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HEDIONDO

Le dieron un caballo y un estandarte, un jubón de lana suave y un manto caliente de piel,


se lo puso flojo. Por primera vez, no apestaba. «Regresa con ese castillo», dijo Damon
Baila-para-mí mientras ayudaba a Hediondo a subir a la silla, «o puedes seguir adelante y
ver hasta dónde llegas antes de que te atrapen. Eso les gustaría, les gustaría» Sonriendo,
Damon dio el caballo un golpe en la grupa con su látigo, y el viejo capón relinchó y se
puso en marcha.
Hediondo no se atrevió a mirar hacia atrás, por temor a que Damon y Dick y Amarillo y
Ronco, y el resto viniera tras él, a que todo esto fuera tan sólo otra de las bromas de Lord
Ramsay, alguna prueba cruel para ver lo que haría si le daban un caballo y lo ponían en
libertad. «¿Creen que voy a correr?» El jamelgo que le había dado era una cosa
miserable, zamba y medio muerta de hambre, nunca podría dejar atrás a los finos caballos
que Lord Ramsay y sus cazadores montarían. Y Ramsay no amaba nada más que poner a
sus chicas a ladrar tras el rastro de una presa fresca.
Además, ¿a dónde correr? Detrás de él estaban los campos, llenos de hombres de Fuerte
Terror y los que Ryswells había traído de los Arroyos, con las huestes de Barrowton
entre ellos. Al sur de Foso Cailin, otro ejército se acercaba por la calzada, un ejército de
Boltons y Freys marchando bajo de el pendón de Fuerte Terror. Al este del camino se
extendía una costa inhóspita y estéril y un frío mar salado, al oeste los pantanos y
ciénagas del Cuello, infestados de serpientes, lagartos león, y los demonios del pantano
con sus flechas envenenadas.
No correría. No podía correr.
«Le entregaré el castillo. Lo haré. Debo».
Era un día gris, húmedo y brumoso. El viento del sur, como un beso húmedo. Las ruinas
de Foso Cailin eran visibles en la distancia, colándose a través de los jirones de niebla de
la mañana. Su caballo se movía hacia ellas paso a paso, sus cascos sonando con un
húmedo y débil chapoteo cuando se desprendían del fango gris-verdoso.
«Ya he venido aquí antes». Fue un pensamiento peligroso, y se arrepintió de inmediato. –
No– dijo: –no, fue otro hombre, fue antes de saber su nombre.– Su nombre era Hediondo.
Tenía que recordar eso. Hediondo, Hediondo, rima con puerro.
Cuando ese otro hombre había llegado por este camino, un ejército lo había seguido de
cerca, el gran ejército del norte cabalgando a la guerra bajo la bandera de gris y blanca de
la Casa Stark. Hediondo cabalgaba solo, sosteniendo un bandera de paz izada en un asta
de pino. Cuando ese otro hombre había llegado por este camino, lo había hecho
montando un corcel rápido y enérgico. Hediondo montaba un jamelgo descompuesto,
todo piel, huesos y las costillas, y lo cabalgaba lentamente por temor a caerse. El otro
hombre había sido un buen jinete, pero Hediondo se sentía incómodo a lomos del caballo.
Había pasado tanto tiempo. No era un jinete. Ni siquiera era un hombre. Él era una
criatura de Lord Ramsay, peor a un perro, un gusano en piel humana. "Te harás pasar por
un príncipe", le dijo Lord Ramsay la noche anterior, mientras Hediondo estaba
remojándose en una tina con agua muy caliente, –pero nosotros sabemos la verdad. Eres
Hediondo. Siempre serás Hediondo, no importa cuán dulce huelas. Tu nariz te puede
mentir. Recuerda tu nombre. Recuerda quién eres–
–Hediondo– dijo. –Su Hediondo.
–Hazme este pequeño favor, y podrás ser mi perro y comer todos los días– le prometió
Lord Ramsay. –Te sentirás tentado a traicionarme. Para correr o luchar o unirte a nuestros
enemigos. No, tranquilo, no te oiré negarlo. Miénteme y tomaré tu lengua. Un hombre se
volvería contra mí en tu lugar, pero sabemos lo que eres, ¿o no? Traicióname si quieres,
no importa... pero primero cuenta tus dedos y sabrás el costo.
Hediondo sabía el costo. «Siete», pensó, «siete dedos. Un hombre puede conformarse con
siete dedos. Siete es un número sagrado». Recordó cuánto le había dolido cuando Lord
Ramsay mandó a Skinner a desollar su dedo anular.
El aire estaba húmedo y pesado, y estanques poco profundos de agua salpicaban el suelo.
Hediondo se abrió paso entre ellos con cuidado, siguiendo los restos de la carretera de
troncos y tablones que la vanguardia de Robb Stark había construido sobre suelo suave
para acelerar el paso de su ejército. Donde una vez una poderosa muralla había estado,
sólo quedaban piedras dispersas, bloques de basalto negro, tan grandes que se habían
requerido cientos de hombres para ponerlos en su lugar. Algunos se habían hundido tan
profundamente en la ciénaga que sólo mostraban una esquina; otras estaban esparcidas
como juguetes abandonados por algún de Dios, agrietadas y en ruinas, con manchas de
líquenes. La lluvia de anoche había dejado a las grandes piedras, húmedas y brillantes, y
el sol de la mañana hacía que se vieran como si estuvieran recubiertas de un poco de fino
aceite negro.
