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YVES CONGAR

LA "RECEPCIÓN" COMO REALIDAD


ECLESIOLÓGICA
¿Nos enfrentamos con un tema peligroso? En todo caso, aunque raramente abordado,
es un tema de importancia capital tanto desde la perspectiva del ecumenismo, como
desde una eclesiología plenamente tradicional y católica. Congar aborda este tema con
decisión a través de un perspicaz análisis histórico.

La «réception» comme réalité ecclésiologique, Revue des Sciences philosophiques et


théologiques, 56 (1972) 369-401

El término "recepción" ha sido utilizado modernamente por los historiadores del


derecho, especialmente por los alemanes, para referirse a la incorporación del derecho
romano en el uso de la sociedad eclesiástica o civil. A. Grillmeier en su importante
estudio Concile et Réception ha utilizado las conclusiones de uno de aquellos
historiadores del derecho, F. Wieacker, quien establece que, en sentido estricto, sólo se
puede hablar de "recepción" entre dos áreas culturales distintas cuando una de ellas hace
suya una ley aportada por la otra. Por tanto, la "recepción" es "exógena". De ahí que
sólo sería recepción en sentido propio la otorgada por la Iglesia universal a los sínodos
particulares y, mejor aún, la que se daría entre iglesias separadas: por ejemplo, si los
nestorianos admitiesen Éfeso, o los monofisitas Calcedonia.

Esta manera de considerar la recepción nos parece demasiado reducida; para que exista
se requiere cierta distancia entre el que da y el que recibe. En cambio, si nos
mantenemos en el marco de la Iglesia una, su naturaleza y su exigencia de comunión
imposibilitan que la alteridad sea completa. Por ello proponemos una nueva acepción:
entendemos por "recepción" el proceso por el cual el cuerpo eclesial hace suya una
determinación que no se ha dado él a sí mismo, reconociendo en la medida promulgada
una regla que conviene a su vida.

La "recepción" es distinta de la obediencia, tal como la entienden los escolásticos; la


recepción comporta el consentimiento y también el juicio propios, y así se expresa la
vida de un cuerpo que ejerce sus potencialidades espirituales originales.

LOS HECHOS

El Vaticano II muestra claramente que la noción de recepción conserva su validez, al


afirmar que una iniciativa colegial surgida de los obispos sólo será "verus actus
collegialis" cuando el papa la apruebe "vel libere recipiat" (LG 22, final). Al margen de
este caso, el derecho actual sólo contiene -que sepamos- como caso de recepción la

aceptación por el papa, y consecuentemente por el episcopado mundial, de los nuevos


obispos de rito oriental, que son elegidos en su patriarcado con el "nihil obstat" de
Roma, sin ser nombrados ni confirmados por la Santa Sede.

Por tanto, en el ius conditum actual no encontramos elementos sustanciales sobre la


recepción. Pero la vida concreta de la Iglesia es más instructiva y los historiadores nos
proporcionan una documentación positiva.
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Los Concilios

Sus decisiones, incluso las dogmáticas, no se han impuesto por sí mismas de golpe y
con facilidad. La fe de Nicea fue plenamente "recibida" sólo después de 56 años
plagados de sínodos, excomuniones, destierros e intervenciones imperiales. El concilio
de Constantinopla marca el fin de esas tensiones; éste, con todo, no debe su carácter
ecuménico a su composición, que no lo era, sino a que su símbolo fue recibido por el
concilio de Calcedonia como expresión más acabada de la fe de Nicea. En efecto, el
símbolo de Constantinopla se leyó a continuación del de Nicea (2.a sesión) y los
cánones de 381 fueron leídos como "synodikon del segundo concilio" en la sesión 17.
Pero el concilio de Constantinopla sólo fue reconocido por Roma como el segundo de
los cuatro primeros concilios en 519, año en que el papa Hormisdas "recibe" la
profesión de fe del patriarca Juan. El mismo concilio de Éfeso sólo pudo alcanzar una
condición mínima de ecumenicidad como fruto del entendimiento de las escuelas de
Alejandría y de Antioquía, que se verificó dos años después de las sesiones; éstas
habían tenido lugar en dos asambleas distintas e independientes.

