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Cyril Judd
Título original: Cadet Gunner
Traducción: J. M. Alvarez Flórez
© 1952 by Cyril Kornbluth y Judith Merrill
© 1958 Editorial Sagitario
ISBN: 84-7136-212-0
Edición digital de Umbriel
R6 10/02
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Cade, con frígida calma, salió a toda prisa de la Casa Capitular y corrió los doscientos
metros que la separaban del campo de vuelos. No jadeaba cuando se introdujo en su
pequeño vehículo. Sus dedos accionaron los controles y botones sin rótulo del cuadro de
mando. Hacía ya varios años que no tenía que utilizar reglas nemotécnicas para recordar
el orden y la disposición de aquellos controles, que eran más de doscientos. Cuando la
roja niebla electrónica del precalentamiento brotó de la cola del planeador, su pasajero, el
escudero Kemble, saltó, lanzado inmediatamente contra su asiento sin almohadillar, por
un despegue de 3,25-G.
París era una mancha abajo, el París de Cade, nacido en Denver, había visto sólo
desde el aire y desde los ventanales de la Casa Capitular. Minutos después, parpadeó
Reims unos instantes a la izquierda. El frenazo y el aterrizaje en Metz fueron tan crueles
como el despegue. Nunca había tenido consideración consigo mismo ni con ningún otro
del servicio, aunque no supiese que era famoso por ello.
—Hermano —dijo al magullado escudero—, contacta con los mandos establecidos en
Dieuce y Nancy.
A regañadientes, Kemble manipuló el mapa, la brújula y los nonios del círculo
orientador durante dos minutos hasta que consiguió dirigir los haces sobre los campos de
la base de reserva y puesto del otro comando de vanguardia. El peligro del orgullo, pensó
culpablemente, ahogando su inquietud. Las otras doce naves de su compañía aterrizaban
entonces.
—Hermano Cade —dijo la voz del superior—. Que salgan los vehículos de exploración.
—Los vehículos de exploración están ya fuera, hermano —dijo, indicando dos
planeadores que había sobre él. De ellos comenzó a llegar un monótono sonsonete de
«ninguna acción enemiga».
A los cinco minutos cambió el sonsonete:
—Contactamos con los exploradores de la primera compañía sobre Forbach. Ninguna
acción enemiga.
—Hermano Cade —dijo el superior—, ordene saltar a sus exploradores. Mis
planeadores les cubrirán. Cade dio la orden:
—Exploradores de la segunda compañía: pistolero Arris, controle el planeador del
pistolero Meynall con su circuito a distancia. Hermano Meynall, descienda en paracaídas
en la zona de Forbach para reconocer el terreno a pie. Escudero Raymond, explore
Sarreguemines. Escudero Bonfils, explore Sarralbe.
Los hermanos Meynall, Raymond y Bonfils informaron de aterrizajes satisfactorios.
—No hay ningún plebeyo —dijo el pistolero de Forbach—. Como siempre. Estoy en la
plaza del pueblo y me dirijo a la central telefónica. Ningún ene...
Se oyó un disparo y terminó el mensaje.
Cade conectó el circuito Raymond-Bonfils con el superior y con la compañía de reserva
e informó:
—Tengan cuidado. Forbach está ocupado. Pistolero Arris, regrese inmediatamente a la
base con los planeadores.
—Planeadores de la primera compañía —dijo el superior—, regresen inmediatamente a
la base.
—Hermanos Raymond y Bonfils, informen. Habló el escudero Raymond.
—En Sarreguemines no hay ningún plebeyo. Me he puesto a cubierto en una
panadería desde cuyas ventanas se domina la plaza. Veo movimiento en las ventanas de
un edificio que hay enfrente: el ayuntamiento, la central telefónica, el departamento de
aguas y no sé qué más. Es sólo un pueblo.
—¡Hermano Bonfils, informe! No hubo respuesta.
—Hermano Raymond, dese prisa. Debemos organizar un ataque. Mantenga el fuego
hasta que aparezca el enemigo y entonces seleccione los blancos más oportunos. Debe
considerarse usted como sacrificable.
—Sí, hermano.
—Tercera compañía de Nancy, considérese en estado de alerta. Segunda y tercera
compañía, reúnanse con la primera en el plazo de diez minutos, a las 1036 horas, dos
kilómetros al sur de la plaza central de Sarralbe. Alinien sus planeadores para
desembarcar dispuestos a luchar a pie; debemos iniciar un ataque frontal contra Sarralbe
y limpiarla de enemigos. La tercera compañía ocupará el ala izquierda, la segunda el
centro y la primera el ala derecha. Pistolero Cade, enviará usted un planeador para que
distraiga al enemigo con un ataque paracaidista al ayuntamiento del pueblo cuando
nuestros hombres lleguen a la plaza. Adelante, hermano.
—¡Adelante! —gritó Cade a su compañía, y todos se lanzaron a sus aparatos. Con el
control a distancia, hizo despegar a los planeadores en perfecta formación, los llevó al
punto de reunión, y los desprendió para un aterrizaje individual. La primera compañía se
alineaba recta como un cordel a su derecha, y momentos después, aterrizó la tercera
compañía.
«El escudero Kemble ha hecho un trabajo bastante insatisfactorio con las
comunicaciones», pensó Cade, pero era impropio de un pistolero no olvidar los errores.
—Hermano —dijo—, te he elegido para llevar a cabo la distracción del enemigo según
órdenes del superior. El joven se irguió orgulloso.
—Sí, hermano —dijo, reprimiendo una sonrisa de complacencia.
Cade continuó hablando desde su puesto de mando:
—Pistolero Orris. Se quedará usted aquí en su planeador durante el ataque, y llevará
por pasajero al escudero Kemble. A una señal mía despegará usted y volará sobre el
ayuntamiento de Sarralbe, donde descenderá en paracaídas el hermano Kemble para
distraer al enemigo. Después de llevarle allí, regrese con su planeador a la posición que
ocupa ahora y abandone el aparato para unirse al grupo que ha de atacar a pie.
El escudero salió del planeador de Cade y se dirigió al aparato de Orris, pero vaciló ya
en el suelo y se volvió diciendo muy ufano:
—Apuesto a que liquido a una docena antes de que me cacen.
—Puede ser, hermano —dijo Cade, y esta vez el escudero sonrió mientras continuaba
su camino. Cade no había querido desanimarle diciéndole que al único pistolero
moscovita que tendría oportunidad de matar antes de que le cazaran en pleno descenso
era el vigía del tejado. Pero, ¿cómo iba a entenderlo? Treinta segundos de confusión
entre el enemigo podrían ser infinitamente más importantes que el matar a treinta de sus
mejores pistoleros.
El reloj señaló las 1036; los hombres salieron de los planeadores y se situaron en
formación de ataque. El brazo derecho alzado del superior, al fondo y a la derecha de la
hilera, descendió y los hermanos comenzaron a avanzar, todos con el mismo paso firme y
decidido...
Los ojos de Cade se posaban en todas partes salvo en sus botas; escudriñaban
matorrales intentando localizar movimientos sospechosos, tierra removida que indicara
que se había excavado un refugio, árboles con ramas y hojas extrañas y del tamaño de
un hombre. Pero de algún modo sentía sus pies dentro de las botas, no dolorosa sino
felizmente. Los pistoleros van donde el emperador quiere. He aquí su gloria.
A la derecha, sonó un disparo. La voz del superior dijo en su casco:
—Puesto de observación enemigo. Un novicio. Está ya liquidado, pero en la ciudad
están alerta.
—El enemigo nos ha localizado —dijo al hombre que iba a su lado—. Comunique la
noticia, hermano.
Un murmullo recorrió la fila. Los hermanos que inconscientemente habían ido
adoptando formación de desfile se dieron cuenta y se retrasaron o pasaron a avanzar
encogidos hasta que la formación volvió a ser la de un grupo de ataque.
Lo hicieron muy a tiempo. A unos treinta metros a la izquierda de Cade se alzaba
excelentemente camuflado, un puesto enemigo. El moscovita derribó a dos escuderos de
un solo disparo antes de que le mataran. Si los atacantes hubiesen formado una línea
recta, habría podido matar a veinte con su tiro de flanco. El bosque se hizo más espeso y
el contacto directo por los flancos se perdió.
—Que salgan los exploradores —dijo el superior, y Cade hizo una seña a dos
pistoleros para que se levantaran.
Sus elocuentes brazos eran los ojos de la compañía. Si se alzaba uno, la compañía
veía posible peligro; se detenía. El brazo alzado hacia abajo y hacia delante significaba
que la compañía podía avanzar con seguridad. Cuando ambos brazos se alzaban en un
gesto como el de sujetar un gran montón de paja significaba alarma por algo inexplicable
y continuaban su avance muy lentamente, con las armas dispuestas. Ambos brazos
batiendo hacia abajo como alas de buitre significaba que la compañía se enfrentaba con
una trampa mortal; sus cincuenta miembros se echaban al suelo para esquivar la silbante
guadaña.
Apretándose contra el suelo mientras sus ojos escrutaban metódicamente buscando la
bien oculta patrulla de combate moscovita que había estado acosándoles, Cade pensó:
Es propio que nosotros los pistoleros sirvamos.
Percibió un movimiento extraño en un matorral y lo calcinó. En medio de la llamarada
se agitó un objeto negro que se encogió como un gran mono: un enemigo más
carbonizado a la no existencia. El disparo había descubierto su posición;
automáticamente, dio una voltereta hasta dos metros más allá y vio brotar un fogonazo en
las ramas bajas de un árbol dirigido al punto desde el que había disparado. Antes de que
el fogonazo se apagara, le había respondido.
Pensó: Mientras sea así, todo irá bien, hasta la culminación de los tiempos.
El brazo del explorador superviviente se alzó con gesto decidido. La compañía se
detuvo y el explorador regresó adonde estaba Cade.
—Diez metros de matorral bajo y maleza y luego el pueblo. Tres hileras de casas de
piedra de cuatro plantas y luego la plaza, si no recuerdo mal. La maleza está despejada.
Pero aquellas ventanas desde las que se domina el terreno...
—Fuego desde arriba —murmuró Cade, y oyó un quejido a su lado. Se volvió para
mirar con dureza al joven escudero de dolorida expresión, pero antes de que pudiese
reñirle, intervino Harrow, el marciano.
—A mí también me parece terrible —dijo, y la inesperada nota de simpatía hizo que el
muchacho se desmoronase por completo.
—No puedo soportarlo —balbució histéricamente—. Esa sensación que se tiene
cuando cae sobre ti desde arriba y nada puede protegerte... ¡Lo único que puedes hacer
es correr! ¡No puedo soportarlo!
—Tranquilícenle —dijo Cade irritado, y alguien se llevó al escudero, pero no antes de
que Cade anotase su nombre. Se ocuparía del asunto más tarde.
—Hermano —le dijo al oído Harrow, con vehemencia.
—¿Qué pasa? —replicó secamente Cade.
—Hermano, tengo una idea. —Vaciló, pero al ver que Cade se apartaba con
impaciencia, añadió precipitadamente—: Hermano, hagámosles fuego desde arriba.
Nadie se enteraría.
—¿De qué hablas? —preguntó Cade con sequedad—. No hay árboles lo bastante altos
o lo bastante cerca.
—Cade —dijo quedamente el marciano—, no finjas conmigo. ¡Serías el único pistolero
que no ha pensado alguna vez en ello! ¿Quién va a darse cuenta de la diferencia? Quiero
decir... —pero de pronto se calló, no podía encontrar palabras.
—Me alegra ver que te queda algo de vergüenza —dijo irritado Cade—. Sé lo que
quieres decir. —Se volvió a un lado y gritó—: ¡Traigan a ese escudero cobarde!
Inmediatamente. —Tan pronto como llegó el joven, continuó—: Quiero que aprenda por sí
mismo cuáles son las consecuencias de ceder a la tentación del miedo. Su conducta hizo
proponer al pistolero Harrow que... que disparásemos sobre las casas desde nuestros
planeadores.
El escudero se miró los pies largo rato y luego miró a su jefe.
—No sabía que hubiese gente así, señor —dijo torpemente—. Señor, me gustaría que
se me concediese el honor de encabezar la línea de ataque.
—No se ha ganado usted ningún honor —replicó Cade—. Ni su rango le otorga
derecho a solicitar posiciones de privilegio —miró significativamente al pistolero marciano.
Harrow se enjugó el sudor de la cara.
—Podría haber vuelto a Marte —dijo con amargura— con mi propio pueblo, si hubiera
salido vivo de ésta.
—No lo mereces, pistolero Harrow. —Cade pronunció estas palabras con dureza en un
súbito y expectante silencio.
Los disparos habían cesado momentáneamente; el enemigo esperaba su acción.
Todos los milicianos de Francia que estaban lo suficientemente cerca para oír lo que
pasaba, se aproximaron para ver el desenlace. Cade aprovechaba el momento para
grabar en sus hombres una lección inolvidable. Dijo, levantando la voz:
—Klin escribió: «Hay que dar por supuesto que la Humanidad es básicamente
misericordiosa; de lo contrario resultaría inexplicable el que los borregos acaben
mandando.» Por si no sabes bastante filosofía Klin, te diré que el borrego está asociado
con la figura del pastor y, por tanto, con la del mismísimo Gran Pastor. Voy a seguir el
mandato de misericordia de Klin. Necesitamos un pistólero que atraiga el fuego de las
ventanas de la casa para que podamos así localizar en qué puntos... ¿me escuchas?
—Sí, hermano, te escucho.
Pero sus labios siguieron moviéndose cuando Cade continuó:
—Tenemos que atraer el fuego de los que ocupan las ventanas de la casa para poder
conocer su posición y liquidarlos de una descarga y tomar la casa.
—Sí, hermano, yo atraeré el fuego enemigo —dijo Harrow.
Cade se giró bruscamente y se enfrentó al resto de su compañía.
—¿Son ustedes milicianos o chismosos plebeyos? —preguntó ferozmente—. ¡Vuelvan
a sus puestos antes de que el enemigo descubra su debilidad! Y ojalá el combate borre
de sus mentes este recuerdo. Hay cosas que es mejor olvidar.
Llamó a la primera compañía y a la tercera por el transmisor de su casco e informó...
sin mencionar el desdichado episodio.
—Muy bien —dijo su superior—. Avance inmediatamente sobre la primera hilera de
casas; tenemos sus coordenadas y le seguiremos en cuanto haya tomado una casa o
dos.
Harrow había empezado de nuevo a murmurar para sí, en tono lo bastante alto para
ser una molestia durante la conversación. Se repetía:
—Es propio que el emperador reine.
»Propio es que el maestro de poder le sirva.
»Propio es que nosotros los pistoleros sirvamos al emperador a través del maestro de
poder y de nuestras estrellas particulares.
»Mientras sea así, todo irá bien hasta la consumación de los siglos.
Cade no tuvo tiempo a reprenderle.
Harrow se distinguió atrayendo el fuego enemigo de las ventanas de la casa. En una
operación de este género, existen riesgos de que, llamémosle el «blanco», salga en un
estado de exaltación, pensando más en el servicio supremo que presta que en la tarea
concreta de prestarlo. A Cade le complació y le sorprendió la velocidad desesperada con
que Harrow partió del final del bosque y se lanzó a cruzar la zona de matorrales, con su
capa flotando tras él, desplegando las dos anchas bandas de pistolero en el borde: una
banda nueva, marrón, encima por Francia; otra más vieja, de color rojo, debajo, por Marte.
Un disparo brotó en una ventana sin alcanzarle.
—Blanco —dijo el primer tirador de precisión de la línea.
Brotó un fogonazo en otra ventana que destrozó el borde: una banda nueva, marrón,
encima, por Francia; otra más vieja, de color rojo, debajo, por Marte.
—Blanco —dijo el segundo tirador de precisión. Una tercera ventana escupió fuego, y
el pistolero recibió el impacto en el mismo brazo calcinado.
—Blanco.
Otro disparo le arrancó las piernas, desde otra ventana.
—Blanco.
Hubo un leve movimiento hacia delante en la línea de atacantes que esperaban. Cade
alzó el brazo rápidamente.
—Se arrastra —dijo—. Le liquidarán. Desde la ventana, pequeña y de aspecto
insignificante, de una caja de escalera, brotó otro disparo.
—Blanco.
—Todo dispuesto —dijo Cade—. Mientras sea así, todo irá bien... Tiradores de
precisión, preparados; asaltantes, preparados. Tiradores de precisión, fuego. Asaltantes,
ataquen.
Él encabezó el asalto, lanzándose entre la maleza, con un torrente de llamas ardiendo
sobre él: sus tiradores de precisión, con la iniciativa del fuego, liquidaban a los moscovitas
en sus ventanas, a casi todos. De dos ventanas insospechadas brotó fuego, derribando a
dos de los atacantes. Inmediatamente los tiradores de precisión apostados en el bosque
contestaron. Y por entonces había ya diez pistoleros pegados a la pared de la casa.
Dirigidos por Cade, los milicianos de Francia se lanzaron por la calleja que separaba una
casa de otra e irrumpieron por una puerta lateral.
Invadieron la casa como una jauría, calcinando a cinco milicianos moscovitas ya
heridos y encontrando a otros dos más muertos junto a las ventanas. Perdieron un
escudero, víctima del fuego de un agonizante y desesperado moscovita herido. La casa
era suya.
Vivía. No estaba muerto. Los labios helados se movieron mientras murmuraba: «La
vanidad es un peligro.» Estaba vivo, y el rostro viejo y coriáceo era sólo la arpía que había
visto antes; La Señora era una plebeya de florido rostro, de gran belleza, pero
desalmadamente mortal.
—Muy bien —dijeron claramente los labios rosados, no a él sino, por encima de su
cuerpo, a la arpía. Ahora vete. Te esperan en la cámara.
—El miliciano está vivo —respondió la voz áspera de la vieja—. Atendí al miliciano bien
y aún vive. La perra de mi hija nunca me creería capaz de hacerlo. Me dejó atrás para que
me muriese, ella y el cerdo de su...
—¡Vete de una vez! —la joven vestía la ropa áspera y chillona de los plebeyos, pero su
voz traicionaba un hábito de mando—. Vete a la cámara, deprisa, o pueden olvidarse de
esperar.
Cade se estremeció al sentir los dedos huesudos de la arpía en su antebrazo.
—Vive —dijo de nuevo, y rió entre dientes—. El miliciano vive, su piel está caliente.
Aquel roce era horrible. No parecía el roce de una mujer. No había nada femenino en
ella; había pasado ya la edad peligrosa. Pero notaba un cosquilleo como de gusano en
aquellos dedos. Intentó apartar el brazo y descubrió que tenía las manos atadas. La vieja
retrocedió lentamente hacia una puerta y, mientras la joven la miraba marchar, comprobó
la fuerza de sus ligaduras.
Luego la arpía desapareció y quedó solo con la joven plebeya, que absurdamente
parecía una visión de gloria y hablaba en tono tan imperativo como un hombre de poder.
Las ligaduras no estaban demasiado prietas. Dejó de hacer fuerza, para que ella no
pudiese descubrir que era capaz de liberarse.
Le observaba, y él, perversamente, se negaba a mirarla. Sus ojos recorrían todos los
detalles de la desnuda habitación: la curva elíptica del techo, las paredes; la curvada
puerta, que se ajustaba a la forma de la pared, y apenas se diferenciaba de ella, la cama
en la que estaba tendido; una mesa que había a su lado donde la muchacha, con largos y
limpios dedos, manipulaba un frasco de líquido colorado.
Observó sus operaciones y vio que quitaba el tapón del frasco en el que había una
aguja. La observó mientras sacaba un pedazo de algodón de otro recipiente y lo
empapaba de un líquido incoloro del otro único objeto de la habitación: una botellita que
estaba sobre la mesa. Siguió observando incluso cuando la muchacha empezó a hablar,
fijando los ojos obstinadamente en sus manos, lejos de la peligrosa belleza de su rostro.
—Cade —dijo ella con urgencia—. ¿Puedes oírme? ¿Entiendes lo que te digo?
No había en su voz ahora tono de mando. Era una voz templada y melodiosa.
Acariciaba su memoria, hasta que los recuerdos llegaron. Sólo una vez le había llamado
por su nombre de miliciano una mujer. El día en que ingresó en la Orden, antes de hacer
sus votos. Su madre le había besado, lo recordaba ahora, le había besado y murmurado
suavemente el nuevo nombre, como ahora la chica. Desde aquel día, su onceavo
cumpleaños, ninguna mujer había osado tentarle con un apelativo familiar.
Yacía inmóvil, intentando sepultar el recuerdo, negándose a contestar.
—Cade —repitió ella—. No hay mucho tiempo. Vendrán en seguida. ¿Puedes
entenderme?
Las manos se movieron sobre la mesa, dejaron aguja y algodón y flotaron hacia él. La
muchacha colocó las palmas en las mejillas de Cade e hizo girar su cara hacia arriba,
hacia la de ella. Cade no podía recordar, ni siquiera evocando su niñez, el tacto de unas
manos como aquéllas. Eran sedosas, suaves... increíblemente suaves. Eran, pensó y se
ruborizó al pensarlo, como la tela esponjosa de la túnica ceremonial del emperador,
cuando rozaba su rostro el Día de Audiencia, cuando se arrodillaba devotamente ante él.
Pero aquél no era un Día de Audiencia. Sobre él estaban las manos de una plebeya y
el contacto con cualquier mujer estaba prohibido. La sangre abandonó su rostro y movió
la cabeza violentamente, liberándose de aquel peligroso contacto.
—Lo siento —dijo ella—, lo siento, miliciano, señor. Luego, increíblemente, la
muchacha rompió a reír.
—Siento no haberme dirigido a vos adecuadamente, señor, haber profanado vuestra
castidad con mi contacto. ¿Es que no os dais cuenta de que estáis en peligro? ¿Qué es
antes para vos, el ritual de vuestra orden o vuestra lealtad al emperador?
—Los milicianos van donde el emperador quiere —recitó Cade—. He ahí su gloria. Los
milicianos son firmes columnas; sin ellos no podría mantenerse el Reino, pero sin el Reino
la Orden no podría...
Botas, pensó. Calzas. No estaban. Alzó un poco la cabeza y sintió un aguijonazo de
dolor en la nuca, pero antes de bajarla de nuevo, lo vio todo: llevaba los pantalones flojos
de los plebeyos; sandalias de suela blanca de trabajador urbano. ¡No tengo botas, ni
calzas, ni capa, ni pistola!
—¿Qué lugar es éste? —explotó—. En nombre de la Orden de la que soy miembro,
exijo que me pongas en libertad y me devuelvas mi pistola antes de que...
—¡Quieto, idiota! —había algo en aquella orden que le hizo detenerse—. Vendrán
todos aquí si gritas. Ahora escucha atentamente, si es que aún hay tiempo. Eres cautivo
de un grupo que conspira contra el emperador. Ahora no puedo decirte más, pero tengo
instrucciones de inyectarte una sustancia que...
Se detuvo bruscamente, y él oyó también las firmes Pisadas que se aproximaban
desde... ¿dónde? ¿Un pasillo exterior? y hablaba en tono tan imperativo como un hombre
de poder.
Las ligaduras no estaban demasiado prietas. Dejó de hacer fuerza, para que ella no
pudiese descubrir que era capaz de liberarse.
Le observaba, y él, perversamente, se negaba a mirarla. Sus ojos recorrían todos los
detalles de la desnuda habitación: la curva elíptica del techo, las paredes; la curvada
puerta, que se ajustaba a la forma de la pared, y apenas se diferenciaba de ella, la cama
en la que estaba tendido; una mesa que había a su lado donde la muchacha, con largos y
limpios dedos, manipulaba un frasco de líquido colorado.
Observó sus operaciones y vio que quitaba el tapón del frasco en el que había una
aguja. La observó mientras sacaba un pedazo de algodón de otro recipiente y lo
empapaba de un líquido incoloro del otro único objeto de la habitación: una botellita que
estaba sobre la mesa. Siguió observando incluso cuando la muchacha empezó a hablar,
fijando los ojos obstinadamente en sus manos, lejos de la peligrosa belleza de su rostro.
—Cade —dijo ella con urgencia—. ¿Puedes oírme? ¿Entiendes lo que te digo?
No había en su voz ahora tono de mando. Era una voz templada y melodiosa.
Acariciaba su memoria, hasta que los recuerdos llegaron. Sólo una vez le había llamado
por su nombre de miliciano una mujer. El día en que ingresó en la Orden, antes de hacer
sus votos. Su madre le había besado, lo recordaba ahora, le había besado y murmurado
suavemente el nuevo nombre, como ahora la chica. Desde aquel día, su onceavo
cumpleaños, ninguna mujer había osado tentarle con un apelativo familiar.
Yacía inmóvil, intentando sepultar el recuerdo, negándose a contestar.
—Cade —repitió ella—. No hay mucho tiempo. Vendrán en seguida. ¿Puedes
entenderme?
Las manos se movieron sobre la mesa, dejaron aguja y algodón y flotaron hacia él. La
muchacha colocó las palmas en las mejillas de Cade e hizo girar su cara hacia arriba,
hacia la de ella. Cade no podía recordar, ni siquiera evocando su niñez, el tacto de unas
manos como aquéllas. Eran sedosas, suaves... increíblemente suaves. Eran, pensó y se
ruborizó al pensarlo, como la tela esponjosa de la túnica ceremonial del emperador,
cuando rozaba su rostro el Día de Audiencia, cuando se arrodillaba devotamente ante él.
Pero aquél no era un Día de Audiencia. Sobre él estaban las manos de una plebeya y
el contacto con cualquier mujer estaba prohibido. La sangre abandonó su rostro y movió
la cabeza violentamente, liberándose de aquel peligroso contacto.
—Lo siento —dijo ella—, lo siento, miliciano, señor. Luego, increíblemente, la
muchacha rompió a reír.
—Siento no haberme dirigido a vos adecuadamente, señor, haber profanado vuestra
castidad con mi contacto. ¿Es que no os dais cuenta de que estáis en peligro? ¿Qué es
antes para vos, el ritual de vuestra orden o vuestra lealtad al emperador?
—Los milicianos van donde el emperador quiere —recitó Cade—. He ahí su gloria. Los
milicianos son firmes columnas; sin ellos no podría mantenerse el Reino, pero sin el Reino
la Orden no podría...
Botas, pensó. Calzas. No estaban. Alzó un poco la cabeza y sintió un aguijonazo de
dolor en la nuca, pero antes de bajarla de nuevo, lo vio todo: llevaba los pantalones flojos
de los plebeyos; sandalias de suela blanca de trabajador urbano. ¡No tengo botas, ni
calzas, ni capa, ni pistola!
—¿Qué lugar es éste? —explotó—. En nombre de la Orden de la que soy miembro,
exijo que me pongas en libertad y me devuelvas mi pistola antes de que...
