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Daniel Mato*

Des-fetichizar la “globalización”:
basta de reduccionismos, apologías y demonizaciones;
mostrar la complejidad y las prácticas de los actores**

EN ESTOS DÍAS se habla y escribe demasiado sobre algo que se da en llamar “globalización”. Pero en
general se lo hace de maneras poco precisas, reduccionistas y fetichizadoras, que no sirven de mucho para
orientar las acciones de los actores sociales. Dependiendo de quién habla o escribe, resulta que eso que
nombran “globalización” es señalado como causa de todos nuestros males o, alternativamente, como la
panacea que resolverá todos nuestros problemas.
En general, se hacen pocos esfuerzos por explicar en qué consiste eso que suelen denominar
“globalización” y que a mi modo de ver –y como explicaré– sería más fructífero conceptualizar como
procesos de globalización. De manera análoga, pienso que se hacen pocos esfuerzos por ayudarnos a
comprender cuáles y cómo son/somos los actores sociales que consciente o inconscientemente
participan/participamos en procesos sociales de los que resulta más globalización, es decir, más y más
significativas interrelaciones e interdependencias entre actores sociales a niveles tendencialmente
planetarios. Es precisamente a estos procesos sociales a los que llamo procesos de globalización.
Finalmente, y en consecuencia, esos discursos de la globalización que invisibilizan las prácticas de los
actores no nos dan pautas acerca de cómo los actores sociales pueden/podemos incidir de manera
informada en las transformaciones sociales contemporáneas.
Por eso el primer objetivo de este texto es señalar los que a mi juicio son los errores más importantes
en las formas predominantes de pensar la “globalización”, y el segundo es presentar una perspectiva de
análisis que pone de relieve la dimensión cultural (es decir, simbólico social) de algunos procesos de
globalización particularmente significativos para comprender las orientaciones de las transformaciones
sociales contemporáneas. Mi interés al presentar una perspectiva de este tipo es ofrecer bases
potencialmente útiles para que diversos tipos de actores sociales puedan formular más informadamente la
orientación de sus prácticas, es decir, para que definan sus políticas.
Iré presentando esta perspectiva alternativa a través del análisis de aspectos parciales de algunos
tipos de procesos de globalización. Pero, además, a través de esos ejemplos iré tratando otro problema que
me preocupa: el de ciertas concepciones reduccionistas de la idea de cultura. Aquellas que con la palabra
cultura hacen referencia exclusivamente a lo que otros pensamos que se debería llamar claramente el
sistema de las “bellas artes”, pero también el problema de aquellas otras concepciones de la idea de cultura
que, aunque rompen con las limitaciones de asociarla a la idea de “bellas artes”, no obstante sólo llegan a
incluir en ella otros tipos de prácticas sociales que según los casos y alcances suelen llamar “artes” o
“culturas tradicionales”, o “artes” o “culturas populares”, o “industrias culturales”, denominación que refieren
a sólo un pequeño grupo de actividades humanas. Estas concepciones de la idea de cultura, aunque
preferibles a aquella limitada a las “bellas artes”, tienen otras limitaciones que he examinado en
publicaciones anteriores (Mato, 1997) y que referiré muy brevemente más adelante. Por eso, a través de los
ejemplos que utilizaré para presentar una perspectiva alternativa de cómo ver la globalización, estaré a la
vez proponiendo una visión más integrada de la idea de cultura, que apunta a poner de relieve los aspectos
simbólico sociales de todas las prácticas humanas.
Poniendo en relación esta otra concepción más integrada de la idea de cultura con la idea de
políticas que proponía más arriba –es decir, una idea amplia de políticas, entendidas como las
orientaciones de las prácticas de todos los actores sociales, y no sólo de las de gobiernos y entes
gubernamentales e intergubernamentales, como suele asumirse–, podremos/podrán los actores formular
políticas culturales acordes con los tiempos de globalización que vivimos.
Así, como consecuencia de los cambios de concepciones propuestos, la propia idea de políticas
culturales resultante de ellos también es más amplia e integrada que la manejada habitualmente. Digo esto
porque la idea de políticas culturales que de aquí resulta no se limita a designar –como es habitual en
algunas concepciones del tema– las políticas de un único tipo de actores sociales (los gobiernos, sus
agencias y organismos intergubernamentales) y para un ámbito relativamente restringido y parcial de las
prácticas sociales (sea que en este ámbito se incluyan sólo la “artes”, o también las llamadas “culturas
tradicionales” y/o “populares”, y/o también las llamadas “industrias culturales”). Tampoco esta idea se limita
a designar las políticas de un conjunto más amplio de actores (tal que incluye empresas y organizaciones
sociales diversas) pero respecto de un limitado ámbito de prácticas sociales (las relativas a las “bellas
artes” y/o las “culturas populares”, las “industrias culturales”, etc.). Por el contrario, la idea de políticas
culturales que así resulta es más amplia en el sentido de que está referida a todos los actores sociales
(sean organismos de gobierno, organizaciones comunitarias y otros tipos de organizaciones sociales,
empresas, etc.), pero además es también más abarcadora, e integra a todo aquello que se relaciona con el
carácter simbólico de las prácticas sociales y en particular a la producción de ciertas representaciones
sociales que –como argumentaré– juegan papeles clave en la constitución de los actores sociales y el
diseño de sus políticas y programas de acción1.