Más allá estaban las torres.
La Torre del Borracho se inclinaba como si estuviera a punto de colapsar, como lo había
hecho durante medio millar de años. La Torre de los Niños se alzaba hacia el cielo tan
recta como una lanza, pero su desmoronada parte superior estaba abierta al viento y a la
lluvia. La Torre De la Compuerta, rechoncha y amplia, era el mayor de los tres, pegajosa
por el musgo, un árbol retorcido crecía en las piedras del lado norte, fragmentos de muro
roto aún permanecían en pie del este al oeste. «Los Karstarks tomaron la Torre del
Borracho y los Umbers la Torre de los Niños, recordó. Robb reclamó la Torre De la
Compuerta como suya».
Si cerraba los ojos, podía ver los estandartes con los ojos de su mente, rompiendo
valientemente en un rápido viento del norte. «Todos se han ido, todos cayeron». El viento
en sus mejillas soplaba desde el sur, y los únicos estandartes encima de los restos de Foso
Cailin mostraban un Kraken dorado sobre un campo de negro.
Estaba siendo vigilado. Podía sentir los ojos. Cuando levantó la vista, alcanzó a ver
pálidas caras que lo miran desde atrás de las almenas de la torre De la Compuerta y a
través de la mampostería rota que coronaba la Torre de los Niños, donde la leyenda dice
que los niños del bosque llamaron alguna vez al martillo de las aguas para romper las
tierras de Poniente en dos.
El único camino seco a través del Cuello era la calzada, y las torres de Foso Cailin Foso
conectaban su extremo norte como un corcho en una botella. El camino era estrecho, las
ruinas bien posicionadas de tal forma que cualquier enemigo que viniera desde el sur
debería pasar por debajo y entre ellas. Para asaltar cualquiera de las tres torres, un
atacante debía exponer su espalda a las flechas de las otras dos, mientras que escalar las
paredes de piedra húmedas tachonadas con serpentinas de ghostskin blanco y viscoso. El
terreno pantanoso más allá de la calzada era infranqueable, un laberinto sin fin de hoyos
de succión, arenas movedizas, y brillantes praderas verdes que parecían sólidas para el
ojo desprevenido, pero que se volvían agua en el instante que pisaban sobre ellas, Todo
infestado con serpientes y flores venenosas, monstruosos lagartos león con dientes como
dagas. Igual de peligrosa era su gente, rara vez vista, pero siempre al acecho, los
habitantes de los pantanos, los comedores de ranas, los hombres de barro. Pantano y
Caña, Turba y Cienega, Cray y Quagg, Greengood y Blackmyre, esos eran la clase de
nombres que se daban. Los hijos del hierro los llamaban a todos ellos los Demonios del
Pantano.
Hediondo pasó sobre el cadáver descompuesto de un caballo, una flecha sobresalía de su
cuello. Una serpiente blanca y larga se deslizó por su cuenca ocular vacía cuando se
acercó. Detrás del caballo divisó a su jinete, o lo que quedaba de él. Los cuervos lo
habían despojado de la carne la cara y un perro salvaje había excavado por debajo de su
cota malla para alcanzar sus entrañas. Más adelante, otro cadáver se había hundido tan
profundamente en el lodo que sólo la cara y los dedos se mostraban.
Más cerca de las torres, los cadáveres cubrían el suelo por todas partes. La sangre florecía
de sus heridas abiertas, pálidas flores con pétalos regordetes y húmedos como los labios
de una mujer.
«La guarnición no me conoce». Algunos podrían recordar al niño que había sido antes de
conocer su nombre, pero Hediondo sería un extraño para ellos. Había pasado mucho
tiempo desde que se vio por última vez en un espejo, pero él sabía de cuántos años
parecía. Su cabello se había vuelto blanco, gran parte de él se había caído, y lo que
quedaba estaba tieso y seco como la paja. Los calabozos lo habían dejado débil como una
anciana y tan delgado que un viento fuerte podría derribarlo.
Y sus manos... Ramsay le había dado guantes, guantes de fino cuero negro, suave y
flexible, relleno de lana para ocultar la falta sus dedos, pero si alguien miraba de cerca, se
daría cuenta de que tres de sus dedos no se doblan.
–Hasta ahí!– Gritó una voz. –¿Qué quieres?
–Palabras.– Espoleó su copón hacia adelante, agitando la bandera de la paz de forma que
no pudieran dejar de verla.
–Vengo sin armas.
No hubo respuesta. Detrás de las paredes, sabía, los hijos de hierro estaban discutiendo
sobre si dejarlo entrar o llenar su pecho de flechas. «No tiene importancia». Una muerte
rápida en este caso sería cien veces mejor que volver con Lord Ramsay con un fracaso.
Entonces, las puertas de entrada se abrieron de par en par. –De prisa– . Hediondo estaba
girando hacia la voz cuando la flecha golpeó. Venían de algún lugar a su derecha, donde
pedazos rotos de la muralla estaban medio sumergidos bajo el pantano. La flecha atravesó
los pliegues de su bandera que colgó desgarrada, el contacto de un pie descalzo desde su
cara. Lo asustó tanto que dejó caer la bandera y se desplomó de la silla.
