Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Plexus
Aquel período divino sólo duró unos pocos meses. Pronto no iba a
haber sino infortunios, privaciones, frustraciones. Hasta que no llegara
a París, sólo tres breves escritos iban a publicarse: el primero en una
revista dedicada al progreso de los hombres de color, el segundo en
una revista patrocinada por un amigo y que sólo llegó a publicar un
número y el tercero en una revista resucitada por el bueno del viejo
Frank Harris.
En adelante, todo lo que ofreciera para publicar iba a llevar la
firma de mi esposa. (Sólo hubo una excepción extraña, de la que
hablaré más adelante.) Habíamos convenido en que yo no podía hacer
nada por mi cuenta. Tenía que limitarme a escribir y lo demás dejarlo
de cuenta de Mona. Su trabajo en el teatro ya se había acabado. Hacía
tiempo que no pagábamos el alquiler. Mis visitas a Maude se habían
vuelto cada vez menos regulares y sólo pagábamos la pensión de tanto
en tanto, cuando conseguíamos un buen pellizco. El vestuario de Mona
no tardó en desaparecer, y yo, como un bobo, hacía vanos esfuerzos
para pedir un vestido o un traje a mis antiguos amores. Cuando hacía
un frío intenso, se ponía mi abrigo.
Mona estaba dispuesta a trabajar en un cabaret, pero yo no
quería ni oír hablar de eso. Cada vez que llegaba el correo, buscaba
con desesperación una carta de aceptación acompañada de un
cheque. Debía de tener entre veinte y treinta manuscritos rodando;
venían y se iban como palomas mensajeras bien adiestradas. Estaba
empezando a ser un problema juntar el dinero para los sellos. Todo
estaba empezando a ser un problema.
En medio del primer revés, nos rescató por poco tiempo la
llegada de mi viejo amigo O’Mara que, tras dejar la Compañía
Telegráfica Cosmodemónica, se había ido en un largo crucero por el
Caribe con unos pescadores. Con la aventura había ganado algo de
dinero.
Apenas nos habíamos abrazado, cuando, en una de sus actitudes
características, O’Mara vació sus bolsillos y colocó el dinero en un
montón sobre la mesa. «La banca», así lo llamó. Iba a ser para nuestro
uso común. Unos cuantos centenares de dólares en total, suficientes
bien para pagar nuestras deudas, bien para vivir un mes o dos.
«¿Tenéis algo de beber por aquí? ¿No? Dejadme que vaya a
comprar algo.»
Volvió con unas botellas y una bolsa llena de comida. «¿Dónde
está la cocina aquí? Me parece que no la veo.»
«No hay cocina; no tenemos permiso para cocinar.»
«¿Cómo?», gritó. «¿Que no hay cocina? ¿Qué pagáis por este
sitio?»
Cuando se lo dijimos, afirmó que estábamos locos, locos de
remate. A Mona no le hizo la menor gracia eso.
«¿Cómo demonios os arregláis, entonces?», preguntó,
rascándose la cabeza.
«Para ser sinceros», dije, «no nos arreglamos.»
Ahora Mona estaba a punto de echarse a llorar.
«¿No trabajáis ninguno de los dos?», continuó.
«Val trabaja», se apresuró a responder Mona.
«Querrás decir que escribe, supongo», dijo O’Mara, dando a
entender que eso era un simple pasatiempo.
«Desde luego», dijo Mona con aspereza. «¿Qué querrías que
hiciera?»
«¿Yo? Yo no quiero que haga nada. Simplemente me preguntaba
cómo vivís... de dónde sacáis la pasta, vamos.»
Se quedó callado un momento, después dijo: «Por cierto, ese tipo
que me ha abierto la puerta, ¿era el casero? Parecía un buen tío.»
«Y lo es», dije. «Es de Virginia. Nunca nos fastidia con el alquiler.
Todo un caballero, hay que reconocerlo.»
«Tenéis que portaros bien con él», dijo O’Mara. «Oye, ¿por qué no
le dejamos algo a cuenta?»
«No», dijo Mona rápidamente, «no hagas eso, por favor. No le
importará esperar un poco más. Además, espero tener dinero pronto.»
«Ah, ¿sí?», dije yo, siempre receloso de esas declaraciones
precipitadas.
«Bueno, al diablo con eso», dijo O’Mara, sirviendo el jerez.
«Vamos a sentarnos y tomar un trago. He traído jamón y huevos, y
queso muy bueno. Lástima que tengamos que tirarlo.»
«¿Cómo que tenemos que tirarlo?», dijo Mona. «Tenemos un
infiernillo de dos fuegos en el baño.»
«¿Ahí es donde cocináis? ¡Huy, la Virgen!»
«No, simplemente lo guardamos ahí para que no esté a la vista.»
«Pero debe de llegarles el olor arriba, ¿no?» O’Mara se refería al
casero y a su esposa.
«Naturalmente que les llega», dije yo, «pero son discretos.
Fingen no oler nada.»
«¡Qué gente más maravillosa!», dijo O’Mara. Quería, decir con
eso que sólo los sureños podían dar muestras de semejante tacto.
Al cabo de un instante, ya estaba sugiriendo que buscáramos un
lugar más barato, con comodidades. «Este dinero se va a esfumar en
menos que canta un gallo, con el tren de vida que lleváis.
Naturalmente, voy a buscar algún trabajo, pero tú ya me conoces. En
fin, me gustaría descansar por un tiempo.»
Sonreí. «No te preocupes», dije, «todo va a salir chipén. Sólo con
tenerte por aquí todo será más fácil.»
«Pero, ¿dónde va a dormir?», preguntó Mona, a la que no le hacía
demasiada gracia esa idea.
«Podemos comprar un catre, ¿no?» Señalé el dinero sobre la
mesa.
«Pero, ¿y el casero?»
«No vamos a decírselo ahora mismo. Además, tenemos derecho
a tener un invitado, ¿no? No tiene por qué enterarse de que Ted es un
huésped.»
«Igual puedo dormir en el suelo», dijo O’Mara.
«¡Ni pensarlo! Después de comer iremos a comprar un catre de
segunda mano. Lo entraremos después de que se haga de noche,
¿eh?»
Comprendí que era hora de decir algo a Mona. Era evidente que
no la había gustado mucho O’Mara. Era demasiado brusco y franco.
«Oye, Mona», empecé a decir, «Ted te va a gustar, cuando lo
conozcas. Somos amigos desde que éramos unos chavales, ¿no es así,
Ted?»
«Pero, si no tengo nada contra él», dijo Mona. «Lo único que no
quiero es que nos diga lo que tenemos que hacer.»
«Tiene razón, Ted», dije, «eres un poco lanzado, y tú lo sabes.
Han pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos. Estamos
en otro mundo ahora. Ha sido maravilloso hasta hace poco. Todo
gracias a Mona. Mira, si no os lleváis bien, las cosas van a ir muy mal.»
«Me largaré en cualquier momento en que me lo indiquéis», dijo
O’Mara.
«Lo siento», dijo Mona, «si he dado una mala impresión. Si Val
dice que eres un amigo, tiene que haber algo en ti...»
«¿Qué es eso de Val?», dijo O’Mara, interrumpiéndola.
«Es que prefiere llamarme Val a Henry, nada más. Pronto te
acostumbrarás.»
«¡Qué diablos me voy a acostumbrar! Para mí tú eres Henry.»
