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"DIARIO DE BAR" - Roberto Bolaño y A. G.

Porta

Relato escrito a cuatro manos entre R. Bolaño & A. G. Porta, incluido en el


libro "Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce"

Jueves, 8 de febrero de 1979


Hacia las siete de la mañana Vila fumaba en un rincón atrás de la barra, el culo
acomodado en el reborde de la repisa, los ojos pensativos y los brazos cruzados sobre el
estómago. Tras franquear la entrada, Mario se quedó un instante mirándolo antes de
subirse a la banca y apoyar los codos en el mostrador. Un café solo, dijo a modo de
buenos días. Vila se levantó, tenía el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas,
como si jamás le hubiera dado el sol. Hola, chileno, respondió sin quitarse el pucho de
los labios, caminando con movimientos de basquetbolista hacia la cafetera, un viejo
modelo italiano al que de vez en cuando pasaba un trapo mojado con abrillantador. Un
café solo, murmuró para sí mismo. No había nadie más en el bar, afuera llovía. El
chileno se sacó la chaqueta y la sacudió, después la dejó colgando en la banca de al lado.
Algo similar a un temblor le removió el estómago y la columna vertebral. Luego, la
calma. Póngale un par de gotas de coñac, le pidió. Vila asintió con un suspiro, después
de una noche de trabajo al chileno le resultaba agradable estar allí, en la penumbra del
rectángulo largo y estrecho, con el suelo tapizado de colillas y sobres de azúcar vacíos
que la hija de Vila se encargaría de barrer en un par de horas más. No había
parroquianos, afuera llovía y a Mario le brillaban los ojos, un brillo adquirido tras una
noche en vela. Pensé que te habías muerto, saltó de pronto Vila mientras ordenaba
unas botellas en la estantería. Mario bostezó. Luego prendió un Ducados y bebió el
primer sorbo de café. Era un líquido negro y casi apestoso, con olor a sobaco, que le
hizo efecto de una patada en el interior de la garganta. Póngale un poco más de coñac,
dijo. Igual se hubiera podido frotar las manos, quizá lo hizo mentalmente. Vila nunca le
cobraba el coñac cuando se lo solicitaba de esa forma. Viene en el periódico de ayer. Un
chileno saltó de un séptimo piso aquí al lado, gesticuló el hombre para que Mario se
hiciera una idea de hacia dónde sobrevino el suceso. Era vecino, aunque nadie lo
conocía, explicó Vila escarbándose una muela con una cerilla de cera. Luego encendió
otro cigarrillo y se acercó hasta quedar frente a Mario. No sabía qué pensar, la semana
pasada no viniste. No sabía qué pensar, se repitió el chileno para adentro,
acompañando el pensamiento con un movimiento vago de la mano, sintiendo las
falanges pesadas, como si cada dedo estuviera unido al otro por una membrana
transparente y densa. Se observó la mano con curiosidad mientras Vila pensaba en el
suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, calcados al
chileno. Mario se vio en la mente del dueño del bar cayendo de las alturas, aplastado
contra el suelo, rodeado de pronto de gritos y de voces que se interesaban por él.
Mantuvo la boca cerrada, no tenía ganas de hablar. Si desconocían su identidad, ¿cómo
sabían que era chileno?

Viernes, 9 de febrero de 1979


Encontraron el pasaporte debajo del colchón, envuelto en una hoja de periódico, junto
con algo de bisutería. No dejó testamento, ni dinero, desde luego, ni ropa, ni tan
siquiera un paquete de cigarrillos. Lo puesto y basta.

Sábado, 10 de febrero de 1979


Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las
calles, como si fueran compatriotas del chileno. Parecía estúpido recordarle la
inexactitud del pensamiento mecánico. Vila ya conocía eso por antecedentes históricos,
si se quiere, de guerra, de raza, de clase, y si decía que eran compatriotas de Mario, lo
hacía de forma casual, para abreviar los párrafos que se amontonaban en su cabeza
completamente despeinada a esa hora, igual que durante el resto de la jornada.