–Dentro– gritó la voz, –¡Date prisa, tonto, date prisa!
Hediondo trepó por los escalones con manos y rodillas, mientras otras flechas
revoloteaban sobre su cabeza. Alguien lo agarró y lo arrastró hacia adentro, y oyó el
golpe de la puerta al cerrarse detrás de él. Fue puesto en pie y empujado contra una pared.
Entonces, un cuchillo fue puesto en su garganta, un rostro barbado estaba tan cerca de su
cara que podía contar los pelos de la nariz del hombre. –¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu
propósito aquí? Rápido, ahora, o te haré los mismo que a él.– El guardia hizo un gesto
con la cabeza hacia un cuerpo en descomposición que estaba en el suelo junto a la puerta,
su carne estaba verde y llena de gusanos.
–Soy un hijo del hierro– respondió Hediondo, mintiendo. El niño que había sido antes
había sido hijo del hierro, lo suficiente cierto, pero Hediondo había venido a este mundo
desde los calabozos de Fuerte Terror. –Mira mi cara. Soy el hijo de Lord Balon. Su
príncipe.– Habría dicho el nombre, pero de alguna manera las palabras quedaron
atrapadas en su garganta. Hediondo, soy Hediondo, que rima con redondo. Tuvo que
olvidarse de eso por un momento, sin embargo. Ningún hombre cedería a una criatura
como Hediondo, jamás, no importa cuán desesperada fuera su situación. Debía pretender
que era un príncipe nuevamente.
Su captor se quedó mirando su rostro, entrecerrando los ojos, torciendo la boca con
sospecha. Sus dientes eran de color marrón, y su aliento apestaba a cerveza y a cebolla. –
Los hijos de Lord Balon fueron asesinados.
–Mis hermanos. No yo. Lord Ramsay me llevó cautivo después de Invernalia. Me ha
enviado aquí para tratar con ustedes. ¿Eres tú el que manda aquí?
–¿Yo?– El hombre bajó el cuchillo y dio un paso hacia atrás, casi tropezando con el
cadáver.
–Yo no, mi señor.– Su malla estaba oxidada, y sus ropas de cuero en descomposición. En
el dorso de una de sus manos una herida abierta sangraba. –Ralf Kenning tiene el
comando. El capitán dijo. Yo estoy en la puerta, eso es todo.
–¿Y quién es este?– Dio Hediondo de una patada al cadáver.
El guardia miró al hombre muerto como si lo viera por primera vez. –Él ... él bebió el
agua. Tuve que cortarle la garganta, para que dejara de gritar. Vientre malo. No se puede
beber el agua. Es por eso que tenemos cerveza–. El guardia se frotó la cara, los ojos rojos
e inflamados. –Estábamos acostumbrados a arrastrar hacia abajo a los muertos, a las
bodegas. Pero todas las bóvedas están inundadas. Nadie quiere tomarse la molestia ahora,
por eso sólo los dejamos donde caen.
–Las bodegas es el mejor lugar para ellos. Dárselos al agua. Al Dios Ahogado
El hombre se rió. –No hay dioses allí, mi señor. Sólo las ratas y las culebras de agua. Las
cosas blancas, gruesas como su pierna. A veces se deslizan por las escaleras y te muerden
en tus sueños.
Hediondo recordó las mazmorras debajo Fuerte Terror, las ratas se retorcían entre sus
dientes, el sabor de la sangre caliente en sus labios. «Si fracaso, Ramsay se me enviará de
vuelta a eso, pero primero me va a desollar la piel de otro dedo». –¿Cuántos quedan en la
guarnición?
–Algunos– dijo el hombre de hierro. –No sé. Menos de lo que éramos antes. Algunos en
la Torre del Borracho, creo. Nadie en la Torre de los Niños. Dagon Bacalao fue para allá
hace unos días. Sólo dos de los hombres quedaban con vida, dijo, y se estaba comiendo a
los muertos. Mató a los dos, si puede creer eso.
«Foso Cailin ha caído», Hediondo comprendió entonces, «sólo que nadie se lo ha dicho».
Se frotó la boca para ocultar sus dientes rotos, y dijo: –Tengo que hablar con su
comandante.
–¿Kenning?– El guardia parecía confundido. –Él no tiene mucho que decir en estos días.
Se está muriendo. Puede ser que ya haya muerto. Yo no lo he visto desde ... no recuerdo
cuando ...
–¿Dónde está? Llévame hasta él.
–¿Quién va a cuidar la puerta, entonces?
–Él.– Hediondo dio al cadáver una patada.
Eso hizo reír al hombre. –Claro. ¿Por qué no? Ven conmigo, entonces.– Tomó una
antorcha de un nicho de la pared y la agitó hasta que prendió brillante y caliente. –Por
aquí– . El guardia le condujo a través de una puerta y una escalera de caracol, la luz de la
antorcha brillaba en las paredes de piedra negra a medida que ascendían.
La cámara en la parte superior de la escalera estaba a oscuras, llena de humo y de un
calor opresivo. Una piel andrajosa colgaba a través de la estrecha ventana tratando de
mantener la humedad fuera, y un bloque de turba ardía en un brasero. El olor en la
habitación era asqueroso, una nube de moho, orina y los excrementos, de humo y de
enfermedad. Juncos sucios cubrían el suelo, mientras que un montón de paja en la
esquina pasaba como a cama.