«Ya veo que nos vamos a llevar cojonudamente», dije, riéndome
entre dientes. Me levanté para examinar la comida. «¿Qué os parece si
comiéramos pronto?», pregunté.
«Sólo son las once», dijo Mona.
«Ya lo sé, pero me está entrando hambre. Huevos con jamón, es
muy tentador. Además, últimamente no hemos comido demasiado.
Tenemos que resarcirnos.»
O’Mara no pudo contenerse. «Mientras yo ande por aquí, vais a
comer bien. ¡Si por lo menos tuviéramos una cocina normal! Podría
cocinar algunos platos cojonudos.»
«Mona sabe cocinar», dije. «Tomamos comidas maravillosas...
cuando comemos.»
«¿Quieres decir que no coméis todos los días?»
«Está exagerando», dijo Mona. «Si se pierde una comida, cree
que se muere de hambre.»
«Eso es verdad», dije, sirviéndome otra copa de jerez. «Pienso en
el futuro constantemente. Algo me dice que va a ser una carrera de
obstáculos larga y difícil.»
«¿No has vendido nada todavía?», preguntó O’Mara.
Dije que no con la cabeza.
«Eso es muy duro», dijo. «Oye (otra ocurrencia), luego me dejas
echar un vistazo a tus cosas, ¿eh? Tal vez pueda vendértelas por ahí...
si es que tienen algún valor.»
«¿Cómo que si tienen algún valor?», saltó Mona. «¿Qué quieres
decir?»
O’Mara se echó a reír a carcajadas. «Bueno, ya sé que es un
genio. Quizá sea eso lo malo. Mira, no se les puede servir puro. Hay
que rebajarlo un poco con agua. Yo me conozco a Henry.»
Cada vez que abría la boca, O’Mara metía más la pata. Yo tenía
el presentimiento de que las cosas no iban a ir nada bien. No obstante,
mientras durara el dinero, íbamos a tener un respiro. Después,
probablemente se buscaría un trabajo y se las arreglaría por su cuenta.
Desde que conocía a O’Mara, siempre había estado haciendo
esas escapadas y volviendo con un poco de parné, que siempre dividía
conmigo. Nunca había habido época en que me hubiera encontrado sin
apuros. Nuestra amistad databa de cuando teníamos dieciséis o
diecisiete años. Nos conocimos en la oscuridad en una estación de
ferrocarril de Nueva Jersey. Bill Woodruff y yo estábamos pasando unas
vacaciones en las orillas de un hermoso lago. Alee Walker, su patrono,
que había venido a visitarnos, se había traído a O’Mara para darnos
una sorpresa. El trayecto de la estación a la casa de campo en que nos
alojábamos era largo. (Ibamos en un carro de caballos.) Llegamos a la
granja hacia medianoche. Ninguno de nosotros tenía ganas de irse a
acostar inmediatamente. O’Mara quería ver el lago del que tanto
habíamos hablado. Cogimos un bote de remos y nos dirigimos hacia el
centro del lago, que estaba a unas tres millas de distancia. Estaba
oscuro como boca de lobo. Impulsivamente, O’Mara se quitó la ropa.
Dijo que quería nadar un poco. En un abrir y cerrar de ojos se había
tirado al agua. Pareció pasar una eternidad antes de que subiera a la
superficie; no podíamos verlo, sólo podíamos oír su voz. Estaba
jadeando y resoplando como una morsa. «¿Qué ha pasado?», le
preguntamos. «Me había quedado atascado entre los juncos», dijo. Se
puso a hacer el muerto por un rato para recobrar el aliento. Después
empezó a nadar, con brazadas fuertes y vigorosas. Seguimos su estela,
llamándolo de vez en cuando, pidiéndole que volviera al bote antes de
quedarse frío y agotado.
Así fue como nos conocimos. Su proeza me causó gran
impresión. Se ganó mi admiración por su hombría y arrojo. Durante la
semana que pasamos juntos en la granja llegamos a conocemos a
fondo. Entonces Woodruff me pareció más que nunca un gallina. No
sólo estaba lleno de escrúpulos y recelos, sino que, además, era muy
interesado con el dinero. En cambio, O’Mara siempre daba sin
preocuparse. Era un aventurero nato. A los diez años se había esca-
pado del orfelinato. En algún lugar del Sur, cuando trabajaba en un
parque de atracciones, se había encontrado con Alee Walker, quien
inmediatamente se encariñó con él y se lo trajo al Norte para que
trabajara con él. Más adelante también Woodruff entró a trabajar en la
oficina. Pronto íbamos a ver mucho a Alee Walker y a oír hablar de él.
Iba a llegar a ser el patrocinador de nuestro club, nuestro santo patrón
virtualmente. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos... Lo
que quería decir era que siempre me resultó imposible negar nada a
O’Mara. Daba y esperaba todo. Entre amigos ésa era la forma natural y
espontánea de comportarse, en su opinión. Por lo que se refiere a
moral, no tenía el menor sentido ético. Si estaba salido, te preguntaba
si podía acostarse con tu mujer: es decir, hasta que encontrara una
gachí «que tragase». Si no tenía dinero para ayudarte en un caso de
apuro, cometía un pequeño hurto o falsificaba un cheque. No tenía
escrúpulos ni remordimientos de ninguna clase. Le gustaba comer bien
y dormir mucho. Detestaba el trabajo, pero cuando emprendía algo se
entregaba con entusiasmo. Siempre quería hacer dinero rápidamente.
«Dar un golpe y largarse», así era como lo expresaba. Era muy
aficionado a todos los deportes y le encantaba cazar y pescar. A la
hora de jugar a las cartas era un tramposo: usaba un juego desleal,
que estaba en absoluto contraste con su carácter. Su excusa era que
nunca jugaba por divertirse. Jugaba para ganar, para hacer su agosto.
Tampoco vacilaba en hacer trampas, sí pensaba que podía ganar. Se
había hecho una idea romántica de sí mismo: se consideraba un hábil
tahúr.
Lo mejor era su conversación. Al menos, para mí. A la mayoría de
mis amigos les parecía pesado. Pero yo podía estar oyéndolo sin
desear abrir la boca en ningún momento. Lo único que hacía era
acosarlo a preguntas. Supongo que la razón por la que su charla era
tan estimulante para mí era la de que hablaba de mundos en los que
yo nunca había entrado. Había estado en gran parte del globo, había
vivido algunos años en Oriente, sobre todo en China, Japón y Filipinas.
Me gustaba la descripción que daba de las mujeres orientales. Siempre
hablaba de ellas con ternura y reverencia. También me gustaba el
modo como hablaba de los peces, de los peces grandes, los monstruos
de las profundidades. O de las serpientes, que sabía manejar como a
animales domésticos. Los árboles y las flores también figuraban con
profusión en sus charlas: conocía todas las variedades, me parecía a
mí, y podía hablar y no acabar de sus particularidades. Además, había
sido soldado, incluso antes de que estallara la guerra. Sargento
primero, nada menos. Te hablaba de las cualidades de un sargento
primero de tal modo, que te hacía creer que ese tiranuelo era mucho
más importante que un coronel o un general. De los oficiales siempre
hablaba con desprecio y burla, o con odio feroz. «Querían
ascenderme», dijo en cierta ocasión, «pero yo no quería ni oír hablar
de eso. Como sargento primero era capitán general, y lo sabía.