Juntamente con los símbolos de Nicea y Constantinopla, Calcedonia "recibió" también


el Tomo de San León a Flaviano y las dos cartas de San Cirilo de Alejandría (2.' sesión).
El famoso "Pedro ha hablado por la boca de León" fue un acto de recepción; el concilio
reconocía la expresión de la fe de Pedro en la formulación del papa.

La recepción total y definitiva de Calcedonia fue consecuencia de una larga historia, y


no fue universal; puesto que, al menos de forma jurídica y literal, no tuvo lugar por
parte de la jerarquía armenia y de los coptos de Egipto. Y cuando se dio, unas veces se
expresó en declaraciones explícitas, como la recepción por la Sede apostólica de Roma,
con su influjo decisivo para la recepción en Occidente; en otros casos se afirmó como
consecuencia de un proceso más complejo, en el que intervinieron la predicación, la
espiritualidad y la elaboración teológica.

De la misma manera se podría continuar el estudio de todos los concilios desde el punto
de vista de su "recepción". El segundo concilio de Nicea, de 787, el último en común
con la Iglesia Ortodoxa de Oriente, declaró que, para que un concilio fuese ecuménico,
era necesario que fuese aceptado por los "praesules ecclesiarum" y, en primer lugar, por
el papa. Pero es necesario llegar a 1053 para encontrar en la profesión de fe enviada por
León IX a Pedro de Antioquía una recepción expresa por los papas del citado segundo
de Nicea.

El cuarto concilio de Letrán (1215) fue recibido en Occidente de tal forma que imprimió
sus huellas en la vida de la Iglesia profundamente y de forma duradera: tanto mediante
su profesión de fe Firmiter, que se convierte en esquema de enseñanza para clérigos y
fieles, como mediante sus 70 cánones, de los que 59 pasan al derecho eclesiástico,
incluso al Codex de 1917. En este aspecto la recepción de un concilio se identifica con
su eficacia; perspectiva que será de importancia para una interpretación teológica de la
recepción. El caso del concilio de Trento ilumina lo que venimos diciendo. El problema
y la dificultad de su "recepción" por parte de los protestantes se presenta una y otra vez
en la correspondencia entre Leibnitz y Bossuet. Se trataba ya de un caso de esta
recepción "exógena" que se busca hoy en el movimiento ecuménico, para llegar a
madurar un acuerdo entre iglesias desunidas.
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También es un caso de "recepció n" la aceptación del dogma del 18 de Julio de 1870 por
los obispos de la minoría, que habían salido de Roma el día anterior para no tener que
decir "non placet" cuando el voto estaba ya asegurado.

Incluso actualmente se ha hablado en las investigaciones cristológicas recientes de "re-


recepción" de Calcedonia. Del mismo modo podría hablarse de una "re-recepción" del
Vaticano I por el Vaticano II, en un contexto nuevo y mediante una lectura renovada,
que permite presentar a la minoría del Vaticano I como una avanzada del Vaticano II.

Se han usado diversas expresiones para indicar la recepción, como muestran las
siguientes afirmaciones en torno a la importancia de la acogida de las decisiones
conciliares:

San Atanasio: "Toda la oikoumene dio su conformidad a la fe de Nicea, y ahora que se


han reunido muchos sínodos, todos, sean de Dalmacia, de Dardania..., se acuerdan de
ella y la reconocen".

San Juan Crisóstomo: "Las decisiones de los Padres de Nicea han sido aceptadas
por todo el mundo cristiano".

San Agustín enuncia un principio general: "Vides in hac re quid Ecclesiae catholicae
valeat auctoritas, quae ab ipsis fundatissimis sedibus apostolorum usque ad hodiernum
diem succedentium sibimet episcoporum serie et tot populorum consensione firmatur"
(C. Faust. XI, 2; PL 42, 246).

San León usa, al hablar de los cánones conciliares referentes al derecho de los
metropolitanos, la fórmula: "secundum sanctorum patrum cánones Spiritu Dei conditos
et totius mundi reverentia consecratos" (Epist. 14,2: PL 54,672).

