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Trabajaba con enfermeras que murieron en un

ataque kamikaze

CORTESÍA DORIS HOWARD (SEGUNDA DESDE LA DERECHA)

Esta primavera, cuando Doris Howard, de 100 años, vio escenas del barco
hospital USNS  Comfort llegando al puerto de Nueva York durante el pico de
COVID-19 en la ciudad, le trajo recuerdos de hace tres cuartos de siglo,
cuando estaba en un barco que llevaba el mismo nombre (el
USS Comfort) frente a Okinawa, Japón.
En esos momentos, el peligro eran los kamikazes: aviones suicidas japoneses.
“Nunca sabías si serías el siguiente”, recuerda Howard, una enfermera del
ejército a bordo del barco hospital durante la Batalla de Okinawa, la última gran
batalla de la Segunda Guerra Mundial. “Solo sabías que era muy probable que
te atacaran”.
Howard nació en Wisconsin y se unió al Cuerpo de Enfermeras del Ejército de
EE.UU. unas semanas después de que bombardearan Pearl Harbor. Para abril
de 1945, era teniente y atendía a los jóvenes estadounidenses heridos en la
batalla. “Los aviones venían de noche, volaban muy bajo, hacían mucho ruido y
hacían mover el barco cuando tiraban las bombas. Si atacaban otro barco,
sabíamos que recibiríamos una gran cantidad de pacientes”. 
"Nunca sabías si ibas a ser el próximo. Solo sabías
que era muy probable que te atacaran. Podía ser en
cualquier segundo".
— Doris Howard
Durante esta batalla de tres meses, los ataques kamikazes fueron
responsables del hundimiento de 26 barcos estadunidenses. El Comfort, que
llevaba más de 500 heridos, estaba pintado de blanco y se identificaba con
cruces rojas, pero aún así era un blanco. A Howard finalmente se le acabó la
suerte el 28 de abril de 1945, cuando mientras atendía a los infantes de marina
heridos, uno de los aviones suicidas dio contra el barco. Murieron 28 personas,
entre ellas seis enfermeras, y fue el ataque más mortífero contra las mujeres
del servicio militar de EE.UU. durante la Segunda Guerra Mundial.
Cuando explotó el tanque de combustible del avión, Howard recuerda que fue
lanzada ocho pies y pegó contra un mamparo. Quedó ensordecida y
temporalmente paralizada. Sin embargo, a las pocas horas ya estaba de
regreso en su estación.
El Comfort pudo llegar a Guam para ser reparado. Las enfermeras que
trabajaban con Howard fueron enterradas en una ceremonia profundamente
conmovedora, con banderas que cubrían los ataúdes.
Cuando terminó la guerra, Howard estaba en el país trabajando en un hospital
de Oakland, California. “Todos sentimos una profunda felicidad”, señala. “Había
terminado, y en todos lados gritaban ‘¡Paz!’”. Howard se casó y trabajó de
enfermera en el Área de la Bahía hasta el 2005, cuando se mudó a Reno,
Nevada, para estar con su hijo.
Esta primavera, desde su cuarentena, vio que el USNS Comfort había sido
enviado a Nueva York. “Hubo un pedido de profesionales médicos jubilados
para regresar al servicio y estuve tratando de pensar qué podía hacer yo”, dice.
“Pero me temo que al estar en una silla de ruedas, mi presencia sería más un
obstáculo que una ayuda. No obstante, iría, si me necesitaran y quisieran
contar conmigo”.

Vi la derrota en el rostro de los guardias


japoneses 
ARKIVI/GETTY IMAGES

Submarino de la Marina de Estados Unidos USS Tang.

A primeras horas del 25 de octubre de 1944, el jefe contramaestre Bill Leibold


se paró en el puente del USS Tang, el submarino estadounidense más
mortífero. Observó con binoculares en la oscuridad cuando el último torpedo
del barco alcanzó la superficie del océano. Los segundos siguientes quedaron
grabados en su memoria para siempre.
“¡Allí va uno! ¡Errante!” gritó.
El torpedo se averió, dio la vuelta y golpeó el Tang con una explosión enorme.
Sobrevivieron solo nueve de los 87 tripulantes. Los japoneses los rescataron de
las frías aguas frente a Taiwan y los enviaron a un campo para prisioneros de
guerra en Omori, Japón. Fue allí donde Leibold y sus compañeros
submarinistas estaban trabajando cuando el 15 de agosto de 1945 escucharon
la voz del emperador Hirohito en un altavoz: “Hemos resuelto allanar el camino
para una gran paz… soportando lo insoportable y sufriendo lo insufrible”.
Leibold vio el rostro de los guardias japoneses y supo que la guerra había
terminado. Había bajado 70 libras en cautiverio. Esa noche lo celebró con otros
estadounidenses “eufóricos” con guiso de tripas de caballo. Los prisioneros
fueron liberados 13 días después, cuando las fuerzas de Estados Unidos
llegaron al campo. Pero el abuso acabó después de las palabras del
emperador.
Leibold está convencido de que él y los otros ocho sobrevivientes del Tang se
mantuvieron con vida gracias al amor. “Siete de los nueve estábamos
casados”, enfatiza. Algunos tenían hijos pequeños y lucharon con ferocidad
para volver a verlos. Se había reportado la pérdida de toda la tripulación del
submarino. Sin embargo, la esposa de Leibold, Grace, no había perdido la
esperanza. Finalmente pudo abrazarla en Los Ángeles a fines de septiembre
de 1945.
Cuando el coronavirus se extendió por todo el país esta primavera, Leibold,
que ahora tiene 97 años, se confinó a su habitación en un centro de cuidados
en California. “Es como estar preso. Para ser muy sincero, la situación es
mucho más estricta de lo que fue a veces [como prisionero de guerra]”. Es el
único sobreviviente de la última patrulla del Tang. “Todavía estoy aquí, y todos
ellos ya han partido…”
¿Qué hará Leibold este verano para conmemorar el 75.° aniversario de la
victoria sobre Japón? No mucho, suspira, dado que se encuentra en
aislamiento estricto. “Para mí, será como cualquier otro día”. Espera con ansias
el día que pueda salir del confinamiento infernal y volver a abrazar fuerte a un
ser querido.

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