Cómo no comprender la globalización: fetichizadores y cazafantasmas


Comenzaré por señalar los que a mi juicio constituyen los errores más importantes que caracterizan a
las formas dominantes de representarse la idea de globalización. Pues estas representaciones de carácter
hegemónico frecuentemente bloquean las posibilidades de formularse preguntas de investigación que
puedan conducir a interpretar los procesos sociales contemporáneos de otras formas. Es decir, estas
formas de representarse la globalización aparecen como certezas que obstaculizan las posibilidades de
formular análisis que no asuman a priori que tal “globalización” sería una suerte de fenómeno
suprahumano, y que de este modo permitan visualizar posibilidades de intervención en los procesos
sociales contemporáneos.
La mayoría de quienes demonizan la globalización, como la mayoría de quienes hacen su apología,
comparten un error de base: fetichizan eso que llaman “globalización”. Es decir, representan eso que llaman
“globalización” como si se tratara de una suerte de fuerza suprahumana que actuaría con independencia de
las prácticas de los actores sociales. Por ello no se detienen a analizar cómo participan diversos actores
sociales en la producción de formas específicas de globalización (amplío estas ideas en Mato, 1999a).
De manera levemente diferente, pero en sustancia semejante, hay quienes aun fetichizándola atribuyen
su existencia a factores meramente financieros y/o tecnológicos, es decir, ofrecen interpretaciones
reduccionistas, sea de corte economicista o tecnologicista. Adicionalmente, en estos casos esos factores
acaban teniendo carácter anónimo: así se invocan en abstracto “las fuerzas del mercado” o “el poder de las
tecnologías”. Como si “el mercado” fuera algo más que una creación humana, resultante históricamente de
fuerzas humanas, actualizado a diario a través de prácticas humanas enmarcadas en instituciones que
también son de carácter histórico (es decir, dinámicas, cambiantes y transformables), guiadas por ciertas
formas de representarse la experiencia y sus posibilidades de transformación. O como si las tecnologías
actuaran por sí mismas, como si nadie las produjera y nadie las aplicara. Así, la mayoría de esos pocos
análisis que señalan fuerzas actuantes tras el fetiche frecuentemente presentan a esas fuerzas como
anónimas, es decir, sin mostrar las prácticas sociales que las impulsan; y de este modo coinciden con los
fetichizadores en no ver las acciones humanas.
En el otro extremo, algunos de quienes comparten la visión simplista que equipara globalización a “libre
comercio” representan a la idea de globalización como si esta fuera producto de la voluntad de un número
reducido de gobernantes y tecnócratas. Adicionalmente, quienes reducen la idea de globalización a la
globalización económica generalmente también equiparan a esta con su versión neoliberal, y acaban
confundiendo globalización con neoliberalismo.
Así, se representan eso que llaman globalización como si esta no fuera otra cosa que un montón de
acuerdos económicos orientados por la idea de liberalización de los movimientos comerciales y de
capitales, más los movimientos de capitales y comerciales que se dan en tal marco jurídico de inspiración
neoliberal y sus consecuencias macroeconómicas, y lo que a su vez consideran las consecuencias sociales
de las tendencias macroeconómicas. El carácter hegemónico de las interpretaciones económicas del
mundo y de la vida social es un rasgo saliente de la vida contemporánea, como también, y en tal marco, lo
es la hegemonía de la manera “neoliberal” de ver el mundo, de interpretar las acciones humanas. Sin
embargo, eso no significa que globalización sea sinónimo de neoliberalismo. Al contrario, necesitamos una
aproximación teórica a la interpretación de los procesos de globalización contemporáneos que nos permita
comprender cómo los discursos economicistas, y en particular el “neoliberal”, se han hecho hegemónicos.
El caso es que como consecuencia de los factores arriba enunciados en general no encontramos
análisis acerca de quiénes y cómo toman las decisiones que conducen a tales políticas, a tales
movimientos económicos, al desarrollo y adopción de esas tecnologías. Insisto, el principal rasgo de estos
discursos sobre la globalización es que en ellos los actores sociales no se ven . Sin embargo, en algunos de
ellos sí se menciona algo parecido a actores sociales, pero entonces resulta que se los imagina como unos
pocos individuos conspirando. Menuda forma de imaginar la historia contemporánea del género humano.
Lo importante del caso es que, una vez operadas todas estas reducciones, dependiendo de la
orientación ideológica de los hablantes o autores en cuestión, estos concluyen que eso que llaman
“globalización” o bien es una panacea, o bien es la causa de todos los males.
El problema es que estas formas de imaginar la globalización, aunque aparentemente contradictorias
entre sí, conducen a lo mismo: a ignorar las prácticas de los actores sociales. Y así, o bien conducen a la
parálisis de los actores sociales cuando asumen que eso que llaman “globalización” es una suerte de
fenómeno suprahumano, o bien conducen a la alienación fundamentalista de los actores, sea llamándolos a
adherirse incondicionalmente a las reformas neoliberales, o bien llamándolos a oponerse con el mismo tono
fundamentalista no sólo a las reformas neoliberales sino también a todo lo extranjero, a replegarse sobre
ellos mismos, a aislarse.
Es necesario diferenciar cuidadosamente entre lo que podríamos llamar la “globalización neoliberal” y
otras formas de globalización, es decir, otras formas de producir interrelaciones de alcance planetario,
muchas de las cuales incluso se oponen a tal “globalización neoliberal”, pero que no por ser anti-reformas
neoliberales son menos globalizantes. El ejemplo más claro de esto es precisamente el movimiento de
carácter transnacional y alcance crecientemente planetario que se hizo visible con las protestas efectuadas
en la ciudad de Seattle en noviembre de 1999 en ocasión de una reunión de la Organización Mundial de
Comercio, y que desde entonces ha realizado numerosas movilizaciones en muy distantes ciudades del
globo, hasta confluir en enero de 2001 en la ciudad de Porto Alegre, Brasil, donde unas 15.000 personas de
todos los continentes se reunieron en el Primer Foro Social Mundial, el cual produjo un documento que
concluye con estas palabras: “Llamamos a todos los pueblos del mundo a unirse a esta lucha por construir
un futuro mejor. El Foro Social Mundial de Porto Alegre es un camino hacia la soberanía de los pueblos y un
mundo justo” (Seoane y Taddei, 2001: 205). Es decir, se trata de un movimiento globalizador que convoca a
globalizar más, sólo que no bajo la égida de las ideas neoliberales, sino precisamente en la crítica a ellas.
En otras palabras, las cosas no son tan sencillas como optar fundamentalistamente por estar “a favor” o “en
contra” de eso que llaman globalización, sino que se trata de analizar los procesos sociales
contemporáneos de maneras potencialmente más provechosas, que nos permitan participar consciente e
informadamente en ellos.
Una perspectiva más fructífera para interpretar los procesos de globalización
contemporáneos, y algunos ejemplos
Voy a proponer una manera de analizar eso que llaman “globalización” que pienso que puede resultar
más fértil. Es decir, una manera que rinda frutos a los actores sociales, que nos ayude a comprender qué
está pasando y cómo actuar en ese contexto. Pienso que para lograr tal cosa necesitamos como mínimo
ampliar el rango de nuestra mirada, analizar la complejidad, estudiar las prácticas de algunos actores
sociales significativos y cómo estas se relacionan con las de otros actores, y sobre todo estudiar las
interrelaciones de tipo global-local. Pero una perspectiva de este tipo es demasiado amplia para llevarla
adelante como proyecto individual: por eso agrego a ella un matiz respecto del tipo de mirada, y especifico
entonces que mi interés es poner de relieve los aspectos culturales, es decir simbólico sociales, de estas
prácticas. Sin embargo, esto no supone asumir que “lo cultural” anda por un lado, “lo político” por otro y “lo
económico” por otro. No, semejante manera de ver las cosas supone confundir lo limitado de nuestras
miradas con lo complejo y multifacético de la experiencia social. Sin embargo, como es difícil dar cuenta de
tal complejidad sin el concurso de varios puntos de vista, pero sobre todo sin la conciencia de que cada uno
de ellos es necesariamente parcial, pienso que es necesario ensayar maneras de trascender los límites de
las miradas disciplinarias (es decir, disciplinadas por las disciplinas académicas establecidas) y ensayar
perspectivas transdisciplinarias que salgan al encuentro de otros puntos de vista, y que para lograrlo dejen
explícitamente abiertas las posibilidades de complementariedad.
Así las cosas, desde dicha perspectiva procuro estudiar las inter-relaciones de tipo global-local entre las
prácticas de los actores –con una mirada cultural (es decir, una que atiende especialmente a sus aspectos
simbólico sociales)– observando especialmente cómo se produce el sentido común de esta época, y más
específicamente ciertas representaciones de carácter hegemónico que orientan las transformaciones
sociales en curso (he expuesto estas ideas más ampliamente en otras publicaciones, por ejemplo: Mato,
1995, 1996 y 2001a).
Veamos: propongo en primer lugar que debemos evitar fetichizar la idea de “globalización”, y que una
forma de comenzar a hacerlo es no hablar de “globalización” en singular y casi como si se tratara de un
nombre propio (en este caso presumiblemente de una suerte de demiurgo), y hablar en cambio de procesos
de globalización, así en plural. La expresión procesos de globalización nos sirve para designar de manera
genérica a los numerosos procesos que resultan de las interrelaciones que establecen entre sí actores
sociales a lo ancho y largo del globo y que producen globalización, es decir, interrelaciones complejas de
alcance crecientemente planetario. Este conjunto de interrelaciones es resultado de muy diversos tipos de
procesos sociales en los que intervienen en la actualidad, y han venido interviniendo históricamente,
incontables actores sociales en los más variados ámbitos de la experiencia humana, desde los más
variados rincones del globo (amplío estas ideas en Mato, 1995, 1996, 1999b, 2000b y 2001a).
Entre esos numerosos procesos, efectivamente podemos distinguir algunos cuyos efectos son aquellos
que frecuentemente mencionan las maneras predominantes de imaginar la globalización, es decir, esos
procesos cuyos aspectos económicos, pero no otros, suelen ponerse de relieve. Sí, es cierto, esos
procesos y esos aspectos existen. Pero además podemos y debemos ver que esos mismos procesos
tienen otras dimensiones además de la económica, y también podemos y debemos ver que hay otros
procesos que habitualmente pasan por alto quienes hablan de “globalización”, y que resultan muy
importantes. Veamos algunos ejemplos ilustrativos.
Las “maquiladoras” son plantas de montaje establecidas por corporaciones transnacionales de diversas
ramas (textiles, automotrices, electrónicos, etc.) en países donde se pagan bajos salarios para realizar el
ensamblaje final de partes provenientes del exterior y así producir productos finales que son reexportados
casi sin pagar derechos aduaneros. Las maquiladoras comenzaron a establecerse en el Norte de México en
la década de 1970. Actualmente existen más de 3.000 plantas maquiladoras en México que emplean a más
de 900.000 trabajadores, y aunque el 81% de ellas aún se concentra en la zona fronteriza con Estados
Unidos, su presencia ya no se limita a ella. Pero además, actualmente las maquiladoras emplean unos
200.000 trabajadores en sus plantas en Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua (Red de
Solidaridad de la Maquila, 1995). También las hay en República Dominicana, así como en países del
Sudeste asiático.
Numerosos estudios realizados sobre la maquila ponen de relieve aspectos económicos del asunto, así
como problemas relacionados con el pago de muy bajos salarios, la contaminación ambiental, los atropellos
al personal y los impactos negativos en su salud, que no podemos dejar de mencionar. Sin embargo, en
esta oportunidad me interesa poner de relieve algunos aspectos culturales asociados al establecimiento de
las maquiladoras. En primer lugar, debe tenerse en cuenta que en no pocas ocasiones, para numerosos
trabajadores de estas plantas, su relación con ellas implica su incorporación –por primera vez– al mercado
de trabajo en el marco de una relación estrictamente salarial (e impersonal respecto de la experiencia
anterior de algunos de ellos de trabajar en pequeñas empresas familiares, o al menos propiedad de
residentes “visibles” de la misma localidad), puesto que numerosas maquiladoras emplean como mano de
obra asalariada a personas que hasta entonces estaban dedicadas a tareas agrícolas (sólo en ocasiones
en el marco de relaciones salariales), o a la costura y otras actividades no agrícolas, pero de manera
artesanal o en pequeñas empresas. Así resulta que estas inversiones inducen cambios muy importantes en
la organización del trabajo y en los hábitos de trabajo y de vida de la gente. Estos cambios no sólo tienen
que ver con los tipos de tareas que realizan las personas, sino también con que en muchas ocasiones estas
pasan del trabajo individual, en solitario, en pequeños talleres o en la tierra, al trabajo industrial donde
muchas personas trabajan bajo un mismo techo, de maneras coordinadas e interdependientes, con rutinas
prefijadas, con horarios rígidos, frecuentemente rotativos, en condiciones que muchas veces afectan su
salud, además de sus hábitos de vida. Pero no sólo eso: muchas de estas empresas ofrecen empleos que
frecuentemente son tomados por mujeres jóvenes (en México el 70% de las trabajadoras de las
maquiladoras son mujeres, la mayoría de entre 16 y 24 años de edad; en Guatemala el 90% son mujeres)
que hasta entonces no tenían empleo remunerado, sino que participaban en empresas familiares sin recibir
remuneración alguna. De este modo se alteran los modos de organización de la vida familiar y también las
relaciones de poder en el seno de las familias (estos cambios son significativos, independientemente de si
uno los considera positivos para las relaciones intergenéricas o intergeneracionales). También cambian las
pautas de consumo de estos trabajadores, el tiempo disponible para alimentarse, los alimentos que pueden
prepararse o tomarse en ese tiempo, la disponibilidad de efectivo para hacer compras, el tipo de ropa que
necesitan o desean usar, los productos de las industrias del entretenimiento por los cuales se interesan,
etc. (Green, 1995; Peña, 1997; Red de Solidaridad de la Maquila, 1995).
Obviamente, los cambios reseñados en el párrafo anterior no son simplemente económicos, sino
también sociales y culturales. Estos cambios no son producidos solamente por la empresa transnacional.
La empresa elige ese lugar para establecer su maquila, y no otro, porque se dan ciertas condiciones,
algunas de las cuales se relacionan con procesos macroeconómicos que responden a decisiones de
actores sociales no sólo globales sino también nacionales, y que se expresan en las políticas económicas,
las cuales en última instancia responden a ideas de “desarrollo” y/o de “modernización”, referentes que no
son simplemente económicos sino a la vez políticos y culturales. Pero además de factores y decisiones de
orden global y nacional, también hay decisiones de actores municipales, así como de actores estatales,
provinciales o departamentales (según los países), los cuales acuerdan permisos de instalación, promueven
regímenes impositivos preferenciales (muchas maquilas operan en “zonas francas” o en otros tipos de
marcos preferenciales), facilitan el entrenamiento de los trabajadores, obvian regulaciones –o al menos
controles– sobre el cuidado del medio ambiente, la salud de los trabajadores y sus derechos sindicales,
etcétera. Pero además están las personas que acuden a las empresas en busca de empleo, lo cual se
relaciona en parte con la inexistencia o la falta de atractivo de otras opciones de empleo en la zona, como
así también con las formas de organización del trabajo en la zona, el régimen de tenencia de la tierra, las
preferencias y valores de la gente, etcétera. En fin, lo que deseo poner de relieve es que detrás de una
inversión y de todo lo cultural y político que la acompaña, hay personas y organizaciones que toman
decisiones: no es meramente una cuestión de impersonales mercados, y por tanto de lo que se trata es de
estudiar estos procesos en toda su complejidad, incluyendo el análisis de las formulaciones de sentido que
operan como condiciones subjetivas de posibilidad, así como las políticas culturales (es decir, de lo
simbólico social) de los diferentes actores.
Pero hay algo más que me parece importante destacar a propósito del ejemplo de la maquila, y que
además resulta de interés para otros ejemplos que presentaré en las próximas páginas. El ejemplo
expuesto muestra que no se trata simplemente de un caso en el cual una “decisión económica” produce
“efectos políticos y culturales”, como podría interpretarse desde una visión economicista, y del supuesto
básico que la haría posible: que los hechos sociales serían de carácter unidimensional, es decir o
meramente “económicos” o simplemente “políticos” o sólo “culturales”. Por el contrario, lo que con el
análisis anterior pretendo mostrar es que la decisión de inversión no es simplemente “económica”, y
también que no la toman sólo y unilateralmente los inversionistas. Esta toma de decisión es de suyo
compleja, y depende de los diversos factores sociales y culturales ya enunciados (y según los casos
también de otros), así como también depende de este tipo de factores y no simplemente de “factores
económicos” el hecho de que la gente opte por trabajar en la maquiladora. Sin duda, de uno y otro lado
operan “factores económicos”, pero también operan otros tipos de factores: “políticos” y “culturales” (por ej.,
las representaciones de ideas de “desarrollo”, “bienestar” y “consumo”, la legitimidad de formas de
propiedad de la tierra cuya historia es eminentemente política y cultural, etcétera). Me parece innecesario
repetir este argumento de complementariedad de miradas en cada ejemplo: simplemente invito a tenerlo
presente en la lectura de las próximas páginas, tratando de ponerlo en práctica en la interpretación de cada
ejemplo, más allá de las posibilidades de hacerlo explícito que los límites de extensión de este artículo
permiten.
Veamos ahora un ejemplo de otro tipo. Uno de los símbolos más usados para representar visualmente
“la globalización” es el logotipo de la empresa McDonald’s. Los Macdonalds representan para muchos el
paradigma de la globalización, porque en esa visión de la globalización Macdonalds quiere decir
hamburguesas. Y hamburguesas quiere decir “gringos”. Y, para quienes ven las cosas de esta manera,
“globalización” quiere decir que todos acabaremos por parecernos a los “gringos”. Desde luego, esa visión
que equipara las ideas de globalización y de homogeneización es tremendamente simplista, como lo
ilustran no pocos estudios (ver por ejemplo Appadurai, 1996; Featherstone, 1990; García Canclini, 1995 y
1999; Mato, 1995, 1996 y 2000a; Therborn, 1999). Pero más allá de eso, el asunto es que Macdonalds no
es sólo hamburguesas, ni sólo las Coca Colas o Pepsi Colas que las acompañan. No: además es “comida
rápida”, y esto no sólo quiere decir que los clientes comen rápido una comida de ciertas características, lo
cual ya implica un cierto tipo de cambio cultural, sino además que hay toda una organización del trabajo y
de la empresa que sostiene eso, que hace posible que la comida esté disponible rápidamente, y que lo
hace con ciertas características. Y este modelo de organización del trabajo, así como los principios de
productividad e identificación con la corporación, y los valores que lo inspiran y lo hacen posible,
constituyen quizás el producto cultural más importante que promueve McDonald’s. Y, significativamente,
hace esto entre los numerosos jóvenes que en muchas ciudades del mundo comienzan allí su inserción en
el mercado laboral. Pero no sólo eso, sino que además el caso McDonald’s se ha transformado en un
paradigma de formación en no pocas escuelas universitarias de administración y/o negocios del mundo, y
en particular de América Latina. A través del estudio del caso McDonald’s, los estudiantes, futuros gerentes
de empresas, entran en diálogos –que deberíamos estudiar– con particulares sistemas gerenciales, y a
través de estos, valores y representaciones2.
Pero allí no termina la complejidad del caso McDonald’s, pues ahora resulta que, en los últimos años,
junto con la hamburguesa, la Coca Cola y la organización del trabajo, en sus promociones de “cajitas
felices” la empresa incluye muñecos de plástico relacionados con las más recientes producciones de las
industrias cinematográficas de Hollywood. Es decir, de una vez se asocia a las industrias del
entretenimiento y del juguete. Así resulta que McDonald’s se relaciona con uno de los tipos de industrias
que algunos colegas llaman las “industrias culturales”.
Breve digresión: para una crítica de las ideas de “industrias culturales” y de
“consumo cultural”
Para avanzar en mi argumentación acerca de lo que denomino una perspectiva más fructífera para
interpretar los procesos de globalización contemporáneos, necesito hacer una breve digresión acerca de
dos expresiones que vienen utilizándose de manera creciente en los estudios sobre globalización y cultura.
Me refiero a las de “industrias culturales” y “consumo cultural”. Quiero comenzar por afirmar explícitamente
que ambos términos me parecen inconvenientes por las razones que explicaré en las próximas páginas,
independientemente de que al amparo de ellos se hayan realizado y continúen realizándose valiosas
investigaciones, las cuales no pretendo invalidar con esta crítica de tipo conceptual. Habría que ver en cada
caso hasta qué punto o de qué modos esta crítica a esos conceptos fundantes afectaría las investigaciones
en cuestión, si acaso lo hiciera. Mi mayor interés al hacerla es destacar tres consecuencias básicas del uso
del adjetivo “cultural” para designar a ciertas industrias y consumos en particular: la primera, que nombrar
como “culturales” sólo a ciertas industrias y consumos opaca el carácter cultural de todas las industrias y
consumos; la segunda, que esta denominación tiende a crear una ilusión de semejanzas entre muy
diversas industrias y consumos, unificando y disimulando diferencias significativas, las cuales son quizás
aún mayores en el caso de la idea de “consumo cultural”, en la cual algunos autores no sólo incluyen los
consumos de los productos de las “industrias culturales” sino también otros, como por ejemplo la asistencia
a teatros, galerías de arte, museos y otros establecimientos semejantes; la tercera, que estas maneras de
denominar a estas industrias y consumos tiende a dotarlos de una suerte de estatus privilegiado, de una
cierta “aura”.
El principal problema de ambas ideas es que las aplicaciones que se hacen de estos términos
usualmente están demasiado asociadas a la idea de “artes”, aunque en general sus referentes son algo
más abarcadores. Habitualmente incluyen a ciertas industrias y al consumo de sus productos: gráficas y
editoriales (aunque habitualmente se obvia analizar la relación con ellas de escritores y otros creadores),
radio, cine y televisión, y en algunos casos se amplía la idea para incluir de manera abarcadora a los
medios de comunicación y a algunas industrias de entretenimiento y espectáculo (no a todas, ya que los
autores que utilizan el término habitualmente no incluyen al deporte empresarialmente organizado como
espectáculo), etcétera. Y, como he dicho anteriormente, bajo la idea de “consumo cultural” también suele
incluirse la asistencia a museos, teatros, etcétera. Pero si prestamos atención al origen de estas dos ideas,
no debería extrañarnos que incluyan sólo a estos tipos de actividades. Ambas fueron acuñadas, aunque en
singular –“industria cultural” y “consumidor cultural”, junto a la de “bienes culturales”–, por Max Horkheimer
y Theodor Adorno, en 1947, en su libro Dialéctica del Iluminismo (1979 ). Estos autores estaban
preocupados por la formación de lo que en su texto denominaban alternativamente una “cultura de masas”
(en ocasiones llamada en el texto “arte de masas”) y por el papel que atribuían a ésta de atrofiar la
imaginación, operar como instrumento de dominación, etc., así como por el empobrecimiento que suponía
en relación al “arte burgués”, no-industrial. En este último aspecto su obra guarda continuidades con un
conocido texto de Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de la reproducción mecánica”, que data de
1936 (Benjamin, 1968). En mi opinión, y como suele ocurrir, una y otra obra quedan relativamente
apresadas dentro de lo que critican o de lo que explícitamente constituye su sistema de referentes, en este
caso de la idea de “arte”. Esto puede constatarse revisando una y otra: aun más allá de sus diferencias, la
idea de “arte” está allí, permanentemente, como referente, aun cuando en la de Horkheimer y Adorno no se
comenta ni incluye en sus referencias bibliográficas la de Benjamin. Pienso que esta referencia de origen
explica en buena medida las limitaciones de este concepto. Desde entonces, el concepto ha sido apropiado
y adaptado a la aparición de nuevas “industrias” por numerosos autores, y quizás la diferencia más
significativa sea su utilización en plural –“industrias culturales” (Mattelart y Piemme, 1982)–, pero esta no le
quita su marca de origen, la idea de “arte”, ni tampoco parece suficiente para superar las marcas del
tiempo.
Pero más allá de esta referencia de origen, a mi juicio lo más importante es que esa manera de ver las
“industrias culturales” se queda corta, es muy limitada. Porque en algún sentido todas las industrias son
culturales, es decir socio-simbólicamente significativas, algunas de manera más obvia que otras. Digamos
que como mínimo habría que aceptar que las industrias de la alimentación, del vestido, del maquillaje y del
juguete también son “culturales”, o al menos lo son tanto como las del cine y la televisión, la música, la
editorial y las gráficas. Digo esto porque la importancia de unas y otras en tanto productoras de sentido, de
simbolizaciones sociales, de representaciones, es comparable. Piénsese por ejemplo en la importancia de
la industria del juguete en la formación de representaciones de ideas de género, clase o grupo social, etc.,
en lo cual por supuesto no puede soslayarse la importancia de los modos de consumo/utilización de sus
productos, los juguetes, en contextos sociales específicos. Piénsese de manera análoga en la importancia
de las industrias del vestido y del maquillaje en la producción de representaciones de identidades y
diferencias de género, étnicas, y de clase o grupo social, etc., asuntos a considerar nuevamente en relación
con los modos de consumo de sus productos, y ello en contextos sociales específicos. Piénsese de manera
análoga en la industria de la alimentación, en sus productos, en los modos de consumo de estos,
debidamente contextualizados, y su papel en la producción de representaciones de identidades y
diferencias étnicas, de clase o grupo social, etcétera.
Por eso el uso del término “industrias culturales” me resulta problemático, y me parece que al fin y al
cabo podría aplicarse a todas las industrias, con lo cual la adjetivación perdería sentido. Por eso prefiero
utilizar denominaciones específicas descriptivas de distintas ramas de industria, como por ejemplo del
entretenimiento, de la alimentación, de comunicaciones, del vestido, del maquillaje, del libro, del cine, de la
televisión, de la música, del juguete, etcétera. Aunque como sabemos, hay demasiados solapamientos e
integraciones entre las diferentes industrias.
De manera análoga, pienso que debemos revisar también la idea de “consumo cultural”. Toda
modalidad de consumo es cultural, es decir, simbólicamente significativa y contextualmente relativa:
responde a un sentido común o a un sistema de representaciones compartido entre las personas de ciertos
grupos sociales o poblaciones humanas, y también y de manera convergente todo consumo reproduce o
construye ese sentido común, o bien contribuye a cuestionarlo y producir otros alternativos. El carácter
“cultural” de las prácticas de consumo no depende de qué se consume, sino de cómo. Si queremos
destacar que ciertos consumos construyen sentido de manera muy saliente, al menos cuando se los
compara con otros, entonces deberemos observar con más cuidado y ver que esa manera más saliente no
depende simplemente de qué se consume, sino de cómo se consume aquello en particular que se
consume. Lo que le puede hacer ganar el atributo/adjetivo de “cultural” a ciertas prácticas de consumo en
contraste con otras no depende de los objetos consumidos, sino del sentido que quienes consumen y
quienes se relacionan con ellos le atribuyen a esos objetos y/o esas prácticas. Un mismo objeto o sistema
de objetos (como los de una vitrina comercial o los expuestos en una sala de museo) puede ser consumido
de maneras distintas, con sentidos distintos, por diversos actores. Hay quienes miran vitrinas cual si fueran
escaparates de museos, y también quienes hacen lo opuesto. Y más aún, estas maneras y sentidos
pueden ser orientados inconscientemente o también conscientemente para sentir/marcar/desafiar
representaciones de identidades y diferencias sociales. La producción de sentido involucrada en esas
prácticas de consumo puede ser más o menos consciente o inconsciente, y quizás esta diferenciación
respecto de la intencionalidad de ciertas prácticas de consumo puede ser más significativa que los objetos
pasivos de esas prácticas: es cuestión de analizar casos específicos. Por lo demás, esta argumentación y
potencialidad interpretativa se aplican por igual a productos de las industrias del vestido, del maquillaje, de
la alimentación y del juguete, tanto como a los de las del cine, la televisión, el libro, el espectáculo, las
comunicaciones, los museos, etcétera. Pero podríamos ir aún más lejos y aplicarlas a todas las industrias y
todos los consumos: piénsese en la importancia “cultural”, simbólico social, del automóvil, y de paso
también en su impacto en las formas de organización de nuestras vidas, y así otras industrias y consumos.
Pero dejaré acá esta digresión para retomar la línea principal de mi exposición.
Más sobre la perspectiva propuesta para interpretar los procesos de globalización
contemporáneos
Como se sabe, todas estas industrias –las convencionalmente llamadas “culturales”, y esas otras que he
mencionado en la digresión anterior– no sólo son “culturales”, sino que también son industrias. Digo esta
obviedad para resaltar que así como al comentar el ejemplo de la maquila mostrábamos el “lado cultural” de
una actividad usualmente vista tan sólo como “económica”, también debemos considerar el “lado
económico” de las actividades que usualmente son sólo vistas como “culturales”. Y esto no se limita tan
sólo a las “actividades culturales” que llevan a cabo las empresas, sino que se extiende también a las que
llevan a cabo por su propia cuenta los creadores, los promotores culturales, las organizaciones
comunitarias. Las prácticas de todos los actores sociales, sean empresas, organizaciones gubernamentales
u organizaciones no gubernamentales, todas involucran a la vez aspectos económicos, aspectos culturales
y aspectos políticos. Y al decir que todas involucran aspectos (o dimensiones) políticos, quiero significar
que todas expresan y tienen consecuencias en las relaciones de poder establecidas, ya sea reforzándolas o
alterándolas3. Para comprender qué está pasando en estos tiempos de globalización y cómo actuar en
ellos, necesitamos poner esta complejidad de relieve y analizarla de manera particular ante cada situación
en la que pretendemos intervenir, ya sea de manera abierta y directa o mediante la aparentemente
inofensiva actividad de investigación y publicación, no sólo por responsabilidad ética y política, sino también
por su potencialidad epistemológica: de esa visión integrada surgen preguntas de investigación
impensables desde otras perspectivas.
Sin esta visión integrada resulta difícil comprender por qué, por ejemplo, la industria latinoamericana de
la telenovela tiene las características que tiene. Por qué produce los tipos de productos que produce, por
qué aunque por un lado procura exportar, y por tanto lograr la comprensión y el interés de públicos
transnacionales (es decir, a través de las fronteras), no obstante las temáticas y estilos de muchas
telenovelas son marcadamente locales; por qué estas industrias están produciendo en Miami, etcétera. Sin
una visión del tipo de la aquí propuesta resulta difícil comprender por qué y sobre todo cómo la
transnacionalización de la industria de la telenovela incide en las características de las telenovelas que
produce. Lo cual, contra todo prejuicio, no se ha expresado en una suerte de “miamización”
homogeneizante del género en su conjunto, como afirman algunos un tanto a la ligera, sino simplemente en
la aparición de algunas telenovelas que transcurren en Miami, así como ha habido y sigue habiendo otras
que transcurren en otros lugares de referencia para sus públicos, en lugares específicos de América Latina.
Y en esto las telenovelas colombianas y brasileras constituyen ejemplos particularmente significativos de
tematización y localización familiar para sus públicos “nacionales”, y que además resultan crecientemente
exitosas a nivel internacional.
¿Y por qué no ha ocurrido la “miamización” total del género, sino sólo la aparición de telenovelas o
escenas situadas en Miami, mientras subsisten y se multiplican las situadas en espacios latinoamericanos?
Pues en primer lugar porque, según lo han explicado numerosos productores de telenovelas a quienes
entrevisté para mis investigaciones sobre el tema (Mato, 1999c y 2000a), para que una telenovela se
exporte ante todo debe tener éxito en su mercado local (este suele ser el más importante argumento de
venta que los productores pueden presentar a sus potenciales compradores), y este éxito depende mucho
de las posibilidades de identificación del público con la historia y con los personajes. Es en el mercado local
donde se recuperan los costos de producción de una telenovela: la exportación viene después, y a precios
que por sí mismos no cubren los costos de producción, sino sólo y con creces los de las copias y su
distribución. Esta es una peculiaridad sólo de ciertos tipos de productos, ciertamente los del cine y la
televisión entre otros (lo es también en el caso de la industria de la música, pero hay diferencias que no es
posible comentar en este espacio). En todo caso, los televidentes hispanoparlantes de Estados Unidos
tienen años viendo telenovelas mexicanas y complementariamente venezolanas y otras, y más
recientemente colombianas, y como cualquier otro público demandan telenovelas con más sabor local. Y
ahí es donde aparecen las telenovelas que llaman “miameras”. Y una vez que aparecen, como ocurre con
cualquier otra telenovela, estas también se ven en América Latina. O quizás debería decir “en el resto de
América Latina”. Porque, después de todo, eso que llaman globalización no es un fenómeno unidireccional,
sino que juega en múltiples direcciones, y resulta que en ciertos sentidos los Estados Unidos están cada
vez más penetrados por América Latina, y así América Latina no termina en la frontera mexicano-
estadounidense, sino que se extiende también más allá. Hay 30 millones de hispanoparlantes en ese país,
que no sólo constituyen un apreciable segmento de mercado, sino también una fuerza política y cultural
muy importante, como lo han puesto de manifiesto las más recientes campañas electorales en Estados
Unidos. Esto resulta cada vez más obvio tanto allá como acá, pero ahora no podemos entrar en detalles
sobre este asunto4.
En estos tiempos de globalización, lo cultural de lo económico y lo económico de lo cultural no se limita
a esos ámbitos de las actividades humanas, sino que está presente y tiene importancia política en muchos
otros, como por ejemplo en las relaciones que establecen las organizaciones indígenas de América Latina
entre sí y con organizaciones ambientalistas y de otros tipos que actúan a escala planetaria, y también en
las relaciones frecuentemente conflictivas que establecen entre sí estas organizaciones, los respectivos
gobiernos nacionales y algunas corporaciones transnacionales. Pero antes de ofrecer un ejemplo de esto
quiero afirmar de manera enfática que es necesario comprender que las relaciones entre organizaciones
indígenas y organizaciones globales de diversos tipos encuentran su razón de ser en que estas últimas se
han transformado casi en el único recurso que frecuentemente les ha quedado a las organizaciones
indígenas para defender los derechos de sus pueblos, los cuales, como sabemos, han sido y continúan
siendo agredidos, discriminados, excluidos. Por eso mismo han tenido que aprovechar al máximo las
posibilidades que les abren las relaciones con organizaciones hermanas de otros países, y también con
cualquier otro tipo de organización dispuesta a apoyar sus demandas.
De resultas de eso, Felipe Tsenkush, un destacado dirigente del pueblo Shuar, de Ecuador, me comentó
irónicamente que cada vez era más difícil ser dirigente indígena. Me decía que primero hubo que aprender
el idioma y las leyes de los conquistadores, con el tiempo hubo que aprender a viajar en avión, luego hubo
que aprender a enviar un fax, y ahora hay que aprender a usar el correo electrónico. Como quiera que sea,
las organizaciones indígenas cada vez se mueven más y mejor a nivel global.
En 1994 tuve la oportunidad de estudiar el Programa Cultura y Desarrollo (C&D) del Festival de la Vida
Folklórica “Americana” –por Estadounidense– (el “Festival of American Folklife”) que organizaron la
Smithsonian Institution y la Inter-American Foundation en la ciudad de Washington. Este festival involucró la
participación de 18 organizaciones de 7 países latinoamericanos, 14 de las cuales eran organizaciones de
pueblos indígenas dedicadas a luchar por los derechos políticos y territoriales colectivos de sus pueblos, y a
proyectos de desarrollo en las áreas de etnoturismo, etnoagricultura, artesanías, educación y
comunicaciones5.
Conviene tener en cuenta que este festival –como otros eventos de este tipo– no fue un acontecimiento
puntual. Su preparación involucró más de un año de acciones específicas por parte tanto de los
organizadores globales como de los participantes locales, y hay además numerosos ejemplos de lo
duradero de algunos de sus efectos, como por ejemplo el establecimiento de relaciones de trabajo entre
algunas de las organizaciones locales participantes, algunas iniciativas negociadas –durante los días del
Festival– con varias organizaciones no gubernamentales transnacionales con sede en la ciudad de
Washington, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, el Departamento de Energía de
Estados Unidos, y comerciantes –autodenominados– “alternativos” de artesanías y productos orgánicos, así
como la realización de un evento relacionado –el “Encuentro Intercultural por el Desarrollo y la Identidad
Plurinacional”– en Quito en 1996, organizado por algunas de las organizaciones participantes en el Festival
con apoyo de las dos agencias estadounidenses involucradas.
Mi investigación durante este programa del Festival me permitió concluir que los diálogos que habían
hecho posibles tanto esas relaciones anteriores, como el desarrollo mismo del Festival y los intercambios
posteriores, descansaban en ciertas maneras de interpretar la experiencia que podemos llamar
representaciones sociales6. Según pude observar, estas representaciones, a la vez que hacían posibles
esos diálogos, eran también objeto permanente de disputas y negociaciones, que contribuían a
transformarlas permanentemente. Pues bien, estas representaciones sociales son sin duda un elemento
muy importante de eso que se suele llamar “cultura”. Y lo son aunque de ellas no se ocupe de manera
explícita y deliberada ningún “ministerio de cultura”, ni ningún otro tipo de oficina gubernamental; aunque
ellas no sean objeto explícito de ninguna “política cultural” gubernamental. Y hago estos señalamientos en
tono irónico para marcar las limitaciones de las visiones o los usos más corrientes de las ideas de “cultura”
y “políticas culturales”.
Pero volviendo específicamente al ejemplo del Festival, decía que este me permitió observar cómo
ciertas representaciones en particular eran las que hacían posibles esos intercambios, y que a su vez ellas
eran objeto de confrontaciones, negociaciones y transformaciones. ¿Cuáles eran en este caso esas
representaciones? Pues eran representaciones de ideas tales como cultura, desarrollo, raza, etnicidad,
identidad, medio ambiente y desarrollo sostenible. Lo interesante del caso es que la coproducción, o bien la
adopción adaptada de estas representaciones por los actores sociales involucrados, es lo que da sentido y
provee marcos para el desarrollo de políticas y de programas de acción (a los que últimamente se viene
llamando “agendas”) asociados a ellas. En el caso de las organizaciones participantes en el Festival,
proveyendo marcos por ejemplo para el diseño de programas de fortalecimiento de derechos culturales,
programas de etnodesarrollo, etcétera.
A propósito de este tipo de procesos pueden resultar ilustrativas las palabras de Manuel Ortega –
dirigente emberá, pueblo indígena de la región del Darién, en este caso de la parte panameña de esta
región. En una entrevista que le hice en el marco del Festival, para explicarme la participación de su
organización en él, Ortega me informó que ellos estaban comprometidos en un proceso de mapeo de sus
tierras para lograr el reconocimiento de sus derechos sobre ellas, y agregó lo siguiente:
[…] nosotros estamos pidiendo un apoyo a cualquier organismo internacional […] porque a ese proceso de mapeo
le faltan dos etapas para terminar. Por eso nosotros esperamos alguien que financie, que alguien nos ayude a
nosotros en ese sentido. Porque si nosotros dejamos eso, se van a perder muchas cosas en sectores indígenas,
primero la botánica, la fauna silvestre, la biosfera, la biodiversidad, el medio ambiente, la ecología, ahí se va a
perder mucho. Por eso nosotros queremos […] un apoyo […] porque la verdad es que somos pobres en ese sentido
[financiero] pero ricos en la inteligencia y ricos en recursos naturales (las itálicas son del autor de este artículo).