Ralf Kenning estaba temblando bajo una montaña de pieles. Sus armas estaban apiladas a
su lado, espada y hacha, cota de malla, y un casco de guerra de hierro. Su escudo llevaba
la mano nublada del dios de la tormenta, el rayo surgiendo de sus dedos hacia un mar
embravecido, pero la pintura estaba descolorida y pelada, y la madera debajo comenzaba
a pudrirse.
Ralf se estaba pudriendo también. Por debajo de las pieles estaba desnudo y con fiebre,
su carne hinchada y pálida estaba cubierta de llagas supurantes y costras. Su cabeza
estaba deforme, una mejilla grotescamente hinchada, su cuello tan lleno de sangre que
amenazaba con tragarse su cara. El brazo del mismo lado estaba grande como un leño y
lleno de gusanos blancos. Nadie lo había bañado ni rasurado en muchos días, por cómo se
veía. Un ojo supuraba pus, y su barba estaba crujiente de vómito seco. –¿Qué le pasó?– ,
Preguntó Hediondo.
–Estaba en los parapetos cuando un demonio del pantano le disparó una flecha. Fue sólo
un rasguño, pero ... envenenan a sus flechas, embarran las puntas de mierda y cosas
peores. Le vertimos vino hirviendo en la herida, pero no hizo ningun efecto.
«No puedo tratar con esto». –Mátalo– dijo Hediondo al guardia –Su juicio se ha ido. Está
lleno de sangre y gusanos.
El hombre miró boquiabierto. –El capitán lo puso al mando.
–Tú sacrificarías un caballo moribundo.
–¿Qué caballo? Nunca he tenido ningún caballo.
«Yo ya lo hice». El recuerdo volvió rápidamente. El chillido de Sonriente había sonado
casi humano. Su crin en llamas, se había levantado sobre sus patas traseras, ciego de
dolor, atacando con sus cascos. «No, no. No el mío, él no era mío, Hediondo nunca tuvo
un caballo». –Voy a matarlo por ti.– Hediondo tomó la espada de Ralf Kenning que
estaba apoyada en su escudo. Todavía tenía los dedos suficientes como para empuñarla.
Cuando puso la punta de la hoja, contra la garganta inflamada de la criatura en la paja, la
piel se abrió en un chorro de sangre negra y pus amarilla. Kenning se sacudió
violentamente y luego se quedó quieto. Un hedor horrible llenó la habitación. Hediondo
corrió hacia la escalera. El aire estaba húmedo y frío allí, pero era mucho más limpio en
comparación. El hombre de hierro salió a trompicones detrás de él, con la cara blanca y
luchando para no vomitar. Hediondo le cogió por el brazo. –¿Quién es el segundo al
mando? ¿Dónde está el resto de los hombres?
–Arriba en las almenas, o en los pasillos. Durmiendo, bebiendo. Te llevaré, si quieres.
–Hazlo ahora– Ramsay sólo le había dado un día.
La sala estaba oscura, de techos altos con corrientes de aire, llena de humo a la deriva,
sus muros de piedra manchada con grandes parches de liquen pálido. Un fuego de turba
ardía bajo un hogar ennegrecidos por llamas más calientes de años pasados. Una gran
mesa de piedra labrada, llenaba la cámara, como lo había hecho durante siglos. Fue allí
donde me senté, la última vez que estuve aquí, recordó. «Robb estaba a la cabeza de la
mesa, con el Gran Jon a su derecha y Roose Bolton a su izquierda. Los Glovers se
sentaron junto a Helman Tallhart. Karstark y sus hijos estaban frente a ellos»
Dos docenas de hombres de hierro estaban sentamos bebiendo en la mesa. Algunos lo
miraron con ojos apagados, planos, cuando entró. El resto lo ignoró. Todos los hombres
eran extraños para él. Varios llevaban capas sujeta por broches de plata en forma de
bacalao. Los Bacalaos no estaban bien considerados en las Islas de Hierro; a los hombres
se les consideraban ladrones y cobardes, las mujeres, lujuriosas que iban a la cama con
sus propios padres y hermanos. No le sorprendió que su tío hubiera decidido dejar a estos
hombres atrás cuando la flota de Hierro regresó a casa. «Esto hará que mi tarea sea
mucho más fácil». –Ralf Kenning está muerto– , dijo. –¿Quién manda aquí?
Los bebedores lo miraron sin comprender. Uno se rió. Otro escupió. Finalmente uno de
los Bacalaos dijo, –¿Quién lo pregunta?
–El hijo de Lord Balon.– «Hediondo, mi nombre es Hediondo, que rima con redondo». –
Estoy aquí a las órdenes de Ramsay Bolton, Señor de Hornwood y heredero de Fuerte
Terror, quien me capturó en Invernalia. Su ejército se encuentra al norte de aquí, el de su
padre al sur, pero Lord Ramsay está listo para ser misericordioso si rinden Foso Cailin
ante él antes de que el sol se ponga. –Sacó la carta que le había dado y lo tiró sobre la
mesa ante los bebedores.
