permanecerá como estructura ordenadora constantes incluso durante las sucesivas
intervenciones legislativas de la Iglesia. La redacci6n esth a cargo de un gran jurista catalán,
Raimundo de Peñafort, dominico y penitenciario pontificio, destinado con la santificaci6n al
honor de los altares. La colección se publica con el título de Decretales y también es Llamada
Liber Extras, porque las normas de que se compone están fuera (extra) del Decretum de
Graciano.
Comúnmente se dice que el Liber Extra tiene naturaleza de c6digo. De hecho, en y por 61 se
afirman dos principios importantes: el principio de la exclusividadi9, por el que — salvo el
Decretum de Graciano — todas la normas, o partes de normas, que quedan excluidas de su
cuerpo están desprovistas del peculiar catheter de la autenticidad y, por consiguiente, de una
obligatoriedad indiscutible; el príncipe de la textualidad, ligado con el precedente, por el que
las normas incluidas en el Liber Extra tienen valor en el texto en el que han sido introducidas,
en la forma y en las palabras elegidas y empleadas por Raimundo de Penafort.
Indudablemente, la obra legislativa de Gregorio IX muestra de la mejor manera una de las
tendencias significativas que desde la época de Irnerio se manifiestan en los ambientes
forenses y en las escuelas de derecho del siglo XII y del siguiente: es decir, la orientación de los
esfuerzos hacia un puerto seguro, hacia un texto seguro que se ha de asumir como punto de
referencia en el debate jurídico, de los prácticos y de los teóricos. Si esto, reflejado en la
conciencia y en el pensamiento de los contemporáneos, tuvo el significado de una creación
original y si esto fue manifestación de una idea nueva de gc6digo’ como colección orgánica y
omnicomprensiva, ’complete’ y ’definitiva’, es otro problema. Albergaría dudes de que esto
pueda haber sucedido en una época en la que, aunque se exaltaban a menudo los aspectos
autoritarios y sacarles de los poderes universales, del pontífice y del emperador, se tenía sin
embargo conciencia y conocimiento de más diverges, fluidas y variadas eran las normativas
centrales y periféricas de la Iglesia y las locales (ciudadanas, condales, ducales, principescas y
regias). Por lo demás, es conocido que continuan produciéndose y promulgándose y
continuan circulando no solo nuevas decretales pontificias recogidas de forma diversa en
antologías privadas, a veces de formación eluvial, a/Animas y desprovistas de garantía de
autenticidad, sino también antiguos cañones y antiguas decretales, en su totalidad o en
fragmentos, reutilizados de diversa manera.
Sin embargo, los pontífices continuar’ persiguiendo la idea de un cuerpo de normas para todo
el orbe cristiano, que tenga unidad y de unidad a las normas recogidas y que tenga tanta
autoridad que constituya un elemento necesario y fundamental en la experiencia del jurista,
te6rico o practico, y una referenda esencial pare la práctica forense, administrativa y
comercial.
Es Bonifacio VIII, algunas décadas más tarde, quien sigue el ejemplo de Gregorio IX. En 1298
Bonifacio VIII promulga una nueva y amplia colecci6n de normas, que se titula Liber Sextus
pare significar que esta se añade a los cinco libros de las Decretales de Gregorio IX y a su vez
se divide en cinco libros”, según la tradición inaugurada por Bernardo de Pavía el siglo
precedente (’iudex, iudicium, derus, connubia, crimen’).
Mientras la actividad normativa de la Iglesia se amplia, se intensifica y se especifica en el
ejercicio y en los resultados, afloran nuevos proyectos de ’codificación’. En Aviñón, donde se
ha transferido la sede pontificia (de forma estable desde 1305), Clemente V pone en marcha
la realización de una nueva colección oficial de leyes de la Iglesia. Sorprendido por la muerte
en 1314, toca a su sucesor,, Juan completar y promulgar la obra que sin embargo asume el
nombre del pontífice que la quiso, ya que su título es (Decretales) Clementinaen. En las
Clementinae se incluyen las constituciones del Concilio de Vienne y las decretales de Clemente
V, desde 1305 hasta el año de su muerte.