La cuestión de determinar lo que constituye la ecumenicidad de un concilio no se


identifica totalmente con la de a quién compete reconocer la ecumenicidad del concilio.
Desde Dámaso, e incluso desde el sínodo de 368, los papas han afirmado que es
necesaria su aprobación, y está bien claro que ningún concilio puede ser ecuménico si
no es aceptado por la sede de Roma. De hecho, los papas León y Gelasio han unido el
asentamiento de toda la Iglesia y la aprobación pontificia; pero la recepción por la
Iglesia tiene su lugar propio. Martín Pérez de Ayala decía en un tratado redactado para
el concilio de Trento: "Est secunda via aprehendendi veritatem in dubiis: Conciliorum
scilícet generalium omnium consensione populorum fidelium receptam auctoritatem".
(De div... traditionibus.... Colonia 1549, pars 1, ass. 1: Fol 44 v). Se puede rechazar la
tesis eslavófila de que los concilios no tienen autoridad dogmática por sí mismos,
puesto que la autoridad no corresponde más que a la verdad, y ésta no tiene más órgano
de promulgación que el "sen sus christianus" de la comunidad de los fieles. De hecho,
numerosos teólogos ortodoxos la rechazan, aunque conserven una parte de la
argumentación eslavófila: no es la corrección jurídica de un concilio o su justa
estructura formal la que asegura su autenticidad; es el contenido de su enseñanza. Citan
numerosos concilios tan regulares como otros desde el punto de vista formal o jurídico,
pero que han sido rechazados porque la Iglesia no ha reconocido su fe en los decretos:
Entre ellos, los concilios de Rimini-Seleucia, de 359, el de Éfeso de 449, el sínodo
iconoclasta de Hieria de 753-54, etc.
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Por otra parte, han existido numerosos concilios locales y documentos particulares que
han adquirido valor universal porque la Iglesia ha reconocido en ellos su fe -por vía de
recepción- según un proceso en el que, especialmente en Occidente, la recepción por la
Sede romana ha desempeñado un papel decisivo. Ejemplos de ello son los sínodos de
Antioquía de 629, el antipelagiano de Cartago de 418 (DS 222-230), los textos del
concilio de Orange sobre la gracia (DS 370-397), que fueron recibidos, aunque
tardíamente, atribuyéndoles una autoridad que excede al motivo que reunió a catorce
obispos en Orange en 529. Lo mismo puede decirse del XI concilio de Toledo de 675 y
su símbolo trinitario (DS 525-541), que fue "confirmado" por Inocencio III, y los
concilios de Quierzy (853) y Valence (855) sobre la predestinación. En fin,
precisamente mediante la "recepción" el símbolo Quicumque, de autor desconocido, y el
Filioque han sido reconocidos como expresiones auténticas de fe.

El núcleo de la cuestión radica en lo que constituye la autoridad de los concilios y en lo


que confiere valor a sus determinaciones. Lo que origina el valor de los concilios es el
hecho de que hayan expresado la fe de los Apóstoles y de los Padres, la Tradición de la
Iglesia (en estos términos hablan Atanasio, Cirilo de Alejandría, Vicente). Los concilios
han expresado la apostolicidad y la catolicidad de la Iglesia, y esto porque representaban
la totalidad de la Iglesia y han realizado un consenso. Lo esencial es reconocer en ellos
la fe de los Apóstoles transmitida por los Padres (parádosis). Por esto, la teología del
concilio aparece unida a la de la apostolicidad, de la que es un aspecto. De la misma
manera que el elemento más decisivo no es la sucesión formal, sino la identidad
profunda entre contenido y fe, aunque ambas deban ir a la par; igualmente lo más
decisivo no es el número de participantes ni la corrección jurídica de su procedimiento,
sino el contenido de sus decisiones, aunque ambos aspectos también deban ir a la par.
En palabras de Ratzinger: "La sucesión es la forma de la tradición, la tradición es el
contenido de la sucesión".

Si hay una verdad universalmente afirmada en toda la historia de la Iglesia es que la fe y


la tradición radican en toda la Iglesia, que la Iglesia universal es su único sujeto
adecuado, bajo la soberanía del Espíritu que le ha sido prometido y que habita en ella:
"Ecclesia universalis non potest errare". Por eso en las elecciones y ordenaciones se
requería el testimonio de varios obispos vecinos y también de la comunidad de fieles.
Por eso la unanimidad, la concordia, el mayor consenso posibles fueron siempre
considerados signo de la acción del Espíritu y, en consecuencia, prenda de verdad.