Resulta interesante observar cuántas palabras de las que en años recientes han sido clave en la
defensa por parte de los pueblos indígenas de su derecho histórico a continuar ejerciendo control sobre sus
territorios ancestrales –o bien recuperarlo– empleó Ortega en esta breve respuesta. También es instructivo
observar cuáles utilizó. Notemos que no sólo utilizó las más difundidas, sino incluso otras que, como
“biosfera” y “biodiversidad”, son de uso más especializado y forman parte de jergas empleadas
principalmente por especialistas en el tema y por el movimiento ambientalista.
Según surgió en las entrevistas que le hice, Ortega incorporó estas expresiones a su vocabulario a partir
de sus intercambios con representantes de organizaciones ambientalistas del exterior y con otras
panameñas pero que participan de intercambios con el exterior. Lo significativo de la incorporación de estas
expresiones es que proveen sentido a ciertas políticas y prácticas sociales del pueblo emberá y sus
organizaciones, y orientan el establecimiento de alianzas.
Pero lo más significativo de este ejemplo es que no tiene carácter excepcional, sino que es uno más de
muchos otros que he conocido en mi trabajo de campo, algunos de los cuales ya he presentado en
publicaciones anteriores referidas al final de este texto. Porque, como lo ilustran diversos estudios en
respuesta a lo que podríamos llamar la “globalización desde arriba”, numerosas organizaciones indígenas
han aprendido a impulsar proyectos políticos y económicos basados en lo que suele denominarse su
“peculiaridad cultural”. Mis propias investigaciones y las de algunos colegas permiten apreciar cómo estas
representaciones de peculiaridad cultural (es decir, de sistemas de identidades y diferencias) son
producidas en el contexto de sistemas de relaciones con una amplia gama de actores sociales de los
mismos países y también con un espectro diverso de organizaciones del exterior, que pueden ser “locales”
aunque de otros países, o bien actores globales tan diversos como redes de comercialización de
artesanías, organizaciones ambientalistas y de defensa de los derechos indígenas, fundaciones privadas, el
Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, y diversas agencias gubernamentales de Estados
Unidos, Canadá y varios países de Europa occidental.
Tanto accionar global por parte de organizaciones indígenas y otros tipos de organizaciones que
podríamos llamar “locales”, produciendo lo que algunos denominan una “globalización desde abajo”, no
proviene simplemente de sus propias iniciativas. Ni siquiera se debe simplemente a las iniciativas de los
actores globales ya mencionados, o a las de otros semejantes. Esta “globalización desde abajo” es
también, al menos parcialmente, una respuesta a otros procesos globalizantes que podríamos considerar
parte de lo que algunos llaman una “globalización desde arriba”.
Dejando de lado la consideración de factores históricos de largo plazo, resulta que en las últimas dos
décadas numerosos gobiernos latinoamericanos han adoptado análogos programas –frecuentemente
llamados “de ajuste estructural”, lo cual se relaciona a su vez con procesos de globalización que involucran
las prácticas de estos y otros gobiernos, así como las de empresarios nacionales, corporaciones
transnacionales, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y algunas universidades y grupos
profesionales transnacionalmente vinculados en lo que podríamos llamar comunidades epistémicas
transnacionales– que producen las teorías, métodos de investigación y políticas de intervención que
sustentan los diagnósticos y aplicaciones en cuestión. Estos “programas de ajuste estructural” incluyen,
entre otras, medidas políticas de reducción y descentralización del Estado, y también del tipo de las
llamadas compensatorias de “alivio de la pobreza”. Entre otros efectos, estas políticas de “alivio de la
pobreza” promovidas y financiadas por el Banco Mundial han estimulado –no importa ahora si consciente o
inconscientemente– la creación de numerosas organizaciones étnicas en relación a sus programas
especialmente dedicados a pueblos indígenas (llamados poblaciones o comunidades en el vocabulario de
estas instituciones), de mujeres en relación a los programas del tipo “mujer y desarrollo”, de
“microempresarios” en relación a sus programas dedicados a fomentar la creación de pequeñas empresas,
etcétera. Estos programas específicos, dirigidos a segmentos específicos de población, fomentan la
preeminencia de representaciones sociales en torno a estas ideas, lo cual nuevamente nos remite a los
aspectos culturales de estos procesos.
Para terminar con esta enumeración de ejemplos quiero hacer una breve referencia a un par de ellos
que se relacionan con otro tipo de representaciones sociales: las que se articulan en torno a la idea de
“sociedad civil”.
Desde las luchas del sindicato Solidaridad (de Polonia) y otros movimientos sociales que a partir de la
década del setenta se desarrollaron en Europa Oriental, se ha venido produciendo una ola mundial de
procesos de (re)organización de la llamada “sociedad civil”. Esta oleada comprende también importantes
procesos en numerosas sociedades latinoamericanas. Más allá de la innegable importancia de factores
internos a cada una de las sociedades involucradas, y más allá de que ciertas nociones de “sociedad civil”
integraban el vocabulario de algunos movimientos de izquierda desde décadas anteriores, fue recién con el
fin de la Guerra Fría que determinadas representaciones de esta idea comenzaron a ser utilizadas por un
número creciente de organizaciones de países latinoamericanos, las cuales paulatinamente se han ido
vinculando transnacionalmente entre sí y con los actores globales que las promueven.
En tal sentido, es posible observar la influencia en estos procesos de una variedad de actores globales –
en los que he venido estudiando puede observarse al menos la del Banco Interamericano de Desarrollo, el
Banco Mundial, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la Fundación Friedrich Ebert
de Alemania, y varias organizaciones gubernamentales o paragubernamentales de Estados Unidos, como
por ejemplo la Agency for International Development (AID), el National Democratic Institute (NDI), y el
National Republican Institute (NRI). Estos actores globales han venido promoviendo programas que ellos
conciben como de “fortalecimiento de la sociedad civil” y de “organizaciones cívicas” en la región. Estos
actores globales también han organizado o apoyado eventos y redes de trabajo transnacionales –algunas
de alcance global, otras regionales– que vinculan las prácticas de numerosos actores globales y locales.
Estas redes y eventos se han constituido en espacios de intercambios, aprendizajes, coproducción y
disputas en torno de diversas representaciones sociales de la idea de sociedad civil.
Por ejemplo, un evento de alcance latinoamericano de importancia fue el Encuentro de Fortalecimiento
de la Sociedad Civil, organizado por el BID en Washington en 1994, que contó con la participación de
representantes tanto de organizaciones y gobiernos de América Latina como de varios actores globales.
Significativamente, en el Reporte del encuentro se afirma que, aunque el fortalecimiento de la sociedad civil
es en lo fundamental un proceso social doméstico, es necesario que sea fortalecido por la comunidad
internacional (BID, 1994: 3). La importancia de este evento para las dinámicas sociales en América Latina
resulta evidente al considerar la experiencia de algunos dirigentes de organizaciones cívicas de la región.
Por ejemplo, según me explicó María Rosa de Martini, vicepresidenta de la organización cívica argentina
Conciencia,
[Antes hablábamos de] asociaciones voluntarias. No-gubernamentales empezó a llamarlas Naciones Unidas. […]
sociedad civil, hubo un seminario organizado por el BID en Washington en 1994 […] [que] fue muy importante. […]
Nosotras [todavía hablábamos de] organizaciones no-gubernamentales, y cuando yo volví [de ese seminario del
BID] me acuerdo patente haber estado acá en la reunión de comisión directiva y decirles bueno, la nueva cosa es el
fortalecimiento de la sociedad civil (entrevista del 16 de septiembre de 1997; las itálicas son del autor).