Así pues, a comienzos de 1300 hay dos grandes cuerpos normativos que la Iglesia ha asumido,
como el Decretunk de Graciano, o ha promulgado, como el Liber Extra, el Liber Sextus, las
Clementinae, con el fin de ofrecer textos seguros, homogéneos, autorizados y auténticos, a la
comunidad de los fieles en Cristo y a quienes ejercen la jurisprudencia en las diversas
realidades locales del orbe cristiano. Estos cuerpos, que la historiografía llama ’códigos’, pero
que solo en algún aspecto expresan una idea codicita del derecho, son conocidos por todas
partes y son sentidos como el fundamento de la legalidad. Sin embargo, no están reunidos
todavía en un contexto.
El ’Corpus Iuris Canonici’, así formado, tiene una extraordinaria estabilidad. De hecho,
permanecerá en vigor, para la Iglesia, hasta 1917: es decir, hasta cuando la misma sede
pontificia no será alcanzada por la idea y por la confianza de que solo en un ’código’ moderno
(el Codex Iuris Canonici) se pueden plasmar los principales del orden y de la autoridad, que se
han de imponer a todos, en primer grado, y con precedencia absoluta sobre todas las
normativas locales. La rapidez con la que, en 1983, incluso el reciente C6digo de 1917 fue
sustituido por un nuevo C6cligo demuestra cuán precario e ilusorio ha sido y es poner la
confianza en un Único código, pensado como texto complete.
En las leyes de la Iglesia hay una imagen idéntica del poder. Lo que hay de diferente es el fin:
mientras que las normativas civiles están predispuestas y orientadas a fundamentar y
garantizar el bien común y la vida terrena de los ordenamientos y de los individuos, la
discipline canónica esta empeñada en crear las condiciones mejores para que en la tierra el
hombre no pierda su alma sino que la salve para la gloria y la dicha del Paraíso. Los esfuerzos
convergen en un punto y tienden a producir resultados que pueden estar en conflicto. Por
una y otra parte se apunta al hombre en sus condiciones terrenas y jurídicas: por parte del
Imperio, para que el hombre, sometido a una auctoritas, realice el bien coman en la libertad y
en la responsabilidad de su autónoma; por parte de la Iglesia, para que el hombre evite la
tentación del pecado y pueda salvar su alma eternamente.
En línea de principio la distinción básica es y sigue siendo la antigua, lucidísima, intuida por el
papa Gelasio I en el 494: dos son las digitales supremas que rigen el mundo, la auctoritas
sacrata Pontificum y la regalis potestas; la primera, constituida pro aeterna vita y la segunda,
pro temporalium cursu rerum24. En la esquemática representación teórica de Accursio se
traduce la misma idea en términos jurídicos: ”nec papa in temporalibus nec imperator in
spiritualibus se debían immiscere”26, reservándose, por consiguiente, pare el pertenece
romano el dominio del espíritu humano y para el emperador el dominio de la política y del
curso terrenal de los acontecimientos.
Solo que en la realidad y en la gestión de los dos poderes distintos también el pontífice tiende
a ocuparse de las cosas terrenas, precisamente porque muchas de estas ofrecen ocasión’ o
posibilidad de pecado. Así, por ejemplo, si es innegable que un contrato de préstamo, o de
alquiler, entra dentro de las cosas terrenas y, por consiguiente, pertenece a la esfera propia
del emperador, es también cierto que con ocasión de un préstamo el prestamista puede
pretender e imponer a la otra parte el pago de un interés (una usura), y dado que peca aquel
que pide y pretende un interés cualquiera, por ser la usura un acto ilícito desde el punto de
vista religioso, el pontífice tiene, o se atribuye, el poder de intervenir también en los asuntos
terrenales, con el fin de dictar una discipline que sirva para cerrar cualquier vía de pecado.
Por eso, con una incisividad que rebaja un tono de tosca irreverencia y de sarcasmo, Odofredo
escribe que” dominus papa ratione peccati intromittit se de omnibus””. Pocas décadas mas
tarde, a comienzos del siglo XIV, Cino de Pistoia es igualmente decidido: ”Ecclesia sibi
usurpavit ratione peccati totam iurisdictionem”27. Se estigmatizan repetidamente los
comportamientos y las iniciativas legislativas de muchos pontífices que por la raz6n o con la
excusa de evitar el pecado se inmiscuyen en cualquier materia.
