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Corín Tellado Inesperada aventura

Inesperada Aventura
Por Corín Tellado

Anne era una muchacha caprichosa, acostumbrada a hacer


siempre su volunta, pero el destino le tenia una sorpresa...

Mi querida Jane, no estoy distraído, te


escucho, pero es que estoy cansado de los
caprichos de Anne. En vez de apoyarla,
deberías negarte a complacerla. ¿Por qué
quiere ir a New York? No lo entiendo.
—No seas injusto, Leonard. Anne quiere
ir a ver a su abuela.
—Pasamos con tu madre la Navidad. Fui a
buscarla en mi avioneta particular y la
traje a Londres.
—Querido...
Leonard Beresford emitió un gesto de
impaciencia y se sentó al lado de su
esposa.

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—Reconoce que Anne es caprichosa.


—Tiene 23 años, Leonard.
—A esa edad tú ya estabas casada
conmigo, Jane.
—Eran otros tiempos, Leonard.
—Los tiempos son iguales para tener
sentido común. Fíjate en tu hijo Gerald.
Es tan diferente, tan responsable...
—No los compares —le dijo Jane con
cierto dolor—. Gerald tiene 30 años. Mi
pregunta es, Leonard, si le vas a
permitir a Anne que viaje a New York.
—Cuando las mujeres se empeñan en algo,
no hay quien las haga desistir de lo que
quieren. Escucha, Jane, Anne es una
muchacha frivola y soberbia. Para ella
las miserias humanas no tienen
importancia.
—Todavía no se ha enfrentado con el
dolor, querido.

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—Se cree la dueña del mundo.


—Es una rica heredera, Leonard.
—Tú también lo eras y yo me enamoré de
tu sencillez, Jane. Anne lo tiene todo:
dinero, excelente posición social y
muchos enamorados de buena familia. ¿Y
ella? No le hace caso a ninguno. ¿Qué
pretende encontrar en la vida?
La conversación quedó interrumpida
cuando Anne apareció en la sala.
—Mamá, papá...
Alta, esbelta como un junco, rubia y de
ojos azules, era una muchacha muy bella.
—Papá, ¿qué hay del viaje?
—De eso estábamos hablando, Anne —le
dijo su madre.
—¿Cuándo puedo marcharme? -Me aburro
aquí en Londres.
—Cásate y ya no te aburrirás.
—¿Qué dices, papá? Eso ni lo sueñes.

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Leonard, malhumorado, salió de la


estancia sin decir una palabra. Anne se
echó a reír con indiferencia y dijo:
—Está chapado a la antigua.
Jane se movió molesta. En ese instante
le hubiera gustado abofetear a su hija.
—Anne —exclamó—, tu padre no está
chapado a la antigua, lo que ocurre es
que no soporta tu soberbia. Crees que
todo te lo mereces y que la gente,
incluyendo a tus enamorados, tienen que
vivir complaciéndote. Estás equivocada.
—Mamá...
—Déjame terminar, Anne. Tu sirvienta es
para ti un pobre gusanito, que tiene que
servirte al pensamiento y si no lo hace,
la despides. ¿Cuántas han pasado por
aquí? Te olvidas de que son seres
humanos.
—No creo que seamos iguales. Pero no he

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venido a que me des un sermón, sino a que


me digas cuándo puedo viajar a New York a
ver a mi abuela.
—¿Sabes, hija? Un día recibirás un
escarmiento y lo peor de todo es que lo
sufriremos todos. Nunca has tenido una
contrariedad. Si un día la tienes, ¿qué
pasará contigo?
—No la recibiré, no te preocupes.
Siempre he conseguido todos mis deseos.
—¿No tienes temor de Dios, hija?
—Dios no tiene por qué castigarme,
mamá. Soy una buena muchacha.
—Bueno, habla con tu padre, él es quien
debe darte el permiso y el dinero para tu
viaje. Pero te advierto que si no lo
haces con humildad, no te complacerá.
—Sé cómo puedo conseguir todo lo que
quiero, mamá, no te preocupes.
Anne dio la vuelta y fue a su cuarto.

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—Prepara mi traje azul, Mary.


La sirvienta se apresuró a obedecerla.
—Vamos, hazlo rápido.
Cuando terminó de ayudarla, Anne salió
y Mary quedó temblando.
Helen, otra de las empleadas de la
casa, se acercó a ella y le dijo:
—La señorita Anne es así. Muy diferente
a su madre, a quien todos servimos con
gusto. Tampoco se parece a su hermano.
Ella es déspota y soberbia con todos.
—Ojalá no pierda mi trabajo. Lo
necesito, Helen, por eso la soportaré.

Tropezó con Gerald a la entrada de las


oficinas. Anne lo miró sonriendo y le
dijo un beso. Luego le preguntó por su
padre.
—No podrás verlo, Anne. Está en una

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reunión de negocios muy importante.


—Tengo que verlo ahora mismo.
—No puedes.
—Hasta luego, hermanito.
Gerald la asió fuertemente por el
brazo.
—Te digo que no, Anne. Nadie puede
interrumpirlo. Papá preside una reunión y
los periodistas están afuera esperando,
para que después dé una conferencia de
prensa.
—No me interesa. Papá tendrá que
escucharme, Gerald. Tengo que decirle que
voy a ir a New York.
—Si lo interrumpes para decirle eso, te
aseguro que no conseguirás tu ansiado
viaje. Ven a tomar algo conmigo.
—-No. Deseo verlo ahora mismo. No me
gusta esperar, Gerald.
El hermano la miró con seriedad.