Cualquier pelanas puede llegar a teniente. En cambio, para ser
sargento primero hay que valer.»
Cuando se ponía a hablar, rajaba que daba gusto. Nunca tenía
prisa por acabar. Hablaba tan bien cuando estaba sobrio como cuando
estaba borracho. Desde luego, en mí tenía a un oyente maravilloso. Un
oyente ideal. En aquella época bastaba con que alguien mencionara
China, Java o Borneo, para tenerme todo oídos. La menor alusión a
algo extranjero o remoto me convertía en víctima propicia.
Lo sorprendente de un tipo como O’Mara era que también leía
mucho. Casi la primera cosa que hacía, al venir a verme, era examinar
los libros que había a mano. Uno por uno, saboreándolos despacio y
con delectación. También los libros entraban en nuestras charlas. No sé
por qué, yo prefería las impresiones de O’Mara sobre un libro a las de
mis otros amigos, más leídos y más críticos. Como yo, O’Mara era todo
apreciación, todo entusiasmo. No tenía sentido crítico. Si el libro
retenía su interés, era un buen libro, o un gran libro, o un libro
maravilloso. Vivíamos con la misma intensidad en los libros que
devorábamos juntos como en nuestras peregrinaciones imaginarias por
China, India, Africa. Muchas veces esas panzadas comenzaban en la
mesa, después de cenar. De repente, O’Mara recordaba algún inci-
dente de su variopinto pasado. Lo instábamos a que siguiera. A las dos
o las tres de la mañana todavía seguíamos a la mesa. Para entonces ya
volvíamos a tener ganas de tomar un refrigerio... para reanimarnos.
Después un paseíto para llenar con aire fresco los pulmones, como
siempre decía él. Naturalmente, el día siguiente siempre era día
perdido. Ninguno de nosotros pensaba en saltar de la cama antes del
mediodía. El desayuno y el almuerzo juntos siempre se prolongaban.
Ninguno de nosotros estaba listo para ponerse a hacer algo nada más
salir de la cama. Y, como el día ya estaba perdido, inmediatamente nos
poníamos a pensar en el cine o el teatro.
Mientras duró el dinero, fue maravilloso...
Supongo que fue el sentido práctico de O’Mara el que me dio la
idea un día de imprimir mis poemas en prosa y venderlos por mi
cuenta. Tras examinar mis «cosas», O’Mara era de la opinión de que
ningún director de revista los aceptaría nunca. Yo sabía que tenía
razón. Empecé a darle vueltas en la cabeza. Tenía montones de amigos
y conocidos, y todos estaban deseosos de ayudarme, según decían.
¿Por qué no venderles mi obra directamente, para empezar? Expuse la
idea a O’Mara. Le pareció excelente. Yo los vendería por correo y él iría
a pie, de un edificio de oficinas a otro. Además, él tenía miles de
amigos. Pues bien, encontramos un modesto impresor que nos dio un
presupuesto muy razonable; tenía gran cantidad de papel duro y de
color que iba a usar para ese fin. Yo debía llevar uno por semana y se
imprimirían quinientos cada vez. Los llamamos Mezzotints, por
influencia de Whistler. Firmados: Henry V. Miller.
Lo más asombroso, ahora que lo recuerdo, es que el primer
poema en prosa que escribí para aquel proyecto estaba inspirado en el
Bowery Savings Bank. Fue la arquitectura del nuevo edificio, no el oro
de los subterráneos, lo que encendió mi entusiasmo. Lo titulé «El Fénix
del Bowery». Mis amigos no se mostraron muy entusiastas, pero
apoquinaron. Al fin y al cabo, sólo era el precio de una comida lo que
les cobraba por aquellos ditirambos. Si hubiéramos vendido los
quinientos, habríamos hecho una suma considerable.
Entre otras cosas, intentamos conseguir suscripciones anuales,
con tarifa reducida. Media docena de suscripciones por semana y
nuestro problema habría estado resuelto. Pero hasta mis mejores
amigos dudaban de que pudiera cumplir durante un año. Me conocían
bien. Al cabo de un mes o dos, concebiría otro proyecto. En el mejor de
los casos, conseguía convencerlos para que aceptaran una suscripción
mensual: baratita. O’Mara estaba irritado con mis amigos, decía que
podía sacar más de unos extraños. Cada mañana se levantaba
temprano y se dedicaba a hacerme propaganda. Recorría toda la
ciudad —Brooklyn, Manhattan, el Bronx, Staten Island—, dondequiera
que tuviese el presentimiento de ser bien recibido. Intentaba conseguir
suscripciones.
Después de haber escrito dos o tres Mezzotints, a Mona se le
ocurrió otro plan. Los firmaría con su nombre y los vendería de sitio en
sitio en el Village. Se refería a los cabarets nocturnos. Pensaba que la
gente que estaba medio borracha no era muy crítica. Además, sería
difícil resistirse a una mujer bonita. A O’Mara no le gustó su plan —era
muy poco comercial, en su opinión—, pero Mona insistió en que no se
perdería nada con probar. Teníamos un surtido de ejemplares
atrasados, todos en diferentes colores; tuvimos que borrar mi nombre
e imprimir el suyo debajo. Nadie iba a distinguir la diferencia.
La primera semana se le dio de maravilla. Se vendían como
rosquillas. Algunos compraban la serie entera, otros le pagaban el
triple y el quíntuplo por un solo Mezzotint. Parecía que había acertado
con aquella idea. De vez en cuando recibíamos pedidos por correo.
Alguna vez que otra O’Mara conseguía una suscripción, por seis meses
o por un año. Yo tenía toda clase de ideas para los próximos números.
Al diablo los directores de revistas: nos iba mejor por nuestra cuenta.
Mientras Mona hacía la ronda del Village de noche, O’Mara y yo
íbamos en busca de material. No podríamos haber cumplido con
nuestra tarea con mayor energía ni aunque hubiéramos estado
contratados por una gran agencia. Ibamos a todas partes,
examinábamos todo. Una noche estábamos sentados en el palco de la
prensa en la carrera ciclista de los Seis Días, la noche siguiente
teníamos asientos de primera fila en una velada de lucha libre. Algunas
noches salíamos a pie, a explorar Chinatown más minuciosamente, o el
Bowery, o nos íbamos a Hoboken o a alguna otra ciudad perdida de
Nueva Jersey, «simplemente para variar...». Una tarde, mientras
O’Mara se dedicaba a hacerme la propaganda en el Bronx, telefoneé a
Ned y lo convencí para que me acompañara al teatro de variedades de
Houston Street, con idea de escribir sobre el espectáculo. Quería que
Ned fuera mi ilustrador. Naturalmente, inventamos un cuento sobre la
revista que había solicitado el artículo. Desgraciadamente, Cleo ya no
actuaba, pero había una rubia con aspecto de cachonda, su sustituta,
que era una masa de sexo hirviente de la cabeza a los pies. Después
de charlar un poco con ella entre bastidores, la convencimos para que
tomara una copa con nosotros después del espectáculo. Era una de
esas tías estúpidas que se crian en lugares como Newark o Sandusky.