—¡Quieto, idiota! —había algo en aquella orden que le hizo detenerse—. Vendrán
todos aquí si gritas. Ahora escucha atentamente, si es que aún hay tiempo. Eres cautivo
de un grupo que conspira contra el emperador. Ahora no puedo decirte más, pero tengo
instrucciones de inyectarte una sustancia que...
Se detuvo bruscamente, y él oyó también las firmes pisadas que se aproximaban
desde... ¿dónde? ¿Un pasillo exterior?
Algo se apretó contra sus labios, algo suave y liso.
—¡Abre la boca, imbécil! ¡Trágala, rápido! Con eso...
La puerta se abrió suavemente y las pisadas continuaron sin perder el ritmo. Avanzaron
hasta el centro de la habitación y se detuvieron bruscamente, mientras su autor miraba a
su alrededor con aire extraño.
—Busco a mi primo —proclamó, sin dirigirse a nadie en concreto.
—Tu primo no está aquí —contestó suavemente la muchacha—. Yo soy la ayudante de
tu primo, y te llevaré hasta él.
Con tres pasos la muchacha llegó junto a la figura rígidamente erguida, tocándola
levemente en la nuca.
—Sígueme —ordenó.
Sin el menor cambio de expresión en su pálido rostro, el hombre dio la vuelta y la
siguió; sus pasos firmes y regulares se encaminaron hacia la puerta. Pero antes de que
llegase a ella, se abrió de nuevo y asomó un rostro de agudos rasgos y expresión
preocupada. El recién llegado era pequeño y huesudo y vestía el uniforme gris del
Servicio Klin, la túnica correctamente atada sobre los abultados pantalones; sobre la
cabeza llevaba el sombrero cupular, y unos leguis cubrían sus pantorrillas; respiraba
entrecortadamente, cerró la puerta después de entrar, y se apoyó en ella hasta que
recobró el aliento.
—Aquí está tu primo —dijo la muchacha con frialdad—. Él se hará cargo de ti ahora.
Cade, aún tendido sobre la cama, dejó instintivamente de aflojar las ligaduras de sus
muñecas, y cerró los ojos, en el momento en que el hombre de gris miraba hacia él y
preguntaba:
—¿Cómo está? ¿Algún problema?
—No plantea ningún problema —el tono de la muchacha era despectivo—. Acaba de
llegar.
—Bien. Cade oyó la respiración entrecortada, y luego la voz del hombre adquirió un
tono nervioso—. Yo soy tu primo —dijo monótonamente—. Vendrás conmigo.
—Tú eres mi primo —contestó la voz sin tono del sonámbulo—. Tengo que informar
que he realizado ya mi misión. He logrado matar...
—Ahora ven conmigo. Ya darás tu informe en..
—... matar al Encargado del...
—...en otra habitación. Me informarás...
—... del Tercer Distrito del Servicio Klin...
—...en privado. En otra habitación...
Cade alzó los párpados lo suficiente para observar la agitación del hombre de gris al
ver que las palabras continuaban fluyendo de aquellos labios pese a sus esfuerzos.
—...¿debo destruirme ahora a mí mismo? Mi misión está cumplida. —Por fin se detuvo.
Justo a tiempo. Las manos de Cade, libres ya, descansaban seguras de nuevo cuando
el hombre de gris se volvió para mirarle.
—Todo parece ir bien —dijo el Primo, examinándole; deliberadamente, Cade parpadeó
con torpeza—. Está despertando. Será mejor que me lleve a éste.
—Quizá sea lo mejor —la voz de la muchacha expresaba ahora un profundo disgusto—
. ¿Es uno de los tuyos?
—No, sólo estoy tomando su informe. Es de Larter.
—Larter es nuevo —admitió ella, y guardó silencio.
—Bueno... —hubo un momento de silencio embarazoso y Cade abrió del todo los ojos
y vio al Primo de pie en el quicio de la puerta, vacilante—. ¿No crees que sería mejor que
me quedase? Ya sabes que es un pistolero. Podría...
—Ya te he dicho que puedo manejarlo —contestó ella—. Tú vigila a tu hombre antes de
que... ¡Cuidado!
Los ojos del sonámbulo, grandes y brillantes, parecían fascinados por la aguja que
había en la mesa. Vio a Cade, tendido en la cama, y una súbita animación encendió su
rostro.
—¡No dejes que te lo hagan! —gritó—. ¡No dejes que te toquen! Te convertirán en algo
como yo.
El otro hombre se quedó pálido y horrorizado pero la muchacha actuó con tanta rapidez
que Cade podría haberse admirado si fuese posible tal con una plebeya. Estaba al otro
lado de la habitación y otra vez con la aguja en la mano cuando el hombre gritó su
advertencia a Cade. Antes de que el plebeyo pudiese alzar el brazo para apartarla, ella
hundió la aguja en su carne y le inyectó el líquido.
—¡S-s-s-s-s-t!
El hombre de gris estaba preparado cuando ella le chistó.
—Tú vendrás conmigo —dijo—. Vendrás conmigo ahora. Tú vendrás conmigo.
Cade había visto trabajar a algunos hipnotizadores, pero nunca con la ayuda de una
droga tan rápida como aquélla. Sintió la cápsula que le había dado la muchacha cálida y
húmeda entre los labios. Se apoderó de él el horror, pero esperó como sabía que debía
hacer, hasta que la puerta se cerrase tras aquellos pasos inhumanamente regulares.
Ahora sabía muy bien lo rápida que era la muchacha. Los pistoleros son firmes
columnas. Propio es que sirvamos. En el momento justo, escupió la peligrosa píldora y
saltó de la cama. Ella no tuvo tiempo a volverse: el puño de Cade la alcanzó en la cabeza
y se derrumbó silenciosamente en el suelo.
5
Oscuridad y un golpe... Descanso y una sensación de aceleración... un transcurrir de
tiempo y la irrupción de sonidos... un motor, rumor de viento, voces... Risas.
—¿Lo hará? ¿Qué crees?
—Quién sabe...
—Es un pistolero. Son capaces de partirte la espalda en un segundo.
—No me creo esos cuentos.
—Fíjate, mírale. ¡Tiene músculos de acero!
—Los eligen así.
—No, es el entrenamiento que reciben. Si alguien puede hacerlo es un pistolero.
—No sé.
—Bueno, si él no lo hace, lo hará el siguiente. O el otro. Ahora sabemos que podemos
hacerlo. Cogeremos tantos como necesitemos.
—Es arriesgado. Es demasiado peligroso.
—No como lo hicimos. La vieja dama vino con él. Una sacudida.
—Tendrás que llevarle andando a la Cannon.
—¡Dos manzanas! Y debe pesar...
—Sí, pero tienes que hacerlo tú. Yo llevo ropa gris. ¿Qué haría un oficial del servicio
Klin en casa de la Cannon?
—Pero... Bueno, de acuerdo. ¿Crees que él lo conseguirá?
Vacilante avanzar calle abajo, una calle oscura, una mancha borrosa le mantiene en
pie, jadeando y maldiciendo. Luego un local difuso lleno de ruidos repiqueteantes y
manchas de colores claros.
—Tranquilo, muchacho. Vamos hasta allí... Hay una magnífica mesa en el rincón. ¿Te
gusta? Está bien, en la silla. Dóblate, maldita sea. Dóblate —un golpe sordo en el
estómago—. Así está mejor. Dos whiskies, querida.
—¿Qué le pasa a tu amigo?
—Está un poco borracho. Voy a dejarle aquí después de tomar un trago. Se recupera
siempre durmiendo un poco.
—¿Sí?
—Sí. Puedes quedarte con el cambio, querida.
—Eso es otra cosa.
—¿De vuelta tan deprisa, querida?...
—Aquí tienes tu whisky.
—De acuerdo. Haz la vista gorda, querida. ¿Me oyes tú, amigo? Me voy ya, adiós. Ya
nos veremos —la mancha parlante se alejó y llegó otra de brillantes colores.
—¿Me convidas a un trago? Estás bien colocado, ¿en, amigo? ¿Te importa que tome
el tuyo? Parece que tú ya has bebido bastante. Yo soy Arlene. Soy del sur. ¿Te gustan las
chicas del sur? ¿Pero qué te pasa? Si estás dormido, ¿por qué ni cierras los ojos,
grandón? ¿Es una broma?
Otra mancha de brillantes colores:
—Hola, ¿quieres compañía? Ya vi que echabas a Arlene, y no te lo reprocho. Lo único
que sabe decir es: «convídame a un trago». Yo no soy así. Me gusta charlar un rato
tranquilamente de vez en cuando. ¿Qué es lo que haces tú para divertirte, grandón...
seguir las carreras? ¿Jugar a las cartas? ¿Seguir las guerras? Yo soy una entusiasta de
las guerras. Soy partidaria de Zanzíbar. Ese pistolero Golos... ¡amigo! este año lleva ya
diecisiete incursiones y nueve muertes. Eso es lo que se llama un pistolero. Bueno,
grandón, ¿me pagas un trago mientras hablamos? Pero, ¿qué te pasa? Demonios, está
dormido y con los ojos abiertos.
La mancha desapareció. La vitalidad empezó a alumbrar en sus entumecidos
miembros, y a través de su mente relumbró la claridad. Vete a Palacio y mata al Maestro
de Poder. Las manos se agitaron desmayadamente sobre la mesa y la mente comenzó a
ponerse en movimiento, tabulando conocimientos con asombrosa familiaridad.
Tú matabas a la gente con tus manos, bastaba golpear a un lado del cuello con el
canto de la mano... si te dejasen trabajar treinta segundos sin interrupción, podrías coger
a uno por el cuello y aplastarle el cartílago de la tráquea con los pulgares.
Ve a Palacio y mata al Maestro de Poder con tus propias manos.
Una mano rodeó el vaso vacío de whisky y lo apretó convirtiéndolo en fragmentos y
polvo. Atacando por detrás puedes romperle la espalda metiendo el pie alrededor del
empeine, poniendo la rodilla en el lugar adecuado y lanzándote hacia delante mientras le
agarras por los hombros.
Se colocó al otro lado de la mesa una muchacha con un vestido de alegres colores.
—Te traigo un traguito, grandón. Si me contestas no tomaré nada yo. Aquí lo traigo.
Cade lanzó un gruñido que aún no era idioma y sus manos se alzaron de la mesa
cuando ella se sentó al lado con una botella. Sus brazos no se levantarían más de unos
centímetros de la mesa. Le bebida parecía fuego en su boca.
—Escúchame, Cade —le dijo al oído la muchacha—. No hagas ninguna escena.
Ningún ruido. Ningún problema. Limítate a quedarte ahí sentado quieto y a escucharme.
Era como despertar. Automáticamente, el pensamiento de la mañana comenzó a
aparecer en su mente. Es propio que el emperador reine. Es propio que el Maestro de
Poder...
—¡El Maestro de Poder! —dijo ásperamente.
—No te preocupes ya —dijo la muchacha—. Te di un antídoto y no harás... nada que
no desees hacer. Cade intentó levantarse pero no fue capaz.
—Dentro de un par de minutos estarás perfectamente —dijo ella.
Ahora la veía con más claridad. Tenía la cara cubierta con un grueso maquillaje y las
espesas ondas de su pelo reflejaban el púrpura brillante del pantalón de gasa de ella.
Aquello no tenía sentido. Sólo los nacidos en las estrellas vestían de gasa; las ropas de
los plebeyos eran de telas más groseras. Pero sólo las plebeyas llevaban pantalones de
aquel tipo; las damas nacidas en las estrellas vestían togas y túnicas. Movió la cabeza
intentando despejarla y apartó la mirada de las formas de aquel cuerpo, claramente
visibles a través del extraño atuendo. Ella se ruborizó un poco al percibir el gesto.
—Es parte de la comedia —dijo ella—. No soy una de ésas.
Cade no intentó siquiera entender lo que le decía. Su rostro era increíblemente bello.
—Eres la misma —dijo—. Eres la plebeya de aquel lugar.
—Baja la voz —dijo ella fríamente—. Y esta vez escúchame.
—Tú estabas con ellos antes —la acusó; hablaba ya casi claro. Sus brazos se movían
ya perfectamente.
—En realidad no estoy con ellos. ¿No lo entiendes? Si hubieses tragado la cápsula que
te di en la sala de hipnosis, no habrías sucumbido, pero tenías que pegarme y actuar por
tu cuenta. ¿Ves el resultado?
En eso tenía razón. No había logrado salir de aquel lugar.
—Está bien —continuó ella, al ver que él no contestaba—. Quizás entres en razón al
fin. Te sientes mejor, ¿no? ¿Ha desaparecido la... la compulsión? Procura recordar que
vine detrás de ti para darte la droga liberadora.
Cade descubrió que podía mover las piernas.
—Gracias por tu ayuda —dijo secamente—. Ahora estoy bien. Tengo que ir... a la Casa
Capitular más próxima, supongo, y presentar mi informe. Yo... —aquello iba contra todas
las normas aprendidas y quizá fuese desobediencia, pero ella le había ayudado—. Omitiré
tu descripción en mi informe.
—¿Aún sigues pensando así? —dijo ella—. ¿Es que no te das cuenta, Cade? Hay
cosas que no sabes. Tú no puedes...
—Dame toda la información que tengas —interrumpió—. Después ojalá quiera el
Soberano que no volvamos a vernos.
Las palabras le sorprendieron, incluso mientras las pronunciaba. ¿Por qué querría él
proteger a aquella... criatura de un castigo justo? En fin, ella le había ayudado, pero no
había hecho más que cumplir con su deber como ciudadana plebeya del Reino. Él era un
miliciano. No había razón alguna para sentarse allí a escuchar sus insolencias; la
Vigilancia Urbana se las entendería con ella.
—Cade... —reía entre dientes; aquello era intolerable—. Cade, ¿nunca habías bebido
un trago?
—¿Un trago? He apagado mi sed muchas veces, por supuesto. —La conducta de
aquella mujer era impropia, inquietante, y además insolente.
—No. Quiero decir un trago... una bebida alcohólica fuerte.
—Está prohibido... —se detuvo asombrado. ¡Prohibido!... Pues el amor de las mujeres
hace que los hombres amen menos a sus soberanos...—. ¡Oye, plebeya! —empezó,
colérico.
—¡Vamos, Cade! ¿Sabes lo que has hecho? Ahora tendremos que salir de aquí. —Su
voz cambió y adquirió un tono nasal—. Salgamos de este lugar, querido. Vente a casa
conmigo. Pasarás un rato muy agradable...
La llegada de una mujer muy corpulenta la interrumpió.
—Soy la señora Cannon —dijo la recién llegada—. ¿Qué haces tú aquí, chica? Tú no
eres de las mías.
—Nos íbamos ya, de veras... ¿no es así, grandón?
—Yo me iba —dijo Cade; se tambaleó al levantarse. La chica le siguió, muy pegada a
él.
La señora Cannon les observó ceñuda caminar hacia la puerta.
—Si vuelves por aquí, chica —dijo—, te romperé el pescuezo de un taburetazo.
Fuera, Cade atisbo curioso la estrecha oscuridad de la calle. ¿Cómo podrían llegar a
los sitios los plebeyos? No había ningún medio de orientarse. ¿Cómo esperaban que él
pudiese llegar a Palacio?
Se volvió bruscamente a la muchacha.
—¿Qué ciudad es ésta? —preguntó.
—Aberdeen.
Aquello tenía sentido. Los viejos campos de pruebas donde él y todos los milicianos,
desde hacía diez mil años, habían ganado sus pistolas en ejercicios y combates. La
ciudad del Palacio, la asombrosa capital del propio emperador. Y en Palacio, el alto cargo
del Maestro de Poder, el ceñudo ejecutivo.
—Hay una casa capitular —recordó—. ¿Cómo puedo llegar allí?
—Atiende, pistolero, tú no vas a ninguna casa capitular. Sería el modo mejor y más
rápido de que te mataran.
Una reacción típica de plebeyo, pensó, y se dio cuenta de que le entristecía que lo
hubiese dicho precisamente ella. Después de todo, había corrido ciertos riesgos
desafiando a los conjurados.
—Te aseguro —dijo amablemente— que la perspectiva de mi posible muerte en
combate no me asusta. Vosotros los plebeyos no lo comprendéis, pero es así. Lo único
que deseo es transmitir esta información al individuo adecuado y reanudar mis tareas de
combate como pistolero.
Ella emitió un sonido estrangulado y desconcertante y dijo, tras una larga pausa:
—Yo no quería decir eso. Hablaré más claro. Tomaste esta noche un trago de bebida
alcohólica. Dos, en realidad, y no estás acostumbrado. Estás, según decimos nosotros,
los plebeyos... —se detuvo de nuevo, conteniendo lo que parecía, inexplicablemente,
risa—... nosotros los plebeyos, cocido, beodo, cargado o borracho. Seré lo bastante
bondadosa para suponer que tu estupidez se debe a que te encuentras en ese estado.
Pero no irás a ninguna parte por tu cuenta. Tendrás que venir conmigo, porque sólo yo
puedo llevarte a un lugar seguro. Ahora, por favor, no hagas más tonterías.
Y alzó la cara hacia él, suplicante, y a la luz difusa de un farol distante, aquella cara,
cubierta aún por la gruesa capa de cosmético, parecía más que nunca el rostro perfecto
de La Señora, la perfección de femineidad que jamás podrían lograr las mujeres mortales.
Y aquella mujer, deslizando uno de sus brazos alrededor del suyo, empujó a Cade,
urgiéndole a que la siguiera.
Cade no la golpeó. Tenía todas las razones para hacerlo. Y sin embargo, por algún
motivo que se sobreponía a él, no la apartó de sí ni la derribó como debiera, dejándola y
huyendo de su peligro para siempre. Por el contrario, permaneció quieto y la carne de su
brazo se estremeció al suave roce de aquella mano a través de la ropa de plebeyo que
vestía.
—Si no tienes más que decirme —dijo fríamente— te dejaré ir.
Estaban en una esquina; se volvió hacia la calle lateral y se dio cuenta de que había
luces más brillantes y edificios más altos al fondo.
La muchacha no le dejaba irse. Corría a su lado, y hablaba en voz baja pero en tono
furioso:
—Estoy intentando salvarte la vida, imbécil. ¿Quieres dejar de hacer tonterías? ¡No
sabes en lo que estás metido!
Al otro lado de la calle, en la esquina contraria, había un vigilante, un símbolo de
seguridad familiar con su inmaculada ropa gris de servicio. Cade vaciló sólo un instante,
recordando dónde había visto por última vez profanando aquel uniforme. Pero aquello no
era causa suficiente para perder toda fe.
Se volvió a la muchacha que tenía a su lado. El roce de su mano era fuego en su
brazo.
—Vete —dijo—. No puedo prometerte seguridad.
—Cade, ¡no lo hagas!
Aquello era intolerable. El amor de las mujeres, pensó de nuevo. Se sacudió aquel
brazo como si se sacudiese un insecto.
Cruzó la calle.
—¡Vigilante!
El hombre de gris le miró perezosamente desde su esquina.
—¡Vigilante! —gritó de nuevo Cade—. Deseo que me conduzcas a la casa capitular de
la Orden de Milicianos.
—Sus deseos no son de mi incumbencia, ciudadano. Cade recordó su ropa de plebeyo
y controló su ira.
—¿Podrás conducirme...?
—Si lo considero adecuado. Y si tu objetivo es mejor que tus maneras. ¿Para qué
quieres ir allí?
—Eso no te importa... —se contuvo—. No puedo decírtelo. Es un asunto muy
confidencial.
—Está bien, ciudadano —dijo el vigilante con una risa condescendiente—. Entonces,
descubre tú el camino. —Miraba por encima del hombro del pistolero—. ¿Está ella
contigo? —preguntó con súbito interés.
Cade se volvió y vio a la muchacha que estaba otra vez detrás de él.
—No —dijo con aspereza.
—Muy bien, chica —dijo el vigilante—. ¿Qué haces fuera del distrito?
—El distrito... —por primera vez, Cade vio que la muchacha vacilaba y titubeaba—.
¿Qué es lo que...?
—Sabes lo que quiero decir. No llevas esa liga de adorno. Sabes muy bien que no
puedes trabajar fuera del distrito. Si fueses con este ciudadano sería distinto. —Miró
significativamente a Cade.
—Ella no va conmigo —dijo con firmeza el pistolero—. Me siguió hasta aquí, pero...
—Eso es una sucia mentira —dijo la muchacha cambiando súbitamente de tono—.
Este tío me cogió en un bar. En el de la Cannon. Puede preguntar allí a cualquiera. Y
organizó tal lío que nos echaron. Y luego me dijo que fuera con él a su casa, y cuando
llegamos a la esquina, de repente, se acordó de que quería hacer otra cosa y me dejó
plantada. Éste es de los tíos que vienen, se emborrachan y luego no saben lo que
quieren...
—¿Qué dices tú, ciudadano? ¿Estaba contigo?
—No, no estaba conmigo —insistió Cade. Miraba fijamente la liga que parecía
preocupar al vigilante. Era una fina cadena con plateados eslabones fijada en la parte
superior del muslo de la muchacha, que apretaba contra su carne los finos pliegues del
pantalón.
—Lo siento, chica —dijo el vigilante con tono firme, pero sin irritación—. Ya conoces las
reglas. Tendremos que ir a la Casa de Vigilancia.
—¿Te das cuenta? —dijo ella volviéndose furiosa a Cade—. ¿Ves lo que has hecho?
Ahora me meterán en la cárcel, porque no puedo pagar, y tendré que pasarme varios días
encerrada en una celda, todo porque tú no sabes lo que quieres. Vamos, explícale de una
vez que estaba contigo. No tienes más que decírselo, no te pido más.
Cade hizo un gesto irritado de rechazo.
—Tú me seguías —dijo—. Ya te expliqué que no podría garantizar tu seguridad si
insistías en...
—Está bien —dijo el vigilante, con súbita decisión—. Ya estoy harto. Vendréis los dos
conmigo y aclararéis allí las cosas.
—No veo ninguna razón... —empezó Cade, y se detuvo, antes de que el vigilante se
llevase la mano a la porra que colgaba de su cintura.
Veía una razón, una buena razón: en la Casa de Vigilancia, podría conseguir un
transporte que le llevase a la Casa Capitular.
—Está bien —dijo fríamente—. Iré con mucho gusto.
—Maldito imbécil —dijo la chica.
—Bueno, ¿cuál de ustedes presenta la queja? —el aburrido agente, que se sentaba a
la mesa, miró a la chica y luego a Cade.
Ninguno contestó.
—Ella estaba fuera de su distrito —explicó el otro vigilante— y no se ponían de acuerdo
sobre si estaba con él o no. Así que los traje a los dos por si quería oírlo todo.
—Así que la chica ha infringido las normas, ¿eh? —murmuró el encargado—. Si ella no
quiere hacer ninguna queja, no tenemos nada contra el hombre. Muy bien. ¡Matrona!
Una mujer corpulenta de limpio aspecto, vestida de gris, se levantó de un banco que
estaba arrimado a la pared y se aproximó a la mesa.
—Llévesela, tómele el nombre y haga el registro. La multa es de diez verdes.
—¡Diez verdes! —exclamó la muchacha compungida—. No llevo encima ni siquiera
uno azul. Era el primero de la noche...
—Diez verdes —dijo el otro implacable—. O cinco días de cárcel. Explícale tus
problemas a la matrona. Llévesela. Ahora...
Se volvió a Cade mientras la mujer corpulenta se llevaba a la chica.
—Tomaremos su nombre y dirección para el registro y luego podrá irse. Estas chicas
se desmandan. Invadirían toda la ciudad si no las controláramos.
Eran demasiadas cosas que explicar; pero Cade prescindió de su propio desconcierto y
dijo, en voz baja:
—¿Podemos hablar a solas?
—¿Estás loco, amigo? Explícate, ¿qué quieres? El pistolero miró a su alrededor. No
había nadie demasiado cerca. Siguió hablando en voz baja.
—Deberías hablar con más respeto, vigilante. Yo no soy un plebeyo.
El vigilante cambió de expresión. Se levantó inmediatamente y condujo al pistolero a
una habitación contigua.
—Lo siento, señor —dijo rápidamente—. No sabía nada. Los caballeros suelen
identificarse al vigilante que está de turno en la calle cuando suceden incidentes como
éste. Usted es un caballero muy joven, señor, y quizá sea su primera... su primera visita al
otro lado... Comprenda, señor, que no tenía por qué haberse molestado en venir aquí
siquiera. La próxima vez, señor, si usted se identifica...
—Creo que no me entiendes —dijo Cade interrumpiéndole—. Yo quería venir aquí. Hay
un servicio que puedes hacerme, un servicio a mí y al Reino.
—Desde luego, señor. Sé cuál es mi deber, señor, y le ayudaré con mucho gusto del
modo que usted considere adecuado. Si se hubiese identificado primero, señor, si se
identifica; comprenderá usted que es necesario, no podemos correr el riesgo de que un
ciudadano corriente se haga pasar por...
—¿Identificarme? ¿Cómo he de hacerlo?
—La enseña de su rango, señor —vaciló, y vio la expresión aún confusa de Cade—.
¿No habrá salido usted sin ella, verdad, señor?
El pistolero comprendió al fin.
—No me entiendes, vigilante —dijo indignado—. Y supones demasiado. He oído hablar
de que algunos elementos degenerados de nuestra nobleza se permiten... este tipo de
aventuras en las que pareces pensar. Yo no soy de ésos. Yo soy un pistolero de la Orden
de Milicianos. Y exijo que me ayudes inmediatamente a llegar a la casa capitular más
próxima.
—¿No tiene usted enseña de rango? —dijo ásperamente el vigilante.
—Los milicianos no llevan enseñas de ese género.
—Los milicianos llevan armas. Cade controló su cólera.
—Lo único que tienes que hacer es ponerte en contacto con la casa capitular. Ellos
pueden comprobar mis huellas digitales, o puede haber allí un pistolero capaz de
identificarme personalmente.
El vigilante jefe no le contestó. Se acercó a la puerta y la abrió.
—¡Eh, Bruge! —el vigilante de la calle se levantó y se acercó a ellos—. ¿Quieres poner
una denuncia por borrachera y alboroto contra este tipo? O está borracho perdido o está
loco, ¿Qué hacía en la calle?
—La chica dijo que había estado bebiendo —recordó el otro.
—Bueno, tú eres quien tiene que presentar la denuncia. No estoy dispuesto a dejarle
suelto esta noche. Ha estado explicándome confidencialmente que es en realidad un
pistolero de la Orden...
—Sí, así fue como empezó todo —recordó Bruge—. Vino y me preguntó dónde estaba
la casa capitular. Me pareció que estaba un poco loco, y no podía encerrarle más que por
la discusión con la muchacha. ¿Crees que está mal de la cabeza?