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—Me pregunto qué será de ti si un día


tropiezas con una persona dispuesta a
oponerse a tus caprichos.
—Vamos, no seas absurdo, Gerald. A mí
nadie podrá doblegarme jamás.
—Cuando te enamores...
—¿Qué es el amor, hermanito?
—Para mí, que estoy enamorado, es algo
sublime. Siento por mi novia una gran
ternura, deseos de estar a su lado
siempre.
—Antes de ser tan cursi, Gerald,
prefiero morirme.
—Allá tú —le dijo Gerald molesto—. A
veces pienso que necesitas una lección,
para que bajes de las nubes. En cuanto a
papá, si lo interrumpes, ten por seguro
que es capaz de decirte algo desagradable
delante de sus socios.
Anne fue a buscar a su padre. En ese

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momento, Leonard salió de la reunión y


los periodistas lo rodearon.
—Papá —lo llamó Anne.
—Hija, ¿qué haces aquí?
—Vine a verte.
—Permítanme un segundo, caballeros —les
dijo Leonard, y se apartó con Anne.
—¿De qué se trata?
—De mi viaje a New York.
—Está bien. Dile a mi secretaria que se
encargue del pasaje. ¿Cuándo quieres
irte?
—Si es posible, esta misma noche.
—Está bien, ahora tengo que dejarte y
atender a los periodistas.
Anne sonrió un poco burlona y miró asu
hermano como diciéndole: "¿Lo ves?
Consigo todo lo que quiero de papá".
—Tuviste suerte, pues la reunión ya
había terminado —le dijo molesto.

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Anne se marchó y Gerald se quedó


esperando a su padre. Cuando este quedó
solo, le dijo:
—Papá, no entiendo por qué consienten
tanto a Anne.
—La vida se encargará de enseñarle lo
que nosotros no pudimos hacer. La
consentimos demasiado y es tarde para
enderezarla. En fin, ojalá lo pase bien
en New York.

En el rincón del salón, Jane Beresford


lloraba desesperada. Leonard trataba de
calmarla, y Gerald y su novia estaban
sentados en silencio, abrazados.
—Jane, por favor... Hay cosas que no
están en nuestras manos.—Se trata de
nuestra hija, Leonard.
—Lo sé, pero no hemos podido evitar ese
desastre aéreo.

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—Anne se empeñó en hacer ese viaje —


dijo Gerald—. Se diría que iba hacia la
muerte. Es muy doloroso.
—¿No hay esperanzas, Leonard?
—Por desgracia, no. No hubo
sobrevivientes. Se cree que el avión cayó
al mar.
—¡Dios mío!
—Papá, ¿y si fuéramos nosotros a volar
por ese lugar con nuestra avioneta?
—Ya lo han hecho los expertos, y dicen
que no se ven rastros de sobrevivientes.
—Pero tal vez podamos ver algo, papá.
¿Por qué no lo intentamos?
—Está bien, hijo, vamos. Pero, por
favor, no tengamos falsas esperanzas.
—Ve, querido Leonard, y, si es posible,
encuentra a nuestra hija. Anne no puede
desaparecer así como así. Mi hija, mi
pobre hija... ¿Cómo fue el accidente?

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—No se sabe aún. Se supone que el


piloto pretendió pasar la montaña y
calculó mal. Se estrelló y el avión cayó
y se hundió en el agua —dijo Gerald muy
triste.
—Vamos —dijo Leonard secándose las
lágrimas con su pañuelo—. Vamos a buscar
a tu hermana. Da orden al piloto para que
tenga la avioneta preparada.
Mientras ellos buscaban, Jane Beresford
se encerró en su cuarto. La mansión ya se
había llenado de gente que había llegado
a dar el pésame a la familia. Todos los
periódicos hablaban del accidente y
mencionaban a los pasajeros, entre ellos
a Anne, la hija del aristócrata Leonard
Beresford.
—Jane —le dijo Leonard cuando regresó
con su hijo—, fue una búsqueda inútil.
Ahora debemos recibir a las personas que

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han venido a acompañarnos.


—Era nuestra hija, Leonard.
—Sí, querida, y ha muerto junto con
otras 80 personas.
—¿Y si no murió, Leonard, y anda
perdida por esos lugares tan inhóspitos?
—Querida, ni lo pienses... Eso sería
demasiado duro para ella. Es mejor que
haya muerto, pues de lo contrario, el
sufrimiento de Anne sería espantoso.
—Siempre tendré a Anne en mi corazón,
Leonard. Tan joven, tan bella y tan llena
de vida. Confiaba tanto en el futuro...
Creía que todo lo tenía en sus manos y,
al final, no fue así. Es muy doloroso
esto.
—Es que la muerte llega sin avisarnos,
cuando menos lo esperamos, querida.
—¿Por qué, Leonard? ¿Por qué tenía que
ir Anne en ese avión?

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—Porque era su destino.


—¡Qué destino tan cruel!
—Jane —se escuchó la voz de la abuela,
que estaba llegando de New York.
—¡Mamá, es terrible lo que nos está
pasando! Mi pobre hija...
—Leonard, ¿no podría haber
sobrevivientes en algún lugar cercano al
mar?
—Si los hubiera, no podrían salvarse.
Los bosques son inmensos y hay muchos
pantanos. ¿Se dan cuenta? Tierras
movedizas que tragarían a quienes
intentaran salir de allí. Es mejor que no
nos aferremos a una falsa esperanza.
—Me enloquece pensar que mi hija pueda
verse en una situación semejante.
—No se verá, Jane, pues ella murió. Por
favor, acéptalo.
—¿Y si sobrevivió y está sola?