Tenía la risa de una hiena. Había prometido presentarme al cómico,
que era su novio, pero éste no apareció. Algunas de las chicas del coro
fueron entrando en grupos, de aspecto todavía más horrible con la
ropa puesta, las pobres desgraciadas. Entablé conversación con una de
ellas en el bar. Descubrí que estudiaba para violinista, nada menos. Era
fea como un pecado, no tenía ni pizca de sexo, pero era inteligente y
simpática. Ned se puso a trabajar a la rubia, esperando contra toda
esperanza conseguir que se fuera al estudio con él para echar un
palete rápido...
Hacer un Mezzotint de una tarde así era como resolver un
rompecabezas. Iba a necesitar varios días para reducir mi poema en
prosa a la longitud requerida. Doscientas cincuenta palabras era el
máximo que se podía imprimir. Solía escribir dos o tres mil y después
podaba.
Naturalmente, Mona nunca llegaba a casa hasta las dos de la
mañana más o menos. Era un poco agotador para ella, me parecía. No
las horas, sino la atmósfera de los cabarets nocturnos. Desde luego, de
vez en cuando se tropezaba con una persona interesante. Como Alan
Cromwell, por ejemplo, que decía ser banquero de Washington, D. C.
Un hombre de su categoría siempre la invitaba a sentarse y a hablar
con él. En opinión de Mona, aquel Cromwell era un individuo culto.
Había empezado por comprarle todo lo que llevaba. Setenta y cinco u
ochenta dólares le había entregado por un montón de Mezzotints, y al
marcharse se había olvidado de cogerlos, a propósito indudablemente.
¡Un caballero, vamos! Tenía que venir a Nueva York por cuestiones de
negocios cada diez días aproximadamente. Se lo podía encontrar
siempre en el Golden Eagle o en Tomtit’s Nest. Aunque bebía como un
descosido, siempre era «el perfecto caballero». Nunca se despedía de
ella sin dejarle un billete de cincuenta dólares en la palma de la mano.
«Simplemente por hacerle compañía.» Según Mona, había montones
de almas solitarias como Alan Cromwell por ahí sueltas. Y lo más
importante: todas esas almas solitarias estaban forradas de dinero.
Pronto iba yo a oír hablar de ellas, como aquel potentado de la
madera, que mantenía pagada todo el año una suite de habitaciones
en el Waldorf; como Moreau, el profesor de la Sorbona, que la llevaba a
los lugares más exóticos, siempre que se encontraban; como
Neuberger, hombre del petróleo de Texas, que tenía tan poco concepto
del valor del dinero, que, ya fuera el trayecto largo o corto, siempre
daba al taxista cinco dólares de propina. También había que contar al
cervecero retirado de Milwaukee, a quien apasionaba la música.
Siempre notificaba a Mona su llegada de antemano para que pudiera
acompañarlo al concierto, al que venía a asistir expresamente desde
Milwaukee. Los pequeños tributos que Mona exigía a aquellos tipos
representaban ingresos tan superiores a lo que hubiéramos podido
aspirar a ganar legítimamente, que O’Mara y yo dejamos.de pensar por
completo en las suscripciones. Los Mezzotints que sobraban al final de
la semana los enviábamos gratis a gente que sabíamos gustaría de
leerlos. A veces los enviábamos a directores de periódicos y revistas o
a los miembros del Senado en Washington. A veces los enviábamos a
los directores de grandes organizaciones industriales: por pura
diversión, por ver qué pasaría. Otras veces —y eso era más divertido—
cogíamos la guía de teléfonos y elegíamos nombres al azar. En cierta
ocasión telegrafiamos el contenido de un Mezzotint al director de un
manicomio de Long Island. Naturalmente, firmamos con un nombre
falso. Un nombre disparatado, como Aloysius Pentecost Onega.
Simplemente para despistarlo (!).
Una idea como esta última se nos ocurría después de pasar una
noche con Osiecki, que ahora se había convertido en un visitante
frecuente. Era un arquitecto que vivía en el barrio; lo habíamos
conocido en un bar una noche justo cuando estaban cerrando. Al
principio su conversación era bastante racional: la cantinela habitual
sobre la vida en el despacho de un arquitecto. Era un apasionado de la
música, y se había comprado una preciosa pianola y, después de haber
cogido una buena mona a solas, se ponía a tocar sus discos... hasta
que los vecinos aporreaban la puerta.
Ese comportamiento no tenía nada de particular. De vez en
cuando lo visitábamos y lo ayudábamos a escuchar sus malditos
discos. Siempre tenía buena provisión de licor en casa. Sin embargo,
poco a poco notamos que se insinuaba una nota extraña en su
conversación. Se trataba de su odio hacia el jefe. O, mejor, de sus
sospechas con respecto al jefe.
Al principio hubo que engatusarlo un poco para hacerle hablar.
Se mostraba esquivo a la hora de revelar todo el alcance de sus
recelos. Pero, cuando vio que nos tragábamos sus observaciones sin un
murmullo de sorpresa o de desaprobación, se destapó con
extraordinaria rapidez.
Al parecer, el jefe quería librarse de él. Pero, como no podía
reprocharle nada, no sabía cómo hacerlo.
«Así, que por eso es por lo que pone los piojos en tu escritorio
todas las mañanas, ¿eh?», preguntó O’Mara, al tiempo que me guiñaba
un ojo.
«No digo que él lo haga. Lo único que sé es que todas las
mañanas me los encuentro ahí», y, al decir eso, nuestro amigo se
ponía a rascarse.
«No necesita hacerlo personalmente, desde luego», dije yo. «Tal
vez pague al conserje para que lo haga por él.»
«Yo no digo quién lo hace. No hago ninguna acusación, en
cualquier caso no públicamente. Lo único que sé es que es una jugada
sucia. Si fuera un hombre, me presentaría la orden de despido y se
liberaría de mí.»
«¿Por qué no le pagas con la misma moneda?», dijo O’Mara
maliciosamente.
«¿Qué quieres decir?»
«Hombre, pues, eso... que le pongas los piojos en su escritorio,
¿entiendes?»
«Ya tengo bastantes complicaciones», dijo el pobre Osiecki.
«Pero vas a perder el trabajo, de todos modos.»
«No estés tan seguro de eso. Tengo un buen abogado que ha
prometido defenderme.»
«¿Estás seguro de que no son imaginaciones tuyas?», le
pregunté con toda inocencia.
«¿Imaginaciones? Mirad, ¿veis esas copas de cristal bajo
vuestras sillas? Ha llegado hasta el extremo de soltarlos aquí.»
Eché una mirada distraída a mi alrededor. Hasta las patas del
piano reposaban en copas de cristal llenas de petróleo.
«¡La hostia!», dijo O’Mara. «Me están entrando picores a mí
también. Te vas a volver tarumba, si no dejas ese trabajo pronto.»
«Muy bien», dijo Osiecki con voz suave y apagada, «muy bien,
pues me volveré tarumba entonces. Pero no le voy a dar el gusto de
presentarle mi dimisión. Nunca.»
«Amigo», dije, «debes de estar ya chalado para hablar asi.»
«Lo estoy», dijo Osiecki. «¿Quién no lo estaría? ¿Es que puedes
tú pasarte la noche en vela y rascándote y comportarte normalmente
al día siguiente?»
Era imposible responder a eso. De vuelta a casa, O’Mara y yo nos
pusimos a comentar los medios de ayudar al pobre diablo. «Vamos a
hablar con su chavala», dijo O’Mara. «Quizá sirva de algo.» Quedamos
en que haríamos que Osiecki nos presentase a su novia. Los
invitaríamos a cenar a los dos una noche.