Domingo, 11 de febrero de 1979


En medio del silencio dominical, Vila esperaba la pregunta con una especie de
paciencia colgándole de los ojos, aunque a Mario le pareció que no tenía muchas ganas
de hablar. Por una rendija de la puerta de vidrio se filtraba, a intervalos, una corriente
de aire frío. No se descarta la posibilidad de asesinato, dijo escanciando, sin que el
chileno se lo pidiera, un chorrito extra de coñac en lo que quedaba de café.
Simplemente saltó, o lo echaron por la ventana del patio interior. Como si abajo
estuviera el mar, pensó Mario, notando que era un tópico harto trillado. Se le ocurrió
que hasta entonces ni siquiera había podido imaginar su cara o la complexión del
tronco o el tamaño de sus orejas. Se tiró el piquero, se repitió dos o más veces,
recordando que esa palabra le llevaba a su infancia, a esos años infantiles transcurridos
en Viña del Mar, en casa de la abuela que les acompañaba, a su hermana y a él, a la
piscina Recreo, donde se tiraba piqueros. Y en las prolongadas caminatas con su abuela
por el molo de Valparaíso, y en la roca de los enamorados, también llamada El Salto o
la roca de los suicidas: un saliente sobre el mar adonde iban a matarse los porteños
desesperados, cimentando con sus cuerpos, recogidos de entre los peñascos por los
bomberos, la aureola de una cosa sagrada, de la gran piedra, santuario para los otros
enamorados que retozaban en sus rincones o el paraje, casi turístico, adonde las viejas
inquietas arrastraban a sus nietos. Vila dijo haber reconocido al suicida en un retrato
que le mostró el viernes la policía. Era vecino del bar, aunque no solía entrar. Le veía
pasar por la calle de vez en cuando. Mario bebió un sorbo de la taza. Mientras el forense
despachaba al muerto, forzaron la puerta del piso. La sala estaba vacía. Nada, no
quedaba nada, polvo, una cama y una Guía Urbana de Barcelona. Hay gente así. Quizá
era triste, pero no lo pensó.

Lunes, 12 de febrero de 1979


Aproximadamente a las diez y media de la mañana Mario atravesó el umbral de la
puerta para sentarse en la banca y apoyar los brazos en el mostrador. Era muy tarde,
había estado escribiendo hasta entrada la mañana, hasta que despertó, dormido sobre
el escritorio. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Luego se miró en el espejo
mientras encendía un Ducados. Tras él una pareja de estudiantes se besaba en una de
las mesas, sendas carpetas atadas con elásticos a un lado. La hija de Vila barría a su
alrededor. A las diez y cuarenta entró una mujer, una larga y gruesa bata la cubría hasta
rozar unas zapatillas acolchadas de vivos colores. Casi temblando pidió que la dejaran
llamar a la policía. Vila la miró sorprendido. Mario y la pareja de la mesa levantaron la
vista. La hija del dueño siguió con su labor. ¿Necesita ayuda?, preguntó Vila mientras
daba línea al teléfono. Por la actitud de la mujer todos interpretaron que no era
necesario. Ésta marcó un número que tenía anotado en un papel y pidió por el
inspector Andrade. Luego se identificó como la portera del inmueble donde el suicida,
dijo. El suicida, repitió, ha recibido una carta.

Martes, 13 de febrero de 1979


Entró un muchacho completamente mojado, se paró en el otro extremo de la barra y
pidió una coca-cola. La puerta tardó en cerrarse y Mario sintió frío. Vila volvió junto a
él. Sabían que era chileno por la portera, por eso pensé que quizá se trataba de ti. El
primer día a nadie se le ocurrió buscar debajo del colchón. Ahí guardaba su pasaporte.
¿Tú donde lo guardas? Mario siempre andaba con él. Un viejo y arrugado pasaporte de
color azul en el bolsillo trasero del pantalón. Mario no exteriorizó ningún gesto que
revelara lo que pensaba en aquel momento. Levantó la vista y dirigió su mirada hacia
Vila, derecho a los ojos. Se interrogaba a sí mismo, preguntándose qué diligencias
habría emprendido la policía después de que recayera sobre él la sospecha de ser el
suicida. Vila dejó de apoyarse con los codos en el mostrador, se colgó el trapo en la
espalda y cobró la coca-cola del muchacho. Abrió la caja con un ensordecedor ruido
metálico y la volvió a cerrar mientras el chico salía. Afuera llovía. A través de la vidriera
se veía la calle, desprovista de peatones, gris sobre gris, transitaba por automóviles que
rodaban lentamente, alguno con ventanillas tan empañadas que no distinguía nada en
su interior. No viniste durante una semana y dudo que haya demasiado vecinos
chilenos. Mario pensó que, por una vez que alguien se preocupaba de su suerte, metía
la pata hasta la rodilla. Quizá tampoco fuera preocuparse por uno averiguar si estaba
muerto. En todo caso era preocuparse por sus familiares, o por el censo, o por una
herencia, por el futuro corte y confección de un poema elegiaco. Francamente, pensó el
chileno, ya no le importaba demasiado.