Es cierto que esto sucede. Si se da un vistazo al Liber Extra de Gregorio IX, de 1234, se tiene un
testimonio directo de esto: en el ámbito del derecho penal, porque a el pertenecen actos
ilícitos como el adulterio o el estupro (X.4.7; X.5.16), la bigamia (X.1.21), Ia calumnia (X.5.2), Ia
injuria (X.5.36), el falso testimonio (X.5.20), la violencia física (X.5.36) hasta el homicidio
(X.5.12) y el hurto (X5.18); en el ámbito del derecho privado, porque aquí hay institutos
jurídicos especialmente peligrosos para el alma (por la facilidad con que inducen al pecado),
como el comodato (X.3.15), el dep6sito (X.3.16), la compraventa (X.3.17), el préstamo y las
usurae (X.5.19), la fianza y las demás cauciones (X.3.21) y la donación (X.3.24); min en el
ámbito del derecho privado, porque la familia, que es una parte de el, es la comunidad elegida
para la educación moral y religiosa del individuo, como reflejo de la Sagrada Familia (Jose,
Maria y el Milo Jesús) y, por tanto, se deben disciplinar algunas de sus estructuras, como la
consanguinidad, el parentesco y la afinidad (X.4.14), y se deben regular algunas de sus
actividades, no solo prohibiendo el adulterio, la bigamia, el matrimonio entre consanguíneos y
parientes y el divorcio (X.4.19), sino también fijando el tiempo (X.4.2) y las formas del
matrimonio, y previendo un regimen especffico para los bienes de los hijos de familia que se
han hecho eclesiasticos (X.3.25), para las donaciones entre el padre y los hijos y entre el
marido y la mujer (X.4.20).
Como se ye, existe un amplio espectro de actividades y de normas de derecho canónico que
ocupan espacios típicos de institutos jurídicos ya regulados por el derecho romano-
justinianeo. Pero si la superposición de áreas y de regímenes crea muchos problemas
prácticos, también contribuye a resolver muchos de ellos: porque la rigidez de una discipline
de siete siglos de antigüedad o más, mientras hace de soporte a la normativa de la Iglesia,
ofreciéndole las figurae jurídicas básicas, es al mismo tiempo corregida, moderada e inducida
a contener normas nuevas, marcadas por la autoridad suprema de la Iglesia, que sirvan para
hacerla coherente con los fluidos acontecimientos de siglos extraordinariamente creativos.
Capítulo IV
Entre el siglo XII y el XIV se ponen en marcha y se Bevan a puerto las grandes suertes de los
derechos universales, del imperio y de Ia Iglesia (ius civile y ius canonicum), designados
unitariamente en la endíadis utrumque ius: durante ese mismo largo periodo toda Europa vive
experiencias locales variadas y heterogéneas.
En efecto, a la unidad del utrumque ius (ius commune) no corresponde Ia uniformidad de las
normas locales (ius proprium) y, en, la extraordinaria diversidad de los regímenes jurídicos
particulares hace surgir la duda de que la fisionomía de la realidad jurídica medieval este
solamente, o principalmente, marcada y distinguida por el desorden, por las revanchas y por
los celos municipalitas, por el contraste de los intereses y de los estamentos, en un
yuxtaponerse y contraponerse de niveles normativos reconducibles a las comunidades rurales
o urbanas (consuetudines), a las decisiones de ciudades libres o autónomas (statuta) y a Ia
voluntad de un soberano o de un poderoso señor territorial (leyes regias o normas
principescas o ducales o condales...).
Esta historiografía ha sido impulsada a un puerto estéril por la larga ola de los juicios polémicos
y negativos sobre el derecho común que, por razones histéricas motivadas, han dada o han
sobreentendido juristas humanistas (siglos XV-XVI), los teólogos-juristas de la `Segunda
Escolástica’ (siglo XVI), los iusnaturalistas (siglo XVII), los iluministas (siglo XVIII) y luego los
seguidores de esos movimientos para las codificaciones que por fe o por ilusi6n han creído en
el orden y en la uniformidad que se ha de imponer con un `c6digo’ (siglos XVIII-XIX).