«A lo mejor está también chiflada», pensé para mis adentros.
Por casualidad conocimos poco después a los amigos íntimos de
Osiecki, Andrews y O’Saughnessy, también arquitectos. Andrews,
canadiense, era un tipo bajito y engreído, de buenos modales, muy
inteligente, y amigo leal, como no tardamos en descubrir. Conocía a
Osiecki desde la infancia. O’Saughnessy era un tipo muy diferente,
alto, musculoso, lleno de salud y vitalidad, atolondrado,
despreocupado, un viva la vida. Siempre en busca de diversión.
Siempre listo para irse de juerga. También tenía inteligencia, pero la re-
primía. Le gustaba hablar de comida, mujeres, caballos, puentes
colgantes. Los tres juntos en un bar eran todo un espectáculo: como
sacados de una novela de Du Maurier o de Alejandro Dumas.
Compañeros inseparables. Siempre se cuidaban mutuamente. La razón
por la que no los habíamos conocido antes era que Andrews y
O’Saughnessy habían estado de viaje.
Al parecer, se alegraron mucho al enterarse de que Osiecki había
hecho amistad con nosotros. Estaban preocupados por él, pero no
habían podido decidir qué hacer para remediar la situación. El jefe era
buen tío, según dijeron. No podían entender qué le había pasado a su
amigo para volverse así... a no ser que fuera su chavala.
«¿Qué tiene ella de particular?», preguntamos.
Andrews, que era el que hablaba, era reacio a decir algo más
sobre ella. «Hace poco que la conozco», dijo. «Hay algo raro en ella, es
lo único que puedo decir. Me da grima.» Y, dicho eso, se calló.
O’Shaughnessy se limitó a reírse con ganas del asunto «Ya lo
superará», dijo. «Está bebiendo demasiado, nada más. Después de
haber visto serpientes y cobras por la cama, el picor no es nada. De
todos modos, ¡reconozco que preferiría acostarme con una cobra a
hacerlo con esa tía! Hay algo inhumano en ella. Creo que es un
súcubo, no sé si me explico.» Al decir esto, lanzó una carcajada con
ganas. «Hablando en cristiano: una sanguijuela. ¿Entendéis?»
Todas las noches era la misma canción: «Mi amiga Stasia.» Con
la variante, por supuesto, para darle sabor, de historias exageradas
sobre las fastidiosas atenciones que le prodigaba un cuarteto
incongruente. Uno de ellos —ni siquiera sabía su nombre— era
propietario de una cadena de librerías; otro era un luchador, Jim
Driscoll; el tercero era un millonario, notorio depravado, cuyo nombre
—parecía increíble— era Tinkelfels; el cuarto era un loco que tenía
también algo de santo. Ricardo, así se llamaba este último, me gustaba
mucho, suponiendo que la descripción que había dado de él se
ajustara a la realidad. Un individuo callado y serio que hablaba con
fuerte acento español, tenía esposa y tres hijos a los que amaba
tiernamente, era muy pobre pero hacía regalos espléndidos, era
amable y cortés —«tierno como un cordero»—, escribía tratados
metafísicos e impublicables, daba conferencias antes diez o doce
personas, et patati et patata. Lo que me gustaba de él era esto:
siempre que la acompañaba hasta el metro, siempre que le daba las
buenas noches, le cogía las manos con fuerza y murmuraba
solemnemente: «Si yo no puedo conseguirte, nadie lo hará. Te
mataré.»
Volvía a hablar de Ricardo una y otra vez, para contar el alto
concepto que éste tenía de Anastasia, lo «magníficamente» que la
trataba, y demás. Y cada vez que pronunciaba su nombre, repetía su
amenaza, y se reía, como si fuera un chiste muy gracioso. Su actitud
empezó a molestarme.
«¿Cómo sabes que no va a mantener su palabra?», le pregunté
una noche.
Se rio todavía con más ganas.
«Te parece imposible, ¿verdad?»
«Tú no lo conoces», dijo. «Es una de las personas más tiernas de
este mundo.»
«Por eso precisamente es por lo que creo que es capaz de
hacerlo. Es serio. Más vale que te andes con ojo con él.»
«¡Oh, tonterías! No sería capaz de hacer daño a una mosca.»
«Tal vez no. Pero parece lo bastante apasionado como para
matar a una mujer que ame.»
«¿Cómo puede estar enamorado de mí? Es ridículo. Si no le
muestro el menor afecto. En realidad, apenas lo escucho. Habla más
con Anastasia que conmigo.»
«No hace falta que hagas nada, basta con que existas. Tiene una
fijación. No está loco. A no ser que sea locura enamorarse de una
imagen. Tú eres la imagen física de su ideal, eso es evidente. No
necesita conocerte profundamente, ni obtener una respuesta de ti
siquiera. Quiere mirarte eternamente... porque has encarnado la mujer
de sus sueños.»
«Así es como habla él exactamente», dijo Mona, algo
desconcertada por mis palabras. «Los dos os entenderíais
maravillosamente. Habláis el mismo lenguaje. Sé que es un ser
sensible, pero me fastidia. No tiene el menor sentido del humor.
Cuando sonríe, parece aún más triste que de costumbre. Es un alma
solitaria.»
«Siento no conocerlo», dije. «Me gusta más que ninguna otra
persona de las que me has hablado. Parece un ser humano de verdad.
Además, me gustan los españoles. Son hombres...»
«No es español: es cubano.»
«Es lo mismo.»
«No, no lo es, Val. El propio Ricardo me lo dijo. Desprecia a los
cubanos.»
«En fin, no importa. Me gustaría aunque fuera turco.»
«Tal vez podría presentártelo», dijo Mona de repente. «¿Por qué
no?»
Reflexioné un momento antes de contestar.
«No creo que debas hacerlo», dije. «A un hombre así no se lo
puede engañar. No es como Cromwell. Además, ni siquiera Cromwell es
el bobo por el que lo tomas.»
«¡Nunca he dicho que fuera un bobo!»
«Pero intentaste hacérmelo creer a mí, eso no puedes negarlo.»
«En fin, ya sabes por qué.» Me ofreció una de sus sonrisas de
fauno.
«Mira, chica, sé más sobre ti y tus tretas de lo que supondrías
nunca... casi ofende mencionar el tema.»
«Tienes mucha imaginación, Val. Esa es la razón por la que a
veces te cuento tan poco. Sé cómo trabaja tu fantasía.»
«Pero, ¡tienes que reconocer que trabaja sobre una base sólida!»
Volvió a ofrecerme la sonrisa de fauno.
Después se puso a hacer algo para ocultar la cara.
Hubo una pausa agradable. Después, observé de repente:
«Supongo que las mujeres se ven obligadas a mentir... va con su
naturaleza. Los hombres también mienten, por supuesto, pero de
forma muy diferente. Las mujeres parecen tener un miedo atroz a la
verdad. Mira, si pudieras dejar de mentir, si pudieses dejar de jugar a
este juego estúpido e innecesario conmigo, creo...»
Noté que había dejado lo que fingía estar haciendo. Tal vez me
escuchará de verdad, pensé para mis adentros. Sólo le veía la cara de
perfil. Su expresión era de intensa vigilancia. También de cautela.
Como la de un animal.
«Creo que haría cualquier cosa que me pidieras. Creo que hasta
te entregaría a otro hombre, si ése fuese tu deseo.»