Miércoles, 14 de febrero de 1979


En el fondo era una historia sencilla, pensó el chileno: la guerra de cada día, la de fuera
y a de dentro de uno mismo, la lejana y la que corroe las entrañas. Se le cerraron los
ojos. Se estaba quedando dormido. En la parte trasera de un automóvil una niña bajó el
cristal de la ventana, asomó la cabeza y luego le miró brevemente, sin verle. No tendría
más de nueve años y llevaba el pelo recogido en un par de trenzas que se apoyaban en
los hombros de una chaqueta escolar de color azul. El coche se puso en movimiento, la
niña soltó unos papelitos que se humedecieron en cuanto llegaron al suelo, luego subió
el cristal. Lo último que vio fue una trenza o tal vez otro niño, agazapado en el más allá
del asiento posterior. Y después más coches. Todos herméticamente cerrados. Mario
abrió los ojos y no supo si lo había soñado. Aún le quedaba la imagen de la niña.

Jueves, 15 de febrero de 1979


Era estudiante y tenía un amor. Una chica le había escrito una carta. Un achica de
Gerona. Era estudiante y en el piso sólo encontraron la Guía Urbana de Barcelona. Eso
era un piso para otra cosa, dijo Vila. Puede que le mataran. Todo ellos era muy extraño.
Hay gente así. Una chica le había escrito una carta de amor. Presumiblemente era su
novia. Él era estudiante y la carta llegó tarde.

Viernes, 16 de febrero de 1979


Pensó que con una pista (una carta era una pista), olvidarían que él, primer sospechoso
de haberse suicidado, no tenía ni siquiera permiso de residencia. Nada, ni una libreta
de direcciones, le había dicho Vila mientras le añadía un poco de coñac al café. Como si
el tipo no tuviera amigos en todo Barcelona. Tener amigos; estar solo; relacionarse; un
amor; una carta. Pero si entraban en su habitación, se sonrió el chileno, encontrarían
algo más: libros, novelas escritas de su puño y letra en cuadernos sin marca. Se
preguntó qué ocurría con su diario, si sería desmenuzado frase a frase, palabra a
palabra por detectives ávidos de información, presurosos por cerrar un caso, su caso. Si
entraban en su habitación, aseguró Vila, podrían llenar un camión de facturas y
albaranes. Olían a bar. El chileno pensó que más bien era triste. Imaginó al suicida
caminando con la famosa Guía. A diferencia de lo que le ocurriera unos días antes,
ahora casi podía verlo: abrigo marrón raído, la guía sujeta en la mano derecha, la
izquierda en el bolsillo; soñando con una carta. Vila se pasó la mano por los cabellos
con la intención de peinar lo que no tenía arreglo. Mario le miró a los ojos. Como
siempre, tenía sueño. Había estado escribiendo hasta muy tarde, por supuesto hasta
clarear el día.