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—Basta, mamá —dijo Gerald, quien estaba


escuchando la conversación—. Si amabas a
Anne, no le desees esa suerte. Sería peor
que la muerte.
—Por favor —dijo la anciana—,
mantengamos la calma. Para mí es muy duro
esto, pues Anne iba a visitarme cuando su
avión se estrelló. Tenemos que ser
valientes y aceptar su muerte.

Se hizo cargo de la situación en un


instante. Carl Redding estaba habituado a
muchas cosas, pues había estado en el
servicio militar. Era paracaidista y
conocía el peligro y las situaciones
críticas. También era escalador,
patinador y campeón de yudo. Mientras el
piloto decía con voz angustiada que se
abrocharan los cinturones, Carl no hizo

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caso y se lanzó al vacío. Cayó al mar y


unos segundos después vio que el avión
caía en el agua.
"Tengo que tratar de salvar a la
gente", pensó y nadó con fuerza hacia el
lugar donde había ocurrido el desastre.
De pronto vio un niño y lo llevó a la
orilla, pero se dio cuenta de que estaba
muerto. Lo mismo pasó con un anciano.
Después arrastró a una joven rubia,
elegante, quien pensó que también estaba
muerta
Ya no pudo hacer más por sus compañeros
de viaje, pues el avión se hundió.
"Ahora tengo que hacer algo por mi”,
pensó y nadó hasta la orilla. "Es difícil
que den con este lugar. Tendré que ver la
forma de salir de aquí. ¿Escalar las
montañas? No lo creo posible".
Carl sintió frío. La situación era

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crítica en extremo. Cierto que en otras


ocasiones de su vida se vio en
situaciones difíciles, como corresponsal
de guerra, pero aquella era la primera
vez que no sabía si iba a sobrevivir.
Estaba solo, pues tenía tres cadáveres a
su lado.
De pronto escuchó un gemido.
—¡Cielos! Parece que la muchacha está
viva. Eso sería grandioso.
Se inclinó hacia ella y le dio
respiración artificial. Miró su rostro y
pensó quela conocía. Rubia, bella,
elegante... él la había visto en alguna
parte.
Carl decidió enterrar al niño y al
anciano, y cavó dos fosas con sus manos.
Cuando terminó, miró a la muchacha.
Llevaba puesto un abrigo de visón y
estaba descalza. Con seguridad había

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perdido los zapatos al salir despedida


del asiento del avión. De pronto recordó
quién era ella. Anne Beresford. ¿Quién no
conocía a la hermosa y altiva hija de don
Leonard?
"Bonito espectáculo verás cuando abras
los ojos. Tus caprichos, tu altivez...".
Una hora después, Anne abrió los ojos y
se sentó de golpe.
—¿Dónde... estoy?
—En ningún salón elegante —respondió
Carl, tranquilamente.
—¿Quién es usted?
—Sufrimos un accidente. Usted y yo
somos los únicos sobrevivientes.
—¿Ya avisó a mi casa?
—Sí, por supuesto —le dijo con ironía.
—Esperemos que vengan pronto.
Anne volvió a quedarse dormida.
"Mejor para ella", pensó Carl. "No se

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ha hecho cargo de la situación. Pero ya


el tiempo le aclarará lo que estamos
viviendo. Esto es terrible. Tal vez
hubiera sido mejor que estuviéramos
muertos".
Carl salió a caminar un poco y encontró
una cueva que podría servirles de casa.
Cargó a Anne y la depositó en el suelo.
Después se acostó él.
Despertó al amanecer. De golpe recordó
todo lo ocurrido y, a su pesar, se
estremeció. Anne todavía dormía y él
salió para agitar su camisa, por si acaso
desde un avión de búsqueda los podían
encontrar. Vio dos aviones volar, pero se
perdieron en la lejanía. En eso escuchó
la voz de Anne.
—Oiga, ¿ya vinieron a buscarme?
Carl la contempló en silencio. Por lo
visto esa muchacha, de quien hablaban

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todas las revistas, pensaba que estaban


viviendo una aventura novelesca. No se
había percatado de la realidad.
—Sí, ya vinieron, pero se fueron.
—¿Cómo?
—Mire, señorita Beresford, tenga valor
para enfrentar la situación. Estamos
perdidos aquí. Usted se salvó de milagro.
El resto de los pasajeros murió. La saqué
del agua creyendo que estaba muerta.
—¿Se está burlando de mí?
—Ojalá pudiera burlarme, pero no
estamos en condiciones de eso.
—No acabo de comprender lo que nos ha
pasado. ¿Puede explicármelo?
—Mire, tuvimos un accidente de avión y
nos salvamos solamente usted y yo. Di una
vuelta por estos parajes. No es fácil
salir de aquí. Han venido algunos aviones
y se han ido sin vernos. Esa es la

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verdad.
—¡No! ¡No! ¡No!
—Trate de tranquilizarse. De nada le
servirá desesperarse. Voy a ir a buscar
algo de comer.
—No se vaya.
—Volveré, no se preocupe. Y puesto que
vamos a luchar juntos para salir de este
infierno, voy a tratarla de tú.
Anne se quedó inmóvil.
Durante todo el día, Carl Redding entró
y salió de la cueva sin mirar apenas a
Anne, quien sentada en la hierba parecía
absorta, muy lejos de allí, sumida en
reflexiones dolorosas. Indudablemente ya
se había dado cuenta de la situación que
estaban viviendo y esto, lejos de
apaciguar su orgullo, lo aumentaba.
Al mediodía, cuando calentaba el sol,
Carl llegó y puso ante ella unas frutas.

