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YO NO DESCIENDO DEL TRUENO


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En la vasta desolación de Macanao recuerdo la guerra. Esta intemperie, nacida de las

batallas de la eternidad contra las piedras, resulta propicia. La eternidad ama el

desierto y trabaja para hacer transparente hasta la última piedra de este mundo. Quizá

por eso no hay lugar mejor para recordar una guerra: acá tu alma queda expuesta a

toda la violenta intemperie del mundo.

En esta dura vastedad recuerdo. Sobre todo en las noches cuando las constelaciones

empequeñecen, sin quererlo, todo lo humano y la remembranza del heroísmo de unos

pocos me reconcilia con la condición de hombre. A veces cierro los ojos y me duermo

arrullado por un dulce rumor de odiseas que jamás serán cantadas. Cuando despierto

el mar nocturno me ha dejado un sabor a tormenta en los labios.

En esta vieja ranchería, sobre una breve península de arrecifes y restos de naufragios

olvidados, me recuesto en mi hamaca y me pongo a recordar la guerra y a mi amigo

Antonio Díaz, capitán de tripulaciones tan extrañas y salvajes.

II

Ahora vuelvo a escuchar las voces de esas tripulaciones, como un rumor babélico

resonando en mi memoria, voces familiares y extrañas que tantas veces me hablaron,

alrededor de una hoguera, en alguna playa de Paria o, en algún islote olvidado por

Dios, en el inmenso laberinto de los caños del delta:

“Gaspar Najajoyo, Gaspar faraute, Gaspar traductor del rayo, Gaspar intérprete del

idioma del relámpago, cuéntanos, otra vez, una de tus viejas historias, regálanos otro
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de esos cuentos que llegaron desde la otra orilla…desde esa imposible orilla que

seguramente conoció Amalivaca… “

“Gaspar Ino ara, hijo de Shangό, Gaspar griot, conocedor de todas las historias, recita,

otra vez, uno de tus relatos sagrados… danos, si es posible, la exquisita descripción

del escudo de Aquiles, el de los pies ligeros, esa protección guerrera hecha a mano por

Ogún… cuéntanos, te rogamos, una de esas historias, la que quieras contar…”

Pero sobre todo recuerdo la voz del capitán, imponiéndose a todas, como si fuese el

mandato de un imposible trueno sereno:

“Gaspar Cáceres, primo de la mujer de Arismendi, pequeño monstruo sagrado…

Gaspar chinamo, Gaspar hijo er diablo, bendecido por la llama que tocó la cabeza de

los santos en Pentecostés, haciendo que hablasen todas las lenguas… cuéntanos una

de tus historias, cualquiera de esas que ahuyentan las pesadillas provocadas por las

batallas y que nos regalan buenos sueños…”

Yo, Gaspar Cáceres, traductor de todos los idiomas y contador de historias. Yo el que

narró cuentos, tejiendo, como una oculta red de pesca, fragmentos de Homero, de

Heródoto y de Tucídides, para los marinos de las flecheras, para los combatientes de

las “fuerzas sutiles”, ese escudo flotante forjado en las batallas, de aquella nuestra

frágil República en armas.

III

¿Qué nos hace humanos? ¿Qué es eso que nos coloca más allá de los animales y más

acá de los ángeles o de los demonios, esas furias del abismo? ¿De dónde provienen el
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valor, el heroísmo, la capacidad de sacrificio por gente que pertenece a un futuro que

jamás conoceremos?

A veces creo que toda mi vida no ha sido otra cosa que un vano esfuerzo por

responder a estas preguntas. Y después de tantos años creo que puedo enumerar sólo

dos ocasiones en las que vislumbré una respuesta. Y fue entre los caños del eterno

Orinoco y también en las cercanías de un cerro desconocido para el mundo, en el

interior de una pequeña isla del Caribe. Por entonces y a pesar de mi poca edad ya

había arrostrado todas las tribulaciones del destino: un terremoto que destrozó mi casa,

una salvaje guerra de exterminio y el triunfo en una batalla imposible contra legiones

escapadas del infierno.

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