Los eventos de este tipo producen efectos que no se limitan a una cuestión de vocabulario, sino que
tienen consecuencias en la acción. Por ejemplo, según me explicó la citada María Rosa de Martini, lo
importante de la denominación “sociedad civil” –que al momento del evento del BID le resultaba novedosa–
es que ha permitido visualizar de manera abarcadora lo que ella desde entonces denominaría “el sector”, lo
cual a su vez ha hecho posible construir alianzas, formular políticas y elaborar y ejecutar proyectos de
maneras que antes no eran posibles.
Pero no es sólo a través de eventos globales o regionales que se producen y circulan representaciones
de la idea de sociedad civil. Los eventos aquí comentados son posibles porque existen ciertas redes de
trabajo más estables, que a su vez se consolidan y desarrollan de este modo y que adquieren importancia
por los intercambios que de manera más permanente vehiculizan.
Respecto de los modos de incorporación de la idea de sociedad civil al vocabulario público de al menos
algunos países latinoamericanos, resulta interesante considerar las reflexiones de Silvia Uranga, al
momento de la entrevista presidente de esa misma organización, quien me explicó cómo había incorporado
a su vocabulario la idea de “sociedad civil” en estos términos:
Será hará cinco años más o menos. […] Por lo general haces proyectos con fundaciones extranjeras, etc., entonces
ya te empiezan a hablar, y como que empieza un código, o como que empiezas a nombrar las cosas de diferente
forma. Te digo que nosotros empezamos a hablar de sociedad civil y nadie nos entendía nada. O sea que le
teníamos que mandar a nuestras sedes [de todo el país] nuestro mensaje y te lo discutían. Pero lo bueno es que
como que ha demostrado que es un sector importante. O sea que el término ha ayudado también a poderlo
circunscribir, a definir algo que estaba (entrevista del 16 de septiembre de 1997; las itálicas son del autor).

A propósito de la experiencia de Conciencia de Buenos Aires con sus sedes del resto del país, es
interesante considerar las apreciaciones de Julia de Soria, de la directiva de Conciencia Córdoba (filial de
Conciencia en la ciudad capital de la provincia de Córdoba, Argentina):
Comenzamos a autodenominarnos sociedad civil la primera vez que estuvimos en una capacitación, porque esto
depende también de organismos que capacitan que van poniéndole rótulos al trabajo voluntario. Fue al comienzo
del advenimiento de la democracia, cuando comenzó nuestro país a relacionarse con organizaciones extranjeras,
entonces ahí empezamos a recibir este nuevo nombre. Ahora con más fuerza que nunca desde hace cuatro o cinco
años en nuestro país, al crearse el Foro del Sector Social, se está ajustando cada vez más (entrevista realizada por
la Lic. María Cristina Dalmagro (2000: 4) el 17 de septiembre de 1999, las itálicas son del autor).

Obsérvese en las declaraciones anteriores no sólo el dato sobre el proceso de adopción de la idea de
sociedad civil, sino además el pasaje de la idea de “trabajo voluntario”, anterior al proceso que estoy
analizando, a la idea de “sociedad civil”, y más recientemente la incorporación de la idea de “sector social”
(a veces también llamado “el sector”, por ejemplo por Silvia Uranga en sus palabras antes citadas, o
también “tercer sector”) y la asimilación –o al menos asociación fuerte– de la idea de “sociedad civil” a la de
“el sector”7.
A propósito de la incorporación de la idea de “sociedad civil” al vocabulario público en Argentina,
también consulté a Roberto Saba, director ejecutivo de la organización cívica Poder Ciudadano:
Yo conozco gente que hoy es protagonista en Argentina en el tema de sociedad civil, que hace unos siete años me
preguntaba qué es la sociedad civil. Y hoy está en el lenguaje cotidiano. […] El término sociedad civil […] se asocia
mucho por ejemplo, pero creo que mal, con organizaciones no gubernamentales [ONG]. O sea [se asume
erróneamente que] el grupo de las organizaciones no gubernamentales forma la sociedad civil. Cuando viene el
Banco Mundial, o el BID, a estimular el desarrollo de la sociedad civil, buscan con qué ONG trabajar. Y creo que
sociedad civil es un concepto más antiguo y tiene que ver con una ciudadanía educada, activa, participativa que
busca los canales para hacer todo esto en organizaciones. Pero las organizaciones no son la sociedad civil. La
sociedad civil la forma la sociedad que ha logrado pasar de ser un grupo de individuos privados a compartir algún
ideal público y común. […] Me parece que el tema del financiamiento es muy importante. En el nacimiento de estas
organizaciones hay mucha influencia internacional, positiva. No soy de los que creen que hubo una gran
conspiración. Creo que hay felices coincidencias. Creo que hay como cruces de rutas. […] A mediados de los
ochenta es cuando empieza a venir por algún lugar esta idea de sociedad civil. Después se mezcla con otro
concepto que también viene de afuera, que es el tercer sector, o el sector independiente. […] Empieza a
confundirse sociedad civil con tercer sector (entrevista del 18 de septiembre de 1997; las itálicas son del autor).

Pienso que las palabras de Roberto Saba nos ayudan a visualizar la importancia del papel jugado por
algunos actores globales tanto en la incorporación y establecimiento de la idea de “sociedad civil” en el
vocabulario público, como en algunos de los atributos de sentido con que ha sido incorporada, y
especialmente la asociación de las ideas de sociedad civil, organizaciones no gubernamentales y tercer
sector, al punto que se asuman como prácticamente equivalentes.
Roberto Saba también ofreció valiosas reflexiones acerca de cómo el financiamiento internacional
impacta el diseño de los programas de acción de las organizaciones cívicas latinoamericanas. Él se refirió a
los programas de acción usando el término “agenda”, el cual ha venido utilizándose en estos países de
manera creciente en las últimas dos décadas. Si bien esta acepción del término también es apropiada en
castellano, no era tan utilizada dos décadas atrás. Debe su creciente uso a los intercambios con
organismos de Naciones Unidas y otros actores globales que se expresan en inglés, sea porque esta es la
lengua nacional de sus sociedades de origen, sea porque esta es la “lingua franca” del globo en este
momento de la historia, o porque, como se ha dicho, la globalización habla inglés. Pero veamos las
declaraciones de Saba:
Los organismos que dan dinero, a los cuales estamos absolutamente agradecidos y creo que sin el aporte que
hemos tenido hasta ahora nada de lo que se ha hecho en América Latina a nivel de sociedad civil se podría haber
hecho. Pero tienen un problema, que la agenda del organismo financiador –aunque obviamente no estamos
sentados en el directorio de ningún grantmaker [fundaciones y otras organizaciones que otorgan fondos para
proyectos y programas] para ver cuáles son sus problemas, y hay excelentes grantmakers que se asesoran muy
bien– pero quiero decir la agenda [de ellos] está en otro lugar. [No obstante] es muy común que coincidan las
agendas. [No se trata de] que nosotros cambiamos agendas para obtener financiamiento externo. No. Lo que haces
es alterar prioridades por ejemplo. Si tu prioridad uno es el proyecto uno, tu prioridad dos el proyecto dos, tu
prioridad tres el proyecto tres. Y después este proyecto tres obtiene financiamiento externo y los otros dos no, no es
que pasó a ser la prioridad uno, pero pasó a ser el proyecto que haces. En eso remarco que no estás vendiendo el
alma al diablo, estás alterando tus prioridades, negociando. Pero puede ser que ese proyecto prioridad uno sea muy
importante para tu organización y para tu país y que esto no se vea. […] Te imaginas que este funcionamiento,
primero te obliga a generar proyectos […] que a veces no son los más interesantes. Pueden ser tu prioridad siete, o
diez. Yo nunca haría una cosa que está fuera de mis intereses, pero hemos hecho cosas que estaban muy abajo en
nuestra prioridad (entrevista del 18 de septiembre de 1997; las itálicas son del autor).
Me interesa volver al asunto de los solapamientos entre ideas de “sociedad civil” y de “tercer sector”
mencionado anteriormente por Saba. Al respecto puede resultar útil tomar en cuenta la opinión de Mario
Roitter, experto en el tema e investigador del Centro de Estudios de Estado y Sociedad, de Buenos Aires,
quien al responder una pregunta que le formulé al respecto no sólo puso de relieve el papel jugado por
algunos actores globales en la promoción de ciertas representaciones de ideas de “sociedad civil” y “tercer
sector”, sino que además explicitó también el papel jugado por redes académicas transnacionales en este
proceso. Veamos las declaraciones de Roitter:
[Este] es un campo nuevo [que no está] consolidado. Lo más importante que no está consolidado […] es el lenguaje
[y] en la institución del lenguaje el sector académico tiene muchísima importancia […]. En cualquier publicación las
denominaciones son muy variadas, se denomina el sector independiente desde una perspectiva, el sector sin fines
de lucro desde otra perspectiva, la economía social desde otra perspectiva, el tercer sector desde otra perspectiva,
las organizaciones de la sociedad civil desde otra perspectiva y muchísimas veces no hay claridad sobre qué es una
cosa y qué es la otra. […] El mundo académico está ayudando mucho a clarificar algunos términos y a definir cuál
es el perímetro, cuál es el objeto de estudio, una necesidad que tiene el campo académico y que no tienen otros
sectores […]. Este sector nace como un sector globalizado, nace entre otras cosas porque conceptualizar esto
como un sector es una idea anglosajona […] [La Fundación W.K.] tiene un rol muy importante en la construcción del
sector académico y en la construcción de la idea del tercer sector en América Latina (entrevista del 21 de agosto de
2001).