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—Por ahora es lo único que puedo


ofrecerle. Coma si tiene apetito.
Anne no respondió y Carl se fue de
nuevo. Ella tenía un hambre feroz. Su
orgullo, en aquel instante, no
significaba nada y comió todas las
frutas.
Pasaron tres días en los que ella no
pronunció una sola palabra.
—Bueno —le dijo Carl una tarde—, he
descubierto que no moriremos de hambre.
La joven no respondió. Sentada en una
piedra, miraba el suelo. Se diría que
estaba sorda, pero Carl no se inmutó.
Era un hombre alto, de pelo negro y
ojos grises, muy atractivo, con una
personalidad arrolladura. Anne calculó
que tendría unos 32 años.
—Puedo cazar en el bosque. Tengo buena
puntería y con unas piedras que utilizaré

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como arma mortífera, podremos


alimentarnos mejor. También hay peces en
el mar. He pensado que puedo tratar de
sacar algunas cosas del avión.
Carl esperó una respuesta, pero Anne no
se movió ni alzó los ojos para mirarlo.
En ese momento, Carl decidió que ya era
hora de aclarar la situación.
—Necesito tu ayuda. Te vi varias veces
retratada en las revistas y sé que eres
una buena nadadora. Tendrás que colaborar
conmigo si deseas sobrevivir —y con un
tono un poco irónico añadió—: Siento que
aquí no tengas criados.
Anne lo miró despectiva.
—No cuentes conmigo.
Lo dijo con frialdad. Carl quedó
desconcertado, pero después le dijo:
—Como desees. Tendrás que sufrir las
consecuencias de tu egoísmo.

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La dejó sola. El día para Anne se hizo


interminable. Lo vio ir y venir sin
descanso. Trajo leña y con unas piedras
encendió fuego. Se tiró al agua y trajo
dos peces. Los cocinó delante de ella.
—Come este pescado —le dijo
extendiéndole uno—. No está muy rico,
pero tenemos que alimentarnos. Anne no
respondió. —Si no comes —le dijo Carl—,
prontotendré que enterrarte. Buenas
noches. Estoy cansado y voy a dormir.
Mañana trataré de llegar al avión para
ver si puedo sacar algunas cosas que
pueden servirnos.
Minutos después, Carl sintió que ella
se acostaba. ¿Habría comido el pescado?
Por mucho orgullo que tuviera, el hambre
podía hacerla ceder.
Cuando Carl se levantó vio que no
quedaba rastro del pescado. Sonrió. Si la

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joven quería sobrevivir, tendría que


adaptarse a la vida que les esperaba
allí.
Anne se despertó y, al verse sola,
sintió miedo. Recordó su mansión, a sus
padres, sus sirvientes... No creía
merecer el castigo que estaba viviendo.
¿Qué le esperaba?
—Ven a ayudarme —le gritó Carl.
Anne no se movió.
—Bueno, allá tú. Voy a bajar y creo que
es mejor la compañía de un desconocido
que estar sola.
Anne se estremeció. ¿Es que pensaba
dejarla sola en ese lugar?—Voy a bucear.
Necesito algunas cosas del avión. Si no
me ayudas, tal vez me quede en el fondo
del mar.
—Quédate si lo deseas.
—Claro que no lo deseo, pero te aseguro

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que si algo me pasa, no te irá muy bien.


—Está bien. ¿Qué debo hacer?
—Recoge todo lo que yo saque del agua.
Espero que nos sirvan algunas cosas.
Trabajaron toda la mañana. Carl buceó
una y otra vez y sacó varios maletines,
entre ellos el de Anne.
—Todo lo tenemos que secar al sol, pero
al menos tendremos ropa.
El resto del día, Anne no pronunció una
palabra. Carl la miraba en silencio.
"Es endemoniadamente guapa", pensó.
"Demasiado guapa para estar tan solos. No
sé qué va a pasar aquí... Calma, Carl, no
vayas a hacer un disparate".
Cuando comieron unas frutas que Carl
trajo, Anne lo miró y le dijo: —Por lo
visto estás acostumbrado a situaciones
parecidas.
—No, pero hay que adaptarse a las

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circunstancias. Quiero decirte algo: sé


muy bien quién eres y la familia a la que
perteneces, pero aquí estamos solos y no
existe la etiqueta. Por lo tanto, lo
mejor será que tratemos de ser amigos.
—¿Amigos?
—Ya sé que no soy nadie para ti, pero
aquí somos iguales. Somos un hombre y una
mujer tratando de sobrevivir. Si algún
día regresamos a la civilización, te
prometo no acordarme de ti.
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente, que tratemos de llevar
esta situación lo mejor posible,
colaborando el uno con el otro. No puedo
buscar los alimentos y cocinarlos.
Tenemos que repartirnos el trabajo.
—¿Pretendes que sea una sirvienta?
—Pretendo que colabores.
—Te ayudé a sacar las cosas del agua.—

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Es cierto, pero nuestra lucha es día a


día. Ambos deseamos vivir y,
desafortunadamente, los aviones han
dejado de buscarnos. A partir de hoy
cocinarás los alimentos que traiga.
—No estoy habituada a cocinar.
—Pues tendrás que hacerlo. Yo nunca
cacé pájaros ni busqué pescados y ahora
lo estoy haciendo para que no nos muramos
de hambre. Siento que te dañes las manos.
Anne quedó temblando de rabia y de
orgullo herido. ¿Hacer las cosas que
hacían las sirvientas en su casa? ¿Qué se
había creído ese hombre?
Anne era muy inteligente y sabía que
tenía que aceptar lo que Carl le decía.
Era peligroso desafiar a un hombre como
él, que ni en momentos críticos perdía la
serenidad. ¿Quién era en realidad?
¿Pretendería abusar de ella en algún