Sábado, 17 de febrero de 1979


Vila puso en marcha la cafetera. Salió de atrás de la barra y acabó de subir la puerta
metálica. Pasó el trapo por encima de las mesas. Les puso un cenicero. Como por
inercia dispuso en orden los taburetes y volvió detrás del mostrador. Abrió la nevera y
extrajo unas pequeñas cazuelas de tapas que dejó a la vista, bajo la protección de
cristal. Puso el aceite en una sartén y ésta a calentar en el fuego, luego sacó unas patatas
a rodajas que ya venían preparadas y las dejó a la vista cerca de la cocina. Encendió un
cigarrillo y tiró la cerilla al suelo, junto a las colillas y los sobres vacíos de azúcar, al otro
lado del mostrador. La hija de Vila se encargaría de barrerlo en un par de horas.
Cuando la cafetera estuvo caliente se preparó un café cargado. ¡Vaya mañanita!, se dijo
sin saber por qué. Hacía un frío en el exterior, todavía oscuro, de donde llegó Mario con
cara de sueño.

Domingo, 18 de febrero de 1979


La calle no se había despertado todavía. Era muy tarde cuando Vila abrió al público.
Mario se cruzó en la entrada con un par de ancianos que irían a misa. Pidió lo de
siempre, un café solo, a modo de buenos días.

Lunes, 19 de febrero de 1979


Pasó un coche rojo. Muy rojo y brillante. Luego uno de color verde descolorido. Un
viejo de dientes desparejos y traje gris de corte clásico tomaba su café con leche, el
sombrero encima del mostrador. Afuera llovía como casi todos los días. La ciudad se
iba despertando. Mario observó a la gente que se dirigía al trabajo, arropados debajo de
sus paraguas, con el bocadillo envuelto en la mano libre, con los ojos recién estrenados,
con ese ritmo silencioso que caracteriza las primeras horas del día. Entró el hijo mayor
del panadero abriéndose la puerta con el pie; en las manos una bandeja repleta de
pastas tapadas por un celofán transparente. Buenos días, dijo. Buenos días,
respondieron Vila, el viejo del traje gris y Mario, casi al unísono. Tras despachar al
muchacho, Vila se acercó a Mario. Ahora dicen que murió antes de caer por la ventana.
Habladurías del barrio que saca sus propias conclusiones cada vez que se acerca un
inspector preguntando sobre tal o cual cosa, por si recuerdan algún detalle. El chileno
sorbió un café lentamente, apurando el cigarrillo, viendo llover en la acera. De nuevo
gris sobre gris. Habladurías del barrio. Dos árabes ataviados con chilabas se detuvieron
ante la puerta, dieron un vistazo al interior del bar y luego siguieron su camino. Mario
imaginó que también poseerían una maravillosa Guía Urbana de Barcelona. Debería
escribir algo sobre “El hombre que sólo leía la Guía Urbana de Barcelona”; un viejo
amante de la novela negra. El chileno metió la mano en el bolsillo buscando el dinero
con que pagar la consumición. Vila, acomodado en el reborde de la repisa, se dio
impulso y levantó el culo, el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas como si
jamás les hubiera dado sol. Recogió el dinero y saludó con la cabeza a modo de
despedida sin quitarse el pucho de los labios. Mario se bajó de la banca y dio unos
pasos en dirección a la puerta. En aquel momento pensó que volvería a casa, quizá
dando un paseo, rodeando el camino más corto. Para matar el rato, se dijo. De vuelta,
los ojos se le detuvieron en los adoquines brillantes donde se reflejaban fragmentos de
las viejas murallas, paredes grises y balcones de hierro negro, como ruinas estudiadas
por arquitectos del futuro delicadamente piadosos. La lluvia fue como una barrera que
le enturbió el destino. ¿Vas a dormir?, le preguntó su hermana apenas abrió la puerta.
Quítate esas ropas. Mario estornudó un par o tres veces. Y séquese el pelo antes de
acostarse, niñito, añadió ella. Él recordó al bueno de Vila y a la abuela de Viña del Mar,
echó una última mirada al escritorio, revolvió los papeles con los dedos de una mano
mientras apagaba el pucho en el cenicero y luego, despacio y sin vacilaciones, saltó al
vacío por la ventana del patio interior. Como si de la puerta trasera se trata, pensó,
simplemente como si abajo estuviera el mar.

Roberto Bolaño & Antoni García Porta


Barcelona, distrito 5º (invierno de 1979)
 

Recuperado   de   http://uninstantedecaos.blogspot.com/2010/12/diario-­‐de-­‐bar-­‐
roberto-­‐bolano-­‐y-­‐g-­‐porta.html  

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