Resulta interesante relacionar los comentarios de Mario Roitter con lo apuntado páginas atrás a
propósito del papel jugado por algunas redes académicas en la producción y proyección de ideas
neoliberales. Esto me invita a poner de relieve tanto la importancia de algunas articulaciones –digamos
“directas”– entre redes académicas y otros tipos de actores, como también otras más “indirectas” o
“mediadas”. En ambos casos, redes de tipo académico proveen o reelaboran vocabularios, ideas y teorías
que de un modo u otros (y esto de los modos merece y requiere una elaboración que limitaciones de
espacio impiden intentar) resultan significativas para las prácticas de los actores. Este tipo de relaciones
obviamente no se limita a los casos de estos dos tipos de ideas y teorías, sino que comprende a muchos
otros. Notablemente también comprende a las propias ideas de “cultura” e “identidad” producidas desde la
antropología y hoy apropiadas y usadas de maneras muy diversas por numerosos actores sociales.
Seguramente cada uno de nosotros sabe de esto por fuentes diversas. Para no dejar la aseveración en el
aire y cumplir con los rituales de la escritura académica, diré que en mi caso la más reciente de ellas han
sido las palabras de Mario Conejo, alcalde de Otavalo (Ecuador) y dirigente político del pueblo otavaleño,
quien en una entrevista reciente me respondió explícitamente que su fuente al respecto han sido “los
antropólogos” (entrevista del 12 de junio de 2001). Lo más importante del caso puesto sobre el tapete por
Roitter es que curiosamente –dada nuestra condición de investigadores y de productores de ideas y
teorías– el de nuestros propios papeles en los procesos sociales es un tema sobre el cual lamentablemente
no solemos elaborar suficientemente. No obstante, dadas las limitaciones de extensión en esta oportunidad
sólo puedo señalarlo: queda pendiente trabajar más sobre él.
Pero dejando de lado el caso del papel jugado por las redes académicas y volviendo al importante papel
jugado por algunos actores globales institucionales, es interesante notar cómo las palabras de Roitter se
suman en este sentido a las de los otros entrevistados ya citados, así como también a las de Alicia
Cytrynblum, editora general de la revista argentina Tercer Sector, fundada en 1994 precisamente con apoyo
de la ya nombrada Fundación Kellogg. Veamos sus palabras:
Tercer sector era un genérico, es un nombre que trajo Andrés [Thompson, Director de Programas de la
Fundación Kellogg para América Latina y el Caribe], es un nombre genérico en Estados Unidos [Él] venía como
muy empapado sobre lo que es el tercer sector desde antes de que la gente de aquí supiera […]. Bueno es algo
muy nuevo en Argentina […]. Así empezó la revista (Entrevista del 19 de agosto de 1999).

Al recoger sus palabras para someter a su consideración mi idea acerca de la importancia de los actores
globales, Cytrynblum respondió:
Definitivamente no tengo ninguna duda, en el sentido que lo planteás, de lo global, de otro país. La Fundación
Kellogg decide financiar la revista con el objetivo de estimular la filantropía y el voluntariado en la Argentina, hay
como un plan en este sentido […]. Un plan de la Fundación Kellogg para Latinoamérica […]. Hay como un plan, un
plan continental […]. Cuando el BID decide apoyar […] es una decisión que no sale de Bolivia, de Montevideo […],
que si bien es beneficioso es un plan importado que responderá a miles de cosas, pero que en definitiva es
beneficioso (entrevista del 19 de agosto de 1999).

Resulta interesante no perder de vista este énfasis hecho por Cytrynblum en que se trata de algo
“beneficioso”. ¿A qué viene esto? ¿Por qué sería beneficioso?
Antes de responder a ello quiero dejar sentado un asunto: tanto las palabras de Mario Roitter como las
de Alicia Cytrynblum, Roberto Saba y Silvia Uranga, nos permiten apreciar algunos de los aspectos
económicos de procesos que habitualmente sólo se ven como políticos o culturales. Pero hay además otros
aspectos económicos que están implícitos en las palabras de Cytrynblum y que hacen al tema de lo
“beneficioso”, y así al del papel asistencialista de algunas organizaciones del “tercer sector”. ¿Por qué estas
organizaciones han adquirido la importancia que han adquirido? Como lo sugería, esto nos remite a otro
asunto a la vez económico, cultural y político: a la relación entre la promoción de las ideas de “tercer sector”
por varios actores globales, cierta necesidad de fortalecer organizaciones de estos tipos, y la aplicación de
los programas llamados “de ajuste estructural”, o también de “achicamiento” del aparato estatal. Aunque no
puedo analizar aquí estas relaciones, ellas son explícitas incluso por ejemplo en el Reporte del BID antes
citado (BID, 1994).

Ideas para el debate


Pienso que los ejemplos acerca de la producción transnacional de representaciones de identidad,
sociedad civil, tercer sector y otros asociados presentados en las últimas páginas ilustran cómo en los
actuales tiempos de globalización la producción de representaciones sociales de ideas de “identidad”,
“sociedad civil”, “tercer sector” y otras por parte de actores sociales significativos –como por ejemplo
organizaciones indígenas, cívicas, ambientalistas, etc.– se relaciona de diversas maneras con su
participación en sistemas de relaciones transnacionales en los cuales intervienen también actores locales
de otros países y juegan papeles importantes algunos actores globales. Esto no implica que tales actores
locales adopten sin más las representaciones sociales que promueven los actores globales, sino que las
elaboran en el marco de esas relaciones transnacionales. El resultado es que las representaciones que
orientan las acciones de numerosos actores locales que juegan papeles significativos en la orientación de
las transformaciones sociales en curso se relacionan de manera significativa, pero de formas diversas, con
las de los actores globales. Si bien en algunos casos esto supone la adopción de ciertas representaciones y
de las orientaciones de acción asociadas a ellas, en otros implica rechazo o resistencia, negociación o
apropiación creativa. En fin, el estudio de casos verifica que las relaciones son ineludibles y que se
establecen distintos tipos de relaciones entre las representaciones y orientaciones de acción de unos y
otros actores (he analizado más extensamente estos asuntos en Mato, 1999b, 2000b y 2001a).
Los discursos más frecuentes sobre eso que llaman “globalización” no nos permiten ver qué hacen los
actores sociales, cómo actúan y cómo podemos intervenir. Por el contrario, necesitamos desarrollar
enfoques que nos muestren cómo los procesos de globalización resultan de las políticas y prácticas de los
actores sociales, y que de este modo nos orienten en la formulación de nuestras propias políticas.
Los enfoques más corrientes no nos permiten ver cómo se relacionan “lo político”, “lo cultural” y “lo
económico”. Necesitamos analizar los procesos sociales de maneras que nos muestren esas relaciones,
pero no de manera retórica general, sino de manera particular, en cada proceso, cada caso, cada actor.
Pienso que a esto contribuyen no sólo los ejemplos de las últimas páginas de este artículo (de producción
transnacional de representaciones), sino también los de las primeras (de las maquiladoras, de McDonald’s
y de la industria de la telenovela). Todos ellos tomados en su conjunto tienden a mostrar cómo “lo político”,
“lo cultural” y “lo económico” no son atributos “objetivos” de los aspectos de la experiencia social que
construimos como objetos de estudio, sino antes bien atributos de nuestras maneras de observar y analizar;
es decir, de nuestra perspectiva y mirada. En otras palabras, no son “atributos objetivos”, sino atribuciones
que subjetivamente hacemos a esos procesos, fenómenos, “objetos” de estudio. A propósito de esto y por
su importante papel en la bibliografía contemporánea, me pareció conveniente hacer una digresión
conceptual sobre las ideas de “industria cultural” y “consumo cultural” como la ofrecida páginas atrás, la
cual, por lo demás, puede tomarse simplemente como un ejemplo del trabajo de revisión de las categorías
analíticas que necesitamos hacer permanentemente.
Pienso que análisis del tipo de los aquí propuestos (multidimensionales, integrados, transdisciplinarios o
“in-disciplinados”) pueden resultar útiles para que los actores sociales puedan desarrollar más reflexiva y
conscientemente sus maneras de mirar, y en base a ellas sus propias políticas culturales –es decir, sus
políticas de lo simbólico social, incluyendo en esto sus propias formulaciones de identidad (y otras
asociadas), que son precisamente de las que depende su constitución en tanto actores conscientes y
activos– y, de este modo, las que pueden permitirles orientar sus propias prácticas de maneras más
autónomas e informadas. A propósito de este asunto sería interesante retomar el tema que dejé planteado
páginas atrás acerca de los papeles jugados, y/o a jugar, por redes de investigadores, o quizás plantearlo
más políticamente como papeles jugados por intelectuales. Pero, como ya lo afirmaba más arriba,
limitaciones de extensión impiden tratarlo acá, de uno u otro modo. No obstante, en un texto reciente trato
el tema de las relaciones entre intelectuales, investigaciones y movimientos sociales en América Latina, de
manera relacionada con estos interrogantes (Mato, 2001b).
Porque eso que llaman “globalización” no es producto de fuerzas sobrehumanas: no resulta del capricho
de diosas y dioses, sino de las prácticas de numerosos actores sociales que participan en procesos
sociales específicos. Eso que llaman “globalización” no resulta tan sólo de lo que hacen gobiernos y
organismos intergubernamentales (llamados internacionales), sino también de lo que hacen organizaciones
comunitarias, diversos tipos de organizaciones no gubernamentales y movimientos sociales, de sus
políticas, de nuestras políticas.
Pienso que tales políticas culturales, formuladas consciente e informadamente en el marco de estos
tiempos de globalización, pueden ayudarnos a impulsar transformaciones que apunten a construir formas
de organización social más justas y solidarias, tanto a niveles locales y nacionales como internacionales y
transnacionales. Y en esto las relaciones transnacionales entre actores sociales, las relaciones con actores
basados en otros países (sea que las prácticas de estos actores sean de alcance local, regional o global),
no son de suyo ni “malas” ni “buenas”. Lo provechoso o no de esas relaciones para el avance hacia formas
de organización social más justas en cada sociedad local o nacional no depende del carácter “local” o
“extranjero” de tales otros actores, sino de los contenidos específicos de las representaciones, políticas y
programas de acción promovidos por esos otros actores, así como de la información y conciencia que los
actores “locales” tengan de esas relaciones y de su autonomía y capacidades de aprendizaje creativo en un
mundo cada vez más interrelacionado, y en este sentido cada vez más globalizado.