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momento? ¿Estaría condenada a vivir así


el resto de su vida? Anne no pudo más y
empezó a llorar. Carl, que ya estaba
dormido, se despertó al escuchar su
llanto.
—Anne, ¿puedo ayudarte en algo?
—Cállate. No quiero nada.
—Siento que hayas trabajado tanto.
Algún día, si volvemos a la civilización,
podrás criticarme con tus amistades.
—Si volvemos no tendré tiempo ni deseos
de hablar de ti.
—¿No temes enamorarte de mí en esta
soledad, Anne?
—Eso es lo más absurdo que he oído.
Pero se quedó pensativa. Tenía que
reconocer que Carl era un hombre
atractivo, respetuoso y delicado.
Anne se percató de que todas las
mañanas Carl se subía a una roca y pasaba

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dos horas allí. Eso la intrigaba. Decidió


seguirlo y descubrir lo que hacía.
Anne escaló la roca. Allí, inclinado
sobre un aparato, que parecía una radio
destartalada, se hallaba Carl. Al sentir
la respiración agitada de la joven, se
puso de pie y quedó en silencio.
—¿Qué estás haciendo?
—Ya lo ves. Saqué este aparato del
avión y pretendo comunicarme con alguien.
Pero hasta hoy no lo he logrado. Bueno,
voy a bajar. Puedes tirarte, que te
recogeré en mis brazos.
—No te necesito.
Anne se tiró y Carl, rápidamente, la
recogió en sus brazos y la oprimió en
silencio. Sus miradas se encontraron y
ambos se sintieron turbados.
—Si tardo un segundo, te hubieras
golpeado la cabeza.

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—Tal vez sería mejor morir de una vez.


Carl no respondió y se alejó de Anne.
Si lo hubiera visto, se hubiera
asombrado. Tan seguro de sí mismo, su
rostro reflejaba la desesperación que
sentía.
Unas horas después, Anne ya había
preparado la comida. Se sentía
menguada,pues había sido la niña mimada
de su casa y de todos sus amigos.
"¿Qué va a pasar con nosotros cuando
llegue el invierno?", pensó Anne. "No
podremos resistirlo. Si no llega a
funcionar la radio del avión, nunca darán
con nosotros, porque nos creerán muertos.
¿Qué vida nos espera? Hace días que no me
miro en el espejo. Me lavo la cara y me
paso el peine. Yo... que era la elegancia
hecha mujer".
Carl apareció en ese mismo momento.

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—¿Ya está la comida, Anne?


—Sí, ya está lista. ¿Cuánto tiempo
llevamos aquí?
—Dos meses. En un árbol marco todos los
días con una raya.
—Pronto llegará el invierno.
—Así es.
Era la primera vez que hablaban
amigablemente. Carl le dijo:
—Has adelgazado. Debes comer un poco
más, Anne.
—Es que todo tiene el mismo sabor.—Pero
aun así te ves muy bella.
Ella no respondió. Estaban solos y
necesitaba la compañía de Carl. Era un
ser humano como ella.
—¿Qué dirías si tuviéramos que pasar el
resto de nuestras vidas aquí?
—Preferiría morir en este instante.
—Sin embargo, la vida es maravillosa.

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Nosotros hemos logrado sobrevivir y yo


estoy dispuesto a seguir luchando.
Carl la miró fijamente. Comprendió que
estaba enamorado de Anne y aprendió, a
partir de ese día, a doblegar sus
sentimientos, lo que nunca hizo en
Londres, pues había tenido muchas
amantes.
Pasaron 10 días en los que Carl huía de
la cueva y se dedicaba a manipular más la
radio. Ese aparato era su única esperanza
de que algún día los encontraran.
"Nunca me había enamorado", pensó.
"Jamás me preocupó más de dos días una
mujer determinada y ahora vivo en un in-
fiemo. Huyo de sus ojos, de su voz...".
Una noche, cuando Anne estaba dormida,
él se acercó a ella y la contempló en
silencio. Como si intuyera que estaba a
su lado, la joven despertó.

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—¿Qué pasa, Carl?


—Anne, perdóname, pero no puedo
soportar por más tiempo esta situación.
Anne quiso salir corriendo, pero Carl
la abrazó y la besó en la boca con
ansiedad.
—Anne —susurró—, te amo. Dios del
cielo, te amo como un loco.
Anne se quedó quieta. Sabía que iban a
hacer el amor en ese mismo instante y no
quería. Pensaba que Carl no la amaba, que
su deseo era provocado por la soledad.
Anne hizo un esfuerzo sobrehumano y lo
empujó. Salió corriendo y Carl quedó allí
derrumbado e inmóvil durante un tiempo.
De pronto, como si despertara de una
pesadilla, echó a correr tras ella, pues
sabía el peligro que corría. Estaban
rodeados de pantanos y Anne no conocía el
lugar.—Anne, detente. Te prometo que no

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te tocaré —gritaba Carl.


Sus gritos en la noche producían un
extraño eco.

—Anne... Anne... —gritaba desesperado—.


Vuelve, por favor.
Carl corría y se alejaba cada vez más
de la cueva. Se diría que ya no le
importaba dónde caminaba. Caía y se
levantaba. Jamás, en todos los años de su
vida, había sentido tanta amargura. Si le
pasaba algo a Anne, no se lo perdonaría y
su vida seria un verdadero infierno en
esa soledad.
De pronto, Carl sintió algo blando en
sus pies. Había caído en una tierra
movediza. Sus ojos, desesperadamente,
buscaron donde asirse. Halló una rama y
se agarró a ella con fuerza, pero esta se
quebró y sintió que se hundía lentamente.