Hay quien ha deducido de ello que las tradiciones jurídicas locales permeadas por el espíritu
de las antiguas poblaciones bárbaras han ’resistido’ a la romanizacien3; hay quien, más
sencillamente, ha pensado que el fenómeno del utrumque ius ha sido un hecho secundario y
escasamente significativo, que el derecho romano-canónico ha sido un modesto ’derecho
residuales, aplicado solo cuando el ordenamiento local no disponía de una normas para
resolver un determinado problema forense; hay quien, edemas, con una convicción
consciente y con una actitud mental irreflexiva, se ha acercado al derecho común como a un
campo en el que son posibles todos los descubrimientos arqueológicos’ o ha evitado
cuidadosamente el propio campo de estudios por el mismo convencimiento y por la
consecuencia derivada — especularmente opuesta — de un total desinterés por la arqueóloga
jurfdica5.
Algunas expresiones han llegado a ser de uso corriente: el derecho local se ’opone’ o se
’contrapone’ al derecho común; el derecho local es un `derecho particular’ o ’territorial’ y, ya
que en los tribunales habitualmente se aplica antes que el derecho común, se debe deducir
de ello que tiene un valor mayor que el derecho común (dado que, como vulgar y
erróneamente se piensa, una ’practica’ sin teoría tendría siempre un valor mayor...).
Han nacido líneas enteras de investigación que derivan de estas convicciones de base. Durante
años se ha insistido en la `graduación’ de las normas6 (y el fen6meno, aunque atenuado, no se
ha agotado): para determinar que en cualquier ordenamiento, de ciudad o de reino, estaba
dispuesta la escala-de las precedencias y para descubrir que, en primer lugar, el juez debía
aplicar la ley del ordenamiento (estatuto comunal o ley regia en el Regnum Siciliae o en
Castilla y Leon), en un segundo lugar, las costumbres y, finalmente, si no se encontraba una
normas adecuada en los dos primeros niveles, el derecho u otro derecho (como las Siete
Partidas en la península ibérica).
En tiempos más recientes, con la misma actitud se pretende demostrar que la ’practica’ ha
estado muy alejada del derecho Esto coincide con expresiones usuales y corrientes que
representan al derecho común, de manera inadecuada, solo como `derecho de los
profesores’: ’Juristenrecht’ o ’des gelehrte Recht’, ’droit savant’, ’el derecho docto’, ’learned
Law’7. Al mismo tiempo, se tiende a dilater y se exalta demere excesiva la importancia
histórica de las. Practicas judiciales y de los consilia (procesales y para procesales)
relacionados con ellas. Ahora bien, si es cierto que no se pueden desconocer las capacidades y
las potencialidades testimoniales de los consilia, es terabit cierto que uno debe ser capaz de
apreciar todo el entramado y los significados jurídicos de estos, tanto por lo que respecta a los
mecanismos internos, a las técnicas y a las metodologías empleados para formular los
dictámenes y para basar su validez (o por lo menos su defendibilidad) en algunos tipos de
normas (que son siempre las del ius commune) y no en otras, como por lo que respecta al
significado de los consilia mismos debido a la definición del papel político y social de los
juristas que eran sus autores. Si se consideran estos aspectos, los consilia demuestran lo
contrario de lo que se pretendería: en efecto, prueban que el ius commune se utilice en ellos
de manera sólida y constante, debido a la convicción de que solo en el derecho común se
deben y, por tanto, se pueden encontrar las razones buscadas pare el proceso.
Es necesario moverse con otra perspectiva. El derecho común, a diferencia de los múltiples
derechos locales, no se puede considerar solo como ’derecho positivo’ (aunque, ciertamente,
también lo era y, por eso, también era derecho residual); del derecho se pueden valorar y
apreciar otras dimensiones que se han ido formando por convicciones ideales y culturales, por
la incidencia y lasimuitaneidad de grandes valores: dimensiones que, en la practica, han
nacido o han sido doblegadas también como instrumentos para la tutela de intereses
corporativos y de estamento; se debe intentar comprender no solo por que han sido
producidos y han circulado, a decenas de millares, tantos ejemplares del Corpus luris Civilis y
del Corpus Iuris Canonici, sino también por quo generaciones enteras de estudiantes se han
”convertido en peregrinos por amor a la ciencia”8 y como ’peregrinos’ se han aventurado
hacia las ciudades doctas (Bolonia, Padua, Perugia, Montpellier, Tolosa, Orleims, Salamanca...)