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Notas
* Coordinador del Programa Globalización, Cultura y Transformaciones Sociales, Centro de Investigaciones Postdoctorales,
Facultad de Ciencias Económicas y Sociales, Universidad Central de Venezuela. <http://www.geocities.com/global_cult_polit>.
** Este artículo se basa en la ponencia “Des-fetichizar la ‘globalización’: basta de reduccionismos, apologías y demonizaciones;
mostrar la complejidad y las prácticas de los actores” que presenté en la 2º Reunión del Grupo de Trabajo Globalización, Cult ura y
Transformaciones Sociales del Consejo Latinoamerica-no de Ciencias Sociales (CLACSO) realizada en Caracas del 9 al 11 de
noviembre de 2000. Posteriormente una versión revisada de esa ponencia fue aceptada para su publicación en el Nº 13 de
RELEA-Revista Latinoamericana de Estudios Avanzados (Caracas), actualmente en prensa. En la presente versión examino
algunos ejemplos adicionales y elaboro más algunas ideas expuestas en esos textos anteriores.
El presente artículo está incluido en la compilación de Daniel Mato Estudios latinoamericanos sobre cultura y transformaciones
sociales en tiempos de globalización 2 (Caracas: CLACSO) agosto de 2001.
1 La idea de políticas culturales que aquí propugno se basa en, aunque además amplía, la ya propuesta anteriormente por otros
colegas cuyos textos puede ser del mayor interés revisar por sus contribuciones a la crítica de las representaciones dominantes de
la idea de “políticas culturales” (por ejemplo Arizpe, 2001; Alvarez, Dagnino y Escobar, 1998; Martín Barbero y Ochoa-Gautier,
2001; Dagnino, 1994; García Canclini, 1995, 1999 y 2001; Garretón, 1999; Ochoa-Gautier, 2000; Yúdice, 1997).
2 Agradezco a la Prof. Magdalena Valdivieso, directora de la Escuela de Administración de la Universidad Central de Venezuela, la
información acerca de la importancia del caso Mc Donald’s en la formación ofrecida por las escuelas de administración, así como
la referencia a algunos textos significativos, como por ejemplo: Stoner, James y Freeman, Edward 1998 (6º edición) Administración
(México: Prentice Hall), que los lectores interesados podrían consultar al respecto.
3 Quisiera evitar un posible malentendido: al afirmar esto no estoy diciendo ni que todas esas modalidades organizativas
mencionadas sean lo mismo, ni tampoco que todas busquen el lucro, ni que todas deben manejarse con “criterios de mercado”.
No. Sólo estoy diciendo que necesitamos una visión integrada de lo cultural, lo económico y lo político para poder analizar l o que
está pasando. Porque sólo así nos resultará posible comprender las relaciones que se dan por ejemplo entre las industrias del
entretenimiento (es decir, las de la música, la televisión, el cine, el video, la producción de espectáculos, etc., las cuale s cada vez
más funcionan de manera integrada, o al menos de maneras concertadas) y las personas que habitualmente llamamos los
creadores, y entre todos estos y sus públicos.
4 He examinado más extensamente las relaciones transnacionales entre poblaciones autoidentificadas como latinas y otras
autoidentificadas como latinoamericanas, y la formación de identidades abarcantes, en otro texto (Mato, 1998a) que puede resultar
de interés revisar en relación con esta argumentación.
5 He examinado diferentes aspectos del Programa Cultura y Desarrollo de la Smithsonian Institution y la Inter -American
Foundation en publicaciones anteriores cuya lectura puede contribuir a tener una visión más abarcadora del mismo (Mato, 1997,
1998b, 2000b y 2001).
6 Para los propósitos de la línea de investigación en la cual se basa este artículo he definido la idea de r epresentaciones sociales
–de manera operativa y sin pretensiones generalizadoras– como formulaciones sintéticas de sentido, descriptibles y diferenciables,
producidas por actores sociales como formas de interpretación y simbolización de aspectos clave de s u experiencia social. En
tanto unidades de sentido, las representaciones sociales “organizan” la percepción e interpretación de la experiencia, del mi smo
modo en que lo hacen por ejemplo las categorías analíticas en las formulaciones teóricas. Así, en mi c oncepción, y a diferencia de
la formulación de Serge Moscovici, las categorías analíticas constituyen un tipo particular de representaciones. Podemos pens ar
en las representaciones sociales como las palabras o imágenes clave dentro de los discursos de los actores sociales: son aquellas
unidades que, dentro de estos, condensan sentido. De este modo, orientan y otorgan sentido a las prácticas sociales que esos
actores desarrollan en relación con ellas, y son modificadas a través de tales prácticas. He desarrollado más extensamente esta
idea y comentado su relación con algunas teorías de las representaciones sociales en Mato, 1999b y 2001.
7 Esta asimilación, o asociación fuerte, entre las ideas de “sector social” y “sociedad civil” forma parte del mismo proces o que
vengo estudiando y merece un análisis más pormenorizado que el que las limitaciones de extensión del presente artículo me
permiten ofrecer aquí. Analizo más extensamente este aspecto en un artículo en preparación que será incluido en el libro Estu dios
Latinoamericanos sobre Globalización, Cultura y Transformaciones Sociales 2, el cual recogerá versiones desarrolladas de las
ponencias presentadas en la 2º Reunión del Grupo de Trabajo de CLACSO, antes citada.
Lourdes Arizpe* y Guiomar Alonso**
Cultura, comercio
y globalización***

Introducción
Las expresiones culturales se han convertido en la punta de lanza invisible de la globalización porque
ofrecen las imágenes y valores con los que la gente construye una nueva visión del mundo. Aun si las
mercancías ya llegan hasta los rincones más apartados del planeta, antes que estos bienes, han llegado ya
los sones, las palabras y las imágenes de muchas otras culturas, y en particular de la norteamericana.
Las radios y las televisiones reinan en el salón de la mayoría de los hogares de todo el mundo. Las
audiencias de cine se cuentan por millones. Los discos compactos han cruzado todas las fronteras políticas
–y ahora también las virtuales– para llegar a un auditorio “que agarra la onda” de la música de todas las
culturas del mundo. A lo anterior hay que añadir la telefonía, que desde el 18 de mayo de 1998 es ya
planetaria, al permitir que cualquier persona pueda llamar a cualquier otra región del globo. E Internet se
expande como mancha de tinta virtual a todas las regiones.
El encuentro cotidiano con este calidoscopio de expresiones culturales es excitante para los jóvenes,
inquietante para las mayorías que tratan de conservar lo mejor –a veces también lo peor– de sus culturas, y
con frecuencia percibido como un riesgo para los gobiernos. Estos últimos se enfrentan a la necesidad de
reposicionar a sus estados-nación y a sus grupos culturales en un nuevo mapa mundial, tanto económico
como cultural.
En relación con la globalización, se ha analizado, diseccionado y debatido intensamente la liberación de
los mercados financieros y comerciales, y, con el cambio global, los efectos de las transformaciones en la
biósfera y la geósfera. En cambio, no se han analizado en forma sistemática los cambios globales que
están ocurriendo en los procesos culturales. Ello se debe, en parte, a la naturaleza polisémica del concepto
de cultura, a lo complejo que resulta categorizar estos procesos y a la dificultad de aislar los fenómenos
culturales de los arriba mencionados. De hecho, concordamos con Nestor García Canclini en que es difícil
calificar, en este atropellado suceder de creaciones culturales, los efectos de esta “globalización imaginada”
(García Canclini, 1999).
No obstante, hay un buen número de problemas de orden cultural que han pasado al primer plano en el
debate internacional sobre la globalización, y que pueden agruparse del siguiente modo. En primer lugar,
tenemos aquellos problemas referidos a las identidades, al patrimonio cultural y a la justicia cultural. En
segundo lugar, aquellos derivados del impacto cultural de los contenidos de la televisión, multimedia, y
ahora la teleinformática, en especial en relación con la diversidad lingüística y cultural. Y en tercer lugar se
sitúa el debate sobre el tratamiento que debe darse a los bienes y servicios de contenido cultural en los
acuerdos multilaterales de comercio: es decir, la discusión en torno a la “excepción cultural” tal y como
surgió durante las negociaciones finales del Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles (Ronda de
Uruguay 1994, GATT por sus siglas en inglés) y en el rechazado AMI, Acuerdo Multilateral de Inversiones
(MAI por sus siglas en inglés), discutido entre 1995 y 1998 en la sede de la OCDE, Organización para la
Cooperación Económica y el Desarrollo. La polémica en torno al Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI),
como se explica más adelante, no hizo más que montar el escenario.
En efecto, los debates en torno a la “excepción cultural” a finales de los noventa se referían a un
reposicionamiento de los actores en el nuevo escenario de la globalización económica. Se estaban
reubicando, y de hecho siguen haciéndolo, distintos actores del sector privado, público y la sociedad civil,
construyendo alianzas e ideando y aplicando nuevas estrategias. El trato que se le otorgue a la cultura en la
próxima ronda de negociaciones multilaterales sobre comercio e inversión tendrá consecuencias decisivas
en la hegemonía económica de los mercados y la cultura a nivel mundial.
Para tomar una frase utilizada por la revista The Economist, estamos en el umbral de una “guerra
cultural”. En juego está el inmenso potencial económico de las industrias culturales, pero también, y no
menos importante, el poder de definir e imponer significados acerca de cómo vemos el mundo y lo que
realmente importa en la vida.
En las páginas que siguen discutimos el panorama amplio de estos temas en las agendas tanto
nacionales como internacionales.

Internacionalización y globalización
David Throsby apunta en el primer Informe Mundial de Cultura que para entender lo que ocurre en los
procesos culturales mundiales hay que distinguir entre internacionalización y globalización. La
internacionalización de las economías y culturas se refiere a la apertura de fronteras a los bienes y los
contenidos culturales de otros países. En cambio, la globalización “se encuentra marcada por la interacción
funcional entre diferentes actividades económicas y culturales, generadas por un sistema con muchos
centros, cuya velocidad para llegar a todas las partes del mundo y cuyas estrategias para crear audiencias
son más decisivas que las inercias de tradiciones locales” (Throsby, 1998: 195).
No sorprende entonces, vista la amplia gama de fenómenos culturales que afecta a todos los países,
que la cultura figure hoy en día en la agenda internacional para el desarrollo. Un indicador más es el gran
interés, tanto entusiasta como crítico, que ha recibido el informe de la Comisión Mundial de Cultura y
Desarrollo, titulado Nuestra Diversidad Creativa. Publicada en 1996 y traducida a más de catorce idiomas
incluyendo el árabe y el japonés, esta guía de principios generales sobre la interacción entre cultura y
desarrollo se ha convertido en manual de referencia en muchas escuelas y universidades, y ha servido de
tema de discusión en presentaciones y seminarios en más de setenta países.
Se puede afirmar que a partir de Nuestra Diversidad Creativa el debate internacional acerca de la cultura
y el desarrollo se ha acelerado. Así, por ejemplo, poco después de su publicación se difunde el informe del
Consejo de Europa, Sueños e Identidades, que trata problemas de integración de la cultura a las agendas
nacionales. Su propuesta principal, tal como lo expresa su título en inglés –In from the Margin–, expone la
necesidad de traer a la cultura de los márgenes de las políticas al centro de la toma de decisiones (Consejo
de Europa, 2000).
Auspiciada por la UNESCO, la Conferencia Intergubernamental sobre Políticas Culturales para el
Desarrollo hace avanzar el debate, y lleva a la agenda internacional discutida por representantes de 149
gobiernos y 135 ONGs muchas de las conclusiones a las que habían llegado estudiosos en este campo.
Por ejemplo, Néstor García Canclini hizo notar que las políticas culturales hoy en día tienen que tomar
en cuenta los procesos culturales que ocurren fuera de las fronteras nacionales, ya que una parte cada vez
mayor del consumo cultural viene del mercado internacional, circula en redes transnacionales de
comunicación, y está creando lo que este autor ha llamado “audiencias de mensajes desterritorializados”.
Por otro lado, las delegaciones oficiales de la Conferencia volvieron a poner sobre la mesa de discusión
y decisión (véase el Plan de Acción aprobado) algunas de las preocupaciones que ya habían sido
expresadas durante las consultas de la Comisión Mundial. Esto es, que la producción en las artes,
artesanías e industrias culturales se encuentra indisolublemente vinculada a las formas de vida, identidad y
solidaridad de cada sociedad. Cabe recordar, como señala Ulf Hannerz, que esta producción cultural se
desarrolla hoy en día en un “espacio ecuménico global de interacción e intercambio cultural permanente”
(Hannerz, 1996: 107).
En este espacio ecuménico, a nuestro juicio, importa sobre todo la forma en que es percibida
políticamente la interacción cultural.

La cultura y el fin de las ideologías


Al terminar la Guerra Fría se vinieron abajo las nítidas fronteras en el discurso ideológico que ofrecían
una visión de futuro y valores claramente diferenciados para grupos tanto políticos como sociales. Para
llenar gran parte de los vacíos ideológicos creados en este desplazamiento discursivo, la gente se volvió
hacia su “cultura tradicional”, la reconstruyó o la inventó, como bien hizo ver Eric Hobsbawm. Al mismo
tiempo, argumenta este autor, las nuevas condiciones hacen que la gente ya no acepte tan
automáticamente la idea de ser gobernados como antes y, extendiendo esta interpretación a la cultura, que
no acepte la autoridad de los cánones culturales (Hobsbawm, 1999: 38).
Como consecuencia, algunos movimientos culturales que habían sido reprimidos, así como nuevas
identidades culturales surgidas de los escombros de la historia, se encuentran ahora avasallando las
fronteras y plataformas políticas tradicionales. En muchos casos, sus reivindicaciones se expresan en
términos culturales a pesar de que sus demandas se refieren más a cuestiones de toma de decisiones,
poder y territorio. Con ello, los distintos grupos intentan adecuar su sentido de pertenencia, de situación y
de propósito común al contexto sociopolítico del mundo actual.
Es por ello que en los nuevos espacios de diálogo, intercambio, invasión o confrontación creados por las
telecomunicaciones y multimedia se ha generado una intensa discusión entre los distintos grupos que
buscan ocuparlos. Además, el espacio virtual de Internet, que empezó siendo prácticamente monocultural,
todo en idioma inglés, ahora incluye en un 67% otros idiomas y expresiones de múltiples culturas. Sobra
decir que las prácticas en este nuevo medio electrónico de expresión y creación han rebasado los útiles
conceptuales y marcos de referencia anteriores.
Finalmente, cabe hacer notar que las políticas neoliberales que dan preponderancia al mercado como
fuerza conductora del desarrollo han acelerado la mercantilización de bienes y servicios culturales, que
hasta ahora se consideraba respondían únicamente a una racionalidad no económica. Por ejemplo, hoy se
reclama la protección de la propiedad intelectual de diseños del arte Inuit y de los aborígenes australianos,
como se haría con cualquier producto industrial.
También se empiezan a regular y retribuir como servicio terapéutico de medicina natural las prácticas
chamánicas que tradicionalmente estaban excluidas de la esfera de las transacciones comerciales.

La polarización de posiciones ideológicas sobre la cultura


Resulta notable la extraña coincidencia de posiciones respecto a cultura y globalización entre los
extremos del espectro político, esto es, entre la extrema izquierda y la extrema derecha. Tres ejemplos
ilustran esta afirmación.
Por un lado, Sendero Luminoso, un movimiento de guerrilla de izquierda radical en los ochenta y
noventa, clamaba por “la reinstauración de la cultura auténtica de Perú” refiriéndose con ello a la cultura
prehispánica incaica. Su finalidad era, en sus propios términos, la “reindigenización del Perú”. Al otro lado
del mundo, pero en el mismo espectro político, Slobodan Milosevic, desde una posición socialista a
ultranza, incitó a lo que ha sido una de las experiencias más brutales y sangrientas de “limpieza étnica” del
último siglo. Radovan Karadziç, general de los ejércitos serbios que perpetraron las matanzas, afirmó
alguna vez que “las fronteras étnicas están dibujadas con sangre”. En tercer lugar, y al otro lado del
espectro político, Bruno Megret, el principal ideólogo del partido de extrema derecha en Francia, el Frente
Nacional, declaró en febrero de 1998 que “la política ya no debe considerarse dividida entre la derecha y la
izquierda sino entre la identidad y la globalización”. El Frente Nacional pugna por cerrar las fronteras
nacionales contra los inmigrantes e instaurar la cultura “auténtica” de Francia como el único referente
cultural.
Las tres posiciones políticas mencionadas están basadas en una perspectiva esencialista de la etnicidad
y de la cultura, que encuentra su imagen simétrica en las posiciones fundamentalistas de las principales
religiones. Sobra decir que la radicalización política, frecuentemente expresada en términos culturales, está
cambiando las alineaciones políticas, con efectos decisivos en los resultados electorales en muchos países.
Sirva como ilustración elocuente de este fenómeno la elección de Primer Ministro en Israel en mayo de
1999, en la que un comentarista indicó que los votantes de los principales partidos políticos se habían
aliado sobre todo para defender la naturaleza laica del estado de Israel más que para apoyar plataformas
políticas específicas. La misma defensa del laicismo del estado y de la educación, según muchos críticos,
se tiene que hacer en México frente al gobierno de derecha del presidente Vicente Fox, aunque él mismo
apoya las reivindicaciones culturales de los zapatistas aún en contra de su partido.