Debemos señalar otros dos casos de "recepción" en materia eminentemente doctrinal:

a) la formación del Canon de la Escritura, como puede comprobarse en los textos que
hablan de ella: Fragmento de Muratori (líneas 66, 72,82), Decreto del sínodo romano de
382 y del papa Gelasio "de recipiendis et non recipiendis libris", Decreto de 1441 para
los jacobitas (DS 1334), Decreto del concilio de Trento (DS 1501). Esta recepción
normativa, oficial, ha sido precedida por una recepción de hecho, por el uso de las
Iglesias, como muestran los tratados de historia.

b) las cartas sinodales, que fueron en la Iglesia antigua uno de los medios de
comunicación y de unidad. Los concilios solían mandarlas a los grandes centros de
comunión, como Roma y Alejandría, para comunicar sus decisiones a las otras Iglesias.
Una "recepción" era la respuesta a este envío. Lo mismo puede decirse de las cartas
sinódicas o de entronización que los papas o los patriarcas de Oriente enviaban a las
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sedes más importantes, con su profesión de fe, para anunciar su elección y establecer la
comunión con ellas.

Liturgia

La extensión y unificación de ciertas formas litúrgicas se ha operado por "recepciones",


a veces forzadas. Evoquemos la recepción de la liturgia romana en el imperio de
Carlomagno (Codex Hadrianus y Concilio de Aix, 817) ; la recepción por la Iglesia de
Roma y, subsiguientemente por la Iglesia latina, del pontifical de Maguncia en el siglo
X; y la aceptación del cómputo romano de la fiesta de Pascua por la Iglesia de Gran
Bretaña en el sínodo de Whitby del 664.

Otro caso de "recepción" se daba en la primera Iglesia en el proceso de canonización.


Ésta era un hecho litúrgico que se realizaba en las Iglesias locales y se generalizaba
"accedente totius Ecclesiae consensu et approbatione", como dice Mabillon. Esta faceta
desaparece al reservarse los papas el derecho de canonizar a los santos, lo cual no tuvo
lugar de iure hasta Gregorio IX (1234).

Si estudiamos el modo como las fiestas litúrgicas se han extendido a toda la Iglesia en
los primeros momentos de su historia, nos encontramos con otro fenómeno en el que la
"recepción" ha jugado un papel decisivo. Así, numerosas fiestas marianas de Oriente
fueron recibidas en Occidente, como la Purificación, la Natividad y la Presentación. Lo
mismo ocurrió con la fiesta de la Inmaculada Concepción, procedente de Inglaterra, y
con la conmemoración de los difuntos, introducida por San Odilón (1025-1030) en los
monasterios cluniacenses e incorporada a la Iglesia latina por "recepción".

También la historia de las ordenaciones y de las reordenaciones en el tiempo de la lucha


contra la simonía debe considerarse como un campo en el que la "recepción" ha
desempeñado un papel definitivo. Pero habrá que aclarar, contra R. Sohm, que la
"recepción" nunca ha hecho más que reconocer, sin haber tenido nunca valor creador.

Derecho y disciplina

Los datos que hemos analizado anteriormente han dejado patente que los teólogos y la
vida de la Iglesia no han esperado a los juristas para hablar de recepción. De entre los
primeros puede citarse a Nicolás de Cusa en Concordantia catholica, lib II, cc 9 y 10.
En cuanto a la praxis eclesial, creemos que queda suficientemente aclarada nuestra
afirmación con el análisis realizado. Hemos citado también casos de "no-recepción". En
los tiempos recientes tenemos el caso anodino de la Veterum Sapientia de Juan XXIII,
prescribiendo la utilización del latín en la enseñanza de los clérigos (1960 ), y el más
delicado de la no recepción de la doctrina de la Humanae Vitae de Pablo VI por una
parte del pueblo cristiano y aun de teólogos católicos. ¿"No recepción"?,
¿"desobediencia"?, o ¿qué?, ¿una cierta dialéctica de recepción desplegada durante
varios años? Los hechos están ahí...
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ALGUNAS TEORIAS QUE PRETENDEN JUSTIFICAR LA RECEPCIÓN

La teoría de la aceptación de las leyes

Pueden distinguirse dos posiciones:

a) La aceptación por la comunidad es un elemento necesario para que exista una ley. En
efecto, esos elementos son: 1) el acto de institución, 2) la promulgación, 3) la
aprobación, por la práctica, del grupo involucrado.