para frecuentar escuelas de ius commune y doctorarse in utroque lure, incluso a costa de
gravísimos sacrificios económicos y con riesgo de su vida (perdida, en muchos casos, lejos de
la patria). Hechos estos que no pueden ser ignorados ni considerados ajenos a los problemas
del ius proprium. Si los ignorásemos, o los considerásemos ajenos, deberíamos tener en
cuenta que hubo, en el pasado, millares de j6venes que solo por una locura inexplicable y muy
difundida habrían vendido (o hecho vender a sus padres) feudos enteros y empeñado
patrimonios enteros para comprar — como habían hecho — libros muy costosos de ins
commune y para estudiar in terra aliena - como también habían hecho — ius commune en las
Universidades europeas de su tiempo: millares de jóvenes que, una vez acabados sus estudios,
como jueces o como abogados habrían dedicado cualquier esfuerzo para olvidarlo todo,
viviendo solo de ius proprium y usando y aplicando solo ius proprium; o jóvenes que, como
juristas cultos y reservados, se habrían complacido en ennoblecerse envejeciendo en
provincias, cultivando una jurisprudencia abstracta, elegante y científica. Sin embargo,
precisamente porque se ignora la relación entre ius proprium y ius commune, la historiografía
francesa llama al ius commune `droit savant’, la alemana ’des Iuristenrecht’ o ’des gelehrte
Recht’ y la española ’el derecho docto’, empleando en todos los casos expresiones ambiguas
y, en parte, desviantes9.
No queremos acercarnos con esta perspectiva a las normativas locales, al ius proprium: cuya
existencia y cuya diferencia de contenidos respecto al derecho común no puede significar, de
una manera simplista, que las leyes de Justiniano y de la Iglesia habrían sido descuidadas por
doquier de modo sustancial, quedando al margen de la practica cotidiana de los tribunales y de
los despachos de notarios o, incluso, al margen de la civilización jurídica europea.
Aunque el panorama es mucho más amplio, nos limitaremos a trazar unas lineal generales
solo para la gran área de la Europa continental, comenzando por Italia y continuando con la
península ibérica, Francia y los pases de lengua germánica de Europa central.
Al comienzo, entre los siglos XI y XII, existe en todas partes Ia costumbre. Esta regula la vida de
las comunidades diseminadas en el campo (consuetudo loci), de los monasterios aislados
(costumbres monásticas) y de las ciudades. A veces, existe también el conocimiento o el
recuerdo de las leyes romanas antiguas o aun no restauradas o de las leyes, líneas de lagunas,
de los longobardos y de los carolingios, recogidas y atestiguadas sobre todo en las redacciones
del Liber papiensis (que las dispone en orden cronológico) y de la Lombarda (que las
distribuye de acuerdo con la materia). Quien tiene un tal recuerdo, quien escribe una cartula o
toma parte en un proceso, piensa, sin embargo, en la costumbre en primer Lugar. Así, los
scribae, los `notarios’, emplean expresiones que para un jurista modelo serían
incomprensibles: ”secundum consuetudines legum Romanorum”.
Hacia la mitad del siglo XII la situación apunta a cambiar radicalmente, comenzando por las
tierras de Ia Italia lombarda y, luego, el fenómeno se amplia, se difunde, se entrecruza y se
identifica en la Italia del commune civitatis con intervenciones legislativas más radicales (los
estatutos) expresivas de la independencia alcanzada por los ordenamientos locales.
Las primeras huellas nos llevan a Milán y a Bolonia. En la capital lombarda, en torno a la mitad
del siglo XII, un privado habría escrito un tractatus para fijar en el pergamino las costumbres de
la ciudad; en la misma Milán en juez feudal, cuyo nombre se conoce, Oberto dall’Orto,
extiende la primera redacción de las costumbres feudales, la Hamada redacción obertina’ de
los Libri feudorum.