Esas palabras mías inesperadas le causaron inmenso alivio, o así
me pareció. No sé lo que habría imaginado que iba yo a decir. Le había
quitado un peso de encima. Se acercó a mí —yo estaba sentado al
borde de la cama— y se sentó a mi lado. Colocó una mano sobre la
mía. La mirada que apareció en sus ojos era de sinceridad y devoción
absolutas.
«Val», empezó a decir, «tú sabes que nunca te pediría una cosa
así. ¿Cómo puedes decir semejante cosa? Quizá te cuente embustes
de vez en cuando, pero no mentiras. No podría ocultarte nada
importante: me dolería demasiado. Esas cositas... esos embustes... te
los cuento porque no quiero herirte. A veces hay situaciones tan
sórdidas, que tengo la sensación de que sólo de contarlas te mancha-
ría. No importa lo que me ocurra a mi. Estoy hecha de fibra más tosca.
Sé cómo es el mundo. Tú, no. Tú eres un soñador. Y un idealista. Tú no
sabes, ni creerías nunca, y menos aún lo sospecharías, lo mala que es
la gente. Tú sólo ves el lado bueno de todo el mundo. Eres puro, eso es
lo que te pasa. Y a eso era a lo que Claude se refería cuando dijo que
eras uno de los pocos. Ricardo es otro ser puro. Personas como tú y
Ricardo no deben verse nunca envueltas en cosas feas. Yo me veo
envuelta de vez en cuando... porque no temo a la contaminación. Soy
del mundo. Contigo actúo como otro ser. Quiero ser lo que tú desees
que sea. Pero nunca seré como tú, nunca.»
«Ahora me pregunto», dije, «qué diría la gente —gente como
Kronski, O’Mara, Ulric, por ejemplo—, si te oyeran hablar así.»
«No importa lo que piense la gente, Val. Yo te conozco. Te
conozco mejor que ninguno de tus amigos, por mucho que haga que te
conozcan. Sé lo sensible que eres. Eres el ser más tierno que existe.»
«Estoy empezando a sentirme frágil y delicado, con todo esto
que dices.»
«No eres delicado», dijo con sentimiento. «Eres fuerte... como
todos los artistas. Pero cuando se trata del mundo, quiero decir, de las
relaciones con el mundo, no eres más que un niño. El mundo es
perverso en todo. Tú estás en él, de acuerdo, pero no eres de él. Llevas
una vida encantada. Si te tropiezas con una experiencia sórdida, la
conviertes en algo bello.»
«Hablas como si me conocieras como un libro.»
«Te estoy diciendo la verdad, ¿no? ¿Puedes negarlo?»
Me rodeó con el brazo cariñosamente y pegó su mejilla contra la
mía.
«Oh, Val, tal vez yo no sea la mujer que mereces, pero te
conozco. Y cuanto más te conozco, más te amo. Te he echado tan de
menos últimamente. Por eso significa tanto para mí tener una amiga.
Estaba llegando a desesperarme de verdad... sin ti.»
«De acuerdo. Pero es que estábamos empezando a comportarnos
como dos niños mimados, ¿no te das cuenta? Esperábamos que nos
sirvieran todo en una fuente.»
«¡Yo, no!», exclamó. «Pero quería que tuvieras las cosas que
anhelabas. Quería que tuvieses una buena vida... para que pudieras
hacer las cosas con que soñabas. ¡Tú no puedes ser un niño mimado!
Sólo coges lo que necesitas, no más.»
«Eso es verdad», dije, emocionado por esa observación
inesperada. «Muy poca gente comprende eso. Recuerdo cómo se
enfadaron mis padres cuando volví a casa de la Iglesia un domingo por
la mañana y les dije entusiasmado que era un socialista cristiano.
Había oído a un minero hablar desde el púlpito aquella mañana y sus
palabras me habían impresionado. Se llamaba a sí mismo socialista
cristiano. Inmediatamente pasé a serlo yo también. El caso es que la
cosa acabó con las tonterías de costumbre... mis padres diciendo que
los socialistas lo único que querían era repartir el dinero ajeno. ‘¿Y qué
hay de malo en eso?’, pregunté. La respuesta fue: ‘¡Espera a que te
hayas ganado tu propio dinero y después hablarás!' Me pareció un
argumento muy tonto. ¿Qué importaba, me preguntaba, que yo ganara
o no dinero? La cuestión era que las cosas buenas de la vida estaban
distribuidas de forma injusta. Estaba completamente dispuesto a
comer menos, a tener menos de todo, si los que tenían poco podían
vivir mejor. Precisamente entonces se me ocurrió lo poco que se
necesita en realidad. Si estás satisfecho, no necesitas tesoros
materiales... En fin, ¡no sé a qué ha venido esto! ¡Oh, sí! A propósito de
que sólo cojo lo que necesito... lo reconozco, tengo grandes deseos.
Pero también puedo pasar sin satisfacerlos. A pesar de que hablo
mucho de la comida, como sabes, en realidad no necesito mucha.
Quiero tener lo suficiente para olvidarme de la comida, eso es lo que
quiero decir. Eso es normal, ¿no crees?»
«¡Desde luego, desde luego!»
«Y por eso es por lo que no quiero todas las cosas que tú pareces
pensar que me harían feliz, o que me harían trabajar mejor. No
necesitamos vivir como lo estábamos haciendo. Cedí por complacerte.
Fue maravilloso, mientras duró, desde luego. Igual que la Navidad. Lo
que me desagrada más que nada es eso de pedir y dar sablazos cons-
tantemente, eso de usar a la gente como si fueran primos. A ti
tampoco te gusta, estoy seguro. ¿Por qué hemos de engañarnos,
entonces? ¿Por qué no acabar de una vez?»
«Pero, ¡si ya lo he hecho!»
«Has dejado de hacerlo para mí, pero ahora lo haces para tu
amiga Anastasia. No me mientas. Sé lo que me digo »
«En su caso es diferente, Val. Ella no sabe ganar dinero. Es
todavía más infantil que tú.»
«Pero tú estás contribuyendo a que siga siéndolo., al ayudarla
como lo haces. No digo que sea una gorrona. Lo que digo es que tú le
impides hacer algo. ¿Por qué no vende sus muñecas, o sus cuadros, o
su escultura?»
«¿Por qué?» Al oír esto, se rio con ganas. «Por la misma razón por
la que tú no puedes vender tus relatos. Es una artista demasiado
buena, esa es la razón.»
«Pero no tiene por qué vender su obra a los marchantes: que
venda directamente a la gente. ¡Que los venda regalados! A cualquier
precio para ir tirando. Le vendría bien. Se sentiría mejor.»
«¡Ya estás tú otra vez! Eso demuestra lo poco que sabes del
mundo. Val, tú ni siquiera podrías regalar tu obra, ya ves cómo son las
cosas. Si alguna vez se publica un libro tuyo, tendrás que pedir a la
gente que acepte ejemplares gratis. La gente no quiere lo bueno, te lo
digo yo. Las personas como tú y Anastasia —o Ricardo— tenéis que
estar protegidos.»
«Al diablo la escritura, si es así... Pero, ¡no lo puedo creer!
Todavía no soy un escritor, sino un aprendiz. Puedo ser mejor de lo que
piensan los directores de revistas, pero todavía me falta mucho camino
por recorrer. Cuando de verdad sepa expresarme, la gente leerá lo que
escriba. No me importa lo malo que sea el mundo. Lo harán, te lo digo
yo. No van a poder desconocerme.»