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Era el fin.
—Anne —gritó—, ayúdame, por favor. Caí
en un pantano.Todo iba a terminar allí.
Si él moría, Anne se quedaría sola y
moriría, pues no podría cazar pájaros, ni
buscar las frutas en el bosque, ni...
—¡Anne, me muero!
Una figura asustada surgió bajó la
tenue luz de la luna.
—Carl, ¿dónde estás?
—Aquí. Dame la mano. Apoya los pies en
ese árbol y extiéndela, pero no des un
paso más, pues puedes caer tú también y
entonces estaremos perdidos.
Ella extendió la mano, pero no llegaba
a alcanzarlo.
—Detente, Anne. No des un paso más.
Busca una rama larga y apoya los pies en
el tronco del árbol.
Minutos u horas, no lo sabrían jamás.

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Corín Tellado Inesperada aventura

Carl sentía algo viscoso en su cintura,


que lo aprisionaba. Estaba cansado del
esfuerzo, pero Anne lo animaba.
—Vamos, Carl, lucha. No me dejes sola,
por favor, que te necesito. Su voz era
completamente diferente.
—Cálmate, Anne, no pierdas la
serenidad. Alarga la rama, así, un poco
más.
—No puedo soportar la idea de que te
hundas, Carl.
—Ya alcancé la rama, Anne. Ahora tienes
que ser fuerte. No la sueltes, pequeña.
Anne apretó un extremo de la rama con
todas sus fuerzas. Jamás, en toda su vida
de niña mimada imaginó que viviría una
situación tan dramática.
—No la sueltes, Anne. Apóyate bien en
el tronco. Voy a tratar de llegar a la
orilla.

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Corín Tellado Inesperada aventura

Fueron minutos angustiosos.


—No te muevas, Anne, resiste. Estoy
llegando a la orilla.
Anne cerró los ojos.
—Anne, ya estoy aquí.
En ese momento, Anne ocultó la cara
entre sus manos y no pudo controlar los
sollozos que salían desde lo más profundo
de su ser. Por su parte, Carl, extenuado
por el esfuerzo realizado, se acostó en
la hierba, lleno de barro. Anne le acarió
la frente. Estuvieron así largo rato.
—Anne, querida Anne. Yo te salvé la
vida antes y tú me la salvaste ahora. Ya
no llores, por favor, tenemos que
regresar a la cueva. Ayúdame, me apoyaré
en ti, pues me siento un poco débil.
Anne no podía dejar de llorar.
—Me parece que has llorado pocas veces,
Anne.

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Corín Tellado Inesperada aventura

—Tan pocas, que ni las recuerdo.


Siempre creí que llorar era propio de las
personas débiles.
—No hay nada mejor que la debilidad de
una mujer, querida Anne.
—Carl, perdóname, yo tuve la culpa de
lo ocurrido.
—No, Anne, no hay culpables. Quizás fue
la soledad... Pero no hablemos más de
esto. Te prometo que nunca más te
ocurrirá algo semejante.
¿Lo decía por el beso? Ninguno de los
dos volvió a mencionarlo.
—Antes de acostarme, voy a ir al lago a
enjuagarme, Anne. Estoy lleno de lodo.
—Voy contigo, Carl. No quiero separarme
nunca más de ti.
Transcurrieron los días. Carl y Anne se
convirtieron en buenos amigos. Cuando él
iba al bosque a cazar pájaros, ella lo

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acompañaba y los recogía. Otras veces,


mientras él buceaba buscando
provisionesen el avión, ella lo esperaba
en la orilla.
"Jamás, cuando viví en Londres, tuve un
amigo como Carl", pensaba.
Con frecuencia, Anne recordaba el beso
que Carl le había dado aquella noche,
pero jamás hablaba de eso.
A veces conversaban de mil temas y así
fueron conociéndose más y más. Cuando
ella se acostaba, Carl se quedaba solo y
desesperado, dominando sus sentidos. Era
hombre y la amaba, y sentía un deseo
intenso de hacerla su mujer, pero se
controlaba. Anne, por su parte, tenía
dudas...
"¿Será que amo a Carl o lo que siento
es solo producto de esta soledad?",
pensaba. "Casi no siento angustia por

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estar lejos de la civilización".


Un día, al despertarse, Carl recordó
que hacía más de dos meses que no
manipulaba la radio y que la había dejado
sobre la roca. Le dijo a Anne:
—Voy a subir un rato a la roca. Iré a
darle unos golpecitos a la radio.
—¿Desde hace cuándo no la pruebas?
—Desde el día que la descubriste. Creo
que el agua dañó el aparato. Pero voy a
intentarlo de nuevo.
Quedaron silenciosos.
—Carl... —le preguntó Anne de pronto—,
¿te espera alguien en Londres?
—Soy soltero, pero tengo a mi madre y a
mi hermana.
—¿No tienes novia?
—Nunca tuve una novia. Pero amores
fugaces, esos que no dejan huella, sí
tuve muchos. ¿Y a ti te espera tu novio?

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—Mi vida era del dominio público, Carl.


Tenía muchos enamorados, pero no aceptaba
a ninguno.
—Sé algo de tu vida.
—Imagino que tienes un mal concepto de
mí, ¿verdad?
Carl la miró y, de pronto, le tomó una
mano con dulzura.
—Tengo el mejor concepto de ti, Anne.
—¿El mismo de antes?
—Como eras antes no te favorecía. Hoy
eres una mujer maravillosa.
—¿Sabes, Carl? Yo era una muchacha
absurda. Merecía recibir esta lección.
—Cuando regreses a Londres pensarás
como antes. Volverás a ser la misma.
—No lo creo. ¿Qué hacías en Londres?
—Escribía. Soy periodista. Iba en el
avión porque tenía que hacer un reportaje
muy importante.—¿Cómo firmas?