—No lo sé —el vigilante guardó silencio un momento y luego tomó una decisión—.
Haremos lo siguiente: tú firmarás la denuncia y a ver lo que cuenta por la mañana.
Cade no podía soportar aquello. Irrumpió colérico entre los dos hombres.
—Os digo —proclamó sonoramente— que soy el pistolero Cade de la Orden de
Milicianos, y que mi estrella es la Estrella de Francia. Si no hacéis lo necesario para
identificarme inmediatamente, lo pagaréis muy caro después. Vaya... —otro vigilante, que
había escuchado indiferente desde un barco, se levantó, uniéndose al grupo—.
—Yo soy muy aficionado a la guerra. Es todo un privilegio conocer directamente a un
verdadero pistolero.
Era un individuo bajo y corpulento, de sonrisa estúpida y cara resplandeciente de luna,
pero al menos parecía más despierto que los otros.
—Disculpe que le moleste, señor —dijo—, en un momento como éste, pero tuve una
discusión precisamente ayer con Bruge, aquí, y creo que usted podrá aclararla. ¿Podría
decirme, por ejemplo, cuántas veces ha actuado usted este año, o, digamos, en su total
de cinco años?
—En realidad, no recuerdo —dijo Cade impaciente—. No me parece momento
apropiado para hablar de acciones pasadas. Debo informar inmediatamente en la casa
capitular más próxima. Si su superior considera adecuado cumplir con su deber ahora y
llamar a la casa para que me identifiquen. Procuraré entonces olvidar las inconveniencias
de que me han hecho objeto hasta ahora.
—¿Qué le parece, jefe? —dijo al encargado el de cara de luna, dando la espalda a
Cade—. ¿Por qué no deja usted a Bruge hacer una llamada para comprobar lo que dice el
pistolero?
El encargado sonrió inesperadamente mientras contestaba:
—De acuerdo... adelante, Bruge, llame usted. —Hizo un guiño amistoso.
—Está bien —dijo Bruge, contrariado, y abandonó la habitación.
—Me pregunto —dijo tranquilamente cara de luna— cuántos hombres habrá matado
usted desde que ingresó en la Orden. Cuántos en acciones ofensivas y cuántos en
defensivas.
—Bueno, nunca he llevado la cuenta, vigilante. Ningún pistolero lo hace.
Aquel tipo era por lo menos educado. No había peligro alguno en contestar a sus
preguntas mientras esperaban.
—En la guerra —dijo— el número de muertos no significa nada. Ha habido encuentros
en los que hemos sacrificado la mitad de nuestros hombres para conseguir el control de
una elevación del terreno tan insignificante que ninguno de ustedes probablemente la
viese si mirase.
—¡Os dais cuenta! —dijo maravillado uno de los vigilantes—. ¿Disteis eso? Sólo por
una pequeña elevación del terreno que estúpidos como nosotros ni siquiera advertirían.
Hola, Jardín...
Saludó a otro hombre de gris que acababa de entrar.
—Éste es el hombre que usted quería —añadió—. Jardín puede dar toda clase de
cifras y datos del pistolero.
—¿Te refieres a Cade? —dijo agriamente el nuevo—. Sí, claro que sí. Consiguió sólo
ocho muertes en el segundo cuarto. Habría conseguido doce, sin duda, pero...
—Sí, es muy triste —interrumpió cara de luna—. Jardín, te hemos traído algo bueno.
Un entusiasta de Francia como tú, siendo además tu favorito el pistolero Cade... en fin,
ésta es la ocasión de tu vida. Aquí nada menos que el pistolero Cade en persona, Jardín,
te lo presento. Pistolero Cade, este señor es un admirador suyo desde hace mucho
tiempo.
Habían entrado dos hombres más y había otro a la puerta. Todos le rodeaban
escuchándole.
Cade lamentó su impulso de contestar a las preguntas de aquel hombre. En la actitud
de cara de luna había ahora una desagradable familiaridad.
—Déjate de bromas —dijo Jardín, irritado—. No veo por qué te resulta tan divertido que
muera un pistolero.
—Te repito que ese hombre dice ser el pistolero Cade. ¿No es verdad? —dijo cara de
luna mirando al pistolero.
—Yo soy el pistolero Cade —contestó éste con toda la dignidad que pudo reunir.
—¡No me digas!
El encargado interrumpió bruscamente la carcajada de Jardín.
—Bueno, ya está bien —dijo con aspereza—. No me parece adecuada esta farsa a
costa de un muerto glorioso. Jardín tiene razón. Amigo —dijo a Cade—, te equivocaste de
pistolero y de vigilante. El pistolero Cade ha muerto. Lo sé porque aquí Jardín perdió
veinte verdes apostando conmigo por él. Fue lo bastante idiota para pensar que Cade
tendría un total de muertes en el segundo cuarto mejor que Golos de Zanzíbar. Golos le
ganó por... pero eso no importa. ¿Quién eres y qué te propones haciéndote pasar por un
pistolero?
—Yo soy el pistolero Cade —dijo él, estupefacto.
—El pistolero Cade —contestó el vigilante jefe pacientemente— resultó muerto la
semana pasada en la cocina de una casa de un pueblo francés que atacaba su compañía.
Encontraron su cadáver. Ahora, amiguito, ¿quién eres tú? Hacerse pasar por un pistolero,
es un delito grave.
Por primera vez, Cade comprendió que Bruge había ido, no a llamar a la casa capitular
sino a reunir a aquel grupo de vigilantes que habían entrado mientras ellos hablaban.
Había ya once en la habitación. Demasiados para poder huir. Guardó silencio; insistir en
la verdad parecía inútil.
—No presentaremos denuncia —dijo el vigilante jefe rompiendo el silencio—. Le
enviaremos a un examen psiquiátrico.
—¿Quieres que firme la denuncia? —era Bruge que reía como un mono.
—Sí. Enciérrale esta noche y mañana le llevaremos al psiquiatra.
—Vigilante —dijo Cade con firmeza—. ¿Podré convencer al psiquiatra, o es sólo otro
plebeyo como tú?
—Sujetadle —dijo alguien. Dos individuos agarraron diestramente a Cade por los
brazos.
El interrogador golpeó a Cade en la cara con una porra de goma.
—Puede que estés loco —dijo— pero tienes que mostrar más respeto a los oficiales del
servicio Klin.
Cade controló su cólera. Sabía que podía librarse de los vigilantes que le sujetaban, o
destrozar al de la porra de una patada bien dirigida. Pero no adelantaría nada. Había
demasiados hombres allí. Es propio que nosotros los pistoleros sirvamos... pero el
pensamiento pareció hundirse en un pozo de apatía.
—Ya está bien —dijo el de la porra—. Encerradle con Fledwick.
El pistolero se dejó conducir a una celda y encerrar.
Ignoró a su compañero de encierro hasta que éste dijo nervioso:
—Hola. ¿Por qué estás aquí?
—No te importa.
—Oh, oh. Yo estoy aquí por error. Me llamo Fledwick Zisz. Soy maestro de Klin...
Destinado al refectorio de la fábrica de vehículos de superficie «Gloria del Reino». Hubo
un lío con las colectas, y en la confusión pensaron que yo era el responsable. Me sacarán
de aquí mañana o pasado.
Cade miró a aquel individuo con indiferencia. En toda su persona parecía estar escrito:
«ladrón». Así que los maestros de Klin podían ser ladrones.
—¿Qué significa una liga de plata en una chica? —preguntó bruscamente.
—Oh —dijo Fledwick—. Bueno... Yo no debería saberlo personalmente, claro. —Se lo
explicó.
Maldita sea, pensó Cade. Se preguntó qué le habría sucedido a la chica. Dijo que no
podía pagar la multa. Prostituta. ¡Maldita sea, lo lógico sería que percibiesen la diferencia!
—Mi verdadera vocación, desde luego, era la militar —dijo Fledwick.
—¿Qué? —dijo Cade.
Fledwick cambió rápidamente su historia.
—Quería decir «la enseñanza militar». Nunca me sentí bien realmente en la fábrica.
Hubiese preferido servir humildemente como profesor en una oscura casa capitular de la
Orden —luego citó erróneamente con gesto extasiado—: Es propio del emperador el
gobernar. Es propio del maestro servir al emperador.
—Así que te interesa la Orden, ¿eh? ¿Conoces al pistolero Cade?
—Oh, todo el mundo conoce al pistolero Cade. Todos se entristecieron en la fábrica
cuando llegó la noticia. Habían apostado mucho dinero por él. No es que yo sepa mucho
de juego, pero... en fin, casualmente había organizado las apuestas. Es bueno para elevar
la moral de los empleados. Cuando salga de aquí, sin embargo, creo que apostaré a los
perros. Las apuestas con los pistoleros son interesantes, pero existe una tendencia
perfectamente humana que te hace pensar que te han engañado cuando tu pistolero
queda, digamos, borrado y no recuperas tu dinero. Siempre he pensado...
—Silencio —dijo Cade. Había supuesto que aquellos idiotas percibirían fácilmente la
diferencia entre ella y... Maldita sea. Al infierno con ella. Ya tenía bastantes problemas
propios. Al parecer, creían que estaba muerto. Sonrió sin alegría. Tenía que llegar a la
casa capitular e informar sobre el Misterio Cairo, pero en realidad era un plebeyo sin
siquiera nombre. Un pistolero no tenía esposa ni familia, nadie que pudiese notificar,
nadie que le identificablemente estuviese encerrada con una verdadera prosease, salvo
sus hermanos de la Orden... Y los vigilantes no parecían dispuestos a molestar a la
Orden. Ellos sabían que Cade estaba muerto.
Se preguntó si sería la primera vez que sucedía una cosa así en los diez mil años
transcurridos desde la creación.
Todo parecía trastocado. No podía pensar correctamente. Se tendió en el catre de la
celda y echó de menos su saco de dormir, más estrecho y más duro. Es propio que el
emperador reine...
Ojalá ella no les provocase con su forma irrespetuosa de hablar. ¡Al infierno con la
chica! ¿Por qué no se había quedado en su distrito? Pero eso probaba que ella no sabía
realmente nada del oficio...
—¡En, tú! —gruñó dirigiéndose a Fledwick—. ¿Has oído alguna vez que una prostituta
se saliese de su distrito por error?
—Oh no. Qué va. Todo el mundo sabe adonde tiene que ir cuando quiere una. O por lo
menos eso me han dicho.
De pronto asaltó a Cade la disparatada idea de que si estaba muerto estaba libre de
sus votos. Pero era absurdo. Deseaba poder hablar con un verdadero maestro de Klin, no
con aquel ladrón miserable. Un buen profesor de Klin siempre podía aclarar las cosas, o
dirigirte a alguien que pudiese hacerlo. Cade quería saber por qué, habiendo hecho todas
las cosas correctas, todo había ido mal.
—Tú —dijo, ¿cuál es la pena por hacerse pasar por un pistolero?
Fledwick se rascó la nariz y masculló:
—Mala cosa, señor. ¡Son veinte años! —de pronto pareció salir de su apatía—.
Lamento ser yo quien se lo diga, pero...
—Cállate. Tengo que pensar.
Pensó... y comprendió que una semana atrás estaba igualmente horrorizado, pero por
otra razón, y le pareció extrañamente divertido. La pena la hubiese considerado entonces
demasiado leve.
Fledwick volvió la cara hacia la pared y suspiró tranquilo. ¿Se iría a dormir?
—Eh —dijo Cade—. ¿Sabes quién soy yo?
—No me lo habéis dicho, señor —dijo el profesor de Klin con un bostezo.
—Soy el pistolero Cade, de la Orden de Pistoleros; mi estrella es la Estrella de Francia.
—Pero... —el profesor se incorporó en la cama y miró preocupado la expresión colérica
de Cade—. Oh, por supuesto —dijo—. Por supuesto que lo sois, señor. Perdonadme por
no haberos reconocido.
Luego se sentó en el borde del catre, lanzando nerviosas miradas de reojo a su
compañero de celda. Esto hizo sentirse a Cade un poco mejor, pero no mucho.
Es propio que el emperador reine... esperaba que abandonar el distrito no fuese
también un delito demasiado grave.
Se colocaron bien a cubierto en una elevación herbosa a medio kilómetro del Edificio
de los Cincos. Fledwick se echó boca abajo y se adormeció. Aquellos cinco días habían
exigida mucho de aquel hombre criado en la ciudad, pensaba Cade, pero había sido un
buen compañero: Era listo y rápido, aunque no fuese un miliciano, al menos cuando su
mente aguda no se sobreponía a su valor y le petrificaba con posibles terrores.
Cade no se durmió. Con los ojos fijos en el Edificio de los Cincos, una parte de su
mente acumulaba y almacenaba la información necesaria: la ruta de patrulleo, el número
de guardias, los intervalos entre los encuentros en los puestos de centinelas, la estructura
del edificio y los accidentes del terreno que lo rodeaba. Y durante todo el tiempo
consideraba el problema más profundo que debía resolver.
Tenía bastantes posibilidades de entrar. Sin orgullo (el orgullo es un peligro), Cade
sabía que era uno de los mejores milicianos del emperador, pero lo que tenía que hacer
bordeaba lo imposible. Era demasiado esperar que él, prácticamente solo, lograse
engañar o dominar a un cuerpo de guardia. Si no lograba pasar y no conseguía
presentarse a Arle, al sumo pistolero, tenía que idear un medio de transmitirle el mensaje,
aunque no sobreviviese.
Arrancó un trozo de su astrosa camisa para escribir en él... y disponía de una navaja
que Fledwick había sacado del cinturón y le había prestado para que comiera. Una
pequeña incisión en mitad de cada yema de los dedos de su mano izquierda. Luego
cuidadosa y dolorosamente, un dedo tras otro, extrajo gotas de sangre hasta dejar las
yemas empapadas. Apretó cada dedo sobre un cuadro de la tela de la camisa.
Con unas gotas más en la punta del cuchillo, pudo escribir, una letra por cada cuadro:
Eso bastaba. Podrían identificar las huellas dactilares y hasta quizá la sangre. Podrían
ir a casa de la arpía que le había drogado, registrar la casa del Misterio con sus pasillos
subterráneos, comprobar en la casa de vigilancia, desentrañar toda la historia... cosa que
quizás él no viviese lo suficiente para hacer.
Cade limpió la hoja de la navaja y luego los dedos para no dejar ninguna señal que
pudiese desconcertar o asustar a Fledwick. El trozo de tela de su camisa lo enrolló en una
piedrecita y se lo metió en el bolsillo.
Con la última luz del sol cambió la guardia en Casa de Cinco. Cade respiró más
tranquilo al ver que la guardia nocturna no era superior a la de día. Era una guardia de
honor, nada más. Por la zona que no estaba en ruinas paseaban centinelas aislados en
puestos solitarios situados a cincuenta metros de distancia, encontrándose bajo las luces,
volviendo a caminar por la oscuridad hasta encontrar la luz que indicaba el otro extremo
de la zona de vigilancia de cada uno. Era lógico. Las bocas de las cuevas eran lo bastante
aterradoras para necesitar muy poca guardia.
Cade despertó a su compañero moviéndole con la punta de los dedos de los pies,
desnudos, que le sobresalían por las destrozadas sandalias de plebeyo.
—¿Es ya hora? —preguntó Fledwick.
El pistolero asintió y explicó. A las dos horas habría terminado la primera alerta de los
guardias y aumentaría la laxitud y la pesadez de aquel servicio casi puramente
ceremonial. Todo oficial conoce esa hora de la noche, esa hora en que uno puede
sorprender a soldados bisoños o perezosos y darles una lección de vigilancia que los que
sobreviven jamás olvidan.
Aprovecharían aquellas dos horas que faltaban para aproximarse al edificio. Fledwick
terminó de masticar un nabo robado y dijo:
—¿Y luego? ¿Qué haremos cuando estemos dentro?
Cade señaló a un arco de luz concreto. Tras él, a la derecha, se abría el vacío negro de
la boca de una cueva, apenas diferenciable de las sombras que las luces de arco
lanzaban de rocas melladas sobre rocas más lisas. Cuando observaban, aparecieron dos
pistoleros, aproximándose con simétrica precisión de extremos opuestos para encontrarse
exactamente bajo la luz, saludarse (pistola a la frente), dar la vuelta y alejarse como
muñecos sincronizados.
—Fíjate en él —indicó Cade—. El de la cinta roja.
Juntos observaron mientras el pistolero desaparecía otra vez en la oscuridad, y
esperaron a que volviese a surgir, treinta metros después, en la claridad del siguiente
puesto de vigilancia. Allí las luces de arco no mostraban ruinas huecas, sino la suave
superficie del propio edificio. En algún punto intermedio, invisible, se producía la unión
entre ruinas y edificio.
—Aquí está nuestro hombre —dijo sencillamente Cade.
—¿Es amigo suyo, señor? —preguntó Fledwick, respetuosamente.
—Es un marciano —dijo Cade—. Aún no ha nacido marciano que pueda enfrentarse a
un pistolero de la Tierra en combate y ganar. Su entrenamiento es deficiente y les falta
dedicación. Le cogeremos en la oscuridad, entre un puesto y otro, silenciosamente. Si
trabajamos con suficiente rapidez y todo va bien, podré quitarle la capa, las botas y el
casco y hacer la siguiente ronda hasta el puesto de centinela. Si no hay tiempo para eso,
me temo que tendremos que utilizar la pistola de gas... para inmovilizar al otro centinela.
Luego —concluyó, encogiéndose de hombros—, tendremos tiempo de sobra para entrar.
Fledwick escupió un fibroso pedazo de nabo y miró al otro lado del campo, a las luces
de arco. Luego volvió la vista hacia el pistolero.
—¿Tendremos todo un minuto?
—Cincuenta y tres segundos. Hasta tú podrás hacerlo —dijo Cade burlonamente.
—¿Os disteis cuenta, señor, de que había rejas en las puertas?
Cade estaba perdiendo la paciencia.
—Por supuesto —gruñó—. No soy un estúpido plebeyo.
—No, señor. Tengo plena conciencia de eso. ¿Seríais tan amable de explicarle a un
plebeyo estúpido cómo se pueden atravesar las puertas enrejadas en cincuenta y tres
segundos?
—No debería hacerlo. Pero no puedo esperar que demuestres el valor de un hermano.
No cruzaremos esas puertas enrejadas. Atravesaremos la cueva sin enrejar. Tiene que
conducir al interior del edificio. —El rostro impasible de Cade no indicaba nada... ni que
estuviese seguro ni que supiese si la muerte se encontraba a unos minutos de distancia
para ambos—. Ahora vamos allá.
Y comenzó a abrirse paso ladera abajo, ignorando los frenéticos susurros que le
seguían. Por lo menos el roce de los matorrales y el pesado respirar le decían que
Fledwick estaba siguiéndole. Sonrió. Sospechaba que aquel ruido era para preocuparle e
irritarle. Pero sabía que, cuando fuese necesario no hacerlo, Fledwick no lo haría.
Diez metros más abajo se detuvo:
—Puedes quedarte atrás, si quieres —murmuró—. No lo tomaré a mal.
Pero sonrió en la oscuridad al oír un sonido que era entre una maldición y un gemido,
seguido de más roce con los matorrales y un pesado respirar.
—¡Quieto! —murmuró con firmeza, e iniciaron la marcha.
Dos horas más tarde subieron hasta el borde mismo de los puestos de vigilancia y se
separaron. Cade, acuclillado, dispuso todos sus músculos para el salto. Fue casi
decepcionantemente fácil cuando llegó la décima de segundo y el marciano cayó
silenciosamente, quizá para siempre, sobre el suelo de hormigón. El golpe en el cuello
nunca era seguro del todo. Cade había procurado no golpear demasiado fuerte. Matar a
un hermano en combate era propio y glorioso, pero nunca había oído de un precedente
de lo que hacía él.
Desnudó al pistolero derribado con desesperada celeridad y se puso su ropa. La capa
y... la Orden cubre al reino; el casco y... protege al emperador; las botas y... va donde el
emperador quiere.
Pero aquellas condenadas botas no le valían. Alzó la vista y vio aproximarse a lo lejos
al centinela opuesto, casi en el círculo de luz. Con infinito alivio oyó el pequeño silbido de
la pistola de gas y vio caer al centinela, con sólo un brazo en el estanque de luz que había
bajo el arco. Cade no necesitaba ya botas. Le quitó el cinturón del revólver al marciano y
sintió de pronto un disparatado optimismo al percibir el peso familiar sobre su cadera.
Sacó la piedra en que había envuelto el mensaje del bolsillo de su camisa de plebeyo, la
metió en la capa y la dejó sobre el marciano caído. Y de pronto apareció Fledwick a su
lado y corrieron juntos por el negro agujero que se abría en la áspera pared.
Cade saltó cruzando los mellados bordes de la boca de la cueva y encontró seguro
apoyo en la grava del interior. Fledwick no pudo lograrlo. Cade le ayudó a descender.
Temblaba violentamente y jadeaba, pero pronto se repuso y corrió tras Cade por la
oscuridad del interior.
Oyeron voces y rumor de botas, y un grito claro... «Por aquí... hay piedras sueltas...
fueron por ahí dentro...»
Había cólera en la voz, pero también algo más: asombro.
Cade no se había permitido pensar hasta entonces en la magnitud de su empresa.
Había atacado a un hermano fuera del campo de batalla, matándole quizás. Había
ayudado a un plebeyo, y aún peor, a un profesor degradado, a penetrar en territorio
prohibido. Si lograba sus objetivos, invadiría sin permiso ni advertencia la vivienda privada
del sumo pistolero. Pero por encima de todo esto estaba la certeza de una idea: estás en
una cueva y no estás peor por eso.
Una bocanada de aire ardiente rodó por la cueva, seguida de picante ozono.
—Están disparando hacia el interior de la cueva —dijo a Fledwick—. Tiéndete y nada
sucederá.
Unos minutos después, el aire atronó sobre ellos y Cade permaneció inmóvil, yaciendo,
esperando poder sobrevivir para completar su misión. Pensó de nuevo en su terrible
colección de delitos, pero habían sido necesarios y eran la única respuesta posible al
crimen peor que él imaginaba: el que unos hombres conspiraban contra el emperador...
Cesó el fuego. Las dos o tres curvas que habían doblado eran al parecer amplia
protección contra los efectos directos del fuego. Llegaron otra vez ecos de voces y Cade
tuvo una imagen mental de pistoleros atisbando cautamente, pero sin considerar la
posibilidad de perseguirle.
—...Desperdiciar municiones. Traed antorchas...
—...les ahumaremos para que salgan.
Cade se arrastró por el suelo con una mano y luego se acercó cautamente a Fledwick.
—Levántate —murmuró—. No podemos quedarnos aquí.
—No puedo moverme —murmuró, demasiado ruidosamente, una voz quebrada—.
Seguid vos adelante.
Herido, comprendió Cade... o lastimado al caer al interior de la cueva.
Cogió al hombrecillo y se lo cargó al hombro. Ni siquiera se queja, pensó Cade con
sorpresa y respeto, y siguió cueva adelante.
Primero huir de la luz. Tenían comida en los bolsillos, una pistola con carga completa,
una docena de proyectiles de pistola de gas y un cuchillo. Si pudiesen encontrar una
fuente o un arroyo, un lugar donde apoyar la espalda, podrían aguantar mucho tiempo; y
un impulso de nueva energía llegaba con la creciente emoción de la idea de que aún
podrían salir vivos de aquello...
Doblaron una esquina que cortaba del todo la última luz de la entrada. Los ojos de
Cade se adaptaron a la oscuridad; podía distinguir parte de la forma y de la estructura de
la cueva. Y sus ojos confirmaban lo que sus pies y sus manos tanteantes le habían
indicado... lo que había sabido antes y le había dicho a Fledwick, pero no se había
atrevido a creer: la cueva era artificial, un pasillo en desuso en un edificio viejo y ruinoso.
¡Cueva y edificio eran todo uno!
—¿Qué era Washington?
Deseaba poder explicárselo a Fledwick, y examinar la idea a la luz de su rápida y
perceptiva inteligencia. Pero el ladronzuelo estaba soportando noblemente su herida; no
era momento de explicaciones.
La cueva (a pesar de todo no podía denominar el lugar de otro modo) parecía
interminable. Había puertas a ambos lados. Cualquiera de las habitaciones podría
servirles para hacer un alto, pero no había necesidad de elegir una hasta que los rumores
de la persecución se acercasen más.
La masa inerte que llevaba al hombro se agitó y revivió.
—Podéis dejarme ya en el suelo.
—¿Puedes caminar?
—Creo que sí.
Cade le posó en el suelo y esperó mientras Fledwick se asentaba con firmeza.
—Entonces —dijo el pistolero con cuanta rabia pudo encerrar en un susurro—, ¿no
estás herido?
—No lo creo —Fledwick no estaba avergonzado—. No, no tengo ni un rasguño.
—¿Adonde vamos? —preguntó Fledwick. Cade guardó un despectivo silencio.
—Yo creo —dijo lentamente— que si seguimos podremos abrirnos paso hasta el otro
lado del edificio.
—¿El otro lado? ¿Hablas realmente en serio? —el hombrecillo miró a uno y otro
extremo del pasillo, comprobando la regularidad de las paredes, tanteando el quicio de la
puerta—. ¡Es parte del edificio! Pero, ¿no era una cueva?
—Ya te lo dije: una cueva que no es una cueva. Pero tú preferías creer en bestias y
horrores y demás cuentos de plebeyos. Vamos, continuemos.
Su brusquedad ocultaba la confusión que embargaba su mente. Si la cueva era sólo
una parte en desuso del edificio, ¿por qué no les seguían los centinelas?
Doblaron un ángulo del pasillo y vieron el final del nuevo pasillo, de frente, muy lejos,
un rectángulo luminoso y difuso, como la luz que rodea los bordes de una puerta cerrada.
10
Fledwick se redimió.
No había cerradura radiónica, Cade estaba seguro, que él no pudiese abrir. Pero
aquella puerta estaba cerrada de una forma que resultaba desconocida para el pistolero,
con un antiguo instrumento mecánico que no se utilizaba ya en ninguna parte (salvo entre
los plebeyos).
El ex profesor parecía perfectamente familiarizado con él. Sacó de su insólito cinturón
un trozo de metal que metió en una abertura del cierre.
Cade se adelantó para entrar el primero, como era su deber. La puerta se abrió unos
centímetros y luego, antes que el pistolero pudiese adaptar sus ojos a la luz, se oyó una
voz:
—¿Qué pasa? ¿Quién anda ahí?
Cade estuvo a punto de echarse a reír. Esperaba un peligro, el fogonazo de un disparo,
el triunfo o la derrota e incluso el vacío. Había estado preparado para casi todo salvo una
pregunta sorprendida de una voz femenina. Abrió la puerta y Fledwick le siguió al interior
de la habitación.