El primer gran canonista que formula esta tesis parece haber sido Francisco Zabarella
(1335-1417 ). Poco después, Nicolás de Cusa asumía la idea de "recepción" en una
eclesiología de bases filosóficas y teológicas profundas. Él hablaba en estos términos:
"Quod ad validitatem statuti tria sunt necessaria: potestas in statuente, approbatio per
usum et eius publicatio". Para el cusano la aprobación o la recepción parece asegurada
por la asamblea conciliar. Todos los autores evocan reiteradamente el famoso dictum de
Graciano sobre D. IV c. 3 "Leges instituuntur cum promulgantur, firmantur cum
moribus utentitum approbantur" inspirado en textos del derecho romano y de San
Agustín. Graciano tenía tal autoridad, que su texto fue empleado universalmente,
incluso por los adversarios católicos de Lutero.

De acuerdo con esto, la cuestión de la promulgación se planteaba de este modo: ¿Es


suficiente que la ley sea promulgada en Roma, o se requiere que sea promulgada en
cada país para que le concierna? De hecho, en algunos países, España y Francia por
ejemplo, la promulgación estaba sometida al placet real, lo que equiparaba la
promulgación a una cuestión de recepción.

b) Otra versión de la tesis de la aceptación de las leyes, propuesta a veces por


partidarios de la precedente, es más estrictamente jurídica, casi casuística. Según ella, el
legislador no puede haber pretendido obligar a sus súbditos si aquellos para quienes la
ley está destinada la rechazan. El iniciador de esta postura parece haber sido Domingo
de San Gimignano (muerto antes de 1436), y ha sido utilizada por Martín de Azpilcueta
(?1586) y por Antonio de Escobar y Mendoza (?1669).

Esta tesis, en su formulación más extrema, fue englobada en la doble serie de


proposiciones laxistas condenada por el Santo Oficio bajo el pontificado de Alejandro
VII en 1665 y 1666. La proposición condenada dice así: "Populus non peccat, etiamsi
absque ulla causa non recipiat legem a principe promulgatam" (Prop 28; DS 2048). De
hecho, la condena parecía incluir dos cosas diversas, permitiendo estas dos cuestiones:
¿Peca el pueblo al no recibir una ley? o ¿peca al no recibir una ley sin razón? De hecho,
el enunciado parecía permitir pensar que se podía rechazar, sin pecado, una ley, si
hubiese razones suficientes para ello. Han quedado rastros de la teoría de la recepción
de las leyes en autores como Anacleto Reiffenstuel (? 1703) o Benedicto XIV (?1758), y
la teología más clásica siempre ha admitido la desaparición de una ley por falta de uso.

La teoría de los galicanos

La teoría precedente se mantiene en un plano jurídico; no se refiere a las doctrinas o a


los dogmas, y sólo abarca una parte del dominio implicado en el proceso de recepción.
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Los galicanos van más lejos. La "recepción" implica que las Iglesias locales no queden
reducidas a La "recepción" implica que las Iglega". Rechazan el absolutismo papal, y
relacionan la recepción con una concepción del poder apostólico que se expresa en dos
citas bíblicas: La autoridad en el cristianismo no es dominio (Mt 20,26; Lc 22,25) ; el
poder es dado "non ad destructionem sed ad aedificationem" (2 Co 13,10).

Lo propio del pensamiento galicano, además de una sólida referencia a la historia, es el


ser muy pastoral. Insiste en las estructuras pastorales locales. Introduce en la teología
del poder la consagración de la finalidad y del uso que se hace del poder: que no sólo
está orientado, sino condicionado y moderado por el bien de las Iglesias. En estas
condiciones, no se podría admitir a la cabeza de la Iglesia un poder discrecional y
despótico, que no tuviese en cuenta el bien del que las Iglesias y sus propios pastores
tienen conciencia, y al que nadie pudiese preguntar: "¿Cur ita facis?".