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—Red.
—¿Red? ¿Eres el famoso Red?
—Bueno, Anne, tal vez he sido un poco
original y la gente me dio una fama que
no merezco.
Se miraron fijamente y se sintieron
turbados. De pronto, Carl le dijo:
—¿Sabes, Anne? Si algún día regresamos
a Londres,estoy seguro de que no te
acordarás de mí.
—No lo sé, Carl.
Su respuesta lo desconcertó. Anne era
tan sincera... Claro que no se acordaría
de él, pues vivían en dos mundos
diferentes.
—¿Qué harías si hoy te faltara?
—Me moriría, Carl. No imagino la vida
sin ti... en este lugar.
—Bueno, te dejo, quiero ir a ver cómo
está la radio.

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Corín Tellado Inesperada aventura

Carl llegó a la cima de la roca. El sol


brillaba, pues no había llovido desde que
ellos estaban allí.
De pronto, escuchó un raro sonido que
emitía la radio.
—¡No puede ser! Está funcionando —dijo
en voz baja—. Quizás el sol secó todos
los cables que estaban mojados.
Carl empezó a hablar y, de pronto, una
voz le respondió.
—Estamos perdidos. Somos dos
sobrevivientes del avión que que iba a
New York y que se estrelló hace más de
cuatro meses. Soy Red, el periodista, y
conmigo está la hija de Leonard
Beresford.
Siguió hablando, le pidieron algunos
datos y él los dio.
—Llegaremos a buscarlos.
Carl se fue a la cueva, pero decidió no

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decirle nada a Anne, pues no quería darle


falsas esperanzas. Sintió alegría al
pensar en la posibilidad de regresar a
Londres, y tristeza, pues sabía que
perdería a Anne.
Anne estaba fuera de la cueva cuando
Carl regresó. Lo esperaba ansiosa y él lo
notó. Ella le sonrió con ternura.
—Tardaste mucho, Carl. Ya estaba
angustiada. Si tú me faltas...
Carl se apartó. Huía de su cercanía,
porque tenía miedo de no poder controlar
la pasión que ella le inspiraba.
—¿Huyes de mí, Carl?
—¡Por Dios, Anne! No hagas más difícil
mi vida. Te amo como un loco y no te
imaginas lo que sufro al no tenerte.
—Carl, te admiro mucho, ¿lo sabes?
—No necesito tu admiración, Anne. Lo
que quisiera es...

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No continuó y se alejó de allí para


serenarse. Anne empezó a llorar. No sabía
si sentía alegría al saberse tan amada
por Carl o si sentía angustia.
"Estamos solos y tal vez nunca nos
encuentren. ¿Qué pasará en el futuro?".
Por la noche, cansada, se durmió. En la
madrugada, escuchó unas voces lejanas.
"Estoy soñando", pensó. "Me parece la
voz de papá".
—¡Anne! —gritaban los hombres que se
acercaban.
Anne corrió fuera de la cueva y vio a
su padre y a Gerald que corrían a
abrazarla.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué están aquí?
—Hija mía, estás viva...
—¿Y Carl? ¿Dónde está Carl?
—Calma, querida. Carl nos explicó que
no te dijo ayer que la radio funcionó

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para no darte falsas esperanzas. El pudo


comunicarse y dijo quiénes eran los
sobrevivientes. Aquí estamos, querida.
¡Cómo se pondrán tu madre y tu abuela
cuando sepan que estás viva! No imaginas
lo que hemos llorado al pensar que habías
muerto.
—¿Dónde está Carl, papá?
—El y a está subiendo al otro
helicóptero. Nosotros venimos a recogerte
en nuestra avioneta particular.
—Voy a despedirme de él.
Anne vio que Carl estaba subiendo por
la escalera del helicóptero.
—Carl... —lo llamó.
—Hasta pronto, Anne.
Leonard le dijo a su hija:
—Tenemos que irnos ya, querida.
—Sí, papá, pero ¿sabes? Jamás olvidaré
este lugar.

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Cuando llegaron a la casa y Jane vio a


su hija, corrió a abrazarla. Le parecía
mentira que estuviera viva.
Al día siguiente llegó su abuela de New
York. Mientras Anne todavía dormía en su
cuarto, la anciana preguntó:
—¿Quién era el hombre que estuvo con
Anne todos estos meses?
—No lo sabemos.
—Mira, Leonard, hoy todo el mundo habla
con emoción de lo sucedido, pero después
empezarán los comentarios. Anne y ese
hombre estuvieron solos durante más de
cuatro meses. ¿Qué pasó entre ellos?
—A mí lo único que me importa es que mi
hija está viva —dijo Jane—. Lo demás,
debemos preguntárselo a ella.
—¿Qué tienen que preguntarme?
Anne acababa de entrar en ese momento
en la sala. Llevaba una bata de casa muy

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elegante y el pelo rubio lo había peinado


suelto, sobre la espalda.
—Queremos que nos cuentes todo lo que
pasó, hermanita.
—Bueno, Red me salvó...
—¿Red?
—Sí, el periodista.
—¿El fue tu compañero? Es un periodista
famoso, hija.
—Lo sé.
Durante una semana, Anne no tuvo tiempo
ni para sí misma. Llegaron los amigos a
verla, periodistas a entrevistarla...
—Papá, no quiero ver a nadie.
—¿No te agrada la publicidad?
—No.
Su padre la miró desconcertado.
—Has cambiado, Anne. Antes te encantaba
salir en las revistas.
Un día, Anne se arregló con esmero. Se

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veía muy bella.