Uno de ellos la levantó y le dio vueltas en sus manos, tocando la cera rosa que la sellaba.
Después de un momento, dijo, –Un pergamino. ¿De qué sirve eso? Es queso lo que
necesitamos, y carne.
–Acero, quieres decir– dijo el hombre a su lado, un anciano cuyo brazo izquierdo
terminaba en un muñón. –Espadas. Hachas. Sí, y arcos, centenares de arcos, y los
hombres necesarios para disparar flechas.
–Un Hombre de Hierro no se rinde– dijo una tercera voz.
–Que se lo digan a mi padre. Lord Balon dobló la rodilla cuando Robert rompió sus
muros. De otra forma hubiera muerto. Como lo serán ustedes si no se rinden. –Hizo un
gesto hacia el pergamino– Rompe el sello. Lee las palabras. Es un salvoconducto, escrito
por el propio Lord Ramsay. Renuncien a sus espadas y vengan conmigo, que su señoría
los alimente y les de permiso para regresar sin ser molestados a Orilla Pedregosa, y
encontrar un barco para regresar a su hogar. De otra forma morirán.
–¿Es una amenaza?– Uno de los Bacalaos se puso en pie. Era un hombre grande, con ojos
desorbitados y amplia boca, con la carne blanca como muerto. Parecía como si su padre
lo hubiera engendrado con un pez, pero llevaba un espadón. –Dagon Bacalao no se rinde
ante ningún hombre.
«No, por favor, tienen que escuchar». La idea de lo que Ramsay le haría si regresaba al
campamento sin la rendición de la guarnición fue suficiente para que se orinara los
pantalones. «Hediondo, Hediondo», que rima con fondo. –¿Es esta su respuesta?– Las
palabras sonaron débilmente a sus oídos. –¿Este bacalao habla por todos ustedes?
El guardia que lo había recibido en la puerta parecía menos seguro. –Victarion nos mandó
resistir, lo hizo. Lo escuché con mis propios oídos. Resistan aquí hasta que yo vuelva, le
dijo a Kenning.
–Sí– dijo el hombre con un solo brazo. –Eso es lo que dijo. El llamado Rey de Madera,
juró que regresaría, con una corona de madera sobre su cabeza y un millar de hombres
detrás de él.
–Mi tío nunca va a volver– les dijo Hediondo. –El Rey de Madera coronó su hermano
Euron, y Ojo de Cuervo tiene otras guerras que luchar. ¿Creen que mi tío los valora? No
lo hace. Ustedes son los que dejó detrás para morir. Se deshace de ustedes de la misma
manera que raspa el barro de sus botas cuando se vadea en tierra lodosa.
Esas palabras dieron en el blanco. Podía verlo en sus ojos, en la forma en que se miramos
unos a otros o fruncieron el ceño sobre sus copas. «Todos ellos temen que los hayan
abandonado, pero me tocó a mí convertir este miedo en certeza». Ellos no eran hijos de
capitanes famosos, ni sangre de las grandes casas de las Islas de Hierro. Todos eran hijos
de esclavos y de esposas de sal.
–¿Si nosotros nos rendimos, podemos irnos?– Dijo el hombre armado. –¿Es eso lo que
dice aquí escrito?– Le dio un manotazo al rollo de pergamino, su sello de cera todavía
intacto.
–Léelo por ti mismo– respondió, a pesar de que estaba casi seguro de que ninguno de
ellos sabía leer. –Lord Ramsay trata a sus prisioneros con honor, siempre y cuando
mantenga la fe en él.– «Sólo ha tomado dedos de los pies y de las manos y alguna que
otra cosa, cuando pudo bien haber tenido mi lengua, o pelado de la piel de mis piernas
desde el talón hasta el muslo». –Rindan sus espadas ante él, y vivirán.
–Mentira.– Dagón Bacalao sacó su espadón. –Usted es al que llaman traidor. ¿Por qué
debemos creer en sus promesas?
«Está borracho», se dio cuenta Hediondo. «La cerveza es la que está hablando». –Cree lo
que quieras. Yo solo he traído el mensaje de Lord Ramsay. Ahora tengo que volver con él.
Vamos a tomar sopa de jabalí y neeps, regado con vino tinto fuerte. Los que vengan
conmigo serán bienvenidos a la fiesta. El resto de ustedes va a morir dentro de un día. El
Señor de Fuerte Terror traerá a sus caballeros hasta la calzada, mientras que su hijo traerá
a sus hombres desde el norte. No se concederá cuartel. Los que mueren peleando serán
los que tengan suerte. Los que viven serán entregados a los demonios del pantano.
–Basta– gruñó Dagón Bacalao. –¿Cree que puede asustar a un hombre de hierro con solo
palabras? Largo. Corre de vuelta con tu amo antes de que te abra el vientre, te saque las
entrañas, y te las haga comer.
Pudo haber dicho aún más, pero de repente sus ojos se abrieron completamente. Un hacha
arrojadiza brotó del centro de su frente con un sonido sólido. La espada de Bacalao cayó
de sus dedos. Se sacudió como un pez enganchado, y luego se estrelló de bruces sobre la
mesa.