Añadamos que, en la teología moderna, el texto de 2 Co 13,10 "in aedificationem, non


in destructionem", se ha hecho clásico para expresar el respeto del orden querido por
Cristo en su Iglesia. El texto era citado frecuentemente en los siglos XVI y XVII, y por
autores que no tenían nada de galicanos, a veces incluso para justificar el carácter no
obligatorio de una ley "no recibida". El mismo texto fue invocado en el Vaticano I,
tanto por los relatores de la Diputación de Fide, como por los que deseaban ver
expresados los límites del poder papal.

Interpretación y justificación teológicas

El hecho de haber construido y presentado la "recepción" en el plano del derecho


constitucional, como si se tratase de una teoría jurídica, ha mermado el contenido
mismo de la "recepción". Así Mauro Capellari trataba de refutarla desde este plano, con
peligro de ignorar el hecho histórico y la profundidad teológica de la recepción. Ésta
proviene de otro plano, como notaba el P. Fransen, calificándolo de "orgánico", en
cuanto opuesto no a "jurídico", sino a "jurisdiccional". Deriva de una teología de la
comunión, que a su vez involucra una teología de las Iglesias locales, una
pneumatología, una teología de la Tradición y un sentido de la conciliaridad profunda
de la Iglesia. La noción de recepción - no tanto su realidad, pues la vida resiste a las
teorías- quedó eliminada, ya que no expresamente rechazada, cuando se admitió una
concepción piramidal de la Iglesia, considerándola una masa totalmente determinada
por la cúspide, en la que el Espíritu casi sólo aparecía como garante de la infalibilidad
de las instancias jerárquicas y los derechos de los concilios se convertían en decretos del
papa "sacro approbante concilio".

Este proceso estuvo íntimamente ligado a otro: el paso de la primacía del contenido de
la verdad, que toda la Iglesia tenía la misión de guardar, a la primacía de la autoridad.
Esto, enfocado desde el punto de vista de la teología de la Tradición, implica el paso de
la Traditio passiva a la Traditio activa, o también de lo traditum al tradens, que fue
identificado con lo que dio en llamarse "Iglesia docente". Con esto se cambió algo la
primera perspectiva, según la cual los ministros jerárquicos ejercen un servicio, una
misión, que comporta la gracia o el carisma necesario para su cumplimiento; y este
carisma no puede ser interpretado en términos de poder jurídico. Sin embargo, existe
este poder: es la autoridad jurisdiccional quien, con respecto a los miembros de la
Iglesia, añade a la proposición auténtica de la verdad una obligación que la constituye
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en "dogma", y que se ha traducido a lo largo de la historia en la añadidura del


"anathema sit". Pero la adhesión de fe, cuando se trata de una doctrina, se dirige al
contenido de verdad. Si atribuimos al ministro una autoridad respecto al contenido de
verdad, nos situamos en el plano jurídico, y se establece una relación de obediencia. Si
consideramos el contenido de verdad y de bien, se puede reconocer a los fieles, o mejor,
a la ecclesia, una cierta actividad de discernimiento y de "recepción".

Intentaremo s precisar el estatuto teológico (eclesiológico) de la "recepción" y también


su estatuto jurídico.

Estatuto eclesiológico

Todo el cuerpo de la Iglesia, que se estructura localmente en Iglesias particulares, está


animado por el Espíritu Santo. Los fieles y las Iglesias son verdaderos sujetos de
actividad y de libre iniciativa; pero hay que tener en cuenta que no hay verdadera
pneumatología sin cristología, es decir, sin referencia normativa a algo dado, que el
Espíritu mantiene siempre nuevo, pero sin crear algo sustancialmente distinto. No hay
pneumatología sin estructuras dadas; pero respecto a las estructuras de fe, a las normas
éticas y al culto, los fieles y las Iglesias locales tienen una facultad de discernimiento,
de cooperación en la determinación de sus formas de vida. Cierto que en los asuntos que
atañen a la unidad de la Iglesia y de la fe todos deben reencontrarse en una fe común, en
una unanimidad sustancial; pero han de acceder a ella como sujetos vivos. La
obediencia es también una actividad de esa vida y el Espíritu la suscita; pero en la
Tradición de la Iglesia no todo es precepto, y las fórmulas dogmáticas requieren una
adhesión que no depende sólo de la voluntad, sino también de la inteligencia con sus
condicionamientos de cultura, de conocimientos, de lenguaje, etc.