En Bolonia, las costumbres orates ciudadanas habrían sido pues por escrito”in curia Bulgari”:
es decir, en el conjunto de las casas y patios de Bulgaro. Curia, literalmente, significa corte,
patio, pero en este caso indica una función, la de ’juez’ privado ejercida por Bulgaro: de
manera que la redacción de las costumbres se relaciona con exigencias forenses, aunque sea
de tipo ’privado’.
En el siglo XIII los estatutos, enriquecidos con nuevas disposiciones, se multiplican con
creciente intensidad. Aparecen los primeros statuta en Volterra entre 1210 y 1224, en Treviso
entre 1207 1263, en Padua entre 1222 y 1228, en Verona en 1228, en Venecia entre 1226
y.1242,, en Reggio de Emilia entre 1242 y 1273, en Bolonia cuerpos amplios y eremites entre
1245 y 1267 para el Commune del podestá y en 1288 para el Commune del Pueblo, etc.
Cuando la reelaboración y la puesta al día del estatuto se hacen vertiginosos, el pueblo acuna
sus proverbios: ”legge di Verona non dura da terza a nona” (”ley de Verona no dura de tercia a
nona”), ”legge Fiorentina fatta la será b guasta la mattina” (”ley florentina hecha por la tarde
caducada por la mafiana”) y un observador atento y critico como Boncompagno de Signa (t
1235) muy precozmente hace un diagnostico despiadado de la labilidad de las normas
ciudadanas, escribiendo que ”estas leyes municipales y estos plebiscites se deslucen come
sombras lunares y a semejanza de la luna aumentan y disminuyen, según el arbitrio de los
legisladores”10.
Si bien los estatutos son presentados como ’ley ciudadana’ por excelencia, sin embargo Ostos
durante muchas décadas tienen un limitado radio de incidencia y, edemas, encuentran la
oposición y la hostilidad de amplios estratos de ciudadanos, que no se reconocen en ellos ni
yen tutelados por egos sus intereses. En efecto, por un lado, no todos los residentes forman
parte del commune civitatis y, por tanto, ”el estatuto del commune, considerado
singularmente,... aparece como un acto de voluntad de un gremio...”li, es decir, de quien
detenta y administra intereses agrarios y fundiarios, mientras que quien, incluso viviendo en la
ciudad, este. fuera del commune ciuitatis sigue dirigiéndose a la jurisdicción y a la tutela del
obispo. Por un lado, los numerosos gremios de artes y oficios, mayores y menores, se dotan a
si mismos de statuta propios, con ellos defienden sus espacios vitales no con los estatutos del
commune del podestá, y no dejaran de usar su poder normativo ni siquiera cuando tengan,
también ellos, su commune, el Commune del Pueblo, aproximadamente a partir de la mitad.
del siglo XIII; mientras, entre tantos gremios, el de los juristas-docto4 Tea (collegium) hallo en
el monopolio del conocimiento de las leyes justinianeas y del derecho universal de la Iglesia un
instrumento! Formidable de control político y social de la realidad ciudadana y incremento y
tutela de un poder específico y de inmensos beneficios profesionales12.
Así pues, en la Italia del commune, la costumbre se entrecruza y confunde su suerte con los
estatutos, con pocas excepciones: como en Pisa, donde quedan separados los textos
normativos del Constitutum usus (costumbres asumidas y promulgadas por el ordenamiento:
y, por tanto, que tienen un título de validez nuevo y diferente) y Constitutum legis. Del
proceso de identificación quedan excluidas normas consuetudinarias que siguen siendo
transmitidas y observadas sin que se tenga de ellas un texto escrito y, sobre todo, sin que se
haya modificado su naturaleza — como es evidente que sucedio en Pisa
Hay regiones de la Italia septentrional y central en las que, además de una normativa
ciudadana y por encima de ella, se desarrolla y se afirma una producci6n legislativa impuesta
autoritariamente por un príncipe o por un soberano.
b) Piamonte y Saboya.
Además, a nivel central, se manifiestan tendencias ya iniciadas en tiempos más antiguos (de
Pietro H, entre 1266 y 1269; de Amedeo VI, el Conde Verde, de 1379): este& pretenden dotar
a todo el país de una legislación unitaria y superior, que aspira a presentarse y a ser un
derecho general (o común) respecto a las costumbres ciudadanas. En realidad, alcanzan los
resultados mas significativos solo cuando Amedeo VIII promulga en 1430 un cuerpo de
normas articulado en cinco libros, llamado Decreta seu Statuta”.
c) El Estado Pontificio.