Globalización, posicionamiento y la “política de la diferencia”


El surgimiento o revitalización de movimientos culturales y étnicos, y su paralelismo con los movimientos
doctrinarios, fundamentalistas, religiosos y comunitaristas, pueden verse como una reacción a la
globalización. Manuel Castells hace una revisión de varios de estos movimientos en su excelente estudio
sobre El Poder de la Identidad. No obstante, quizás lo más importante en este terreno es analizar cuál será
la futura evolución de estos movimientos. Algunos autores (entre ellos Alain Touraine) argumentan que al
construirse una identidad los individuos se constituyen en “sujetos” que transformarán sus sociedades al
impulsar nuevos significados colectivos y holísticos. Estos nuevos significados llevarán a la construcción de
nuevas formas de gobernabilidad compartida. Ernesto Laclau, por su parte, interpreta este proceso en
términos del surgimiento de una “universalización relativa de valores”. Sostiene que esta universalización y
su carácter abierto ciertamente condenarán a toda identidad a una hibridización inevitable, pero la
hibridización no quiere decir necesariamente una declinación por la pérdida de la identidad: también puede
llevar a empoderar a las identidades existentes al abrirse nuevas posibilidades. Sólo una identidad
conservadora, encerrada en sí misma, puede experimentar la hibridación como una pérdida” (citado en
Castells, 1997: 12).
Para otros autores, en cambio, la política identitaria tendrá primacía en una sociedad de redes. Manuel
Castells piensa que “los sujetos, si es que se construyen, ya no estarán integrados en base a sociedades
civiles que se están desintegrando sino como una prolongación de resistencias comunitarias” (Castells,
1997: 11).
Lo que augura esta visión del futuro son intensas disputas y, en el mejor de los casos, negociaciones
entre los actores que se movilizarán, desde el pueblo o tribu más pequeños hasta los grandes grupos
regionales, en torno a quién va a definir los cánones culturales, la preservación del patrimonio cultural y las
políticas culturales.
Una “tercera vía” es aquella postulada por Anthony Giddens, que fue llevada al terreno político por Tony
Blair en el Reino Unido y por Romano Prodi en la Unión Europea. El concepto clave de Giddens es que
“entre más se diluye la tradición y entre más se reconstruye la vida cotidiana en base a la interacción
dialéctica entre lo local y lo global, más se ven forzados los individuos a negociar el estilo de vida que eligen
frente a una diversidad de opciones […] El plan de vida organizado de manera reflexiva […] se convierte
entonces en el elemento central de la estructura de la auto-identidad” (Giddens, 1997). Este autor destaca
el hecho de que la “reflexividad consiste en utilizar la información para aprender a vivir en el mundo […]. Ya
no vivimos nuestras vidas como fatalidad”, y hace notar que el género, es decir, las relaciones entre
mujeres y varones, es el ejemplo principal de cómo la tradición no puede ya justificarse de manera
tradicional. El futuro, acaba diciendo, se vislumbra como un mundo en el que tiene lugar un diálogo
cosmopolita basado en una globalización descentralizada.
Resulta muy significativo el hecho de que en los tres escenarios posibles que nos presentan estos
autores el papel de la cultura refleje los conceptos de autonomía, reflexividad y descentración 1. De hecho,
puede decirse que las prácticas discursivas sobre las culturas se han reactivado precisamente porque
permiten la autorreflexividad basada en la diversidad. Esta diversidad es clave porque permite a los actores
situarse en un contexto global enarbolando emblemas y símbolos. Los emblemas son locales, ya sea
culturales o territoriales, pero pueden convertirse en regionales, nacionales o incluso globales.
En algunos países, este debate se ha ubicado en el marco de la “política de la diferencia”. Se enfatiza
con ello que existen fronteras irreconciliables entre los distintos grupos culturales en disputa: tal y como
afirmaba Karadziç, están “marcadas con sangre”. Resulta contradictorio, o lógico, que sea precisamente en
esta época que se hagan este tipo de afirmaciones, cuando las transmisiones televisivas y radiofónicas, los
audiovisuales, las redes virtuales, las comunicaciones por cable y por satélite, las migraciones y el turismo
atraviesan las fronteras culturales esencialistas, supuestamente sólidas, inamovibles y “marcadas con
sangre”.

¿Lleva la globalización a una homogeneización cultural?


Esta es la pregunta que escuchamos una y otra vez en los debates sobre el Informe Mundial de la
Cultura, en las intervenciones de los miembros del Consejo Ejecutivo de la UNESCO, y en otros muchos
foros. También surge a diario en los periódicos y tribunas de la región latinoamericana y caribeña, y
subyace a las posiciones que cuestionan la penetración de los productos audiovisuales provenientes de
Estados Unidos y Europa.
Muchos autores han abordado esta cuestión. Entre ellos, a inicios de los noventa Alain Touraine
consideró que la globalización podía percibirse como un proceso ideológico para imponer una “cultura
global” al resto del mundo. Dicha “cultura global” provendría del modo de vida de Estados Unidos, incluidos
los Mc Donald’s, los jeans y la Coca Cola, para citar los tres rasgos más mencionados como prueba
palpable de que la gente en todo el mundo se está volviendo muy parecida.
Al contrario de lo que afirman estas opiniones construidas en torno a lo que se puede llamar la amenaza
del “pensamiento único”, no se ha confirmado en los estudios y encuestas esta homogeneización
supuestamente imparable. De hecho, existe gran divergencia en cuanto a los efectos de la globalización
sobre la cultura, ya que otros autores afirman que los procesos globales están produciendo nuevas
diferencias que se expresan en formas cualitativamente distintas a las de décadas anteriores. A esto se
refiere Néstor García Canclini cuando habla de globalización imaginada (García Canclini, 1999), o Paul
Streeten cuando afirma que en el terreno económico la percepción de que ha ocurrido una globalización e
integración es considerablemente mayor a lo que ha sucedido en realidad. Lo mismo puede decirse de los
procesos culturales.
Featherstone le echó lumbre al debate al afirmar que “la variedad de respuestas al proceso de
globalización sugiere claramente que hay pocas posibilidades de que [surja] una cultura global unificada, en
vez de varias culturas globales en plural” (Featherstone, 1990: 10).
Pocos autores que escriben sobre la homogeneización cultural han pensado proponer un enunciado
simplista en el sentido de que el contacto entre la gente y las mercancías culturales produce en sí un efecto
imitativo (Jamieson, 1995). Puede argumentarse, sin embargo, que no son las prácticas imitativas sino la
interacción la que propicia que diversas gentes se encuentren integradas a un proceso global productivo
que lleva a la homogeneización cultural. Es decir, en la medida en que los habitantes del mundo se vean
integrados a un mercado del trabajo global y dependan de fuerzas que sólo los consideran una mano de
obra barata, mayor será su necesidad de organizarse para oponerse a esta subordinación.
Un hecho importante es que algunos, como Miller, Barber y Waterman, encuentran una mayor
diferenciación en los patrones de consumo locales. En cambio, Appadurai y Hannerz se centran en la
circulación de los bienes de contenido cultural, ideas, imágenes mediáticas y tecnologías, que sigue otros
criterios. Appadurai insiste en que “la nueva economía cultural global tiene que entenderse como un orden
complejo que no puede ya ser comprendido en términos de los modelos existentes de centro-periferia”
(Appadurai, 1996: 296). Este nuevo orden produce divergencias cada vez más significativas en la lógica de
los “flujos” culturales en ciertos “paisajes” globales. Cita en particular los “paisajes étnicos” (ethnoscapes),
los medios de comunicación (mediascapes), tecnología (technoscapes), finanzas (financescapes) y otros
aspectos de la cultura (ideoscapes).
Hannerz responde a ello que las aparentes divergencias que están apareciendo en relación con los
“flujos” culturales en diversos “paisajes” no son más que mistificaciones de realidades más profundas
(Hannerz, 1996). Siguiendo su línea de argumentación, las diferencias que están surgiendo corresponden
más a una lógica común de “opresión conjugada” que vela las importantes relaciones de conectividad
subyacente, en particular con los medios de producción.
La naturaleza inconclusa de este debate, a nuestro juicio, se debe en gran parte a la escasez de datos
empíricos que pudieran confirmar alguna de estas posiciones. Pocos países producen estadísticas
culturales, y un numero aún menor de estudios de ciencias sociales relacionan los procesos culturales con
los problemas de desarrollo. El Informe Mundial de Cultura de la UNESCO, de hecho, promueve que los
distintos países logren desarrollar estadísticas en lo que podría llamarse una “cuenta nacional dorada”. Es
decir, agregar estadísticamente todas aquellas actividades relacionadas con la cultura del PIB.
¿Cómo lograr un modelo que permita integrar estas versiones divergentes de los efectos de la
globalización sobre la cultura? A nuestro juicio, dos autores apuntan en esta dirección. Por una parte, Barrie
Ashford concluye que “es muy improbable que estos flujos y signos, ya sea a través de las comunicaciones
masivas o del turismo, lleguen a producir ‘una’ cultura global, en vista de la diversidad de su recepción y
uso por audiencias locales. Sin embargo, al permitir formas de interacción social no ligadas a lugares físicos
o limitados en el tiempo, sería apropiado verlas como los contextos o marcos de referencia en los que se
construirán nuevas identidades y nuevas formas de comprender el mundo” (Ashford, 1995: 24).
Ofrece una posición más activa y esperanzada Néstor García Canclini cuando afirma que “la novedad en
los últimos años globalizados es que este espacio público debe ser construido a escala transnacional […].
Intensificar los intercambios de arte, literatura, cine y televisión de calidad, que presenten las trayectorias de
cada sociedad, puede contribuir a liberarnos de los estereotipos, de uno y otro lado, y a pensar juntos en lo
que es posible hacer en nuestras sociedades, y entre ellas, para que sean menos desiguales, menos
jerárquicas y más democráticas” (García Canclini, 1999).
La intensificación de estos intercambios culturales dependerá en gran medida de la estructura de
comercio que se derive de la globalización. De ahí la importancia de analizar la estructura del sector cultural
en el comercio internacional, como se hace a continuación.