Por eso reconocemos dos vías de acceso a la unanimidad: la obediencia y la recepción o


consentimiento. Evidentemente, según sea la postura eclesiológica, se aceptará una u
otra de las dos vías. Se insiste en la obediencia cuando se considera a la Iglesia como
una sociedad sometida a una autoridad monárquica, mientras quienes ven a la Iglesia
universal como una comunión de Iglesias, insisten en la recepción-consentimiento. Esta
segunda concepción estuvo viva durante el primer milenio. La primera ha dominado en
Occidente desde la reforma del siglo XII hasta el Vaticano II, haciendo posible otra vía
de unanimidad: la sumisión a una sola cabeza de la Iglesia, considerada como una
inmensa diócesis. Pero, al margen de que el Oriente y parte del Occidente no han
aceptado ni tan siquiera conocido ese régimen, cabría preguntarse si hace honor a
ciertos aspectos de la naturaleza de la Iglesia, cuya autenticidad es imprescindible y que
han sido redescubiertos por Vaticano II. Hay dos pilares que sostienen esta eclesiología
reencontrada: a) La Iglesia universal no puede errar en la fe. b) El consenso es efecto
del Espíritu Santo e impronta de su presencia. Él realiza la unidad de la Iglesia en el
espacio y en el tiempo (dimensión de catolicidad y de apostolicidad o tradición) ; y se
trata de reconocer y expresar esa tradición de la Iglesia. La unanimidad que buscan los
concilios apunta a ello: no expresa la suma numérica de los votos, sino la totalidad, en
cuanto tal, de la memoria de la Iglesia. Ese sentido tiene la fórmula "ego consensi et
suscripsi": yo me incorporo al consenso que se ha realizado y por el cual se ha
manifestado lo que la Iglesia cree, porque la verdad le ha sido transmitida así. Aquí
radica la autoridad de los concilios, en opinión de los Padres. En esta perspectiva, la
recepción no es más que el ensanchamiento y la prolongación del proceso conciliar.
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Puede pensarse, como de hecho hacen los ortodoxos, que esta postura eclesiológica
queda iluminada por la teología trinitaria, en la que la consideración de las hipóstasis no
queda asfixiada por el reconocimiento de la unidad de naturaleza. La tradición
eclesiológica sería la comunión de sujetos personales en una unidad que no les viene
impuesta de forma asfixiante.

Estatuto jurídico

La recepción no confiere su legitimidad a una decisión conciliar o a un decreto


auténtico; éstos reciben su legitimidad y su valor de obligación de las autoridades que
los han promulgado. En palabras de H. Dombois: a la recepción concierne siempre a
algo previo, que se propone al que lo recibe como teniendo valor de obligación". Los
ortodoxos, los viejos católicos y los galicanos afirman que la legitimidad formal de un
concilio no es suficiente, y ponen como ejemplo el latrocinio de Éfeso (449) y el sínodo
iconoclasta de 753-754. Es cierto que, según el derecho de la época, ambos eran
jurídicamente regulares, al haber sido convocados por el emperador; pero les faltó un
elemento indispensable, la recepción por el Obispo de Roma, que hoy interpretaríamos
como confirmación. Por tanto, se ha dado no-recepción de concilios jurídicamente
correctos.

Hemos visto que la recepción no crea ni la legitimidad ni la fuerza jurídica de


obligación; pero es preciso añadir que, en la tradición cristiana más legítima, los
ministerios que ejercen la autoridad nunca han actuado solos. Esto fue así en los
Apóstoles: Hch 15,2-23 y 16,4; 2 Tm 1,6 relacionado con 1 Tm 4,14 y 1 Co 5,4-5 donde
puede verse una aplicación de la disciplina comunitaria presentada en Mt 18,17-20.
También fue cierto en los obispos de la época de los mártires: Ignacio de Antioquía,
Cipriano. La razón es que un cristiano tiene siempre necesidad de un hermano cristiano,
tiene necesidad de ser confirmado por otro y, en lo posible, por una comunidad; a la
vez, reconoce que no monopoliza ni el Espíritu ni el derecho de hablar; esto es el
fundamento de la corrección fraterna, que es una realidad de la vida de la Iglesia.