Fue el hombre armado quien había arrojado el hacha. Cuando se puso en pie tenía ya otra
en la mano. –¿Quién quiere morir?– preguntó a los otros bebedores. –Hablad, veré que lo
hagan.– Delgado hilos rojos se estaban extendiendo por toda la piedra, provenientes del
charco de sangre donde la cabeza de Dagón Bacalao había quedado. –Yo, quiero vivir, y
eso no significa quedarme aquí a pudrirme.
Un hombre tomó un trago de cerveza. Otro movió su copa para evitar un dedo de sangre,
antes de que llegara al lugar donde estaba sentado. Nadie hablaba. Cuando el hombre
armado regresó su hacha de nuevo a su cinturón, Hediondo supo que había ganado. Casi
se sentía como un hombre nuevamente. «Lord Ramsay estará encantado conmigo».
Retiró el estandarte del kraken con sus propias manos, casi dejándolo caer debido a la
falta sus dedos, pero agradecido por los dedos que Lord Ramsay le había permitido
conservar. Se tomó la mayor parte de la tarde antes de que los hijos del hierro estuvieran
listos para partir. Había más de los que hubiera adivinado – cuarenta y siete de la Torre
De la Compuerta y dieciocho más de la Torre del Borracho. Dos de ellos estaban tan
cerca de la muerte que no había esperanza para ellos, otros cinco demasiado débiles para
caminar. Esto les dejaba aún cincuenta y ocho que estaban forma para luchar. Aun débiles
como estaban, les hubiera requerido tres veces este número de hombres si Lord Ramsay
hubiera asaltado las ruinas. «Hizo bien en enviarme», Hediondo dijo a sí mismo mientras
subía de nuevo en su copón para guiar la desordenada columna al otro lado del terreno
pantanoso donde los hombres del norte estaban acampados. –Dejad aquí las armas– dijo a
los prisioneros. –Espadas, arcos, dagas. Cualquier hombre armado será muerto si es visto.
Les tomó tres veces más tiempo cubrir la distancia de lo que le había tomado a Hediondo
a él solo. Camillas provisionales se habían construido con pedazos de ramas para cuatro
hombres que no podía caminar, el quinto fue llevado por su hijo, en su espalda. Esto hizo
que fueran muy despacio, y todos los hijos del hierro estaban muy conscientes de lo
expuestos que estaban, muy dentro del tiro de ballesta de los demonios del pantano y de
sus flechas envenenadas. «Si me muero, me muero». Hediondo sólo rezaba porque el
arquero supiera lo que hace, de modo que la muerte fuera rápida y limpia. «La muerte de
un hombre, no el final que Kenning Ralf sufrió».
El hombre armado caminó a la cabeza de la procesión, cojeando mucho. Su nombre, dijo,
era Adrack Humilde, tenía esposa y tres mujeres de sal en el Gran Wyk. –Tres de las
cuatro tenían grandes barrigas cuando me embarqué– se jactaba, –Y los Humildes tienen
gemelos. Lo primero que haré cuando regrese será contar a todos mis hijos nuevos. Puede
que incluso nombre uno por usted, mi señor.
«Sí, Llámalo Hediondo», pensó, «y cuando se porte mal puedes cortarle los dedos del pie
y se los das de comer a las ratas». Volvió la cabeza y escupió, y se preguntó si Ralf
Kenning no había sido más afortunado.
Una ligera lluvia comenzó a caer desde un cielo gris pizarra al mismo tiempo que el
campamento de Lord Ramsay aparecía frente a ellos. Un centinela los vio pasar en
silencio. El aire estaba lleno del humo de las fogatas que se ahogaban en la lluvia. Una
columna de jinetes llegó cabalgando detrás de ellos, dirigido por un señor menor con una
cabeza de caballo en el escudo. «Uno de los hijos del Lord Ryswell», Hediondo supo.
«Roger, o tal vez Rickard». Él no podía diferenciar a los dos. –¿Estos son todos?–
preguntó el jinete desde lo alto de un caballo castaño.
–Todos los que no habían muerto, mi señor.
–Pensé que habría más. Los atacamos tres veces y las tres veces nos rechazaron.
«Somos hijos del hierro», pensó, con un destello de orgullo, y por la mitad de un latido
del corazón fue un príncipe nuevamente, el hijo de Lord Balon, la sangre de Pyke. Sin
embargo, aun pensarlo era peligroso. Tuvo que recordar su nombre. Hediondo, mi
nombre es Hediondo, que rima con orondo.
Estaban justo fuera del campamento cuando los ladridos de la jauría de sabuesos le aviso
a Lord Ramsay que llegaban. Whoresbane estaba con él, junto con media docena de sus
favoritos, Skinner y Alyn Agrio y Damon Baila-para-mí, y también los Walders grandes y
pequeños. Los perros pululaban a su alrededor, ladrando y gruñendo a los extraños. «Las
chicas del Bastardo», pensó Hediondo, antes de recordar que nunca, nunca, nunca debía
usar esa palabra en presencia de Ramsay.
Hediondo se bajó de la silla e hincó una rodilla. –Mi señor, Foso Cailin es suyo. Aquí
están sus últimos defensores.
–Muy pocos. Yo esperaba más. Eran enemigos tan tenaces.– Los pálidos ojos de Lord
Ramsay brillaron.
–Deben estar muertos de hambre. Damon, Alyn, vean que los atiendan. Vino y cerveza, y
todas la comida que pueden comer. Skinner, lleva a sus heridos con nuestros maestres.