«¿Y hasta entonces?»
«Hasta entonces encontraré otra forma de vivir.»
«¿Vendiendo enciclopedias? ¿Es eso una forma de vivir?»
«No muy buena, lo reconozco, pero es mejor que pedir y dar
sablazos. Mejor que dejar prostituirse a tu mujer.»
«Cada centavo que consigo me lo gano», dijo Mona acalorada.
«Servir comidas no es un chollo.»
«Mayor razón para que yo ponga algo de mi parte. A ti no te
gusta verme vender libros. Y a mí no me gusta verte servir comidas. Si
tuviéramos más juicio, estaríamos haciendo otras cosas. Seguro que
tiene que haber algún tipo de trabajo que no sea degradante.»
«¡Para nosotros, no! No estamos hechos para hacer el trabajo del
mundo.»
«Entonces tenemos que aprender.» Me estaba dejando llevar por
mi actitud recta.
«Val, eso son palabras. Tú sabes que nunca vas a resistir un
empleo normal. Nunca. Y yo tampoco quiero que lo hagas. Prefiero
verte muerto.»
«Muy bien, tú ganas. Pero, joder, ¿es que no hay nada que un
hombre como yo pueda hacer sin sentirse un payaso o un bobo?» En
ese momento una idea que estaba tomando forma en mis labios me
hizo reír. Me reí con ganas antes de contarla. «Mira», conseguí decir,
«¿sabes lo que estaba pensando? Estaba pensando que podría ser un
diplomático maravilloso. Debería ser embajador ante un país
extranjero: ¿qué te parece? No, en serio. ¿Por qué no? Tengo
inteligencia, y sé tratar con la gente. Lo que no sepa lo compensaré
con la imaginación. ¿Me imaginas de embajador en China?»
Cosa curiosa, la idea no le pareció absurda. Por lo menos, no en
abstracto.
«Desde luego, serías un buen embajador, Val. ¿Por qué no, como
tú dices? Pero nunca tendrás una oportunidad. Hay ciertas puertas que
nunca se te abrirán. Si hombres como tú estuvieran dirigiendo el
mundo, no estaríamos preocupándonos de la próxima comida... ni de
cómo conseguir publicar relatos. ¡Por eso te digo que no conoces el
mundo!»
«Me cago en la luche puta, sí que conozco el mundo. Lo conozco
demasiado bien. Pero me niego a hacer componendas con él.»
«Es lo mismo.»
«¡No, no lo es! Es la diferencia entre ignorancia —o ceguera— e
indiferencia. Si no conociera el mundo, ¿cómo podría ser escritor?»
«Un escritor tiene su propio mundo.»
«¡Caramba! ¡Nunca habría esperado que dijeras eso! Ahora sí
que me has dejado sin habla...» Guardé silencio por un momento.
«Es la pura verdad lo que dices», continué. «Pero no quita para
que lo que yo digo también lo sea. Tal vez no sepa explicártelo, pero sé
que tengo razón. Tener tu mundo propio, y vivir en él, no significa que
estés ciego necesariamente para el llamado mundo real. Si un escritor
no estuviera familiarizado con el mundo cotidiano, si no se hubiese
empapado de él hasta el punto de rebelarse contra él, no tendría lo
que tú llamas su mundo propio. Un artista lleva dentro todos los
mundos. Y es una parte tan esencial de este mundo como cualquier
otra persona. En realidad, pertenece a él y está en él más
completamente que otras personas por la sencilla razón de que es un
creador. El mundo es su medio. Otros hombres se contentan con su
rinconcito en el mundo: su trabajito, su pequeña tribu, su pequeña
filosofía, etcétera. ¡Qué hostia! La razón por la que no soy un gran
escritor, si quieres saberla, es que todavía no he hecho mío todo el
ancho mundo. No es que no conozca el mal. No es que esté ciego para
la perversidad de la gente, como tú pareces pensar. Es algo diferente.
Lo que sea yo mismo no lo sé. Pero llegaré a saberlo. Y entonces me
convertiré en una antorcha. Iluminaré el mundo. Lo desenmascararé
hasta la médula... Pero, ¡no lo condenaré! No lo haré, porque sé muy
bien que soy parte de él, una pieza importante del mecanismo.» Hice
una pausa. «Mira, todavía no hemos tocado fondo. Lo que hemos
sufrido no es nada. Picaduras de pulgas, nada más. Hay cosas peores
de soportar que la falta de comida y demás. Sufrí mucho más cuando
tenía dieciséis años, cuando lo único que hacía era leer sobre la vida.
O, si no, me estoy engañando a mí mismo.»
«No, sé lo que quieres decir.» Movió la cabeza pensativa.
«¿De verdad? Bien. Entonces comprenderás que, sin participar
en la vida, se pueden sufrir los tormentos de los mártires... Sufrir por
los demás: ése es un tipo maravilloso de sufrimiento. Cuando sufres a
causa de tu yo, a causa de carencias o de malas acciones,
experimentas una especie de humillación. Detesto esa clase de
sufrimiento. Sufrir con otros, o por otros, estar todos en el mismo
barco, eso es diferente. Entonces te sientes enriquecido. Lo que me
desagrada de nuestra forma de vida es que sea tan limitada.
Deberíamos estar en movimiento, recibiendo magulladuras y golpes
por razones de importancia.»
Seguí en esa vena, pasando de un tema a otro,
contradiciéndome muchas veces, haciendo las afirmaciones más
extravagantes, y luego desechándolas, esforzándome por volver a
tierra firme.
Estaban empezando a producirse cada vez con mayor
frecuencia, aquellos monólogos, aquellas peroratas. Tal vez fuera
porque había dejado de escribir. Quizá porque pasaba la mayor parte
del día solo. Tal vez también porque tenía la sensación de que Mona se
me escapaba de las manos. Había algo desesperado en aquellas
explosiones. Intentaba aferrarme a algo, algo que nunca podía exponer
en palabras. Aunque parecía censurarla, lo que hacía en realidad era
reconvenirme a mí mismo. Lo peor era que nunca podía llegar a una
resolución concreta. Veía claramente lo que no debíamos hacer, pero
no veía lo que debíamos hacer. En secreto, me gustaba la idea de
verme «protegido». En secreto tenía que reconocer que ella tenía
razón: nunca iba a adaptarme, nunca iba a poder con la rutina. Y así lo
revelaba en la conversación. Divagaba hacia atrás y hacia adelante,
recordando los gloriosos días de la infancia, los desgraciados días de la
adolescencia, las payasadas de la juventud. Todo era fascinante, hasta
el menor detalle. ¡Ojalá hubiera estado presente aquel hombre,
McFarland, con su estenógrafo! ¡Qué historia para su revista! (Más
adelante se me ocurrió lo extraño que era que pudiese hablar de mi
vida pero no pudiera ponerla por escrito. En cuanto me sentaba ante la
máquina, quedaba cohibido. En aquella época no se me había ocurrido
usar el pronombre «yo». Me pregunto por qué. ¿Qué me inhibía? Tal
vez no hubiera llegado a ser todavía el «yo de mi yo».)
No sólo la embriagaba a ella con mi charla, me embriagaba a mí
mismo. Estaba a punto de amanecer, cuando nos quedábamos
dormidos. Al adormecerme, tenía la sensación de haber realizado algo.