—¿Vas a salir, hija?
—Sí.
—Oye, Anne, ¿no has visto al hombre que
estuvo contigo cuatro meses?
—No, abuela.
—Eso es extraño.
Anne se marchó sin responder.
—¿Sabes, mamá? —dijo Jane—. Mi hija ha
cambiado muchísimo. Esta mañana la
escuché hablar con su sirvienta. No te
imaginas con qué amabilidad lo hizo.
—La experiencia que vivió la cambió,
pero fue para su bien, Jane.
—¿Qué habrá pasado entre ella y ese
hombre? El le salvó la vida a Anne.
—¿Tu marido no le dio las gracias?
—Claro que sí. Fue a buscarlo al
periódico donde trabaja y lo recibió en
su despacho. Le dijo que lo que había

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hecho por Anne era su deber. Leonard le


dijo que estaba dispuesto a recompensarlo
muy bien económicamente, pero Red no
aceptó.
—Vaya, es un hombre digno. Eso me gusta
mucho, Jane.
Le dieron la dirección en el periódico
y subió a su auto. Se detuvo ante una
casa muy bonita y llamó a la puerta.
Le abrió una muchacha joven, muy bonita
y bien vestida.—¿Qué desea?
—¿Puedo ver a Carl?
—No está. Si quiere pasar...
¿Sería la esposa de Carl? ¿La habría
engañado al decirle que era soltero?
—Pase, soy Berta, la hermana de Carl.
Esta casa es de mi madre y Carl viene a
veces aquí; otras se queda en su
apartamento de soltero. Yo sé que usted
es la señorita que estuvo con él en aquel

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lugar. Venga para que mi mamá la conozca.


Pasaron a una salita.
—Mamá, ella es...
—La señorita Beresford.
—Así es señora. ¿Les habló Carl de mí?—
preguntó Anne con ansiedad.
—Carl habla poco. Yo la conozco por los
periódicos.
Anne se sintió desilusionada. Si Carl
no la nombraba... ¿había dejado de
amarla?
—Tome un té con nosotras. Estoy
tejiendo suéteres para los hijos de
Berta.
—Pero se ve muy joven...
—Berta se casó a los 18 años y y a
tiene 24. En cambio Carl no acaba de
entender la importancia del matrimonio.
—Tiene demasiados amigos —dijo Berta— y
lo miman mucho las mujeres. Tome, esta es

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Corín Tellado Inesperada aventura

la dirección de Carl. Es su día libre y


está allá.
Anne subió de nuevo a su auto y fue al
apartamento de soltero de Carl. No podía
pasar ni un día más sin verlo. ¿Si lo
amaba? Con toda su alma.
Cuando tocó en la puerta, le abrió el
mismo Carl.
—¡Anne, no te esperaba!
—Hola, Carl.
Lo miró. Se veía distinto, elegante,
rasurado, muy bien vestido.
—¿Es que no pensabas verme de nuevo,
Carl? ¿Tan rápido me olvidaste?
—No, Anne, pero tú perteneces a otro
mundo. No es el mío.
—Somos los mismos de la cueva.
—No, Anne. Allá eras una chica
indefensa, aquí eres una personalidad.
—¿Y tú has cambiado?

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Corín Tellado Inesperada aventura

—Sí, me siento otro.


Anne sintió deseos de llorar.
—Ya lo veo, perdona que te haya
molestado, Carl.
Sin decir más, salió del apartamento
con rapidez.
—Es mejor así —dijo Carl en voz alta—.
No quiero soñar con imposibles.

Pasaron dos días. Anne no salía de su


cuarto y lloraba sin consuelo.
—No sé qué le pasa, mamá.
—Creo, Jane, que Anne se enamoró del
hombre con quien vivió cuatro meses.
—¿Tú lo crees?
En ese momento, una sirvienta se acercó
a las dos y dijo:
—Llaman a la señorita Anne. Dice que es
Carl Redding.
—Pásamelo, Helen —dijo Jane.

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Corín Tellado Inesperada aventura

Cuando tomó el auricular, Jane dijo:


—Señor Redding, soy la mamá de Anne.
Celebro poder hablar con usted pues
quiero expresarle mi gratitud por haber
salvado a mi hija. Por favor, lo espero
esta noche a cenar.
—Está bien, señora. ¿Podría hablar con
Anne?
—Voy a buscarla. ¿Sabe? Ha cambiado
tanto, ahora no sale con sus amigos y se
pasa encerrada en su cuarto.
Cuando Anne respondió el teléfono, Carl
le dijo:
—Anne, ¿puedo verte? ¿Quisieras venir a
mi apartamento?
—Sí, Carl—dijo ilusionada—. Estaré a tu
lado en media hora.
Cuando llegó, no esperó que Carl le
dijera algo. Fue ella quien se abrazó a
él y lo besó en la boca.

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Corín Tellado Inesperada aventura

—Anne... me amas como yo a ti.


—Sí, Carl, con toda mi alma. Ahora,
bésame como aquella primera vez.
Carl perdió un poco su compostura y la
besó con una pasión indescriptible.
—Apártate, Anne, no me tientes. Quiero
casarme contigo.
—Vamos a decírselo a mi familia y
después a la tuya, Carl.
El helicóptero voló durante unos
minutos, buscando donde aterrizar. Carl y
Anne saltaron al suelo. Se veían felices.
—Esta idea fue maravillosa, Anne. —Quiero
hacer el amor contigo en la cueva, Carl,
donde debimos haberlo hecho tantas
veces...
—Ayúdame a transportar todo lo que
trajimos. Vamos a estar aquí un mes, pero
ya no tengo que cazar pájaros.
—El helicóptero vendrá con comida

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Corín Tellado Inesperada aventura

dentro de 15 días. Mientras tanto, quiero


disfrutar de tu amor dentro de la cueva.
—Soy el hombre más feliz del mundo.

Fin

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