–Sí, mi señor.
Algunos de los hijos del hierro, murmuraron un gracias antes de que se fueran arrastrando
los pies hacia las cocinas en el centro del campo. Uno de los Bacalao incluso trató de
besar el anillo Lord Ramsay, pero los perros lo alejaron antes de que pudiera acercarse, y
Alison perdió un trozo de su oreja. Y a pesar de que la sangre corría por su el cuello, el
hombre hizo una reverencia y se inclinó y elogió la clemencia de su señoría.
Cuando el último de ellos se había ido, Ramsay Bolton volvió la sonrisa hacia Hediondo.
Le tomó por la parte de atrás de la cabeza, cercó su cara, lo besó en la mejilla, y le
susurró: –Mi viejo amigo Hediondo. ¿De verdad te tomaron como su príncipe? ¡Qué
malditos imbéciles, estos hijos del hierro. Los dioses se están riendo.
–Lo único que quieren es volver a casa, mi señor.
–Y ¿qué es lo que tú quieres, mi dulce Hediondo?– Murmuró Ramsay, tan suavemente
como un amante. Su aliento olía a vino caliente y clavo de olor, tan dulce. –Este valeroso
servicio merece una recompensa. No te puedo dar de nuevo tus dedos o dedos de tus pies,
pero sin duda hay algo que podrías tener de mí. ¿Debo liberarte en su lugar? ¿Liberarte
de mi servicio? ¿Quieres regresar con ellos, volver a tus islas sombrías en el frío mar gris,
ser un príncipe de nuevo? ¿O prefieres permanecer como mi sirviente leal?
Un frío cuchillo rozó su espalda. «Ten cuidado», se dijo, ten «mucho, mucho cuidado».
No le gustó la sonrisa de su señor, la forma en que le brillaban los ojos, la saliva brillante
en la esquina de su boca. Había visto estos signos antes. «Tú no eres un príncipe. Eres
Hediondo, sólo Hediondo, que rima con hondo. Dale la respuesta que quiere».
–Mi señor– dijo –mi lugar está aquí, con usted. Soy su Hediondo. Sólo quiero servirle a
usted. Todo lo que pido ... Un odre de vino, sería suficiente recompensa para mí ... un
vino tinto, el más fuerte que usted tiene, todo el vino que un hombre pueda beber ...
Lord Ramsay se echó a reír. –Tú no eres un hombre, Hediondo. No eres más que mi
criatura. Tendrás todo tu vino. Walder, encárgate de ello. Y no tengas miedo, no voy a
regresarte a las mazmorras, tienes mi palabra de Bolton. Vamos a hacer un perro de ti en
su lugar. Carne todos los días, y hasta te voy a dejar dientes suficientes para comer.
Puedes dormir al lado de mis chicas. Ben, ¿tienes un collar para él?
–Voy a mandar a hacer uno, mi señor– dijo el viejo Ben Huesos.
El hombre hizo más que eso. Esa noche, además del collar, había también una manta
andrajosa y la mitad de un pollo. Hediondo tuvo que luchar con los perros por la comida,
pero fue la mejor comida que había tenido desde Invernalia.
Y el vino ... el vino era oscuro y amargo, pero fuerte. En cuclillas entre los perros,
Hediondo bebió hasta que su cabeza le daba vueltas, vomitó, se limpió la boca, y bebió
un poco más. Después se echó hacia atrás y cerró los ojos. Cuando se despertó un perro le
lamía el vómito de su barba, y nubes oscuras se hundían en la cara de una luna como hoz.
En algún lugar de la noche, hombres gritaban. Empujó al perro a un lado, se dio la vuelta
y volvió a dormir.
A la mañana siguiente Lord Ramsay envió a tres jinetes por la calzada para dejar saber a
su señor padre que el camino estaba despejado. El hombre desollado de la Casa de los
Bolton fue izado por encima de la Torre De la Compuerta, donde Hediondo había arriado
el Kraken dorado de Pyke. A lo largo de la carretera de tablones podridos, estacas de
madera fueron enterradas profundamente en el suelo pantanoso; había cuerpos
descompuestos, rojos y goteantes. Sesenta y tres, lo sabía, hay sesenta y tres de ellos. Uno
de ellos tenía medio brazo cortado. Otro tenía un pergamino metió entre los dientes, su
sello de cera todavía intacto.
Tres días después, la vanguardia del ejército de Roose Bolton se abrió paso a través de las
ruinas y más allá de la fila de espeluznante centinelas – cuatrocientos Freys montados y
vestidos de azul y gris, la punta de sus lanzas brillaba cada vez que el sol aparecía entre
las nubes. Dos de los hijos del viejo Lord Walder guiaban el furgón. Uno era musculoso,
con una masiva mandíbula y brazos con gruesos músculos. El otro tenía los ojos
hambrientos muy juntos por encima de una nariz afilada, barba fina marrón que no
acababa de ocultar la barbilla débil por debajo, y la cabeza calva. Hosteen y Aenys. Los
recordaba desde antes de saber su nombre. Hosteen era un toro, tardo para la ira pero
implacable una vez que se le despertaba, y reputado como el combatiente más feroz de
Lord Walder. Aenys era mayor, más cruel y más inteligente – un comandante, mas no un
espadachín. Ambos eran soldados experimentados.