Sólo dos cosas eran seguras respecto a ella: era nacida en las estrellas, una dama de
la corte; y estaba tan sorprendida como él.
Estaba de pie, muy tiesa, junto a un sofá en el que debía de descansar, supuso él,
cuando se abrió la puerta. Tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa, que iba
convirtiéndose rápidamente en cólera, y su brillo se intensificaba por el color de su pelo,
hábilmente teñido de un tono que era una mezcla sutil de azul y verde. Sólo una mujer
nacida en las estrellas podía lucir un peinado de tanta complicación: suaves rizos se
elevaban en la parte más alta de su cabeza salpicados de manchas, aparentemente
distribuidas al azar, de polvo dorado. Al aumentar su cólera, sus ojos parecían
relampaguear también con fríos y metálicos brillos.
El peinado indicaba su rango y su ropa lo confirmaba. Lucía la vestimenta privilegiada
de la nobleza, no llevaba los obscenos pantalones que había visto antes en una ocasión,
sino un fluido ropaje de un tejido como tela de araña cuyo color evocaba vagamente el de
sus cabellos y sus ojos... lo mismo que en la espuma de mar hay un leve vestigio del color
del océano. Las mismas manchas doradas que empolvaban su pelo se distribuían con
bella simetría por su ropa, y en algunos lugares, donde el diseñista pretendía atraer la
atención, la vestidura flotante quedaba prendida y sujeta mediante hábiles incrustaciones
del polvo.
Cade permanecía inmóvil y mudo. Había visto damas de la corte con aquel atuendo
antes, pero no desde tan cerca ni de modo tan informal. Pero la visión misma era
responsable sólo de parte de su consternación. Lo que le dejaba boquiabierto era la
presencia de aquella mujer allí, en la estancia del sumo pistolero.
La mujer alzó un tubo dorado de delicadas formas hasta sus labios y aspiró por él. En
un pequeño cuenco al otro extremo pareció brillar un carbón, y cuando la mujer volvió a
bajar la mano, brotó de sus labios una nube de pálido humo azul que cruzó
perezosamente la habitación hasta Cade. Su espesa fragancia le turbó.
—Bien, ¿qué sucede? —exigió la mujer.
—Venimos en servicio Klin —comenzó protocolariamente el pistolero... y no se le
ocurrió nada más que decir. Había algo terriblemente absurdo. ¿Cómo era posible que
hubiese equivocado la descripción ritual del lugar? ¿No había servido para nada la lenta
tarde de espera y la violencia de la noche? Parecía, por el mobiliario y por la mujer, que
se trataba del palacio de una estrella extranjera. Y, ¿qué podía él explicar a la dama de
una estrella extranjera?
Intervino Fledwick. De su boca comenzaron a brotar palabras con una facilidad que
indicaba larga práctica:
—¡Oh, dama nacida en las estrellas, que nos haces la merced de compartir aunque sea
la parte más minúscula de vuestra belleza, óyenos antes de condenarnos sin saber!
¡Somos tus más humildes súbditos! Nos postramos a tus pies...
—¡Cállate, idiota! —gruñó el pistolero—. ¡Señora! Este plebeyo habla sólo por él. Yo no
sirvo a ninguna mujer. Sólo sirvo al emperador y a mi estrella. Decidme, ¿quién es el
dueño de esta casa?
Ella le analizó fríamente, percibiendo las discrepancias de su atuendo.
—Es suficiente que sepáis que yo soy su amante —dijo—. Veo que aunque hablas de
lealtad llevas ropas robadas.
No había la menor posibilidad de que le creyera, pero Cade se sintió súbita e
inexplicablemente cansado de subterfugios.
—No soy un usurpador —dijo tranquilamente—. Soy el pistolero Cade de la Orden de
Milicianos. Mi estrella es la de Francia. Dicen que caí en combate luchando por mi estrella
en Sarralbe, pero no fue así. Vine aquí para solicitar una audiencia de mi padre en la
Orden, el sumo pistolero Arle; si sois lo que decís, debo haberme equivocado. Sea cual
sea este lugar, exijo ayuda en nombre de la Orden. El propio sumo pistolero os
agradecerá...
Ella lanzó una carcajada de auténtica alegría.
—Vaya —dijo al fin, controlando a duras penas su risa—. Tú eres el pistolero Cade. Y
tú... —se volvió al ladrón— debes ser el ex profesor Klin. Y pensar que estas dos tristes
criaturas son... ¡los maníacos homicidas peligrosos que anda buscando todo el mundo!
¿Cómo llegasteis hasta aquí? ¿Cómo conseguisteis esos uniformes?
Era una dama hablando con plebeyos; era inconcebible que ellos no obedeciesen si su
voz tenía el tono adecuado.
—La capa y el casco que llevo son robados —dijo Cade sin inmutarse—. Los conseguí
hace menos de una hora de un centinela que estaba a la puerta de la cueva. Robé
también...
—¡Mujer nacida en las estrellas, ten piedad! —gritó de pronto Fledwick—. ¡Estoy
aterrado! Sólo soy un pobre ladrón, pero ellos tienen razón respecto a él. ¡Llama a tu
señor! ¡De prisa! ¡Que él nos proteja, señora, antes de que él...! Señora, ¡él tiene un arma!
—¡Estúpido! —gritó ella, aún sonriendo—. Aunque la tenga, no puede usarla. ¡Acaso
crees que la pistola de un miliciano es tan simple de manejar que pueda dispararla
cualquier loco?
Dio un paso atrás.
—No sé —dijo Fledwick, lanzando un grito aterrado—. ¡No sé! ¡Pero, os lo suplico,
llamad a vuestro señor! ¡Llamadle antes de que nos mate a los dos!
Cade escuchaba todo esto incrédulo e inmóvil. ¡Que aquel miserable, aquella criatura
mezquina, a la que había salvado la vida más de una vez, se volviese ahora contra él, le
traicionase después de pasado el peligro! Era increíble. Comprendió que la mujer le
miraba por el rabillo del ojo. Retrocedió unos pasos más. Bien, que llamase a su señor,
pensó Cade colérico. Eso serviría a sus planes. Eso era precisamente lo que quería él. La
dama dio otro paso hacia atrás, mientras Fledwick continuaba con su aterrada perorata, y
al fin Cade comprendió lo que se proponía el hombrecillo.
Buscó bajo la capa robada y sacó la pistola del marciano. No apuntó con ella a la
mujer, sino a la vacilante cabeza de Fledwick.
—¡Traidor! —gritó—. Morirás por esto.
La mujer perdió el control por fin. Cruzó apresuradamente la estancia hasta una pared
en la que había un tapiz de seda y golpeó frenéticamente un rosetón.
—¡No disparéis! —gritó Fledwick, guiñándole claramente el ojo—. No disparéis, por
favor. Soy sólo un pobre ladrón...
Mientras seguía con su cháchara, Cade hizo un gesto amenazador, o dos, y se
preguntó cuál sería el desenlace. Cualquier estrella serviría. Tenía una pistola, Fledwick
podría cerrar herméticamente el lugar y al fin podría enviar un mensaje al sumo pistolero,
con la vida de la estrella, o quienquiera que fuese el maestro de aquella dama, como
rehén que asegurase la entrega del mismo.
La mujer pareció controlarse otra vez.
—¡Deja ya de chillar! —gritó. Fledwick guardó silencio. Estaba pálido pero orgulloso—.
Escúchame. He pedido... ayuda. Si hay derramamiento de sangre en mi cámara, vuestra
muerte es segura. No será una muerte agradable. Pero tengo un poderoso protector.
Bien, bien, pensó Cade. Cuanto más poderoso mejor. Pronto acabaremos con esta
farsa.
—Si os rendís ahora —continuó la mujer procurando calmarse—, tendréis justicia, sea
cual sea vuestro caso —se irguió con entereza, esperando un fogonazo o una súplica.
No había necesidad de continuar fingiendo. Cade enfundó la pistola; confiando poder
superar en rapidez a cuantos auxiliares pudiese traer consigo el señor del lugar. Admirado
del valor de ella, se tragó una sonrisa de triunfo antes de decir:
—Gracias, señora. Gracias a ti, Fledwick. Tú conoces tácticas que yo nunca me vi
obligado a usar.
Frunciendo el ceño, el ladronzuelo dijo de corazón:
—Supongo que pensaréis que no tenía miedo de vuestra pistola...
—¿Qué absurdo es ése? —comenzó indignada la mujer, pero no siguió. Se abrió la
puerta y entró alguien en la habitación.
—¡Moia! —gritó el hombre, viendo sólo a la mujer contra la pared del tapiz de seda—.
¿Qué pasa? ¿Por qué llamabas...?
Siguió su mirada y vio a los dos extraños, que también le miraban; Fledwick con
curiosidad y recelo y Cade con asombro y veneración. Había sacado la pistola
automáticamente. Tan automáticamente como ejecutó, en cuanto vio aquella cabeza fina
y altiva, la banda de oro en la flotante capa, la pistola con su gran sello en la empuñadura,
el Gran Saludo de la Orden, que sólo se hace ante el sumo pistolero.
Humillado en el suelo, Cade oyó la voz sonora que preguntaba preocupada:
—¿Te han hecho daño?
—No, por el momento —la temblorosa respuesta de la dama concluyó en una risa
forzada.
—Bien. Puedes levantarte, pistolero. Quiero verte la cara.
—¡No es un pistolero! —gritó la mujer—. ¡Es el plebeyo que se hace pasar por Cade!
¡Y tiene una pistola!
—No temas —dijo tranquilamente el sumo—. Es un pistolero, aunque la capa que lleva
no sea la suya. Habla, hermano. ¿Qué te trae aquí de este modo tan extraño?
Cade se levantó y guardó la pistola que había sacado para ejecutar el saludo.
—Señor —dijo con los ojos bajos—, soy el pistolero Cade de Francia. Y vengo con un
mensaje urgente...
—Ya lo he recibido. Un mensaje muy espectacular, y entregado con gran eficacia.
Estaba leyéndolo cuando llegó hasta mí la señal de la dama Moia. ¿Fue obra tuya?
—Sí, señor. No estaba seguro de poder llegar vivo hasta vos. Señor, he de advertiros
de que hay una conspiración, una conspiración que puede ser peligrosa y poderosa,
contra...
—Tendrás que explicármelo en pocas palabras. Tu... la capa que llevas. Parece
familiar. ¿O te has convertido en marciano?
—Era propiedad de un hermano que estaba a vuestro servicio, señor. Espero que no lo
haya matado. No veía otro modo de llegar hasta vos.
—Murió. Debo agradecértelo. Guardaba un puesto importante y lo guardaba mal.
Procuraré que lo reemplace alguien mejor, antes de que otro menos bienintencionado que
tú consiga llegar a esta habitación. —Se volvió dirigiéndose a la dama Moia—: Hemos de
dejarte ahora descansar para que te recobres de este incidente. Te prometo que se les
dará a los guardias una lección inolvidable. Volveré en cuanto oiga lo que debe contarme
este hermano.
Sus ojos se encontraron y Cade vio en las miradas algo que nunca debería existir entre
un miliciano y una mujer, ni entre una mujer y un miliciano.
—Será mejor que me expliques tu historia en mis habitaciones —dijo Arle a Cade—, el
aposento de la dama Moia no es lugar para historias terribles.
Miró con aire ausente a su alrededor hasta que sus ojos se fijaron en la puerta abierta
del pasillo.
—Sí —murmuró—, tenemos que cambiar ese cierre. Tú —por primera vez pareció
fijarse en Fledwick—, cierra la puerta y atráncala. Mañana te pondrán una nueva
cerradura, querida —añadió dirigiéndose a la dama—. Entretanto, bastará con el pestillo.
¿No te importa quedarte sola un rato?
Sus dedos hurgaron en una caja de oro labrado que había sobre la mesa y sacaron
una pipa de oro, como la de ella, que se llevó a los labios con aire ausente.
—Estoy perfectamente ya —aseguró ella con súbito nerviosismo—. No tienes por qué
preocuparte, ya arreglarán en cualquier momento la cerradura. ¡La pipa, señor! —el sumo
pistolero la miró sorprendido—. Es un nuevo entretenimiento mío —dijo ella con ironía—.
Dudo que a ti te interese.
Arle se quitó el tubo de los labios y lo examinó como si nunca lo hubiese visto.
—Extraño entretenimiento —dijo, desaprobatoriamente—. Y ven tú también —añadió
para Fledwick.
La habitación a la que les llevó era la primera cosa tranquilizadora que Cade veía en el
lugar. Era una sala de lecciones como las de las casas capitulares. Las paredes
desnudas, con los espacios habituales de almacenamiento, una mesa en el centro y
rodeándola los bancos de la Orden. Cade se sentó tras la señal de Arle dándole permiso
para hacerlo. Fledwick siguió de pie.
—Ahora —dijo el sumo—, explícame tu historia.
Cade empezó a contarla. Había recorrido mentalmente tantas veces todo aquel asunto
disparatado, que surgía como una lección aprendida de memoria: cómo había sido
drogado y capturado por una bruja en Sarralbe. Su resurrección en Baltimore. El Misterio
Cairo. Había esperado tanto para contarlo y había pasado por tantas cosas para tener la
oportunidad que ahora aprovechaba que en cierto modo se sentía desilusionado. Y había
además algo absurdo en aquello: el sumo pistolero parecía poco más interesado en oír la
historia que Cade en contarla. De vez en cuando, le hacía una pregunta o intercalaba un
comentario.
—¿Cuántos había allí?... ¿Parecían gentes del lugar o extranjeros?... ¡Qué maldito
embrollo, hermano!... ¿No reconocerías a ningún miliciano, verdad? —pero había en sus
ojos un brillo de aburrimiento.
¿Podía mentir él a la encarnación de la Orden? Vaciló en su relato; la duda ardía en su
mente, y entonces se dio cuenta. Estaba mintiendo a Arle por omisión. No explicaba nada
de la chica del Misterio Cairo que había intentado dos veces, la segunda con éxito,
salvarle de la hipnosis. Dio a entender al sumo pistolero que había recuperado el sentido
automáticamente en la calle y continuado luego hasta su detención («con una portadora
de liga que me seguía») por hacerse pasar por miliciano. El resto no había problema
alguno para explicarlo, incluyendo el ataque al guardián y el largo viaje por el pasillo.
Explicó cómo Fledwick había forzado la cerradura, y el sumo examinó la curiosa llave del
ex profesor con más interés del que había mostrado hasta entonces.
—Muy bien —dijo finalmente, tirando la llave sobre la mesa—. ¿Y luego?
—Luego entramos en el... en el apartamento de la dama Moia. —Cade tartamudeó al
pronunciar estas palabras.
El apartamento de la dama Moia. Yo soy su amante. La dama Moia llamó... Y el sumo
pistolero, la encarnación de la Orden de Milicianos, contestó a su llamada a toda prisa.
Cade alzó la vista hacia aquel rostro bello y altivo.
—Te veo atribulado, hermano —dijo el sumo—. Por si te tranquiliza, te diré que la
dama Moia es una de las gracias de este lugar. Las estrellas visitantes y sus cortes no
están sometidas a los rigores de la vida de un miliciano en una casa capitular. La tarea de
la dama Moia es prepararles apartamentos adecuados y prodigarles la dedicación que yo,
claro está, no puedo ofrecer.
Claro. Era tan razonable. Pero la mirada que había visto aún no estaba explicada, ni lo
estaba por qué la dama Moia, anfitriona y auxiliar social, podía llamar a la personificación
de la Orden pulsando un botón oculto.
Desconcertado, Cade dijo con aspereza:
—Os doy las gracias, señor. No hay más que decir. Vos conocéis el resto.
Y luego, tras un carraspeo nervioso de Fledwick, se apresuró a insistir en la promesa
que había hecho al hombrecillo de un perdón por sus servicios al Reino.
—Me parece muy justo —dijo el sumo, y Fledwick se tranquilizó con un suspiro.
Entraron luego tres pistoleros llamados por Arle, que les dijo:
—Éste es el antiguo profesor de Klin, Fledwick Zisz. Recordad que hay una orden de
matarle por maníaco homicida. He descubierto que la orden era un completo error. Es un
meritorio ciudadano del Reino que sólo ha cometido pequeñas infracciones. Traedme los
materiales necesarios para redactar el perdón de sus delitos por sus servicios al Reino.
Cade miró de reojo al ex profesor y sintió una inexplicable vergüenza al ver que
Fledwick evitaba su mirada. Si él no podía olvidar el apartamento de la dama Moia,
¿cómo iba a poder Fledwick? Sintió deseos de llevar a un lado al hombrecillo y
convencerle de que todo estaba bien, de que no tenían importancia las apariencias
superficiales; de que su vida interna debía estar en completa armonía con Klin, que la
relación entre el sumo y la dama Moia no era... lo que evidentemente era.
Cade se sentó silenciosamente mientras el sumo escribía el perdón y lo firmaba. Uno
de los pistoleros vertió una burbuja de termoplástico claro sobre la firma y Arle lo apretó
diestramente con la empuñadura de su pistola. El Sello.
El mismo Sello que Cade había apretado ritualmente tantas veces, en secreto exceso
de celo sentimental, contra el pecho, la boca y la frente, porque había sido tocado por la
pistola del sumo. Sintió que se ruborizaba, y apartó los ojos. Bruscamente se levantó, sin
que le hiciesen ninguna señal permisiva, y se acercó a Fledwick.
—Ya estás fuera de esto —dijo—. Cumplí mi promesa. Fuiste un buen compañero.
El hombrecillo logró mirarle directamente.
—Te agradezco que digas eso. Y mereció la pena. ¡Cuánto me gustaría haber podido
fotografiar tu expresión cuando cogimos aquellos pollos!
Era una insolencia, pero a Cade no le importó; y Fledwick añadió suavemente, con
aquella expresión desconcertada a la que Cade se había acostumbrado, pero que nunca
había comprendido:
—Lo siento.
Eso fue todo. El sumo le entregó el perdón y esperó impaciente a que el hombrecillo
pusiese fin a sus manifestaciones de gratitud.
—Mis pistoleros —dijo— te llevarán en coche a Aberdeen. Creo que no tendrás ningún
problema con ellos de escolta. Allí deberás presentar tu perdón en la Casa de Vigilancia y
rescindirán esa absurda orden. Supongo que querrás irte inmediatamente.
»Y en cuanto a ti, pistolero —continuó Arle—, hace no era ningún sueño. Abrió
rápidamente el saco de dormir y miró por la ventana al patio. Cuatro figuras se recortaban
contra el hormigón, una de ellas más pequeña que las otras.
Hubo abajo una especie de barullo y vio a la figura más pequeña claramente, en toda
su extensión. Había caído, o la habían derribado. Se levantó de nuevo, gritando y
agitando algo blanco, y volvieron a derribarla. Se puso en pie con gran esfuerzo agitando
el objeto blanco con un gesto de súplica y desesperación, no sólo en el brazo sino en
todas las curvas de su pequeño y expresivo cuerpo.
—¡Fledwick!
Cade no necesitaba ninguna interpretación más de la escena que se desarrollaba
abajo. Todo estaba allí, en el ladronzuelo que mostraba su papel. Cade sabía que aquel
objeto blanco era el perdón, escrito y sellado por el sumo pistolero. Vio a uno de los otros
tres hombres arrebatárselo con impaciencia y romperlo.
Como si estuviese recordando la escena en vez de estar presenciándola, Cade
permanecía inmóvil en la ventana, esperando. Vio que empujaban a Fledwick contra una
pared y vio a los otros tres sacar las pistolas. Vio al compañero de su viaje de cinco días
carbonizado por tres pistolas de la Orden, disparadas simultáneamente a baja apertura. Y
luego vio que las tres figuras se separaban, dos hacia una puerta y un anillo más interior,
y otra hacia una puerta que quedaba directamente debajo, en el edificio desde el que él
mismo estaba observando.
Se sintió enfermo, y después de superar la primera impresión comprendió que había
presenciado un asesinato: un asesinato realizado con pistolas de la Orden, ejecutado por
milicianos al servicio del sumo pistolero, después de que el propio Arle había extendido y
sellado falsamente un perdón.
Aquél no era ningún secreto en el que pudiesen iniciarle algún día. No se trataba de
ninguna prueba de valor o de fe. ¡Aquello eran sólo mentiras, traición y asesinato por
orden de la encarnación de la Orden: el sumo pistolero!
La puerta del cuarto se abrió silenciosamente y una sombra se deslizó en silencio hacia
el inflado saco de dormir de Cade.
—¿Me buscas a mí, hermano?
El asesino saltó hacia el áspero susurro, pistola en mano. Cayó achicharrado antes de
comprender plenamente que su supuesta víctima no estaba dormida.
Los pensamientos de Cade eran fríos y transparentes como cristal. Ya habían
encontrado una vez su cuerpo carbonizado en Sarralbe. Volverían a encontrarlo ahora,
concediéndole un precioso tiempo hasta que echasen en falta al miliciano-asesino.
Empujó el cuerpo chamuscado al interior del saco de dormir que había ocupado él, y
lentamente redujo a cenizas la tela con una descarga silenciosa a apertura mínima. Era
de suponer que quienquiera que estuviese lo suficientemente cerca para oír, esperase un
disparo mortífero, pero no dos.
Cade se puso su mezcla de ropas de plebeyo y uniforme y recorrió en sentido inverso
el camino por el que le habían conducido, atravesando pasillos vacíos y bajando vacías
rampas. Sólo conocía un medio de salir. El ala parecía estar desierta. Se preguntó si sería
porque estaba en ella el apartamento de la dama Moia o porque era donde se asesinaba.
El cierre de la puerta interior del apartamento de la dama era radiónico. Cade lo
accionó rápidamente y penetró en la acolchada cámara exterior. La habitación estaba
difusamente iluminada por la luz de la luna, aún fragante con el humo de las pipas
doradas y el perfume más sutil de la propia dama. Vio sobre la mesa el resplandor de
objetos de oro (cajas, pipas, objetos cuyo uso no podía sospechar) y comprendió que aún
no había sondeado las profundidades de lo imposible. Estaba a punto de convertirse en
un ladrón.
No sabía adonde se dirigía ni cómo llegaría allí, pero era evidente que las casas de la
Orden le estaban prohibidas. Por primera vez en su vida, necesitaría dinero. El oro,
recordó de su niñez, podía cambiarse por dinero, o por artículos directamente. Llenó los
bolsos de su capa plebeya con aquel resplandeciente despliegue. El conjunto de objetos
metálicos pesaba considerable y sorprendentemente.
Había una tercera puerta en la habitación y estaba entornada. Cruzó de puntillas y
atisbo el dormitorio de la dama Moia. Dormía, sola, y Cade se sintió un tanto aliviado. La
hermosa cabeza oscura se agitó en la blanca almohada y Cade retrocedió. Torpemente,
accionó el picaporte mecánico de la puerta que daba a la cueva, nervioso a cada roce.
Pero la dama dormía y al final la puerta se abrió.
Cuando había entrado allí con Fledwick, huyendo por oscuros pasillos a media noche,
sus ojos acostumbrados a explorar el terreno se habían adaptado casi automáticamente y
su cerebro había registrado todas las curvas y distancias. Podía volver sobre sus pasos
con toda precisión y encontrar la salida de la cueva en cuestión de minutos.
El protocolario patrulleo seguía igual. Vio, cruzando la boca de la cueva a intervalos, a
un hombre nuevo en lugar del pistolero natural de Marte cupa capa llevaba ahora Cade a
la espalda, pero, por lo demás, la promesa de Arle a la asustada dama no se había
cumplido. Era evidente que el sumo pistolero tenía plena confianza en sus asesinos.
Cade, desde la sombra de la boca de la cueva, observó a los pistoleros, perfilados por la
luz de las estrellas y la luz de arco, hacer su ronda, encontrarse y separarse y volver a
encontrarse.
¡Imbéciles!, pensó, y luego recordó qué príncipe de imbéciles era él mismo y cómo lo
había sido desde el día de su decisión cuando tenía seis años... hasta menos de una hora
antes.
Dejar la boca de la cueva fue infinitamente más fácil que entrar. Esta vez sabía lo que
le esperaba al otro lado: sólo acres de hierbas altas en las que un hombre podía
ocultarse. Un hombre. El pensamiento había brotado así, sin esfuerzo: un hombre. No un
pistolero.
Cade sólo era una sombra más entre las luces chisporroteantes, un sector de
oscuridad que las mentes de los centinelas, embotadas por la rutina, jamás diferenciarían.
Seguro en las hierbas altas, se tendió durante largos minutos, hasta asegurarse de que
no había ninguna alarma. Luego, cautamente, comenzó a alejarse poco a poco. Por
último, en una lejana elevación del terreno, se levantó y continuó caminando hacia el río.
Pronto, muy pronto, tendría que decidir adonde ir y qué hacer. Sabía ya que Aberdeen
y Baltimore quedaban al norte. Estaría de nuevo en el río Potomac en cuestión de
minutos, pero no podría cruzarlo nadando, ni siquiera con ayuda de alas acuáticas como
las que le había hecho a Fledwick el día anterior. El oro le hubiese arrastrado al fondo, y
estaba tercamente decidido a no abandonarlo. Caminó por la ribera sur del río buscando
un tronco lo bastante grande para poder apoyarse y flotar con él y lo bastante pequeño
para poder controlarlo, o un puente sin vigilancia. Cuando se veían las primeras luces de
la aurora en el cielo, oyó voces irritadas al otro lado de una loma. Se echó al suelo y se
acercó, arrastrándose entre los matorrales para escuchar.
—¡Más cuidado, maldita sea!
—¿Sabes tú hacerlo mejor? ¡Pues hazlo y cierra el pico!
—Ciérralo tú. Si sigues gritando así acabaremos en el fondo del pozo.
—Puedo saltar el pozo a la pata coja.
—Espero que tengas que hacerlo algún día, maldita sea, siempre que no me toque a
mí también. Tengo mejores cosas que hacer que pasarme dos años intentando saltar el
pozo a la pata coja.
—Maneja con cuidado los humeadores, es todo lo que te pido...
Aquellas frases eran familiares. Lo de «saltar a la pata coja el pozo» significaba «pasar
fácilmente una pena breve de cárcel». Eso lo había aprendido de Fledwick. Los que
hablaban eran delincuentes... como él. Cade se levantó y vio a dos plebeyos al pie de la
loma, cargando cajas planas en una pequeña balsa.
Tardaron unos instantes en darse cuenta de que no estaban solos. Le vieron y se
quedaron paralizados mientras descendía hacia ellos.
—¿Qué hacéis? —preguntó.
—Señor, estábamos... estábamos... —tartamudeó uno. El otro tenía mejor vista.
—¡Eh! —dijo fríamente, después de estudiar unos instantes a Cade—. ¿Qué pasa? Tú
no eres ningún miliciano. ¿Es una trampa?