Me había desahogado de algo. ¿De qué? Ni siquiera yo lo podía decir.
Sólo sabía una cosa, de la que parecía obtener una satisfacción
tremenda: había adoptado mi papel auténtico.
Tal vez aquellas escenas estuvieran destinadas también a
demostrar que yo podía ser tan apasionante y «diferente» como esa
Anastasia de la que me estaba empezando a cansar de oír hablar. Tal
vez. Posiblemente ya estuviera un poquito celoso. Aunque sólo hacía
unos días que conocía a Anastasia, podríamos decir, la habitación ya
estaba llena de las cosas de su amiga. Ya lo único que faltaba era que
ésta se viniera a vivir allí. Sobre las camas había dos magníficas
estampas japonesas, una de Utamaro y otra de Hiroshige. Sobre el
baúl había una muñeca que Anastasia había hecho expresamente para
Mona. Sobre la cómoda había un icono ruso, otro regalo de Anastasia.
Por no hablar de los brazaletes exóticos, los amuletos, los mocasines
bordados, y demás. Hasta el perfume que usaba —¡de lo más acre!—
se lo había dado Anastasia. (Probablemente comprado con el dinero de
Mona.) Con Anastasia nunca sabías a qué atenerte. Mientras Mona se
preocupaba por la ropa que necesitaba su amiga, los cigarrillos, los
materiales para su trabajo, etcétera, Anastasia recibía dinero de su
casa y lo repartía entre sus acólitos. Mona no veía nada incongruente
en eso. Lo que quiera que hiciese su amiga estaba bien y era natural,
aunque le robara del monedero. Y, efectivamente, Anastasia robaba de
vez en cuando. ¿Por qué no? No robaba para ella, sino para ayudar a
los necesitados. No tenía escrúpulos ni remordimientos con respecto a
esas cosas. No era una burguesa, ¡oh, no! Esa palabra, «burgués»,
empezó a aparecer con frecuencia, ahora que Anastasia estaba en
escena. Lo que no era bueno era «burgués». Hasta la caca podía ser
«burguesa», según la forma de ver las cosas de Anastasia. Tenía tal
maravilloso sentido del humor, cuando llegabas a conocerla. Por
supuesto, había gente que no sabía apreciarlo. Hay gente que carece
de sentido del humor. Llevar dos zapatos diferentes, cosa que
Anastasia hacía distraída —¿de verdad lo hacía distraída?— era algo
extraordinariamente gracioso. O llevar un irrigador por la calle. ¿Para
qué envolver esas cosas? Además, Anastasia nunca lo usaba: siempre
era para una amiga que tenía problemas.
Los libros esparcidos por la habitación... todos prestados por
Anastasia. Uno de ellos se titulaba Allá abajo... obra de un escritor
francés «decadente». Era uno de los favoritos de Anastasia, no porque
fuera «decadente», sino porque hablaba de esa figura extraordinaria
de la historia francesa: Gilíes de Rais. Había sido un seguidor de Juana
de Arco. Había matado más niños... en realidad, había despoblado
pueblos enteros. Una de las figuras más enigmáticas de la historia
francesa. Me pedía que lo ojeara alguna vez. Anastasia había leído el
texto original. Leía no sólo francés e italiano, sino también alemán,
portugués y ruso. Sí, en la escuela de monjas había aprendido también
a tocar el piano divinamente. Y el arpa.
«¿Sabe tocar la trompeta también?», pregunté irónicamente.
Lanzó una risotada. A lo que siguió esta revelación:
«También sabe tocar las congas. Pero primero tiene que estar un
poco colocada.»
«¿Quieres decir borracha?»
«No, mamada. Marihuana. Es inofensiva. No produce hábito.»
Siempre que salía a relucir ese tema —las drogas—, podía estar
seguro de que me iba a soltar una buena perorata. En opinión de Mona
(probablemente de Anastasia), todo el mundo debería familiarizarse
con los efectos de las diferentes drogas. Las drogas no eran tan
peligrosas como el licor. Y los efectos eran más interesantes. Sí, ella
iba a probarlas algún día. Había montones de gente en el Village —
incluso gente respetable— que tomaban drogas. No veía por qué la
gente tenia tanto miedo a las drogas. Existía esa droga mexicana que
exaltaba el sentido del color, por ejemplo. Perfectamente inofensiva.
Debíamos probarla un día. Iba a ver si podía conseguir un poco de ese
falso poeta cuyo nombre no recordaba. Lo detestaba, era sucio, y
demás, pero Anastasia sostenía que era un buen poeta. Y si Anastasia
lo decía...
«Voy a pedirle a Anastasia que me deje un día uno de sus
poemas y te lo voy a leer en voz alta. Nunca has oído una cosa igual,
Val.»
«De acuerdo», dije, «pero si es malo, te lo voy a decir.»
«¡No te preocupes! No podría escribir un poema malo, aunque lo
intentara.»
«Ya lo sé: es un genio.»
«Ya lo creo que lo es, y no hablo en broma. Es un auténtico
genio.»
No pude por menos de observar que era una lástima que los
genios tuvieran que ser siempre excéntricos.
«¡Ya estás tú! Ahora estás hablando exactamente como el resto
de la gente. Te he explicado mil veces que no es como los demás
excéntricos del Village.»
«¡No, es una excéntrica auténtica/»
«Puede que esté loca, pero como Strindberg, como Dostoyevsky,
como Blake...»
«Eso es ponerla muy alta, ¿no?»
«No he dicho que tenga su talento. Lo único que quiero decir es
que si es rara, lo es del mismo modo que ellos. No es una demente... ni
una farsante. Sea lo que sea, lo es de verdad. Me jugaría el cuello.»
«Lo único que tengo contra ella», dije bruscamente, «es que
necesite que se ocupen tanto de ella.»
«¡Eso es una crueldad!»
«¿Tú crees? Mira... se las arreglaba perfectamente hasta que
apareciste tú, ¿no?»
«Ya te conté el estado en que se encontraba cuando la conocí.»
«Ya lo sé, pero eso no me impresiona. Tal vez si no la hubieras
mimado, se habría levantado y sostenido sobre las piernas.»
«No hemos adelantado nada. ¿Cuántas veces debo explicarte
que no sabe cuidarse?»
«Pues, ¡que aprenda!»
«¿Y tú? ¿Has aprendido ya?»
«Yo me las arreglaba muy bien hasta que apareciste. No sólo
cuidaba de mí, sino de una mujer y una hija.»
«Eso no es justo. Tal vez cuidaras de ellas, pero, ¡a qué precio!
No querrías vivir así para siempre, ¿no?»
«¡Claro que no! Pero habría encontrado una salida... tarde o
temprano.»
«¡Tarde o temprano! Val, ¡no tienes demasiado tiempo! Ya tienes
treinta y tantos años... y todavía no te has dado a conocer. Anastasia
es una muchacha, pero fíjate lo que ha hecho ya.»
«Ya lo sé. Pero es que ella es un genio...»
«¡Oh, calla ya! Hablando así no vamos a llegar a nada. ¿Por qué
no dejas de pensar en ella? Ella no se mete en tu vida... ¿por qué
tienes que meterte tú en la suya? ¿Es que no puedo tener una amiga?
¿Por qué tienes que estar celoso de ella? Tienes que ser justo, por
favor.»