Los hombres del norte seguían penosamente detrás del furgón, sus andrajosas banderas al
viento. Hediondo los vio pasar. La mayoría iban a pie, y había muy pocos de ellos.
Recordó el gran ejército que marchó hacia el sur con el Joven Lobo, bajo la Huergo de
Invernalia. Veinte mil espadas y lanzas habían ido a la guerra con Robb, pero sólo dos de
cada diez regresaron, y la mayoría hombres de Fuerte Terror.
Atrás donde la muchedumbre era más gruesa en el centro de la columna cabalgaba un
hombre con armadura en gris oscuro sobre una túnica acolchada de cuero de color rojo
sangre. Sus medallones habían sido hechos en forma de cabeza humana, con la boca
abierta que gritaba en agonía. De sus hombros colgaba un manto de lana rosada bordado
con gotas de sangre. Largas cintas de seda roja ondeaban en la parte superior de su casco
cerrado. Ningún hombre de crannog va a asesinar a Roose Bolton con una flecha
envenenada, Hediondo pensó la primera vez que lo vio. Un vagón cerrado gemía detrás
de él, tirado por seis pesados caballos de tiro y defendido por ballesteros, adelante y atrás.
Cortinas de terciopelo azul oscuro ocultaban a los ocupantes del vagón de cualquier ojo
indiscreto.
Más atrás venía el tren del equipaje – pesadas carretas cargadas con provisiones y el botín
de guerra, y carros llenos de heridos y lisiados. Y en la parte trasera, mas Freys. Por lo
menos un millar, tal vez más: arqueros, lanceros, campesinos armados con hoces y palos
afilados, jinetes libres y arqueros a caballo, y otro centenar de caballeros para
endurecerlos.
Encadenado y con collar y nuevamente en harapos, Hediondo seguió junto con los otros
perros los talones de Lord Ramsay, cuando su señoría se dirigió a saludar a su padre. El
jinete en armadura oscura se quitó el casco, la cara debajo no era la que Hediondo
conocía. La sonrisa de Ramsay se cuajó al verlo, y la ira cruzó su rostro. –¿Qué es esto,
una burla?
–Sólo precaución– susurró Roose Bolton, al salir de atrás de las cortinas del vagón
cerrado.
El Señor del Fuerte Terror no tenía una fuerte semejanza con su hijo bastardo. Su rostro
estaba afeitado, de piel lisa, normal, no guapo pero no del todo vulgar. A pesar de que
Roose había estado en muchas batallas, no tenía ninguna cicatriz. Aunque mucho más
allá de los cuarenta años, todavía no tenía arrugas, con líneas escasas para hablar del paso
del tiempo. Sus labios eran tan finos que cuando los apretaba parecía que iban a
desvanecerse por completo. Había un halo de juventud alrededor de él, una quietud; en la
cara de Roose Bolton, la rabia y la alegría parecía prácticamente lo mismo. Todo lo que él
y Ramsay tenían en común eran sus ojos. «Sus ojos son hielo». Hediondo se preguntó si
Roose Bolton alguna vez había llorado. Si es así, ¿las lágrimas se sentían frías en sus
mejillas?
Una vez, un niño llamado Theon Greyjoy había disfrutado riéndose de Bolton mientras
estaban sentados en el consejo con Robb Stark, burlándose de su voz suave, y haciendo
bromas sobre las sanguijuelas. «Debió haber estado loco. Este no es un hombre con el
que se juegue». No había más que mirar a Bolton para saber que había más crueldad en
su dedo meñique que en todos los Freys combinados.
–Padre– Lord Ramsay se arrodilló ante su señor.
Lord Roose lo estudió por un momento. –Te puedes levantar– Se dio la vuelta para
ayudar a dos jóvenes mujeres a bajar del interior del vagón.
La primera era baja y muy gorda, con una cara redonda y roja con tres papadas que
temblaban bajo una capucha de pieles. –Mi nueva esposa– dijo Roose Bolton. –Lady
Walda, éste es mi hijo natural. Besa la mano de tu madrastra, Ramsay.– así lo hizo. –Y
estoy seguro de que recordarás a Lady Arya. Tu prometida.
La chica era delgada y más alta de lo que él recordaba, pero era de esperar. Las niñas
crecen rápido a esa edad. Su vestido era de lana gris bordeado con raso blanco, sobre este
llevaba una capa de armiño abrochado con una cabeza de lobo de plata. Cabello castaño
oscuro caía hasta la mitad de su espalda. Y sus ojos ...
«Esta no es la hija de Lord Eddard»
Arya tenía los ojos de su padre, los ojos grises de los Stark. Una chica de su edad podría
dejarse crecer el pelo, agregar pulgadas a su estatura, ver llenarse su pecho, pero no podía
cambiar el color de sus ojos.
«Es la amiga de Sansa, la hija del mayordomo. Jeyne, ese era su nombre. Jeyne Poole».
–Lord Ramsay– La niña se inclinó ante él. Lo que estaba mal también. La verdadera Arya
Stark le hubiera escupido en el rostro. –Rezo para que sea una buena esposa y le dé hijos
fuertes que lo sigan.
–Así será– prometió Ramsay, –y pronto.

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