—No lo es —dijo Cade.
—Bueno, ¿qué es esto? Un hombre no se juega veinte años por nada. Llevas medio
uniforme y ni siquiera es de tu talla. Y la pistola es falsa, no hay más que verla —proclamó
el plebeyo orgullosamente. El otro parecía disgustado.
—¡Dejarme engañar por un uniforme falso y una pistola falsa! Sigue tu camino,
grandón. No quiero conocerte cuando te cojan y te condenen a veinte años.
—Quiero pasar el río en vuestra balsa. Puedo pagar.
Sacó del bolsillo una caja de oro. Estaba a punto de preguntar si era suficiente pero vio,
por la expresión de los otros, que era de sobra.
—Quiero también ropa de plebeyo —añadió, y luego se maldijo silenciosamente por
traicionarse con lo de «plebeyo»... pero ellos no se dieron cuenta.
—Desde luego —dijo el hombre que no se dejaba engañar por una pistola falsa—.
Podemos llevarte al otro lado. Pero de ropa yo no sé nada.
—Eso puedo arreglarlo yo —dijo rápidamente el otro—. Eres aproximadamente de mi
estatura. Te venderé lo que llevo puesto muy gustosamente. Claro que tendrás que darme
algo más si quieres que me quite lo que llevo encima...
Cade hurgó en la caja. Parecía haber mucho oro allí, pero ¿cuánto oro valían aquellas
ropas?
El otro interpretó su silencio como negativa.
—Está bien —dijo—. De acuerdo —y se desnudó, quedándose en ropa interior. No era
ni mucho menos tan alto como Cade, pero su ropa era bastante amplia para taparle.
Mientras Cade transfería metódicamente sus pertenencias de unas ropas a otras, los ojos
de los otros brillaban.
—Será mejor que entierres ese juguete —advirtió uno de ellos—. Una pistola falsa
también equivale a suplantación...
—La conservaré —dijo Cade, dejando caer los faldones de su túnica sobre la pistola—.
Ahora llevadme al otro lado.
Viendo desaparecer el último objeto de oro, el plebeyo que no se dejaba engañar
fácilmente dijo, tanteándole:
—Tenemos más transportes.
—Oye —dijo el otro—. Cierra el pico. ¿Es que no sabes distinguir un arpón en la trepa?
Así pues, pensó Cade, él era un arpón en la trepa, que necesitaba transporte.
—¿Qué es lo que tenéis? —preguntó.
—Bueno, amigo, estamos en el final de la cadena de distribución de un asunto de
humeadores. Para un arpón no debe parecerle mucho, pero la pena es la misma. Los
conseguimos de... del fabricante y los pasamos al otro lado del río. Allí los recoge un
vehículo. El conductor podría...
—Por dos chismes como ese último —interrumpió con decisión su socio— te
llevaremos hasta el conductor, y le hablaremos de ti y le convenceremos para que te deje
en cualquier lugar de la ruta que quieras.
—Tendrá que ser por uno solo —ofreció Cade cautamente, preguntándose qué sería
un humeador.
—Hecho —dijo en seguida el más cordial de los dos. Cade buscó y sacó una caja
parecida a la última. El plebeyo la acarició y dijo:
—Echemos un humeador para cerrar el trato. No se darán cuenta.
Sin esperar respuesta, abrió una de las cajas lisas de la balsa y sacó de ella tres
bolitas. Los dos plebeyos echaron las suyas en tubos de aluminio, encendieron y
aspiraron el humo, y Cade comprendió al fin que los «humeadores» se ajustaban en pipas
como la de la dama Moia.
—Gracias —dijo, metiéndose en el bolsillo su bolita—. Guardaré la mía.
Le miraron disgustados sin contestar nada. Comprendió que había cometido una
incorrección más o menos grave. También entre los plebeyos había cosas propias e
impropias, y él no sabía cuántas otras cosas impropias podría hacer.
Las bolitas duraron sólo un minuto o así, y dejaron a los dos hombres relajados y
parlanchines; Cade se esforzaba por asimilar toda la información útil.
—Yo humeo demasiado —dijo quejumbrosamente uno de los hombres—. Supongo que
es la tentación de manejar el asunto.
—No hace ningún daño.
—Pero no me siento bien. Manejar el asunto es una forma de ganarse la vida, pero si el
emperador dice que no debe hacerse, no deberíamos hacerlo.
—¿Qué le importa eso al emperador?
—Bueno, el primer emperador debió establecer las reglas de lo que se puede hacer y
de lo que no se puede hacer.
—Ni hablar. El primer emperador y esas reglas se hicieron al mismo tiempo. Pregunta a
cualquier profesor.
—Será mejor que preguntes tú a un profesor... pero aunque se hubiesen hecho al
mismo tiempo, yo no me sentiría bien.
—Eso es lo que yo le digo a mi chica. No hace más que decir cómprame esto y
cómprame aquello, y ahora quiere un vestido de tela fina de una tienda elegante y yo ya le
digo que aunque se lo comprase no podría ponérselo donde la vieran, y aunque lo llevase
en privado no se sentiría bien.
—Mujeres —dijo el otro, moviendo la cabeza—. Pretenden andar por ahí todas como si
fuesen damas de las Estrellas, si por ellas fuera no tendríamos nunca un verde... ahí está
el vehículo. Vamos.
Cade había visto un parpadeo de luz en la otra orilla. La balsa entró en el agua con
Cade sobre las cajas, un hombre manejando la pértiga y el otro, en ropa interior, en el
borde. El coche, en una carretera paralela a la ribera del río a lo largo de un kilómetro, era
un vehículo de pasajeros grande, de color indescriptible y placas de identificación
particularmente sucias.
—¿Quién es ése? —preguntó el conductor, acercándose a ellos. Era un hombre
grande, tirando a gordo, y empuñaba una sección de tubo de bronce de tres centímetros.
—Es un buen tipo. Un buen arpón. Le dijimos que quizá pudieses dejarle por el camino.
—No que pudieses, que me dejarías —dijo Cade.
—Ya tengo bastantes problemas —dijo el conductor—. Lárgate, pijo.
Pijo, evidentemente, era un insulto. El conductor le amenazó con el tubo de bronce.
Cade lanzó un suspiro y le derribó de un golpe ligero en el vientre. Luego dijo a los otros:
—Escuchadme... pijos. Devolvedme una de esas cajas. Y si os ponéis pesados, os
quitaré las dos.
Los otros se miraron y le entregaron una de las cajas. Cade se la dio al conductor, que
se levantaba, aún no repuesto del golpe.
—Esto es para ti si me llevas adonde quiero.
—Desde luego, amigo —dijo amablemente el conductor—. Pero como comprenderás
no puedo desviarme de mi ruta. No puedo perder mi trabajo por una cosa extra.
—Voy a Aberdeen —dijo Cade, con súbita decisión.
—Hecho. Ahora, si quieres esperar a que carguemos...
Cargaron las cajas de humeadores en una sorprendente variedad de lugares del
vehículo. Bajo los asientos, dentro de la tapicería, detrás de paneles desmontables.
Cade observaba y se preguntaba por qué habría elegido Aberdeen. Pero pronto
desistió de aclararlo. Tenía que empezar en algún sitio, y empezar por la chica era
perfectamente válido. Ella sabía algo... Más de lo que sabía él, sin lugar a dudas. Y
muerto Fledwick, ella era la única persona que no le había traicionado en ningún
momento desde que se había visto envuelto en aquella pesadilla de conspiración y
desilusión. Además, se dijo, era lo más lógico. El último sitio donde esperarían encontrarle
sería aquel en el que le habían capturado antes. Sumido aún en estas consideraciones,
se sentó junto al conductor.
—¿A qué sitio de Aberdeen? —preguntó el otro una vez en la ruta.
—¿Conoces el local de la señora Cannon?
—Sí. De acuerdo —dijo el conductor, con tono evidentemente desaprobatorio.
—¿Qué pasa con ese lugar? —se arriesgó a preguntar. Podría ser un nido de espías.
—Nada. La vieja está bien. No me importa a qué garito quieres ir. Dije que te llevaría y
lo haré.
Trece años de condicionamiento no se esfumaban de la noche a la mañana. Cade se
sentía culpable y a la defensiva:
—Busco a una persona, una chica.
—Está bien. No tienes por qué explicármelo. Te llevaré allí, tal como te dije. Yo soy
padre de familia. No es que vaya al lectorado todos los días como otros, pero sé lo que es
propio y lo que no lo es.
—Pero estás traficando con humeadores —dijo indignado Cade.
—No es que me sienta bien por hacerlo, desde luego. Yo no humeo. No es culpa mía
que haya un montón de pijos ignorantes que siendo plebeyos se dedican a humear como
una Estrella y su corte. Si les dices «al emperador no le gusta», te ponen cara larga y
contestan: «Bueno, no importa mucho eso, y además daré dos veces más para el
lectorado y eso sí que le gustará al emperador, ¿no crees?» ¡Necios!
Cade asintió débilmente y la conversación decayó. Mientras el delincuente moralista,
infractor de normas suntuarias, cubría su ruta, Cade se adormeció. Sabía que aquel
hombre cumpliría el trato después de aceptarlo.
12
A cada parada y arrancada. Cade entreabría un ojo y luego seguía durmiendo. Pero
finalmente, el conductor le zarandeó.
Cade despertó sobresaltado. Por la ventanilla, a un metro de sucio pavimento inundado
de sol, pudo ver unas escaleras de piedra que descendían hacia una sólida puerta.
Delante, otro tramo de escaleras parecían llevar a otra puerta que quedaba fuera de su
campo de visión.
Estaban en una calleja estrecha, en la que cabía justo el vehículo. Al otro lado, paredes
lisas de sucio cemento se elevaban hasta una altura de tres o cuatro plantas sobre el
suelo. No había ventanas, ni líneas de edificación claramente marcadas, nada que
diferenciase un punto de otro salvo suciedad y desconchones en el viejo hormigón. Y los
escalones a intervalos regulares a ambos lados. El conductor sacó tres fardos
limpiamente empaquetados del tapizado del asiento delantero, cerró la abertura y esperó
con ellos en la mano.
—¿Bueno? —dijo—. ¿Vas a estar sentado ahí todo el día? Abre.
Cade se puso rígido y luego procuró tranquilizarse. Estaba entre plebeyos ahora, y era
lógico que le tratasen como a uno más. Era una lección que tendría que aprender igual
que las que había aprendido en el noviciado. Su vida dependía también de estas
lecciones.
—Disculpa —masculló—. ¿Es donde la Cannon?
—¿Es que no lo conoces?
Cade abrió la puerta y murmuró:
—Parece distinto de día.
Siguió al conductor por las escaleras de piedra abajo. El otro llamó rítmicamente y la
puerta se entreabrió. Cade reconoció inmediatamente la cara vacuna.
Ignorando ostentosamente al conductor, la señora Cannon dijo con aspereza::
—El bar no se abre hasta la noche, forastero. Entonces serás bien recibido.
Pero el conductor dijo rápidamente:
—Creí que era amigo tuyo. Es un arpón y busca refugio. Gente que le conoce me dijo
que era de confianza.
Los ojos de la mujer, de un azul desvaído, recorrieron el rostro de Cade y examinaron
luego sus astrosas ropas y las raídas sandalias, y volvieron de nuevo, lentamente, a
posarse en su cara.
—Puede que le haya visto antes —admitió al fin, con un gruñido.
—A mí y también a... mis monedas —dijo rápidamente Cade. El resto fue más
inspirado—: La última vez que estuve aquí, una de tus chicas se llevó todas las que tú me
dejaste.
La mujer pareció situarle al fin:
—Aquella chica no era de las mías —insistió, a la defensiva.
Para el conductor era bastante.
—Bueno, nada más —dijo—. Arreglad el asunto entre vosotros. Ya voy con retraso.
La puerta se abrió un poco más.
—Espera aquí —dijo la mujer a Cade, y guió al conductor fuera de la estancia.
Era la cocina del establecimiento. Cade se paseó por ella, sin notar nada, pero
examinando con profunda curiosidad aquella extraña colección de suministros y
equipamiento.
Las grandes despensas y cocinas de las casas capitulares en las que Cade había
pasado centenares de horas siendo novicio, se parecían tanto a aquel lugar como... como
el saco de dormir de un miliciano al lecho de la dama Moia. Lo único que pudo identificar
fue una parrilla gigante que colgaba de una pared. Era idéntica a las que se utilizaban
para preparar la comida nocturna, a base de carne, de las casas capitulares. Pero la
similitud terminaba ahí. A través de las puertas transparentes del refrigerador no vio la
ordenada serie de piezas de carne, sino una desconcertante variedad de volatería,
pescado, carne y marisco, todo mezclado. A lo largo de la pared opuesta había más frutas
y verduras de las que él hubiese imaginado que existieran... Lujos voluptuosos, pensó,
para paladares degenerados.
Pudo reconocer, al fin, una cocinadora destinada a mezclar y calentar en una operación
el rancho básico que constituía el alimento esencial de los milicianos. Pero allí no se
trataba de la gigantesca y resplandeciente estructura de las casas capitulares, sino de
una máquina vieja y destartalada situada en una repisa elevada, casi fuera de alcance.
Por alguna razón, dedujo Cade, el rancho no era popular en donde la Cannon.
En otros estantes que rodeaban la estancia, había centenares de paquetes brillantes,
que contenían ingredientes de color desconocido utilizables con una docena o más de
mezcladoras y calentadoras especializadas, modelos que Cade no había visto jamás.
Había en todo aquello una atmósfera de despreocupado desorden, confuso pero evidente,
que trajo a la mente de Cade numerosos recuerdos.
Tantas cosas habían revivido viejos recuerdos en él los últimos días: recuerdos de una
infancia que él había sepultado conscientemente al tomar los hábitos. Comprendía ya que
era inadecuado para la Orden. El ritual y la rutina que habían formado parte tan integrante
de su vida como la respiración, de pronto habían pasado a ser cosas de las que podía
prescindir. A veces tenía la sensación de haberse vuelto loco. Necesitaba un profesor
correctivo, se dijo, y luego pasó a preguntarse si de veras deseaba que le corrigiesen.
Naturalmente quería volver a la Orden, pero el sumo pistolero...
Dejó de lado fríamente aquella confusa pugna de lealtad. Lo primero que debía
conseguir era información, y eso significaba que debía encontrar a la muchacha.
«Tú no eres una chica mía», había dicho la señora Cannon. Y había añadido: «Si
vuelves por aquí, chica, te romperé el cuello con un taburete.» Eso no importaba. Él
necesitaba un punto de partida. Empezar por un lugar bien situado dentro del submundo
del hampa en el que la chica parecía moverse con tanta seguridad. En aquel mundo uno
iba de una persona a la siguiente: de los traficantes al conductor y de éste a la señora
Cannon. Afloró a su rostro una sonrisa. ¿Qué habría dicho él, no hacía tanto, si alguien le
hubiese explicado que necesitaría acudir a un delincuente de baja estofa para que le
admitiesen en un (¿cómo lo había dicho?), en un garito? Él, uno de los mejores
pistoleros...
—Amigo —dijo la áspera voz—, no sonrías así. Ya no soy tan joven y mi figura no es lo
que fue en otros tiempos, pero tampoco soy tan vieja para que no se me levanten
mariposas en el vientre de vez en cuando.
En la puerta estaba la señora Cannon, mirándole con una absurda mezcla de
cordialidad y coquetería.
—¡Por los labios del Poder! —exclamó entre risas—. ¡Aún es capaz de ruborizarse!
Tenemos algunas chicas a las que les gusta así. ¡Grande como una casa y fuerte como
un miliciano y con una sonrisa que pone los pelos de punta, y resulta que se ruboriza a la
primera de cambio! En fin, hay chicas a las que les gustan así, pero a mí me gustan más
cuando están «cargados». —Hubo un brusco cambio de tono—. Lázaro me dijo que
tenías mercancía y andabas huido. ¿Qué es lo que llevas?
Él abrió la boca para contestar, pero no le dio tiempo.
—Grandón, aquí arriba han pasado días y meses muchos tipos sin que se les hiciese
ninguna pregunta y sin que explicasen nada. No hay lugar más seguro en la costa este.
Pero resulta caro. Te trajo Lázaro y me gusta tu cara. Si no, no te aceptaría ni por todo el
oro de Aberdeen. La protección cuesta cara en cualquier sitio. Aquí tendrás una magnífica
habitación, tres comidas al día y todo el...
A la mujer le gustaba hablar, pensó Cade, y era mejor dejar que lo hiciera. Además, lo
que decía resultaba confortante. Podía quedarse allí... y el conductor había supuesto que
aquello era lo que él quería.
La mujer hizo un alto para respirar, resopló un poco, y Cade aprovechó la oportunidad:
—No tienes por qué preocuparte por el dinero. Yo estoy... Estoy «cargado». Puedo
pagarte lo que me pidas. —Lo único que parecía pedir todo el torrente de palabras de ella
era aquella aclaración.
—¿Con qué?
Él sacó lo primero que tocaron sus dedos en el bolsillo exterior. Era una pequeña y
resplandeciente fruslería de vistosas joyas, un collar del que colgaban cinco pequeñas
campanillas. Al colocarlo sobre la mesa, repiqueteó desmayadamente con una música
casi inaudible. Los ojos de la mujer quedaron atrapados por aquella dorada ¡futesa.
—Prácticamente sin valor —dijo hipócritamente cuando alzó la vista—. Es demasiado
difícil deshacerse de ella.
—No sé —dijo Cade, disculpándose, y extendiendo la mano para recogerla—. Quizá
otra cosa...
—¡Magnífico! —explotó ella, agitándose de nuevo con oleadas de aparatosa risa—.
¡Me has marcado un farol a la primera! ¿Es cierto que tienes otra? —Cade hurgó en los
bolsillos buscando una pareja de la pieza que había sacado, comprendiendo vagamente
que en realidad debía hacer algo más hábil. Volcó en la mesa todo lo que tenía y fue
examinándolo.
—Lo siento —dijo al fin—. Al parecer no está aquí. La mujer contemplaba la colección
desconcertada.
—Lo sientes —remedó—. Parece que no está aquí. —Le miró de nuevo,
escrutadoramente, durante un largo minuto—. ¿Por qué viniste aquí? —preguntó
quedamente.
—Fue el primer sitio que se me ocurrió —dijo. Algo iba mal. ¿Qué idea de lo propio y lo
impropio según los plebeyos había violado ahora?
—O el único —musitó ella—. Y no me digas que estabas borracho aquella noche.
Quizá la amiguita que estaba contigo no pudiese apreciar la diferencia, pero yo llevo
muchos años de vuelo. Conozco a un borracho nada más verlo y sé también lo que es la
droga. Un joven como tú... Bueno, ahora sé que puedes ocupar la habitación. Pero andar
por ahí cargado con artículos sin tener ni idea del valor que tienen... ¿nadie te dijo nunca
que no debías dar por terminado el asunto hasta no liquidar la última parte? ¿Y que la
última parte era vender la mercancía?
Cade no sabía qué decir.
—Si tienes una habitación para mí —dijo pacientemente— serás bien pagada. Eso es
todo lo que te pido. Por alguna razón, ella se enfureció.
—¡Pues entonces, será lo único que tengas! Y cuando empieces a gritar pidiendo la
droga no esperes que te la traiga. ¡Vamos! —abrió la puerta de un empujón y subió
escaleras arriba; subía mascullando para sí—: No se puede hacer hablar a un hombre si
no quiere. Ni aunque necesite ayuda. ¡Se creen que saben más que nadie!
Al final de la escalera sacó un manojo de llaves como la que Fledwick había utilizado.
Abrió una puerta con una de ellas y se la entregó a Cade.
—Es la única que hay —dijo—. Aquí estarás seguro. Si tienes hambre, o si quieres
divertirte un poco, puedes bajar al bar.
Cerró la puerta y estudió su aposento. La habitación no era ni clara ni limpia. Las
estanterías parecían mal asentadas. Daba igual. No tenía nada que guardar. La cama era
un viejo catre plegable como sólo había visto en casas de plebeyos en las que había
entrado durante acciones de combate. Resultaba duro recordarlo: ahora estaba en una
casa plebeya, viviendo como un plebeyo. Giró la llave, cerrándose por dentro. Luego
extendió su tesoro sobre la cama, tanteando cuidadosamente las piezas. Aunque no
había hecho mucho caso de las palabras de la mujer, su expresión indicaba que
aquellas... fruslerías la habían emocionado. ¿Por qué? Podían cambiarse por dinero, o
por comida. El dinero podía cambiarse por ropas, comida, alojamiento, diversiones.
También Fledwick reaccionaba así con el dinero, si es que no lo había interpretado mal. El
hombrecillo estaba dispuesto a correr grandes riesgos, arrostrar la vergüenza y la cárcel,
por dinero. Y los hombres de la balsa... también habían intentado sacarle más objetos de
aquéllos. Lo cual significaba que poseía algo que era muy deseable para los plebeyos, y
lo poseía en grandes cantidades.
Se tendió en la cama y su blandura le resultó insoportable. El suelo era mejor que el
colchón. Para encontrar a la chica tendría que bajar al bar. Pensando en la noche que
había estado allí, recordó el ruido, los olores, la bebida que le habían dado, la atmósfera
enrarecida, aquellas mujeres estúpidas. Pero el bar era el motivo de que estuviera allí. La
muchacha del Misterio Cairo le había encontrado allí antes; podría buscarle allí ahora.
Pensó en su ropa... necesitaría alguna. Y botas... zapatillas, más bien. Como plebeyo, no
podía llevar botas. Y mudas. Hasta un plebeyo cambiaría de prendas periódicamente, sin
duda.
La señora Cannon se había anticipado a él. Estaba abajo en el bar, esperando, con
noticias.
—Ojalá hubieses bajado un poco antes. Estuvo aquí esperando el viejo Carlin, pero dijo
que tenía que irse. De todos modos, vendrá mañana a primera hora. Le habría enviado
arriba, pero imaginé que estarías durmiendo.
Al parecer debía saber quién era el viejo Carlin. Lo preguntó:
—¿Carlin? Tiene una tienda aquí cerca. Vende ropas cortesanas extraoficialmente. No
entiendo por qué esas tramposas están dispuestas a pagar precios tan disparatados. Para
dar emociones e ilusiones a sus novios a puerta cerrada. Eso supongo. En mis tiempos
no andábamos detrás de los hombres si no podíamos emocionarlos sin telas de fantasía
de la corte. Tú no eres del distrito, ¿verdad? Él vaciló, sorprendido por la brusquedad de
la pregunta.
—Lo que me figuraba —dijo ella, bajando la voz—. Escucha.
Se inclinó hacia él sobre la mesa, y de la profunda hendidura que dividía sus pechos
brotó un aroma demasiado empalagoso, demasiado fuerte.
—Si quieres algún buen consejo, yo puedo dártelo, y te lo daré aunque no lo quieras.
Estás huido y tienes encima la mercancía... una mala combinación. Y no quieres que te
sangren, ni yo ni ningún otro vampiro. De acuerdo, me parece muy bien, y además tienes
sentido suficiente para no intentar mentir estando en la situación en que estás. Pero
tampoco tienes que andar con tantas reservas conmigo. Escucha...
Se detuvo para tomar aliento y luego continuó animosamente:
—Entré en la cocina esta tarde y te encontré allí de pie sonriendo para ti, cuando
podrías rodear toda la casa con una cinta de oro. Diez minutos después, me tratas con la
altanería de un aristócrata, y estuviste a punto de quedarte sin la habitación que tienes
ahora. Un tipo con una cara como la tuya, y con esa corpulencia, es un idiota si no le saca
provecho a lo que tiene. Y tú no tienes por qué hablar, amigo... ¡Sonríe! —se irguió e hizo
una seña a un recién llegado que estaba al fondo del bar—. Tengo que atender a los
clientes —dijo—. ¿Tienes algún alias por el que pueda llamarte si me preguntan?
Cade sonrió para sí ante aquel absurdo consejo... y ante la pregunta que le siguió.
¿Qué sería aquello de alias? Por primera vez desde que conocía a la señora Cannon, la
miró directamente a los ojos. No era una mujer peligrosa, después de todo, pese a su
charlatanería. Guardó silencio, pero lenta y deliberadamente dejó que la sonrisa interna
aflorase a su boca.
—¡Esto es! —exclamó ella, encantada—. No eres ningún tonto. ¡Eh, Jana!
Una esbelta trigueña se apartó de un grupo de chicas que hablaban en un rincón
mientras esperaban que el lugar se llenase. Caminó con estudiada languidez hacia ellos.
La liga de plata de su muslo tensaba la delicada tela de sus pantalones a cada paso.
—¡Jana, quiero que conozcas a un amigo! —dijo la señora Cannon—. ¡Nada es
demasiado bueno para mi amigo Sonriente!
Le guiñó el ojo, un guiño lascivo y aterrador, tan inmenso como un encogimiento de
hombros, y se fue.
—Es una buena recomendación, Sonriente —dijo la chica.
Tenía la voz áspera y adoptó automáticamente la misma postura que la señora
Cannon, inclinándose hacia delante y apretando los hombros. Debe ser una costumbre
plebeya, pensó inquieto, mientras advertía que así exponía gran parte de sí misma a su
compañero de mesa.
—Sí —dijo él—, ha sido muy buena conmigo.
—¡Pero si yo me acuerdo de ti! —dijo bruscamente Jana—. ¡Tú estuviste aquí la
semana pasada! ¡Y tenías problemas, hermano! ¡Vaya si los tenías!
Pero bruscamente frunció el ceño.
—¿Qué es lo que te pasa, Sonriente?
No podía evitarlo. La sorpresa y la impresión que le producía el que aquella mujer, en
aquel lugar, le llamase hermano, se traslucía en su rostro.
—Nada —dijo.
—¿Nada? —preguntó ella astutamente—. Escucha, ya veo que no estás bebiendo...
Cade siguió su mirada y advirtió que había un pequeño vaso que contenía un líquido de
olor nauseabunda sobre la mesa. Lo apartó.
—...y he estado discutiendo con Arlene sobre eso desde entonces... ¿Te acuerdas de
ella? Aquella rubia bajita del rincón...
La esperanza se encendió un instante y se desvaneció al ver a la muchacha que le
indicaba.
—Lo cierto es que ella dice que no era licor y yo digo que nunca vi a un hombre de tu
tamaño y de tu edad tan ido como estabas tú. No era licor. No tienes por qué decírmelo si
no quieres, pero...
La muchacha dejaba en el aire un interrogante.
Cade, aprovechando lo que había aprendido, le sonrió directamente y mantuvo la
sonrisa hasta que se sintió estúpido.
Los resultados fueron inesperados y espectaculares. Ella silbó, un silbido largo y hondo
que hizo volverse inquisitivamente media docena de cabezas. Y le miró con tanta
adoración... Pocas veces había visto aquella expresión, y sólo entre los nuevos escuderos
en el campo de batalla.