Los productos culturales en el comercio internacional


Efectivamente, uno de los debates internacionales más importantes hoy día se refiere a los productos
culturales “de contenido”, es decir, aquellos bienes de consumo cuyo valor añadido se basa en los valores
intangibles que transmiten y añaden sus contenidos. Hay buenas razones para ello.
El comercio mundial en bienes culturales ha experimentado un desarrollo exponencial en estas dos
últimas décadas. Entre 1980 y 1998 los intercambios comerciales de libros, revistas, música, artes visuales,
cine y fotografía, equipos de radio y televisión, juegos y artículos de deportes, se han multiplicado
prácticamente por 4, pasando de 95.345 millones de dólares a 387.927 millones (UNESCO, 2000). Estas
cifras no son sino un modesto reflejo de la envergadura que los productos culturales han adquirido en los
mercados internacionales, como indican las ventas internacionales de productos culturales protegidos por la
propiedad intelectual (películas, música, programas de televisión, libros y software) en Estados Unidos, que
ascendieron en 1996 a 60.180 millones de dólares, es decir, el primer rubro de exportación por delante de
los sectores tradicionales de agricultura, automotriz, aeroespacial y defensa 2. En esta misma dirección se
sitúan los 12.500 millones de dólares que alcanzaron en 1997 las exportaciones de las industrias creativas
en el Reino Unido.
Además de producir recursos a través de la balanza de pagos, las industrias culturales también generan
empleo y son una importante fuente de ingresos para las economías nacionales. Así lo ponen de manifiesto
las cifras crecientes de contribución del sector cultural al PIB y al empleo, que van desde el 4% en países
OCDE hasta el 1-3% en países en desarrollo (1% en Brasil, 3% en África del Sur). En lo que se refiere a
cifras de empleo, estas rondan el 5% del sector activo en Canadá en 1994-1995, el 2,8% en EE.UU. en
1996, el 17% en África del Sur en 1997.
Sin embargo, es importante no pasar por alto que desde 1980 el grueso de los flujos de mercancías
culturales ha tenido lugar entre un reducido número de países. Así, por ejemplo, en 1990, cuatro países
(Japón, Estados Unidos, Alemania y el Reino Unido) concentran el 55,4% del total de las exportaciones,
mientras que Estados Unidos, Alemania, Reino Unido y Francia concentran el 47% de las importaciones.
Estos altos niveles de concentración no parecen modificarse radicalmente a lo largo de los noventa, aunque
sí surgen nuevos actores, como ha sido el caso de México, líder mundial en la exportación de receptores de
televisión, que ha substituido a Alemania o China, consolidándose en 1998 como tercer gran país
exportador.
No obstante, estos datos estadísticos cobran relieve cuando sirven de glosa a la serie de artículos que
publicó el International Herald Tribune en otoño de 1998. Bajo el sugestivo título “El mundo da la bienvenida
a la invasión cultural de los Estados Unidos”, el primero de ellos (26 de octubre) empieza con la frase: “La
principal exportación de los Estados Unidos ya no es el fruto de sus campos ni la producción de sus
fábricas, sino los productos de su cultura popular –películas y música, programas de televisión, libros y
software”. Agrega dicho artículo: “Desde 1991, cuando el derrumbe de la Unión Soviética abrió nuevos
mercados en todo el mundo para los Estados Unidos, el total de propiedad intelectual exportada por
Estados Unidos ha aumentado casi 94%, en términos de dólares”.
En definitiva, pese a que carecemos de cifras globales fiables del comercio cultural mundial, es muy
probable que el volumen comerciado de productos (es decir, bienes y servicios) culturales haya aumentado
dramáticamente en los noventa, sobre todo teniendo en cuenta que los datos manejados no incluyen una
buena parte de los bienes de contenido cultural ni tampoco el comercio en servicios, precisamente los dos
rubros que cobran mayor auge a partir de 1990 con la expansión del audiovisual, multimedia y software. En
esta dirección apuntan los 38.671 millones de dólares de ventas de productos musicales en 1998 (LPs y
CDs) frente a los 27.000 millones de 1990 3 o el hecho de que el volumen de negocio de los principales siete
conglomerados de medios (News Corporation, Seagram, Sony, Bertelsman, Viacom, Time Warner, Disney)
alcance, en 1997, 118.800 millones de dólares (exactamente la misma cantidad que produjeron en 1993 las
primeras cincuenta compañías audiovisuales). En líneas generales, y dentro del sector audiovisual o de
entretenimiento, las economías de escala, junto con las estrategias de integración vertical, parecen estar
dando grandes réditos a los grupos con sede en Estados Unidos. Sin ser el mayor productor de películas –
India produce siete veces más–, la industria del cine norteamericana llega a todos los mercados, y, frente al
30% de los años ochenta, Hollywood obtiene hoy más de la mitad de sus ingresos en los mercados
internacionales. El 85% de las películas proyectadas en todo el mundo son de manufactura hollywoodense:
no es así de extrañar que Titanic batiera todos los récords de taquilla en la República Popular de China,
que cuenta con el mayor número de salas de cine de todo el mundo (140.000 frente a las 25.000 en
Estados Unidos), o que el déficit comercial entre Estados Unidos y la Unión Europea en el sector
audiovisual se haya duplicado entre 1993 y 1998, aumentando de 3.500 a 6.000 millones de dólares.
Dentro de esta tendencia se inscribe que el continente africano sea proporcionalmente el mayor importador
de películas norteamericanas, o que estas constituyan el 95% de los mercados de importación en Chile y
Costa Rica.
Pero los productos audiovisuales no son sino una parte del conjunto. También surgen nuevos nichos de
mercado para satisfacer necesidades locales que los productos y servicios diseñados globalmente no
pueden atender. Igualmente surgen nuevas y originales industrias de bienes y servicios cuyo valor añadido
no es el uso de nuevas tecnologías sino la creatividad, la destreza o el uso de materiales tradicionales. Por
otro lado, este rápido crecimiento del comercio internacional de mercancías y servicios culturales responde
sin duda a un radical aumento de la demanda, que se caracteriza por un cambio en los patrones de
consumo tanto en países industrializados como en vías de desarrollo –el aumento de la capacidad de
compra, del tiempo libre y del abaratamiento de ciertos productos–, signos todos ellos de lo que se ha dado
en llamar el nacimiento de la sociedad de la información.
En resumidas cuentas, las industrias culturales –creativas, de contenido o de entretenimiento– han
pasado a dominar las formas tradicionales de generación y difusión de la cultura, y adquirido con ello un
enorme valor estratégico. Porque si bien es cierto que los bienes y servicios culturales constituyen un factor
esencial de producción en la nueva economía, también –como recuerdan frecuentemente los delegados de
los países miembros de la UNESCO– transmiten y construyen valores. En estos momentos la cultura se
perfila como un prometedor mercado emergente, y no es de extrañar por ello que las negociaciones
comerciales en este terreno resulten extremadamente controvertidas y difíciles. Como señalan diversos
autores, ningún otro sector ha generado tanto debate sobre la legitimidad y los límites políticos, económicos
e institucionales de los procesos de integración económica, sean estos regionales o mundiales (Galperin,
1998). Efectivamente, en cuanto se pone la cultura sobre la mesa de negociaciones, se abren complejas
discusiones sobre la relación entre lo económico y lo extra-económico, entendido como el valor atribuido a
lo que no tiene precio asignado (la identidad, lo bello, o el sentido de la vida).
El debate sobre la “excepción cultural” y el libre mercado
En los últimos años, el binomio cultura/comercio ha generado una marcada polarización de las
posiciones gubernamentales y de sus grupos de presión, que en nuestra opinión refleja no sólo un debate
de orden ideológico sino también un posicionamiento en el mercado emergente de las industrias creativas.
Heraldo de los principios del libre mercado y con fuertes intereses económicos en la exportación de
bienes y servicios culturales, la estrategia de Estados Unidos consiste en sostener que los productos
culturales son similares a cualquier otro producto (por ejemplo, máquinas de fotocopias o automóviles), y
considerar por tanto que están sujetos exactamente al mismo tratamiento y las mismas disciplinas que el
comercio internacional. La cultura se entiende como una industria cualquiera, sujeta a las leyes del
mercado y beneficiándose de todas las ventajas del libre comercio. Tal como el vocero de la Cámara
Californiana de Comercio, M. Marando, decía en 1998: “No lo vemos como un imperialismo cultural. Lo
vemos como una cuestión de mercado”. Cercanos a esta posición se sitúan a finales de los noventa países
como Japón, el Reino Unido o Alemania que, como se ha indicado anteriormente, son precisamente los
mayores exportadores e importadores de bienes culturales.
En el otro extremo del abanico se ubica la doctrina francesa de la “excepción cultural”, basada en el
principio de que los bienes culturales tienen un valor intrínseco que es esencial mantener y proteger, no
sólo para beneficiar la producción y diversidad artística, sino también para defender la identidad nacional y
la soberanía cultural. Como dijo la ministra de Cultura francesa, Catherine Trautmann, en febrero de 1998 4:
“El pluralismo y la apertura están en el corazón del principio de la excepción cultural […] necesaria para
mantener nuestra soberanía en el campo de la cultura, tanto nacionalmente como a nivel europeo […]. La
cultura incide en lo más esencial para un individuo: el acceso al conocimiento, a una visión plural del mundo
[…]. Está vinculada a la identidad y ciudadanía; es lo que hace que un grupo de personas decidan vivir
juntas en el mismo territorio con reglas comunes. Estoy en contra de que la cultura se disuelva en un
sistema económico internacional que lleve a la uniformización”.
Algunos autores interpretan la excepción francesa como una singular forma de entender la historia del
país y la riqueza de su cultura literaria, filosófica, artística y científica. Otros la ven como un intento por
proteger su cultura y mercado nacional en contra de lo que consideran un “dumping cultural” por parte de
quienes dominan los mercados de exportación mundial de productos culturales. Sin embargo, esta posición
no puede ser explicada en función de intereses puramente nacionales. De hecho, la excepción cultural fue
invocada por primera vez por Estados Unidos a principios de los años cincuenta, durante las negociaciones
del primer acuerdo de comercio multilateral de bienes culturales en la UNESCO, es decir, el Acuerdo de
Florencia sobre la importación de material educativo, científico y cultural. La cláusula-reserva propuesta por
Estados Unidos fue publicada como un anexo de dicho Acuerdo, y estipulaba la posibilidad de cerrarse a
las exportaciones en el caso de que la producción nacional se viera amenazada.
La doctrina francesa sobre la “excepción cultural” se traduce en la práctica en un fuerte marco de
reglamentación para proteger, subsidiar y fomentar las industrias creativas, y exige un tratamiento
diferenciado de los bienes y servicios culturales.
Cerca de la posición francesa se sitúa Canadá, poniendo quizás menos énfasis en los subsidios
públicos pero apoyando medidas “para ayudar a las empresas nacionales a seguir siendo una opción en
sus mercados culturales”. Canadá también reclama un tratamiento especial para los productos y servicios
culturales en los foros de comercio internacional, con el objetivo de garantizar el respeto a tres grandes
principios: la igualdad de acceso, la diversidad de contenido, y los derechos del creador dentro de la
sociedad global de información. Otros gobiernos europeos se encuentran divididos. Italia, Bélgica, Grecia,
así como Nueva Zelanda y Australia, más bien se adhieren a las posiciones francesas, mientras que
algunos países escandinavos, como Dinamarca, se encuentran más cercanos a un enfoque no
proteccionista. A medida que las negociaciones comerciales han ido avanzando, esta atomización ha
evolucionado hacia la consolidación de posiciones que podemos llamar “regionales”, de modo que por
ejemplo la Unión Europea ha desarrollado una única posición de cara a las futuras negociaciones de
servicios en el terreno cultural.
La alineación de países en torno a los polos libre mercado/excepción cultural podría fácilmente
explicarse en términos puramente económicos, es decir, interpretando las posiciones políticas como
‘posicionamiento de mercado’ y respuesta ante los desequilibrios de la balanza comercial entre Estados
Unidos y Canadá, o Estados Unidos y los países europeos. Sin embargo, esta explicación economicista
perdería de vista toda la complejidad del debate ideológico y de visiones del mundo que acompaña a esta
polémica. En efecto, al tratar de definir las líneas divisorias del debate ideológico vemos que,
paradójicamente, estas no corren paralelas a las líneas tradicionales de segmentación política. Así, por
ejemplo, el gobierno conservador español ha visto con buenos ojos la posición francocanadiense en el
Acuerdo Multilateral de Inversiones, AMI, como también el partido ultraderechista francés, Frente Nacional,
que invitó a lanzar una gran cruzada en contra de la globalización. Por otro lado, el gobierno laborista del
Reino Unido se ha acercado más a la posición norteamericana que a la posición del gobierno socialista
francés. En definitiva, pareciera que el debate ideológico sobre la “excepción cultural” no obedece a
fronteras políticas, sino a distintas maneras de entender la propiedad intelectual, el papel del estado y el
modo en que los ciudadanos se relacionan con sus gobiernos.
Como hemos visto más arriba, se ha generalizado la opinión de que la globalización –al amplificar el
alcance y poder del mercado– hace que, para los gobiernos, sea más difícil gobernar. La liberalización de
las economías en los años ochenta ha dejado a los poderes públicos con márgenes más restringidas de
toma de decisiones económicas que las anticipadas inicialmente. Las nuevas tecnologías acentúan todavía
más esa sensación de pérdida de control: lo que antes podía prohibirse o restringirse –créditos exteriores,
importación de software de computadora, pornografía o ideas políticas– resulta ahora más difícil de
controlar.
Pareciera así que esta alianza entre cambio tecnológico y liberalización de los mercados ha tomado por
sorpresa a una buena parte de los gobiernos. Hasta cierto punto esto es lo que ahora está sucediendo con
la cuestión de la cultura y el comercio, en el sentido de que se están escribiendo las nuevas reglas del
juego y no todos pueden participar en su redacción. La panoplia de intereses cruzados es amplia y diversa.
Hay gobiernos interesados en proteger y promover sus industrias culturales nacionales y/o regionales,
además de los derechos de propiedad intelectual de sus ciudadanos, y entran con ello en conflicto con
empresas multinacionales que defienden la libre circulación de los productos culturales. Pero esta oposición
de intereses va más allá de la confrontación entre países o entre gobiernos y el sector privado, e incluye
también a creadores, artistas, inversionistas, consumidores y ciudadanos. Nadie quiere quedarse fuera.
Esto quizá explique por qué las diferencias internas sobre el AMI no pudieron resolverse con
negociaciones a puertas cerradas en la OCDE y fueron transferidas a la opinión pública mundial 5, que
terminó operando como la caja de resonancia que finalmente permitió darle la puntilla a este controvertido
acuerdo de inversiones, el cual entre otras cosas no distinguía la nacionalidad del inversor o no permitía
tratos preferenciales a los inversores nacionales. Esta interpretación parece corroborarse ante las
declaraciones del entonces director general de la Organización Mundial de Comercio, Renato Ruggerio,
quien describía el AMI como el proceso de “redactar la constitución de una sola economía global”.
En resumen, a diferencia del conflicto sobre ‘la excepción cultural’ que tuvo lugar al final de las
negociaciones del GATT, el AMI ha desencadenado una nueva dinámica en torno a la cultura, como se ha
podido constatar posteriormente en Seattle, Washington, Praga y Québec.

La paradoja cultural global


Para concluir es importante señalar que efectivamente no podemos negar que la cultura esté ahora
firmemente inserta en la agenda internacional de la globalización. John Naisbitt ha definido “la paradoja
global” en la cual “el sistema más grande [está)] al servicio del jugador más pequeño”, es decir, el
consumidor individual. Sin embargo, hemos encontrado, en esta breve revisión de la temática de la cultura
y la globalización, que uno de los fenómenos más interesantes hoy en día son las señales de que el
consumidor individual no quiere quedarse al garete en un mar de millones de personas pegadas al
televisor, o conectadas a Internet. Como ya se señaló, son evidentes las tendencias hacia la auto-
organización en todas las esferas de la cultura, desde las identidades hasta la cibercultura, al tratar los
individuos de reconstruir varios tipos de comunidades, sean identitarias, regionales, de género, éticas, por
intereses temáticos y/o por aficiones. Por tanto, se podría decir que el jugador más pequeño está ocupado
en construir o adherirse a estructuras intermedias que reemplazan a las que han sido minadas por el
proceso de globalización al darle acceso, aparentemente, al mundo entero. Los hombres y las mujeres
buscan en estas nuevas estructuras intermedias un re-encuentro de lazos étnicos, lealtades históricas o
comunidades virtuales; un sentido de lugar, de propósito y de convivencia.
Esta es, a nuestro juicio, la verdadera “paradoja global” –el hecho de que la ausencia de límites a los
horizontes globales generados por las nuevas tecnologías audiovisuales y de telecomunicaciones esté
promoviendo nuevos linderos, sobre todo culturales, definidos por consumidores individuales que quieren
tener nuevas formas de comunidades. Para formarlas generan procesos de auto-organización, de
convivencia, en el sentido de construir estructuras sociales nuevas que permitan a las personas convivir y
cooperar en respuesta a los nuevos desafíos de la globalidad y sostenibilidad. Y la cultura parece ser la
mejor materia prima, maleable y entrañable a la vez, para construir estas nuevas formas de convivir.

Bibliografía
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Minnesota Press).
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Notas
* Vicepresidenta del Consejo Internacional de Ciencias Sociales e investigadora en la Universidad Nacional
Autónoma de México. Egresada de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México (Maestría) y de la
Escuela de Economía de Londres (Ph.D), fue Subdirectora General para la Cultura de la UNESCO, miembro de la C
omisión Mundial de Cultura y Desarrollo y Presidenta de la Unión Internacional de Ciencias Antropológicas y
Etnológicas.
** Especialista de programa en la División de Artes y Empresas Culturales de la UNESCO. Egresada de la
Universidad Complutense de Madrid (Licenciada en Antropología Americana) y de la Universidad Estatal de Nueva
York (M.A. en Antropología y Desarrollo), formó parte de la Secretaría Ejecutiva de la Comisión Mundial de Cultura y
Desarrollo, así como de la Conferen cia Intergubernamental de Políticas Culturales para el Desarrollo. En la
actualidad está encargada del diseño y aplicación de políticas sectoriales para el desarrollo de las industrias y
empresas culturales.
*** Este trabajo se basa en investigaciones realizadas en el curso de proyectos sobre políticas culturales en la
UNESCO, París. El presente artículo está incluido en la compilación de Daniel Mato Estudios latinoamericanos sobre
cultura y transformacione s sociales en tiempos de globalización 2 (Caracas: CLACSO) agosto de 2001.
1 Traducimos este término por el de “decentredness”. En contraste con el de descentralización, que implica una
transferencia de recursos y facultades de las instituciones de gobierno, el de descentración se refiere a modelos de
pensamiento basados en la diversidad, en los que la dinámica corre a través de varios centros.
2 Estos datos facilitados en el Informe de 1998 de la asociación norteamericana International Intellectual Property
Alliance indican igualmente que entre 1977 y 1996 las industrias basadas en la propiedad intelectual aumentaron en
Estados Unidos tres veces más rápido que la tasa anual de crecimiento económico.
3 The International Federation of the Phonographic Industry en <http://www.ifpi.org>.
4 Debate sobre “La excepción general para la cultura, el audiovisual y la exclusión de la propiedad literaria y artística
de los acuerdos del AMI: una cuestión de supervivencia” organizado por la Asociación de Autores y Compositores
Dramáticos.
5 El tono de la polémica lo dan las palabras de Jacques Lang, ex ministro francés de la Cultura: “La máquina infernal
para desestructurar el mundo avanza inexorablemente en los pasillos de las organizaciones internacionales. El AMI
(amigo en francés) es el enemigo: enemigo de la diversidad, enemigo de la creación, el enemigo de la justicia
social”. En Le Monde 1998 “AMI es el enemigo”, 10 de febrero.

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