Pero si la recepción no confiere ni la legitimidad ni el valor de obligación, ¿qué hace?


R. Sohm dice que es un proceso abierto, jurídicamente muy insatisfactorio. Le atribuye
un valor puramente declaratorio, atestiguando que las decisiones han emanado
verdaderamente del Espíritu que dirige a la Iglesia, y que como tales tienen valor para la
Iglesia (y no en virtud de la recepción). Sin embargo, H. Dombois hace notar que en
Sohm esta interpretación está relacionada con su tesis general de que en la Iglesia
antigua no había ningún derecho, sino sólo reconocimiento de la acción del Espíritu.

La recepción no es constitutiva de la calidad jurídica de una decisión, puesto que no se


dirige al aspecto formal de un acto, sino a su contenido. No confiere la validez, sino que
constata y atestigua que eso responde al bien de la Iglesia, pues concierne a una decisión
(dogma, cánones, reglas éticas) encaminada a este fin. De ahí que la recepción de un
concilio se identifique, en la práctica, con su eficacia; como se constata en los casos de
Nicea I, Calcedonia y Nicea II. Por el contrario, la no recepción no significa que la
decisión tomada sea falsa, sino que esta decisión no despierta ninguna fuerza de vida y,
por tanto, no contribuye a la edificación.
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A veces se ha distinguido entre poder y autoridad. El poder es jurídico, definido como a


la posibilidad que tiene un hombre de hacer prevalecer su idea y su voluntad sobre las
de los demás, en un sistema social determinado" (E. Pin). La autoridad es espiritual o
moral, es la eficacia de irradiación y de arrastre. Puede haber un poder sin autoridad y
también una autoridad sin poder; así ocurría con Cipriano, de quien decía Gregorio
Nacianceno: "No ejerce solamente su presidencia sobre la Iglesia de Cartago y de
África, sino sobre toda la región de Occidente y sobre casi todas las de Oriente, de
Norte a Sur, por todos los lugares por donde se ha extendido su admirable fama". El
mismo Agustín, obispo de una ciudad de importancia media, ha configurado el
cristianismo de Occidente durante más de un milenio. Lo mismo podría decirse de otras
figuras como Osio, Benito, Tomás de Aquino... El ideal sería que ambas dimensiones se
entrelazaran, que la autoridad en el sentido dicho, fuera siempre reconocida en el acto
del poder. Gracias a Dios, así ha ocurrido en figuras preclaras, como San Gregorio, San
León...

Podemos, por tanto, en esta perspectiva de reconocimiento por la Iglesia de lo que


contribuye "ad aedificationem", admitir elementos de las ideas de los conciliaristas
galicanos. Pero también los defensores cualificados de la monarquía papal nos aportan
consideraciones importantes. ¿Qué añade el concilio al papa?, se pregunta Cayetano,
respondiendo el Galicano Jacobo Almain: Nada, desde el punto de vista de la intensidad
de la autoridad, pero mucho para la riqueza y la irradiación de la doctrina, para su
aceptación por parte de todos. Su predecesor, Juan de Torquemada, reconoce que en
caso de duda extrema en materia de fe, es preciso reunir un concilio. En representación
de Carlos VII de Francia, Pedro de Versalles, obispo de Meaux, hace valer el siguiente
argumento (16 Dic. 1441) : Existen dos géneros de autoridad, la del poder que se ha
recibido y la del crédito o credibilidad que se pueda poseer. El poder es el mismo en
todos los pontífices, pero su crédito es variable. Piénsese si no en un Gregorio o un
León, que lo han tenido en mayor grado que otros muchos de los papas. Como vemos,
esto se aproxima mucho a la distinción entre "poder" y "autoridad" que hemos
propuesto.

Finalmente, para aclarar posiciones, Hinschius hablaba de "confirmación" (Bewährung)


por la recepción. Podemos aceptar el término, no en el sentido técnico legal, por
ejemplo la confirmación de una elección por una instancia superior (CIC, can 177), sino
en el sentido del aumento de fuerza que el consentimiento de los interesados aporta a
una decisión cuando reconocen en ella el bien de una Iglesia, que también ellos tienen
vocación y gracia de "edificar".

Tradujo y condensó: JOSE ANTONIO DIEZ BALERDI

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