—¡Hermano! —suspiró ella.
—Discúlpame —dijo Cade con voz estrangulada, y huyó del enemigo, dejándola en
completa y desconcertante posesión del campo de batalla.
13
Cade aprendió de prisa en Cannon. No tenía más remedio. Sus ojos y sus oídos,
entrenados para apreciar diferencias que significaban vida o muerte en el combate,
recogían palabras, miradas, gestos; su inteligencia adiestrada por el combate los
valoraba. Sobrevivió.
Y en Cannon aprendieron de Cade cuanto era necesario. Él era Sonriente, y la etiqueta
del local de Cannon exigía que no se investigase nada más sobre su nombre o su rango.
Se hablaba de él. Algunos decían que había nacido en las estrellas, pero nadie
preguntaba. Sus bolsillos llenos y la ágil lengua de Jana le introdujeron y le dieron la
reputación necesaria.
En cuanto a su corpulencia, todos aceptaban que era un hombre de gran fortaleza. En
cuanto a su riqueza, evidentemente era un ladrón de altos vuelos. En cuanto a sus
esporádicos fallos de memoria, y a sus maneras, era sin duda adicto a los narcóticos más
fuertes. Eso explicaba también su, por otra parte inexplicable, falta de interés por el
alcohol y las mujeres.. Por su fortaleza y su nivel profesional, superaba a la mayoría de
los asiduos del lugar: los miserables carteristas, los jugadores, los despreciables chulos.
Como adicto a drogas desconocidas sobrepasaba incluso a los individuos cordiales,
interesantes y limpiamente vestidos que de vez en cuando pasaban por allí. Las drogas
eran una vía romántica y desesperada para eludir la realidad de las cosas. La señora
Cannon las desaprobaba... había una historia en su pasado con un hombre... No quería
hablar del asunto. Pero para sus chicas era la atracción definitiva.
Cade se sentaba de noche en el bar, en una mesa situada en el rincón próximo a las
escaleras, ante una bebida que no probaba. Carlin, que vestía secretamente a las chicas
plebeyas con ropajes cortesanos, y también al hampa elegante, le había tomado las
medidas y le había proporcionado verdes y azules a cambio de las piezas de su tesoro
que había decidido utilizar. El viejo había intentado regatear en cada pieza, pero con la
supervisión de la señora Cannon, Cade había logrado salir del trato con dos series
completas de prendas, dos semanas de exorbitantes gastos de «alojamiento» pagadas y
suficiente cantidad de dinero. En su habitación, detrás de una de las estanterías, había
encontrado un lugar donde ocultar las piezas que le quedaban: una última caja de oro que
contenía media docena de alhajas más pequeñas.
Con esta seguridad (un lugar donde vivir, ropa nueva, buena comida, dinero en el
bolsillo, una envidiable reputación y una reserva oculta) podía dedicarse por completo a la
búsqueda de la muchacha del Misterio Cairo. Hizo unas cuantas preguntas, pero no
encontró indicio alguno que pudiese conducirle a ella. Se sentaba todas las noches en su
mesa, con la silla vuelta hacia la puerta, mirando a todos los que llegaban, invitando a
cualquiera que hablase... lo cual significaba a todos...
Primero fueron la señora Cannon y sus chicas. Luego se decidió a preguntar
abiertamente, al descubrir que no era extraño intentar renovar una relación con una chica
que hubiese producido una profunda impresión en un hombre. Pero nadie sabía de ella,
nadie recordaba haberla visto salvo aquella noche en que se había encontrado allí con
ella.
Era un retroceso, pero no tenía otro lugar posible donde buscar salvo Baltimore... y en
una ocasión no habían tenido ningún problema para llevarle allí. Si nadie en Cannon le
conducía a la chica, actuaría sin ella, y gradualmente fue elaborando un plan alternativo.
Mientras iba construyéndolo, pasadas dos semanas de estancia allí, se dedicó a escuchar
a todos los que fueron sumándose a la interminable procesión de personas que querían
hablar mientras Sonriente pagaba.
Conoció a un marciano que había abandonado su nave y para acabar dedicándose a la
bebida y a pequeños robos. Durante dos noches Cade le oyó maldecir su mal paso:
parloteó monótonamente sobre su familia y su pequeña refinería de hierro; y una chica
que había quedado allá, con la que podría haberse casado y haber tenido hijos. El
marciano no volvió la tercera noche, ni nunca.
Perdió una noche. Se trataba de un hombre tranquilo, que se expresaba bien, de pelo
gris, que había sido ladrón de altos vuelos y se había retirado a disfrutar de sus
«ganancias». Apareció por primera vez la cuarta noche de Sonriente en el bar, y durante
casi una semana volvió todas las noches. Era una mina de información sobre las
costumbres, los sistemas, el argot y los usos del hampa, sobre la corrupción de los
vigilantes, la prostitución organizada y el manejo de objetos robados. La última noche, la
noche desperdiciada, después de charlar y beber durante una hora, le confió súbitamente
que poseía una verdad secreta desconocida por los demás hombres. Inclinándose sobre
la mesa, emocionado, murmuró claramente:
—¡Las cosas no han sido siempre como son ahora!
Cade recordó los ritos del Misterio y se inclinó también sobre la mesa para escuchar.
Pero su esperanza se vio defraudada; el elegante viejo era un lunático.
Decía haber encontrado un libro, años atrás, cuando aún se dedicaba a robar. Se
titulaba «Lectura de sexto grado». Pensaba que era increíblemente viejo y murmuró, casi
en el oído de Cade:
—¡Más de diez mil años!
Cade se echó hacia atrás desilusionado mientras el loco continuaba. El libro estaba
lleno de relatos, versos, anécdotas, muchos de ellos basados, al parecer, en hechos
reales y no de ficción. Pero todos tenían algo en común: ninguno mencionaba al
emperador, a Klin, a la Orden ni al Reino del Hombre.
—¿Te das cuenta de lo que significa eso? ¿Te das cuenta? Hubo un tiempo en el que
no había emperador.
En vista del aburrido desinterés de Sonriente, perdió el control y habló lo bastante alto
para que la señora Cannon, que estaba en el bar, captase unas cuantas palabras.
Irrumpió en la mesa llena de furiosa lealtad y le echó. Más tarde lo lamentó. Corrió la
noticia, y el incidente provocó la única incursión de los vigilantes en lo de la Cannon
durante la estancia de Sonriente.
Se investigó minuciosamente todo el distrito y hasta Cade hubo de someterse a
interrogatorio. Pero los vigilantes buscaban a otro hombre y no les interesaban los
orígenes de Sonriente. Más tarde, llegó a Cannon la noticia de que habían encontrado al
loco mientras explicaba su desvarío a unos niños en la calle. No sobrevivió a su primera
noche en la Casa de Vigilancia. Aquellas porras de goma, recordó Cade, y se preguntó
qué necesidad habría de tratar tan drásticamente a aquel pobre loco.
Hubo otros que se acercaron a su mesa y hablaron. Un joven de traje color pastel que
interpretó mal la falta de interés de Cade por las chicas y al que inmediatamente se le
aclaró la cuestión. La señora Cannon le expulsó con su áspera advertencia habitual: «¡Y
no vuelvas nunca por aquí!» Pero probablemente no la oyese.
Una noche apareció un tipo mofletudo y sentencioso que había perdido el control a
causa de la bebida. Sonriente le convidó a varias copas porque había estado en el
Misterio Cairo, y en varios otros... Explicó que los misterios eran un buen sitio para hacer
amistades, mostrándose por lo demás reacio a hablar. Cade se atrevió a preguntarle con
mayor insistencia después de haberle hecho ingerir suficiente licor para ofuscar su mente
con el propósito de que a la mañana siguiente no recordase el incidente. Pero sabía muy
poco. Jamás había oído hablar de hipnosis en relación con un Misterio. Según él, nada
tenía que ver con los ritos Cairo una habitación de forma oval y paredes completamente
lisas. Los misterios eran en realidad lugares de reunión y para hacer amistades; los
beneficios eran para tipos listos, como él y Sonriente. Propuso vagamente que creasen un
nuevo misterio con ligeras variantes para hacer dinero a costa de los fieles. Con su
experiencia y el aspecto de Sonriente sería muy fácil. Luego, se quedó dormido sobre la
mesa.
Hubo varios otros. Pero ella no apareció y Cade no oyó ni una palabra sobre ella ni
nadie que se le pareciera.
Cuando transcurrieron las dos semanas que se había concedido sabía mucho más de
lo que sabía antes, pero nada que le condujera a la chica. Era hora de iniciar el otro plan.
La señora Cannon protestó enérgicamente cuando él le dijo que se iba.
—Nunca he visto a un hombre salir de apuros tan de prisa —se quejó—. No tenías por
qué haber pagado consumiciones a todos aquellos tipos... Escucha... gané lo suficiente
con eso para cubrir los gastos de otra semana. No se lo digas a nadie, pero puedes
quedarte. Dos semanas no son suficiente, pero pueden serlo tres. ¿Qué te parece?
—No es el dinero —intentó explicar él. Ella tenía razón en lo de que habían
desaparecido ya sus azules y sus verdes, pero nada sabía de la caja que tenía aún en su
habitación—. Tengo que hacer un trabajo. Una cosa que prometí hacer antes de venir
aquí.
—¡Una promesa no cuenta cuando le buscan a uno! —gritó ella—. ¿De qué te va a
servir cumplir tu promesa si te cogen los vigilantes en cuanto salgas por la puerta?
Esto no le preocupaba. El sistema de información de donde la Cannon era bastante
eficaz y él sabía que la búsqueda del «impostor» Cade había cesado, al menos
localmente. Un joven escudero había carbonizado a dos peatones hacía diez días.
Aunque se había comunicado que aún no estaba confirmada la identidad de los dos como
el impostor Cade y el ex profesor Zisz, el vigilante local había reducido aquella
investigación concreta prácticamente a cero. Si Arle continuaba la búsqueda, lo hacía
subrepticiamente.
Lo único que Cade deseaba era un lugar donde dejar todo lo que tenía, salvo sus joyas
y el mejor traje de su atuendo de plebeyo. La señora Cannon le proporcionó a
regañadientes una de las cajas de metal que ocultaba en su cocina: cajas de caudales
personales con cerraduras radiónicas, ocultas bajo suministros de alimentos.
Cade se vistió en su habitación por última vez con el sobrio y digno traje que había
encargado. El viejo Carlin había refunfuñado ante sus exigencias: «¿Te crees que vas a
una audiencia?» Y Cade había sonreído... porque era precisamente eso lo que se
proponía: ésa era la alternativa. La única.
Podía haber intentado introducirse directamente en el Misterio Cairo y verse de nuevo
víctima de la hipnosis. Podría haber acudido a una Casa Capitular y perecer allí. Pero aún
quedaba, quedaba siempre, el emperador. Aquélla era la mañana del día de audiencia
mensual; lo había programado todo.
Incluso allí en lo de la Cannon esto continuaba siendo como siempre: ladrones y
delincuentes, prostitutas y clientes, eran gente de conducta impropia, pero eran leales al
emperador, sin excepción. No había el menor rastro de la conspiración que él buscaba: El
ladrón loco con su libro imaginario los había horrorizado a todos.
Grande es el reino, pensó Cade, pero no tanto que el emperador no escuche cualquier
súplica.
Sólo temía que no creyesen en su terrible y complicada historia cuando la explicase. La
benevolencia del emperador se vería puesta a prueba, al intentar admitir que se
preparaba una conjura contra él en un inocente Misterio; y añadir a ello la defección del
sumo pistolero... Cade se preguntaba qué habría pensado él mismo de una tal historia
unas semanas atrás.
Pero sin duda lograría convencer a individuos menos imbuidos de bondad y amor que
el emperador. Cade había visto los acerados rasgos del maestro de poder en las
ceremonias... un hombre hosco y alto personaje: el puño de hierro del bondadoso
emperador. Siempre había sido así. Así debía ser. No le resultaba difícil imaginar al
Maestro de Poder creyendo lo bastante en su historia como para investigarla, y eso sería
bastante.
Al marchar, Cade llevaba en sus bolsillos sólo la mitad de las alhajas más pequeñas
que quedaban y un puñado de dinero: tres azules y unos cuantos verdes. La caja de oro y
la pistola de la Orden quedaban en la cocina, tras bronce endurecido y bajo una capa de
alimentos. Había algo parecido a lágrimas en los ojos inyectados en sangre de la señora
Cannon cuando le dijo:
—Y no lo olvides: debes volver. Aquí siempre habrá un sitio para ti.
Prometió recordar aquello y su promesa era sincera. Esperaba no tener que volver a
ver jamás aquel lugar, pero sabía que no iba a olvidarlo en toda su existencia. Toda esa...
¡irregularidad! No había en sus vidas o pensamientos ninguna proporción, ningún objetivo,
nada propio ni ajustado. Y, sin embargo, había un extraño calor, una inesperada
sensación de camaradería extrañamente similar a la que él había sentido por sus
hermanos en la Orden, pero en cierto modo más fuerte. Se preguntaba si todos los
plebeyos la tenían, o si sólo era propia de los delincuentes y semidelincuentes.
Cuando cerró la puerta tras sí y empezó a caminar calle abajo, se sintió extrañamente
solo. Era la misma calle por la que había bajado a la luz de las farolas, seguido por la
chica. Dobló la esquina, donde había ahora otro vigilante, y se dirigió a palacio en amarga
soledad. Lo que había de suceder sucedería, pensó con tristeza, y se maldijo por aquella
tristeza. Debería estar lleno de honroso orgullo y de exaltación por el servicio que estaba
a punto de prestar al emperador, pero no lo estaba. En vez de ello, se preocupaba por la
chica plebeya.
¡La chica, la chica, la chica, la chica! Había mentido al sumo pistolero no
mencionándola..., pero esto sólo después de haber sospechado ya que el sumo era un
licencioso traidor a la Orden. Esperanzadamente intentó convencerse de que ella no
corría ningún peligro; considerando las cosas con realismo, sabía que, corriese peligro o
no, no podía mentir al emperador, y que ella podría quedar atrapada y destrozada por las
ruedas de la justicia que él estaba a punto de poner en movimiento.
14
Como plebeyo de la clase media, de aire respetable, Cade fue admitido sin preguntas
por la puerta de audiencias, un gran arco del gran muro que encerraba el centro
neurálgico del Reino. El palacio propiamente dicho, un edificio de mármol rosado de
bellas proporciones, quedaba unos cien metros más allá. Un oficial del servicio Klin (la
cinta dorada de su uniforme gris significaba servicio de palacio) condujo al recién llegado
junto a un grupo que esperaba ya pacientemente en la plaza.
—Espera aquí —dijo bruscamente, y se alejó. Cade esperó. Fueron llegando más
plebeyos y el grupo se convirtió pronto en una multitud que llenó todo el espacio de la
plaza. Advirtió, sin embargo, que de cuando en cuando, uno de los miembros del grupo
(normalmente bien vestido) se aproximaba a uno de los guardias y hablaba con él unas
palabras. Algo parecía cambiar de mano y el hombre o la mujer eran conducidos hacia el
palacio propiamente dicho.
El pistolero se las arregló para estar cerca la siguiente vez que sucedió; sonrió con
amargura al ver confirmada su sospecha. Incluso allí en palacio, ante los ojos mismos del
emperador, florecía la corrupción, casi abiertamente. El siguiente oficial del servicio Klin
que se aproximó a la multitud con un recién llegado, le introdujo por el modesto precio de
un verde. Y dio a Cade lo que el pistolero tomó por las instrucciones completas:
—Cuando entres en la sala de audiencias, espera que aparezca el emperador. Cuando
aparezca, mírale constantemente. Guarda silencio hasta que te anuncien. Entonces, con
los ojos bajos, sin pisar el lino blanco, expon tu caso en unas diez palabras.
—¡Diez palabras!
—¿Acaso no traes un resumen, plebeyo? —el guardia parecía asombrado.
El resumen debía ser una versión escrita de su caso. Cade movió la cabeza.
—No importa —dijo—. Diez palabras bastarán.
El oficial le ofreció amistosamente los servicios de un redactor, pero Cade rechazó la
oferta, pues sin duda éste exigiría dinero extra por aquel trabajo especial y precipitado.
Diez palabras bastarían. Las que tenía pensadas crearían la suficiente conmoción para
darle el tiempo necesario para exponer su caso.
El guardia le dejó por fin junto a la labrada puerta del vestíbulo con una última y firme
orden:
—Quédate aquí hasta que te introduzcan.
—¿Y cuándo será eso? —un hombre de remilgado atuendo, que estaba junto a Cade,
preguntó mientras el oficial se alejaba.
—¿Cuánto habrá que esperar esta vez? Antes de que Cade pudiese decir que no lo
sabía, una vieja de pelo blanco contestó:
—Da igual. De todos modos es muy emocionante. He estado deseando hacer este
viaje desde hace mucho tiempo, desde hace muchos años: vivo en Northunberland, en
Inglaterra, y de todos modos me parece maravilloso haberlo conseguido, a pesar de los
verdes que he tenido que ahorrar para ello... ¡quizás al año que viene ya no esté viva!
—Quizá —dijo el hombre con indiferencia; y luego añadió curioso—: ¿Y qué queja vais
a formular ante el emperador?
—¿Queja? ¿Queja? ¡Querido mío, yo no tengo ninguna queja! Sólo quiero ver de cerca
su bondadoso rostro y decir: «Recibid la reverencia y el amor de una vieja dama de
Northunberland, Inglaterra.» ¿No creéis que le complacerá?
A Cade le conmovió tanta inocencia.
—Estoy seguro de que sí —dijo cordialmente, y la anciana resplandeció de alegría.
—Sin duda —dijo el hombre de remilgado atuendo—. Lo que yo tengo que exponer a la
justicia y la sabiduría del emperador es grave... —sacó y comenzó a desplegar un
manuscrito de varias páginas—. Una grave queja contra mi condenado vecino Flyte, la
arpía de su esposa y sus cuatro miserables hijos. He hablado con ellos educadamente,
luego con firmeza, he...
—Perdón —dijo Cade.
Pasó delante de aquel hombre y cogiendo a la vieja dama de Northunberland por el
brazo se separó de él. Había estado observando de nuevo a los que conseguían pasar la
puerta, y cómo lo hacían. Se dirigió a otro oficial:
—Señor, mi anciana madre está muy cansada del viaje. Llevamos esperando desde el
amanecer. ¿No podemos entrar en el vestíbulo?
—Bueno, eso podría arreglarse en seguida —dijo despreocupadamente el oficial.
Cade se dio cuenta de que no había más remedio que pagar. Amargamente sacó otro
verde del bolsillo. Sólo le quedaba otro más, y unos cuantos azules.
—¿Sólo va a entrar tu anciana madre? —preguntó amablemente el guardia—. ¿Tú
quieres quedarte fuera?
Cade comprendió, vaciló un momento, y luego le entregó el último verde que poseía.
Daba igual, una vez en el vestíbulo, en presencia del propio emperador, no podía haber
más cosas así.
Y entró en el vestíbulo, con la agradecida y desconcertada anciana de Northunberland
junto a él, cogida del brazo.
—Allí —indicó el guardia—. Y si tenéis que hablar procurad no alzar mucho la voz.
Había dos grupos esperando, claramente diferenciados. Uno estaba compuesto de
plebeyos, unos cincuenta, nerviosamente agrupados detrás de un friso de mármol blanco
en el suelo de mosaico del vestíbulo oval. También estaba aproximadamente el mismo
número de personas de rango, charlando y paseando tranquilamente a poca distancia de
los plebeyos. Al fondo del salón había un estrado elevado donde supuso que debía
colocarse el emperador. Junto al estrado, había un grueso pedestal de un metro de altura
ocupado por guardias Klin con pistolas de gas a la cintura. El más próximo de ellos, hizo
un gesto brusco a Cade, y éste se situó rápidamente en la zona de los plebeyos.
La anciana no le soltaba el brazo y no hacía más que darle las gracias, pero Cade, que
lamentaba ya su gesto impulsivo, le volvió la espalda y se abrió paso hasta el otro lado del
grupo. Un minuto después se le unió el tipo de remilgado atuendo que había hablado con
él fuera.
—Vi que conseguía usted persuadir al guardia —le dijo—, así que pagué también sin
vacilar. Me pregunto cuántas veces más pretenderán los grises que paguemos.
—Será mejor que no haya más veces —dijo hoscamente Cade.
—¡Qué lástima! —dijo alguien a su otro lado.
—¿Eh? —Cade se volvió y vio a una mujer de gesto agrio y mediana edad que miraba
fijamente con los labios fruncidos al otro lado del vestíbulo, hacia una zona próxima al
estrado que había estado vacía sólo unos minutos antes. La llenaban ahora oriundos de
las estrellas: damas, altos dignatarios del servicio Klin y unos cuantos hermanos de la
Orden que lucían en las capas enseñas de la Plata de los Supremos bajo bandas
coloreadas que indicaban sus estrellas. Cade estudió silenciosamente las bandas: Congo,
Islas del Pacífico, California y, por supuesto, Costa Este. No había servido en ninguna de
ellas. No podían identificarle. Tampoco podrían suponer que era el Cade impostor y
acabar con él allí mismo.
—¡Qué prueba para la Corte! —insistió la mujer, frunciendo de nuevo los labios y
moviendo la cabeza alborozada.
—¿Qué? —preguntó Cade.
Ella señaló y él comprendió que no había hecho la pregunta correcta.
—¿Quién? —corrigió. Y entonces vio.
—¿Quién es? —preguntó con ansiedad, cogiendo la manga del hombre que estaba a
su lado.
—¿Pero qué dice? No le importaría, por favor... esta ropa se arruga —y retiró de su
manga la mano de Cade, indignado; pero el pistolero no se dio ni cuenta. Era ella. Estaba
seguro. Estaba de espaldas y su pelo tenía un brillante y disparatado color naranja que
hacía juego con su túnica; pero de algún modo estaba seguro. Se volvió a la mujer que
estaba a su lado:
—¿Qué pasa? ¿Quién es ella?
—¿No lo sabe? —le miró significativamente—. La dama Jocelyn —murmuró—. La
extraña. Nadie diría, al verla, que es sobrina del propio emperador...
El individuo de remilgado atuendo interrumpió con una pregunta para demostrar que
estaba al tanto de las últimas murmuraciones de palacio:
—¿La que escribe versos?
—Sí. Tengo una amiga que trabaja en las cocinas, no una cocinera sino una dietista, y
dice que la dama Jocelyn se los lee a todo el mundo... aunque no quieran escucharlos.
Una vez comenzó incluso a recitar a unos plebeyos que simplemente estaban esperando
como nosotros...
Cade no escuchaba. La dama Jocelyn había vuelto la cara hacia ellos y su semejanza
con la muchacha del Misterio desapareció. El luminoso pelo rojo era teñido, por supuesto.
Pero hasta Cade, tan poco competente para juzgar las ropas femeninas, pudo advertir
que era un atuendo sabiamente hecho para una modelo indigna de él. Era regordeta y
evidentemente miope, pues estiraba el cuello como una cigüeña. Cuando se puso a
pasear unos instantes después, tras observar con indiferencia a los plebeyos, su paso
resultaba torpe y desmañado. La única semejanza entre aquel torpe engendro de la Corte
y la animosa y decidida criatura que le había salvado la vida, era que la primera parecía
una caricatura de la segunda.
Se alzó a su alrededor un suspiro general. Había entrado el emperador, y se sentaba
en su trono. Dos guardias Klin avanzaron hacia el sector de los plebeyos y hubo un
silencioso forcejeo para asegurarse las mejores posiciones. Antes de que Cade
comprendiese lo que pasaba, uno de los guardias le había dejado sin los últimos azules,
examinando con disgusto la pequeña suma y colocándole bastante al final de la fila.
Maldita sea, ¿cuánto más debía aprender? Comprendió que las instrucciones del guardia
no habían sido en absoluto instrucciones, sino una advertencia de última hora sobre las
cosas que no debía hacer: no hablar, no dar la espalda, no salirse de la fila, no demorarse
demasiado... Una mera recapitulación de cosas que debía saber, ¿Qué más? Los
plebeyos que había conocido en Cannon eran leales, pero rechazaban la idea de una
audiencia. Veía claramente que los que le rodeaban eran individuos de otra clase: aquello
era un asunto de la clase media. ¿Qué faltaba? Se alegró de no estar a la cabeza de la
fila. Y rápidamente avanzó con el resto hasta detenerse ante el enigmático pedestal que
había junto al estrado. Cade vio al hombre de remilgado atuendo a la cabeza de la fila, le
vio entregar dinero (¡verdes!) y murmurar algo a uno de los guardias.
Presentar respetos y jurar lealtad... recordó entonces las palabras de la anciana de
pelo blanco y la vio hacia el centro de la fila y se maldijo por el impulso que le había hecho
pagar por ella. Astutamente, ella había ahorrado el dinero y lo tenía reservado sin duda
para ahora.
—Plebeyo Bolwem —dijo el guardia, y el individuo remilgadamente vestido dijo al
emperador, con los ojos bajos:
—Quiero presentar una queja a mi emperador contra un ciudadano de conducta
impropia e incivil.
Y dicho esto entregó su voluminoso informe al guardia y se apartó del estrado.
No le quedaba ni un azul, y la fila iba reduciéndose con asombrosa rapidez.
—Oferta —le dijeron. ¿Significaba que era voluntario?
Nadie omitía la formalidad.
—Pido a mi emperador que considere a mi inteligente hijo para el servicio Klin.
—Leales respetos a nuestro emperador de la ciudad de Buena Vista.
—Pido a mi emperador que interceda en el caso de quiebra de mi marido.
Cade alzó la vista fugazmente hacia la cara del emperador buscando inspiración, y
buscó más tiempo. La cara le resultó inquietantemente distinta de lo que había supuesto.
No había en ella nada de sublime ni sobrehumano; era un rostro pensativo, profundo,
penetrante... Como la cara de un viejo profesor, de un erudito.
Un guardia murmuró junto a Cade:
—La oferta en la mano izquierda.
Cade abrió la boca para hablar, y el guardia dijo:
—Silencio.
—Pero... —dijo Cade.
Instantáneamente, la pistola de gas del guardia brotó, lista para disparar. El guardia
indicó la puerta con un gesto brusco. No era ningún vigilante mofletudo y torpe, como
pudo advertir Cade inmediatamente, sino un miembro escogido del servicio: aunque no
fuese un combatiente experto, era un guardián muy eficiente que podía dejarle fuera de
combate al menor gesto sospechoso. Y había otros guardias vigilando... Cade se apartó
de la fila en silencio y retrocedió hacia la gran puerta, con los ojos del guardia fijos en él.
