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Camila, mi mejor amiga de la infancia.

Nos criamos juntxs, nuestras madres mejores


amigas. Acampábamos en el patio, jugábamos con barro, nos golpeábamos tirándonos de
la pileta, nos peleábamos por los juguetes y patinábamos en el club.
A eso de mis dieciséis tuve un sueño vívido: la vi embarazada comprando ropita de bebé.
Me desperté llorando y corrí a contarle a mi mamá. Nos calmamos, hablamos con su mamá
“mucho cuidado que en esta familia somos brujas, las cosas que soñamos se cumplen”,
como la vez que mi hermana soñó que le prendían fuego el auto a un femicida y pasó.
Después de unos meses se terminó el delirio, nada había pasado, no había ningún
embarazo y nuestras adolescencias no corrían peligro.
Un domingo de almuerzo familiar con madre, padre, hermanas, mi mamá sacó a mi
hermanito al patio y puso una cara muy seria. Nos miramos todxs a los ojos: algo estaba
pasando. “La Camila está embarazada”. Nos volvimos a mirar y lloramos. Todxs lloramos.
Nadie lo podía creer. Fue como una tragedia familiar.
Ahí fue cuando dejé de verla. Yo continué con mi adolescencia, ella perdió la suya. Dejó de
salir de su casa, de ir a la escuela, de juntarse con sus amigas. Dejó de tirar bolitas de barro
a la casa de la vecina, de jugar en los charcos, de andar en bicicleta.
Camila se convirtió en una adulta. Se fue a vivir con su pareja, empezó a comprar pañales,
a hacer cuentas, convirtió su habitación en la de un bebé, con cunita y toda la cosa.
Desapareció la Camila que por 15 años había conocido, la Camila que hace unos meses
hizo su fiesta de 15, donde cambió la zapatilla por el taco en un humilde acto con su padre
del corazón.
La última vez que la vi fue el día del parto. Mi vieja me pidió que le lleve algo de plata
porque no estaba pudiendo con todas las cosas.
Entré a la habitación y me miró con cara de pena “perdón, no te lo supe decir”. Nos
abrazamos y nos despedimos para siempre.

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