Hay un nivel inferior, o ciudadano, y, como en el Área lombarda, ligar, véneta y toscana, hay
costumbres y estatutos ciudadanos. Por encima de las normas locales, pen como derecho
subsidiario respecto a ellas, se promulga en Fano en 1357 una ley amplia, dividida en seis
libros, según un proyecto querido por el Cardenal Egidio de Albornoz, legado pontificio para
Italia en unos afros en los que la sede del papa está en Aviñón. Esta tiene como título Liber
Constitutionum Sanctae Matris Ecclesiae, pero también es conocida como Constitutiones
Marchiae Anconitanae o más brevemente Constituciones aegidianae”. A distancia de casi dos
siglos aun todavía señales de vitalidad y será enriquecida con añadiduras elaboradas por el
cardenal Rodolfo Pio de Carpi, por este motivo llamadas Additiones Carpenses, promulgadas
por Pablo III en 1544.
Cerdeña vive una historia que no está separada de la europea, por más que juicios
historiográficos frecuentes o silencios inadvertidos u olvidos voluntarios intenten dejar la gran
isla mediterránea al margen de los grandiosos acontecimientos de los siglos intermedios15.
Como por doquier, también en Cerdeña las ciudades tienen sus propias costumbres, que en
parte refluyen en textos estatutarios más amplios, simbolos y expresión de una vitalidad y de
una autonomía conseguida y gozada por las comunidades urbanas: así por ejemplo, en Sasari
y Caller
El ’Regnum Siciliae’: costumbres ciudadanas y derecho regio. Las Assisae’ de Ruggero II; el tiber
Constitutionum’ de Federico IL
La parte de Italia que por estos problemas se encuentra entre los teatros hist6ricos mas
variopintos e interesantes es el Regnum Siciliae.
Alguna, coma Amalfi, ha vista laceradas sus relaciones con el Oriente y arruinado su comercio
por el asentamiento de los normandos en el sur y por la constitución de un reino que, en
parte, ha bloqueado su ya reconocida proyección hacia Bizancio: sin embargo, hace fructificar
su extraordinaria potencialidad, debida a una rica acumulación de experiencias administrativas
y notariales relacionadas con las actividades económicas tradicionales, de manera que de
Amalfi se irradian ’dinastías’ enteras de notarios y de hábiles administradores. Otras ciudades
viven un periodo intenso, como Bari, Mesina y Palermo, por causes en parte dependientes de
su ubicación estrategica y por los 6ptimos puertos naturales de que disponen.
Estes ciudades reivindican de la monarqufa la libertad de vivir segtin sus propias costumbres
antiguas, mediante una linea politica a la que, sin embargo, la monarqufa se resiste y, cuando
puede, trata de eliminar.
En las ultimas décadas del siglo XII son todavía las ciudades pullesas las que manifiestan la
mayor vitalidad y son dos jueces, Andrea y Sparano, los que ponen por escrito las costumbres
de Bari, sea de tradici6n romana (Andrea), sea de tradición longobarda (Sparano).
Tal vez se remonta a las dos primeras décadas del siglo XIII el primer intento que se lleva a
cabo en Mesina de poner por escrito las costumbres, ciudadanas, seguramente debido a un
privado, juez o notario. Pero a partir de 1220, es decir, cuando Federico II comienza a ejercer
verdaderamente sus poderes en el regnum como rey, siendo al mismo tiempo emperador del
Sacro Imperio Romano, tiene lugar una dura política de contención o de represión de las
libertades y de las autonomías locales y, en 1231, en el Liber Constitutionum, el mismo
Federico promulga una constitución destinada a crear grandes problemas de interpretación a
la historiografía: es la Const. ’Puritatem’.
En ella se establece una rígida graduación de las fuentes normativas del regnum. En primer
Lugar, los jueces, deben aplicar la normativa regia; si, en esta no encuentran la norma
adecuada para el caso en examen, deben recurrir a las costumbres ciudadanas a condición