Fuera del vestíbulo, el guardia pronunció una breve y desmañada conferencia sobre los
plebeyos que no conocían sus obligaciones y consumían el valiosísimo tiempo del
emperador como si fuese el tiempo del dependiente de una tienda. Cade comprendió que
la oferta era otra de las leyes inviolables a que estaban sometidos los plebeyos... más
fuerte aún que la que te obligaba a usar una bola de humeador cuando te la ofrecían. ¡Por
algo tan trivial como aquello se vería obligado a aplazar un mes más la exposición de su
caso ante el emperador!
La ridícula injusticia de aquello le resultó de pronto imposible de soportar. Como un
hermano inexperto que entra súbitamente en combate, Cade tembló de dolor y
desesperación. Pero ya no tenía fe en el sumo pistolero que pudiese hacerle superar el
momento de prueba. No había ya razón alguna para soportar aquella carga. ¡Él, que
había consagrado su vida y todos sus actos al emperador, se veía apartado de él porque
no tenía verdes que echar en el platillo!
Y aquel guardián decía que él había faltado al respeto al emperador.
—¡Respeto al emperador! —estalló furioso—. ¿Qué sabrás tú de eso, estúpido gris! Yo
estoy arriesgando mi vida al venir aquí. Hay una conspiración contra el emperador... Yo
intentaba avisar... —su ardor quedó apaciguado por un chorro de frío miedo. Después de
aquello, acabaría diciendo su nombre, después la pistola de gas dispararía en su cara, y
luego no habría despertar. Pero el guardia había retrocedido, apuntando claramente a la
cara de Cade, con el dedo blanco sobre el gatillo.
—¿Conspiración dices? —contestó—. Estás loco. O... seas quien seas, esto es
cuestión de los milicianos. Camina.
Cade avanzó pasillo adelante. Lo había dicho, y ahora pagaría por ello. Había una
Casa Capitular adjunta a palacio, y todo pistolero digno de su pistola tendría una
descripción del impostor Cade grabada con firmeza en la memoria.
—Entra ahí. —Era un ascensor que conducía a la parte superior del palacio. Salieron a
una antecámara donde montaba guardia un escudero.
—Señor —dijo el guardia—, llame por favor al pistolero de día.
El escudero miró a Cade, sin indicio de reconocimiento en la mirada. Habló en un panel
de la pared y se abrió la puerta. Cruzaron la sala de información y entraron en la sala de
armas, donde esperaba el pistolero de día. Cade bajó la mirada y contempló el familiar
suelo de plástico de las casas capitulares, mientras se acercaba a la mesa. Se disponía a
recibir el inevitable chorro de llamas. Se sentía incapaz de mirar a la cara a su verdugo.
Pero no hubo fogonazo. En vez de eso oyó una voz... seca, precisa, familiar y
asombrada:
—¡Cómo! ¡Creíamos que estabas...!
—¡Silencio! —dijo rápidamente Cade. El pistolero era Kendall de Denver, que había
sido compañero suyo durante años antes de que le destinaran a Francia. Tras la primera
muestra de sorpresa, el rostro alargado de Kendall quedó impasible. Cade conocía a su
antiguo hermano: elabora una teoría y actúa en consecuencia. Por entonces habría
decidido ya que Cade se encontraba en una de las raras misiones secretas de la Orden. Y
él nunca confundiría a Cade con el Cade impostor perseguido.
—Guardia, ¿cuál es la acusación? —preguntó el pistolero Kendall. > —Señor, este tipo
no quiso cumplimentar la oferta voluntaria de la audiencia. Habló en presencia del
emperador, y cuando le saqué de la fila se puso a gritar sobre una conspiración. Supongo
que está loco, pero si hay algo que yo...
—Muy bien. Yo me haré cargo. Vuelve a tu puesto. Una vez solos, Kendall sonrió
satisfecho.
—Todos te creíamos muerto, hermano. Hay incluso una orden de matar a cualquiera
que pretenda ser tú. Tuviste suerte viniendo aquí. Están también en palacio los hermanos
Rosso y Banker; se alegrarán de saber la noticia. ¿En qué puedo ayudarte?
¿Conducirme al emperador? No. No hay por qué molestar ahora al emperador con el
asunto. El brazo derecho del emperador arreglará perfectamente las cosas.
—Llévame ante el Maestro de Poder, hermano. Inmediatamente.
Kendall le condujo sin vacilar. Cruzaron pasillos, bajaron rampas, atravesaron
antecámaras; Cade vio abrirse puertas y vio saludos al impecable uniforme del pistolero.
Al fin cruzaron un gran apartamento casi sin adornos. Había una antecámara donde
esperaban hombres y mujeres sentados. Había una sala de comunicaciones detrás,
inmensa y muy iluminada, donde centenares de jóvenes atendían grandes paneles de
unidades receptoras y emisoras de señales. Detrás había una gran sala, donde unos
hombres sentados en largas mesas elaboraban los mensajes a emitir y tramitaban los
recibidos. Más allá había muchas, muchísimas habitaciones más pequeñas, donde
hombres más viejos hablaban en dictáfonos o escribían, y consultaban listas y archivos
mientras trabajaban. Constantemente salían y entraban mensajeros. Era el primer
contacto de Cade con la compleja máquina de la administración.
En una antesala final se sentaron, solos, y esperaron. Cade sentía la extraña sensación
de que le espiaban, pero el orificio por el que lo hacían estaba oculto con demasiada
habilidad para que él lo localizara.
—Pistolero Kendall, entra y trae al plebeyo —dijo al fin una voz... Y Cade se irguió
rígido. Era la voz imperativa y vibrante que había radiado la orden de que le mataran nada
más verle. La voz que jamás olvidaría.
Siguió a Kendall de la antecámara a un lugar como no había visto jamás anteriormente
otro. Tenía todas las comodidades del dormitorio de la dama Moia, pero era sólidamente
masculino en su simplicidad. Presidía la habitación una mesa a la que se sentaba un
hombre de rostro de acero: el Maestro de Poder. Cade sintió alivio. Aquél era el hombre
que podía aplastar la conspiración y acabar con el corrupto sumo pistolero...
—Señor —dijo Kendall con su estilo conciso—, éste es el pistolero Cade, erróneamente
dado por muerto. Me pidió que le trajera hasta usted.
—Mi rayo espía me indicó que está desarmado —dijo el Maestro de Poder—. Ten
cuidado de que no se apodere de tu arma.
Se levantó mientras Kendall se apartaba de Cade, lleno de confusión. Cade vio que el
Maestro de Poder llevaba un revólver de la Orden... un revólver que con gesto deliberado
tiró sobre la mesa con estruendo. Lentamente se acercó a Cade.
Era tan alto como Cade y más corpulento. Sus músculos eran nudos de dureza pétrea
mientras los de Cade parecían tiras de acero. Cade era un boxeador, el Maestro de
Poder... un estrangulador. Con la cara a medio metro de la de Cade, dijo, con la misma
voz que había ordenado su muerte:
—¿Vienes a matarme, pistolero? Ésta es tu oportunidad. Cade habló con firmeza:
—No estoy aquí para mataros, señor. Estoy aquí para daros información vital para el
Reino.
El Maestro de Poder le miró fijamente a los ojos durante un largo y silencioso minuto, y
luego, súbitamente, sonrió. Volvió a la mesa y cogió su revólver.
—¿Estás seguro de que es Cade? —preguntó, sin volverse.
—No hay duda posible, señor —dijo Kendall—. Pasamos juntos el noviciado.
—¿Quién más sabe de esto, Cade?
—Nadie, señor. Sólo el hermano Kendall.
—Bien.
El Maestro de Poder se volvió con la pistola en la mano. Una lengua de fuego brotó de
él y destruyó la vida del pistolero Kendall. Cade vio que el cañón de la pistola se movía
apuntándole, después de caer Kendall.
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La habitación era cómoda, según los criterios que Cade había conocido; sólo la
superaba en lujo la resplandeciente suavidad del apartamento de la dama Moia.
Comparada con su mísera habitación de lo de la Cannon, o con los dormitorios de una
Casa Capitular, ofrecía todas las comodidades que un hombre agotado podía pedir. Y era
también, sin lugar a dudas, una prisión.
No había rejas en las ventanas y posiblemente ya hubiese quedado sin vigor la orden
de disparar sobre él nada más verle. Pero Cade estaba seguro de que no podría salir vivo
de aquel lugar sin permiso expreso de su amo. Si hubiese tenido alguna duda de la
respuesta que debía dar al día siguiente, aquella habitación le hacía reconsiderar.
Y aún más. Si hubiese tenido alguna tentación de dar tal respuesta de buena fe, o
alguna vacilación ante la idea de fingir lealtad, la habitación la disipaba. Una vez libre,
podría haberle resultado difícil volver y comprometerse a la traición y al engaño con una
promesa falsa al Maestro de Poder. Como prisionero, no se sentía con la obligación de
ser honrado más que consigo mismo. Y quizá con la chica... si es que lograba encontrarla.
El pistolero durmió bien aquella noche. Después del desayuno apareció su anfitrión.
Cade no esperó la pregunta. Saludó y dijo:
—He tomado una decisión, no era difícil. Estoy a vuestro servicio. ¿Cuál es mi primera
misión? El Maestro de Poder sonrió y dijo:
—Una misión que estaba esperándote. El Reino está amenazado. Y lo que amenaza al
Reino es el egoísmo sin límites y la miopía de una estrella contra la que no puedo actuar
del modo habitual. Hasta ahora... hasta ahora, he estado buscando un hombre que
pudiese hacer lo que es necesario hacer. Tú eres ese hombre.
Hizo una pausa y el silencio de la habitación resultó de pronto explosivo.
—Irás a Marte —dijo por fin— y dispondrás la muerte de la Estrella de Marte. Volverás
vivo. Los detalles son cuestión tuya. Yo puedo proporcionarte un vehículo espacial y
dinero... para comprar hombres o máquinas, me da igual.
Cade aceptó la tarea como un problema táctico, aplazando la decisión vital de si
cumpliría o no su misión. De momento, sería necesario actuar... incluso mentalmente...
como si la aceptase.
—Necesitaré una identidad.
—Elígela. Ya dije que los detalles eran cuestión tuya. Puedo sugerirte, sólo sugerirte,
como solución adecuada, que adoptes la identidad de un escudero desertor (habrás
conocido casos similares) que huyó al distrito. Además podrías aprovechar el tiempo que
pasaste en aquel burdel. Y puedo asegurarte que, con esa identidad, serás bien recibido
en la Corte de Marte.
»Sí —dijo en respuesta al gesto de asombro de Cade—. Así de mal están las cosas.
¿Acaso creías que iba a decretar la muerte de una estrella por algo menos grave? En fin,
cuando hayas decidido tu plan de actuación y elaborado una lista de lo que necesitas,
llámame... —indicó un botón rojo del comunicador de la pared—. Acudiré yo mismo, o un
ayudante de confianza.
Mientras señalaba, sonó un timbre del aparato. El Maestro de Poder oprimió el botón.
—¿Sí?
—Un mensaje, señor. ¿Puedo transmitíroslo?
—En la habitación exterior —dijo, y luego añadió dirigiéndose a Cade—: Llámame
cuando estés preparado.
El pistolero no perdió ni un instante. Se sentó en la mesa del fondo de la estancia, y ya
estaba componiendo la lista de lo que necesitaba cuando volvió a abrirse la puerta.
—Vas a tener una visita —dijo el Maestro de Poder ásperamente—. Tengo mucho
interés en saber cómo consiguió ella descubrir...
—¿Ella? ¿Quién? —Cade se había levantado, olvidando la lista.
—¿Quién imaginas? ¿Cuántas damas de palacio conoces?
Entonces era la dama Moia. Su recuerdo aún le dolía. Tardaría tiempo en recobrarse
de las impresiones de aquella noche.
—Una, señor, como os dije —contestó protocolariamente—. Y preferiría no verla, si es
que es posible.
—No lo es. Sabe que estás aquí y no tengo motivos para negarle esta entrevista sin
revelar tu identidad. ¿Cómo supo ella que estabas aquí? —exigió con voz vibrante.
—Señor, no lo sé. Sólo la vi en el Edificio de los Cincos...
—¿El Edificio de los Cincos? Me dijiste que sólo habías visto allí a la dama Moia.
Examinó detenidamente la expresión desconcertada de Cade y de pronto rompió en
una sonora y lobuna carcajada.
—¡Ni lo sabe siquiera! Mi virtuoso pistolero, se trata de la muchacha a la que estuviste
esperando dos semanas en donde la Cannon... Tengo un informe de allí, lo recibí anoche,
una hora después de que te fueses a dormir... una muchacha misteriosa, una chica a la
que sólo habías visto una vez. —Parecía divertirle explicar todo aquello—. ¡Oh, Cade,
parecías tan recto ayer, tan fiel a tus votos! ¿Cómo pudiste... olvidar... un detalle como
ése, cómo no dijiste a tu Maestro lo de la chica?
Cade sintió que la sangre se le agolpaba en la cara, pero no era vergüenza. Era ella,
no había duda. Le había encontrado después de que él la hubiese buscado inútil y
estúpidamente. ¡Y no era ninguna plebeya, ninguna portadora de liga, sino una dama de
la Corte!
—No —dijo entre risas el Maestro de Poder—. No estropearé la broma. Pronto sabrás
quién es por ella misma, por sus propios... ¿debo decir delicados?, labios.
La apariencia hosca desapareció. El Maestro de Poder se sentó tranquilamente en el
sofá, riendo entre dientes.
—Si ello te satisface, Cade, admitiré que mi respeto por ti ha crecido, y también mis
esperanzas en tus posibilidades. No hay duda de que me será muy útil un hombre que
sabe mantener la boca cerrada. Así que ella apareció por fin... —su tono era satírico,
divertido—. Una prueba más de que la respuesta más simple es a veces la más exacta.
¡Todo el palacio llevaba tres semanas hablando del caso, y yo creía saber más que nadie!
Cade intentó concentrarse en lo que oía y extraer conclusiones lógicas.
—¿Todo el palacio? —preguntó vacilante—. ¿Queréis decir que sabíais algo de ella?
¿Que todo el palacio lo sabía?
Entonces, se preguntó, ¿por qué tanto secreto ahora...? ¿Por qué estaba allí
prisionero? Nada de aquello se correspondía con la actitud del Maestro de Poder del día
anterior.
—Sí, por supuesto. Pero todos creíamos que se había encontrado con el Cade
impostor... y sólo yo sabía que era el auténtico pistolero, casto y puro... o al menos eso
pensaba. Ahora parece ser que tengo la información correcta, pero ellos tienen la
interpretación correcta de todo el asunto. ¡Y pensar que te horrorizabas ayer cuando te
hablaba de esas cuestiones pecaminosas! Cade, me impresionas; me serás muy útil. —
Rompió a reír otra vez entre dientes—. Sigo preguntándome... ella debía tener un aspecto
muy extraño... ¿cómo era? Es tan... ya sabes...
—¿Tan hermosa? —preguntó Cade.
El Maestro de Poder le miró fijamente, con asombro.
—Será mejor que salgas para Marte —dijo en tono cortante, y miró el papel que tenía
en la mano—. Ella dice que te reconoció ayer en la Corte pero que no quiso
«traicionarte». Ahora que te ha «capturado» quiere verte antes de que mueras.
De pronto se desvaneció su tono jocoso.
—Cade —dijo ásperamente—, puedo comprender y excusar tu mentira por omisión de
ayer, si se debió a errónea lealtad a tu amiguita. Después de todo, eres novato en estas
lides. Pero si descubro que hay algo más, la visita de tu amiga será realmente la última
que recibirás antes de morir.
La puerta se cerró tras él y Cade se desplomó en un sillón, hundiendo la cara entre las
manos. ¿Se había vuelto loco? ¿Se habían vuelto locos todos?
—¡Mírame, traidor! Me dijeron que mentías y no les creí, pero ahora lo sé. ¡Mírame a
los ojos si te atreves!
Cade se levantó de un salto. No había oído abrirse la puerta. Lo primero que llegó a
sus oídos fue el desagradable zumbido de su voz, que contrastaba ridículamente con sus
melodramáticas palabras. La contempló, descorazonado al comprender la monstruosa
burla de que le hacían objeto. Era la dama Jocelyn. Él mismo había advertido el día
anterior la semejanza, pero ¿quién más podría saberlo?
—¡Traidor! —dijo ella—. Mírame a la cara y comprende el error que cometiste al creer
que tratabas con una plebeya estúpida e ignorante. Mírame a la cara.
La miró, y vio que sucedía algo imposible. La deforme cabeza de la dama Jocelyn se
echó hacia atrás asentándose orgullosamente sobre un grácil cuello. Su vulgar figura se
irguió y se convirtió en unos instantes en un cuerpo grácil y esbelto. Los ojos miopes
brillaban irónicos y altivos. Aún llevaba una túnica naranja desproporcionada y su pelo
desentonaba con el color chillón de la ropa, pero nada de esto importaba. Era ella.
—¿No tienes nada que decir, nada que disculpe tu vergüenza? —preguntó ella, con
una voz que era también una caricatura.
—Mil perdones, señora —dijo él acongojado—. Si lo hubiese sabido, si me hubieseis
revelado vuestro rango, jamás os hubiese mentido. —¡Si pudiese oírme ahora Fledwick!
La chica le hizo un guiño y una seña indicándole que continuara—. Sin duda vuestro
bondadoso corazón comprenderá y perdonará, pues he de deciros que fue vuestra
belleza la que me empujó al crimen.
Al parecer, la historia que corría era que la dama Jocelyn, la burla de palacio, había
salido por la ciudad de incógnito, siendo detenida para regocijo general. Y ella fingía creer
que él estaba condenado a muerte por atreverse a insultarla, tomándola por lo que
parecía ser.
—¿Perdonar? —exclamó—. ¿Perdonar? Ha de hacerse justicia; no hay nada que
perdonar. Debéis dar la vida por este insulto a la estirpe imperial. He venido a consolaros,
amigo. Traed una silla para mí, vos os sentaréis a mis pies.
Cade hizo lo que le decían, desistiendo de cualquier tentativa de controlar la situación.
Se arrodilló, una vez sentada ella.
Y la dama Jocelyn sacó de su voluminoso vestido una carpeta y de ésta un montón de
cuartillas manuscritas.
—Os consolaré durante una hora leyéndoos algunas de mis obras —dijo, lanzándose
inmediatamente a recitar lo que él supuso un poema:
Cade sintió una presión de su rodilla sobre el hombro cuando pronunció las tres
palabras «esa puerta desguarnecida». Logró concentrarse en el mensaje.
Nacidos en las estrellas o plebeyos, debemos aceptar y utilizar las vidas que se nos
asignan. El gran Klin puede decirnos qué hacer y qué evitar; ni ahora ni nunca tenemos
elección.
Las palabras eran tomar y utilizar ahora...
Ella agitó las cuartillas manuscritas, y de entre ellas se deslizó una caja lisa. Él la cogió
antes de que tocase el suelo. Tomar y utilizar ahora. La abrió en un instante y vio un rollo
de cinta grabada de media hora preparado para usar. Todos los indicadores estaban en
cero.
Mi voz es frágil; no sé la forma de llegar a todas las manos solícitas que sirven,
disponiendo ecuánimemente carne, hueso y nervio Pero si tuviese la voz del trueno, diría:
Buenas gentes, seguir a Klin día y noche.
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Le había parecido repugnante oír aquello de labios del licencioso y disoluto pistolero
marciano que había muerto en Francia. Pero oírla a ella nombrar lo innombrable le
destrozaba el corazón.
—¡Es por nuestras vidas, Cade! —suplicaba, sin el menor pudor.
—¡Nuestras vidas! —exclamó él, ferozmente burlón—. ¿Qué clase de vidas serían con
un recuerdo como ése?
—¡Por el Reino del Hombre, entonces! ¡Por la misión que estamos realizando!
—¿Qué misión? —dijo él, riendo con amargura—. ¿Por una mentira, por una farsa, un
chiste repugnante en labios del Maestro de Poder? ¿Qué es para mí el Reino del
Hombre? ¡Un emperador débil, un Maestro de Poder asesino, un sumo pistolero
mentiroso y disoluto! No me queda nada salvo la decisión de mantenerme íntegro.
—¡Maldita sea! —explotó ella, sin suplicar ya—. ¡Así es como piensas, como un mísero
plebeyo aterrado por el beedo-cinco y el beeseis-sero!
—No tengo ningún miedo al beesinco-sero y no creo en fantasmas —dijo él
fríamente—. Creo que hay cosas que uno sabe que están mal, que son repugnantes, y
me niego a hacerlas. Desearía... desearía que no hubieses dicho eso.
Ella luchaba por tranquilizarse.
—Veo que tendré que decirte algunas cosas. No te pediré siquiera que guardes el
secreto. Tu promesa no tendría sentido. Pero espero que si llega el momento, les dejarás
torturarte hasta la muerte sin revelar lo que te diga, o que fui yo quien te lo dijo.
Él guardó silencio.
—¿Nunca has oído la palabra «historia», Cade?
Él alzó los ojos sorprendido. La había oído... se la había oído a aquel ladrón loco que
había muerto de una paliza en la Casa de Vigilancia.
Ella continuó, ceñuda y concentrada:
—Historia es la descripción verdadera de los cambios que ha experimentado la
organización social del hombre en el transcurso del tiempo.
—Pero... —comenzó él, con una risa incrédula.
—¡Ya lo sé! ¡Ya sé que dirás que es absurdo! Que «cambios» y «organización social»
son palabras que no pueden utilizarse juntas... que «cambio en la organización social» es
un ruido sin sentido, pero estás equivocado.
»No puedo decirte cuáles son mis fuentes de información, pero te aseguro que ha
habido muchas formas de organización social... y que el mundo no fue creado hace diez
mil años.
Cade se asombró al percibir la profunda convicción que había en aquellas palabras.
¿Estaría ella loca también? ¿Estaría tan loca como el viejo ladrón?
—Intenta entender esto: hace diez mil años había una organización social sin
emperador ni estrellas. Fue destruida por gentes que disparaban desde vehículos aéreos.
Era una forma de lucha terrible. Morían todos, morían los inocentes, las madres y los
niños, los que estaban armados y los que estaban desarmados. Los alimentos se
emponzoñaban y la gente moría en un auténtico calvario. Se destruían los servicios de
alcantarillado, las instalaciones de agua potable, y las casas se convertían en lugares
apestosos.
»Quedó destruida la organización social. Las gentes abandonaron casas y ciudades...
sí, aquellas gentes tenían ciudades; las nuestras aún llevan sus nombres. Tuvieron que
vivir como miserables animales que sólo sabían que las cosas habían sido mejores en
otros tiempos. Con los años fueron olvidando cómo había sido aquella época anterior de
felicidad, pero jamás olvidaron el supremo horror de aquella muerte que descendía del
cielo. Los detalles fueron haciéndose cada vez más confusos y nebulosos, y este miedo
creciendo y haciéndose más terrible.
Cade asentía involuntariamente. Como un ataque nocturno, pensó. Cuanto menos
veías, peor era.
—Había centros de recuperación... pero eso queda al margen de mi relato. ¿Me decías
que no creías en fantasmas, que no creías en el beesinco-sero ni en los otros monstruos?
Pues has de saber que esos nombres son los de los vehículos aéreos que trajeron la
desolación sobre aquella organización social.
—¡Las cuevas! —dijo Cade—. El lugar llamado Washington, los edificios de piedra en
ruinas con espantosos boquetes negros con ojos, como bocas...
—¡Sí, las cuevas! Las cuevas que todos temen y que nadie puede explicar. —Hizo una
pausa, casi sin aliento, y luego continuó, tensa—: Cade, debes luchar. Si no lo haces,
perderemos la vida por una estupidez.
Cade no lo creía. La vaga alusión a pruebas incompletas... era como si un jefe de
patrulla volviese informando: «Señor, no lo he visto pero creo que hay un grupo enemigo
de dos compañías. En algún sitio, en alguna dirección...» Apretó un anclaje con el puño
hasta que los nudillos se pusieron blancos. Diez mil años de emperador, Klin, Maestro de
Poder, de la Orden y las Estrellas y los plebeyos... ése era el mundo.
—Avanzan muy de prisa —dijo ella fríamente, mirando la pantalla.
—¿Dónde están las pistolas? —dijo él ásperamente, sin mirarla a los ojos. Y sabía que
estaba sólo pretendiendo creer lo que le había contado, fingiendo que era verdad, para
poder así salvarla a ella y salvarse él a cualquier precio, incluso al coste de la máxima
degradación.
—En la sala de planos. Hay diez, creo.
—Diez pistolas. Podría disparar a máxima apertura hasta que las bobinas se fundiesen
y se hiciesen un bloque. Diez pistolas... ni más ni menos. Como si una pistola no fuese
algo individual, una para cada miliciano, bendecida por el sumo pistolero...
—Debemos ponernos trajes espaciales —dijo. Abrió el armario y comenzó a
seleccionar sus propias unidades. Pese a haber pasado tres años, recordaba su talla.
Colocó un par de piernas del número siete apoyadas en el mamparo y se introdujo en
ellas; se puso unos brazos del número cinco y selló una unidad de torso alrededor de su
cuerpo y luego a las unidades de piernas y brazos. Eligió luego piezas para la muchacha
y la ayudó a ponérselas. Ella no sabía.
—¿Ahora los cascos? —preguntó ella tranquilamente.
—Será mejor llevar las... las pistolas primero a la bodega de carga. —Las dividieron en
dos grupos. Cade fijó un puñado de pasta en el mamparo de la sala de carga y fijó a ella
sus pistolas en hilera. La muchacha colocó las suyas al lado.
—Ahora los cascos —dijo él—. Luego tú volverás a la sala de control. Yo cerraré
herméticamente esta sección y abriré la escotilla de carga. Tú observa las pantallas...
¿Conoces las alarmas? —ella negó con un gesto—. La alarma de proximidad es un
zumbido sordo. Yo no la oiré en vacío; cuando suenen, me lo comunicas por el transmisor
del traje. Basta con que hables por el casco. Si logro desviarlos, tendrás que expulsar aire
de la sala de control hasta que descienda la presión lo suficiente para que yo pueda abrir
la puerta. Baja la manivela de la parte superior izquierda del cuadro de mandos que tiene
la etiqueta «llave espacial». ¿Podrás hacerlo?
Ella asintió; se colocaron los cascos de plástico y los sellaron.
—Prueba el intercomunicador. ¿Me oyes?
—Te oigo —sonó metálicamente dentro de su casco—. ¿Puedes bajar el volumen?
Él lo hizo.
—¿Mejor así?
—Gracias.
Eso era todo. Unas gracias rutinarias por bajar el volumen, y ni una palabra sobre su
decisión. ¿Es que no se daba cuenta de lo que hacía por ella? ¿Era tan estúpida como
para pensar que él creía su disparatada «historia»? Cade selló las puertas anteriores y
posteriores y despegó una de las pistolas del mamparo. Carga completa. Sin número.
¿Qué significaba una pistola sin número? Una pistola sin su miliciano correspondiente era
inimaginable. Pero allí había diez. Cade ajustó cada una de ellas a apertura máxima,
bombeó el aire del compartimento mediante una válvula manual y abrió la gran escotilla
de carga.
Después de eso no podía hacer ya nada. Salvo flotar y esperar, e intentar no pensar.
Pero en eso fallaba. ¿Qué sabía él... y cómo lo sabía?
Él sabía que los milicianos eran milicianos: luchadores, expertos en los complejos
mecanismos de las pistolas, expertos en la lucha, los únicos expertos en la lucha que
había. Ése era un dato esencial. Sabía que estaban al servicio del emperador..., pero ese
dato se había esfumado con las implacables palabras del Maestro de Poder. Había sabido
también que el sumo pistolero era la encarnación de las perfecciones de la Orden, y había
descubierto que el dato era falso. Le habían convencido de que disparar desde un
vehículo aéreo era una abominación..., y ahora se veía a punto de cometer la
abominación. Le habían enseñado que para los milicianos sólo había una mujer, y no era
una mujer de carne y hueso..., era la que se aparecía fugazmente a quienes morían en
combate y que su fugaz aparición recompensaba a los milicianos por sus vidas de
abstinencia. Pero sabía que para él había ahora otra mujer..., unas veces misteriosa,
traidora, puta, aristócrata estúpida, expositora de absurdas «historias». ¿Qué sabía él y
cómo lo sabía? Sabía que era traidor a la Orden y a Ella, a aquella que era consuelo de
los combatientes, pues deseaba a aquella mujer sin saber su secreto.
—Alarma de proximidad —dijo la voz en su casco.
—Mensaje recibido —dijo él maquinalmente al modo miliciano, y sonrió con amargura
para sí.
Cade se aproximó adonde estaban las pistolas. Fijó dos a sus muslos y otras dos a sus
guanteletes. Era una situación grotesca. Lo correcto era una pistola para un hombre.
Pero, ¿por qué?, se preguntó. ¿Por qué no dos pistolas para un hombre, cuatro pistolas
para un hombre, tantas pistolas para un hombre como éste necesitase y pudiese
manejar? Se impulsó hacia una escotilla y comenzó a descender, arrastrándose como
una araña, de un disco de cuarzo al siguiente, atisbando en la oscuridad salpicada de
estrellas. El sol quedaba a popa de la nave; los arietes no podrían atravesar a su víctima
aprovechando su propia sombra.
Hubo un triple guiño de luz que se convirtió en una llama más allá de las escotillas. Los
arietes habían fallado en su primer intento de convertirse en parte del mismo sistema
físico que su presa... Volverían...
Cade se preguntó si podría disipar en los Misterios las confusiones que le
atormentaban, y rechazó la idea. Los conocía, al menos, tal como eran. Trampas para
unos, e instrumentos útiles para otros. ¿Paz? Quizás hubiese paz en donde la Cannon,
donde un hombre podía ocultarse y hundirse hasta que ningún rayo de sol pudiese
hallarle. En lo de la Cannon uno podía beber y drogarse y copular mientras tuviese
verdes, y luego todo era cuestión de acechar por las calles oscuras hasta dar con tu
miedoso plebeyo que se había retrasado en su vuelta a casa. Y luego podías beber y
drogarte y copular de nuevo donde ningún rayo de sol podía hallarte. ¿Podía ser
degradante la vida del lugar de la Cannon si no lo era disparar desde un vehículo aéreo?
Los arietes aparecieron de nuevo a proa, y la nave pareció ganar velocidad y
superarlos. Cade sabía que era un triunfo ilusorio. Le estaban rodeando. Ahora se habían
situado lejos a popa.
¿Qué sabía él y cómo lo sabía? Sabía que la Orden y la filosofía Klin y el Reino del
Hombre habían sido creados hacía diez mil años. Lo sabía porque se lo había dicho todo
el mundo. ¿Y cómo lo sabían ellos? Porque también a ellos se lo habían dicho todos. La
mente de Cade flotaba sin anclas, como su cuerpo. Él no creía en fantasmas. Eso era
para los niños. Pero creía en no disparar desde vehículos aéreos. Eso era para milicianos.
A milicianos y a niños se lo habían dicho todo.
Te llevaré a las cuevas.
Y vendrá el beedo-nueve y te arrancará los dedos de las manos y de los pies con
cuchillos de metal al rojo.
Y vendrá el beedo-sinco y te atravesará con bolas de metal al rojo.
Y vendrá el beesinco-sero y te arrancará brazos y piernas con rasgadores de metal al
rojo.
Y al final, si no eres un niño bueno, vendrá el bee-tree-seis en la oscuridad y te cazará
aunque corras de cueva en cueva, chillando en la oscuridad. El beetree-seis, que gruñe y
acecha, te echará su aliento emponzoñado y eso será lo más horrible de todo, pues tus
huesos se volverán agua y arderás eternamente.
Los tres arietes relampaguearon al pasar junto a la escotilla abierta de nuevo y
parecieron colgar en el espacio muy por delante de la nave. Su siguiente pasada podía
ser definitiva.
Clennie es un cerdo. Me dijo que había hecho un agujero en la pared y que miraba por
él a su hermana todos los días cuando se desvestía. Quien es capaz de eso, también
sería capaz de disparar desde un vehículo aéreo.
... preguntas embarazosas innecesarias para poder admitir a un individuo en el grupo.
Candidato Cade, en nombre del emperador, ¿puedes decirnos honradamente que de
noche tienes sólo sueños normales y sanos, libres de fantasías degradantes como
demostraciones de afecto a otros muchachos y disparos de pistola desde el aire?
... pero oh, mis queridos alumnos, aún hay cosas peores. Este infortunado joven que
empezó menos preciando sus lecciones de Klin, no terminó sólo como cobarde y ladrón.
En un vuelo de reconocimiento perdió altura, y se puso al alcance del fuego de la
infantería. No necesito explicar lo que hizo. Podéis suponerlo. Acosado por el
remordimiento, después de su acto inmencionable, se quitó la vida, pero imaginad, si
podéis, la vergüenza de sus hermanos...
...Aún con el corazón destrozado, no había más remedio que hacerlo. Yo no sabía que
él tenía una mancha, pero vi el examen con mis propios ojos. «Resolvió» el ejercicio de
Táctica VII con una pantalla de humo: enviando un vehículo aéreo sobre el flanco
izquierdo del enemigo y ordenando al pistolero que prendiese fuego a los árboles con una
descarga a baja apertura de su pistola... desde... desde el aire. Lo cual demuestra que
nunca se es demasiado cuidadoso...
Yo recibo esta pistola para utilizarla de modo que ni mi emperador, ni mi sumo pistolero
ni mis hermanos de la Orden tengan jamás motivo de vergüenza...
Ellos están concentrados en la plaza; tendremos que eliminarlos con un ataque frontal.
Cade, coja su planeador y haga un cálculo de su número. Deje aquí su pistola; sabemos
que andan escasos de munición y podrían disponer de la suya si le derribasen.
La nave eludió de nuevo a los arietes. La próxima vez, las velocidades se igualarían...
No. Nunca utilizaría su pistola. Recordaba haber volado sobre la plaza, dando vueltas,
mientras brotaban llamas de las tropas densamente agrupadas de abajo, ocupado en
contarlas. Trazó un cuadriculado imaginario y contó el número de hombres que había en
un cuadrado imaginario y lo multiplicó por el total de cuadrados imaginarios y volvió de
nuevo al puesto de mando situado a las afueras de la ciudad de Rinelandia con su
cálculo, para incorporarse al difícil avance a pie.
Se lo habían dicho y lo había creído. ¿Cuántas cosas más, pensó —como si una
áspera luz se hubiese encendido de pronto— le habían dicho y había creído en contra de
todo sentido común y de toda razón?
¡Y de nuevo los arietes...!
Esta vez no se quedaban cortos ni se adelantaban demasiado. De pronto, los tres
arietes se inmovilizaron, a menos de un kilómetro de distancia, como congelados en el
espacio.
Eran más pequeños que el carguero de Cade y exhibían una profusión de unidades
propulsoras, en contraste con el tubo impulsor principal del carguero y su anillo
concéntrico de tubos de dirección más pequeños. Se alegró al ver surgir burbujas de
mando, simultáneamente, en los tres aparatos justo detrás de sus sólidos y feos morros-
yunques.
En el más alejado de los arietes comenzó a actuar una unidad de propulsión, la
reserva. Una niebla roja brotó de un tubo situado en mitad de la nave, exactamente
perpendicular al propulsor central, y el ariete se desvió hacia un lado para doblar su
distancia de la nave. Su compañero delantero continuaba inmóvil; ni se colocó detrás ni
se situó delante.
A bordo de los dos arietes en acción, debía haber cierto alivio ante la ausencia de toda
acción evasiva; debían estar planeando el sistema más simple de ataque: la doble colisión
simétrica. Uno de los arietes caería por arriba o por abajo mientras el otro seguiría un
curso que le hiciese colisionar por el otro lado y a la misma distancia que su compañero.
Simultáneamente, los arietes añadirían un empuje lateral igual y opuesto en cuantía
proporcional a su distancia de la nave, y la víctima quedaría aplastada entre los dos
horribles morros-yunques.
Cade no sabía cuál era la doctrina clásica en cuanto a distancia de embestida, pero se
contentaba con improvisar.
Ambos arietes expulsaban por sus escapes una niebla roja. Uno continuaba en línea
recta, mientras que el otro se desviaba para girar por arriba. Cade se afirmó en el borde
de la escotilla de carga abierta; la burbuja de mando del ariete que avanzaba en línea
recta brillaba deslumbradoramente.
La pistola escupió energía durante tres segundos antes de fallar. Cade la lanzó al
espacio y cogió otra, la de su muslo derecho. No le hacía falta. La cabina de mandos aún
seguía allí, pero ennegrecida y descolorida. Aunque Cade no podía determinar si había
resultado atravesada, el ariete lanzaba oleadas irregulares de niebla roja por un tubo.
Comenzó después a lanzarlos por otro y a ladearse y vacilar, y luego inició lo que parecía
el inicio de una vuelta en redondo.
El otro ariete aún seguía esforzándose por rodear la nave. Cade, en medio de la
escotilla, vació la carga completa de la segunda pistola y una tercera contra su casco, y
vio desparramarse por el espacio resplandores diamantinos iluminados por el sol:
fragmentos de las portillas destrozadas. El ariete no esperó a por más, y cuando Cade
buscó el ariete de reserva, había desaparecido. Un buen encuentro, pensó Cade. Era de
suponer que llevasen trajes espaciales a bordo durante el combate, así que no podían
achacarle ninguna muerte. La cabina de control del primer ariete no había quedado
destrozada como las portillas... quizá porque sólo había estado sometida unos cuantos
segundos al rayo de la pistola y éste no había tenido tiempo suficiente para centrar la
necesaria fuerza destructora. Y también era importante el aspecto psicológico. La
aterradora novedad de un intercambio de fuego de una nave a otra, de que se utilizase
una pistola desde una nave... Cade lanzó una risa de trueno dentro del casco, riéndose
para sí, riéndose de Clennie, del equipo examinador, del profesor de Klin y sus lecciones
morales, de la pantalla de humo del novicio Lorca, del juramento de la pistola, del
pistolero superior de Francia y su ataque frontal...
En sus oídos resonó una voz delicada:
—¡Baja el volumen! ¡Baja el volumen!
—Lo siento —dijo él riendo entre dientes—. ¿Viste cómo los derroté? Ahora si eres
capaz de localizar la palanca, podré abrir la puerta.
Ella la localizó y vació en el espacio el aire del compartimento de control hasta que él
pudo abrir la puerta, cerrarla de nuevo herméticamente y activar la presión del
compartimento de control.
19
20
Les quedaban tres días más en el espacio. Días en los que a Cade le resultó cada vez
más difícil recordar que la Orden estaba tras él. La vieja vida había concluido; las viejas
convicciones se habían esfumado. Sólo le quedaba ahora una convicción: una mujer. La
única mujer posible para Cade, en la nueva vida. Lo mismo que la Dama de la Orden
había sido la única mujer posible para Cade el miliciano. Hasta que aterrizasen, podía
compartir una creciente amistad y... algo más. No sabía nada de lo que podría venir
después, salvo una cosa: si vivían después de llegar en Marte, él hallaría algún medio de
seguir al lado de ella. La Estrella de Marte podía no ser un amo peor que la Estrella de
Francia. Sin duda era más digno que el Maestro de Poder.
Sabiendo esto y nada más, Cade empleó el tiempo que tenía en ganarse el afecto y
fortalecer la confianza de la dama Jocelyn. Jamás se había supuesto capaz de una
conversación tan fluida ni de escuchar con tanta avidez.
Pero Marte llenó los cielos demasiado aprisa y la amable cordialidad de Jocelyn
desapareció tras un aluvión de preparativos y minuciosas instrucciones.
Las coordenadas que ella indicó les llevaron a una áspera hondonada del hemisferio
sur, a menos de cien kilómetros de la capital de Marte.
Era evidente que el lugar había sido elegido por proporcionar una combinación de
conveniencia y secreto. Desde el aire, era un sector en blanco que no mostraba tonos
rojos ni verdes, sino sólo un gris sin formas. La ausencia de rojo significaba que no había
hierro: no había ninguno de los complejos siderúrgicos familiares característicos de Marte.
La ausencia de verde significaba carencia de agua: que no había granjas ni cultivos
familiares ni complejos ganaderos destinados a alimentar a los mineros y a los
ciudadanos del planeta. El gris significaba aislamiento y soledad.
Cade detuvo la nave en la superficie como si frenase un coche. Salió del asiento de
control y contempló por una escotilla el valle desolado al que rodeaba un círculo de
melladas y viejas lomas, tan altas como era posible en aquel planeta azotado
constantemente por tormentas de arena. Jocelyn escrutaba a su lado aquellas soledades,
llena de impaciencia. Se había enfundado ya en voluminosas pieles sintéticas.
Cade buscó un traje para él y se lo puso. Al volver la encontró paseando por la
estrecha área de la cabina.
—¿Pueden soportar tus pulmones el aire de Marte? —le preguntó.
—He combatido en los Alpes y en el Cáucaso —contestó él.
Y había visto derrumbarse a su lado, recordaba, a hombres valientes e incansables,
pero que carecían de la resistencia corporal necesaria para combatir a media ración de
aire.
—¿Y tú? Hay un respirador en los armarios.
—No es la primera veE que vengo —dijo ella, deteniéndole con un gesto nervioso al
ver que se dirigía a buscar el aparato.
Cade puso en movimiento el mecanismo y hubo un desplazamiento igualador de aire.
Momentáneamente, se le nubló la vista y tuvo que agarrarse a un soporte. La muchacha,
más ligera y con mayores pulmones, se recuperó antes que él y cruzó la compuerta antes
de que él pudiese caminar con seguridad. Sus ojos recorrieron ansiosos el horizonte.
—Tu trabajo de carnicero con las cajas no va a facilitar las cosas —dijo ella—. Sería
mejor que empezásemos a descargar y tuviésemos la... la carga lista para ir.
—¿Para ir a la Estrella de Marte?
—Sí.
La siguió a la nave y abrió la escotilla de carga. Mientras ella vaciaba un armario tras
otro, Cade sacaba las cajas más pesadas. A cincuenta metros le la nave, la pila de
pistolas fue creciendo. Pero a cada viaje la muchacha repetía el impaciente recorrido del
horizonte.
—¿Debo suponer que tus amigos se retrasan? —preguntó él inquieto.
—Cuanto menos supongas, mejor —dijo ella, y luego lanzó un suspiro de alivio. En el
pico de una loma apareció un punto negro y luego otro. Docenas. Cientos al fin.
—¿Los milicianos de Marte? —estaba dividido entre la sorpresa por su inesperado
número y el desprecio por su torpe avance.
—Nada de milicianos, Cade. La palabra es «patriotas». La has oído antes.
Había en su voz un tono indefinible. Cade no podía determinar si ella despreciaba o
admiraba a aquella gente.
—Significa que aman su tierra natal. Son más fieles a Marte y a su soberano que al
emperador.
No pudo evitarlo; un estremecimiento le recorrió ante la idea... y un instante después
sonreía por ello.
—Entonces son sólo porteadores.
Ella empezó a mover la cabeza en un gesto de negación, y luego dijo:
—En efecto, sí, sólo porteadores.
El grupo iba aproximándose. Patriotas o porteadores, fuesen lo que fuesen, Cade veía
claramente que no había entre ellos milicianos. Eran campesinos, mineros, empleados de
la ciudad. Caminaban tranquilamente como podía esperarse de gentes nacidas en Marte,
y no había duda de que el aire marciano no representaba para ellos ningún inconveniente.
Sus ropas eran más ligeras que las pieles que él y Jocelyn vestían contra el frío. Y todos
llevaban sacos al hombro. Cade pensó en las pistolas amontonadas y rozándose unas
con otras en los sacos y apretó los dientes: una pistola no era ya más que un instrumento
para matar, lo mismo que una sierra era sólo algo para cortar.
Había entre ellos adolescentes y no pocas mujeres; debían ser unos novecientos, y
habían de transportar unas cincuenta mil pistolas.
¿Cómo, se preguntó, podía aquella chusma guardar el secreto? Y entonces pensó en
Harrow, el pistolero muerto... «...a uno le gusta estar entre su propia gente... En Marte
todo es más nuevo... no creo que tú sepas nada de tus antepasados...» ¡Si todas aquellas
gentes compartían ese sentimiento!
Con la muchedumbre llegaba ruido, la charla indisciplinada de novecientas personas
llenas de excitación. Un individuo alto de rostro flaco y mediana edad se volvió al resto y
gritó con voz aguda a través de aquel aire sutil:
—¡Callaos todos! ¡Callaos y quedaos donde estáis!
Unos cuantos lugartenientes repitieron la orden. Al cabo de un minuto cesó el ronroneo
de la multitud y hubo silencio.
—Yo soy Tucker —dijo el hombre a Cade—. No nos habían dicho nada de una mujer.
¿Quién es ella? La dama Jocelyn dijo con tono dramático:
—Una hija de Marte. —Si había el más leve matiz de burla en su voz, sólo Cade creyó
percibirlo. El hombre de rostro flaco dijo, conmovido:
—Marte te bendiga, hermana.
—Marte os bendiga a todos, desde el más alto al más bajo —parecía ser la contraseña.
—Nos alegra —dijo Tucker— tener a una noble dama entre nosotros, hermana. No nos
dijeron que el piloto de la nave no sería un hermano.
—Aún no lo es, pero lo será. Es un pistolero terrestre que entrenará a los marcianos
para el día de la libertad.
—La libertad crece —dijo arrebatadamente Tucker—. ¡Nada puede detenerla!
Aquello comenzaba a parecerse mucho al galimatías místico del grupo Cairo, en vez de
a un procedimiento de identificación militar.. La multitud empezó a hablar y a agitarse de
nuevo y el procedimiento militar volvió a resentirse. Tucker se volvió y gritó:
—¡Callaos todos inmediatamente! Poneos en fila y abrid vuestros sacos. ¡Y no perdáis
el tiempo!
Cade los contempló abrumado ante la idea de convertir en milicianos a aquella
muchedumbre. Pero se resignó; haría lo que ella quisiese.
Acabaron poniéndose en fila a instancias de sus jefes. Cade no podía determinar si se
trataba de dirigentes espontáneos y temporales o si había una organización en todo el
grupo. Pero lo cierto es que una docena de marcianos se ocuparon de formar pilas de
sesenta pistolas y cargarlas en los sacos que esperaban. Con la gravedad de la Tierra
hubiese sido imposible transportar aquel peso, pero en Marte la carga resultaba normal.
—No necesitaremos la nave —dijo apresuradamente Jocelyn— y no quiero dejarla aquí
como monumento. Envíala a algún sitio con piloto automático.
Era lo más adecuado. Cuando la nave vacía despegaba hacia su último objetivo, una
órbita cualquiera en el espacio, el final de la línea de porteadores pasaba junto a la pila de
pistolas. Tucker, el dirigente «patriota» de flaco rostro, gritaba de nuevo, intentando
hacerse oír por encima del ruido combinado de los propulsores y del gentío, intentando
que formasen una nueva línea de avance para salir del valle.
Cuando el ruido de la nave se perdió en el cielo distante, los gritos del hombre se
vieron ahogados de nuevo por el crescendo aterrador de propulsores. Esta vez no era una
nave, sino una flota. Un instante después, un centenar más de vehículos de
reconocimiento descendieron en la hondonada.
Se extendieron en abanico para aterrizar en una perfecta maniobra de cerco que
admiró a Cade. Se preguntó si aquella brillante maniobra la habrían realizado pilotos
individuales o un circuito de control remoto.
La chusma marciana rompió sus irregulares filas. Comenzaron a moverse de un lado a
otro, haciéndose estúpidas preguntas, aterrados. El efecto total fue una algarabía
desquiciante. La mano de la dama Jocelyn apretó el brazo de Cade. Estaba mortalmente
pálida. Debían tener estaciones de radar en Deimos y Pobos, pensó Cade, para poder
localizarnos así...
Luego sonó una voz, el tipo de voz que el Cade de nueve años, futuro pistolero, había
atribuido siempre al emperador. Resonó como un trueno en la hondonada rocosa,
quebrándose contra sus bordes y rebotando en ecos: la voz del Maestro de Poder, la voz
que Cade nunca llegaba a saber si hablaba cínicamente desde una habitación, por radio,
o majestuosamente en el aire sutil de Marte.
—Marcianos, mis pistoleros están tomando posiciones para rodearos. Dejad los sacos
con las armas y caminad hasta el pie de las colinas para rendiros. Sólo quiero a las dos
personas que aterrizaron con la nave. A ellos nos los llevaremos, pero a vosotros os
pondremos en libertad después del registro. Tenéis quince minutos para hacer esto, si no
lo hacéis, mis pistoleros avanzarán disparando.
Silencio desde las colinas y un creciente murmullo de la multitud.
¿Quiénes son ellos?
—¿Quiénes son ellos?
—¡Dijeron que no era un hermano!
—¡Librémonos de las pistolas!
—Nos achicharrarán donde estamos.
—¿Qué haremos?
—¿Qué haremos?».
Cade movió la cabeza, vacilante. Tucker le miraba con ojos relampagueantes.
—¡Os engaña! —clamó una voz clara: la de Jocelyn—. ¡Os engaña! ¿Creéis que os
dejará marchar cuando estéis desvalidos? ¡Os matará a todos!
Su advertencia se perdió en el tumulto; sólo Tucker y Cade la oyeron. El marciano de
flaco rostro dijo lentamente a Jocelyn:
—¿Cuando estemos desvalidos? Ya estamos desvalidos. Algunos estamos dispuestos
a luchar, pero no sabemos utilizar las pistolas.
Con la brutal algarabía de la multitud como fondo, Jocelyn habló de nuevo, suavemente
y casi para sí:
—Doscientos años —no había emoción en su voz—. Doscientos años planeándolo,
doscientos años esperando, doscientos años de terror: esperando a un traidor o a un loco
que hablase, pero nadie lo hacía. Una pistola, dos pistolas, una docena de pistolas en un
año al fin, esperando... Se tambaleaba mientras decía esto; Cade la sujetó con un brazo.
—Que sueño tan maravilloso era... y estuvimos tan cerca de conseguirlo. ¡Marte
sublevado, la filosofía Klin socavada, los milicianos divididos, el Maestro de Poder
desafiado! Hombres en Marte, en todas partes, pensando por sí mismos, desafiando las
tradiciones que les esclavizan. ¡Pensando y rebelándose! —un brillo que había alumbrado
brevemente en sus ojos pareció apagarse.
—Les subestimamos —continuó con voz lisa; ahora hablaba para Cade—. No tuvimos
en cuenta el peso muerto de las cosas tal cual son. Doscientos años... Espero que mi tío
no sufra cuando muera.
Su tío. Cade consideró esto y por fin comprendió.
—El emperador —dijo lentamente—, tu tío... el emperador; ¿sabe de esto?
—Sí, claro, por supuesto.
Había lágrimas tras su voz. Cade se asombró de su ceguera, de no haber comprendido
antes. Era tan obvio. Así, todo tenía sentido.
—El emperador... los últimos cinco emperadores, impotentes en todo salvo en
conocimiento. Ellos y algunos más de la familia. Un puñado de hombres y mujeres. Hace
tres generaciones el emperador reinante pensó que Marte era la clave, que los que
gobernaban Marte se rebelarían y que la población marciana les seguiría. El pacto
emperador-Marte se logró hace cincuenta y cinco años. Mi tío redactó la petición de
milicianos nacidos en Marte. ¡Qué maravilloso sueño! Pero, ¿qué importa ya?
Espero que mi tío no sufra cuando muera. Pero sufriría; el emperador sufriría, y
también ella. El Maestro de Poder no les permitiría morir hasta no sacarles toda la
información que tenían.
Bruscamente, la voz de trueno dijo:
—¡Ocho minutos! —y la muchedumbre marciana se agitó alrededor de ellos, asustada,
colérica y confusa, exigiendo que les dijesen qué hacer y lo que significaba todo aquello.
Tucker había estado escuchando, desconcertado.
—Si pudiésemos luchar —dijo ásperamente, agitando las manos—. ¡Si al menos
pudiéramos luchar!
—Luchar —repitió Cade—. Luchar.
Cinco años para formar a un novicio. Diez para un escudero. Quince para un pistolero.
Pero enfrentarse a pistoleros con algo menos que pistoleros era como enfrentarse a
pistolas de la Orden con bastones. Tucker lo sabía, y aun así se atrevía a pensar: si
pudiéramos luchar.
Eran patriotas, pensó Cade. Ahora sabía lo que significaba. Estaban aterrados, con
razón, pero aun así conservaban sus sacos de pistolas. No estaban dispuestos a ceder.
Y Cade dijo lo imposible:
—Podemos luchar contra ellos.
—¿Contra milicianos? —dijo la chica.
En el rostro flaco de Tucker brilló una loca esperanza.
—Ellos están entrenados —dijo estupefacto—. Tienen un entrenamiento de tres años.
—No hay otro medio —dijo Cade a Jocelyn, ignorando al marciano—. Es la muerte más
limpia. Y... tú me enseñaste a desafiar las normas.
Disparó su propia pistola hacia el cielo en una andanada de tres segundos a plena
apertura y un asombrado silencio cayó sobre la multitud.
—Soy el pistolero Cade de la Orden de Milicianos —gritó—. Tenéis pistolas... más
pistolas que los milicianos de las colinas. Os enseñaré a usarlas.
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